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INVIERNO 2000-2001 REVISTA DEL INSTITUTO ALICANTINO DE CULTURA "JUAN GIL-ALBERT"« NUM. 43 2.800 pías. EL SIGLO XIX EN ALICANTE Rafael Zurita Aldeguer Jesús Millan Pedro Díaz Marín Rosa Ana Gutiérrez Lloret Rosa Castells Fernando Polo Villaseñor Daniel Sanz Alberola Salvador Palazón Ferrando Josep Bernabeu Mestre Enrique Perdiguero Gil José Ramón Navarro Vera Gregorio Canales Martínez Fermín Crespo Rodríguez Alicia Mira Abad Ana Melis Maynar 43

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EL SIGLO XIX EN ALICANTERafael Zurita Aldeguer

Jesús Millan Pedro Díaz Marín

Rosa Ana Gutiérrez Lloret Rosa Castells

Fernando Polo Villaseñor Daniel Sanz Alberola

Salvador Palazón Ferrando Josep Bernabeu Mestre Enrique Perdiguero Gil

José Ramón Navarro Vera Gregorio Canales Martínez

Fermín Crespo Rodríguez Alicia Mira Abad

Ana Melis Maynar

43

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■mmraimi««DIPUTACIÓN PROVINCIAL DE ALICANTE

"CANELOBRE" es una publicación del Instituto Alicantino de Cultura "Juan Gil-Albert",

Organismo Autónomo de la Diputación Provincial de Alicante

Número 43 Invierno 2000-2001

2.800 pías.

Depósito Legal: A. 227-1984I.S.S.N. 0213-0467

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CANELOBRE

DIRECTOR:JORGE A. SOLER DÍAZ

SECRETARIA:CARMEN MARIMÓN LLORCA

CONSEJO ASESOR:CAYETANO MAS GALVAÑ

ROSA Ma CASTELLS GONZÁLEZ ROSA Ma MONZÓ SEVA

JORDI COLOMINA I CASTANYER JOSÉ PAYÁ BERNABÉ

JOSÉ MANUEL PONS AGUILAR ÁNGEL L. PRIETO DE PAULA

DISEÑO:JOSÉ PIQUERAS LLOREN^ PIZÁ

Este número de Canelobre, tituladoEL SIGLO XIX EN ALICANTE

ha sido coordinado por Rafael Zurita Aldeguer.

Agradecimientos:El coordinador expresa su agradecimiento por la aportación

de información documental y fotográfica a:José Huguet, Susana Llorens, Carlos Mateo, Francisco Moreno,

Ma Jesús Paternina, Rafael Poveda y Roque Sepulcre

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EL PAISAJE RURAL

Gregorio Canales Martínez

Fermín Crespo Rodríguez

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EL PAISAJE RURALGregorio Canales ! Fermín Crespo

La agricultura de la primera mitad del siglo XIX sufre las adversidades derivadas de la Guerra de la Independencia. El inmovilis- mo general, consecuencia de las secuelas del Antiguo Régimen, se va a prolongar durante las primeras décadas, si bien las medidas liberalizadoras introducidas a par- tir de las Cortes de Cádiz y las disposicio­

nes generadas años después, fueron la causa de un cam­bio radical que se hará realidad en la segunda mitad dels¡glo.

No hay que olvidar las modificaciones que se introdujeron en la propiedad y régimen de la tierra tras las leyes abolicionistas, desvinculadoras y desamortiza- doras propias de esta centuria. Las primeras convirtieron a los antiguos titulares de señoríos en grandes hacenda­dos agrícolas al tiempo que permitieron a muchos colo­nos y enfiteutas transformarse en propietarios de pleno derecho; mientras que las desvinculadoras y desamorti- zadoras dieron lugar a que las tierras amortizadas en manos de la iglesia, de los municipios, la nobleza, la corona y otras instituciones, salieran al mercado libre y fuesen adquiridas por diversos grupos sociales, diseñán­dose así una nueva estructura en la propiedad de la tie­rra. También hay que tener presente la importante reper­cusión que tuvo para el agro alicantino, sobre todo para las tierras de secano y aquellas todavía improductivas la Ley de Colonias Agrícolas, cuyo objetivo aunaba por un lado la puesta en cultivo y el asentamiento de población campesina en áreas deshabitadas.

Además de los aspectos jurídicos hay que tener presentes otras transformaciones que se producen en este periodo y que serán la base del desarrollo del sector agrí­cola entrado el siglo XX. Entre ellas hay que tener en cuenta el paulatino abandono de las creencias religiosas como principio explicativo de determinadas adversidades meteorológicas, a favor de las teorías científicas, aspecto que se pone de manifiesto en la larga tradición popular de las rogativas. Continúa el impulso colonizador que emprendió el reformismo borbónico durante el setecien­tos coincidiendo con la Ilustración, como se pone de manifiesto con la desecación de la laguna de Villena. La intensificación de los cultivos y la transformación del secano va a ser un objetivo estratégico, que conllevará la construcción de un buen número de obras hidráulicaspara abastecer de caudales los campos. Asimismo el agua adquirirá un gran protagonismo debido a la aridez propia de la geografía alicantina unida a la ampliación de la superficie regada, será el origen de importantes conflictos y de demanda de nuevos aportes hídricos para mantener la riqueza creada. En el espacio rural la burguesía terra­teniente construyó grandes mansiones residenciales des­tinadas al ocio, antecedente de una actividad que se desarrollará en la centuria siguiente coincidiendo con el turismo de masas. El fenómeno de las casas de recreo lo

vincula Madoz a mediados del siglo XIX a la presencia de una clase social alta que veraneaba en quintas de su pro­piedad. Cita el autor explícitamente las situadas en las inmediaciones de Alicante, El Campello, Muchamiel, Busot y Aguas de Busot, entre otras muchas poblaciones, dotadas de excelentes jardines.

Breves apuntes de Agricultura, de Esteban Forcadell y Calzada, 1894.

Las dificultades agrícolas de principios de siglo

El estancamiento de la agricultura alicantina durante la primera etapa del siglo XIX se recoge en el análisis elaborado por Roca deTogores y Carrasco titula­do Memoria sobre el estado de la agricultura en la pro­vincia de Alicante, publicado en 1848, que muestra el estado de decadencia general que padecía. La crisis de las primeras décadas sumió a las principales áreas agrí­colas en una economía de autoabastecimiento agudiza­da por la carencia de alternativas laborales para los jor­naleros, debido fundamentalmente a la falta de modernización de las estructuras industriales. Incluso el flexible sector de la artesanía sintió esta recesión, ante la decadencia de la manufactura sedera, de los productos elaborados con esparto y los derivados de la barrilla. De manera que las condiciones de vida se endurecieron con relación a las registradas a finales del siglo XVIII, hecho que motivó la toma de conciencia de clase por parte del creciente proletariado campesino.

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El trabajo del esparto. (Dibujo original de Pepe Gutiérrez).

