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HERNÁN CORTÉS: LUCES Y SOMBRAS DEL
CONQUISTADOR DE NUEVA ESPAÑA
Su familia paterna procedía de tierras del antiguo reino de León, seguramente de
Salamanca. Su bisabuelo, el hidalgo Nuño Cortés, fue el último que permaneció en
tierras castellanas, siendo su hijo Martín Cortés el Viejo, el primero en establecerse en el
condado de Medellín. Arraigaron en la tierra, llegaron a ser una familia extensísima, con
bienes raíces hasta la Edad Contemporánea. Su abuelo, Martín Cortés el Viejo, sirvió
con su caballo en la vega de Granada, a las órdenes de los casi legendarios Álvaro de
Luna y Pedro Niño. En recompensa por sus servicios, el rey Juan II de Castilla, el tres
de julio de 1431, lo armó solemnemente caballero de Espuela Dorada. Tras finalizar su
etapa como militar, se asentó definitivamente en tierras de Medellín. Una decisión que
no tenía nada de particular, pues Extremadura se repobló básicamente con castellano-
leoneses.
La familia vivía modestamente en Medellín. El padre Bartolomé de Las Casas escribió en su Historia
de las Indias que Martín Cortés, padre del conquistador, era hidalgo y cristiano viejo pero harto pobre
y humilde.
Don Martín, había conseguido honra y fama para todo su linaje. Como otros
caballeros, tenía su casa solariega en la villa matriz, pero pasaba la mayor parte del
tiempo en una aldea del entorno, concretamente en Don Benito, donde tenía la mayor
parte de sus fincas rústicas. Las tierras las adquirió seguramente en compensación por
sus servicios de guerra, siendo normal que los caballeros recibiesen entre cuatro y doce
yugadas. Tuvo al menos seis hijo legítimos –cuatro varones y dos mujeres-, además de
una hija ilegítima. El padre del conquistador, era el más pequeño de los hijos varones de
Martín Cortés El Viejo, nacido en torno a 1449, probablemente en la casa solariega que
la familia poseía en el centro de la villa de Medellín, en la calle Feria, y donde pasaban
una parte del año. En el concejo de esta villa desempeñó distintos cargos, como regidor
y procurador general. Se desposó con Catalina Pizarro Altamirano, una mujer de
ascendencia hidalga, cuya familia procedía de Trujillo a donde había llegado en el siglo
XIII, procedente de Ávila. El matrimonio tuvo un solo hijo varón, el futuro
conquistador de México.
La situación económica era modesta, pues aunque Martín Cortés El Viejo,
abuelo del conquistador, tuvo una considerable fortuna, debió repartirla entre su extensa
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prole. Las rentas familiares apenas superaban los 30.000 maravedís anuales, incluyendo
varios réditos de vacas de hierba, un viñedo, algunas fanegas de trigo y un molino de
trigo en el río Ortigas, conocido como de Matarratas. Las rentas eran suficientes, pero
en años de malas cosechas, la escasez y las estrecheces debían hacerse patentes en el
hogar familiar.
NACIMIENTO, INFANCIA Y JUVENTUD
No se sabe con exactitud la fecha exacta de su nacimiento, que debió ocurrir
entre 1482 y 1484. Y ello porque el propio Hernán Cortés ofreció datos contradictorios
entre sí sobre su propia edad. Hay que tener en cuenta que en aquella época no se le
daba gran importancia a la fecha de nacimiento. La historiografía tradicional ha
sostenido que se bautizó en la parroquia de San Martín, donde se conserva una pila
antigua que parece de la época y que se exhibe como aquella en la que recibió sus
primeras aguas.
Todo parece indicar que el conquistador de México no destacó por su aspecto
físico ni por su complexión sino por su carisma y por su fuerte personalidad. Sabía
rodearse de amigos y, en general, daba la impresión de ser una persona con carisma, con
liderazgo y con una gran potencialidad para acometer grandes empresas.
