Colonialidad del poder, estudios culturales y filosofía latinoamericana1
Entrevista con Santiago Castro-Gómez
¿A partir de qué preocupaciones te vinculas con los Estudios Culturales?
Tengo formación como filósofo y desde mis años de estudiante me ha venido
ocupando el problema de la historicidad radical de la existencia humana y de
todas sus producciones. Me vinculo inicialmente a este problema desde la
tradición del historicismo filosófico latinoamericano en la línea abierta desde
José Ortega y Gasset y José Gaos por autores como Leopoldo Zea, Arturo Roig,
Horacio Cerruti, Arturo Ardao y otros. El proyecto del historicismo
latinoamericano era construir un “archivo” que recogiera la mejor producción
intelectual de los países de la región desde los siglos XVI al XX a través de una
sub-disciplina denominada la “Historia de las ideas”. Éste sería el paso previo e
indispensable para que, sobre esa tradición histórica propia, pudiera construirse
una filosofía auténticamente latinoamericana. La identidad cultural tendría que
afirmarse desde el reconocimiento filosófico de la propia historia. Pues bien, fue
el fracaso de este proyecto filosófico latinoamericanista lo que me acercó a los
temas abordados por los estudios culturales.
Ya en mi primer libro, Crítica de la razón latinoamericana, y recogiendo los
diagnósticos de autores como Jesús Martín Barbero, Néstor García Canclini, José
Joaquín Bruner, Nelly Richard y otros, realicé una fuerte crítica a los discursos
latinoamericanistas. La inspiración básica me venía del famoso texto de Edward
Said, que mostraba cómo el “Oriente” no era otra cosa que una formación
discursiva que jugaba al interior de una serie de dispositivos de poder. Mi
argumento central era entonces que el “Latinoamericanismo”, al igual que el
1 Entrevista realizada para la revista Cultural Studies. Agradezco al profesor Jeffrey Cedeño, del
Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana por invitarme a participar en este número de la
revista
“Orientalismo”, es el conjunto de discursos que producen a “América Latina”
como una entidad histórica dotada de un ethos propio y de unas identidades
culturales “exteriores” a los procesos de modernización, que son vistos como
injerencias que provienen de “afuera”. Los estudios culturales me ayudaron a ver
que tal “exterioridad” latinoamericana con respecto a la modernidad no es otra
cosa que un gesto nostálgico y además populista de un sector de la
intelectualidad criolla.
Pero América Latina tiene una larga tradición de análisis cultural y
materialista. ¿Dónde y cómo, desde tu punto de vista, esta tradición intersecta
con los Estudios Culturales en la tradición anglosajona?
Bueno, esa pregunta se cruza en parte con lo que acabo de decir. La pretensión de
la Historia de las ideas latinoamericanas era, precisamente, que existía una
tradición de pensamiento “propio” de América Latina, cuyo archivo era necesario
rescatar y preservar. Se suponía, además, que esta tradición, aunque relacionada
de algún modo con el pensamiento europeo de la modernidad, se diferenciaba
claramente de él. La pretensión de esa Historia de las ideas era levantar el
archivo de la identidad latinoamericana consignada en los textos de sus
pensadores más representativos (Bello, Sarmiento, Alberdi, Martí, Rodó,
Vasconcelos, etc.). Pues bien, mi argumento en la Crítica de la razón
latinoamericana es que ese archivo no nos ofrece las claves para descubrir
ninguna “identidad latinoamericana” que pueda ubicarse en una situación de
“exterioridad” con respecto la modernidad.
