YAGULAR-5, septiembre-octubre 2012

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Edición dedicada a 'Luvina'.

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El número cinco de Yagular parte de una anécdota. Meses atrás, encontramos San Juan Luvina en un mapa de Oaxaca. Decidimos

conocerlo y comprobar si el pueblo era como lo describió Juan Rulfo en aquel re-lato homónimo de El llano en llamas, o si la realidad lo contradecía.

Fuimos la primer semana de agosto. Comprobamos que se trata de un lugar pedregoso. Y de un lugar que, en efecto, es recorrido por grandes ventarrones. Por lo menos en verano.

Luvina ha tenido tres asentamientos, todos ellos en la Sierra Norte de Oaxaca. Desde su origen, un espíritu no ha permi-tido "que se den los niños". Mueren a los pocos años de haber nacido, o desapare-cen misteriosamente. Pero desde su últi-mo éxodo, sucedido en la primera década del siglo XX, San Juan Luvina parece ha-ber encontrado cierta tranquilidad en esas

tierras. O quizá no, y la etimología rever-bera, y el mito fundacional se repite en las migraciones que describe el profesor Ni-colás Saldaña Casas:

Mas hoy tus hijos se han idoA sacudir su miseriaY a acrecentar la riquezaDe los Estados Unidos.

Más que la correspondencia entre la realidad y la ficción, sorprende el sitio en sí mismo, su mito fundacional asociado a un espíritu de la montaña, y sorprende, sin lugar a dudas, el significado de su nombre: Luvina: raíz de la miseria. Nom-bre que parece uno de esos pasojos de agua, “que no son sino terrones endureci-dos como piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al caminar, como si hasta a la tierra le hubieran crecido espinas.”

Presentación #5

sumario

Abre esta edición un poema de Daniel Saldaña París I / Sigue un relato de Antonio Ra-mos Revillas III / Después un poema largo de Myriam Moscona VII / Luvina, el dossier, inicia con una fotografía de Agustine Sacha XII / Viene un ensayo recuperado de Cris-tina Rivera Garza XII / Continúa un ensayo-crónica de Marina Azahua XV / Una cró-nica de Óscar Tanat XXI / Después aparece Graciela Romero y sus habituales palimpses-tos XXIV / Concluye el dossier un texto brete de Juan Rulfo sobre la creación literaria XXVI / Publicamos una crítica de Yásnaya Aguilar Gil sobre un libro de Rivera Garza XXVIII / Y, por último, un artículo elocuente de Arnoldo Kraus XXXII.

Todas las fotografías fueron tomadas en San Juan Luvina (Oaxaca) por Agustine Sacha.

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uno daniel saldaña parís

Transcribir poemas ajenos es el modo más cabal de lectura que conocen las yemas de mis dedos. Dédalo, el poema: se retuerce callejeando y me deja recorrerlo a pasos dados con las yemas de los ídem. Dar las gracias. Decir, por ejemplo, que se ha dado con algo que no se conocía: modo de lectura iluminada: ON.

Transcribir poemas de uno es otra cosa. Uno es medio taimado. El uno es la esfera de los intereses mórbidos. El uno es la razón de estado de los números nones, que no leen a sus pares más que para dar de gritos. Médium: transcribir poemas ajenos es abrir la boca como gesto de favor a un ectoplasma. Lo de uno, en esencia, es eso.

*

Uno es así: se detiene primero a contemplar las razones para hacer algo. La principal, ésta: un ego como de enano con el poder supremo, un ego que parecen dos. Las estrellas se las dejo a los sublimes y a los que saben de tarot como yo sólo sé de taras. Tararear es un verbo que no logro conjugar en futuro. Quise hacerlo, para este poema, pero lo anudé raro. Uno es así: conjuga como quiere, se hace el muerto para nadar de dorso cuando el mar está quieto. Eventualmente, llega a tierra.

*

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Para Pedro Montealegre

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uno

Anudar recio el texto: que no se prodigue como exceso de grasa en la axila del obeso. Besar el ano anudadísimo del texto. Ano magro y negro, de tinta que no tontea: va al grano. Anudar el cuello, el cabello, cubrir de nudos el cuerpo pródigo del texto, ahorcarlo con el lazo seguro de la osamayor,pero yo no sé de estrellas.

La danza es para los que saben decir “dámelo” sin sonrojarse todos. Uno sabe apenas de razones y nunca ha dado el giro lingüístico solito: se marea.

*

El mar es la razón que diste para decidir ser hembra. (Y no hablo de Dios: mi “tú” tiene nombre y domicilio conocido.) El mar es doblemente uno cuando te moja y tengo derecho a hablar de él porque soy poeta: eso hacemos: doblamos el lenguaje donde más duele.

Dejemos de lado estos asuntos: uno no quiere pasarse las horas hablándole de ti a los lectores —que tienen nombre y domicilio conocidos.

La danza es para los que tienen mucha cadera.

*

Uno tiene años empeñado en predecir las camisas de cuadros. Doblemente estúpido, se toma un tiempo al día para decidir ser alguien. Finalmente no lo logra: uno eleva el ego al cuadrado y tiene que llevar a lavar la ropa. Los martes uno se siente como arrepentido. A veces, vaticina medio embriagado el advenimiento del otro. Uno tiene la cara doblada en espejo –por aquello de la simetría, se entiende– y tiene muy estudiado el gesto de “dígame”.

El mar es para los que están lejos.

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Ceulemans

antonio ramos revillas

—Sí, sí, Maradona, Platini, Allawi o ese Berslei. ¿Eh? Pues para qué los quiero. Mira, a mí el que me falta es C-e-u-l-e-m-a-n-s. Es belga. Mira, aquí dice. Jugador belga. Es centro delantero. No, ya te dije, no quiero a Maradona ni a esos otros que traes. Ah… ¿quién? ¿Kostadinov? Sí, si tengo repetido a Kostadinov. A ver tu álbum… nombre, ¿qué te pasa?, te faltan un chingo. A mí ya nada más me falta ése. Si me lo consigues te doy todas las que tengo. Sí… todas: Kostadinov, estos cuatro Manuel Negrete y las demás. Eso me dijo Pepe. Me lo dijo mientras golpeaba el fajo de barajitas contra su mano. Eran muchas. —Pero a ver… antes dijiste otra cosa sobre unas barajitas. —Si Pepe, con don Jaime. Los de Barcel le trajeron muchas. Pepe se me quedó mirando y apretó los labios. Seguro pensaba algo. Miró su bonche e hizo una mueca. —Ahistá la neta —dijo—. Hay que buscar en la camioneta de Bar-cel. Seguro tienen hasta álbumes llenos. Asentí con algo de miedo. —¿Y si nos descubren? —Pues corremos. Así comenzamos a investigar a qué hora pasaba el repartidor. Es-peramos un rato afuera del estanquillo de don Jaime; mientras jugábamos a las canicas o matábamos insectos en el llano. Cuando nos cansábamos nos íbamos a la tienda y veíamos el balón de fútbol con la firma de Tomás Boy que daban a quien entregara el álbum lleno. A mí me daba ansia nada más de imaginarlo en mis manos, segurito al Pepe le pasaba lo mismo, porque chistaba como enojado apenas le recordaba al jugador belga. El balón, bien bonito; igual al que habían usado en el mundial un mes atrás. La firma de Tomás Boy brillaba sobre una de las caras. A veces imaginaba lo cansado que habría sido para Tomás firmar

