2
Salió con prisa, antes que nadie, del autobús.
Casi con ansia pisó el recinto de la ermita
mientras escuchaba las conversaciones de sus
compañeros, que iban bajando lentamente, como
sin dar importancia a lo que iban a ver.
Era una ermita románica, poligonal con un ábside
y rodeada toda ella por un peristilo de arcos de
medio punto.
3
También estaba rodeada, como
por otro peristilo imaginario, del
misterio de haber pertenecido a
los caballeros templarios.
En los libros aparecía la foto con su elegante
arquería y su aspecto romántico y sugerente. En
el aire de la mañana pesaba con increíble
ligereza el equilibrio de todos los tiempos.
Todos fueron entrando en el recinto y
caminaban entre la elegante arquería y el muro
de bien cortados sillares que constituían las
paredes de la pequeña iglesia. Podía oír que sus
amigos hablaban entre ellos pero no podía
distinguir el significado de sus palabras.
4
Escuchaba las risas y sabía que las bromas
estarían presentes, como de costumbre en estos
viajes. ¿Por qué todos los sonidos llegaban
difuminados hasta su entendimiento?
Desde que vio la silueta del edificio a través
de la ventanilla del autobús, tuvo una extraña
sensación de urgencia que hacía hormiguear sus
pies y, por un instante, impulsó sus manos hacia
delante deseosas de tocar el espacio que
ocupaba la equilibrada construcción. Fue un
gesto fallido que disimuló frotándose las manos
y apretándolas una contra otra, esperando
llenar, desesperadamente, el vacío que encontró
entre ellas.
5
Por eso salió del autobús antes que nadie y
por eso caminaba por el recinto rehuyendo la
cercanía de los otros y notando una fuerza sutil
que emanaba de la hierba que estaba pisando,
del aire de primavera recién estrenada, que
agitaba suavemente su pelo, del sol que llegaba a
su piel a través de la ropa. La arquería que
rodeaba el edificio parecía la costa invisible
contra la que batían unas invisibles olas que
inundaban su cuerpo de sensaciones que no
quería analizar.
Se acercó al muro y alargó su
mano hasta tocar uno de los
sillares. Lo recorrió con sus
6
dedos mirando a otro sitio. Dejando que el tacto
percibiera la textura de la piedra caliza.
Dándose cuenta de que sus manos podían ver la
marca del cantero que, muchos años antes,
trabajó en la obra.
Por un instante pudo sentir las manos
fuertes que trazaron esas líneas e incluso
percibió que se estaba apoderando de una parte
de esa energía, que durante muchos años estuvo
esperando, como un genio benéfico, dentro de la
piedra. Un estremecimiento imperceptible hizo
que retirase la mano por un segundo para volver
a posarla de nuevo, esta vez de forma
apasionada, con la urgencia del beso que se da
7
después de rozar por un instante los labios que
amamos.
Apoyó su espalda y con ternura apacible tocó
de nuevo la piedra, sintiendo cierto temor
pudoroso de que alguien pudiera estar
observando. Y apreció, cómplice, la energía que
los muros desprendían. La hizo suya. Y miró sus
manos que no parecían haber cambiado pero que,
ahora, encontró llenas.
Caminó de nuevo
tocando, ya sin pudor, los
fustes de las columnas y
mirando los destruidos
capiteles. Las manos de los tallistas habían
8
trazado en ellos historias que el viento se
empeñó en borrar, pero sus ojos volvieron a
reconstruirlas. Su mirada dio vida a las figuras y
las escenas empezaron a desfilar, con tanta
algarabía, que sonaron los instrumentos que
portaban. Y sus voces entonaron las canciones
que tantas veces habían repetido en las iglesias
o en las ferias y mercados.
Sus amigos habían empezado a entrar en el
templo y se dispuso a hacer lo mismo. Procuraba
no hablar con nadie para que no se notase su
estremecimiento.
