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El cuarto de baño para señoritas no paraba de bailotear a
mi alrededor, haciéndome sentir como una rata dentro de
una caja de cartón. Los gratis de la pared y las manchas
de moho giraban al modo que lo haría un tiovivo, sólo
que a este se habían olvidado de colocarle los caballos decartón piedra. Mi pose resultaba degradante; mientras me
sujetaba la melena para no ensuciarme el pelo, me asía con
fuerza al retrete para no caer desplomada al tiempo que
vomitaba la cena, la merienda y probablemente el almuer-
zo de aquel día. Si continuaba vomitando corría el riesgo
de que se me saliesen los ojos, pero el olor pestilente de
aquel váter roñoso me provocaba más nauseas.
Estaba claro que los gin tonics me habían sentado mal,
nunca tenía presente que más de siete no era recomenda-
ble. Podía notar las gotas de sudor frío que me recorrían la
espalda bajo la camiseta negra. Sin embargo, el calor em-
pezaba a ahogarme, así que me tambaleé hasta el lavabo
para refrescarme un poco. Al abrir la llave el grifo escupió algo marrón, espeso
y repulsivo. Desde luego no iba a embadurnarme la cara
con aquello, las sioterapias con barro siempre me habían
parecido una asquerosidad.
El mareo empezaba a rendirse y ya me sentía mejor,
de modo que abandoné el cuarto de baño. No quería pa-
sarme el resto de la noche oliendo a tuberías podridas. Alatravesar la puerta no supe qué era más molesto, si el olor
a podrido o semejante condensación de humo. Era posi-
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ble masticarlo y me provocaba una extraña sensación de
sueño. Eché un vistazo al bar. Mi amiga Doro, con la que
empezó toda aquella aventura, estaba en una de las esqui-
nas dejándose manosear por un pervertido al que acaba-
ba de conocer esa misma noche. No pude evitar arrugar
la nariz con asco. Aquel tipo de cresta verde y chaqueta
de cuero con tachuelas no destacaba precisamente por su
pulcritud. Probablemente, si Doro no hubiese estado tanborracha habría salido corriendo nada más verle.
En la barra alcancé a ver al chico que Doro me había
presentado cuando llegamos al bar y todavía estaba sere-
na. Me senté en la banqueta que había a su lado pero no se
dio cuenta, tal vez porque tenía la cabeza recostada sobre
la barra. Por n pareció espabilarse y realmente hubiese
preferido que siguiese durmiendo, pues me miró con cara
de tonto y con un kiko pegado en la mejilla como una
garrapata.
—Una cerveza —le pedí entonces al camarero, un
hombre de los que quitan el aliento con una sola mirada.
Era una pena que fuese gay.
—¿Tienes un cigarro, tía? —El rey de los kikos porn reaccionó.
—No —le contesté y enseguida pensé en mencionar-
le lo del kiko, pero lo dejé pasar.
—Parece que nos hemos quedado solos…
—Sí, ya…
En cuanto posó la mano en mi rodilla, tuve claro que
sentarme allí había sido una mala idea. Decidí ignorarle ytomarme la cerveza tranquila. El kiko seguía en su mejilla
y me miraba obsceno, intimidándome. Empezaba a sospe-
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char que si no hacía algo rápido, la noche iba a pasar a los
anales de las peores de mi vida. Volví otra vez al cuarto de baño y me encerré donde
el retrete. Busqué en los bolsillos de mis vaqueros has-
ta que di con mis polvitos mágicos. No sabía por qué,
pero siempre que los usaba me recordaban a Campanilla.
Ella sí que sabía cómo divertirse, incluso tuvo a un héroe
como Peter Pan a sus pies hasta que Wendy, la remilgada,
se interpuso en la relación con sus bucles perfectos y susbuenos modales.
Cuando aspiré, sentí cómo bajaba por mi garganta
con sabor amargo y me engañé a mí misma, pensando que
era un poco más feliz.
Al volver fuera las luces me cegaron. Parecían más
brillantes que antes y la música retumbaba en mi cabeza
como un millar de tambores. Mis piernas caminaron solas;
sabía que dentro de poco dejaría de ser dueña de mi pro-
pio cuerpo, como un maldito zombi.
«Bienvenidos a mi particular inerno…»
Al día siguiente desperté en mi cama y, por suerte,
estaba sola. Todo un alivio. Mi cuerpo se quejó por el mal-trato de la noche anterior cuando abrí los ojos.
Los Kiss me saludaron desde el póster de la pared,
junto a la estantería donde todavía conservaba mis Barbies
y mis muñecos de cuando pequeña. Era incapaz de des-
hacerme de ellos, quizás por la nostalgia o tal vez porque
todavía me negaba a crecer. A mis veintiún años seguía
siendo la misma cría que jugaba con muñecas, sólo queahora solía levantarme con resaca por las mañanas. La ca-
beza me daba vueltas y parecía que había estado lamiendo
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una suela de goma durante toda la noche. También sentía
agujetas en el cuello, a saber de qué. Miré el despertador de Hello Kitty que adornaba la
mesita de noche. Sólo eran las doce y media de la mañana,
pero el estómago me rugía pidiendo a gritos algo sólido
y un par de litros de agua. Así que me quité la ropa con la
que había dormido y me puse el pijama para bajar a desa-
yunar.
