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CONTRATAS DE SANGRE

Jorge RUIZ DUEÑAS (1946). Si bien es fundamentalmente poeta, en sus 22

títulos ha incursionado en el ensayo, el relato y la novela. Obtuvo en 1980 el

Premio Nacional de Poesía Ciudad de la Paz; el Premio Nacional de Periodismo

que otorgaba el gobierno de la República (1992) por la creación del Programa

Cultural multimedia Tierra Adentro; y el Premio Xavier Villaurrutia 1997 de

Escritores para Escritores. Su obra ha sido difundida en Brasil, Chile, Estados

Unidos y Marruecos, donde se publicó en edición bilingüe al árabe y al francés Las

noches de Salé. Ha sido incluido en diversas antologías nacionales y extranjeras.

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Bernardo Ruiz

Contratas de sangre

Cada vez son más las contratas de

sangre que pesan sobre nuestras

cabezas, advierte Jorge Ruiz Dueñas a

los lectores de este recuento de destinos

poco usuales, retazos de historias y

anécdotas que se entretejen para

apuntar hacia verdades múltiples, que a todos conciernen.

El volumen es, en gran medida, un libro de relatos construidos en

su mayoría con una peculiaridad, como si el autor recuperara, en una

cuidada evocación, el estilo de Miguel de Montaigne, el reconocido

creador de ese género literario al que ahora llamamos ensayo, donde una

reflexión ilustrada con una o varias acciones, o reflexiones en torno a

acontecimientos históricos conlleva una opinión y una sutil enseñanza. Sin

embargo, algunas de estas historias, son relatos magníficos, pura y

llanamente, como es el caso de “Los náufragos” o el de “El viejo Pap”.

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Habrá quien disfrute de “Contratas de sangre” por curiosidad o

por mero placer, lejos de las preocupaciones críticas o estilísticas que

conciernen a los estudiosos, y estará bien: este libro es una sucesión de

asuntos y temas sorprendentes, donde Ruiz Dueñas hace del saber una

experiencia deslumbrante; en ocasiones, dichosa; otras veces, juguetona;

otras, estremecedora.

El volumen tiene una cualidad adicional: es una obra para lectores

de cualquier edad, que gozarán con su relectura en cualquier tiempo.

EL VIEJO PAP

Nunca pregunté por qué le llaman Pap. Vivía en un remolque

habitable muy antiguo o, como les dicen ahora,

un trailer camper, ubicado al lado de la casa de mi amigo

Rufo. Si bien el armatoste parecía no haberse movido

desde su arribo a aquel aparcadero segmentado con rayas

blancas sobre el asfalto a partir de una valla donde iniciaba

la vivienda de los Mariles. En las tablas de forma lanceolada

se advertían varias capas de pintura desprendida

como piel del tiempo y se veía el fondo de su material suficientemente

sólido para alejar a los extraños. Tras la pequeña

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cerca se resguardaba el jardín silvestre invadido

por plantas de anís y sombreado por un albaricoque en

cuyo follaje lustroso pretendíamos ocultarnos del mundo.

Allí construimos nuestro universo próximo a la puerta de

aquella casa siempre cerrada. Pap y los demás ingresaban a

la morada de Rufo por una entrada lateral perpetuamente

entreabierta y cercana a su remolque. De hecho, ése era

el acceso usual al hogar de mi amigo. Al entrar, el alto techo

daba la sensación de haber penetrado en un galerón.

Un amplio espacio dividido por muebles viejos y raídos.

Éstos definían la función correspondiente a cada sector

doméstico: una mesa laminada con formica y sillas cromadas

y tapizadas con plástico rojo descolorido donde aún se

veían estrellas estampadas, marcaban el área del comedor.

