Yamile socolovsky etica_clase_3

20
Yamile Socolovsky, Doc. Apoyo Curricular n° 3, Dir. Gral de Cultura y Educación, 2004, Problemas de ética (extracto) PROBLEMAS DE ÉTICA ÍNDICE 1. INTRODUCCIÓN.................................................... ................................... pg. 1 2. DESARROLLO...................................................... ..................................... pg. 3 2.1. Problemas de ética: un esquema conceptual ................................ pg. 3 2.2. El problema de los fines: la ética aristotélica ................................. pg. 4 2.3. El Utilitarismo.................................................... .............................. pg. 6 2.4. El universalismo kantiano........................................................ ....... pg. 8 2.5. Debates contemporáneos.................................................. .............. pg. 11 1. INTRODUCCIÓN: RELACIONES ENTRE ÉTICA Y POLÍTICA En la medida en que ambas se refieren a las acciones humanas, la ética y la política se encuentran estrechamente vinculadas la una a la otra. En esa misma medida, la vida cotidiana nos enfrenta a múltiples situaciones en las que, de un modo u otro, formulamos juicios éticos y nos hallamos comprometidos en decisiones políticas. La ética y la política son inescindibles de nuestras vidas porque vivimos con otros, tenemos ciertas ideas sobre lo que está bien o mal, lo que debería hacerse, lo que es mejor para cada uno de nosotros y para todos. Y aún cuando pensáramos que no hay modo de resolver estos problemas, o aunque no nos interesara tomar posición frente a ellos, no podríamos auto-excluirnos del mundo ético-político: abstenernos también nos compromete, porque si podemos elegir (incluso la opción de no juzgar, no decidir) es porque somos en algún grado libres, y, en esa misma medida, responsables. Esta presentación, que puede ser puesta en discusión, asume su cuota de kantismo. Como explicaba Kant, la libertad es un presupuesto necesario de la moralidad. (Kant, Crítica de la Razón Pura , Prólogo a la Edición de 1787 y “Tercera Antinomia de la Razón Pura”) Cuando juzgamos lo que un hombre ha hecho, y decimos que “no debió haberlo hecho”, presuponemos que “pudo no hacerlo”, y por lo tanto, que es responsable por ello. Si así no fuera, no tendría ningún sentido juzgar su acción. Y mucho menos – supuesto que lo considerásemos necesario – castigarlo. Tampoco habría razón alguna para premiar a alguien que ha llevado a cabo una acción que consideramos valiosa (es decir, a la que otorgamos un valor moral positivo). La ética no tiene lugar cuando no se está dispuesto a asumir que los hombres tienen – al menos en algún grado – libertad para actuar de uno u otro modo; si 1

description

 

Transcript of Yamile socolovsky etica_clase_3

Page 1: Yamile socolovsky etica_clase_3

Yamile Socolovsky, Doc. Apoyo Curricular n° 3, Dir. Gral de Cultura y Educación, 2004, Problemas de ética (extracto)

PROBLEMAS DE ÉTICA

ÍNDICE

1. INTRODUCCIÓN....................................................................................... pg. 12. DESARROLLO........................................................................................... pg. 3

2.1. Problemas de ética: un esquema conceptual ................................ pg. 32.2. El problema de los fines: la ética aristotélica ................................. pg. 42.3. El Utilitarismo.................................................................................. pg. 62.4. El universalismo kantiano............................................................... pg. 82.5. Debates contemporáneos................................................................ pg. 11

1. INTRODUCCIÓN: RELACIONES ENTRE ÉTICA Y POLÍTICA

En la medida en que ambas se refieren a las acciones humanas, la ética y la política se encuentran estrechamente vinculadas la una a la otra. En esa misma medida, la vida cotidiana nos enfrenta a múltiples situaciones en las que, de un modo u otro, formulamos juicios éticos y nos hallamos comprometidos en decisiones políticas. La ética y la política son inescindibles de nuestras vidas porque vivimos con otros, tenemos ciertas ideas sobre lo que está bien o mal, lo que debería hacerse, lo que es mejor para cada uno de nosotros y para todos. Y aún cuando pensáramos que no hay modo de resolver estos problemas, o aunque no nos interesara tomar posición frente a ellos, no podríamos auto-excluirnos del mundo ético-político: abstenernos también nos compromete, porque si podemos elegir (incluso la opción de no juzgar, no decidir) es porque somos en algún grado libres, y, en esa misma medida, responsables.

Esta presentación, que puede ser puesta en discusión, asume su cuota de kantismo. Como explicaba Kant, la libertad es un presupuesto necesario de la moralidad. (Kant, Crítica de la Razón Pura, Prólogo a la Edición de 1787 y “Tercera Antinomia de la Razón Pura”) Cuando juzgamos lo que un hombre ha hecho, y decimos que “no debió haberlo hecho”, presuponemos que “pudo no hacerlo”, y por lo tanto, que es responsable por ello. Si así no fuera, no tendría ningún sentido juzgar su acción. Y mucho menos – supuesto que lo considerásemos necesario – castigarlo. Tampoco habría razón alguna para premiar a alguien que ha llevado a cabo una acción que consideramos valiosa (es decir, a la que otorgamos un valor moral positivo). La ética no tiene lugar cuando no se está dispuesto a asumir que los hombres tienen – al menos en algún grado – libertad para actuar de uno u otro modo; si todo nuestro comportamiento fuera explicable en los mismos términos en que creemos son explicables los procesos naturales, nada sería valorable éticamente. En cierto modo, eso es lo que ocurre cuando se entiende que algún acto humano ha sido completamente determinado por impulsos irracionales (por ejemplo, cuando se resuelve la inimputabilidad de un individuo que ha cometido algún delito, alegando que no se hallaba en pleno uso de sus facultades, por emoción violenta, por sufrir alguna patología, etc.)

Ahora bien, ¿cuáles son los criterios que aplicamos al formular un juicio ético? Y luego, ¿cuál es el fundamento del que aquellos criterios derivan? ¿Es posible fundar una “moral universal”, esto es, un conjunto de principios generales válidos para juzgar las acciones de todos los individuos, en todo tiempo y lugar, y tales que no sean relativos a las preferencias particulares del sujeto que juzga (su propia acción o la de los demás)? Y aquella libertad – que Kant entendía como la “espontaneidad del sujeto para iniciar una serie causal en el mundo”, y que encuentra en su acción una primera causa no causada a su vez por otro fenómeno – que se presentaba como supuesto necesario de la moralidad, ¿cómo debe entenderse? ¿En qué medida somos libres, y por lo tanto sujetos morales? ¿Cómo se explica la relación entre esta

1

Page 2: Yamile socolovsky etica_clase_3

libertad y el hecho de que no dejamos de ser al mismo tiempo “seres naturales”, es decir, seres sometidos también a la determinación por otras causas? ¿Cómo pensar esa libertad que nos mantendría ajenos a la naturaleza de la que formamos parte? Si rechazáramos este postulado ¿podríamos sostener de algún modo que la moralidad es una dimensión constitutiva de la humanidad? ¿Y si la moralidad fuera sólo un engaño que nos hacemos a nosotros mismos, o que dejamos que nos hagan? Estas son algunas de las preguntas que configuran el problema ético, y que luego vamos a recuperar.

Señalábamos al comienzo el estrecho vínculo que une a la ética y la política. La determinación de esta relación estará condicionada por la concepción que se sostenga respecto de una y otra. No podríamos, por ello, definir con mayor precisión estas relaciones sin entrar decididamente en un debate respecto del cual en este documento sólo pretendemos señalar y proponer sus núcleos problemáticos, manteniendo abierta la diversidad de posiciones que configuran este ámbito de la reflexión filosófica. Vale, sin embargo, realizar algunas observaciones generales.

