VON SASS Roselis - La Verdad Sobre Los Incas

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ROSELIS VON SASS LA VERDAD SOBRE LOS INCAS

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Roselis Von Sass nació en Austria en 1906 y es antropóloga y arqueóloga de profesión, además de una de las videntes más renombradas y confiables de finales del siglo XXI. Ha escrito muchas obras en las que describe el desarrollo de las grandes culturas Inca y Egipcia, las mismas que poseen un tronco común: Provinieron de la Atlántida, de la antigua cultura Tolsteca (3ra. Raza raíz atlante) miles de años A.C. Un grupo de ellos se quedaron y fundaron las antiguas culturas Maya y Azteca y el otro grupo que siguió su peregrinaje hasta las indómitas selvas amazónicas fundaron la mítica Paititi (sobre los restos de una antigua ciudad amazónica), desde donde cientos de años más tarde “obedeciendo” a designios superiores, decidieron apoyar la evolución de los pueblos que los historiadores “oficiales” conocen como preincas, algunos de los cuales habrían caído en la práctica de sacrificios humanos y animales en gran medida y hasta prácticas de magia negra y hechicería. Los Incas, partieron de su refugio paradisíaco, subieron las cumbres nevadas de los Andes e hicieron su aparición por el lago Titicaca, desde donde se dirigieron hacia el Cusco para fundarla; ciudad que a la sazón los cobijó y protegió hasta que enterados de la llegada de los españoles ¡Quinientos años antes de la llegada de estos!; tiempo más que suficiente para que en secreto establecieran la ruta de retorno desde Macchu Picchu hasta su lugar de origen (la antigua Paititi) de todo el pueblo Inca. Y hacia ella se fueron guiados por Choque Auqui, de tal modo que a la llegada de los españoles sólo estuvo el Inca Atahualpa esperándolo en el norte con la esperanza de “negociar” con los invasores y Huáscar en el Cusco, que enterado de la muerte que le dieron a su hermano, hizo lo mismo con el grupo de españoles que arribaron al Cusco, para luego ser el último en partir hasta la mítica Paititi. Los Incas fueron un pueblo superior en todo el sentido de la palabra, de hecho el vocablo Inca significa “señor, soberano”; jamás se mezclaron con los aborígenes, cuyos descendientes son los actuales “indios” del Perú, por lo que esta autora descarta que los peruanos seamos descendientes de los antiguos Incas. Años más tarde, algunos mestizos le contaron a los antiguos cronistas españoles que, “los Incas eran orejones, altos, blancos, de mirada profunda y conocedores de las fuerzas de la naturaleza”, ¡Exactamente la descripción física de los antiguos tolstecas atlantes!. Como esta obra no es pública ni gratuita, la escaneo para todos los Ramas y Rahmas del Perú y el mundo. Disfruten de su lectura y de allí en adelante, quítense de la cabeza que los Incas hicieron “sacrificios humanos y hasta de animales”, que los Incas eran un pueblo idólatra, guerrero y conquistador, que no conocieron ni la escritura ni las ciencias superiores; ¡Nada más falso!; los Incas fueron el pueblo más pacífico que hubo en la Tierra; que nacían, crecían y morían con un amor desmedido por la naturaleza, la misma que le entregó sus secretos para hacer lo que hicieron y que todavía causa estupor: Ollantaytambo, Machu Picchu, entre otras grandes obras; pero lo más importante; ¡Los descendientes de los Incas en la actualidad, son custodios de los secretos de la mítica Paititi a donde retornaron con cierta tristeza a la llegada de los españoles al Perú en el siglo XVI!.

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ROSELIS VON SASS

LA VERDAD SOBRE LOS INCAS

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ROSELIS VON SASS

LA VERDAD SOBRE LOS INCAS

ORDEM DO GRAAL NA TERRA

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Publicado por: O R D E M DO G R A A L NA TERRA Caixa Postal 128 06801-970 - Embu - Sao Paulo - BRASIL Internet - http://www.graal.org.br

Copyright © ORDEM DO GRAAL NA TERRA 1997

Todos los derechos reservados

Registrado bajo el número 22.893 en la Biblioteca Nacional, Rio de Janeiro, Brasil

Printed in Brazil ISBN-85-7279-038-1

Que este libro traiga alegría y esclareci­

mientos sobre la vida del úl t imo pueblo

ligado a la Luz que vivió en la Tierra.

Roseíis von Sass

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"INNUMERABLES SON LAS COSAS QUE EN EL CO­

LOSAL MAQUINISMO DEL UNIVERSO CONCURREN

PARA TENER INFLUENCIA EN LA 'VIDA' DEL SER

HUMANO; NADA EXISTE, SIN EMBARGO, EN QUE

EL SER HUMANO MISMO NO TENGA DADO INI-

CIALMENTE LA CAUSA."

Abdruschin "EN L A L U Z DE L A V E R D A D "

(Destino)

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INTRODUCCIÓN

¡La Historia de los Incas! Verdaderamente se debería decir "Episodios de la Historia de los Incas".

Los incas constituían una estirpe de líderes. Esto ya el propio nombre lo expresa. Pues "Inca" significa "señor", esto es, una persona con conciencia del poder y también poseedora de ese poder. El poder otorgado a los incas se originó de su elevado saber espiritual, de su amor a la Luz y a todas las criaturas, de su confianza, de su alegría de trabajar y de su pureza...

Los historiadores ya desde mucho tiempo procuran descifrar la historia de ese pueblo, sin haber llegado hasta hoy a un resultado..., su surgir misterioso y su repentino desaparecimiento... El "surgir" de los incas les sería comprensible a los investigadores, ya que desde mucho antes de los incas, otros pueblos antiguos habían surgido como un cometa, para perder después de algún tiempo su importancia y enseguida desaparecer...

Sin embargo, lo que ningún investigador hasta hoy ha com­prendido fue el comportamiento de los incas ante los invasores españoles. ¿Por qué opusieron tan escasa o casi ninguna resistencia ante aquella codiciosa horda española? ¿Por qué esa indiferencia?

¿Cómo pudo acontecer que un pueblo culto como ellos, que poseía un Estado tan bien organizado, se dejase tiranizar y explotar por un puñado de aventureros y asesinos europeos?

Para responder tales preguntas es necesario conocer algunos acontecimientos que, cerca de doscientos años antes de la invasión española, comenzaron a desarrollarse... Fueron acontecimientos infelices, que impresionaron profundamente a los incas y los cuales también tornan comprensible su extraño comportamiento posterior. Serán narrados en este libro esos acontecimientos, que trajeron consigo tanto sufrimiento.

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Sin embargo, antes que lleguemos a esa parte de la historia, debemos conocer al pueblo Inca. Su vida en los altiplanos andinos casi inaccesibles..., su éxodo cuando abandonaron esos valles y después la fundación de su nueva patria, la dorada ciudad de las flores... Esa ciudad siempre permaneció como centro del posterior y gran Reino Inca.

También su vida en los primeros decenios, así como algunos acontecimientos importantes de ese tiempo en la nueva patria, tendrán que ser mencionados, a fin de poder comprender la índole y la actitud de ellos ante el mundo exterior...

¡El oro! Los incas siempre estaban rodeados de oro. En los ríos, riachuelos y en las rocas, frecuentemente se avistaban extensas vetas de oro. También se encontraban grandes pepitas. Estas daban la impresión de haber sido fundidas otrora, bajo el efecto de fuerte calor y que después, al enfriarse, se modelaron en grandes pedazos... La mayor parte del oro los incas lo encontraron en las regiones andinas pertenecientes actualmente a Bolivia .

¿Qué es lo que el oro significaba para los incas? Siempre se rodeaban de oro... En el oro veían el esplendor del Sol. Oro significaba para ellos belleza, alegría y adorno. Cubrían las co­lumnas y paredes de sus templos con oro... Ya que el oro era parte de su fe, de su religión, pues ese metal aún traía en sí, según su opinión, un indicio de la eternidad...

La contemplación del oro provocaba en ellos una especie de iluminación intuitiva, con la cual creaban sus obras de arte. Eran obras de arte raras, que en nada quedaban atrás de los tesoros egipcios que hoy pueden ser admirados en los museos del Cairo, París y Londres. Desaparecidos están los preciosos tesoros, así como los propios incas también desaparecieron delante los ojos de los conquistadores...

Apenas algunas pocas piezas de esos tesoros escaparon de la piratería, las cuales pueden ser vistas en el "Museo del Oro" en Lima.. .

Sin embargo, en el "Museo del Oro", no se ven únicamente las escasas obras de arte en oro de los incas que permanecieron conservadas hasta hoy. Junto a esos testimonios de una cultura extinguida, se encuentran también objetos que con espanto recuer-

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dan los conquistadores del otrora pacífico Reino Inca de tan elevado nivel. Son las armas de los invasores y conquistadores europeos, ávidos por oro...

¡Oro y amias! Un conjunto que en la época actual no podría ser más significativo...

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Primera Parte

LA FUNDACIÓN DEL IMPERIO INCA

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Capítulo I

L a Cultura Sudamericana

Los Pueblos Preincaicos

La historia de los pueblos altamente desarrollados que habi­taron hace millares de años en Amér ica del Sur, ciertamente jamás será aclarada totalmente, ya que ninguno de esos pueblos dejó un sistema de escritura que pudiera dar informaciones sobre ellos. Podemos hablar de culturas olvidadas, que despertaron reciente­mente el interés de la ciencia.

Los pueblos, sus nombres, sus idiomas, fueron llevados por el viento. Mas la cantidad de descubrimientos arqueológicos indican su elevado grado de cultura. Se descubrieron ruinas que son testimonios del magnífico arte arquitectónico de esos pueblos desaparecidos. Esas piedras en descomposición hablan en su propia lengua..., sin embargo, ¿dónde está el ser humano capaz de interpretarla?

La artesanía también alcanzó un alto grado de desarrollo. Lo mismo podemos decir de trabajos en metales. Esto se tomó evidente a través de los preciosos utensilios y maravillosas joyas de plata y de oro que fueron encontradas. También las cerámicas pintadas con colores vivos y las estatuillas de piedra, encontradas en excavaciones realizadas en diversos lugares, son testimonios evidentes del arte de esos pueblos desconocidos.

Se habla hoy de culturas Chavín, Tiahuanaco, Paracas, Mo-chica, etc. Son todos nombres de lugares, donde fueron realizados descubrimientos importantes. Forman parte de eso la cultura Nazca y otras más .

Cerca de Chavín y de Huantar, por ejemplo, fueron descu­biertas ruinas de templos y de sepulturas, donde se encontraban

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joyas de plata y de oro artísticamente trabajadas. Esa localidad se encuentra en un valle al norte del Perú. Nada se conoce del pueblo que en otro tiempo allí habitó.

En el centro de la región costera del Perú, o sea p róx ima a Moche — de ahí el nombre de cultura Mochica — se descubrie­ron ruinas y restos de un acueducto de piedra, elevado, testimo­niando también el alto grado de desarrollo de un pueblo que allí habi tó en tiempos remotos. Junto a Moche se descubrió, además de eso, una pirámide. En la extremidad truncada había otrora, y aún claramente reconocible, un templo. E l descubrimiento de una pi rámide, en sí, no es nada extraordinario, pues en Amér ica del Sur y América Central se encuentran muchas pirámides. Unas bien conservadas, otras desmoronadas o hasta ya transformadas en polvo. La pirámide encontrada cerca de Moche es notable, debido a su extraordinario tamaño. De acuerdo con las afirma­ciones de Franz Braumann en su libro "Sonnenreich des Inka" (El Reino Solar de los Incas), fueron utilizados para la construc­ción de esa pirámide ciento treinta millones de ladrillos secados al sol.