Los sillones y un sofá cubierto con una frazada campesina

sobrepuesta asimétricamente, más la chirriante silla mecedora,

algunas lámparas metálicas doradas en forma de

cono con orificios y un viejo televisor de pantalla verdina

y redondeada, eran la estancia familiar. La estufa y el trastero

con alacenas ya sin vidrios más otros muchos enseres

entre los que destacaba una nevera con sus vibraciones

y gemidos, hacían la cocina. Algunas puertas llevaban a

reducidos cuartos de endebles paredes de madera que no

llegaban al techo. Otros espacios eran simplemente áreas

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limitadas por cortinas lánguidas de indefinible textura

donde se ocultaban las literas.

La luz también hacía divisiones imaginarias: chorros

resplandecientes caídos sobre objetos sin importancia desde

ventanas encortinadas con tergales luidos. Claroscuros

marcando espacios prohibidos, desde donde a veces se escuchaban

voces misteriosas amortiguadas por los ruidos

caseros. La mañana al inundar la zona hacía relucir las naranjas

y su casi perfecta uniformidad en un frutero y las

cucharas de superficies esmeriladas por el uso de años.

¿Cómo olvidar el crujir del piso que acompañaba los pasos

de los moradores de aquella caja de sorpresas? A veces alarmaba

un tronido del entarimado a punto de desfondarse.

Ruidos como los de las películas de horror seguidos de

golpes de tacón alejándose de la escena hasta extinguirse

en el silencio.

Afuera, alrededor de la vivienda rodante de Pap había

todo tipo de desechos: aros de bicicleta torcidos, maderos

e indescriptibles hierros oxidados, neumáticos usados de

calibres diversos y un extraño equipo de soldadura con

depósitos como torpedos del submarino donde alguna vez

navegó el veterano, en la ya lejana guerra del Pacífico. Por

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una escotilla salía la conexión para la pequeña antena del

televisor y de allí otro cable de propósito indeterminado

sujeto a otra valla alta y extensa con malla metálica clavada

a maderos encajados en la tierra. Justo en esa línea iniciaba

un declive contiguo y pronunciado tapizado de escarchada

de flores amarillas deslizada hasta unos almacenes de

lámina donde se resguardaba madera de una negociación

vecina. Por la misma escotilla entraba otro cable colgante

de energía como alambre de tendedero proveniente de la

acometida eléctrica de la casa vecina. Alrededor del carromato

rondaba un perro vagabundo en busca de restos de

alimento tirados por Pap a un cuenco olisqueado cada tarde,

pero no había ningún automóvil para remolcar el tráiler

del viajero inmóvil. Aquel carromato era tan decadente

como la casa vecina necesitada de urgentes reparaciones.

Cuando el sol se ocultaba frente a ella daba la sensación

de soledad y, al llegar la oscuridad, de lobreguez.

Pap era un americano jubilado. Había decidido establecerse

de este lado de la frontera para sobrevivir con mayor

holgura con su pensión, pero no parecía necesitar mucho.

Comía cereal con leche, pan, atún y carne en conserva

prensados en latas, con jarras de una sospechosa infusión

de café. Algún arreglo tenía para anclar su vivienda al lado

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de la casa del señor Mariles, padre de Rufo, cuya existencia

la proveía un negocio de mínimo esfuerzo: el aparcadero y

el resguardo nocturno de carretas donde los vendedores

ambulantes ofrecían durante el día baratijas a los turistas

en medio del bullicio propio de un fin de semana en la

frontera, o dudosos alimentos cocinados en mínimas estufas

de gas en las esquinas más transitadas de la vida nocturna

al amparo de una linterna de petróleo diáfano. Pap

solía caminar con la cabeza viendo al suelo, siempre buscando

algo y murmurando incomprensibles palabras en un

inglés de acento inculto colgado de un cigarrillo a punto

de quemar la comisura de sus labios. El perfil agudo y la

piel con pecas dejaban al descubierto surcos antiguos y

desde unas potentes gafas de miope atisbaban sus ojos azules

empequeñecidos por las lentes. Usualmente vestía la

camisa suelta y desabotonada sobre ropa interior percudida,

de donde salían algunos pelos blancos y rojizos como

su cabello caído sobre la frente que le daba un aire de descuido

pero también de brioso temperamento. Las prendas

amplias parecían en él pequeñas carpas cuando soplaba el

viento y extendía aquellas piñas y palmeras estampadas en

esa indumentaria que requería de gran valor vestir. Así iba

y venía de la casa al tráiler ocupado febrilmente en actividades

aparentemente innecesarias.