Ética y política, decíamos, refieren a las acciones humanas, y a la dimensión colectiva en la que esta se desarrolla. Es cierto que la ética – y así suele ser presentada y distinguida de la política – parece referirse a la acción individual. Ello no es, sin embargo, del todo correcto. En primer lugar, porque también formulamos juicios éticos sobre la política, tanto en relación con las acciones (políticas) de los individuos, como respecto de las leyes, las instituciones, y los hechos y procesos que consideramos políticos. Por ejemplo: cuando sostenemos que la decisión de un gobernante es inmoral, no la evaluamos meramente como la acción de un individuo “privado”; hay en nuestro juicio una consideración de su responsabilidad pública, y en esa apreciación se conjugan criterios éticos con concepciones políticas. Juzgamos también como moralmente inaceptables ciertas decisiones, procedimientos e instituciones que proceden de los poderes públicos: por ejemplo, un decreto que obligara a todos los alumnos de una escuela pública a rendir culto a una imagen religiosa, la aplicación de un dispositivo represivo para impedir la manifestación de una protesta, o el establecimiento de lugares de encierro para los enfermos que padecen determinada dolencia. Cuando cuestionamos esta clase de hechos que afectan las condiciones en las que vivimos, nuestro juicio tiene un contenido ético, supone que hay cosas que son buenas o que deben hacerse, y cosas que son malas y no deben hacerse, en relación con aquello que nos afecta como colectivo humano. Se trata de aquella clase de cuestiones en las que la ética mide a la política. Pero también hay otro sentido en el cual la ética está ligada – aún cuando juzguemos acciones individuales – a la dimensión colectiva. El juicio sobre las acciones siempre supone un “otro”: otro que juzga, otro que es afectado. En la afirmación de determinada concepción de lo que el hombre debe o no debe hacer, de lo que es bueno o malo para el hombre, los otros intervienen en la aparente soledad del juicio del individuo (sea que se aplique sobre la conducta de otros, sea que lo haga respecto de sí mismo) a través de una creencia que remite siempre a un contexto social y cultural específico.

La filosofía política se debate ante la dificultad de abordar una problemática particular: la política tiene que ver con lo contingente – como diría Aristóteles – con aquello que “puede ser de otra manera”, y no meramente con lo que “debe ser”. Es constitutiva de la filosofía política la discusión sobre su competencia y su objeto: si la filosofía, al ocuparse de estas cuestiones, tiene que proponer modelos y normas ideales respecto de cómo deberían vivir los hombres, o si tiene que hacer el esfuerzo de comprender cómo de hecho se generan las condiciones de la vida colectiva, entendiendo que la política – como la acción humana en general – se despliega en el terreno de las pasiones, la irracionalidad, el conflicto de intereses y de visiones del mundo, la fuerza y los ideales, las potencias del cambio y la inercia de lo que tiende a perdurar y reproducirse. De la respuesta que se de a estos interrogantes se desprenderá una relación específica de la política con la ética, puesto que la última siempre supone una pretensión prescriptiva; es decir, siempre propone o señala un deber (condicionado o absoluto).

Aquel debate - ¿cuál es el objeto y sentido de la filosofía política? - se torna especialmente significativo cuando atendemos a dos asuntos en torno a los cuales el problema se plantea con claridad, y que constituyen los temas típicos de esta zona fronteriza “ético-política” en la filosofía. En primer lugar, el de la determinación de las normas que rigen la vida de una

2

Page 3: Yamile socolovsky etica_clase_3

sociedad. En segundo término, la cuestión de los límites (éticos) en el ejercicio del poder (político).

¿Cuál es el fundamento de la legitimidad de las leyes en una sociedad? ¿Qué otra cosa, fuera del poder coactivo del Estado para imponer su cumplimiento a los ciudadanos, hace que ellas tengan autoridad para condicionar el comportamiento de los individuos? En una sociedad en la que se asume que sólo son válidas las leyes que proceden de la deliberación y decisión de los cuerpos representativos de la ciudadanía, ¿basta con que las normas hayan sido sancionadas de acuerdo con los procedimientos establecidos para considerarlas legítimas? ¿Hay límites éticos a lo que por vía de estos procedimientos se consagra como ley en un Estado particular? Si estos límites no existen o no son reconocidos, ¿qué ocurre cuando una mayoría resuelve algo que no sólo perjudica a una minoría, sino que puede considerarse atenta contra alguno de sus “derechos fundamentales”? ¿Hay algo así como “derechos fundamentales” que los individuos poseerían independientemente de su pertenencia a un cuerpo político particular? Si es así, ¿cuál es su fundamento? Es en este marco que el tema de los derechos humanos se muestra como una cuestión central en la compleja relación entre ética y política.

En este documento de trabajo vamos a presentar algunos ejes conceptuales que permiten organizar el estudio de los problemas éticos y políticos desde una perspectiva filosófica. Partimos, en ambos casos, de esquemas conceptuales básicos que iremos enriqueciendo y complejizando a medida que nos internemos en los debates que ellos encierran, procurando entonces destacar los vínculos entre ambas series de problemas. El tema de los derechos humanos merecerá una especial atención, y formularemos al final una propuesta de trabajo en la que varios espacios curriculares podrían integrarse para abordar de manera interdisciplinaria esta temática.

3

Page 4: Yamile socolovsky etica_clase_3

2.1. Problemas de ética: un esquema conceptual

El siguiente modo de organizar la presentación de las diversas doctrinas éticas – que no tiene que ser necesariamente el mismo que se utilice para el trabajo en el aula – es útil a la finalidad de señalar los puntos centrales del debate contemporáneo, y, en particular, el problema de la fundamentación de los derechos humanos, en el marco de la relación que destacábamos entre ética y política. Vamos a desarrollar brevemente, a partir de este esquema conceptual, un comentario sobre algunas concepciones fundamentales de la ética.

LA ÉTICA

discute los problemas relativos a los criterios a partir de los cuales formulamos

JUICIOS SOBRE LAS ACCIONES HUMANAS(propias o ajenas, individuales o colectivas)

y sobre las instituciones, leyes y ordenamientos jurídico-políticos que pretenden regular esas acciones

y les atribuimos un VALOR en relación con

UN FIN QUE CONSIDERAMOS BUENO

O

UNA NORMA QUE CONSIDERAMOS JUSTA

ETICAS TELEOLÓGICAS Aquellas que juzgan las acciones como “buenas” o “malas”, considerando su relación con un FIN que se asume como un BIEN.

ETICAS DEONTOLÓGICASAquellas que juzgan las acciones como “correctas” o “incorrectas”, “justas” o “injustas”, en atención a su adecuación a una norma o principio de JUSTICIA.

2.2. El problema de los fines: la ética aristotélica

Tal como señalábamos, las llamadas “éticas teleológicas” son aquellas que plantean la cuestión ética en términos de la determinación del criterio por el cual consideramos a una acción (una institución, un estilo de vida, un orden político) como “buena”. Desde esta perspectiva, se entiende que el valor moral de las acciones deriva de su relación con un fin o un bien que se procura realizar.

Hay muchas maneras de concebir el fin último o principal al que se dirigen las acciones humanas: la felicidad, el placer, la realización perfecta de cierta noción de la naturaleza humana, etc. Cada uno de estos fines se puede entender a su vez de diversas maneras, y combinarse con los demás en varios modos. La doctrina que provee el modelo de las éticas teleológicas o de fines es la que propone Aristóteles, para quien toda acción humana tiende a un fin (telos) que es entendido por el agente como un bien. Ese bien puede ser aparente o real, es decir, el agente puede estar equivocado respecto de la “bondad” que atribuye al fin que se propone alcanzar mediante su acción. Lo cierto es que siempre que actúe entenderá a su fin como bueno, y eso es lo primero que hay que tomar en cuenta para analizar su comportamiento.

4

Page 5: Yamile socolovsky etica_clase_3

Por otra parte, el agente puede tender con su acción a un fin que sólo sea un medio para lograr otra cosa, o puede procurarlo en tanto ese fin es un bien en sí mismo. Aristóteles entiende, bajo el esquema teleológico de interpretación de las acciones, que el verdadero y supremo bien para el hombre será aquel fin que consiste en la realización de la perfección propia de la naturaleza humana. Añade, para empezar a intentar responder en qué consiste tal bien, que todos coincidirán en que este fin es la felicidad; y que además es autosuficiente, esto es, que no requiere de otra cosa para ser lo que es. Aristóteles advierte, sin embargo, que los hombres no coincidirían inmediatamente en sus opiniones respecto de aquello que entienden por “felicidad”. Algunos dirán que la felicidad se halla en una vida entregada a los placeres; otros, que reside en el disfrute de la riqueza; otros más, que ella se encuentra en la contemplación de la verdad.

Esta última parecería ser la opción que mejor cuadra con la noción que el mismo Aristóteles provee de la naturaleza humana. La virtud propia del hombre se encontraría en la realización de aquello que en él es lo “más excelente”, y esto no es otra cosa que el ejercicio de su facultad intelectual. Sin embargo, junto a este modelo de una “vida contemplativa”, aparece en este filósofo un modelo alternativo no fácilmente compatible con aquél: el de la vida virtuosa del hombre involucrado en los asuntos prácticos, es decir, del hombre que interactúa con otros en una comunidad. Este modelo se presenta a partir de un análisis de las partes del alma que conduce a identificar en su “parte” superior – el noûs, la inteligencia - dos funciones supremas con sus respectivas virtudes o excelencias: el entendimiento (función teórica) y la prudencia o phrónesis (función práctica). Esta parte superior o “más excelente” es la que manda, en tanto existe otra parte a la que corresponde obedecer; o, mejor dicho, que, siendo ella misma irracional, puede obedecer. Las virtudes propias de la parte que manda son llamadas “dianoéticas”; las que se atribuyen a la parte que obedece son virtudes “éticas”. De modo que las virtudes éticas son disposiciones (hábitos) que llevan a esta parte apetitiva a seguir el curso que la parte racional señala como bueno. Aristóteles no resuelve si existe entre aquellos modelos de la “buena vida” – uno que coloca a la contemplación como el fin último de la vida humana, otro que lo sitúa en la vida acorde con la virtud (ética) - una relación jerárquica, lo cual ha dado lugar a innumerables debates entre sus intérpretes.

La relación entre la ética y la política aristotélicas se torna manifiesta en el análisis de aquello que el filósofo considera el modelo de la vida virtuosa. La virtud ética es definida también como el comportamiento o actitud que corresponde al “término medio entre dos extremos”. Esta “mesura” que se identifica con la virtud ética se traduce en un código de virtudes que caracteriza al phrónimos, el hombre prudente, modelo que personifica el ideal aristocrático de vida en la Atenas del Siglo V. Por ejemplo, la magnanimidad es una virtud, de la cual dice Aristóteles: “El magnánimo se muestra, por sobre todo, en el honor, pero también en la riqueza, el poder y toda clase de fortuna o infortunio, en los que se comportará mesuradamente, cuando tenga lugar cada uno de ellos: no estará exultante cuando lo acompañe la fortuna ni excesivamente dolorido en el infortunio. [...].”. (Ética Nicomaquea, IV, 7, 1124 a]. La phrónesis será la capacidad racional que sabe reconocer, en cada ocasión, cuál es la acción que se adecua a este modelo de conducta, y que constituye en ese sentido el verdadero bien no sólo del individuo sino de la polis, que Aristóteles piensa ordenada del mejor modo bajo un régimen aristocrático en el que gobiernan “los mejores”.

La ética aristotélica podría parecer muy lejana de los requerimientos y presupuestos ideológicos de la sociedad contemporánea. Sin embargo, algunos de los conceptos fundamentales de esta doctrina constituyen la base a partir de la cual en las últimas dos décadas del siglo XX se han levantado numerosas críticas y teorías alternativas al universalismo de cuño kantiano. En líneas generales, una ética aristotélica asumirá, junto al modelo teleológico de explicación de las acciones, que es posible definir una concepción de la “buena vida” compartida por todos los miembros de una comunidad, o, al menos válida y exigible para todos ellos, asentada, si no en la presunta objetividad de cierta noción de la naturaleza humana, al menos en los conceptos fundamentales de un determinado contexto cultural que se pretende homogéneo. De allí que estas éticas sean caracterizadas como “comunitaristas”: ellas no presumen una validez universal, sino exclusivamente intra-

5

Page 6: Yamile socolovsky etica_clase_3

comunitaria. La versión más destacada de la crítica neo-aristotélica al universalismo kantiano es la que formula Alasdair Macintyre, a la cual haremos referencia más adelante. 2.3. El utilitarismo Aristóteles descartaba la posibilidad de que aquel bien real que correctamente podríamos identificar con la felicidad residiera en una vida orientada por el placer. Sin embargo, otras doctrinas hallaron en este principio el fundamento de la ética. En la Antigüedad, es Epicuro quien presenta con mayor claridad una teoría de la acción humana entendida bajo el principio del placer. En la era moderna, el utilitarismo se erige como aquella teoría que colocará en el centro de una ética social la identificación de la felicidad con el mecanismo que regula universalmente la acción individual a través de la búsqueda del placer (y la evitación del dolor).

John Stuart Mill es el pensador que – tras los pasos de Jeremy Bentham, proporciona una elaboración más acabada de esta concepción, que es actualmente una de las corrientes fundamentales intervinientes en el debate ético, y que goza de una enorme difusión como parte de los supuestos comunes de la teoría social. A diferencia del hedonismo clásico (Epicuro), el utilitarismo constituye, en su formulación inicial (fines del siglo XVIII – primera mitad del siglo XIX), parte fundamental de una teoría social crítica, ligada a la teoría política y económica liberal.

El utilitarismo parte de una concepción hedonista de la naturaleza humana (hedonismo psicológico): esto es, asume que de hecho el hombre actúa de acuerdo con el principio de maximizar su placer y minimizar su dolor. A partir de esta constatación, y de la identificación de la felicidad con la búsqueda del placer y la evitación del dolor, deriva una concepción ética que suele formularse de alguno de estos modos, que no son necesariamente incompatibles entre sí: (a) es deber del hombre la búsqueda de la propia felicidad (hedonismo ético egoísta), o (b) es deber de todo hombre ocuparse tanto de la promoción de su felicidad particular, como del incremento del bienestar general de todos los seres humanos, de tal modo que se contribuya a lograr la mayor felicidad total (hedonismo ético universal).

El Principio de Utilidad – se debe procurar la mayor felicidad para el mayor número de personas – se justificaría, en resumidas cuentas, del siguiente modo:

a) todo el mundo desea su felicidad (hedonismo psicológico)b) es deseable que todo el mundo busque su felicidad (hedonismo ético egoísta) c) es deseable que todos busquen la felicidad de todos (hedonismo ético universal)

Sobre este argumento, es posible señalar las críticas que el utilitarismo ha recibido repetidamente. En primer lugar, se ha señalado que este razonamiento cae en lo que se denomina la “falacia naturalista”, consistente en el error de deducir, a partir de lo que “es”, aquello que “debe ser”. De acuerdo con quienes sostienen esta objeción, porque suscriben la concepción de que no hay elementos valorativos en nuestra descripción objetiva de la realidad, no es posible derivar normas partiendo de hechos. En segundo lugar, el paso de (b) a (c) implica una “falacia de composición”, es decir, la atribución al todo de una propiedad que sólo se ha comprobado que corresponde a las partes. Dicho de otro modo: no puede concluirse sin mas que aquello que vale para las partes, tomadas por separado, valga igualmente para la totalidad que las mismas conforman.