Es por eso que no comparto la idea de que antes de los ochenta hubiese una
tradición propia de “análisis cultural” en América Latina, y mucho menos que
fuese “materialista”. El análisis cultural (o los “estudios culturales” si prefieres)
es una formación discursiva que se inscribe en el giro lingüístico de las ciencias
sociales de los años sesenta, y más específicamente en el tipo de análisis abierto
por el posestructuralismo en los años setenta y ochenta. De acuerdo con esta
perspectiva, el lenguaje y la significación, inscritos en complejas relaciones de
poder, son vistos como elementos productores de la vida social. Ahora bien, este
tipo de análisis era desconocido en Latinoamérica antes de los años ochenta. Ni
siquiera a los pensadores marxistas, que analizaban el problema del poder, se les
ocurrió jamás que el lenguaje podía “sobredeterminar” las prácticas sociales. No
comparto entonces la idea de que los letrados latinoamericanos de los siglos XIX
y XX hacían “análisis cultural”, pues la mayoría de ellos hablaban de América
Latina como si fuese una entidad que goza de una existencia independiente y
previa con respecto a su construcción semiótica. América Latina como “cosa-en-
si”, existente con anterioridad a su producción discursiva. Por eso podían hablar
de una “identidad latinoamericana” que creían reconocer en la lengua, en la
religión, en el mestizaje, en el talante espiritual de sus gentes, en las luchas de
liberación, en la naturaleza, etc.
Esta aclaración tal vez sirva para dar cuenta de la segunda parte de la pregunta
sobre la intersección con la tradición anglosajona de los Cultural Studies. Sin
embargo, quisiera hacer algunas precisiones al respecto. Lo que diferencia las
prácticas de los estudios culturales en América Latina de otras prácticas similares
en otros lugares del mundo no es el “método” (pues no creo que los estudios
culturales tengan un método propio) sino el lugar de su enunciación. Desde
luego que hay ciertos acentos teóricos que podrían servir como marcas de
diferenciación, y de eso podemos conversar más adelante, pero el punto crucial
aquí es el locus desde el cual se enuncian un estudio cultural. Y por locus no
estoy entendiendo, por supuesto, el territorio (una teoría no es “latinoamericana”
porque se enuncia en un espacio geográfico llamado América Latina) sino
posición estratégica. Lo que cuenta, entonces, no es el “nombre” sino el tipo de
posicionalidad estratégica que adquieren los Estudios Culturales en un campo de
batalla discursivo. Desde este punto de vista, no acabo de entender por qué razón
algunos colegas insisten en tender una especie de “cordón sanitario” en torno a
los nombres (estudios culturales, análisis cultural, prácticas de cultura y poder,
etc.), como si el nombre definiera la práctica. La práctica no la define el nombre
sino la posición en un campo de fuerzas. Es por eso, por ejemplo, que Catherine
Walsh y yo no hemos tenido ningún problema en denominar como “estudios
culturales” a los programas de posgrado que actualmente ofrecen la Universidad
Andina de Quito y la Universidad Javeriana de Bogotá. Yo mismo he hablado
varias veces de “poscolonialismo” para referirme a los trabajos de la red
modernidad/colonialidad entre quienes se cuentan Walter Mignolo, Anibal
Quijano, Arturo Escobar, Enrique Dussel, etc., a pesar de que algunos de ellos
piensan que hablar en América Latina de “estudios culturales” y
“poscolonialismo” equivale a importar modas académicas globalizadas y
eurocéntricas que vienen asociadas con esos nombres.
Has mencionado el trabajo del grupo modernidad/colonialidad. ¿Cuál crees que
pueda ser la diferencia fundamental entre los Estudios Poscoloniales que
adelanta este colectivo, y los Estudios Culturales a los que te referiste antes
(Barbero, García Canclini, Richard, etc.)?
Soy un poco desconfiado frente a las etiquetas, de modo que no me parece
adecuado establecer “diferencias fundamentales” entre los estudios poscoloniales
latinoamericanos y los estudios culturales latinoamericanos, como si se tratara de
dos bloques monolíticos que tienen una identidad definida. Diría que el trabajo
de Quijano, de Mignolo, de Escobar y el mío propio se cruzan en varios puntos, e
incluso utilizamos categorías de análisis comunes, pero el uso de esas categorías
es diferente en cada caso individual. Lo mismo puede decirse seguramente de los
trabajos de Barbero, Richard, Yúdice, García Canclini, Sarlo, etc. Pero para
responder a la pregunta, diría que en los trabajos de estos últimos autores el
problema de las herencias coloniales no ocupa ningún lugar importante en el
análisis cultural que realizan. Por el contrario, en los trabajos de la red
modernidad/colonialidad el problema de las herencias coloniales sí es
absolutamente central. De hecho, su tesis es que no es posible entender los
procesos de modernización sin hacer primero un análisis del modo en que las
herencias coloniales han pervivido en la historia de América Latina y se han
sedimentado en las prácticas económicas, políticas, cognitivas y éticas de la
población. Nótese que en este grupo no se habla de “colonialismo” sino de
“colonialidad”, pues se hace énfasis en que tales herencias coloniales son un
factor endógeno y no simplemente una imposición exógena (como lo son el
colonialismo o el neocolonialismo).
