Territorios violentos
1 DICIEMBRE, 2009
Fernando Escalante Gonzalbo ( )
Fernando Escalante Gonzalbo ( )
En México la violencia adquiere cuatro formas. La que
ocurre en el mundo rural y que contrasta con la del
mundo urbano; la que sucede en las ciudades
fronterizas, y la desatada en las zonas remotas. Cada
una posee una explicación y un contexto distintos,
que Fernando Escalante Gonzalbo se ocupa de aclarar
en este penetrante ensayo
Conviene aclarar de antemano que no hay, en lo que
sigue, un análisis sociológico del homicidio en México.
No exploro de modo sistemático ninguna de las
hipótesis que se manejan habitualmente en la
criminología y la sociología del delito. Me limito a
exponer las tendencias observables en los últimos 20
años, a partir del análisis territorial. Entre otras
razones porque la distribución territorial sugiere
poderosamente que no hay un único perfil del
homicidio en México, es decir, no es factible una
explicación general.
La estadística delictiva es problemática siempre,
también es factible. En México, como en cualquier otro
lugar, hay dos fuentes obvias para documentar el
homicidio: la policía y el Registro Civil.1 La base de
datos del Sistema Nacional de Seguridad Pública, que
en ocasiones se emplea, tiene tres problemas básicos:
cubre un periodo muy breve, porque sólo tiene
información de 1997 en adelante; presenta los datos
agregados por estado y prácticamente sin información
sobre las víctimas; y registra presuntos homicidios
denunciados ante el Ministerio Público, lo cual implica
que no haya registro si no se presentó denuncia o que
pueda haberlos duplicados en otros casos. La
alternativa es la base de datos de defunciones del
Instituto Nacional de Estadística, Geografía e
Informática, formada a partir de las actas de
defunción del Registro Civil, convalidadas por la
Secretaría de Salud;2 hay información desde 1990 y
se registra género, edad, ocupación, escolaridad y
lugar de residencia de las víctimas, y municipio en que
ocurrió el homicidio. Es la fuente de información en
todo lo que sigue. El único problema, y es
relativamente menor, es que tarda en capturarse, de
modo que la información de un año está disponible
sólo en el último trimestre del año siguiente (y por esa
razón el análisis llega hasta 2007).
Los estados
La tasa nacional es un indicador muy grueso, muy
inexacto, que apenas sirve como primera
aproximación. Si se miran los datos desagregados, por
estados, aparece un panorama de muchos contrastes.
Hay algunos estados que a lo largo de todo el periodo,
de manera consistente, tienen tasas de homicidios
muy inferiores a la nacional: Yucatán, Nuevo León,
Aguascalientes, por ejemplo, con índices de entre dos
y cinco homicidios por cada 100 mil habitantes;
Tlaxcala, Querétaro e Hidalgo, entre tres y ocho. Hay
otro grupo de estados cuyas tasas son siempre
superiores e incluso muy superiores a la nacional, del
doble o más: Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Sinaloa,
que en los primeros años noventa registraban tasas
de hasta 40 homicidios por cada 100 mil habitantes, y
hacia 2007 de entre 15 y 20. Y hay, finalmente,
algunos estados como Chihuahua y Tamaulipas, que a
principios de los noventa tenían tasas inferiores a la
nacional y en la segunda mitad del periodo tienen
consistentemente tasas muy superiores a la nacional.
No es una sorpresa ni
resulta raro: eso sólo
habla de la
extraordinaria
heterogeneidad del
país, de las
diferencias
territoriales,
demográficas, de
estructura productiva,
entre los estados. Ahora bien, durante el periodo no
sólo disminuye la violencia sino que se desplaza, hay
estados en que se reduce mucho la tasa y otros, en
cambio, en los que aumenta. Vale la pena ver ese
movimiento con algún detalle.
En la península de Yucatán, Tabasco y Veracruz hay
en general tasas muy bajas, siempre inferiores a la
nacional y descendentes, con la excepción de los
municipios de Benito Juárez y Solidaridad en Quintana
Roo, muy inestables, y durante algunos años las
regiones de Nautla y del Papaloapan en Veracruz y
Tenosique, Tabasco. Algo parecido sucede en el Bajío,
Puebla, Tlaxcala y Aguascalientes. En Chiapas no hay
una tendencia clara, hay años de tasas muy altas:
1994-1995, 1997-1999, y otros en que son mucho
más bajas que la nacional; no es irrazonable asociar
esos movimientos a la actividad del EZLN y la
presencia del ejército.
En el centro norte del país y en occidente el cuadro es
más problemático: la tasa de homicidios en Jalisco,
Zacatecas, Coahuila y Nuevo León es siempre inferior
a la nacional, y con tendencia más errática y algunos
años de muy alta violencia, también lo es en Colima y
San Luis Potosí. Nayarit y Durango, en cambio,
siempre están por encima, con tasas que en algunos
años llegan a ser de 20 y 30 homicidios por cada 100
mil habitantes; en ambos casos las tasas más altas
con mucha distancia están en la Sierra Madre
Occidental, en los municipios de Huajicori, La Yesca y
Del Nayar en Nayarit, y en Santiago Papasquiaro,
Tamazula y particularmente Pueblo Nuevo, en
Durango.
Los cambios más importantes durante el periodo, los
que explican el movimiento de la tasa nacional, se
producen en tres regiones claramente identificables:
la región del centro y el Valle de México, con Morelos,
Estado de México y el Distrito Federal, la región del
Pacífico sur: Michoacán, Guerrero y Oaxaca, y la
región del noroeste: Baja California, Sonora,
Chihuahua y Sinaloa.
Las ciudades
La correspondencia entre el índice de urbanización y
la tasa de homicidios es una de las hipótesis más
exploradas por la criminología. En general, tanto en
Estados Unidos como en Europa, parece haber una
correlación positiva entre el tamaño de las ciudades y
el índice de homicidios: las ciudades son más
violentas, y más cuanto mayores y más densamente
pobladas. Hay diferencias regionales, desde luego,
ciudades particularmente violentas, ciudades
relativamente pacíficas, pero en general el homicidio
tiende a ser mucho más urbano.3 En México, sin
embargo, no sucede eso: hay grandes ciudades con
tasas muy altas y las hay con tasas muy bajas, sucede
incluso que en el mismo estado haya una ciudad con
tasas consistentemente más altas y otra con tasas
consistentemente más bajas que el resto del estado:
Torreón y Saltillo, Tijuana y Mexicali, Chihuahua y
Ciudad Juárez.
En el conjunto de ciudades con más de un millón de
habitantes están Monterrey, León, Guadalajara y
Puebla, cuyas tasas de homicidios son durante todo el
periodo considerablemente inferiores a la nacional, y
están también Tijuana y Ciudad Juárez que a partir de
1994 están sistemáticamente por encima de la media
nacional. La ciudad de México es compleja y merece
ser tratada aparte, aunque sea sumariamente.
El Distrito Federal tiene una tasa relativamente
estable y cercana a la nacional, pero con diferencias
muy notables entre las distintas delegaciones:
siempre el índice más alto corresponde a Miguel
Hidalgo, entre 20 y 30 homicidios por cada 100 mil
habitantes, y le siguen Venustiano Carranza,
Cuauhtémoc y Benito Juárez, más cerca del 20,
mientras que delegaciones como Iztacalco,
Cuajimalpa, Azcapotzalco y Coyoacán oscilan entre
dos y ocho homicidios por 100 mil habitantes. En los
municipios de la zona conurbada sucede algo
parecido: en todos ellos se aprecia una disminución,
en ocasiones muy considerable, de la violencia, pero
hay alguno como Nezahualcóyotl cuya tasa es
siempre inferior a la nacional, lo mismo que
Tlalnepantla durante la mayor parte del periodo, y los
hay con tasas siempre más altas, como Ecatepec,
Atizapán, Chalco, Chimalhuacán y Cuautitlán Izcalli, y
sobre todo Naucalpan, que entre 1990 y 1996
presenta tasas entre 50 y 70 homicidios por cada 100
mil habitantes. Tomada en conjunto, el área
metropolitana de la ciudad de México tiene una tasa
de homicidios sólo ligeramente superior a la nacional
y sigue casi
exactamente la
misma tendencia.
En términos
generales, las tasas
tienden a ser más
altas en el norte del
Distrito Federal, en las delegaciones colindantes con
el Estado de México, y más bajas en el centro y sobre
todo en el sur, en las delegaciones que lindan con
Morelos. El panorama de la zona conurbada es más
complejo: municipios como Naucalpan y Cuautitlán
tienen de manera consistente tasas que son dos y tres
veces más altas que las del municipio vecino de
Tlalnepantla. Y no hay una variable demográfica obvia
que sirva para explicar, en este plano, las diferencias.