Para Josué y Laura

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ceulemans

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tantos balones. Le pregunté a Pepe como le habían hecho, me dijo que no fuera bestia, esa firma seguro la habían pegado. —¿Y entonces para qué queremos el balón? —le contesté crecido ante el regaño. —Son de colección —dijo y miró hacia el piso—. Además, le dije a mi jefe que le iba a llevar uno. —Ah… tu jefe… pero tu jefe para qué quiere el balón. —Oh… se lo prometí…además es hincha de Tomás Boy. Me sentí mal por lo que dijo pero no hice por indagar; sentí como un nervio suelto en la garganta y nada más. A las semanas de rondar la tienda de don Jaime descubrimos que la camioneta de Barcel pasaba siempre entre las cuatro y las cinco de la tarde. La conducía un señor barrigón vestido de uniforme café. Estacionaba la camioneta justo a un ladito de la tienda. La dejaba sola un rato, en lo que entregaba las charolas con papas. Pepe fue el primero en hacer un plan. Él entraría a la camioneta. Yo me esperaría en la puerta, él revolvería las cosas, sacaría las barajitas. Si el vendedor salía me pondría a gritar: «Boy Boy». Al final nos íbamos a encontrar en un llano lejos de la tienda. La tarde que preparamos el golpe hizo mucho sol. Aunque yo no iba a hacer nada heroico estaba nervioso. Sentí como si me hubie-ran dado un balonazo en la panza cuando llegó la camioneta y bajó el chofer. —¿Listo? —preguntó Pepe. —Enterado —le respondí como había visto en la televisión. —¿Qué vas a gritar si sale el ñor? —¿Tengo que decirlo ahorita? —Sí. Qué difícil era no ser el líder. —Boy, boy.

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Nos acercamos a la tienda. Nos separamos. Me fui hasta la entra-da y me quedé ahí. Escuché al chofer hablar con don Jaime, a don Jaime reírse por algo y luego se puso a contar las bolsas de papas en las charolas. Miré el balón con la firma de Tomás Boy. Estaba bien padre. Col-gaba junto a un póster del estadio Azteca llenito de gente y con la leyenda de: “Llévate la firma de nuestros héroes”. No había ni pa-sado un mes de terminado el mundial. En los llanos la gente había puesto televisiones para ver los partidos o se reunía en las casas. Hasta un equipo de la colonia se cambió el nombre de Fuerzas Manzano a México 86. Les fue muy mal. Pepe y yo nos salimos de la escuela para ver el México contra Irak. Ganamos. Pensé en el papá de Pepe sin ver ningún partido, hundido en la cárcel después de aquel robo a la tienda de refrigeradores y no sé porqué, el alma se me hizo delgadita de los nervios y la tristeza. Miré hacia atrás donde Pepe seguía en la camioneta revolviendo las cosas para encontrar las barajitas. “Llévate la firma de nuestros héroes”, decía la leyenda. Envalentonado, me acerqué al vendedor y le dije: —Estoy buscando una estampa, la de un tal Culemans… para llevarme el balón con la firma de Tomás. Don Jaime se cruzó de brazos. —No sabes qué lata da con eso de las barajitas —le dijo al chofer quien me miró y sonrió— se sientan afuera nada más a esperar tu camioneta. —¿Quieres el balón? ¿Lo quieres? —preguntó el chofer. A ver, ¿dónde está el álbum? —En la casa. —No, pos ahistá muy bien. Don Jaime y el chofer se rieron.

antonio ramos revillas

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—Pues qué esperas… órale, ve por el álbum; te lo doy aunque te falte una estampa. Incliné la cabeza y miré hacia la camioneta. Iba a salir y gritar: “Boy, Boy”, cuando el chofer se me acercó, descolgó el balón y me lo dio. —Total, la promoción ya se terminó. Salí de la tienda muy contento. Me sentía héroe. Un verdadero héroe como Quirarte, Boy, Servín y Aguirre. Iba a decir las pala-bras claves pero vi corriendo a Pepe a lo lejos. Lo seguí hasta el llano con el balón en la mano. Casi volaba. Ni el mismo Maradona cuando le metió ese gol a Inglaterra. Pepe me esperaba sentado bajo unas lechuguillas. Estaba muy serio. Mucho muy serio. Yo llegué muy contento con mi trofeo. —Mira lo que traje —le dije muy acá—, y sin la barajita del Cule-mans. Apenas lo vio, Pepe empezó a llorar y sus lágrimas me dolieron no sé porqué. —¿Pues por qué lloras? Si ya tengo el balón para tu papá. Mira la firma. Está pegada como dijiste. Pepe miró al suelo y seguí su mirada. Había, entre las piedras, un montón de monedas, billetes y bolsas abiertas. Algunas papas es-taban en el suelo. El dinero brillaba junto a ellas lo mismo que los billetes. No había ninguna barajita, nada del álbum. ¿Pues qué hiciste? Le iba a preguntar pero de pronto me sentí tonto con el balón de Tomás Boy en la mano. Me sentí tonto con todo ese di-nero a mis pies y un álbum al que le faltaba una barajita escondido bajo la almohada de mi cama. Me senté junto a Pepe y llegué a la conclusión de que nunca había visto jugar a Culemans en el mun-dial pero ya no tenía importancia. Así nos quedamos un rato has-ta que tomé una papa y la mordí. Por primera vez en la vida no me supo a nada.

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adiós a Emily Dickinson

myriam moscona

Abajo del vestido la piel blanca muy delgadadonde solía pintarcon tinta china una palabrailegible

Por las tardessalía a ver el avancede los nidos que arriba de los arceshabían dejado esos pájarosmoteados

Le gustaba cernirla harinasobre un plato negro

Escribir con la harinaesa misma palabrade su piel blanca muy delgada

hasta que el Musgo nos llegó a los labios —y cubrió nuestros nombres—E.D.

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adiós a emily dickinson

Usaba un pañueloritualde encajes negroscon el hilo desgastadoEra el pañueloque usabanlas mujeresde familiapara los rezosde los muertos

La albúminacrecía en su enfermedady sus riñones parecíandesahuciarla

Esos díassu hermana menorla vio con el pañuelo ritualde encajesnegroscubriéndosela cara—como lo hacíanlas mujerespara los rezosde los muertos—

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El 15 de mayocuando la nievese había derretidoy los nidosde los pájaroscomenzabana tejersemurió emily dickinson con la mano en el nombre pintado

Su casase había desechode adentro hacia afueraQuemen esas rimasquemen los nidosquemen esos pájaros moteadosquemen el pañuelomis labios

Por dentroella misma veía su boca en movimientoal hablaren forma lentay ovalada

myriam moscona

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Se pensaba asísoñando en el paísdonde su casa mutante crecía de afuerahacia adentro

El 15 de mayoa los 55la señoritaemilyovilladaadentro de un largo camisónapretaba enla mano izquierdaesa palabraen tinta china

al fin y al cabonada:Tan sólo un nombreilegible

adiós a emily dickinson

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Hay escritores que se sientan y hay escritores que cami-nan; Rulfo era de los segundos. Todos leen, de prefe-rencia vorazmente, pero no todos leen el mundo con el cuerpo. Mejor dicho: con los pies. Más que una afi-

ción, caminar fue para Rulfo una pasión y, por contradictorio que parezca, una disciplina. Recorría la Ciudad de México a pie, cier-tamente, degustando los cambios del clima y los rostros de la gente. Pronto también se inscribió en clubes de alpinismo que lo llevaron a explorar de cerca los volcanes del centro del país —el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl incluidos. De hecho, una de las fo-tografías más entrañables del escritor jalisciense lo retrata de es-paldas al fotógrafo, pensativo, pipa en boca, en alguno de los pi-cos del Nevado de Toluca. Las lagunas del sol y la luna literalmente a sus pies.