Las penurias que pasaba este colectivo la refleja Roca de Togores en tres aspectos fundamentales. Baja retribución económica, larga jornada laboral y una ali­mentación inadecuada. En este sentido indica "la comi­da ordinaria de los labradores en todos los pueblos y dis­tritos rurales de este partido (huerta de Alicante) es pan de cebada ó de maiz, cebollas, ajos, pimientos y toma­tes crudos, una sardina el día en que cavan ó hacen faena pesada, y los domingos y alguna noche entre semana, ensalada de nabo, col, acelga, etc., cocida. De esta ley no se escapa en la actualidad ningún labrador que no cuente con otro recurso que la labranza del pais". Pobre dieta para un colectivo sometido a intenso trabajo agrícola que se desarrolla de sol a sol, con una hora de descanso en invierno y dos en verano, además de los pequeños descansos de algunos minutos para fumar. Para buscar trabajo se organizaban en cuadrillas de ocho a diez personas, a cuyo frente se situaba un jefe que según la zona recibía distintas denominaciones (mayoral, manejero o capataz), que era el encargado de dirigir los trabajos y contratar la faena.

Ante esta situación de precariedad la única salida circunstancial consistía en la emigración temporal a otras regiones, incluso países. Así, eran frecuentes los desplazamientos de los braceros alicantinos a los cam­pos de La Mancha y Aragón para la siega de los cereales, a la recolección de arroz en la vecina provincia de Valencia, incluso viajes de mayor duración a lugares más distantes, como el norte de Africa, donde existía una fuerte demanda de mano de obra en las colonias france­sas. El exceso de brazos disponibles para las faenas agrí­colas motivaba, según frases de Roca deTogores que "los obreros y trabajadores no tan sólo no faltan, sino que sobran, Hoy día hay más de 2.000 en el África francesa y se van sin cesar, y á poderlo hacer por tierra saldrían

10.000. En tiempo de siega salen para Andalucía, Extre­madura y Castilla, de 2.000 á 2.500".

La carestía de los productos de primera necesi­dad, especialmente los cereales, se hizo patente en esta época, debido sobre todo al desarrollo de otros cultivos mediterráneos como la vid, la barrilla, y el cáñamo, fun­damentalmente dirigidos a la exportación. La constante falta de trigo local en los mercados provocaba la adqui­sición del producto en otras zonas, aspecto que redun­daba en que los precios fuesen prohibitivos para el cam­pesinado. Esta situación lejos de mejorarse se agravaría en la segunda mitad del siglo XIX al intervenir una nueva variable: las altas tarifas ferroviarias. Su impacto en los costes fue determinante en el encarecimiento del trigo que, curiosamente era más económico si se traía desde el extranjero que transportarlo dentro de España de una provincia a otra.

De la tradición a la ciencia

A lo largo del siglo XIX todavía perviven en el mundo rural una serie de prácticas religiosas a modo de súplicas colectivas que se utilizaban para implorar la mediación divina y así superar las adversidades que afectaban a la agricultura. Se trata de las rogativas, diri­gidas en cada localidad a la advocación religiosa pro­tectora de la comunidad y en ocasiones a las específicas del sector agrícola. La celebración de este tipo de cere­monias pone de manifiesto una notable preocupación por parte de los organismos civiles y eclesiásticos y, en definitiva, del pueblo en general, que se volcaban en la organización del acto, lo que dio lugar a una conducta pautada y ritual que se manifestaba frente a las calami­dades provocadas por sequías, plagas, inundaciones y terremotos, entre otros.

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EL PAISAJE RURALGregorio Canales ! Fermín Crespo

La siega. (Dibujo de Ortego, Museo Universal, 1868.)

Las rogativas seguían un esquema secuencial estructurado en fases, que en rara ocasión era alterado y que obedecía en una lógica basada en los convenciona­lismos y el funcionamiento burocrático de la época. Las etapas que jalonan este proceso eran las siguientes: ante el peligro que se perdiesen las cosechas, los labradores transmitían su preocupación al ayuntamiento; entonces esta institución trasladaba el malestar a las autoridades eclesiásticas. Entonces la iglesia decidía la oportunidad de la misma y la fecha de celebración.

El ritual de ceremonia por el que se optase en cada momento, permitía evaluar la gravedad de la crisis. La documentación historiográfica nos permite dividir en cuatro niveles, que van de leve a muy grave, la intensidad de la catástrofe: en el primero de los casos se procedía a la solicitud de oraciones públicas, mientras que en el caso extremo se culminaba con la procesión del interce­sor por las calles de la población; entre ambos quedaban las calificaciones de moderada, cuando se realizaba una colecta en el interior de las iglesias, y grave cuando se exponía a la advocación religiosa protectora.

A lo largo de esta centuria se produce un cambio de mentalidad. Frente a la creencia de que los riesgos naturales eran castigo divinos debido a las malas accio­nes realizadas en algún momento por la comunidad, la ciencia abandona esos planteamientos y comienza a defender causas de tipo climático, biológico o de origen geológico. En este último grupo podemos señalar el terremoto de 1829 que afectó con gran intensidad a la Vega Baja del Segura, donde destruyó varias poblaciones que tuvieron que ser reedificadas de nuevo, como Almo- radí, Torrevieja, Benejúzar y Guardamar, entre otras. Ante una hecatombe de esa magnitud, las publicaciones religiosas explican el desastre como un escarmiento a los comportamientos humanos, fruto de la mano vengadora de un Dios Justiciero.

Un tartanero. Dibujo de Gustavo Doré.

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El espacio regado y la propiedad del agua

Rafael Altamira Crevea definió a la provincia de Alicante como un territorio pobre en aguas y escasa­mente lluvioso. Esta circunstancia motivó que desde antiguo se utilizasen los escasos recursos hídricos, prin­cipalmente procedentes de cauces con escaso caudal, de los numerosos ríos ramblas, así como de las irregulares aguas pluviales, todo ello motivó la construcción de pan­tanos, balsas y otras obras hidráulicas, para lograr un mayor rendimiento agrícola. Altamira, en su obra publi­cada en 1905 Derecho consuetudinario y economía popular de la provincia de Alicante, hace una detallada valoración de las formas de administración del agua en el pasado siglo. Su trabajo se centra especialmente en el hecho jurídico de la adscripción del agua de riego, y dis­tingue dos niveles. Por un lado señala aquellas poblacio­nes en las que la propiedad del agua está separada de la tierra, y por tanto constituye un bien en sí mismo. Frente a esos núcleos individualiza aquellos en los que la pro­piedad del agua es inseparable de la propiedad de la tie­rra, este grupo está formado fundamentalmente por los municipios que forman la huerta del Segura.

