CEIP Mediterráneo,5º A
LENGUA TEMA 9
La señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien áspero
y grandes juanetes en los pies, que le obligaban a andar como quien
arrastra cadenas.
Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en los
cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta persiguiéndose
alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un
muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo.
Era un muchacho delgado, de ojos azules, que izqueaba ligeramente al
hablar. Todos los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y
envidiaban un poco a Ivo, por el don que poseía de atraer la atención
sobre sí, en todo momento. No es que fuera ni inteligente ni gracioso, y,
sin embargo, había algo en él, en su voz quizás, en las cosas que contaba,
que conseguía cautivar a quien le escuchase. También la señorita Leocadia
se dejaba prender de aquella red de plata que Ivo tendía a cuantos
atendían sus enrevesadas conversaciones, y –yo creo que muchas veces
contra su voluntad- la señorita Leocadia le confiaba a Ivo tareas deseadas
por todos, o distinciones que merecían alumnos más estudiosos y
aplicados.
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Era un hombre de talla regular, muy pálido, de tez color amarilla, tirando
a verdosa, por ser su temperamento bilioso sobre toda ponderación: en la
piel de la cara, muchas espinillas o puntos negros; los ojos, de mirada tan
penetrante, que parecía querer magnetizar cuando hablaba: ojos
inquisidores que se clavaban como decirse suele en aquel a quien se
dirigieran. La barba, escasa y áspera, recortada; el pelo con raya, peinado
con un mechón hacia la izquierda. Nadie le reprodujo mejor que el pintor
Regnault en aquel célebre retrato en que Prim, a caballo y sin sombrero, a
la cabeza de los catalanes, parece el genio de la guerra y es el héroe
legendario de las luchas españolas. A Prim no le gustó, porque era vanidoso
de su persona y tenía cierto empeño en aparecer con maneras
aristocráticas. Se vio en el lienzo un poco desgreñado, fantástico, grande
en la expresión de soldado español.
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Texto de Gabriel Miró
Poncio era amplio, vigoroso y súbito; su cabeza, redonda, de
cabellos grises, apretados y cortos; la frente, baja, de recia
sien; los ojos, metálicos, inquietos y menudos, que aún se
reducían más cuando miraban con ahínco; los labios, rasurados y
carnales; la nariz, gruesa; salediza la barba; la mejilla, depilada y
robusta, y las manos, muelles, enjoyadas con pulseras de oro
pálido, y el ancho anillo de caballero, como una gota de luna. La
violencia de su porte y de su voz caían en cansancios y hastíos; y
dentro de esa quietud quedaba su ímpetu hecho plástica,
vibrando en el pliegue de sus cejas, en el enojo de su boca, en la
línea rotunda, estallante, de su mandíbula, como los bronces de
Mirón contienen el esfuerzo y el brío de la palestra.
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María Cristina era muy guapa; aunque no
tanto si le hubiera faltado aquel encanto
y gracia personales que cultivó toda su
vida. De estatura poco más pequeña que
mediana, sus proporcionadas líneas le
hacían parecer más alta. Muy airosa,
elegante, de exquisitos modales y de amabilidad encantadora,
favorecía por igual al más encastillado cortesano que a la última
criada de palacio. Erguida y majestuosa cuando era preciso,
mostrábase cordial y sencilla con los humildes. De los
pormenores de su belleza física puede darnos noticia el retrato
que el mismo año de su boda pintó Vicente López.
La mirada franca y afectuosa de sus hermosos ojos pardos nos
llega un poco pensativa. Inclina levemente la cabeza hacia un lado
con amable ademán, como si estuviera escuchando y
comprendiendo la historia de cada uno de sus súbditos. El óvalo
de la cara, entre nácar y rosa, es de «madonna» italiana; dos
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leves hoyuelos se marcan en sus mejillas y
la boca retiene una sonrisa. El cabello, castaño muy oscuro,
oculta unas lindas orejas bajo el peinado. Vestida de azul, su
color favorito, con bordados en plata, adorna su amplio escote
con un complicado collar de varios hilos de perlas rematado por
broche de pedrería. Completan el atuendo guantes de claro gris,
mantilla blanca, banda de María Luisa cruzando el busto y la
Orden austriaca recogida en lazo sobre el hombro, enormes
pendientes y, sobre el peinado, un suntuoso prendido de
brillantes imitando plumas y rosas, coronado por un gran penacho
de ave del paraíso.