Download - 104 - Benemérita Universidad Autónoma de Pueblacmas.siu.buap.mx/portal_pprd/work/sites/filosofia/resources/PDFContent/798/012.pdf3 Ver, de Erich Auerbach, Mimesis. La representación

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El arte de la ciencia: literatura e historia1

Rafael Torres Sánchez*

Se miente más de la cuenta por falta de fantasía:

también la verdad se inventa.

Antonio Machado

OberturaLa familiaridad del trato que se otorgan la literatura y la historia motiva y jus-tifica el coloquio que hoy toca a su fin.2 Quisiera agregar, a lo que se ha dicho, un par de ideas y hacia el final, a manera de punto y seguido, una propuesta a favor de diálogo tan pertinente e importante. Con alta probabilidad resonarán en ellas ecos de las contribuciones que han delineado el marco auditivo de la es-cena en la que nos hemos movido desde ayer. Menos que a la pintura, le encar-garé la transmisión de las palabras, como hacían los antiguos mayas, al matiz.

Quien se proponga hablar de las relaciones entre historia y literatura hará bien en definir qué entiende por una y otra porque sucede que, de tanto decir cosas, terminan por confundirse. “La literatura, –responderán a coro los dic-cionarios–, es el arte que utiliza como instrumento la palabra. Por extensión, se refiere también al conjunto de producciones literarias de una nación, de una época o incluso de un género (la literatura griega, la literatura del siglo xviii, la literatura fantástica, etc.) y al conjunto de obras que versan sobre un arte o una ciencia (literatura médica, literatura jurídica, literatura antropológica, etc.). Es estudiada por la teoría literaria”. Parecida parquedad delimita naturalmente, desde tan reducida pero ineludible perspectiva, a la historia. Sin poner en pre-dicamento su estatus científico, los diccionarios dirán, más o menos, que tiene como objeto el estudio del pasado de la humanidad y como método el propio de las ciencias sociales; también que se denomina historia al período que se ex-tiende desde la aparición de la escritura hasta la actualidad.

Nótese que el minimalismo conceptual de los diccionarios no marcha a la zaga del que exhiben algunos planes y programas de estudio tatuados por la or-

* Rafael Torres Sánchez es licenciado y maestro en Economía con doctorado en Historia. Pero es, además, poeta y ensayista; entre sus libros de poesía destacan Entre la ? y la ¡ (1978); Cuatro fechas y un son para niños (1982); Fragmentario (1985), por el que se hizo acreedor al Premio Nacional de Poesía Carlos Pellicer; Teclear (1986); Juego de espejos, seis poetas hipotéticos (1990); El arquero y la liebre (1994); Arribita del río (1998); Ejercicios en el cementerio (2005); Bastón de ciego (2007). Otras obras suyas son Óscar Liera. El niño perdido (2000); Revolución y vida cotidiana. Guadalajara 1914-1934 (2004), además de Balzac para historiadores (2011).

1 Los días 19 y 20 de marzo de 2013 se llevó a cabo en la Universidad de Guadalajara un Coloquio Internacional de Historia y Literatura. La conferencia inaugural estuvo a cargo de Enrique Florescano, homenajeado por sus 51 años de labor académica, y quien disertó sobre “Historia y Ficción”, uno de los temas que ha tratado ampliamente en su libro La función social de la Historia, publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2012. Durante dos días y en una veintena de mesas de trabajo, especialistas intercambiaron diferentes puntos de vista acerca de la Historia y la Literatura, las que (Alfonso Reyes dixit) se mecieron en la misma cuna. La conferencia de clausura estuvo a cargo de Rafael Torres Sánchez, el coordinador del Coloquio, y el tema fue “El arte de la ciencia: literatura e historia”, que es el texto que presentamos a nuestros lectores en esta entrega de Graffylia gracias a la generosidad de su autor.

2 Eventos parecidos se han llevado y se llevan a cabo en la Siemens Stiftung de Múnich, Alemania, en el Departa-mento de Historia de la Universidad de Siena, Italia, en la Universidad de Guanajuato, México y en El Colegio de Michoacán, A. C., mismo país, entre otros sitios.

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todoxia, refractaria a simposios y actualizaciones bibliográficas. Pero los hechos, por más notables que sean, no deben entretenernos demasiado, independiente-mente del ámbito al que estén referidos, educación superior o pentagramas. A la hora de tocar música, el solfeo pasa a segundo plano, cediéndole el primero a la interpretación de la partitura. La semejanza de este movimiento con el de la investigación y la síntesis es nítida, y, aunque no deseamos adelantar vísperas, aprovechemos la obertura: casi cualquiera puede ser investigador o, como se dice a la ligera, “científico”; cosa muy distinta sucede con el arte de la escritura. Que en ello tenga mucho que ver la manera en que se asumen, para el caso, las relaciones entre la historia y la literatura, es el nudo que tratarán de deshacer, o por lo menos aflojar, estas notas. En otros términos y, para entrar en materia, salta a la vista que la probabilidad de cumplir las dos primeras operaciones de la práctica histórica es más alta que la de hacerlo a cabalidad con la tercera. En ésta, como veremos enseguida, es donde los caminos de la literatura y de la his-toria se cruzan de forma más visible, porque, debería percibirse sin dificultad, tampoco dejan de hacerlo en las dos primeras. Difícilmente alcanzará la recti-tud literaria una escritura torcida. Más adelante revisitaremos las tres fases de la práctica histórica, comparándolas con la creación literaria a fin de ver las se-mejanzas y las diferencias, reales y supuestas, que guardan.

TemaPrimer movimiento o recapitulación del consenso: las diferencias entre la his-toria y la literatura, desde la proclama más elemental de que esta última debe aspirar a la verosimilitud mientras que la primera a la veracidad, hasta las más elaboradas concepciones que reconocen el parentesco entre ambas, si bien sue-len colocarlas en campos claramente delimitados (una se apoya en pruebas do-cumentales, la otra no; una se atiene a hechos comprobados o comprobables, la otra no, porque los inventa, etcétera del agregado: una emplea citas al pie de la página, la otra no tiene necesidad ni obligación de hacerlo aunque a veces lo haga o induzca a los editores a hacerlo), este consenso suma una crecida y cre-ciente bibliografía. Convengamos en que reducirla al mínimo es tarea de dic-cionarios, a los que hay que agradecer su utilidad. Nuestra labor, en cambio, obliga a las señas particulares de semejante profusión, en virtud de que desde hace tiempo historiadores, escritores y críticos literarios han reconocido las su-tiles, paradójicas y no pocas veces contradictorias relaciones entre historia y li-teratura. No podría ser de otra forma, tomando en cuenta la longeva relación entre una y otra. Erich Auerbach encontró el parentesco en obras fundaciona-les de la cultura occidental, como la Ilíada y los relatos bíblicos, y Enrique Flo-rescano en las culturas mesoamericanas.3 Recientemente, el historiador italiano Carlo Ginzburg ha abundado en el tema,4 y otro tanto cabe decir de Franklin R. Ankersmit,5 quien, como hacen numerosos historiadores, reconoce la deuda con Hayden White.6 Jacques Le Goff estudia también la literatura en la historia,7 lo mismo que Jacques Barzun;8 Emmanuel Le Roy Ladurie no deja de ver esa

3 Ver, de Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, México, FCE, 2011, (especialmente el ensayo titulado “La cicatriz de Ulises”, pp. 9-30) y de Enrique Florescano, Memoria mexicana, México, FCE, 2004 (especialmente los capítulos I a IV, pp. 13-255).