Si ampliamos el rango y consideramos las ciudades
que tienen entre 500 mil y un millón de habitantes, de
nuevo el panorama es de contrastes y no permite una
conclusión clara. Algunas de ellas tienen durante todo
el periodo tasas inferiores a la nacional:
Aguascalientes, Saltillo, Torreón, Querétaro, Mérida, e
incluso muy inferiores, como Guadalupe y San Nicolás
de los Garza, en Nuevo León, con menos de dos
homicidios por cada 100 mil habitantes. Otras hay, en
cambio, que al menos durante algunos años tienen
índices muy superiores al nacional, como Morelia, San
Luis Potosí, Chihuahua y Mexicali. En ese conjunto, por
lo demás, están algunas de las ciudades más violentas
del país: Toluca, Acapulco y Culiacán.
Sucede prácticamente lo mismo si ampliamos aún
más el rango. Entre los municipios que tienen más de
250 mil habitantes y menos de 500 mil están Celaya,
Irapuato, Guasave, Centro (Tabasco), Tampico, Ciudad
Victoria, Coatzacoalcos, Jalapa y Veracruz que tienden
a estar siempre por debajo de la tasa nacional; pero
están también Ensenada, Durango, Cuernavaca,
Tapachula, Tuxtla Gutiérrez, Mazatlán, Matamoros,
Nuevo Laredo y Reynosa, que durante casi todo el
periodo tienen tasas superiores a la nacional.
En resumen: no son más violentas en general las
ciudades y no aumentan los índices de homicidios
conforme aumenta la población. No puede
establecerse una regla en eso para México. Parecen
ser mucho más importantes otros factores como la
ubicación geográfica, y no el tamaño.
Tomando en cuenta eso, las enormes diferencias
entre ciudades y regiones del país, vale la pena mirar
la tasa para conjuntos de ciudades y municipios
agrupados según su tamaño, y contrastarla con la
tasa nacional. Sabemos, por supuesto, que esa
medida, tasa de homicidios para el conjunto de
ciudades de más de un millón de habitantes, por
ejemplo, es una aproximación sumamente inexacta
porque pone en el mismo paquete, para promediarlas,
las tasas de Monterrey y León, y las de Tijuana y
Ciudad Juárez. No obstante, es útil como indicador
para ver qué tan “urbano” es el fenómeno del
homicidio en México.
Los resultados más reveladores aparecen en los dos
extremos, en el conjunto de localidades con menos de
10 mil habitantes y en el conjunto de las que tienen
más de un millón. Vistas así agrupadas, y poniendo
entre paréntesis las diferencias regionales por ahora,
resulta que las localidades menores tienden a tener
tasas de violencia más altas; desde luego,
representan un porcentaje relativamente pequeño del
total de víctimas de homicidio, por obvias razones,
pero su peso en el conjunto de homicidios es siempre
mayor que su peso demográfico (ver gráfica 1).
Disminuye a lo largo del periodo, en concreto a partir
de 1993, el porcentaje que representan del total de
víctimas al mismo tiempo que va disminuyendo su
población. Si miramos las tasas, es decir, número de
víctimas por cada 100 mil habitantes para el conjunto
de localidades, y ponemos en comparación la de esos
municipios con las ciudades de más de un millón de
habitantes, el resultado es elocuente (ver gráfica 2).
Resulta que siempre la tasa de victimización es más
alta en las localidades más pequeñas que en el
conjunto del país, pero lo es mucho más en los
primeros años del periodo, y la distancia se va
reduciendo. En las grandes ciudades el cambio es en
sentido inverso: como conjunto tienen una tasa
inferior a la nacional hasta 1995, y claramente
superior a la nacional a partir de 2001.
¿Qué
significa
eso? En
términos
generales,
que el
homicidio se ha hecho más “urbano” a lo largo del
periodo. En el inicio de los noventa las localidades
rurales eran considerablemente más violentas que las
ciudades. Los términos prácticamente se invierten
después del año 2000, aunque sabemos que el
promedio es engañoso, porque los altos índices de los
últimos años en ciudades de más de un millón de
habitantes deben mucho al aumento en el número de
víctimas en Tijuana y Ciudad Juárez.