Sus empleos como agente de ventas y como burócrata del Ins-tituto Nacional Indigenista sin duda contribuyeron también a afianzar su gusto por el viaje terrestre, el deslizamiento que lo pe-gaba más a la tierra. Que Rulfo llevaba los ojos bien abiertos en todas y cada una de sus andanzas queda muy claro al mirar, inclu-sive si es sólo de reojo, sus fotografías. Ahí están, íntimamente relacionadas a las minuciosas descripciones de sus libros, las imá-genes que poco a poco, y de manera por demás consciente, dan cuenta del proceso de producción del paisaje rulfiano. Su manera de ver y su manera de leer convergen de maneras significativas, por ejemplo, en una de las imágenes que hizo del escritor Efrén Hernández —un explorador de las vanguardias tanto en términos de narrativa como de teatro, que utilizaba, como luego Rulfo, el recurso de la digresión, desatando hilos narrativos en textos don-de la anécdota no constituía un eje central. Tal vez en ningún otro sitio como en el retrato que Rulfo le hizo a Hernández en el cami-

inventar un paisaje

cristina rivera garza

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cristina rivera garza

no hacia el Iztaccíhuatl haya quedado plasmada con mayor clari-dad la relación silenciosa y emocionada que los unía a ambos. Ahí, rodeado de árboles que se antojan atemporales y coronado por la nieve sempiterna de la mujer dormida, ese volcán, aparece un hombre absolutamente solo. Delgado, con la cabeza inclinada hacia la tierra, Hernández no sólo no da la cara sino que también escatima hasta su sombra misma. Rulfo lo vio así un día.

Se sabe, por supuesto, que el paisaje no está ahí, inerte y defi-nitivo. Se sabe que el paisaje es natural sólo a medias. Lo que su-cede entre el horizonte y la mirada: eso es el paisaje. El escritor, por cierto, fue más bien claro y explícito respecto a la necesidad de “inventar”, es decir, de producir un paisaje propio. En el capí-tulo dos, intitulado “Hacia la novela”, del libro Los Cuadernos de Juan Rulfo, se lista una serie de elementos —aparentemente rela-cionados— bajo el mote de “Hay demasiadas cosas intraducibles”: Hay demasiadas cosas intraducibles,/ pensadas en sueños/ intui-das/ a las cuales uno puede encontrarles su verdadero significado solamente con el sonido original… el color./ Inefable. El idioma de lo inefable/ La aventura de lo desconocido/ Inventar un paisa-je/ o un nuevo paisaje de México.” De eso, entre otras cosas, se trata también la escritura y la fotografía de Juan Rulfo. Los dos elementos entremezclados.

Si, como asegura Eric Santner, “la fotografía es un medio pri-vilegiado porque parece funcionar como un sitio de comercio con los muertos (o mejor dicho, con los no muertos)”, no es de extra-ñarse que el autor de Pedro Páramo mantuviera una relación es-trecha y constante con la fotografía a lo largo de su vida. Y aquí vale la pena añadir que su trabajo con la fotografía antecedió al de la escritura y que, además, continuó una vez que éste terminó su obra literaria en 1955. Así, mirando con absoluta atención a su

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entorno y capturando desde rostros hasta edificios, desde plantas hasta vistas pano-rámicas, Rulfo se dedicó en realidad a documentar una historia natural de ese nuevo paisaje mexicano de creación per-sonalísima y propia.

La historia natural según Walter Ben-jamin, el pensador alemán, da cuenta de cómo “las formas simbólicas a través de las cuales se estructura la vida pueden va-ciarse de sentido, perder su vitalidad y descomponerse en una serie de significa-dos enigmáticos, jeroglíficos que de algu-na manera continúan dirigiéndose a noso-tros —llegando a nuestra piel psíquica— aunque ya no poseamos la llave de su significado”. El punto en la defini-ción bejamineana así como en la obra de Rulfo no sólo es identificar esos pedazos de cultura material donde han quedado las huellas de otras, sino crear una estruc-tura donde el autor y el narrador, y junto con ellos el lector, queden expuestos al

enigmático llamado que de ellos emanaba y emana. Estar expuesto, construir una obra expuesta y vivir una vida expuesta a todos esos llamados es lo que Eric Santner llamó la vida de la criatura. No sé si Rulfo consiguió vivir la “vida de la criatura” cada uno de los días de su vida, pero sí estoy segura que esa vida expuesta es una parte fundamental de su trabajo como artista visual y como escritor de textos experi-mentales de mediados del siglo XX.

Al producir un nuevo paisaje mexica-no, tal como era su intención, Rulfo nos enseñó a ver verdaderamente nuestro en-torno —tanto el externo como el inter-no— nos enseñó, como hace la poesía, a poner atención en lo visible y en lo inefa-ble. Acaso sea por eso que no pocos con-sideran a Rulfo también como nuestro gran poeta del siglo XX.

Texto publicado en Milenio (26/V/2009). Se reproduce con permiso de la autora.

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Luvina esa, en la voz esa, la voz del otro marina azahua

Luvina se la cuentan a uno. Uno no va nunca a Luvina. Aunque sí vaya. Aunque regrese para con-tarla, se la cuentan a uno siem-

pre desde allí, desde Luvina. No en ella. Me dijeron que irían, que encontrarían la forma de llegar, y volverían para decirme qué habían visto.

Querían saber si el cielo allí, como dijo Juan Rulfo, nunca es azul a pesar del viento. Querían corroborar la textura de su tierra, lo ceniciento de sus nubes, la reticencia de sus muertos. Trajeron de vuelta palabras, piedras e imágenes. Vol-vieron con historias de niños convertidos en aire. Yo hubiera querido que también regresaran cargados de sonidos. Con el viento aquel que, dicen los de allí, “dura lo que tiene que durar” guardado en una cajita de metal que retumbara. Me hubie-ra gustado que volvieran con él. Pero puede ser que sí lo hayan traído, sólo que se escapó de la caja, o no lo saben repetir, o yo no sé escuchar. El sonido del “ruido ese” tal vez se esconde entre todas las otras cosas que me dijeron de Luvina, y sólo tengo que encontrarlo.

*

Cuando digo que ellos fueron a Luvina, “ellos” puede que realmente sea sólo uno, el uno que me lo contó. El que, idéntico al narrador del cuento de Rulfo, pudo mi-rar Luvina y se la cuenta ahora a una es-cucha silenciosa—“el hombre aquel que hablaba”. El testigo. Me dijo “vamos a ir”, “retrasamos el viaje”, “ya regresamos”, “nos contaron”, y por eso siempre lo ima-giné acompañado, no solo. Debe ser tris-tísimo llegar solo a un lugar como Luvi-na. Por eso prefiero decir que “fueron”, y no que “fue”.

No sé si hubo un arriero que los lleva-ra hasta la cima del cerro y después se arrepintiera. No creo. Me imagino que llegaron en coche. Me puedo imaginar cuál. A las 2:15 entraron a la tienda de Lu-vina. Pero no tengo forma de saber si eran las dos y cuarto de la tarde o de la madrugada. Ni siquiera tengo forma de saber si en ese pueblo así se lee la hora, pues allí los relojes no tienen números, sino pájaros. Imaginarios, sin duda, pues en Luvina no puede haber aves; el viento frenético del lugar, siempre “prendiéndo-se de las cosas como si las mordiera”, las debe ahuyentar a todas. Los únicos pája-ros que se quedan quietos y que no se los lleva el viento pardo, son los dibujados en

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luvina esa, en la voz esa, la voz del otro

la carátula del reloj de la tienda —¿Qué hora es?—, se pregunta en Luvina. Son las canario para la golondrina.

