Vuelan Las Palomas

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CARLOS GOROSTIZAVUELANLAS PALOMASPLANETAEsta novela recibi elPREMIO PLANETA (Argentina),otorgado por el siguiente jurado:

ABELARDO CASTILLO

MARA ESTHER DE MIGUEL

EDUARDO GUDIO KIEFER

RICARDO SABANESDiseo de cubierta: Mario Blanco Diseo de interior: Alejandro Ulloa

1999, Carlos Gorostiza

Derechos exclusivos de edicin en castellano

reservados para todo el mundo: 1999, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C. Independencia 1668, (1100) Buenos Aires Grupo Editorial Planeta

ISBN 950-49-0327-4

Hecho el depsito que prev la ley 11.723 Impreso en la Argentina

Ninguna parte de esta publicacin, incluido el diseo de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningn medio, ya sea elctrico, qumico, mecnico, ptico, de grabacin o de fotocopia, sin permiso previo del editor.A Teresa, siempreUNO

Los ocho museres en fila estallan al mismo tiempo y se oye un poderoso y nico estampido. El humo que sale de los fusiles borronea la figura del hombre ensangrentado cado sobre el piso de baldosas. All arriba hay una explosin de palomas. Los soldados bajan las armas y el humo sube y se desvanece. Las palomas se alejan revoloteando, asustadas.

Habr llegado el ao 1983. Los viejos se detendrn al doblar la esquina y desde all, quietos, viejos, quedarn mirando hacia el fondo de la cuadra.

Esta es tu famosa Calle de los Tambos.

Esta es.

Habr un silencio bastante largo. La vieja, sin duda, esperar algo ms. El viejo apenas murmurar: Qu distinto todo.

Caminar unos pasos y se detendr frente al antiguo pltano todava erguido junto al cordn de la vereda. Esta es lo nico que queda.

Acariciar el arrugado tronco con suavidad. Ya entonces estaba aqu.

La vieja lo tomar del brazo. El viejo levantar la cabeza apuntando hacia el fondo de la calle, ms all de la transversal, donde habr un amplio parque.

Y ah estaba la crcel.

La Penitenciara.

S.

Fue ah. S.

Despus de otro largo silencio el viejo se apartar del rbol y se acercar a la pared. Tal vez en ese mismo sitio, donde brillara un frente de granito pulido, se abra antes el ancho portn del tambo. El tambo real, el verdadero, el de la concreta animalidad. Y por aqu cada maana y cada tarde, anunciados por sus cencerros, las vacas y los terneros hacan su lenta aparicin y luego ocupaban la calle y ofrecan el ordeo de la leche tibia y cremosa. Todas las maanas y todas las tardes, a lo largo de la calle y frente a las puertas vecinales. Como una ceremonia vital ineludible.

Por aqu estaba el tambo. El verdadero. Los otros estaban all, cerca de la otra esquina: me refiero al prostbulo y a la amueblada; al hotel para parejas, bah. Lo que tantas veces te cont.

En realidad los tres establecimientos eran verdaderos: el tambo con sus vacas, el prostbulo con sus mujeres y el hotel con sus parejas. Todo formaba parte de esa calle. Tambin el conventillo, la casa de los ricos, el corraln, y por supuesto tambin el almacn; tal vez ste con ms derecho que nadie por culpa de la hija del almacenero. Pero alguien, con un poco de humor y otro poco de sarcasmo, haba mezclado las esencias de aquel lugar. Y lo haba bautizado la Calle de los Tambos.

Y para colmo estaba la Porota, tambin. La hija del almacenero. Ella colaboraba. Tena unas tetas as.

El viejo querr rer pero no podr. Ella querr tomarle la mano pero l se lo impedir recostndose contra la pared de granito pulido quiz con la intencin de incorporarse a ese nuevo paisaje, quiz pretendiendo disimular su memoria. Pero no dejar de espiar hacia el fondo de la calle, all donde tiempo atrs se levantaba la Penitenciara y donde justo en ese instante el atardecer empezar a mezclar formas y colores. Con su mirada recorrer cada metro de presente y de pasado. Los enfrentar, los cotejar. Todo ser distinto. Esas paredes, ese asfalto cubriendo los antiguos adoquines, esas veredas. Hasta el aire ser otro. Con sus nuevos sonidos, con sus nuevos olores. Slo el lugar esa abstraccin ser el mismo de antes. Y ese antiguo pltano descascarado. Sus cansadas ramas caern pesadamente frente al espacio que alguna vez ocup la puerta de la vieja casa. La casa de la infancia. La puerta de madera de doble hoja tallada. El umbral de mrmol amarillento.

El viejo se acercar al blanco umbral de mrmol de la casa con frente de granito pulido y quedar contemplndolo. La mujer entonces querr tomarle otra vez la mano.

Ven, caminemos.

Esper.

Y como buscando un nuevo punto de mira o tratando de recordar una antigua perspectiva el viejo se sentar sorpresivamente en ese umbral, acomodar su espalda contra la moderna puerta de vidrio enrejado y se pondr otra vez a mirar hacia el fondo de la calle.LA CALLE DE LOS TAMBOS1919Sentado sobre el umbral Nacho desgranaba con parsimonia un racimo de uvas maduras y despus de hacer estallar cada grano en su boca escupa las semillas hacia el cordn de la vereda. Hasta que oy la voz susurrante de su madre.

No salgo. No quiero que me vean en kimono.

Despus la voz de un hombre:

Te queda bien.

S. Pero dentro de casa.

Hubo una risita ahogada y despus un silencio. El chico apoy toda su espalda contra la hoja cerrada de la puerta de madera. Por el espacio que dejaba la otra hoja abierta llegaron suspiros y gemidos.

Bueno, Almanza. Basta.

Un ratito ms.

Nos puede ver Nacho.

Nacho trat de levantarse del umbral sin hacer ruido pero al moverse hizo temblar la hoja de la puerta. En seguida por el espacio abierto apareci la cabeza de doa Encarnacin.

Qu hacs aqu.

Nacho se alej hasta el cordn de la vereda y se apoy en el tronco joven del rbol mostrando el racimo de uvas. Estaba comiendo. Mejor se va para adentro. Nacho se alej un paso. No voy nada.

La voz de la madre se oy amenazadora. Cmo dijo?

Djelo, Encarna. Nacho ya es todo un hombre.

Detrs de la voz apareci Almanza. Llevaba el sombrero puesto, como casi siempre. Nacho vio cmo se inclinaba amistosamente y le pona una moneda de nquel en la mano.

Tom, pibe.

Era una de diez centavos. Nacho la mir: brillaba. Oy la voz de la madre:

Ahora no te comprs porqueras.

Nacho tom la moneda sin responder, se la puso en el bolsillo y empez a caminar.

Y volv antes de que oscurezca.

Nacho sigui caminando sin contestar. Se meti los dos ltimos granos de uva en la boca, arroj el gajito pelado al aire y luego lo pate en direccin al carro cargado con enormes cachos de bananas verdes que pasaba tirado por cuatro caballos tristes y un viejo pero an brioso cadenero. Era uno de los tantos carros que transportaban cargas desde la terminal ferroviaria de Retiro hasta el Mercado de Abasto. l y el Pata mejor dicho el Pata y l haban aligerado ms de una vez esas cargas. Nacho dej pasar el carro, se colg de su culata y arranc una banana. Despus se descolg de un salto, mir hacia atrs y pudo ver que Almanza se alejaba hacia la otra esquina y que la cabeza de su madre haba desaparecido. Entonces guard la banana en un bolsillo y del otro extrajo la moneda. La mir. En medio del atardecer la moneda de nquel brillaba. Volvi a mirar hacia adelante. Frente a l se abra toda la calle. Toda la vida. Nacho revole la moneda, la caz en el aire y enderez hacia la esquina. All, al fondo, la transversal y el paredn de la Penitenciara cortaban la continuidad de la Calle de los Tambos. Pero su meta era aquel casern ruinoso que impona su presencia desde la mitad de cuadra; a esa hora el oscuro portal estaba siempre copado por la vocinglera de los vecinos del conventillo que todas las tardes se citaban all para mirarse y discutir sobre el destino de los hombres y de los pueblos. El Pata no estaba a la vista. Nacho sigui caminando hacia el casern sintiendo en la palma de su mano el frescor del nquel. Eludi a los vecinos del portal y entr al conventillo. El primer patio estaba oscuro y fro. Nacho lo atraves y desde el corredor espi hacia ms all del segundo patio; en el tercero algunos vecinos tomaban mate frente a las puertas de sus piezas, los chicos corran y chillaban y las mujeres, a los gritos, intercambiaban ideas y opiniones de cocinita a cocinita, de pileta a pileta. Nacho espi y vio que el Pata no estaba a la vista. Tampoco estaba su padre. Frente a la pieza nmero 36 slo se vea una silla de paja. Nacho se acerc a la puerta cerrada. Pata! Pata!

La voz del Pata se oy en seguida: Dale, entr.

Nacho abri la puerta. Apenas pudo distinguir a su amigo sentado sobre una cama, inmvil.

Qu hacs ah, Pata. Por qu no sals?

Callte, belinn. Y trame esa llave que est ah, en el cajn. En la mesita de luz de mi viejo.

Sorprendido, Nacho iba a seguir preguntando. Pero sus ojos ya se haban acostumbrado a la oscuridad y pudo ver la cadena enroscada en los barrotes de la cama y en el cuerpo del Pata. Un simple candado que una dos eslabones lo inmovilizaba. Deslumbrado por la escena, Nacho tambin se inmoviliz. Como el Conde de Montecristo.

Dejte de joder y agarr la llave. El viejo est por llegar. Nacho peg un salto, fue hasta la mesita de luz, abri el cajn y vio la llave. Se la mostr al Pata.

S, es esa. Apurte y abr el candado.

Nacho peg otro salto y se acerc al Pata. Trat durante unos segundos de meter la llave en el agujero de la cerradura. La emocin le haca temblar la mano.

Vamos, chitrulo. Emboc de una vez, que si ahora llega a aparecer mi viejo nos encadena a los dos.

Era la instruccin que Nacho necesitaba. A los pocos segundos salan los dos de la pieza. Nacho se contena para no correr.

And despacio, gilastro, si no, los vecinos se van a dar cuenta dijo el Pata por un costado de la boca. Nacho se esforzaba en caminar despacio, pero las piernas se le aflojaban demasiado o se le endurecan del todo.

No puedo, Pata, no puedo murmur al fin, desolado.

Falta poco, turrito, aguant lo volvi a instruir el Pata entredientes.

Faltaba poco. Atravesaron el primer patio y despus de superar el portal y el corro de vecinos se encontraron en la calle.

Bueno, chau. Me voy antes de que llegue el viejo dijo el Pata espiando hacia donde la calle se prolongaba.

Pero no me vas a contar?

Para qu. Si no servs ni para abrir un candado. Pero adnde vas? Qu vas a hacer? Vas a volver? Y qu le digo a tu viejo si alguna vez lo veo y...

Nacho habra seguido con las preguntas. Pero vio cmo el Pata entrecerraba los ojos pensativo. Entonces se call y esper.

Qu le decs a mi viejo repiti el Pata. Decle... decle... que me voy por ah, a... bah, no le digas nada y se acab. Chau.

Nacho se atrevi a tomarlo de un brazo. Pero, Pata... Vas a volver?

Qu s yo. Mir teatralmente a la distancia. Uno nunca sabe si va a volver o no. Y soltme, que mi viejo debe estar por llegar.

Tom.

Nacho le ofreca la moneda de diez centavos. Brillaba ms que nunca en su mano. El Pata, sorprendido, mir a Nacho. Luego la moneda. Luego a Nacho. Al fin tom la moneda. La revole. La recibi en la palma de la mano y volvi a mirarla.

Cara dijo sonriendo. Buena seal. Vas a ver cmo todo va a ir fenmeno. Carraspe para no decir gracias, le peg a Nacho un golpecito en el brazo, dej caer un ya te la voy a devolver y se fue a paso rpido.

Nacho qued mirndolo. Vio cmo su amigo empezaba a trotar pateando piedritas aqu y all y cmo desapareca doblando la esquina. Despus de un momento de indecisin Nacho tambin trot hasta la esquina. Una vez all mir hacia el fondo de la calle. Alcanz a ver cmo el cuerpo del Pata se esfumaba, tratando de desembarazarse de la sombra que ya lo envolva.

La nica sombra que qued frente a Nacho fue la de la tarde. Unos pasos ms all empezaba a borronearse el duro paredn de la Penitenciara con sus troneras, sus torrecillas y sus guardias custodiando el secreto de tantas fugas olvidadas. Nacho mir hacia el paredn y vio al guardia caminando con su fusil al hombro. Su figura se desplazaba por detrs de las troneras y se ocultaba y apareca, se ocultaba y apareca. Nacho espi desde la vereda opuesta hasta que la figura del guardia apareci entera detrs de la torrecilla. Entonces avanz hacia la mitad de la calle. Quera gritarle algo referido al Pata, a sus cadenas y a su reciente liberacin, a los presos encadenados all adentro, detrs del paredn, y al aire que el Conde de Montecristo respir en libertad al evadirse del Castillo de If. Pero slo se atrevi a avanzar con cautela hasta una distancia prudente del paredn y desde ah, despus de sacar la banana de su bolsillo, tom puntera y la lanz con todas sus fuerzas contra la figura del guardia que ya tambin empezaba a esfumarse en las sombras. Despus sali corriendo sin mirar atrs, tratando de alcanzar cuanto antes el umbral seguro de su casa.

LAS OTRAS CALLES1931Fue algo as como un acto depurador. Casi un rito. Por lo menos una ceremonia que Ignacio necesitaba celebrar consigo mismo. Saba que dejando ese uniforme abandonado por ah no aseguraba su desaparicin. Y l no slo quera poner esas prendas fuera de su vida sino fuera de la vida de toda la humanidad. Por eso, despus de envolverlas con la chaqueta azul camin sigilosamente hasta el fondo del patio, se meti en el bao, cerr la puerta con llave, puso el atado de ropa dentro de la baera y busc la botella con alcohol de quemar que habitualmente serva para encender el calefn.

Las llamas eran ms azules que rojas. l las habra preferido rojas y crepitantes. Pero slo aparecan con timidez unos tenues resplandores rosas en medio de las llamitas azules y el crepitar no era un crepitar adulto, verdadero, sino un ligero chasquido que se repeta de tanto en tanto sin dramatismo alguno. De todos modos haba sentido que ese acto adquira la dimensin de una autntica ceremonia; una ceremonia iniciada al tomar la botella, que continu cuando volc el lquido ritual sobre el confuso bulto de tela azul que esperaba en el fondo de la baera, que sigui cuando encendi el fsforo y con un gesto dramtico lo dej caer sobre la ropa, y que termin al ver cmo el fuego converta la tela en chispas, humo y llamas que aunque no fueran totalmente rojas cumplan al fin con el cometido de volatilizar su reciente y ominoso pasado.

Durante unos minutos permaneci inmvil, contemplando aquellos restos. All quedaban, achicharrados, unos botones de metal, un pedazo de alambre retorcido seguramente el que serva para tensar la copa de la gorra de soldado un montoncito de ceniza gris, y sobre todo un tramo de su vida que quera ver esfumado para siempre. Por eso fue, tal vez, que jams pudo olvidar aquella imagen final de la baera.

Con ella en la mente imagin el destino para el resto de su uniforme: el correaje, los pesados botines Patria y la bayoneta. Primero fue el correaje, que en realidad no era ms que un ancho e impersonal cinturn de cuero con portabayoneta. En la pieza que habitaba no slo hubo siempre lugar para la cama de hierro de una plaza, para la menuda mesa de luz y para el angosto ropero de madera con espejo; all tambin convivieron con l, desde sus aos de pantalones cortos, pilas de cajas redondas de cartn para sombreros pertenecientes al taller de Felicia. Ella apareca de vez en cuando para traer o llevar alguna caja; entraba a la pieza desprejuiciadamente, sin anunciarse, y lo sorprenda a veces en su ms cruda intimidad. Pero esas situaciones jams disgustaron a Ignacio. Por el contrario, recordaba con emocin la primera aparicin imprevista de Felicia y con dulce placer la continuidad de aquellos das en que ella siempre sorprendindolo encontraba excusas para visitarlo en su cuarto. Ignacio revis el interior de algunas de esas cajas. Al fin, habiendo encontrado la que buscaba, coloc all dentro, alrededor de la copa de un sombrero de fieltro rojo, el cinturn con el portabayoneta. Despus dej la caja en primera fila: Felicia la abrira muy pronto y encontrara all el cinturn con el que ella haba jugado una larga tarde aprovechando la ausencia de doa Encarnacin. Le dejaba ese cinturn como recuerdo. Y no como un recuerdo estrictamente suyo. En realidad era un recuerdo compartido por los dos. Un recuerdo de una tarde repetida que ahora se interrumpa para siempre.

Haba llegado el turno de los libros. Mir los que estaban repartidos en estantes de la mesa de luz y se despidi de ellos con una mirada de agradecimiento. Eran los libros de su infancia, los de las apasionantes historias ledas con pantalones cortos. Pero tambin estaban los otros libros, los de don Ovidio. Estaban bajo la cama. Se arrodill, extendi el brazo y extrajo una pequea valija. Dentro de ella haba libros que esperaba volver a leer. Mont la valija sobre la caja de sombreros que acababa de dejar en el ropero y dej sobre ella un corto mensaje: Cuidame esta valija. Algn da volver a buscarla. El cinturn es para vos. Gracias.

La decisin sobre el destino de los botines Patria fue inmediata. Copia fiel del calzado creado por el ejrcito alemn para la guerra, los Patria eran fuertes, preparados para largas caminatas sobre caminos duros. Los alemanes no slo saban crear en el terreno de la msica, de la literatura, de la filosofa; para balancear sus valores humanos los alemanes tambin saban crear en el terreno de la guerra. Ignacio saba que le esperaban duros y largos caminos y tal vez la guerra de escaparle a la guerra. Y vistos desde arriba, los Patria poco se distinguan de unos zapatos negros comunes. De modo que quedaran con l durante un buen tiempo, como tiles compaeros de viaje.

Faltaba la bayoneta. Se sent en la cama, desenvain la hoja tersa y qued un instante mirndola mientras deslizaba con suavidad sus dedos ida y vuelta por la estra cavada a lo largo de toda la superficie del acero. Esa estra estaba ah para que la dura charrasca entrara y saliera mejor del cuerpo del enemigo. Por ah debera pasar el aire. O la sangre. Y as el acero no quedara apresado por la carne asustada. Al contrario, entrara y saldra suave y dcil para volver a entrar y salir, entrar y salir, entrar y salir suave y dcil de uno y otro cuerpo tanto del mo como del tuyo y de todos los cuerpos vivos del mundo hasta que los cuerpos vivos estuvieran bien muertos. Ignacio meti la hoja de la charrasca en la vaina y despus de mirar el arma durante un rato la dej a su lado, sobre la cama. Estuvo as otro rato, pensando, mirando de tanto en tanto la bayoneta de reojo. Hasta que tom la decisin.

Saba que abandonaba su casa y la Calle de los Tambos por un tiempo largo, si no para siempre. Tal vez por eso prefiri restarle trascendencia a la despedida. Tom la valija en la que haba amontonado desordenadamente un poco de ropa, meti adentro la bayoneta, se puso el impermeable que en la vida civil le serva tanto en los das de lluvia como de sol, se cal el sombrero hasta las cejas y sali sin querer mirar a su alrededor. Una vez afuera dedic apenas una mirada leve al fondo de la calle, donde entre sombras se distingua el muro de la Penitenciara.

No slo las palomas fueron sorprendidas. El aire, expulsado hacia adelante a travs de un torbellino de plvora y estruendo, tambin fue sorprendido; y antes de caer sin fuerzas sobre el muro salpicado de sangre se lanz, desestabilizado, a golpear las alas de las palomas.

Se cal an ms el sombrero y se encamin hacia el lado opuesto de aquel muro. Al llegar a la esquina gir la cabeza y ech una breve y ltima mirada hacia atrs, por donde se borroneaban el final de la cuadra y las otras esquinas. Pero en seguida dobl por la avenida y dej atrs la Calle de los Tambos. Caminaba a paso rpido, apretando contra su cuerpo la valija de fibra de cartn. Saba todo lo que se llevaba. Aunque todava no saba todo lo que dejaba.

Y entre todo lo poco que se llevaba, envuelta entre camisas, medias y calzoncillos, estaba la bayoneta. Para ella haba imaginado un destino ms de acuerdo con el fin para el que haba sido creada. Ella mereca un destino definitivo, sin regreso. Un destino verdaderamente mortal. Por eso esper a que el ferry, que lo llevaba hasta la orilla oriental estuviera en medio del ro. All, ocultndose de las posibles miradas de los otros pasajeros, abri con disimulo la valija, extrajo la bayoneta y la dej caer sobre la borda. El arma desapareci en la noche y en el agua mientras Ignacio mascullaba sordamente algunas palabras que slo l poda or. Y que oy durante mucho tiempo.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1920Ms all de la puerta de madera y del umbral de mrmol haba una escalera tambin de mrmol. All, en ese zagun que suba, las horas de siesta de verano eran especialmente frescas. Nacho se recostaba de pared a pared a lo largo del sptimo escaln y con un libro en la mano esperaba a Felicia, que todos los viernes a esa hora regresaba de su visita semanal a la sombrerera. Anunciaba su presencia con el sonido de los tacos sobre la vereda y al fin, sosteniendo en sus brazos una o dos cajas vacas de sombreros, oscureca el zagun al emerger del misterio y cubrir la puerta con su figura. En ese momento Nacho simulaba concentrarse en la lectura y estiraba ms sus piernas a lo largo del escaln. Felicia suba los seis primeros peldaos y al llegar al sptimo levantaba con prudencia un pie calzado con un pequeo zapato rojo con tacos peligrosamente altos y lo pasaba por encima del cuerpo de Nacho. El movimiento de la pierna era lento y cuidadoso y creaba posibilidades a la imaginacin. Nacho apartaba entonces los ojos del libro y espiaba all dentro, entre el zapatito que todava estaba en el sexto escaln y el que ya estaba en el octavo. Primero vea las brillosas medias de seda inflndose en la zona de los muslos; luego las ligas negras ascendiendo por la carne blanca y partiendo brutalmente cada pierna en dos, y ms arriba la puntilla de los calzones rosas. O blancos. Aunque casi siempre rosas. Pero al fin el zapatito del sexto escaln pasaba tambin por encima del cuerpo de Nacho. Y entonces slo quedaba el perfume y el secreto ntimo guardado detrs de aquella falda que haba flameado durante un tiempo demasiado corto sobre su cabeza y que despus se alejaba, trepando siete escalones ms hasta llegar al descanso junto a la puerta cancel. All era donde Felicia, haciendo juego con la cortina de macram que cubra la puerta, giraba insinuando algo parecido a un nuevo y desconocido paso de baile y murmuraba con una dulzura extraa: Ay, Nachito, Nachito!. Y se iba, llevndose consigo casi todo lo que haba de valor en este mundo.

Pero esa tarde Felicia no haba llegado sola. Dejando atrs el sonido de su taconear sobre la vereda y despus de ocupar durante una rfaga de segundo el vano de la puerta, Felicia se hizo a un lado y dej ver la figura casi etrea de una nia semiescondida detrs de dos enormes cajas de sombreros. Con los bracitos cea una caja y con el mentn estirado sostena la otra consiguiendo mantener las dos en equilibrio. Apenas se le vean una boca fruncida, unos ojitos asombrados y unos pelos finos que le caan sobre la frente en forma desordenada.

Este vaguito es Nacho. Esta es mi sobrina Luca. Vino del Uruguay a visitarme. As que espero que te portes bien con ella.

Nacho no respondi a las palabras de presentacin de Felicia pero s a su sonrisa cmplice encogiendo las piernas y permitindole subir cmodamente por la escalera. Despus, espiando por encima del libro que simulaba leer, vio cmo Luca se esforzaba por llevar las cajas hasta la puerta cancel donde ya la esperaba su ta. Era lo que poda llamarse una chica esmirriada y sin personalidad y en ninguna parte de su cuerpo habra podido descubrir Nacho el anticipo de la mujer. La mir pasar con cierto desdn y despus vio la enorme diferencia de los senos de Felicia all arriba, esperando junto a la puerta cancel. Y ya no vio ms; porque la puerta otra vez cerrada interrumpi su visin y porque prefiri dedicarse a escuchar el nuevo sonido de los tacos de Felicia, que ahora golpeteaban sobre el ltimo tramo de la escalera de madera. Nacho escuch el dulce sonido hasta que adivin que se desvaneca ms all del vestbulo del primer piso. Entonces suspir, volvi a estirar sus piernas y trat de concentrarse de veras en su lectura.

Poco a poco, y a medida que el tiempo fue pasando, Nacho fue sintiendo que Luca le resultaba bastante insoportable. Nunca hablaba demasiado y habra sido injusto acusarla por meterse en su vida como se meten muchas personas en las vidas de los otros, pero siempre estaba en algn lugar cercano espiando, atenta a cualquier movimiento que Nacho iniciara para luego seguir su pista furtivamente, como una tenaz celadora del ms nfimo de sus actos. Y siempre callada, siempre espindolo desde atrs de algn mueble, siempre con la cabeza agachada mostrando apenas los pelos que le caan sobre la frente. Era insoportable. Por eso fueron muy pocas las palabras que haban cruzado. Pero al fin fue Nacho quien, cansado de la vigilancia pertinaz de Luca, resolvi cierta vez iniciar el dilogo. Haca un buen rato que la haba descubierto mirndolo desde atrs de una silla, observando cmo l haca verdaderas maravillas con su balero. Dej de jugar por un momento y la enfrent:

Qu pasa. Qu mirs.

Luca se encogi an ms.

Nada. Pareci que callaba para siempre cuando sorprendi a Nacho agregando: Qu bien jugs.

Ms o menos dijo Nacho. Y para demostrar que l estaba de acuerdo con el juicio emitido revole peligrosamente el balero por el aire, lo volvi a tomar y culmin la demostracin con una embocada perfecta. Chau se dign agregar. Y se fue para su cuarto sin or el chau de Luca.

El segundo dilogo se atrevi a iniciarlo Luca. Nacho haba buscado la luz del patio para leer y estaba tan concentrado que no advirti su presencia.

Qu ests leyendo?

Ella estaba ah a su lado, paradita, sorprendindolo con una voz que nunca le haba odo, una voz grave que pareca salir de otro cuerpo.

Una novela. El Conde de Montecristo respondi Nacho todava sorprendido. Es linda?

S. Ya la le dos veces. Esta es la tercera.

Cuando la termines me la prests? Cuntos aos tens? Nueve.

No es para vos dijo terminando la conversacin y levantndose pesadamente de su asiento. Y vos cuntos tens?

Once anunci Nacho con suficiencia. Y se fue carraspeando para su cuarto.

La Porota era otra cosa. No slo tena casi once aos sino que pareca tener trece. O catorce. A veces l deba ponerse en puntas de pie cuando a ella se le ocurra calzar unos zapatitos de medio taco que algunos das de fiesta le gustaba lucir. Un da se haba parado justo frente a l, como midindose, y le haba dicho Me parece que ya te pas. A l le dio bastante rabia esa comparacin y le contest: Claro, porque yo no uso los zapatos de mi viejo. Y entonces ella le retruc enojada: Ni los podras usar porque vos no tens viejo. Y eso fue demasiado; porque l no tena viejo pero tena su orgullo; y sin decirle una palabra dio media vuelta y se alej sin saludarla.

Pero al da siguiente los dos olvidaron el enojo. Despus de todo a Nacho la Porota le gustaba bastante y a ella le gustaba gustarle a Nacho. Claro que a ella le gustaba gustarle a todos los chicos del barrio aunque no a los del conventillo, tan atorrantes, pero haca poco tiempo, caminando los dos en un atardecer a lo largo del paredn de la Penitenciara, Nacho le haba preguntado si quera ser su novia y ella haba respondido con una sonrisa mientras sala corriendo para su casa. Y eso quera decir que s. De modo que esa tarde, despus de alejarse de Luca y de dejar El Conde de Montecristo sobre la mesita de luz de su pieza, sali a la calle y se dirigi al almacn. Esa era la hora de salida de los chicos del colegio, turno tarde. Y la Porota llegara de regreso vistiendo el blanco guardapolvo almidonado, luciendo un hermoso moo sobre su cabeza, oliendo a lpiz, a tiza y a muchas cosas ms. Nacho sali de su casa y oy la msica de las campanillas que colgadas del pescuezo de la vaca acompaaban el ofrecimiento de la leche tibia por toda la cuadra. De un salto eludi la vaca y despus de darle una palmada cordial al ternero se dirigi siempre a los saltos hacia el almacn sin or las palabras poco amistosas acerca de los nios que profera el tambero que arriaba los animales. Lleg justo para ver que por el lado de la avenida hacan su aparicin algunos guardapolvos blancos. Entonces se sent en el confortable asiento que formaba el alfizar de la vidriera del almacn, cruz las piernas con superioridad y adopt un gesto definitivo de indiferencia como demostrando que estaba ah por casualidad, simplemente porque los oleajes de la vida lo haban trado a estas playas. Pero lo primero que le dijo la Porota cuando lo vio fue Bajate de esa vidriera porque si te ve pap te mata. Y casi al mismo tiempo se despidi del chico que la acompaaba sonrindole de una manera que a Nacho no le gust nada. Por eso, algo confundido, apenas si tuvo tiempo para pegar un salto desde la vidriera y preguntarle a la Porota, antes de que entrara al almacn, Despus sals un rato?. Y apenas tuvo tiempo, tambin, de or a la Porota que antes de desaparecer responda No s. Voy a ver.

Entonces, como actitud de rebelda pero sobre todo entendiendo que esa era la mejor manera y el mejor lugar para esperar el posible regreso de la Porota, volvi a sentarse en el alfizar de la vidriera del almacn y durante un rato largo estuvo all, solo, observando el ir y venir del movimiento de la cuadra.

LAS OTRAS CALLES1931Luca se haba convertido en otra mujer. Muy diferente de aquella nia insignificante que aos atrs visitara a su ta Felicia en Buenos Aires. Cuando despus de tanto tiempo Ignacio la descubri esperndolo en el muelle del puerto de Montevideo fue como verla por primera vez. No poda decirse que el tiempo la haba convertido en una mujer atractiva. Pero ya no era una nia. Y tal vez esa circunstancia marcaba la diferencia.

Cmo cambiaste.

Vos tambin. Pero en seguida te reconoc.

Despus, mientras caminaban despacio haca la casa, ella le habl de la carta que su ta Felicia haba enviado desde Buenos Aires, del consentimiento de sus padres para albergar a Ignacio durante unos das y de su preocupacin por conseguirle los papeles necesarios para seguir movindose por este mundo.

Te metiste en un lindo lo, no?

Ignacio no contest. Segua caminando despacio, apenas mirando hacia adelante.

No te gusta que te pregunte?

Ignacio la mir como regresando de un pensamiento lejano.

Que me preguntes qu.

Si te metiste en un lo.

Ahora la mir esbozando una sonrisa.

Hasta ese momento no se me haba ocurrido pensar que me meta en un lo. Pens que sala.

Caminaron callados unos metros. Hasta que al fin Luca se atrevi. Qu te hubiera pasado en la Argentina si te quedabas? No s.

Qu les hacen all a los desertores?

Ignacio tard en responder. Cualquier cosa.

Porque ahora all, con Uriburu... Pap dice que los militares son lo peor que hay. l es socialista, sabs? Y te va a ayudar todo lo que pueda.

Cmo. No es anarquista?

No. Socialista. Por qu?

Por nada. Por saber.

Ya haban llegado a la casa de Luca. All se albergara todo el tiempo posible. Aunque l entenda que su permanencia no podra prolongarse demasiado. Ese alojamiento provisorio haba sido concebido por Felicia apoyndose en las ideas y buena voluntad de los padres de Luca. Pero su futuro no slo era imprevisible; no tardara en llegar el da en que, debido a la proximidad con Buenos Aires, permanecer en Montevideo sera riesgoso. Y as fue. Una noche don Francisco reuni a toda la familia y dijo:

Los reno a todos porque tenemos que decidir esto entre todos. Aqu estn los papeles que le consegu a Nacho. No s por cunto tiempo pueden servir. As que lo mejor ser que se embarque para Europa en el primer buque que salga. Y hay uno la semana que viene. Se atrevi a mirar a Ignacio. En el partido juntamos la plata para el pasaje y adems te podemos conectar con compaeros en Barcelona, para que puedas manejarte. Hizo una pausa, mir a todos y pregunt: Bueno: Qu opinan?

Ignacio no permiti que alguien opinara.

Que me voy. Creo que no me queda otra. Y espero que algn da pueda pagarles todo lo que estn haciendo por m.

Ignacio oy el estallido de un llanto y en seguida vio a Luca salir corriendo hacia su cuarto. Doa Herminia, despus de apretar la mano de Ignacio con afecto, fue detrs de su hija. Hubo un silencio pesado.

Parece que te quiere.

Ignacio vio a don Francisco cabecear sealando el cuarto de Luca. Sinti que deba decir algo. Yo tambin.

Baj la cabeza pero en seguida oy el ruido de una silla que era empujada con rabia.

Y yo tambin, qu carajo. Y te tengo que dejar ir, como si no hubieras sido ms que un turista. Carajo.

Don Francisco caminaba alrededor de la mesa rezongando mientras su voz y sus ojos se iban empaando.

Como si no hubieras sido ms que un...

Don Francisco se detuvo y call. Ignacio se vio a s mismo levantndose de repente y abrazando con fuerza a ese hombre que no se pareca a su padre, a ese hombre que haca tres meses no era ms que un extrao slo reconocible en el recuerdo de alguna borrosa presencia en Buenos Aires adonde haba llegado para visitar a su cuada Felicia. Como en una antigua postal los vio a ellos dos, entonces los lejanos Francisco y Herminia, junto a Felicia y a su propia madre, los cuatro alrededor de la mesa del comedor hablando en secreto y bajando ms la voz cuando l apareca semioculto detrs de alguna puerta. Y ahora abrazaba con fuerza a don Francisco. Era su manera de agradecerle los tres meses transcurridos en familia. No haba vivido un solo da parecido a ste en su propio hogar.

La despedida no fue fcil. Todos estuvieron de acuerdo en que los padres de Luca no acompaaran a Ignacio hasta el barco, pero nadie pudo convencer a Luca de que se quedara en la casa. Los padres se despidieron de Ignacio casi en silencio junto a la puerta de calle. Apenas se le oy a doa Herminia un tmido Cuidate y a don Francisco una tos apagada. Cuando Ignacio, despus de haber caminado unos metros, se dio vuelta para saludarlos por ltima vez, los vio juntos all en la puerta, apretados uno contra el otro, tomados de la mano. Entonces gir y no volvi a mirar hacia atrs.

Slo cuando se detuvieron en la Avenida 18 de Julio Ignacio y Luca se miraron y sonrieron, comprendiendo que haban caminado ms de una cuadra sin hablar. Ignacio pas la valija de una mano a la otra y con la que le quedaba libre rode el cuerpo de Luca.

Gracias.

Luca tambin pas a la otra mano un paquete que llevaba.

Cuidado. Pods apretar las milanesas.

Se volvieron a mirar pero ahora un rato largusimo.

Te voy a extraar.

Yo tambin.

Era como si se hubieran dicho todo. Dejaron de mirarse y eludieron un largo discurso. Tomaron un taxi, bajaron en la estacin martima y buscaron el barco con la mirada. All, a pocos metros y junto al muelle, estaba el Infanta Isabel de Borbn, el enorme transatlntico que lo llevara tan lejos; lejos de su pas, de su gente ms querida y lejos de Luca. Ignacio la mir, vio cmo ella bajaba los ojos sin poder disimular las lgrimas y l entonces, por solidaridad, tambin baj los ojos y descubri los miraba por primera vez, de modo que era realmente un descubrimiento que Luca casi no tena senos. Su pecho era enjuto, casi cncavo, con dos pequeas turgencias disimuladas debajo de un sweater amplio y sin forma. Qu diferente a su ta Felicia. Y de la Porota ni hablar. Ignacio mir de nuevo el buque y resolvi secar esas lgrimas de Luca apartndose del tema de la despedida.

Leste Una ciudad flotante?Luca aprovech para secarse los ojos y acomodar su garganta. No. Qu es eso.

Una novela. Ah Julio Verne se anticip a la creacin de estos barcos. Vos sabs que l se anticip a todo: al dirigible, al submarino... Vas a ver cmo uno de estos das el hombre tambin va a poder viajar al centro de la Tierra. O a la Luna. Tens que leer Una ciudad flotante. Trat de sonrer. As te vas a poder acordar de m.

Luca no sonri.

No penss volver?

S, claro. Algn da,

Si vos no vens, voy yo.

Ignacio sinti que la voz grave de Luca, siempre opuesta a su tenue apariencia fsica, esa vez llegaba decidida desde sus zonas internas ms profundas y se distanciaba an ms de su cuerpo exterior.

Acordte agreg con la misma voz grave. Si vos no vens voy yo.Cuando el soldado lleg frente al paredn vio todo gris: los caos de los ocho museres, el cielo, los uniformes de fajina, el mismo paredn. Y cuando los museres estallaron vio que el humo, como fiel humo de plvora, tambin era gris. Y vio que tambin era gris el vuelo loco de las palomas.

Acordte repiti Luca. Y despus de darle un beso rpido en la mejilla se fue con un paso tambin rpido, sin mirar atrs.

Ignacio qued en el muelle solo, rodeado de gente desconocida. All esperaba el enorme transatlntico que haca or su silbato de llamada. Ignacio levant la valija que estaba en el suelo, apret el paquete con comida que le haba dejado Luca y se fue caminando despacio hacia la ciudad flotante.

Cuando el buque empez a moverse todo en el muelle fue una fiesta. Asomado a la borda Ignacio no alcanzaba a comprender cmo los hombres podan convertir una triste despedida en un hecho festivo matizado con msica, risas y serpentinas. El barco demor un largo rato en alejarse del muelle y enfilar hacia el centro del ro en direccin al mar. Pero al fin la orquesta call y los pasajeros, poco a poco, fueron abandonando la cubierta. Tambin las serpentinas que haban engalanado el adis fueron cayendo desde la borda solitaria, empujadas por el viento. Pero Ignacio no haba quedado solo. Sinti un golpeteo de alas sobre su cabeza y le cost mucho levantar la mirada para ver cmo las ltimas gaviotas se despedan revoloteando. Del mismo modo que le cost mucho, tambin, entender que aquellas aves eran gaviotas alegres saludndolo. Y no palomas asustadas.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1921Una lluvia fina descenda lentamente atravesando el vaho gris de esa tarde de otoo. Los adoquines de granito de la calle brillaban bajo el agua y las gotas retenidas sobre las hojas de los pltanos resbalaban y caan pesadas sobre la vereda. Al salir de su casa Nacho oy durante un instante el constante rumor de la lluvia rondando aqu y all, indiferente al transcurso del tiempo. Pero el paisaje cambi para l apenas ech una mirada hacia el portal del conventillo. El mal tiempo haba retenido a los vecinos en el interior de sus piezas y all, sentado en el ancho umbral, extraamente solo en ese mbito siempre tan habitado, estaba el Rusito. Nacho levant los hombros y agach la cabeza pretendiendo de ese modo guarecerse de la lluvia, y se lanz hacia el conventillo corriendo de perfil, arrimndose todo lo posible a las paredes de las casas bajas.

Qu hacs. Cuando te vi pens que eras el Pata dijo apenas lleg.

El Rusito no contest. Tena la mirada clavada unos metros ms all, en la vereda opuesta. No pestaeaba.

l siempre se sentaba as, como vos, con las rodillas levantadas explic Nacho. Pero el Rusito segua inmvil, mirando fijo hacia all, sin pestaear.

Qu te pasa. Qu ests mirando.

Esper. Ahora noms salen dijo el Rusito sin alterar su posicin. Era interesante observar cunto tiempo poda permanecer sin pestaear.

Quines pregunt Nacho siguiendo la direccin de la mirada del Rusito.

La pareja. El mucamo entr recin con un taxi. Ya deben estar por salir de la amueblada.

Se refera al hotel. Una de las parejas, despus de hacer uso de las instalaciones, estaba a punto de abandonar el establecimiento. Cuando la pareja anunciaba su deseo de partir uno de los mucamos, vistiendo correcto saquito blanco, sala apurado en direccin a la avenida y all detena el primer coche de alquiler. Se poda ver a los mucamos durante todo el da y a cada rato salir del hotel y luego retornar doblando la esquina para despus entrar a la Calle de los Tambos encaramados sobre los estribos de los taxis, guindolos airosos hasta hacerlos desaparecer con un pase mgico por la entrada de automviles. Desde ese momento hasta la salida del coche ya cargado con la pareja transcurran unos pocos minutos; eran los que estaban transcurriendo en ese preciso instante y que provocaban la mirada fija y sin pestaear del Rusito.

Al fin, como respondiendo a esa empecinada vigilancia, el taxi sali del hotel. Apareci silencioso, furtivo. Pero no lo suficiente como para burlar la atencin del Rusito, quien antes de que la doble puerta vaivn se cerrara detrs del automvil se lanz de un brinco a travs de la calle, se apare a l y corriendo a su lado espi su interior provocando as la espontnea reaccin de la mujer, que se hundi en el asiento y ocult su cara detrs de una cartera. Todo esto ocurri en pocos segundos. En seguida el coche aceler y ya ni silencioso ni furtivo dobl y desapareci por la avenida.

El Rusito haba quedado atrs, jadeando. Y jadeando volvi junto a Nacho, que no se haba movido de la puerta del conventillo.

No te gusta mirar? dijo con muy poco aliento mientras el agua le caa por la nariz y por los ojos. El pelo amarillo rojizo se haba vuelto marrn.

S contest Nacho indiferente. Pero siempre se tapan y no las pods ver. Adems al final son todas iguales.

Tal vez el Rusito no haba alcanzado a ver la cara de la mujer pero deba justificar su esfuerzo.

Esta era distinta. Cuando se tap ya era tarde. Y la pude ver. Era una mina brbara.

Ah no van minas brbaras. Todas las que van ah son putas.

Hay putas que son brbaras.

Yo no conozco ninguna.

Ah, no. Y la Colorada?

Esa no es puta. Trabaja de noche. Pero eso no quiere decir que sea puta.

Y de qu trabaja?

No s. Pero el Pata me dijo que no era puta. Cmo la tens con el Pata, hoy. Nacho dud entre contrselo o no. Anoche so con l.

Y vos te acords de los sueos? A veces s.

Yo nunca. Y qu soaste?

Y Nacho le cont el sueo. Los dos sentados en el umbral y la lluvia cayendo frente a ellos tediosa, interminable.

El Pata se haba puesto los pantalones largos. Tena sombrero y todo. Y nos cargaba. Se pona delante de nosotros... estaba toda la barra, sabs? Y l nos cargaba a todos. Deca que ramos unos pendejos y qu s yo cuntas cosas ms.

Yo estaba?

No s. No te vi. Pero yo s estaba. Y despus de cargarnos a todos me agarraba del brazo, me llevaba aparte y me deca bajito: Yo anoche estuve con vos, eh. Yo no entenda nada. Y entonces me dijo: Anoche estuve en un golpe, babieca. Y vos me tens que servir de coartada.

Se interrumpi mirando al Rusito.

Vos sabs qu es una coartada?

Ms o menos.

Bueno: es eso que inventan los criminales cuando matan a alguien. Dicen que estuvieron con vos, por ejemplo. Y si estuvieron con vos no pudieron matar a nadie. Eso es una coartada.

Ah.

Y eso era lo que el Pata quera hacer conmigo. Ah. El Rusito se haba quedado pensando. Pero todo eso era un sueo. Claro, gilito.

Y vos qu le decas? Hablabas en el sueo?

Claro. De repente yo tambin tena los pantalones largos y sombrero y todo lo dems, y le deca: Me viene fenmeno; porque yo tambin anoche estuve en un golpe. As que si me preguntan... yo estuve con vos.

Los dos en el mismo golpe?

No, babiecn. Eso era para la coartada. Yo haba estado en un golpe y l en otro.

Pero vos habas estado de veras en un golpe?

Qu s yo. Yo me acuerdo de lo que le dije al Pata, nada ms. Y de repente l me daba un abrazo fuerte y nos bamos los dos caminando, abrazados, sin mirar a ninguno de ustedes. Porque todos ustedes eran pendejos.

Dijiste que no me viste. As que no sabs si yo estaba o no.

Cmo no vas a estar. Si vos ests siempre.

Nacho tena razn. Si haba alguien que no faltaba nunca a las reuniones que los chicos del conventillo improvisaban en cualquier rincn del barrio, ese era el Rusito. A pesar de ser a menudo vctima del menosprecio de los muchachos ms grandes de la barra, que se apoyaban en su candidez para descargar sobre l las burlas ms crueles, el Rusito no faltaba nunca. Su problema era que le gustaban las aventuras, aunque las aventuras fueran slo inventadas o aunque sus protagonistas fueran los otros; y en el corro que formaban diariamente los chicos del conventillo confluan aventuras de todo tipo y color. Hasta podra decirse que no haba tema que se tratara en esas reuniones que no tuviera que ver con algn hecho intrpido considerado por ellos fuera de la ley. El Rusito hablaba poco; porque tena poco para contar pero sobre todo porque le gustaba escuchar. Y as viva sus aventuras. Cuando poda y como poda. Escuchando callado. Para admirar a sus hroes lejanos slo necesitaba la proximidad del relato. l siempre escuchaba con total concentracin y contagindose del entusiasmo del ocasional protagonista. El Rusito viva as sus aventuras. Y as estaba viviendo esa tarde el relato que Nacho le haca de su sueo.

Pero y los golpes? Cmo fueron los golpes? No te acords?

Nacho iba a contestar cuando sinti que alguien llegaba por el zagun y se detena en el umbral, a su lado. Era la hermana del Rusito.

Siempre tens que estar en la calle, vos? And para adentro, que te llama pap.

Sarita era slo un ao mayor y meda apenas un centmetro ms que su hermano, quien no se destacaba por su gran estatura, y adems tena la voz finita. Pero uno la oa y ya fuera por los tonos que empleaba o por las palabras que elega impresionaba como una mujer adulta.

En seguida voy dijo el Rusito con desgano.

Nada de en seguida voy. Tens que ir ahora mismo. Pap precisa que lo ayudes y te est esperando. Y sera mejor que primero te secaras. Mir cmo te pusiste.

El Rusito se levant rezongando, farfull un despus la seguimos dirigido a Nacho con cierta turbacin y desapareci en el interior del conventillo. Nacho se levant de su asiento.

No quers quedarte un poco conmigo?

Nacho vacil; Sarita no haba dado una orden pero en algn lugar de ese inocente pedido lata una disimulada exigencia.

Tengo que hacer los deberes respondi Nacho sin moverse de su sitio.

Ven, ven orden Sarita sentndose en el umbral. Si podas estar con Sal pods estar conmigo.

Bueno. Un ratito. Pero tengo que hacer los deberes.

Se sent y despus de mirar distradamente la lluvia que segua cayendo desvi la mirada hacia Sarita. Ella haba cruzado los brazos sobre su regazo y sonrea.Vos sos tmido, no?

Nacho se encogi de hombros.Inteligente s sos.

Nacho volvi a encogerse de hombros.

Sal me dijo que en el colegio sos uno de los mejores. Nacho mir hacia otro lado.

Es una gran cosa ser inteligente. No s por qu te junts con todos estos atorrantes del conventillo. Ahora s la mir, aunque de costado. Tu hermano no es un atorrante.

Ms o menos, porque siempre se escapa a la calle para no hacer nada. Pap quiere ensearle el oficio para que cuando sea grande sea un buen sastre como l.

El padre de Sarita haba trado consigo desde su amada y odiada Polonia todo el conocimiento que pudo acumular all a pesar de los pogroms y otros rechazos. Desde entonces y acompaado por su esposa Raquel, a quien conoci o mejor dicho descubri a bordo del barco de la inmigracin, se haba esforzado por demostrar a todo el mundo su idoneidad para cortar y coser trajes y sobretodos. Haban pasado ms de diez aos desde el da de aquel desembarco, de la breve estada en el Hotel de los Inmigrantes y de la angustiosa bsqueda de un lugar para trabajar y de otro para descansar. Y don Jaime sola confesar que si bien este pas no haba premiado su honestidad y su trabajo como l habra deseado, al menos no se poda quejar porque le haba permitido conquistar una buena clientela barrial, que aunque no pudiera encargarle la hechura de trajes a medida s le confiaba la tarea de achicar, agrandar o dar vuelta sacos y pantalones. Y adems, y lo ms importante, le haba permitido fundar y establecer una familia unida, quiz ms unida que otras porque los cuatro l, doa Raquel, Sarita y Saulito ocupaban el mismo cuarto del conventillo, sealado en la puerta con una pequea chapa esmaltada en la que se lea el nmero 67. Don Jaime era un hombre de trabajo y no de juego y por eso jams acept la invitacin de Falcione, el levantador de quiniela de la vecindad, quien varias veces lo tent con la idea de jugarle unas monedas al 67 a la cabeza. La labor del quinielero se potenciaba incitando a cada uno de los inquilinos de las setenta y cinco piezas a apostar en cada jugada al nmero de pieza que le corresponda por dictamen de la diosa Fortuna. Era por esta razn que en ms de una oportunidad se oan gritos de jbilo en algn patio del conventillo; pero en la mayora de los casos se lo pudo ver a Falcione pasar sonriendo socarrn frente a la pieza cuyos moradores no haban respondido a su invitacin al juego el caso de don Jaime, por ejemplo, y cuyo nmero, en esa jugada, haba resultado desgraciadamente agraciado. Falcione pasaba murmurando Yo le dije, don Jaime, yo le dije.... Y a la semana siguiente volva con ms mpetu pero esta vez sugiriendo jugarle tambin al nmero invertido: Falcione lo planteaba en otros trminos, pero en realidad l adverta que el cartero slo llama dos veces.

Y vos qu penss ser cuando seas grande?

Nacho esquiv otra vez la mirada seductora de Sarita y durante un instante contempl la lluvia.

No s. Con ser grande ya es bastante.

Pero no me digas que no lo pensaste y que no te gustara ser mdico o abogado. Y seguro que vos vas a poder. No como estos atorrantes de aqu, que van a ser todos ladrones o algo as. Vos sos distinto. Por eso me gusta hablar con vos. La voz de Sarita se volva cada vez ms dulce, aunque sin perder autoridad. Yo s que vos tens un futuro. No como Sal ni...

Uyuyuy! exclam de repente Nacho dando un salto Dej unas zapatillas mojadas junto al fuego! Se deben estar quemando! Chau! Y sin ms justificacin, montado sobre la torpe mentira, sali corriendo hacia su casa otra vez bajo la lluvia, siempre de perfil y pegado a las paredes. El agua, demorada en rincones de las precarias cornisas, caa a chorros sobre su cabeza refrescando sus incendiarias ideas acerca de Sarita y la idiotez humana. Cuando lleg frente a la puerta de su casa se meti en el zagun y se tir sobre el primer escaln, esta vez sin recordar a Felicia y slo esperando algn pensamiento que le hiciera olvidar a la seductora Sarita. El Rusito no tena derecho a tener una hermana as. No era su culpa, pero de todos modos no tena derecho a tener una hermana as. Si el Rusito se destacaba por alguna virtud era por su desinters personal, por su vocacin de entrega, por su existencia consagrada al resto de la humanidad. l pensaba slo en actos heroicos, aunque stos fueran realizados por los dems. Lo importante era que se realizaran. Y l estaba ah, siempre listo para escuchar el relato de esas proezas.

Cuando Nacho pensaba en l senta una emocin suave que lo dulcificaba, una sensacin de paz y armona que no sola sentir cuando pensaba en los otros chicos. Todo lo contrario, por ejemplo, de lo que senta cuando recordaba al Pata. Haban pasado ya largos meses desde la tarde aquella en que el Pata se haba despedido y sin embargo cada vez que lo recordaba y lo recordaba bastante senta una extraa intranquilidad, una especie de desazn que a su pesar lo seduca. El Pata era un rebelde. Su ausencia, justamente, era un producto de su rebelda. Por dnde andara ahora? Qu habra hecho de aquella moneda de diez centavos que Nacho le haba dado el da de la despedida como muestra de afecto o de admiracin o simplemente de respeto; pero sobre todo, y de esto l estaba seguro, para que su amigo pudiera iniciar con alguna base econmica el camino de su libertad? Ahora el Pata estara recorriendo caminos desconocidos y tal vez tortuosos pero buscados y elegidos por l. A lo mejor inventados por l. Lo que importaba era que el Pata se haba liberado; ahora estaba lejos de la pieza de conventillo que comparta con su padre y lejos de la herrumbrosa cadena con la que a menudo era amarrado a la cama de hierro. Y sobre todo lejos de su padre. Nacho trataba de evitar un encuentro con l. Cuando vea que el hombre, casi siempre con paso lento y tambaleante, se acercaba al conventillo, Nacho se alejaba con disimulo hacia el otro lado de la calle. Hasta que un da se vio obligado a enfrentarlo. Y ese da comprendi que ese hombre jams le hara preguntas sobre su hijo; lo ley en sus ojos vidriosos de borracho, en el temblequeo de sus manos, en su silencio y en el movimiento huidizo de su cuerpo al meterse en el conventillo.

Era triste. Porque tener un padre as era como no tener padre. O peor. Tal vez el Pata, de no haber sido tan hosco, tan callado y tan poco afecto a hablar de s mismo, habra confesado que para tener un padre as era mejor no tenerlo. Pero el Pata nunca hablaba de esas cosas. Nacho recordaba que slo en una oportunidad haba tocado ese tema. Fue en un anochecer de verano, mientras jugaban al ainenti sentados en el cordn de la vereda. El Pata revoleaba los carozos de damasco y cantaba sus ainenti cuando se interrumpi al ver a su padre que haba aparecido como siempre, caminando con dificultad, manteniendo apenas el equilibrio. Al pasar frente a ellos movi un brazo torpemente hacia el Pata farfullando atorrante, atorrante y despus de otros pocos pasos inseguros desapareci en el conventillo, sin dejar de repetir atorrante, atorrante y sin dejar de mover el brazo de un lado para el otro como queriendo ahora involucrar en su desprecio al mundo entero.

El Pata haba quedado quieto y callado, mirando los carozos que tena en la mano. Y de repente haba preguntado: Tu viejo es as, tambin? Nacho, sorprendido, tard en responder. No s.

Pero cuando viva en tu casa... era as?

No me acuerdo. Yo era muy chico. El tuyo no est. Y el mo es como si no estuviera. Quedaron callados durante un instante. Hasta que el Pata volvi a hablar.

Vos tens vieja. Eso es algo. Ms o menos.

Nacho sinti que el Pata le echaba una mirada profunda y entendi que no le hara ninguna pregunta ms sobre su madre. Y despus de un largo silencio oy que deca en voz muy baja:

Qu suerte que tenemos, eh. Y empez a revolear los carozos. Ainenti uno... ainenti dos...

Nacho no recordaba otra oportunidad en la que el Pata se hubiera referido a sus problemas familiares. Generalmente hablaba poco, y menos de sus padres. Y para qu pensar en el misterio de su madre, una desconocida para todo el conventillo. Ahora el Pata estaba lejos muy lejos, seguramente y quin sabe si volvera a verlo. Slo le quedaba el recuerdo de esa curiosa amistad formada por afecto, respeto, admiracin y quizs hasta temor. Y tambin, por qu no, por algo de envidia. Nacho reconoca que muchas veces haba envidiado su capacidad de decisin, su valenta; y ahora envidiaba, aunque fuera a la distancia, todas las alternativas aventureras que el Pata seguramente estara viviendo. Una voz firme de mujer le cambi los pensamientos. Nacho! Qu haces ah todo mojado? Su madre estaba all arriba, detrs de la puerta cancel, asomada a la baranda del vestbulo, esperando algo ms que su respuesta. Vamos, suba rpido y cmbiese que se va a agarrar un resfro.Cuando quera darle una orden, imponer respeto o simplemente establecer cierta distancia, doa Encarnacin trataba a su hijo de usted.

Vamos, suba. O quiere que baje a buscarlo?

Sin responder y con movimientos pesados, tratando as de expresar que aceptaba la orden bajo protesta, Nacho subi las escaleras hasta el vestbulo. Pero no contaba conque al llegar all no slo se iba a encontrar con la voz ahora ms airada de doa Encarnacin sino tambin con la palma de su mano que al pasar cachete con entusiasmo su trasero.

Despus de escapar del radio de accin de su madre Nacho se meti en su cuarto y cerr la puerta con llave. Se quit la camisa y las zapatillas mojadas; ahora s tendra que ponerlas a secar junto al fuego de la cocina. Luego se quit los pantaloncitos. Qued en calzoncillos y se mir en el espejo del ropero. Con el tiempo y un poco de suerte podra convertirse en un hombre bien formado y atractivo para las mujeres. Se quit los calzoncillos y se vio desnudo. En realidad ya era todo un hombre. Y entonces vio tambin las cajas reflejadas en el espejo. Las cajas de Felicia. Las cajas con los sombreros que ella creaba y venda, las cajas que ella tocaba, palpaba, acariciaba con sus manos. Nacho tom una de ellas y la abraz. La tuvo durante un instante entre los brazos apretada contra el pecho. Despus le quit la tapa y oli el interior. All estaba el olor de Felicia, el que Nacho siempre senta cuando ella se le acercaba; el olor que dejaba en la pieza cuando se iba despus de traer o llevar sus sombreros. Nacho destap otra caja y las abraz a las dos, una con cada brazo. Las apret contra su cuerpo. Eran dos enormes senos, mucho ms grandes que los verdaderos de Felicia pero con el mismo olor. Sigui apretndolos contra su cuerpo durante un rato internndose en sus olores. Despus dej las cajas en la cama frente a l y empez a masturbarse.

LAS OTRAS CALLES1931No saba qu y cunto dejaba atrs. Desde la borda del Infanta Isabel de Borbn Ignacio contemplaba el mar pero las aguas del ocano slo le sugeran la magnitud de su propio misterio. El mundo de los hombres el pequeo mundo suyo, al fin de cuentas pareca no estar relacionado en absoluto con esa inmensidad.

Ignacio ignoraba que en algn momento de una prxima noche, quizs en ese mismo lugar de cubierta y ante un misterio tal vez ahondado por las sombras, un hombre saltara por la borda y desaparecera en el mar. Ignacio haba advertido la presencia de aquel hombre al zarpar el barco de Montevideo. Quiz lo haba atrado su mirada oscura asomando debajo del chambergo claro o su desinters ante la partida, ceremonia que presenci inmvil, en soledad y sin mostrar la ms pequea emocin, como tratando de evitar todo lo que pudiera parecer ostentacin de algn sentimiento. Ignacio estuvo observndolo con curiosidad durante un rato hasta que descubri que estaba comparndose: ese hombre apenas era un poco mayor que l pero pareca haber vivido mucho ms. Su imagen haba sido dibujada por el tiempo con dureza pero tambin con generosidad. Tena un rostro bello y firme y cierta elegancia que se adverta no tanto en la calidad de su ropa como en el modo de llevarla. Ignacio, en cambio, no se consideraba a s mismo elegante; su modo de vestir denunciaba generalmente cierta negligencia basada quizs en un desdn por lo exterior. Desdn que en esos das apareca casi desafiante debido a ese viejo impermeable para uso general, a esos pantalones arrugados del traje de medidas irregulares heredado de don Francisco y all, ms abajo todava, a esos aguantadores botines Patria gastados ya por algunas largas caminatas andadas y otras por andar. Ignacio se comparaba y se preguntaba si esas diferencias exteriores apareceran tambin en un eventual examen de lo interior. Observaba a aquel hombre detenido all arriba no slo sobre la borda de la cubierta de segunda clase sino tambin sobre el borde de algn hecho que en ese momento posiblemente lo conmova. Ignacio estaba tan abstrado pensando en l y en s mismo que slo cuando advirti el movimiento de la mano que lo saludaba descubri que el gesto aun viniendo del mismo lugar no vena del mismo hombre. Quien se haca presente de esa manera movido por la curiosidad al ver a Ignacio all abajo, apoyado sobra la borda de la cubierta de tercera mirando abstrado hacia el lugar ahora desierto de la cubierta superior, era Martn Iriberri. As se lo revel el mismo Martn das ms tarde, cuando al conocer la reglamentacin que lo autorizaba como pasajero de segunda clase a visitar la cubierta de tercera decidi bajar y buscar a Ignacio para hacerle este singular comentario. Con los das los comentarios sin importancia fueron convirtindose tmidamente en confidencias mutuas y as naci y creci entre ellos una amistad que nunca imaginaron llegara a ser tan firme y duradera.

Martn se haba acercado con la mano extendida y una sonrisa y no tuvo que decir ms que Hola para que Ignacio comprendiera que frente a l tena a un espaol.

Vengo en busca de la juventud agreg Martn siempre sonriendo. En este buque no viajan ms que nios, hembras y viejos.

S musit Ignacio.

Una slaba era tambin suficiente para que Martn comprendiera que Ignacio era rioplatense. Uruguayo. No. Argentino. Es lo mismo.

Ms o menos.

Martn observ los ojos huidizos de Ignacio. No vi que te embarcaras en Buenos Aires. Sub en Montevideo.

Ignacio desvi la mirada como escondiendo alguna falta. Martn, en cambio, lo mir de frente. La curiosidad que haba nacido de cubierta a cubierta se acrecent ante aquella actitud equvoca. Pero Martn comprendi que el acercamiento con Ignacio dependa de su iniciativa. Y empez a confesarse.

Esta travesa era su viaje de regreso. Haba abandonado Espaa dos aos atrs huyendo del rgimen dictatorial de Primo de Rivera y al mismo tiempo esperanzado con las posibilidades que le aguardaban en ese remoto pero prometedor pas del sur de Amrica. Pero no poda ocultarle la verdad: Amrica Argentina era Amrica lo haba decepcionado. Tal vez aquellos que tuvieran estmago a prueba de desdichas llegaran algn da a conquistar un lugar en esa sociedad capitalista tanto o ms perversa que la espaola. Y entonces podran decir que haban hecho la Amrica. Pero era una cuestin de estmago. Y de qu estmago, coo.

Yo me aguant all dos aos porque no tuve ms remedio. Pero casi todos los que desembarcaron conmigo en Buenos Aires se volvieron. Y los pocos que se quedaron porque tuvieron suerte estn haciendo dinero, s, pero esperan juntar lo bastante para regresar. En cuanto a la mayora de los inmigrantes ah los tienes, peor que cuando estaban en Espaa y sin una perra chica para el regreso. Ni les hables de hacerse la Amrica. Yo te dira que de cinco que llegaron, cuatro se volvieron. Por suerte ahora, con la repblica, me toca volver a m.

Mir a Ignacio como arrepentido.

No te molesta que te cuente estas cosas no? Despus de todo t eres argentino y...

No, para nada interrumpi Ignacio. Para nada.

Pensaba en la gente del conventillo: en el padre del Rusito, remendando o dando vuelta sacos y pantalones; en el italiano que exhiba el sarcstico cartel de El Luchador de la Crisis en su carro tirado por un raqutico caballo con el que mudaba todo lo que pudiera mudarse, en el turco dicharachero que venda baratijas de puerta en puerta, en el gallego hosco y hurao que se resista a abandonar el sueo del taxi propio; en el padre borracho del Pata. Pensaba en todos ellos y revisaba en su memoria las srdidas piezas del conventillo y sus cadenas. No todos haban hecho la Amrica, no.

Para nada repiti otra vez sin darse cuenta de que estaba repitindose.

Menos mal. Porque la gente infla globos y los globos suben y despus ya es tarde para pincharlos. Y la verdad es que Amrica es una mierda. Ese globo habra que pincharlo antes de que suba ms.

Call unos segundos esperando alguna frase aprobatoria. Ignacio en ese momento pens que Martn estaba exagerando un poco y tuvo intencin de decirle Me parece que no es para tanto. Pero prefiri callar. Y como Martn no era lo que se dice un ferviente partidario del silencio en seguida pregunt:

Y t... A qu vas a Espaa?

Ignacio tena la respuesta preparada, tan falsa como sus documentos y su nuevo nombre, creados en Montevideo por los compaeros de partido de don Francisco. Pero algo le ocurra frente a ese espaolito simptico y hablador:

Otro da te lo voy a decir.

Y otro da, aunque parcialmente, se lo dijo. A medida que Martn le fue contando su vida, Ignacio fue contndole la suya. En esas horas en que el tiempo y el barco parecan detenerse en medio del ocano como invitando a los hombres al recuerdo, a la reflexin y a veces a la confidencia, Ignacio le habl a Martn de su vida: de su infancia, de su hogar desordenado y olvidable, de sus amigos; y al hablar de sus amores no slo record a Luca sino que mencion tambin a Felicia y a la Porota. Y fue as que termin hablando de algunos de sus sentimientos ntimos: de su desobediencia, de su dolor ante la injusticia, de su rebelda frente a algunas actitudes de los hombres. Y al fin lleg a contar su desercin, la huida a travs del Uruguay y la adopcin de una nueva identidad.

Pero no habl del hecho preciso que ms haba conmovido su alma. No habl del fusilamiento, ni de aquel hombre cado junto al muro, ni de su sangre, ni del vuelo precipitado de las palomas. De todo aquello no habl.

Qu bueno que pienses as dijo Martn. Oyndote hablar de ese modo me haces sentir an ms anarquista. Porque, sabes, hermano?, es hora de que sepas que soy anarquista.

Martn quiso sumar a sus palabras la calidez de un contacto fsico y tendi un brazo fraternal alrededor de los hombros de su amigo. Pero se encontr con un Ignacio rgido, desconocido, que lo miraba con una expresin de exagerado asombro, casi de terror.

Qu pasa? Te asusta? Martn lo miraba sonriendo.

No. Por qu me va a asustar farfull Ignacio agregando algunas slabas ininteligibles que Martn no pudo descifrar.

Menos mal. Porque no olvides que vas a Espaa, y ahora all... Martn se puso a rer francamente. All te vas a divertir, vers. Ya lo creo que te vas a divertir. Y siempre riendo francamente lo tom del brazo y lo llev caminando a lo largo de la cubierta.

Varias tardes despus, como tantas otras tardes, absorto, Ignacio contemplaba el mar acodado sobre la borda de la cubierta de tercera clase cuando oy un silbido que llegaba desde arriba. All estaba Martn hacindole urgentes seas invitndolo a subir por la escalerilla.

Ven. Tengo algo que mostrarte.

Ignacio obedeci y en seguida volvi a or la voz de Martn, ahora ms cercana.

T eres mi invitado dijo desenganchando la cadena que obstrua el acceso al final de la escalerilla. De modo que puedes acompaarme y jerarquizar un poco esta puetera segunda clase.

Ignacio sinti que se converta en un feliz transgresor y dej que Martn lo guiara. El buque intentaba continuar con la divisin de clases establecida en la sociedad terrestre pero sus dimensiones no eran tan amplias de modo que el pasaje estaba burdamente dividido en tres clases: la primera de lujo, reservada a aquellos que viajaban por impdico placer o negocios de alto vuelo; la tercera, destinada a la travesa miserable de los emigrantes que en este viaje Ignacio comparta; y la segunda, ocupada por aquellos que simplemente necesitaban trasladarse de un continente a otro con cierta comodidad, sin lujos pero sin padecimientos. A pesar de los comentarios irnicos sobre sus compaeros de clase Martn pareca sentirse a sus anchas entre ellos y as lo entendi Ignacio cuando atraves junto a l la cubierta, descendi por la escalera central y entr al saln donde una pianola mecnica martillaba un charleston. Esa fue la segunda vez y la ltima que Ignacio vio al hombre del chambergo claro sobre los ojos oscuros. Ahora no haba sombrero ni ala que le cubriera la frente y su cara descubierta mostraba una palidez casi traslcida. En el centro del pequeo saln, y agitndose al ritmo del endiablado charleston, se alejaba y se acercaba de su compaera en un pattico intento de perseverar en una torpe danza que sin duda no era un acuerdo cordial entre dos bailarines sino algo as como una lucha entre dos enemigos o al menos un directo desafo a una lucha que por alguna razn no poda concretarse, Martn le apret el brazo.

Ah estn. Esto es lo que te quera mostrar. Estn bailando as, sin parar, hace ms de dos horas. Ves? Es como una lucha.

Era una lucha. Y una lucha desigual. Haba algo desesperado en cada uno de los movimientos del hombre y algo piadoso, implorante, en la actitud de la mujer. Pero de todos modos los dos estaban frente a frente desafindose, disputndose algo: un tiempo, un espacio, una idea. O un sentimiento.

Al principio l mismo volva a poner el rollo en la pianola; y ese instante, en cierto modo, era un descanso. Pero ahora el rollo lo pone aquel gordo. Y ellos bailan sin parar. Qu coo estarn discutiendo?

Ignacio mir la cara del gordo que sonrea gozando con la situacin; seguramente ya haba apostado por el ganador. Despus Ignacio observ a los dems espectadores; el crculo que rodeaba a los dos bailarines segua estrechndose y era evidente que cada uno de ellos haba hecho tambin su apuesta. Entretanto el charleston que brotaba de la pianola segua envolviendo y golpeando a la pareja. Ninguno de los dos poda ya disimular el agotamiento producido por ese raro combate. Era inminente algn abandono. Pero Ignacio no quiso esperar. Hizo una sea a Martn y se alej del saln antes de quedar envuelto l tambin en la locura del charleston. Una vez en cubierta oy la voz de Martn:

No quieres ver cmo terminan estos gilipollas?

No. Y no son gilipollas, como vos decs. Mir a lo lejos como reflexionando y luego agreg: No s qu son.

Y se fue caminando despacio en direccin a la escalerilla sin imaginar que esa indefinicin lo mantendra algo ms que pensativo durante el resto del viaje.

Porque alrededor de la medianoche el ulular repetido de la sirena del buque lo hizo estremecerse en su cucheta. Se visti rpido y una vez afuera oy las voces alteradas de los pasajeros reunidos arriba, en la cubierta de segunda clase. Espi desde la borda y vio sobre el agua calma la luz roja de los pequeos fanales de los salvavidas y luego las parbolas de las luces de bengala que suban y caan sobre el mar iluminndolo. Despus not que el buque haba disminuido su velocidad y que giraba despacio en crculos amplios. Entonces trep rpido por la escalerilla, desenganch la cadena que lo separaba de aquel mundo, se mezcl con los pasajeros de segunda y se enter de lo ocurrido.

Claro que era un gilipollas, coo. Claro que lo era.

Martn estaba ah. Tena el pelo revuelto y una bata rojiza echada sobre el cuerpo; pero era su expresin lo que realmente haba cambiado. Pareca indignado pero no con alguien en particular, sino con el mundo entero.

Un gilipollas del carajo.

Se refera al hombre del baile endemoniado, que sorpresivamente haba dejado sus documentos sobre el piso de cubierta y se haba arrojado al mar. Un tripulante, al verlo saltar, haba dado en seguida la voz de alarma. Pero todos suponan que cualquier esfuerzo para salvarlo ya era intil. Del confuso rumor de los corrillos que se haban formado se desprendan trgicos vaticinios: que el hombre ya no aparecera, que la succin de la hlice, que el ancho mar... Sin embargo, el barco continuara durante un buen rato girando en crculos, buscando. Hasta que todas las conciencias quedaran tranquilas.

Y ella? La viste?

S. Ah est. Martn cabece con rabia hacia el extremo de la borda. Otra gilipollas.

Estaba all sola, inmvil, mirando fijamente la superficie del mar. A Ignacio le pareci que la vea por primera vez. Esa tarde su cara no haba sido ms que un confuso montaje de rasgos sobreimpresos a toda velocidad en medio del baile loco. Ahora la vea ntida, clara: el pelo negro y tirante detrs de una frente ancha y esos ojos. Cmo pudo haber estado mirndola durante todo un rato sin haber descubierto esos ojos. Ahora lloraban asombrados mientras buscaban con desesperacin alguna pista que insinuara la presencia de su compaero de baile. Ignacio oy que Martn segua refunfuando.

Y ahora dganme quin fue el que gan de los dos, coo. Quin fue el que gan de los dos.

Ignacio se acod sobre la borda cerca de la mujer y la oy sollozar calladamente. El buque segua girando en amplios crculos y haciendo sonar la sirena. Ignacio observ el rostro desencajado de la mujer y vio caer lgrimas por su cara. Despus volvi a mirar el mar oscuro tratando de entender.

Cuando lleg frente al paredn el peso del muser era insoportable. Quiz despus, con el disparo, llegara cierta liberacin. Pero el disparo lleg y las palomas huyeron espantadas y el fusil qued temblando en el aire, ms pesado que nunca.

Y as pas el tiempo. Ya no quedaba nadie a su alrededor. Martn haba desaparecido y la mujer tambin se haba ido en silencio. Frente a l estaba slo el mar solitario. La sirena haba callado, el buque haba abandonado ya sus vueltas intiles y retomado su marcha habitual camino al Pen de Gibraltar. Ms all lo esperaba una nueva vida, el Mediterrneo, Barcelona. Sin embargo en ese momento, acodado sobre la borda y mirando al mar, Ignacio no pensaba en ese pequeo destino sino en el otro. Y as permaneci durante un rato largo, largusimo.DOSLevantte, viejo. La gente est mirando. Antes uno poda sentarse en cualquier umbral y la gente no miraba.

Antes eras un chico. Todo era diferente.

Todo? Las formas, nada ms que las formas.

Al fin el viejo aceptar el brazo de su mujer y con esfuerzo se levantar del umbral. De repente una mano ms fuerte se agregar a la de la mujer y el viejo se sentir en el aire.

Epa, epa.

Disculpe. Quise ayudarlo.

A su lado habr un muchacho mirndolo confundido. Te lo agradezco. Pero a pesar de mi mujer todava puedo sentarme y levantarme solo. Cmo?

El viejo sealar los auriculares que cubren los odos del muchacho. Ah. Perdn. El muchacho se quitar los auriculares. Cmo deca?

Que antes uno poda sentarse en un umbral y nadie se preocupaba por eso.

Ah, s, s, claro. Disculpe.

El muchacho reiniciar la marcha mientras se colocar otra vez los auriculares. Los dos viejos lo mirarn alejarse.

No debiste hablarle de esa manera. El muchacho te quiso ayudar. No oyen. Se ponen esos aparatitos en las orejas y no oyen. Ella lo tomar del brazo y caminarn unos pasos en silencio. El cordn dir el viejo de repente. Cmo?

En el cordn. Ah me gustaba sentarme, tambin.

Levantar un brazo lentamente y apuntar hacia el cordn de granito de la vereda. Luego, siempre sealndolo con el dedo, lo recorrer hasta el fondo de la calle. Como si con ese gesto recorriera algo ms vasto y menos preciso que un lugar. Como si con ese gesto recorriera un tiempo.

Nos sentbamos aqu o all. Toda la cuadra era nuestra. Mejor dicho todo el barrio. La ciudad. El mundo. La vida, bah.

El viejo parecer un prcer, una estatua en movimiento, con el brazo estirado caminar apuntando con el dedo hacia ms all, donde un espacio de luz ilumina el amplio parque. All, hace aos, se levantaba la Penitenciara.LA CALLE DE LOS TAMBOS1922Parece que anoche hubo batuque. Dnde. En la Peni.

Frente al portal del conventillo varios hombres comentaban en tono conspirativo los hechos ocurridos durante la noche anterior en la crcel vecina.

Dicen que se piantaron unos cuantos.

Siete. Y no se piantaron ms porque un alemn chitrulo, en vez de meterse en el tnel de cabeza, se meti con los pies para adelante y se atranc. Y as jodi a todos los que venan detrs. Si no hubiera sido por l se hubieran rajado veintitrs.

Y usted cmo sabe eso?

Qu. No me cree?

S. Yo preguntaba, nada ms.

Ah. Porque si yo lo digo es porque lo s.

S, hombre. Quin le discute.

Ah, bueno.

Nacho giraba su cabeza mirando a uno y a otro, tratando de no perder ninguno de los comentarios.

Entonces quiere decir que... veintitrs menos siete... se jodieron... a ver...

Diecisiete.

No, diecisis.

Esa. Diecisis.

Contndolo al alemn.

S, claro.

Hay que ser papanatas. Qu le parece.

Lo que le espera ahora en la cana. Flor de biaba le van a dar. Se la tiene merecida.

Van a tener que encerrarlo en un calabozo especial. Al contrario. Lo van a mezclar con todos para que lo felpeen. O no conoce a la yuta? Ah tiene razn. Y bueno, que se joda por chitrulo.

Los hombres siguieron volcando sus entusiastas opiniones durante un largo rato. Y con una ansiedad parecida al entusiasmo Nacho sigui el curso de esa conversacin hasta que de pronto record que ya era la hora de la cena y en la pensin de doa Encarna se exiga que las horas de comer no slo deban ser respetadas; tambin deban ser veneradas. De modo que sin pensar ms en la celeridad con que el tiempo haba transcurrido esa tarde Nacho se apart como un estampido del grupo conversador y despus de salvar corriendo los treinta metros que lo separaban de su casa y de subir a trancos la empinada escalera lleg agitado al comedor donde ya estaba tendido el mantel para la cena. All tambin haba hombres los comensales que esperaban el momento de sentarse a la mesa y sus comentarios tambin se referan al episodio de la Penitenciara. Pero estos comentarios diferan de los que Nacho acababa de or en la puerta del conventillo; en vez de execrar al alemn incompetente y canonizar a los siete fugitivos los presentes no ocultaban su preocupacin por el desagradable acontecimiento.

Y a lo mejor estn escondidos por aqu cerca.

Claro. En el conventillo tienen lugar de sobra para esconderse.

Y la polica no fue a revisar?

Qu van a ir a revisar. Le preguntan al encargado y con eso listo: se lavan las manos. No se animan a meterse ah adentro. La vez pasada se meti un vigilante persiguiendo a un ladrn y tuvo que salir corriendo y en camiseta. Adentro le sacaron el revlver, la varita, las esposas... todo. Hasta el uniforme le sacaron.

Se oyeron risas.

No se ran. Pregntenle a doa Encarna. Seguro que se acuerda. Ella vio salir al pobre tipo.

Nacho tambin lo haba visto salir y tambin se acordaba, vaya si se acordaba. Adems el da siguiente haba visto al ladrn tomando mate lo ms tranquilo en la pieza del Gaviln. Cosa extraa, porque el Gaviln era cafishio y Nacho saba que los chorros y los cafishios no se llevaban bien. Pero el Pata lo haba agarrado de un brazo, lo haba llevado hasta la puerta de la pieza del Gaviln, que estaba en el segundo patio y se lo haba mostrado: all estaba el ladrn, tomando mate tan tranquilo que cuando vio a Nacho que lo espiaba lo sorprendi con una sonrisa mientras le mostraba el mate y le deca: Quers un mate, pibe?. Apenas si Nacho haba podido balbucear No, gracias y salir corriendo mientras por su cabeza empezaban a desfilar escenas completas de Los miserables.

Quin sabe es un tipo fenmeno le dijo al Pata apenas pudo hablar. Al tipo de Los miserables, uno que se llama Jean Valjean, la polica lo persigue y lo persigue y no lo deja vivir tranquilo y sin embargo es un tipo fenmeno que hace bien a todo el mundo. Pero la polica...

No escorchs con los tipos de las novelas. Vos te cres que ste es igual? ste es ms que chorro. ste es bufa. El otro da quiso atracarla a la Porota, pero lo vio el gallego y casi lo mata.

Con razn el Gaviln se lleva bien con l apenas pudo musitar Nacho.

Y vos no te descuids agreg socarrn el Pata, porque tambin le gustan los pebetes lindos.

Andate a la mierda se haba enojado al fin Nacho mientras iniciaba una decidida y digna retirada.

Esper, esper. No quers que te muestre algo?

Las actitudes del Pata encerraban siempre alguna sorpresa de modo que no habra sido astuto desaprovechar, por culpa de un caprichoso gesto de dignidad personal, todo lo que prometa aquella envenenada pregunta. As que Nacho se detuvo de golpe.

Qu tens.

Ven.

Nacho sigui al Pata hasta el ltimo patio y se meti con l en la pieza.

Mi viejo no sabe nada, eh dijo el Pata mientras se meta debajo de la cama. En seguida volvi a salir con un bulto envuelto en hojas de papel de diario. Se acerc a la puerta, comprob que no vena nadie y empez a desenvolver el bulto con cuidado. Trataba de aportarle al acto todo el suspenso posible. Nacho miraba con curiosidad el paquete y haca esfuerzos por adivinar qu era ese objeto ms o menos redondo que tena el tamao y la forma de una pelota de ftbol. Cuando el Pata retir la ltima hoja de papel y exhibi el trofeo extendiendo su brazo en un ademn por dems teatral Nacho confirm que haba sido una actitud inteligente haber accedido a la invitacin del Pata. Te gusta? Te lo doy por un mango.

La sorpresa y emocin de Nacho eran tan fuertes que no poda contestar. Pero el Pata estaba apurado.

Vamos. Dame cincuenta guitas y listo. Te hago este precio porque tengo miedo de que lo descubra mi viejo.

Nacho estaba volviendo en s.

El que le quitaron al botn murmur.

S. Viste qu fetn? El asunto es que no lo saques a la calle. Ni en carnaval. Pero lo pods usar en tu casa. Y? Lo quers por cincuenta guitas o no?

Nacho miraba el quepis de vigilante sin atreverse a tocarlo. Los metales que adornaban el casco centelleaban frente a sus ojos. Lo enceguecan.

Y? Lo llevs o no? Est casi nuevo, miralo.

Nacho segua mirando la punta de lanza y los botones brillantes sobre la opaca tela azul que forraba el casco. El quepis era la prenda ms visible de los vigilantes. Para beneficio de los habitantes del conventillo sus brillos anunciaban desde lejos la llegada del representante de la ley. Nunca Nacho haba tenido tan cerca, casi en sus manos un smbolo tan importante de autoridad. Estir una mano y lo toc.

Qu hacs ah, en vez de ayudar a poner la mesa?

Doa Encarnacin vena cargada de platos y cubiertos y detrs de ella llegaba Felicia con un sifn de soda en cada mano. Nacho no respondi a la protesta de su madre. Le costaba regresar de aquel conventillo, de aquel Pata y de aquellos recuerdos. Con esfuerzo tom algunos de los platos que traa doa Encarnacin y fue acomodndolos distradamente frente a las sillas. Felicia dej los sifones directamente sobre el mantel y al regresar acarici su cabeza.

No s por qu, pero me parece que ste est enamorado.

Nacho sinti una punzada en el corazn.Lo que pasa es que est en la edad del pavo.

La punzada que ahora haba sentido era distinta. Y no lo haba herido slo en el corazn. l la conoca. Era una especialidad de su madre. Era una punzada que empezaba no saba dnde pero que en veloz curso le atravesaba todo el cuerpo como un dardo envenenado. Nacho senta recorrer dentro de s ese extrao veneno como un agrio estilete que lo hera, que lo hera. Dej caer sin cuidado el ltimo plato sobre la mesa y sin mirar a nadie se dirigi rpido hacia la puerta que daba al vestbulo. Doa Encarnacin quiso detenerlo con una voz de mando:

Adnde vas, ahora?

A mi pieza. No tengo hambre farfull tercamente mientras desapareca de la vista de su madre y de los hombres, quienes sin abandonar el tema de la fuga de los presos iban sentndose a la mesa. Lo nico que le dola era desaparecer tambin de la vista de Felicia. Ella haba mirado cmo se iba no slo con algo de cario en los ojos sino tambin con algo de ntima preocupacin. Nacho haba advertido esa mirada y lamentaba que al alejarse del comedor monstruoso lugar donde se daba cita toda la hostilidad del mundo se alejaba al mismo tiempo de Felicia, cuyas miradas iba necesitando cada da ms.

Pero Nacho recibira una compensacin esa misma noche. Desde su pieza oy durante un buen rato las voces descalibradas de los pensionistas que en la sala siguieron intercambiando variadas opiniones alrededor del ltimo gran acontecimiento del barrio. Pero al terminar la cena las voces fueron asordinndose, alejndose, desapareciendo. Primero fue la voz de Felipe, el carnicero, que como siempre al irse clamaba por una justicia niveladora que le permitiera levantarse todas las maanas a la hora en que se levantaban todos los seres humanos. Felipe no viva en la casa; slo vena a cenar y nadie saba cmo transcurra su tiempo fuera de estas cenas y de las horas que pasaba en la carnicera trinchando, serruchando, preparando los cuartos de los animales para la venta. Nacho trataba siempre de esquivarlo porque era habitual descubrir en algn lugar de su ropa restos de sangre seca. Y adems porque intua algo trgico en su misterio. Pero sobre todo la sangre, esa sangre inmortal siempre ah, en cualquier parte, escondida pero presente. No la poda soportar. No le pasaba lo mismo con los otros pensionistas cuyas voces, poco a poco, se haban ido alejando detrs de la del carnicero. Poda llegar a sentir desprecio por don Atilio, por ejemplo, que no cesaba de hostigar sin disimulo a Felicia; o, por razones obvias, padecer un confuso, indescifrable y torpe entumecimiento frente a Almanza. Pero casi todos los otros pensionistas le resultaban indiferentes o al menos as quera sentirlo l. Slo haca excepcin con don Justo, el viejo silencioso que trabajaba de sereno y sobre quien concentraba toda su simpata no slo respetando su sueo diurno sino tambin instando a todos los habitantes de la pensin a que lo respetaran.

Mientras escuchaba los sordos y difusos ruidos generales creados por la noche que avanzaba por el angosto corredor hacia el fondo de la casa la memoria de Nacho volvi a traerle el recuerdo del Pata y de aquella compra del quepis en el conventillo. Ya haban transcurrido casi dos aos y por alguna razn desconocida recordaba la escena como recin vivida. Pensando esto abri la puerta de su ropero, se subi a una silla, estir los brazos y extrajo de la oscuridad una caja semiescondida, igual a las que estaban apiladas frente a cada espacio libre de pared. Era una de las cajas de sombreros de Felicia. Baj de la silla, puso la caja sobre la cama y le quit la tapa. A pesar del tiempo transcurrido los metales del quepis conservaban su brillo y Nacho volvi a sentir una vez ms sus destellos. Sac el quepis de la caja, lo tuvo un instante entre sus manos y lo coloc sobre la cama. Despus se puso de pie, se alej unos pasos y lo contempl. En ese momento, sorpresivamente, se abri la puerta y apareci Felicia. Traa una bandeja y en ella un plato con comida.

No le digas nada a tu mam, pero aqu te traigo un poco de guiso. No te vas a ir a dormir sin comer dijo empleando una voz ntima, susurrante.

Nacho trataba de ocultar con su cuerpo el quepis que decoraba la cama.

Qu te pasa? Qu es lo que... Felicia se interrumpi y espi sobre el hombro de Nacho hasta que descubri el quepis, Y eso? De dnde lo sacaste?

Nacho entendi que deba convertir a Felicia en su confidente. Y le cont todo: la posesin secreta de ese quepis desde aquella tarde de la transaccin comercial con el Pata, su ntimo y misterioso placer por tener ese quepis escondido all arriba y su deleite en contemplarlo a veces en soledad tal como lo estaba haciendo esa noche. Felicia lo escuchaba con algo ms que una sonrisa. Era una risa contenida hasta que deposit la bandeja con comida sobre la mesita de luz y pudo exclamar:

Pero ahora, aunque no te guste, somos dos los que estamos en el secreto.

Y entonces su risa explot. Y despus sigui riendo; cuando agarr el quepis, cuando se lo puso en la cabeza y cuando despus de hacer la venia se puso a bailar una extraa marcha militar que ella misma tarareaba en medio de carcajadas al tiempo que con sus manos tomaba el vuelo de su falda y al izarla la ampliaba mostrando en los giros esas piernas tan torneadas. Tan bien torneadas.

Nacho la miraba exttico. La segua por toda la pieza moviendo slo los ojos y manteniendo la cabeza inmvil. En ese momento ninguno de los dos recordaba el plato de guiso que se enfriaba sin remedio sobre la mesita de luz.

LAS OTRAS CALLES1932Ignacio fue recibido en Barcelona por los compaeros polticos de don Francisco con verdadera simpata. Los forjadores de la Segunda Repblica, efervescentes de entusiasmo, encontraron en seguida un lugar de trabajo para el joven argentino. Ese lugar fue una imprenta destartalada que apenas imprima unas escasas hojas mensuales para una sociedad de fomento barrial: el conchabo no ofreca un brillante porvenir pero s aseguraba el jornal bsico necesario para cubrir las necesidades de un exiliado. Martn Iriberri, el amigo descubierto en plena travesa, coincidi con los camaradas de don Francisco: Ignacio deba ser ubicado en un hospedaje que no tuviera conexiones con militantes polticos y en un lugar de trabajo que lo alejara del riesgo de posibles rastreos policiales. Martn haba compartido con Ignacio las horas posteriores al desembarco en Barcelona; y no slo lo ayud a conectarse con los amigos de don Francisco sino que lo colm de tiles consejos y al partir hacia el Pas Vasco se despidi de l con un fuerte abrazo y una promesa de reencuentro cercano. De modo que a los pocos das de haber arribado a Barcelona Ignacio gozaba ya de una modesta pero ordenada forma de vida.

Las primeras semanas las dedic a conocer la ciudad. Todas las tardes, despus de sus tareas en la imprenta, recorra las calles observando sus casas y sus habitantes. Y fue en una de esas tardes cuando la casualidad le hizo descubrir a la mujer del barco. Ignacio estaba sentado en uno de los bancos de la Rambla observando a los paseantes, reflexionando sobre ellos y sobre s mismo, comenzando a sospechar que no era ms que un peligroso intruso entre aquellos seres desprevenidos. Y entonces vio venir a la mujer. Caminaba despacio, como haciendo tiempo. Sobre su pelo negro y quieto llevaba una llamativa boina roja y su figura delgada, envuelta en un vestido liviano de lanilla beige, se desplazaba indiferente a todo lo que la rodeaba. Ignacio se levant de un salto, se puso a su lado y repiti varias veces un tmido Hola, cmo le va y luego un ms tmido Perdone. No me reconoce?. Pero la mujer segua caminando ajena a cualquier llamado del exterior. Hasta que Ignacio record que si bien l la haba observado a ella en el barco durante un buen rato, ella no lo haba observado a l. Y entonces agreg: Tal vez usted no me vio, pero viajamos juntos en el Infanta Isabel. Y entonces s la mujer reaccion. Se detuvo de golpe, mir a Ignacio con sorpresa y balbuce: No... no recuerdo haberlo visto. Yo.... Despus continu el dilogo. Al principio tmido, quebrado, titubeante; pero al fin convertido en una entrecortada pero larga conversacin durante la cual Ignacio, siguiendo con esfuerzo uno de los sanos consejos de Martn, no dio a conocer su verdadera identidad. Afirm nerviosamente que su nombre era Ral Faras y su nacionalidad urugu