El resultado de la operación es consistente con lo que
sugiere el desplazamiento geográfico que
señalábamos más arriba. El descenso de la tasa
nacional de homicidios obedece sobre todo al
descenso de la violencia en las regiones de mayor
densidad de población campesina en el centro y sur
del país.
Ahora bien, si no es posible establecer un patrón
general urbano o rural, una correlación entre volumen
de población y tasa de homicidios, ni siquiera para
ciudades de tamaño similar en un mismo estado, sí
hay algunas pautas territoriales identificables. Me
concentro, en lo que sigue, en dos que manifiestan
problemas distintos: la tendencia en las ciudades de la
frontera norte y la tendencia en la cuenca occidental
del río Balsas y la Sierra Madre Occidental.
La frontera norte
Si tomamos como criterio la ubicación, aparece un
grupo de ciudades que tienen rasgos muy similares
durante el periodo: las ciudades con paso de frontera,
en el norte, con más de 50 mil habitantes. Es decir,
Tijuana, Tecate, Mexicali, San Luis Río Colorado,
Nogales, Agua Prieta, Juárez, Piedras Negras, Acuña,
Nuevo Laredo, Reynosa y Matamoros. La evolución de
la tasa de homicidios para ese conjunto de ciudades
es claramente distinta de la evolución de la tasa
nacional (ver gráfica 3).
Se trata de la tasa promedio para el conjunto de
ciudades, de modo que sabemos que es una
aproximación que hace falta matizar. No obstante, la
gráfica es elocuente.
Es claro que ese conjunto no sólo no sigue la
tendencia nacional, sino que su evolución es casi en
sentido contrario. En general, su tasa aumenta en
lugar de disminuir, es inferior a la nacional a principios
de los noventa, y siempre superior a la nacional a
partir de 1994. La forma de la curva, además, hace
suponer que el descenso de 2007 es anómalo (podría
ser consecuencia de la presencia masiva del ejército
en las ciudades de Tamaulipas, a partir de febrero de
2007).
Veámoslo con un poco de más detenimiento. En
primer lugar, las ciudades con más de un millón de
habitantes: Tijuana y Ciudad Juárez. Ambas tienden a
estar por debajo de la tasa nacional en los primeros
años, las dos están sistemáticamente por encima de
la tasa nacional a partir de 1994. Tijuana pasa de
cinco a 20 y 25 homicidios por cada 100 mil
habitantes; Juárez pasa de 15 a 25 homicidios por 100
mil habitantes. Algo más llama la atención: la
tendencia es creciente en los dos casos, pero la tasa
es inestable, con incrementos muy abruptos en
algunos años: 1995-1996 en Tijuana, 1998-1999 en
Ciudad Juárez, seguidos de una disminución
igualmente acusada. Es un patrón que aparece
también en otras ciudades de la frontera.
Es menos contrastante la imagen que presentan
Mexicali y Reynosa, que siguen en tamaño: más de
500 mil y menos de un millón de habitantes. Tasas
muy inferiores a las de Tijuana y Juárez, siempre muy
cercanas a la tasa nacional. No obstante, es evidente
que están por debajo del índice nacional la primera
parte del periodo, y por encima la segunda; y en
ambos casos hay, aunque menos acusados, esos
movimientos abruptos: 1992 y 1998 en Reynosa, 1999
en Mexicali.
En el resto
de las
ciudades de
la frontera
norte se
muestra un
patrón muy
similar. Con
algunas,
pocas
ciudades
con índices
similares al nacional, la mayoría por encima, y una
inestabilidad muy característica.
Matamoros y Nuevo Laredo tienen más de 250 mil y
menos de 500 mil habitantes. El perfil de Matamoros
es parecido a los de Mexicali y Reynosa, con una tasa
relativamente estable (excepción hecha de los años
1991 y 1997) y cercana a la nacional. El de Nuevo
Laredo, en cambio, recuerda a los de Tijuana y Juárez,
con índices de homicidios muy superiores a los del
resto del país y una tasa muy inestable, con fuertes,
repentinos incrementos entre 1992 y 1994, en 1999 y
sobre todo entre 2005 y 2006 en que pasa de 18 a 47
homicidios por cada 100 mil habitantes, para bajar de
un modo igual de abrupto hasta 10 homicidios por 100
mil habitantes en 2007.