No obstante ello, el utilitarismo ha procurado sortear de diversas maneras estas críticas, y una de las especificaciones que ha permitido dar una respuesta a las mismas es aquella que, perfeccionando la noción de placer, ha ampliado la concepción del hedonismo psicológico que se encuentra a la base de la teoría. El placer no se reduce a aquellas sensaciones ligadas a la satisfacción de las “inclinaciones” sensibles, el placer físico, ligado al cuerpo y sus funciones, sino que debe extenderse – porque se trata, precisamente, del placer “humano” – a la satisfacción que procede del pleno desarrollo de las capacidades humanas. Esta ampliación permite entender como placeres, en primer término, los goces “espirituales” o “intelectuales”. Para Mill, por ejemplo, la búsqueda de la propia felicidad corre pareja con la búsqueda de la excelencia, la virtud, el auto-desarrollo y el auto-respeto, y al mismo tiempo con la solidaridad que – basada en una supuesta empatía con los otros – nos mueve a querer también la felicidad

6

Page 7: Yamile socolovsky etica_clase_3

ajena. Es notorio que para poder fundamentar en estos términos una preocupación del individuo por la felicidad de otros, estas teorías deban apelar a la existencia de un sentimiento de simpatía que liga al individuo con sus congéneres, tal que pueda presumirse que cada uno desea para los demás, al menos, el menor sufrimiento posible. No se deriva de aquí necesariamente alguna forma de altruismo – aunque en ocasiones se lo intenta – que pudiera llevar a priorizar el bienestar general o el bien de otros por sobre la propia felicidad. Se trata, en todo caso, de querer la mayor suma de placer para uno mismo con la menor cuota de dolor para los demás.

Hay una clasificación contemporánea de los utilitarismos que puede facilitarnos el análisis de las consecuencias sociales y políticas de estas posturas éticas. Se trata de la distinción entre lo que ha dado en llamarse “utilitarismo del acto” y “utilitarismo de la regla”. La primera clase de doctrinas utilitaristas son aquellas que consideran que para determinar la bondad o maldad de una acción sólo deben tomarse en cuenta sus consecuencias inmediatas. Los utilitarismos “de la regla”, en cambio, entienden que es necesario atender a las consecuencias que se derivan de la aplicación habitual de la regla a la que respondería el acto en cuestión. (Es decir que para juzgar la bondad moral de un acto es preciso evaluar qué ocurriría si supusiéramos que normalmente y de manera generalizada los hombres actuaran de ese modo). Esta versión acerca al utilitarismo a los requerimientos de universalizabilidad que – como veremos -caracterizan a las éticas de base kantiana, aunque la diferencia fundamental entre estas dos grandes corrientes filosóficas persiste en cuanto el utilitarismo atiende al valor que tendrían las acciones en virtud del fin (o bien) que con ellas se procura obtener; es decir que ellas nunca tienen valor moral en sí mismas, sino en tanto que medios para la consecución de un fin deseado (como bueno). Es por ello que se dice que el utilitarismo es una doctrina ética “consecuencialista”. Sin embargo, esta consideración hecha por los “utilitarismos” de la regla permite – con algunas premisas adicionales – intentar sortear una de las críticas más serias que se han hecho a esta doctrina: su incapacidad para establecer criterios que permitan asegurar un conjunto de garantías o derechos fundamentales para los individuos. Si el Principio de Utilidad prescribe, en el plano de la ética social, procurar la mayor suma de felicidad para el mayor número de personas, ¿qué ocurriría si la mayoría encontrara placer en algo que implique un perjuicio grave para una minoría? ¿De qué modo podrían justificarse límites para la búsqueda de la felicidad en estos términos? Desde el punto de vista de un “utilitarismo de la regla”, podría sostenerse que existen ciertos daños (seguramente, los crímenes de lesa humanidad) que suponen para quienes los padecen un perjuicio que, en un cálculo de utilidades, no podría ser de ningún modo compensado por el placer o bienestar que produjesen para otros, incluso cuando esos otros fueran la mayoría. Sin embargo, para poder sostener este argumento es necesario apelar a algún criterio adicional; hay en él un supuesto que permite afirmar que algunos daños son, por así decirlo, “absolutos”, y este supuesto se funda en algún principio ajeno a la lógica del cálculo de utilidades.

Existe otra consideración posible, por la cual podría intentar justificarse esta reserva. Algunos autores distinguen entre el “utilitarismo cuantitativo” y el “utilitarismo cualitativo”. Este último sería aquel que, en la elección de - o juicio sobre – las acciones, sean individuales o colectivas, toma en cuenta no meramente una suma y resta de placeres y dolores, sino la “calidad” de los mismos. Habría, entonces, placeres de diverso orden, y sería posible establecer entre ellos alguna jerarquía en función de la cual priorizar la satisfacción de unos sobre otros. A partir de esta cualificación de los placeres se podría sostener que el placer que produce el ejercicio de la solidaridad es superior al que provocaría la adquisición de bienes materiales para uso personal; se podría incluso afirmar que el placer que produce actuar en favor del auto-desarrollo de otros es específicamente humano, en tanto que el que procedería del ejercicio de la crueldad sobre los demás es “inhumano”. Sin embargo, es evidente que estas distinciones suponen también una apelación a alguna noción de lo que es específicamente humano, y, con ello, el utilitarismo termina siendo el nuevo revestimiento de una ética de las virtudes que supone que el ser humano se realiza en plenitud a través de determinadas acciones y en el contexto de cierto tipo de instituciones. El problema es que – si nos atenemos a los términos en que se plantea la fundamentación estricta de la ética utilitarista – no parece haber manera de evitar las

7

Page 8: Yamile socolovsky etica_clase_3

consecuencias indeseables del cálculo de utilidades de otro modo que saliéndose de él, o ampliándolo. Esto es así porque si fundamos una ética sólo en el principio de la maximización del placer y minimización del dolor, quedamos prisioneros de la subjetividad, imposibilitados de discutir el hecho de que cada uno encuentre su placer en lo que sea que le plazca. 2.4. El universalismo kantiano

La ética kantiana es el fruto maduro de la modernidad: ella lleva al terreno de la filosofía práctica la afirmación de la soberanía de la razón humana que Descartes había ya sentado en el plano del conocimiento teórico. Como señalamos en el documento anterior, la crítica de Kant avanza sobre los presupuestos dogmáticos del racionalismo cartesiano y concluye encontrando en las condiciones de posibilidad del conocimiento un límite para el uso de la razón teórica que a la vez preserva a su uso práctico. Esto es así porque sólo en la medida en que las categorías de nuestro conocimiento de las cosas resultan válidas exclusivamente en relación con los fenómenos, dejando indeterminada la “cosa en sí”, podemos afirmar la posibilidad de la libertad, y pensar en la capacidad del sujeto para determinarse a actuar espontáneamente, esto es, no condicionado por la cadena de causas y efectos que necesariamente organizan nuestro conocimiento de la naturaleza (y la constituyen como tal).

La exposición más sencilla de la ética kantiana se encuentra en la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres. Allí sostiene Kant que lo único absolutamente bueno en el mundo es la buena voluntad: aquella que determina la realización de una acción por puro deber, es decir, por respeto a la Ley Moral. La voluntad puede ser determinada por las inclinaciones o por la razón, que dicta al hombre la Ley Moral. Cuando el hombre actúa movido por sus inclinaciones, aún cuando ellas lo conduzcan en un sentido concordante con lo que indicaría el deber, su acción no puede ser valorada positivamente en términos morales. Si la acción (movida por las inclinaciones sensibles) es “contraria al deber”, su valor es negativo; si ella es “conforme al deber”, será moralmente neutra. Las acciones sólo tienen valor moral cuando son efectuadas “por deber”. Si una persona no miente porque teme a las consecuencias que debería afrontar en caso de ser descubierto, su acción carece de valor moral, aunque la Ley Moral determine de manera absoluta que no se debe mentir.

Ahora bien, ¿cómo sabemos qué se debe y qué no se debe hacer? La Ley Moral se enuncia en la forma de un Imperativo Categórico, es decir, un mandato incondicionado. A diferencia de los imperativos hipotéticos, que establecen la necesidad de una acción en cuanto resulta ser el medio adecuado para lograr cierto fin (“si quieres progresar en tu carrera, no debes contrariar a tus superiores”, o “si quieres llegar saludable a la vejez, debes tener cuidado con la nicotina”), un imperativo categórico señala que una acción es necesaria de manera absoluta: “debes ser veraz”. El Imperativo Categórico es formulado por Kant de diversas maneras, y ha sido largamente discutido si todas sus variantes son equivalentes, o si en verdad cada una de ellas introduce consideraciones diferentes, que de algún modo amplían el concepto del deber. La más conocida es aquella que reza: “Obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal”. (Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Cap. II, pg. 92) Ello significa que, ante una acción posible, el sujeto debe considerar si la máxima correspondiente – esto es, la proposición que enuncia su intención en ese caso en particular – podría ser llevada a principio universal sin que ello implique contradicción, sea en sus propios términos, sea en relación con un concepto de la naturaleza humana que en la argumentación kantiana se deja entrever. Uno de los ejemplos que propone el propio Kant es el siguiente: ante la posibilidad de faltar a una promesa que hemos efectuado, habría que preguntarse qué ocurriría si todos los hombres hicieran lo mismo en similares circunstancias. Lo que podemos advertir es que si fuera ley universal faltar a las promesas realizadas, las promesas carecerían de sentido, ya que nadie podría aceptarlas razonablemente.

Lo primero que hay que observar, en relación con esta formulación de la Ley Moral es que ella no prescribe qué es lo que se debe hacer, sino más bien señala qué máximas no se deben seguir; es decir, funciona como un principio crítico aplicable a cada una de nuestras posibles acciones en el proceso de deliberación a través del cual resolvemos si adoptamos o no

8

Page 9: Yamile socolovsky etica_clase_3

determinado curso de acción. Sería, sin embargo, engañoso creer que se trata de un principio cuya aplicación mecánica a toda situación posible resolviera inmediata y concluyentemente en qué consiste nuestro deber. Kant completa el contenido sustantivo de su noción de la Ley Moral a través de las sucesivas versiones del Imperativo Categórico que él mismo despliega en la obra que estamos tomando como referencia. En una segunda versión, el Imperativo indica: “obra como si la máxima de tu acción debiera convertirse, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza” (Kant, Fundamentación..., Cap. II, pg. 92); esto es, es necesario pensar que al decidir si una acción que podríamos llegar a emprender es moralmente correcta, debemos asumir que estamos legislando para toda la humanidad. Aquello que prescribimos o admitimos para nosotros mismos lo prescribimos o admitimos inmediatamente también para todos los demás, porque la moralidad debe presumirse como válida para todos y cualquiera – es decir, como universal e imparcial. No podemos, en definitiva, pensarnos a nosotros mismos como una excepción.

En tercer lugar, Kant enuncia el Imperativo Categórico como un principio de la dignidad humana, cuando afirma: “obra de tal modo que te relaciones con la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca sólo como un medio” (Kant, Fundamentación..., Cap. II, pg. 104). Es así que la Ley nos manda obrar siempre de modo tal que no tratemos jamás a los otros como si fueran un medio para el cumplimiento de nuestros propios fines particulares. Considerarlos como un fin en sí mismos significa que nuestro comportamiento debe implicar siempre el reconocimiento de su condición de persona y el respeto absoluto de la dignidad que como tales les corresponde. Reconocer a los demás como personas, es reconocerlos como nuestros iguales, como seres racionales y autónomos.

La noción de PERSONA es central en la ética. La AUTONOMÍA es la capacidad de autodeterminación que se atribuye a los seres humanos en tanto que personas morales. Un sujeto autónomo es, en términos generales, aquel que se da a sí mismo la norma de su acción. (“Nomos”, en griego, significa “ley”). Para una concepción racionalista de la ética, es autónomo quien no es determinado a actuar por otra autoridad que la de su propia razón. Por eso en esta perspectiva se considera que actúa heterónomamente no sólo quien es determinado a actuar por la imposición de la voluntad de otros, sino quien es conducido por sus impulsos, pasiones, o sentimientos.

Si recordamos la 3º antinomia de la razón pura, aquélla en la que ésta se debate entre la necesidad con la que se suceden los fenómenos en el mundo tal como lo conocemos - incluidos nuestros propios actos, en la medida en que ellos en un aspecto pertenecen a ese ámbito - y la libertad que es necesario presuponer para que tenga sentido la atribución de responsabilidad que hacemos a los hombres por sus acciones, veremos por qué la autonomía se presenta aquí como condición fundamental de la personalidad moral. La moralidad presupone la libertad, y un sujeto sólo actúa libremente en la medida en que actúa guiado por su propia voluntad, y no por la voluntad de otro o por los impulsos sensibles que determinan su acción no como producto de la decisión de un agente libre sino como cualquier suceso en el mundo físico produce determinados efectos previsibles. Es por eso que, para Kant, las acciones motivadas por la inclinación, aún cuando sean acordes con el deber, carecen de valor moral.

La ética kantiana, que expresa los ideales emancipatorios de la Ilustración, ha sido cuestionada, entre otras cosas, por su formalismo. Esta doctrina, a diferencia de las concepciones teleológicas, no coloca como fin otra cosa que el respeto por la autonomía de las personas, que es precisamente el reconocimiento de que nadie puede sustituir a otro en la determinación de lo que es bueno para sí. Y aunque puede argumentarse que en esta concepción también se halla – inevitablemente – implícita una noción de la naturaleza humana y su excelencia, una concepción de la buena vida que representa, justamente, los ideales históricamente determinados de la Ilustración europea, también es cierto que la ética kantiana no pretende decir cómo debemos vivir, sino cuál es el criterio que debemos emplear para comportarnos de tal modo que nuestra acción asuma ese respeto absoluto por la condición autónoma de cada cual, en el ejercicio de la propia autonomía. Esta ética, por lo mismo, no es

9

Page 10: Yamile socolovsky etica_clase_3

consecuencialista (aunque algunos de los razonamientos kantianos caen en ese tipo de argumentación): ella se desentiende de las consecuencias que pudieran derivarse de los actos que juzga exclusivamente en atención a su valor intrínseco. En parte, coincide con lo que Max Weber llamará “ética de la convicción”, que se opondría a una “ética de la responsabilidad”, atenta a las consecuencias que las propias decisiones producen o podrían producir, dispuesta a asumir los costos por ellas, aún cuando fueran indeseadas o imprevistas. Para Weber, el político que asume su actividad como vocación debe hallar un difícil equilibrio entre ambas, entre el mero cálculo de medios a fines por el cual la política se apoyaría exclusivamente en una racionalidad instrumental al servicio de cualquier causa y presta a justificar cualquier curso de acción que apareciera como necesario para obtener ciertos objetivos, y la convicción que aferra al sujeto a ciertos ideales que, en la medida en que se absolutizan, ciegan al agente respecto de los efectos que su promoción o cumplimiento produce. (Max Weber (1919), “La política como vocación”)

2.5. Debates contemporáneos

Kant presuponía que era posible que los sujetos, actuando como sujetos racionales, concordaran en su autodeterminación, porque concebía a la razón en términos universales. En esta perspectiva, la razón consultada por el sujeto actuante, aquella que dicta a cada uno la Ley Moral, no es una facultad del sujeto empírico, sino del Sujeto Trascendental, en el cual se realiza la plena coincidencia entre una voluntad racional y la racionalidad práctica que sólo imperan en nosotros, los sujetos concretos reales, a costa de una lucha permanente con los impulsos sensibles que llevan a cada uno tras la búsqueda de satisfacción de su interés particular.