4 Carlo Ginzburg, El hilo y las huellas. La verdad, lo falso, lo ficticio, Buenos Aires, FCE, 2010.5 Franklin R. Ankersmit, Historia y tropología. Ascenso y caída de la metáfora, México, FCE, 2004, Breviarios, Nº 516.6 Hayden White, Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, México, FCE, 1992, y El contenido

de la forma, Barcelona, Paidós Básica, 1992.7 Jacques Le Goff, Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Barcelona, Gedisa, 1991.8 Jacques Barzun, Del amanecer a la decadencia. Quinientos años de vida cultural en Occidente (de 1500 a nuestros

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presencia entre los historiadores;9 por su parte, Jean Starobinski10 y Pierre Vi-lar11 han dedicado sendos artículos esclarecedores al tema. En este sentido, y, más cercanos a nosotros, cabe mencionar a Luis González,12 Jacques Lafaye13 y Miguel León Portilla,14 entre otros, como José Ortiz Monasterio,15 Jean Meyer,16 Antonio Rubial17 y Rafael Torres Sánchez.18 Del lado de la crítica y los estudios literarios, son conocidos y apreciados los trabajos de Vladimir Propp,19 Arnold Hauser,20 George Lukács,21 Albert Beguin,22 Gustave Cohen,23 Gilbert Highet,24 Ernst Robert Curtius,25 Mijaíl Bajtín,26 Robert Darnton,27 Roger Chartier,28 Philip-pe Ariès y George Duby,29 Alain Corbin,30 Franco Moretti,31 Peter Burke,32 Michel Perrot,33 Walter Muschg34 y aun Charles Simic,35 quien, en sus ensayos, toca las relaciones entre poesía e historia, vínculos más estrechos de lo que suponen los custodios autodelegados de Clío en la tierra, quienes pretenden vetar el acceso al banquete a todo aquel que no porte el medallón de la ortodoxia en el pecho.36 Menos lejanos en el tiempo y en el espacio, sobresalen Octavio Paz,37 Margit

días), Madrid, Taurus, 2001.9 Emmanuel Le Roy Ladurie, Entre los historiadores, México, FCE, 1989 (1ª ed. en francés, 1989).10 Jean Starobinski, “La literatura. El texto y el intérprete”, en Jacques Le Goff y Pierre Nora (directores), Hacer la

historia, Barcelona, Laia, 1979, Vol. II. Nuevos enfoques, pp. 174-189.11 Pierre Vilar, “El tiempo del Quijote”, en Crecimiento y desarrollo, Barcelona, Ariel, 1980, pp. 332-346.12 La obra de Luis González sería inconcebible sin la presencia de la literatura como fuente para la historia y aun

como modelo para la confección de sus libros, en los que aparece bajo la forma de capitulares, epígrafes y paráfrasis variadas; es de sobra conocido su Pueblo en vilo, cuyas numerosas ediciones obvian la referencia editorial.

13 Jacques Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional (Prefacio de Octavio Paz), México, FCE, 2002.

14 Miguel León Portilla, Toltecáyotl. Aspectos de la cultura náhuatl, México, FCE, 1983.15 José Ortiz Monasterio, Historia y ficción. Los dramas y novelas de Vicente Riva Palacio, México, Universidad Ibe-

roamericana, 1993.16 Jean Meyer, A la voz del rey, México, Cal y Arena, 1990 (sobre el levantamiento del indio Mariano, en Nayarit).17 Antonio Rubial, Los libros del deseo, México, ConaCulta, 1996.18 Rafael Torres Sánchez, “La vida cotidiana en la narrativa de la Revolución", en Álvaro Ochoa Serrano (coordinador),

Escritores y escritos de la revolufia, México, Colmich, 2004, pp. 41-58, “Juan del riel o lo excepcional en la novela de la Revolución”, estudio introductorio a José Guadalupe de Anda, Juan del Riel, Guadalajara, Exágono, 1990, pp. 9-20, La bottega de la Revolución, México, ConaCulta, 2008 y Balzac para historiadores, México, ConaCulta, 2011

19 Vladimir Propp, El epos heroico ruso, Madrid, Editorial Fundamentos, 1983, 2 vols., Raíces históricas del cuento, México, Colofón, 2008 y Morfología del cuento, México, Colofón, 2008.

20 Arnold Hauser, Historia social de la literatura y el arte, Barcelona, Guadarrama, 1980, 3 vols. 21 Georg Lukács, La novela histórica, México, ERA, 1977 (1ª ed. en alemán, 1955).22 Albert Beguin, Creación y destino, México, FCE, 1997 (1ª ed. en francés, 1973).23 Gustav Cohen, La vida literaria en la Edad Media (La literatura francesa del siglo IX al XV), México, FCE, 1981 (1ª

ed. en francés, 1949).24 Gilbert Highet, La tradición clásica, México, FCE, 1978 (1ª ed. en inglés, 1949), 2 vos.25 Ernst Robert Curtius, Literatura europea y Edad Media latina, México, FCE, 1975 (1ª ed. en alemán, 1948), 2 vols.26 Mijaíl Bajtín, La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, Madrid,

Alianza Editorial, 1998.27 Robert Darnton, La gran matanza de gatos y otros episodios de la historia de la cultura francesa, México, FCE, 1987

(1ª ed. en inglés, 1984), Los best-sellers prohibidos en Francia antes de la revolución, Buenos Aires, FCE, 2008 (1ª ed. en inglés, 1996), Edición y subversión. Literatura clandestina en el Antiguo Régimen, Madrid, Turner-FCE, 2003 (1º ed. en inglés, 1982), El coloquio de los lectores, México, FCE, 2003, El negocio de la Ilustración. Historia editorial de la Encyclopédie, 1775-1800, México, FCE,2006 (1ª ed. en inglés, 1979), Poesía y policía. Redes de comunicación en el París del siglo XVIII, México, Cal y Arena, 2011.

28 Roger Chartier, El mundo como representación. Historia cultural: entre práctica y representación, Barcelona, Gedisa, 1995, Espacio público, crítica y desacralización en el siglo XVIII. Los orígenes culturales de la Revolución francesa, Barcelona, Gedisa, 1995 (1ª ed. en francés, 1991), El juego de las reglas: lecturas, Buenos Aires, FCE, 2000, com-partiendo la dirección con Guglielmo Cavallo, Historia de la lectura en el mundo occidental, México, Taurus, 2006 (1ª ed. en francés, 1997).