La tienda estaba obscura y po-dría haber sido de noche. Tal vez ahí siempre es de noche. Pero seguramente no lo era. No como en el cuento de Rulfo donde el contar se lleva a cabo entre co-mejenes y una lámpara de petróleo, con la noche avanzando afuera y los niños jugando en el cuadro de luz que se asoma de la tienda. Aquella tienda del cuento la reconocí en la verdadera muy pronto. En la tienda rulfiana se alcanzan a distinguir sólo cerveza y mezcal, pero yo sé que en la tienda que visitaron los que fueron a Luvina —a la de verdad, la que podría o no estar en un mapa, pero visitan los en-cuestadores del INEGI para decir que allí hay 529 personas viviendo— también hay mezcal y cerveza. Tengo certeza de que la señora de trenza blanca que atiende el mostrador tiene escondidas las botellas entre los anaqueles llenos de botes trans-parentes con chicles, tubos de galletas marías, enlatados, y plumas colgadas de un tendedero de mecate. En esta tienda, los que fueron encontraron a un nuevo “hombre aquel que hablaba”. Su nombre es Isaac Darío.

*

Fueron a buscar una explicación para la desolación de Luvina. Querían saber si el relator rulfiano tiene razón al decir que aquel “es el lugar donde anida la tristeza”. Volvieron con evidencia contundente de que, a pesar de todo, los de ahí sí saben sonreír. Pero también descubrieron la ra-zón detrás de su mítica desolación. “El que habla” en la ficcion dice que ahí “el rocío se cuaja en el cielo antes de que lle-gue a caer sobre la tierra”. Y la metáfora no decepciona. Isaac Darío, en la Luvina verdadera, dijo que en ese pueblo un es-píritu llamado Xenilála no ha permitido "que se den los niños". Mueren pronto o desaparecen.

Hace dos meses se perdió una niña de catorce años en el pueblo, me dicen, les dijeron. La buscaron intensamente hasta que la encontraron. Todo ese tiempo ella había estado subida en un árbol. Dijo ha-ber escuchado los gritos de la búsqueda, pero por más que lo intentaba, unos ni-ños, que nunca había visto, no la dejaron bajar. Esta historia la intuyó Rulfo, sin saberla, cuando puso en boca del testigo que ahí “sólo viven los puros viejos… Los niños que han nacido allí se han ido”. Se han ido porque se los han llevado, para asegurarse de que jamás se fueran. Se van de una manera y se quedan de otra.

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marina azahua

Mientras se quedan los niños que juegan afuera de la tienda en el cuento, armando su barullo hasta que los corren. Se que-dan siempre volviendo. Yo no creo que estos niños estén vivos. Yo creo que los niños que juegan en el cuento son los mismos niños que no dejaban bajar a la niña del árbol hace un mes.

En Luvina los niños y otras cosas se dan siempre a medias, como fruta que se queda trabada, a medio madurar, en el árbol mismo. Se cuajan en el cielo y no acaban de caer sobre la tierra. Es un sitio que se queda a la mitad. A la mitad de la vida, a la mitad de la muerte. Éste es el lugar donde las plantas tienen manos y brazos. No les queda de otra si pretenden sobrevivir. Deben agazaparzse, deben “untarse a la tierra”, “agarrarse con todas sus manos al despeñadero”; “rasguñan el aire”. Quizás tengan manos porque los niños se las prestan. Tal vez en ellas se instalan sus almas. Me parece que las únicas flores que hay en el pueblo son las que, aplanadas e impresas, decoran el mantel de plástico que cubre el mostra-dor del interior de la tienda. Pero, ¿por qué insistirán en aferrarse a esa tierra que no las quiere recibir? Porque su nombre engaña, “me sonaba a nombre de cielo aquel nombre”, dice el que habla. “Pero aquello es el purgatorio”. Así como la leí,

y después como me la contaron, entendí la congruencia del insólito significado de su nombre en lengua zapoteca: Luvina significa “raíz de la miseria”.

*

Perseguida por Xenilála, Luvina se ha mudado ya tres veces. La realidad contra-dice a Rulfo, y aunque en su cuento se nieguen, los de ahí saben moverse cuan-do se cansan. Tres asentamientos entre los mismos cerros han llevado su nom-bre. Cierto es que sus muertos están den-tro y sobre de esa tierra, y no pueden “dejarlos solos”. Por eso no se van lejos, sólo unos cerros más allá. Son los muer-tos, como en todo Rulfo, los responsables de que nadie se pueda ir realmente. El pueblo actual de San Juan Luvina —cla-vado en el municipio de San Pablo Ma-cuiltianguis de la Sierra Norte de Oaxa-ca— es el último bastión. Antes de éste, fue la Luvina Vieja. De la primera Luvina no sé nada. Me han dicho que el último éxodo fue a principios del siglo XX. Y ahora, en la Luvina Vieja sólo hay cam-pos de cultivo y casas abandonadas. Me dicen que por eso aquel comentario: en la Luvina Vieja no hay nada. Y aquella pre-gunta: ¿Para qué quieren ir ahí?

Querían saber si el cielo allí, como dijo Juan Rulfo, nunca es azul a pesar del viento. Querían corroborar la textura de su tierra, lo ceniciento de sus nubes, la reticencia de sus muertos. Trajeron de vuelta palabras, piedras e imágenes.

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luvina esa, en la voz esa, la voz del otro

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Había que confirmar si es cierto que “de los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso”. La evi-dencia indica que ahí el monte se quiebra como el cristal. Sí, aquella tierra está llena de “rajaduras y de esa cosa que allí llaman ‘pasojos de agua’, que no son sino terro-nes endurecidos como piedras filosas, que se clavan en los pies de uno al cami-nar, como si hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera”. En una tierra tan quebradiza tiene sentido que no pueda enraizar nada; ni plantas, ni niños, ni aves. En una tierra envenenada por la tristeza, la imposibilidad de la vida se hace patente.

Se llevaron muestras de las piedras en una mochila, pero ésas no las vi, aunque me contaron que sí, que Luvina “se des-gaja por todos lados”. Es una tierra móvil, inestable. En el cerro de enfrente hay dos piedras viejas con inscripciones. Tal vez podrían salvar a Luvina. O ser su conde-na. El gobierno podría venir y rescatarlas. Los niños transparentes podrían conver-tirse en merolicos para turistas, pero como siempre han comprobado los habi-tantes de éste y otros pueblos, saben del Gobierno, pero no de la madre de éste.

*

Juan Rulfo le dijo a Joaquín Soler Serrano en 1977 que volvió a Apulco ya de adulto, a ese pueblo que “como es pueblo no apa-rece en los mapas”, el pueblo donde nació. Entonces la gente toda se había ido, y “las casas tenían candado… pero a alguien se le ocurrió sembrar de casuarinas las ca-lles del pueblo” en un pueblo “donde so-pla mucho el viento”—así como Luvina. Las casuarinas son por naturaleza el fan-tasma de algo, se les llama también pinos de los tontos, porque parecen pinos, pero no lo son. Se disfrazan de coníferas, pero en realidad son árboles semitropicales provenientes de Australia. Para tal caso, tienen más que ver con los eucaliptos que con los pinos. Árboles grandes con hojas de dedos flacos como pelos, dice Rulfo que con el soplar del viento producen un sonido gutural que se transporta lejos, las casuarinas “mugen, aúllan”.

Juan Rulfo le dijo a Reina Roffé en su Autobiografía Armada, que fue en ese re-greso a Apulco cuando comprendió “esa soledad de Comala, del lugar ese”. El lu-gar ese. Como el ruido ese. Aquel espacio no especificado que queda siempre lejos de uno. Y sin embargo, en su enunciación uno se establece en él. Al hablar de él se marcan sus linderos, se define su ubica-ción en el mapa de la conciencia.

marina azahua

Tres asentamientos entre los mismos cerros han llevado su nombre. Cierto es que sus muertos están dentro y sobre de esa tierra, y no pueden “dejarlos solos”. Por eso no se van lejos, sólo unos cerros más allá. Son los muertos, como en todo Rulfo, los responsables de que nadie se pueda ir realmente.

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Juan Rulfo le dijo a la Luvina de su cuento que ahí pasara como en Apulco, eso del viento. Igual que la Luvina ficticia, la verdadera es un lugar con grandes ven-tarrones, me informan los que fueron. “Ya mirará usted ese viento que sopla… dicen los de allí que… ven de bulto la fi-gura del viento recorriendo las calles… llevando a rastras una cobija”. El viento es sólido en Luvina, se puede tocar, como las hebras de los trapeadores que se cuel-gan a secar sobre una reja. Las ventanas son de metal en lugar de vidrio, porque el viento ahí apuñala. Se queda pegado a las cosas, y “luego rasca como si tuviera uñas… uno lo oye… raspando las pare-des”. No sé si en Luvina haya casuarinas, tendré que ir para corroborar si tal vez Rulfo vio allí a su propio pueblo. O si en su propio pueblo inventó a Luvina a par-tir del sonido de las casuarinas mugiendo en el viento. Sucede también, que a las casuarinas las apodan el árbol de la tris-teza.

*

Regreso a la tienda donde la hora se mide a partir de los colores de pájaros ficticios y de nuevo reconozco la tienda rulfiana. En el cuento, el autor hace creer que esta tienda donde se narra la historia se en-cuentra fuera de Luvina, en otro sitio, otro pueblo. Un lugar abajo del cerro en

un sitio alejado, desde donde resulta “fácil ver las cosas… meramente traídas por el recuerdo”. Pero esa tienda del cuento —ahora me queda claro—no está afuera sino dentro de Luvina. “El hombre aquel” que cuenta la historia nunca se fue de Lu-vina. Ahí sigue y seguirá, platicando des-de lo alto de esa tierra encrespada. El na-rrador de Rulfo cree que se salió de aquel pueblo y no volvió nunca más, cree que le cuenta al que irá para allá pronto, pero en realidad, le cuenta al que acaba de llegar.

No se puede ir a Luvina a menos de que a uno se la enuncien. La Luvina ver-dadera resulta casi más insólita que la del cuento. O así me la contaron. Insólita. Igual que en el cuento. Yo no fui a Luvina, y resulta extraño esto de contar un sitio a través de la mirada de otros. Pero con lu-gares como éste no hay de otra, al final del camino la Luvina verdadera es la Lu-vina ficticia, que también es Apulco y después será Comala. A todas ellas he ido a través de las palabras de otro. Al lugar ese sólo se puede llegar por medio de la voz esa, la ajena. Busco así, alongar la mi-rada hasta poner la esfera de mis ojos en las cuencas de la cabeza de los que la fue-ron a mirar. Una vez que uno visita Luvi-na, ya no puede salir. Tras subir el cerro pedregoso de su historia, ya no puede bajar. Los niños no lo permiten. Se queda uno ahí, contando a Luvina para siempre.

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luvina esa, en la voz esa, la voz del otro

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Desde la tumba Luvina óscar tanat

Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra are-na de volcán; pero lo cierto es

que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las co-sas como si las mordiera". Jessica leía en voz alta mientras ascendíamos a las mon-tañas de la Sierra Norte de Oaxaca. Cada renglón, cada párrafo de Juan Rulfo en Luvina, adquiría las dimensiones de un oráculo capaz de narrarnos. Mientras ella leía y aquel paisaje se convertía en la es-cenografía de nuestra vida, no quedaba más que mirarnos y reír de alegría, de incertidumbre, de sorpresa.

Decidimos entablar una guerra con-tra la ficción y ahí estábamos, sabíamos que San Juan Luvina era un pueblo su-mergido en las montañas de Oaxaca, y comprobaríamos la veracidad, o la men-tira, de quienes dicen que no es la Luvina inspiración de Rulfo.

La camioneta arremetía contra la ca-rretera serpentina en medios de los ce-rros, la sensación de caer al barrancabis-

mo se filtraba en nuestros poros a cada volantazo. En el panorama, a lo lejos, po-díamos ver una montaña, cuyas nubes postradas en su cima amenazaban con desparramarse, mientras Rulfo, dios mío, Rulfo en la voz de Jessica Santiago insistía en manipular lo que veíamos: "Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca [...] Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvie-ran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto...".

Existen dos Luvinas, nos dijo la gente, una que es muy vieja pero donde ya no vive nadie, está habitada por los muertos, "las personas se fueron de ahí porque no crecían los niños, se los llevaba el Xenila-lá, un espíritu de la montaña", decían. Y llegar a Luvina para ver a los niños jugan-do a las canicas, y leer a Rulfo y sus niños gritones afuera de una tienda, sus niños llorando porque no los deja dormir el miedo. Y pararnos en Luvina para sentir

El sistema onírico

hurta de la lucidez la pequeña experiencia del salto

la micro sensación de la caída que reproduce y expande

en el mecanismo de volar

o de caer

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desde la tumba luvina

un viento que venía del horizonte, incan-sable, penetrante en la piel y en la memo-ria. Y leer a Rulfo con su viento negro. Las dudas todavía nos carcomían, había-mos pasado de habitar nuestras propias vidas a vivir una ficción sostenida por las hojas.

Podrán creer que estoy loco, no me importa, lo fundamental es decir, expli-car, narrar lo que allá nos ocurrió. Tuvi-mos que mantener la compostura que habíamos mostrado en el trayecto. Des-cubrimos que no existe, como en el cuen-to, una Cuesta de la Piedra Cruda, pero vaya, hay un cerro que ostenta una piedra gigantesca que parece que va a desgajarse apenas es rozada por un paseante. "Y tie-ne inscripciones muy antiguas", dicen los pobladores.

Fui a Luvina dos veces. La primera para sentir el ventarrón en la cara y leer:

"Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Lu-vina y nos chupa la sangre...". Y luego el viento cesó. La segunda para desmem-brar el sentido de un cuento alojado en la tristeza, porque "Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubie-ran entablado la cara". Y es preciso decir ahora, decirlo así sin temblor en las me-ninges, que Luvina, palabra zapoteca, significa raíz de la miseria, sí, raíz de la miseria, como si desde el nombre su gen-te estuviera condenada. Lo dijo un serra-no cuándo en Macuiltianguis le pregun-tamos por el camino: "Y para qué van para allá, si allá no hay nada. Si van llé-vense qué comer porque de verás allá no hay nada". Nos recordó a las cervezas, a

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la nada, al narrador hablando desde la tumba: "Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sa-bor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará". ¿Descubríamos acaso que San Juan Luvina era la Luvina de Rulfo?

Todo eso era el escritor de El llano en llamas riéndose desde la tumba, como si hubiera profetizado el arribo de tantos lec-tores curiosos a este pueblo, como si siem-pre hubiera sido su propósito, como si su objetivo fuera hablar, en vida real, desde el reino de los muertos, como en Pedro Pára-mo. Y ahí estábamos nosotros redescu-briendo la fuerza de la literatura, sus alcan-ces, sus caprichos, sus mecanismos

oh-cultos. Van a pensar que esto no es cierto, o quizá van a creerlo, no importa, no importa mientras Rulfo diga en el cami-no: "Y ahora usted va para allá... Está bien. Me parece recordar el principio...".