Se crió, obviamente, como lo que era, es decir, como hijo único, con el cariño y
las caricias de su madre Catalina y de su tía Inés. Así lo declaró él mismo en una carta
dirigida a esta última y fechada en 1524. Ya siendo un adolescente se lo imaginaba
Salvador de Madariaga cabalgando en el rucio de su padre, cazando con el galgo
familiar o viviendo alguna aventura con su grupo de amigos. También es posible que
jugase a moros y cristianos en las laderas del imponente castillo de los Portocarrero y
que acudiese a pescar a orillas del molino de Matarratas o a colaborar con su padre en el
castrado de la colmena familiar.
En mayo acompañaría presumiblemente a su padre a la feria de ganados que se
desarrollaba por espacio de veintidós días, atrayendo a los principales compradores y
vendedores de la comarca. No padeció agobios excesivos, hambre, ni inquietudes en su
juventud. Vivió sin lujos pero también sin las estrecheces extremas con las que
convivían muchos de sus conciudadanos.
Conoció la férrea mano de la justicia, pues en el rollo de la plaza se ajusticiaba a
los condenados, después de haberlos paseado vergonzantemente por las principales
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calles de la villa. También debió oír de boca de su padre, o de otros hidalgos de la villa,
relatos fantásticos de heroicas batallas ganadas a los infieles, de los triunfos de los
tercios españoles en Europa o de las nuevas tierras descubiertas allende los mares por un
enigmático genovés llamado Cristóbal Colón. Ello despertó en él un gran interés por
conocer lo que ocurría fuera de los límites de su pequeña villa. En 1499 se marchó de
Medellín y ya sólo regreso de manera muy ocasional.
Según Demetrio Ramos, que estudio su etapa universitaria en Salamanca, jamás llegó a pisar sus
aulas, constituyendo otro de los grandes mitos que han rodeado su biografía.
Sus padres quisieron que su hijo estudiara, pues le auguraban un mejor destino
entre papeles que en la guerra. Para ello, lo enviaron a la ciudad universitaria, a casa de
la hermanastra de su padre Inés Gómez de Paz. Sin embargo, su paso por las aulas de la
señera institución no fue más que otro de los grandes mitos que han rodeado su
biografía. Ni tenía la edad adecuada para cursar estudios universitarios, ni
conocimientos previos. Como ya hemos dicho, cuando se presentó en Salamanca poseía
solo una formación básica, entre otras cosas porque no existía más infraestructura
educativa en su villa natal.
Sin embargo, pese al mito de la Universidad, el extremeño aprovechó bien su
estancia de tres o cuatro años en la ciudad de sus antepasados paternos. De hecho,
aunque nunca obtuvo ningún título universitario, su formación era similar a la de un
bachiller en leyes. Simplemente, tenía dos o tres años de estudios, lo que en aquella
época significaba tener bastantes más conocimientos que la mayoría.
Otro enigma sin respuesta clara es el porqué de esa marcha tan repentina e
inesperada, sin haberse titulado. Todo parece indicar que simplemente carecía de
vocación estudiantil, pues su abandono fue voluntario, presentándose en su casa con
gran disgusto de sus progenitores. Se dice que Martín Cortés se enojó al verlo porque
quería que se hubiese titulado en leyes, buscando siempre un futuro más digno para su
hijo que el que le esperaba en su arruinado terruño. Lo cierto es que, tras tres o cuatro
años en Salamanca, creyó que había llegado el momento de enfrentarse a la vida y
luchar por un destino mejor para él y los suyos. Probablemente le pudo su deseo
aventurero de enrolarse en alguna expedición de guerra, bien en Italia a las órdenes de
Gonzalo Fernández de Córdoba, o bien, en las Indias Occidentales. Los progenitores se
resignaron, sin ocultar su entristecimiento, convencidos de que sería imposible cambiar
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la terca voluntad de su intrépido hijo. Ya atisbaban el carácter aventurero de su joven
vástago, heredado de su abuelo paterno.
El período comprendido entre su salida de Salamanca en 1501 y su embarque
para La Española en 1504 es probablemente el más desconocido de toda su biografía.
