Xenia lucha por sacar las mejores

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Xenia lucha por sacar las mejoresnotas, impulsada por la ilusión deentrar en Medicina, peroúltimamente su rendimiento estábajando. Y es que Xenia se haenamorado, aunque no de un chicode su entorno, sino de un fantasma,de una voz surgida de Internet conla que comparte su pasión por lalectura.Como Xenia es decidida y su amorvirtual se niega a una cita, sepropone sorprenderlo, de modo queinicia sus averiguaciones con lospocos datos de que dispone.

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Y todo resulta ser falso, unamentira, ni la foto ni el nombre sonreales. ¿Quién es en realidad sualma gemela? Arrepentida por elabandono de sus estudios confiesatodo a sus padres, segura de habersido víctima de algún desaprensivo.Pero pronto un paquete inesperadova a revelarle la identidad delmuchacho con el que compartió susmás íntimas emociones. Provienede la cárcel de menores y contienela historia de un asesino.

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Care Santos

MentiraePub r1.0

Titivillus 22.12.15

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Título original: MentiraCare Santos, 2015

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

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—La vida es un juego,muchacho. La vida es un juegoy hay que vivirlo según lasreglas.—Sí, señor. Ya sé que lo es.Ya lo sé.

El guardián entre el centeno,J. D. Salinger

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Según las estadísticas, en 12 meseshubo más de 18 000 delitos

cometidos por menores de edad. Losmás frecuentes fueron los robos: decoches, de dinero, de aparatoselectrónicos (sobre todo, teléfonosmóviles). En todo tipo de sitios:coches, supermercados, en plena calle,dentro de las casas… En total, 9782robos.

Entre los ladrones jóvenes, los máshabituales son los de 17 años. Los 17deben de ser una edad complicada. Talvez entre los 16 y los 18 la gente seaburre. El caso es que en un solo añola policía detuvo a más de 3000ladrones de 17 años. De 14, en cambio,

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solo la mitad: 1505.Después de los robos, las

estadísticas hablan de delitos delesiones: 2416 menores terminaron enla cárcel por ese motivo. «Lesiones» escuando te peleas con un tipo, le arreasun puntapié y le haces daño de verdad.Después vienen las violaciones: 267.Bueno, la ley las llama «delitos contrala libertad y la identidad sexual».

Y así llegamos a lo más alto de lalista. Aquí tenemos los asesinatos.«Homicidio y sus formas», dice la ley.Total: 44 condenas. Poca peña, enresumen. De los 44, 43 son chicos. Laúnica chica asesina de ese año tenía16. Los de 17 ganan de nuevo por

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goleada. Son 20. Asesinos de 16 añostambién hay alguno, pero muchosmenos: los datos oficiales hablan de13. Incluso así, cuesta trabajoimaginarlos, ¿verdad? En el tarot, lacarta número 13 es la Muerte; quésimpático. También tenemos ochoasesinos de 15 y tres de 14. Solo tres de14. Tres son muy pocos.

Los jueces de menores no quieren nioír hablar de quienes aún no hancumplido los 14. Antes de los 14 eresun crío, un inocente, un «inimputable».Significa que, hagas lo que hagas, notienes la culpa. Eres alguien quetodavía no sabe de qué va el mundo.Alguien que no ha probado aún el

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sabor amargo de la vida. Unprivilegiado. No existes.

Quedémonos con esto: tres asesinosde 14 años. Tres raros entre los raros.Cualquier experto os lo diría: elasesinato es un delito poco habitualentre los jóvenes criminales, esdemasiado grave, implica un granesfuerzo, la gente no se muere así comoasí. Aunque de vez en cuando, ocurre.Todo termina por ocurrir, tarde otemprano. Somos una raza de pirados.Cualquiera de nosotros es capaz decualquier cosa, siempre que se den lascircunstancias adecuadas. En lasociedad deben existir las frutasprohibidas para que las otras, las

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buenas, las sanas, puedan rechazarlas,alejarse, no dejarse contaminar.Respirad tranquilos. Los asesinos de14 años no son la norma.

Soy una excepción. Una rareza delas estadísticas.

A veces me pregunto qué hicieronlos otros dos.

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ISALINGER

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is padres son un rollo. Cadanoche después de cenar se

enzarzan en todo tipo de discusionessobre temas complicadísimos: losbanqueros, la crisis, los Estados Unidos,la seguridad mundial, la delincuencia, lapobreza… Me recuerdan uno deaquellos debates de la tele que duran unmontón y que son más aburridos que unconcierto de zambomba. En serio que noles entiendo. Entre ellos no suelendiscutir por nada, pero son capaces detirarse horas hablando de estas cosas.

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Hay que ser rarito.De la última discusión no hace tanto.

En el telediario acababan de emitir unasimágenes donde se veía a un chavalrubio y alto propinando puñetazos en lacara a un pobre chico mientras ambosviajaban en metro. Un ataque racista sinningún motivo, dijeron. La víctima eraoriental, nacido en Mongolia. Al agresorlo detuvo la policía y el juez le envió aun centro de menores. En las imágenesno se le distinguía la cara porque lallevaba cubierta por una especie de velotransparente. Eso es porque la leyprotege a los delincuentes mientras seanmenores de edad, me explicó mi madre.Mi padre hizo una mueca de

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desaprobación. No está de acuerdo enque las cosas ocurran así. Mamá piensaque los menores merecen otraoportunidad, que a los 17 años no haynada que no tenga arreglo. Mi padre lepreguntó de qué bando estaba, ya quedefendía a los delincuentes.

—De ese pobre chico nunca debe dehaberse ocupado nadie. Si lo hubieranhecho, sabría distinguir entre lo que sedebe hacer y lo que no, y no secomportaría de ese modo —dijo ella.

—¡Anda ya! Un chaval de 17 añossabe muy bien lo que está bien y lo queno, y también sabe lo que se hace. Y alpobre apaleado, ¿quién le defiende, eh?—saltó mi padre.

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—Todo el mundo, está claro —dijomamá—. A la víctima siempre ladefiende todo el mundo. En nuestrasociedad el que sale mejor parado es elque sabe ir de víctima.

Bla, bla, bla. Como siempre. Unalata.

Para mamá «ocuparse de mí» —quesoy hija única— significa un montón decosas horribles: no dejarme ir jamás a laescuela con la ropa que me apetece;marearme con mil preguntas cada vezque salgo; quitarme el móvil a las diezde la noche con la excusa de ponerlo acargar; no dejar que me conecte nuncadesde la cama (¡ni siquiera los fines desemana!) o —peor aún— no dejarme

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tener el ordenador en mi cuarto. Sí, sí,eso es lo peor: tener que hacer losdeberes en la cocina solo porque ellaquiere «controlar lo que hago» cuandome conecto a Internet; y tener quesoportar que de vez en cuando sedetenga detrás de mí y mire la pantallapor encima de mi hombro solo parasaber si hago algo que no le gusta. ¡Mepone muy nerviosa!

—¿Qué quieres que haga, con lacantidad de trabajos que me ponen en elinsti? —le pregunto, a ver si se dacuenta—. Además, ya soy mayor, mamá,sé muy bien cuáles son los peligros deInternet.

Pero nada, mi madre no es de las

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que se dejan convencer fácilmente. Escomo si no se fiara de mí. ¡Ni siquierame deja tener Internet en el móvil! ¡Esincreíble! Papá me mira apretando losdientes y como dándome la razón, peroél tampoco sabe qué hacer paraconvencer a mamá. Ninguno de los doslo sabemos.

Una vez mi padre dijo:—No es que mamá no se fíe de ti,

Xenia. Es que en Internet existenpeligros que ahora no puedes entender yque nos dan miedo. A ambos.

—Sé muy bien qué peligros hay enInternet. Ya no soy una niña pequeña.

Papá meneaba la cabeza.—Dentro de unos años entenderás

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nuestro modo de actuar —añadió.—Creo que no os entenderé nunca

—susurré yo, y papá se rio.Con papá es fácil reírse. Eso es lo

que más me gusta de él. Puedo hablarlede todo, porque nunca se pone nerviosocomo mamá y porque nunca me tratacomo si tuviera diez años. No meimporta hacerle confidencias a mi padre.Aquella noche, por ejemplo, casi lecuento lo de Marcelo. Me moría deganas de hacerlo, de decirle cómo todoestaba cambiando de repente y cómo mesentía. Feliz, extraña, distinta. Hacíadías que no pensaba en nada más.

Si se lo hubiera dicho, seguro que nome habría echado ningún discursito de

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esos típicos de padres y madres. Pero élse lo habría contado a mamá, y eso síera un problema. Papá y mamá siemprese lo cuentan todo.

Por suerte, supe callar a tiempo.¿Por suerte?

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amá ya me lo había notado. Mamásiempre lo nota todo, no sé cómo

lo hace.«¡Xenia! ¿Quieres hacer el favor de

concentrarte en lo que haces? ¡No sédónde tienes la cabeza!»

«¡Xenia! ¿Adónde vas con labasura? ¿Se puede saber en qué estáspensando?»

«¡Xenia! ¿Qué haces ahí como unpasmarote? ¿Por qué estás tandespistada?»

Tenía razón. Estaba despistada.

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Mucho. Salía a tirar la basura y mequedaba como hipnotizada en mitad dela escalera, pensando. Me quedabacongelada a medio poner la mesa conuna sonrisa bobalicona en los labios ylos vasos en la mano, sin saber quéhacer.

También comenzaba a temer quecuando llegaran las notas del segundotrimestre, sería un desastre. Últimamenteno estaba muy concentrada en losestudios, que dijéramos. Inclusosuspendí dos exámenes de matemáticasseguidos. «Da lo mismo, ya lo arreglaréen las recuperaciones», pensé. Y cuandomamá me preguntó cómo me habían idolos controles, yo repuse con un breve:

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—Bien.—Entonces, ¿nos van a gustar las

notas de esta evaluación? —preguntóella (es una de sus preguntas mástípicas).

—No sé —dije, con el corazón amil.

Sabía perfectamente que no lesgustarían nada. Pero aún me quedaban27 días de margen antes del desastre.

Aquellos días encontrabajustificación para cualquier cosa.Cuando mis padres vieran las notassería horrible, pero de momento vivía enuna nube. Siempre había sido buenaestudiante, así que no me preocupabademasiado: ya lo arreglaría. De lo que

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no quería privarme —¡de ningún modo!— era de vivir aquella montaña rusa desentimientos que de pronto habíaaparecido en mi vida.

Me estaba pasando algo muyimportante.

Tal vez tendría consecuencias, perodeberían asumirlas. Yo ya lo habíahecho.

¿O tal vez alguien cree que cuandoun huracán de fuerza cinco pasa por tuvida deja algo en su lugar?

Mi huracán de fuerza cinco sellamaba Marcelo y era un fantasma.Quiero decir que no era —aún— un serde carne y hueso. Era un ser virtual, quevivía dentro de mi cabeza y de mi

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ordenador.Le conocí de una manera muy

curiosa: gracias a un libro que tomé enpréstamo en la biblioteca municipal. Erauna recomendación de la profesora defilosofía que servía para subir nota: Elguardián entre el centeno, de un tal J.D. Salinger. La bibliotecaria me loentregó junto a un punto de libro dondese leía: «Comparte tu lectura con otrosjóvenes como tú en el fórum lector denuestra página web». Me pareció buenaidea echarle un vistazo. Para ver de quéiba y al menos saber qué opiniones lesmerecía a los demás.

Entré en el fórum aquella mismanoche. Husmeé aquí y allá, en busca de

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opiniones interesantes. Entonces tropecécon esto:

¿Pensáis que un libro puedecambiaros la vida? Yo antes habríadicho que no sin ni siquiera pensarlo.Pero este libro me ha hecho cambiar deopinión. Me lo he leído un montón deveces y cada vez me pregunto cómo selas ingenió el autor, ese Salinger, paraescribir exactamente las cosas que yo aveces pienso o siento. Punto por punto,sin olvidar nada. Os prometo que da unpoco de miedo. Me gustaría mucho seramigo del autor para llamarle porteléfono e invitarle a una cerveza. Lediría: «Yo soy el nuevo Holden

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Caulfield. Un caso perdido, como él. Yotambién estoy un poco loco a veces.También estoy convencido de que casisiempre es mejor no contarle nada anadie, porque la gente nunca teentiende en realidad». También megustaría hacerle algunas preguntas.Por ejemplo: «¿Ese Caulfield del libroeres tú? ¿Todo eso que cuentas haocurrido en realidad? Porque si haocurrido comprendería por qué parecetan real. Si no, la verdad es que no sécómo lo has hecho, tío, en serio».Venga, ya termino. Este libro es unapasada, hacedme caso. Es el únicoconsejo que pienso daros en toda mivida.

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Aquel mensaje en el fórum despertómi curiosidad, y eso que entonces aún nosabía que El guardián entre el centenoes una novela muy famosa, que podríaresumirse más o menos así: un tío queestá colgado hace un montón deestupideces en Nueva York después deser expulsado del instituto por holgazány problemático. Es algo así como laobra maestra de su autor, que tambiéndebió de estar un poco colgado, creo yo.Esta novela le hizo rico. Ahora ya estámuerto, pero el libro sigue teniendomiles de lectores todos los años.

Me lo llevé a la cama y comencé aleerlo. Cuando miré la hora eramedianoche y ya iba casi por la mitad.

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¡Todo un récord! Estaba en aquellaescena en que Holden recibe a Sunny enla habitación del hotel, página 103. ¡Metenía completamente enganchada! Igualporque era lo más fuerte que había leídohasta entonces.

Al día siguiente regresé al fórumvirtual de la biblioteca y busqué elcomentario que me había inspiradosemejante maratón de lectura. Enrealidad, buscaba el correo electrónicode su autor. Encontré su ficha, conalgunos datos. Edad: 17. Instituto:Ricard Salvat. Correo:HoldenCaulfield@… ¡Por supuesto! Nopodía ser otro. El nombre delprotagonista desgraciado, como él había

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escrito. Sonreí al leerlo. Le comprendíun poco.

Escribí un mensaje de inmediato:

Hola, caso perdido. Solo te escribopara decirte que gracias a turecomendación anoche empecé a leerEl guardián entre el centeno y estoysuperenganchada. Creo, a diferencia deti, que a mí no me gustaría nadaconocer a su autor y aún menos aldesastre del protagonista. Me caebastante mal el Caulfield este y voy yapor la página 103. Y también me da unpoco de miedo. ¿Por qué dices que tepareces a él? Ya sé que dices que nomerece la pena explicar nada a nadie,

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pero a mí me gustaría que lo hicierasporque de verdad me interesa saberlo.Espero que me contestes, Holden.Abrazos, Xenia.

¿Verdad que es una maneracompletamente idiota de comenzar unahistoria? La vida a veces escompletamente idiota.

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ardó un poco en responder. Unasemana, más o menos. Y cuando lo

hizo fue parco en palabras:

Hola, Xenia. Qué nombre másbonito, ¿es el tuyo de verdad?

¿Tú no crees que todo el mundoestá un poco loco, de una manera uotra? ¿Nunca has hecho ningunalocura? Por cierto, ¿el libro te estágustando? No me queda claro. Si vaspor la página 103, todavía te queda lomejor. Ya verás.

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Pulsé «responder».

Creo que tienes razón. Todos somosun poco menos «normales» de lo quefingimos ser, pero muy pocos se atrevena reconocerlo. El libro me ha gustadomucho. Ya hace días que lo devolví a labiblioteca. Tenía que hacer un trabajopara filosofía (saqué la mejor nota dela clase). Salinger es un tipomisterioso, ¿lo sabías? No le gustabala fama, no se dejaba fotografiar,escribía pero no quería publicar. Noentiendo cómo puede haber gente así.Por cierto, Xenia es mi nombre real. Ytú, ¿cómo te llamas? Yo tengo 16 años yestoy en primero de bachillerato.

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¿Tienes móvil? Podemos hablar porWhatsapp, si quieres. Sería máspráctico.

Enviar. Enviando. Mensaje enviado.Ni diez segundos después, un cling

anunciaba la llegada de una respuesta.De nuevo era breve:

No tengo móvil. ¿Qué nota sacaste,empollona? Me llamo Marcelo López, ytengo 17 años. No sabía lo de Salinger,gracias por contármelo. Me gustamucho aprender cosas. Aunque hablarcontigo me gusta más aún.

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Respuesta:

Saqué un 10, por supuesto, ¿qué tecreías? No es por presumir, pero soyuna estudiante bastante brillante.Necesito serlo, porque quiero sermédica y la nota de corte de medicinaes altísima. O estudio o frustraré losdeseos de toda la familia. ¡Mis padresse mueren por tener una médica en lafamilia! ¿Los tuyos no te vuelven lococon estas cosas? ¿Por qué envíasrespuestas tan cortas? ¿Y por qué notienes móvil? ¿De qué planeta eres?Creo que eres el primer chico de 17años sin móvil que he conocido ENTODA MI VIDA. ¿A qué esperas para

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comprarte uno? A mí también me gustahablar contigo, pero con el móvil loharíamos mucho mejor que por estesistema antediluviano.

Enviar, etcétera.Esta vez no hubo respuesta. Esperé,

impaciente, durante un buen rato, hastaque me di cuenta de que se habíadesconectado, o quizá estaba haciendootras cosas. O tal vez tenía una madrecomo la mía, que le decía cuándo hacerlas cosas y cómo. Resumiendo: otravíctima inocente de la tiranía materna.

Aquella tarde pensé mucho en él.Entré unas cuantas veces al correo paraver si me había contestado. Sin suerte.

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La respuesta llegó dos días mástarde.

No puedo escribir mucho aquídonde estoy. Créeme que lo siento unmontón. ¿Podemos continuar así hastaque tenga un móvil? ¿Me podrías decircómo eres? Me gustaría muchoimaginarte.

Le contesté enseguida. Tan concisacomo él:

¿Dónde estás?No soy muy buena con las

descripciones. ¿Conoces el dicho «Vale

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más una imagen que mil palabras»?Pues aquí tienes una.

Y adjunté una fotografía. Una definales del curso pasado. No hecambiado apenas. En la foto casi no seme ven los dientes de conejo y todavíallevo el pelo largo. Por eso la elegí.Además, llevaba puesto un jersey negroque me hacía parecer mayor y que teníaun escote sexy.

El corazón me iba a mil por horamientras pensaba que la estaba mirando.La respuesta no se hizo esperar.

Xenia, eres preciosa. Pareces

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mayor de 16. Lo lamento muchísimo,pero yo no tengo ninguna foto paraenviarte, aunque intentaré conseguiruna. Me siento afortunado desde quehablo contigo. Gracias, gracias deverdad.

¿Habéis pensado alguna vez cuántotiempo necesitamos para enamorarnos?¿Un segundo? ¿Cinco minutos? ¿Doshoras? ¿Un día? ¿Una semana?

Todas las respuestas son correctas.

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oy muy observadora. Me di cuenta,por ejemplo, de que Marcelo solía

responder a mis mensajes de cuatro acinco de la tarde los lunes, miércoles yviernes. Muy de vez en cuando escribíapor las mañanas. Nunca en martes,jueves o sábado. Pensé que tal vez meescribía desde su trabajo y que debía detener problemas para utilizar elordenador para asuntos personales; poreso sus mensajes eran siempre tanbreves, porque no quería buscarseproblemas.

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Cuando conoces a una persona porInternet, todo lo que no sabes de ellatienes que imaginarlo. Por eso teequivocas.

Tal vez hablar de todo aquello conalguien me habría ayudado a verlo deotra forma, a darme cuenta de que erauna locura. Pero mi única amiga eraSandra y no estábamos pasando por muybuen momento. A mí me parecía que ellaestaba muy extraña desde que habíaempezado a salir con aquel chicouniversitario, como si él la estuvieracambiando. O puede que la extraña fuerayo, quién sabe. Tal vez me daban unpoquito de envidia. El caso es que no leconté nada a nadie.

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Dos días después de que le enviarala foto, Marcelo me pidió otra. Fui muydura con él:

No te enviaré ninguna más hastaque me mandes una tuya.

Funcionó. Cuando recibí un correoelectrónico con un documento adjunto,se me dispararon los latidos delcorazón. Mamá estaba en la cocina, perolo abrí de todos modos. No podíaesperar ni un segundo. Delante de mí, eltrabajo de literatura. Detrás, a puntopara esconderla si mamá se acercabademasiado, la foto que me moría de

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ganas de mirar.Me lo había imaginado tantas veces

que abrí la foto con un miedo terrible.¿Y si no era como yo pensaba? ¿Y si erahorroroso?

Durante unos pocos segundos, creoque me olvidé de respirar. A veces lavida se detiene. Solo unos segundos, sinningún movimiento. Es como si elmundo enmudeciera para subrayar loque es importante de verdad. Después,todo vuelve a sonar con más fuerza. Micorazón como un tambor. Pom, pom,pom, pom.

En la pantalla, la imagen de un chicode cuerpo entero, vestido como si fueraa practicar judo: pantalones blancos,

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camisa blanca, cinturón negro. No teníani idea de artes marciales, pero pudemedio adivinar que aquel color decinturón significaba que tenía nivel. Eradelgado, tenía el pelo oscuro un pocorizado y los ojos… —aproximé laimagen— tal vez azules, o verdes.Parecía bastante alto. Sonreía. Teníacara de buena persona. A su espalda sedistinguían las instalaciones de ungimnasio.

Respondí:

¿Haces judo?

Esta vez su mensaje no se hizo

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esperar nada —eran las cinco menoscuarto— y me hizo sonreír:

Taekwondo. ¿Sabes lo que es?

Más o menos. ¿Eres cinturón negroo solo estaba sucio?

¡Jajajajaja! ¡Muy bueno! Cinturónnegro. Primer Dan.

¿Qué es eso de Dan?

Un nivel. Significa que soy bueno.

Me tendrás que explicar qué hashecho para conseguirlo, ¿de acuerdo?¿Tal vez cuando nos veamos?

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Escribí esta frase sin pensar. Aveces, todos hacemos algo sin pensar losuficiente. Incluso la gente más sensata(o que cree serlo). Incluso los másinteligentes. Yo había pensado mucho enlo que dije, claro. Quería tener aMarcelo delante de mí, mirarle a losojos y sentir su mirada en los míos. Lodeseaba desde antes de ver su foto. Mehabría dado lo mismo que fuera feo, unadefesio. Pero ahora que sabía cómoera, aún lo quería con más ganas.Quedar, vernos. Me habría gustado quelo propusiera él, pero como no lo hizo,me decidí. Yo también estoy un pocoloca, a veces. Y antes de que tuviera

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tiempo de contestarme, pensé que habíaun par de cosas que le quería decir:

Oye, me gustas mucho. Quiero decirque tu foto me ha gustado mucho y hahecho que termine de decidirme. Ya séque por correo electrónico no puedesescribir demasiado. Además, no esmanera. ¿No crees que si quedáramospara tomar algo podríamos hablar detodo? Es un método todavía másantiguo que escribirnos. ¿No teapetece? ¡Venga, di dónde y cuándo!

Pulsé «enviar» y nada más hacerlocomencé a arrepentirme de haber sido

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tan directa. ¿No os ocurre que enocasiones un sexto sentido, llamémosleintuición, os advierte de que las cosasno van a salir bien?

Pues en aquel momento yo sentí a misexto sentido emitiendo señales dealarma a máximo volumen.

Cling, tienes un correo sin leer.

No importa la foto. Yo lo que quierosaber es si te gusto por dentro. Loimportante es invisible a los ojos, ¿losabías? De ti me gusta mucho más loque no se ve, lo que va por dentro. Yeso que me pareces superguapa.

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No esperaba aquella respuesta. Eracomo si no hubiera leído nada de lo queyo le había escrito. Peor: era como siechara balones fuera. Contesté:

Claro que me gustas por dentro,pero por fuera también. ¿Has leído misdos correos anteriores? ¿Quieresquedar o no?

Soy una impaciente, lo sé. Es un grandefecto que tengo. Mamá siempre lodice:

—Algún día, estas prisas tuyas tedarán algún disgusto, Xenia. Tienes queaprender que no se puede querer todo

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para ya, hija.Todo y ya mismo. ¿Por qué esperar?

Esa es mi filosofía de la vida. Ya haquedado claro que no era la de Marcelo.

Su respuesta me sentó como un jarrode agua fría.

No quiero. Aún no. Algún día te loexplicaré.

Debo de ser una boba, porque aquelmensaje suyo me dio unas ganasterribles de llorar. Marcelo no queríaconocerme, no compartía mis prisas, nosentía lo mismo que yo. Entendí que mehabía equivocado, que había hecho el

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ridículo.Mi respuesta:

Lo comprendo, no te preocupes.Pensaba que yo te gustaba como tú megustas a mí, pero ya veo que me heprecipitado. No pasa nada. Lo siento,no quería que te sintieras mal por miculpa. Me ha encantado conocerte,Marcelo López. Ya te dejo en paz. Unbeso.

Enviar. Enviando mensaje. Mensajeenviado.

El corazón a mil por hora.Conté los segundos. Fueron 14.

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Espera. Por favor, espera.

Cuatro palabras que no significabannada. ¿O sí? ¿A qué debía esperar? Eranlas cinco. Algo me decía que hasta eldía siguiente no recibiría ningún otrocorreo.

Esta vez me equivoqué. Hacia lasseis y media entró un nuevo mensaje.Uno largo, que no parecía suyo.

Xenia, no te escribo este correopara suplicarte nada. No tengo muchapráctica en esto de suplicar. Peroquiero que sepas que estos días hassido muy importante para mí. Lo más

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importante de toda mi vida, de hecho. Amí también me gustas mucho, y dichoasí creo que es quedarme bastantecorto. Nunca había sentido nada igual.Diría que me he enamorado de ti. Todoesto es muy extraño. Pienso en ti desdeque me levanto hasta que me voy adormir. Deseo conocerte más que nadaen el mundo, pero ahora eso esimposible. Te quiero. Uf, qué raro esescribirlo. Pero es la pura verdad.Quería que lo supieras. Si quieresdesaparecer de mi vida, ahora yapuedes hacerlo. Yo te recordaré siemp

El mensaje terminaba así. Derepente, a medio escribir una palabra.

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Como si hubiera sido enviado por error.Esperé un poco, a ver si entraba otro

mensaje, pero no. Media hora después leescribí yo.

No pienso desaparecer de tu vida.Aunque hay un montón de cosas que nocomprendo y que me gustaríapreguntarte. Da lo mismo, debe de serque me gustan los tíos misteriosos.Como Salinger, ¿te acuerdas?

No volvió a responder aquella tarde—era miércoles—, ni al día siguiente, niel viernes. Tampoco durante el fin desemana.

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No sé cuántas veces consulté elcorreo durante aquellos díasinterminables, ni cuántas veces tuve queescuchar de boca de mi madre la mismapregunta:

—¿Se puede saber qué te pasa,cariño?

No. No se podía saber. Mamá nohabría entendido nada.

Lo que me pasaba era que echaba demenos a Marcelo más que nunca a nadie.Me sentía ridícula por estar colgada deun fantasma. Me daba miedo que pudieradesaparecer para siempre de mi vida.No entendía cuál era su problema, peroestaba claro que tenía alguno y yo memoría de ganas de ayudarle. No podía

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hacer nada para evitar lo que me estabaocurriendo. Solo esperar y esperar.