29 Philippe Ariès y Georges Duby (coords.) Historia de la vida privada, Taurus, Madrid, 1987, V vols.30 Alain Corbin, El territorio del vacío. Occidente y la invención de la playa (1750-1840), Barcelona, Mondadori, 1993

(1ª ed. en francés, 1988).31 Franco Moretti, Atlas de la novela europea. 1800-1900, México, Siglo XXI, 1999 (1ª ed. en italiano, 1997).32 Peter Burke, La cultura popular en la Europa moderna, Madrid, Alianza Editorial, 1991, Formas de historia cultural,

Madrid, Alianza Editorial, 2000 y ¿Qué es la historia cultural?, Barcelona, Paidós, 2006 (1ª ed. en inglés, 2004).33 Michel Perrot, Historia de las alcobas, México, FCE, 2011 (1ª ed. en francés, 2009).34 Walter Muschg, Historia trágica de la literatura, México, FCE, 2007 (1ª ed. en alemán, 1948).35 Charles Simic, El flautista en el pozo. Ensayos escogidos., 1972-2003, México, Cal y Arena, 2011.36 Ortodoxia quiere decir, en este punto, el apego inviolable al oficio de historiador aprendido en las aulas, que se inclina

abrumadoramente, en México, a la historia política y sus derivados y afluentes, tanto como al mentado “protocolo” con todo e infecciones idiomáticas vueltas ideas fijas: “el estado de la cuestión” o “el estado del arte”, “introducción”, “marco teórico”, “hipótesis central”, “objetivos” o peor aún, “metas”, “conclusiones”, you name it.

37 Prácticamente en toda la obra del Premio Nobel mexicano la historia y la literatura aparecen en forma indesligable; a los fines de un recuento indiciario, sirva evocar Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, que conforma el

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Frenk,38 Fernando Benítez,39 Carlos Monsiváis,40 José Joaquín Blanco,41 Vicente Quirarte,42 Fernando del Paso,43 María Cristina Pons44 y Elena del Río Parra,45 siempre entre otros y por mencionar algunos de los más inmediatos y conoci-dos, como nuestro conspicuo homenajeado, quien, en uno de sus libros más re-cientes, vuelve sobre el tema de las relaciones entre la historia y la literatura.46

Todos ellos reconocen que la literatura y la historia marcharon mucho tiempo juntas antes de separarse a lo largo de los siglos xvii y xix, a medida que la historia dejaba de ser considerada una rama de las artes para ingresar en los recintos universitarios, donde adquirió el rango de un saber regido por normas de investigación rigurosas. ¿Cómo es que nuevamente la literatura, cual bailari-na, irrumpe en la historia contoneándose “en equilibrio inestable sobre la punta de sus pies”, al decir de Freud?47 Recuérdese sintéticamente el decisivo punto de inflexión: si en un principio las fronteras entre la historia y la literatura eran apenas visibles en la bruma antigua y medieval, al sobrevenir el Renacimien-to comenzaron, tenuemente, a ser reveladas, de tal modo que a la generación posterior a Leonardo da Vinci dejó de franqueársele el paso libremente de un campo a otro.48 En este proceso, la Scienza Nuova de Giambattista Vico (1668-1774), representó un papel de suma importancia.49 Extrañamente, una de las contribuciones del jurista y filósofo napolitano fue usufructuada por la desme-moria hasta que, fundida en lo que Enrique Florescano denomina “el aguijón posmodernista”, ha emergido de la amnesia para confundir a quien se mues-tre proclive a la sofistería.50 “La aportación de La nueva ciencia fue descubrir los

tomo 5 de las Obras completas de Octavio Paz, publicadas en México por el FCE, 2001, “Los privilegios de la vista II. Arte de México”, México, FCE, 2006, Obras completas, Vol. 7, “El peregrino en su patria”, México, FCE, 2006, Obras completas, Vol. 8, “Ideas y costumbres I. La letra y el cetro”, México, FCE, 2003, Obras completas, Vol. 9.

38 Margit Frenk, Nuevo corpus de la antigua lírica popular hispánica (siglos XV a XVII), México, UNAM-Colegio de México, FCE, 2003, 2 vols., Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes, México, FCE, 2005, Poesía popular hispánica. 44 estudios, México, FCE, 2006.

39 También en casi toda la obra de Fernando Benítez reaparecen la historia y la literatura sentadas a la misma mesa y departiendo cordialmente. Sólo un par de botones de muestra: El rey viejo, México, FCE-SEP, 1984, Lecturas mexi-canas, Nº 53, De la conquista a la Independencia, México, ERA, 2012, volumen que reúne la trilogía que el escritor dedicó a los tres siglos del virreinato y a la lucha por la Independencia: Los primeros mexicanos, Los demonios en el convento y El peso de la noche.

40 Caso parecido al de Paz, el de Monsiváis; ver, especialmente Imágenes de la tradición viva, México, FCE-Landucci-UNAM, 2006, Las herencias ocultas de la Reforma liberal del siglo XIX, México, Random House Mondadori de Bolsillo, 2009, Escribir, por ejemplo. De los inventores de la tradición, México, FCE-SEP, 2008, Las esencias viajeras, México, FCE-CONACULTA, 2012.

41 José Joaquín Blanco, La literatura en la Nueva España. Conquista y Nuevo Mundo, México, Cal y Arena,1996, Esplendores y miserias de los criollos. La literatura en la Nueva España / 2, México, Cal y Arena, 1995.

42 Vicente Quirarte, El azogue y la granada: Gilberto Owen en su discurso amoroso, México, UNAM, 1990, Repu-blicanos en otro imperio. Viajeros mexicanos a Nueva York (1830-1895), México, UNAM, 2009, Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México. 1850-1992, México, Cal y Arena, 2010, Un paraguas y una máquina de coser, México, Terracota, 2010, Amor de ciudad grande, México, FCE-UNAM, 2011.

43 Singularmente en Noticias del imperio, que, a la fecha, cuenta con varias ediciones en diversas editoriales.44 María Cristina Pons, Memorias del olvido. La novela histórica a fines del siglo XX, México, Siglo XXI, 1996.45 Elena del Río Parra, Cartografías de la conciencia española en la Edad de Oro, México, FCE, 2008.46 Enrique Florescano, La función social de la historia, México, FCE, 2012, Breviarios, Nº 576, especialmente Segunda

parte, “Historia y ficción”, pp. 238-258. 47 Sigmund Freud, Moisés y el monoteísmo, cit. por Michel de Certeau, La escritura de la historia, México, Universidad

Iberoamericana, 1985, p. 325 passim. La década de los treinta fue prolífica en obras de calidad en numerosos ámbitos del conocimiento científico y la creación artística. El Moisés del padre del psicoanálisis es una de ellas. Sobresalen en dicha década las obras de los historiadores Lucien Febvre, March Bloch, Henri Lefebvre y Johan Huizinga.