Creo entonces que si puede hablarse de alguna diferencia entre el trabajo de unos
y de otros, ésta radicaría en el modo en que se entiende la “modernidad”. Para
Barbero, García Canclini, Brunner, etc., la modernidad es un fenómeno tardío en
América Latina, que viene de la mano con la emergencia de las industrias
culturales (en los años 40 y 50 del siglo XX) y su incidencia en las políticas del
Estado y en las subjetividades populares. En cambio para Mignolo, Quijano,
Dussel, etc., la modernidad y la colonialidad son fenómenos mutuamente
constituyentes, lo cual significa que nuestra experiencia de la modernidad ha sido
siempre “colonial”, y que la genealogía de esta experiencia debe remitirse hasta
el siglo XVI. Las herencias coloniales son entonces el “filtro” a través del cual se
ha vivido siempre la modernidad en América Latina.
Hablaste del “uso” diferencial que los teóricos poscoloniales latinoamericanos
hacen de algunas categorías de análisis. ¿Podrías ser más explícito con esto?
¿Cuál sería el uso que tú particularmente has hecho de categorías como la
“colonialidad del poder”?
En Quijano y Dussel el uso de esta categoría viene marcado por la influencia que
tuvo sobre ellos el marxismo y la teoría de la dependencia. Por eso sus análisis se
enfocan sobre todo en fenómenos macro-sociológicos, muy influenciados por el
análisis del sistema-mundo desarrollado por Immanuel Wallerstein. Mis trabajos,
en cambio, han sido influenciados vastamente por la obra de Michel Foucault, de
ahí que el énfasis no sea de orden molar sino molecular. Para Quijano, los
análisis se remontan a factores tales como la “división internacional del trabajo”
a partir de la cual se genera una jerarquía etno-racial entre las poblaciones del
planeta. En la cúspide estarían los “blancos” y luego, en orden descendente, los
“mestizos”, los “indios” y los “negros”. Mis trabajos, en cambio, no se enfocan
tanto en definir qué es la colonialidad del poder a un nivel molar, sino en analizar
cómo funciona en un nivel molecular. Lo cual significa entender la colonialidad
del poder como un conjunto de prácticas a partir de las cuales la “identidad” de
una persona se define conforme sea la vinculación de diversos sectores de la
población con un ancestro europeo (lo que en los siglos XVII-XVIII se
denominaba la “limpieza de sangre”). Mis análisis se concentran entonces en
identificar qué tipo de técnicas hicieron posible esta diferenciación etno-racial y
de investigar el modo en que estas técnicas de racialización se articularon durante
la segunda mitad del siglo XVIII con las técnicas de gobierno implementadas por
el Estado borbón en el virreinato de la Nueva Granada. Tal es el enfoque que
presento en mi libro La hybris del punto cero.
En La hybris del punto cero haces referencia a intelectuales colombianos del
siglo XVIII como Francisco José de Caldas, Diego Martín Tanco, Manuel del
Socorro Rodríguez, Francisco Moreno y Escandón, etc., todos ellos vinculados
al movimiento de la “ilustración”. ¿Cómo percibes la figura del intelectual hoy?
Si aceptamos que la globalización y el neoliberalismo han generado situaciones
de intensa crisis en América Latina, ¿cuáles son las condiciones del presente
para elaborar e intervenir intelectualmente en esas crisis? ¿Es la figura del
intelectual orgánico todavía válida? ¿Tiene todavía la Academia una función
crítica que cumplir?
