El misterio del capital intelectual de Marx: ¿corriendo por derecha
a la Nueva Izquierda?– Pablo Pozzoni– Fundación LIBREEl misterio
del capital intelectual de Marx: ¿corriendo por derecha a la Nueva
Izquierda?– Pablo Pozzoni– Fundación LIBRE
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(Una extraña antología)
Pablo Pozzoni
¿Qué pueden hacer con Marx las derechas, además de lo que vienen
haciendo, salvo honrosas excepciones, hace más de un siglo, esto
es: leer los argumentos que éste usaba en su contra para elaborar
contrarrespuestas superiores en forma poco constructiva? Pues es
sencillo: ¡extraer lo que éste decía en la defensa de esas mismas
derechas cuando criticaba a las restantes! Y, aclaro: no se trata
de una mera instrumentalización de su obra. Sin lugar a dudas, si
Marx tenía cabal razón cuando escribió favoreciendo a alguna de las
“diferentes derechas”, entonces el costo será para las restantes,
con lo cual no tendría sentido intentar que liberales,
conservadores, nacionalistas, tradicionalistas y comunitaristas
pretendan convertirse en una suerte de “marxistas de derecha”. El
marxismo, si se adopta en forma cabal, no posibilitaría tal uso de
su doctrina. Weber sí, pero no Marx. Y eso muestra precisamente la
cerrazón, pero a la vez la coherencia interna de su sistema.
La verdad es que me es muy difícil comenzar siquiera este extenso
prólogo; informal prólogo aclaratorio ni más ni menos que al esbozo
de una antología de citas “derechistas” de ¡Karl Marx! Sé que
escribo para un lector medio que, estadísticamente, ve en Marx a
una suerte de “bestia negra” de todos sus principios. Alguien que
ve en él casi algo no humano, de una maligna inteligencia angélica,
que ha inventado una habilísima retórica para manipular y
tergiversar la realidad, todo a favor de crear el programa
socioeconómico de un movimiento totalitario cuyo nombre propio ha
sido “Comunismo”, el cual a su vez encarnaría la manifestación más
alta, jamás alcanzada, del mal en política. Yo mismo creí
testarudamente en esta responsabilidad de Marx durante mucho
tiempo, y quizá, en cierta medida –por las razones esgrimidas por
Koakowski–, no me haya equivocado enteramente. O quizá sí. Pero sin
duda me equivoqué mucho.
Vale, sin embargo, hacer una aclaración a tiempo: que el Comunismo
ha sido una de las peores (o quizá la peor) atrocidad política
creada por el hombre, es en parte muy cierto, pero también esconde
algo de falso. No entraré en este debate arduo, pero vale la pena
aquí reiterar lo que decía Castellani: los totalitarismos extremos
que casi en todos los casos llegaron a imponer, en mayor o menor
medida, los movimientos comunistas –así como el marxismo-leninismo,
que utilizaba a Marx de racionalización superflua y a Lenin como
programa estratégico–, no era la mayor corrupción política e
ideológica alcanzable por la humanidad, sino sólo su manifestación
más brutal, tosca, destinada no sólo a perecer sino además incapaz
de descristianizar a Europa; sólo capaz, en cambio, de oprimirla,
dejando como única opción liberadora a un progresismo burgués
general. Para él, así como para otros pocos pensadores –que sin
embargo han resultado proféticos–, algo mucho más insidioso y
“pacífico” se encontraba entre manos: la inmersión de la humanidad,
a su propio gusto, en un futuro híbrido de un mercado global
hedonista y un poder global tutelar. Una nueva izquierda (o, quizá,
la izquierda “original”, si nos remontamos al filosofismo
iluminista y luego al éxito social de los girondinos) que sería
sostenida sobre el capitalismo y que tomaría de éste sus peores
características sociales, gobernando mediante una dictadura
cultural con prerrogativas típicas de los totalitarismos de la
vieja izquierda.
Hecho este excurso, sigo con el párrafo que planeaba como
continuación del anterior.
Veamos. Marx no elaboró un programa ideológico-político, ni un
proyecto de ingeniería social. La de Marx no fue una suma de
apreciaciones distorsionadas de la realidad, ni tiene prácticamente
ninguna relación doctrinal con lo que conocemos como bolchevismo.
La de Marx era una cosmovisión pretenciosa, que más allá de su
extraño método epistémico, intentaba resolver completamente, en
todos sus aspectos, el misterio de la sociedad y de su desarrollo
hasta el presente, y aunar en un solo lugar todos los aportes
teóricos sobre la historia del hombre. Si lo logró, es bastante
discutible, pero lo importante es lo siguiente: su éxito no se
debió a una sofisticada demagogia ideológica. No voy a negar que en
algunas cartas poco conocidas, Marx reconociera abusar de la
dialéctica hegeliana para ganar discusiones. Pero para lograr el
reconocimiento académico que tiene hasta hoy, tuvo (y de hecho así
lo hizo) que haber enriquecido el estudio de la sociedad, la
cultura, la economía y la política, y para esto poco importa
suponer cuáles eran sus verdaderas intenciones: no se puede hacer
esto sin una gran cuota de verdad, o al menos de verosimilitud. Los
totalitarismos de los partidos comunistas requirieron la prosa de
Marx para darse una pátina de legitimidad. Y esto lo admitía la
mismísima embajadora conservadora norteamericana Jeane Kirkpatrick,
que iniciaba uno de los acápites de su más clásico texto, aclarando
que “descuidadamente llamamos comunismo” a los partidos comunistas,
id est al Comunismo como movimiento. Sobra decir existieron mil
autores repitiéndolo antes.
Weber solía decir que si se quería dar cuenta de la economía y la
política, y para ello avanzar en el desarrollo de todas las
ciencias sociales como tales, había que tomar medida de cómo se
habían “saldado las cuentas” con Marx, rescatando, con prudencia,
el valor heurístico de su obra. Si no se coincide con ésta, es más
que comprensible, pero esquivarla en vez de intentar superarla, no
reconociendo sus descubrimientos en vez de pensarlos de otra
manera, es como pretender eludir y saltear a Kant en el desarrollo
del pensamiento filosófico como un mero error. Es imposible. Como
sucedió con el idealismo trascendental kantiano, hay que dar cuenta
de lo que el materialismo social marxiano supo explicar. Y que supo
explicar muy bien. Cuatro lecturas nada marxistas puedo recomendar
respecto a esto último: los cuatro capítulos clásicos que
Schumpeter dedicara a Karl Marx; el estudio de su obra que hiciera
Raymond Aron; dos libros por parte de un economista poco conocido
llamado Paul Craig Roberts, que descubren en Marx al precursor de
un “analista de los sistemas económicos” desde la teoría de la
organización, y un breve ensayo de Andrzej Walicki que explica la
complejidad de la concepción que de la libertad tenía el
intelectual alemán. Por no hablar del impresionante trabajo
compilatorio de Furet sobre el pensamiento político de Marx –quizá
el más importante jamás hecho– mediado por una reseña crítica a sus
textos dedicados a entender esa bizarra, y perversa, “precuela”
casi secuencial de las experiencias políticas del siglo XX que fue
la Revolución Francesa.
Dicho lo anterior, cabe aclarar: no todo ha sido obra suya. Marx se
paró sobre hombros de gigantes, y no lo ocultaba. Él mismo
reconocía que había logrado encastrar en un mismo lugar los
profundos análisis de autores que le precedían y que, además, en la
mayoría de los casos, le eran muy distantes respecto a su posición
política. La mayoría de éstos no eran sólo revolucionarios
liberales y socialistas, como se suele creer, sino una variopinta
combinación de conservadores y tradicionalistas, muchos incluso
monárquicos. Todavía más: sus observaciones más radicales contra el
capitalismo, no provenían de aquellos, sino de estos últimos. El
más importante de entre estos quizá haya sido el bastante
desconocido Lorenz von Stein, con quien literalmente coincidió no
sólo en su forma de concebir la clase social como una sumatoria
orgánica de relaciones de producción, sino además su teoría de la
lucha de clases, y hasta su idea de una infraestructura “material”
y “económica” ubicada esencialmente en los medios técnicos de
reproducción social. También vale la pena mencionar a uno de sus
colegas contemporáneos: el sociólogo tradicionalista Wilhelm
Heinrich Riehl, aunque como una influencia que aquél hubiera
detestado admitir. Y otra deuda de Marx, probablemente, también
haya sido hacia Alexis de Tocqueville; un sociólogo que un poco
erradamente se pone, como sucede con el filósofo político Bertrand
de Jouvenel, bajo el rubro de los autores liberales clásicos sólo
por ciertos aspectos de su obra. Pero, en cualquier caso, si
seguimos hacia atrás, encontraremos una suma de otros grandes
pensadores que afirmaban lo mismo que Karl Marx, y en tonos todavía
más provocadores. Desde Adam Smith sobre el surgimiento de la
sociedad de mercaderes hasta los Federalistas concibiendo las
facciones políticas como articuladoras de las ideologías de los
diferentes intereses sociales creados por la división del
trabajo.