Esperar. He aquí la palabra que másodio de todas las del diccionario.

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l lunes no pude más. Solo tenía dospistas minúsculas, pero me

bastaban para comenzar. Una era elnombre de su instituto. La otra era lafoto.

Empecé por lo que parecía másfácil.

IES Ricard Salvat. Parada de metromás cercana: Gornal. Línea 8. Teníanjornada intensiva. Perfecto. Así podía irpara allá después de terminar las clasesde la mañana y antes de empezar las dela tarde (por fin pude verle alguna

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ventaja a estudiar en un colegioconcertado con clases por las tardes). Amamá le dije que tenía que quedarme acomer en el cole para terminar untrabajo de inglés. Para evitar problemasañadí:

—Recuerda que no me puedesllamar, porque en la biblioteca esobligatorio tener el móvil en silencio.

(A veces mamá no se acuerda de lasnormas absurdas de mi colegio ydespués me echa a mí la bronca porqueno contesto cuando me llama. Y encimalos profes también me echan la bronca,por lo mismo).

Me sentí una persona horrible porcolarle a mamá todas estas mentiras,

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pero la causa merecía la pena. Esopensaba yo en ese momento. Lo peor deobrar mal no es encontrar el modo dejustificarte ante los demás, sino hacerloante ti misma.

El instituto Ricard Salvat estaba enuna calle corta y estrecha, sin tráficorodado, junto a una escuela de primaria.Llegué hasta allí casi a la hora de lasalida de clase. Fui directamente a lasecretaría y pregunté por MarceloLópez.

La mujer que me atendía desde elotro lado de la ventanilla parecía unpoco distraída.

—¿Quién?—Marcelo López.

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—¿Es un profesor del centro?—No. Un alumno.—No me suena —dijo—. ¿De qué

curso?—Primero de bachillerato.—Déjame comprobarlo.Extrajo una hoja de una carpeta y

consultó una lista. Tardó un poco,porque mientras lo hacía tuvo queatender tres veces el teléfono, hacer dosfotocopias y escuchar algo urgente quedebía decirle una profesora. Después sevolvió hacia mí y me dijo:

—No hay ningún alumno que sellame como dices. ¿Estás segura de queestudia aquí?

—Claro —repuse.

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—Espera un momento, lepreguntaremos al director. Él seguro quelo sabe.

Mientras esperaba, eché un vistazoal pasillo. Estaba lleno de fotografías deesas tan típicas de último curso. Esas enque todo el mundo parece bobo y todoslos profesores parecen muy orgullosos.Durante un buen rato busqué a Marceloen las fotos, convencida de que iba aencontrarle y que le reconocería almomento.

A pesar de que nunca nos habíamosvisto, creía conocerle muy bien.

—¿Eres tú quien me busca? ¿Cómopuedo ayudarte? —preguntó el director.

Era un hombre de pelo negro, piel

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muy blanca, que sonreía todo el rato. Meresultó muy simpático. Le expliqué quebuscaba a un alumno del centro.

—Marcelo López, de bachillerato.—No es de este instituto —

respondió, rotundo, meneando la cabeza.—A lo mejor está en la ESO —me

arriesgué, pensando que tal vez Marceloera repetidor y no se había atrevido adecírmelo.

—No, no. Conozco a todos losalumnos. Este no es un centro muygrande. No hay ningún Marcelo López.¿Puedo preguntarte por qué le buscasaquí?

—Me dijo que estudiaba en estecentro.

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El director meneaba la cabeza yfruncía los labios, como si lamentara lasituación. Yo no perdía la esperanza. Yalo dice mamá: a testaruda no me gananadie.

—Es alto, moreno, delgado. Hacetaekwondo. Es cinturón negro —dije.

—¿Cinturón negro de taekwondo?—saltó—. No, no, seguro que no estudiaaquí. Si lo hiciera, yo lo sabría —yentonces bajó la voz, como si meexplicara un secreto—: Yo soy cinturónazul. De momento.

Le di las gracias. Aún continué unbuen rato mirando las fotos de lasparedes, como si esperara un milagro.

Los milagros no ocurren a menudo.

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Después, volví al metro. Noentendía nada. ¿Por qué Marcelo habíapuesto en su ficha de la biblioteca queestudiaba en aquel instituto si no eraverdad?

Seguro que había algún motivo queyo no alcanzaba a comprender. Seguroque si se lo preguntaba me lo explicaríay sus explicaciones harían que lo vieratodo claro de nuevo. El problema erapreguntárselo. Para hacerlo debíaconfesarle que le estaba buscando. Noera tan fácil.

Aquel día no comí. En parte, porqueno me quedó tiempo. Cuando llegué alcole, después de mi excursión, elcomedor ya estaba cerrado y solo

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quedaban 20 minutos para quecomenzaran las clases de la tarde.

Por la noche, mamá me preguntó quéhabía de menú ese día en el comedor.Me lo tuve que inventar:

—Lentejas, pollo y fruta —respondí,sin vacilar ni un segundo.

Mamá no sospechó nada.

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M

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e quedaba otro lugar dondebuscar a Marcelo. Esta vez fue un

poco más complicado. Solo teníaaquella foto del gimnasio que me habíaenviado. Al fondo se veía una especiede grada, a un par de personas y unpedazo de muro con un rótulo que no seleía del todo. La parte visible eran solotres letras: «m Chi». No mucho, laverdad.

Las búsquedas por Internet que hiceen los dos días siguientes no mesirvieron de nada. En toda Barcelona no

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había ningún gimnasio de artesmarciales llamado «m Chi». O yo nosupe encontrarlo, por lo menos.

No sé cómo, pero terminé en unapágina que contaba un montón de cosasdel taekwondo. Desde su origen enCorea del Sur hace poco más decincuenta años hasta su filosofía, basadaen tres principios muy importantes: lacortesía o Ye Ui; la constancia —In Nae—, y la integridad, que en coreano sedice Yam Chi.

—¿Qué haces, Xenia? ¿Quéescribes? —preguntó mamá,apareciendo de repente detrás de mí,justo en el momento en que yo acababade hacer el gran descubrimiento.

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—Nada. Un trabajo para la clase deeducación física.

—¿Un trabajo sobre qué? —preguntó ella, mientras batía los huevos.

—Filosofía de las artes marciales—repuse.

—Ah, mira…Mamá dijo «ah, mira». Si hubiera

dicho «qué interesante» o «quédivertido», habría sido mucho peor,porque entonces habría venido acuriosear. Pero aquella respuestasignificaba que mi trabajo sobre artesmarciales en realidad no le interesabademasiado. Perfecto.

Mientras vigilaba a mi madre por elrabillo del ojo, volví a ejecutar la

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búsqueda y esta vez escribí bien lapalabra misteriosa: «Gimnasio + Artesmarciales + Yom Chi». A lo mejor teníaun poco de suerte y mi intuición eracorrecta.

Aparecieron unos cuantosresultados, con fotos y direcciones.Mamá acababa de echar los huevos en lasartén. Esto significaba que en unoscinco segundos pronunciaría la mismafrase de siempre. No falla nunca.Cinco…, cuatro…, tres…, dos…, uno…

—¡A poner la mesa! ¡La cena ya estálista!

Y a continuación papá diría:—Xenia, apaga el ordenador y

ayúdame a poner la mesa.

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Apagué el ordenador. Después decenar no me dejan volver a utilizarlo.Mis padres son muy estrictos con la horade acostarse porque…

—Las horas de sueño sonsuperimportantes, Xenia. Durante lanoche el cerebro recupera todas lasenergías que gasta a lo largo del día. Sino duermes, no rendirás.

Mientras cenábamos me acordé dealgo terrible: había estado tanobsesionada con encontrar el gimnasioque no había revisado el correoelectrónico. ¿Cómo era posible? ¡Quéidiota, qué idiota, qué idiota! ¿Y siMarcelo había contestado? Me habíaobcecado con mis investigaciones

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detectivescas y había olvidado lo másimportante.

—Necesito mirar una cosa en elordenador. Es muy urgente —dije,masticando tranquilamente el revueltode calabacín.

Mis padres hicieron una mueca dedesaprobación.

—Será solo un momento —insistí,para convencerles.

No sé ni para qué lo intento. Mimadre jamás cambia una norma si piensaque es importante. Meneó la cabeza aambos lados antes de decir:

—Has tenido un buen rato paramirarlo antes de cenar. Ya sabes quecuando es no, es no. Y punto. No pienso

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discutir contigo.Si hago una lista de las diez frases

más odiosas que dice mi madre, estasdos ocuparían los dos primeros puestos:«Cuando es no, es no» y «No piensodiscutir contigo». Aunque, ahora que lopienso, tal vez las frases más odiosasdeberían ser 15. O 20. O…

Estuve un poco enfurruñada hasta lahora de irme a la cama. Cinco minutosantes de las diez y media (no falla) mipadre dijo:

—Xenia, a la cama.¿Conocéis a alguien de 17 años que

tenga que irse a dormir a las diez ymedia? Pues ya sí. Yo.

Las horas de descanso son muy

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importantes, pero mamá no tiene encuenta que a veces hay cosas que tequitan el sueño. Aquella noche divueltas y más vueltas en la cama. Nopodía quitarme de la cabeza lo quehabía pasado: el instituto donde nosabían ni rastro de Marcelo, el gimnasiode artes marciales, el correo electrónicoque tal vez estaba esperando en mibandeja de entrada…

Si hubiera tenido mi móvil a mano,habría sabido que no era la única que nopodía dormir. Sandra también estabapreocupada, pero por un motivo muydiferente. Si hubiera tenido mi móvilhabría visto su mensaje, enviado a lasonce menos diez.

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Todavía estoy estudiando pero creoque no me sé nada. ¿Tú cómo lo llevas?¿No crees que alguien debería hacerleun favor a la humanidad y prohibir lafilosofía?

Mejor no haberlo visto, ahora que lopienso.

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V

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i el mensaje de Sandra cuando yaestaba en el coche con papá,

camino del colegio. El examen era aprimera hora. Fue el más desastroso demi vida.

Dos preguntas:1) Diferencias entre las teorías

evolucionistas de Darwin y Lamarck.2) Relaciona y analiza los conceptos

de libertad y responsabilidad.La primera todavía me sonaba un

poco, pero de la segunda no tenía niidea. Me quedé completamente en

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blanco. Un auténtico desastre.Sin embargo, más me valía no

pensar en ello, porque tenía cosas quehacer. Le dije a mamá que todavía nohabíamos acabado el trabajo de inglés yque me quedaba a comer otra vez en elcole.

—Está bien, así aprovecho para ir ala peluquería —dijo ella, muy práctica.

Al acabar las clases entré en el aulade informática. Ya era jueves, y losjueves nos dejan usar los ordenadores.Primero corrí a abrir mi correoelectrónico. Tenía un mensaje. Marcelolo había enviado el día anterior, a las16:23. Tan corto como de costumbre.

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Perdona que haya desaparecidotantos días. No me he podido conectar.Te he echado de menos.

Pulsé el botón «Responder».

Yo también. Estaba preocupada porti. ¿Te ha pasado algo?

No quería explicarle nada de lo queestaba planeando. Estaba nerviosacuando cerré el correo y abrí elbuscador. Como una niña a punto dehacer algo prohibido. Escribí de nuevolos criterios de búsqueda del gimnasio:«Gimnasio + Artes marciales + Yom

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Chi» y pulsé el icono de la lupa.Buscar.Más de 14 000 resultados.Sin embargo, el que yo quería estaba

en primera posición: «Escuela de ArtesMarciales Yom Chi. Judo, Aikido, Jiu-Jitsu, Karate, Taekwondo. ¿Dóndeestamos? ¿Quiénes somos? Conoce anuestros profesores».

Fue lo más fácil del mundo. Di unpaseo virtual bastante entretenido. Mesorprendió encontrar a Marcelo entre lasfotos de los maestros. Además, ¡quécasualidad!, la foto de la web era lamisma que él me había enviado, la únicaque yo conocía: Marcelo con pantalonesblancos, camisa blanca y cinturón negro,

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de pie y de cuerpo entero.Al pie, leí: Marcelo López, cinturón

negro, primer Dan. Profesor de laescuela infantil de Taekwondo (6-10años).

Sonreí. No me había dicho que dieraclases a niños pequeños. Me hizogracia. Pulsé en la pestaña «Dóndeestamos». Apunté la dirección: El Pratdel Llobregat, Avenida Once deSeptiembre. Con un poco de suerte,podría estar allí antes de una hora. Seguílas instrucciones que facilitaba la mismapágina, en el apartado: «Cómo llegar».Tenía que ir hasta la estación de Paseode Gracia y subir al cercanías(dirección Sant Vicenç de Calders o

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Vilanova i la Geltrú). Me apunté todo,para no olvidarme de nada. Calculécuánto tardaba el tren y me di cuenta deque quizá no llegaría a tiempo para lasclases de la tarde.

Me daba lo mismo. Ya pondríacualquier excusa. De todas maneras, eltrimestre empezaba a estar perdido sinremedio. Faltaban once días para lasnotas. Once días antes de que explotasela bomba atómica en mi casa.

Apagué el ordenador. Las puertasdel colegio todavía estaban abiertas.Para no levantar sospechas, no habíacomprado el ticket del comedor. Salí sinque nadie se fijara en mí, directa haciael metro. Cinco estaciones sin trasbordo,

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hasta Paseo de Gracia. Un tren endirección a Sant Vicenç de Calders. 16minutos de viaje.

Nunca había estado en El Prat delLlobregat, excepto alguna vez de pasopara ir al aeropuerto. Pregunté dóndequedaba la calle que estaba buscando.No estaba cerca de la estación.

—¿Conoces la zona de las 801viviendas? —me preguntó la señora queme daba indicaciones.

Dije que no y me dio un montón deinstrucciones para llegar hasta allí.Tenía que tomar dos autobuses urbanos.Era complicado.

Preferí ir a pie, caminando deprisa.Creo que atravesé toda la ciudad, antes

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de encontrar la Avenida Once deSeptiembre. Fue como una granaventura. No parecía un barrio muyseguro. Tenía la impresión de que todoel mundo me miraba, como si supieranque no era de allí y me estuvieranvigilando.

El gimnasio estaba cerrado, pero enla puerta había un cartel que indicaba elhorario: de 16:00 a 23:00.

Solo faltaba esperar.Esperar. Otra vez. ¿Os habéis

parado a contar cuánto tiempo perdemosen nuestra vida solo esperando algo?

Entré en un bar y me gasté el dinerode la comida en un bocadillo y unrefresco. La gente que había allí —unos

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seis o sietes hombres mayores— memiraban con curiosidad. En la tele dabannoticias deportivas. Simulé que lasmiraba mientras pensaba, con emoción,que quizá estaba a punto de conocer alamor de mi vida.

El bocadillo ni lo probé.

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U

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n señor mayor y bajito abrió elgimnasio a las cuatro en punto. Fui

hacia allí enseguida. La puerta se abriócon un campanilleo de lo más alegre.Encontré al hombre trasteando tras elmostrador del vestíbulo.

—Estoy buscando a Marcelo López—anuncié, con un hilo de voz, temiendouna respuesta desagradable.

—¿Marcelo? Suele llegar hacia lascuatro y media —dijo el hombre,mientras ordenaba las llaves y encendíalas luces—. ¿Es para una inscripción?

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En esta época no admitimos nuevosalumnos.

—No, no, no quiero inscribirme —repuse.

—Ah, muy bien.—¿Podría esperarle por aquí? —

casi no me salían las palabras.Asintió con la cabeza y desapareció

dentro de una habitación que parecía undespacho.

No podía cree que le habíaencontrado. Estaba a punto deconocerle. Se iba a llevar una sorpresaimpresionante. ¿Qué haría al verme?¿Cuáles serían sus primeras palabras deviva voz? ¿Qué haría yo en su lugar? Lomejor era que por fin íbamos a poder

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hablar sin tropiezos. Tal vez podría salirun momento para tomar algo conmigo enel bar de enfrente. No era un lugar muyromántico pero no importaba. A su ladoincluso un vertedero me pareceríaromántico. ¡Teníamos un montón decosas que contarnos!

Me entretuve un poco mirando lostrofeos expuestos en una vitrina. Reparéen que Marcelo había ganado un par deellos; llevaban su nombre gravado en laplaquita dorada. En las fotos tambiénsalía junto a sus alumnos, los pequeñostaekwondistas, todos vestidos deuniforme. Incluso leí un recorte deperiódico, enmarcado junto a la vitrina,donde decía: «El taekwondo de El Prat

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sube de categoría». En la foto aparecíaMarcelo junto al señor bajito y viejoque me había abierto la puerta. Penséque aquel señor debía de ser el dueñodel gimnasio.

Nunca media hora ha transcurridomás despacio. Se me hizo eterna. Cadavez que escuchaba pasos o voces en lacalle se me aceleraba el corazón. Nopodía dejar de mirar a la puerta. Teníalas manos heladas, la boca seca y lasemociones hechas un lío. A ratospensaba que Marcelo no aparecería y aratos que ya estaba allí.

El amor nos vuelve idiotas. Unoscabeza de chorlito que no piensan bienni se dan cuenta de nada. El problema es

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que nadie se percata de ello mientras lepasa.

De pronto se abrió la puerta. Era él.Más alto de lo que había imaginado, conel pelo un poco más corto que en la foto.Tenía los ojos verdes y parecía algomayor. El corazón me latía con tantafuerza que no podía decir nada. Noimportaba mucho, de todos modos.¿Para qué necesitaba las palabras en unmomento así? En cuanto me viera mereconocería. No había cambiado tantodesde aquella foto del curso pasado quele envié. Llevaba el pelo un poco máscorto ahora, eso sí. Traté de que no seme vieran los dientes de conejo. Estabasegura de que se volvería loco de la

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sorpresa. No podía ni imaginar quéharía.

Así pues, me planté en mitad delvestíbulo y me quedé mirándole muyfijamente. Me moría de ganas de que memirara. ¡Estaba hecha un manojo denervios!

He aquí uno de esos momentos enque el mundo se ralentiza. Un par depupilas verdes que de pronto se mueveny se clavan en ti. Un corazón que sedetiene porque por fin ha llegadoaquello que tanto deseaba. El silenciodel mundo mientras espera que ocurraalgo.

Las pupilas que pasan de largo,como si no hubieran visto nada, como si

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no me reconocieran. Y yo que pienso:«No puede ser. No me ha visto». Y digo:

—¿Hola? ¿Marcelo?Entonces él se detiene otra vez y esta

vez me mira mejor, con más atención.«Ahora sí me ha reconocido», pienso.«A ver qué hace».

En su frente aparecen un par dearrugas. Se acerca a mí. Sus pupilas decolor verde claro muy fijas en las mías.Pienso que igual me besará. El corazóna mil. Entonces dice algoincomprensible:

—Hola. ¿Nos conocemos?No entiendo nada. ¡Es él! ¿Qué le

pasa? ¿Por qué finge que no sabequién…?

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—Soy Xenia —digo, tanemocionada aún que casi me cuestatrabajo respirar.

—¿Xenia? —hace como que piensa,con una sonrisa encantadora einquietante en los labios. Desde que haentrado me he fijado en que tiene unoslabios preciosos, que me dan ganas de…—. Perdona, tía, me he quedado enblanco. ¿De qué nos conocemosexactamente?

—¿Salinger? —digo yo, no sé porqué. Tal vez porque creo que pronunciaren voz alta el nombre del escritor raroromperá el maleficio y le devolverá lamemoria. Los recuerdos de cómoempezó esta historia pequeña y un poco

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ridícula, como todas. Pero él pone carade sorpresa.

—¿Cómo? ¿Qué has dicho? —pregunta, y ahora las arrugas de su frenteme parecen feas.

Nunca dos preguntas más inocentesme han hecho más daño. Los ojos se mellenan de lágrimas y siento como si todoel universo se cubriera de pronto de unaniebla oscura, espesa, pegajosa. Unaniebla de la que quiero escapar pero nopuedo.

A pesar de todo, me salen de dentrounas palabras que no parecen mías:

—Nada.Entiendo que lo mejor que puedo

hacer es marcharme. Camino hacia la

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puerta, la abro. Ahora el campanilleo yano me parece alegre en absoluto. Oigo lavoz de Marcelo que trata de detenerme:

—Espera. No te vayas.Pero yo no quiero escucharle. Echo

a correr por la calle, hasta una paradade autobús. Por desgracia no vieneninguno en este momento. Esperaré y mesubiré al primero que pase. Vaya dondevaya estará bien. No quiero que nadieme vea llorar. No entiendo nada de loque ocurre. Nada es como yo lo habíaimaginado, como yo quería que fuera.

Los hombres del bar han salido a lacalle y me miran con más curiosidad queantes. Seguro que piensan que soy unachica muy extraña.

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Mientras me esfuerzo como nuncapor no llorar, me doy cuenta de que elbar se llama Carmen. Un nombre demujer para un bar lleno de hombres. Quécurioso.

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—¡E

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spera! ¡Xenia, espera unmomento!

La voz de Marcelo mepersigue. No estoy soñando. Es él. Peroal mismo tiempo no lo es.

Por fuera y por dentro. Fue él quienme dijo que lo importante es cómosomos por dentro, no por fuera. ¿Puedeser que tenga algo que ver con todoesto? No soy capaz de pensar conclaridad. Pero a la vez algún instinto meavisa del desastre.

Se detiene delante de mí con las

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manos en la cintura. Ahora veo algo enél que me desagrada.

—¿Me lo puedes explicar? —pregunta—. ¿De qué va todo esto, tía?

No me gusta cómo me habla. No megusta nada de lo que está pasando.

—Me han engañado. He estadohablando con alguien que se ha hechopasar por ti —le digo—. Me enviaron tufoto, la que sale en la web del gimnasio.Evidentemente no eras tú. Lo siento.

Me cuesta estar delante de él y noponerme nerviosa a pesar de que sé queél no es él.

¿Qué somos las personas, más alláde lo que se ve por fuera? ¿De qué nosenamoramos cuando nos enamoramos?

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—Te han engañado… ¿cómo?—Por Internet.—¿Por Internet? ¿Lo dices en serio?No me apetece dar explicaciones.—Ya ves —digo.—Vaya, tía, parecías más lista. ¿Te

has dejado tomar el pelo por Internet?¿No habrás dado los datos de tus tarjetasde crédito o algo así?

Esta conversación no me gusta. Mequiero ir.

—Por supuesto que no.—¿Y cómo se te ocurre? ¿No sabes

que es peligroso hablar con cualquierapor Internet? Te mereces que te hayanengañado, por boba.

Lo último que necesito es que este

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Marcelo de pacotilla me eche unsermón.

—Gracias por los ánimos. Tengoque irme —digo.

Me pongo nerviosa. Nunca haexistido verdad más grande: tengo queirme. No quiero estar aquí ni un segundomás. Por el rabillo del ojo me pareceque veo venir un autobús. Me fijo bien:sí. Viene uno.

—Igual podríamos quedar otro día—dice él, y me agarra por el brazo.

—Mejor no.—Cuando se te pase el enfado,

¿vale? ¿Tienes un boli? Te apunto miteléfono en la mano y me llamas cuandote apetezca.

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Se ha dado cuenta de que se acercaun autobús. ¡No pienso apuntarme nadaen la mano! Y aún menos, llamarle. Tansolo hace cinco minutos que hablamos yya me cae fatal.

—Esto… —busca en sus bolsillos—. ¿Tienes un boli, tía?

—No me llames tía.Llevo el estuche del colegio lleno de

bolis, pero no pienso sacar ninguno. Elautobús ya está aquí. Se detiene.

—Me voy —repito.—¿No quieres mi teléfono? —

pregunta, con tono de sorpresa, como sitodo el mundo quisiera su teléfono.Debe de estar acostumbrado a que todaslas chicas le persigan. El muy

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presumido.—Otro día —digo, y me voy.Pero él viene detrás de mí. Qué

pesado. Por un instante temo que suba alautobús y no me deje en paz. Ya se hanabierto las puertas cuando pregunta:

—¿Qué es eso de challenger quehas dicho antes?

—¿Challenger?—Sí. Lo has dicho tú.—Chall… ¡Ah! ¡Salinger! He dicho

Salinger.—Vale. ¿Y eso qué es?—Un escritor.—Ah —parece decepcionado—. No

lo conozco.—Ya se nota.

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Se cierran las puertas. Estoysalvada. Él se ha quedado abajo, conesa cara de idiota. Ahora por fin se dacuenta de que no me apuntaré suteléfono. Qué le vamos a hacer, la vidaes dura. O quizá ahora ha entendido loque le acabo de decir, y por eso frunceel ceño. Comienza a gritar. Se ponecolorado y se le marcan las venas delcuello. Cierro los ojos para no verle,pero le escucho todavía un rato másmientras el autobús se aleja calle abajo.Sus gritos desafinados me persiguen,como en una pesadilla, cada vez másfuertes.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué quieresdecir con que se nota? ¿Quién te crees

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que eres para hablarme así, estúpida?¡Creída de mierda! ¡Imbécil!

Pero yo ya no estoy allí. Mientrasme alejo miro el barrio, su gente, losniños por la calle.

Creo que no volveré nunca.

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A

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quel no fue precisamente el mejordía de mi vida. No tenía ganas de

cenar, pero lo hice para que papá ymamá no se preocuparan. Me costómucho tragar la crema de verduras y lasdos salchichas de pollo.

—¿No tienes hambre, cariño? —mepreguntó mi madre, con una dulzura queaún me hizo sentir más culpable.

Les había mentido. Iba a sacar unasnotas horribles. Me sentía fatal.

—Es que no me encuentro bien —dije (y era verdad).

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Mamá me puso la mano en la frente,chasqueó la lengua y le dijo a papá:

—Esta niña tiene décimas.No valoramos lo que tenemos hasta

que lo ponemos en peligro. A veces,hasta que lo hemos perdido del todo. Esuna de aquellas cosas que demuestranque las personas no somos taninteligentes como pensamos.

Aquella noche, cuanto más cuidabami madre de mí, más culpable me sentía.Nunca antes le había dicho una solamentira y ahora me arrepentía mucho.Debía hacer algo y cuanto antes, mejor.Pero, ¿qué? ¿Cómo?

—Vete a dormir, reina. Tal vezmañana tendrías que quedarte en casa

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para que se te pase lo que sea que tengas—un beso en la frente, una sonrisacomprensiva, tierna.

Me metí en la cama, pero no pudeconciliar el sueño. Solo pensaba ypensaba. ¿Cómo, qué, cuándo? Y mearrepentía de haber sido tan idiota.¿Acaso no sabía que en Internet la gentemiente? ¿Quién sería en realidad elimbécil que se había hecho pasar porMarcelo, el patético? Alguien todavíamás patético, seguro. ¿Y por qué razón?¿Qué quería? ¿Qué perseguía connuestra relación a través del correo?Piensa, piensa, piensa… Cerré los ojoscuando vi una rendija de luz bajo lapuerta y escuché al otro lado la voz de

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mis padres. Eran más de las once ymedia. Ya llevaba más de dos horasdando vueltas en la cama.