Si nos remitimos a los intelectuales “ilustrados” de la segunda mitad siglo XVIII
veremos que era su relación casi sagrada con el conocimiento científico lo que
definía su “misión ilustrada” en la sociedad. Suponían que así como existía una
jerarquía de las poblaciones conforme a su “limpieza de sangre”, también existía
una jerarquía entre las diversas formas de producir conocimientos conforme
fuese su “limpieza epistémica”. Un conocimiento es tanto más limpio, cuando
mayor sea su capacidad de distanciarse de las contingencias de la vida cotidiana
y acceder a una plataforma incontaminada de observación, que es lo que yo
denomino el “punto cero”. Los habitantes del punto cero reciben la misión de
“ilustrar” a todos los demás mortales; de mostrarles el camino hacia el progreso y
la felicidad y de advertirles sobre todos los peligros que pueden obstaculizar este
camino hacia el progreso. Me parece, sin embargo, que en el curso del siglo XX
esta hybris de la pureza epistémica se rompió en mil pedazos y que nos urge, por
tanto, otra definición de aquello que entendemos por “intelectual”.
La tradición “latinoamericanista” de la que hablábamos antes, muy de la mano
con los proyectos de modernización, colocaba al intelectual en una posición
hegemónica frente a otro tipo de saberes y le otorgaba una misión casi mesiánica.
Pero en el momento en el que emerge la “intelectualidad global de masas” - de la
que hablan autores como Hardt & Negri -, los letrados son despojados de ese rol
salvífico. Ya no pueden representarse como habitantes del “punto cero” de
observación. Estas, sin embargo, no son malas sino de buenas noticias: el
desmoronamiento del ideal ilustrado permite considerar aquello que la hybris del
punto cero había hecho invisible: la persistencia de “otras” formas de conocer el
mundo, que ahora están emergiendo con la crisis global de la modernidad. Por
eso, en lugar de querer “representar” a otros y de ilustrar a las masas ignorantes,
lo que debemos hacer los académicos es tratar de generar cadenas de
equivalencia con otras formas de producir conocimientos (lo que algunos
denominan el “diálogo de saberes”) para escenificar un imaginario global de lo
común.
Los académicos debemos reconocer (a pesar de toda la carga eurocéntrica que
pesa todavía en el ámbito universitario) que el conocimiento producido por la
academia no goza ya de ningún privilegio epistemológico. No se halla ubicado en
el “punto cero”, sino en un punto empírico de observación (punto 1, 2, 3... n) que
no es mejor ni peor que cualquier otro, si bien goza de mayor prestigio social.
Esto quiere decir que lo importante de ese conocimiento no es su “objetividad”
sino el tipo de intereses articulados desde el lugar en el que se enuncian. Con
todo, los académicos debemos entender también que aunque ya no funge como
un “aparato ideológico del Estado”, la universidad sigue cumpliendo un papel
estratégico y continúa siendo un lugar importante de la lucha política, en este
caso de la lucha por el control de los significados. Aunque no seamos
“intelectuales orgánicos”, los académicos podemos contribuir todavía a generar
áreas de apertura crítica. Y lo más importante: podríamos servir de nexo, de
“link” entre diversas formas de producir conocimientos.
Estos planteamientos resuenan con lo dicho en los últimos años por autores
como Michael Hardt y Antonio Negri. Ellos sugieren que la noción de Estado-
nación resulta inadecuada para comprender el mundo contemporáneo, ya que es
la soberanía del “Imperio” la que se ha impuesto en todo el planeta. ¿Cómo te
sitúas en relación a estos debates?