Distante, al sur, en la desierta Península de Paracas, también fueron descubiertos restos de un pueblo culto. Además de las instalaciones de sistemas de irrigación y de muchas sepulturas, fueron encontrados en las cavernas de esa península rocosa cen­tenas de esqueletos humanos en posición sedente. Lo extraordi­nario en esos esqueletos era que las mortajas que los envolvían no habían perdido la vivacidad de sus colores. Esas mortajas estaban constituidas de finos tejidos con bonitos bordados, guar­dadas hoy en diversos museos de Europa y de América del Norte. El aire seco de las cavernas conservó estos tejidos, especialmente impregnados, con toda su belleza hasta la actualidad.

Deberían ser mencionadas, todavía, las ruinas con la famosa Puerta del Sol, situada al sur del lago Titicaca. El lugar allí es denominado Tiahuanaco, por eso la expresión "cultura Tiahua-naco".

Todos esos pueblos ya habían superado su punto culminante, antes del surgimiento de los incas. Sus destinos parecen haber sido semejantes al de los romanos, griegos y egipcios. Ellos se desarrollaron hasta cierto límite, a partir del cual tuvieron entonces

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una acelerada decadencia, probablemente por motivos relaciona­dos con sus religiones.

En contraste con las religiones de América Central, por ejemplo de los aztecas, mayas, etc., en los países sudamericanos, no se encontraron indicios que señalasen actos de cultos con sacrificios humanos.

Cierto día, el pueblo de Tiahuanaco comenzó a adorar ídolos animales: el puma y el cóndor. Ese culto parecía haberse propa­gado a partir de allí, pues los mismos ídolos animales fueron encontrados en diversas excavaciones en los valles altiplanos de los Andes y regiones costeras.

Ahora, todavía, algunos esclarecimientos sobre las innume­rables pirámides descubiertas en América del Sur y Central. Se trata siempre de pirámides con peldaños, los cuales conducen hacia un objetivo elevado, generalmente un templo. Ese tipo de construcción surgió poco después que los sabios de esos pueblos recibieron la noticia de la Gran Pirámide cerca de Gizeh y su significado.

Nadie podría imitar esa única y tan lejana obra. Todos los que conocían el secreto de la Gran Pirámide estaban conscientes de eso. Entretanto, ellos gustaban de ese tipo de construcción. Podrían construir otro tipo de pirámide en sus países. Pirámides de pelda­ños. Peldaños que conducían hacia un objetivo elevado.

Por ese motivo las pirámides de América del Sur y Central no poseían puntas, pero sí grandes plataformas donde eran erguidos los templos. Cada peldaño representaba una fase de desarrollo en la vida humana, la cual tenía que ser vivenciada plena e integral­mente. La subida, muchas veces, era penosa. Todavía, sin esfuerzos, jamás se podría alcanzar un objetivo espiritual elevado.

La subida y entrada a los templos de las pirámides, situados en el alto, era en aquel tiempo un acontecimiento festivo en la vida de aquellos seres humanos. Como en el espíritu, así también sucedía en la Tierra. Quien se quedaba parado, cansado, en el medio del camino, o si retrocediese, en vez de continuar la ardua subida, para ese no habría ninguna realización, ya sea en la Tierra o en el espíritu.

Las doctrinas vinculadas a las pirámides de peldaños eran tan comprensibles y nítidas, que también el más simple ser

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humano podía comprenderlas y aceptarlas con alegría. Eso, sin embargo, no permaneció así. Cierto día, surgieron herejías también en esos pueblos, causando poco a poco la decadencia espiritual y finalmente también la terrenal.

Los Incas

¿Y los incas? ¿Dónde estaban los incas y que hacían mientras los otros pueblos de América del Sur y Central cons­truían templos y pirámides, creando obras de arte que perdu­raron por milenios?

Históricamente se sabe que los incas surgieron de modo misterioso, desapareciendo cierto día también misteriosamente. Consta que el Imperio Incaico, cuando fue conquistado por Pizarro en 1533, comprendía los países actualmente denomina­dos: Perú, Ecuador, Bolivia, la mitad del norte de Chile y una parte de Argentina. Fue un gran imperio con un sistema de estado ejemplar, constituido por varios pueblos "subyugados"; este im­perio era gobernado con severidad por los incas, que eran todos autócratas.

La verdad corresponde al hecho que el Reino Inca estaba constituido por varios pueblos. Aunque, en ningún momento fue utilizada la fuerza de las armas para dominar a otros pueblos. Siempre se trataba de uniones voluntarias, no procuradas por los incas, pero sí por los respectivos pueblos.

¿Los incas serían realmente autócratas? Si eran, entonces utilizaban su poder y su influencia siempre en beneficio del conjunto, jamás en provecho propio. Realmente desde el inicio, inconscientemente crearon ellos un Estado de promoción social en el más verdadero sentido de la palabra, pues en todas las épocas daban más de lo que recibían.

¡Voces! Vienen de muy lejos..., hablan de la grandeza de un pueblo originario de los altiplanos andinos y que en amor, bondad y sabiduría, estaba ligado a todo cuanto es creado... Era un pueblo que hace dos mil años aún estaba libre de culpas...

"Somos pastores en la Tierra", decía ese pueblo de sí mismo. "¡Pastores en nombre del Dios-Sol, Tnt i ' !"

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"Debemos proteger, guiar y enseñar, así como nosotros fuimos protegidos, guiados y enseñados por poderes superiores..."

¡Buscamos y encontramos a los seres humanos que otrora así hablaban! Pues nada se ha perdido de lo que ocurrió desde el nacimiento del primer ser humano en la Tierra. Todo lo que ocurriera en el transcurrir del tiempo permaneció registrado y guardado. No, nada se extravió. También se puede decir que toda la vida humana, que comenzó en la Tierra hace tres millones de años, fue grabada y guardada hasta que todos los destinos humanos se cumplan en la Ley de la Justicia.

La Vida en los Altiplanos

Nuestra historia comienza cerca de dos mil años atrás, pero el pueblo que se denominaba "pastores del Dios-Sol Inti" ya existía ha muchos y muchos milenios. Según las tradiciones ese pueblo tuvo origen en un país que ha mucho tiempo se había sumergido en el mar. El país por ellos llamado "País del Sol" se sumergió, sí, en las aguas del mar, sin embargo, solamente cuando el último miembro de ese pueblo también había sido colocado en seguridad por los siervos del Señor del Sol...

Ya desde muchos milenios ese pueblo estaba constituido por seres humanos que se esforzaban por conocimientos y sabiduría, pues eran muy intuitivos a los acontecimientos extra terrenales. Se puede decir también que poseían incluso el sexto sentido; por eso nada de lo que ocurría entre "el cielo y la Tierra" les permanecía enigmático. Con respecto a las costumbres de ese pueblo, ya eran en aquel tiempo altamente civilizados.

La patria de esos seres humanos, llamados incas, se situaba en los valles andinos, a una altitud de 3000 a 4000 metros y era de difícil acceso. Eran valles cubiertos de pastizales de color verde claro, llenos de savia, con riachuelos de agua cristalina, cascadas ruidosas y pequeños lagos al centro de las montañas. Las grandes águilas y halcones andinos volaban alto sobre los valles, y en las épocas de cosecha llegaban bandadas de pajarillos de los bosques, situados más abajo, para buscar su porción de granitos rojos de la quinua silvestre, un cereal parecido al arroz.

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Llamas, alpacas, cabras salvajes, vicuñas, pavos y gallinas plomizas de las montañas se alimentaban en los valles y en las lomas, refrescándose en los riachuelos. Todos los animales se apro­ximaban a los seres humanos, sin ningún miedo. Nunca eran cazados ni de forma alguna maltratados. El miedo que el ser humano actual provoca en los animales les era desconocido. También el puma de piel negra y manchas grises no era excepción en eso. Muchas veces los pumas hembras permitían que los niños jugasen con sus crías. Los incas decían que las madres-pumas venían para presentar orgu-llosamente sus crías a los seres humanos...

Los incas siempre estaban rodeados de oro. Granos de oro brillaban al fondo de los arroyos. Grandes pepitas eran encontradas entre los cascajos y en los despeñaderos, y filones de oro traspa­saban los paredones de las rocas. El oro significaba para ellos el reflejo del Sol en la Tierra. A pesar de los primitivos medios que disponían, los orfebres confeccionaban diversas joyas, como bra­zaletes, ornamentos para el cabello y también vasos, vasijas y campanillas.

En los valles, que durante el día eran calurosos, hacían plantaciones de maíz, arroz rojo, maní, mandioca, zapallos, cacao, una especie de tomate, etc. Los campos de cultivos, que se situaban en las laderas de las montañas y que subían en forma de terrazas, eran apuntalados por murallas hábilmente levantadas. El agua necesaria para las plantaciones era, muchas veces, conducida de fuentes situadas a millas de distancia y en regiones muy altas. Las distancias no tenían importancia para los incas.

El principal alimento de los incas, no obstante, era la patata. Existían varios tipos de ellas: tubérculos blancos, cafés, negros, rojos, rugosos y bulbos livianos como una pluma. Con esos últimos se preparaba una nutritiva y duradera provisión para viaje.

De igual forma frutas no les faltaban a los habitantes del altiplano. Ellos buscaban frutas de todo tipo en los valles más bajos y muy calurosos, en los cuales muchas veces emanaban vertientes de agua caliente. Eran grandes y dulces frambuesas negras y rojas, papayas, chirimoyas, paltas, marañones, pomarro-sas, y, todavía, muchas otras especies de frutas. También en las

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regiones más bajas recogían grandes y jugosos follajes, una especie de espinaca y hierbas de condimentos.

En esos valles, donde frecuentemente imperaba una tempe­ratura tropical, crecía también una especie de árbol de ungüento. El aceite de ese árbol mezclado con el aceite extraído del maní era muy utilizado para la protección de la piel, tanto por los hombres como por las mujeres.

Los incas también comían carne. Sin embargo, carne de pavo y de una especie de conejo que proliferaban muy rápidamente. Esos conejos poseían un pelaje amarillento muy bonito. Las pieles eran utilizadas de diversas maneras. Animales grandes, como por ejemplo las vicuñas, nunca eran sacrificadas. Ellas proveían la lana con la cual confeccionaban los más finos tejidos.

Los incas vivían, al igual que sus antepasados, en pequeñas casas de piedras, apoyadas a los paredones de las montañas, las cuales eran construidas con tal perfección, que desde lejos pare­cían parte integrante de la propia montaña. Levantaban también construcciones amplias y bajas que servían como "casas del consejo". Como lugares de devociones, escogían las grandes plazas libres, localizadas a mayor altura, en cuyo centro colocaban un pedestal de barro azul. El barro azul era encontrado en grandes cantidades en los sedimentos.

Encima del pedestal había una placa de oro en la cual colocaban una campana de oro. En esas plazas los incas se reunían para sus devociones. Cuando todos estaban presentes, el sacerdote tomaba la campana, tañendo cuatro veces; cada vez él se dirigía a una de las cuatro regiones del cielo. En épocas pasadas, los interpretes de flautas presentaban sus músicas después del tañido de la campana. De esto, sin embargo, tuvieron que desistir, debido a que el sonido de las flautas atraía tantos animales que la plaza de devociones parecía estar sitiada por ellos.

Después de tañer la campana, entonaban canciones, en las cuales expresaban gratitud, felicidad y alegría. Oraciones como la cristiandad las conoce, eran para los incas tan extrañas, como para todos los otros pueblos de la antigüedad. Jamás se habrían atrevido a dirigir peticiones al Creador. Tal pensamiento no les habría surgido. Sus canciones estaban totalmente traspasadas por su amor a la Luz.

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Las devociones se realizaban dos veces por mes. Siempre al nacer el Sol. Eran acontecimientos máximos en la vida de esos seres humanos.

Hace 2000 años los incas ya poseían un calendario constituido por figuras de piedra. Éste en nada quedaba atrás del más tarde tan famoso calendario de los mayas, que hasta hoy es considerado el más exacto de la Tierra. Los mayas, por el contrario, recibieron ese famoso calendario de los olmecas y toltecas, de manera que no les cabe tal fama.

No Existían Enfermedades

Los incas de aquel tiempo no conocían las enfermedades. Nacían saludables, se alimentaban correctamente, realizando tam­bién la respiración de forma correcta, y así, con salud, podían dejar la Tierra, alcanzando una edad avanzada. Sus sabios ense­ñaban que la duración de la vida de cada uno ya estaba determi­nada antes del nacimiento. Y que consecuentemente todas las funciones corporales durante el tiempo previsto ejecutarían su trabajo sin perturbaciones. Por consiguiente, no existía motivo alguno para no devolver el cuerpo a la Tierra, así sin máculas, como fue recibido.

La expresión "muerte" era extraña para los incas. Si alguien fallecía, entonces emprendía el "gran viaje". Era el nacimiento llamado "la llegada". Una vez que estaban exentos de culpas, nadie temía el "gran viaje". Este era parte de sus vidas, así como el nacimiento — "la llegada".

Los astrónomos observaban frecuentemente el cielo estelar, siguiendo los extensos y estrechos caminos que conducían hacia arriba, abajo y a los lados y los cuales unían los astros entre sí. Esos caminos se asemejan a franjas de neblina blanca y reluciente pudiendo ser vistas apenas por seres humanos capaces de traspasar la materia física. Los astrónomos de varios pueblos antiguos conocían esos caminos que unían los astros entre sí. Ese conoci­miento los transformó en insuperables maestros en el campo de la astronomía...

Los incas tenían también consciencia que en sus valles había

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condiciones de vida apenas para un bien determinado número de personas. Por eso cuidaban mucho para no superar ese número. Ese fue también el motivo por el cual pocos niños nacían. Del séptimo al décimo segundo año de vida los niños eran libres. Podían ir y venir, jugando donde quisiesen. Generalmente dejaban los hogares al nacer el Sol, retornando solamente al anochecer poco antes que "los ojos de la noche" brillasen en el cielo.

Los niños frecuentemente pasaban sus días en los distantes pastizales, donde jugaban con las crías de alpacas, llamas o carneros. A l sentir hambre, buscaban frambuesas que brotaban en las laderas. También solían entrar en las cavernas con el fin de visitar los pumas o trepaban hasta los nidos de águilas, para ver la cantidad de huevos que había en ellos.

Los padres dejaban, despreocupados, salir a sus hijos, para donde quisiesen. Pues los niños nunca estaban solos. Estaban siempre acompañados por los pequeños, sin embargo, poderosos guardianes, los Pillis. Y los Pillis eran dignos de la confianza que los padres depositaban en ellos. Nunca sucedía mal alguno a los niños, aunque bajasen por una pendiente pronunciada o trepasen los farallones hasta los nidos de águilas, de difícil acceso. Generalmente la piel de los niños quedaba repleta de lesiones debido a las piedras y arañazos de los espinosos arbustos. No obstante, eso era todo.

En el quinto año de vida, cada niño recibía un nombre. Ese nombre era grabado en un disco de oro que representaba al Sol, el cual era colgado con una cinta alrededor del cuello. Todo inca se enorgullecía de su disco solar, del cual nunca se separaba. Era, de cierto modo, la prueba de pertenecer al Señor del Sol, Inti.

El Cometa

Los incas eran un pueblo feliz. Feliz en el espíritu y feliz en la Tierra. Soñaban, todavía, con un Paraíso, cuando todos los otros pueblos ya habían perdido el camino que conducía hacia ese Paraíso.

Mucho sucedió desde aquella época hasta la actualidad. Los valles con sus campos de cultivos, dispuestos en terrazas, desapa­recieron. Erupciones volcánicas, terremotos y desmoronamientos enterraron todo lo que el ser humano otrora edificó allí.

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Sin embargo, antes que los espíritus* de las montañas colo­r i r . n i las piedras en movimiento, el feliz pueblo Inca fue condu­cido a un lugar distante. Lejos, hacia un país donde su destino se cumpliese.

Entonces llegó el día que se tornó inolvidable para los incas. Habían terminado de reunirse en la plaza de devociones, obser­vando, como de costumbre, hacia el cielo, con el objetivo de saludar al Sol con los brazos levantados, cuando percibieron ia extraordinaria coloración que había. El Sol estaba circundado por amplios y coloridos círculos, pareciendo vibrar de alguna manera. Pero no solamente los círculos se movían; ya que toda la atmósfera se encontraba en vibrante movimiento. Antes mismo de saber lo que estaba aconteciendo, escucharon un estruendo. Un estruendo raro mezclado con jubilosas voces.

Y antes de comprender lo que estaba sucediendo, varios exclamaron:

— ¡Un cometa! ¡Un cometa! Sí, un cometa se movía en el cielo. Un cometa con un rastro

luminoso tan extenso, que cruzaba el firmamento de un extremo a otro.

— ¡Ese no es un cometa común!, dijo pensativamente uno de los astrónomos. Es de otra especie. Es un anunciador. La llegada de un cometa así, siempre está vinculada en la Tierra a un acontecimiento de ámbito mundial.

Repletos de fervor y con un anhelo inconsciente en el corazón, todos observaban hacia el cielo.

— ¡El se aleja de nosotros!, dijo una de las mujeres, mientras las lágrimas le corrían por el rostro. Repentinamente todos co­menzaron a sollozar. Lloraban como si un sufrimiento desconocido hubiese estremecido sus almas. Mas también en el sufrimiento se escondía una alegría desconocida. Ninguno de ellos sabía lo que les sucedía. Los sentimientos intuitivos más contradictorios afluían en ellos.

— ¿Por qué estamos llorando?, preguntó una joven. Las voces que escuchamos eran repletas de júbilo.

Las lágrimas estremecieron a esos seres humanos que no

Seres de la naturaleza o entes de la naturaleza (enteales).

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conocían el sufrimiento y que durante su vida derramaban apenas unas pocas lágrimas.

Los astrónomos siguieron con los ojos de su espíritu el rastro del cometa ¿A qué parte de la Tierra y a que pueblo habría sido enviado?

— Él anuncia el nacimiento de un espíritu de sublimes alturas. ¡Esto ya aconteció varias veces, desde que existen seres humanos en la Tierra!, dijo uno de ellos.

El historiador movió la cabeza, concordando. De las tradi­ciones él tenía conocimiento de un cometa que ha largo tiempo también se hiciera visible en la Tierra, anunciando un nacimiento elevado.

El estruendo desapareció y los brillantes colores que envol­vían el Sol se apagaron. ¿Quién sería el sublime espíritu, que viniera a la Tierra acompañado por un cometa?

El sublime en quién todos estaban pensando, naciera, en ese intermedio, en un establo en Belén. Sólo que..., ese nacimiento sucedió doce años antes a la fecha determinada por los dignatarios eclesiásticos, como la fecha del nacimiento de Jesús.

Los incas jamás olvidaron el cometa, pues en el mismo día se les cumplió la profecía a ellos retransmitida por sus antepasados.

Fue poco antes de ponerse el Sol. Los sabios, todos ellos clarividentes y clarioyentes, se reunieron en una de las casas del consejo. El aspecto del cometa desencadenara en ellos los más contradictorios sentimientos. Aflicción, alegría, tristeza...

— ¡Está llegando un mensajero!, dijo el sacerdote, interrum­piendo el silencio.

— ¿Un mensajero? Alegría y esperanza traspasó a todos. Levantaron sus cabezas, escuchando. Casi en el mismo momento escucharon el tintinear específico de la campana, que anunciaba a los "mensajeros". Les parecía como si todo el aire estuviera impregnado por sonidos de campanas. Repentinamente una neblina blanca traspasó el lugar y las campanas silenciaron.

Envuelto por la neblina blanca se veía una figura alta. Por un instante se tornó visible un rostro moreno de aspecto dorado con ojos indescriptiblemente brillantes, y una voz resonante re­percutió en el lugar. Los sabios se estremecieron con el tono de esa voz...

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"¡Vengo por orden de un Superior!", resonó en sus almas. "¡Vine a guiarles hacia afuera de estos valles e indicarles los futuros caminos! Otros antes de vosotros, escucharon un llamado semejante, marchándose entonces a cumplir su destino. ¡Hoy ellos viven en el país de Tupan-an y la felicidad y paz están con ellos! Vuestros caminos les conducen hacia afuera de estos valles, sin embargo, la dirección es otra. Distante de aquí viven seres humanos originarios de la misma patria espiritual que vosotros. Ahora cayeron en peligro espiritual en la Tierra e imploran por auxilio. Fuisteis escogidos para auxiliar a eses seres humanos que son de la misma especie de vosotros. Tenéis la fuerza y sabiduría para tal. ¡Enséñenles con amor, bondad, dignidad y paciencia! ¡Guíenles para que ellos encuentren el camino perdido! ¡En el servir deberéis reinar! Prepárense, pues luego regresaré".

El mensajero desapareció, pero el sentido de su mensaje se grabó a fuego en sus corazones. No apenas los sabios que estaban en la casa del consejo escucharon la voz de él. Las mujeres y jóvenes interrumpieron sus actividades, para escuchar ese mensaje fuera de lo común que impregnaba sus almas y que se expresaba a través de su intuición. Había llegado el día esperado por ellos inconscientemente. ¿Hacia dónde el enviado los conduciría?...

La confianza de los incas en su conducción espiritual era ilimitada. Lo que los poderes superiores decidían, ellos ejecutaban sin vacilar. No había nada que pudiese perturbar esa confianza. Incertidumbre, inseguridad o miedo del futuro eran sentimientos desconocidos. Por eso, ya al día siguiente comenzaron con los preparativos para el viaje. Y una expectativa alegre invadió sus almas. Necesitaban de ellos... Les era permitido ayudar a otras personas, otros seres humanos desconocidos... Era imposible ima­ginarse la grandeza de esa gracia que les había sido proporcionada a todos...

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Capítulo I I

E l Camino Hacia la Meta Desconocida

La Partida

Dentro de pocos días todos los incas estaban preparados para dejar sus valles y marcharse al encuentro de su objetivo desco­nocido. Por primera vez utilizaban las llamas como animales de carga. Desde la más tierna edad los niños montaban esos mansos animales, sin embargo, nunca habían sido utilizados para cargar alguna cosa. No obstante, cuando la hora llegó, con buena voluntad permitieron que las cargas fuesen colocadas. Se llevaban apenas lo más necesario. Ropas, mantas y los sacos de dormir para los niños, algunas herramientas, arcos y flechas, semillas, ovillos de lanas y las cuerdas de quipos; como provisión de viaje llevaron los "cunos".

Los cunos eran pequeños y duros bollitos preparados con harina de patatas congeladas. Eran muy nutritivos, se conservaban por largo tiempo, siendo almacenados siempre en grandes can­tidades.

La partida, sin embargo, demoró algunos días. Pues un "Rau-l i " se aproximó de Bitur, el sabio, con el fin de darle algunos consejos para el viaje. Entre otras cosas dijo:

"Por primera vez depararéis con seres humanos enfermos que esperan la cura de vosotros. Juntad musgo rojo, semillas de árboles, resinas y los duros frutitos amarillos y lleven todo eso con vosotros en potes de barro cerrados. El cocimiento de musgo, resinas y frutitos producen un insuperable líquido curativo. Ese líquido cura y limpia las heridas".

Cuando el Rauli guardó silencio, Bitur agradeció con un gesto de cabeza en señal que entendiera todo.

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El Rauli era un espíritu de la vegetación. Como tal conocía las fuerzas curativas ocultas de las plantas y sabía también donde y como podrían ser aplicadas. Su aparición fue un acontecimiento del todo especial, y las personas presentían que aún tendrían que aprender mucho al respecto de otros seres humanos . La composición del líquido curativo sugería enfer­medades malignas. . .

Apenas el Rauli desapareció, y ya se formaban grupos para recoger resinas, musgos, frutitos y una especie de grosella, en los bosques y valles ubicados más abajo. En eso se pasaron varios días. Cuando entonces llegó la hora en que por última vez ellos se reunieron en sus lugares de devociones, entonando canciones en glorificación del Dios-Creador. Una de esas canciones tenía el siguiente significado:

"¡Señor del Universo! ¡Creador de la Luz! ¡Creador de la Vida! Vives en alturas inaccesibles para nosotros. Vivimos en las profundidades, en un astro. Solamente nuestro amor se eleva a Tus alturas. Acepta este amor. ¡Somos pequeños, sin embargo, también somos Tus criaturas!"