Mamá entró en mi cuarto, me tapócon el edredón, repitió de nuevo aquelmovimiento que en realidad era unrecordatorio de mi infancia: su mano enmi frente. Me dio un beso donde anteshabía puesto la mano. Murmuró muybajito:

—Que descanses, cariño. Mañana tequedas en casa. Llamaré al colegio y lesdiré que estás resfriada.

Abrí los ojos para responder:—Gracias, mamá.Mi madre no podía ni llegar a

sospechar por cuántas cosas le estaba

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dando las gracias.—Buenas noches, hija.—Buenas noches, mamá.Y la puerta se cerró despacio, como

si fuera el telón que cae al final de unaobra de teatro.

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De: Xenia BuchPara: HoldenCaulfieldAsunto: Mentira

Querido Comotellames:No mereces que te escriba. Aun así,

voy a hacerlo. No soy del tipo depersona que se va sin darexplicaciones. Ya te aviso que, sinembargo, mis explicaciones no te van agustar. Si quieres parar de leer aquí,todavía estás a tiempo.

Todo es mentira. No vas al Instituto

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Ricard Salvat. Allí no conocen a ningúnMarcelo López. No hay ninguno entoda la secundaria, ni tampoco enbachillerato. En cambio, en elgimnasio Yom Chi sí que saben quiéneres. El problema es que no eres tú.Marcelo López es un idiota que nuncaha oído hablar de Salinger ni creo quehaya abierto un libro en toda su vida.Si quieres sabes cómo lo sé, te locontaré: fui a buscarte. Necesitabaconocerte. Estaba loca por ti. No podíaaguantar ni cinco minutos más sinmirarte a los ojos.

Mirarte a los ojos.Tengo una curiosidad. ¿Es fácil

para ti decir mentiras? Supongo que

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eso depende de la persona que teescucha, ¿verdad? Hay gente que se locree todo, como yo. He sido unaimbécil. Me lo he tragado sin dudar niun momento. Estaba enamorada. Dicenque cuando estás enamorado es comosi te hubieras vuelto un poco loco. Noves las cosas como son, sino como tegustaría que fueran. Estaba en lasnubes, y me he caído de golpe.

Te pregunto eso de las mentirasporque yo jamás había dicho una.Jamás se me había ocurrido mentir amis padres. Bueno, en realidad, todosdecimos pequeñas mentiras de vez encuando, ¿verdad? Cuando tu madresale con un vestido nuevo que le queda

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fatal y tú le dices que está muy guapaes una mentira. Dicen que nadie podríavivir escuchando toda la verdad. Peroyo no hablo de eso. Hablo de mentirasserias. Cosas importantes. Porejemplo: decir que tienes que hacer untrabajo para poder conectarte aInternet y correr como una posesa arevisar el correo electrónico. Porejemplo: decir que te has quedado acomer en el colegio cuando no lo hashecho. Por ejemplo: decir que unexamen te ha ido bien cuando ha sidoun completo desastre.

Por tu culpa, todo ha sido uncompleto desastre. No, no, perdona.Corrijo: la culpa es solo mía. Jamás

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tendría que haberte creído, nuncatendría que haber aceptado hablarcontigo a través del correo electrónico.¡Si es que se ve a la legua que escondesalgo! No sé cómo no me di cuentaantes. El amor te pone una venda en losojos.

Encima, no sé qué hagoescribiéndote una carta tan larga. Noespero respuesta. No quiero que merespondas. ¿Para qué? ¿Para que meenvíes dos líneas, como siempre? No,gracias. Ahórrate las explicaciones. Yel resto, también. Supongo que sigoescribiendo porque no te he dicho loúnico que quería decirte: TE ODIO.Eres la peor persona que he conocido

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jamás. Me has partido el corazón enmil pedazos. De eso sí que tienes todala culpa. Tú y tus mentiras.

Y ahora ya me puedo despedir.Adiós, Comotellames. Hasta nunca.

Xenia Buch

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V

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olví a clase al día siguiente. Justoa tiempo de que me dieran las

notas del examen de filosofía. Un uno ymedio. Mi récord absoluto (¡y estoyhablando de toda mi vida!).

—¿Qué ha pasado, Xenia? ¿Por quéte ha ido tan mal? —me preguntó elprofesor al entregarme el examen.

—He pasado unos días un pocodistraída —contesté—, pero ahora voy acorregirlo.

—Más te vale —dijo él, mientrascontinuaba repartiendo pruebas entre los

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alumnos.También batí el récord de la clase:

ninguna nota era más baja que la mía.Nunca antes me había ocurrido. Quévergüenza. Ni siquiera Sandra se lopodía creer.

Aquella tarde continué con losplanes que me había trazado. Nada másllegar a casa, entré en la habitación demis padres y les anuncié:

—Tengo que hablar con vosotros.La cara de mamá era todo un poema

cuando me preguntó:—¿Pasa algo, hija?—Tengo que deciros una cosa —

repuse yo, más seria que nunca.Se sentaron en la cama, uno al lado

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del otro, frente a mí. Yo me senté en unasilla. Me pareció que estaban asustados.Como si fuera a echarles una bronca oalgo así. Era como si hubiéramoscambiado los papeles.

—Habla de una vez, Xenia, poramor de Dios —dijo mamá.

—Mañana me darán las notas deesta evaluación —expliqué—. Serán undesastre. Las peores notas de mi vida.Quería que lo supierais antes. Lo sientomucho, de verdad.

Se miraron, me miraron. Estaban ensilencio, como si esperaran algo más.Algo peor de lo que acababan deescuchar. Proseguí:

—Supongo que queréis saber qué me

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ha ocurrido, ¿verdad? —los dosasintieron con la cabeza y yo fui directaal grano—: Me he pasado los últimos 35días pensando en otra cosa y no heestado por lo importante. Y también oshe mentido —ahora empezaba la partemás difícil—. Os dije que me quedabaen el comedor y no era verdad.

—¿Y por qué, cariño? —preguntómamá, en un tono tan neutro que costabade creer.

—Me enamoré. O me colgué dealguien. Por Internet. He estado semanassin poder pensar en nada.

Hablar en pasado me sentaba bien.Hablaba como si todo estuvieraolvidado. ¿A quién pretendía engañar?

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Los dos fruncieron los labios almismo tiempo. Mira que me lo habíandicho veces, mira que habíamos habladode los peligros de Internet, mira que mehabían advertido que… Y yo parecía tansensata, parecía que me daba cuenta detodo. Ahora repararían en que tenían unahija tan mema como todas las demás,una hija de quien no puedes fiarte.

Sabía perfectamente todo lo que ibana decirme incluso antes de que abrieranla boca. Supongo que a todos los hijosles pasa lo mismo con sus padres, ¿no?Los conoces desde hace tanto quepuedes prever lo que van a hacer a cadamomento.

Sin embargo no pasó nada de nada.

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Y eso que se lo conté todo: cómo habíaconocido a Marcelo (o como sellamara), cómo habíamos habladodurante semanas a través del correoelectrónico y cómo de pronto decidíbuscarle. Les hablé del instituto, delgimnasio, e incluso de la carta final. Yllegué a mis propias conclusiones, quetambién les conté:

—Me siento la más imbécil deluniverso. Sabía que algo así podíapasar, pero pensaba que a mí no.

—Eso mismo es lo que suele pensartodo el mundo —dijo papá.

Cuando hube terminado,permanecieron un rato más en silencio—el mundo a la espera—, se miraron de

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nuevo y entonces mamá volvió alprincipio.

—¿Cómo piensas arreglar lo de lasnotas?

—Estudiaré mucho. Aún me quedanlas recuperaciones. Puedo hacerlo.

—Te juegas mucho, ya lo sabes —dijo ella.

—Sí.Todavía faltaba su conclusión; lo

sabía de sobra. Estaba preparada pararecibir mi sermón, el que me merecía.En lugar de eso, mamá preguntó:

—¿Estás bien, cariño?Cariño. Mamá solo me llama

«cariño» cuando todo va bien, jamás siestá enfadada. ¿Por qué lo decía en

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aquel momento? ¿No estaba enfadadaconmigo? ¿Cómo estaba, exactamente?

—Sí —mentí. Por dentro estabadeshecha, pero algo me decía que mamáya lo imaginaba.

—Te podría haber pasado algohorrible de verdad —dijo.

—Ya lo sé —aunque pensé: «Ya meha pasado algo horrible de verdad,mamá, me han roto el corazón».

—Has sido muy valiente y muynoble al contárnoslo todo de estamanera. Y el resto… —hizo una pausa,arqueó las cejas—. Bueno, tendrás queestudiar mucho. Tú te lo has buscado.

—Sí.—Pues ya está. Creo que has

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aprendido una buena lección, ¿no escierto?

—Sí.—A ver si es verdad.Mamá se levantó. Papá hizo lo

mismo. Estaban muy serios, comocuando vuelves de un entierro o de undía muy duro en el trabajo. Todo eramuy raro.

—Venga, pongámonos cómodos. Hayque hacer la cena —dijo papá, más omenos como lo habría dicho cualquierotro día.

Entonces era cierto que ya estabatodo, que la conversación se habíaterminado. No habría sermón. Nada de«ya te lo dije yo…». Ninguna escena.

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Tengo unos padres del todoimprevisibles.

—Gracias —dije, antes de salir dela habitación.

—¿Gracias por qué? —preguntópapá.

—Por no hacerme sentir peor aún.

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E

13

n el mundo hay científicosdispuestos a estudiar cualquier

chorrada. Por ejemplo: cuánto duran lossíntomas de un enamoramiento. Cuántotiempo tardas en volver a ser tú misma,dejar de obsesionarte, pensar connormalidad, ocuparte de tusobligaciones, ser la que eras antes.

Da igual que tú quieras olvidar a unapersona, o que te maldigas por seguirpensando en él a pesar de todo. Lossíntomas no te preguntan qué quiereshacer. Duran lo mismo tanto si los

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quieres tener como si no.Esa grave enfermedad que se llama

«amor» dura tres meses, aseguran loscientíficos. También dicen que se va sindejar rastro. Yo no estoy de acuerdo.Cuando un huracán de fuerza cinco pasapor tu vida, no deja nada donde estaba.

Yo sabía que había cambiado. Ahorano era tan inocente. Se me habíanpasado las ganas de conocer a nadiemás. Lo último que quería en mi vidaera volver a enamorarme. Me habíavuelto un poco más antipática, un pocomás desconfiada. Supongo que habíacomenzado a hacerme mayor. ConSandra las cosas seguían igual. Oincluso un poco peor, porque ahora yo

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me encerraba en mí misma todavía másque antes. Y ella y su novio me dabantodavía más envidia.

Me costó mucho recuperar la nota defilosofía. Un uno y medio es como estaren el último lugar de la parrilla desalida; todo juega en tu contra. Es undesastre y aunque haga promedio con undiez, todavía continúa siendo undesastre. Preparé tres trabajosvoluntarios que me hicieron ganar mediopunto cada uno. Pero hasta que no mepresenté en junio para subir nota —detodo el curso—, no lo conseguí del todo.Al final, saqué un 7,75 y me quedó un 8.No está mal del todo, dadas lascircunstancias.

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La pregunta sobre la responsabilidady la libertad volvió a salir en el examende junio. Responsabilidad: capacidad deresponder de algo o garantizar elcumplimiento de un deber. Libertad: loque disfruta el que no está sujeto aningún poder ajeno o autoridadarbitraria ni está constreñido porninguna obligación, deber o disciplina.La libertad debería acabar en el mismopunto donde la responsabilidadcomienza. Puse ejemplos de El guardiánentre el centeno, la novela de J. D.Salinger. El momento en que su profesorle dice al protagonista que la vida es unjuego que debe jugarse según las reglas.Y concluí que, en el fondo, todo lo que

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hacemos se podría resumir en un tira yafloja entre la libertad y laresponsabilidad.

—Enhorabuena, Xenia. Tedespistaste un poco a mitad de curso,pero ya veo que has hecho un esfuerzoconsiderable y lo has superado —medijo el profesor de filosofía el día quefui a recoger las notas.

«No lo he superado», pensé. «Sigopensando en él cada día. Cada hora».

Era mi secreto. Habían transcurridotres meses, pero los síntomas de laenfermedad del amor no se me pasaban.

¡Y mira que lo deseaba! Lo deseabacon todas mis fuerzas: quitarme de lacabeza a esa mala persona. Como fuera.

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Los científicos no dicen nada de quéhay que hacer para quitarse cosas de lacabeza. Ojalá la memoria se pudieraborrar, dejarla como nueva, configurarlapor completo, como hacemos con losordenadores.

—¡Ah, Xenia! —me llamó el defilosofía cuando ya me iba—. Me hanpedido que pases un momento porsecretaría. Creo que tienen algo para ti—resopló—. Casi me olvido.

Pasé por secretaría antes de irme acasa. Hacía calor. Había decidido ir a laplaya. Le había preguntado a Sandra siquería venir conmigo, pero no estabaconvencida. Si venía, a lo mejortendríamos la oportunidad de hablar un

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rato. Por si acaso me llevaría un libro,aunque de un tiempo a esta parte mecostaba concentrarme. También mellevaría los auriculares, por si preferíaescuchar música.

La encargada de la secretaría mehizo pasar al despacho del director.Todo aquello era desconcertante. ¿Habíaocurrido algo?

El director sonreía. Eso metranquilizó.

—Ha llegado un paquete para ti,Xenia —me dijo.

—¿Cómo?, ¿un paquete aquí?—Sí, ya sé que es un poco raro.

Quizá sea un error. He preferido dárteloaquí, en mano y discretamente, por si lo

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quieres abrir antes de llevártelo. Loenvían desde una prisión de menores.

—¿Una prisión?—Bueno, de Can Salvà, en

Barcelona. ¿Sabes qué es?—No.—Es un reformatorio. Una cárcel

para delincuentes menores de edad.¿Conoces a alguien que viva o quetrabaje allí?

—¿Que viva?—Que esté interno. Cumpliendo

condena.—Por supuesto que no.Me entregó un sobre acolchado. Vi

mi nombre, claramente escrito, el curso(primero de bachillerato) y la dirección

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del colegio.—No lo entiendo —murmuré.—Ábrelo. Si se han equivocado, lo

devolveré y en paz.Abrí el sobre, muy intrigada. Dentro

había un cuaderno de tapas azules. Nadamás. Solo un cuaderno escrito conbolígrafo azul. La letra era redonda,clara. Puede que incluso demasiado.Quiero decir que parecía la letra dealguien que se esfuerza en hacer buenaletra.

Abrí la primera página. Se titulaba«Un comienzo». Empecé a leer. Alprincipio, con curiosidad, y enseguidacon un peso en el corazón. Se mesaltaron las lágrimas.

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—¿Y bien? —preguntó el director.Disimulé todo lo que pude para que

no me lo notara. Volví a meter elcuaderno dentro del sobre y lo apretémuy fuerte contra mí. Pensé que ya iríaotro día a la playa. Mejor me iba a casa,a leer.

A duras penas me salió la vozcuando le dije al director:

—No, no se han equivocado. Espara mí.

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IIHOLDEN

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C

Un comienzo

reo que decir la verdad no se me damuy bien. Falta de práctica. Ya te

dije que soy un caso perdido. Antes deconocerte todo me daba lo mismo. Lascosas no te importan si no las piensas.Yo antes no pensaba.

Antes estaba convencido de que lascosas no cambian nunca. Quizás estabaequivocado. Conocerte me ha hechocambiar. Tu llegada repentina a mivida… Todo es complicado.

Debería empezar de nuevo. Lascartas no se empiezan de este modo,

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¿verdad? Claro que tal vez esto no seauna carta.

Por si acaso, mejor lo vuelvo aintentar. Mejor paso página.

Cuando escribes en una página enblanco, parece que todo tenga queacabar bien.

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H

Segundo intento

ola de nuevo, Xenia. ¿Cómo vatodo? Soy Éric. Mi nombre

auténtico no es gran cosa, lo sé, pero eslo que hay. Éric González Pascual, 18años. Ya debería haber acabado elbachillerato, pero aún estoy en primero.Eso es porque hace un tiempo tuve unatemporadita un poco movida. Líos de losgrandes. Terminé por perder un par decursos. También terminé en la cárcel,pero eso ya es otra historia, una historiaque te quiero contar con calma. Estudiarestá bien, porque te ocupa la cabeza y

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evita que te vuelvas loco. Pensardemasiado te vuelve loco, ¿lo sabías?Por eso hace tiempo que no pienso. Nosoy tan buen estudiante como tú, perovoy tirando. Aquí tenemos buenosprofesores, gente que se preocupa, quehace bien su trabajo.

Estudiar siempre me ha gustado. Nosé por qué. Es como si formara parte demí, algo que ya traía al nacer. No teníani un amigo que fuera buen estudiante;yo era el bicho raro de mi familia, de migrupo de amigos, de mi vecindario. Depequeño ya me gustaba mucho aprendercosas nuevas. En mi barrio hacía faltasaber muchas cosas, pero eran de otrotipo. Cosas que no te enseñan en ningún

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instituto. Por ejemplo: qué vecinosestaban más fichados por la pasma;quién era un chivato y quién no; quécalles pertenecían al clan de los Medinay más valía no pisarlas ni para acortarcamino; cuál era la contraseña del mespara las timbas de póquer del barCarmen, y cosas así. A mí no me gustabanada de todo aquello. No me sentía bien.Era como si no encajara en el mundo delos demás. El único mundo que tenía,por cierto.

Me gustaría decirte cómo soy, perocreo que no tengo ni idea. Soy tirando atranquilo (puede que demasiado), hablopoco (casi nada), pero no porque notenga nada que decir, sino porque

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normalmente no encuentro cómo decirlo.Soy tímido, nada seguro de mí mismo. Siles preguntaras a los psicólogos o a lostrabajadores sociales del centro, tedirían cosas muy diferentes. Me pareceque soy un misterio para los psicólogos.Todo el día se están preguntando quépasa por mi cabeza. Me hacen pruebasde tipo test donde hay que contestarestupideces. A mí ser un misterio no medisgusta. Es divertido. Una vez vi porcasualidad un informe psicológico quehablaba de mí. Pude leer algo, solo unpoco. Donde decía «Diagnóstico»,ponía: «Presenta falta deremordimientos y emociones (comoarrepentimiento o vergüenza), no

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muestra ningún tipo de empatía y tienecomportamiento antisocial. A pesar deello, es inteligente y sabe mostrarseencantador cuando le interesa. Desdepequeño ha manifestado problemas deconducta. Posible psicopatía».

De manera que soy un psicópata. ¿Aque mola? Una persona capaz decomportarse como si no hubiera hechonada malo aunque haya asesinado asangre fría a una chica de 15 años. Unrobot calculador. Por lo menos tambiénsoy inteligente, aunque creo que en estoscasos es peor. No es un buen modo depresentarse, me temo.

Pero estábamos hablando deestudiar. Aquí estudia muy poca gente.

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Algunos fingen que estudian, aunque nisiquiera consiguen el graduado. Yo lescomprendo. Su cabeza no puede asimilareste tipo de información. Aquí la genteestá colgada. Todos estamos un pococolgados en la vida.

Lo que más me gusta de estudiar esel silencio. Creo que hasta que llegué aeste lugar no supe realmente lo que erael silencio. Me gusta permanecer ensilencio. Me gusta la tranquilidad. Poderleer sin que nadie ni nada me moleste.Todo esto tiene una parte buena:mientras esté aquí dentro, no tengo quepreocuparme por nada. Me dan decomer tres veces al día. Puedo estudiar.Incluso me gustaría ir, a la universidad,

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si soy capaz. Si decido ir me lo pagan.Pienso aprovecharme de todo. Aquí lagente no aprovecha nada y cuando saleestá tan colgada como cuando llegó. Yono quiero ser un colgado toda mi vida.

Ya veremos qué puedo hacer y sillego a la universidad o no. A veces soyun poco burro. Un burro psicópata.

Me gustas mucho, Xenia. Me gustaincluso escribir tu nombre.

Xenia, Xenia, Xenia, Xenia, Xenia,Xenia.

Perdón, perdón, perdón. Creo queaún no debía decirte nada de esto. Noquiero tachar nada. No quiero que creasque no soy capaz de escribir una cartacomo Dios manda. Haz como si no lo

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hubieras visto, ¿vale?Vale, continúo.Lo siento mucho, pero no podré

enviarte ninguna fotografía. Aquítenemos prohibido tener fotografías decarné y creo que de las otras nunca mehe hecho ninguna. En alguna parteandarán las del insti, pero de todosmodos allí era demasiado joven. Igualmi primo alguna vez me hizo una fotocon el móvil, pero entonces se perdióseguro, porque mi primo era un desastre.Quién sabe, puede que algún día nosllevemos una sorpresa. Con Ben nuncase sabe.

Pero mira, voy a contarte cómo soypor fuera para que puedas hacerte una

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idea. Soy bastante alto (como un metronoventa o así), tengo el pelo oscuro, sinllegar a negro, liso. Lo llevo corto (aquíno hay otra, y a mí me parece bien). Noestoy bueno ni cachas ni nada de eso,pero tampoco soy horrible. Cuandollegué estaba en los huesos, no pesaba ni60 kilos. Dice mi educadora que parecíaenfermo. Ahora he engordado un poco ytodo el mundo dice que tengo mejorcara. ¡Pero no estoy nada gordo, eh!Estoy normal, tirando a delgado. Notengo granos ni marcas ni cosasasquerosas en la cara ni en ningún otrositio. Tampoco tatuajes. Los tatuajes nome gustan nada. Ben se hizo un montónde tatuajes (en lugares que se ven y en

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otros que no se ven). Sin embargo, yopaso. ¡Ah, sí! Tengo un lunar denacimiento al final de la espalda, perono da asco (creo). Las chicas a veces memiran. Incluso hay una que está colgadade mí (se llama Vanessa), pero a mí ellano me gusta. Me pone nervioso hasta queme mire y me busque. Yo no le hago nicaso, pero ella me busca de todosmodos. Se ha apuntado a algunas clasessolo para coincidir conmigo, pero notiene ni idea de nada y encima es unapesada. No sé por qué está aquí ni meapetece preguntárselo. Si haces unapregunta a una chica, ella te lo cuentatodo, incluso detalles muy íntimos quedan vergüenza. Es mejor no preguntar.

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Igualmente, no me interesa.A mí hasta ahora nunca me había

gustado ninguna chica. Hasta comenzabaa pensar que era gay, como Ben. Si Benme escuchara decir esto, se cabrearíamuchísimo. De hecho, es solo unasospecha, nunca lo he sabido del todo.Son imaginaciones, suposiciones, esascosas que intuyes si miras mucho a unapersona. En realidad, nunca he conocidoa nadie que pueda contarme algo así demi primo. Nunca tuvo novia. Amigos, unmontón. Algunos más íntimos que otros,como Marcelo. Pero todo el mundo tieneamigos más cercanos, ¿verdad? Yo solodigo que si fuera gay, nunca meescondería ni disimularía ni me

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avergonzaría. Si a alguien no le gustara,peor para él.

No sé por qué te estaba contandotodo esto. Soy un desastre. Ni siquierasé escribir cartas. Suponiendo que estosea una carta.

Estoy un poco nervioso, ¿no teparece raro? Lamento mucho —¡mucho!— todo lo que ha ocurrido. No queríamentirte. Y mucho menos decepcionarte,ni hacerte daño. La última cosa quequiero en el mundo es hacerte daño.Tienes que creerme, por favor. Meimportas de verdad. Ya sé que soy unmentiroso y que no vas a creerme soloporque te lo pida, pero por lo menos megustaría que me escucharas. Nunca me

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había importado la verdad, pero ahorame importa. Por primera vez en toda mivida, me parece que hay algo en eluniverso que merece la pena. Eres tú,Xenia.

Xenia, Xenia, Xenia, Xenia, Xenia.

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P

Latas

odría comenzar por el principio yhablarte de mis padres y todo eso.

Pero sería muy deprimente. Y bastanteaburrido. Mis padres no tienen el menorinterés. No son como los del Caulfielddel libro, que son ricos y viven en unsitio chulo y elegante. De hecho, no sé nidónde viven, porque hace mucho que nolos veo. Ni ellos a mí. Mi madre hace yaun montón de años que se fue a Londres.Es prostituta. ¿Verdad que es terribletener que decir esto? A veces, cuandoera pequeño, me tocaba rellenar uno de

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esos papeles del cole donde pone:«Profesión del padre». Y tú escribes:«Camionero». Después pone «profesiónde la madre» y tú no sabes qué escribir.Queda feo poner «prostituta» en lospapeles del colegio. Alguien se lopodría tomar mal. La gente te mira deotra manera cuando se entera de a qué sededica tu madre. Tú también miras elmundo de otra forma, empezando por tupadre. Vaya, que miras a tu padre y teformulas todo tipo de preguntas que a lagente normal ni siquiera se le ocurren.En los papeles del cole siempredibujaba una raya. «Profesión de lamadre: —». Una raya no le sienta mal anadie.

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La gente suele tener recuerdos de sumadre. Las madres hacen la comida,lavan la ropa, van a la compra, a veceshablan con sus hijos y les abrazan y lespreguntan qué tal les van las cosas. Lamía no. Si estaba en casa, estababorracha o dormía la mona. Una vez sedurmió dentro de la ducha y la tuve quellevar yo solo hasta su dormitorio. ¡Note imaginas cómo pesaba! Y eso queestaba muy delgada, esquelética.

Mamá no sabía cocinar (o eso decía)y no lo hacía. En casa solo comíamoslatas. Los domingos, de raviolis o defabada asturiana. Entre semana, de atún,de sardinas, de judías o de salchichas deFrankfurt. Una comida normal en mi

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casa era así: abrías el armario, escogíasla lata que más te gustase, un trozo depan, y te ibas al sofá. Si después deestos manjares aún te quedabas conhambre, abrías otra lata. Si había, claro.A mi madre tampoco le gustaba ir a lacompra. Ni lavar la ropa. Ni ducharsetodos los días. Ni barrer la casa. A mimadre no le gustaba nada, solo bebercoñac y desplumar a tíos que no laconocían de nada. Cuando todavía erajoven, se los ligaba y les sacaba todo eldinero. Sabía un montón. Llegué aescuchar que de joven era muy guapa.Antes de quedarse embarazada de mí,conseguía siempre todo lo que seproponía de los hombres. Incluso llegó a

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ligarse a un pez gordo. Entonces nací yo,y lo eché todo a perder.

«Si tú no hubieras venido al mundo,yo ahora sería una marquesa», solíadecirme.

«Ojalá te hubiera parido en la tazadel váter» era otra de sus frasesfavoritas.

«Qué error no haber abortadocuando todavía estaba a tiempo», unatercera.

Después, se fue. Sin avisar, sindespedirse, sin decir adónde iba.Supimos que estaba en Londres porquenos mandó una postal. ¿Verdad que esgracioso? En la postal ponía mi nombre,nuestra dirección y solo dos palabras:

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«Feliz Navidad». La postal llegó el 20de febrero más o menos. Quizás es queen Londres celebran la Navidad enCarnaval, pensé, antes de tirarla a labasura.

Por lo que sé de ti, eres una personanormal, con una familia como Diosmanda. Te debo de estar asustandocontándote estas cosas. Seguro que no tehabrías imaginado nunca que existía unamierda de vida como la mía, ¿verdad?Lamento mucho ser quien te muestre porprimera vez un mundo diferente, muchopeor. Me tocó nacer en él, igual que tepodría haber tocado a ti.

Todavía no te he hablado de mipadre. A veces me pregunto dónde

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narices debieron de conocerse. Nuncame lo ha querido contar. No es unapersona parlanchina, ni simpática. Eneso creo que he salido a él. De hecho,tampoco me interesa saberlo. Aunque noquiera reconocerlo, mi padre sigueechando de menos a mi madre. Alprincipio se le notaba mucho. Siempremiraba la foto que tiene sobre la mesillade noche, donde ella aparece sonriendo.Incluso le hablaba por las noches,mientras se ponía morado de vino.Luego dejó de hablarle, pero la fotosigue ahí, en la mesilla. Mi padre sellama Luis. Quizá no sea mi padre, perome da lo mismo.

Luis estuvo ahí el día del juicio. Me

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sorprendió mucho que viniera. Fue laúltima vez que le vi. Desde que estoyaquí jamás ha venido a visitarme. Mejor,porque si viniera, no sabría qué decirle,ni él a mí. Creo que se avergüenza de suhijo. No le echo la culpa. Mi padre noes mala persona. En el fondo, creo quela sentencia fue un alivio para él. Haypersonas que serían más felices si nuncahubieran tenido hijos. Mi padre es unade ellas.

Nunca nos hemos dicho ni dos frasesseguidas, que yo recuerde. Las últimaspalabras suyas que guardo en lamemoria son:

—No te juntes con desgraciados. Site juntas con desgraciados, acabarás

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siendo un desgraciado.Lo decía por Ben, claro. Mi padre

no aguantaba a Ben. Ni a la madre deBen, que no es mi tía, pero como si lofuera. De hecho, sus problemas son conla madre de Ben. Ya te lo contaré másadelante con calma. Los líos de familiason difíciles de entender.

Y ya paro de hablar de mis padres.No tendría que haber empezado, ¿te dascuenta? De las cosas deprimentes esmejor no hablar.

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S

Ben

i no llega a ser por Ben, me habríaahogado en aquel asco de casa

donde nací. Ben es la única persona queme ha defendido en toda mi vida.Incluso le plantó cara a mi padre por mí.Yo era un enano de ocho o nueve años.Fue poco después de que mamá selargara. Mi padre estaba siempre fuerade casa, con el camión. Yo me pasabalas horas solo. Las latas se terminaban yno tenía dinero para comprar más. Mipadre no se preocupaba de nada.Cuando llegaba, pedía pizza para los

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dos. No teníamos la costumbre de ir alsupermercado. Ben le dijo que debíacuidar de mi alimentación, que yo era unniño desnutrido y que, si continuaba así,no crecería. También le dijo que teníaque comprarme ropa y hacer que melavara de vez en cuando. Yo por aquelentonces no me duchaba nunca. Nisiquiera se me ocurría que tuviera quehacerlo. Ben le dijo a mi padre que si nose ocupaba de mí le denunciaría a losservicios sociales. Mi primo era comoun héroe para mí. Yo era un tirillas, perole tenía a él para defenderme.

Recuerdo muy bien cómo fue todo.Yo estaba en tercero de primaria y lemangué el bocadillo a una compañera de

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clase. Aproveché que ella iba al baño oalgo así. Fue muy fácil meter la manodentro de aquella mochila de color rosay agarrar el bocadillo, que olía de unmodo delicioso. Yo llevabarelamiéndome y oliéndolo desde que sehabían cerrado las puertas de claseaquella mañana. Me metí el bocadillo enel bolsillo y disimulé. Ella (se llamabaSara, llevaba ropa de marca y unamochila de Campanilla de Peter Pan) nose dio cuenta hasta que sonó el timbredel recreo. Entonces comenzó a buscarsu desayuno, registró una y otra vez sumochila, pero yo me escurrí hacia fueratan deprisa como pude y me fui acomerme mi trofeo a las gradas de los

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mayores, un lugar donde ella no podríaencontrarme.

En mi memoria no habrá jamás unbocadillo más delicioso que aquel. Erade jamón y queso, el pan era muy tiernoy un poco dulce, y estaba empapado enaceite y tomate. Se notaba que era unbocadillo preparado por una madreauténtica. El amor de la preparación lohacía todavía más rico. Cuando ya me loestaba terminando, vi acercarse a Sara.Traía cara de querer matarme. A su ladose acercaba también la directora. A lamuy acusica le había faltado tiempo paradenunciar mi crimen a las autoridades.Yo corrí a meterme el resto delbocadillo en la boca. Me daba lo mismo

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si me castigaban, siempre y cuando nome quitaran aquella maravilla.

La directora estaba enfadada deaquel modo en que se enfadan losadultos cuando de verdad no estánenfadados. Es decir, solo a medias.Frunció el ceño para pedirme:

—Éric, ¿le has quitado el bocadilloa tu amiga Sara?

Sara no era mi amiga. Era unapánfila cursi. La única cosa que megustaba de ella eran sus bocadillos.

Asentí con la cabeza.—¿Y por qué? —preguntó la

directora.Hablar nunca ha sido mi fuerte.

Además, no podía decir nada. Tenía la

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boca tan llena que por poco me ahogo.Pasó un buen rato antes de que lograramasticar y tragar aquella bola debocadillo.

—Parecía muy rico —balbuceé (oalgo parecido).

—No puedes quitarle el desayuno aSara, Éric, ni a nadie. Ahora tu amiga seha quedado sin bocadillo, pobrecita.¿No te da pena?

No me daba ni pizca de pena. Yosabía muy bien qué era no tenerdesayuno. Yo nunca tenía, y no montabaningún drama. De hecho, mi recuerdomás nítido de aquella época es elhambre. Un hambre de lobo.

—Sí —mentí, para que me dejaran

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en paz.—¿Verdad que no volverás a

hacerlo? —preguntó la directora, que yano tenía el ceño fruncido.

Meneé la cabeza a ambos lados.—Venga, pídele perdón a Sara.—Perdón.Sara me miraba como pensando:

«Eres un delincuente y yo no quieronada con delincuentes». De hecho, esoes lo que todo el mundo piensa de mí.Ella solo fue una avanzada.

—Y ahora os dais un abrazo —añadió la directora, que era de ese tipode personas que cree que los abrazos ylos besos lo solucionan todo.

Fui a darle un abrazo a Sara, pero

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ella se apartó.—Ya se le pasará —dijo la

directora, antes de repetir—: ¿Verdadque no lo harás más?

—No —respondí yo, dócil, con latripa llena.

—¡Perfecto! Me fío de ti, Éric. Nome decepciones —añadió la dire.

Y así terminó el asunto, justo antesde que sonara el timbre.

Cuando llegó la hora de irnos a casa,Sara se lo contó todo a su madre, unarubia gorda que parecía un bulldog.Decidieron esperarme en la puerta delcolegio para decirme cuatro cosas.

Nada más verlas plantadas en mediode la puerta y mirando a todos lados

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como si buscaran a alguien, me vimuerto. No podía escapar. No había otrasalida. El corazón me galopaba en elpecho. Por suerte vi venir a Ben con susamigos. Reían a carcajadas. Se lespodía oír incluso desde donde yo estaba.

Ben tenía cuatro años más que yo.Ya iba al instituto, pero todos los díaspasaba por allí con sus colegas, porqueel Ricard Salvat está justo al lado de micole de primaria. A veces me veía y mesaludaba. No era del tipo de personasque sienten vergüenza al saludar a uncrío. Ni siquiera cuando iba con chicas.Siempre que nos encontrábamos, merevolvía el pelo y me decía:

—Hola, enano, ¿cómo va?

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Ben siempre me llamaba «enano». ABen nunca le gustaron demasiado losnombres auténticos de la gente. Él y susamigos siempre llevaban cosas decomer: bolsas de patatas, chuches, maíztostado, cacahuetes, galletas dechocolate… Siempre me preguntaba siquería. Y yo siempre le decía que sí. Éldecía:

—Coge más.Era muy enrollado mi primo.Aquel día le llamé a través de la

reja del patio. Debía de notárseme enapuros, porque se acercó y me preguntó:

—¿Te pasa algo, enano?Pero no pude explicárselo porque la

bulldog ya se nos había echado encima y

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hablaba como si se fuera a acabar elmundo.

—Hola, Éric. Eres Éric, ¿verdad?Sara me ha contado que esta mañana hapasado una cosa muy desagradable. Yasé que le has pedido perdón y que le hasdicho que no lo volverás a hacer, peroquiero asegurarme de que lo tienesclaro. ¿Verdad que no volverás acomerte el bocadillo de mi hija? Ellatiene derecho, creo yo, a comerse subocadillo, el que yo le preparo, ¿nocrees? Quiero decir que tiene derecho aque no se lo robes y te lo comas tú. Si túquieres otro, si ese es el problema, yopuedo hacerte uno pequeño de vez encuando, pero haz el favor de

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comportarte, Éric. ¿Me oyes? ¿Me estásescuchando?

Hablaba y hablaba, cada vez másdeprisa y más alto, y yo me estabaagobiando y no sabía qué decirle, ni sitenía que decirle algo. Ya he dejadoclaro que hablar nunca ha sido mi fuerte.Pero no me hizo falta, porque Ben hablópor mí:

—Te hemos oído muy bien. Mihermano ya le ha pedido perdón a tuhija, ¿no? Entonces, ¿qué más quieres?¿Que le bese el trasero?

La bulldog rubia se calló de pronto,colorada de la vergüenza.

—Solo quería que quedara claro lodel bocadillo —susurró.

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—Puedes meterte el bocadillo pordonde te quepa —añadió Ben—. Vamos,Ric.

Todos nos quedamos con la bocaabierta. Sara parecía asustada. Su madreparecía a punto de incendiarse, tenía laboca y los ojos más abiertos de lonormal, como si quisiera decir algo perono le salieran las palabras. Incluso yoestaba perplejo mientras corría, casivolando, detrás de mi primo, que mellevaba de la mano a toda prisa. No meacababa de creer lo que había pasado.

Oí a la madre de Sara preguntar:—¿Tú sabías que Éric tenía un

hermano?Ben caminó un trecho más y se

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detuvo en mitad de la plaza, allí dondela bulldog ya no podía molestarnos. Seagachó para hablarme. Entonces se diocuenta de que yo estaba llorando.

—Oye, enano, no llores. Los tíos nolloramos. Los tíos buscamos soluciones.

Automáticamente dejé de llorar.—Escucha, que sea la última vez

que le robas el desayuno a uncompañero de clase. ¿Quieres que todoel mundo te tome por ladrón o qué?

—No.—Entonces, ¿por qué lo has hecho?—Tenía hambre —dije.Se quedó un momento pensando.—Pues a partir de ahora, cuando

tengas hambre, me lo dices, ¿de

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acuerdo?—Sí.—¿Tienes hambre?—Sí.—De acuerdo —abrió su mochila,

sacó una bolsa de patatas onduladas consabor a jamón ibérico—. Toma. Mañanate traeré algo mejor.

—Vale.—Y si alguien vuelve a decirte que

te hará un bocadillo pequeño, le dicesque tú no aceptas la limosna de ningúnimbécil.

—Vale.—Y mucho menos aguantas sus

broncas.—Vale.

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Me miró, suspiró, me revolvió elpelo.

—¿Estás bien?—Sí.—Entonces vete a casa. Nos vemos

mañana.Aquel día mi primo Ben se convirtió

en la persona más importante de mivida. Y aquello solo fue el principio.Con el tiempo, hizo por mí cosasincreíbles. Me compraba deportivas yropa. Me invitaba a comer pizzas ohamburguesas o helados. Me dabadinero para que pudiera ir alsupermercado. De vez en cuando hastame llevaba al cine o a su casa, con suscolegas. Siempre me preguntaba cómo

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me iba en el colegio.También se enfrentó de nuevo con mi

padre. Dos veces. Mi padre no le hacíani caso y a Ben parecía que se leolvidaban las promesas que me habíahecho. Hasta que un día lo hizo.Denunció a mi padre a los serviciossociales. A mi padre le quitaron micustodia (creo que tampoco la queríapara nada, que ni siquiera la quisocuando se separó de mamá). Yo tenía 12años. Fui a vivir a un centro de acogidapara menores. Allí todo el mundo teníaproblemas, como yo. Allí comía, melavaba y había gente que se preocupabapor mí. Era un buen lugar. Después Benconsiguió que pudiera pasar con él los

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fines de semana. No todos, porquealgunos él tenía que trabajar. Sinembargo le veía todos los días, hacía losdeberes en su casa, veía la tele, comíade todo y volvía al centro solo paradormir. Era estupendo.

Habría hecho cualquier cosa porBen, lo que me hubiera pedido. Se lodebía todo. Sin él no habría llegado amayor.

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E

El móvil

scribir de un tirón es muy difícil.Me refiero a encontrar algo que

decir todo el rato. No es que no tengacosas que contar. Más bien todo locontrario: tengo tantas que no sé ni pordónde empezar, y comienzo aagobiarme, que es peor.

Ah, sí.Creo que ahora ya debes de haber

entendido por qué no tengo móvil, ¿no?Aquí están completamente prohibidoslos teléfonos móviles. Ni siquiera lasvisitas pueden llevarlos. Cuando vienes

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a visitar a alguien que vive aquí, unapolicía que está en la puerta detrás de uncristal te pide que dejes tus pertenenciasen una taquilla. Después, te entrega unallave. Lo hacen para que no puedasintroducir objetos peligrosos en laprisión: cuchillos, tijeras, espráis, drogay no sé cuántas cosas más. Y claro,tampoco móviles.

Pienso: ¿cuántos años hace que noveo un móvil? Tantos como llevo aquídentro. Cuatro años, tres meses, 23 días.¿Verdad que es fuerte? Cuesta creerlo.

Una vez tuve uno. Un móvil. Solo meduró seis meses. Era un modelo guay,aunque no era nuevo. Me lo regaló Ben.

—Para cuando necesite localizarte

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rápido, enano —me dijo.—Vale —y me guardé el teléfono.—¿No me das las gracias? ¿No te

gusta o qué?—Sí que me gusta. Pero no es nuevo.—Claro que no es nuevo. Hasta

ahora lo usaba yo. Yo nunca tiro nada,¿sabes? Las cosas hay queaprovecharlas hasta que revientan.Borra las fotos si te molestan. El restoya lo he borrado yo.

Tenía razón. No había mensajes ninada. Solo un montón de fotos. Lamayoría eran de sus colegas. Sobre todode uno.

Con el paso de los años, Ben ya nome revolvía el pelo, pero me veía como

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antes, como siempre. Como a un crío.Entonces me daba un poco de rabia,porque yo ya había cumplido 13 años yno era ningún niño. Me sentía de todomenos un niño.

Él me decía que el día que fuera susocio seríamos los amos del barrio. Losdos juntos. Me decía que me tenía quepreparar.

Ser su socio sonaba muy bien.Habría hecho cualquier cosa por Ben.

—Te tienes que poner en forma,enano. ¿Tú te has mirado? Quiero que teapuntes a un gimnasio.

—¿A un gimnasio?—Aprenderás taekwondo. Ya he

hablado con tu profesor. Solo imparte

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clases a niños, pero contigo hará unaexcepción. Clases particulares.Empiezas mañana.

Con Ben las cosas eran así. Éldecidía, tú aceptabas. Negarse no estabaen su lista.

A mí no me gustaba el taekwondo.No me gustaba pegar a nadie; no soynada valiente para estas cosas. Sinembargo el profesor me cayó bien. Erasimpático, tenía paciencia y sabía unmontón. Además, era como si ya leconociese de antes, porque era el chicode las fotos de mi móvil nuevo. Lasborré. Era un poco raro llevar tantasfotos de mi profesor de taekwondo en elmóvil.

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En el gimnasio no hice demasiadosprogresos. Creo que para ser un buentaekwondista hace falta tener más malaleche. O estar más cachas que yo. ¿Hasvisto alguna vez a una escoba haciendotaekwondo? Pues, más o menos, ya mepuedes imaginar. Ya te he dicho que soyun caso perdido.

Unas semanas más tarde supe queMarcelo López era el hermanastro deBen, uno de los hijos de esa tía Carmenque no era mi tía. Eran amigos, se hacíanfavores. Jamás pregunté cómo le pagabalas clases, ni si se las pagaba.

Marcelo era un tío muy deportista.Estaba en forma. No era nada feo. Era elentrenador personal de Ben, y su mejor

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amigo (creo) o puede que el único.Marcelo tenía mucho éxito con laschicas, pero creo que no tenía novia.Que yo supiera. De una manera u otra,Marcelo era todo lo que yo no era.Además, Ben le admiraba. Por eso teenvié su foto y me hice pasar por él.Quería impresionarte. Además, no teníaa mano ninguna otra. Marcelo era buentío. Su único defecto era ser un creído.Pero eso todavía no es delito en ningúnpaís del mundo.

Un día le dije a Ben que no queríavolver más al gimnasio, porque lo queyo quería hacer era estudiar.

—¿Estudiar? —preguntó muyextrañado.

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—Me gustaría ir a la universidad.—¿A la universidad? ¿Y a ti qué se

te ha perdido en ese sitio de pijos?—Creo que sirvo para estudiar.Por entonces ya comenzaba a

interesarme por la lectura, aunque notenía ni idea de cómo conseguir libros.En los estudios me iba bien, comosiempre, y casi sin esfuerzo.

—Podría ser abogado. Un socioabogado no está mal, ¿no? —añadí.

Ben se quedó pensativo. Estaba tanatónito como si le hubiera dicho quequería ir volando a la Luna.

—No sé, enano. Ya me lo pensaré.Fue una buena estrategia para no ir

más al gimnasio. A Marcelo casi no le

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he visto más. Fue mi profe detaekwondo solo durante 11 semanas. Heolvidado casi todo lo que me enseñó.

El móvil todavía es mío, pero nopuedo utilizarlo. Está confiscado,archivado, clasificado, yo qué sé. Me lodevolverán el día que salga de aquí. Asípodré donarlo a algún museo decachivaches de la era de losdinosaurios.

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A

Por favor, no dejes deleer

veces me quedo en blanco. Comoahora mismo. Cuando me quedo en

blanco, me pongo a pensar. Pensar aveces duele.

Pienso: ¿y si Xenia abre la libreta,lee la primera línea, ve que soy yo quienla escribe y la tira a la papelera sin máscontemplaciones?

Entonces llevo un montón de páginashaciendo el imbécil.

También pienso: ¿y si Xenia lee todolo que he escrito hasta ahora y continúa

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y al terminar decide contestar a mi carta(si es que esto es una carta) y decirmeque me perdona, que seremos amigos oalgo por el estilo?

Entonces me animo y sigoescribiendo.

Nunca he tenido una amiga. Unamigo tampoco.

Por favor, Xenia, no dejes de leer.

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H

El guardián entre elcenteno

e leído El guardián entre elcenteno unas 12 veces. La primera

fue cuando aún era una persona normal.Quiero decir, cuando vivía en el barrio yllevaba una vida corriente que al mismotiempo era un desastre. Lo saqué de labiblioteca. Fue el primer libro quesaqué en préstamo después de hacermeel carné. Estaba muy orgulloso de micarné de la biblioteca, me hacía sentiruna persona importante.

La biblioteca no estaba en mi barrio.

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Normal. Quienes la construyerondebieron de pensar que en mi barrio notendría mucho éxito. Por suerte estácerca. De pequeño la veía cuandoacompañaba a Ben a sus negocios en laplaza. Entonces aún no me llamaba laatención. La primera vez que entré tenía13 años. Quería saber qué había pordentro, cómo era. Lo que más me gustófue el silencio. El silencio tiene algo demágico, de sobrenatural. Curioseé unpoco. Descubrí un anaquel lleno delibros recomendados. Fue allí donde leípor primera vez el nombre de J. D.Salinger. Me llamó la atenciónenseguida. Igual fue aquel título tancomplicado, que no acabé de entender.

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No tenía ni idea de quién era el autor.No sabía nada de ningún autor. Nada denada.

Fue la bibliotecaria quien me hablóde él. Debió de verme una cara dedespistado impresionante.

—¿Lo has leído? —me preguntó.Negué con la cabeza.—Igual te gustaría —dijo—. Es una

novela muy famosa, la han leído milesde personas en todo el mundo.

Reconozco que aquello meimpresionó.

—Cógela, si quieres. Lee solo elprincipio. Si te gusta, lo sabrásenseguida. Un libro tiene que atrapartedesde las primeras líneas, ¿lo sabías?

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De nuevo meneé la cabeza.Abrí la novela por el primer

capítulo. Era la primera vez que hacíaalgo así, pero no me pareció tan raro.Todo lo contrario. Sentía que aquellaquietud, aquel silencio, aquel olor apapel que reinaban allí era en realidadmi auténtico hábitat. Yo no había nacidopara practicar taekwondo con los durosdel barrio. Yo había nacido para estarentre libros, en silencio. Eso pensé,mientras abría la novela de Salinger porprimera vez. Llámame rarito, y puedeque tengas razón.

«Si de verdad queréis que os locuente, lo primero que querréis saber esdónde nací, cómo fue mi asquerosa

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infancia, qué hacían mis padres antes detenerme a mí y toda esa porquería», leí,allí mismo.

—¿Te lo quieres llevar? —mepreguntó la bibliotecaria.

—No tengo dinero —repuse, conuna sonrisa idiota en los labios.

Ella también sonrió. Pero no era unasonrisa de burla. Más bien eracomprensiva. Me recordó a la sonrisade una madre.

—No necesitas dinero. Necesitas elcarné de la biblioteca. Supongo que nolo tienes, ¿verdad?

Otra negación con la cabeza.—Te lo puedes hacer al momento.

No cuesta nada. Y una vez tengas el

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carné, ya puedes llevarte todos loslibros que quieras.

—¿Todos? —debía de tener una carade sorpresa indescriptible.

—Bueno, hasta un máximo de diezde una sola vez, pero sí. Cuando losdevuelvas, puedes llevarte otros diez, siquieres. Si yo estuviera en tu lugar,comenzaría por este.

Ni me lo pensé. Me gustaba la ideade tener un carné, aunque fuera el de labiblioteca. Sería el primero. Le di todosmis datos. La dirección de casa de Ben.El carné era blanco y brillaba, porqueestaba plastificado.

—Toma —la bibliotecaria meentregó la novela de Salinger—.

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Recuerda que debes devolverlo dentrode tres semanas. Mira, aquí pone lafecha límite, para que no se te olvide. Sino lo devuelves a tiempo, tendrás unpunto de penalización. Y si acumulas 30puntos, el carné dejará de funcionar unmes. ¿Lo has entendido? —señaló elmarcapáginas que me había entregadocon el libro.

Allí estaban las fechas escritas conclaridad: la del día en que me llevaba ellibro (con hora y todo) y la del día enque debía devolverlo. También había uneslogan que rezaba: «Comparte tulectura con otros jóvenes como tú en elfórum lector de nuestra página web».

Me lo leí en solo dos días: 226

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páginas, y sin saltarme ni una. No teníani idea de que podía hacer una cosa así.

Cuando estaba en casa de Benescondía los libros debajo del colchón,para que él no los encontrara.

A Ben no le hacía gracia verme leer.Me regañaba:

—Se te van a atrofiar las piernas,ahí sentado. ¿Por qué no vas un rato algimnasio? —preguntaba.

—Ahora voy —decía yo, para queme dejara en paz.

Seguro que ya lo sabes: a la genteque nos gusta leer, el mundo real nos dalo mismo. La única cosa que queremoses que nos dejen leer.

El guardián entre el centeno me

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gustó mucho más de lo que nunca habríaimaginado. Aquel tipo, Holden, estabacasi tan colgado como yo. Tan lococomo yo. O puede que incluso más. Sehacía preguntas raras, como yo. Legustaba leer, como a mí. La gente lemolestaba, exactamente como me pasa amí, o directamente la gente no le gustabanada.

También había muchas diferencias.Él sabía ser encantador cuando quería,yo no. Yo soy un tímido sin remedio.Incluso me cuesta dejar de mirar alsuelo. Él sacaba unas notas horribles; yosoy un buen estudiante. Él cometíalocuras divertidas; yo no he hecho nuncaninguna. Él no se habría dejado

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embaucar. Creo que cuando terminé deleer el libro admiraba al tal Holden. ¿Túno? No, qué tontería, sé perfectamenteque tú no. Tú eres distinta. A ti Holdente cae fatal. Tal vez yo también te caigomal.

Cuando lo devolví, le preguntédirectamente a la bibliotecaria si teníaotro libro como aquel.

—Ah —sonrió, muy contenta—,¿eso significa que te ha gustado?

Asentí con la cabeza. Las palabrasno son mi fuerte.

—Y ahora querrías otro… —dijo.Respondí con otro sí mudo.—¿Y no te gustaría probar con algo

diferente? Solo para saber si también te

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gusta.Me encogí de hombros.—Ya veo que tenemos aquí a un

lector de verdad —dijo ella—. Déjamever qué puedo recomendarte.

Consultó el ordenador. Un momentodespués había un libro sobre elmostrador y yo lo miraba concuriosidad. El fantasma de Canterville,de Oscar Wilde. No me sonaba de nada,claro. Lo comencé a leer en la mismaplaza de la biblioteca, mirando haciatodos lados por si mi primo aparecía yme veía. Era divertido. Trataba de unfantasma que vive en un castillo escocésy que está traumatizado porque no damiedo a nadie, a pesar de que lo intenta

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con mucho afán. Es un fantasmadesgraciado que no está donde debe. Eneso, nos parecíamos. En más de unaocasión sus ocurrencias me hacían reír.No mucho, porque me daba vergüenzaque la gente me viera allí sentadoriéndome solo y pensara que me habíavuelto loco.

Para volver al barrio me escondí ellibro en los calzoncillos. En el lugardonde nací nadie habría entendido quefuera por la calle con un libro. Solopensaba en llegar a casa de mi primo yseguir leyendo un rato. Aquellasvacaciones leí mucho y fui poquísimo algimnasio.

Una vez Ben encontró mi carné de la

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biblioteca.—¿Qué es esto? —me preguntó,

agarrando el rectángulo plastificado condos dedos, como si estuviera pringoso.

—Mi carné de la biblioteca —repuse.

—¿Y para qué lo quieres?—Para sacar libros.—¿Sacar?—Te los prestan para que los leas.

Después los tienes que devolver.—Ah —lo soltó, sin mostrar el

menor interés—. Te vas a volvergilipollas de tanto leer —murmuró.

Pero me dejó en paz. Ben merespetaba, a su manera. Aunque a vecesno me entendiera. O tal vez me quería.

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Quién sabe.

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C

El barrio

uando yo era pequeño, Ben tenía uncuerpo de gimnasio que

impresionaba. De vez en cuando selevantaba la camiseta, me enseñaba losabdominales y me decía:

—Toca, toca.A mí me parecía que tenía un

estómago de hierro. Era increíble.A veces me venía a buscar y me

llevaba con él al parque de labiblioteca. Yo jugaba en los columpios yél se sentaba en un banco con suscolegas. Le venían a ver algunas

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personas que preguntaban por él. Iban aun rincón, Ben sacaba algo pequeño desu bolsillo, miraba a todas partes yhacían un intercambio. Ben se guardabael dinero en el bolsillo trasero de lospantalones. Siempre llevaba un fajo debilletes ahí detrás. Casi todos decincuenta. Yo no sabía qué hacía, perome daba cuenta que era algún tipo denegocio. No era asunto mío, y enrealidad me daba igual. Cuando eres unenano, lo que hacen los mayores no escosa tuya. Les dejas hacer y punto.

Siempre que le daban dinero, Ben seacercaba y me preguntaba:

—¿Quieres merendar, enano?¿Tienes hambre?

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Yo siempre tenía hambre. Así quesiempre le decía que sí.

Ben me daba dinero para que fueraal bar y me comiera un bocadillo. Aveces pedía una ración de calamares, ode croquetas. Ben lo pagaba todo. En labarra del bar había un bote de kétchup.Me dejaban echar todo el que quisiera.Yo pensaba que lo hacían porque eraprimo de Ben. Ben hacía todo lo que leapetecía y nadie le decía nada.

A veces algún cliente de Ben seenfadaba. Salía a escena una navaja.Entonces Kevin, que era como unguardaespaldas, se me acercaba y medecía:

—Vamos, Ric, te llevo a casa.

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No se podía discutir, porque eranórdenes de Ben. Y si él decía que metenía que ir a casa, me iba y punto.

Ben tomaba leche desnatada, pero amí me la compraba entera, porque decíaque tenía que crecer. A mí no me gustabamucho la leche, pero me la bebía paraque estuviese contento. Me encantabaagradar a Ben. Además, él decía que, siquería crecer y ser tan alto como él,tenía que beber mucha leche. Y debía deser verdad, porque crecí tanto que lesuperé en estatura. Solo un par decentímetros.

Entonces quería dejar de ser unenano para llegar a ser como él.Siempre quise ser como Ben.

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Mejor te cuento lo de los nombres,que me estoy haciendo un lío. Ben mellamaba Ric porque, según él, sonabamejor que Éric. Con su nombre hizo lomismo. Lo partió por la mitad y sequedó con la parte que más le gustaba.En realidad, en su carné de identidadponía Rubén, pero se enfadaba mucho sialguien le llamaba así.

—Ben y Ric suenan como a serieamÉricana y molan más —le gustabaexplicar.

Estaba muy puesto en seriesamÉricanas. Las conocía todas.

No había demasiadas cosas quehacer en aquel lugar donde nos tocónacer. Los hombres allí son camioneros,

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o estibadores, o albañiles, hasta que undía les despiden de mala manera deltrabajo y se hacen atracadores debancos, ladrones de panaderías ocamellos. También hay quienes se hacenborrachos o drogadictos. Quienes seencargan de hacer las leyes siempre seolvidan de que todos, hayamos nacidodonde hayamos nacido, tenemos lasmismas necesidades. El problema es queen mi barrio la gente no sabe hacerdemasiadas cosas. Como ya te he dicho,no es un barrio de intelectuales. Si unalbañil se queda sin trabajo y si noencuentra otra cosa, solo sabe huir de larealidad hasta que la misma realidad leatrapa.

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Ah, solo una cosa más, por sipiensas que algún día podría llevarte aconocer todo lo que te he contado.

Ben se compró una casa en una zonaque se llama Las Palmeras y que nollega ni a barrio. Son solo dos hileras decasas pequeñas junto al descampado delos aviones, en los límites del barrio.Me fui a vivir con él a ese lugar. Era unsitio bonito, pero costaba mucho dormirporque estaba justo al lado de las pistasde aterrizaje del aeropuerto de El Prat yel ruido de los aviones era demasiadofuerte.

Una noche, mientras estaba tumbadoen la cama con los ojos como un búho,me prometí a mí mismo que algún día

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dejaría atrás toda aquella mierda. Meprometí que me iría de allí y no volveríanunca más.

Te lo digo para que lo sepas.

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B

La familia

en les decía a todos que yo era suhermano pequeño. No sé por qué lo

hacía, pero me gustaba mucho. Dehecho, ni siquiera somos primosauténticos. He quedado en explicártelo.Ya ves que esta carta me está saliendoun poco caótica. Suponiendo que estosea una carta, claro. Y suponiendotambién que aún no te hayas cansado deleer.

Lo de la familia a veces escomplicado. Mi padre tiene un hermanomayor, que se llama Anselmo. El tío

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Anselmo se casó con María, una mujerque ya tenía un hijo, Ben. ComoAnselmo no tenía hijos, adoptó a Ben yle dio sus apellidos. Del padre auténticode Ben nunca supimos nada. Su madre sequedó embarazada a los 16 y nuncaquiso hablar del tema. Es uno de esosmisterios por resolver, como la recetade la Coca-Cola o quién fue Jack eldestripador. La madre de Ben muriócuando él tenía solo diez años. Así queno hay nada que hacer. Yo era tanpequeño que ni siquiera me acuerdo deella, de mi tía María, aunque la he vistoen fotos. Se ve que ella y mi madre eranamigas y que mi madre se largó pocodespués de que la tía la palmara. Dicen

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que no pudo soportar quedarse sola enaquel barrio de locos. No podía vivirsin ella. No son más que rumores; asaber qué hay de cierto en todas esashabladurías.

Más tarde, el tío Anselmo se volvióa casar, esta vez con la tía Carmen, quetenía tres hijos (dos chicas y un chico).Los hijos de Carmen se instalaron encasa de Ben. Era un piso pequeño, comotodos los del barrio, y tuvieron quecompartir el escaso espacio. Ben trabóamistad con el hermano mayor, que conel tiempo llegaría a ser su colega y sumejor amigo. Puede que algo más (otromisterio). Se llamaba Marcelo, tenía sumisma edad y era un buen chaval. Con

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las chicas, en cambio, no hubo forma.Nunca se cayeron bien. Se hacían lavida imposible, y Carmen siempre lasdefendía a ellas, a sus hijitas. Era unabatalla perdida, que no valía la pena.Era demasiada gente para tan pocoespacio, por eso Ben decidió marcharse.Lo deseaba desde la llegada de sumadrastra. Lo consiguió con 17 años. Sefue a vivir con un colega, un tal Kevin.

Es decir, resumiendo: mi tío no es elpadre de mi primo; mi tía tampoco es sumadre; él y yo no somos primosauténticos aunque llevemos el mismoapellido. Ya te he dicho que todo esto dela familia es complicado.

Y aún no te he contado lo mejor.

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¿Por qué mi padre y su hermano haceaños que no se hablan? ¿Por qué Ben nopuede ni ver a nadie de la familia?

Poco después de su llegada albarrio, a la madre adoptiva de Ben letocó la lotería. Dos millones de pesetasdel año 1998, es decir, ¡toda unafortuna! Se lo gastó todo en arreglar unpoquito el piso y abrir un bar en laAvenida Once de Septiembre. Fue elprimer bar de la zona y durante muchotiempo, el único. Le puso Bar Carmen.Porque ese era su nombre y porque,decía, a aquel lugar le convenía muchola protección de la Virgen del Carmen,de la que era muy devota. Y debió detenerla, porque desde el primer día el

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local estuvo lleno a reventar. Resolviósu vida y la de sus hijos.

Mi padre nunca pudo perdonarle queno le dieran ni un céntimo de susganancias a la lotería. Y aún menos, quelas pocas veces que puso los pies en elbar Carmen, mi tía le cobrara lasconsumiciones. Aquello fue demasiadopara él. Esperaba tener allí barra libre,era el bar de su hermano, pero tropezócon la generala de su nueva cuñada.Agarró un cabreo monumental, de losque no se pasan con los años. Nuncamás volvió por allí. Ni perdonó aCarmen ni a Anselmo.

Nuestro barrio era un lugar dejadode la mano de Dios, donde no era raro

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ver a niños descalzos por la calle ydonde todo el mundo llevaba encima unanavaja por lo menos, en el cinto o en elbolsillo trasero de los pantalones. Habíagente que utilizaba la bañera paraplantar patatas y las cabras corrían poralgunas calles como si fueran perros.Todo el mundo empinaba el codo paratragarse sus miserias, y solían hacerlocon el vino que les servía Carmen. Amedia mañana el bar estaba siemprelleno a rebosar de gente que se habíaquedado sin trabajo o no lo había tenidonunca. Más de uno tramaba allí susfechorías. También había quien nuncahabía trabajado, no en algo conocido,pero ganaba dinero a espuertas, como

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Ben. Ben siempre estaba en el bar. Aveces, detrás de la barra. Otras,haciendo negocios en voz baja sentado aalguna mesa. Por las noches, Ben bajabala persiana y los compañeros de lastimbas de póquer entraban por la puertade atrás. Bebían whisky y fumaban sinparar. Apostaban fuerte. Había coches ycasas y fortunas que cambiaban demanos. Por el barrio corría la leyendade que una vez incluso se apostaron unamujer. A veces lo perdían todo. Haygente que tiene muy mal perder. Laspeleas eran habituales. A mí todoaquello me daba mucho miedo, altiempo que me fascinaba. Por eso lepedía a mi primo una y otra vez que me

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enseñara a jugar al póquer. Pero élnunca quiso enseñarme. Solo decía:

—Tú no sirves para el póquer,enano. Te dejarían tieso a la primerajugada. Tú eres bueno para los libros,tenías razón. Estudia, que quiero tenerun primo abogado. Cuando seasabogado, seremos socios e iremos amedias en todo.

Y yo me lo creía. Algún díaseríamos socios.

A Ben siempre le creía. Dijera loque dijera.

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H

Una cosa

e olvidado decirte una cosa.¿Alguna vez has pensado

cuántas personas han sido realmenteimportantes en tu vida? Quiero decirpersonas que de verdad te hayan hechocambiar. Normalmente son muy pocas.

Las mías son estas:Ben. Sin él tal vez me habría muerto

de hambre. O de asco y suciedad. O detristeza. Sin él no sería la persona quesoy.

Salinger. Sin él jamás habríadescubierto un montón de cosas de mí

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mismo y del mundo. De mí mismo: queno soy tan extraño. Del mundo: loslibros son una escapatoria.

Tú. Sin ti nunca habría descubiertotodo esto que me corre por dentro.Desde que sé que existes, el mundo esdiferente y mejor. Tú haces que el futuromerezca la pena.

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¿T

Excrementos

e puedes creer que la gente no lellama prisión a este sitio? Esgracioso. Lo llaman «Centro de

reforma para menores». Búscalo enInternet. Tiene un nombre bonito, comosi fuera una casa de convivencias. Oíque hace muchos años era un palacetedonde vivía una familia forrada dedinero o algo así, y que se arruinaron ytuvieron que venderlo todo de malamanera. Los ricos no me gustan, sondemasiado egoístas. Cuando tienesmucho dinero, se te atrofian algunas

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partes del cerebro, lo tengo clarísimo.Me encanta que los muy ricos searruinen. Así sabrán cómo es el mundoen realidad.

No hagas caso de lo que digan. Pormuchas palabras bonitas que utilicen,esto es y será siempre una cárcel. Sesabe porque las ventanas no se puedenabrir, los cristales son muy gruesos yestán pegados a los marcos de lasventanas. Las puertas son de acero y nose abren cuando tú quieres, sino cuandoquieren ellos, los que vigilan a todashoras. Tienen doble cerradura y uncerrojo por fuera. Por las noches nosencierran en nuestras habitaciones. Elpatio está rodeado de vallas muy altas

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rematadas con pinchos. En cada puertahay dos guardias de seguridad, vigilandodía y noche. No hay ni un solo pasillo niun solo rincón que no esté controladopor una cámara. Aquí te graban desdeque te levantas hasta que te acuestas. Ysi te portas mal, los de seguridad lo veny corren a avisar. ¿A que no irías devacaciones a un sitio así? Yo tampoco.

Lo más divertido es que los módulosdonde vivimos tienen nombre devientos: Garbí, Mestral, Llevant yXaloc (este último es el de las chicas).Es gracioso, ¿verdad? ¿Hay algo máslibre que el viento? Seguro que piensanque así es más bonito. Las paredestambién están pintadas en colores

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alegres: verde, azul y amarillo. Coloresque dan buen rollo, como los que eligela gente para decorar la habitación de unbebé. Qué bueno, ¿eh? Todo lo hacenpara que nos sintamos mejor, para queolvidemos que estamos donde estamos,para que pensemos que todo va bien.

La verdad es que a los que mandanles molesta que existamos. No puedensoportar que haya personas comonosotros. Somos la evidencia de sufracaso. Existimos porque ellos no hanhecho bien su trabajo. Somos los erroresque tratan de esconder a toda costa.

Somos los excrementos de lasociedad. Y cuanto más engordan los dearriba, más numerosos somos nosotros.

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E

Lo que todos quierensaber

sto es lo que dicen las estadísticas:el año que llegué aquí hubo más de

18 000 delitos cometidos por menoresde edad. Los más frecuentes fueron losrobos: 9782. Después vienen laslesiones: 2416. «Lesiones» es cuando tepeleas con un tipo, le arreas un puntapiéy le haces daño de verdad. Luego, lasviolaciones: 267. Bueno, la ley lasllama «delitos contra la libertad y laidentidad sexual». Y así llegamos a lomás alto de la lista. Aquí tenemos los

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asesinatos. «Homicidio y sus formas»,dice la ley. Total: 44 condenas. De los44, solo tres tenían 14 años. Tres sonmuy pocos.

Ya sé que doy muchas vueltas y noexplico nada interesante. Nunca habíaescrito una carta (suponiendo que esto losea) tan larga y tan farragosa. Solobusco el modo de decirte algo quequiero que sepas. Tienes derecho asaberlo.

Ya sé que hace un buen rato quedebería habértelo dicho, pero me dabamiedo. Todo el mundo quiere saber quéhice, por qué estoy aquí. Los profesores,los médicos, los psicólogos, el director,todo el mundo. A mí no me importa que

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pregunten. Yo no tengo nada queesconder. Antes o después lo sabrán.Está en mi expediente, salió en losperiódicos y hasta en la televisión. Noes ningún secreto.

Los de arriba se olvidan de nosotrosdespués de exhibirnos.

Cuando alguien me pregunta, se lodigo sin que me tiemble la voz:

—Asesinato en primer grado. Soy unasesino. Lo dijo el juez.

A veces me pregunto qué hicieronlos otros dos.

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C

Rejas

onservo perfectamente en mimemoria el día en que todo cambió.

Es raro, porque de los días anterioresme acuerdo de pocas cosas.

Estábamos en el piso de Kevinporque Ben no quería que fuéramos a sucasa. La policía nos detuvo a los tres,justo cuando íbamos a cenar. Kevinhabía pedido una pizza familiar con porlo menos diez ingredientes de más. Seve que esa llamada fue importante parala policía; les sirvió para localizarnos, oalgo así. Kevin era uno de los mejores

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colegas de Ben. Uno de los fijos en lastimbas de póquer. Nos estábamosmuriendo de la risa porque la pizzaestaba llena de cosas raras todas juntas:piña, aceitunas, pepperoni, alcaparras,gambas y no sé cuántas guarradas másque no pegaban nada. Ben le decía aKevin que era un inútil y un cerdo, quetodas esas cosas no se podían mezclaren una misma pizza. Kevin se encogía dehombros y decía:

—¿Y por qué no? ¡Todo es comida,tío!

Ben estaba enfadado de verdad.Kevin pasaba de todo y repetía:

—Huele bien, ¿eh?, huele muy bien,¿eh?

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Kevin es un tragaldabas que secomería a su madre puesta sobre unamasa de pizza. Debe de pesar unas dieztoneladas más o menos, y me quedocorto. Es redondo como una bola, todograsa. Da un poco de asco y todo.

—Pruébala tú, enano. Y me dices aqué sabe —dijo mi primo.

Tomé un trozo de pizza y le di elprimer mordisco. La verdad es queestaba buena. Estas porquerías siempreestán buenas, les ponen unos polvos ounos sucedáneos de sabor o no sé qué, ysiempre tienen el mismo sabordelicioso. Todo está pensado para quecomas hasta ponerte enfermo, y no se teocurra preguntarte ni por un momento

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qué diablos te estás comiendo. Y locierto es que lo consiguen.

Justo cuando Ben acababa dedecidirse a comer un trozo, llamaron ala puerta muy fuerte, dos veces.

No fue como en las películas. Nadiedijo eso de «¡Policía, abran la puerta!»,ni nada por el estilo. Nos miramos.

Ben saltó:—¡Mierda!Kevin dijo:—El coche está fuera.Ben señaló a las ventanas. El piso

era un bajo pero tenía rejas por todaspartes.

—¿Y por dónde salimos, imbécil?¿Atravesamos las paredes? —preguntó

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mi primo.Cuando pones rejas en las ventanas

de tu casa, lo haces porque piensas en lagente que querrá entrar, nunca en quienquerrá salir. Tú, por ejemplo.

Volvieron a llamar a la puerta. Másfuerte esta vez. Ben me mirabafijamente. Me pareció que por primeravez en la vida estaba cagado. No lohabía visto nunca así. Me susurró:

—Enano, tienes claro lo que…No le dejé terminar:—Sí. Tranquilo.Lo tenía muy claro. Ya lo habíamos

hablado. Lo único que tenía que hacerera no ponerme nervioso, acordarme detodo lo que me había dicho y hacer las

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cosas tal y como esperaba de mí. Nopodía defraudarle.

Volvieron a llamar a la puerta. Nohabía otro remedio: teníamos que abrir.Lo hizo la bola de grasa de Kevin.

—Hola —saludó, como si acabarade llegar otro repartidor de pizza.

Un policía alto y delgado le preguntósi estaba solo. Kevin nos señaló con labarbilla, sin decir nada. Entraron trespolicías más. Nos pidieron, sindemasiada educación, que nospusiéramos contra la pared con laspiernas separadas. Uno de ellos noscacheó. Encontró una navaja en uno delos bolsillos de Kevin. El colega dijoque era para cortar la pizza. También

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encontró un fajo de billetes de cincuentaen los bolsillos de Ben. Le preguntaronde dónde había salido tanto dinero. Dijoque eran sus ahorros. A mí no meencontraron nada. Mientras tanto, losotros policías miraban nuestra cenacomo si estuvieran muertos de hambre.

Entonces nos preguntaron si eranuestro el coche que estaba aparcadofuera. Ben dijo que era suyo. Lepidieron las llaves. Ben se las dio. Nospreguntaron cuántos años teníamos.

—20 —dijo Kevin.—19 —contestó Ben.—14 —añadí yo.Nos dijeron que teníamos que

acompañarles a comisaría y que nos

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íbamos enseguida. Ben preguntó si podíair al baño. Le dijeron que ya iría encomisaría. Nos esposaron a los tres. Ami primo y a su colega, con las manospor detrás de la espalda. A mí me lasdejaron por delante.

Nos hicieron subir a dos cochesdistintos. La bola de grasa y Ben, enuno. Yo, en el otro. Tenía una especie devidrio grueso entre los asientosdelanteros y los traseros. Las puertas nose podían abrir desde dentro.

En comisaría nos metieron enhabitaciones separadas. Fue unaburrimiento. Me preguntaron si queríallamar a mis padres. Tenía derecho porser menor de edad. Dije la verdad: que

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no.—¿Quién es tu tutor?—El Estado —contesté, y di la

dirección del centro de acogida y elnombre del director.

—¿Tienes algún pariente a quienquieras decirle que estás aquí?

El único familiar a quien habríaquerido avisar era a Ben. Dije que nootra vez.

—Entonces, ahora vendrá elabogado.

—Yo no tengo abogado.—Todo el mundo tiene abogado. Lo

necesitarás para el día del juicio.Nadie me había dicho nada de

ningún juicio. Creía que solo tenía que

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hacerlo bien. Hablar poco. No meter lapata.

Me hicieron esperar mucho rato.Mientras tanto me preguntaba quéestarían haciendo Ben y Kevin. Quizá yales habían dejado irse. A lo mejor yaestaban en casa. O puede que estuviesentan aburridos como yo. No sabía cómoiban estas cosas. Nunca me habíandetenido.

De repente, se abrió la puerta yapareció un hombre con chaqueta,camisa y tejanos. No llevaba corbata.Mejor, porque le habría quedado depena.

—¿Eres Éric González Pascual?Asentí con la cabeza.

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—Mucho gusto —y alargó la manohacia mí.

Al principio no reaccioné. Me quedémirando su mano suspendida en el aire,como un idiota. Tan solo después deunos segundos, cuando él la agitó unpoco, entendí que me estaba saludando yle devolví el apretón de manos.

—Soy Alberto, tu abogado. Nosveremos bastante en las próximassemanas. Mi trabajo es ayudarte,¿entiendes? Conseguir que te declareninocente o que te caiga una condenapequeña. Trazaremos una estrategia y loconseguiremos, ya verás. Pero tienesque comenzar por contarme toda laverdad. No puedo trabajar si me

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escondes información, ¿lo hascomprendido?

Me quedé mirándole fijamente. Mecaía bien.

—Comencemos por el principio.¿Sabes por qué estamos aquí?

No dije nada. No moví ni unmúsculo.

—¿Tío, estás bien? —preguntó miabogado—. ¿Quieres un poco de agua?¿Quieres que pida a los agentes que tetomen declaración mañana? A veces lohacen.

—Quiero terminar de una vez —dije, y era la pura verdad.

—Bien. Me gusta oír tu voz, chaval—sonrió, antes de proseguir—. ¿Puedes

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responder a mi pregunta, por favor? ¿Oprefieres que empecemos por otra cosa?

Podríamos haber estado allí por lossiglos de los siglos si no hubieranvenido a buscarme para tomarmedeclaración. Alberto consiguió que nosdejaran solos cinco minutos más y losaprovechó para decirme lo que tenía quehacer allí dentro. O, mejor, lo que notenía que hacer.

—No digas nada, ¿entiendes? —dijo, levantando un poco la voz yhablando deprisa—. No digas nada denada. Tienes derecho a no declarar. Yalo harás más adelante, cuando hayamospodido preparar juntos tu defensa,cuando se te haya pasado el susto que

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llevas encima. Solo les tienes que decir:«Me acojo a mi derecho a no declarar».No pasa nada. Es lo mejor para ti. Si no,cualquier paso en falso podría traernosproblemas. ¿Me has entendido?

Dije que sí con la cabeza.Hizo un gesto triunfal, como de

entrenador cuando su equipo marca ungol. Me dio una palmada en la espalda yañadió:

—Muy bien, chaval, todo irá bien.Yo nunca he perdido un caso.

Yo solo acerté a pensar: «Lástimaque el primero tenga que ser el mío».

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M

Confesión

e hicieron pasar a un despachodonde había un poli sentado

delante de un ordenador y otro que hacíapreguntas. Mientras yo respondía, el delordenador lo iba escribiendo todo.Algunas preguntas eran difíciles deresponder: «¿Dónde estabas el martespasado? ¿De qué conocías a MartaVillanueva? ¿Te caía bien? ¿Qué tipo derelación tenías con ella? ¿Cómo era?¿Sabes conducir? ¿Quién te enseñó?¿Has cogido el coche de tu primoúltimamente?».

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De pronto me sentí muy cansado.Exhausto. Me habría gustado no estarallí. No ser yo. No entendía por qué nome hacían la única pregunta importante.Tardaron muchísimo, pero al finalpreguntaron:

—¿Mataste tú a Marta Villanueva?Pensé: «Por fin me dejarán dormir».Contesté:—Sí.Se detuvieron para mirarme un

momento.—¿En serio la mataste tú? —

repitieron.—Sí.Un silencio. Un cruce de miradas

entre los dos polis.

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—¿Y por qué? —preguntó el quehacía las preguntas.

—Era una pesada —repuse.Percibí aquella mueca de asco, de

desprecio absoluto, cara de mirar a unacucaracha, a un bicho que se arrastraentre la suciedad y que no quieres que seacerque a ti por nada del mundo.

La muerte de las cucarachas hacefelices a las personas.

Pensé que tenía que acostumbrarmea eso. A partir de entonces, mucha genteme miraría de ese modo.

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F

Primer día deeternidad

ue un palo. De la comisaría a unedificio horroroso de la Ciudad de

la Justicia. Me dijeron que era lafiscalía de menores. Estuve allí todo eldía. Me dejaron en un calabozo dondesolo había un banco de madera y unretrete. Me dieron de comer, aunque notenía hambre. Allí no había nadie más.Me dijeron que tenía que esperar, peroyo no sabía a qué o a quién estabaesperando. Me aburrí muchísimo.Debían de ser más de las cinco de la

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madrugada cuando se abrió la puerta yapareció de nuevo Alberto, el abogadode los pantalones vaqueros. Ahorallevaba pantalones de vestir y corbata.Ya parecía un abogado como los demás.Un poco más simpático, eso sí. Me pidióque saliera. Fuera había otra persona.Me dijo que era el fiscal, que ahoraíbamos a ver al juez.

Sentí que me temblaban las piernas.Me habría gustado poder hablar conBen, que me dijera qué debía hacer. Élseguro que lo sabría. Pero Ben no estabaallí. Pensé que tal vez le habían llevadoa otro sitio, porque aquel edificio erasolo para menores de edad y mi primoya tenía 19 años. Pocas horas después

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supe que le habían dejado en libertad yme alegré mucho por él. No preguntéqué había pasado con Kevin. La bola degrasa me importaba un rábano.

El fiscal me hizo preguntas y máspreguntas. Era como si dudara de cadacosa que yo decía. Y eso que yo hablabamuy claro. Volvió a preguntarme sialguien me había ayudado. Quisoconocer los motivos. Me preguntó si eraconsciente de lo que me estaba jugandoal actuar como lo hacía. Le dije que máso menos. Me dijo que no fuera idiota,que dijera la verdad. Entonces le mirédirectamente a los ojos y le juré que sela estaba diciendo. Soltó un suspiro deresignación. Como si le importara.

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Entonces me trajeron aquí. Lleguéesposado (esta vez con las manos a laespalda) en un furgón de la policía. Medejaron en la puerta y me quitaron lasesposas. Se fueron sin decirme adiós.Normal: nadie se despide de lascucarachas.

En la puerta me estaba esperandouna mujer. Se presentó diciendo que erala subdirectora y que tenía que vaciarmelos bolsillos y dejar todas mis cosas enuna bandeja de plástico. Dejé allí elmóvil, una pulsera de cuero, un billetede 20 euros y las llaves de casa de Ben.No llevaba nada más. Me dieron unresguardo y me pidieron que lo firmara.Después tuve que desnudarme y darme

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una ducha. Me vestí con ropa limpia,unas prendas que no había visto nunca(unos pantalones vaqueros y unacamiseta amarilla horrible) y me dijeronque podía hacer una llamada telefónica aquien yo quisiera. Me preguntaron siquería llamar a mis padres.