Salimos de Luvina con el alma atibo-rrada de imágenes y textos: los migrantes, el pueblo conformado por viejos, las mu-jeres en grupo mirándonos, la pobreza atornillada a un "¿Qué país es este Agri-pina?", un triste poema en la agencia mu-nicipal, y la ayuda del gobierno retratada en adobes descompuestos. Presenciamos la ficción deconstruida hasta aterrizar en lo tangible de lo real. Rulfo nos había mostrado el camino, había trazado una ruta ajena a todo mapa, para hacernos ver con otros ojos el mismo paisaje y ale-jarnos de la indiferencia, para hacernos creer otra vez en la literatura... Y en los fantasmas.

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sugerencias para interpretar los silencios de Luvinagraciela romero @diamandina

Suena un vals mientras le hablan de Luvina, tal vez no lo escuche, porque suena sólo en una cabeza cercana a usted, pero en Luvina nunca se está lo suficientemente cerca de alguien como para escuchar sus pensamientos.

Agradezca la música de fondo, aunque no sirva de nada.

Solíamos pensar que el sonido era algo puro. (“False Advertising”)

Sepa que conocer sobre Luvina es llegar.

Ahora todo es imaginario, especialmente lo que amas. (“Lime Tree”)

Ya no se pregunte por qué está yendo, llegó o se quedó para siempre en Luvina. Si pudiera explicarlo no habría llegado hasta aquí en primer lugar.

No estoy seguro cuál fue el problema que empezó todo esto; las razones se fueron, pero el sentimiento nunca lo hizo. No es algo que recomiende, pero es una forma de vivir. (“Lua”)

Y se vive, incluso en Luvina. Ha pasado. Está pasando ahora. Se vive en este

pueblo que no es de mujeres enlutadas, sino de mujeres que son el luto por todo lo que luto merezca, como usted; sino por qué estaría aquí, por qué más.

Serás libre de los grilletes del lenguaje y el tiempo cuando hayas muerto. Hasta entonces: vete, vete. (“Landlocked Blues”)

Tal vez usted se destruya, pero Luvina se crea con su presencia, por eso nadie se va, por eso todos, quieran o no irse, se quedan igual.

Encontré una cura líquida para mi tristeza acorralada por esta tierra. (“Landlocked Blues”)

Tome la cerveza tibia, comience a acostumbrarse y entienda que aunque no haya llegado todavía, ya no se irá. Espere despierto hasta el final de la historia. En algo podría ayudarle para aceptar que nunca encontrará nada, que el error fue buscar.

Yo sé lo que debe cambiar: que se joda mi rostro, que se joda mi nombre, son falsa publicidad para un alma que no tengo. (“False Advertising”)

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(con canciones de bright eyes)

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graciela romero

No sienta pena. Sólo se llega a Luvina cuando no queda más adonde ir, tranquilícese sabiendo que ya de nada se pierde. Luche con sus fantasmas y amiste con los que lo rodean.

Estoy haciendo un trato con mis demonios, diciéndoles “déjame ir, por favor”. (“Landlocked Blues”)

Todos creen saber por qué vienen a Luvina, pero todo lo que saben se invalida cuando logran llegar. Todos llegan. Usted está aquí. Usted es aquí. En algún momento todos serán. Todos vendrán.

Si eres libre comienza a correr, porque estamos yendo por ti. (“Landlocked Blues”)

Puede intentar irse, nada se lo impide. Pero antes pregúntese para qué le servirá cualquier otro lugar ahora que conoce Luvina y usted es parte de esta tierra yerma o esta tierra yerma es parte de usted, lo que le asuste más.

Mi paciente prisionero, has esperado por este día y finalmente eres libre, eres libre y

ahora te estás congelando. (“From a Balance Beam”)

Quédese. Ya nada lo necesita allá.

En realidad el bosque escucha cada sonido, cada hoja de pasto mientras cae. El mundo no necesita audiencia ni testigos. (“I Must Belong Somewhere”)

Quédese. Ya no queda nada para usted en otro lugar. Escuche. No hay nada que escuchar. No hay nada que crear. No hay nada que vivir, más que seguir viviéndolo. Ya sólo esto tiene sentido. Quédese.

Encerraron al Diablo en el sótano y aventaron a Dios en el aire. Todo debe pertenecer a algún lugar. Sabes que es verdad, quisiera que me dejaras aquí. Ahora yo sé que es verdad, por eso me quedaré aquí. (“I Must Belong Somewhere”)

Escuche. Luvina ya no tiene nada que decirle y eso sólo significa una cosa: quédese. Y ahora que no le queda nada más, duerma tranquilo.

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Todo escritor que crea es un men-tiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una re-creación de la realidad; recrear

la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. Considero que hay tres pasos; así como en la sintaxis hay tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y complemento, así también en la imagina-ción hay tres pasos: el primero de ellos es crear el personaje, el segundo crear el am-biente donde ese personaje se va a mover y el tercero es cómo va a hablar ese perso-naje, cómo se va a expresar, es decir, darle forma. Estos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia. Ahora, yo si le tengo temor a la hoja en blanco, y sobre todo a lápiz, por-que yo escribo a mano. Cuando empiezo a escribir no creo en la inspiración, el asunto de escribir es un asunto de trabajo: ponerse a escribir a ver qué sale y llenar páginas y páginas, para que de pronto aparezca una palabra que nos dé la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis o diez páginas y no apa-rece aquel personaje que yo quería que apareciera, aquel personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo; cuando de pronto aparece y surge, uno lo va siguien-do, uno va tras él. En la medida en que el personaje adquiera vida se puede entonces ver hacia dónde va; siguiéndolo lo lleva a uno por caminos desconocidos, pero que

estando vivo conducen a una realidad o a una irrealidad, si se quiere. Al mismo tiempo, se logra crear lo que, al final, pare-ce que sucedió o pudo haber sucedido o pudo suceder, pero nunca ha sucedido. Entonces creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental saber perfecta-mente que uno va a decir mentiras, que si se entra en la verdad, en la realidad de las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está haciendo historia, reportaje. A mí me han criticado mucho mis paisanos porque cuento mentiras, porque no hago historia o porque todo lo que pla-tico o escribo —dicen— nunca ha sucedi-do; y así es. Para mi lo primordial es la imaginación. Dentro de estos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando; la imaginación es infinita, no tiene límites, y hay que romper donde se cierra el círculo; hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse. Así aparece otra cosa que se lla-ma intuición; la intuición lo lleva a uno a adivinar algo que no ha sucedido, pero que está sucediendo en la escritura. Concretando: se trabaja con imagina-ción, intuición y una verdad aparente; cuando esto se consigue, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer. Creo que eso es, en principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quie-re contar.

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Verdad y mentira en la creación literaria

juan rulfo

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EL tEma

Durante la infancia solía leer literatura rusa en la que ado-lescentes soviéticos descri-bían sus hazañas y aventuras

en la segunda guerra mundial; además de lo anecdótico, uno de los aspectos que más me atraía era la manera en la que estos libros describían la nieve (nie-ve que aún ahora no conozco); a cada nueva palabra, más allá de los giros pro-pagandísticos de eso que dio en llamar-se realismo soviético, podía descubrir un nuevo rasgo que hacía sentir la nieve como algo palpable, real y cercano. Con la natural falta de prejuicios de un lector principiante, leí también en aquella época una novela en la que un moro se convertía al cristianismo pero, una vez más allá de lo anecdótico, me impresio-nó la manera en la que el protagonista describía su nostalgia por los oasis y el olor del viento en los desiertos de su pa-tria, una vez que tuvo que autoexiliarse en Inglaterra.