Comparto el diagnóstico de Hardt & Negri en el sentido de que el capitalismo
global (lo que ellos llaman el “Imperio”) ha logrado penetrar en áreas antes
impensadas, convirtiendo la vida misma en una mercancía. Una especie de
biopolítica del mercado que rebasa con mucho esa biopolítica del Estado pensada
por Foucault. Ello no significa, sin embargo, que los Estados hayan dejado de ser
espacios de gran importancia política, y que diversos actores sociales ya no
puedan hacer uso estratégico de las políticas de Estado para negociar sus propias
reivindicaciones. Tomemos el caso del acceso a los recursos genéticos. La
Conferencia Mundial de Río de Janeiro organizada por un organismo
supranacional como las Naciones Unidas para discutir problemas relativos al
medio ambiente y el desarrollo sostenible (1992), aprobó el convenio de la
biodiversidad que obliga a las naciones firmantes a proteger los recursos
genéticos de sus territorios, porque son “patrimonio común de la humanidad”. El
interés del capital global en estos recursos es bastante claro: el acceso a los
recursos genéticos posee un valor económico tremendo debido a su aplicación en
áreas estratégicas como la industria agroalimentaria y la industria farmacéutica,
controlada por un puñado de multinacionales que monopolizan la investigación
de punta en ingeniería genética y en biotecnología. En una palabra: el acceso a
los recursos genéticos es la clave para el éxito o el fracaso de la economía
mundial en el siglo XXI. Es por eso que estas empresas presionan a los Estados
para que tales recursos puedan ser vendidos a través de patentes, apelando a los
derechos de propiedad intelectual. Sin embargo, en algunos Estados (como en
Ecuador y Bolivia) existen políticas que otorgan a las poblaciones indígenas
derechos sobre sus conocimientos tradicionales, que incluyen conocimientos
sobre plantas medicinales, árboles, fauna, etc., muy apetecidos por las
multinacionales, lo cual permite que estos actores sociales se opongan a la
política del mercado global invocando en su defensa una política nacional.
Lo que quiero decir es que aunque los Estados nacionales ya no sean el lugar
hegemónico de la soberanía, sí continúan siendo un terreno importante para la
lucha política. Sin embargo, estoy lejos de creer que la “toma del poder” estatal
pueda seguir siendo vista como una estrategia de “liberación nacional”, tal como
piensan todavía algunos grupos radicales en América Latina, o que el regreso al
Estado paternalista pueda ser una estrategia válida de “lucha popular”. No
podemos llorar sobre la leche derramada y seguir poniendo flores en la tumba de
una modernidad que ya no es nacional sino global. Hay que entender que un
poder transnacional en red debe ser combatido por un contrapoder transnacional
en red. Algunos grupos indígenas en Bolivia y Ecuador son un verdadero
ejemplo de estas nuevas formas de lucha, pero también lo son movimientos
globales como el de Seattle.
Los Estudios Culturales parten hoy, para pensar los sujetos populares, del
estallido de oposiciones clásicas en la teoría cultural: letrado/popular;
popular/masivo, imperialismo/dependencia, manipulación/consumo pasivo.
¿Cuáles son las nuevas coordenadas para pensar lo popular? Pensando en casos
como la crisis argentina, venezolana o colombiana, pero también en Chile,
Brasil o México ¿cómo teorizar sobre los sujetos populares entre la resistencia,
la emancipación y la participación activa? ¿Cómo intervienen las teorías de la
comunicación en estos debates?
Es cierto que los estudios culturales rompen con el discurso colonial según el
cual, los sujetos “populares” pertenecen a una fase preindustrial, anterior a la
modernización, y que son, por ello, un obstáculo para el desarrollo. La ventaja
del “giro cultural” de las ciencias sociales es haber mostrado que tradición y
modernidad, cultura popular y cultura alta, no son “fases” ni “momentos” que
pertenecen a un continuum evolutivo, sino lógicas heterogéneas que coexisten en
el tiempo y el espacio. Pero aún reconociendo estas ventajas analíticas, lo que me
preocupa de este enfoque es su silencio frente al modo en que el capitalismo
global se alimenta de la coexistencia entre lo culto y lo popular. Lo popular ya no
es algo que se encuentra excluido de la cadena de producción y consumo, no es
un “afuera del Imperio”, sino que forma parte de la agenda de las empresas que
escenifican los imaginarios globales de consumo. Lo popular se ha vuelto “pop”
y ha sido despojado de su semántica política.
Entonces me pregunto si la categoría de lo “popular” puede seguir operando
como referente político, y de si tiene sentido continuar hablando de una
“resistencia popular” contra la globalización. Yo no creo que, desde un punto de
vista analítico, pueda decirse que los levantamientos masivos de Argentina
fueron hechos por “el pueblo argentino”, como tampoco creo que haya sido “el
pueblo ecuatoriano” quien sacó a dos presidentes en los últimos años, y mucho
menos que el movimiento antiglobalización sea un “movimiento popular”.