Llamé a Ben. Al móvil. Me sentóbien escuchar su voz, a pesar de que élno tenía ganas de hablar. Solo me dijoque me animara, que no estuviera triste,que la tristeza es de cobardes.

—Ya verás como todo acaba pronto.Y cuando salgas, iremos a celebrarlo,enano.

Le pregunté si vendría a visitarme.—Por supuesto que sí —dijo, pero

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su voz era más bien de «Cuando pueda,ahora estoy muy ocupado».

Cuando colgué el teléfono estaba unpoco hecho polvo. De fondo me habíaparecido escuchar la tele a todovolumen y la voz de Kevin diciendogilipolleces, como siempre. Me hubieraencantado estar allí con ellos. No lepregunté dónde estaban, aunque seguroque no era en casa de Kevin. Igual Benhabía vuelto a su casa, quién sabe. Mehabría gustado llamarle otra vez parapreguntárselo, pero aquella mujer medijo que no podía ser, porque solo teníaderecho a una llamada y acababa dehacerla.

—Una y nada más —repitió, por si

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no me había quedado lo bastante claro.Me hizo pasar a una habitación sin

ventanas ni muebles ni nada, un cuboblanco donde solo había una cama y unapuerta de hierro que se cerraba solo porfuera.

—¿Sabes leer? —me preguntó.—Pues claro —dije.—Toma, léete esto. Son las normas

del centro —me dijo, mientras meentregaba unas cuantas páginas de papelllenas de letra pequeña—. Si tienesalgún problema de comprensión, mañanapodrás preguntárselo a la educadora.

Pasé de hablarle de los libros queme había leído y de decirle que yo notengo problemas de comprensión

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lectora.—Esta noche dormirás aquí —

prosiguió ella—. Mañana te asignaránun módulo y una habitación y podrásconocer a tus compañeros y al resto delpersonal del centro.

Era como estar en un colegio deprimaria el primer día de curso.

—¿Cuánto tiempo me quedaré aquí?—pregunté.

—Aquí, solo esta noche. Mañanapasarás a tu módulo y allí…

—Quiero decir aquí en el centro —aclaré.

—¿No has oído al juez? —preguntó—. Lo ha dicho muy claramente. ¿Noprestabas atención?

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Estaba muy agobiado. Me dolía lacabeza. Me habría gustado decirle quemientras el juez soltaba sus aburridossermones yo escuchaba con atención,pero que a pesar de ello no entendí nimedia palabra. Hablaba de una manerarara, con expresiones que no había oídonunca.

—Cinco años de régimen cerrado ytres de vigilada —dijo ella.

Debí de poner cara de no entendernada (otra vez), porque me lo aclaró sinque yo se lo pidiera.

—Cinco años aquí sin derecho apermisos de ningún tipo. Eso es elrégimen cerrado. Después, tres años másfuera, pero pasando a ver al juez cada

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15 días. Eso suponiendo que te portesmuy bien, claro.

A los 14, cinco años son un montónde tiempo. Más de una tercera parte detu vida. 1825 días idénticos, eternos,vacíos. La eternidad son cinco años.

—Ahora lee las normas y trata dedescansar —dijo la subdirectora—.Mañana te espera un día lleno denovedades.

La puerta se cerró con un granescándalo y me quedé allí dentro, solo,dentro del cubo blanco. La cama notenía sábanas, solo un colchón de hule.En la cabecera y los pies había correasde cuero que se cerraban con hebillas yun candado. Me pregunté para qué

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serían.El silencio era total.Tenía ganas de llorar.Recordé las palabras de Ben:—La tristeza es de cobardes, enano.Pensé: «O de asesinos».Me senté en aquella cama dura y

horrible y comencé a leer las normas.

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E

Las normas

ste papel tiene la finalidad deproporcionarte información por

escrito del centro donde te encuentras,de los derechos y deberes que tienesmientras estés interno, de laorganización general del centro, de susnormas de funcionamiento, del régimendisciplinario y de otros temasreferentes a tu internamiento.Mientras permanezcas internado tienesla obligación de cumplir los siguientesdeberes:

1) Permanecer en el centro hasta

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que el juez de menores disponga tulibertad definitiva.

2) Recibir la enseñanza primaria osecundaria que te corresponda.

3) Respetar y cumplir las normas ytodas las instrucciones que te den losprofesionales del centro.

4) Ser respetuoso y consideradocon todos, profesionales y compañerosde internamiento.

5) Cumplir las normas de higienepersonal y de vestuario que se teindiquen.

6) Realizar las actividades delimpieza, orden e higiene de tuhabitación y también de lasdependencias comunes.

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El incumplimiento de tus deberestiene las siguientes consecuencias:

1) Podrás ser corregido en tuconducta tanto en público como enprivado.

2) Podrás ser sancionadodisciplinariamente de acuerdo con elprocedimiento establecido.

3) Si tu conducta fuera muy grave,el director del centro la denunciará alfiscal de menores o al juez deinstrucción, los cuales podrán abriruna causa penal contra ti por estoshechos.

El centro cuenta con diferentesprofesionales que desempeñanfunciones concretas con tal de

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atenderte en distintos aspectos:psicólogo, psiquiatra, trabajadorsocial, médico, enfermero, educadores,profesores, maestros de formaciónlaboral, administrativos, personal deservicio y mantenimiento.

El centro cuenta también con unequipo de vigilancia que tiene porfinalidad garantizar la seguridad detodas las personas e instalaciones.

Mientras permanezcas en el centro,tendrás asignado un educador que serátu tutor. Tu tutor hará un seguimientode tu evolución en el centro.Mantendrás frecuentemente entrevistascon él. Siempre que tengas cualquierpregunta, duda o dificultad, debes

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dirigirte a él.Los profesionales del centro

diseñarán un programa de actividadesde carácter formativo, laboral o dehábitos, ajustado a tus característicaspersonales. La participación en estasactividades es obligatoria. De turendimiento en dichas actividadesdependen decisiones importantes quepodrían afectarte.

Hay una serie de objetos ysustancias que no podrás tener dentrodel recinto, prohibidas por razoneslegales, de seguridad o de orden. Son:botes de colonia, fotografías de tamañocarné, tijeras, encendedores, fósforos,objetos punzantes o peligrosos, bolsas

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deportivas con bolsillos…La tenencia de objetos prohibidos

es una falta disciplinaria grave.También son faltas disciplinariasgraves insultar o faltar al respeto acualquier persona del centro,desobedecer las directrices oinstrucciones recibidas o resistirsepasivamente a cumplirlas, así comocausar daños en el material o lasinstalaciones.

Tienes derecho a ser visitado,dentro del recinto, por tus padres,representantes legales, familiares uotras personas en los días destinados avisita semanal.

Las visitas deben desarrollarse

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siguiendo unas normas de orden. Siestas normas no se cumplen, se podránsuspender las visitas.

Los actos de indisciplina no estánpermitidos. Las sancionesdisciplinarias pueden ir desde laamonestación a la separación delgrupo por un periodo de tres a sietedías. La ley prevé que puedan serutilizados determinados medios decontención en caso de que fueranecesario.

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S

Lunes, miércoles yviernes de 4 a 5

iento que me esté saliendo una cartatan larga (siempre suponiendo que

esto sea una carta). Me gustaría contartelo de los horarios. Por qué siempre teescribía correos de cuatro a cinco. Porqué siempre eran tan cortos. Por qué enuna ocasión te envié uno más largo perolo tuve que dejar a medias (y todavíatengo que dar gracias a que pude apretarel botón de «enviar» en el últimosegundo). Por qué después desaparecídurante unos días. Y por qué regresé y

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desaparecí de nuevo.Ya te he dicho que estoy estudiando.

Aquí todo el mundo participa en talleres(es obligatorio); sin embargo, muypocos los aprovechan realmente. Deentre todos los internos del centro, yosoy el único que estudia bachillerato.Qué fuerte, ¿verdad? Los profesoresestán contentos conmigo. Durantebastante tiempo fui un interno y unestudiante modelo, tanto que algunosprofesores me dieron permiso parahacer cosas que aquí suelen estarprohibidas. Por ejemplo, conectarme aInternet. Soy responsable. Y trabajador.Entrar en ciertas webs podía serbeneficioso para mí y para mis estudios,

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así que me dieron permiso para entrar enla página de las bibliotecas públicas.Desde allí podía consultar catálogos enlínea y pedir libros. Lo primero que hicefue pedir El guardián entre el centeno yvolver a leerlo. Me sabía algunas partesde memoria, pero me daba igual. A mí,la historia de Holden me parecía distintaa cada nueva lectura. Esa vez, porejemplo, me di cuenta de algunosdetalles en los que no había reparadoantes y que me gustaron mucho. Sobretodo, esa preocupación del pobre chavalpor los patos del lago de Central Park.¿Adónde van los patos en invierno,cuando el lago se congela? Se lopregunta una y otra vez, sufre por los

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pobres bichos, e intenta averiguarlocomo sea, pero nadie le sabe decir.Nadie sabe dónde se meten los patos dellago en invierno, cuando las cosas seponen chungas. No he estado nunca enNueva York ni creo que vaya nunca,pero si pasase por Central Park eninvierno también me preocuparía muchopor los patos. En algún lugar tienen queestar, ¿no crees?

Pregunté al profesor si podía dejarmi opinión sobre los libros que leía enel blog de lectores de la biblioteca. Medio permiso. Para registrarme en el foronecesitaba una dirección de correoelectrónico. La creé —también conpermiso del profe— usando el nombre

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de mi admirado protagonista. Cuando elsistema me preguntó mi propio nombre ymi edad, pensé en otra persona. Internetnos permite ser otras personas, y eso aveces es genial. Por eso me puse elnombre del protagonista y mi edad deentonces, 17. Creí que no eraimportante, al fin y al cabo mis datosnunca los consultaría nadie. No me sabíael nombre de otro instituto, y por esopuse el Ricard Salvat. En eso fuisincero; o a medias, porque ya no iba alinstituto.

A veces pienso qué habría pasado sino hubiera escrito ese comentario. Si nohubiese leído a Salinger. Si no hubieraconocido a la bibliotecaria simpática. Si

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no…¿No te da miedo pensar cómo de

diferente hubiera sido tu vida si tehubieses desviado solo un milímetro delcamino? A mí sí.

Tenía correo electrónico, pero no medejaban consultarlo. Me dijeron que a lomejor más adelante, si continuaba conmi buena conducta. Pero de repente en lapágina de la biblioteca leí un aviso:había recibido un mensaje privado en micorreo. Nunca había recibido ningúncorreo, me moría de ganas de saberquién me escribía. Desobedecí un pocolas normas por primera vez para poderleerlo. En este lugar, desobedecer unpoco las normas puede llegar a ser un

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auténtico problema. Te puede caer unafalta grave. Y una falta grave comportaun castigo de dos días de aislamiento.Pensé que solo me la jugaría una vez yque no me pillarían. Entonces me topécon tu mensaje.

Quería responderte. Me gustastedesde que te leí por primera vez. Solopodía leer el correo a escondidas,cuando tocaba clase de lengua. Es decir,lunes, miércoles y viernes. El profe delengua se fiaba de mí, a veces mirabahacia otra parte o abría un libro y seponía a leer. Yo aprovechaba entoncespara maximizar la ventana del correo yresponderte rápido, sin hacer ruido conel teclado. Era muy difícil. Y muy

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arriesgado.El profesor tardó en darse cuenta.

Entonces me cambió de sitio y meprohibió usar el ordenador. No lecomunicó al director mi conducta. Dijoque, de momento, me daba un voto deconfianza. No tardé en romperlo. Lasegunda vez que me cazó ya no semostró tan benevolente. Mi tutora meanunció que a partir de ese momentotenía absolutamente prohibidoacercarme al ordenador. Para nada.

Casi me da algo.Tenía que escribirte. El castigo me

daba absolutamente lo mismo. En tuúltimo correo me habías dicho que tegustaba. Pensaba que me volvía loco.

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De repente se me ocurrió una ideagenial. Me eché al suelo y empecé amoverme como si tuviera convulsiones.Les hice creer que me había dado unataque (no sé de qué, la verdad). Mellevaron corriendo a la enfermería.¡Bingo! Eso era justo lo que yo queríaque ocurriera.

El médico me reconoció y noencontró nada. Yo le decía que me dolíamucho aquí —y señalaba a la tripa, elapéndice, el estómago…— y decidiódejarme un tiempo en observación.Cerré los ojos, y fingí que dormía. Elmédico estaba allí, en su mesa, usandosu ordenador. Un ordenador conconexión a Internet, claro. Solo

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necesitaba una ocasión, aunque fuerapequeña. Después de un rato, el médicotambién se relajó. El silencio eraabsoluto. Solo se oían las teclas (clic,clic, clic) y mi respiración acompasada,de persona profundamente dormida.Entonces alguien le pidió algo al médicoy él tuvo que salir un momento.

Yo permanecía allí, atento a todo. Encuanto se cerró la puerta corrí alordenador, abrí el navegador, la páginadel correo, tu mensaje. Responder. Yescribí un correo tan deprisa comopude: Xenia, no te escribo este correopara suplicarte nada… Me pillaron. Elmédico entró de repente en el despachoy me encontró sentado a su mesa. Por

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suerte, tuve los suficientes reflejos comopara enviar el mensaje, que no estabaacabado (pero casi).

El médico dijo:—Vamos ahora mismo al despacho

del director.Desobedecer las órdenes es una falta

muy grave. Planear cosas prohibidas,también. En este sitio más vale noplanear nada. Me cayeron cinco días deseparación del grupo. Me llevaron a lasceldas de abajo, esas de las camas sinsábanas y las paredes blancas que yaconocía del primera día.

—Si me das ni medio problema, teato a la cama, ¿entendido? —me dijo elguardia de seguridad.

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Mi único problema era pensar encómo podría hacer para volver a hablarcontigo.

Era miércoles. Estuve en ese agujerohasta el lunes al mediodía.

—Espero que se te hayan pasado lasganas de desafiarnos —me dijo eldirector, cuando salí.

Pero al miércoles siguiente lo volvía conseguir. El profesor de lengua eraidiota. Salió un segundo, a hablar con nosé quién. Era como dejar a un perrofamélico al lado de un trozo de carnedeliciosa. Tuve el tiempo justo de entraral correo y escribirte dos líneas.

Esa vez fue peor. Me cayeron sietedías. Y como grité preguntando qué

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había de malo en escribir un correo auna amiga, me pasé un día entero atado ala cama. Te aseguro que no es lo másagradable que me ha pasado en la vida.

Las normas ya lo dicen: Los actosde indisciplina no están permitidos. Laley prevé…, bla, bla, bla.

Por lo menos, aprendí para quéservían las correas.

Todo es cultura, mira por dónde.

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M

V / F

e tocó el módulo Garbí, lahabitación número 4 y una de las

literas de arriba. Las habitaciones sonde cuatro personas. Cada uno denosotros dispone de un corcho en lapared donde podemos colgar lo quequeramos, aunque están prohibidas lastías en bolas y las cosas que puedanofender a otros. También tenemos untrozo de estantería para dejar la ropa yun pedazo de mesa. Hay una silla, peroes compartida. Está prohibido tener másde cuatro pantalones, cuatro camisetas y

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cuatro calzoncillos. Nada de objetosvaliosos ni dinero. Tenemos una duchapara cuatro; dentro de la ducha tambiénestán el lavabo y el retrete. Cada vezque te duchas hay tres tíos mirándote. Lacárcel no es para solitarios y menos aúnpara tímidos. Tienes que estar preparadopara que todo el mundo te vea enpelotas.

Los compañeros de habitación noeran nada del otro mundo. Aquí todo elmundo pone cara de resignación y va asu rollo. Tenemos que aguantarnos,portarnos bien, no salir ni un centímetrode lo que esperan de ti. Cuesta un pocoal principio, pero terminas poracostumbrarte.

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No había tenido tiempo ni delocalizar la estantería que mecorrespondía y ya me estabanesperando. Era una mujer joven ybastante guapa. Olía bien, y sonreía.

—Hola, Éric. Soy Laura, tu tutora —se presentó—. Desde hoy seré laencargada de valorar tus progresos.Velaré por ti y estaré muy encima, te loaseguro. Seré algo así como tu hermanamayor, ¿entendido? Para cualquier cosaque necesites, o quieras contarme, aquíestaré.

Aquella presentación no me hizo nipizca de gracia. A continuación meacompañó a un aula. Tenía que hacer unaprueba de nivel para ver cómo iba en

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los estudios, me explicó. La primeraprueba consistía en leer una historiasobre Robin Hood en los bosques deSherwood. Se titulaba «Fuera de la ley»y a mí me pareció un título muy pocoapropiado para un sitio como este.Después había que contestar algunaspreguntas como por ejemplo: «¿Dóndecrees que se encuentra el bosque deSherwood?» o «¿Por qué crees quelloraba Robin Hood mientras corría através del bosque?». Estaba tirado.Robin lloraba de rabia, porque porculpa de la mentira de un grupo deguardias ahora era un fugitivo buscadopor la justicia. Lo escribí sin ningunafalta de ortografía. No sé ni cómo pude

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hacerlo tan bien, con lo cansado comoestaba.

Después siguieron otras pruebas, unmontón de preguntas de tipo test. Unadecía: «Indica de entre los siguientescuáles son tus principales problemas. 1)Matrimonio. 2) Cansancio. 3)Enfermedad. 4) Drogas. 5) Soledad. 6)Problemas mentales. 7) Trabajo. 8)Estudios. 9) Alcohol. 10) Conductaantisocial. 11) Otros». Después depensármelo mucho marqué la 2 y la 5.

«Indica cuáles son tus aficiones»,rezaba otra pregunta. Escribí: «Leer,pasear, pensar». Después empecé acomerme el coco preguntándome sipensar podía considerarse una afición o

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no, pero ya estaba hecho.Lo peor fueron las pruebas

psicológicas. Todas aquellas frasesestúpidas, donde debías marcar lacasilla V (verdadero) o F (falso).

«Últimamente he empezado a tenerdeseos de destrozar cosas». F.

«A menudo dejo que los demástomen por mí decisiones importantes».V.

«Me siento desorientado, sinobjetivos, y no sé hacia dónde voy en lavida». V.

«Los castigos nunca me hanimpedido hacer todo lo que queríahacer». V.

«Estoy solo casi siempre y me

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gusta». V.«A menudo otras personas me culpan

de cosas que no he hecho»…Algunas tuve que pensarlas mucho.Debería haber habido una pregunta

más: «Cuando respondo tests absurdos,miento a sabiendas». ¿Verdadero?¿Falso? ¿Quién sabe lo que tenemos pordentro? Ni tú mismo puedes saberlo aciencia cierta.

Había 175 frases. Me costabadecidirme. Aún pensaba todo el rato queno quería meter la pata, cuando enrealidad, ya todo daba lo mismo. Habíacomenzado la última fase, que estambién la más terrible. Se llama«Ejecución penal».

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M

Régimen de visitas

i primo tardó más de un mes envenir a visitarme. 34 días. Le

pregunté por qué no había venido antes yme contó que estaba muy liado y que notenía tiempo para nada. También me dijoque igual estaría una larga temporada sinvenir, pero que estaría allí el día deljuicio. Aún no se sabía nada de la fechadel juicio, pero Alberto decía que iba aser pronto. Por lo visto mi confesión leahorró un montón de trabajo a la policía.Ben me prometió que siempre estaría ami lado y que vendría a recogerme el

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día que saliera, para darme un abrazo yllevarme a casa.

—Me he comprado un piso enBarcelona, enano. En el barrio deGracia. Iremos allí. Te gustará, ya loverás.

Sin embargo para mí el piso deBarcelona quedaba muy lejos aún. Cincoaños de eternidad.

—¿Podrías traerme mi ropa, Ben?—le pregunté.

—¿Aquí no te dan ropa?—Sí, pero no me gusta.—Pues yo te veo muy bien.—Ben…—Está bien, lo intentaré.—¿Ya te han devuelto el coche?

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—Qué va. Dicen que no me lo van adevolver.

—Mierda.—Sí.—¿Sabes que querían que les

pidiera perdón a los padres de Marta?Dicen que es bueno para ellos y para mí.

—¿Quién dice esa parida?—Los educadores sociales.—Están colgados.—Sí.—¿Lo vas a hacer?—No. No quieren verme.—No metas la pata si lo haces.—No.Un silencio, un gesto amable.—Ya lo sé, Ric. Ya sé que no la

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meterás. Estoy muy orgulloso de ti, enserio. Te has portado. Cuando salgas deaquí seremos socios. Ganaremos muchapasta.

Aquellas palabras me hicieron sentirbien. Mi primo estaba orgulloso de mí.Para mí era importante.

Me preguntó, con sonrisa deencuestador:

—Cuéntame, enano. ¿Qué es lomejor y lo peor de este lugar?

No tuve ni que pensarlo.—Lo peor son los horarios. Tenemos

ocupado todo el santo día. ¡Y todo esobligatorio! ¡El deporte también!

—Eso está bien, chavalín. Así tepones en forma, que a este paso

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terminarás como Kevin. Pero además,aquí también estudias, ¿verdad? Es loque querías.

—Sí.—¿Y lo mejor? —de nuevo la

sonrisa de encuesta.—Lo mejor es la comida —tampoco

tuve que pensarlo—. Comemos cuatroveces al día. Hay de todo y se puederepetir. Y para merendar nos dan unbocata así de grande —marqué eltamaño con las manos: más de dospalmos.

La visita no duró ni media hora. Elmáximo permitido según las normas delcentro es una hora y media. Pero Benestaba nervioso. Pensé que era la cárcel

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lo que le intranquilizaba.No volví a verle hasta el día del

juicio.Tampoco me trajo mi ropa.

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Y

Perder el tiempo

a te he hablado de Alberto, miabogado. Un buen tío. Se tomaba

muy en serio su trabajo. Después meenteré de que los abogados de oficiocobran una miseria. Aun así, preparó midefensa como si le fuera la vida.Desgraciadamente, yo no colaborédemasiado. Alberto se enfadó muchoconmigo. No le he vuelto a ver desde eldía del juicio. A veces pienso en él. Enlas cosas que me habría gustadocontarle. En lo que no le conté.

La primera vez que vino a verme a

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la prisión estaba muy enfadado.—Te pedí que no dijeses nada, Éric,

¿te acuerdas? Que te acogieras a tuderecho a no declarar. Y tú vas y tedeclaras culpable a la primera decambio. ¡La has cagado, tío! ¡La hasjodido bien! Nos costará mucho arreglaresto.

—Lo siento —balbuceé, porquerealmente lo sentía.

Estábamos en una sala de esas queparecen de hospital. Mesa blanca,paredes blancas, sillas blancas. Élmiraba sus papeles (que también eranblancos) y respiraba alterado.

—Escúchame bien. Diremos queestabas nervioso, ¿de acuerdo? Que no

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sabías lo que decías. ¿Me estásescuchando?

No contesté. No quería darle másdisgustos. No quería que se enfadase.

—Y cuando te pregunten por qué teconfesaste culpable ante la policía, dirásque estabas muy mareado, que teníasmucho sueño y que no te acuerdas.

Bajé la cabeza y miré fijamente unamancha de la medida de una pulga quehabía sobre la mesa. Quedaba mal esamancha negra sobre esa mesa tan limpiay tan blanca.

—Además —continuó—, elinterrogatorio se hizo a las cinco de lamadrugada, en una hora poco frecuente.Diremos que no pudiste descansar.

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Diremos que no recuerdas nada de tudeclaración, que la has olvidado porcompleto.

Moví un poco la cabeza, levemente.—Bien. Vayamos a tu relación con la

víctima —prosiguió.Todo el rato decía «la víctima». No

la llamaba por su nombre. Eso megustaba, porque me hacía sentir mejor.

—Me han dicho que era tu novia.Bajé la cabeza.—¿Quién te lo ha dicho? —dije.—Una compañera de clase. Os

vieron juntos en una fiesta —miró suspapeles, buscando la fecha exacta—. Lade Halloween del año pasado.

Debió de ser Vero. Vero también

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estuvo en la fiesta de Halloween. Veronunca se entera de nada. Esa noche nonos quitaba el ojo de encima a Marta y amí. A mí no me gustan las fiestas. Fuipor compromiso, para ver quién estaba,pero me cansé enseguida. Creo que aVero yo le gustaba un poco, no sé. Mefui a casa pronto, para ahorrarmeproblemas. Vero me ponía nervioso.Antes todas las chicas me poníannervioso.

Marta me siguió. Me pidió queesperase, que me quería preguntar unacosa. Yo no tenía ganas de hablar conella, porque ya sabía qué me iba apreguntar. Siempre me preguntaba porBen. Marta estaba loca por Ben. Quería

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que la invitase a nuestra casa, parapoder verle, pero yo pasaba. Ellainsistía sin parar. Era de ese tipo depersonas que no aceptan un no porrespuesta.

Esa noche me paró en mitad de lacalle.

—¿Puedo ir contigo?—No —dije sin ni siquiera mirarla.—Vamos, porfa, hazme este favor.

Voy contigo, como si fuésemos amigos.—Ben no está en casa —dije, y era

verdad.—¿Ah, no? ¿Y dónde está?Me encogí de hombros.—No le gustas, ¿sabes? —dije.—Me da igual, ya le gustaré.

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—¿En serio? ¿Cómo lo sabes?De verdad que tenía curiosidad.

Estaba claro que Marta no conocía aBen.

—Yo sé cómo conseguir que un tíose fije en mí, tengo mis trucos —dijo—.Además, es muy fácil. A todos los tíosos gusta lo mismo.

Odio ese tipo de generalizaciones.—Todos los tíos no somos iguales,

¿sabes? —me defendí.—Para mí, sí. Ya lo verás —

respondió, muy convencida.Esa chica estaba muy colgada.—Lárgate, anda —la empujé, y

apreté el paso.Ella me siguió un rato, y después se

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cansó. Siempre hacía lo mismo. Ibadetrás de Ben como si no hubiera mástíos en el mundo.

A Alberto no le dije nada de todoesto. Lo que pensaba me lo guardabasiempre para mí. No hacía falta hablar.A él solo le dije:

—Yo nunca he tenido novia.—Pero eras muy amigo de Marta. Te

gustaba. Ibais a la misma clase,¿verdad?

—Sí, pero ella era mayor.—Sí, ya lo sé. Era repetidora. Lo

tengo por aquí —buscaba entre lospapeles—, tenía 15 años. ¿Te parecíaguapa?

No contesté. Eso tenía pinta de

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pregunta-trampa. Preferí rascar un pococon la uña la mancha negra de la mesa, aver si lograba hacerla desaparecer.Alberto prosiguió con el interrogatorio.Esta vez cambió de tema.

—¿Sabes conducir?—Sí.—¿Quién te enseñó?—Ben.—¿Con qué coche?—Un Volkswagen Scirocco. Antes

tenía otro. Un 127 rojo.—Si te pido que conduzcas el

Volkswagen ese y me lleves a dar unavuelta, ¿me demostrarás que sabesconducirlo?

—Claro.

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—¿Lo suficiente como paraatropellar a una persona?

