WHATS DEL MÁS ALLÁ de Rose Cooper

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CAPÍTULO 1

Anna

¿Fantasmas? ¿Pero qué dices?Los fantasmas no existen.

Annabel Craven intentaba convencerse a sí misma de que no había razón para estar aterrorizada cuando, de repente, la cerca de hierro forjado se cerró de un portazo a su espal­da con un ruidoso golpe metálico. Entonces supo que no se había vuelto loca.

Por supuestísimo que había una razón.Anna miró hacia atrás y tembló un poco al ver la casa

acechante a su espalda. Ahora ésa era SU casa. La Mansión Maddsen estaba en ruinas y daba mucho miedo. Parecía totalmente sacada de una película de terror. La desgastada pintura gris estaba descascarillada y los cristales de las ven­tanas, manchados de mugre y polvo. El patio estaba cubier to de arbustos y de zarzas extendidas como garras, dispuestas a atrapar a cualquiera que se atreviera a caminar demasia­do cerca. Parecía haber estado abandonada durante varios años y no tan sólo unos pocos meses.

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El corazón de Anna daba un vuelco cada vez que la miraba.

Cuando Anna y su madre recibieron la noticia de que un tío con el que ya casi no tenían contacto les había de­jado en herencia una mansión, Anna pensó que supon­dría dejar atrás su agobiante departamento de un solo dormitorio y alejarse de los malos recuerdos y de la malí­sima suerte que siempre parecía perseguirlas. Jamás se le pasó por la cabeza que esta nueva vida incluiría residir en un pueblo en donde los muertos superaban en cantidad a los vivos.

Se alejó de allí, obligándose a sí misma a seguir cami­nando. Su mirada recorría a toda velocidad el cementerio abandonado. No podía deshacerse de la sensación de ser observada, algo totalmente imposible. La mansión era la única casa en ese callejón sin salida y su madre se había mar­chado ya al trabajo. Anna aceleró el paso, no quería llegar tarde a su primer día de clases en la escuela nueva. Se con­centró en los árboles de adelante, sin permitir que su mira­da se desviara hacia las tumbas situadas a ambos lados del camino, ni hacia la escalofriante estatua de su derecha, ni hacia el cuervo que acababa de posarse en la mano de la estatua.

Concéntrate. Nunca antes había sentido tanto miedo como en ese

momento. Nunca. Bueno, excepto cuando leía sus libros de terror. O cuan­

do se quedaba despierta hasta muy tarde viendo películas de Hitchcock con las luces apagadas. Y es que ella era una su­pertemeraria y le entusiasmaba sentir miedo.

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Pero todo eso era distinto. Ella lo hacía a propósito. En cambio esto era… esto era la vida real.

La gente muerta, muerta está. Anna se dijo a sí misma que estaba actuando como una

niña pequeña. El Cementerio Winchester no estaba encan­tado DE VERDAD, a pesar de los rumores que había oído. Las chicas que iban delante de ella en la cola del súper esta­ban tan concentradas en su conversación que ni se enteraron de la presencia de Anna mientras hablaban del espeluznan­te viejo cementerio situado junto a la «Mansión del Loco».

—Pues claro que mi hermano vio un fantasma en la Man­sión Mad —dijo una de las chicas—. Seguro que ese lugar está encantado.

Anna había suspirado de incredulidad. No eran más que historias inventadas por los aburridos habitantes de un pueblo enano.

Aun así, un escalofrío recorrió su espalda. Retiró una hoja de su pelo enredado y retomó su camino.

Y es que… ¿de quién había sido la brillante idea de to­mar un atajo atravesando el cementerio? ¡Ah, sí! Suya. Cla­ro que cuando tuvo la idea estaba en su cama con todas las luces encendidas. Ahora parecía una idea bastante estúpida.

Anna empezó a morderse una uña. Sus sentidos recogían todos los pequeños detalles que la rodeaban, cada uno le po­nía los nervios más de punta que el anterior.

El crujido de sus tenis sobre la gravilla.El aroma de las flores frescas en las tumbas.Las suaves gotas de lluvia.Su madre no había comentado nada de que iba a llover

esa mañana. De hecho, le había dicho a Anna que se llevara

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un suéter por si hacía viento y Anna le había hecho caso. Siempre lo hacía. Apretó el fino tejido contra su cuerpo.