Por desgracia, en la cocina me topé con mis padres. Seme había olvidado que los domingos la cocina era punto
de reunión familiar hasta la hora de comer. Aquella maña-
na no tenía ganas de hablar con nadie. Resoplé y aparqué
las posaderas en una silla.
Mi madre, que estaba apostada frente al fregadero,
llevaba puesto ese delantal que le hacía parecer un jarrón.
Para más inri, se había recogido la melena rizada con unagomilla de ores de plástico. Se volvió con una sartén en
la mano para dedicarme una sonrisa. Sin embargo, mi pa-
dre tan sólo murmuró un «hola» desde detrás del domini-
cal, ni siquiera llegué a verle el bigote.
—¿Qué vas a desayunar? —me preguntó mi madre,
siempre tan servicial.
—Un zumo —pedí apática y entre dientes. —¿Solamente? Anoche te escuché vomitando cuan-
do llegaste, ¿no estarás enferma? —me preguntó a la vez
que raspaba la sartén con el estropajo.
—Es que estuvimos cenando en un restaurante chi-
no… y me sentó mal —espeté con desgana.
—No sé cómo tenéis valor de comer en esos sitios, a
saber qué guarradas os pondrán. Me encogí de hombros, sin intención de seguir con la
conversación. Ni siquiera me gustaba la comida china.
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Al tiempo que me tomaba el zumo a pequeños sor-
bos, mi hermano Dani bajaba del piso de arriba corrien-do y gritando como un cochinillo en una matanza. Sentí
que un mazazo me golpeaba la cabeza sin ninguna piedad,
obligándome a entrecerrar los ojos en un guiño.
—¡Oh, cállate imbécil! —ladré cuando entró por la
puerta de la cocina.
—¡Cállate tú, estúpida! —protestó al tiempo que ac-
cionaba su ambulancia de juguete para chincharme. —Mamá… —supliqué.
—Ya está bien, Dani.
Lo reprendió con tono de costumbre, así que el crío
no le hizo demasiado caso. La pequeña bestia mordió una
tostada y abrió la boca para mostrarme qué aspecto tenía
un bolo alimenticio bien masticado. Doce años con aquel
engendro de pelo rubio ya iban siendo demasiados. Tal vez la idea de independizarme no fuese tan terrible des-
pués de todo.
—Enano de mierda… —murmuré para mí misma.
Di otro sorbo al zumo, que me supo a rayos.
—Tengo una sorpresa para ti, cielo —me anunció mi
madre. Ese tono meloso no auguraba nada bueno.
Le contesté con una mirada impaciente. —¡Tengo entradas para el teatro! —dijo mientras me
enseñaba con emoción dos cartulinas rojas del tamaño de
una tarjeta de visita.
—Em…
Al notar mi falta de entusiasmo meneó la cabeza y las
ores del moño se agitaron como un plumero.
—Vamos, Claudia, ¡pero si antes te gustaba muchísi-mo el teatro! Hasta actuabas —intentó animarme al ver
mi gesto indiferente.
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—Hacer de ratón en la Cenicienta no se puede consi-
derar actuar, mamá… —contesté sombría. —Seguro que lo pasamos bien. Además, no tienes
nada mejor que hacer… Sólo ir con esos amigos tuyos. Ya
sabes qué opino sobre tus compañías —aseveró ceñuda.
—Está bien, está bien —me apresuré a decir. Cuando
empezaba con ciertos temas era mejor cortarlos de raíz o
salir corriendo. No tenía el cuerpo para soportar uno de
sus sermones. —Lo pasaremos muy bien, ya lo verás. Es una de esas
obras modernas, conceptuales.
Mi hermano rio burlón al saber que me había derro-
tado y yo le dediqué una sincera mirada de desprecio y me
terminé el zumo.
La semana siguiente pasó muy rápida. Cuando tu úni-ca ocupación es andurrear por las calles, el tiempo se pasa
volando. Antes de que pudiese darme cuenta, el sábado se
plantó a las puertas de casa y yo tenía una cita en el teatro.
Resoplé de puro disgusto tras colgar el teléfono a
Doro. Se carcajeó de lo lindo cuando le conté el planazo
que tenía esa noche con mi madre, hasta me llamó esnob.
No se lo tuve en cuenta, ya que Doro, a lo más que aspira-ba, era a leer la revista Loka. Tampoco podía enfadarme,
ya que mi madre, después de todo, tenía razón: me encan-
taba el teatro. Subirme a las tablas era, quizás, mi sueño
frustrado. Nunca lo había intentado, desde luego, pues ya
se sabe que el mundo del arte está reservado a unos cuan-
tos. ¿Para qué intentarlo si ya sabía que fracasaría? Sien-
do actriz no tendría ningún futuro, siempre era preferibleconseguir un puesto de funcionaria con un sueldo decente
y un trabajo deprimentemente jo para el resto de mi vida.