Apenas disponemos de dos o tres datos sueltos proporcionados por las crónicas que, a
veces, incluso, se contradicen entre sí. La historiografía sostiene que pensó primero en ir
a Italia a enrolarse en las tropas del ya afamado Capitán Gonzalo Fernández de
Córdoba. Varios cronistas de la época, como Cervantes de Salazar, lo ubicaron en
Valencia, ciudad desde la que pretendía embarcarse hacia Nápoles, cambiando de
opinión a última hora. Siguiendo los pasos de otros metellinenses, marchó a Sevilla con
la idea de enrolarse en la flota del nuevo gobernador de las Indias frey Nicolás de
Ovando. Es posible que el viaje de regreso lo hiciera a través de Granada, pues, por
algunas alusiones suyas sabemos que conocía personalmente la ciudad y muy
especialmente sus hilaturas de seda.
RUMBO A LAS AMÉRICAS
La armada del nuevo gobernador se aprestó a lo largo de 1501 y en las primeras
semanas de 1502, zarpando de Sanlúcar de Barrameda en febrero de este último año. Fue
la más grande enviada hasta entonces al Nuevo Mundo, pues estuvo formada por una
treintena de buques y unos 1.200 pasajeros, además de la tripulación, instrumental,
animales, material litúrgico, etc. Pero, ¿por qué no se embarcó finalmente? Se trata de
otra incógnita no resuelta de su biografía. Los cronistas de la época aluden a dos
argumentos más o menos compatibles: el primero, un lío de faldas en las semanas
previas a su embarque. Al parecer, cortejó a una mujer casada y, en uno de los
encuentros, en la quinta donde vivía, se subió a una tapia poco sólida que terminó
derrumbándose con gran estruendo. Al parecer, el marido de su amante, un hidalgo
viejo que ya sospechaba de sus veleidades, cogió inmediatamente su espada y sin dar
tiempo al joven Cortés a huir se abalanzó sobre él. Cuentan los cronistas que, si no
intervinieran la suegra de aquél y otros vecinos sobresaltados por el ruido, allí mismo lo
hubiese asesinado. Al parecer, del golpe sufrió una dolencia que le impidió el embarque.
En cambio, el segundo de los argumentos resulta algo más creíble, aunque igual de
infundado desde el punto de vista documental; padeció nuevamente fiebres cuartanas,
una variedad de malaria, que le obligó a regresar a la casa paterna para recuperarse.
Esta versión resulta más plausible en 1502 que en 1499 cuando regresó de Salamanca.
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Probablemente, el abandono de los estudios debió ser voluntario, pero desertar de su
sueño indiano debió estar motivado, ahora sí, por alguna causa mayor.
Ya recuperado, a finales de 1502 o en 1503 volvió a salir de su villa natal, esta
vez con destino a Valladolid, para ponerse de nuevo bajo el tutelaje de su apreciado tío
Francisco Núñez. Éste se había mudado a Valladolid con su familia al ser designado
relator del Consejo de Castilla. Con su tío pudo completar su formación humanística y
jurídica, llegando a dominar el latín y a conocer los corpus jurídicos tradicionales,
especialmente las Siete Partidas. Al parecer, su formación teórica se completó con un
trabajo al lado de un escribano.
Afirma el cronista y sobrino político del conquistador, Juan Suárez de Peralta,
que de Valladolid volvió directamente a Sevilla donde trabajó junto a un escribano, lo
cual le permitió subsistir durante meses en la puerta y puerto de las Indias. En 1504 se
embarcó rumbo a la Española en la nao de Alonso Quintero pero, por motivos que
desconocemos, regresó a la Península a finales de ese mismo año, para reembarcarse
dos años después.
En el Archivo Histórico Provincial de Sevilla –leg. 2171, fols. 102r-102v.- se conserva la carta de pago
del conquistador por su pasaje en la nao San Juan Bautista:
Sepan cuantos esta carta vieren como yo Fernando Cortés, hijo de García Martín Cortés, vecino de Don
Benito, tierra de Medellín, otorgo y conozco que debo dar y pagar a vos Luis Fernández de Alfaro,
vecino de esta dicha ciudad, maestre de la nao que Dios salve, que ha nombre San Juan Bautista que
ahora está en el puerto de las Muelas, del río de Guadalquivir de esta dicha ciudad… once pesos de oro
fundido y marcado que son por razón del pasaje y mantenimiento que me debéis de dar en la dicha
vuestra nao, desde el puerto de Barrameda hasta la isla Española, al puerto de la villa de Santo
Domingo, este viaje que ahora va la dicha nao.
En diciembre de 1506 estaba de nuevo en la isla, una fecha muy tardía que
explica su escasa promoción social. Vivió -o malvivió- como asistente de la notaría de
Azua, cuya titularidad la ostentaba Diego Velázquez. El salario debió ser tan escaso
como la limitada actividad legal, completando sus ingresos con una pequeña
encomienda en el Dayguao, concedida por el gobernador frey Nicolás de Ovando. No
consiguió fortuna, pero obtuvo algo no menos valioso: una relación más o menos
interesada con el influyente Diego Velázquez. En 1511 viajó a la vecina isla de Cuba
como su secretario, adquiriendo en breve plazo un gran prestigio social y una buena
posición económica. En esta isla caribeña sí que ostentó el mérito de ser uno de los
primeros conquistadores y pobladores, siendo nombrado en 1512 escribano de la
capital, Santiago de Baracoa. En los primeros años mantuvo unas magníficas relaciones
con Diego Velázquez, gozando de su apoyo y protección. Disfrutó de un buen
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repartimiento de indios que usó lo mismo en la extracción de oro que en la cría de
ganado. Todo ello le reportó una buena posición económica y un gran prestigio social
que a la postre le sirvieron para consolidar su liderazgo. Entre 1514 y 1515 se desposó
con una de las pocas españolas casaderas de la isla, Catalina Suárez Marcayda, fallecida
siete u ocho años después en circunstancias extrañas.
LA CONQUISTA DE NUEVA ESPAÑA
Sin embargo, su relación con el teniente de gobernador no fue fácil, quizás
porque ambos tenían sus propios proyectos expansivos, incompatibles entre sí. No
obstante, Diego Velázquez interpretó que el metellinense era la persona que necesitaba
para encabezar la expedición que planeaba. Cuando se quiso dar cuenta del peligro de
traición era demasiado tarde. El 10 de febrero de 1519 zarpó con 11 barcos, 550
hombres, 16 caballos y 14 cañones. Tras diez días de navegación llegaron a la isla de
Cozumel, donde se encontró con Jerónimo de Aguilar, superviviente de un naufragio,
que hablaba la lengua de los mayas. Éste y doña Marina, la Malinche, una india que le
fue regalada en Tabasco, se convertirían en sus interlocutores con el mundo mexica.
El apoyo de la india tabasqueña doña Marina –La Malinche- fue decisivo en la consumación de la
Conquista, no sólo por ser su traductora personal sino porque era siempre la primera en enterarse de
las conspiraciones. Precisamente por ello algunos la acusan de traicionar a su pueblo, opinión muy
extendida en el México actual. Pero huelga decir que no se le puede culpar de haber traicionado al
pueblo mexicano porque éste no existía como tal, pero ni tan siquiera al pueblo indio porque nunca
tuvieron conciencia de unidad –y esa fue precisamente su perdición-. El único error que cometió fue
enamorarse de un hombre que no le correspondió en la misma medida en que recibió.
Prosiguieron su viaje hacia San Juan de Ulúa fundando, pese a la prohibición de
Velázquez, la ciudad de Veracruz. El poder municipal quedó en manos de sus
habitantes, al tiempo que estos nombraron al metellinense como su capitán general.
Consumada la traición, envió a dos emisarios a la corte de Valladolid para tratar de
justificar sus acciones. Acto seguido desguazó los navíos para evitar que algunos
opositores volviesen a Cuba a informar de la defección a Diego Velázquez. Estando en
Veracruz, tuvo noticias de la existencia de la confederación mexica y de un tlatoani o
emperador llamado Moctezuma. El 16 de agosto de 1519, dejó todo dispuesto y partió
en busca de ese fabuloso estado.
Las huestes avanzaron sobre Tlaxcala, un pueblo celoso de su libertad que
planteó una gran resistencia. Finalmente, viendo que no podían derrotar a los
extranjeros, se aliaron con ellos para vengarse de sus viejos enemigos mexicas.
Sometida Tlaxcala, permanecieron allí apenas tres semanas, el tiempo suficiente para
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reponer fuerzas y reorganizarse. El 11 de octubre de 1519 partieron, acompañados por
varios miles de cempoaleses y tlaxcaltecas, con el objetivo explícito de entrar en
Tenochtitlán, capital de los mexicas. Antes pasaron por la ciudad sagrada de Cholula, la
cual fue saqueada y sus habitantes masacrados, en un acto de barbarie que tuvo como
objetivo amedrentar a sus oponentes.
Destruida la ciudad sagrada, el soberano mexica sabía que la siguiente parada
era en la propia ciudad de Tenochtitlán. Y precisamente allí se encaminaron las huestes
a primero de noviembre de 1519, al tiempo que el tlatoani decidía dejarlos entrar en la
ciudad. Una opción que no fue descabellada, pues pensó que sería más fácil acabar con
ellos dentro que en un combate en campo abierto. Prueba evidente de su acierto fue la
derrota de estos en la Noche Triste.
El de Medellín lo tenía todo bajo control hasta que llegó el segoviano Pánfilo de
Narváez. A corto plazo supuso un grave problema para el extremeño aunque a la larga
significó el empujón definitivo para hacerse con el control de la confederación mexica.
A principios de mayo de 1520 supo que el segoviano había desembarcado en la costa
de Veracruz, al mando de un ejército de 1.400 hombres. No fue un problema su derrota,
aunque sí la rebelión indígena que sufrió Pedro de Alvarado en Tenochtitlán,
aprovechando la ausencia del metellinense. Retornó a toda prisa, pero era demasiado
tarde. Obligó a Moctezuma a que se asomara a una terraza del palacio para calmar a sus
súbditos pero estos lo abatieron de una pedrada, pues habían elegido por sucesor a su
propio hermano, es decir, a Cuitláhuac. Los españoles, decidieron huir precipitadamente
de la capital, aprovechando la noche. Eso no evitó que 800 hispanos y 5.000 indios
auxiliares perdieran la vida, en la mayor derrota sufrida por los europeos en toda la
conquista de América. Las huestes consiguieron alcanzar Tlaxcala, donde Cortés
reorganizó a sus hombres y los preparó psicológicamente para el combate final. La
batalla de Otumba no fue una batalla más, sino la última ofensiva lanzada por el ejército
mexica para acabar con los extranjeros. Con razón, Cervantes de Salazar interpretó
Otumba como la contienda más memorable de toda la Conquista. Derrotados los
nativos, ya solo faltaba asediar y tomar la gran ciudad de Tenochtitlán, la cual cayó el
13 de agosto de 1521. Se estima que en el asedió murieron más de 100.000 defensores,
cifra elocuente del padecimiento de los asediados.
El martes 13 de agosto de 1521, festividad cristiana de San Hipólito, cayó la gran ciudad lacustre de
Tenochtitlán. Con ella finalizaba el quinto sol mexica y nacía una nueva era, la de un imperio en el
que pronto el sol nunca se pondría. Se estima que en el asedió murieron poco más de medio centenar
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de hispanos así como varios miles de indios aliados, frente a cerca de 100.000 mexicas. Cifras
elocuentes del padecimiento de los asediados.
La caída de la capital no fue el final de la conquista pues, tanto al norte como al
sur había infinidad de pueblos no sometidos a la confederación, que no estaban
dispuestos a reconocer la autoridad de los extranjeros. El de Medellín no tardó en
ponerse manos a la obra para completar su conquista, dominando en pocos años un
extenso territorio de aproximadamente unos 300.000 km2.