Entonaban canciones en las cuales vibraba alegría y agrade­cimiento, pero también una cierta tristeza. Tristeza porque eran obligados a abandonar sus queridos animales, los. cuales eran libres, y que, no obstante, habían vivido allí juntos con ellos. Hasta donde ellos recordaban, los animales siempre fueron sus compañeros.

En el día de la partida, casi todos lloraban. Miraban hacia sus firmes y pequeñas casas de piedra, hacia el agua conducida a las casas, hacia los campos de cultivos y prados floridos..., pero, la tristeza no duró mucho. El Señor del Sol, Inti, atrajo la atención de ellos hacia su astro. Maravillados, observaban hacia arriba, y veían amplios círculos coloridos, semejantes al día en que el cometa fue visto en el cielo. Sólo que ahora los círculos y las irradiaciones eran más intensas y resplandecientes. Y todos intu­yeron que Inti les transmitía un mensaje. Un mensaje de seguridad y confianza. 28

— ¡Inti está sobre nosotros!, exclamó una mujer jubilosa­mente. ¡El permanecerá sobre nosotros, hacia donde quiera que nos encaminemos! Sonrientes, señalaban todos hacia el Sol.

— ¡Y los animales permanecen bajo su protección!, exclamó una joven confiadamente. Inti siempre fue el amo de ellos en la Tierra. Desde tiempos inmemoriales...

El sabio San, que caminaba al frente del grupo, llamó la atención de todos para la partida. Y así los incas dejaron su patria terrena, en el sexto mes del año, el mes de las festividades del Sol. Sin embargo, la felicidad y alegría estaban con ellos.

En los primeros días siguieron por los caminos que ellos mismos construyeron. Era la estación del año en que las flores brotaban por todas partes en las altiplanicies, y frambuesas negras y rojas maduraban en las laderas, creciendo abundantemente en toda la región de los Andes. En la noche acampaban en las proximidades de los riachuelos y prados, donde los animales podían pastar.

El mensajero no apareció más. Sin embargo, tenían la certeza, que de alguna manera él nuevamente aparecería, a fin de continuar a indicarles el rumbo. Durante los primeros días los viajantes fueron acompañados por una gran bandada de águilas. Nunca habían visto tantas de esas aves juntas . Las águilas volaban a determinada altura, desapareciendo al ponerse el Sol. Pero al día siguiente estaban nuevamente visibles. Los incas repetidas veces observaban también hacia las cumbres de las montañas, y los gigantes de las montañas s iempre señalaban hacia ellos. De manera alegre, como si no estuviesen sepa­rándose.

— ¡También veremos a los gigantes en nuestra nueva y desconocida patria!, se consolaban mutuamente. Si no fuere en las montañas, entonces será en las nubes.

El Nuevo Guía En la mañana del quinto día las águilas no aparecieron más.

Fue el día en que el camino construido por los propios incas se aproximaba al fin.

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,1 I IS águilas nos acompañaron en un trecho del camino y ihom volvieron a sus lugares de nidada!, dijo uno de los sabios i lodos los que aún miraban alrededor, a la búsqueda de las aves.

O I I M I V Ó después a lo alto, hacia las cumbres de las montañas que, cubiertas de nieve, brillaban a la luz del Sol naciente, como cascadas endurecidas. Eran, todavía, las montañas que conocían y amaban. Durante el día, las laderas rocosas se tornaban calientes como fuego y bajo el frío concentrado de la noche gemían y crepitaban estruendosamente al contraerse.

— ¡Un águila! ¡Un águila!, exclamaron de repente unos niños que estaban arrodillados, y jugaban con crías de gallinas monta­ñesas al lado de sus animales que pastaban. Era realmente un águila. Un águila de blancura resplandeciente, parecía suspendida, con sus alas abiertas sobre una nube colorida.

— ¡Paira encima de nosotros, en el aire! ¿Por qué ella no continúa volando?, gritaban agitadamente los niños entre sí.

Entusiasmados, los adultos observaban el águila que más parecía una aparición de la Luz.

— Vamos, marchemos. ¡No debemos dejar esperando a nuestro nuevo guía!, dijo San seriamente. Todos rieron y se alegraron porque el "mensajero" les había enviado un guía tan extraordinario.

Y el viaje continuaba. Los caminos eran, de allí en adelante, muchas veces penosos y difíciles. Sin embargo, con disposición alegre y guiados por un águila blanca, continuaban al encuentro de su meta desconocida.

El largo viaje trajo a los incas, siempre ansiosos por aprender, muchos conocimientos nuevos y descubrimientos. Así surgió entre ellos también la idea de construir un camino que pasase entre las montañas, conduciéndolos más allá, hacia países desconocidos. Ese camino en el cual posteriormente muchas generaciones tra­bajaron, también se volvió realidad. Igualmente la idea de cons­truir puentes surgió entre ellos cuando tuvieron que atravesar a pie un ancho río.

Cierto día, un profundo abismo les interrumpió la continuidad de la marcha en la dirección habitual. Tuvieron que dar una larga vuelta que los llevó hasta el límite de altura donde la nieve era permanente. Fue una ardua caminata, pero también ese camino

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llegó a su fin. Poco antes que el camino comenzase otra vez a bajar, les apareció el risueño Rauli una vez más. Se encontraba entre algunos bloques de roca señalando agitado hacia Bitur que venía atrás de San.

Bitur luego siguió la señal, observando las plantas que el Rauli le indicaba. Se trataba de pequeñas plantas, azuladas, se­mejantes a algas, semicubiertas por el agua de la nieve y que crecian entre los montones de piedras.

"¡De esas plantas también necesitaréis!", dijo el Rauli. "¡Os recordéis vosotros bien de ellas!"

Antes que Bitur pudiese preguntar para que servía la planta, el Rauli ya había desaparecido. Después de algunos instantes de vacilación Bitur extrajo un manojo de algas del agua de la nieve, sacudiéndolas para eliminar el agua y las guardó cuidadosamente en su valija de viaje. Después refregó una hoja, oliéndola. No obstante, para una pausa mayor, no había tiempo, pues tenían que continuar para encontrar un lugar donde pudiesen pasar la noche, aún antes de ponerse el Sol.

Algunos días más tarde un gran deslizamiento de la montaña les interrumpió nuevamente el camino. Esta vez tuvieron que bajar por un desfiladero. En ese desfiladero habia restos de cerámica de todos los tamaños y colores; además había algunos jarros intactos, también de cerámica, pintados de color óxido azulado. En el tronco de un árbol caído estaba apoyada una larga placa de piedra, donde se veía, en alto relieve, un ser humano con cabeza de gato. Nadie mostró interés por los restos de esa cultura humana que en otro tiempo existió allí. Cada uno de ellos quería dejar, lo más de prisa posible, ese siniestro desfiladero.

— ¡Aquí huele a descomposición!, dijo la mujer de San, mirando alrededor, como si buscase algo.

— ¡Nada encontrarás!, dijo San. Pues la montaña sepultó debajo de sí, a todos los que aquí vivieron. Todo indica eso.

— ¿Sepultó?, preguntó ella incrédula. ¡No, los espíritus de la montaña no matan y no entierran seres humanos!

— Los seres humanos que aquí vivieron, dijo San explicando, ciertamente fueron advertidos a tiempo para dejar la región. Esto ellos siempre lo hacen, cuando en las montañas un peligro ame­naza a las personas.

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A la salida del desfiladero hicieron exclamaciones jubilosas. Conducidos por uno de los hombres, los niños llevaban sus animales de monta con seguridad a través del desfiladero y subían ahora hacia las planicies asoleadas. Llegando encima, la caminata prosiguió rápidamente. Querían alejarse lo más de prisa posible de aquel desfiladero.

A l día siguiente tuvieron una nueva sorpresa, pues al lado de una vertiente habían dos esferas de piedra que parecían esculpidas. Cada una de esas piedras tenía más de un metro de diámetro.

— ¿De dónde vinieron esas piedras? ¿Y quién les dio esa forma?

— ¿Recuerdan aún la piedra que cierto día encontramos en el centro de nuestra plaza de devociones?, preguntó el sacerdote a los que estaban alrededor, acariciando con la mano una de las piedras lisas. Algunos de los más antiguos se recordaban.

— Verdaderamente, continuó el sacerdote, la piedra de de­voción era cuadrada, pero fue esculpida de la misma forma que ésta. El no necesitó decir nada más.

— ¡Son obsequios de los gigantes!, exclamaron enseguida algunas de las jóvenes que conocían aquel acontecimiento a través de narraciones. El sacerdote señaló afirmativamente con la cabeza.

— Exactamente como nuestra piedra de devoción, que tam­bién fue un obsequio de ellos.

Sólo a los gigantes les era posible mover y trabajar bloques de piedra tan pesados. ¿Pero dónde se encontraban los seres humanos considerados dignos de tales obsequios? Hacia donde quiera que observasen nada indicaba la presencia de seres hu­manos.

En Las Orillas del Titicaca

El viaje aún demoró meses, ya que frecuentemente fueron intercalados varios días de descanso, por causa de los niños y de los animales. Sin embargo, tan luego estuviesen prontos nueva­mente para viajar, surgía el águila en el aire para continuar guiándolos. Entonces llegó el día que permaneció inolvidable para cada uno de ellos. Poco antes del mediodía se encontraron con

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una superficie de agua que parecía no terminar. Ellos conocían bien los lagos de montañas y grutas, donde rugientes ríos de montañas seguían su curso, pero una superficie de agua tan extensa..., se encontraban en las orillas del más alto lago de la Tierra, el lago Titicaca.

Silenciosos, como escuchando, observaban el movimiento de las olas del lago, donde se reflejaban las áureas y grisáceas formaciones de nubes que surgían del sur. Peces, cuyas escamas brillaban como oro a la luz del sol, saltaban hacia fuera del agua, jugando o nadaban veloces, haciendo amplios círculos.

Los niños corrían de un lado a otro agitados por la margen pedregosa y llamaban cantando a las sirenas del lago. En los lagos montañosos de su antigua patria siempre habitaron sirenas y peces. Cuando los niños estaban con hambre, las sirenas les obsequiaban pescados. Empujaban los pescados hacia la orilla, de tal forma que los niños pudiesen recogerlos. Mientras corrían cantando de un lado a otro, los animales permanecían parados en silencio, dando la impresión de que estaban sorprendidos con tanta agua. Apenas de vez en cuando tintineaban las campanillas de oro colgadas en sus pescuezos a través de cordones rojos.

Mientras tanto, los adultos preparaban el campamento para la noche. Entre las mimbreras, arbustos de avellanos, tréboles aromáticos que crecían en medio de las piedras, albahaca y hierba de lana, pasaron los incas su primera noche en el lago Titicaca. La mayor parte del camino estaba, pues, atrás de ellos... Cuando los velos de la noche pasaron sobre el agua, cubriendo los valles, resonó un canto jubiloso, pareciendo pairar sobre el lago.

— ¡La sirena, pues, nos vino a saludar, a regalarnos conchas y pescados!, murmuraban los niños, sonrientes y felices, al escu­char el canto.

Eran cerca de mil incas que habían seguido el llamado del mensajero, a fin de caminar al encuentro de una meta desconocida. Atrás quedaron apenas hombres y mujeres de edad avanzada. Aproximadamente unos cien ancianos habían quedado atrás, ya que su tiempo de vida luego expiraría y no deseaban morir durante el viaje.

Esas personas, a pesar de su edad avanzada, aún daban la impresión de ser jóvenes y bellas, sin haber perdido nada de su

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encanto. Hoy en día, todo es totalmente diferente. La vejez es relacionada a las enfermedades y caducidad, y la belleza es considerada solamente como un triunfo de la juventud.

Los incas en todas las fases de sus vidas, eran de extraor­dinaria belleza. La fuerza luminosa de sus espíritus superiores y la pureza de sus almas se expresaban en sus cuerpos físicos. Tenían la piel bronceada, cabellos negros y ojos impenetrables, circundados por largas pestañas. Las mujeres usaban sus cabellos en forma de trenzas, no obstante, los hombres cortaban sus cabellos lo más corto posible, al igual que todos los sabios de antaño.

Confeccionaban sus ropas de finos tejidos de lana de vicuñas. Las mujeres usaban una especie de bata, sin embargo, más ajustadas; bordaban esos vestidos con hebras de lana de varios colores. Los hombres vestían pantalones y camisas ajustadas, así como camisas sin mangas, amarradas con cordones sobre el pecho. Los niños, hasta los doce años, se vestían con una especie de mameluco, con el cual podían moverse libremente. En el inicio del período de aprendizaje, después de los doce años, recibían la misma ropa que los adultos.

La vestimenta más importante de esas personas era siempre el poncho. Los ponchos eran compuestos de dos paños o mantas cosidos juntos con cordeles. Eran hechos de lana más gruesa y densa, adornados en los bordes con flecos cortos. Gorros de lana que cubrían las orejas protegían a adultos y niños de los helados vientos que soplaban por los valles en determinadas épocas del año. Mientras vivían en sus altiplanos, los calzados de los incas consistían en botas de fieltro. Ellos conocían, de la misma forma que los otros pueblos antiguos, como, por ejemplo, los griegos, el proceso para fabricar fieltro del pelaje de los animales.

Además del disco solar de oro que adultos y niños usaban en el cuello, colgado con una cinta, las mujeres se adornaban con aros de oro decorados con pequeñas estrellas también de oro. En las trenzas de las niñas eran intercaladas cintas azules, en las cuales pendían campanillas de oro. De la misma manera colgaban en el pescuezo de las llamas, los animales de monta de los niños, cintas donde pendían dos o cuatro campanillas un poco mayores.

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Los incas eran muy limpios. Se bañaban en los fríos lagos de las montañas, así como en los riachuelos, y poseían también en sus pequeñas casas de piedra instalaciones de baño. La bella y limpia piel de sus cuerpos y rostros era frecuentemente fric­cionada con aceite de bálsamo. Sus vestimentas siempre parecían nuevas, pues cuando una pieza del vestuario se quedaba vieja, no siendo posible limpiarla más, ella era quemada en un foso distante.

El andar de los incas era erecto y altivo y siempre estaban conscientes de su elevada misión. A donde quiera que llegasen, llamaban la atención. De ellos emanaba un misterioso y radiante brillo, que les hacía sobresalir en todas partes. Eran líderes innatos; sabían conducir a los seres humanos con sabiduría y bondad. Sin embargo, eran severos, pues no aceptaban muy bien las debilida­des humanas.

Pero todo lo que hacían en beneficio de otros, lo hacían por verdadero amor al prójimo. Todos sus esfuerzos eran en favor del creciente desenvolvimiento espiritual de los pueblos, que más tarde, poco a poco, se integraron a ellos voluntariamente. Este, con certeza, fue también el motivo de la ilimitada confianza y amor que a ellos les era ofrecida, por todos lados.

Durante la época del éxodo de los valles, los incas tenían solamente una regla de vida que determinaba todo su comporta­miento. Originaria de sus antepasados y podía ser retransmitida en pocas palabras:

"El ser humano recibió la vida como obsequio. Tendrá, sin embargo, que tornarse digno de ese obsequio, si quisiere conservarlo. ¡Debe vivenciar la vida, dándole sentido y consistencia a través del trabajo!"

Posteriormente, al crear el Reino de las Cuatro Direcciones del Cielo, ellos emitieron siete reglas de vida que eran determi­nantes para ellos mismos, bien como para todos los demás y en lodos los tiempos.

Los incas permanecieron hasta su trágico fin, siempre como un pequeño pueblo líder, y durante largo tiempo solamente con­trajeron matrimonio con personas de su propio linaje.

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Recomienza la Caminata Los incas permanecieron acampados durante cuatro días a

orillas del gran lago, después prosiguieron su caminata. Ese día el águila voló tan alto en el aire, que mal era vista. No obstante, continuaba presente, volando al frente de ellos.

Era una caminata repleta de vivencias, a lo largo del lago. Las innumerables aves acuáticas, de todos los tamaños y colores... Revoleteaban encima de la superficie del agua o se balanceaban en las olas... Todas las islas, y hasta las menores islas de juncos, parecían ser lugares para nidadas de esas bellas aves... Toda la atmósfera estaba repleta de alegría. Los incas, como aún com­prendían el lenguaje de los animales, sabían cuan inmensamente felices eran esas criaturas.

Con el transcurso de los días de caminata a lo largo del lago, depararon también con una especie de castor, que trabajaba afa­nosamente con los juncos y malezas acuáticas, construyendo sus diques característicos. Encontraron también marmotas...

— ¡Me parece que aquí viven menos animales!, dijo la mujer de San pensativamente.

— ¡Ciertamente aquí también deben vivir muchos anima­les!, opinó San. Sólo que no se aproximan tanto a nosotros, como estamos habituados. El motivo, solamente lo sabremos cuando conozcamos a los seres humanos a cuyo encuentro caminamos.

Los que escucharon tal declaración de San, estaban profun­damente preocupados. No podían imaginar que existiesen anima­les que evitaban a los seres humanos. Sabían que a todos los animales les gustaba, cuando una cariñosa mano humana pasaba sobre sus pelos o plumas. La preocupación que brotaba en sus corazones luego fue alejada. Para ellos no había un camino de vuelta. Fuese lo que fuese..., tenían que continuar. Pues fueron enviados y un águila les indicaba el camino... Observaban agra­decidos hacia el Sol en lo alto y sus ojos brillaban orgullosos, concientes de su misión.

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La Región del Titicaca La región del lago Titicaca se alteró bastante en los últimos

dos mil años. La copiosa vegetación con los innumerables bosques de mimbreras dejó de existir. Los incontables patos y otras aves acuáticas, que se anidaban en las islas y en los juncos, están casi totalmente exterminados. El mismo destino sufrieron los castores y muchos otros animales de menor y mayor porte, que antigua­mente allí habitaban. El exterminio de los animales, sin embargo, comenzó con la invasión de los europeos, que, ávidos por el oro, trajeron al país toda suerte de males.

Hasta el lago parece haberse alterado. Actualmente el agua parece turbia y sucia, y de la riqueza de peces de otrora casi ni se percibe. Hoy en día, el gran lago está repleto de sapos grandes y pequeños. En el lago restan solamente pocos lugares donde los sapos aún no han llegado.

Tal hecho los hombres ranas del equipo del investigador del fondo del mar, Jacques Ivés Cousteau, tuvieron la oportunidad de comprobarlo, cuando exploraban ese legendario lago. No encon­traron tesoros. Apenas sapos, sapos que en cantidades increíbles habitan aquellas aguas...

La isla del Titicaca, que en el tiempo de los incas estaba cubierta con placas de oro, todavía, existe. El oro, naturalmente, fue robado ya hace tiempo. La única cosa que en este lago no se modificó, fueron los barcos. Esos barcos aún hoy son cons­truidos de juncos amarrados así como ya lo eran hace dos mil años.

Al sur del lago Titicaca habita actualmente un pueblo, los Aimaraes. Se supone que esos Aimaraes sean descendientes de la extinguida "cultura Tiahuanaco". Por tanto, sus antepasados construyeron los templos y casas ya en el periodo preincaico, y cuyas ruinas aún hoy son vistas parcialmente en esos sitios. Los antepasados de los actualmente denominados Aimaraes, eran extraordinarios orfebres y también se dedicaban bastante a las confecciones de tejidos, aunque no eran constructores.

Un otro pueblo también, un pueblo altamente desarrollado, que se denominaba "pueblo de los Halcones", habitó esas regiones mucho antes de la llegada de los incas. Construyeron templos y

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casas, así como acueductos, y eran un pueblo feliz. Eran felices mientras que su religión aún poseía la fuerza viva que emanaba de la Verdad... Más tarde, sin embargo, siguieron las influencias de espíritus malignos, y la felicidad desapareció de sus vidas. Sus templos y casas fueron destruidos, y la desgracia se abatió sobre todos ellos...

Cuando los incas, en su caminata, llegaron a "Tiahuanaco", encontraron solamente ruinas y seres humanos que decían "los dioses nos maldijeron"... Más tarde los incas irguieron sobre las bases del templo destruido un Templo del Sol, circundado por columnas. Y así fue como Tiahuanaco se transformó, en la época de los incas, en un centro de peregrinaciones, hacia donde muchas personas, de lugares cercanos y distantes, peregrinaban para las Fiestas del Sol.

Durante un largo tiempo así permaneció. Pero después se evidenció que sobre el lugar, realmente, existía una maldición. Pues cierto día, también el maravilloso Templo del Sol de los incas fue destruido, juntamente con todas las demás edifica­ciones... Quedaron apenas ruinas...

El Encuentro

Fue un día repleto de acontecimientos aquél en que los incas se encontraron con un inmenso campo en ruinas, encontrándose con miembros del arruinado pueblo de los Halcones.

San, Bitur y algunos otros sabios entraron vacilantes en esas ruinas de piedras, mientras que los otros permanecieron a distan­cia. Lo que los sabios veían eran columnas derrumbadas, bloques de paredes, cascajos y polvo. Contemplaban silenciosos las innu­merables ruinas. ¿Qué había sucedido aquí? Terremotos no les eran extraños. ¿Terremotos? Entonces deberían avistar grietas en la tierra..., sin embargo, nada de eso se percibía. En un montón de cascajos se encontraba derribada una figura humana bien esculpida con la cabeza de un halcón...

En silencio, los sabios contemplaban la extraña estatua. — ¡El artista que creó esto desperdició su talento!, dijo Bitur. — ¡Es un ídolo! Solamente puede tratarse de un ídolo.

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— ¿Un ídolo? Ellos observaban perplejos a San, pero luego comprendieron. A través de las tradiciones y de las propias vivencias espirituales, los sabios del pueblo Inca, sabían que la mayor parte de la humanidad había perdido el camino hacia la Patria espiritual. Y en vez de buscar el verdadero camino, creaban símbolos sin vida y fríos..., creaban ídolos para sí...

— ¡Este es uno de ellos!, dijo San, recordándose, al ver la estatua, de aquellos de quien las tradiciones hablaban.

¿Pero dónde estarían las personas que hasta hace poco tiempo deberían haber habitado allí? No veían seres humanos, no obstante, se sentían observados.

— Veo apenas sombras de miedo y de desesperación. Se agarran a los bloques de piedra.

Los sabios señalaban con la cabeza, aprobando. San tenía razón. Existían sombras.. . Aproximadamente dos horas más tarde, surgió un grupo de personas caminando a través del campo en ruinas. Se aproximaban lentamente, de tal forma como si tuviesen que cargar un pesado fardo. Se detuvieron a corta distancia. Apenas un hombre y una mujer prosiguieron, arrodillándose e inclinando las cabezas a escasos metros en frente a los incas.

"¿Por qué esas personas se arrodillan delante de nosotros?", preguntaban los sabios a sí mismos. Esa pregunta silenciosa fue rápidamente respondida. El hombre de aspecto enfermo levantó la cabeza, observando a los incas con los ojos nublados de sufrimiento.

— ¡Vosotros sois los prometidos!... Llegasteis..., agradezco a los dioses por permitirme vivir aún... El hablar parecía hacerse difícil para el hombre, pues solamente después de una pausa más prolongada él prosiguió.

— Soy uno de los sacerdotes de nuestro arruinado pueblo. Ofendimos a los dioses y a todas las demás criaturas...

