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VITKO NOVI

LA HIJA DE MOSTAR

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ES PROPIEDAD DEL AUTOR

Derechos reservados según ley

P R I M E R A E D I C I Ó N

1 9 7 2

Editor: Sigifredo Gómez Arévalo

Casilla 1700

LIMA – PERU

EDITADO EN EL PERÚ

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A un buen hombre MARCELINO RICSE REJULIO

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“Si no debemos ser como somos, entonces por qué no

somos como deberíamos ser”

VITKO NOVI

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PRÓLOGO

Este libro no trata de presentar una nueva hazaña de guerra en la cual se ensalza al héroe y se disminuye al enemigo, ¡no!; ahora es el grito desesperado de una mujer que anatematiza la guerra durante el relato que hace de su trágica historia a otro soldado que, en la plenitud de su juventud se ve arrastrado, como ella, por la sangrienta vorágine que asoló a los pueblos de Europa y parte de África y Asia, dejando profundas huellas de horror y de muerte.

“La hija de Mostar”, es la alucinante narración que hace de la catástrofe humana una valiente mujer que se sobrepone al dolor y a la muerte; sus palabras son un mensaje para la humanidad al mismo tiempo que dicen de su inmenso amor por el prójimo, a pesar de los vejámenes y sufrimientos padecidos y soportados con estoicismo; es, también, el llamado desesperado de una combatiente para que siempre triunfe el sentido de la paz y del amor entre los hombres; son, en una palabra, expresivas y dolorosas invocaciones a la cordura y al buen sentido que nos llegan gracias a la brillante pluma de Vitko Novi, quien, con sencillez, pero con sinceridad y firmeza, pinta la dantesca epopeya de esta heroína que, dadas las trágicas circunstancias en que le tocó vivir, se convierte por acción de los hombres en guerrillera. Esta noble hija de Mostar narra con escalofriante serenidad su cruento sacrificio y revela hasta dónde puede llegar la barbarie de los hombres cuando son desatadas sus violentas y bajas pasiones.

El autor de este trabajo, Vitko Novi (Vlado Kapetanovic), nació en un pintoresco

rincón de Montenegro “Prekobrdje”, cerca de la ciudad de Kolasin, al Suroeste de Yugoslavia; la muerte de su padre le sorprende durante su niñez, la que, por la prematura falta, del jefe del hogar, transcurre en medio de durezas, sacrificios y dificultades: los que con el caminar del tiempo no han sido obstáculo para que llegue a querer a la humanidad, al extremo de concebir para ella sublimes concepciones.

La Segunda Guerra Mundial le sorprende en su plena juventud. Curtido en el fragor de los combates adquiere la dolorosa experiencia que le

permitió ofrecernos su libro “La hija de Mostar”, en la que nos da a conocer en toda su realidad las crueldades, horrores y miserias que ocasiona el crimen de los crímenes: la guerra.

Este libro que ahora tienes en tus manos, lector, no es pues para satisfacer una curiosidad o cumplir un simple deseo de leer; el va más allá: es el portador del mensaje que su autor te transmite con calor humano para que con fe y decisión te resuelvas, en aras del bienestar y del amor entre los hombres, a engrosar las filas de los que con buena voluntad, poniendo al servicio de las buenas causas todo su cariño y esfuerzo, en procura de que nunca más vuelvan a repetirse hecatombes como las que encierra en sus páginas este volumen.

Su misión, como verás, es noble y bella; su fin, esencialmente humano: glorificar la paz y sus beneficios desterrando para siempre las guerras con sus secuelas de monstruosidad, y exaltar y engrandecer el amor y la felicidad entre los hombres.

Víctor Arlés B.

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INTRODUCCION

Durante mi juventud, muchas veces agradecí a la Naturaleza por haberme traído al mundo. Pensé que la humanidad ya había adquirido la terrible experiencia de las guerras, que los hombres modernos se dedicarían a fortalecer la paz y la fraternidad y que yo, como miembro de la sociedad, prestaría mi colaboración en esa importante obra.

Mis pensamientos en aquel entonces se alimentaban con las espléndidas ilusiones de aprender lo bueno, de trabajar y de amar. En ese tiempo mi vida estaba llena de aroma juvenil. Vivía yo la mejor época de la edad del hombre, en la cual, todo es hermoso. . . Tenía muchos deseos de crear y de hacer. . . Pero mi ansioso aprendizaje fue interrumpido.

En pleno desarrollo de mis facultades, cuando me empeñaba en aprender lo útil y lo correcto, los hombres, en su ambiciosa lucha por el poder, impidieron mis planes y llenaron mi alma de amargura. . . El cielo se nubló de humo, los tanques rodaban sobre las costillas humanas, los cañones estremecían destruyendo los pueblos. . . ¡Estalló la Segunda Guerra Mundial!. . . Los hombres hicieron mataderos humanos y se formó un alud de sangre.

Aquel fatídico torrente de la guerra, arrastró en su corriente, hombres, mujeres y niños, incluyéndome también en la multitud. En ese monstruoso remolino permanecí luchando cinco años. Allí presencié numerosas desgracias humanas, muchas increíbles y pocas fáciles de creer.

Sometí entonces el reflejo de la vida a mi examen interior y me aseguré, que mientras los hombres luchen por el dominio del poder y el dinero, no habrá felicidad; la vida será áspera y sacrificada, hasta que los hombres no se abracen fraternalmente y formen una sola familia, sin amos ni esclavos, sin armas ni dinero y se den cuenta por completo que somos hijos de un Creador o de una madre “naturaleza” que nos ha otorgado sus maravillas a todos por igual. . .

El propósito de esta obra no es resaltar las tristes victorias del hombre sobre el hombre; de proclamar a los nuevos héroes en el desencanto de la vida terrestre ni mucho menos de acusar a los regímenes o partidos políticos de esos tiempos. La guerra es la mala parte del hombre, que en su furia le disminuye sus sentimientos; pero hay que hablarle de ella, porque es parte de su historia y de su vida misma, no con el sentido de animarle a los conflictos, sino para tratar de enternecer su corazón, mostrándole la tremenda monstruosidad, producto de la guerra, e instarle a que promulgue las reglas necesarias que acabarían para siempre con los conflictos guerreros y se dé cuenta por completo que la felicidad humana sólo se cultiva con la fraternidad al amparo de la paz.

Las fábricas de armamentos siguen consumiendo la mayor parte del trabajo humano; los arsenales están llenándose de instrumentos bélicos, listos para el combate; los cañones no cesan de apuntar para destrozar las vidas humanas;- las bombas atómicas y de hidrógeno, penden sobre nuestras cabezas, amenazando la existencia de la vida terrestre; y, mientras tanto, las enfermedades invencibles y desconocidas aún,

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asociadas con el hambre y la miseria, continúan matando tristemente a los seres humanos. El hombre no se empeña sinceramente en combatir los males y poder así prolongar la vida humana, sino que se está esforzando por descubrir nuevas armas que puedan destruir las aldeas, las ciudades, las naciones y lo más horrible: herir la Obra Divina.

La Divina Providencia o la Ley de la Naturaleza nos trae a la vida terrestre, con el fin de que cada uno de nosotros efectúe una labor honesta y útil para los demás; nos gusta lo bueno, admiramos lo bello, tales como son la vida y el amor. Entonces, ¿por qué no proscribimos la guerra? ¿Por qué no cumplimos con la más digna labor, cultivando la fraternidad que produce lo bueno y lo bello? ¿Por qué no trabajamos para que algún día los hombres se unan por el amor y no por interés material que hace que se odien y se maten?

¡Cambiemos, pues, las armas que destruyen y matan por las máquinas que ayudan al hombre en el progreso y desarrollo de la civilización! Unámonos en la edificación de la felicidad humana. ¡Enterremos las ambiciones guerreras y cambiemos el heroísmo de la guerra por la fraternidad y la Paz!

VITKO NOVI

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CAPITULO I

Era el mes de diciembre del año de 1944. La superficie del Continente Europeo permanecía cubierta por la nieve, y el frío viento del Norte sacudía los árboles congelados. Los hombres mostraban el cansancio de la guerra, y mientras unos huían derrotados en las batallas, los otros se apuraban por acabar con el conflicto y restituir la paz y la libertad. Se acercaba el final de la guerra. . . Los sobrevivientes maltrechos y afectados por aquel sangriento torbellino, gritaban de alegría porque se acercaba la paz.

Por aquel entonces me encontraba en una de las unidades pertenecientes al Ejército de la Liberación Nacional de Yugoslavia. . . Días antes nos habíamos separado de las unidades inglesas que habían luchado con nosotros para liberar varios pueblos y regiones, por el Sur y el Oeste de Montenegro. Los últimos restos de las tropas nazis abandonaban la región y se retiraban hacia el Norte de Yugoslavia, por las orillas de los ríos Tara, Drina y Sava.

Cuando liberamos la ciudad de Podgorica -hoy Titograd y capital de la República Federal de Montenegro- recibimos la orden de acampar en aquel lugar con el propósito de efectuar un acelerado curso de especialización en artillería para luego destacarnos en las nuevas divisiones que se estaban formando para instruir a los nuevos reclutas.

Durante la guerra aquella población había sido bombardeada sesenta veces. Las murallas y fortalezas que se encuentran en los alrededores y que se han mantenido intactas dos mil años, habían sido destruidas por el hombre moderno. Sus restos convertidos en míseras ruinas: presentaban desagradable aspecto. . . La fecha de fundación de Titograd se desconoce, pero por los restos encontrados en las ruinas, los arqueólogos afirman que se construyó - hace más o menos dos mil años. Por otra parte, leí un manuscrito en 1932 de los apóstoles eslavos: Cirilo y Metodio, escrito en el siglo VIII de nuestra era que se conservaba en el monasterio de Moraca (Manastil Moracki), cerca de la ciudad de Kolasin, que indica aproximadamente la época en que se fundó la referida ciudad. En aquel manuscrito los autores dedican una de las páginas al legendario Ciro, fundador del Imperio Persa, que luego .de derribar al Rey de Lidia, tomó Babilonia y llegó a ser el dueño de casi toda el Asia Occidental, en el siglo V, antes de Jesucristo.

En los tiempos en que gobernaba Ciro en el Asia, uno de los siete sabios griegos de entonces llamado Bías, se oponía a la injusticia, por lo que fue citado en una ocasión por los Jefes del Ejército de Ciro. Al no poder enfrentarse a las fuerzas del poderoso Ciro, huyó con todos los habitantes de Priene, su pueblo natal, y se establecieron a orillas de los ríos Zeta y Moraca, en la región que hoy ocupa la ciudad de Titograd. Allí Bías formó un pequeño pueblo al que le dio el nombre de Birziminium, que sirvió después como estación de la vía terrestre entre Roma y Grecia.

En la Edad Media Titograd aparece con el nombre de Ribnica, lugar donde nació el gobernante serbio Stevan Nemanja. A Titograd en el siglo XIV se le conocía con el nombre de Podgorica, basándose posiblemente en el nombre de una colina cercana a la ciudad llamada Gorica. Allí, el Conde Despota Djuradj estableció la capital de la región Zeta, cuando ésta fue en una época estado autónomo.

Cuando los turcos invadieron los Balcanes sometieron bajo su dominio a Podgorica, restos de cuya cultura se conserva aún en muchas formas. En el año de 1946, Podgorica recibe su cuarto y actual nombre: Titograd, y vuelve a ser de nuevo la Capital

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de la República Federal de Montenegro. A doce kilómetros de Titograd se encuentran las ruinas de la antigua ciudad de Duklje, construida en el siglo IV por el Emperador de Roma Diocleciano. Cuenta la historia que ella fue uno de los centros principales en donde el Emperador Romano reunía sus ejércitos para perseguir y aniquilar con ferocidad a los cristianos.

Así, pues, nos encontrábamos a poca distancia de una ciudad, fundada hacía dos mil años, y en la que en cada lomada que la rodea existen ruinas, mudos testigos del sufrimiento humano en la lucha por la civilización.