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Siempre llamó mi atención el curioso parecido entre

Rufo y el viejo Pap. Podía incluso pasar por su abuelo. Pero

mi amigo, su melliza y un hermano menor eran progenie

del señor Mariles y una estadounidense radicada en

Irving, California, a quien prácticamente nunca veían los

del pequeño clan. Dana, la versión femenina de Rufo, vivía

con su madre. Mas la odiosa niña no parecía tener nada

en común con ellos. Apenas les miró sin hablar cuando

tuvo lugar un obligado encuentro para la firma de ciertos

documentos. Mariles vivía con una mujer del sur del país,

delgada y sin muchos atributos, salvo una gran discreción

para no reclamarle por su actividad de baja intensidad y su

extrema afición a la cerveza de mala calidad, interés compartido

con el viejo Pap. Ella le había dado una hija que

a pesar de su corta edad acompañaba a los hermanos en

paños mínimos y descalza, en casi todas nuestras correrías

en busca de fauna local para torturar.

Quizá no sea necesario recordar al señor Mariles y a

Pap ebrios después de consumir grandes cantidades de lúpulo

y cebada. Hablaban poco y en voz baja. Podían dejar

pasar un cuarto de hora antes de verse a los ojos y hacer

algún comentario muchas veces respondido con guturales

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monosílabos o movimientos de cabeza. En ocasiones, a instancias

de la mujer, la familia Mariles solía pasar el día en

la playa o nadando en las posas de un arroyo. Entonces el

viejo se sentaba en una silla de lona afuera de su tráiler a

esperarles mientras caía la noche. A lo lejos su cigarrillo

era una señal luminosa de la paciencia. Cuando Pap les

veía llegar en una ruidosa furgoneta se incorporaba con

el cuerpo un tanto encorvado, pero su rostro agrio dejaba

de serlo y una leve sonrisa asomaba a los labios secos y

blanquecinos iluminados por la luz intensa del vehículo.

Saludaba con un breve ¡hola! y pasaba sus manos por la

cabeza de los más jóvenes antes de entrar a su madriguera.

En aquel tiempo el verano era siempre benévolo para

elevar cometas. Las construíamos con ingenio y materiales

adquiridos en una papelería cercana, aunque frecuentemente

la fuerza del viento las arrancaba de la cuerda. Se

perdían o desmayaban de manera errática a considerable

distancia. Entonces buscábamos colores brillantes para cubrir

otra carcasa con papel traslúcido y marcar en lo alto

nuestro triunfo. Cuando Pap rondaba cerca de nosotros

nos daba algunos consejos y los resultados eran buenos.

El viejo sabía todo acerca de construir objetos utilitarios o

hacer reparaciones mecánicas. Pero si teníamos suficientemente

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elevada la cometa y su cola ondeaba sin corrientes

encontradas, buscábamos su aprobación preguntando:

¿Pap, qué le falta? Entonces el viejo levantaba la cabeza y la

movía lentamente recorriendo todo el horizonte. Lo hacía

como quien busca en el firmamento augurios o a la manera

de un piloto de combate al encuentro de señales hostiles.

Una leve mueca aprobatoria era nuestra recompensa. Se

pasaba una mano recogiéndose el cabello y con la otra se

rascaba la cabeza, luego, sin volver la mirada hacia nosotros,

respondía en un español macarrónico: ¿Para ser perfecta?

¡El esplendor de la tarde! ¡Sólo le falta el esplendor

de la tarde!

Después me ausenté arrollado por un exilio estudiantil

y terminaron nuestros veranos al aire libre bajo la metralla

del sol de agosto. Años más tarde me enteré del destino de

los Mariles: el padre había muerto tras cultivar una prolongada

cirrosis y los acreedores cayeron sobre la viuda, quien

ignoraba el origen de aquellas deudas. Entonces Pap dejó

de ser el viejo descuidado, mal rasurado y en apariencia

insolvente, para mostrarse con la dignidad de su penoso

andar y dueño de una discreta fortuna en valores de bolsa

adquiridos a lo largo de su ya prolongada vida. Reunió a

todos después de hacerse cargo de los gastos funerarios del

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señor Mariles así como de las cuentas por pagar y les dijo

que ellos eran la única familia que había tenido en su existencia.

Para ampliar los beneficios de su jubilación propuso

casarse con la viuda liberada del ayuntamiento. Siguió viviendo

en el desvencijado tráiler y adoptó en términos de la

legislación de su país a los hijos de Mariles al tiempo de

constituir un fideicomiso a favor de esa familia. Nadie dejó

de llamarle Pap, pero después de un breve periodo de precarias

alegrías empezó a sufrir enfermedades cada vez más

alarmantes. Hubo delirios, episodios amargos de deterioro

corporal, y finalmente se perdió durante varias semanas

hasta que su cadáver apareció flotando cerca de un embarcadero

en un puerto cercano. Los diarios locales dieron

cuenta del suceso en páginas interiores y así me enteré de

la situación: “Anciano extranjero héroe de guerra ahogado

misteriosamente. Los familiares reclamaron el cuerpo”.

Ignoro si mis camaradas colmaron sus deseos de inusuales

profesiones y si hubieron de viajar al sur o al norte.

Pocos años después la casa fue derruida y en el solar sólo

quedó un espacio poblado apenas por mi imaginación. Nada

ha prevalecido de aquel terreno llano desde donde se

veían las colinas y un cielo surcado de gaviotas extraviadas

y pichones con plumas de turmalina. Pero aún al pasar por

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ahí me parece ver en la sempiterna sombra verde del albaricoque,

niños y frutos inmaduros colgados de sus ramas

vencidas. No sé si Rufo y sus hermanos hayan tenido hijos

y los iniciaran en el arte de volar cometas. Pero, donde

estén, al verlas elevarse contra la bóveda azul y las nubes

rasgadas, sabrán como yo, en el viento de los días de verano,

que para ser perfectas, a esas cometas sólo les falta el

esplendor de la tarde.

LOS NÁUFRAGOS

Un gallo albino volvía del sueño sobre las estacas del traspatio.

A las cuatro de la madrugada Bridgetown cintilaba

en el litoral. Joseph adujó las amarras de su bote. Activó los

motores e interrumpió el silencio. Las boyas de salida del

canal reflejaban el rojo y el verde de sus luces sobre una

capa aterciopelada de diesel en el agua. Al entrar al mar

abierto un impulso le hizo volver el rostro hacia el puerto

dormido. Así lo hacía en cada jornada para guardar en la

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memoria el espacio donde aún descansaba su familia bajo

un techo de cinc. Es posible no regresar, repetía a diario

para conjurar el riesgo de morir. El océano se abría y tomó

rumbo al este bojeando la isla para desprenderse a la altura

de Christ Church, donde se dibujaba un hotel pintoresco,

una mansión de reposo sobre el pequeño acantilado, hasta

sentir después la fuerza de la corriente surcada por los

grandes peces y frecuentes desechos de naufragios lejanos

flotando como mangle podrido. A lo lejos adivinaba las playas

de talco lamidas por el oleaje y el vuelo de las golondrinas

marinas. Sentado con el cuerpo girado y aferrado a

la mangueta del timón de sus dos motores fuera de borda,

gobernaba el lanchón mientras su peso escoraba el bote de

madera pintado de blanco con casco color sangre.