Ahora también la mujer levantaba la cabeza y decía con voz baja, sin embargo, firme:

— Uno de nuestros videntes nos anunció, poco antes de su muerte, que seres humanos de ropas blancas con discos solares sobre el pecho vendrían para ayudarnos en nuestra gran aflicción. Después de una pausa ella agregó:

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— Él murió poco antes de caer sobre nosotros la maldición de los dioses, destruyendo todo lo que ellos mismos, otrora, nos ayudaron a construir.

— ¡Os levantéis, para poder permanecer frente a frente!, dijo San con severidad. La mujer auxilió al hombre a levantarse. Las ropas de ambos estaban manchadas y sus rostros angustiados, aunque fuese claramente reconocible que eran de raza noble. La mujer parecía haber leído los pensamientos de los incas, pues dijo que eran miembros del "Pueblo de los Halcones" y que sus antepasados, conforme las antiguas tradiciones, se originaban de un País del Sol...

— ¡Así es!, respondió San. ¡Somos de una misma raza, pues nosotros también nos originamos del País del Sol!

— ¡Vosotros sois los señores, permitid que seamos vuestros siervos!, solicitó el hombre con voz débil.

— ¿Señores?, preguntó San perplejo. Estás engañado. Somos pastores en la Tierra; protegemos, enseñamos y guiamos. Nosotros les auxiliaremos.

— Nuestras lenguas son parecidas. ¡Comprendo casi todas las palabras!, dijo la mujer con una voz en la cual nuevamente vibraba alguna esperanza.

También los incas estaban contentos por poder entenderse con las primeras personas que encontraron. Esto facilitaría su misión.

Repentinamente, gritos surgieron en el aire. Gritos que pare­cían venir desde lejos, como un eco.

— Son nuestros enfermos. ¡Muchos ya fallecieron!..., dijo la mujer.

Los gritos que ahora se hacían oír como aullidos venían de una casa baja, cubierta por junco, que estaba entre las murallas caídas en una depresión del terreno. Seguidos del sacerdote y de los demás que lo acompañaban, los incas caminaron en dirección de los gritos. Estos silenciaron cuando se aproximaron.

"Dioses Blancos"

Los incas pararon frente a la casa y solamente con mucho esfuerzo podían esconder el pavor que sentían con el aspecto de

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las personas, arrodilladas o acostadas en las esteras de junco. Se trataba, en su mayoría, de mujeres semidesnudas, horriblemente marcadas, que con dificultades se levantaban al ver a los incas, que se aproximaban, vestidos de blanco.

— ¡Llegaron dioses blancos! ¡Socorro! ¡Socorro!, gritó una mujer, corriendo hacia el interior de la casa.

Otras mujeres se arrodillaban y levantaban las manos, supli­cando.

— Auxilíennos..., tiren la maldición de nosotros... Los incas miraban en silencio y perplejos a esos seres hu­

manos que lloraban, pedían y gritaban, y que ahora se arrodillaban todos en las esteras. En ese momento, una anciana surgió de la casa, aproximándose a San.

— No tengo más lágrimas. Se petrificaron. N o espero ayu­da..., sin embargo, solicito vuestro auxilio..., para los otros..., ayúdenles..., ¡ellos, todavía, merecen!... Después de esas palabras ella regresó hacia la casa con pasos cansados.

Bitur fue el primero a superar el pavor. Las aptitudes de médico en él inherentes despertaban. Deseaba auxiliar y disminuir el sufrimiento de esos infelices... La piel de las mujeres estaba cubierta de grandes manchas rojas, rodeadas de pus. Mientras observaba más de cerca esas manchas, se recordó del Rauli.

"¡El Rauli sabía de eso y por ese motivo nos dio consejos durante la caminata!", pensó él aliviado.

— ¡Seréis curados!, dijo a los enfermos, pues un pequeño ser de la naturaleza os recordó dándonos plantas medicinales.

Después se alejó rápidamente. La preparación del líquido medicinal demoraría algún tiempo.

— ¿Dónde están los otros?, preguntó interesado uno de los incas al sacerdote. Al juzgar por las ruinas debéis haber sido un pueblo numeroso.

— La mayoría está muerta. Y los otros se marcharon. Por miedo... En realidad huyeron, a fin de distanciarse lo más lejos posible de este lugar maldecido. Solamente los enfermos se quedaron. Al proferir esas palabras el sacerdote indicó hacia diversas direcciones.

De hecho, se veían varias casas bajas y largas. El junco verde-gris de los tejados mal se distinguía del ambiente.

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Al volver al campamento, Bitur enseguida comenzó a trabajar. Cocinó el musgo, las resinas y los frutos, transformándolos en una masa concentrada, diluyéndola después con agua y llenando con ella varias jarras ya preparadas para eso. El ardor y la comezón de las heridas probablemente desaparecerían después de ser tra­tadas con esa infusión. No obstante, él no estaba satisfecho, algo le faltaba aún. Sentía eso nítidamente. ¡Las algas de la nieve!... Era eso..., todavía, estaban faltando ellas para la cura.

Sosteniendo en las manos un manojo de esas plantas, supo repentinamente que esas raras plantas azules expelían el veneno del cuerpo de los enfermos. La cura debería realizarse de dentro hacia afuera...

Preparó una infusión de esas algas, muy amarga, diluyéndola y colocándola también en jarras. En seguida dejó el campamento con un séquito de ayudantes, visitando y tratando poco a poco a todos los enfermos. Las heridas fueron pulverizadas primeramente con un polvo obscuro de resinas, y después cada uno recibió una pequeña dosis de la infusión de algas para beber.

El tratamiento ayudó. Después de la primera aplicación, ya mejoró el estado de los enfermos. Una semana más tarde todos estaban recuperados, excepto unos pocos que fallecieron. Bitur se acordó agradecido del Rauli. Sin los consejos del pequeño "espí­ritu verde" se habrían visto imposibilitados de auxiliar.

La noticia sobre la llegada de los "dioses b lancos" y de la cura milagrosa de los enfermos, ya considerados como muertos, se propagó con la velocidad del viento. Esa noticia fue transmitida hasta los pueblos costeros. Al escuchar esto, inconscientemente en todos los seres humanos, les surgió el deseo de conocer a los dioses blancos. Más tarde, cuando esos pueblos se unieron a los incas, se dieron cuenta naturalmente, que los incas no eran dioses, sino seres humanos. Seres humanos extraordinariamente bellos y sabios..., sin embargo, criaturas humanas.

A pesar de ese conocimiento, muchos, íntimamente, creían que los incas eran descendientes de los dioses o que al menos hubiesen sido enviados por ellos... Tal creencia fue transmitida de generación en generación, transformándose en leyenda.

Posteriormente, cuando los investigadores se preocuparon del origen de la leyenda de los dioses blancos, supusieron que ella

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se refería a los europeos. Esto, naturalmente, fue un error. Pues las hordas europeas, que asaltaron y saquearon el Perú, les parecieron a los habitantes de allá tan horripilantes que muchos pensaron que se trataba de demonios, que escondían sus rostros debajo de "cabellos". Demonios que por algún motivo descono­cido adquirieron forma humana. Los barbudos europeos con sus ropas harapientas y los malos deseos y pensamientos nacidos de ellos, eran de hecho temibles...

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Capítulo I I I

E l Inicio del G r a n Reino

La Meta Es Alcanzada

Los incas se demoraron apenas unos pocos días en la región del pueblo de los Halcones. Cuando nuevamente el águila surgió en el aire, por encima de ellos, para continuar guiándolos, luego todos estaban preparados. Silenciosos, como de costumbre, se­guían a su guía alado. Sin peso y libres seguían su ruta, y el eterno anhelo por la Luz y la perfección, que los completaba, irradiaba de sus espíritus.

El camino siguiente era fácil y hermoso. Vertientes brotaban en las maravillosas florestas, y algunas regiones que atravesaron parecían parques ajardinados. El suelo estaba cubierto de pasti­zales, arbustos y heléchos que nacían entre las piedras. Allí crecían árboles de troncos rojos, nogales y también árboles de frutas sabrosas que los incas ya conocían. El aire estaba repleto de chillidos de los innumerables pajarillos que habitaban esa región y que confiadamente se paraban en los brazos que les extendían las personas. La alegría de los niños eran las chinchillas que allí había en gran cantidad, y que se dejaban acariciar y cargar de buen agrado. También un gran rebaño de vicuñas, con muchas crías, pastaban en las proximidades del campamento donde los viajantes pasaron la noche.

Ninguno de los incas sabía que esa sería su última noche de peregrinación. Sin embargo, que estaban cerca de su meta, eso todos sentían.

Fue al día siguiente, aproximadamente al mediodía, que su guía alado los dejó. El águila descendió, bajando tanto, que casi

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rozó sus cabezas, siguió volando, subiendo lentamente en amplios círculos, desapareciendo de sus vistas.

El águila desapareció, lo que significaba que habían alcanzado su objetivo. Tenían solamente que encontrar ahora esa meta. Pues en el lugar donde se encontraban no podían permanecer, como consecuencia de que el suelo estaba cubierto solamente de piedras y cascajos. No demoró mucho, y San descubrió una ruta estrecha, poco visible, que conducía a través de montes y montañas hasta un florido valle.

El Sol alcanzaba su punto más alto, cuando los incas entraron en el valle rodeado casi que totalmente por montañas y cerros y que de ahora en adelante sería su nueva patria.

— ¡Es la tierra del Inti a la cual el águila nos guió!, exclamaron los niños. ¡Todas las flores tienen los colores de él!

Los niños tenían razón. El aspecto que se ofrecía al obser­vador era deslumbrante. Todas las laderas alrededor del valle estaban cubiertas por un esplendor de flores amarillas. La mara­villa amarilla de fuerte fragancia se asemejaba a las flores de retama. No obstante, esas flores no crecían en arbustos, pero sí en árboles bajos. Al juzgar por los gruesos troncos, esos árboles ya debían ser muy antiguos.

La alegría y el agradecimiento que los incas sintieron al ver ese valle maravilloso es imposible de describir. Los rostros ergui­dos hacia el cielo estaban húmedos por el orvallo de las lágrimas de alegría. Después de pocos minutos, el agradecimiento sentido por ellos se transformó en un himno de glorificación en honra al Creador.

"Somos apenas criaturas insignificantes en Tu mun­do", cantaban. "¡No obstante, el Gran Señor, permite que seamos protegidos, enseñados y guiados, desde el co­mienzo hasta el fin de nuestra existencia!"

— Nuestra llegada es para nosotros un tiempo de fiesta. ¡Pero también un tiempo de fiesta en todo el valle, pues las flores se encuentran en su más bella magnificencia!, dijo una de las mujeres con voz baja. La mujer expresó lo que todos sentían intuitivamente en sus corazones.

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Los incas j a m á s olvidaron el día de su llegada. Anualmente en esa época, celebraban una fiesta. La Fiesta de las Flores, dedicada a la Reina de las Flores y a todos los incontables pequeños espíritus de las flores, que prepararon tan maravillosa­mente el día de su llegada.

Antes de terminar el día les fue proporcionada a los incas una alegría más. A l anochecer llegaron visitantes. Visitantes muy bien recibidos. La gran manada de vicuñas, que horas antes habían visto, acababa de llegar al valle. Un animal atrás del otro trotaban por el estrecho sendero que conducía al interior del valle. Esos bienvenidos "proveedores de lana" no llegaron sólo para una breve visita. Permanecieron, y la manada primitiva formó una numerosa prole.

También poco a poco aparecieron otros animales. Gordas ovejas montañesas, alpacas y llamas. Siempre llegaban en mayores o menores manadas. Esos animales también se quedaron y se multiplicaron. Existían bastantes pastizales. Naturalmente, los animales también frecuentaban pastizales más alejados. De acuer­do con su especie, les gustaba emigrar. Sin embargo, regresaban después de un per íodo más o menos largo, dejando dócilmente que cortasen su preciosa lana... Las chinchillas, de vislumbre azul plateado, se tornaron en inseparables compañeras de los niños pequeños. También esa región era muy rica en aves. Pavos, un tipo de faisán y grandes codornices llegaban en bandadas. Sin excepción, todos los animales se sentían visiblemente bien en las proximidades de los seres humanos.