Muchos años de páginas después, cuando tomé las primeras clases de lite-ratura, y cité entusiasmada estos libros que me gustaron tanto en la infancia, un profesor, con desdén mal disimula-

do, me dijo que no se podía hablar o teorizar sobre ellos porque eran sólo literatura panfletaria. Y sin embargo le llamó literatura. Desde entonces, todo escrito que hiciera referencia a asuntos supuestamente políticos era descalifica-do, como si la función poética solo pu-diera ejercerse sobre determinados te-mas y no otros.

Al comenzar a leer Dolerse: Textos desde un país herido de Cristina Rivera Garza, el destierro que las opiniones ca-lificadas hicieron de mis libros infantiles volvió a erigirse y plantear de nuevo la misma pregunta: ¿existen temas en los que no es posible ejercer la función poé-tica? ¿Se puede escribir sobre un país herido, sobre una guerra, sobre la polí-tica del horror como una escritora?

Al terminar el libro la respuesta era más certera que nunca, nada está veda-do a la literatura, el tema no es lo que construye lo literario sino el acerca-miento. Y queda claro siempre que la voz que habla del dolor es el de la escri-tora y no el de una periodista. No existe la literatura panfletaria porque simple-mente no es literatura, y un panfleto por definición no es poético.

Condolerse. sobre un libro de Cristina rivera Garzayásnaya aguilar gil

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EL DoLor

Cristina Rivera Garza habla de un país herido y se duele sobre él, no pretende reportar sobre el rojo de la herida ni tam-poco pretende categorizar los aspectos políticos de un país en guerra y bañado de violencia. Ella pretende dolerse en el do-lor de tantos. Como aquella teoría que apunta que la poesía nació en el canto del primer ser humano que desconcertado se dio cuenta de que ese otro tan querido había muerto, Rivera Garza vuelve a re-cordarnos que para dolernos, de verdad dolernos, y no narrar que lo hacemos, solo la palabra poética puede cobijar “poco a poco los cuerpos mancillados” de un país como el nuestro.

Consciente de esto, ella habla de la poesía documental: “como doliente y es-critora y como ciudadana me pregunto qué podría hacer la escritura si pudiera algo ante tanta y tan cotidiana masacre. Si la pregunta fuera cómo incidir sin caer en la reificación del dolor, acaso las lecciones de esta poesía documental podrían servir de algo. Si la escritura pudiera, se entien-de. Si la escritura pudiese”. Y después de leer sus textos puedo decir que la escritu-ra puede, sirve de algo, de mucho.

El título del libro, en principio llama inmediatamente la atención porque llama no sólo a dolerse con ella sino a condoler-se con todos y para eso es necesario “sen-tir” el dolor del otro, entrañarlo y sentirlo como propio. Pero para eso se necesita reconocerlo.

Durante el proceso durante el cual aprendí español uno de los aspectos de los que más me hice consciente fue del parce-lamiento semántico de las palabras sobre el dolor, no es lo mismo decir “me duele” que “me arde” que “me raspa” o que “me punza”. En cada lengua ese parcelamiento semántico puede dar por resultado una serie de palabras que dan cuenta de todas las sutiles diferencias que se pueden ha-cer, y por la tanto sentir, al nombrar los dolores. A diferencia de otras palabras, como “taza” y “tazón” en las que basta mostrar el objeto para mostrar la diferen-cia, para las palabras del dolor se estable-ce un pacto de otro tipo. ¿Cómo sabe una madre a qué se refiere el niño que está aprendiendo a hablar cuando dice “me arde”? ¿Cómo sabemos todos que la sen-sación que se tiene cuando algo “punza” es exactamente la misma que nosotros sentimos? ¿Cómo lo sabemos si no hay

yásnaya aguilar gil

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manera de sentir ese ardor, ese dolor pun-zante del otro? ¿Qué tal que la sensación que yo describo con un “me arde” corres-ponde a un “me punza” del otro?¿Como sabemos y cómo aprendemos que el dolor del otro corresponde al nuestro?

Lo que media son las palabras, a dife-rencia de otras como “mesa” o “silla” en los que es necesaria la abstracción de todos los referentes llamados de ese modo, la construcción del significado de las pala-bras del dolor (dado que parece imposible sentir el referente/dolor del otro) descansa sobre otras palabras. “No te punza” le de-cía una madre a su hijo al ver el raspón: “eso te arde”. Se necesitan metáforas para saber de los matices del dolor, “arder” se relaciona con el fuego, “me punza” habla del dolor provocado por objetos que ejer-cen una presión puntual. Y en algún pun-to, mediante explicaciones, metáforas y más palabras podemos confiar y creer que a todos “nos duele”, “nos arde”, “nos pun-za” de la misma manera, exactamente la misma. Aunque no estemos seguros.

Para condolerme necesito entender con metáforas, con palabras y explicacio-nes el dolor que sientes y del modo en el que lo sientes para poder entrañarlo luego. Y esto es algo que el “estado sin entrañas” no puede hacer, como dice Rivera Garza, y sin entrañas no hay metáforas que valgan

para explicar y sentir el dolor del otro pues no hay siquiera donde albergarlos.

“El que conversa vuelve visible lo oculto”, escribe la autora en uno de los textos. Es ese dolor el que trata de mostrar y de explicar Luz María Dávila cuando le dice a Felipe Calderón que si su hijo hu-biera muerto como habían sido asesina-dos los suyos, si fuera su hijo, hasta deba-jo de las piedras buscaría al asesino. “Póngase en mi lugar”, le dice. Es una manera de decir, así me duele, así me arde, así punza , siente y conduélete. Pero no hay entrañas apara albergar el dolor.

Es por eso que Dolerse: Textos desde un país herido se erige como una gran metáfora que enuncia y explica el dolor de un país lastimado, los detalles de cómo duele, arde o punza . Son ésas las palabras las que usa: “acaso la traza más punzante del secuestro cotidiano sea el miedo a ha-blar, la necesidad de hablar quise decir, acompañada de su terrible hermano ge-melo: el miedo a hacerlo” . A través de las palabras que forman su libro, la autora construye, nombra y explica la naturaleza y los detalles del sufrimiento, a través de ellas puedo condolerme, con-arderme y con-punzarme estableciendo ese pacto de saber que nuestro dolor, el mío y el tuyo, son de la misma naturaleza.

condolerse

Rivera Garza vuelve a recordarnos que para dolernos, de verdad dolernos, y no narrar que lo hacemos, solo la palabra poética puede cobijar “poco a poco los cuerpos

mancillados” de un país como el nuestro.

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La EnunCiaCión

“En poco dolor arde aquel que puede ha-blar de su dolor”, decía un proverbio en latín y será verdad de algún modo cuando Cristina Rivera nos dice que “el que se horroriza separa los labios e incapaz de pronunciar palabra alguna, incapaz de articular lingüísticamente la desarticula-ción que llena la mirada muerde así el aire”. Ante el horror sólo tenemos silencio. “El hombre tiene coraje mientras ignora”, dice Cesare Pavese, porque cuando se da cuenta y de verdad se da cuenta sólo resta como Edipo, arrancarse los ojos para de-jar de ver, para dejar de imaginar, porque el que imagina, dice Rivera, siempre po-drá imaginar que esto, cualquier cosa puede ser algo distinto. “El horror es el espectáculo más extremo del poder” por-que calla, ciega.