No hay que resistirse al vaivén del mar, le dijo el tío Bill

antes de lanzarle por la borda de su herrumbroso barco.

Percibe el movimiento de las aguas como un embeleso.

Siente el ritmo necesario para sobrevivir, agregó el viejo.

Déjate llevar, repetía, y su cuerpo avanzó hacia el piélago

con la dulzura de un arrullo seguido por el navío y entendió

que no había de oponerse a las fuerzas naturales. Luego

haz de regresar, le insistió a gritos desde su ruinosa embarcación.

El mar devuelve lo que no le pertenece, aseguraba

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aquel hombre de timón y ancla. Joseph pensó entonces en

la fatiga que podría paralizarle y sintió el temor a los escualos

atraídos por sus latidos de alevín. Se sobrepuso a aquella

riesgosa lección y decidió primero simular confianza, hasta

convencerse de que la sabiduría del marino le sería concedida

a la manera de un ensalmo salutífero. Si no ha llegado

tu hora de morir no adelantes el reloj, insistió el anciano.

Después avanzó varias leguas sobre las aguas tibias y vio la

tierra cada vez más lejos desde la perspectiva del hombre a

merced de las aguas. No recordaría más tarde cuántas horas

se mantuvo a flote como una rama inútil sobre las crestas

bajas, con su cuerpo asimétrico de adolescente. Dejarse

llevar para después volver, era la consigna. Y ahora tenía la

misma sensación de liviandad, de orfandad protegida por

la pertenencia a una casta desterrada. El océano no debía

reclamarle hasta no haber trasmitido su legado. ¿No fue así

con su extraño pariente, desaparecido semanas después de

aquella enseñanza? Soñaba con él. Le hacía también a su

lado, sin rumbo cierto, hasta ver cómo se separaba más allá

de los arrecifes y se perdía con su risa y dicharachos en la

turquesa líquida rumbo al Caribe y la isla de Saint Vincent.

No supo con certeza cuándo dejó de darle consejos imaginarios,

pero ahora le sentía justo ahí, sentado frente a él y el

rugido de los motores, oteando el horizonte donde el océano

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Atlántico se anunciaba bajo el camino del sol. Vamos

bien tío Bill. Traeremos un gran dorado, dijo entre dientes

Joseph mientras gobernaba su lanchón.

Pero en los últimos tiempos sus asuntos no habían marchado

de manera ordenada. Sin embargo, este día tenía

esperanza. La verdad es que nunca ha dejado atrás los problemas

de dinero, si bien finalmente los resuelve y el seño

de su frente oscura sólo es una herida del tiempo y el sol,

no la navaja de la angustia. Bajo su desabotonada camisa se

dibujaban con los primeros rayos del alba los músculos del

abdomen donde ya corrían hilos de sudor. No era joven ni

rijoso, lo sabía. Hacía ya muchos años su llegada a la taberna

del barrio era seguida por saludos y risas en aquel hablar

recortado de los pescadores de la isla. En tanto, el ritmo del

reggae mezclado con aroma de ron cimbraba las caderas

rotundas de las mujeres y los deseos soterrados de hombres

sin dinero asidos a botellas de cerveza amarga. Como la

transpiración de sus cuerpos lubricando la piel, el deseo les

bañaba con un ardor en el bajo vientre apenas controlado

por el paso frecuente de los gendarmes. Joseph lo sentía,

pero aún hinchada la vejiga sabía buscar refugio en los brazos

de la mulata Kate. Llegaba a ella con toda la turgencia

de sus miembros y el olor crudo del sudor y el cigarrillo.

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Atrás habían quedado las persecuciones en la arena.

Dámelo todo, le decía a Kate. Ella se abría como un compás

y no sentían el fuego de la arena bajo su pareo. Nada se interponía

a sus deseos. Pero Joseph la quería para siempre

a su lado. La poseía mientras comía los conkies que ella sacaba

de una canasta y desliaba las hojas de plátano. Luego

el dulzor de aquella mezcla de harina de maíz, coco, pasas

importadas, patatas, calabaza y especias de la India se mezclaba

en sus bocas entre mordiscos y saliva. Más tarde las

olas les limpiaban de todo pecado en su desnudez arrogante

y se tendían al sol para dormir como criaturas perfectas.