Recuerda que el “pueblo” como categoría de análisis político pertenece a un
contexto histórico en el que los Estados nacionales detentan todavía la soberanía
sobre un territorio. Pero cuando las protestas ya no se dirigen contra las agendas
modernizadoras del Estado sino contra las agendas globalizadoras del mercado
(como son las políticas del FMI y el BM en el caso de Argentina, o el TLC en el
caso de Ecuador) entonces la categoría de “resistencia popular” se queda corta.
Antes que de “pueblo”, tendríamos que hablar de múltiples y heterogéneas
prácticas locales que tienen la potencia de articularse globalmente. Me parece
que éste es el sentido de la categoría de “Multitud”, que Hardt & Negri proponen
como alternativa a la de “Pueblo”.
Después de este recorrido de preguntas, finalicemos regresando a tu
planteamiento inicial. Decías que las preocupaciones que te llevaron a pasar por
los Estudios Culturales son de orden filosófico y que los problemas sobre los que
han girado tus trabajos se inscriben de algún modo en la tradición de la filosofía
latinoamericana. ¿Qué queda hoy día de esa vieja pregunta sobre la existencia o
no existencia de una filosofía latinoamericana? ¿Por qué dices que este proyecto
filosófico fracasó?
Esta es una pregunta un poco larga de responder. Lo que he dicho es que el
proyecto de una filosofía “auténticamente” latinoamericana forma parte de una
serie de estrategias discursivas que emergieron en el siglo XX como alternativas
a la dominación neocolonial ejercida sobre los países latinoamericanos. Algunos
intelectuales observaron que tal dominación se replicaba también a nivel de la
filosofía (sólo cuenta como “filosofía” lo que viene directamente de Europa), y
como paradójicamente consideraban que la filosofía era la más alta expresión de
la cultura, creyeron que la descolonización de la filosofía era el primer paso para
avanzar hacia una descolonización de la cultura, paso igualmente necesario para
una descolonización económica y social. Como puedes ver, aquí hay dos ideas
que son bien problemáticas. Primero, la idea de que la filosofía goza de algún
estatuto privilegiado, que es algo así como la “conciencia crítica de la sociedad”
o la manifestación más elevada de una cultura y de un pueblo en un momento
dado. Esta era una idea romántica muy arraigada en aquellos primeros autores
que impulsaron el proyecto de la “filosofía latinoamericana”, como por ejemplo
Leopoldo Zea, y Arturo Ardao, e incluso en filósofos de la liberación como
Dussel y Salazar Bondy. Pues bien, cuando digo que el proyecto de la filosofía
latinoamericana “fracasó” me refiero en parte a la crisis en la que ha caído esta
concepción romántica de la filosofía. A nadie se le ocurre ya que la “crítica” sea
un monopolio de los filósofos y mucho menos que ellos gocen de algún estatuto
“superior” al de los antropólogos, los historiadores, los sociólogos, etc. Lo que
yo llamo “actitud crítica” es algo que no pasa necesariamente por la filosofía
como “disciplina”, y que lo mejor sería hablar de “practicas filosóficas” que se
despliegan en muchos ámbitos del conocimiento (no sólo del académico) y que
tampoco tienen que pasar necesariamente por el ejercicio profesional de la
filosofía.
La otra idea es que, como fiel reflejo de la identidad cultural de un pueblo, la
función de la filosofía debe ser indagar o “rescatar” esa identidad cultural. Aquí
me parece que hay implícito un populismo político que va de la mano con el
romanticismo del que hablaba antes. No en vano, el proyecto de la filosofía
latinoamericana surgió en el seno de gobiernos populistas como el de Cárdenas
en México y Perón en Argentina. Y en el seno de una intelectualidad letrada que
propugnaba por una “identidad latinoamericana” cuya racionalidad veía como
enteramente diferente a la desplegada por el capitalismo, el imperialismo, el
colonialismo, etc. Un discurso latinoamericanista que hoy suena ya ridículo
como estrategia discursiva de oposición. Hasta los gobiernos de derecha hoy día
en la región propugnan por una integración latinoamericana. En Colombia eso
figura incluso en la Constitución. De modo que el “latinoamericanismo”, el
“nuestramericanismo”, dejó de ser hace mucho un discurso crítico, como tal vez
lo había sido en el pasado. A eso me refiero entonces con el “fracaso” del
proyecto de la filosofía latinoamericana.
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