Acampamos en una aldea llamada Momisici y empezamos nuestra instrucción. Durante la enseñanza practicábamos con cuatro cañones de setenta y cinco

milímetros que componían nuestra batería. Estas armas las habíamos tomado al enemigo en una de las batallas libradas durante el año de 1943. En varios combates hicimos frente con ellas al invasor hasta que agotamos la pequeña cantidad de municiones de que disponíamos. Terminados los cartuchos dejamos los cañones en una aldea al cuidado de unos campesinos, que eran miembros de nuestro ejército. Meses después establecimos contacto con el ejército inglés. El comando de la Real Fuerza Inglesa nos proporcionó material bélico y la munición necesaria para los cañones que teníamos escondidos. Desgraciadamente los cartuchos de fabricación inglesa no tenían el calibre exacto para los cañones italianos, lo que nos ocasionaba inseguridad en la puntería. A pesar de que los cañones eran de fabricación fascista y la munición inglesa, en varias ocasiones nuestros jóvenes artilleros, sin experiencia en el manejo de dichas armas, lograron causar con ellas considerables daños al enemigo.

El comandante de nuestra unidad se llamaba Nikica Jankovic. Tenía alrededor de treinta a treinta y cinco años de edad, era de baja estatura, anchas espaldas, y en su rostro se dibujaba una sonrisa permanente que reflejaba su alma noble y bondadosa. Era inteligente, decidido; servía como ejemplo por su tino en tratar tanto a los compañeros de armas como al pueblo en general. Se interesaba mucho por nuestros estudios y nos designó como profesor a un capitán del ex-ejército real yugoslavo llamado Radun Medenica, que semanas antes había sido liberado de un campo de prisioneros.

Cuando los nazis abandonaron la aldea de Momisici dejaron sembrados de minas

los campos y las huertas. Los niños, las mujeres y los ancianos al pisar los delgados alambres que conectaban las minas, tendidos en el suelo y disimulados con la hierba y hojarasca, ocasionaban la explosión de los artefactos, 1o que causaba muchas muertes y heridos. Nos horrorizaba escuchar los gritos y lamentos de las gentes que trataban de enterrar a sus muertos y auxiliar a sus heridos.

Para evitar mayores desgracias pedimos a nuestro comandante autorización para buscar y destruir las minas, lo que teníamos que hacer sin contar con los aparatos necesarios para detectar tan terribles artefactos.

-Este trabajo es sumamente peligroso -respondió, poniéndose pensativo, y meneando la cabeza agregó: -Temo que perderíamos muchas vidas, antes de lograr el propósito.

-Tenemos que hacer algo comandante -le dije-; no podemos contemplar con indiferencia lo que está sucediendo.

-Está bien -contestó-, pero mientras tú piensas en salvar a unos, pones en peligro a otros.

-Pues yo prefiero arriesgarme a seguir viendo lo que está pasando -respondí con energía.

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En eso escuchamos una detonación seguida por los gritos de los niños y de las mujeres que se confundieron en dolorosa y triste lamentación. Salimos corriendo para ver qué sucedía y vimos en la huerta a un niño de unos ocho años tendido en el suelo que se retorcía de dolor. Tenía el rostro cubierto de tierra y de carbón de pólvora quemada y sólo se le veía brillar un ojo de color verde, que parecía una bola de vidrio, dándole terrorífico aspecto.

Sus pantalones estaban hechos tiras y de su cadera izquierda manaba sangre. -¡Mamá . . . ayúdame . . . - gritaba el infeliz, mientras su voz se apagaba poco a

poco. Corrimos hacia él. . . Una mujer se nos adelantó, cogió al niño, pero los brazos y piernas de la criatura colgaban inertes. ¡Mi hijo! . . . -gritó la mujer. - ¡Sálvenlo por el amor de Dios! -exclamaba la pobre madre, mientras un grueso hilo de sangre se filtraba por entre sus dedos, cayendo hacia el suelo. La madre besaba - apasionadamente la cara deforme de su hijo y estrechándolo fuertemente entre sus brazos, sintiendo que se moría, corrió hacia el río Moraca. Por la tristeza que nos agobiaba no nos dimos cuenta del propósito de la infeliz madre, y cuando comprendimos su decisión, ella ya estaba fuera de nuestro alcance. Corrimos desesperados para detenerla, pero nuestro esfuerzo fue inútil. . . ella nos ganó; llegó a la orilla del río, y abrazando el cadáver de su hijo se arrojó a las turbulentas aguas del Moraca, desapareciendo entre los remolinos de donde no se le rescataría jamás.

-¡Qué me dice usted de este triste espectáculo? -pregunté al comandante cuando

regresábamos al campamento. -Es horrible -contestó pensativo, y dijo: -reúna a los voluntarios y haga lo que

pueda para evitar que esa desgracia se repita entre los habitantes. Mucha suerte -agregó, y apretándome el hombro se alejó.

Comuniqué lo acordado con el comandante a mi amigo Zvicer quien había estudiado en la Academia Militar y afirmaba tener conocimientos para colocar y destruir esa clase de minas. Zvicer aceptó con entusiasmo mi proposición e invitó a un amigo suyo para que nos acompañara en la peligrosa y difícil tarea de localizar y eliminar las minas.

Cuando salimos del campamento, a poca distancia del camino, el amigo Zvicer

vio una mina semienterrada. -¡Allí está una mina!- gritó emocionado por el hallazgo, mientras señalaba con el

dedo el mortífero artefacto que se hallaba a pocos metros de nosotros. Miré en la dirección señalada y vi que un par de alambres cortos y delgados, apenas sobresalían de la superficie. De uno de ellos aparecía conectado otro alambre que se perdía entre la hierba y la hojarasca.

-Es una red de alambres; debe haber otras minas seguidas- dije a Zvicer, que estaba observando con atención a nuestro alrededor.

Mientras yo me preocupaba por descubrir el conjunto de las minas, nuestro compañero sin avisarnos arrojó una piedra .sobre los alambres. Zvicer notó la precipitada acción de su amigo y se tiró al suelo antes de que estallara la mina, pero como yo no vi la maniobra de nuestro amigo, permanecí de pie. El artefacto estalló al instante. La tremenda explosión me arrojó varios metros del lugar en que me hallaba y una densa nube de tierra, piedras y humo se levantó hacia el cielo. Por un instante permanecí tendido en el suelo, y unos sonidos inexplicables me aturdieron. Cuando intenté levantarme me di cuenta que no tenía fuerzas para hacerlo. Tenía la impresión de

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que un enorme peso me aplastaba y que la tierra quería tragarme. En seguida sentí un extraño dolor en la ingle derecha, como si alguien me introdujera en la carne un fierro caliente. Me agarré donde me dolía y descubrí la herida por la cual manaba abundante sangre. En el vientre sentía un dolor agudo que me paralizaba la respiración. Pensé que pronto iba a morir y que por ello culparían a nuestro negligente amigo. . . Esa idea me atormentaba. . . Hice acopio de fuerzas para hablar, con el fin de culparme por el accidente.