48 Thomas Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 2006, Breviarios, Nº, 213, p. 283.49 Ver, de Álvaro Matute, Lorenzo Boturini y el pensamiento histórico de Vico, México, UNAM, 1976. En este libro,

el historiador mexicano rescata la calidad de precursor del profesor de retórica y derecho natural Giambattista Vico (1668-1774), quien inaugura tempranamente algunos rasgos de filosofías de la historia que aparecieron en los siglos XIX y XX, de forma particular ese ”disciplinamiento” de la historia, en palabras de Franklin R. Ankersmit. Agréguense a esto los señalamientos formulados por Michel de Certeau respecto a la transformación mental que subyace a la nueva actitud de los historiadores: “Desde el siglo XVI –o, para tomar puntos de referencia más exac-tos, desde Maquiavelo y Guicciardini– la historiografía deja de ser la representación de un tiempo providencial, es decir, de una historia decidida por un sujeto inaccesible al cual sólo podemos descifrar a través de los signos de su voluntad”, en La escritura de la historia, México, UIA, 1985, pp. 21-22.

50 Entre 1980 y 1990 se habló con insistencia de una crisis en las formas tradicionales de investigar y escribir la historia, a pesar de que, como veremos enseguida, la “nueva historia” no había esperado cruzada de brazos para externar su inconformidad propositiva, si bien ajena al énfasis que puso en la tercera fase de la práctica histórica

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cambios en la conciencia humana a través de los textos, imágenes e ideas que asumían la forma, para los profanos, de meros logros literarios, leyendas o mi-tos” –apunta el historiador mexicano–.51 No que la literatura, entonces, inva-da atrabiliariamente la historia, sino que se apersona en ella de forma tan sutil que se vuelve más fácil descartar que explicar su paso de baile, armónicamen-te orientado hacia lo que la “nueva historia” denominó a mediados de los se-tenta de la pasada centuria “historia de las mentalidades”.52

Algunos años antes de que apareciera la obra de Vico,53 hacia finales de 1646 o a principios de 1647, otro autor poco conocido, Jean Chapelain, escribió un ensayo a manera de diálogo al que tituló Acerca de la lectura de viejos roman-ces.54 Chapelain era dilecto de Lancelot del lago, un romance considerado de ín-fima calidad literaria por su amigo Gilles Ménage, quien atribuía su escritura a un bárbaro, siendo por ello imposible de comparar con Homero o Tito Livio. Sin menospreciar la crítica, Chapelain sostiene que Lancelot habla de aconteci-mientos imaginarios y no puede, por eso mismo, ser comparado con los relatos verdaderos escritos por Livio. No obstante, argumenta Chapelain, y esto es lo que nos interesa destacar, el romance puede ser verdadero “en otra dimensión, en tanto imagen fiel de usos y costumbres”. La lección aristotélica seguida por Jean de Chapelain –advierte Ginzburg–, en el sentido de que la obra del poeta no consiste en referir los acontecimientos reales sino hechos que pueden suceder y hechos que son posibles, en el ámbito de lo verosímil y de lo necesario, justi-precia a la literatura como una fuente para la historia y aun como historia ella misma, en virtud de contener “usos y costumbres verdaderos”, independiente-mente de que éstos aparezcan engarzados en acontecimientos imaginarios. Es que, precisa Chapelain, “un escritor que inventa una historia –una narración imaginaria que tiene por protagonistas a seres humanos– debe representar per-sonajes basados en los usos y costumbres de la época en que vivieron: de otro modo, no serían dignos de crédito”.

Doscientos años después de Chapelain, o poco menos, hacia 1833, Die-go Clemencín comenzó a publicar sus pioneros comentarios sobre el Quijote. A pesar de las críticas fundadas y exhaustivas de que hace objeto a los libros andantescos, reconoce que las diferentes lecturas de la composición de las ór-denes de caballería “indican las relaciones que existen entre la Caballería an-dante y la historia, y convencen que los libros caballerescos, en medio de sus monstruosas relaciones, describen en el fondo las costumbres y máximas que verdaderamente dominaron en la Edad Media, y que las ficciones de los caba-lleros andantes eran a las veces muy parecidas a las verdades de los efectivos de los siglos xiii, xiv y xv, época clásica de la Caballería en Europa. Muchas de

el arquero original, –para seguir con la metáfora del venablo– Hayden White. Tras la publicación de Metahistory. The Historical Imagination in Nineteen-Century Europe, en 1973, White consiguió rápidamente la adhesión de numerosos adeptos. Su obra fue traducida al español y publicada en México por el FCE en 1992, con el título de Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX. Ese mismo año, la editorial catalana Paidós publicó otro libro suyo, en el que reitera y amplía sus propuestas en una serie de ensayos acerca de la narrativa, el discurso y la representación histórica: El contenido de la forma. Tal vez no salga sobrando aclarar que White no desecha las dos primeras fases de la práctica histórica, como a veces se da a entender, suscitando confusiones y malos entendidos. Lo que sí hace es enfatizar la tercera de dichas fases, relativa a la escritura y, por extensión, a la literatura.

51 Enrique Florescano, La función social de la historia, p. 72.52 La “nueva historia” aparece en Francia hacia 1974 proponiendo, básicamente, tres rutas a seguir: nuevos problemas,

nuevos enfoques, nuevos temas. A cada una de ellas responden los tres volúmenes que, bajo la dirección de Jacques Le Goff y Pierre Nora, publicó la editorial catalana Laia en 1978, con el título de Hacer la historia.

53 La Scienza nuova fue publicada por vez primera en 1725 y más tarde, corregida y aumentada, en 1730 y 1744.54 Sigo la noticia que de Jean Chapelain proporciona Carlo Ginzburg en El hilo y las huellas…, pp. 109 y passim. El

texto de Chapelain apareció ochenta años después de haber sido escrito, demostrando, una vez más, la resistencia del papel.

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las cosas que se cuentan de los caballeros andantes no eran sino exageración de lo que sucedía”, concluye el célebre cervantista55 una lección que, igual a la de Jean de Chapelain, adelanta la de Auerbach relativa a una vieja idea del Santo Patrón de la historia política, Tucídides, quien intentó reconstruir las dimen-siones de las antiguas naves griegas valiéndose de La Ilíada56: “Imitación de la realidad es imitación de la experiencia sensible de la vida terrestre, de cuyas características esenciales parece deben formar parte la historicidad, el cambio y el desarrollo, y por mucha libertad que se permita al poeta imitador, éste no puede privar a la realidad de esas cualidades esenciales”.57

En la insustituible novela de Cervantes, la opinión que al canónigo de To-ledo le merecen los disparates que contienen los libros de caballerías se acerca a la de Chapelain y Clemencín: “Y si a esto se me respondiese que los que tales libros componen los escriben como cosas de mentira, y que así no están obliga-dos a mirar en delicadezas ni verdades, responderles hía yo, que tanto la men-tira es mejor cuanto más parece ser verdadera; y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el en-tendimiento de los que las leyeren, escribiéndose de suerte, que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, sus-pendan, alborocen y entretengan de modo, que anden a un mismo paso la ad-miración y la alegría juntas; y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud y de la imitación, en quien consiste la perfección de lo que se escribe”.58

Por su parte, la opinión del Caballero de la Triste Figura se acerca más a la ortodoxia que a la flexibilidad historiográfica: “Y los historiadores que de men-tiras se valen habían de ser quemados como los que hacen moneda falsa”, dice Don Quijote, hablando con el bachiller Sansón Carrasco acerca de su propia his-toria, que ya anda en boca de todos.59

Algunos siglos mediante y de este lado del mar, Octavio Paz, Fernando Be-nítez, Jacques Lafaye, Carlos Monsiváis y José Joaquín Blanco, siempre entre

55 Diego Clemencín (1765-1834), Comentarios al “Quijote”, en Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Madrid, Ediciones Castilla, 1967, Segunda parte, cap. XVIII, p. 1616, nota núm. 24.

56 Carlo Ginzburg, El hilo y las huellas…, p. 115. La idea no perdería vigencia. En 1759, señala el historiador italiano, La Curne de Saint-Palaye, autor de Mémoires sur l’ancienne chevalerie, reconoció que en dicha idea se le había adelantado M. Chapelain.

57 Erich Auerbach, Mimesis…, VIII. “Farinata y Cavalcante”, p. 182. Para los aprendices del taller de Alineación y Balanceo Literario “Leonardo” la lección es indispensable; desatenderla los pondría a merced del enano fiscalista que anda por los pasillos del establecimiento siempre atento a la caza de alteraciones ecológicas, gazapos y demás mentimientos.

58 Don Quijote, Primera Parte, Capítulo XLVII p. 429. En su Comentario relativo a lo que dice el canónigo de Toledo, Diego Clemencín remite, por asociación de ideas, al epígrafe de Antonio Machado: “Dudoso se toma aquí en buena parte y significa, no lo que ofrece dudas debiendo ser cierto, sino lo que siendo falso hace dudar si es verdad, por la destreza con que la imita: viene a ser lo mismo que verosímil. En el período que sigue se desenvuelve y explica más este concepto, concluyéndose con que en los libros de invención y de ingenio, la perfección consiste en la verosimilitud y en la imitación: sentencia ciertamente digna del talento y juicio de Cervantes, y muy conforme a lo que dijo también en el prólogo de esta primera parte, a saber: que el autor de libros de esta especie sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que cuando ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Las expresiones de Cervantes coinciden con las del autor del Diálogo de las lenguas, que hablando de los libros de entretenimiento, dice: los que escriben mentiras, las deben escribir de tal suerte que se allegue cuanto fuere posible a la verdad; de tal manera que puedan vender sus mentiras por verdades”. Ver el Comentario, Primera parte, cap. XLVII, nota 42, pp. 1442-1443 en la edición que se indica. Juan de Valdés escribió el Diálogo de la lengua en 1535, pero fue publicado hasta 1737 como Diálogo de las lenguas por Gregorio Mayans Siscar, en calidad de Apéndice de su Orígenes de la lengua castellana (RTS).

59 Miguel de Cervantes Saavedra, op. cit., Segunda parte, capítulo III, p. 501. ¿Se nos permitiría forzar jocosamente el anacronismo?: si los aztecas hubieran sido rasados por el ingenioso hidalgo, hubieran sido quemados con todo y tira de la peregrinación. Los aztecas inventan –en la equivalencia mentirosa del término– un relato que invierte la historia real: inventan Aztlán, su mítico lugar de origen; inventan la “bola” siglos antes de la Revolución de 1910, al incorporar a su mítica peregrinación la llegada a Colhuacán, donde se les incorporan ocho tribus: matlatzincas, tepanecas, tlauicas, malinalcas, colhuas, xochimilcas, chalcas y huexotzincas; inventan el nombre de mexicas desplazando al de aztecas; inventan el parentesco con el prestigioso pasado tolteca y, por último, inventan su he-rencia naua, al hacer suyas las tradiciones y los símbolos míticos de Tula y Colhuacán. Ver, de Enrique Florescano, Memoria mexicana, México, FCE, 2004, pp. 214-217.

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otros, han remontado la superficie literaria de poemas escritos en la Nueva Es-paña por Fernando de Balbuena (Grandeza mexicana) y Sor Juana Inés de la Cruz, hasta sumergirse en el trasfondo histórico que subyace a los versos, despejando incógnitas que los historiadores se han encargado de confirmar.

Cabe preguntarse, entonces, hasta dónde se han separado realmente la lite-ratura y la historia.60 Para fijar los términos de la escisión, conviene aclarar las fases de la práctica histórica.

Segundo movimiento. La resultante de aquella ruptura que acabamos de referir aparece delimitada, hablando de la práctica histórica y aun de cualquier práctica “científica”, por más exacta que sea, en tres fases: 1) el establecimiento de las pruebas;61 2) el análisis o explicación; y 3) la escritura, que trata de todo lo anterior. Sin entrar en mayores detalles, por el momento, en virtud de que el tiempo no premia y sí apremia, notemos que a esta tercera fase se le entiende en historia como representación del pasado o también reconstrucción o aun resca-te, dependiendo de la filosofía o del salvavidas que la sustente. En cuanto a las dos primeras, es necesario advertir la íntima relación que guardan –o deben guardar– con un paradigma de investigación. En ausencia de éste, la búsqueda se hará a tientas, sin rebasar los reducidos límites de la descripción, y eso en el mejor de los casos, cuando el excursionista –o estudioso o “investigador”– escoge bien las palabras. En algún sitio convenientemente sombreado, Gastón Bachelard, el gran fenomenólogo de la imaginación, se recarga en el tronco de un viejo álamo para exclamar que el adjetivo denota una filosofía del mundo.62 Convengamos en que asimilar la imaginación a la tergiversación de la realidad (y de la irrealidad) como estilan por regla general los custodios, redunda en una pobreza de entendimiento y en el riesgo casi seguro de caer en el barranco de las imprecisiones a la hora de sintetizar los resultados de una averiguación. El drama del soliloquio académico de posgrado comienza con un estudiante de licenciatura que le pide al maestro “examen oral”. Entre más pronto se ad-mita que la representación del pasado, para volver al tema, demanda una in-ventiva y una imaginación literaria y no sólo textual, que, lejos de reñirse con el establecimiento de las pruebas y con el análisis es indispensable para llevarlos a buen término, menos tiempo se invertirá en ascender por los altos andamios de las flores hasta el panal del arte. No es gratuito el hecho de que algo de su ex-quisito sabor impregne la saudade de frases que lo asocian inconscientemente a la ciencia, como, por ejemplo, “el arte de curar”, o “el autor”, para referirse al responsable de una investigación, o en el colmo del remate, “la ciencia de la

60 Para una síntesis del proceso de separación entre la literatura y la historia, ver, de Enrique Florescano, La función social de la historia…, p. 225. Al sobrevenir la ruptura, anota Florescano, la historia pasó a ser oficio de eruditos antes que de literatos. Pero, es preciso que preguntemos: ¿qué le impide a un erudito ser al alimón un literato y viceversa? En los tiempos que corren, además del acadestrativismo rampante, la cofradía de los custodios de la ortodoxia y la saturación de todo tipo de trámites que, en las universidades públicas, el ConaCyt y el SNI, por citar el caso mexicano, ahogan la imaginación y la inventiva en un horario de trabajo cotidianamente disminuido y rebajado, al punto de que es imprescindible defenderse con el cuchillo entre los dientes.

61 Que, para el caso de la historia, no sólo se reducen, como debería ser obvio, a documentación de papel. Recuerdo que en una ocasión le preguntaron a Mí Mismo por las fuentes que había consultado para escribir la historia de la vida cotidiana en Guadalajara durante la Revolución. Sorpresivamente, el inquisidor no mostró ni siquiera un esbozo de sonrisa al escuchar que, entre otras muchas, el autor había atendido la prosopopeya de la Minerva (“Justicia, sabiduría y fortaleza custodian a esta Leal Ciudad”) tanto como la exclamación chovinista de la Plaza de la Bandera (“Guadalajara, la de los de Jalisco”) y la proclamación de la insidia a cargo del frontis del Teatro Degollado (“Que nunca llegue el rumor de la discordia”). Ver, de Rafael Torres Sánchez, Revolución y vida cotidiana: Guadalajara, 1914-1934, México, ConaCulta, 2004, y para la importancia de las fachadas, las plazas y las fuentes como documentación, a Maurice Agulhon, Historia vagabunda, México, Instituto Mora, 1988.

62 “Es preciso por lo tanto distinguir en literatura entre el adjetivo que se limita a designar más precisamente un objeto y el adjetivo que involucra la intimidad del sujeto. Cuando el sujeto se entrega enteramente a sus imágenes, aborda la realidad con una voluntad de arúspice. El sujeto viene a buscar en el objeto, en la materia, en el elemento, advertencias y consejos. Pero esas voces no pueden ser claras. Conservan el equívoco de los oráculos” (La tierra y las ensoñaciones del reposo, México, FCE, 2006, Breviarios Nº 551, p. 104).

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curtiduría”. Los conceptos y las categorías hacen las veces de las señas parti-culares del paradigma que indica la ruta crítica de una investigación. Sin ellos, se corre el riesgo de naufragar en las aguas turbulentas del Océano Lírico. Pero su sólo empleo no garantiza, como decíamos hace un momento, algo más que la descripción o, para retomar aquella imagen musical del principio, del solfeo, siendo que lo más importante es la interpretación de la partitura; y ésta, vol-viendo a la historia, sin los procedimientos literarios (tropos, metáforas, símiles, etc.), no traspasará los mojones del informe académico, o seudo, en el peor de los casos. Ni chiste tiene: machacar que la literatura no puede suplir a la his-toria en la representación del pasado social es como reclamarle al cine que sea incapaz de transmitir fielmente una novela. De mayor provecho que insistir en lo que las separa, sería reflexionar en lo que las une: la historia y la literatura narran, cada una a su modo, los avatares de la humanidad, y si la historia ex-plica los procesos sociales efectivamente transcurridos o en curso, la literatu-ra narra los procesos individuales, aquellos “trasfondos” de que habla Erich Auerbach, monólogos interiores, flujos de conciencia o como se les diga, ade-más de tantas otras posibilidades de conductas, pensamientos y sentimientos, razones e imaginaciones, sinrazones y extravíos. ¿Podría el discurso directo li-bre del novelista ser recurrido por el historiador? No, si por definición dicho discurso carece de huella documental; menos aún si redunda en licencias poé-ticas o libertades de novelista. Pero si, “nacido para responder, en el campo de la ficción, a una serie de preguntas planteadas por la historia”, –como anota Ginzburg–, el discurso directo libre incide en el tratamiento de las pruebas do-cumentales, entonces tal vez la representación del pasado experimente otra vuel-ta de tuerca favorable.63 En una anotación en el margen del manuscrito de Mina de Vanghel que quedó incompleto, Stendhal observó que “en una novela [a uno lo] deja frío describir usos y costumbres. Se tiene la impresión de algo morali-zante. Hay que transformar la descripción en estupor, introducir a una extran-jera que se asombra, y transformar la descripción en un sentimiento”.64 Acaso el historiador consiga esto empezando por dejar que el lector escuche, de viva voz, a los muertos que convoca en sus libros, permitiéndoles que transformen por sí mismos la descripción de los usos y costumbres en sentimientos, a la ma-nera de Julien Sorel y Mathilde de la Mole en Rojo y Negro.65

Dentro de poco se cumplirán doscientos años desde que los escritores re-taron a los historiadores.66 Es tiempo de que éstos les correspondan recordan-do al canónigo de Toledo, a Diego Clemencín, a Jean Chapelain y a La Mothe Le Vayer, contemporáneo suyo que puntualizó que la historia también se escri-be sobre lo falso o inexistente, no sólo sobre lo verdadero. Mitos, ficciones, le-yendas, rumores, mitotes. La historia de las mentalidades avala la sugerencia

63 Carlo Ginzburg, El hilo y las huellas…, “La áspera verdad…”, p. 266. El propio Ginzburg reconoce que, un día, los historiadores podrían hacer propio el discurso directo libre “en formas que hoy no logramos imaginar”.

64 Carlo Ginzburg proporciona la anotación de Stendhal en op. cit., pp. 262-263, tomándola a su vez de M. Augry-Merlino, Le cosmopolitisme dans les textes courts de Stendhal et Mérimée, Ginebra y París, 1990, p. 102.

65 Dos ejemplos del lenguaje libre directo en la novela de Standhal; en el primero de ellos, Julien Sorel irrumpe en el discurso del novelista, del cual lo separa sólo un punto y coma: “A fuerza de escrutar al conde Norbert, Julien notó que él llevaba botas y espuelas; y yo debo llevar alpargatas, evidentemente como un inferior”; en el segundo, Mathilde de la Mole alterna su propio discurso con el del novelista, sin necesidad de que éste recurra a las comillas, como pone de relieve Ginzburg, a quien debemos los pasajes de Rojo y Negro en op. cit., p. 255: “Este Sorel tiene algo de la actitud que adopta mi padre cuando hace de Napoleón en los bailes de disfraces. Ella había olvidado del todo a Danton. Decididamente, esta noche me aburro. Se tomó del brazo de su hermano…”.

66 Para el guante arrojado por Stendhal, ver, de Carlo Ginzburg, El hilo y las huellas…, IX. “La áspera verdad. Un desafío de Stendhal a los historiadores”, pp. 241-266; para el madruguete balzaquiano, Rafael Torres Sánchez, Balzac para historiadores.

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adelantada por Le Mothe Le Vayer en 1646.67 Si la literatura suele ser juzgada en función de la historia, como advirtió Borges,68 sería prudente que los apren-dices de escritor se percataran del atractivo que para el boiler del olvido susci-tará un personaje que pida un arroz a la tumbada en Mazatlán, o se siente en la playa a contemplar una puesta de sol en el puerto en Veracruz, caso de que semejante osadía responda a una flagrante alteración ecológica, a la ignoran-cia o simplemente al descuido y no a una licencia de novelista consciente del campo de significación donde se inserta la fantasía. En una nota a su investi-gación sobre el amor moderno, Lawrence Durrell declara haberse vuelto hacia la ciencia para realizar una obra “como un navío de cuatro puentes cuya for-ma se basa en el principio de relatividad”.69 Y no obstante tamaña aspiración, en otra nota declara haber recurrido al derecho del novelista para mejorar la belleza de la plaza Trafalgar, añadiéndole unos cuantos olmos.70 Algo parecido hace Malcolm Lowry quien, antes de colocar una estatua ecuestre del turbulen-to Huerta caracoleando bajo los árboles oscilantes del viejo kiosko de la capi-tal morelense, en la primera página de su excepcional novela procede como un historiador de estampilla postal que ampliara súbitamente la escala de observa-ción: “Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, do-minado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac. Queda situada bastante al sur del Trópico de Cán-cer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawaii y, hacia el este, el puerto de Tzucox en el litoral Atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británica o, mucho más hacia el este, en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala”.71

Michel de Certeau, a quien se debe la conceptualización de las tres fases, habla para englobarlas de operación histórica, operación historiográfica y práctica histórica, entendiendo por ello la relación entre un lugar, varios procedimien-tos de análisis o ejercicios “científicos” y la construcción de un texto (una lite-ratura) como producto final de todo lo anterior. Michel de Certeau aclara que el término científico, “bastante sospechoso en el conjunto de las ‘ciencias huma-nas’ (donde se le sustituye por el término de análisis) no lo es menos en el cam-po de las ‘ciencias exactas’ en la medida en que ese término nos remite a leyes.

67 Ver, de Carlo Ginzburg, El hilo y las huellas…, IV. “París, 1647; un diálogo acerca de ficción e historia”, pp. 109-131. Inagotable sería un listado de obras representativas de historia de las mentalidades, y de las mentalidades como variable de estudio para una historia más amplia. Sólo tres clásicos: Lucien Febvre, El problema de la increduli-dad en el siglo XVI. La religión de Rabelais, México UTEHA, 1959; Werner Sombart, El burgués, Madrid, Alianza Universidad, 1972; Marc Bloch, Los reyes taumaturgos, México, FCE, 1993 (1ª ed. en francés, 1924). El propio Ginzburg sigue las mentalidades en cada uno de los libros que ha escrito, de los cuales citaré tres representativos: Historia nocturna, Barcelona, Muchnik, 1991; El queso y los gusanos, México, Océano, 2000; Los benandanti, Guadalajara, 2005. El tratamiento que Friedrich Katz hace del rumor como variable para el estudio de la historia es, asimismo, ejemplar; véase su tratamiento del telegrama Zimmermann en La guerra secreta en México, México, ERA, 1983, t 2, cap. 9. “Alemania y las facciones revolucionarias”, pp. 11-74. Una aproximación a la mentalidad tapatía durante la Revolución mexicana puede consultarse en Rafael Torres Sánchez, Revolución y vida cotidiana: Guadalajara, 1914-1934, México, ConaCulta, 2004, “El tapatío”, cap. 5. “La ciudad y los hombres durante el período posrevolucionario”, pp. 338-360.

68 Jorge Luis Borges, “Ezequiel Martínez Estrada. Obra poética”, en “Biblioteca personal. Prólogos (1988)”, Obras completas, Buenos Aires, Emecé Editores, 2010, T 4, p. 357

69 Lawrence Durrell, El cuarteto de Alejandría. Balthazar, Barcelona, EDHASA, 1981, p. 8: “Tres lados de espacio y uno de tiempo constituyen la receta para cocinar un continuo. Las cuatro novelas siguen este esquema”

70 Lawrence Durrell, El cuarteto de Alejandría. Mountolive, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1967, p. 8.71 Malcolm Lowry, Bajo el volcán, México, Era, 1980 (1ª ed. en inglés, 1947), pp. 9 y 53, donde los editores sucesivos

de la obra han creído verse obligados a aclarar, mediante un asterisco a pie de página, que, “a pesar de la afirma-ción del autor, no se tiene conocimiento de que haya existido en Cuernavaca un monumento al general Victoriano Huerta”.

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Se puede definir, sin embargo, con su empleo, la posibilidad de establecer un conjunto de reglas que permitan ‘controlar’ operaciones proporcionadas a la pro-ducción de objetos determinados”.72 Por su parte, Enrique Florescano, quien también retoma a Paul Riœur en este punto, define así los tres pilares que sos-tienen a la práctica histórica: 1) la fase documental, que va desde la declaración de los testigos oculares a la constitución de los archivos, y cuyo fin último es el establecimiento de la prueba documental, la presentación propiamente dicha de los hechos; 2) la fase explicativa-comprensiva, donde el historiador recurre no a un modo privilegiado de explicación, sino al “abanico de modos de explica-ción capaces de hacer inteligibles las acciones humanas”; 3) la representación his-toriadora, o sea, “la configuración literaria o escrituraria del discurso ofrecido al conocimiento de los lectores de historia”, en palabras de Ricœur.73

Retengamos, de lo anterior, dos aspectos sumamente importantes, por las implicaciones para el tema que nos reúne: el hecho de que la tercera fase de la operación histórica consista en la construcción de un texto (una literatura), en palabras de Michel de Certeau, o una configuración literaria o escrituraria, en las de Paul Ricœur. Para el caso da lo mismo: tanto el autor original de la acuñación conceptual como quienes lo siguen, vuelven sinónimos texto o escritura y literatu-ra. Y es en este punto donde lo que debería ser evidente se presta a confusiones: la escritura, por sí misma, no es literatura. En cuanto tal, la escritura transforma en signos el pensamiento sin la elaboración creativa de que habla Machado, di-ferenciando la fantasía de la mentira y confiriéndole a la invención una potencia imaginativa que nada tiene que ver con la falsedad, a la que corrientemente se le asocia. “La imaginación es la facultad que descubre las relaciones ocultas en-tre las cosas –advierte Octavio Paz–. No importa que en el caso del poeta se tra-te de fenómenos que pertenecen al mundo de la sensibilidad, en el del hombre de ciencia al de los hechos y los procesos naturales y en el del historiador al de los acontecimientos y los personajes de las sociedades del pasado. En los tres el descubrimiento de las afinidades y repulsiones secretas vuelve visible lo invi-sible. Poetas, científicos e historiadores nos muestran el otro lado de las cosas, la faz escondida del lenguaje, la naturaleza o el pasado. Pero los resultados son distintos: el poeta produce metáforas, el científico leyes naturales y el historia-dor –¿qué produce el historiador?– […] Su reino, como el del poeta, es el de los casos particulares y los hechos irrepetibles; al mismo tiempo, como el científi-co con los fenómenos naturales, el historiador opera con series de acontecimien-tos que intenta reducir, ya que no a especies y familias, a tendencias y corrientes […] El historiador busca la coherencia histórica –modesto equivalente del orden de la naturaleza– y esa búsqueda lo acerca al científico, Pero la forma en que se manifiesta esa coherencia no es la de la ciencia sino la de la fábula poética: no-vela, drama, poema épico. Los sucesos históricos riman entre sí y la lógica que rige sus movimientos evoca, más que un sistema de axiomas, un espacio donde se enlazan y desenlazan ecos y correspondencias.

La historia participa de la ciencia por sus métodos y de la poesía por su vi-sión. Como la ciencia, es un descubrimiento; como la poesía, una recreación. A

72 Michel de Certeau, La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 1985, cap. II, pp. 71-129. Recientemente, Enrique Florescano ha adoptado en términos arquitectónicos la perspectiva de Michel de Certeau en La función social de la historia, “Tres pilares de la operación historiográfica”, pp. 259-278.

73 Paul Ricœur, La memoria, la historia, el olvido, Madrid, Trotta, 2003, p. 179, cit. por Enrique Florescano en op. cit., p. 260. Nosotros optamos por el concepto de práctica histórica para establecer el contenido del oficio que ejerce el historiador, considerando más adecuada la procedencia filosófico- marxista de los términos, que la ascendencia quirúrgico-aritmética.

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diferencia de la ciencia y la poesía, la historia no inventa ni explora mundos; reconstruye, rehace el del pasado […] Situada entre la etnología (descripción de sociedades) y la poesía (imaginación), la historia es rigor empírico y simpatía estética, piedad e ironía. Más que un saber es una sabiduría”.74

Desde el área sombreada bajo el álamo tutelar, Gastón Bachelard, observa que ésta consiste, simple y sencillamente, en la producción de imágenes. Y a fin de excusar esta producción de la impostura o la sobrecarga, anota: “Antes que nada parece ser que la imaginación que no se cansa con la riqueza de sus obje-tos fácilmente sobrecarga a sus héroes de joyas. La imaginación literaria prodi-ga los adornos. En las novelas se llevan más joyas que en la vida”. ¿Cómo iba a dejar de coincidir el fenomenólogo de la imaginación con los autores que he-mos mencionado de manera destacada a propósito de las relaciones entre la his-toria y la literatura? “Piensen lo que piensen los psicólogos que hacen de ella una facultad ilusoria, la imaginación no quiere equivocarse también asumien-do el papel de los atletas que trabajan con pesas huecas”.75

CodaAsí que ya llegamos, como en los juegos de mesa, al venturoso fin. Dice bien Ginzburg y eso acredita la paráfrasis: los textos literarios aparecen impregna-dos de historia y, en tal virtud, son herramientas para el historiador. La litera-tura es, por definición, histórica, desde el momento en que está hecha por seres humanos que entran en ella, y a veces salen. Por eso a la pregunta que el fa-cultativo invocado por su autor en el último lance se formula un poco para sí mismo y otro poco para los “investigadores” –palabra más cercana, por cierto, al escalafón que a prácticas efectivas– responde: ¿Y el arte? “¡Bah!, –dijo Bian-chon– Las invenciones de los novelistas y de los dramaturgos saltan de sus li-bros y de sus obras a la vida real con tanta frecuencia como los sucesos de la vida real escalan el escenario y se muestran en los libros”.76

Los personajes, “seres mitad ficticios mitad reales”, como justamente los lla-ma Antonio Rubial,77 son capaces de escoger su destino e imponérselo al autor, como le sucede a Fernando del Paso, desde las fronteras que pisan, tenues di-visiones quebradizas y fantasmales que se interponen sin cemento ni hormigón entre la verosimilitud y los hechos comprobables mediante documentación.78

Hay que insistir en ello: ¿Sirve la literatura para el estudio de la historia? Sí y no. No, si se pretende suplir el estudio de los procesos históricos median-te las figuraciones; si, por ejemplo, se intenta estudiar la Revolución mexica-na con la narrativa asociada al ciclo en lugar de recurrir a los libros elaborados por los historiadores del conflicto militar, de la política o de la economía. Otra cosa sucede si vemos en la literatura la exploración de las relaciones sociales que flotan en la superficie de la cotidianidad de los procesos históricos conver-

74 Octavio Paz, “Orfandad y legitimidad”, Obras completas, México, FCE, 2012, vol. 8. El peregrino en su patria, I. Pasados, p. 217 y pp. 224-225. Las cursivas son mías, para indicar lo comprometido de los términos que emplea Paz. En rigor, la reconstrucción de pasado no está al alcance del historiador, más cercano en este punto a la ficción que a la realidad, como quiera que ésta última se entienda. Según lo hemos advertido más arriba, la labor del historiador está más cercana a la representación que a la reconstrucción del pasado.

75 Gastón Bachelard, La tierra y los ensueños de la voluntad, México, FCE, 1994, Breviarios, Núm. 525, pp. 343 y 434. En otro lugar, anota el Maestro: “La imaginación formal necesita la idea de composición. La imaginación material necesita la idea de combinación”; ver El agua y los sueños / Ensayo sobre la imaginación de la materia, México, FCE, 1978, Breviarios Núm. 279 , p. 144

76 Honorato de Balzac, “La musa de la provincia”, en La comedia humana, México, Colección Málaga, 1954, T V, p. 477.

77 Antonio Rubial, “En busca del tiempo perdido”, en Conrado Hernández López (coordinador), Historia y novela histórica, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2004, p. 115.

78 Ver, de Fernando del Paso, “Novela e Historia”, en Conrado Hernández López, op cit., p. 94.

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tidos por los oficiantes de Clío en estadísticas, gráficas y explicaciones estruc-turales abstractas en las que desaparecen los sentimientos, las emociones y los pensamientos de los seres humanos. Cuando digo relaciones sociales no me re-fiero, desde luego, a relaciones políticas, ideológicas o de producción, sin que, por lo demás, éstas se evaporen en las pláticas, los encuentros y los desencuen-tros, las coincidencias y las desavenencias de un diario que a diario que tiene mucho de transhistórico. Lo que le dice Mariana Halcombe al profesor de di-bujo Hastright en La dama de blanco, de Wilkie Collins, una novela desbordada por la moral victoriana inglesa del siglo xix, es idéntico a lo que le dice Daisy a Getsby en la novela de Scott Fitzgerald, cuando Gatsby regresa transformado en una especie de Conde de Montecristo de la Gran Depresión norteamericana del siglo xx y pregunta por qué ella no lo había aceptado: porque las chicas ri-cas no se casan con los chicos pobres, le dice Daisy.

¿Por qué, si la literatura y la historia tienen tanto que ver entre sí se les se-para en los planes y programas de estudio de instituciones de educación que entre más superiores se reputan más inferiores se revelan al sancionar y pro-mover semejante artificialidad? ¿No habrá llegado el momento de que en las escuelas de historia se lleve literatura y en las de literatura se estudie historia? A final de cuentas, la historia, antes que otra cosa, es una narración. Difícilmen-te podría objetarse su constitución de ser la ciencia más artística que existe, la más literaria, para emplear unos versos satánicos que irritarán, seguramente, a los custodios más ortodoxos.