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CATRINAefraínrojasbruschetta

“Yo andaba buscando la muertecuando me encontré contigo:

de ahí, tengo el corazónen dos mitades partido.”

(La Ixhuateca, canción istmeña)

Pos no. No jallé zombis. O no muchos, pues. Al menos no en las tierras zacatecanas en donde me tocó pasa los Días de Muertos.

Suspiré aliviado. No porque fueran a comerme el cerebro, como dicen por áhi (en todo caso no me encontrarían mucho pa’ comer), sino porque constataba con eso que, al menos por esos lares, la modita zombi no ha calado tanto como para imponerse en el imaginario tradicional, qué caramba.

Lo que sí me topé fue un montonal de catrinas, de todos colores (y no sé si sabores, la verdad), entronizadas ya como reinas y señoras de la representación jocosa de la Muerte que en el país viene recuperando fuerza, vigencia y riqueza simbólica. Por algo será.

La disputa por los símbolos, sus connotaciones y su ejercicio, es constante. En ese tenor se despliega la confrontación entre las manifestaciones culturales de los distintos estratos sociales, en situaciones polivalentes que oscilan entre el conflicto y la conjugación, y muy a menudo implican ambas cosas. Para más, la cultura de masas (producida para el consumo, con intención y visión mercadotécnicas) amalgama cuantos elementos puede para construir modas comercialmente aprovechables, influyendo con fuerza en el imaginario colectivo, que se mueve así entre moda y tradición.

La Catrina omnipresente (pues ya se aparece mucho más allá de su Reinado temporal en Días de Muertos, y no solo en todo el país, sino que se proyecta cada vez más al extranjero) es ejemplo paradigmático de ello. Sus características de seducción y elegancia de género, sarcasmo social, impunidad crítica -¿qué tiene que perder, si ya está muerta?-, ambivalencia plena de vida que florece desde los huesos del esqueleto (¿quién puede estar más viva que esa Muerte Florida?) son terreno extremadamente fértil para casi todo: desde el discurso radicalmente subversivo hasta las más bizarras asimilaciones al discurso cultural neoliberal.

Tal vez está marcada por su origen: como figura pública, la Catrina tiene dos padres reconocibles, y sus dos nacimientos la definen. José Guadalupe Posada, ilustrador genial, y políticamente más cercano al Porfirismo que a la Revolución, la generó primero, enmarcada en la sátira social (más conservadora que subversiva) en donde la Catrina simbolizaba a esas mujeres marginales del pueblo que se ganaban la vida en oficios que van desde la venta de flores y cigarros hasta la de

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servicios sexuales, y que se ataviaban tratando de seguir la última moda dentro de sus modestos recursos, para hacerse comercialmente atractivas.

De ahí no pasaba la cosa, en principio, pero la tal Catrina, como era de esperarse, empezóse a llenar de connotaciones sociales cada vez más amplias, y terminó por nacer otra vez (Calaca tenía que ser, pues) en el archifamoso mural de Diego Rivera, quien, bromista y socarrón como siempre, le asignó trono al centro del Reino Mexicano desplegado en la Alameda Central capitalina, ya en ejercicio pleno de esas connotaciones ambivalentes, tanto como expresión macabra del orden establecido, como de sarcasmo feroz contra él. La filosa ironía resultante sigue siendo el acertijo conceptual que nuestra sociedad no se anima a desentrañar.

Tan no se anima, que la cotidianidad mexicana sigue acumulando muertos como si de una industria más se tratara, dejando en manos de la Mala Muerte violenta lo que, en todo caso y de acuerdo a las tradiciones originales, debiera ser asunto de la Buena Muerte en paz. La disputa por el símbolo entra al terreno de la actualidad política por esa vía conceptual. La Calaca pareciera interrogarnos sobre cómo queremos asumirla: como el símbolo milenario de la vida que se renueva por la vía de la muerte fecunda, o como la pesadilla del horror que parece interminable, perpetrado y perpetuado por la injusticia, la impunidad, la corrupción y el crimen.

A un paso estamos de que Doña Catrina termine por sernos expropiada, también, como tantos otros símbolos, por la oligarquía nacional, que quiere transformarla en su cínico espejo. A no olvidar, entonces, que la Catrina original es otra cosa: la disfrazada irreverente, memoriosa, por fuera revestida de estirada lagartija, pero por dentro, en hueso, lépera subversiva, que acumula saberes populares en la ciencia y conciencia de que se harán poderes populares, cuando se llegue el día.

Entre tanto, “¡Catrina de mis amores!” (como diría el pregón), cantemos y bailemos, musa de los poemas populares: