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TERCERA DERROTA: 1941 o “El idioma de los muertos” Juan Senra, profesor de chelo, prisionero, se había quedado en los huesos. Cuando fue llamado a declarar, el coronel Eymar - bajito, fumador de uñas amarillas, cuello enjuto, bigotillo horizontal, pecho empedrado de condecoraciones- actuaba de juez. Con él estaban en el interrogatorio el capitán Martínez, el alférez Rioboo y el teniente Alonso -albino y grueso parecía un muñeco de nieve- que ejercía de Secretario del Tribunal. Cuando le preguntó el coronel le dijo que sí lo había conocido, en la cárcel de Porlier, cuando lo trasladaron de la checa de Chamberil en mayo de 1938 donde él pertenecía al Cuerpo de Enfermeros donde fue destinado por estar estudiando tercero de Medicina y Música. Era una verdad a medias. Juan Senra era un masón, organizador del presidio popular, comunista, soltero y criminal de guerra, según la acusación. Pero dijo conocer a Miguelito, hijo del coronel fusilado por los rojos. Todos los días, Violeta, la mujer del coronel, se lo recordaba, que indagara sobre él. El coronel le dijo a Juan que Miguelito era su hijo y quiso saber de qué hablaron. Juan respondió que de él, que de la patria no habían hablado. Y el coronel se emocionó porque nadie hasta ahora le había dado noticias de su hijo. Juan recordaba perfectamente a Miguelito, pero se guardó la verdad. Una clase servía de sala del tribunal. Un encerado, un crucifijo y la fotografía de Franco. Tres soldados de guardia parecían estatuas al fondo de la sala. Se hizo el silencio. Juan se apoyó un instante en la mesa del secretario y un palmetazo y un golpe en el costado lo devolvieron a la posición de “firmes” para caer blandamente hasta el suelo, enrollado sobre sí mismo. Hacía mucho frío. Fue arrastrado hasta el calabozo. Alguien lo llamó por su nombre. Eso lo reconfortó. Le preguntaron qué le habían hecho. Perdió el conocimiento. Al amanecer lo separaron de sus compañeros para llevarlo a la segunda galería de la cárcel. Allí iban los que aún no habían sido condenados. A la cuarta los que ya lo habían sido. Al llegar a la segunda galería lo asaltaron a preguntas: no, no lo habían torturado. No sabía por qué lo habían devuelto allí. El miedo fue, probablemente la causa del desmayo. Eduardo López dio por buenas las respuestas y cesó el interrogatorio. Eduardo pertenecía al Partido Comunista, fue organizador de la resistencia en Madrid, se ocupaba de organizar actividades en la cárcel que mantuvieran ocupadas las mentes de los condenados. Actuaba de líder.

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TERCERA DERROTA: 1941 o “El idioma de los muertos”Juan Senra, profesor de chelo, prisionero, se había quedado en los huesos. Cuando fue llamado a declarar, el coronel Eymar -bajito, fumador de uñas amarillas, cuello enjuto, bigotillo horizontal, pecho empedrado de condecoraciones- actuaba de juez. Con él estaban en el interrogatorio el capitán Martínez, el alférez Rioboo y el teniente Alonso -albino y grueso parecía un muñeco de nieve- que ejercía de Secretario del Tribunal.

Cuando le preguntó el coronel le dijo que sí lo había conocido, en la cárcel de Porlier, cuando lo trasladaron de la checa de Chamberil en mayo de 1938 donde él pertenecía al Cuerpo de Enfermeros donde fue destinado por estar estudiando tercero de Medicina y Música. Era una verdad a medias. Juan Senra era un masón, organizador del presidio popular, comunista, soltero y criminal de guerra, según la acusación. Pero dijo conocer a Miguelito, hijo del coronel fusilado por los rojos. Todos los días, Violeta, la mujer del coronel, se lo recordaba, que indagara sobre él. El coronel le dijo a Juan que Miguelito era su hijo y quiso saber de qué hablaron. Juan respondió que de él, que de la patria no habían hablado. Y el coronel se emocionó porque nadie hasta ahora le había dado noticias de su hijo. Juan recordaba perfectamente a Miguelito, pero se guardó la verdad.

Una clase servía de sala del tribunal. Un encerado, un crucifijo y la fotografía de Franco. Tres soldados de guardia parecían estatuas al fondo de la sala. Se hizo el silencio.

Juan se apoyó un instante en la mesa del secretario y un palmetazo y un golpe en el costado lo devolvieron a la posición de “firmes” para caer blandamente hasta el suelo, enrollado sobre sí mismo. Hacía mucho frío.

Fue arrastrado hasta el calabozo. Alguien lo llamó por su nombre. Eso lo reconfortó. Le preguntaron qué le habían hecho. Perdió el conocimiento. Al amanecer lo separaron de sus compañeros para llevarlo a la segunda galería de la cárcel. Allí iban los que aún no habían sido condenados. A la cuarta los que ya lo habían sido. Al llegar a la segunda galería lo asaltaron a preguntas: no, no lo habían torturado. No sabía por qué lo habían devuelto allí. El miedo fue, probablemente la causa del desmayo. Eduardo López dio por buenas las respuestas y cesó el interrogatorio. Eduardo pertenecía al Partido Comunista, fue organizador de la resistencia en Madrid, se ocupaba de organizar actividades en la cárcel que mantuvieran ocupadas las mentes de los condenados. Actuaba de líder.

Cogió su escudilla, significaba que aún comería otro día, y se acurrucó en un rincón. Pensó en la carta que le envió a su hermano. En ella debió hablarle de sentimientos. No lo hizo y se arrepentía. El silencio de la noche anticipaba la muerte. A las 5 empezarían a llamar a reclusos, los meterían en un camión y los llevarían a fusilar al cementerio de la Almudena. Pero serían de la 4ª galería y él estaba en la 2ª. Aún debía ser juzgado y condenado. Eso era tiempo y el tiempo, por poco que fuera, podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte. Sabían por el alférez capellán que disminuía el número de condenas a muerte con el paso del tiempo. Había que resistir y pasar desapercibido. Poco a poco, los gestos de rebeldía y solidaridad ante la barbarie se fueron apagando en los presos.

No fue llamado al día siguiente. Comió dos veces sopicaldo templado y se entretuvo despiojando a un muchacho. Le devolvieron la carta que enviara a su hermano censurada. Todas la líneas habían sido tachadas. El muchacho se llamaba Eugenio Paz, tenía 16 años y era de

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Brunete. Se hizo republicano por ir contra su tío. Su tío era propietario del bar del pueblo y maltrataba a su madre que trabajaba para él limpiando y cocinando. Hizo la guerra como quien participa en un juego y llegó hasta el final actuando como francotirador cuando las tropas de Franco entraron en Madrid. Lo arrestaron por violar el toque de queda cuando iba a reunirse con su novia en un portal del barrio de Salamanca. Pero durante tres días, con su rifle, él fue el el juez y el verdugo. Ahora, en la cárcel, sabía lo que era la derrota. Su novia estaba embarazada. Igual pensaba que él se había ido con otra. Era inocente como un niño, no odiaba a sus enemigos, sencillamente esta vez le había tocado perder.

Al día siguiente lo volvieron a llamar al tribunal. Todos sus compañeros de lista fueron condenados a muerte, pero a él lo dejaron para el final. En la sala había una mujer con gesto severo -abrigo de astracán, bolso negro-. El coronel le preguntó por qué recordaba a su hijo y Juan respondió que porque era bueno haciendo juegos de prestidigitación. Los ojos del coronel buscaron los de la mujer. Que por qué estaba preso, le preguntó, y él sabía que por estraperlo con medicamentos caducados, por comercio ilegal con nafta y carburantes, por asesino. “Por pertenecer a la quinta columna” -respondió-. “Por ser un héroe, hijo de puta” le gritó Rioboo. Que por qué lo mataron, y él contestó que ni lo había arrestado ni lo había matado, que simplemente era un enfermero que trabajaba en la cárcel a la que lo llevaron y que habló con él muchas veces. Pero sabía y se calló que Miguelito mató a un pastor para robar sus corderos y venderlos (Fuencarral) y que el hijo del pastor le había clavado un bieldo en la barriga, que hubo de ser operado. Así lo conoció. La mujer, haciendo caso omiso al coronel se levantó para preguntarle de qué hablaban. Hablaban un poco de todo… y su mente comenzó a urdir una mentira bella. Le preguntó dónde tenía una cicatriz. En el muslo derecho que se la vio haciéndole las curas de la operación de “apendicitis”: “Era un buen paciente”.

La mujer siguió acercándose hasta que logró decir “Era mi hijo”. El coronel se adelantó para situarse junto a ella. Se acabó la sesión y, de regreso, tuvo que soportar las miradas de sus compañeros cuando él era conducido de nuevo a la segunda galería y no a la cuarta. Llegó ya tarde y se durmió solo y acurrucado, abrazado a su escudilla sin saber por qué seguía vivo. Fue entonces cuando trató de imaginar en qué idioma hablarían los difuntos.

Se despertó queriendo escribir  a su hermano. Espoz y Mina le proporcionarían el papel y el lápiz que necesitaba. Eran dos soldados nacionales condenados que gozaban de privilegios y actuaban como intermediarios entre los carceleros y los presos. A cambio de un calcetín obtuvo un lápiz y tres cuartillas. Inicia una nueva carta donde recomienda a su hermano que busque un trabajo, pero no en la serrería porque sus pulmones no lo resistirían. Quizás el tío Luis pueda darle trabajo en la abacería. Si lograba vender las tierras de sus padres, que dedicase el dinero a estudiar, que don Julio, el maestro, podía ayudarle.

Solo pudo escribir un párrafo. El tiempo en la cárcel se diluía en largas colas para todo. Además, Eduardo López había organizado una charla sobre “la plusvalía y sus consecuencias en el proletariado internacional”. Las charlas se daban en voz baja a “cadáveres informados”. La lectura de la lista de condenados lo despertó. Ya en el desayuno algunos presos se acercaron a él hostiles. Sospechaban que era un chivato. Les contó la verdad y lo dejaron tranquilo.

Pasaron algunos días sin ser llamado durante los que estrechó su relación con Eugenio Paz. Se había dedicado siempre al campo allá en Brunete. Su madre era soltera. La había preñado el dueño de la venta que se jactaba de tirarse todo lo que se movía. Jamás consintió que lo llamara

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padre. A Juan, cada vez le costaba más recordar. No hubo lista el segundo día y un aire de esperanza empezó a recorrer la galería. En una de las conversaciones, Eugenio le confiesa su preocupación porque ya no erecta: “Es que ya estás muerto” -pensó Juan-; “Estarás guardando ausencias” -le dijo.

Estaba haciendo cola en las letrinas cuando fue llamado por el cabo y conducido a una celda. Allí encontró a un moribundo al que debía mantener con vida hasta las 6 del día siguiente para que pudiera ser fusilado. El enfermo se llamaba Cruz Salido, redactor jefe de El Socialista. Logró pasar a Francia, pero fue apresado en Génova por unos camisas negras cuando trataba de llegar a Orán. Estaba tísico. Pidió a Juan que lo matara. Él sabía que no podía pedirle eso. Hablar lo agotaba físicamente, por eso no dejó de hablar sin permitir a Juan que le ayudara en ningún momento. Fue apagándose hasta que logró morir antes del amanecer. El sargento decidió fusilarlo igualmente. Y a Juan le propinaron tres culatazos antes de devolverlo a su galería. Y allí continúa con la carta a su hermano.Le cuenta cómo vive en duermevela y que en sus sueños aparecen personas que le hablan en un lenguaje que le encanta, pero que no entiende, en un paisaje de horizonte pequeño pero infinito, inalcanzable.

Una vez al mes, Espoz y Mina subían a la azotea para varear los colchones de los suboficiales. Con las varas de fresno que les daban y utilizando migas de pan como cebo cazaban dos palomas. Una se la comían, otra la usaban para intercambios con los guardias. Así consiguieron más papel para Juan que tuvo que darles a cambio su cinturón. Lo importante es que sigue vivo. No quiere hablarle a su hermano de lo que sucede allí en la cárcel. Poder pensar es el privilegio de un condenado.

Hubo una pelea entre dos presos. Los tuvieron dos horas de cara a la pared con los brazos en alto y a ellos los apalearon hasta que les desperdigaron las ideas.

Poco a poco comenzaron algunas visitas de familiares y comenzaron a circular rumores que traían esperanza.