La conciliación entre los principios de autodeterminación y de universalización se halla entonces en la teoría de Kant amparada por aquella pretensión: si cada uno determina su voluntad, al actuar, siguiendo a su razón, todos lo haremos en el mismo sentido, puesto que la razón de cada uno es La Razón Universal. Los intereses y las inclinaciones nos conducen por caminos diversos y frecuentemente antagónicos; la razón señala un camino común. Es por eso que Kant, sin desconocer que somos seres doblemente condicionados (racional y patológicamente), se atreve a sostener que la historia de la humanidad deja ver, tras los conflictos que la signan, una tendencia o disposición hacia un “estado mejor” en el que se desarrollarían plenamente las facultades humanas. En la medida en que logre imponerse la razón en la organización política de las unidades en las que los hombres conviven (los Estados nacionales), la “ilustración” hará posible un futuro de paz universal, basado en una confederación de naciones. (Kant, Idea de una Historia Universal en sentido cosmopolita,1784)

La idea de una razón a-histórica y universal ha sido severamente criticada junto con los conceptos centrales de la modernidad ilustrada. Una vez que se asume que la postulación de una noción sustantiva de razón traduce las concepciones, los ideales, las expectativas propias de una determinada época y cultura, las éticas universalistas tienen que apelar a otros modos de fundamentación de las normas universales que, pese a todo, parecen ser las únicas capaces de garantizar la posibilidad de atribuir a los individuos un conjunto de derechos cuyo reconocimiento no esté sometido a las contingencias de la pertenencia a tal o cual orden jurídico-político o estado de lo social.

Una de las referencias más importantes de los críticos contemporáneos de la ética kantiana es Hegel, quien observó la insuficiencia de la Möralitat (el nivel de la dimensión subjetiva en el que reconocía la validez de los postulados kantianos) para lograr erigirse como guía de la acción humana, dada su formalidad y abstracción. A la conciencia moral pura que Kant entroniza como sede de nuestros juicios éticos, Hegel opone una conciencia moral concreta, que actúa aún a sabiendas de sus limitaciones y que se asume como históricamente situada para a partir de allí luchar por su reconocimiento y por superar el subjetivismo de su punto de vista. A partir de aquí, diversos pensadores desarrollan una pluralidad de líneas de ataque al universalismo que se constituyen sobre la base de la sospecha de que la moral universal es un engaño. Esta sospecha es común a diversas teorías que han resultado fundamentales para el desarrollo subsiguiente del debate ético-filosófico (aún cuando algunas de ellas se constituyen en áspera

10

Page 11: Yamile socolovsky etica_clase_3

polémica con el resto del pensamiento hegeliano): Marx (quien señala el carácter ideológico de la ética en tanto que superestructura de la totalidad social existente), Nietzsche (quien denuncia la falsa universalidad de los valores morales, expresión de intereses inconfesables tras una supuesta neutralidad de la verdad, y que sindica a la conciencia como la “voz del rebaño en nosotros” que limita a la vida imponiendo la culpa), Freud (quien advierte la contradicción en la que se debate irremediablemente el ser humano, creador, junto a las condiciones que hacen a su bienestar – esto es, la cultura – de los mecanismos de su infelicidad por la represión del deseo y la imposibilidad de satisfacer los deberes que socialmente se impone).

Aquellas objeciones, y otras de similar tenor, obligaron más tarde a todo intento de fundar racionalmente la ética y de establecer con ella algún criterio para someter a crítica las acciones e instituciones, a buscar un modo de superar la insostenible apelación a una racionalidad universal sustantiva, esto es, portadora de fines y valores que pudieran considerarse constitutivos de una naturaleza humana a-histórica y trans-cultural. Pero antes de que estos intentos se desarrollaran - especialmente durante la década del ’80, en el marco de un proceso de “reconstrucción de la ética” - se extendió en el ámbito académico un período en el cual el reinado del positivismo implicó una negación de la posibilidad misma de una fundamentación y discusión racional de las normas. La concepción ética más destacada que elaboró el neo-positivismo fue la que se denominó “emotivismo” (Stevenson, Ayer). El neo-positivismo abrevaba aquí – como en su concepción epistemológica – en su propia interpretación del Tractatus Lógico-Philosophicus de Lüdwig Wittgenstein, quien había afirmado (contra la estrechez de la lectura positivista) que su obra era un tratado de ética y no de lógica. La ética, sin embargo, estaba presente en el Tractatus como “lo no dicho”, justamente aquello que para Wittgenstein (he allí el error positivista) era “lo más importante”. La ética, para el austriaco, pertenece al ámbito de lo que no puede decirse, pero puede ser mostrado; aquello que, en tanto no habla de hechos, no está sujeto a las reglas lógicas que rigen la articulación de nuestras proposiciones descriptivas. Los juicios éticos no son racionales (pertenecen a “lo místico”), pero son sin embargo categóricos y absolutos.

El positivismo sacó sus conclusiones: los juicios éticos no describen hechos, son proposiciones valorativas. No hay, por lo tanto, posibilidad establecer su verdad o falsedad, ni de someterlos a crítica racional. Estos juicios expresan emociones, y su función no es descriptiva o informativa, sino persuasiva: cuando se nos dice que algo es “bueno” o “correcto”, se trata de convencernos de actuar de determinada manera. En aquella distinción entre proposiciones descriptivas y valorativas se basaba también el intuicionismo (Moore), según el cual no es posible definir “bueno”, pero sin embargo es posible intuir qué cosas son absolutamente buenas. Esta pretensión que atribuye un carácter absoluto a las valoraciones éticas distingue sensiblemente al intuicionismo del emotivismo; pero aún así, ambas concepciones asumen la irracionalidad de los juicios éticos.

Frente a estos extremos, incluso la filosofía analítica, continuadora del neopositivismo, se ocupó de estudiar cuál es – ya que no descriptiva – la función propia de los juicios éticos, y de recuperar para la ética el reconocimiento de una racionalidad específica. En este sentido, la propuesta de Richard Hare inició el proceso de una “reconstrucción de la ética”, reafirmando el antinaturalismo positivista que profesara el emotivismo, pero reivindicando la racionalidad de los juicios éticos. Éstos son, según Hare, prescriptivos, universalizables y razonables. Los juicios éticos no derivan de hechos, pero no son por ello ni arbitrarios ni meramente subjetivos: remiten a valoraciones aprendidas, adquiridas por la pertenencia a determinado entorno cultural, y su valor moral radica en su carácter universalizable. Hare deduce estas propiedades de un análisis del lenguaje de la moral; especialmente del significado del término “deber”.