En ese instante su pie dio contra una roca y resbaló, su muñeca se golpeó contra el suelo y le dejó una rozadura. Sintió el ardor de inmediato y la sangre caliente resbaló por su brazo derecho hasta gotear en el suelo. Se sentó, ignorando el persistente dolor, sacó un pañuelo usado del bolsillo de los desgastados jeans y lo apretó contra su mu­ñeca.

De repente, el finísimo vello de su nuca se erizó y le invadió una inexplicable oleada de pánico.

Algo no iba bien. De eso estaba segura, aunque no podía explicar qué era. Un rápido movimiento en el oscuro bosque que tenía delante le llamó la atención. Parecía co­mo si alguien corriera.

Annabel se paró en seco en el momento exacto en que alguien le susurró al oído:

—No te muevas.La masculina voz era suave como la seda. Anna se

quedó totalmente quieta, con los músculos en tensión y los ojos cerrados con fuerza. Un nuevo escalofrío le recorrió la espina dorsal. Su cabeza empezó a pensar en posibles pe­ligros.

—Quizás tratar contigo no vaya a ser tan difícil como pensaba —dijo el chico con ese tono de voz peligrosamen­te suave. Anna no respondió, no podía. Los pies del chico removieron las hojas mientras la rodeaba. Se colocó justo frente a ella.

Anna se estremeció cuando su cálido aliento, que olía a tabaco y ajo, le golpeó la cara. Se obligó a abrir los ojos.

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Era alto y delgado, con los ojos de un color tan gris como el nublado y triste día. Tenía el rostro demacrado y el pelo, tan negro que parecía azul, mojado por la lluvia. Una bar­ba áspera dibujaba los marcados ángulos de su mandíbu­la, haciéndole parecer mayor, pues sin duda era aún ado­lescente. Estaba de pie, totalmente recto, con las manos entrelazadas tras de sí.

De forma instintiva, Anna dio un paso atrás.Su boca se torció en una media sonrisa malvada.—¿Qué quieres? —Anna intentó evitar que su voz

temblara.—Tienes algo que me pertenece —su mirada se posó

sobre ella antes de fijarse en el bolso estilo bandolera que Anna abrazaba con fuerza contra su cuerpo.

—Eh… Creo que me estás confundiendo con otra per­sona —dijo con cautela, observando la expresión de su rostro y el brillo en sus ojos.

La lluvia se hizo más intensa.—Annabel —susurró. El veneno llenaba su voz. El re­

tumbar sordo del trueno se oía distante en el cielo—. Deja de tomarme el pelo. Dámelo.

Ella lo miró, atónita. ¿Por qué sabía su nombre? Sacu­dió la cabeza con fuerza, tropezó de nuevo por el pánico y cayó sobre una lápida. Se puso de pie, ignorando el dolor, y retrocedió aún más.

—No —contestó. Un rayo atravesó el cielo en el preci­so instante en el que Anna se giró y echó a correr.

La lluvia golpeaba su cara mientras atravesaba el ce­menterio. Las pisadas del chico la seguían de cerca. El ame­nazante bosque se aproximaba. Anna no tenía idea de qué

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o a quién ocultaba en su interior, pero en ese momento era su mejor opción. Entre correr hacia un bosque desconoci­do o estar con un tipo loco, escogería siempre lo primero.

La oscuridad en el bosque era casi total. La lluvia caía del empapado follaje que se elevaba sobre su cabeza. Anna zigzagueaba entre los árboles, esquivando las ramas y sal­tando sobre las rocas. Todos aquellos años de clases de baile sin duda habían valido la pena.

Se abrió paso entre la espesa maleza y se estremeció al sentir más lluvia salpicándole. El viento se calmó mientras corría adentrándose más y más en el bosque.

Sin aliento, Anna redujo la marcha y se detuvo, girando sobre sí misma. Lo único que se oía era la fuerte lluvia y su agitada respiración. Era probable que ya no la siguiera na­die, pero tampoco estaba segura.

Y entonces se dio cuenta.Estaba perdida en medio del bosque, sin posibilidad

de orientarse. No tenía ni la menor idea de cómo salir de allí. Y no había forma de contactar con su madre.

La semana anterior, Anna había cometido la estupidez de dejar su teléfono en el bolsillo de su sudadera de la Uni­versidad de Santa Cruz y lo había metido en la lavadora. Y claro, su madre había decidido utilizar esa oportunidad para enseñarle una lección de responsabilidad. La única forma que tenía Anna de conseguir uno nuevo era com­prándoselo ella misma.

Anna se tragó el pánico que sentía. Al menos se había logrado zafar del tipo ese tan raro. Si no aparecía en la escuela, llamarían a su madre y vendría a buscarla... Pero ¿cuándo?

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Vio un rayo de luz atravesando unos árboles a lo lejos. Anna avanzaba con lentitud hasta que tropezó con una raíz que sobresalía de un árbol gigante. Seguro que con ese golpe batía el récord mundial de caídas en un solo día. Nada más dejó sus clases de baile, apareció la torpeza, pero este nuevo porrazo ya casi la acercaba al estatus de una total imbécil.

Miró hacia abajo y un destello metálico llamó su aten­ción. Metió la mano bajo la raíz y sacó… un teléfono celular. Tenía una funda negra muy estropeada, pero el aparato en sí parecía estar en buenas condiciones. Ni un arañazo marca­ba su pulida superficie; ni una huella ensuciaba la pantalla.

Anna manoseó el teléfono, dándole la vuelta varias ve­ces. ¿Quién dejaría esto aquí? Y ¿por qué?

De pronto sintió un gran alivio. ¡Podía pedir ayuda!Le dio al botón de encendido varias veces. No pasó

nada; la pantalla del teléfono seguía de color negro. El te­rror se instaló como una piedra en la boca de su estómago. Probablemente no tuviera nada de batería. Las cosas nun­ca le salían bien, ¿por qué iba a ser ahora distinto?

Abrió el cierre del pequeño bolsillo delantero de su bolsa. Cuando llegó al borde del claro, ya no había luz. Sólo encontró una completa oscuridad. Empujó una gran rama para apartarla y se echó encima una ducha de agua congelada.

—Genial, imbécil —murmuró para sí misma a la vez que, vacilante, entraba en el claro.

Una pequeña rama crujió a su derecha.Su corazón golpeaba aterrorizado su pecho. Salió

disparada. Corrió a toda velocidad mientras a su alrede­

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dor todo parecía borroso. Sus pulmones ardían y sentía las piernas tambaleantes y débiles. Con pura adrenalina como combustible, continuó corriendo hasta que encon­tró la salida.

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CAPÍTULO 2

ANNA

Anna consiguió llegar a la escuela diez minutos después del primer timbre. No quería ni pensar en su horrible as­pecto. Hacerlo requería un nivel de actividad cerebral muy superior al que era capaz de alcanzar en ese momento.

Caminó hasta la entrada. La hiedra y las campanillas teñían de verde el arco. Una placa de bronce sobre la doble puerta de entrada decía INSTITUTO WINCHESTER. El lu­gar parecía una especie de escuela pri­vada exclusiva, pero en realidad se tra­taba de una escuela pública a donde iban todos los estudiantes de secun­daria y prepa de Winchester.

Anna suspiró mientras aga­rraba la manija, fría y resba­ladiza por la lluvia.

—Allá vamos. Empujó la pesada

puerta hasta abrirla, el aire caliente se abalan­

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zó sobre ella a modo de saludo. La oficina de recepción que­daba a su derecha. Una menuda mujer de pelo rubio con pequeños anteojos de montura negra parecía haber sido en­gullida por el enorme mostrador de caoba. Saludó a Anna con la mano.

—Tú debes de ser Annabel. Entra y en un momento nos vamos.

Su recibimiento animaba y preocupaba a la vez. Ser reci­bida con tanta amabilidad era genial, pero si conocían a cada uno de los estudiantes de allí, ¿cómo sería de grande el centro?

—Hola —contestó Anna. Se quitó el empapado suéter y lo sostuvo con torpeza. Las paredes estaban decoradas con placas y diplomas que presumían de lo maravilloso que era el lugar. La oficina era bastante acogedora: sofás de piel contra las paredes, una pequeña chimenea de leña en la parte izquierda y un acuario de agua salada con ilu­minación ambiental de LED justo al lado de una gran puerta de vidrio opaco con las palabras DIRECTOR WOODMORE grabadas en letras doradas. Era TAN dife­rente a su escuela de Sacramento, donde el vestíbulo estaba decorado con plantas descuidadas en macetas y sillas de PVC. Pero con todo y eso, aquélla era SU escuela.