-Escucha. . ., Zvicer- le dije entrecortadamente, mientras trataba de levantarme-, yo. . . tiré. . . la piedra. . . fui. . . yo. . . entiendes. Quise agregar algunas palabras más, pero no pude por el dolor. Zvicer me miraba asustado; y no me respondía.

Los compañeros que estaban alojados con el comandante de la unidad al oír la explosión corrieron hacia nosotros. De pronto vi a todos reunidos a mí alrededor. El comandante Jankovic me cargó en sus brazos y me llevó a la Comandancia. Allí, una teniente Sara Bocan intentó curar mi herida, pero al ver el agujero hecho por el proyectil en un sitio tan vital se conmovió hasta las lágrimas. Todas las demás compañeras que estaban bajo sus órdenes se apresuraron a ayudarla en mi curación, mientras unas procedían en limpiar mi herida, otras ocultaban el rostro lloroso para que no las viera, disimulando mi gravedad.

A pesar de aquella desagradable confusión, mi mente sólo se preocupaba en comunicar mis pensamientos al comandante, para excusar al causante que había originado la explosión de la mina, y dejar establecida mi responsabilidad por el accidente, pues aquel acto cometido por ignorancia y sin prever las consecuencias llevaría al pobre muchacho ante un Tribunal de Guerra, que en aquellos tiempos no perdonaba a nadie. Hice un esfuerzo y agitando la mano, llamé al comandante. Al ver mi gesto se acercó rápidamente y aproximando su oreja a mis labios le murmuré las mismas palabras que le había dicho a Zciver minutos antes, suplicándole tomara nota de mi declaración. Tomó un cuaderno de apuntes y anotó mis palabras. -Gracias- me dijo después de tomar nota de mi manifestación, mientras estrechaba con calor mis manos, expresando su sinceridad y emoción ante la gravedad de mi estado y noté la presencia de mi compañero Kreso, cuyo apellido no recuerdo, pero que por su, carácter bueno y alegre, destacaba entre los demás. Era dálmata, tocaba muy bien la guitarra y nos alegraba con sus canciones en los momentos tristes. Pensé que no volvería a ver más a mis compañeros de armas y- pedí a Kreso que cantara una canción que a mi me agradaba mucho, titulada “Dos guitarras y una mandolina”. Tomó la guitarra, y mientras por sus mejillas corrían las lágrimas, empezó a cantar con voz velada por la emoción. Todos lloraban. . . Una corriente fría y desagradable invadía mi cuerpo, terminando poco a poco con mis escasas fuerzas hasta que una mancha negra cubrió mis ojos y perdí la visión. . . A mí alrededor escuché un murmullo de voces que se alejaban lentamente hasta que se perdió por completo. No sé cuánto tiempo duró esa extraña agonía, pero cuando reaccioné Kreso aún tenía la guitarra en las manos y los demás estaban inclinados sobre mí, observándome con angustia: El comandante Jankovic ordenó en seguida que me trasladaran al hospital, en la ciudad de Cetinje, distante varios cientos de kilómetros. Para mi transporte designó el único camión que poseía la unidad. Y como ninguno de los presentes creía que yo sobreviviría, se despedían de mí como en un entierro. Me besaban en la frente, luego se persignaban y salían en silencio. De pronto me acomodaron en él, echándome sobre un viejo colchón que había prestado una campesina. Dos de mis compañeros subieron al camión para acompañarme, el chofer puso en marcha el motor y partimos. . .

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La carretera que conducía a Cetinje, debido a los bombardeos, estaba destruida parcialmente. Las ruedas del camión caían bruscamente en las cavidades y los violentos movimientos del camión me provocaban terribles dolores. Mientras el vehículo avanzaba con dificultad, yo me despedía mentalmente de la vida. Pensé en mi madre, en las desgracias que la guerra ocasiona a la humanidad, y renegué del Creador por no proteger a sus hijos de tantas calamidades. Por instantes no pensaba en nada Los tremendos dolores interrumpían mis pensamientos, y el eco de una voz débil y lejana susurraba en mis oídos, diciéndome: “Te estás acercando a la tumba, apúrate en recordar algo bueno de esta vida, porque allá, adonde vas, no hay nada. . . absolutamente nada. . .”, y me puse a pensar cómo en aquellas pocas horas, días o semanas, que a mi parecer aún me quedaban de vida, podría vivir lo que no había vivido durante veinte años. Entre la confusión de ideas que nublaban mi razón, me acordé de una joven Mileva Perkovic, que habitaba a pocos kilómetros de la aldea en la cual fui herido. No me ocuparé en relatar cómo nos conocimos Mileva y yo. Es una historia triste y conmovedora .y de ella trataré en otra ocasión. Lo cierto es que la maravillosa fuerza sentimental, con la cual la Naturaleza dotó a los seres vivientes y que llaman “Amor”, había unido nuestros corazones con su agradable misterio. A pesar de la horrible convulsión que en ese entonces sufría la humanidad, Mileva y yo nos juramos pertenecer el uno al otro, durante nuestra existencia; Mileva era mi única ilusión en aquellos hermosos días de mi juventud. . . Apenas acampamos en la aldea Momisici, quise visitarla, pero el puente sobre el río Moraca había sido destruido por los bombardeos.

Los trabajos para reconstruir el puente se efectuaban sin descanso y yo esperaba ser el primero en cruzarlo. Pero la desgracia que yo acababa de sufrir impidió nuestro encuentro, y eso agobiaba mi corazón. Quise gritar para que me regresaran a la aldea de Momisici y comunicaran a Mileva mi desgracia, pues quería morir a su lado, pero no pude hacerlo... Mis fuerzas disminuían poco a poco y mis compañeros llevaban mi cuerpo como si se tratara de un objeto cualquiera. Cuando llegamos a Cetinje era ya de noche. La legendaria ciudad, que durante siglos ha servido como nido a los heroicos guerreros montenegrinos en su lucha contra los otomanos, estaba en silencio. Parecía haberse entregado a un profundo sueño, después de tantos horrores sufridos durante las guerras.