Los aportes más significativos a esta “reconstrucción de la ética” son los que realizaron, desde tradiciones diversas, John Rawls y Jürgen Habermas. El primero elaboró una teoría de la justicia que coloca esta noción en el centro del problema ético, asumiendo que no corresponde a la filosofía establecer los fundamentos de la pretendida superioridad de una concepción determinada de la buena vida, sino definir aquellos principios que permitirían ordenar las instituciones de la sociedad con vistas al reconocimiento de la capacidad de cada quien para definir y promover su propia concepción del bien, y a garantizar las condiciones mínimas en las

11

Page 12: Yamile socolovsky etica_clase_3

que todos podrían hacerlo. Rawls ha denominado a su teoría “justicia como imparcialidad”, porque ella se basa en la idea de que esta es la condición fundamental que debe traducirse en el diseño de una situación inicial hipotética en la que podemos concebir qué principios escogerían para establecer las bases de una “sociedad bien ordenada” una pluralidad de agentes situados tras un “velo de ignorancia”, el cual les impediría estar condicionados por intereses particulares o concepciones del bien determinadas. Esta limitación, junto al hecho de que tales agentes hipotéticos serían representativos de la condición de la persona moral - capaz de regular su comportamiento por una concepción de la justicia y capaz también de elegir su propia concepción del bien – aseguraría – por la imparcialidad del procedimiento de selección de los principios – la imparcialidad del resultado (justicia procedimental); es decir que los principios de justicia resultantes no favorecerían a ninguna concepción particular de la buena vida ni a un grupo de miembros de la sociedad frente a los otros. De la deliberación de las partes en la “posición originaria” (que actualiza la noción del estado de naturaleza de las teorías modernas del contrato social) resultan dos principios fundamentales que ordenan la distribución de una serie de “bienes básicos”. El primer principio establece la igual libertad para todos; el segundo consta de dos partes: una, que asegura la igualdad de oportunidades, y otra – el llamado “Principio de la Diferencia” – que prescribe que no será justa una mejora en la condición de los “mejor situados” si ello redunda en un empeoramiento de la condición de los “peor situados”.

Esta pretende ser una concepción universalista y deontológica de la justicia; sin embargo Rawls ha tenido que reconocer que no se trata de una concepción que pudiera extender su validez fuera del contexto de las sociedades modernas desarrolladas y complejas, puesto que, aún insistiendo en la formalidad de la justicia procedimiental, e incluso tomando como punto de partida el “hecho del pluralismo” en las concepciones de vida que caracteriza a estas sociedades, la elaboración de la teoría incorpora una serie de nociones básicas que se asumen como compartidas por los miembros de dichas sociedades, al menos en grado suficiente como para que haya en torno de las mismas un consenso que permitiría apoyar en ellas la deliberación hipotética de la que proceden los principios de la justicia. La validez de estos principios sería entonces universal en un sentido restringido; esto es, dentro del universo cultural de las sociedades pluralistas modernas, tal como Rawls las concibe.

La teoría de la justicia como imparcialidad ha sido por muchos años el centro de los debates que vigorizaron el resurgimiento de la ética como disciplina filosófica, y buena parte de sus críticos han desarrollado sus propias teorías como versiones modificadas de aquella, manteniendo sus presupuestos fundamentales. Las críticas más severas que ha recibido Rawls, de muchas de las cuales se ha hecho eco en sus trabajos posteriores, proceden del comunitarismo. Influidos ya sea por Aristóteles, ya sea por Hegel, otros teóricos han señalado que la Justicia como Imparcialidad, o bien introduce subrepticiamente una concepción particular de la buena vida (aquella que es reivindicada por la cultura hegemónica en las sociedades capitalistas modernas), o bien resulta impracticable e insensible al verdadero carácter del sujeto moral, por ignorar deliberadamente el hecho de que los individuos se comprometen con una concepción de la justicia sólo en tanto y en cuanto a través de ella se pretende realizar una noción del bien que siempre remite a un contexto comunitario en el que la personalidad se desarrolla a través de modos de interacción determinados y en el cual cobran sentido los propios términos en que se formulan las cuestiones éticas. Muchas otras objeciones se han planteado en torno a las implicancias concretas que tendría la aplicación de cada uno de los principios de la justicia (especialmente el Principio de la Diferencia, que asume la inviabilidad de todo programa igualitarista en relación con la distribución de bienes y, particularmente, de la riqueza) y del orden de prioridad que se establece entre ellos (otorgando primacía absoluta a un reconocimiento formal de igual libertad para todos que relega a un segundo plano las condiciones materiales que asegurarían un igual disfrute de esas libertades).

La segunda corriente que ha intentado rescribir una ética universalista, recuperando desde otro ángulo la tradición kantiana, es la que se ha dado en identificar como “ética comunicativa”, desarrollada por Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas. Esta ética se basa en una teoría de la acción de acuerdo con la cual es constitutiva de los seres humanos una “competencia comunicativa”; esto es, una capacidad para comunicarnos a través del lenguaje y para

12

Page 13: Yamile socolovsky etica_clase_3

desarrollar una comunicación “racional”, libre de dominación y asimetrías, que nos permite establecer acuerdos. Las condiciones de posibilidad de una comunicación de estas características constituyen, en la ética comunicativa, el a priori que en la ética kantiana se encontraba en la estructura de la razón, en el Sujeto Trascendental. Si la ética comunicativa es, al igual que los otros resurgimientos del kantismo que hemos considerado – el de Rawls y el que, desde su concepción analítica, propone Hare – una teoría deontológica, procedimental y cognitivista (puesto que considera que el procedimiento por el cual llegamos a determinar qué es lo correcto es análogo al que empleamos para determinar lo verdadero, y que hay una racionalidad específica del ámbito práctico que permite distinguir lo válido de lo que simplemente está vigente y, por lo tanto, someterlo a crítica), se diferencia de ambas porque encuentra estos caracteres en el marco comunicativo o dialógico. Uno de los aportes más interesantes de esta perspectiva en la ética es que permite pensar que las condiciones en las cuales interactuamos (comunicativamente) con otros son constitutivas de la moralidad y, más aún, de la racionalidad misma.

Desde esta perspectiva, la validez de las normas debe determinarse a través de un diálogo entre todos aquellos que serían afectados por su puesta en vigor, porque la moral trata con los intereses de los individuos concretos, y el cumplimiento de una norma no podría exigirse si no respondiera o se adecuara a los intereses de todos y cada uno. De modo que habrá que establecer que las normas satisfagan sólo aquellos intereses que sean universalizables. Así, la ética discursiva intenta superar la antítesis kantiana entre un interés moral puramente racional y el interés patológico o sensible que determina a los sujetos concretos que deben acatar las normas, situando las condiciones de la racionalidad en el procedimiento por el cual sujetos reales deliberan y argumentan atendiendo a sus intereses para obtener un consenso sobre lo que considerarán correcto para todos y cada uno. Aquí la noción ética de “persona” es entendida como la de un “interlocutor válido”, cuyos derechos a argumentar y replicar tienen que ser reconocidos para que el procedimiento sea válido, lo cual supone la adopción de una versión dialógica de la autonomía y una reconstrucción comunicativa del Imperativo Categórico kantiano. En la medida en que, dentro de paradigma pragmático-lingüístico, el sujeto es pensado como un hablante que interactúa con un oyente, y no como un observador (de sí mismo, de los demás y del mundo), el yo es desde el inicio el alter ego (otro yo) de otro, y la auto-conciencia se piensa como generada en esta interacción comunicativa (y no en la soledad de la reflexión de la conciencia sobre sí misma).

Evidentemente, nuestro mundo social difiere enormemente de aquello que en la ética discursiva se conoce como “situación ideal de habla”. Quienes la defienden sostienen que esta es, sin embargo, una orientación para la acción (una “idea regulativa” en sentido kantiano), un parámetro crítico que nos permitiría intentar acercar la comunidad comunicativa real de la que formamos parte a la comunidad ideal a la que pertenecemos también en tanto somos seres que pretendemos sentido y validez para nuestras acciones comunicativas. Desde esta perspectiva se pretende que es posible superar las objeciones que han sido planteadas a la concepción moderna del sujeto y la racionalidad, y fundar sin embargo en una reconstrucción de estas nociones la posibilidad de una ética crítica, que no se limite a apoyarse en las concepciones básicas que se han tornado parte del “sentido común” de las sociedades occidentales.