No me dejarás, aseguraba Kate al despertar. Y él la montaba

nuevamente bajo el resplandor del domingo de asueto

tras cumplir con los encuentros parroquiales. Allí estaba la

avispada mirada de su madre cuando desde el coro elevaba

la voz como fanfarria. Todo sucedía en aquella iglesia de

madera donde un día se desposarían, comprometidos por

las palabras del rey Salomón y juramentos ingenuos en la

enfermedad y en la pobreza.

La paga en el mercado de pescados por el rumbo de la

parroquia de Saint Philip prometía ser mejor en la temporada

de turismo, y con el doble turno de su mujer como

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camarera en The Crane surgían indicios de una mínima

prosperidad temporal. No quería aceptar el ofrecimiento

para emplearse como asistente de almacenes y abastecer en

una furgoneta flamante los recaudos frescos de la gerencia

de alimentos y bebidas. Kate le reñía por ello. Sin embargo

él veía con simpatía esa construcción iluminada como una

fiesta inextinguible. Más tarde llegaría su mujer a limpiar

habitaciones saturadas de humores y desechos ajenos. Se

transportarían juntos, le insistía ella, y el ritmo de sus vidas

sería más justo en aquel paraíso reconstruido para visitantes

ricos y rubios, según el vehemente comentario de

aquella voz seductora en medio de la noche que arrasaba

la fortaleza física de ambos. Además de la paga segura, le

había dicho acercando su cuerpo caliente, estaban las pres-

taciones tan útiles cuando la decrepitud toca a la puerta.

Pero él gustaba de la independencia de su oficio y la apuesta

diaria entre la red, el anzuelo y la báscula de la subasta.

Apreciaba la charla en el muelle y la algarabía matutina

cuando retornaban con el catch of the day y las finas lonjas

de los peces eran rematadas para próximo regocijo de otros

paladares. Volvió el rostro hacia Barbados coronada por el

monte Hillaby cuando sintió llegar el paso de la corriente

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norecuatorial que fluye desde Cabo Verde, y el fulgor de la

aurora le hizo recordar las lecciones del tío Bill y las costas

isleñas de arena fina como cuellos de flamenco.

Este lunes, al terminar abril, se percató de las facturas

del tiempo adeudadas por su propia carne. El cricket le

dejaba ahora molestias musculares y ya no podía impunemente

correr por la antigua plantación de azúcar tras las

ágiles piernas de sus dos hijos. Entonces pensó en la tristeza

de morir sin descendientes. Imaginó los jardines florecidos

de las grandes residencias, las palmeras silvestres

rodeadas de fauna multicolor y tuvo la convicción de que

era feliz. Ése había sido el legado de su madre. Así se lo

pidió antes de expirar dos años atrás cuando ocultos a la

vista de los demás tras el biombo de tela de su pabellón

hospitalario le hizo una leve seña para acercarle y susurrar

al oído una orden difícil de cumplir: Joseph, you be happy!

Sabía que esa indómita cantora de himnos anglicanos en la

iglesia dominical se había formado en la máxima de la búsqueda

de la felicidad. Un viejo rescoldo vivo en los libertos

sobre la cresta de los siglos y las generaciones, había llegado

a los labios de la vieja como una guía moral cada vez

menos asequible. Pero Joseph no se arredraba. Las señas

de mejores tiempos habían llegado y su magra cuenta de

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ahorros sin impuestos volvería a crecer para seguridad de

los críos y la apacible sonrisa de Kate.