El espacio octogonal estaba cubierto por una
bóveda de nervios anchos y apuntados, de
9
influencia musulmana. De trecho en trecho, unos
óculos, de variado diseño y tapados con finas
láminas de alabastro, permitían la entrada de luz
de forma tamizada, favoreciendo una atmósfera
de recogimiento que iba imponiéndose sobre el
grupo. Poco a poco empezaron a hablar en
susurros. Sus movimientos se hacían comedidos
y sus risas, incluso las inocentes, se escondían
sintiéndose culpables.
Emitió en voz alta algunos sonidos, para
comprobar la resonancia de esa bóveda y cuando
las piedras respondieron se dio cuenta de que
había variado su capacidad de percepción. No
podía escuchar las palabras de sus compañeros
sin embargo, escuchaba su pensamiento. Todos
10
estaban de acuerdo en esta ocasión. Querían
cantar. Es cierto que ese era un sentimiento
habitual cuando entraban en un templo, pero en
esta ocasión fue unánime. La forma en que las
piedras de la bóveda devolvían sus palabras les
urgía a ello. Querían oírse.
Les ocurría con frecuencia. Una necesidad
repentina se apoderaba de ellos cuando
imaginaban el sonido redondo de los acordes en
un amplio espacio sobre sus cabezas, rodando
por los sillares y ocupando el aire de forma
densa y misteriosa.
Fue fácil ponerse de acuerdo. Formaron un
círculo ocupando todo el espacio. Sopranos,
11
tenores, contraltos y bajos unieron sus manos
haciendo un gran corro de manos unidas y
expectantes, y cantaron:
“Locus iste a deo factum est”
Y se llenó el espacio con el sonido de los
acordes, que recogieron la energía depositada
por los siglos en las viejas piedras. Y resonó en
las cabezas y en los vientres y en los pies, que
12
acapararon, avarientos, esta energía que
inflamaba sus pechos y convertía en trémolo su
voz emocionada.
Notó el temblor emocionado en la presión
espontánea de las manos de sus compañeros, con
los que guardó un silencio cómplice. Las
conversaciones tardaron en volver. La energía
que sintió cuando tocaba las marcas de cantero
en el exterior, había llegado a todos. Y cada uno
quería reconocerla en su silencio.
Esperó que salieran. No quería hablar con
nadie. Apoyó su espalda, una vez más, en el muro
mientras sus manos buceaban en la piedra.
Todos habían salido ya y cerró los ojos.
13
Y notó como sus ojos se llenaban de lágrimas
que se derramaron trazando surcos de calor en
las mejillas. De calor que se iba convirtiendo en
luz. Una luz que se hacía tan intensa como el
silencio que había a su alrededor. Un silencio
total. No había palabras a lo lejos, ni rumor de
pasos. Y la luz atravesaba los parpados cerrados
inundando el cuerpo aterido por el amanecer.
* * *
14
Abrió lo ojos y la ermita había desaparecido
igual que las extravagantes ropas que hasta
ahora llevaba. No había piedras bien cortadas y
ensambladas con maestría, ni otra bóveda que el
cielo de la mañana.
15
No había otras paredes que unas grandes
piedras clavadas en el suelo de trecho en
trecho. Se estaba apoyando sobre una de ellas,
que con otras cuantas, cerraba un gran espacio
circular. Sus manos la palpaban con ternura de
amante.
No sintió extrañeza. Sabía que estaba en el
círculo mágico dentro del cual habían enterrado
a sus antepasados. Allí había pasado la noche.
16
Enderezó su cuerpo, desentumeció sus
músculos agarrotados y comenzó a caminar por
el sendero que apenas podía verse en el exterior
del recito de grandes piedras.
Allá a lo lejos, en el valle, se veía un grupo de
casas cuyos hogares empezaban a despertar.
Y se preguntaba: ¿Cómo explicaré en el
poblado la visión que hoy me ha sido revelada?
Juan Dorado Vicente
17 de mayo de 2004
Top Related