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Mientras esperaba a que mi madre volviese a casa, y
aprovechando que estaba frente al espejo del recibidor,repasé un momento mi aspecto. La ropa la había escogido
para la ocasión: unos tejanos claros que hacía siglos que
no usaba y una camiseta rojo oscuro a rayas, discreta y sin
calaveras ni nada por el estilo. Como a mi madre le disgus-
taban mis pendientes y aros me quité los piercings más lla-
mativos. Incluso, tras haber hecho un tremendo esfuerzo,
había prescindido de mi collar de pinchos. Me incliné un poco más sobre el espejo. Todavía tenía
mala cara a pesar del maquillaje, mi tez era muy pálida y
las ojeras se me marcaban demasiado bajo los ojos acei-
tuna. Chasqueé la lengua y decidí que mejor me soltaría el
pelo. Quizás si mi melena no fuese tan oscura no parecería
tan paliducha. Me encogí de hombros, conformándome,
cuando el teléfono sonó otra vez. —¿Sí? —contesté por el auricular—. Hola, mamá. Te
estaba esperando. —La escuché—. ¡¿Cómo que no po-
drás venir?!
Al parecer, mis padres habían pensado que aquel
era un buen día para tomárselo libre y habían quedado
con unos amigos para cenar. Probablemente, el truco del
teatro había sido una encerrona para que me ocupase demi hermano gratuitamente y yo había caído en la trampa
como una novata.
—Llévate a tu hermano, de todos modos ya tienes las
entradas —me dijo.
—Pero mamá… —supliqué.
—Haznos el favor, ¿vale, hija?
Cuando me llamaba «hija» era incapaz de negarlenada y ella lo sabía. Solté un «vale» apagado y me maldije
por ser tan débil.
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—¡¡Dani!! —grité al pie de la escalera.
Al momento, mi hermano se asomó en el piso dearriba.
—Coge el abrigo, nos vamos al teatro —imperé con
cara de disgusto.
—¡¿Cómo?! ¡Ni hablar! Tengo la partida a medio aca-
bar, estoy en la pantalla nal —se quejó él.
—Lo ha ordenado tu madre, así que tienes que venir.
Además, no te quejes, que la que se va a pasar el sábadohaciendo de niñera soy yo.
—Ya soy mayor para cuidarme solito —alardeó.
—Pues te fastidias. Ve a por el abrigo.
Y, arrastrando los pies, se fue a su habitación a por el
abrigo y a apagar la consola.
Al ser sábado, y gracias al buen tiempo, la calle estaba
infestada de caminantes: ancianos paseando a sus perritos,
padres con hijos ruidosos y jóvenes cargados con el festín
de alcohol habitual para ese día.
Cuando subimos al autobús parecía hora punta. Tu-
vimos que viajar de pie y aplastados contra el cristal de la
puerta. Por suerte, Dani estaba lo sucientemente enfada-do como para no dirigirme la palabra.
Cuando llegamos al centro nos costó encontrar el tea-
tro. Resultó que estaba al nal de un callejón sin salida,
tan tétrico y oscuro que pensé si aventurarme a entrar o
no. Desde la entrada de la callejuela podía distinguirse su
cartel luminoso, que rezaba: Theatre of Hell. Un nombre
realmente apropiado y prometedor. A pesar de que llegábamos con retraso, todavía había
gente en la puerta haciendo cola para pasar. Nos pusimos
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al nal para esperar nuestro turno. Después de un rato,
otro rezagado se colocó tras nosotros; lo que no esperabaera que me hablase:
—Disculpe, señorita.
El chico parecía joven, llevaba la melena suelta y le
brillaba con destellos azabache. La cara no pude vérsela
porque la tenía bien resguardada hasta la nariz con una
bufanda de rayas. Justo por encima unas gafas de cristal
grueso le agrandaban los ojos, que se veían distorsionadospor el aumento.
—¿Esta cartera es suya? —y me mostró una cartera
de caballero de piel marrón, algo sucia por haber estado
en el suelo mojado.
Me lo pensé un segundo y después asentí.
—Sí, gracias, la había perdido —revelé bastante con-
vincente y me aseguré de dar un buen pellizco en el brazo
a Dani para que callase.
Después del timo del teatro, como mínimo me mere-
cía una buena cena gratis. De modo que cogí la cartera y la
guardé en el bolsillo interior de mi cazadora.
Cuando alcanzamos la entrada resultó que el portero,encorvado como una rama vencida, lucía una joroba digna
de cualquier dromedario. Cuando le entregué las entradas
me mostró su dentadura mellada en una sonrisa desgasta-
da y desagradable.
Al cruzar la puerta sentí un extraño escalofrío. El
vello de los brazos se me erizó y una punzada me atacó
en la nuca. Parecía que, de repente, la temperatura habíadescendido a bajo cero. Sin embargo, al resto se les veía
contentos y se quitaban los abrigos. Al poco volví a entrar
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