Estas éticas, desarrolladas a partir de la década del ’70, recibieron en el decenio siguiente una serie de críticas en las que resonaban acentos aristotélicos o hegelianos. Algunas de ellas tienen un carácter netamente conservador y contra-moderno; otras se inscriben en programas de reconstrucción del proyecto moderno que asumen la necesidad de superar las dificultades planteadas por las objeciones interpuestas al universalismo, el formalismo procedimentalista, y el rigorismo racionalista de las éticas de base kantiana. Estas objeciones podrían resumirse de este modo: (a) el mundo moral es más amplio y complejo de lo que llegan a advertir las éticas racionalistas, que pretenden constituirse a partir de un punto de vista “universal”, enajenado de la esfera moral concreta en la que se desenvuelven los sujetos. De allí que algunos autores destaquen la preeminencia de formas de la sensibilidad moral, el carácter necesariamente contextual de los juicios éticos, y/o el carácter material, histórico y culturalmente determinado de los valores y los criterios de valoración moral. Algunos de estos autores consideran, sin embargo, que existen contenidos universales en nuestra vida moral, ligados a las nociones de

13

Page 14: Yamile socolovsky etica_clase_3

autonomía y de justicia. (b) lo justo adquiere sentido en el interior de una concepción del bien. Es así que autores como Charles Taylor o Michael Walzer elaboran propuestas que permiten fundamentar los principios de la justicia en la referencia a una pluralidad de bienes comunitariamente valorados. Desde esta perspectiva, el universalismo ético es asumido como una concepción históricamente situada, y no se pretende ya que ella remita a un fundamento a-histórico y trans-cultural. (c) la moralidad y el lenguaje en el que se expresan y resuelven nuestros conflictos morales requieren el trasfondo de una comunidad cultural relativamente consistente y homogénea. De aquí que algunas de estas críticas remitan todo programa ético a un contexto comunitario, o bien – como es el caso de MacIntyre – denuncien la situación de fragmentación cultural que caracterizaría a la sociedad contemporánea como una imposibilidad para la fundamentación de una ética común. (Thiebaut, C.; “Neoaristotelismos contemporáneos”, EIAF Nº2)

4. BIBLIOGRAFÍA

4.1. Obras de filósofosMencionamos aquí algunas de las principales obras ético-políticas de los filósofos mencionados. En los casos en que desconocemos la existencia de ediciones en castellano, se incluye entre paréntesis junto al nombre del autor la referencia al año de su publicación en idioma original. Las obras modernas llevan también esa referencia, aunque se haga mención de alguna edición castellana más o menos reciente.

- APEL, Karl-Otto; Ética comunicativa y democracia, Barcelona, Ed. Crítica, 1991- APEL, Karl-Otto; Teoría de la verdad y ética del discurso, Barcelona, Ed.

Paidós, 1991- ARISTÓTELES; Ética a Nicómaco, Madrid, Ed. Centro de Estudios

Constitucionales, 1994 [Edición bilingüe y traducción de María Araujo y Julián Marías]

- ARISTÓTELES; Política, Madrid, Ed. Centro de Estudios Constitucionales, 1989 [Edición bilingüe y traducción de María Araujo y Julián Marías]

- BENTHAM, Jeremy (1778), Ensayo sobre la representación- BENTHAM, Jeremy (1791), Panóptico- BENTHAM, Jeremy; (1776), Un fragmento sobre el gobierno- BENTHAM, Jeremy; (1789), Introducción a los principios de la moral y la

legislación- DWORKIN, Ronald; Ética privada e igualitarismo político, Barcelona, Ed.

Paidós-ICE-UAB, 1993- HABERMAS, Jürgen; Conciencia moral y acción comunicativa, Barcelona, Ed.

Península, 1985- HARE, R. M.; El lenguaje de la moral, México, varias ediciones, 1975 - KANT, Immanuel; (1781 y 1787), Crítica de la Razón Pura, 2 vols., Bs. As., Ed.

Losada, 1986- KANT, Immanuel; (1788), Crítica de la Razón Práctica, Bs. As., Ed. Losada,

1962- KANT, Immanuel; Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres,

Madrid, Ed. Espasa Calpe, 1990- MACINTYRE, Alasdair; Tras la virtud, Barcelona, Ed. Crítica, 1988- MILL, John Stuart; (1859), Sobre la libertad, Madrid, Ed. Alianza, 1981- MILL, John Stuart; (1861), Del gobierno representativo, Madrid, Ed. Tecnos,

1985- MILL, John Stuart; (1863), Utilitarismo, Madrid, Ed. Alianza, 1984- STEVENSON, Ch.; Ética y lenguaje, Bs. As., Varias ediciones, 1971- WITTGENSTEIN, Lüdwig; Conferencia sobre ética, Barcelona, Ed. Paidós-

UAB, 1989

4.2. Algunos estudios ampliatorios

14

Page 15: Yamile socolovsky etica_clase_3

- - COLOMER, Josep M.; El Utilitarismo, una teoría de la elección racional,

Barcelona, Ed. Montesinos, 1987 [Breve y muy clara presentación de la doctrina utilitarista, sus antecedentes, las formulaciones clásicas de Bentham y J.S. Mill, su relación con la economía política y el liberalismo, y sus versiones contemporáneas]

- EIAF Nº2; Concepciones de la ética (Edición de CAMPS. V. – GUARIGLIA, O. – SALMERÓN, F.), Madrid, Ed. Trotta – CSIC, 1992 [Compilación de trabajos especializados sobre las diversas corrientes que componen el panorama ético-filosófico en la actualidad]

- GUARIGLIA, Osvaldo; Ética y política según Aristóteles, Vol II: “El bien, las virtudes y la polis”, Bs. As., Centro Editor de América Latina, 1992 [Estudio de la filosofía práctica de Aristóteles. En ella se propone una interpretación de sus conceptos fundamentales que atiende a su vinculación con el contexto socio-histórico en el que se desarrollaron. El Volumen I se ocupa de temas relativos a la teoría de la acción y el método de las “ciencias prácticas”]

- HÖFFE, Otfried (Ed.); Diccionario de Ética, Barcelona, Ed. Crítica, 1994 [Diccionario que presenta los conceptos fundamentales de la filosofía práctica, así como una exposición de las corrientes éticas más desatacadas, con abundante orientación bibliográfica]

- KIMLICKA, Will; Filosofía política contemporánea. Una introducción, Barcelona, Ed. Ariel, 1995 [Revisión de las teorías contemporáneas de la justicia]

- MACINTYRE, Alasdair; Historia de la ética, Bs. As., Ed. Paidós, 1970 [Reconstrucción de la historia de la ética, a través de la cual se procura dar sustento a la tesis que sostiene este autor, según la cual los conceptos morales actuales proceden de una acumulación residual y desarticulada de nociones que carecen de un contexto cultural en relación con el cual adquirir sentido]

- SAVATER, Fernando; Ética para Amador, Bs. As., Ed. Ariel, 1994 [Concebido explícitamente como propuesta de un abordaje de las cuestiones éticas dirigido a los adolescentes, este texto ha sido empleado – contra la recomendación explícita de su autor – como manual para la enseñanza. La obra puede aportar sugerencias para elaborar una planificación basada en problemas, y algunos textos ágiles para introducir los temas]

- SAVATER, Fernando; Política para Amador, Bs. As., Ed. Ariel, 1994 [Para este texto valen las observaciones realizadas en relación con el anterior]

- THIEBAUT, Carlos; La herencia ética de la Ilustración, Barcelona, Ed. Crítica, 1991 [En esta obra se reúnen ensayos de varios autores sobre diversos aspectos centrales del pensamiento ilustrado, atendiendo a aquellos conceptos y problemas que constituyen aún el núcleo del debate ético-filosófico: el problema de la racionalidad práctica y la emancipación, la autonomía, la condición humana, la libertad, la solidaridad, la justicia.]

15