Resulta tentador, a la vista de los años en que se
producen esos movimientos bruscos en los índices de
homicidios, asociarlos a algunos de los episodios más
conocidos de la lucha del Estado mexicano contra el
narcotráfico, o las luchas de los narcotraficantes entre
sí: la muerte de Amado Carrillo Fuentes y la ofensiva
binacional contra los hermanos Arellano Félix en 1997,
la detención de Osiel Cárdenas Guillén en 2003. No
sería extraño: los desequilibrios en los mercados
ilegales tienden a provocar espirales de violencia que
desaparecen con la misma rapidez una vez
establecido un nuevo equilibrio.4 No obstante, la
estadística —en el nivel en que la manejamos aquí—
no permite aventurar una explicación.
En el resto de las ciudades sucede algo muy similar.
Nogales, San Luis Río Colorado y Piedras Negras
tienen más de 150 mil habitantes; Tecate, Agua Prieta
y Acuña tienen entre 50 mil y 150 mil. Parece ser
relativamente menos violenta la frontera de Coahuila,
con tasas cercanas a la nacional, aunque es muy
evidente la inestabilidad de la tasa de Ciudad Acuña.
No hace falta extenderse mucho en el comentario. Es
obvio que la tendencia del conjunto no sigue a la
tendencia nacional. Las tasas en casi todos los casos
son bastante más altas y no parece haber una
correlación entre población e índice de homicidios: las
ciudades más pequeñas, como Agua Prieta o Nogales,
tienen tasas tan altas como las de Nuevo Laredo,
Tijuana y Ciudad Juárez. Y de nuevo se observa una
acusada inestabilidad.
En resumen: a lo largo del periodo la tendencia en las
ciudades de la frontera norte es distinta y en algunos
casos contraria a la nacional. Aparte de la ubicación
geográfica tienen en común un acelerado crecimiento
demográfico; la población del país creció un 30%
entre 1990 y 2007, pero las ciudades de la frontera
norte crecieron entre 70% y 100%. Es razonable
pensar que eso influya también sobre la tasa de
homicidios y sobre la delincuencia en general, porque
implica la llegada de grandes volúmenes de población
migrante, fragilidad de los vínculos sociales, falta de
recursos de infraestructura urbana, falta de
servicios… Acaso sería fructífero explorar, para este
caso concreto, la vigencia de alguna variación de las
tesis sobre delincuencia, migración y control social de
William Thomas y Robert E. Park,5 o del concepto de
anomia en la definición de Durkheim.6
Lo fundamental, dicho todo lo anterior, es que son
ciudades de frontera porque presentan rasgos
comunes como conjunto que no se aprecian en las
demás ciudades del país. Por alguna razón, o por
muchas, la frontera entre México y Estados Unidos se
convirtió en un espacio particularmente violento a
mediados de la década de los noventa, con tasas de
homicidios que no tienden a bajar, como la del resto
del país. La tendencia dice que es un fenómeno
estructural y nada indica que vaya a cambiar en el
futuro próximo.
Dos regiones problemáticas
Me detengo ahora en las dos regiones problemáticas
que había apuntado páginas más arriba: la cuenca
occidental del río Balsas, en particular en el oeste del
estado de Michoacán, y la Sierra Madre Occidental en
la zona en que colindan Sinaloa, Durango y
Chihuahua.
Tienen varias cosas en común ambas regiones. Son
las dos zonas de difícil acceso y muy mal
comunicadas: no hay ninguna carretera de primer
orden que las atraviese. Las dos son zonas de
marginalidad muy alta, según los indicadores que
emplea el Conapo; de hecho, son las únicas zonas del
país en que coinciden altos índices de marginalidad y
altas tasas de homicidios a lo largo de todo el periodo.
Veamos en primer lugar Michoacán, poniendo en
contraste el índice de homicidios para las regiones de
Infiernillo, Tepalcatepec, Tierra Caliente y la Costa, y
el índice del estado de Michoacán descontando esa
zona.
La zona de
la Tierra
Caliente y la
cuenca
occidental
del Balsas
reúne
aproximadamente al 24% de la población y concentra
alrededor del 50% de los homicidios de Michoacán. La
tasa de homicidios de la zona triplica a la del estado.