Mientras el vehículo se bamboleaba y saltaba sobre las piedras y hendiduras del

camino en dirección al hospital, pensé que tal vez nunca más volvería a ver aquel glorioso lugar montenegrino, mudo testigo de muchas cruentas batallas, dolorosas derrotas y grandes victorias.

Cetinje fue fundada en el siglo XIV, por el príncipe montenegrino Iván

Crnójevic, que bajo la presión del ejército turco, fue obligado a abandonar su fortaleza, en la ciudad de Zabljak, ubicada a las orillas del lago Skadar (Skadarsko Jezero). Cuando el príncipe Iván abandonó Zabljak, se internó en la rocosa región de Montenegro y al pie de una de las laderas de la Montaña Lovchen, cerca de la colina llamada Roca de Aguila, construyó un monasterio al que le dio el nombre de un pequeño río, Cetinje, que por aquel entonces pasaba por el valle y se perdía entre las rocas del Lovchen.

Alrededor del Monasterio, el Príncipe hizo construir algunas casas y en la cumbre de Roca de Águila levantó una fortaleza para defender la ciudad de los turcos. El monasterio de Cetinje, en la segunda mitad del siglo XV, empezó a servir como Casa

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de Cultura para los montenegrinos, y casi al final de aquel siglo, se fundó en él la primera imprenta de los eslavos balcánicos. Pero el Monasterio de Cetinje, además de los fines religiosos y culturales, servía también a los montenegrinos como Casa de Gobierno. Hoy, el Monasterio, es una reliquia viviente de los acontecimientos históricos que tuvieron lugar en una época que duró más de cinco siglos. En él se editó el primer libro de los eslavos del Sur, en el año 1493, titulado “Oktoih”. En dicho monasterio los príncipes y arzobispos que defendían la religión y la libertad montenegrinas de los turcos, acordaban los planes para la lucha. En el Monasterio de Cetinje, el Arzobispo Petar Petrovich Njegos escribió su obra filosófica (Guirnalda de los Montes” (Gorski Vijenac), por el cual obtuvo el reconocimiento internacional como el mejor filósofo de los eslavos del Sur. Recordé que Cetinje es la única ciudad en los Balcanes donde vivió un ejército valiente que nunca atacaba al enemigo . . . sólo luchaba cuando se trataba de defender la libertad, la religión y la soberanía de su pueblo, venciendo al agresor, regresando casi siempre victorioso.

Al llegar a la ciudad nos avisaron que allí se atendían sólo a los heridos leves. A los enfermos y heridos graves los enviaban a la ciudad de Meljine, ubicada a orillas del golfo de Kotor (Boka Kotorska), donde se encontraba el hospital principal que dirigían los médicos aliados; enviados por la Cruz Roja. En Cetinje encontré una joven Mileva Jovovic, de la ciudad de Kolasin, la que conocí cuando estudiaba secundaria. Como los jóvenes de nuestra edad habían sido dispersados por la tempestad de la guerra, y hacía ya varios años que no veía a ningún compañero- de mi niñez,- nos alegramos Mileva y yo por el encuentro. Ella desempeñaba en el hospital el cargo de enfermera, y debido a su actividad y capacidad intelectual, dirigía todo el personal sanitario del hospital. Como ya habían pasado varias horas sin ser atendido, Mileva se apresuró en prestarme auxilio dándome antibióticos. En el preciso momento en que me aplicaba una inyección, cruzó por el pasadizo un hombre de edad madura. Tenía los cabellos despeinados, la barba crecida y descuidada, llevaba puesto un mandil tan sucio que su color blanco había tomado el de la tierra. Vio a Mileva que me atendía y se detuvo a mi lado.

- ¿Qué te pasó?- me preguntó, arrugando la frente. -Está herido, su estado es de gravedad –contestó Mileva, mientras yo me retorcía

de dolor. -¿Le conoces? - le preguntó con indiferencia. -Sí, doctor, es un familiar -respondió ella media confundida por el antipático

proceder de su Jefe. -Que le trasladen a Meljine; ven a la Sala en seguida; hay un caso de urgencia -

ordenó el médico con enojo y se dirigió hacia una habitación cercana. Mileva le detuvo y le dijo:

-Por favor, doctor, quiero pedirle que me permita acompañar a mi pariente hasta

el hospital de Meljine; el camino es largo y está casi destruido; hace mucho frío y él necesita ayuda especial -imploró.

-Tu presencia acá es de suma importancia -respondió él con indiferencia; que lo acompañe uno de los aprendices, tú no puedes alejarte de aquí –respondió firmemente, demostrando la dureza e intransigencia de su carácter.

-Pero comprenda usted, doctor, este herido es mi pariente, que quizás ya no volveré a verle nunca más; le pido por el amor de Dios que me deje acompañarle; tenga compasión, se lo ruego; regresaré mañana mismo -insistió Mileva casi llorando.

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Dejándola violentamente y encolerizado, el médico entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí, bruscamente. Mileva desesperada se cogió la cabeza, y se arrodilló a mi lado llorando amargamente.

A los pocos instantes de la desagradable escena, llegó un muchacho con la cara sucia que lucía una fea cicatriz en la nariz, calzaba unas botas de bombero que le llegaban hasta las caderas y deteniéndose frente a Mileva le dijo:

-Dice el doctor que puedes acompañar a tu familiar, pero como no regreses mañana mismo, te castigará severamente- y se alejó arrastrando sus enormes botas. Mileva saltó de emoción y me abrazó, puso sus instrumentos en el maletín y se alejó para proseguir los preparativos para el viaje.

Hay dos vías que unen Cetinje con el Golfo de Kotor. La más corta que atraviesa la montaña Lovchen zigzagueando por la abrupta pendiente de Kotor estaba destruida por los bombardeos. La otra mucho más distante que se desvía hacia el sudeste en dirección a la ciudad de Budva se encontraba en mejores condiciones para el tránsito de vehículos, por eso todos los transportes militares se efectuaban por la vía Cetinje-Budva.