El pueblo de los Incas y los animales, aún estaban unidos entre sí, en amor y comprensión mutua. Todos consideraban los animales como criaturas creadas por el mismo Dios, teniendo por lo tanto los mismos derechos que ellos. Por eso no había nada de extraordinario en que los animales, todavía, se sintiesen atraídos por esos seres humanos, sirviéndoles alegremente, aunque de manera inconsciente.

Con los seres de la naturaleza, denominados por los incas de "espíritus de la naturaleza", mantenían una relación muy especial. Estaban conscientes de que ellos mismos no hacían parte del mundo en que vivían, donde les era permitido desenvolverse. Ese mundo ya existía antes de ellos. Pertenecía a los "espíritus de la naturaleza".

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U n antepasado especialmente sabio les legó una doctrina que era transmitida, de generación en generación, a todos los niños y niñas, tan luego pasasen de la edad infantil. Esa doctrina era la primera lección importante de sus vidas. Ella decía:

"¡El gran Dios-Creador nos colocó aquí en la Tierra bajo la protección de los espíritus de la naturaleza! ¡Son nuestros maestros, hermanos, y hermanas! ¡Pero entre ellos hay también señores y señoras! Como, por ejemplo, Int i , el Señor del Sol y la Gran Madre de la Tierra, Olija. Todos esos grandes, pequeños e ínfimos nos brindan. ¡Nos alimentan y nos visten, completando toda nuestra vida con alegría! ¡Iluminan con luz brillante todos nues­tros días y extienden el velo de la obscuridad sobre nuestras noches, para que nuestros cuerpos puedan des­cansar bien! ¡Nosotros recibimos y recibimos! ¡Sin em­bargo, ninguna criatura puede solamente recibir sin tener que dar algo en cambio! ¡Tampoco nosotros, espíritus humanos! ¿Qué reciben de nosotros los espíritus de la naturaleza?"

Aquí el gran sabio siempre hacía una pausa, para concentrar­se. Lo mismo hacían los Amautas* escogidos para retransmitir la historia de su pueblo a las generaciones más nuevas.

"Busqué, en mi espíritu, la respuesta para eso", recomenzaba el sabio después de una corta pausa.

"Nosotros, espíritus humanos, somos de especie diferente a la de los espíritus de la naturaleza. Una otra luz y una otra fuerza mueven nuestros espíritus. ¡Esto acarrea también otras responsabilidades! ¡Tenemos que mostrarnos dignos de nuestra condición humana! ¡De­bemos movernos y trabajar, creando un mundo en medio del reino de la naturaleza, un mundo de belleza y armonía! ¡Actuando así no seremos entonces solamente los que reciben, mas también los que dan! ¡Sí, que

Sabios profesores.

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también dan! Pues nuestro amor por todas las criaturas del reino de la naturaleza terrestre es recibido por ellos como un obsequio, proporcionando un bri l lo especial a su existencia'7.

A l anochecer del día de la llegada, toda la región exhalaba una fragancia de la resina de pinos y pinas. Los incas asaban en sus pequeños hornos de barro el primer pan en su nueva patria. Comenzaba otra fase de sus vidas. Había mucho trabajo de allí en adelante. No obstante, el trabajo nunca les asustaba, pues era para ellos una necesidad vital. Se encontraban frente a un nuevo comienzo. Mas todo lo que era nuevo incitaba sus energías, despertando fuerzas creadoras en ellos latentes.

El Lanzamiento de la Piedra Fundamental

Algunos días más tarde los sabios determinaron el punto central de su futura ciudad, marcándolo con una cruz dentro de un círculo. Ellos hicieron la cruz, cuyos largueros medían aproxi­madamente un metro, con piedras de cuarzo semitransparentes que habían traído. Todas esas piedras presentaban linos filones de oro, ordenados de manera especial. Después de haber diseñado la cruz en el círculo, se aproximaron cuatro jóvenes. Cada uno cargaba en la mano una delgada lanza de oro, con la punta dirigida hacia abajo. Se colocaron alrededor de la cruz y quedaron esperando.

Un silencio impresionante reinaba en las cercanías. No se oía ningún sonido humano. Todos los seres humanos observaban como que encantados hacia arriba, hacia Inti , que al subir parecía envolver a todos con su ondulante luz dorada. El silencio, repleto de luz y vida, fue, de repente, interrumpido por sonidos de trompetas. En ese instante los cuatro jóvenes clavaron profunda­mente sus lanzas de oro en la tierra, en los lugares previamente marcados. Cada lanza entre dos largueros de la cruz. Juntas formaban un cuadrado perfecto.

Después que las trompetas silenciaron, uno de los sabios se aproximó del centro de la cruz. Era el astrónomo Pachacuti. En acuerdo con los otros sabios, él explicó lo siguiente:

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"Fundamos hoy en el país hacia el cual fuimos guiados, un nuevo reino. Los largueros de la cruz indican las cuatro direcciones del cielo. En eso existe un profundo sentido. Significa, entre otras cosas, que nuestro reino está abierto a las cuatro direcciones. ¡Abierto a todas las criaturas humanas que anhelan conocimientos y que ne­cesitan de ayuda!"

Pachacuti observó la cruz durante minutos antes de continuar.

"El cuadrado es el signo del reino de la naturaleza. Y las cuatro lanzas que forman el cuadrado junto con la cruz representan: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Fuimos enviados y guiados hacia acá. ¡Pues que cada uno de nosotros, hoy y siempre, quede consciente de ésta mis ión!"

Pachacuti dejó el lugar. Pero enseguida comenzó a hablar otro sabio que estuviera a su lado.

— Tan luego estemos en condiciones, colocaremos en ese lugar un pedestal cuadrado, fijando en él una cruz. De tal manera, que usaremos las mismas piedras que ahora constituyen la forma de la cruz en el suelo. Utilizaremos también las lanzas de oro. Ellas adornarán las esquinas del pedestal. Un poco más abajo de ese pedestal habrá un pequeño lago, pues para nosotros, incas, el agua es siempre sagrada, una vez que la consideramos un reflejo de la pureza celeste.

— ¡Una nueva fase de vida comienza ahora para todos nosotros!, dijo un tercer sabio. Era el profesor de historia, Ara-cauén. ¡Una fase de vida que también nos traerá nuevos recono­cimientos espirituales!

Jarana, el sacerdote, meneó la cabeza afirmativamente. Él se aproximó de la cruz, mirando hacia ella visiblemente conmovido. Enseguida pronunció las palabras que finalizaron el solemne lanzamiento de la piedra fundamental. Ellas decían:

"¡Si quisiéremos viv i r felices bajo la luz del Sol, entonces toda nuestra existencia y nuestra actuación

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deben ser traspasadas de pureza! ¡Así fue hasta ahora y así deberá permanecer hasta que el último inca cierre sus ojos en la Tierra!"

La piedra fundamental para el Reino de las Cuatro Direccio­nes del Cielo estaba lanzada, y las trompetas repercutieron de nuevo. En ese intermedio, se aproximaron todos los que estaban más alejados, para ver la extraordinaria "piedra fundamental". Los sabios, que continuaban de pie, aguardando, dieron los esclareci­mientos necesarios. La atención de todos se dirigía a la cruz en el suelo. Era como si cada uno de ellos quisiese grabar )a forma, de la cual parecía salir un encantamiento misterioso.

Cuando los incas lanzaron la piedra fundamental, para lo que sería su denominado reino, ninguno de ellos tenía conciencia de las dimensiones que éste alcanzaría. En vez de reino podríamos decir "esfera de la influencia", que comprendía el Perú, parte de Chile, Ecuador, Bolivia y una parte de Argentina...

En aquel tiempo, pensaban solamente en la ciudad entre las montañas que construirían con la ayuda y enseñanzas de sus amigos de la naturaleza. Más allá, sus deseos y pensamientos no alcanzaban. La ciudad por ellos fundada recibió muchos nombres en el transcurrir del tiempo: Ciudad de los Dioses Blancos, Ciudad Dorada, Jardín Dorado, Ciudad de Inti, Patio Dorado, Ciudad de las Flores. Los propios incas la llamaban Ciudad del Sol. No por causa del abundante oro, con el cual siempre adornaban sus casas y templos por dentro y por fuera; también no en honra de Inti, pero sí en memoria de la maravillosa floración dorada que les recibió cuando llegaron a su nueva patria.

Actualmente, en el lugar de la radiante Ciudad del Sol de los incas, se yergue la ciudad del Cuzco. La ciudad inca fue destruida. Las bases y las piedras de la ciudad fueron utilizadas por los españoles para la construcción de sus iglesias y casas.

La segunda gran ciudad construida por los incas más tarde recibió el nombre de "Ciudad de la Luna". Actualmente allí se encuentra la ciudad de La Paz.

La Luna también tenía para los incas un significado especial. Veían en ella la intermediaria entre el Sol y la Tierra. También para eso habían explicaciones especiales:

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"Existen en nuestro mundo terreno varias lunas. Visibles e invisibles. Ellas transmiten apenas un reflejo del Sol, no obstante, ese reflejo es suficiente para proporcionar a las aguas, a las plantas y a las criaturas que desenvuelven en la noche sus actividades, la ener­gía solar que necesitan. La noche está repleta de vida y movimiento. ¡Y también repleta de silencio! Para que el descanso de las criaturas diurnas no sea pertur­bado.

La naturaleza encierra muchos milagros. Todo se encuentra en movimiento. ¡Ininterrumpidamente! No obstante, nada sale de su equilibrio. ¡Son varios siervos del Gran Señor Viracocha* que trabajan en su reino de la naturaleza y celan para que el establecido orden universal no sea perturbado!"

Mientras los incas vivieron, la Ciudad del Sol permaneció el centro del gobierno con la residencia del rey. Permaneció, hasta el fin, el centro del Reino.

La Extensión del Reino

Siguen, todavía, ahora algunos esclarecimientos referentes al gran Reino de los Incas.

Los incas siempre permanecieron un pueblo relativamente pequeño. Habitaban las dos ciudades fundadas por ellos y así permanecieron. Jamás se expandieron más allá.

El Reino de los Incas, o digamos mejor, su esfera de influen­cia, asumió extensiones muy grandes, ya que con el tiempo pueblos de todas las especies vinieron a pedir anexión. Se trataba en general de pueblos que ya habían alcanzado un elevado grado de desarrollo y que, no obstante, se rindieron a las influencias de los espíritus malignos, habiendo aceptado religiones que no con­ducían al Reino de la Luz, por el contrario, apenas actuaban de modo separador de ese Reino.

Zeus.

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Cada pueblo que se unía a los incas continuaba con su propio gobierno, escogiendo sus funcionarios de administración confor­me su voluntad. En tiempo alguno los incas salieron a conquistar un país y a subyugar su pueblo. El así llamado Reino Inca era en la realidad una confederación de países, que en nada perjudicó la libertad y los derechos de autodeterminación de cada uno de sus pueblos.

Por el contrario, los incas impusieron dos condiciones para el ingreso a la confederación. Los respectivos pueblos tenían que se comprometer a alejarse de las falsas religiones y idola­trías, volviendo a la verdadera creencia en Dios. Esa condición todos aceptaban alegremente, pues cada uno que entraba en contacto con los incas estaba convencido de que ellos tenían un secreto que los destacaban de todos los demás seres huma­nos. Y todos eran unánimes que ese secreto estaba vinculado a la religión de ellos.

La segunda condición exigida por los incas era el aprendizaje de su lengua, el quechua.

"Pues sin una lengua en común", decían los incas, "no podemos tornar a vosotros comprensibles las leyes que forman la base de nuestras vidas. Lo más importante sigue siendo la religión. ¡Un pueblo unido por una religión que lo conduce a lo alto, al Creador, se tornará espiritualmente fuerte y seguro! Así entonces será mucho más protegido contra las influencias pro­venientes de las profundidades mortales, también contra el miedo y la superstición".