Es muy evidente que la violencia disminuye en esos
municipios entre 1994 y 2000, pero a partir de
entonces se estanca e incluso repunta ligeramente,
como en el resto de Michoacán. Por el número de
víctimas, se trata sobre todo de los municipios de
Apatzingán, Lázaro Cárdenas, Aguililla, Tepalcatepec,
Arteaga, Aquila, Huetamo, Turicato, Tacámbaro, La
Huacana y Múgica.
Es una región poco poblada y muy mal comunicada,
un espacio “culturalmente vacío”, dice Bernardo
García: “La precariedad de su poblamiento se remonta
a la época prehispánica… y desde entonces no ha
habido ningún movimiento significativo para
ocuparlo”.7 Sin duda, esa incomunicación es factor
para explicar los índices de homicidios. En la región
hay sólo dos ciudades con más de 100 mil habitantes,
en los extremos: Apatzingán, comunicado con el
centro del estado, y Lázaro Cárdenas en la costa.
Se da un fenómeno muy similar en la parte alta de la
Sierra Madre Occidental. Para hacerlo observable
realizo la misma operación en los tres estados, para
poner en contraste la tasa estatal sin la sierra con la
tasa de las regiones serranas. En Sinaloa es la región
noreste: municipios de Mocorito, Sinaloa, Choix y
Badiraguato; en Durango, la región de la sierra al
oeste del estado, en la frontera con Sinaloa,
municipios de Tepehuanes, Santiago Papasquiaro,
Tamazula, Pueblo Nuevo, Mezquital; y en Chihuahua
es la región suroeste, en colindancia con Sinaloa,
formada entre otros por los municipios de Batopilas,
Chínipas, Guadalupe y Calvo, Guachochi, Guazapares,
Morelos y Urique.
Son todos municipios de población escasa y muy
dispersa. El mayor de los del estado de Sinaloa, que
lleva el mismo nombre, tiene aproximadamente 80 mil
habitantes distribuidos en 440 localidades: Sinaloa de
Leyva, la cabecera municipal, tiene poco más de cinco
mil habitantes. En Durango, los municipios más
poblados de la región son Pueblo Nuevo, al sur:
alrededor de 40 mil habitantes en 195 localidades, y
Santiago Papasquiaro, también con unos 40 mil
habitantes distribuidos en más de 50 localidades. En
Chihuahua sólo tienen más de 30 mil habitantes los
municipios de Guadalupe y Calvo, con más de 660
localidades, y Guachochi, con más de 200 localidades
(y 60% de población tarahumara).
Se puede apreciar con claridad el mismo fenómeno
que en el occidente de Michoacán: una región
relativamente pequeña y bien delimitada tiene en
todos los casos tasas de homicidios
considerablemente mayores que el resto del estado,
durante todo el periodo. En Sinaloa, los municipios de
la región noreste que hemos separado tienen el 9% de
la población y concentran alrededor del 20% de los
homicidios del estado; la región de la sierra en
Durango, con un 14% de la población concentra entre
el 30% y el 40% de los homicidios; de modo similar,
en Chihuahua, los municipios de la zona limítrofe con
Sinaloa reúnen aproximadamente al 6% de la
población y entre el 20% y el 30% de los homicidios.
Como en el caso de Michoacán, se trata de una región
muy mal comunicada. Algunas zonas, como la cuenca
del río Chínipas, “dependen casi exclusivamente del
tren, o de avionetas, para su contacto con el
exterior”.8 Eso tiene consecuencias, obviamente,
sobre la estructura política, sobre el orden social.
Algunas de ellas son conocidas: “El aislamiento de la
zona —sigue Bernardo García— la ha hecho muy
propicia para el cultivo de plantas ilegales y las
peligrosas actividades asociadas a ello, y es fama que
en este sentido subsiste como uno de los espacios
más críticos del país”.9
Recapitulación
Es posible ver muchas otras cosas en la estadística de
homicidios. Para una sociología sería indispensable
anotar, por ejemplo, que los índices de feminicidios
son muy variables en el país, lo mismo que la
estructura de edades de las víctimas: en las ciudades
tiende a haber un perfil más joven, con elevadas tasas
de victimización para el grupo de edad entre 15 y 19
años, mientras que en el campo el perfil es más
adulto, con tasas muy altas para mayores de 40 años.
No obstante, esta primera aproximación a la
distribución territorial permite conclusiones
importantes.