El Rorro era un preso envejecido con una gran cicatriz en la cara. Siempre estaba solo. Se llamaba Carlos Alegría y fue alférez del ejército rebelde. Pasó la guerra en los cuarteles y alcanzó el grado de capitán de Intendencia. Se rindió poco antes de que el coronel Casado depusiera las armas. Fue juzgado, condenado y fusilado. Pero sobrevivió. Logró salir de la fosa común, nadie quiso socorrerle y volvió a ser detenido en Somosierra y enviado al cuartel de Conde-Duque. Desde entonces decía llamarse Carlos Alegría y que había nacido el 18 de abril de 1939 en una fosa común de Arganda. De ahí que le llamaran Rorro. Un día le dijo a Juan: “Tú y yo vivimos de prestado. Tenemos que hacer algo para no deber nada a nadie”. Se fue hacia la reja y comenzó a dar voces, llamó a los centinelas que intentaron reducirlo a culatazos. Consiguió arrebatar un fusil. Se hizo el silencio. Puso el cañón en su barbilla y disparó.

Al día siguiente volvieron las listas y los camiones. Había conseguido ocultar que él había sido encargado de preparar un atentado contra el coronel Casado, que no llegó a producirse porque la guerra terminó. Podía seguir haciéndose pasar por un simple funcionario de prisiones y así salvar su vida. El sargento Edelmiro lo llamó y lo condujo a un cuartucho del sótano. Allí lo esperaban el coronel Eymar y su mujer. Esta vez los dejaron solos. La madre le enseñó una fotografía de su hijo. Juan siguió inventando historias bellas de valentía, arrojo y generosidad

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que otros habían protagonizado puestas en Miguelito. Sentía lástima por esa mujer que acabó invitándolo a sentarse junto a ellos. Al despedirse: “Te traeré un jersey”, le dijo. A su regreso, Eduardo López escuchó la historia estupefacto.

En la misa del domingo, el alférez capellán condenó el suicidio. Algunos se acercaron a comulgar por hambre o por instinto de supervivencia. Se decide a continuar la carta y en ella le habla de ese extraño lenguaje de sus sueños. Cada vez le gusta más hablar en ese lenguaje inventado. Después habló con el muchacho de las liendres que estaba cada vez más melancólico. Aunque no servía para nada, hablando se olvidaban de la muerte. Las listas, los juicios y los camiones se iban espaciando.

Pasadas unas semanas volvió a entrevistarse con el coronel Eyre y su esposa que le llevó un jersey de su hijo. Intercambiaban anécdotas y él continuó atribuyéndole mérito de otros. Al final, la mujer le entrega un bocadillo de arenques. De regreso a la galería es interrogado de nuevo por Eduardo López y se pregunta ¿para que querrá toda esa información si ya está muerto?

Con el frío que hacía, agradeció el jersey. Las listas se hacían más cortas y comenzaron a aparecer las cadenas perpetuas como condena. Poco a poco volvía la vida. Había que aguantar, como Sherezade, un día más. Pero un día llamaron a juicio al muchacho de las liendres y ya no regresó. Sobornó con el jersey al sargento Edelmiro y supo que lo habían enviado a la 4ª galería. Quiso enviarle un recado, decirle algo, pero no tenía nada que ofrecer. Al día siguiente, cuando oyó el nombre del muchacho en la lista, se aferró a los barrotes y gritó que no subiera al camión. Después, cayó extenuado y lloró.

Estuvo dos días como ausente, después supo que debía terminar la carta a su hermano y la continuó hasta agotar todo el papel: he intentado enloquecer pero no lo he conseguido. Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza. Acuérdate de mí. Sé feliz.

Lo volvieron a llamar, pero esta vez los guardias tuvieron que llevarlo a rastras. No aceptó esta vez la comida que le ofrecía la mujer del coronel y entonces les contó la verdad, que Miguelito era un ladrón, un estraperlista, un asesino y un traidor; que él mismo mandó el pelotón de fusilamiento que lo ejecutó; que fue un cobarde hasta el final, lloró, suplicó, se cagó encima. “Todo lo que les he contado hasta ahora es mentira. Lo hice para salvarme, pero ya no quiero vivir si eso le produce a usted alguna satisfacción”. Y el coronel comprendió que era ahora cuando escuchaba la verdad. Y fue ahora Juan quien ordenó al sargento que lo devolviera a su galería.

Dos días después fue llamado, juzgado y condenado sin que amenazas ni golpes lograran en él una posición de firme. Le consolaba saber que el rostro del coronel nunca volvería a tener aquella mueca de satisfacción impune. Y solo dejó de odiar cuando pensó en su hermano.