Mostró un especial interés por la exploración del océano Pacífico, lo que
entonces se conocía como el Mar del Sur. Tenía prisas por reemprender la expansión y
no le faltaban motivos. En teoría, cualquier vecino podía solicitar licencia para
descubrir, rescatar o conquistar territorios, con la única condición de que viajase con
ellos un veedor que velase por el quinto real. En la práctica, había dos personajes muy
temidos y poderosos que tenían medios para llevar a cabo dicha expansión, se trataba
del propio Diego Velázquez y de Francisco de Garay. Dicho y hecho, en el mismo año
de 1522 envió a Pedro de Alvarado al istmo de Tehuantepec, llegando al territorio de los
Quichés y de los Cakchiqueles a los cuales terminó sometiendo. En 1525 estaba
pacificado todo el territorio, pese a lo cual se sintió agraviado y desplazado del poder
político por los funcionarios llegados desde la Península, viéndose obligado a acudir
personalmente a la Corte a reclamar sus derechos. Lo que todavía no sabía era que
detrás de los recortes en sus privilegios y de algunas usurpaciones de sus posesiones
estaba la propia Corona quien pretendía preservar la Nueva España dentro de los
territorios de realengo. En Castilla, Cortés consiguió que el monarca le otorgara el título
de marqués del valle de Oaxaca y el cargo de capitán general, aunque sin funciones
gubernativas. El 15 de julio de 1530 estaba de regreso en las costas veracruzanas,
estableciéndose en Cuernavaca desde donde exploró el área del golfo de California.
Otra vez, en 1540, diez años después de su primer retorno, decidió, regresar a España a
continuar la defensa de sus derechos. Lo hizo pensando en volver a Nueva España, la
tierra que le dio honra, fama y fortuna, pero las circunstancias hicieron que no viera
cumplido este objetivo. La enfermedad evolucionó demasiado deprisa y, pese a que se
acercó a Sevilla con la intención de reembarcarse, la muerte le sorprendió el 2 de
diciembre de 1547.
Cortés fue un hombre de su tiempo, un guerrero de la frontera cristiana. Que
nadie busque en él a una persona pacifista, compasiva y misericordiosa, sino a un
luchador agreste dispuesto a conquistar un imperio a cualquier precio.
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SUS ÚLTIMOS AÑOS
El de Medellín llevaba prácticamente toda la década de los treinta litigando con
las autoridades de México, mientras residía fuera de la localidad, a caballo entre su
residencia de Cuernavaca y sus astilleros de Tehuantepec. La llegada del virrey Antonio
de Mendoza no hizo más que empeorar su situación, siendo desplazado definitivamente
del poder político. Agobiado y presionado por los interminables pleitos, decidió
finalmente, en la primavera de 1540, retornar a España. Su pretensión no era otra que
conseguir del Consejo de Indias lo que las autoridades novohispanas le negaban y de
paso restablecer su buen nombre, muy deteriorado en la Corte tras la llegada de varios
memoriales contra su persona.
Dejó atrás a toda su familia, salvo a dos de sus hijos, ambos ilegítimos, el
primogénito Martín, que entonces tenía tan solo ocho años y el pequeño Luis. Todo
parece indicar que viajó con la idea de permanecer en la Península tan sólo el tiempo
estrictamente necesario para resolver sus problemas. Nada más desembarcar se
encaminó a Madrid, donde fue bien recibido por los miembros del Consejo de Indias,
quienes le cedieron una casa señorial, concretamente la morada del comendador Juan de
Castilla. Durante algún tiempo estuvo rodeado de la élite nobiliaria y de los consejeros
del Emperador. En 1541 decidió acompañar a este último en su fracasada campaña de
Argel, junto a sus hijos Luis y Martín. La precipitación del ataque, lanzado
inadecuadamente en noviembre, y los temporales hicieron fracasar la empresa. Hernán
Cortés viajó en la galera capitaneada por Enrique Enríquez que, como tantas otras,
naufragó, aunque consiguió salvar su vida milagrosamente.
Aunque el conquistador y su hijo sobrevivieron al naufragio perdieron las cinco esmeraldas que
llevaba consigo, valoradas en 100.000 ducados.
De vuelta de su aventura argelina decidió establecerse en Valladolid, una ciudad
que, por un lado, le traía muy gratos recuerdos de su juventud, y por el otro, le permitía
estar cerca de la Corte. Casi hasta el final de su vida mantuvo sus aspiraciones de que el
Emperador le devolviese el poder político que en justicia creía que merecía. Desde
marzo de 1542 está documentada su presencia en la capital de Castilla y León, donde
permanecerá hasta el 23 noviembre de 1545.
En la ciudad del Pisuerga continuó con sus negocios, pues realizó numerosas
transacciones comerciales que se pueden rastrear a través de sus escrituras notariales.