Volviendo pues al movimiento que ayudó a catalizar con su genio, el
punto es que la relación entre el totalitarismo de los partidos
comunistas y la visión del comunismo que Marx tenía como señal de
su llegada, es de una oposición tan radical, que cualquiera que se
hubiera dedicado unos minutos a leer su obra hubiera visto en el
bolchevismo un futuro equívoco que él mismo había en gran medida
previsto. Lo que Marx (y cualquier sociólogo serio) entendía como
común al socialismo y al comunismo (y que Marx, a diferencia de
Weber y Durkheim, fusionaba en un solo elemento), no tiene ni puede
tener nada que ver con la economía planificada en forma castrense
del modelo de Lenin de un ministerio económico de “dictadores”, ni
con la economía monetaria de metas de producción (el famoso
“socialismo real”) por el que es conocido casi todo “país
comunista”. Puede que el comunismo “holístico” (Paul Mason dixit)
de Marx, o “colaboracionismo” (Paul S. Adler dixit), sea un
imposible a gran escala para el hombre; una herejía sólo accesible
a quizá grandes inteligencias artificiales, y cuya realidad humana
pueda limitarse sólo al comunismo carismático de amor como el que
conoció el cristianismo primitivo. O sea: fenómenos sociales que se
producen como resultado de un objetivo distinto: una comunión en
una sociedad religiosa formada por familias, o bien a ciertos tipos
de economías de parentesco, o a las órdenes monásticas. Pero no es
esta la cuestión. La cuestión es que, como bien dice Ernst Nolte,
la imagen marxista del futuro “no era ‘moderna’ en absoluto, sino
más bien arcaica al estar orientada a la noción de la humanidad
como familia y de los individuos existentes en completa
reciprocidad sin distanciamientos ni objetivaciones.” En rigor, el
comunismo de Marx es una utopía “ultra-reaccionaria” proyectada
hacia el futuro y convertida en “futurista-progresista” mediante la
tecnología, vía una coordinación a gran escala sólo posible gracias
al desarrollo de lo que dio en llamar el general intellect, lo que
se puede entender como el actual trabajo intelectual, en transición
de desarrollarse enteramente, y que desplaza por su valor monetario
al trabajo manual dado su rol en el aumento de la productividad, no
pudiendo finalmente ser medido mediante precios.
Más propiamente: Marx lo que hizo fue, en pocas palabras, unir en
un solo lugar todas las formas de organización social humanas;
deslindar de éstas todos los supuestos males que según él tenían, y
aunar los frutos de su desarrollo histórico en un modelo futuro
superador. ¿El resultado de concluir de esta forma el panteísmo
evolutivo de Hegel resolviéndolo en la llegada a un paraíso social?
Que Marx pudo criticar (y defender) a todas las sociedades desde
todas las posiciones ideológicas a la vez.
Trataré de explicar esto último con los ejemplos quizá más
importantes, y aunque faltarían muchos otros, se trata de
comentarios fácilmente ubicables en su obra:
Marx rescataba, como podría hacerlo un milenarista esjatológico, al
comunismo antiguo de los patriarcados matrilineales (presuponiendo
un poco erróneamente que todas las formas iniciales de la cultura
humana habían tenido esta forma), pero éste consideraba, ya como un
modernista, que se trataba de un estado de primitivismo tribal
estático que requeriría un cambio hacia la separación social, como
única forma de progresar mediante el imperativo de la división
técnica y social del trabajo, cosa que sólo podía impulsarse
mediante la explotación de estamentos no dedicados a la economía:
élites políticas, guerreras, etc., subproductos de las formas
primitivas de propiedad privada.
Marx rescataba, como un tradicionalista, a las diferentes fases de
las sociedades premodernas, esencialmente aldeas rurales y gremios
urbanos, en las cuales encontraba entramados de relaciones
personales que posibilitaban una cohesión social organizada por la
tradición pero sin velos forzosos de la función social de cada
individuo, y donde las herramientas de producción estaban de facto
en manos de quienes trabajaban (cosa que continuó en la primer fase
de “economía civil” de la sociedad burguesa, y fue tan defendida
por los distributistas como opción política). De entre estas fases,
rescataba especialmente al feudalismo del occidente cristiano, por
su capacidad para abstraer un principio universal de individuación
sin que la comunidad se quebrara, aunque supusiera que estaba
condenada a hacerlo y hundirse en una vida vegetativa de “idiotismo
rural”, dando origen así a su reverso secularizado, mucho más
poderoso, en los industriales y políticos modernos: la sociedad
mercantil-burocrática moderna occidental que se extendería, con sus
empresas y estados, a todo el planeta, cosa que admiraba a la vez
con la fe humanista de un ilustrado, y con la inhumanidad de un
positivista.
Marx rescataba, como un liberal clásico, a la individuación y
colectivización moderna, esto es: al desarrollo, por un lado, de
las diferentes clases de la sociedad civil burguesa, y a la
creación de una vasta economía impersonal, capaz de coordinar en un
solo mundo social a la producción de todo el planeta mediante el
dinero a través del proceso del capital y del trabajo invertido
abstraído como parámetro de coordinación subyacente y articulado
mediante precios; y por el otro, a las élites políticas
concentradas en una única dirigente sociedad política burguesa, con
su Estado-nación moderno (cuya creación ya entendía como un
subproducto de las monarquías absolutas) con su capacidad de
establecer un sistema de derechos individuales que posibilitaran la
libre comunicación interpersonal y un espacio privado para concebir
conscientemente, sin las restricciones de la tradición y la
religión, a la forma de organizar la sociedad. En este sentido,
Marx era a la vez un defensor de las libertades y bienes sociales y
materiales producidos por la sociedad mercantil y por la política
republicana, y hasta consideraba la democracia como una aporía que
sólo podría, como mucho, servir para representar las ideologías en
pugna para hacer funcionar a la sociedad capitalista en forma
adecuada, mediante la libertad de expresión individualizada, sin
restricciones ni tradicionales ni políticas externas, posibilitada
por el Estado de Derecho. Y, sin embargo, al mismo tiempo,
consideraba que la forma de lograr estos éxitos modernos era al
precio de un resultado social que invertía el valor de los mismos,
y, como cualquier revolucionario anti-liberal, consideraba que
todos estos progresos se hacían a costa de la alienación más
radical del hombre: atomización y pérdida de control de la
sociedad, capitalistas incluidos, sobre sus condiciones de vida, la
proletarización de la mayoría de los trabajadores, el hacinamiento
y la degradación moral, una cohesión humana basada sólo en el
delgado hilo del miedo al Estado y del interés en el dinero, y que
desembocaba rutinariamente, crisis mediante, en el caos y la
violencia, o en la autonomización dictatorial del Estado.
Marx admiraba y detestaba, simultáneamente, todas estas fases
históricas que él entendía como el desarrollo necesario de la
historia del hombre, y que obedecía a una simetría ontogenética
necesaria e inevitable. Y todas sus observaciones sociológicas,
tanto políticas como económicas, culturales como religiosas, tienen
necesariamente un elemento hostil a todos estos componentes de la
historia que las diferentes derechas rescatan. Sí, todo esto es
cierto, pero, a la vez, como la otra cara de la moneda, sus
observaciones eran hostiles siempre en función de aquellas que eran
amistosas para las demás derechas. De hecho, y he aquí el objetivo
de este artículo y de la antología de textos que decidí hacer, es
mostrar que las múltiples derechas que conocemos, aunque tienen
como raíz una oposición mutua radical entre sí, representan
aspectos positivos de la sociedad que, con independencia de cuál se
priorice, pueden conciliarse. Y conciliarse en una comunión de
intereses políticos, cosa que es definitivamente imposible que las
vinculen con las izquierdas, que tienen plena consciencia de que su
finalidad no puede ser el bien de un ordenamiento social en ningún
sentido, ya que implicaría concebir alguna forma de armonía de
intereses entre grupos dispares orgánicamente relacionados, lo cual
sea quizá la mejor definición esencialista de “derecha” que se
puede elaborar. Las derechas, además, tienen algo en común, que no
es sólo coyuntural: es la oposición (por razones intrínsecas que
tienen que ver con esta misma idea de intereses confluyentes), a la
izquierda, y en particular a cierta izquierda “oficial”, que otrora
fue económicamente estatista y basada, en el fondo, en un
igualitarismo espartano sobre una economía regulada, y que hoy es
culturalmente estatista, y basada, en el fondo, en un igualitarismo
sexual sobre una economía de mercado.
Pues bien, Marx, repudiaba a estas utopías izquierdistas, ya
incluso en sus versiones originales jacobinas. Y como mucho (que no
es poco) rescataba de ellas más bien sus estrategias políticas
revolucionarias y al control estatal de transición (lo cual llevó a
que él mismo fuera el responsable de la degeneración
proto-totalitaria de su movimiento, cosa que se puede ejemplificar
en su posición respecto a la Comuna de París de 1871 donde su
desesperación política lo volvió un rojo más extrañando aquél
Comité de Salvación Pública que tanto desprecio le generaba), pero
nunca la definición de socialismo fue la de un estatismo general
(que Marx afirmaba existía en el “modo de producción asiático”), y
todas las propuestas en la dirección de la nacionalización estatal,
sea en economía o cultura, le parecían anomalías sin futuro y
finalmente regresivas. Y, de hecho, lo eran, si se toma por entero
su cosmovisión. La obra de Marx no es una suma de arbitrariedades
atadas con alambres de púa, a pesar de eventuales y muy marcadas
ambigüedades: no deja de ser bastante sospechoso que, aun siendo de
coyuntura, las famosas diez medidas del “período de transición”
hacia el socialismo, previstas en el manifiesto de 1848, eran todas
de naturaleza estatista y no propiamente socialistas. En sus
últimos años, sin embargo, apoyaba convertir a los Mir rusos
tradicionales en las bases de emplazamiento –con las fuerzas
productivas sociales ya creadas por las burguesías occidentales–,
de un comunismo autónomo obrero de gran alcance, y predecía que si
una vanguardia comunista utilizaba el Estado e intervenía, cuanto
más no sea para la dirección ideológica de estas comunidades, eso
significaría la señal de que se habría engendrado un nuevo
jacobinismo. Y claramente la historia le dio la razón. Ambas
posiciones contrapuestas dejan sospechas sobre la verdadera
intención de Marx, y si acaso le importaba primero la destrucción
del capitalismo, incluso a manos de un colectivismo de tipo
estatal, y recién luego la construcción de un verdadero
socialismo.