¿Cuidas de ellos como es debido? No les dejes caer en la

tentación, negro necio, le repetía con frecuencia la obesa

matrona desde el fondo de las tinieblas. Haz de seguir los

mandatos del Señor y aléjate de las hijas de Jezabel y de sus

culos gordos. Enorgullece mi estirpe, hijo querido. Haz de

tus vástagos herederos dignos. Come quimbombó y hueva

de erizo para tener una prole longeva y fuerte, le decía el

recuerdo inoportuno mientras la brisa enjugaba sus brazos

y las cuadernas de su embarcación cárdena y blanca.

Despertó de su ensimismamiento por el hervidero de

un cardumen al huir de manadas de marsopas y vio más

allá una silueta blanca. Era apenas una raya en el horizonte

cubierta fugazmente por el vaivén de las aguas. Nunca

supo por qué se sintió movido a dirigir su chalupa en esa

dirección. Curiosidad tal vez... Empero, en pocos minutos

se encontró con una embarcación menor en lastimosas

condiciones. Era un yate herrumbroso a la deriva de no

más de ocho metros de eslora, del que venía un extraño

olor ácido. No tenía nombre ni ondeaba bandera alguna.

Sobre la cubierta alcanzaba ya a ver bultos dispersos que

cobraron la forma de muertos conforme se aproximaba en

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medio del silencio. Una vez a estribor de la embarcación

lanzó un cabo para amarrar su bote. Lo hizo con doble

nudo y comprobó su firmeza, como si fuese necesario asegurar

el retorno desde aquel despojo flotante poblado de

cadáveres con pies desnudos y talones redondos y arrugados

como patatas viejas. Primero avanzó hacia la proa

donde exploró sin tocar los primeros cuerpos. Le parecieron

maniquíes de cera, enjutos y cetrinos, los dientes al

aire y las facciones contraídas y cubiertas con un brillo

extraño. No tenía duda, eran los restos de personas de su

raza. Las ropas parecían fundidas con la piel y las camisas

alguna vez de llamativos colores y diseños eran igual a los

vestidos de su abuela. Las carnes expuestas también le recordaban

a las momias vistas en un programa de la BBC.

Varios despojos mostraban las cuencas de los ojos y era

como si viesen la eternidad, con un gesto extraño por la

tensión de los músculos del rostro que abría más las fosas

nasales y desfloraba la boca en forma de pétalos de un vegetal

marchito. Después se acercó a los muertos de popa,

uno había caído sobre la escotilla del motor. Entró luego a

los minúsculos camarotes bajo el puente y encontró más

cuerpos. “One, two...”, masculló Joseph, hasta contar once,

justo al tropezar con el último de su aritmética macabra

y percatarse entonces de la pequeña alacena con latas de

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sardina, pan verdino por el moho aún multiplicándose, envases

abiertos de plástico opaco y latas de conservas vacías.

En un cajón encontró muchos pasaportes de Senegal

y Malí con papeles oficiales incomprensibles para él, más

de los necesarios según pudo calcular.

Intentó superar la náusea ocasionada por aquel cuadro,

pero una arcada le invadió y terminó cogido de los tensores

de estribor contra su vientre. Otros espasmos se fueron

diluyendo hasta dejarle sin vigor con una sensación de percibir

todo de manera intensa y a la vez distante, mientras

se limpiaba el rostro con un pañuelo de estampados caprichosos

colgado de la bolsa trasera de sus pantaloncillos.

Pasados unos minutos respiró hondo y se dirigió al puente

para intentar arrancar la máquina. La marcha no respondió

y después de mover el cuerpo que obstruía el paso a la escotilla

ayudado por una pértiga para retirarlo, comprobó

la avería y la falta de combustible. Las baterías también se

habían fundido por la evaporación de los fluidos. Antes

había intentado enviar un mayday pero la radio no podía

funcionar en esas condiciones. El tiempo era benigno. No

dudó en amarrar a su gabarra el yate de los muertos con

cables de la propia embarcación. Enderezó el timón del navío

y lo aseguró con un lazo para evitar lastrar el remolque

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y que la trágica embarcación derivara.