Me acomodaron en un camión con cuatro heridos más, Mileva subió con dos ayudantes y minutos después partimos hacia la ciudad de Budva.

La noche estaba nublada y amenazaba tormenta. El frío viento invernal que silbaba a través de las tablas mal ensambladas de la carrocería parecía haberse propuesto aumentar nuestros sufrimientos. Los densos y negros nubarrones agitados por el viento hacían más tétrico el cielo. De vez en cuando la Luna asomaba tímidamente entre ellos y dirigía sus débiles rayos hacia nosotros como intentando aliviar nuestras angustias. De pronto se desató la tempestad y el viento arreció con fuerza agitando los copos de nieve que caían cubriendo el camino. Eran, pues, días del mes de diciembre, cuando en el continente europeo el invierno alcanza su máxima intensidad y el frío congela y mata.

Los dolores de mi herida aumentaban conforme pasaba el tiempo. Por el frío y otras irregularidades del organismo, en mi garganta se formaba una cantidad de flema que me hacía toser, lo que ocasiona el más terrible dolor a quienes sufren de heridas en el tórax y el abdomen.

Mis sufrimientos conmovían a Mileva y me parecía que ella sufría tanto como yo, pero en realidad lo delicado de mi situación le afligía, y lloraba en silencio sin cesar.

Nunca olvidaré la abnegación de aquella muchacha que se empeñaba en mitigar mis angustias. Cuando el ser humano se encuentra desesperado por los sufrimientos y llega hasta a odiar la vida, una sonrisa o una expresión compasiva, le sirven de bálsamo y le levanta el ánimo. En ésas terribles circunstancias el bien y el mal se graban profundamente en la-mente del que sufre con un sentimiento tan especial que jamás los podrá olvidar. Efectuar una acción en bien del prójimo es lo más valioso que podemos realizar en la vida y es digna de todo reconocimiento.

Viajamos durante toda la noche. Cuando llegamos a la ciudad de Budva, amanecía. Allí no había nieve, por estar la ciudad ubicada a orillas del mar, pero el frío era intenso como si estuviéramos en las alturas. La tempestad agitaba las aguas del mar Adriático y levantaba olas gigantescas que al chocar entre sí con inusitada violencia levantaban cataratas de espuma blanca que se mantenían visibles durante algunos instantes. La ciudad estaba tranquila. Las paredes de las fortalezas, que se encuentran alrededor de la ciudad, construidas en el siglo IV antes de Jesucristo por la colonia griega “Butua”, daban la impresión de estar cansadas. Aquellas ruinas, trabajo del hombre antiguo, testigos de muchas guerras y batallas libradas durante siglos, miraban

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hacia el cielo como reclamando al Sumo Creador la paz y la fraternidad entre los hombres.

El Monasterio de “San Juan”, construido por los ortodoxos en el siglo VIII,

permanecía en pie como un viejo guardián de la ciudad, manteniendo aún su orgullo por ser la primera Iglesia Ortodoxa en la que hace siglos rezaron juntos católicos y ortodoxos. En su altar mayor aún se encuentra intacta la imagen de la Madre de Dios, pintada por los grandes maestros católicos de Venecia. A su lado están los íconos de San Jorge y San Arcángel, pintados por Zar Dusan, gobernante ortodoxo de los serbios. Aquel templo, en el cual los guerreros oraron durante siglos pidiendo al Padre Eterno que les ayude a obtener la victoria, parecía aún tener la esperanza de reunir a los hombres en un ejército fraterno de paz. . . En Budva, nos acomodaron en un cuarto sin estufa ni muebles, en espera de otro vehículo que nos trasladara a Meljine. Mileva fue en busca de los medicamentos. Cuando regresó, trajo un par de naranjas.

-Procura comer, -me dijo, mientras cortaba la fruta en pedacitos. Quise complacer aquel generoso acto de la joven, pero no pude. Apenas empecé a masticar, la respiración se me hizo difícil y el movimiento de las mandíbulas me ocasionaba dolor. -¡No pude encontrar medicinas! -me dijo tristemente- todo se lo llevaron los enemigos, -agregó, repartiendo los trozos de naranjas entre los demás compañeros. Pocos minutos después llegó el camión que esperábamos.

Cuando nos acomodaron en la carrocería, el jefe de transportes llamó a Mileva y

le dijo: -Usted compañera debe regresar con el camión que los trajo; los transportes son muy escasos; pasará una semana, o quizá más para que salga otro vehículo a Cetinje. Por lo menos, ésta es mi opinión, -añadió poniéndose serio.

-Este joven es mi pariente, deseo conocer la opinión del médico sobre su estado;

le acompañaré, pase lo que pase -contestó Mileva con decisión. El jefe levantó los hombros y respondió fríamente: -Usted sabe lo que hace. Mileva subió con nosotros, un soldado cerró las barandas y el vehículo partió. El regreso de Mileva me preocupaba. Aquellas regiones recién habían sido liberadas. La guerra continuaba aún con toda su fuerza, y las comunicaciones entre las ciudades eran sólo de carácter militar y muy escaso. Quise ordenarle que regresara, pero no pude hablar. Ella notó mi preocupación, se inclinó sobre mí y casi llorando me dijo: -Tranquilízate por favor, yo estoy bien y veré la forma de regresar-, mientras tanto el vehículo rodaba a toda prisa.

Llegamos a Meljine después de mediodía. Allí el clima era agradable y no hacía viento. El edificio del hospital se encontraba intacto, pero a su alrededor la mayoría de las casas estaban destruidas a causa de los bombardeos. La tierra húmeda desprendía olor a podrido. El cielo estaba cubierto por nubes transparentes y blancas, por entre las cuales se filtraban los rayos solares, débiles y sin brillo. Frente al hospital, destacaban unas palmeras altas y de tronco grueso cuyas ramas el viento sacudía ligeramente, parecía como que nos saludaban orgullosas de sobrevivir de aquel terrible conflicto entre los hombres. Desde la península Lustice, llegaba una brisa suave, cargada con el característico olor a mar. Algunos metros antes de la puerta principal se encontraban dos garitas, donde los centinelas hacían su guardia. Un grupo de soldados conversaba frente a una de ellas. Dejaron pasar el camión sin revisarlo; parecía que conocían al chofer del vehículo. Varios jóvenes vestidos de blanco salieron trayendo camillas. Nos bajaron uno por uno y luego nos acomodaron en una sala del primer piso donde examinaban a los heridos de gravedad con la ayuda de los rayos X. Una larga hilera de heridos,

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acomodados sobre las camillas, esperaba atención médica. Allí se podían ver heridos de toda clase. Los habían - que horrorizaban por sus heridas y a la vez sorprendían, por los increíbles sufrimientos que padecían, y daban la medida de lo que los humanos pueden soportar aferrándose a la vida.