Dicho todo esto, está claro que Marx no era, sobra aclararlo,
representante ni siquiera parcial de ninguna de las derechas
políticas que grosso modo subsisten como grupos de presión social e
ideológica actualmente, y que son enemigas de las izquierdas
oficiales presentes. Marx no era ni un liberal, ni un conservador,
ni un nacionalista. Y si vamos a categorías doctrinales más
profundas, lo mismo: no representaba a ninguna posición liberal (ni
siquiera al socialismo liberal de un Kelsen o un Oppenheimer, y
menos al socioliberalismo de un Stuart Mill o un Keynes). Marx no
era tampoco, obviamente, un nacionalista tradicionalista: sabía que
con razón los tradicionalistas puros rechazaban el concepto moderno
estatal de “nación” inventado en el siglo XVIII: un engendro
corrosivo de la integridad de las verdaderas comunidades de
nacimiento –los pueblos locales– por lo que obviamente apoyaba por
eso mismo al nuevo “nacionalismo” en tanto pre-globalizador (sin
acercarse ni por asomo a la izquierda nacionalista). Tampoco era un
conservador en ninguna de sus formas, ni la del globalismo secular
republicano de los neoconservadores, ni la del patriotismo
antiglobalista de los paleoconservadores. Pero el punto es que
tampoco era lo opuesto: no era un estatista autoritario,
populista-democrático y antiliberal; no era un humanista secular
enemigo del comunitarismo medieval (un prologuista de uno de sus
libros llegó a hablar del “rancio cristianismo ético-político” de
Marx), y finalmente, no era un enemigo de la estabilidad social si
ésta todavía significaba un desarrollo social y económico, con lo
cual no era un anti-conservador. Marx no era un izquierdista,
sencillamente. Era un comunista, que no es precisamente lo
mismo.
En fin ¿qué pueden hacer con Marx las derechas, además de lo que
vienen haciendo, salvo honrosas excepciones, hace más de un siglo,
esto es: leer los argumentos que éste usaba en su contra para
elaborar contrarrespuestas superiores en forma poco constructiva?
Pues es sencillo: ¡extraer lo que éste decía en la defensa de esas
mismas derechas cuando criticaba a las restantes! Y, aclaro: no se
trata de una mera instrumentalización de su obra. Sin lugar a
dudas, si Marx tenía cabal razón cuando escribió favoreciendo a
alguna de las “diferentes derechas”, entonces el costo será para
las restantes, con lo cual no tendría sentido intentar que
liberales, conservadores, nacionalistas, tradicionalistas y
comunitaristas pretendan convertirse en una suerte de “marxistas de
derecha”. El marxismo, si se adopta como sistema de pensamiento, no
posibilitaría tal uso. Weber sí, pero no Marx. (Y esto muestra, a
la vez, tanto la cerrazón como el coherente ensamblado de su
pensamiento.) Sin embargo, las afirmaciones aquí citadas pueden ser
simultáneamente verdaderas, pero ser valoradas en forma
distinta.
El punto es que Marx pudo haber tenido más puntos válidos, en
aquellos argumentos que favorecen a las diferentes corrientes que
llamamos “derechas”, que en aquellos argumentos que las perjudican.
Éstos se pueden aceptar críticamente, matizar, o bien resignar al
costo que implican, a la manera de Isaiah Berlin. Y aun cuando no
se pudiera ¿acaso importa? Al fin y al cabo, si no fuera así, de
cualquier forma las derechas estarían en el mismo problema: para
resolverlo deberían pensar igual y no contraponerse en cuestiones
clave. Pero no pueden, y está bien que así sea. En sus fundamentos
últimos no son conciliables, ni lo podrán ser, aun cuando y sin
embargo, pudieran depurar sus “modelos de sociedad” adoptando
elementos valiosos de las restantes. Fijémonos cuán cierto es esto
con sólo unos ásperos pares de ejemplos:
La obra El estado servil del distributista Hilaire Belloc es mucho
más radical en su crítica al trabajo asalariado; más
intransigentemente anticapitalista que el Manifiesto comunista de
Marx y Engels, y sin prácticamente ninguna de las apreciaciones
positivas de éstos a la sociedad burguesa, con excepción de una
pequeña propiedad cuya protección tiene más de corporativa que de
liberal. Ni qué decir del medievalismo comunitario de Régine
Pernoud.
El liberalismo en la obra El socialismo de Ludwig von Mises es
visceralmente anticristiano; su defensa de la Iglesia es
instrumental y casi cínica, ya que considera al antieconomicismo
bíblico como una aversión a la base social mercantil que requiere
la sociedad occidental capitalista, y su posición al respecto no
tiene matices: es radicalmente pro-moderna y anti-tradicionalista,
al punto de afirmar que la amenaza no sólo proviene del
colectivismo, sino de las “consecuencias sociales imprevisibles” de
la comunidad tradicional y que la “libertad está garantizada
únicamente por el capitalismo, que reduce prosaicamente las
relaciones recíprocas entre los hombres al impersonal principio de
cambio do ut des”, así como aclara en su capítulo dedicado al
solidarismo económico, que si acaso los propietarios privados por
razones culturales hicieran un uso generalizado, libre y
voluntario, de su propiedad en formas no egoístas (esto es: no
compulsivamente maximizadoras de las ganancias), desestabilizarían
la sociedad capitalista haciéndola totalmente disfuncional.
Las obras del pensamiento nacionalista (moderno, mal que nos pese;
aunque sus intenciones sean genuinamente tradicionalistas), se dan
de patadas no sólo con el feudalismo y el comunitarismo medievales
(cayendo una y otra vez en el absolutismo), sino incluso con el
anticapitalismo implícito en el corporativismo no-estatal de los
distributistas. Y qué decir de lo que el centralismo nacionalista,
por más cuerpos intermedios que intente proteger, choca con la
mecánica mercantil del resto de la sociedad civil en cuanto a sus
componentes modernos: las empresas, cada vez más lejanas de su
articulación con cuerpos intermedios tradicionales. Ni qué hablar
del Estado moderno, al que los nacionalistas intentan reconducir
para sus fines de una modernidad tecnológica culturalmente
tradicionalista. Su intento es como intentar chantajear a un
demonio con ser exorcizado, para que trabaje para la salvación de
las almas del resto de la humanidad. Aun con sus argumentos,
olvidan que para un real tradicionalismo, los “pueblos” son
poblados, aldeas, villages, comunidades económicas; las “naciones”
eran etnias y lenguajes que nos daban nacimiento. Incluso el
concepto de “pueblo” como estamento estaba ligado al trabajo, pero
era opuesto a la moderna idea de “masas” bajo un
Estado-nación.
¡Y los conservadores! ¿Cómo ubicarlos? Las obras de Allan Bloom y
Paul Gottfried chocan radicalmente entre sí, siendo las del primer
autor de influencia neoconservadora y las del segundo
declaradamente paleoconservadoras. Y ambas corrientes conservadoras
–unas universalistas y las otras regionalistas– son necesariamente
reactivas a tanto a las cosmovisiones individualistas de los
liberales como a las colectivas de los nacionalistas, y ni digamos
a las tradicionalistas. Es cierto que los conservadores pueden
lograr combinar elementos y hasta generar sincretismos con las
demás perspectivas, como pueden ser las liberales, las
nacionalistas o las tradicionalistas, mientras que éstas no pueden
lograr lo mismo entre sí. Pero se trata de una síntesis, donde algo
de la posición conservadora es sacrificada o subsumida en una
opción diferente, como puede ser el caso del
liberal-conservadorismo de Oakeshott, y otras formas relacionadas
con cierto tradicionalismo y hasta comunitarismo, como en el caso
de la “economía social de mercado” de Erhard o bien el de la
“economía del don” de Zamagni.
Insisto, pues, en cualquier caso: ¿es esto hoy tan importante? Las
derechas deben aceptar que están en guerra con una nueva izquierda
(en realidad con dos: una progresista y la otra populista, que se
dan de la mano en cuanto pueden), y que, aunque en muchas cosas se
encuentren a mayor distancia entre sí que respecto de estas
izquierdas, éstas izquierdas son, por la contingencia política,
cultural y social presente, su primer y principal enemigo.
Representan la principal amenaza intencional a su misma existencia;
socialmente, culturalmente y hasta políticamente. No hay para las
derechas, literalmente, ninguna forma de que puedan bregar por su
causa, sin primero combatir a estas izquierdas decididas a
arrancarlas de raíz del espectro político, y especialmente el
cultural. Y estas izquierdas saben perfectamente por qué necesitan
hacerlo. Y saben que en su radicalismo hereditario, deben rescatar
de cada uno de sus adversarios sus errores y confusiones. Pues
bien, he aquí que Marx supo ver (aunque no fue el único,
claramente) aquello en que cada uno sí acertaba en cuanto su visión
de los fenómenos sociales, y lo adecuado que había en sus
argumentaciones. No es coincidencia que a cada paso en que la
izquierda comunista se desarrolló, se fue alejando cada vez más,
primero del ideario comunista, luego de la obra del propio Marx
(primero con Lenin y luego con Gramsci), y finalmente de cualquier
ligazón aun indirecta con Marx (hasta llegar a Laclau).