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Pese a sus ocupaciones, siempre sacaba tiempo para acudir a diversas reuniones con
cortesanos, juristas, teólogos y humanistas. De hecho, en su propia casa se celebraban
con frecuencia cenáculos, donde se mantenían acaloradas tertulias sobre historia,
política y filosofía. Allí acudían intelectuales, juristas, prelados y empresarios, como
Pedro de Navarra, Juan de Vega, virrey de Sicilia, el cardenal Francesco Poggio o
Francisco Cervantes de Salazar, entre algunos otros. Este último quedó tan fascinado
por su figura que decidió escribir su famosa Crónica de la Nueva España, que el de
Medellín pudo leer y disfrutar en 1546. Probablemente fue su última gran satisfacción
antes de su fallecimiento. En noviembre de 1543 no quiso perderse el enlace, en
Salamanca, entre el príncipe Felipe –futuro Felipe II- y doña María de Portugal,
acudiendo en compañía de su hijo Martín. Conviene insistir que los nobles invitados
fueron contadísimos lo que evidencia su excelente relación con el príncipe.
El 20 de noviembre de 1545 aún permanecía en Valladolid, partiendo en
dirección a Sevilla, a finales de noviembre o a principios de diciembre de ese mismo
año. Al parecer, hizo una estancia breve en Madrid que duró poco más de medio año,
pues en septiembre de 1546, estaba ya a orillas del Guadalquivir. Parece claro que su
objetivo no era otro que regresar a Nueva España para morir en la tierra por la que tanto
luchó y que todo se lo dio.
Estaba enfermo pero en absoluto impedido, pues estuvo asistiendo a actos
públicos y realizando infinidad de gestiones hasta el mismo día de su fallecimiento. En
octubre su situación empeoró de forma ostensible por lo que decidió formalizar su
testamento en Sevilla, ante el escribano Melchor de Portes, el 11 de octubre de 1547. Al
mes siguiente, concienciado de su inminente desaparición, decidió dejar la casa
sevillana en la que se hospedaba y en donde le importunaban todo tipo de personas,
acreedores, admiradores, funcionarios, pedigüeños, etcétera, y marcharse a Castilleja de
la Cuesta, al hogar de su buen amigo, el jurado Juan Rodríguez de Medina. Según
Bernal Díaz, pretendía morir en paz, alejado de muchas personas que le importunaban
en negocios.
La morada que lo cobijó en sus últimas semanas era un sólido edificio de
cantería, que ya en el siglo XIX fue totalmente reformado por los Duques de
Montpensier al estilo neogótico. Al parecer, padecía disentería desde hacía algún tiempo
lo que le había provocado una degradación física paulatina, hasta dejarlo totalmente
extenuado. La situación empeoró gravemente, mientras su vida se fue apagando
lentamente, acompañado en todo momento por su hijo Martín.
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Pero ni siquiera en las horas finales perdió ese espíritu inquieto que le había
acompañado a lo largo de toda su vida. Sorprendentemente, el mismo viernes dos de
diciembre en que falleció decidió llamar urgentemente a un escribano público para
otorgar un codicilo que firmó en su nombre fray Diego Altamirano. Y digo que
sorprende porque apenas introdujo modificaciones de importancia. Minutos antes de su
óbito, todavía tuvo tiempo de confesar con mucha devoción y recibir los santos óleos.
Fray Pedro de Zaldívar le auxilió espiritualmente, ayudándole a morir como lo que era,
es decir, como un cristiano. Esa madrugada del 2 de diciembre de 1547 expiró
finalmente, confortado por los sacramentos y en presencia de un corto número de
personas, entre las que se encontraban su mayordomo, su ayuda de cámara, una
asistenta de su confianza que vino con él desde Valladolid, llamada doña Juana de
Quintanilla, Juan Rodríguez, dueño de la casa y los religiosos fray Pedro de Zaldívar y
Francisco López de Gómara. Mientras este luctuoso suceso ocurría, su mujer, seguía en
Cuernavaca administrando como podía el marquesado y siempre a la espera del retorno
de su marido que, finalmente, nunca se produjo.