Volví a encogerme de hombros.Seguía rascando la mancha, que no seiba. Quizá no era una mancha. Miabogado resopló.

—¿Te pasa algo? ¿Estás cansado?—Sí.—¡Pues te aguantas! Necesito que

me cuentes qué pasó. Con todo lujo dedetalles. Por ejemplo: ¿Qué hacía Martaallí, a esas horas de la noche? ¿Teníaisuna cita? ¿Quizá quería comprar droga?¿Quizá se la vendías tú?

—No. Yo jamás he vendido droga.—¿Pues entonces por qué estaba

allí? ¿La citaste tú?

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—Puede ser. No me acuerdo.—¿Qué quieres decir con que puede

ser? ¿La citaste sí o no?Me quedé en blanco. Me costó un

poco encontrar algo que decir. Noquería meter la pata.

—Sí —me contradije, lo sé, peroesa parte no la había preparado.

—¿Ahora dices que sí? ¿Te hasacordado de repente?

—Sí.—¿Cómo hiciste para quedar con

ella?—Por el móvil.Recordé el móvil. El móvil de

Marta. Un Nokia viejo y horrible, conuna carcasa de los Teletubbies. Hay que

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estar muy colgado para llevar a losTeletubbies en la carcasa del móvil.

—Pues la policía no ha encontradoningún móvil. ¿Cómo te explicas esedetalle? ¿Te lo llevaste tú?

—No.—¿Sabes dónde está?—No.Alberto soltó un bufido. Estábamos

otra vez en una vía muerta.—Bien —continuó—. Y ahora

cuéntame lo que quiero saber, chaval.Dime cómo te lo montaste para matar aMarta Villanueva. ¿Eres capaz deexplicármelo y hacer que te crea?

Lo intenté. Punto por punto, como mehabía pedido. Le dije exactamente lo

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que quería escuchar. A ver si así medejaba tranquilo. Le dije que Martamurió atropellada en el descampado delos aviones. Se le echó encima elScirocco de Ben. El primer golpe fuemuy fuerte y la tumbó. Se arrastró por elsuelo. Quizá se quería levantar, pero nolo consiguió. Entonces el Scirocco lepasó por encima. Dos veces. Debió dequedar hecha puré por dentro. Acontinuación el coche se largó y la dejóallí. Me marché, quiero decir.

Mientras contaba todo me entraronganas de vomitar. Y un cansancio muyprofundo. Un cansancio que me salía delalma. Alberto había palidecido.

—Y después recordaste que habías

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dejado el cuerpo tirado y volviste aldescampado para enterrarla —añadióAlberto.

—Sí —contesté.—Y al ver que no estaba muerta del

todo, la remataste de un golpe con lapala —concluyó.

Silencio, silencio y más silencio. Megusta el silencio. El silencio no hacedaño. Las palabras, sí.

—Es una manera horrible de morir—dijo él.

—Sí.No había manera de borrar la

mancha negra de la mesa. Me di porvencido. Quizás era un defecto delmueble. Tal vez había salido así de la

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fábrica y no había nada que hacer.Alberto se recostó en la silla. Me

miraba como desde lejos, como siesperase algo.

—¿Sabes que no acabo de creerte,tío? En todo esto hay muchos detallesque no concuerdan… No sé a qué estásjugando, Éric, te juro que no lo entiendo.

Sacó unas fotografías. Las pusodelante de mí. Otra vez el descampadode los aviones, otra vez el muro, elagujero. En las dos últimas salía Marta.Bueno, lo que quedó de Marta. Ahora síque tenía ganas de vomitar.

—Dices que volviste con una palapara enterrar el cuerpo.

—Sí —dije.

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—¿Tú solo?—Sí.—¿Sabes cuánto mide el agujero que

hiciste? —preguntó, comenzando aponerse colorado.

Estaba enfadado, pero intentabacontenerse. Me encogí de hombros.

—Un metro y cuarenta centímetrosde largo, unos 64 centímetros de ancho yaproximadamente 80 centímetros deprofundidad —dijo, alzando la voz—.¿Sabes cuánta tierra hace falta moverpara hacer un agujero así? ¿Eres capazde calcularlo?

Dije que no con la cabeza. No sabíacalcularlo ni tenía ganas de aprender.

—Pues yo lo he hecho por ti. Son

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1440 kilos de tierra. Casi una tonelada ymedia. ¿De verdad quieres hacermecreer que tú solo apartaste una toneladay media de tierra en solo cinco o seishoras? ¿A 230 kilos por hora, casicuatro kilos por minuto? Mira: —sacóuna hoja de papel llena de números—.Para desalojar un kilo de tierra necesitaspor lo menos tres paladas. Eso quieredecir que tuviste que dar doce paladaspor minuto, una cada cinco segundos. Yeso durante seis horas, sin parar. ¿Es esolo que quieres que me crea?

Gritaba. Ahora sí que gritaba. Measustaba un poco. Me encogí dehombros.

—¡Venga, hombre, venga! ¡Eso no te

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lo crees ni tú! —Alberto tiró elbolígrafo sobre la mesa—. ¿Te hasmirado? ¡Pero si eres un enclenque! ¡Túno puedes ni con la pala!

Intenté acordarme de cuánto pesabala pala, y pensé que Alberto era un tipolisto. De los más listos que habíaconocido nunca.

—Mira —se me acercó—, no sé porqué lo haces, pero yo sé que me estásengañando. Que también quieres engañaral juez. Y, de verdad, no lo entiendo. Nosé por qué quieres hacerte esto. ¿Teapetece pasarte cinco años en la cárcel?¿Es eso? ¡Joder, reacciona, Éric!¡Pareces imbécil!

Se alteró tanto que tuvo que salir.

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Me dejó un momento solo, con las fotosde Marta toda desencajada. Fuehorrible. No las quería mirar, pero nopodía evitarlo, y me sentía fatal. Albertotenía que ir al lavabo y creo que se mojóla cara con agua fresca. Cuando volvióestaba más sereno. Puso un tono de voznormal cuando me dijo:

—Éric, ¿quizá tienes miedo de algo?¿Hay alguien que te esté amenazando?

Pensé que le tenía que quitar esachorrada de la cabeza:

—Claro que no —contesté.—¿Hay alguien que te esté dictando

lo que tienes que decir y lo que no?¿Estás encubriendo al verdaderoasesino?

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—¡No, no, no, NOOO! —meescuché gritar de pronto. Ahora era yoquien perdía los estribos. Solo por unmomento, se me pasó enseguida.

Me dolía la cabeza. Quería que todoacabase y marcharme de allí, olvidaresa mierda de conversación.

Alberto guardó las fotos en lacarpeta. El cuerpo destrozado de Martadesapareció por fin. Sentí un alivioenorme.

—He hablado con Rubén, tu primo—levanté la cabeza, alerta. Alberto lonotó—. Testificará en el juicio. Creoque no me va a gustar lo que dirá. ¿Túsabes algo?

—Ni idea —esta vez dije la verdad

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—. Y se llama Ben.—¿Qué tipo de relación tienes con

Rubén?—La normal. Somos primos.—¿Trabajas para él?—No.—¿No? —otra vez empezó a gritar

—. Tu primo es el segundo camello másimportante de todo El Prat. ¿No sabíasque es como un supermercado de droga?Por encima de él solo está el clan de losMedina.

—No lo sabía —mentí (pero amedias).

—¿Os visteis aquella noche? Lanoche de los hechos.

—No.

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—¿Ben estaba en casa?—No.—¿Entonces cuándo volviste a

verle?—No me acuerdo.Alberto dio un puñetazo en la mesa.—¡Basta! Deja de tomarme el pelo.

¿Piensas colaborar o no? No es a mí aquien van a condenar por asesinato.

Bajé la cabeza y busqué a mi amigala mancha. La encontré y me concentréen ella.

Alberto se levantó, recogió suspapeles, se puso la chaqueta, se enjugóel sudor de la frente con la palma de lamano. Cuando estaba a punto de salir, segiró para mirarme y me dijo:

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—Mira, tú di lo que te dé la gana.Cuéntale al juez todo tipo de historias deciencia ficción, si quieres. Yo piensomantener la línea de defensa que habíaprevisto y pienso decir que no esposible que enterrases tú solo a esapobre chica. Y que si no la pudisteenterrar tú solo, es probable quetampoco la mataras tú solo. Que quizá nisiquiera la mataste tú. Eso es lo quepienso decir, y ya veremos cómo mesale. Y si no te gusta, me da igual.Adiós, chaval.

Abrió la puerta y salió. Fuera, elguardia de seguridad me miró concuriosidad. Como yo no hacía nada,volvió a cerrar la puerta.

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Buen tío, este Alberto. De losmejores que he conocido. Creía en lajusticia y en la buena gente. Deberíanexistir más abogados como él. Habríahecho una defensa magnífica, si yo no sela hubiera estropeado.

Lamenté de verdad no poder ser eltipo de persona que él veía en mí.

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T

Minifalda

al vez esto debería habértelocontado antes, mucho antes. Si a

estas alturas aún no has dejado de leer,tienes derecho a saber quién era MartaVillanueva. Si haces una búsqueda enInternet encontrarás un montón deinformación, fotos, noticias, incluso sumuro de Facebook. La gente ha idodejando todo tipo de mensajes decondolencia, pero si buscas bien, podrásencontrar su última entrada. Es de lanoche en que murió, a las ocho de latarde. Hay un texto y una foto.

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Todo esto lo sé por el juicio, dondese dijeron un montón de cosas. Antes deque me detuvieran, a mí nunca se mehabía ocurrido mirar en el muro deMarta, aunque era compañera de clase yla tenía entre mis amigas. La típicaamiga que solo se acuerda de ti cuandonecesita algo: que le pases unos apunteso que seas el intermediario entre ella yel tío del que se ha colgado.

Más allá del instituto, no teníamosninguna relación. Es difícil tener tratoscon las chicas de 15 cuando tú tienes 14.Tienen un montón de costumbres raras.Marta me ponía nervioso, estabademasiado loca. Iba detrás de Ben sindarse cuenta de que hacía el ridículo. Se

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maquillaba como un payaso, y se poníalas minifaldas más mini que he visto enmi vida. No le quedaban nada bien,porque tenía las piernas demasiadoflacas. Ben nunca le hacía caso, peroella insistía. Era una pelmaza.

Todo empeoró cuando consiguió elnúmero de teléfono de mi primo. Lellamaba sin parar. Ben incluso se enfadóconmigo.

—¿Les has dado tú mi número a laimbécil esa? —me preguntó.

—¿Yoooooooo? —protesté—, ¿quédices? Yo solo te la quito de encima.

Le llamaba (con número oculto) y nodecía nada, pero Ben sabía que era ella.A veces sonaba una música a máximo

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volumen. Qué bonito es el amor, québonito es divertirse, qué bonita es unaflor, qué bonito el arco iris… y cosasasí. Ben se ponía frenético.

Después comenzó a perseguirlo porla calle. Un día él la agarró por loshombros y le habló bien claro:

—Déjame en paz, ¿te enteras?¡Lárgate! No me gustas. No me cabrees.

Ella se fue llorando. Parecía que sehabía acabado, pero no. Le dio porenviarle poemitas. Poemas horrorosos,que podrían haber sido canciones deEstopa (¡le encantaban!) y que colgabaen su muro de Facebook, enlazando atodos sus conocidos (muchos lo erantambién de Ben, claro). Cosas como:

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Mi amor s’a cabreaoY el corazón se m’a parao.

O:

Me odias y no sé por qué,Porke yo siempre te querré.

Era patético. En el barrio algunosamigos comenzaron a preguntarle a Benpor qué no le hacía caso a la pobrechica. Y él se cabreaba todavía más.

Pero la gota que colmó el vaso fue eldía en que se volvió loca del todo y sehizo una foto desnuda (no es que se leviera gran cosa). Después la colgó en

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todas las redes sociales, acompañada deuna frase que decía: «Todo hesto quebeis es pa Ben González y daquí unrato lo tendra».

Solo una hora más tarde estabamuerta.

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E

Aviones

l juez quiso que le acompañarahasta «el escenario de los hechos».

Vinieron a buscarme un par de polis, meesposaron y me sacaron del centro en uncoche de esos que tienen un cristalantibalas entre los asientos de atrás y losde delante. Desde aquí hasta mi barriohay un buen paseo en coche. Pudepensar, refrescar la memoria. Lo repasétodo de arriba abajo. No quería meter lapata. Se ponen muy pesados los polis siles dices cosas que no cuadran. Nuncaestán contentos del todo, aunque les

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digas que eres un asesino y te declaresculpable. Tenía que estar muy seguro delo que iba a decirles.

Llegamos a la barriada de LasPalmeras a media mañana. Aparcamosel coche cerca del descampado de losaviones. Desde allí se podía ver la casade Ben, que tenía todas las ventanascerradas. Volver a verla me puso muytriste. Empecé a recordar cosas, y esoque aquel par no dejaba de hacermepreguntas (yo no contesté casi ninguna).Los recuerdos me ponen fatal.

Por ejemplo, recordé el Seat 127 desegunda mano de color rojo. El primercoche que tuvo Ben, el primero que vipor dentro en toda mi vida. Él aún no

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tenía 17 años, pero lo conducía como sital cosa. Molaba un montón el trastoaquel. Yo nunca había conocido a nadieque tuviera un coche. Mi padre conducíacamiones, pero no eran suyos.

El mismo día que se compró el Seat127 rojo, mi primo me esperó en lacalle. Yo vivía aún con mi padre, era uncrío. Recuerdo muy bien que empezabaa hacerse de noche.

—¿Te apetece dar una vuelta? —propuso Ben.

Subí al coche de un salto, muyemocionado. Allí dentro había unmontón de botones y palanquitas, peroBen no me dejó tocar nada.

—Estate quieto, enano. Si rompes

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algo, te corto la mano —dijo.—¿Es tuyo? —pregunté.—Claro. ¿No lo ves?—¡Uala! ¿Te lo has comprado?—Más o menos. Lo he ganado en

una partida.—¿De cartas?—De póquer. Y ahora calla y

agárrate.Habíamos rodeado las pistas del

aeropuerto hasta llegar al descampadode los aviones. En cuanto las cuatroruedas pisaron tierra, Ben giróbruscamente el volante y el cochederrapó a lo bestia, como en laspelículas. Él soltó un grito:

—¡Yujuuuuuuuuuuuuu!

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Y yo le imité. Lo repetimos variasveces, hasta que comenzamos amarearnos un poco.

Seguro que el descampado de losaviones tiene otro nombre, pero nosotrosnunca lo supimos. Lo llamábamos asíporque era una gran explanada justo allado de las pistas del aeropuerto. Losaviones que aterrizaban pasaban tancerca que daba miedo que se nos fuerana caer encima. Hacían un ruido de mildiablos. Por la noche era todo unespectáculo.

Dimos un par de vueltas más y nosdetuvimos, con las ventanillas bajadas.Ben encendió un cigarro. Esperamos aque aterrizara el primer avión. Por la

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derecha se acercaba uno, ya estaba muycerca.

—Mira, enano, ¿ves aquellas casasde allí? —Ben señaló las luces de labarriada de Las Palmeras, tres calles decasas bajas que forman una especie deisla apartada de todo—. Muy prontoviviremos allí, ¿querrás?

—Tío, claro. Ese sitio es alucinante.¿La casa también la vas a ganas alpóquer?

No contestó. Miraba hacia su futuracasa con la cabeza recostada en elasiento.

—Y algún día nos largaremos deaquí —añadió—. Este lugar es unvertedero.

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—¿En serio? —pregunté—, ¿yadónde vamos a ir?

—A Barcelona —lo dijo como sifuera lógico, como si no hubiera otrositio mejor donde ir—. A Gracia. Graciamola mucho. Hay bares por todas partes.

—Sí —yo no sabía ni qué eraGracia, pero siempre le daba la razón ami primo.

—¿Sabes una cosa? ¡Tienes queaprender a conducir! ¿Quieres probar?

—Vale.—Ven, cámbiame el sitio.Nos cambiamos: él en el asiento del

copiloto; yo frente al volante. Yo aún nohabía terminado de dar el estirón y nollegaba bien a los pedales. Tuve que

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avanzar un poco el asiento. Entonces miprimo me impartió la primera lecciónteórica: dónde estaban el embrague, elacelerador, el cambio de marchas, elpedal del freno y el freno de mano.

—Lo más importante es que sepasdónde tienes el freno de mano, enano. Sives que te la pegas, siempre puedes tirardel freno de mano.

—Sí.—Y ahora escúchame bien. Tienes

que pisar el embrague para cambiar demarcha. Pon primera. Está aquí, arriba ya la derecha. No quieras correr. Si sabesir despacio, ya sabes conducir. Pones lamarcha, aceleras un poco, con cuidadode que no se te cale, pones el

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intermitente, giras el volante y cuandoestés preparado sueltas despacito elfreno mientras aprietas el embrague y elacelerador al mismo tiempo pero consuavidad… ¿Lo entiendes?

Demasiadas cosas juntas. No podíaser que todo aquello se tuviera quehacer al mismo tiempo. No iba aacordarme ni de la mitad.

Solté el embrague demasiado rápidoy el coche dio un salto como de gatoasustado.

—¡Lo siento! —exclamé.—Vuelve a empezar. Aprieta el

embrague. Pon en marcha el coche,vamos.

—No puedo, Ben —me había

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llevado un buen susto—. Mejor lodejamos para otro día.

—Pero, ¿qué dices? —me miró muyenfadado—. ¡Pues sí que te rindespronto! Vamos, gallina, pon en marcha eltrasto.

Le hice caso. Al tercer intentoconseguí que el coche recorriera unoscien metros. Me sentí muy orgulloso.

Después del Seat, llegó elVolskwagen Scirocco. Una especie detorpedo de color negro, tuneado con unpar de alerones alucinantes de colordorado. Parecía una nave espacial. Yestaba nuevo, a estrenar. Ben lo pagócon billetes de quinientos. Lo sé porquelo vi, yo iba con él. El dueño del

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concesionario abrió unos ojos como delechuza al ver los billetes que mi primoiba dejando en un montón sobre la mesa,uno tras otro. Cuando solo faltaba elúltimo, Ben se detuvo y dijo:

—Ahora que lo pienso… ¿No vas ahacerme ningún descuento por pagar alcontado? ¿No crees que deberías?

En los labios del hombre se dibujóuna sonrisa nerviosa.

—La verdad es que me gustaríamucho, en serio, pero no puedo, yo nosoy quien decide estas cosas. Es unaorden que siempre llega desde lacentral. Los precios hoy en día estánmuy ajustados…

Entonces Ben se acercó al vendedor

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y le dijo al oído:—¿Te has dado cuenta de que

últimamente hay un montón de incendiosen este polígono? Qué casualidad, ¿nocrees? No me gustaría nada que se tequemara la tienda esta noche. ¿Cuántapasta tienes aquí dentro? —Ben echó unvistazo a su alrededor.

—Mucha —balbuceó el hombre.—Yo diría que quinientos euros no

son nada, comparados con la pasta quepodrías perder…

—No, no, tienes razón. No es nada.Muy bien. Te hago el descuento —sudaba, se dio mucha prisa en hacersecon la pila de billetes.

Ben sonrió, satisfecho.

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—Ya sabía yo que íbamos aentendernos, chaval —me dijo,recogiendo las llaves.

Subimos al coche. Olía a nuevo. Unolor distinto a nada que yo hubiera olidoen la vida. Por dentro era todavía másalucinante. Tenía un navegador conpantalla, un sistema que te avisabacuando ibas a chocar e incluso unconector para escuchar música desde elmóvil. Creo que grité de emoción.

Entonces Ben se sacó el billete de500 euros del bolsillo.

—Toma, enano, esto es para ti. Paraque celebres que tenemos coche.

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E

El juicio

n el juicio pasó lo que tenía quepasar. Cuando Ben salió a declarar,

tenía aspecto de estar hecho polvo. Elfiscal le pidió que contara lo queocurrió aquella noche. Él lo hizo. A sumanera, claro.

Dijo que yo estaba loco por Martadesde la fiesta de Halloween, pero queél nunca habría imaginado que fueracapaz de aquello. Dijo que yo era comoun hermano para él y que estabadestrozado. Dijo que él no era ningúnmodelo para nadie, pero que no era

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capaz de matar ni a una mosca. Dijo queMarta le gustaba mucho y que estabapensando en pedirle que saliera con él.

Fue muy convincente. Incluso a míme lo pareció.

La noche de los hechos, continuó, lapasó en el bar Carmen jugando alpóquer con unos amigos. Kevin,Marcelo y otro colega. Los tresdeclararon confirmando su versión. A míme dejaron en casa porque erademasiado pequeño para jugar alpóquer. Llegó bastante después delamanecer, pasadas las once de lamañana. Se sentía muy cansado y se fuedirecto a la cama. No notó nada raro nien el coche ni en ninguna otra parte. Yo

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no estaba en casa, dijo. Pensó que debíade estar en el instituto, por eso no seextrañó. Eso fue lo que dijo.

Y también que todo continuó como sital cosa hasta el sábado de aquellamisma semana. No vio nada raro en micomportamiento. Hasta que de pronto unperro que paseaba por el descampadode los aviones en compañía de su amovio algo que sobresalía del suelo ycomenzó a cavar. Apareció el cuerpo deMarta. Aún llevaba su mochila colgadaa la espalda (los asesinos no debían deser unos expertos) y enseguidaaveriguaron quién era, dónde estudiaba,quiénes eran sus amigos. Fue fácil seguirlas pistas hasta dar con nosotros. Ben se

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sintió muy conmocionado al conocer lanoticia. Al principio no se lo podíacreer, dijo. Es muy difícil aceptar quealguien le haga tanto daño a otrapersona, dijo. Y más a alguien tan joven,con toda la vida por delante, tan vital yoptimista como era Marta. No merecíamorir, Marta no se lo merecía (y se lerompió la voz al pronunciar de nuevo sunombre). Te prometo que fue así mismo.

Cuando le detuvieron hizo todo loque le dijo la policía porque él nuncadesobedecería a los cuerpos deseguridad del Estado. En ningúnmomento sintió miedo porque él nohabía hecho nada. Después pasó unatemporada muy deprimido, porque no

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podía creer todo aquello que estabapasando: que Marta estuviera muerta yque yo fuera su asesino. Yo era como unhermano para él. Nunca lo habríaimaginado de mí (y se llevó el índice yel pulgar a los lagrimales, parademostrar que solo de pensarlo le dabanganas de llorar).

Incluso a mí se me hizo un nudo en elestómago al escucharle decir eso. Benhabría sido un actor impresionante.

El abogado le preguntó si teníapruebas de lo que había dicho de latimba en el bar Carmen y Ben le enseñóalgunas fotos. También le preguntaronqué sabía de mi relación con Marta. Benrespondió que había tardado mucho en

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darse cuenta de que yo estaba loco porMarta y que tenía muchos celos de él.No se perdonaba no haberse dado cuentaantes, añadió. Si lo hubiera hecho (yotra vez se le rompió la voz), las cosashabrían sido de otra manera. Lepreguntaron si pensaba que yo era unapersona violenta. Y dijo: «Éric siempreha sido muy callado, es difícil saber aciencia cierta qué está pensando».

Después quisieron saber si porcasualidad me había visto alguna vezllevando algún objeto contundente. Unapala, por ejemplo. Dijo que aquellosdías no me había visto demasiado, quehabía tenido mucho trabajo.

Entonces le preguntaron si sabía

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dónde estaba el móvil de Marta. Eldichoso móvil Nokia de los Teletubbies.Respondió que no lo había visto nunca yque no sabía dónde estaba.

Luego salió Vero, la amiga de Marta,y dijo que yo era un tío muy raro, que nohablaba nunca de nada y que siempre ibaa mi rollo. También dijo que me habíavisto mirar a Marta de una manera rara yque no sonreía nunca. Que era imposiblesaber qué se me pasa por la cabeza. Quea veces yo le daba miedo pero quetambién le gustaba. Un poco, dijo, y nome quedó nada claro qué había queridodecir. Que le daba miedo… ¡Esincreíble!

Cuando me preguntaron a mí, dije

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que todo el mundo tenía razón. Todo elmundo menos Alberto, claro. Albertoestuvo genial. Hizo comparecer a unexperto para explicar que es imposibleque un enclenque como yo desaloje élsolo una tonelada y media de tierra enapenas seis horas. Presentó informesforenses basados en mi afición a leer, enmis buenas notas, en mi vida aburrida ynormal. Pero no hubo nada que hacer.Las pruebas eran irrefutables.

Fue lo más fácil del mundo.El juez dictó su veredicto: soy un

asesino.Alberto se fue sin decirme adiós.

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D

Ejecución penal

e todo lo que te acabo de contarhace más de cuatro años. Cuatro

años, cuatro meses y 12 días. Dentro deocho meses me dejarán salir. Si te dijeseque tengo miedo, te engañaría. Estoycagado.

Aquí dentro las cosas no me han idomal. En estos más de cuatro años solome han castigado una vez, ya sabes porqué. El resto del tiempo he sido uninterno modelo, nada problemático, quemerece todos los incentivos. Hasta quepasó aquello del médico y el ordenador,

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yo era de Nivel 3. Ser un interno deNivel 3 quiere decir que tienes derechoa algunas cosas. A recibir llamadas (yonunca recibí ninguna), a recibir másvisitas (tampoco), a irte a la cama trescuartos de hora más tarde que losinternos de Nivel 1, a trabajar en eltaller de montaje de bicicletas o aescuchar música en un MP3, si es que lotienes.

Yo tengo MP3 porque me lo regalóuna amiga. Se llamaba Merche y erapreciosa. Una chica realmente guapa, delas que no puedes dejar de mirar. Todoel mundo la observaba, incluso los deseguridad. Era imposible no hacerlo, deverdad. Se marchó hace más de tres

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años y no he sabido nunca más de ella.El día antes de salir estaba insoportable.Hablaba mal a todo el mundo, incluso alos educadores. Le tuvieron que llamarla atención. Cuando se calmó un poco lepregunté qué le pasaba, si no estabacontenta de ser libre otra vez. Me mirómuy fijamente, con esos preciosos ojosverdes que tenía, y me dijo con muchatristeza:

—Mírame, Ric. Mírame bien. Mipadre está en la cárcel Modelo y mimadre en la de La Roca. Yo no tengo anadie fuera, ni ningún sitio a dónde ir.¿A qué te parece que puedo dedicarme?¿En qué crees que puedo trabajar? Notengo estudios. No tengo nada. Solo

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tengo esto —se señaló a sí misma, depies a cabeza.

Tenía los ojos llenos de lágrimas. Yningún futuro por delante. Antes de irseme dio un abrazo y me regaló su MP3.

—A partir de ahora le sacarás másprovecho tú que yo —me dijo.

Provecho. Este es el problema.Somos los excrementos del sistema.Nuestra vida está marcada por estas dospalabras: «Ejecución penal». Al díasiguiente de habernos puesto en paz conla sociedad, ella se desentiende denosotros por completo. Se supone queestamos aquí para hacernos mejorespersonas, para entender que lo quehicimos está mal y que no debe

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repetirse, para arrepentirnos. Sinembargo, una vez nos hemos reformado,nadie sabe qué hacer con nosotros. Seabre la puerta y eres una persona comotodas. Pero en realidad no lo eres. Quizáno lo serás jamás.