Cuando enfiló hacia Barbados adivinada tras la calima

de la mañana madura, pensó en la frustrada pesca. Pensó

en los difuntos mientras sus dos equipos se esforzaban por

surcar las aguas añiles, escoltado por una parvada de gaviotas

venidas de ninguna parte trazando círculos sobre

él y su pesarosa carga. Pensó en las ganancias perdidas

y el tiempo aún por dedicar a las autoridades sin que eso

significase una moratoria para los acreedores. Pensó en

el discurso de Kate ante las circunstancias propicias para

reforzar los argumentos a favor del trabajo domesticado.

¿Quién iba a pagar por todo esto? No sólo era el día y el

combustible, sobre todo se trataba de los peces perdidos,

del lucro legítimo y el riesgo de no hacer su trabajo al aire

libre para regatear después entre la algarabía del mercado.

Luego volvió el rostro hacia el yate y se preguntó si había

tomado la decisión correcta.

No les ibas a dejar allí, muchacho tonto, diría el viejo

Bill. Y el estragado canto de su madre inundó su pecho con

salmos de amor, pero parecía que resonaban en la bóveda

celeste donde observaban todos los muertos cómo se esforzaba

por bogar en la dirección del instinto y la memoria.

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¿Te dará alguien las gracias? ¿Serán hombres de tu misma

sangre? ¿Serán hijos de tus antepasados los que se salvaron

de la cacería de los blancos abominables?

Igual a los destellos de los camarógrafos y las preguntas

al llegar a la comandancia con los estupefactos policías, las

imágenes venían a su cabeza como relámpagos a partir del

momento en que había subido a la dársena. Joseph no sintió

deseos de salir de su casa en toda la semana. Era perturbador

recordar aquellos cadáveres. Más aún, la razón de su

tragedia. Kate postergó la diatriba al ver en su hombre el

estrago de los hechos. El pescador huyó de los periodistas

y no se asomó por la taberna. En la sombra del porche se

sentó a pensar día y noche en la suerte de aquellos desgraciados.

Se enteró del número de los viajeros por las noticias

de la televisión, donde calificaron aquello como “un episodio

gótico en el mar”. Originalmente había treinta y siete

migrantes, afirmó el locutor. Conforme morían fueron lanzados

al mar. Provenían de África y parecían dirigirse a las

costas de Brasil. Quizá, comentaron en los diarios, fueron

remolcados por un barco de traficantes que cortó el cable

y les dejó a la deriva al verse descubiertos. Los náufragos

sufrieron intensamente, informó un médico forense al ser

entrevistado y describir con la precisión de una enciclopedia

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de torturas las formas más espeluznantes del dolor al

espesarse la sangre y la afectación de los órganos en medio

de malestares lacerantes y angustia. Mientras, uno a uno,

eran fulminados. Todo pudo acontecer, decían, durante el

primero de los tres meses necesarios para cruzar el Atlántico

a merced del pulso del océano. Las variaciones de temperatura

y la salinidad permitieron un proceso extraño de

saponificación, dijo el facultativo. Cuando ninguno tuvo

fuerzas para echar los cuerpos por la borda nadie quedó

disponible para cerrar las puertas del infierno.

Los hijos de Joseph en medio de su algarabía le preguntan

esta tarde a su madre qué buscaban esos forasteros,

mientras beben botellas de mauby. ¿Eran hombres malos?

¿Por qué huían? El pescador parecía esperar igualmente la

respuesta de su mujer para encontrar alguna razón a aquel

designio. Kate continúa haciendo cou-cou para la cena, y

responde sin titubeos, mientras ve a lo lejos los ojos de su

compañero y esboza una mueca en sus carnosos labios:

buscaban trabajo, eso es lo que buscaban. Sólo trabajo...

Ahora Joseph parpadea y se pregunta si en verdad es posible

ser feliz así y siente unas ganas inmensas de estar solo.