En el periodo, la tasa nacional de homicidios
disminuyó sistemáticamente y no es sencillo
encontrar una explicación convincente. Si pensamos
en factores generales, que afectan por igual al
conjunto del país, habría que considerar entre otros el
cambio demográfico: al disminuir el crecimiento de la
población a partir de los años ochenta disminuye
también el peso relativo de la población joven que
suele aportar en todo el mundo la mayor proporción
de las víctimas de homicidio. También habría que
pensar en la progresiva estabilización de la población
urbana: sigue habiendo fuertes movimientos
migratorios dentro del país, en particular hacia las
ciudades del norte y algunos municipios de las zonas
conurbadas de Guadalajara y el Distrito Federal; sin
embargo, sólo un tercio de los municipios con más de
250 mil habitantes experimentó un crecimiento
poblacional superior al 50%.
No hay una correlación estricta entre crecimiento de
la población urbana e índice de homicidios. De nuevo,
parece pesar mucho más el factor geográfico. No
obstante, sí es apreciable en varios casos el impacto
de un crecimiento explosivo de la población: Benito
Juárez y Solidaridad en Quintana Roo, Cuauti-tlán
Izcalli, Chimalhuacán, Tuxtla Gutiérrez o el conjunto
de las ciudades de la frontera norte.
Los estudios clásicos
sobre migración de la
escuela de sociología
de Chicago, de
Thomas y Park,
sugerían una
correlación entre
migración y
delincuencia por el
debilitamiento de los
recursos de control social: desaparición de vínculos
comunitarios, pérdida de referentes, etcétera. En
particular, tenían en mente la migración internacional.
Es una conjetura verosímil y que puede sostenerse en
algunos casos. Los trabajos recientes, sin embargo, no
permiten una conclusión indudable.10
El análisis territorial sugiere que hay al menos cuatro
contextos distintos, que requieren explicaciones
distintas. En primer lugar, el homicidio rural en las
zonas más densamente pobladas del centro y sur del
país, muy probablemente asociado a disputas agrarias
y conflictos familiares, también con índices
relativamente altos de violencia doméstica: ése ha
venido disminuyendo en los últimos 20 años de
manera muy acusada. Parece razonable asociar ese
descenso al fin del reparto agrario en 1992 y a una
intensificación de los flujos migratorios hacia las
ciudades y especialmente hacia Estados Unidos.
Siguen habiendo diferencias considerables entre
regiones: siempre es mucho más alto el índice de
homicidios en los municipios rurales de Guerrero que
en los de Yucatán, por ejemplo. Con todo, parece
razonable esperar que en el futuro próximo se
mantenga la misma tendencia a la baja en la mayor
parte del territorio si continúa la emigración y no hay
alteraciones importantes en la estructura productiva
del campo.
En segundo lugar, hay el homicidio urbano: de perfil
más joven, de tasas más altas e inestables en
ciudades con fuerte crecimiento de la población o
ubicadas en puertos y zonas de tránsito intenso, como
Acapulco, Mazatlán, Tapachula, Benito Juárez. Mucho
más bajas y estables, en cambio, en ciudades viejas y
de crecimiento moderado como Mérida, Jalapa,
Veracruz, León, Puebla. Podemos esperar que en el
futuro próximo disminuya y se estabilice la tasa de
homicidios conforme se estabilicen también los flujos
migratorios, que parecen ser una de las causas o al
menos un factor que contribuye a incrementar los
índices de violencia; no obstante, lo probable es que
influyan cada vez más sobre el conjunto, y en
particular sobre las ciudades mayores, los mismos
factores que afectan al índice de homicidios en las
ciudades de países industrializados: desempleo,
desigualdad, delincuencia juvenil, mercado local de
drogas, etcétera.