Niños, mujeres y hombres, con sus cuerpos y miembros destrozados agonizaban en aquel pasadizo, con la esperanza de sobrevivir unos, mientras otros permanecían con los ojos cerrados, inconscientes, sin darse cuenta de nada.

En el fondo de la sala, gimió un herido. -Aguanta unos instantes, -resonó la voz de un hombre fuerte y sano. Era el

enfermero que prestaba auxilio a los heridos de gravedad y les preparaba para la operación. En eso, Mileva se arrodilló a mi lado y mojó mis labios con sljivovitza (aguardiente de ciruelas); el licor quemó mi boca y me provocó dolores inaguantables en las heridas de mi lengua rajada por la sed, el frío y la desnutrición. Tanta confusión había en ese momento en mi mente, que no pregunté a mi amiga de dónde había conseguido el aguardiente. Cogí el vaso, lo acerqué a mis labios y de un par de sorbos lo sequé. Lamí sus bordes, di dos sorbos más, en vacío, y lo devolví a Mileva. Ella me observaba con satisfacción, y yo sentí un pequeño alivio.

El herido volvió a gemir más fuerte. -Tranquilízate amigo, sólo unos minutos más, pronto te pasará, -ahogó los

gemidos, la fuerte voz del enfermero. -Despacio demonio, estás destrozando mi carne como los perros hambrientos.

Vosotros los enfermeros sois como los cuervos, jalan los pedazos de nuestras carnes destrozadas como si fueran piltrafas, y hunden los cuchillos en el cuerpo humano sin compasión.

-Bueno, compañero. . . bueno, somos todo lo que tú dices, pero ten valor, aguanta un poquito, cálmate por favor, es por tu bien.

- ¿Qué bien me puedes ofrecer tú?, estás acá escondido a mil kilómetros tras el frente y a los que quedan vivos, los rematas, y piensas hacer lo mismo conmigo. . . Eres un verdugo, tú y tus doctores, a uno lo traen para curarle las heridas y, vosotros por un pequeño rasguño, ¡zás!, nos cortan la pierna o la mano como si nada; ustedes son unos simples camaleros y nada más. Lo único que saben hacer es cortar... amputar, esa es toda su ciencia. Quisiera yo verles allá donde ensordece el silbido de las balas y las explosiones de los proyectiles. . . estoy seguro que se esconderían como las ratas... vosotros sois eso. . . unas ratas con mala peste y nada más.

-Está bien compañero; eso somos, pero aguanta un poquito. . . -¡Ay!, -gritó el herido nuevamente, mientras en mi mente crecía la curiosidad

por ver a los protagonistas de aquel doloroso conflicto. -Ayúdame a levantarme un poquito, -supliqué a Mileva, -quiero ver al herido

que está protestando, a mi parecer el pobre ha perdido la razón. -No te preocupes por el compañero, a ese le patina el coco, -me dijo un herido

que estaba a mi lado-, tiene las piernas y la mano derecha destrozadas, seguro se las amputarán, el pobre piensa que sólo tiene un simple rasguño, -añadió.

-Pero cómo puede hablar tan fuerte con tan tremendos dolores, -pregunté al que

me conversaba. -Es que le han dado una farmacia de calmantes al desdichado, ha tomado más de

lo que él pesa. Ya no se da cuenta ni de lo que dice, -contestó mi vecino.

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Mileva me levantó un poco la cabeza, y puso varias prendas bajo mis espaldas.

Dirigí la mirada en la dirección donde se efectuaba la disputa y vi a un hombre de edad avanzada, vestido de blanco, moviéndose alrededor de una camilla sobre la cual estaba tendido un joven.

Me di cuenta que el de vestido blanco era el enfermero y su presencia me desagradó. Era de estatura mediana, medio regordete, chueco en las rodillas, usaba bigotes largos y era tan calvo que le brillaba el cráneo como si estuviera charolado. Alrededor de su cabeza, tenía un poco de cabellos, que se extendían de oreja a oreja cubriéndole sólo la nuca; parecía haberse puesto un suncho de color negro sobre la parte posterior del cráneo y eso aumentaba la fealdad de su físico.

-¡Quítenme este cuervo blanco; quiere cortarme todo el cuerpo!, por favor compañeros ayúdenme, -empezó a gritar desgarradoramente el herido.

-Cálmate compañero, no te vamos a cortar nada de lo que no se deba cortar. Te vamos a curar. No ves que tu ropa está empapada en sangre coagulada, que tu camisa está dura como la suela, y que no se puede ni cortar siquiera.

-Vete al sitio de donde viniste al mundo y más allá; déjame en paz y cuidado con mi camisa, búfalo calvo; te juro por mi honor que te sacaré las tripas como a un conejo si me rompes la camisa.

Debes saber que esta camisa me la ha regalado un comandante inglés cuando llegó a mi división, me la dio con sus propias manos, ¡no lo olvides!, esa ropa hoy no se encuentra; y cuando sane, quiero mostrársela a Milica, -gritaba el pobre desdichado, que a mi parecer apenas tendría veinte años.

-Serénate un poco compañero, te lo pido por Dios, deja que te cure, tu estado es muy grave, deja que te ayude, -suplicaba el enfermero casi llorando, demostrando su humano sentimiento, lo que suavizaba su aspecto feo y desagradable.