Anna no pudo evitar sentir un poco de nostalgia. Tuvo que recordarse a sí misma que estar en Winchester era lo mejor para ella.

—Soy la señora Clover —su voz aguda encajaba a la perfección con la secretaria—. Es estupendo que por fin es­tés aquí —dijo. Su mirada se dirigió al gran reloj de pared.

—Había un loco en el cementerio. Empezó a seguirme y…

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La señora Clover hizo un gesto con la mano.—No me interesan las excusas.Anna asintió, sintiendo un nudo en la garganta.Como si hasta ese momento no hubiera observado a

Anna con atención, la señora Clover arrugó la nariz y colocando la mano derecha sobre su pecho de forma dra­mática dijo:

—¡Uy! Si estás hecha una sopa.Annabel se encogió de hombros, mordiéndose el labio

inferior.—Será mejor que te arregles un poco antes de ir a tu

primera clase. Ya llegas tarde, así que dudo mucho que unos minutos más importen demasiado.

Una vez que le hubo explicado cómo llegar al baño de chicas, la señora Clover le dio el horario de clases junto con un mapa plastificado de la escuela.

—Las últimas tres clases del día son las sesiones del Aula de Apoyo.

—¿Aula de Apoyo?—Son clases especiales para alumnos con capacidades in­

telectuales avanzadas. Los resultados de la prueba que hiciste sugieren que tu nivel es superior al de la mayoría de tus com­pañeros —dijo, arqueando las cejas como si le costara creerlo.

Anna había olvidado lo del examen. Antes de inscri­birla como estudiante habían insistido en aplicarle un test para conocer su nivel.

En cuanto le entregaron ese test de selección, Anna se quedó en blanco. La madera del escritorio en donde se había sentado crujía. Estaba sola en la habitación, leyendo las mis­mas preguntas una y otra vez, incapaz de concentrarse.

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A la media hora, el profesor había vuelto a la sala para ver cómo iba todo.

—Ya casi termino —había mentido Anna. Le entró el pánico y se inventó las respuestas, llenando al tanteo las casillas. Si Anna no hubiera visto la carta de admisión que recibió su madre por correo, no se lo habría creído.

Soy superdotada por accidente, pensó Anna. ¿Cómo voy a sacar esto adelante?

—Buena suerte, Annabel —la señora Clover apretó los labios en una sonrisa y la despachó dándose media vuelta. A continuación, empezó a hojear una pila de papeles.

En el baño de chicas, Anna se limpió la cara con una toalla de papel y se recogió el pelo castaño y sin brillo en un moño despeinado. Intentó secar la ropa con el secador de manos, pero no sirvió de nada.

Anna miró su horario de clases. La primera era Litera­tura. Según el mapa, el aula estaba justo en el otro lado del edificio. Genial, como si no bastara con sentir ya las pier­nas como espaguetis cocidos.

El profesor Berkin era un hombre bajo y robusto, con el pelo castaño y relamido hacia atrás. Cuando Anna abrió la puerta de la clase, entornó los ojos para mirarla.

—Eh… ¿Annabel?No sabía si se lo preguntaba porque no estaba seguro

de su nombre o porque no podía verla bien. —Sí —la voz de Anna sonó como un chillido. Se acla­

ró la garganta, sintiendo que una ola de calor le subía di­rectamente a la cara.

—Siéntate —hizo un gesto majestuoso hacia las mesas que tenía enfrente, como si estuviera ofreciéndole un premio.

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Anna se dirigió hacia la parte de atrás, analizando con la mirada a la docena de estudiantes que llenaban la sala. Todos la observaban con gran curiosidad. Estaba dispues­ta a apostar a que era lo más interesante que les sucedía desde la inauguración del primer McDonald’s del pueblo justo el mes anterior.

—Hola —dijo bajito, ofreciendo a la clase su reciente­mente patentada sonrisa de «la nueva».