No hay una correlación consistente entre pobreza y
violencia. No obstante, los estudios recientes sobre
patrones urbanos de homicidio y crimen violento sí
sugieren la influencia de la desigualdad en
combinación con el crecimiento explosivo del
consumo y la disminución de oportunidades laborales,
cuyo conjunto explica en parte la concentración de los
delitos violentos en los barrios marginales y guetos de
las ciudades, tanto en Europa como en Estados
Unidos.11
En tercer lugar hay que contar con el homicidio en las
ciudades de la frontera norte: tasas muy altas,
crecientes y muy inestables, seguramente asociadas
tanto al crecimiento demográfico como al conjunto de
tráficos, mercados informales e ilegales de la zona
fronteriza. No cabe ser optimistas con respecto a su
evolución futura puesto que no es probable que
cambien mucho los factores estructurales e
institucionales que parecen estar en el origen de la
violencia actual: puede desacelerarse el crecimiento
demográfico, pero seguirá habiendo una población
flotante considerable, en tránsito hacia Estados
Unidos; puede haber una mejor coordinación entre las
policías mexicana y estadunidense, pero no es
probable que se modifiquen las políticas fronterizas
que han favorecido la organización actual de los
mercados de frontera.
Finalmente, están las dos zonas problemáticas de
Michoacán y la Sierra Madre Occidental. Tienen en
común la pobreza, la incomunicación y las altísimas
tasas de homicidios. Sin duda, la precaria presencia
del Estado y el aislamiento hacen mucho más
probable el recurso a la violencia, aparte de que sean
zonas particularmente aptas, por eso, para el cultivo y
procesamiento de drogas. En ambos casos la orografía
ha hecho siempre muy difícil la integración al resto del
territorio. No es probable que eso cambie en el futuro
inmediato, es decir, seguirán siendo regiones
complicadas.
Fernando Escalante Gonzalbo. Investigador y
catedrático de El Colegio de México. Entre sus
publicaciones: A la sombra de los libros: lectura,
mercado y vida pública y La mirada de Dios. Estudio
sobre la cultura del sufrimiento.
1 En Estados Unidos, por ejemplo, la elección entre los
registros del Departamento de Justicia, del Uniform
Crime Report, o las estadísticas vitales del
Departamento de Salud. En México las fuentes son de
PGR y de INEGI.
2 Es el registro de los homicidios dolosos, es decir,
deliberados, según la definición de la OMS. No incluye
los posibles homicidios culposos, donde hay alguna
responsabilidad por negligencia.
3 Es conocida la discusión, en Estados Unidos, sobre
una “cultura de la violencia” en el sur, cuyas tasas de
homicidios parecerían ser sistemáticamente más altas
que las de ambas costas, por ejemplo. No hay una
explicación definitiva. Para un panorama de los
análisis territoriales del homicidio, en particular en
Estados Unidos, ver Derek Paulsen y Matthew
Robinson, Crime Mapping and Spatial Aspects of
Crime, Prentice Hall, Nueva Jersey, 2009.
4 Ver Alfred Blumstein, “Youth Violence, Guns and the
Illicit-Drug Industry”, Journal of Criminal Law and
Criminology, n. 88, 1995. También, para una discusión
de las tesis de Blumstein, ver Benjamin Pearson-
Nelson, Understanding Homicide Trends. The Social
Context of a Homicide Epidemic, LFB Scholarly
Publishing LLC, Nueva York, 2008.
5 Para una primera aproximación, William I. Thomas,
On Social Organization and Social Personality, The
University of Chicago Press, Chicago, 1966, y Robert
E. Park, On Social Control and Collective Behavior, The
University of Chicago Press, Chicago, 1967,
6 En tiempos recientes se ha revivido el concepto de
anomia en sus dos variantes, la de Durkheim y la de
Merton, y se intenta darle una definición operativa,
que permita análisis estadísticos. Ver Nikos Passas y
Robert Agnew (eds.), The Future of Anomie Theory,
Northeastern University Press, 1997.
7 Bernardo García Martínez, Las regiones de México.
Breviario geográfico e histórico, El Colegio de México,
México, 2008, pp.146 y ss.
8 “Es el único caso que subsiste en México de lugares
donde los pocos automóviles que hay han sido
llevados en tren” (Bernardo García, ibíd., pp. 228-
229).
9 Ibíd., p. 229.
10 Sin ir más lejos, los índices de homicidios entre la
población “latina” en Estados Unidos no son mucho
mayores que los de la población en general, y sí
apreciablemente menores a los de la población
afroamericana. Ver Ramiro Martínez, Latino Homicide.
Immigration, Violence and Community, Routledge,
Nueva York, 2002.
11 Ver, por ejemplo, Dwayne Smith y Margaret A.
Zahn (eds.), Homicide. A Sourcebook of Social
Research, Sage Publications, Thousand Oaks, CA,
1999.