A pesar de todo, muchos loconsiguen. La mitad de los delincuentesjuveniles, más o menos, no vuelve adelinquir nunca más. Pueden llevar unavida normal. Encontrar trabajo, casarse,tener hijos, endeudarse, tener un sueldomiserable y unos problemas demierda… como todo el mundo. La otramitad no tiene tanta suerte.

Algunos vuelven. Al día siguiente odos días después de haber salido de

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aquí. Rondan por la puerta, preguntanpor el director, quieren entrar.

—Por favor, tío, solo un ratito.Juego un partido de fútbol con loscompañeros y me voy. Anda, déjamesaludar a los colegas. Solo un rato…

El director no les deja traspasar lapuerta.

—Ahora eres libre, chaval. Vete ybúscate la vida. Aquí ya no te quedanada por hacer.

Ejecución penal. Eso es.Parece bueno, pero no.Dentro de 223 días seré libre. Solo

hay una cosa que me hace esperar esemomento con ilusión.

¿Me dejarás invitarte a un café? No

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te imaginas lo que daría por mirarte alos ojos, Xenia. Solo por eso, tantomiedo habrá valido la pena.

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E

Clanes

n cuatro años pueden pasar muchascosas. Cosas que no te esperas, que

lo cambian todo.Solo he salido una vez desde que

estoy aquí. Fue para ir a un entierro. Meacompañó Carlos, el director. Fue el díamás triste de mi vida.

Éramos cuatro gatos. Kevin, mi tíaCarmen y mi tío Anselmo, Marcelo ydos o tres habituales de las timbas depóquer del bar. Mi padre no fue, peromandó un ramo de flores. En sudiscurso, el sacerdote habló de las

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trompetas de Jerusalén y de los ángelesdel paraíso. También dijo que siemprees una gran desgracia que nos deje unapersona en la flor de la vida. 24 años. Elsacerdote llamaba Rubén a Ben. «Hamuerto en trágicas circunstancias, llevóuna vida difícil, desviada del rectocamino, pocas veces fue un modelo deconducta, pero ahora ya está conNuestro Señor que le perdonará todossus pecados y para él se abren lasmurallas de Jerusalén».

Ben murió de una paliza.Últimamente se había adentrado en unterreno demasiado peligroso. Habíaempezado a vender droga en la zonacontrolada por el clan Medina, una

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familia de más de 30 miembros quedefendían su territorio como leones. Leesperaron a la salida de una timba, learrastraron hasta el descampado de losaviones y le pegaron hasta que perdió elsentido. Kevin vio cómo se lo llevaban,pero prefirió huir antes que ayudarle. Lapolicía encontró el cuerpo cuandocomenzaba a clarear el día. Tenía lacara tan brutalmente desfigurada que nisiquiera le reconocieron. Estabaretorcido sobre sí mismo, como un fetodentro del claustro materno. Dijeron quepara matarle los asesinos emplearonpiedras, o ladrillos o barras de hierro otodo al mismo tiempo. También lerobaron el fajo de billetes que siempre

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llevaba encima. El móvil, no. El móvillo encontró la policía. Tenía la pantallarota, pero aún funcionaba.

De eso hace ya más de un año. Aúnno han detenido a ninguno de losculpables.

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P

Nokia

ocos días después del entierro, mitía vino a verme. Se la veía muy

serena, como siempre. Un poco másvieja que la última vez.

—Nunca me gustaron las compañíasde tu primo —me dijo, a modo depreámbulo—. ¿Te acuerdas del gordoese, cómo se llamaba?

—Kevin.—Eso. ¿Sabes que desapareció del

barrio? Nadie le ha vuelto a ver.«Igual que los patos del lago de

Central Park», pensé, a saber por qué

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razón.Carmen había hecho un esfuerzo por

venir a la prisión. Tenía algo quedecirme. Algo importante para ella.

—Ben ha dejado algunas cosas parati —dijo.

—¿Para mí?—Hace un par de meses le pidió a

Marcelo que te las trajese si a él lepasaba algo. Pero a mi hijo no le gustanlos sitios como este, no se lo tengas encuenta. Además, está hecho polvo. Él yRubén eran muy amigos, ya lo sabes.

—Sí —contesté, y me acordé detodas aquellas fotos que estaban en elprimer móvil que Ben me regaló.

—Por eso estoy aquí —continuó mi

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tía—. Era la voluntad de mi hijastro. Lasvoluntades de los muertos hay quecumplirlas. Estaré más tranquila despuésde haberlo hecho, ¿comprendes?

Asentí.—Lo metió todo en una caja de

zapatos. No me dejan dártela, pero mehan dicho que te la guardarán hasta quesalgas de aquí, que entonces te lo darántodo.

—Muchas gracias, tía, de verdad —dije—. ¿Sabes qué hay en la caja?

—Sí. Las llaves de su piso deBarcelona. Una baraja de cartas depóquer. Y un montón de móviles. Laverdad, no creo que valgan gran cosa.Los hay de todo tipo, incluso uno

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horroroso con una funda de losTeletubbies. Él sabrá por qué quería quetuvieras toda esa chatarra. Rubén eramuy raro… Yo no entiendo nada, peroya da igual.

—Seguro que le sacaré algúnprovecho, tía —dije, antes de repetir—:Gracias. Gracias de verdad.

Ella negó con la cabeza, me dio unabrazo y me susurró al oído:

—Cuídate, rey.Esa noche pensé mucho en la caja de

zapatos y en los móviles. Creo queadiviné las razones de Ben al guardarmetodo eso. Mi primo siempre lo teníatodo previsto. Después de muerto seguíaigual. Y me quería. De una manera rara,

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pero ahora sé que me quería.

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L

Dos palas y un pico

a tarde en que Marta Villanuevamurió, yo estuve en la biblioteca.

Era viernes, el inicio de un largo fin desemana en que el lunes también erafiesta. Quería algo que leer para evitarmorirme de aburrimiento. Estuve unbuen rato charlando con la bibliotecaria.Nos habíamos hecho más o menosamigos. Siempre me preguntaba por loslibros que me había leído; le gustabasaber mi opinión, si les encontrabaalgún fallo. Me recomendaba otrosnuevos. Era simpática conmigo. Y tenía

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un montón de paciencia. A veces hacefalta un montón de paciencia para seramigo de alguien que habla tan pococomo yo. Te aviso por si acaso te estásplanteando ser amiga mía, Xenia. Si hasleído esta carta hasta aquí, debe de serque no te importaría ser amiga mía.Suponiendo que esto se puedaconsiderar una carta, claro.

Te decía que aquella tarde estuvehablando mucho con la bibliotecaria.Dudaba entre dos libros, pero finalmenteme decanté por uno muy famoso: Elprincipito, de Antoine de Saint Exupéry.A mí me parecía un cuento para niños,porque lo había ojeado un poco yempieza con una serpiente que se come

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un elefante pero que parece unsombrero. Además, la cubierta era decolorines. Sin embargo, la bibliotecariame dijo que a veces lo que parece másfácil es en realidad lo más difícil y mepidió que le diera una oportunidad allibro, porque estaba lleno de ideas muyinteresantes. Lo hice por ella. Encualquier caso, era muy corto. Si no megustaba, lo podía devolver al díasiguiente.

Ahora me doy cuenta de que nisiquiera sé cómo se llamaba labibliotecaria.

Rellené la ficha y saqué el libro conel carné. Me dieron el marcapáginas desiempre, donde estaba escrita la fecha

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en que lo tenía que devolver. Escondí elejemplar dentro del pantalón y tiré haciacasa (es decir, hacia casa de Ben). Paraentonces ya hacía seis o siete meses quevivíamos en la barriada de LasPalmeras. Él estaba todo el día fueraatendiendo sus negocios y yo ya no teníaque volver a dormir al centro deacogida, porque ahora Ben era mayor deedad y había pedido permiso paraacogerme. Todo iba bien.

Cuando llegué a casa, el Scirocco noestaba en la puerta. No me pareció raro:Ben siempre estaba fuera. Me hice unbocadillo de jamón para cenar, puse latele y me tumbé en el sofá con la novelade Saint Exupéry y una cerveza. Al

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principio, el libro me pareció pocooriginal e insoportable, pero poco apoco me fue atrapando. ¿No crees quelos libros a veces logran convencerte?Incluso de cosas que jamás habríasimaginado.

Leí unas cuantas horas, ajeno a todo,también al paso del tiempo. Mequedaban muy pocas páginas cuando oíllegar un coche. Lo reconocí por elsonido. Era el Scirocco de Ben. Miré elreloj: la una y media. Un momentodespués se abría la puerta de casa y miprimo entraba a toda prisa.

—Enano, despierta, me tienes queayudar con una cosa. ¿No has visto losmensajes?

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Miré mi móvil, que estaba sobre lamesa, en silencio (me gusta el silencio,ya lo he dicho). Leí los mensajes. Todoseran iguales. Me lo había enviado seisveces:

«Ncsito k mayudes tngo 1 marrón.Vengo a las 2 masomenos».

Me calcé. Mi primo parecíapreocupado, sudaba. Dejó algo sobre lamesa. Un móvil Nokia de color rojo, conuna carcasa horrible de los Teletubbies.

—¿De quién es? —le pregunté.—De Marta. La pesada. Hoy me ha

hinchado las narices —dijo.—¿Te lo ha regalado? —pregunté,

porque no entendía nada.—Está muerta. La he atropellado. Se

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me ha ido la olla, tío —anunció y loslabios le temblaban.

—¿Cuándo? —quise saber.—Antes de la timba. A las ocho o

así.—¿Qué ha pasado?—Estaba muy quemado, tío. No he

podido evitarlo. Me ha tocado loscojones. La he atropellado tres veces.

—¿Y luego habéis ido a la timba?Kevin, que hasta ese instante había

estado callado y miraba desde el rincón,como un ente raro, añadió:

—Y tu primo ha ganado una pastagansa. ¡Estaba en racha!

Yo intentaba imaginar lo que meestaban contando: Ben había matado a

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Marta entre las ocho y las nueve y sehabía ido tranquilamente a la timba delbar, donde había ganado una fortuna. Yahora, cinco horas después, de repentese había acordado de lo que había hechoy se estaba cagando.

Ben abrió un armario, sacó unabotella de ginebra y bebió a morro.Cogió el Nokia, lo abrió, y nos enseñólas fotos. Había un montón suyas, todasrobadas. Esa tía estaba colgadísima y nohabía parado hasta hacerle cabrear deverdad.

—¿Y dónde has dejado a Marta? —pregunté con un hilo de voz.

—En la explanada de los aviones —y como si recordara algo, añadió—:

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Tienes que ayudarnos, Ric. Tenemos quehacer una cosa antes de que amanezca.Para que no la encuentren. Venga,vamos. Lo haremos entre los tres.

Le hice caso. Yo siempre hacía casoa Ben, desde la vez en que me salvó dela bulldog rubia a la salida del cole.Subí al Scirocco. Kevin se puso delante,al lado de mi primo. Cuando Benarrancó, eché de menos la música. Bensiempre conducía con la música a tope.Esa noche no. Esa noche todo erasilencio. Pero era un silencio que nomolaba.

Paramos un momento en casa deKevin. A buscar una cosa, dijeron. Labola de grasa bajó y regresó con dos

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palas y un pico. A veces, Kevintrabajaba de albañil. Tenía la casa llenade herramientas. Con todo el materialnos fuimos a la explanada de losaviones. Yo todavía no tenía ni idea dequé íbamos a hacer allí. Cuando vi queparábamos al lado del muro, me dicuenta. En el suelo había algo. Al bajarreparé en que era Marta Villanueva.

—Aquí mismo —dijo Ben,señalando un lugar donde la tierraparecía más blanda.

No estaba blanda. Costaba unmontón moverla. Y eso que Kevin ibaabriendo paso con el pico, pero ni poresas. Con un montón de esfuerzo, y sinparar ni un segundo, entre los tres

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conseguimos cavar un agujero no muyprofundo. Lo bastante para meter elcuerpo. Una sola persona no podríahaberlo hecho ni en broma.

Entonces Ben me ordenó:—Vuelve al coche, enano.En cualquier caso, desde el asiento

de atrás lo vi todo.Alzaron el cuerpo de Marta y lo

arrojaron en el agujero. Se llevaron unbuen susto al darse cuenta de que lachica todavía se movía. Aún le quedabaun aliento de vida. Entonces Ben cogióla pala, saltó dentro del foso y la golpeómuy fuerte, varias veces. Tres o cuatro.Fue un sonido feo. Estaba amaneciendo.Tenían que acabar de una vez.

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Echaron la tierra de nuevo dentrodel agujero. Alisaron un poco elmontículo, o lo intentaron. Luegometieron las herramientas en el maleteroy subieron al coche.

Me extrañó que Ben no tirase haciael barrio. En lugar de eso, condujo porla carretera hasta la rotonda y continuóhacia el río. Conducía muy deprisa,como poseído. Se metió por el puente,como si quisiera cruzarlo para ir haciaBarcelona, pero paró de repente. Elagua del río bajaba sucia, igual quesiempre. Nuestro río es un río de bajaestofa, como nuestro barrio, comonosotros. Un río que no desentona con elresto del paisaje ni con la gente que lo

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habita.Mi primo bajó del coche, miró a

todas partes para asegurarse de que novenía nadie. A esas horas, allí no habíani Dios. No era la típica noche en que lagente se anima a salir a dar una vuelta.Hacía un frío del demonio.

Ben abrió el maletero, sacó el pico ylas dos palas y lo tiró todo al Llobregat.Kevin dio un grito y bajó rápidamente laventanilla del coche:

—¡Eh, tío, eso es mío!Pero Ben no le hizo ni caso.

Comprobó que las herramientas sehabían hundido y volvió a subir alScirocco. Giró por el medio de lacarretera y volvió al barrio para dejar a

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Kevin en su casa. La bola de grasa nisiquiera se despidió; estaba muyenfadado porque Ben había tirado al ríolas palas y el pico. Antes de dejar quese fuera, mi primo le prometió:

—Te pagaré todo, colega. Mañana tedaré mil euros.

Kevin ganaba bastante haciéndole aBen algún trabajillo sucio. Lo de aquellanoche fue más de lo normal. El dineroformaba parte de sus rollos raros. Kevinse marchó sin ni siquiera mirarnos.

Volvimos en silencio a LasPalmeras. No podíamos dormir. Ben seacabó la botella de ginebra y estuvo unbuen rato limpiando el parachoques delcoche con un trapo. No quiso contarme

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nada más.De hecho, no me dijo nada hasta el

martes por la mañana. Yo todavíadormía cuando vino a despertarme.

—Enano, escúchame bien. La pasmaha encontrado el cuerpo de Marta. Laestán desenterrando —me dijo.

Me quedé paralizado.—Me tienes que salvar el cuello,

Ric. Esto va en serio. Si me pillan, mecaerán más de veinte años y saldrécuando sea un viejo. No podremos hacernada de lo que hemos planeado. ¿Verdadque me ayudarás?

Me lo quedé mirando fijamente,como cuando de pequeños jugábamos aver quién aguantaba más sin reírse.

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Siempre ganaba él.—Tú tienes 14 años, Ric —

prosiguió. Hablaba muy deprisa—. Sidices que lo hiciste tú, te caerán solocinco años en un centro de menores, quese parece más a un instituto que a unaprisión. Será como un trámite, despuéssaldrás en libertad vigilada. Te tendrásque portar bien, pero serás libre. ¡Sinantecedentes penales ni nada, tío! Si mepillan a mí, todo se va a la mierda.Cuando salgas yo te estaré esperando.Nos iremos a vivir a otra parte. Seremossocios. Yo nunca te fallaré, enano. ¿Quédices? ¿Te lo pensarás?

No tenía que pensar nada. Yo habríahecho cualquier cosa por Ben. Era toda

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mi familia. Sin él, no habría llegado amayor.

—Explícame bien qué tengo quedecir. No quiero meter la pata —contesté.

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Y

Préstamo bibliotecario

ahora ya sabes toda la historia,querida Xenia. Pensaba que jamás

se la contaría a nadie. Antes deconocerte, me daba lo mismo lo que lagente pensara de mí. Antes de ti, todome daba lo mismo. Incluso que pensaranque soy un psicópata asesino.

No pude devolver a la biblioteca ellibro de Saint Exúpery. Debo de haberacumulado tantos puntos de penalizaciónque nunca más querrán hacerme el carné.Y la bibliotecaria debe de estar muyenfadada conmigo. Eso sí que me duele.

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Ya lo dicen las estadísticas: losasesinos de 14 años son muy raros. Elaño en que yo llegué a este sitio, solohubo tres, contándome a mí.

A veces me pregunto qué hicieronlos otros dos.

Igual no hicieron nada.

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IIILOS PATOS EN

INVIERNO

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El taxi me dejó en la puerta. Mamáme acompañaba. Mientras ella

pagaba al conductor, yo eché un vistazoa la entrada del edificio. Por fueraparecía un instituto, pero había rejas ycámaras por todas partes.

Desde detrás de una ventanilla, unapolicía nos pidió que dejáramos todosnuestros objetos personales en unataquilla —nos entregó un llavín—,teléfonos móviles incluidos. Lo hicimossiguiendo todas sus instrucciones. Lapuerta se abrió con un zumbido. Dentronos estaban esperando el director yAlberto, el abogado de Éric. Mamá lossaludó con un apretón de manos. Yo ledi a Alberto un par de besos en las

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mejillas, mientras el director mesonreía:

—Tú debes de ser Xenia —dijo.Me cayó bien enseguida.Cruzamos un pasillo de paredes muy

blancas, hasta llegar al despacho deldirector. A mí los nervios me carcomían.No podía dejar de pensar: «Estamosbajo el mismo techo, hoy por fin le voy aconocer, por fin». El despacho deldirector era un lugar alegre, conventanas que daban a una arboleda. Nospidió que nos sentáramos alrededor deuna mesa redonda y nos preguntó siqueríamos tomar algo. Respiré hondo.Por dentro me moría de los nervios.

El primero en hablar fue Alberto:

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—Tenemos argumentos suficientespara pedir la revisión del caso. Pruebasmuy contundentes. Hemos encontrado laspalas y el pico en el cauce del ríoLlobregat. Parece un milagro. Tenemoslos mensajes de los móviles que Rubénguardaba dentro de la caja —los suyos ylos de Marta— y tenemos la ficha de labiblioteca donde se ve con claridad quela noche del asesinato Éric estuvo allí ytomó en préstamo un libro. Me hacostado un poco localizar a labibliotecaria, porque ahora trabaja enotro sitio, pero finalmente me haasegurado que testificará. Se acordabamuy bien de Éric; incluso me contó eldía en que le recomendó la novela de

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Salinger. Dice que siempre le pareció unbuen chico y que cuando se enteró de lode Marta no terminó de creerlo del todo.Mañana mismo presentaré el recurso derevisión y pediré la nulidad judicial.Creo que tenemos muchas posibilidadesde ganar. Necesitaré que testifiques,Xenia.

—Por supuesto —dije.Todo aquello era culpa mía. Me

quedé en estado de shock después deleer el cuaderno de Éric. Pensé que teníaque hacer algo. Salvo yo, nadie mássabía la verdad de lo ocurrido. Nopodía quedarme como si tal cosa,aunque Éric no me hubiera pedido nada.O tal vez precisamente por eso.

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Le enseñé el cuaderno a mamá, quesiempre estuvo de mi parte. Sin ella nohabría podido hacer nada. Tambiénquedó muy impresionada. Juntas fuimosa ver a Alberto, le explicamos lo quesabíamos y le preguntamos si había algoque pudiéramos hacer. Él visitó a Éric yle pidió permiso para echar un vistazo alos móviles de la caja que le entregó sutía. Y Éric se lo dio, claro. Tardó unpoco en resucitar aquel montón detrastos viejos, pero cuando lo consiguió,las pruebas que buscaba desfilaron antesus ojos una tras otra: en el móvil deMarta estaban todos los mensajes queBen le envió la noche de los hechos(además de las fotos que ella le había

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hecho cuando estaba tan colgada de él, yde los mensajes que ella misma le habíaenviado). Pero lo mejor fueron losmensajes de Ben. Los había de todotipo, pero los más acusadores eran losque envió a su colega Kevin a la mañanasiguiente. No podían ser másreveladores:

«Estoy cagado, tío. Deberíamoshaber echado a la perra al río».

Otro:«Esta noche me ayudas y la echamos

al río».Pero no tuvieron tiempo de nada.Ben siempre lo guardaba todo, no

tiraba nada a la basura, no se desprendíade ningún cacharro y nunca tenía tiempo

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de borrar los mensajes. Nada de aquellole extrañó a nadie.

O tal vez lo hizo a propósito.Últimamente se estaba metiendo ennegocios peligrosos. Los Medina noeran un enemigo común y corriente. Bensabía que le podía pasar algo encualquier momento. Seguramente Kevinlo sabía también, por eso huyó. Tal vezBen lo había previsto todo. Alguientiene que pensar dónde se refugiarán lospatos cuando en invierno se hiele elestanque, ¿no? Hay que cuidar de laspersonas que quieres. Hay que prever enqué sitio seguro pueden escondersemientras llega de nuevo el buen tiempo.¿Dónde van los patos en invierno,

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cuando el lago se congela? A algún lugarseguro y confortable. No sufras porellos, Holden. Volverán en cuanto lleguela primavera. Ben siempre lo tenía todoprevisto, ¿no es verdad?

Alberto hizo un buen trabajo y seimplicó desde el comienzo. Él dice queporque siempre creyó que Éric erainocente. La aparición de nuevaspruebas, pues, únicamente le sorprendióa medias.

Ahora solo había que llegar hasta elfinal. El final era un juzgado, otro juicio,otra sentencia. Tal vez absolutoria, estavez. Para variar. Y sin consecuencias.Alberto confiaba en ello. Mi madredecía que Éric se lo merecía. Y yo

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sentía mi corazón a punto de explotarcada vez que pensaba en la posibilidadde que Éric quedara en libertad.

De momento era necesario tenerpaciencia. Estas cosas van despacio.Conviene saber esperar.

Esperar. Otra vez ese verbo odioso.De pronto salí de mi

ensimismamiento y regresé al centro dela reunión. No podía esperar ni unsegundo más. Mamá me lo notó.

—¿Le habéis dicho a Éric que Xeniaestá aquí? —preguntó.

El director negó con la cabeza y memiró.

—He pensado que lo mejor sería lasorpresa, ¿os parece bien? —y

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dirigiéndose a mí—: ¿Tienes ganas deconocer a tu amigo en persona?

—Muchas —respondí, pensando quenunca una pregunta había sido másidiota.

—¿Qué os parece? ¿Dejamos quelos chicos se vean cara a cara y nosotroscontinuamos con nuestra reunión mástarde? —propuso el director, mirando aAlberto y a mi madre.

Todo el mundo estuvo de acuerdo.Mamá me guiñó un ojo cuando eldirector me dijo:

—Ven conmigo, Xenia. Te acompañoa la sala de visitas.

Mientras recorría el pasillo penséque iba a desmayarme. El corazón me

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latía en las sienes y cada tres segundosme olvidaba de respirar. Cruzamos unpar de puertas, o tal vez tres. Entoncesel director me pidió que pasara a unahabitación de paredes blancas y mueblesblancos.

—Espera aquí un momento, porfavor, voy a buscar a Éric.

Me entretuve contando los segundos.Fueron 82. Hasta que la puerta se abrióy apareció un guardia de seguridad.Detrás estaba Éric, que tenía la mismacara de asustado que debía de tener yoen aquel mismo instante. Llevaba unospantalones vaqueros y una camisetanegra. Estaba más delgado de lo queimaginaba, pero también era mucho más

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guapo de lo que me había dicho. O iguales que le estaba mirando por dentro y nopor fuera.

Cuando el guardia se marchó, nosquedamos en silencio, mirándonos a losojos. No le hizo falta pronunciar nimedia palabra para mostrarme lo muysorprendido que estaba de verme allí.Ni lo muy feliz que se sentía. Laspalabras no son su fuerte, lo sé muybien. Por eso no le pedí ninguna.

Cuando quieres a una persona, tegusta que sea como es. También te gustaque te quiera. No preguntéis cómo, peroyo me di cuenta de que Éric me queríasolo por su manera de mirarme. Nuncanadie me había mirado así.

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Sin pronunciar palabra, se nosocurrió lo mismo al mismo tiempo. Nosdimos un abrazo. Uno de esos muyfuertes. Un abrazo con todo el cuerpopero también con toda el alma. Yo cerrélos ojos. Creo que él también. Eramucho más alto que yo, tenía un pechoancho y fuerte, me sentí bien allí desdeel primer momento. Estuvimos un buenrato abrazados, sin movernos. Despuésnos separamos y comenzaron laspalabras.

Pero lo más importante ya losabíamos.

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NOTA A LOSLECTORES

Las novelas son, a menudo, unarespuesta. Una respuesta indignada,consternada, emotiva, que confrecuencia no resuelve nada sino quelanza más preguntas, nada fáciles decontestar, sobre las que vale la penadetenerse un segundo a pensar. Amenudo me preguntan qué pretendoinculcar con mis novelas. Comienzo porcorregir el verbo. «Inculcar» es unverbo odioso. Yo no quiero «inculcar»ni que me inculquen nada. Yo deseo

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«contagiar», «invitar», «seducir». Todoello con lo único que tengo: lashistorias, las palabras. «Emocionar». Heaquí el verbo que más me interesa. Yeso es lo que pretendo: emocionar a losjóvenes lectores del mismo modo en quea mí me emocionaron las lecturas de miadolescencia. Aunque si consigotambién ni que sean cinco minutos dereflexión, la felicidad será completa.

La historia que aquí se ha contado esficticia, como sus personajes, aunque losescenarios son reales, lo mismo queciertas situaciones. El asesinato deMarta Villanueva se basa en un crimenreal, perpetrado por menores de edad aprincipios de los 90. La estadística

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también es cierta. La edición citada deEl guardián entre el centeno es laclásica de Alianza Editorial en lacolección Libro de Bolsillo. El InstitutoRicard Salvat en realidad no existe;tampoco el gimnasio Yom Chi. CanSalvà es real en todo, excepto en elnombre.

Las emociones que contiene estanovela le deben mucho a algunaspersonas, a las que agradezco su ayuda:

—A Ángeles Escudero, que le pusoexámenes a Xenia y me corrigió a mí.

—A Deni Olmedo, por hacer suyasmis emociones en los últimos 14 años.

—A Gemma Suñé, una mujer rápiday con contactos.

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—A Albert González Jiménez, quepodría haber sido el abogado de Éric.

—Al psicólogo y psicopatólogoforense Dr. Bernat-Noël Tiffon Nonis,que me hizo ver de qué somos capaceslos seres humanos.

—A Carlos González García, pormostrarme el mundo de los centros dereforma y regalarme su tiempo. Sugenerosidad cambió por completo estanovela.

—Y a Xenia, la real.