Como bien explicó el cientista político australiano Kenneth
Minogue: la dialéctica hegeliana utilizada como sistema ideológico
para concebir toda la realidad social desde el binomio
“opresor-oprimido”, es separable de la cosmovisión marxiana, y la
prueba es el arduo –y, si se quiere, “falsable”– trabajo del
marxista analítico Gerald A. Cohen. Es cierto que aquella
dialéctica era un subproducto de la forma del marxismo de
confrontar sus desafíos intelectuales cuando se veía en apuros,
apelando a la crítica de las superestructuras ideológicas mediante
falacias genéticas, lo cual sí es quizá lo más negativo y menos
rescatable de toda la obra de Marx. Y es ésta dialéctica la que
vemos en casi todas las izquierdas actuales, y por lo cual es
comprensible (aunque no justificable) llamar a muchas de éstas como
“marxismo cultural”. Sin embargo, y volviendo a Minogue, la obra de
Marx debe recurrir a esta instancia neutral y ahistórica para
comprender la historia; y que cuando no lo hace en función de la
dialéctica de un polilogismo clasista, tiende a engendrar
radicalismos dialécticos que se escinden de su cosmovisión general,
que es superior a las clases que analiza. Por eso, para el pensador
australiano, el de Marx es un mapa de base muy útil para entender
mil y un fenómenos sociales y que es debatible racionalmente cuando
no se encierra en sí mismo como superestructura ideológica de la
vanguardia del proletariado revolucionario. De hecho, sin entender
los aciertos razonables y atendibles de Marx, no se puede siquiera
comprender correctamente a autores tan importantes como Spengler,
Polanyi, Wittfogel, Gellner, Bloch, De Benoist, Hermet, Manent,
Kirk, Strauss, Linz, MacIntyre, Genovese, Bertalanffy, Morishima,
Bauer, Krugman, Coase, Demsetz, Knight, De Soto, Williamson, Ostrom
y un larguísimo y aleatorio etcétera (y conste no repito aquí los
autores que menciono en el resto de este artículo) de pensadores de
las diferentes “derechas” así como de otras corrientes más
centristas (no tibias, digo: realmente de centro) o bien que son de
izquierdas, y que cuando son sinceras, como en el caso de Hannah
Arendt, y aquí Claudia Hilb, sufren el escarnio de ser funcionales
a la derecha o de ser directamente la derecha, precisamente por no
adaptarse a ciertas modas post-marxistas de turno y, en cambio,
denunciar que gran parte de la izquierda histórica ha abandonado el
ideal de una emancipación cabal de la explotación, y se ha
convertido, desde hace ya bastante tiempo, en la defensa
corporativa de dispares conglomerados de élites políticas, de
jerarquías nada igualitarias de empleados estatales, o de
oligarquías militares como la venezolana, todo en nombre de
aquellos asistencialismos de penitenciaría del siglo XX, cuyos
residuos ejemplares son hoy Cuba y Corea del Norte.
Y hay algo más, con lo que quiero cerrar antes de reproducir estas
citas: lo que llamamos el pensamiento marxiano en general, por
entero, y no sólo en estos fragmentos, es literal y
hermenéuticamente incompatible como cosmovisión con la del
bolchevismo leninista o lo que conocemos oficialmente como
“comunismo”. El leninismo no es más que el análisis de las
condiciones sociales para la adopción del poder político por parte
de los partidos comunistas, con el fin de establecerlos como
reguladores de la vida social y económica de diferentes naciones, y
no, como en el caso del análisis marxiano, un análisis de las
condiciones sociales para la creación de un desarrollo autónomo,
fuera de la ingeniería política, de asambleas provisionales obreras
para la transición hacia una “asociación libre de productores
individuales”, lo cual requiere un insight mucho más profundo en el
análisis de los fenómenos sociales. Es por esto que los mejores
intelectuales y académicos de la Guerra Fría citaban a Marx para
criticar a las dictaduras de los partidos comunistas. Y no para
referirse sonsamente a la “traición” respecto a las promesas de
Marx respecto a las condiciones que se requerían para una
revolución comunista (ya que éste fácilmente Marx podría haberse
equivocado), sino porque los mismos métodos analíticos de Marx para
analizar a la sociedad capitalista podían usarse para desmenuzar a
los modelos, tanto de los militarmente planificados “comunismos de
guerra”, como de los estatalmente dirigidos “socialismos reales”, y
que, a la inversa de lo que se cree, la conquista del poder por el
bolchevismo no demostraba que Marx estuviera equivocado. Como
mucho, demostraba que ciertos textos de Marx, sacados de contexto y
convertidos en una mala escolástica, podían servir como una buena
justificación ideológica para regímenes que él mismo jamás negó
pudieran surgir antes del comunismo por éste profetizado (e
insisto: afirmar esto, no significa por ello que tuviera razón).
Estos regímenes habían podido tomar el poder no mediante la
maduración revolucionaria de ninguna clase obrera para reemplazar
al capitalismo, sino por todo lo contrario: incluso la democracia
directa y a la vez plural de los verdaderos soviets obreros
defendida por Arendt contra la dictadura del partido bolchevique,
era incapaz de fundar un nuevo orden socioeconómico. Ni siquiera
fueron estas asambleas minoritarias las que impusieron el poder del
Partido, sino que fue obra de milicianos provistos por Kerensky. De
vuelta, regreso con lo que ya decía la embajadora de Ronald Reagan,
y que quiero citar completo a pesar de la extensión de los
párrafos:
Los partidos comunistas sirven como "vanguardia del proletariado"
en naciones sin proletariado, sin capitalistas, sin industria; la
conquista militar, la subversión y los golpes de estado sustituyen
a las revoluciones proletarias; pequeñas élites de intelectuales
ambiciosos sustituyen a las masas trabajadoras. Entretanto, el
marxismo clásico es invocado para rodear la búsqueda de poder con
una aureola de moralidad y ciencia. Ocasionalmente es enriquecido,
pero en general es simplemente invocado: sus postulados básicos no
son examinados a la luz de la historia ni de la práctica
bolchevique.
En vez de existir la tan cacareada "unidad de teoría y práctica"
del movimiento comunista, existe una escisión absoluta entre la
teoría y la práctica. En el nivel del conflicto político, los
comunistas son pragmatistas consumados y maestros en Realpolitik,
no obstaculizada por consideraciones ideológicas dogmáticas ni por
inhibiciones éticas. También juzgamos mal la función de la
ideología oficial.
Para los no comunistas ha resultado extremadamente difícil asimilar
el hecho y las implicaciones de la irrelevancia de la filosofía
marxista del desarrollo histórico para la conducta del movimiento.
De hecho, el movimiento comunista no tiene base económica ni
ninguna relación específica con ninguna clase económica. De hecho,
los partidos comunistas no tienen lazos previsibles, determinados o
integrales con ningún grupo social o económico particular. La
pertenencia tribal, los intereses regionales, el idioma, las
rivalidades personales, el nacionalismo, el color y otros factores
a menudo sirven como base para separar a los enemigos de los
amigos, no su relación con los medios de producción. En las zonas
subdesarrolladas, vemos una y otra vez los esfuerzos de los
dirigentes comunistas occidentalizados para encontrar o crear la
base social para un partido reducido. Sus esfuerzos se concentran
en cualquier grupo que esté más distanciado de la autoridad
existente o menos integrado a la estructura de autoridad existente.
En China, resultaron ser los intelectuales y campesinos; en la
India, ciertos grupos regionales y de casta; en Estados Unidos,
ciertos sectores de la clase media; en Gran Bretaña, ciertas
minorías étnicas; en Francia, los obreros industriales y la
intelligentsia; en Africa, ciertas tribus. Y así
sucesivamente.
Si los partidos comunistas hablaran de colectivización a los
campesinos, de internacionalismo a las naciones nuevas, de
conflicto inexorable a los pacifistas, de conformidad ideológica a
los intelectuales, de capitalismo de estado a las clases
trabajadoras y de dictadura a las clases medias, en pocas palabras,
si los partidos comunistas intentaran hacer proselitismo a través
del atractivo de sus propios valores, las líneas del conflicto
estarían claramente trazadas.
Finalmente, pues ¿qué sucede entonces con la Nueva Izquierda? Al
fin y al cabo, incluso el realismo político de los partidos
ideológicos leninistas estaba constreñido a una forma específica de
éxito, y ésta era la pugna compulsiva entre sus miembros por
conducir y liderar un totalitarismo basado en un dirigismo estatal
completo. Gramsci liberó bastante al Partido de los
condicionamientos impuestos por sus propias excusas “marxistas” y
ayudó a fundar un izquierdismo pro-bolchevique nuevo. Pero éste,
paradójicamente, terminaría deslindándose gradualmente del objetivo
cada vez más ruinoso de crear naciones penitenciarias con economías
de hospicio público: sistemas que finalmente sólo servían para
mantener a las poblaciones civiles como refugiadas de guerra en
países en situación de paz, y cuya única utilidad era su capacidad
para sobrealimentar la industria del armamento a costa del resto de
la capacidad productiva. Laclau y Mouffe dieron el último paso:
abolieron hasta las últimas referencias que quedaban en la
“izquierda oficial” ex-comunista a las condiciones sociales como
infraestructuras (con lo cual, simultáneamente, se privó a sí misma
de coordenadas para crear exitosamente cualquier tipo de revolución
social, cualquiera fuera su forma) y fundó un movimiento amplio
pero sin un partido como refugio fijo, para llevar al poder
(mediante el recurso a técnicas nuevas provistas como “estrategias”
para el populismo izquierdista) a los ex-miembros desempleados de
la Comintern, pero esta vez en gobiernos estatistas incoherentes,
más personalistas que unipartidarios, y sin el condicionamiento de
recrear un régimen colectivista. El resultado fue el actual
desastre, entre trágico y farsesco, conocido como “Socialismo del
Siglo XXI”, cuyas únicas variantes intentadas fueron obra de dos
símiles decadentes del allendismo: el de Maduro en Venezuela y el
de Ortega en Nicaragua. Hoy ambos devenidos en déspotas vulgares,
luego de autogolpes contra sus propias constituciones
amañadas.