En su testamento dispuso su enterramiento provisional en la parroquia del lugar
donde falleciera, hasta su traslado al monasterio de Concepcionistas que el mismo fundó
en Culiacán. Hubiese sido inhumado temporalmente en la iglesia de Santiago de
Castilleja de no ser por su codicilo en el que dispuso finalmente su entierro provisional
en la iglesia de la dicha ciudad de Sevilla o de otra parte donde los señores mis
albaceas o cualquiera de ellos que se hallare presente, ordenaren.
Así, el domingo 4 de diciembre de 1547, a las cuatro de la tarde, ante el
escribano de Santiponce, Andrés Alonso, y con autorización del Duque de Medina-
Sidonia, se inhumó en el monasterio de San Isidoro del Campo, en la cripta del Duque,
sita en medio de las gradas del altar mayor. Fueron testigos del enterramiento don Juan
de Guzmán, Duque de Medina-Sidonia, el hijo de éste, don Juan Claros de Guzmán,
Conde de Niebla, así como el Marqués del Valle, el asistente de Sevilla y el Conde de
Castelar, entre otros.
El 29 de enero de 1548 la Corona emplazó a los herederos mediante una Real
Provisión con vistas a hacer el inventario y cumplir con su última voluntad. Su esposa,
doña Juana de Zúñiga, ausente en el momento de su óbito, sobrevivió a su marido varias
décadas. Residió durante algunos años en la collación de San Román, enfrente del
monasterio de Santa Paula, trasladándose en 1560 a otra vivienda de la collación de San
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Lorenzo. En la madrugada del 2 de diciembre de 1583 falleció en Sevilla, siendo
inhumada en el convento de Madre de Dios de Sevilla.
VALORACIÓN DE SU FIGURA
Todavía en pleno siglo XXI su figura sigue despertando pasiones encontradas.
Pero lo cierto es que ni fue un caballero andante ni un santo sino ni más ni menos que
un conquistador. Una persona con las mismas virtudes y defectos que la mayor parte de
las personas de su época. Un conquistador con suerte, pero a fin de cuentas un
conquistador, con sus éxitos y sus fracasos. Un hombre que sabía reír y también llorar.
Contaba Herrera que, tras conocer la magnitud del desastre de la Noche Triste, no pudo
contener las lágrimas. Fue compasivo o cruel, dependiendo de las circunstancias.
Fue también sumamente implacable con los paganos que no querían aceptar las
aguas del bautismo. Es bien sabido que, cuando entró en Culiacán, derribó el templo y,
porque un indio principal no quiso ayudar en ello, lo mandó ahorcar y lo ahorcó con
los diablos a cuestas. También infringió durísimos escarmientos a los indios rebeldes.
Por ejemplo, en 1523 los nativos de Pánuco acometieron a los hombres de Francisco de
Garay, matado a varias decenas de ellos. Hernán Cortés mandó a su capitán Gonzalo de
Sandoval para que castigase sin cuartel a los responsables. Mató a cientos de ellos,
despedazándolos después de tal forma que los demás indios ya no se atrevían ni a
levantar un dedo contra su poder. A veces también sabía actuar con dureza con sus
propios hombres si lo creía oportuno. En una ocasión el metellinense vio como uno de
sus soldados, robaba dos gallinas a un indio y lo quiso ahorcar, impidiéndoselo Pedro de
Alvarado que cortó a tiempo la soga del infortunado.
Pero, para una adecuada valoración de su figura es importante no extraerlo de su
contexto histórico. Estaba inmerso en ese cristianismo intransigente que desde finales
de la baja Edad Media había llevado al exilio a todas aquellas personas que no
profesaban la religión cristiana. También en ese sentido, como en todo lo demás, fue un
hijo de su tiempo. Por tanto, estamos de acuerdo con Octavio Paz cuando planteó la
necesidad de retornar al Cortés legendario al terreno de la historia: El conquistador debe
ser restituido al sitio a que pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos: a la
Historia.
BIBLIOGRAFÍA BÁSICA
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MADARIAGA, Salvador de: Hernán Cortés, Madrid, Austral, 1986.
MARTÍNEZ, José Luis: Hernán Cortés, México, Fondo de Cultura Económica, 1990.
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ESTEBAN MIRA CABALLOS
Doctor en Historia de América y Miembro de la Academia Dominicana de la Historia
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