A la hora de buscar las explicaciones de por qué se produce la disociación de dominio entre el agua y la tierra, aduce varias reflexiones: en unas ocasiones se debe a la desproporción entre el área regable y el volu­men disponible de caudales superficiales, lo que alen­tó la búsqueda de nuevos alumbramientos de agua con un objetivo meramente mercantilista; en otras, partien­do de una situación inicial de vinculación entre el agua y la tierra, la escasa rentabilidad de los cultivos provo­có su abandono por lo que el propietario prefirió nego­ciar con los caudales de riego y conseguir un beneficio mayor que el obtenido con la explotación agrícola; y por último, en algunos casos hubo creación adminis­trativa de lotes de agua separados desde un primer momento de la tierra.

La disgregación entre las propiedades del agua y la tierra, es especialmente significativas en las áreas rega­das de la Huerta de Alicante, en Elche, Novelda, Petrer, Elda, Monforte, Crevillente, Ibi y Tibí, entre otras locali­dades. La venta de agua era una actividad diaria que se realizaba mediante boletos o subasta, de tanta importan­cia que en algunas de estas localidades era el propio alcalde el que dirigía las transacciones. El incremento de la presión de la demanda sobre los caudales de riego, provocó la constitución de sociedades, comunidades, que publicaron sus reglamentos para evitar conflictos y disputas entre los usuarios. A título de ejemplo se puede citar el Reglamento para el aprovechamiento de las aguas (1849) de la huerta de Alicante, modificado por las ordenanzas del Sindicato de Regantes (1865), que reco­ge la existencia de dos clases de agua, las viejas, no suje­ta a la tierra, y las nuevas que sí lo estaban. De tal mane­ra que en el artículo 7 del reglamento se señala que "no podrá legarse, donarse, venderse, permutarse, empeñar­se, arrendarse ni transmitirse de ningún modo cantidad alguna de agua vieja á persona que no tenga nueva, ni cantidad alguna de ésta separadamente de las tierras que la tienen aneja". Pese a quedar recogido de forma expre­sa la vinculación del agua nueva a la tierra, la práctica habitual contradecía lo fijado jurídicamente.

De las áreas regadas existentes en la provincia de Alicante, la más importante tanto en extensión como en producción es la de la Vega Baja del Segura, espacio desarrollado a lo largo del río que le da nombre. Sus poblaciones son las que Altamira señala como prototipo de aquellas en las que el agua es inseparable de la tie­rra. Las Ordenanzas de Riego de la Huerta de Orihuela, que entraron en vigor en 1844, consignan con toda cla­ridad en varios artículos la sujeción inquebrantable de los caudales a la superficie agrícola. En este marco, durante el siglo XVIII se realizaron importantes amplia­ciones en la red de riego, actuaciones que sirvieron para consolidarlo y reducir los terrenos de almarjal que toda­vía existían. Un dato significativo del auge que cobra la superficie regada se pone de manifiesto si comparamos el recuento de la misma que aporta Cavanilles en 1757, con 124.331 tahúllas, cifra que crecería hasta 172.014 tahúllas, según se recoge en la detallada memoria ela­borada por Juan Roca de Togores y Alburquerque y publicada en 1832. Para esa fecha ya se había comple­tado la expansión de regadío en el llano aluvial del Segura. La terminación de la acción colonizadora supu­so la definición de la estructura espacial de la huerta de Orihuela en cuanto a poblamiento, paisaje agrícola, red viaria e infraestructuras hidráulicas. Con respecto a este último aspecto, es de destacar la peculiaridad del siste­ma que organiza la distribución de las aguas en una densa red de riego y avenamiento debido a la existencia de un manto impermeable a escasa profundidad que impide la filtración del agua. Este doble circuito hídrico al que Madoz llamó confuso laberinto se establece en función de la distribución que se hace entre aguas vivas y muertas. Las primeras conducen las aguas de riego a través de multitud de acequias y las segundas recogen las aguas de drenaje y sobrantes en la red de azarbes. La profusión de canales que surcan la huerta llamó la aten­ción de todos aquellos que describieron la comarca, que muestran la vega como una verde alfombra o como el jardín de España.

El abastecimiento de agua a la huerta de Alicante tuvo que hacer frente durante el siglo XIX, por un lado, a los problemas derivados de las sequías, y por otro, a las usurpaciones que del exiguo caudal del río Monegre hacían los regantes mediante presas ¡legales. Aunque se intentaron arbitrar soluciones que remediaran esta situa­ción, como fue la construcción de un estanque en la entrada de la huerta -El Pantanet- y la búsqueda de nue­vos aportes hídricos para el riego, no será hasta la cen­turia siguiente cuando estos problemas se resuelvan. Hay que destacar, sin embargo, los intentos por alumbrar aguas hipogeas y los proyectos irrealizados, de trasvasar caudales procedentes de las fuentes del Algar, así como del río Júcar, resucitando en este caso un viejo anhelo de tiempos de los primeros austrias. El proyecto del trasvase del agua del Júcar fue redactado por el arquitecto Juan Bautista Peyronet, quien presentó el estudio completo el 3 de septiembre de 1859 al gobierno de la nación . Según señala Altamira este trabajo no prosperó por la "oposición de los valencianos, y los alicantinos, particu­larmente los de la zona central (pues los de la ribera del Segura y los del montañoso N. están mejor dotados en este punto) han quedado reducidos á sus escasísimos medios naturales".

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Situada en el río Vinalopó se encuentra la presa de Elche, infraestructura hidráulica creada a finales del siglo XVI. Dos siglos después se encontraba en un lamentable estado de conservación, debido a que los légamos habían colmatado gran parte del vaso y por los daños que sufrió como consecuencia de una gran aveni­da acaecida en 1793. El pantano permaneció inservible hasta que el Ayuntamiento ilicitano decidió su recons­trucción en 1841. Estas obras se terminaron unos años después y aportó durante la segunda mitad del XIX una mayor seguridad al regadío de la zona, si bien a finales de esa centuria volvía a estar relleno de fango. Procesos similares por saturación de lodos conocieron otras presas como la de Elda que, construida a finales del siglo XVII, se encontraba inservible y arruinada antes de que con­cluyera el siglo siguiente. A pesar de que los regantes intentaron reconstruirla varias veces, no tuvieron éxito por falta de recursos económicos.

La colonización agrícola en zonas lacustres

El impulso de ganar nuevos terrenos para la agri­cultura emprendido por la monarquía borbónica en la segunda mitad del siglo XVIII al compás de las ¡deas de los fisiócratas va a tener su continuación durante el siglo XIX con un gran logro, que fue la desecación de la Lagu­na de Villena, extenso aguazal desecado en 1803 El saneamiento de este espacio pantanoso culminó una vieja aspiración de las poblaciones de Villena y Elche. Para la primera representó la erradicación del paludismo debido al estancamiento de las aguas y la conquista de 1.500 hectáreas para el cultivo; por el contrario la segunda conseguía incrementar las disponibilidades

EL PAISAJE RURAL Gregorio Canales / Fermín Crespo

hídricas para su espacio regado. La Real Cédula de Car­los IV autorizó a que Juan de Villanueva ejecutara las obras de desagüe. La obra de mayor envergadura fue la excavación de la acequia del Rey que enlaza con el Vinalopó.

La laguna de Salinas, próxima a la anterior, ha conocido, hasta su desecación definitiva, diversos pro­yectos de saneamiento. A mediados del siglo XVIII la población de Salinas quedó inundada por una crecida extraordinaria de la laguna. A raíz de este acontecimien­to el caserío de Salinas fue reedificado por su titular, el conde de Puñoenrostro, en un nuevo emplazamiento y con ayuda de los vecinos se inició el primer proyecto de desecación, que consistía en realizar un canal subterrá­neo hacia el Vinalopó. Dificultades técnicas hicieron fra­casar este proyecto y otros emprendidos con posteriori­dad. La perforación de pozos realizada en el siglo XX para la venta de agua, fue la solución para secar la cube­ta endorreica.

Otros espacios lacustres de pequeño tamaño ubi­cados en la provincia también tendrían que esperar hasta esa misma centuria para tener una solución similar, a pesar de la insalubridad que representaba para las pobla­ciones de su entorno. El impulso definitivo se produjo con la entrada en vigor de la Ley de Aguas aprobada el 3 de junio de 1879, en cuyo artículo 62 se recogía que las personas competentes en materia sanitaria, así como particulares podían denunciar la existencia por nocivas a la salud de las áreas encharcadas con el fin de erradicar ese problema. Muchos de los expedientes desarrollados a partir de entonces tardarían varias décadas en culminar el proceso de saneamiento. Este es el caso del Barranco de la Albufereta en Alicante.

Bosque de Elche.

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La desamortización civil y eclesiásticaorigen del cambio en la propiedad de la tierra

Durante el siglo XVIII amplias capas de la socie­dad comienzan a cuestionar el inmenso poder econó­mico y político que la Iglesia había acumulado duran­te años. La burguesía y las clases populares comienzan a cuestionar los privilegios de las comunidades religio­sas, exentas del pago de tributos sobre sus propiedades. Estos planteamientos con un trasfondo social fueron recogidos por los Ilustrados y plasmados en sus escritos en los que señalaron que la propiedad amortizada era el mayor obstáculo para el progreso económico del país, ya que la agricultura, a la sazón base de la rique­za nacional, estaba poco desarrollada debido a que las llamadas manos muertas poseían grandes predios culti­vados de forma tradicional y con rendimientos muy bajos. Todo este malestar culmina con las leyes desa- mortizadoras, las primeras dictadas antes de que con­cluyera esta centuria, se completarían con nuevas dis­posiciones que vieron la luz durante la primera mitad del siglo XIX, y que afectaron no sólo a las propiedades del clero, sino también a las de la nobleza, los munici­pios, la corona y otras instituciones.

Fruto de la actividad desamortizadora se pondrá a la venta en el mercado libre gran cantidad de tierra que fue adquirida por grupos sociales que hasta ese momen­to no habían invertido en haciendas, con lo que se crea un nuevo colectivo de propietarios con otra visión de la explotación agrícola. Así, surgió una nueva burguesía con formación y espíritu comercial que se nutre tanto de las profesiones liberales como de quienes detentaban el poder político. Esta situación contradice el planteamien­to teórico de que la desamortización iba a servir para que pequeños y medianos campesinos, e incluso arrendata­rios y aparceros accediesen a la propiedad de la tierra.

Pero el verdadero detonante de la desamortiza­ción fue la deuda pública que había acumulado el Esta­do por la crónica escasez de ingresos dado que, como indicaba Iriarte, los eclesiásticos tenían todo el reino de los cielos y dos terceras partes de la tierra amortizada en España. A esto hay que sumar los ingentes gastos gene­rados por las numerosas guerras en las que la corona se embarcó en la recta final del XVIII y primera décadas de XIX (una contra Francia, otra con Portugal y dos conflic­tos armados consecutivos con Inglaterra). La caída del comercio internacional con América fue otro elemento que privó a la Hacienda Pública de unos recursos nece­sarios para la salud financiera del Estado.

La urgencia económica desvirtuó la filosofía fisio- crática de impulsar con la desamortización la creación de un grupo numeroso de pequeños propietarios que estructurasen y equilibrasen la sociedad, al tiempo que se convertían en una fuente constante de caudales para el erario público. El sistema de adjudicación mediante subasta pública de los inmuebles y predios sin fragmen­tar en lotes, fue una traba que impidió el acceso de las clases menos pudientes a la titularidad de las fincas rús­ticas y urbanas.

El desmoronamiento de la propiedad amortizada se consumó a lo largo de cinco etapas, cuya incidencia fue muy dispar, en función de la necesidad recaudatoria de la corona en cada momento:

• Se inicia este proceso con las leyes desamorti- zadoras de 1798 y 1807. La primera de ellas determina­ba "se enajenen todos los bienes raíces pertenecientes a hospitales, hospicios, casas de misericordia, de reclusión y de expósitos, cofradías, memorias, obras pías y patro­natos de legos, poniéndose los productos de estas ventas, así como los capitales de Censos que se redimiesen per­tenecientes a estos establecimientos y fundaciones, en mi Real Caja de Amortización, bajo el interés anual del 3 por 100". Mientras que en la de 1807 se permite la venta de "la 7a parte de los predios pertenecientes a las iglesias, monasterios, conventos, comunidades, funda­ciones y otros cualesquiera personas eclesiásticas, inclu­so los bienes patrimoniales de las cuatro Órdenes Milita­res y la de San Juan de Jerusalén" y de la misma manera que en la anterior, se compensa a los dueños con el 3% del valor de los bienes.

• El escaso periodo de vigencia que tuvo el man­dato de Las Cortes de Cádiz (1811-14), no permitió gran­des avances en el proceso desamortizador, ante la vuel­ta del absolutismo de Fernando Vil que acaba con la etapa constitucional. No obstante en este tiempo se sen­taron unos principios básicos que se plasmarán en momentos posteriores, como fueron que los bienes desamortizados se consideran como nacionales, que serían vendidos en pública subasta y que sus licitadores pudieran pagarlos con títulos de la deuda, lo que prefi­jaba quienes iban a ser los potenciales compradores en el futuro.

• Con el Trienio Liberal (1820-23) se avanza en las medidas legislativas respecto a la desamortización. Una de las claves fue el Proyecto para el Arreglo del Clero, aprobado por las Cortes en 1820, que apostaba por la secularización de los religiosos que lo desearan, la supresión de los conventos y monasterios que no reunie­ran ciertas condiciones y la venta de los bienes que pose­ían. Pese a la fugacidad de este periodo histórico, las medidas legislativas que se tomaron marcaron el proce­so desamortizador posterior. La aplicación de la Ley representó para la provincia de Alicante la supresión de 42 casas religiosas, de las que 9 estaban en Orihuela y 7 en Alicante.

• La etapa siguiente comprende las acciones emprendidas entre 1834 y 1844. En este intervalo se recrudecen las medidas desamortizadoras, muy espe­cialmente con la vuelta al poder de los liberales y sobre todo con las normas dictadas bajo el mandato de Men- dizabal. Entre ellas destaca la Ley de 14 de febrero de 1836 que afectó no sólo al clero regular al determinar la venta de los bienes adscritos a los conventos y monaste­rios suprimidos, sino que se extendió a las posesiones del clero secular. Con esta acción el gobernante preten­día sanear las arcas públicas sacudidas por las guerras carlistas y los levantamientos radicales, además de crear una masa de propietarios cercanos a las propuestas libe­rales. Entre 1838 y 1844 más de 2.200 fincas rústicas y urbanas de la provincia de Alicante pertenecientes a estos colectivos engrosaron los Bienes Nacionales, y pro­porcionaron al Estado más de 55 millones de reales. Aunque la venta del patrimonio del clero regular se man­tuvo hasta 1850.

• Por último, con la llegada al poder de los pro­gresistas se acentuó el anticlericalistamo del Estado.

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Convento desamortizado en Jávea.

Fruto de esta tendencia se promulgó la Ley General de Desamortización de 1 de mayo de 1855, diseñada por Pascual Madoz. La gran aportación de esta norma fue la venta de los bienes de propios y comunes de los muni­cipios, así como los que estaban en poder del Estado. La cantidad de propiedades afectadas la convirtió en la ley desamortizadora más importante de la historia de Espa­ña. Las fincas se vendían en subastas públicas y los pagos se realizaban siempre en metálico, en 15 plazos a cubrir durante 14 años. El dinero ingresado se destinó a paliar las necesidades financieras del Estado como en otras ocasiones, pero además introduce la novedad en su segundo año de vigencia que la mitad de estos fondos se invirtieron en sufragar obras públicas para actualizar las infraestructuras del país. Los resultados de la aplicación de esta ley privó a la masa de campesinos del disfrute de los bienes comunales, que eran de aprovechamiento colectivo y gratuito, con lo que se agravó su precaria situación económica y provocó un estado de desánimo por cuanto no sólo perdieron un derecho tradicional, sino que tampoco pudieron convertirse en propietarios por falta de recursos. Por el contrario los grandes benefi­ciados con la enajenación de los recursos municipales fueron las haciendas locales, por cuanto el Estado entre­gaba el 80% de su valor a los ayuntamientos en títulos de la deuda al 3%. Para situar en su contexto la acción de Madoz, baste señalar que en la provincia de Alicante se

declararon sujetas a enajenación 75.2555 hectáreas de monte, lo que suponía el 10% de la superficie total. Un caso diferente se constató en Jalón, donde la duquesa de Almodóvar testó a favor de los que fueron sus colonos la propiedad comunal que le pertenecía.

La incidencia de la actividad desamortizadora en las comarcas de la provincia fue dispar y estuvo marca­da por la presencia de instituciones religiosas en cada una de ellas. En el primer tercio del XIX la mayor pre­sencia del clero secular se registraba en Orihuela y Ali­cante, aunque también eran importantes en las pobla­ciones de Elche y Alcoy. Mientras que el clero regular se concentraba en Orihuela por su condición de cabeza de diócesis, con 13 conventos y un seminario, le seguía en importancia Alicante con 9 y Elche, Almoradí y Alcoy, con dos conventos. Por este motivo la desamortización fue más intensa en estas poblaciones en las que además de su sede tenían sus tierras.

Ante esta legislación que debilitaba el poder eco­nómico y social de la iglesia, sus dirigentes reaccionaron de forma contundente oponiéndose frontalmente a las pro­puestas liberales. Especialmente beligerantes resultaron los obispos de Orihuela, Simón López y Félix Herrero Valver- de. Su oposición al cumplimiento de las normas desamor- tizadoras que desposeían a la institución religiosa de las propiedades con pastorales y sermones, unidas a su aline­amiento con las instancias más conservadoras del país, les

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supusieron enfrentamientos con el gobierno de turno, que en ocasiones se saldó con el destierro de estos prelados.

Pese al duro golpe que sufrió la iglesia, a finales del siglo XIX todavía Orihuela contaba con una numero­sa presencia de instituciones religiosas, como corrobora la visión que de esta ciudad realizó Julio de Vargas, al señalar que esta concentración imprime a Orihuela un sello de misticismo tan característico y especial como quizás no se observe en ninguna otra de las ciudades españolas. La ocupación religiosa se plasma en su aspec­to externo con una profusión de iglesias cuyos campa­narios sobresalen sobre los tejados. El escritor describe el perfil de la urbe donde se yerguen sobre la masa irregu­lar de los edificios los campanarios de sus veintidós igle­sias. El carácter devoto se plasma en el aspecto interno de la sociedad, cuyo sistema educativo gira en torno al seminario y a otras entidades eclesiásticas que imparten docencia. En realidad la función religisa daba vida a la población, como precisa Julio de Vargas, cuando indica que la ciudad está al servicio de la iglesia... si cupiese la comparación, podría decirse que los oriolanos constitu­yen una congregación poderosísima, con el trabajo por norte y la religión por guía.

Pérdida de poder de la clase nobiliariacomo resultado de la abolición de los señoríos jurisdiccionales

En un siglo marcado por la disminución del poder de los estamentos privilegiados a favor del Estado, las Cortes de Cádiz también acometieron la promulga­ción de normas que acabaron con la jurisdicción en manos de particulares. Los señoríos tuvieron una gran relevancia en la provincia de Alicante, como demuestra el nomenclátor de 1834, en el que la clasificación de las entidades de población se señala que existían 171 villas y lugares de señorío habitadas por 221.854 almas, fren­te a tan sólo 28 de realengo y 4 ciudades de jurisdicción real, que unidas congregaban 150.406 almas. Estos datos ponen de manifiesto el predominio de población resi­dente bajo el control de los señores.

Las leyes emanadas de las Cortes de Cádiz en su afán por sentar las bases para un estado moderno, abo­lieron la jurisdicción señorial y acabaron con el denomi­nado Antiguo Régimen. El decreto que abrió este cami­no se promulgó el 6 de agosto de 1811. En su articulado se recoge que con él quedaban incorporados a la Nación todos los señoríos de cualquier clase y condición que fueran; asimismo suprimían los dictados de vasallo y vasallaje y los abusos derivados del mismo; terminaba con los privilegios exclusivos, privativos y prohibitivos unidos al señorío que quedaban al libre uso de los pue­blos, con arreglo al derecho común.

La falta de concisión en la formulación del decre­to originó una serie de litigios entre los señores y los habitantes de las poblaciones, que se negaron a conti­nuar satisfaciendo las cargas económicas que tenían impuestas. El Tribunal Supremo resolvió el litigio del Conde de Altamira con las villas de su propiedad, Crevi- llente y Elche, eximiéndole de presentar los títulos de propiedad para demostrar la existencia del señorío terri­torial. Esta sentencia se convirtió en norma que se aplicó al resto del territorio nacional.

Torre Reixes. San Juan.

Otra medida que contribuyó a mermar el poder territorial de los grandes propietarios fue la Ley de Des­vinculación de Mayorazgos de 1820. En su articulado suprimía la unión indivisible de las haciendas con su concesión al primogénito y abría la posibilidad de la fragmentación por herencia a todos los hijos o la venta, lo que activaba el mercado de la tierra.

Con ello se ponía fin a la acumulación de tierras en pocas manos, lo que representaba un obstáculo para la modernización agrícola, puesto que al recibir el here­dero único las tierras vinculadas, en ocasiones no dispo­nía del capital suficiente para una explotación adecuada ni podía recurrir a la hipoteca o venta de una parte del terreno para mejorar el otro.

Salvado el paréntesis de la vuelta de Fernando Vil al poder, durante el reinado de Isabel II se asestó el golpe definitivo para la disolución del régimen señorial. El día 26 de agosto de 1837 se publicó una nueva ley para la supresión definitiva de los señoríos. El espíritu del arti­culado recogía íntegramente los postulados de la norma de 1811. Es de destacar que en ningún momento duran­te este periodo se pretendió atentar contra el derecho de propiedad. El diputado liberal Martínez de la Rosa resu­me el objetivo de esta ley al afirmar que hay que arran­car hasta las raíces del feudalismo, sin dañar para nada el tronco de la libertad y la propiedad.

Como ha señalado el profesor Gil Oleína una serie de causas, además del marco legal creado por las disposiciones abolicionistas y desvinculadoras, motiva­ron el rápido retroceso de la propiedad agraria de origen señorial; cabe resaltar las siguientes: desvalorización de determinadas rentas, supresión de diezmos, dificultades cada vez mayores en la percepción del canon anual por un clima de reivindicación campesina creciente, progre­siva falta de arraigo y vinculación afectiva de la nobleza

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Molinos llamados de la Mina, en Alcalá de Guadaira. Dibujo de Jenaro Pérez de Villaamil, 1865.

a sus tierras, ruina de alguna de las más poderosas casas nobiliarias, incertidumbres políticas y pérdida de signifi­cado del dominio directo de la tierra.

Un claro ejemplo de este proceso fue la desinte­gración del patrimonio señorial que la casa de Altamira- Astorga poseía en el Marquesado de Elche. Una vez pro­mulgado el Decreto de abolición de los señoríos afloró un fuerte sentimiento de oposición antiseñorial entre los enfiteutas, que se negaron a satisfacer sus obligaciones. Esto supuso una merma cuantiosa en los ingresos de esta prestigiosa familia, situación agudizada con la desaparición de las regalías (monopolios de molinos, almazaras, tiendas y hornos, entre otros), así como la supresión del tercio diezmo que percibía el noble. La situación de bancarrota a la que se vio abocado dio paso a una progresiva y rápida liquidación del señorío territorial que el titular poseía en el marquesado de Elche. Con anterioridad ya se habían detectado signos de debilidad económica en esta hacienda señorial, cuando en 1807 el conde de Altamira vende a favor de Manuel Ruiz García de la Prada los censos correspon­dientes a la partida de almarjales.

Más tarde, en 1851 Vicente Osorio de Moscoso y Ponce de León, titular del patrimonio, cedía a Francisco Estrada y a sus herederos todos los censos que le perte­necían en la Baronía de Aspe y Marquesado de Elche- Crevillente con los demás pueblos de su agregación en la provincia de Alicante. Éste, consciente de la dificultad que entrañaba recuperar las pensiones atrasadas de los censos enfitéuticos, ofreció a los censualistas del conde de Altamira, la posibilidad de redimir los censos con un aplazamiento de diez años y en unas condiciones venta­josas. La extinción del señorío territorial se produjo por una doble vía: mediante la redención del dominio direc­to está documentada una superficie de 1.892 hectáreas

Villa Marco (San Juan): en primer plano "La Noche", obra de Bañuls. (Archivo INFORMACIÓN).

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Estación de la Colonia Santa Eulalia. Museo Etnográfico Jerónimo Ferriz. Villena.

en la que adquirieron la plena propiedad 165 agriculto­res; mientras que la segunda, que agrupa a los que no se acogieron a la oferta, acabaron consolidando, con el tiempo, los dominios por desaparición registral del direc­to o prescripción legal.

Diferente trayectoria siguieron las propiedades que en pleno dominio conservaba la Casa de Altamira en Elche y territorios adscritos. Se trataba de un amplio grupo de instalaciones que en su día constituyeron las denominadas regalías. Estos bienes fueron inscritos en el registro de la propiedad de Elche y adquiridos por diver­sos compradores entre 1868 y 1897, con lo que queda­ban enteramente extinguidos los residuos de un patrimo­nio señorial que conformó una de las primeras casas de la Grandeza.

Aunque el desmoronamiento de la enorme con­centración de propiedad señorial se produjo básicamen­te entre 1840 y 1900, dando paso a una pequeña y mediana propiedad, hubo excepciones, como se pone de manifiesto en un informe oficial realizado en 1904, en el que se especifica que la propiedad territorial está muy dividida en toda la provincia, si se exceptúa la huer­ta de Orihuela, donde existen algunas fincas que ocupan todo un término; como, por ejemplo, el de Formentera, que pertenece al marqués del Bosch; el de Jacarilla, del barón de Petrés; el de Rocamora, del conde de Vía- Manuel, y el de Algorfa, del marqués de igual título; pero estas propiedades sólo en parte son llevadas por sus due­ños y lo demás está repartido entre un número mayor o menor de renteros.

Las colonias agrícolas como elemento de colo­nización y repoblación

Hecho de especial trascendencia para el secano alicantino fue la promulgación de la Ley de 3 de junio de 1868 sobre Colonias Agrícolas. Esta Ley concedía amplios beneficios fiscales a los propietarios que efectuaran mejo­ras en sus fincas, entendiendo éstas por la introducción de determinados cultivos y la realización de nuevas rotura­ciones, así como por la instalación de asentamientos humanos. Las exenciones fiscales podían abarcar hasta un periodo de cincuenta años, según fuese la naturaleza de las reformas llevadas a cabo en la explotación. Dado que los cultivos que se primaban eran los predominantes en la zona -almendro, olivo, vid y algarrobo, entre otros- los propietarios no tardaron en acogerse a esta normativa tan ventajosa económicamente, y una oleada de mejoras de extendió por el secano provincial.

La puesta en explotación de estos predios se rea­lizó mediante contratos de corta duración, tanto de arrendamiento como de aparcería si bien esta última pre­dominó como resultado del fuerte crecimiento demográ­fico del siglo anterior, que trajo consigo la mayor dispo­nibilidad de mano de obra, con la consiguiente repercusión de las duras condiciones del colonato. Este hecho contrasta con los establecimientos enfitéuticos practicados en las centurias precedentes, cuando la voluntad de favorecer la expansión de las tierras cultiva­das se realizó utilizando como señuelo el sistema de pro­piedad compartida.

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Tartanas

Con la Ley de Colonias Agrícolas se pretendió solucionar la grave situación del campo español, provo­cada por una serie de factores que se pueden agrupar en cuatro apartados: unos de orden físico, como los dese­quilibrios hídricos, contrastes de suelos y falta de infra­estructuras; otros de carácter legal, entre los que se debe citar la concentración de tierras en grandes terratenientes y los privilegios de los ganaderos; el tercer grupo lo com­prenden los de tipo económico, basados en la falta de capitalización para modernizar la explotación agrícola; y por último, los de ámbito social, puesto que la gente prefería vivir en las concentraciones rurales antes que en casas diseminadas . Con estas premisas la Administra­ción se enfrenta al problema de crear un marco legal adecuado que, mediante la concesión de múltiples ven­tajas, haga atractiva la inversión en zonas de campo con escasa ocupación y con aprovechamientos económicos mínimos. Para ello, en la segunda mitad del siglo XIX se publicaron leyes (1849, 1855 y 1866) que dan un nuevo enfoque a la política colonizadora en España, con el que se busca la dispersión de la población por las áreas des­habitadas del país, mediante el asentamiento de colonos en un hábitat rural no concentrado. Todos estos textos legales se refunden en la Ley de 1868. Pese a primar el hábitat rural disperso, este proyecto no abandona la ¡dea que hasta el momento había marcado las actuaciones del Estado tendentes a la construcción de aldeas y pobla­dos agrícolas de gran tamaño. Así, el artículo 19 de la Ley manifiesta que en las colonias que cuenten con 100 o más casas construidas en una finca a una distancia superior a 7 kilómetros de una población, los servicios

religiosos, sanitarios y educativos, serían pagados duran­te una década por la Administración.

En este sentido hay que destacar la aparición en la provincia de Alicante de la Colonia de Santa Eulalia, a caballo de los municipios de Sax y Villena, uno de los núcleos de poblamiento más importantes nacido al amparo de esta Ley. Este poblado creado por el Conde de Alcudia se planificó de forma hipodámica alrededor de una espaciosa plaza cuadrada, cerrada por la iglesia, la tienda, la cantina, la estafeta de correos y las casas de los colonos. En sus inmediaciones se levantaban las fábrica de harina y de aguardiente, las restantes dependencias agrícolas (almacenes y cuadras), el palacio construido por su titular como residencia particular y un teatro de estilo modernista. Por último, más alejado, el apeadero del tren de la línea Alicante-Madrid .

Especial mención merece la colonización llevada a cabo por el político Ramón de Campoamor, quien a finales de la década de los años cuarenta adquirió parte de la denominada Dehesa de San Ginés, en la que durante la centuria anterior los mercedarios de Orihuela intentaron, con escaso éxito, el asentamiento de campe­sinos, mediante censo enfitéutico y la transformación agrícola. Su proyecto se materializó con la construcción de una residencia de verano para su familia y la división del terreno en ocho lotes con casa, para la roturación de cañadas y plantación de arbolado en los montes. Fue el proyecto de colonización más grande desarrollado en toda la provincia con una extensión de 2.600 hectáreas.

Al analizar los resultados de las acciones a las que dio lugar la Ley de Colonias Agrícolas se llega a la

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conclusión de que, a pesar de que hubo núcleos impor­tantes nacidos al amparo de esta legislación, la efectivi­dad se debió fundamentalmente a la construcción de casas de labor dispersas en grandes predios, desde las que se dirigía la colonización del espacio colindante cir­cunscrito a cada una de ellas.

El atractivo principal de la Ley se basaba en la exención tributaria que concedía a los propietarios agrí­colas tanto por la edificación de casa de labor como por la mejora de los cultivos introducidos en la finca. Los beneficios fiscales que obtenían eran superiores en vir­tud de la distancia que separaba el nuevo hábitat de la población más próxima, así como por las características del aprovechamiento desarrollado.

Estas ventajas consiguieron atraer a un buen número de terratenientes alicantinos que se acogieron a las disposiciones para roturar y mejorar los rendimientos de algunas de sus propiedades. Con la proliferación de casas de labranza lograron una dispersión de la mano de obra, que al estar más próxima al terreno que tenían que cultivar, contribuía al desarrollo agrícola.

Los resultados de la colonización apoyada en la Ley de 1868 fueron visibles hasta que finalizaron las exenciones fiscales que promovía, puesto que en muchas ocasiones fueron llevadas a cabo más como una acción para mejorar la imagen social de los propietarios que como una empresa verdaderamente rentable.

El inventario existente en el Ministerio de Agri­cultura sobre las colonias concedidas en la provincia de Alicante, nos permite corroborar que se acogieron a los beneficios de la Ley 54 fincas, repartidas de forma desi­gual, con una fuerte concentración en la comarca del Bajo Segura, donde se registran la mitad (27 colonias). Le siguen en importancia el Campo de Alicante, con 8 colo­nias ( lo que representa el 14,8%), y el Bajo Vinalopó, con 6, (el 11,1% del total provincial); con menor inci­dencia quedan las comarcas del Medio y Alto Vinalopó, con 5 y 4 fincas, respectivamente. En la Marina Alta se contabilizan 2 y tan sólo una en las comarcas de la Foia de Castalia y la Marina Baja. Es de destacar que l'Alcoiá- Comtat es la única comarca que no aparece en la rela­ción de fincas beneficiadas, según la fuente ministerial. (Cuadro 1).

La promulgación del texto legal se realizó en un momento idóneo por cuanto en las décadas precedentes en España se produce un colosal trasiego de fincas, como consecuencia de la desamortizaciones eclesiástica y civil, así como por la desvinculación de los mayoraz­gos. La liberalización del mercado de la tierra provocó de nuevo una concentración de grandes extensiones de terreno en manos de nobles y burgueses. Por todo ello, la Ley pretende favorecer la inversión en el desarrollo agrario, concediendo ventajas e incentivos a quienes se acogiesen a su articulado.

El hecho de que cuando desaparecieron estas ventajas se abandonasen gran parte de las colonias, es el síntoma inequívoco de que muchos terratenientes opta­ron a la colonización para aprovecharse de ellas, o sólo por un interés de prestigio social. No obstante, la aplica­ción de la Ley sirvió para la formación de una población agrícola dispersa en el medio rural, lo que representó un factor decisivo, no sólo para el desarrollo agrario, sino también para humanizar el deshabitado espacio rural ali­cantino. Fue precisamente la población agrícola estable la que logró roturar terrenos improductivos y optimizar los rendimientos de los cultivos, con lo que se incre­mentó notablemente la producción nacional.

Crisis y revalorización de la agricultura alicanti­na a finales de centuria

En la segunda mitad del siglo XX las modificacio­nes legales van a motivas un cambio radical en el pano­rama agrícola provincial. A los aspectos jurídicos hay que añadir las mejoras de las infraestructuras de trans­porte, los avances técnicos en los procedimientos agrí­colas y la introducción de nuevos cultivos potenciados por ventajosos aranceles comerciales con países extran­jeros. En este nuevo marco comenzó a gestarse el mode­lo de una agricultura capitalista especializada y comer- cializadora que alcanza una notable expansión en el último tercio del siglo XIX, relacionada con la vid, tanto para la elaboración de vino (preferentemente en la huer­ta de Alicante y en el Valle del Vinalopó) como de la pasa (marquesado de Denia); y en menor medida los cítricos y los productos hortícolas en la Vega Baja del Segura.

CUADRO I.- DISTRIBUCIÓN COMARCAL DE COLONIAS AGRÍCOLAS Y SUPERFICIE BENEFICIADA

(+) falta añadir a estas cifras la superficie de una finca de cuya extensión no hay constancia

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Cartel publicitario de la compañía Tomás Abad y Her­mano. Finales del siglo XIX.

El espacio rural alicantino experimentó en el siglo XIX cambios importantes con respecto a la centuria anterior. La distribución de los cultivos evoluciona de forma muy distinta. La morera se arrancará masivamente debido a la crisis de la producción de seda que se arras­tra desde finales del setecientos y a las enfermedades endémicas del gusano -la pebrina- que terminará por arruinar esta industria. El espacio ocupado por la more­ra se destinará a partir de entonces a otros árboles fruta­les. En la huerta del Segura los cítricos van a ganar cada vez más espacio.

El cultivo de la barrilla, planta barbechera de gran interés por su utilización en la industria textil, se hunde a mediados del siglo XIX, cuando se generaliza el uso de la sosa cáustica obtenida por medios químicos. Su espacio lo cubre la cebada, debido a su mejor adap­tación al medio edafoclimáticos que el trigo. La vid conocerá un desarrollo espectacular en la segunda mitad del siglo, coincidiendo con el ataque de la filoxe­ra a los viñedos y el establecimiento de un tratado comercial franco-español, muy favorable a los vinos nacionales. Las facilidades que ofrecía el régimen aran­celario y los deseos de obtener rápidos y cuantiosos beneficios, llevó a los agricultores a la plantación de vides en sus tierras, sustituyendo a los cultivos allí exis­tentes. Los más perjudicados fueron el almendro y el olivo, arrancados ante el avance del viñedo.

Viga de lagar, (¿a Ilustración Española y Americana, 1890).

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En ese sentido, durante los veinte últimos años se producen hechos claves que van a modificar el panora­ma en la agricultura alicantina. El auge de población provoca una mayor demanda de productos alimenticios, con el consiguiente aumento de precios. Con estos pará­metros se origina una crisis agraria más profunda que supera las de subsistencia tradicionales, ya que pone de relieve las deficiencias e incapacidades estructurales de la agricultura, no sólo provincial sino española. La cau­sas de las dificultades que vivió el campo a partir de 1880 se pueden dividir en dos grandes apartados: las pri­meras tienen su origen en males que perviven desde el pasado y las segundas son circunstancias coyunturales que aparecen en ese momento.

Entre las heredadas resaltan: la escasez de abo­nos orgánicos ante el retroceso de la ganadería, el aumento del precio de los jornales, crecimiento del pre­cio de los pastos por la roturación de las dehesas tradi­cionales, subida incesante de las contribuciones, com­petencia extranjera, precios bajos, falta de competitividad para la exportación, falta de solvencia económica de los propietarios que se materializó en gran cantidad de embargos, acaparamiento de la propiedad por unos pocos y falta de innovación tecnológica.

Por otro lado, en el apartado de las causas de nuevo cuño destacan la agricultura capitalista y la apari­ción de la filoxera. La aplicación del modelo económico basado en el mercado y el desarrollo de la industria y los servicios provocó un cambio en la explotación familiar, hasta ese momento apoyada en la producción para el consumo con abundante mano de obra, evoluciona hacia un sistema más mercantilista que provoca el aban­dono del campo. Con respecto a la filoxera, es preciso apuntar que la llegada de esta plaga a los viñedos fran­ceses en 1868 hizo que España asumiera el monopolio mundial sobre el comercio de vino, sobre todo en el decenio que va de 1882 a 1892, lo que repercutió en una extraordinaria expansión de viñedos por toda la geo­grafía española.

El paisaje agrícola de la segunda mitad del XIX va a estar caracterizado por la progresiva expansión que adquirió el cultivo de la vid por todas las comarcas ali­cantinas. Su auge está íntimamente ligado al ataque de filoxera que sufren los viñedos del país vecino. Esta cir­cunstancia provocó una intensa demanda de vino espa­ñol para el mercado francés, lo que se plasmó en un

acuerdo comercial que era favorable a los agricultores españoles, lo que va a desatar una auténtica fiebre de plantación de vides que llegaron a colonizar espacios baldíos o marginales e incluso a sustituir cultivos como cereales u olivos. Su repercusión fue tal que la exporta­ción de caldos por el puerto de Alicante se multiplicó por catorce hasta al alcanzar los 83 millones de litros entre 1870 y 1884.

Los altos precios alcanzados por la producción y el comercio vitivinícola animaros a la burguesía a una gran actividad inversora que se centró en la aplicación de nuevas técnicas de explotación de la vid, con la incorporación de sistemas de mecanización tanto en el campo para el cultivo como en el proceso de obtención de vino. Paralelamente se desarrolló un activa industria auxiliar de tonelería, botería y prensa. Fue tanta la importancia que alcanzó la producción vitícola alicanti­na, que por Real Orden de 10 de septiembre de 1888 se creó en Alicante una estación de enología.

En 1892 comienza el declive de esta actividad debido a la finalización del tratado comercial con Fran­cia, a la recuperación del viñedo tanto en este país como en Argelia, a lo que se sumó la generación de los alco­holes industriales. Todo ello conllevó la retirada de los agentes comerciales franceses que años atrás se habían instalado en la zona para comprar los vinos a pie de lagar. La invasión filoxérica de principios del siglo XX, unida a una crisis agrícola general, va a tener un fuerte impacto social, puesto que las malas cosechas de esos años provocaron un alza de los precios de los artículos de primera necesidad, de manera que sus efectos se dejaron sentir como a principios de la centuria anterior con la mendicidad, bandolerismo, delincuencia y sobre todo emigración a las colonias francesas del norte de Africa.

La crisis agrícola finisecular y la entrada de la filoxera en los viñedos alicantinos en 1904 provocaron que los agricultores tuvieran que buscar nuevas alterna­tivas para sus tierras. Entre estas cabe destacar la replan­tación de los viñedos con cepas americanas, sobre todo en el Alto y Medio Vinalopó, así como en el Marquesat, quedando estas dos zonas como típicamente vitiviníco­las. En el resto de las tierras alicantinas el viñedo quedó relegado a un mero símbolo y cedió su espacio a otras plantaciones más rentables como el almendro, el olivo, los agrios y los frutales.

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