Ahora bien, tanto el reciclado populista pro-totalitario dirigido
por el castrismo latinoamericano, como el humanismo totalitario del
neo-progresismo (ambas caras de la “Nueva Izquierda”), no son
fenómenos ajenos a esa disolución cultural y a esa fusión
conflictiva que licúa las relaciones interpersonales, propias del
desarrollo de la vida social en los países capitalistas. Y si bien
son la creación deliberada de liderazgos intelectuales y de
organismos ideológicos, son, también, un producto del desarrollo
cultural de las élites sociales, las clases medias y altas, de los
países capitalistas. Surgieron de explotar la situación de masas,
cuyas degradadas condiciones de vida no han sido impuestas
coercitiva ni previamente por la legislación de un Estado
izquierdista, sino que han sido el resultado, necesario y
progresivo, de formas extremas de mercantilización social: no sólo
la atomización de la esfera pública de la vida social, connatural a
los intercambios económicos y políticos modernos, sino también la
desintegración de las esferas privadas personalizadas (familias,
clubes, grupos de amigos, iglesias, etc.) al mínimo individual: una
identidad (im)personal, vital pero aislada, ilusoriamente abstraída
de sus relaciones. Acciones deliberadas han colaborado
suplementariamente sobre otras no deliberadas, en la obra
socialmente deletérea de envilecer y criminalizar los últimos
ligamentos comunitarios e interpersonales que existían dentro de
aquellos espacios privados, destruyéndolos con el interés y la
desconfianza mutua, y convirtiendo a todas las formas de relación
social ociosa en potenciales esferas públicas, basadas en vínculos
reticulares, y expuestas a ser judicializadas y legisladas, por
ende, por un poder público, como vemos crecientemente. Los llamados
“nuevos reaccionarios” (Muray, Dantec y Houellebecq) han dado
excelente cuenta de este fenómeno.
Pues bien, para entender mejor todo esto, las herramientas
intelectuales elaboradas por Marx son bastante útiles, y por eso es
que las usan autores de “derecha”, de “centro” y de “izquierda”, en
cualquiera de los sentidos que se le quiera dar a estos conceptos
en la geografía ideológica de la política. De hecho, diría que hoy
y desde hace ya bastate más que un par de décadas, han sido más
autores de derecha que de izquierda los que han recurrido a Marx,
como es el caso de Furet o Aron. Incluso defensores de la familia
han citado a Marx, puesto que aunque éste considere a la misma un
subproducto de prevalencia biológica (que existiría incluso dentro
de los comunismos primitivos tribales, y que en el comunismo futuro
creía él tendería a desaparecer), no dejaba de ser para él una
herencia de una forma comunista de vida: las observaciones
marxianas son más que útiles para entender la aniquilación de las
familias tradicionales extensas (que existieron hasta terminada la
Edad Media) y su reemplazo por la familia nuclear burguesa
destinada a representar egoísmos en conflicto. La izquierda, en
cambio, jugó la carta de inventarnos conflictos ad hoc: ha
retornado a un radicalismo dialéctico totalmente elástico aplicable
a cualquier grupo social para enmarcarlo en una dinámica de
opresor-oprimido, así como se ha degradado a un neo-jacobinismo
vulgar, a medio camino entre el elitismo ideológico de los partidos
de cuadros bolcheviques, y el populismo electoralista autoritario
de organizaciones de masas disfrazadas de mediadoras de un
cesarismo plebiscitario. El izquierdismo se ha refugiado en una
lectura, sesgada y malinterpretada, de la crítica post-nietzscheana
de Weber al concepto de “Historia” (con mayúsculas), para imbuir a
este sociólogo de un contingentismo histórico y un
anti-esencialismo social que él mismo jamás aceptó, y que sirve de
falso soporte a una lectura postmoderna, abstrusa o sincrética, de
los fenómenos sociales, por parte de cualquier izquierda que tenga
a mano un lenguaje pomposo que oculte su carácter repetitivo y su
mediocridad vestida de academicidad. Como mencioné antes: varias de
las herramientas de análisis esbozadas por Marx para criticar a la
sociedad capitalista (gracias a las cuales es mucho más sencilla y
comprensible la lectura de Weber), no sólo son utilizadas por
muchos liberales para defender a ésta (o bien para matizar y
sofisticar su defensa, como fue el caso del propio Weber), sino que
también han servido para perfeccionar las críticas de
conservadores, nacionalistas y tradicionalistas que, otrora,
inspiraron a Marx, pero que también les sirvieron para criticar al
colectivismo e incluso al propio marxismo. Lo mismo se da con el
estatismo, el populismo y hasta los diferentes movimientos
revolucionarios. Y hoy muchas de las herramientas marxianas de
análisis sirven para comprender mejor a los nuevos radicalismos de
la izquierda, aún más que sus versiones “clásicas”.
Unas últimas aclaraciones, pues, antes de pasar directamente a las
citas de Marx que elegí para esta suerte de antología del
“derechismo de Marx”. Los textos están extraídos directamente de
traducciones originales, pero el orden de los fragmentos están
deliberadamente modificados, a veces incluso intercalando
fragmentos de diferentes obras. No aclaro con precisión qué párrafo
pertenece a qué obra y qué páginas, porque sería realmente caótico.
Pero quien acaso suponga que esta fragmentación y reunificación
personalizada por mí, implica acaso una descontextualización que
cambia el sentido de los párrafos citados, puede tomarse la total
libertad de “copiar y pegar” en el buscador de Google cualquiera de
los párrafos y leerlos en su contexto original. Allí se verá que
todas las afirmaciones de Marx no cambian de sentido. Obviamente,
mi selección es de aquellas partes en las que el autor escribe algo
que las diferentes posiciones políticas de derechas pueden
reconocer como válidas y fructíferas, con lo cual omití las
oraciones y párrafos (por lo general subsiguientes) en los cuales
Marx aclara que su posición no deja de ser, como ya dije,
necesariamente adversaria de aquello que a la vez elogia. El mal
social para Marx, es parte de un desarrollo en fases necesario y
cruento, y todos los bienes que ese desarrollo puede ir acumulando
requieren, provisionalmente, de su negación histórica. La
producción moderna, por ejemplo, llevó a la necesidad de articular
las relaciones de las personas entre sí como representantes de
cosas, y de allí a la explotación del capital, pero esto le parecía
sencillamente un mal evolutivo e inevitable (y con sus propios
beneficios de imposible realización previa). Sólo el comunismo
futuro –creía Marx–, podría conciliar todos estos bienes en un
mismo lugar. Luego, no me pareció que tuviera sentido dejar esos
párrafos a manera de oraciones aclaratorias. Sin embargo, a pesar
de esto, yo mismo hice las aclaraciones pertinentes como prólogo
para cada “capítulo” de esta breve y muy incompleta antología. La
razón es también fácil de entender: cada sección está dirigida a
una “derecha” diferente, y por ende será fácil para el lector
avispado descubrir la relación amor-odio de Marx con las diferentes
formaciones sociales que corresponden a momentos del desarrollo
histórico según su obra: en el capítulo del “Marx liberal” podremos
encontrar la contracara negativa de aquello que elogia el “Marx
tradicionalista”. Y así con múltiples oposiciones que no son
tampoco siempre binarias, sino que remiten a una relación bastante
compleja, pero que denota, sin embargo, la continuidad de
coherencia en la obra del Prometeo de Tréveris.
Marx “republicano-constitucional” a la Sartori y Taguieff… como un
temprano enemigo del progresismo populista y adversario del
antecedente político de la degradación social lumpenproletaria
promovida por la Nueva Izquierda, hoy instrumentalizada por el
laclaucismo post-gramsciano devenido en el “neo-bonapartismo” de
los nuevos “gobiernos populares” según el “socialismo del siglo
XXI”, esto es: de los autoproclamados “representantes”, monopólicos
y automáticos, de las clases sociales que hoy la izquierda ex-PC
determina son “populares”:
El ministerio Barrot-Falloux fue el primero y el último ministerio
parlamentario nombrado por Bonaparte. Por eso su destitución señala
un viraje decisivo. Con él, el partido del orden perdió, para no
recuperarlo jamás, un puesto indispensable para afirmar el régimen
parlamentario, el asidero del poder ejecutivo. Se comprende
inmediatamente que en un país como Francia, donde el poder
ejecutivo dispone de un ejército de funcionarios de más de medio
millón de individuos y tiene por tanto constantemente bajo su
dependencia más incondicional a una masa inmensa de intereses y
exigencia, donde el Estado tiene atada, fiscalizada, regulada,
vigilada y tutelada a la sociedad civil, desde sus manifestaciones
más amplias de vida hasta sus vibraciones más insignificantes,
desde sus modalidades más generales de existencia hasta la
existencia privada de los individuos, donde este cuerpo parasitario
adquiere, por medio de una centralización extraordinaria, una
ubicuidad, una omnisciencia, una capacidad acelerada de movimientos
y una elasticidad que sólo encuentran correspondencia en la
dependencia desamparada, en el carácter caóticamente informe del
auténtico cuerpo social, se comprende que en un país semejante, al
perder la posibilidad de disponer de los puestos ministeriales, la
Asamblea Nacional perdía toda influencia efectiva, si al mismo
tiempo no simplificaba la administración del Estado, no reducía
todo lo posible el ejército de funcionarios y finalmente no dejaba
a la sociedad civil y a la opinión pública crearse sus órganos
propios, independientes del poder del Gobierno. Pero, el interés
material de la burguesía francesa está precisamente entretejido del
modo más íntimo con la conservación de esta extensa y
ramificadísima maquinaria del Estado. Coloca aquí a su población
sobrante y completa en forma de sueldos del Estado lo que no puede
embolsarse en forma de beneficios, intereses, rentas y honorarios.