-A cuál Dios te refieres, calvoide, -respondió con furia, -si Dios existiera te mandaría al frente, allá donde se respira sangre- y humo de pólvora- quemada; no te dejaría permanecer aquí escondido en esta cueva para que sigas cortando piernas y manos de los que luchan para salvar tu pellejo... ¡pestífero! ... Dios es igual que tú, mata a todos y El siempre permanece vivo, El también está ocultándose en alguna cueva, quién sabe dónde, por eso nunca nadie le ve, tiene miedo de salir al mundo porque lo ha hecho muy mal, tiene miedo de nosotros que estamos luchando por la paz, tiene miedo de salir porque ha creado a los enfermeros. ¡Aaaay!, sálvenme, cuidado que me estás quebrando mi brazo, hijo de perra, -gritaba el pobre muchacho mientras el enfermero le desnudaba su brazo derecho, y dos huesos quebrados de color amarillento, asomaban atravesando la piel, -llévenme de aquí, aléjenme de este monstruo, -exclamaba el desdichado, mientras su voz se debilitaba poco a poco. . . quedó inconsciente. . . Cerró los ojos. . . No los volvió a abrir más. . . Media hora después murió.

Luego de unas horas, llegó mi turno para ser pasado por la pantalla. Tres médicos: dos ingleses y un ruso examinaban a los heridos y les designaban las habitaciones correspondientes. Un par de enfermeros me levantaron de la camilla, me pusieron sobre una mesa angosta y larga, cubierta con una sábana blanca. Luego corrieron unas cortinas negras en las ventanas para que no se filtrara la luz del día. Cuando el cuarto quedó completamente a oscuras, conectaron el aparato y empezaron a revisar todo mi cuerpo.

Mileva estaba a mi lado y observaba detenidamente los rostros de los médicos. Su larga experiencia en el trabajo de enfermería, le había enseñado a descubrir el estado del enfermo por las expresiones en la cara del médico, antes que éste comunicara su

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diagnóstico. Cuando terminaron de examinarme prendieron las luces de la habitación, quitaron las cortinas negras de las ventanas y me pusieron nuevamente en la camilla. Uno de los médicos ingleses se acercó a mi lado y quitándose los guantes me dijo:

-Usted tiene mucha suerte joven. Es increíble que pueda suceder un caso así. El proyectil se detuvo en un lugar muy peligroso, pero los intestinos están intactos. Es un verdadero milagro, -subrayó. Hay que esperar que se mejore un poco, -añadió mirándome. La operación es muy delicada, no va a poder efectuarse ahora, está usted muy débil, recupere un poco las energías y luego veremos; mucha suerte amigo, -me dijo, poniendo una de sus manos sobre mi hombro, apretándolo suavemente. Mileva cambió al instante.

Su rostro aparecía alegre y sonreía. -Ya te aseguraste que no vas a morir. . . cobarde, dijo mirándome, mientras una

sonrisa de dulce magia femenina asomaba en sus labios. En seguida me llevaron a un pequeño cuarto que estaba repleto de heridos. Me acomodaron sobre una cama que había en una esquina. Una enfermera escribió mi nombre sobre un papel y lo colgó en la baranda, cerca de mis piernas. Instantes después puso un termómetro en mi axila derecha. Un minuto más tarde leyó los grados de temperatura que tenía, los anotó en el mismo papel y se alejó sin decirme nada. Mileva miró la lectura de reojo. La temperatura es normal, me dijo-, ya éstas en un lugar seguro, donde te cuidarán bien, -añadió, mientras abrochaba su mandil, preparándose para partir.

El reglamento del hospital no permitía que los familiares acompañaran a los heridos y mi amable compañera estaba obligada a abandonarme a la brevedad posible.

-Estoy satisfecha porque tu caso no es tan peligroso; espero que la operación se efectúe con éxito; siento mucho que no me permitan quedarme a tu lado por algunos días más, pero todo resultará bien, -decía, mientras se acercaba para despedirse de mí. Luego apretó mis manos entre las suyas, me miró en silencio algunos instantes. -Te deseo mucha suerte- pronunció, mientras su rostro se tornaba rojo demostrando la emoción que en ese momento la embargaba. -Me da mucha pena dejarte, créeme, -murmuró acomodando mis manos entre las sábanas; -que sanes pronto- añadió, y se dirigió lentamente hacia la puerta de salida.

Yo no pude hablar. Un doloroso nudo se formaba en mi garganta y me ahogaba.

Nunca antes había sentido una angustia tan terrible como en aquél momento. Me sentí solo frente a la muerte. . . Quise gritar y pedir a Mileva que se quedara unos minutos más, pero no pude, ella sin darse cuenta de mi agitación siguió su camino. Al llegar a la puerta se volvió hacia mí y me dirigió una última y triste mirada, me saludó con la mano y desapareció. Aquella fue nuestra última despedida. . . No logré verla nunca más. . .!

A aquel hospital traían a los heridos de todas partes de Yugoslavia. Las

habitaciones estaban repletas de ellos, las camas escaseaban y la mayoría de los pacientes se encontraban tendidos en el suelo uno al lado del otro. Los gemidos; las quejas y las protestas de los que sufrían y que habían quedado dementes durante las batallas, horrorizaban. Había personas de todas las edades. El monstruo de la guerra no respetaba a nadie, ni a nada. Envenenaba la mente del hombre, destruyendo en él todos los sentimientos humanos. Entonces las pasiones que el hombre posee desde su origen y que durante la paz son controladas por las reglas socia1es, las leyes y la religión, se sueltan y actúan bajo la voluntad de los apetitos que adormecidos despiertan salvajes en todo su horror. El peor enemigo del hombre, es el hombre mismo, pensé mirando las

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atrocidades que la guerra mostraba a mí alrededor. Mientras el que se considera fuerte y valiente, ataca para imponer sus caprichos, el otro se defiende y en esa fiera lucha se destruyen utilizando la astucia, el valor y la maldad. Cuando se debilita uno de los combatientes, hacen apariencia de paz, reconstruyen lo destruido y lamentan por los que murieron sacrificados. A los que destacaron en la matanza los proclaman héroes, y empiezan a preparar las armas para la nueva guerra. . . Así es el hombre. . . Así es la vida terrestre. . . ¡Hasta cuándo la humanidad vivirá así. ." . Nadie lo sabe, me dije en silencio. . .!

Entre tantos niños, mujeres y hombres sentenciados por la suerte adversa y que

estaban reunidos en aquel lugar, con la esperanza de ver rehabilitados sus cuerpos dañados, se encontraba una joven, sobre cuyo ser la desgracia había descargado su mayor castigo. Aquel caso doloroso y lamentable conmovió tanto mi alma que lo haré conocer más adelante.