Pocos estudiantes le devolvieron el saludo, aunque sin mucho entusiasmo. Una chica pelirroja cuyos rizos caían sobre sus hombros le hizo un gesto amistoso con la mano.

—Soy Millie —dijo, mirando los tenis empapados de Anna y sus pantalones raídos.

Anna lanzó su bolso al lado de la mesa y se sentó.—Anna —dijo.Millie tenía la piel pálida y un generoso flequillo que

enmarcaba sus grandes ojos verdes y tocaba la punta de unas pestañas tan tupidas que parecían postizas; llevaba una camiseta negra rollo rockero y unos leggings.

El profesor continuó con la clase de inmediato así que no hubo tiempo para decir nada más. Anna bajó la mirada hacia su pupitre, sintiendo los ojos de todos los demás cla­vados en ella. Si había algo que ella detestaba más que la gente falsa, era ser el centro de atención.

El profesor Berkin siguió hablando del libro que esta­ban leyendo para la asignatura mientras Anna recordaba los acontecimientos de la mañana. Algo en el exterior le llamó la atención, pero resultó ser sólo el movimiento de los árbo­les meciéndose por el viento.

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Entonces se fijó en el chico sentado dos asientos a la iz­quierda y tres filas adelante. Le daba vueltas a su pluma de forma distraída mientras miraba por la ventana. Una chama­rra oscura cubría una sudadera de capucha. La mirada de Anna bajó hasta sus tenis. Unos All Star sucios y viejos. Quizás ella no fuera la única persona que no encajaba del todo allí.

Se sentía un poco rara mirándolo tanto, pero no podía evitarlo. Su pelo oscuro era más bien largo y le cubría un ojo si miraba hacia abajo. Había algo en él que le resultaba familiar, pero no podía identificar qué.

—¡Oye! —susurró alguien. Anna sintió un lápiz dán­dole en el brazo. Era Millie.

—¿Eh?Millie arrancó una página de su cuaderno de espiral y

se la pasó corriendo a Anna. El papel tenía letra a mano escrita en tinta azul.

—Toma —dijo mientras lo ponía en sus manos.—¿Annabel? —el profesor Berkin se aclaró la garganta.—Eh…Anna lo miró como un ciervo tomado por sorpresa

por los faros de un coche.El profesor asintió al ver el papel que Anna aún suje­

taba en la mano.—Estoy recogiendo los textos.Anna bajó la mirada al papel y percibió el olor a crema

de manos de vainilla de Millie cuando ésta se lo quitó para entregárselo al profesor, que se alejó por el pasillo, recopi­lando los trabajos del resto de los estudiantes. Anna no podía creer que había estado tan en Babia todo ese tiempo, cuan­do se suponía que debería estar escribiendo.

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Anna se volvió hacia Millie.—Gracias —dijo, con la esperanza de no estar exteriori­

zando la vergüenza que sentía.Millie sonrió.—Cuando quieras. Anna volvió a mirar a su derecha. Se estremeció al ver

cómo ÉL la miraba fijamente. Bueno, igual no «fijamente», pero sí la miraba. Y es verdad que son cosas muy distintas, pero lo triste era que los chicos casi nunca, o nunca, se fijaban en ella.

Sus oscuros ojos parecían llenos de curiosidad. Bajó la mirada hacia su pupitre tratando de mantener su corazón a un ritmo tranquilo; sentía que la observaba, pero al levantar la vista, el chico miraba hacia otro lado.

El timbre sonó. Anna tomó su bolso y el chico la miró con una leve sonrisa en sus labios. Justo al salir del aula, Anna se dio la vuelta y le dio tiempo de verlo marchar con sus ami­gos hacia el lado contrario, pero no sin antes mirar hacia atrás con la misma extraña sonrisa.

Anna no se dio cuenta de que se había quedado quieta en medio del pasillo hasta que un chico chocó contra ella, empujándola en el hombro.

—¡Mira por dónde vas! —le espetó.—Lo siento —respondió, metiendo un mechón de pelo

detrás de la oreja.Se abrió camino entre la multitud que llenaba el pasi­

llo para llegar a su siguiente clase. O al menos eso espera­ba, pues no sabía muy bien dónde estaba su siguiente clase.

Bienvenida al Instituto Winchester.

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