De otra parte, su interés político la obligaba a aumentar
diariamente la represión, y por tanto los recursos y el personal
del poder del Estado, a la par que se veía obligada a sostener una
guerra ininterrumpida contra la opinión pública y mutilar y
paralizar recelosamente los órganos independientes de movimiento de
la sociedad, allí donde no conseguía amputarlos por completo. De
este modo, la burguesía francesa veíase forzada, por su situación
de clase, de una parte, a destruir las condiciones de vida de todo
poder parlamentario, incluyendo, por tanto, el suyo propio, y, de
otra, a hacer irresistible el poder ejecutivo hostil a ella.
Bajo el pretexto de crear una sociedad de beneficencia, se organizó
al lumpemproletariado de París en secciones secretas, cada una de
ellas dirigida por agentes bonapartistas y un general bonapartista
a la cabeza de todas. Junto a roués arruinados, con equívocos
medios de vida y de equívoca procedencia, junto a vástagos
degenerados y aventureros de la burguesía, vagabundos, licenciados
de tropa, licenciados de presidio, huidos de galeras, timadores,
saltimbanquis, lazzaroni, carteristas y rateros, jugadores,
alcahuetes, dueños de burdeles, mozos de cuerda, escritorzuelos,
organilleros, traperos, afiladores, caldereros, mendigos, en una
palabra, toda esa masa informe, difusa y errante que los franceses
llaman la bohème: con estos elementos, tan afines a él, formó
Bonaparte la solera de la Sociedad del 10 de Diciembre, «Sociedad
de beneficencia» en cuanto que todos sus componentes sentían, al
igual que Bonaparte, la necesidad de beneficiarse a costa de la
nación trabajadora. Este Bonaparte, que se erige en jefe del
lumpemproletariado, que sólo en éste encuentra reproducidos en masa
los intereses, que él personalmente persigue, que reconoce en esta
hez, desecho y escoria de todas las clases, la única clase en la
que puede apoyarse sin reservas, es el auténtico Bonaparte, el
Bonaparte sans phrase. Viejo roué ladino, concibe la vida histórica
de los pueblos y los grandes actos de Gobierno y de Estado como una
comedia, en el sentido más vulgar de la palabra, como una
mascarada, en que los grandes disfraces y los frases y gestos no
son más que la careta para ocultar lo más mezquino y miserable. La
Sociedad del 10 de Diciembre le pertenecía a él, era su obra, su
idea más primitiva. Todo lo demás de que se apropia se lo da la
fuerza de las circunstancias, en todos sus hechos actúan por él las
circunstancias o se limita a copiarlo de los hechos de otros; pero
Bonaparte, que se presenta en público, ante los ciudadanos, con las
frases oficiales del orden, la religión, la familia, la propiedad,
teniendo detrás de él a la sociedad secreta de los Schuftele y los
Spielberg, la sociedad del desorden, la prostitución y el robo, es
el propio Bonaparte como autor original, y la historia de la
Sociedad del 10 de Diciembre es su propia historia.
Los campesinos parcelarios forman una masa inmensa, cuyos
individuos viven en idéntica situación, pero sin que entre ellos
existan muchas relaciones. Su modo de producción los aísla a unos
de otros, en vez de establecer relaciones mutuas entre ellos. Este
aislamiento es fomentado por los malos medios de comunicación de
Francia y por la pobreza de los campesinos. Su campo de producción,
la parcela, no admite en su cultivo división alguna del trabajo, ni
aplicación alguna de la ciencia; no admite, por tanto,
multiplicidad de desarrollo, ni diversidad e talentos, ni riqueza
de relaciones sociales. Cada familia campesina se basta, sobre poco
más o menos, a sí misma, produce directamente ella misma la mayor
parte de lo que consume y obtiene así sus materiales de existencia
más bien en intercambio con la naturaleza que en contacto con la
sociedad. La parcela, el campesino y su familia; y al lado, otra
parcela, otro campesino y otra familia. Unas cuantas unidades de
éstas forman una aldea, y unas cuantas aldeas, un departamento. Así
se forma la gran masa de la nación francesa, por la simple suma de
unidades del mismo nombre, al modo como, por ejemplo, las patatas
de un saco forman un saco de patatas. En la medida en que millones
de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las
distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura
de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos
forman una clase. Por cuanto existe entre los campesinos
parcelarios una articulación puramente local y la identidad de sus
intereses no engendra entre ellos ninguna comunidad, ninguna unión
nacional y ninguna organización política, no forman una clase. Son,
por tanto, incapaces de hacer valer su interés de clase en su
propio nombre, ya sea por medio de un parlamento o por medio de una
Convención. No pueden representarse, sino que tienen que ser
representados. Su representante tiene que aparecer al mismo tiempo
como su señor, como una autoridad por encima de ellos, como un
poder ilimitado de gobierno que los proteja de las demás clases y
les envíe desde lo alto la lluvia y el sol. Por consiguiente, la
influencia política de los campesinos parcelarios encuentra su
última expresión en el hecho de que el poder ejecutivo somete bajo
su mando a la sociedad.
Engels “clasicista” a la Bloom y Finkielkraut… como un adversario
de la disolución de los roles binarios “de género” para los sexos,
generada por la proletarización industrial, en base a su
consecuente desestabilización de la sociedad moderna:
Una madre que no tiene el tiempo de ocuparse de su criatura, de
prodigarle durante sus primeros años los cuidados y la ternura más
normales, una madre que apenas puede ver a su hijo no puede ser una
madre para él; ella deviene fatalmente indiferente, lo trata sin
amor, sin solicitud, como a un niño extraño. Y los niños que crecen
en esas condiciones más tarde se pierden enteramente para la
familia, son incapaces de sentirse en su casa en el hogar que ellos
mismos fundan, porque solamente han conocido una existencia
aislada; ellos contribuyen necesariamente a la destrucción, por
otra parte general, de la familia entre los obreros. El trabajo de
los niños implica una desorganización análoga de la familia. Cuando
llegan a ganar más de lo que les cuesta a sus padres el
mantenerlos, ellos comienzan a entregar a los padres cierta suma
por hospedaje y gastan el resto para ellos. Y esto ocurre a menudo
desde que tienen 14 ó 15 años. En una palabra, los hijos se
emancipan y consideran la casa paterna como una casa de huéspedes:
no es raro que la abandonen por otra, si no les place.
En muchos casos, la familia no es enteramente disgregada por el
trabajo de la mujer, pero allí todo anda al revés. La mujer es
quien mantiene a la familia, el hombre se queda en la casa, cuida
los niños, hace la limpieza y cocina. Este caso es muy frecuente;
en Manchester solamente, se podrían nombrar algunos centenares de
hombres, condenados a los quehaceres domésticos. Se puede imaginar
fácilmente qué legítima indignación esa castración de hecho suscita
entre los obreros, y que trastorno de toda la vida de familia
resulta de ello, en tanto que las demás condiciones sociales siguen
siendo las mismas. ¿Puede imaginarse una situación más
absurda, más insensata? Y sin embargo, esa situación que quita al
hombre su carácter viril y a la mujer su femineidad sin poder dar
al hombre una verdadera femineidad y a la mujer una verdadera
virilidad, esa situación que degrada de manera más escandalosa a
ambos sexos y lo que hay de humano en ellos, ¡es la última
consecuencia de nuestra civilización tan alabada, el último
resultado de todos los esfuerzos logrados por centenas de
generaciones para mejorar su vida y la de sus descendientes!
Tenemos que, o bien perder toda la esperanza en la humanidad, en su
voluntad y en su marcha adelante, al ver los resultados de nuestro
esfuerzo y de nuestro trabajo convertirse así en escarnio; o
entonces tenemos que admitir que la sociedad humana ha errado el
camino hasta aquí en su búsqueda de la felicidad.