Ante ese silencio, el decir literario es la respuesta porque a pesar de Adorno, aún podemos escribir poesía después de

nuestro propio Auschwitz, durante y des-pués de nuestra propia barbarie. No pue-de quedarnos el silencio porque con el silencio es imposible condolerse.

Cristina Rivera Garza escribe, pero no como periodista y así se lo dice a Luz María Dávila en unos de los textos: “No soy periodista. Escribo con lo que alcanzo a ser a veces, escribo como escritora”. La palabra crea el duelo.

Dolerse: Textos desde un país herido salva de ahogarse en el silencio: nos dice que es posible aceptar que tu “me duele” es mi “me duele”, que tu “me arde” es mi “me arde”, que tu “me punza” es mi “me punza”; y con ese acuerdo en las entrañas podemos, entre todos, condolernos y por fin dejar salir el grito de los ojos y las bo-cas silenciadas de tanto horror.

Una versión de este texto fue leído en la presentación de Dolerse: Textos desde un país herido, en la ciudad de Oaxaca (10/II/2012).

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Pronto acabará el sexenio de Felipe Calderón. Con él se irá su equipo de trabajo. Terminarán seis largos años. Los años del calendario de Calderón no corresponden a los del calendario oficial. La herencia de torpezas, fraca-sos, y muertos por la violencia es inmensa. Los eneros y los diciembres calderonistas son insuficientes. Narrar sus tropelías requiere más días.

Durante su mandato intentó convencernos de la utilidad de su política contra el narcotráfico. Durante el sexenio la agenda de la realidad no inten-tó convencernos de nada. Se apersonó con cadáveres, con desaparecidos, con niños asesinados por caminar en el lugar y el tiempo equivocado, con descabezados, con pueblos fantasmas, y con una nueva generación de niños cuyo entrenamiento escolar les enseñó a jugar y cantar en posición pecho tierra para no ser víctimas del fuego cruzado.

Cuando finalicen su mandato Calderón, y los Ministros que no sepan venderse, se irán. Cerrarán su agenda. Deambularán sin culpa, sin pena. Otra será la realidad del país y su gente. Calderón ha explicado incontables veces las razones de sus acciones políticas contra el narcotráfico. Buscó con-vencernos acerca de la inevitabilidad de la violencia. Presumió el éxito gu-bernamental por el número de capos capturados. Fundamentó su misión al mostrar que hacia el sur de Chiapas hay más asesinatos. Vanaglorió sus triunfos al asegurar que antes había menos muertos porque sus antecesores no enfrentaban al narco. Ensalzó sus conocimientos al obstruir cualquier discusión con respecto a la legalización de las drogas.

Calderón justificó la violencia como un mal necesario para un mejor futuro. Nadie sabe cuántas personas han sido masacradas. El gobierno in-venta casi todo. Las estadísticas oficiales son diseñadas ad hoc. Sabemos del primer muerto por la guerra de este sexenio; sabemos del segundo, del ter-cero y de muchas decenas de miles. Se habla de “más de cincuenta mil”. “Más” es un término impreciso. Tan impreciso como Calderón. Cuando él se marche “más” será menos: no hay día, ni lo habrá, sin muertos, muchos de ellos inocentes.

Los muertos inútiles de Calderón son una profunda tragedia. De nada han servido, de nada servirán. Su receta acerca de la necesidad de la violencia fue tan equivocada como su gobierno, y tan grosera como la complicidad de sus compinches. Calderón se va. Se quedan sus muertos. No hay posdata.

sin posdata arnoldo kraus

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Colaboradores

YÁSNAYA ELENA AGUILAR GIL (Ayutla, Oaxa-ca, 1981). Lingüista y ensayista. Su trabajo se centra en el estudio y difusión de la diversidad lingüística de México y de lenguas en riesgo de desaparición. Mantiene una columna semanal en Este País (www.estepais.com) y tuitéa en @yasnayae

MARINA AzAHUA (Ciudad de México, 1983). Ensayista y narradora. Algunos de sus seudónimos escriben para revistas culturales, y una de sus iden-tidades es becaria del programa “Jóvenes Creado-res” del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.

ARNOLDO KRAUS (México, D.F., 1951). Médico y escritor. Imparte clases de ética médica en la Fa-cultad de Medicina de la UNAM. Es miembro del Colegio de Bioética. Ha publicado, entre otros, Mo-rir antes de morir. El tiempo Alzheimer (2007), Apo-logía del lápiz [con Vicente Rojo (2011)] y Cuando la muerte se aproxima (2011). Ha colaborado con La Jornada y Letras Libres. Actualmente escribe una columna semanal en El Universal.

MYRIAM MOSCONA (México, D.F., 1955). Poeta y periodista. Obtuvo Premio de Poesía Aguasca-lientes de 1988 y una beca Guggenheim en 2006. Entre sus libros destacan Los visitantes (1989), Ne-gro marfil (2000), El que nada (2006) y De par en par (2009).

CRISTINA RIVERA GARzA (Matamoros, Tamau-lipas, 1964). Es narradora, poeta, historiadora y do-cente. Recibió el Premio Nacional de Cuento Juan Vicente Melo por su libro Ningún reloj cuenta esto (2001). Por su trayectoria obtuvo el Premio Interna-cional Anna Seghers (Berlín, 2005). Con La muerte me da el Premio Sor Juana Inés de la Cruz (2009) por segunda ocasión. Tuitéa en @criveragarza y mantiene el blog www.cristinariveragarza.blogspot.mx

ANTONIO RAMOS REVILLAS (Monterrey, Nue-vo León, 1977). Narrador. Ha obtenido los premios nacionales de cuento Julio Torri y Salvador Gallar-do Dávalos. Ha sido becario del FONCA y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Entre sus li-bros se cuentan Todos los días atrás, Dejaré esta calle, Habitaciones calladas y la novela El cantante de muertos (2011). Tuitéa en @kozameh

GRACIELA ROMERO (Guadalajara, Jalisco,1982). Estudió Letras Hispánicas. Ha publicado en algu-nas revistas impresas y virtuales. Actualmente hace lo que puede. Tuitéa en @Diamandina

AGUSTINE SACHA (Francia, 1985). Costurera de palabras, imágenes y telas. Radica en la ciudad de Oaxaca desde hace 5 años, donde ha espigado algu-nas de las fotografías que se pueden ver en www.flickr.com/agustine_yo

DANIEL SALDAñA PARíS (México, D.F., 1984). Poeta y ensayista. Autor de Esa pura materia (2008), por el que ganó el Premio Nacional de Poe-tas Jóvenes Jaime Reyes, y de La máquina autobio-gráfica (2012). Ha sido becario del FONCA y de Residencias Artísticas (2012), así como de la Fun-dación para las Letras Mexicanas (2007-2009). www.dsparis.tumblr.com

ÓSCAR TANAT (Oaxaca, Oax., 1984). Escritor poscorrientista, músico underground, teatrista frustrado y videasta en ciernes. Editor de la versión en línea de El Jolgorio Cultural. Detesta las fichas curriculares por considerarlas un homenaje al ego. www.oscartanat.blogspot.com

yagular es una revista bimestral de creación y reflexión literaria y

visual con base en Oaxaca.

Directorio: Juan Pablo Ruiz Núñez y Saúl Hernández Diseño editorial y formación: Ignacio z. HuizarFotografías de este número: Agustine Sacha

año 1, núm. 5, septiembre - octubre 2012 oaxaca de juárez, oaxaca, méxico

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