Marx “paleoconservador” a la Kirk y Gottfried… casi lindante,
respecto al poder gubernamental, a la posición tradicionalista de
un “crítico romántico” o “reaccionario” de la sociedad moderna,
opuesto al individualismo de la sociedad civil y al colectivismo de
la sociedad política:
Este poder ejecutivo, con su inmensa organización burocrática
militar, con su compleja y artificiosa maquinaria de Estado, un
ejército de funcionarios que suma medio millón de hombres, junto a
un ejército de otro medio millón de hombres, este espantoso
organismo parasitario que se ciñe como una red al cuerpo de la
sociedad francesa y le tapona todos los poros, surgió en la época
de la monarquía absoluta, de la decadencia del régimen feudal, que
dicho organismo contribuyó a acelerar. Los privilegios señoriales
de los terratenientes y de las ciudades se convirtieron en otros
tantos atributos del poder del Estado, los dignatarios feudales en
funcionarios retribuidos, y el abigarrado mapa muestrario de las
soberanías medievales en pugna fue reemplazado por el plan
reglamentado de un poder estatal cuya labor está dividida y
centralizada como en una fábrica. La primera revolución francesa,
con su misión de romper todos los poderes particulares locales,
territoriales, municipales y provinciales, para crear la unidad
civil de la nación, tenía necesariamente que desarrollar lo que la
monarquía absoluta había iniciado: la centralización; pero al mismo
tiempo amplió el volumen, las atribuciones y el número de
servidores del poder del Gobierno. Napoleón perfeccionó esta
máquina del Estado. La monarquía legítima y la monarquía de Julio
no añadieron nada más que una mayor división del trabajo, que
crecía a medida que la división del trabajo dentro de la sociedad
burguesa creaba nuevos grupos de intereses, y por tanto nuevo
material para la administración del Estado. Cada interés se
desglosaba inmediatamente de la sociedad, se contraponía a ésta
como interés superior, general (allgemeines), se sustraía a la
propia iniciativa de los individuos de la sociedad y se convertía
en objeto de la actividad del Gobierno, desde el puente, la escuela
y los bienes comunales de un municipio rural cualquiera, hasta los
ferrocarriles, la riqueza nacional y las universidades de Francia.
Finalmente, la república parlamentaria, en su lucha contra la
revolución, vióse obligada a fortalecer, junto con las medidas
represivas, los medios y la centralización del poder del Gobierno.
Todas las revoluciones perfeccionaban esta máquina, en vez de
destrozarla. Los partidos que luchaban alternativamente por la
dominación, consideraban la toma de posesión de este inmenso
edificio del Estado como el botín principal del vencedor.
La comunidad en la cual el suelo cultivable pertenece a los
campesinos como propiedad privada, en tanto que los bosques,
praderas y yermos siguen siendo tierra común, también fue
introducida por los germanos en todos los países conquistados.
Gracias a las características que tomó de su prototipo, siguió
siendo, a lo largo de toda la Edad Media, el único baluarte de la
libertad popular y de la vida popular. La “comunidad aldeana”
también se da en Asia, entre los afganos, etc., pero en todas
partes es el tipo más joven, por así decirlo la última palabra de
la formación arcaica de sociedades.
Marx “liberal clásico” a la Berlin y Aron… como un enemigo de las
destructivas pretensiones estatistas del jacobinismo mediante la
representación popular vía una ideología disputada dentro de un
comité partidario, que inevitablemente colapsa y lleva al regreso
del orden burgués, con todas sus clases atomizadas, del Estado de
derecho y al automatismo de su poder autónomo siempre a riesgo de
desbocarse:
Gracias a estos pequeños terrores permanentes de los franceses, uno
puede llegar a hacerse una idea mejor del Reinado del Terror. Lo
imaginamos como el reinado de aquellos que infunden el terror y es
por el contrario el reinado de aquellos que están aterrorizados. El
terror en su mayor parte no consiste nada más que en crueldades
inútiles perpetradas por hombres que están ellos mismos
aterrorizados y que intentan reafirmarse. No me caben dudas de que
se debe atribuir casi por completo el Reinado del Terror del año
1793 a los burgueses sobreexcitados que juegan a los patriotas, a
los pequeños burgueses filisteos que manchan con su miedo sus
pantalones y a la hez del pueblo que comercia con el Terror.
Es cierto que, en las épocas en que el Estado político brota
violentamente, como Estado político, del seno de la sociedad
burguesa, en que la autoliberación humana aspira a llevarse a cabo
bajo la forma de autoliberación política, el Estado puede y debe
avanzar hasta la abolición de la religión, hasta su destrucción,
pero sólo como avanza hasta la abolición de la propiedad, hasta las
tasas máximas, hasta la confiscación, hasta el impuesto progresivo,
como avanza hasta la abolición de la vida, hasta la guillotina. En
los momentos de su amor propio especial, la vida política trata de
aplastar a lo que es su premisa: la sociedad burguesa y sus
elementos, y a constituirse en la vida genérica real del hombre,
exenta de contradicciones. Sólo puede conseguirlo, sin embargo,
mediante contradicciones violentas con sus propias condiciones de
vida, declarando la revolución como permanente.
Napoleón representó la última batalla del Terror revolucionario
contra la sociedad burguesa, también proclamada por la Revolución,
y contra su política. Napoleón consideraba también al Estado como
su propia finalidad y a la sociedad burguesa únicamente como un
socio capitalista, como un subordinado al que se prohibía toda
voluntad propia. Puso en práctica el Terror reemplazando la
revolución permanente por la guerra permanente.
Y el drama político termina, por tanto, no menos necesariamente,
con la restauración de la religión privada, de la propiedad
privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, del mismo
modo que la guerra termina con la paz.
La desintegración del hombre en el judío y en el ciudadano, en el
protestante y en el ciudadano, en el hombre religioso y en el
ciudadano, esta desintegración, no es una mentira contra la
ciudadanía, no es una evasión de la emancipación política, sino que
es la emancipación política misma: es el modo político de emancipar
al poder de la religión.
Engels “distributista” a la Chesterton y Belloc… defendiendo, ya
entrada la modernidad, la salubridad social de la vida tradicional
basada en la pequeña propiedad y el trabajo obrero independiente… a
pesar de la salvedad de hacer una defensa inevitable del
progresismo social capitalista, aun siendo admitido como inhumano,
por ser necesario para el avance de la historia hacia una humanidad
autoconsciente:
Antes de la introducción del maquinismo, el hilado y el tejido de
las materias primas se efectuaban en la propia casa del obrero.
Mujeres y niñas hilaban el hilo, que el hombre tejía o que ellas
vendían, cuando el padre de familia no lo trabajaba él mismo. Estas
familias de tejedores vivían mayormente en el campo, cerca de las
ciudades, y lo que ellas ganaban aseguraba perfectamente su
existencia, ya que el mercado interior constituía todavía el factor
decisivo de la demanda de telas –incluso era el único mercado–, y
que la fuerza aplastante de la competencia que habría de aparecer
más tarde con la conquista de mercados extranjeros y con la
expansión del comercio, no pesaba aún sensiblemente sobre el
salario. A esto se añadía un incremento constante de la demanda en
el mercado interno, paralelamente al lento crecimiento de la
población, que permitía ocupar la totalidad de los obreros; hay que
mencionar además la imposibilidad de una competencia feroz entre
las obreros, debido a la dispersión de la vivienda rural: En
términos generales, el tejedor hasta podía tener ahorros y arrendar
una parcela de tierra que cultivaba en sus horas de ocio. Él las
determinaba a su antojo porque podía tejer cuándo y por el tiempo
que lo deseara. Desde luego, no se trataba de un verdadero
campesino porque se dedicaba a la agricultura con cierta
negligencia y sin sacar de ella un beneficio real; pero al menos no
era un proletario, y –como dicen los ingleses– había plantado una
estaca en el suelo de su patria, tenía un techo y en la escala
social se hallaba en un peldaño por encima del obrero inglés de hoy
día.
Así los obreros vivían una existencia enteramente soportable y
llevaban una vida honesta y tranquila en toda piedad y
honorabilidad; su situación material era mucho mejor que aquella de
sus sucesores; ellos no tenían necesidad alguna de matarse en el
trabajo, no hacían más de lo que deseaban, y sin embargo ganaban lo
suficiente para cubrir sus necesidades, tenían tiempo para un
trabajo sano en su jardín o su parcela, trabajo que era para ellos
una distracción, y podían además participar en las diversiones y
juegos de sus vecinos; y todos estos juegos: bolos, balón, etc.,
contribuían al mantenimiento de su salud y a su desarrollo
físico.
Se trataba en su mayor parte de gente vigorosa y bien dispuesta
cuya constitución física apenas se diferenciaba o no se
diferenciaba del todo de aquella de los campesinos, sus vecinos.
Los niños crecían respirando el aire puro del campo, y si llegaban
a ayudar a sus padres en el trabajo, era solo de vez en cuando, y
no era cuestión de una jornada de trabajo de 8 ó 12 horas. El
carácter moral e intelectual de esta clase se adivina fácilmente.
Estos trabajadores nunca visitaban las ciudades porque el hilo y el
tejido eran recogidos en sus domicilios por viajantes contra pago
del salario, y así vivían aislados en el campo hasta el momento en
que el maquinismo los despojó de su sostén y fueron obligados a
buscar trabajo en la ciudad. Su nivel de vida intelectual y moral
era de la gente del campo, con la cual frecuentemente se hallaban
ligados por los cultivos en pequeña escala. Ellos consideraban a su
Squire –el terrateniente más importante de la región– como su
superior natural; le pedían consejo, sometían a su arbitraje sus
pequeñas querellas y le rendían todos los honores que comprendían
estas relaciones patriarcales. Eran personas “respetables” y buenos
padres de familia; vivían de acuerdo con la moral, porque no tenían
ocasión alguna de vivir en la inmoralidad, ningún cabaret ni casa
de mala fama se hallaban en su vecindad, y el mesonero en cuyo
establecimiento ellos apagaban de vez en cuando su sed, era
igualmente un hombre respetable, las más de las veces, un gran
arrendatario que tenía en mucho la buena cerveza, el buen orden y
no le gustaba trasnochar. Ellos retenían a sus hijos todo el día en
la casa y les inculcaban la obediencia y el temor de Dios; estas
relaciones patriarcales subsistían mientras los hijos permanecían
solteros; los jóvenes crecían con sus compañeros de juego en una
intimidad y una simplicidad idílicas hasta su matrimonio, e incluso
si bien las relaciones sexuales antes del matrimonio eran cosa casi
corriente, ellas solo se establecían cuando la obligación moral del
matrimonio era reconocida de ambas partes, y las nupcias que
sobrevenían pronto ponían todo en orden.
En suma, los obreros industriales ingleses de esta época vivían y
pensaban lo mismo que se hace todavía en ciertos lugares de
Alemania, replegados sobre sí mismos, separadamente, sin actividad
intelectual y llevando una existencia tranquila. Raramente sabían
leer y todavía menos escribir, iban regularmente a la iglesia, no
participaban en la política, no conspiraban, no pensaban, les
gustaban los ejercicios físicos, escuchaban la lectura de la Biblia
con un recogimiento tradicional, y convivían muy bien, humildes y
sin necesidades, con las clases sociales en posición más
elevada.
Sólo vivían para para su telar y su jardín e ignoraban todo lo del
movimiento poderoso que, en el exterior, sacudía a la humanidad.
Ellos se sentían cómodos en su apacible existencia vegetativa y,
sin la revolución industrial, jamás hubieran abandonado esta
existencia de un romanticismo patriarcal. La revolución industrial
no ha hecho otra cosa que sacar la consecuencia de esta situación
reduciendo enteramente a los obreros al papel de simples máquinas y
arrebatándoles los últimos vestigios de actividad independiente.
Si, en Francia, ello se debió a la política, en Inglaterra fue la
industria –y de una manera general la evolución de la sociedad
burguesa– lo que arrastró en el torbellino de la historia las
últimas clases sumidas en la apatía con respecto a los problemas
humanos de interés general.
Marx “neoconservador” a la Huntington y Fukuyama… aun admitiendo el
carácter autocontradictorio de la sociedad moderna, hace (también
como un “neoliberal” desde Mises a Hayek, ó desde Stigler a
Friedman) una apología de la necesidad de la revolución globalista
de un mercado mundial como un terreno de la libertad individual y
el progreso personal, percibiendo el sistema social capitalista
como un orden de coordinación espontánea cuyos parámetros
abstractos de intercambio, los precios, no son ni pueden ser, en su
conjunto, determinados arbitrariamente por los agentes de la
producción, sean estos asalariados o empresariales:
Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues,
en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su
propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos
del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas,
y, por ende, en que también refleja la relación social que media
entre los productores y el trabajo global, como una relación social
entre los objetos, existente al margen de los productores. Ese
carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el
análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social
del trabajo que produce mercancías. En los modos de producción
paleoasiático, antiguo, etc., la transformación de los productos en
mercancía y por tanto la existencia de los hombres como productores
de mercancías, desempeña un papel subordinado, que empero se vuelve
tanto más relevante cuanto más entran las entidades comunitarias en
la fase de su decadencia. Verdaderos pueblos mercantiles sólo
existían en los intermundos del orbe antiguo, cual los dioses de
Epicuro, o como los judíos en los poros de la sociedad polaca. Esos
antiguos organismos sociales de producción son muchísimo más
sencillos y trasparentes que los burgueses, pero o se fundan en la
inmadurez del hombre individual, aún no liberado del cordón
umbilical de su conexión natural con otros integrantes del género,
o en relaciones directas de dominación y servidumbre. Si los
objetos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe
únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos
independientemente los unos de los otros. El complejo de estos
trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global.
Como los productores no entran en contacto social hasta que
intercambian los productos de su trabajo, los atributos
específicamente sociales de esos trabajos privados no se
manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O en otras
palabras: de hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como
partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las
relaciones que el intercambio establece entre los productos del
trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A éstos,
por ende, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se
les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como
relaciones directamente sociales trabadas entre las personas
mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones
propias de cosas entre las personas. Es sólo en su intercambio
donde los productos del trabajo adquieren una objetividad de valor,
socialmente uniforme, separada de su objetividad de uso,
sensorialmente diversa. Tal escisión del producto laboral en cosa
útil y cosa de valor sólo se efectiviza, en la práctica, cuando el
intercambio ya ha alcanzado la extensión y relevancia suficientes
como para que se produzcan cosas útiles destinadas al intercambio,
con lo cual, pues, ya en su producción misma se tiene en cuenta el
carácter de valor de las cosas. A partir de ese momento los
trabajos privados de los productores adoptan de manera efectiva un
doble carácter social. Por una parte, en cuanto trabajos útiles
determinados, tienen que satisfacer una necesidad social
determinada y con ello probar su eficacia como partes del trabajo
global, del sistema natural caracterizado por la división social
del trabajo. De otra parte, sólo satisfacen las variadas
necesidades de sus propios productores, en la medida en que todo
trabajo privado particular, dotado de utilidad, es pasible de
intercambio por otra clase de trabajo privado útil, y por tanto le
es equivalente. La igualdad de trabajos toto cælo [totalmente]
diversos sólo puede consistir en una abstracción de su desigualdad
real, en la reducción al carácter común que poseen en cuanto gasto
de fuerza humana de trabajo, trabajo abstractamente humano. El
cerebro de los productores privados refleja ese doble carácter
social de sus trabajos privados solamente en las formas que se
manifiestan en el movimiento práctico, en el intercambio de
productos: el carácter socialmente útil de sus trabajos privados,
pues, sólo lo refleja bajo la forma de que el producto del trabajo
tiene que ser útil, y precisamente serlo para otros; el carácter
social de la igualdad entre los diversos trabajos, sólo bajo la
forma del carácter de valor que es común a esas cosas materialmente
diferentes, los productos del trabajo. Por consiguiente, el que los
hombres relacionen entre sí como valores los productos de su
trabajo no se debe al hecho de que tales cosas cuenten para ellos
como meras envolturas materiales de trabajo homogéneamente humano.
A la inversa. Al equiparar entre sí en el cambio como valores sus
productos heterogéneos, equiparan recíprocamente sus diversos
trabajos como trabajo humano. No lo saben, pero lo hacen. El valor,
en consecuencia, no lleva escrito en la frente lo que es. Por el
contrario, transforma a todo producto del trabajo en un jeroglífico
social. Más adelante los hombres procuran descifrar el sentido del
jeroglífico, desentrañar el misterio de su propio producto social,
ya que la determinación de los objetos para el uso como valores es
producto social suyo a igual título que el lenguaje. El
descubrimiento científico ulterior de que los productos del
trabajo, en la medida en que son valores, constituyen meras
expresiones, con el carácter de cosas, del trabajo humano empleado
en su producción, inaugura una época en la historia de la evolución
humana, pero en modo alguno desvanece la apariencia de objetividad
que envuelve a los atributos sociales del trabajo. Un hecho que
sólo tiene vigencia para esa forma particular de producción, para
la producción de mercancías -a saber, que el carácter
específicamente social de los trabajos privados independientes
consiste en su igualdad en cuanto trabajo humano y asume la forma
del carácter de valor de los productos del trabajo-, tanto antes
como después de aquel descubrimiento se presenta como igualmente
definitivo ante quienes están inmersos en las relaciones de la
producción de mercancías, así como la descomposición del aire en
sus elementos, por parte de la ciencia, deja incambiada la forma
del aire en cuanto forma de un cuerpo físico. Lo que interesa ante
todo, en la práctica, a quienes intercambian mercancías es saber
cuánto producto ajeno obtendrán por el producto propio; en qué
proporciones, pues, se intercambiarán los productos. No bien esas
proporciones, al madurar, llegan a adquirir cierta fijeza
consagrada por el uso, parecen deber su origen a la naturaleza de
los productos del trabajo, de manera que por ejemplo una tonelada
de hierro y dos onzas de oro valen lo mismo, tal como una libra de
oro y una libra de hierro pesan igual por más que difieran sus
propiedades físicas y químicas. En realidad, el carácter de valor
que presentan los productos del trabajo, no se consolida sino por
hacerse efectivos en la práctica como magnitudes de valor. Estas
magnitudes cambian de manera constante, independientemente de la
voluntad, las previsiones o los actos de los sujetos del
intercambio. Su propio movimiento social posee para ellos la forma
de un movimiento de cosas bajo cuyo control se encuentran, en lugar
de controlarlas. Se requiere una producción de mercancías
desarrollada de manera plena antes que brote, a partir de la
experiencia misma, la comprensión científica de que los trabajos
privados -ejercidos independientemente los unos de los otros pero
sujetos a una interdependencia multilateral en cuanto ramas de la
división social del trabajo que se originan naturalmente- son
reducidos en todo momento a su medida de proporción social porque
en las relaciones de intercambio entre sus productos, fortuitas y
siempre fluctuantes, el tiempo de trabajo socialmente necesario
para la producción de los mismos se impone de modo irresistible
como ley natural reguladora, tal como por ejemplo se impone la ley
de la gravedad cuando a uno se le cae la casa encima. La
determinación de las magnitudes de valor por el tiempo de trabajo,
pues, es un misterio oculto bajo los movimientos manifiestos que
afectan a los valores relativos de las mercancías. Su
desciframiento borra la apariencia de que la determinación de las
magnitudes de valor alcanzadas por los productos del trabajo es
meramente fortuita, pero en modo alguno elimina su forma de
cosa.
Se dijo y se puede volver a decir que la belleza y la grandeza de
nuestro sistema residen precisamente en este metabolismo material y
espiritual, en esta conexión que se crea naturalmente, en forma
independiente del saber y de la voluntad de los individuos y que
presupone precisamente su indiferencia y su independencia
recíproca. Y seguramente esta