También la segunda condición fue luego admitida de buen agrado por los pueblos que buscaban anexión. Entonces mandaban siempre un cierto número de hombres y mujeres a la ciudad de los "dioses blancos", con el objetivo de aprender la lengua de los incas. Aquellos que tenían más aptitudes para eso fundaban más tarde escuelas del idioma en sus propios países. Esas escuelas, frecuentemente visitadas por maestros incas, eran muy solicitadas por ancianos y jóvenes. De esa manera, después de un cierto tiempo, muchos podían entenderse con los incas, asimilando sus leyes y doctrinas.

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Comienzan los Trabajos de Construcción de la Ciudad Cuando los incas se establecieron en el centro de ese valle

de florido paisaje, sus primeros cuidados fueron con respecto al agua. El agua, no obstante, luego fue encontrada. Jarana, el sacerdote, fue el primero en descubrir la vertiente. Él había seguido por un sendero de animales salvajes, el cual terminaba en un valle próximo, entre las colinas. Allí vio la pequeña vertiente que brotaba entre las piedras, formando un pequeño lago, en un rebajamiento próximo. El estrecho "valle del agua" era maravillosamente bello. De los paredones de las colinas colgaban enredaderas de varios metros de largo con grandes flores azules, de las cuales muchas ya se habían transformado en semillas. Alrededor del pequeño lago crecían follajes con abun­dante savia verde-obscura y entre ellas había flores de la luna, redondas, de color amarillo y de tallo largo. Jarana permaneció observando encantado. Centenas de pequeños pajarillos del sol estaban colgados en las enredaderas, picoteando las semillas maduras de los receptáculos. Chillaban y cantaban, y su canto se mezclaba con el zumbido de los grandes moscardones rojos, que estaban retirando el aromático polen de las flores amarillas. También pajarillos de la nieve, de larga cola, volaban con gran alboroto por encima del valle.

Jarana dejó ese bello rincón de la Tierra. Y sólo lentamente conseguía avanzar, pues de repente el camino hervía de pequeños conejos de pelaje azul plateado, que saltaban por encima de sus pies y se paraban sobre sus patitas traseras. Permaneció parado, mirando alrededor. Era anciano. Muy viejo y ya bien próximo al limite de tiempo, que colocaría un fin a su existencia terrena. Sin embargo, no podía recordarse de ningún día, en que alguna criatura del reino de la naturaleza no hubiese alegrado su corazón. Con inmenso amor observó a los pequeños animales que saltaban a sus pies, y enseguida retomó hacia el campamento.

— El agua de la vertiente alcanza para todos. ¡Para animales y seres humanos!, dijo él contento. En seguida regresó por el camino que conducía hasta la vertiente, seguido por hombres, mujeres y niños. Cargaban jarras y vasos para beber de esa agua que les era ofrecida en su nueva patria.

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— ¡Mientras bebamos el agua con alma pura, la salud permanecerá en nuestros cuerpos! ¡Pues en el agua reposa el brillo de la pureza y la salud de nuestros cuerpos!

Después de esas solemnes palabras, Jarana fue el primero a llenar su vaso, bebiendo la refrescante agua. En seguida vinieron todos los demás con sus jarras. Lentamente y de forma cuidadosa ellos se aproximaron a la fuente, pues nadie quería pisar y dañar las plantas y flores que brotaban por todas partes en los alrededores.

No se debe pensar que la construcción de la "Ciudad Dorada de los Incas" duró apenas pocos años. Esto no habría sido posible. Pues a una altitud de casi cuatro mil metros el ritmo de trabajo es otro. Mucho más lento. Ningún ser humano puede moverse y trabajar tan de prisa, como en las regiones situadas más abajo.

Los palacetes, los templos, los acueductos magníficamente instalados y los jardines de oro en la ciudad surgieron solamente con el transcurrir de los siglos.

Las primeras viviendas construidas por los incas en su nueva patria, se asemejaban a las que habían abandonado. Eran pequeñas, bajas y de piedras. No faltaban piedras. Se encontraban por todas partes, de todos los tamaños y formas. Los constructores apenas tenían que ajustarías con perfección.

La preparación del material para techumbre — paja y junco — ocupaba más tiempo que levantar las paredes. El junco y la paja — se utilizaban diversas especies — tenían que ser sumergidas en un preparado para tomarlas resistentes e impermeables antes de ser utilizadas. Ese preparado era efectuado con plantas, raíces y un polvo negro de resina. La resina, no obstante, era la misma que las abejas usaban para tapar las rendijas de sus colmenas localizadas entre las piedras.

Después que el material de techumbre había permanecido sumergido el tiempo suficiente, era prensado en forma de fardos, para lo cual se utilizaban piedras, y puestos a secar. Las capas acabadas con las cuales cubrían los tejados eran finas, duras y brillantes, pero tan impenetrables que ninguna gota de lluvia penetraba. Los incas preparaban el material de techumbre de la misma manera que en su patria anterior, con la diferencia que mezclaban ramas flexibles a la paja. De esta forma sus tejados muchas veces parecían relucientes tapas de canastos, de color café.

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Todos los incas trabajaban intensamente. Mientras que una parte de los hombres se ocupaba en la construcción de las casas, otros preparaban los campos de cultivo para siembra. A escasa distancia del centro de la ciudad encontraron glebas de tierra fértil, donde enseguida plantaron las semillas de dos variedades dife­rentes de maíz: el rojo y el blanco.

El Auxilio para la Construcción

Aproximadamente seis meses después de estar establecidos en su patria florida, los incas recibieron una visita. En una mañana aparecieron cerca de veinte hombres, los cuales quedaron parados tímidamente a cierta distancia, esperando. Jarana, Bitur, Pachacuti y Aracauén, que en ese momento trabajaban en una valla con el fin de conducir el agua de la fuente hacia las cercanías de la ciudad, miraron sorprendidos hacia los extraños.

— ¡Son miembros del pueblo de los Halcones!, dijo Bitur, sonriendo. A uno de ellos yo conozco. Es el sacerdote Sarapilas.

Bitur se dirigió a los extraños, saludando al sacerdote con el saludo de los incas:

— ¡Que el Sol siempre ilumine tu corazón! Sarapilas inclinó la cabeza, enseguida miró a Bitur y levantó

hacia él las palmas de las manos en forma de saludo. — Seguimos vuestro rastro. ¡Yo me opuse a eso, mientras

pude!, dijo él lleno de pesar. La falsa religión que aceptamos hizo nuestras almas adolecer, cubriendo nuestros cuerpos de heridas.

— ¡Almas enfermas, no obstante, no se curan con zumos de plantas!, respondió Bitur. Solamente pueden ser curadas por una religión que conduzca nimbo a la Luz, dándoles fuerza para la cura. Idolatría y cultos a ídolos no solamente toman las almas enfermas, mas también matan el espíritu.

Sarapilas sabía que Bitur tenía razón. Por eso dijo: — Enfermedades del alma deberían ser curadas por sacerdo­

tes. ¡Por verdaderos sacerdotes!, agregó él, consciente de su culpa. — ¡Trajisteis enfermos!, dijo Bitur sonriendo. Tráiganlos

Inicia acá. Sus cuerpos tal vez yo pueda sanar; sus almas, no obstante, ellos mismos deberán purificar.

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Mientras Bitur y Sarapilas conversaban, los otros se habían aproximado a los forasteros, formando un círculo alrededor de ambos.

— ¡Sí, trajimos enfermos!, dijo uno de ellos. Y pedimos que los curen. No nos olvidamos que curasteis enfermos, ya desahu­ciados por nuestros médicos, por considerarlos incurables. Aún estamos en deuda con vosotros. También esto no lo olvidamos. De esta vez queremos compensarlos, ayudándolos en la construc­ción de vuestras casas. ¡Podemos preparar las piedras, cortar maderas y aparejarlas, y sabemos también cavar vallas para el agua!, agregó con interés aquel que hablaba.

— ¡Somos veinte hombres fuertes!, dijo uno de ellos ya más viejo. Vinimos apenas a pagar nuestra antigua deuda y la nueva que vamos a agregar. A los enfermos el sacerdote solo podría haberlos traído.

— ¡Sanaremos vuestros enfermos en la medida de lo posible, y aceptaremos vuestro auxilio!, dijo Bitur. Los forasteros señalaron con la cabeza, agradeciendo, y volvieron de prisa por el camino de donde habían venido.

Algunas horas después, llegaba a la ciudad inca una larga fila de llamas pesadamente cargadas. Las cargas de los animales consistían en alimentos, lozas, herramientas, tiendas, etc. En seguida llegó una otra tropa de llamas al valle. Las cargas traídas por ellos presentaban un aspecto desagradable. Eran mujeres demacradas y niños desfigurados por una terrible enfermedad de la piel. Las gordas y bien alimentadas llamas, en las cuales esas criaturas marcadas cabalgaban, soltaban bramidos roncos al llegar y ver otras llamas en las proximidades.

San recibió a los forasteros, indicándoles los lugares donde podrían instalar sus tiendas y acomodar sus enfermos. Bitur ya estaba dispuesto, a fin de preparar los remedios necesarios. Una vez que se trataba de la misma enfermedad de la piel, se podía aplicar los mismos métodos de cura. Con excepción de la resina, poseía aún todas las hierbas necesarias, las cuales había cuidado­samente secado y guardado. La falta de resina no era problema. Pues poseían el polvo negro de resina, el cual se mezclaba al preparado para el material de techumbre.

Siguiendo su intuición, Bitur esparciera cierta vez ese polvo

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en una herida purulenta de una llama. La herida del animal tenía un pésimo aspecto. Después del tratamiento con el polvo de resina, la herida dejó de eliminar pus, cicatrizando lentamente.

La mezcla de hierbas con el polvo negro de resina ayudaba también a los seres humanos. Las heridas purulentas secaban y cicatrizaban bien. Bitur sabía, naturalmente, que una enfermedad tan grave de la piel no podría ser curada apenas con un tratamiento extemo de la herida. La purificación tendría que ocurrir de dentro para afuera. Por eso dio de beber a todos el extracto amargo de las algas de la nieve, que mucho contribuía a la cura de esas personas debilitadas. Ese extracto fue hecho con el último manojo de algas que quedaba.

Los incas supieron que los sobrevivientes del pueblo de los Halcones se radicaron en una localidad al sur del lago Titicaca, y que ninguno de ellos quisiera volver para el lugar de la desgracia.

— ¡Nunca más tendremos un templo propio!, decían. Los grandes, que con sus fuerzas gigantescas nos ayudaron a construir el templo, lo destruyeron cuando actuamos equivocadamente y al actuar así la pureza nos abandonó. Perdimos todo. ¡Todo!

Sarapilas Confiesa su Culpa Lo que realmente sucedió, y la causa que había ocasionado

la desgracia, los incas la conocieron a través de Sarapilas durante una reunión de sabios.

— ¡Nosotros, sacerdotes y sacerdotisas, causamos toda esa desgracia! Nuestro maravilloso templo podría aún hoy permanecer en pie. ¡El oro de sus columnas brillaba a lo lejos!, empezó Sarapilas con voz llena de tristeza. Cierto día, llegó un hombre desconocido, con un gran séquito, para hablar con nuestro supre-mo-sacerdote. El había hecho una larga caminata, y pertenecía a un pueblo que se llamaba pueblo de las Máscaras. Ese desconocido se presentó como sacerdote enviado por una gran diosa, y quienes primero creyeron en él fueron nuestras sacerdotisas... Esas falsas sacerdotisas, hoy, están muertas...

Sarapilas hizo una pausa. Su cuerpo delgado parecía encor­varse como que sometido a un pesado fardo.

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— El rostro desfigurado del tentador estaba marcado por una cicatriz. ¡Aunque ese desfiguramiento no nos sirvió de adverten­cia!, comenzó nuevamente él. Su ropa era apretada y negra, encubriéndolo desde el cuello a los pies. En la cabeza usaba una corona de pequeñas y brillantes plumas de pájaros. Y tenía el cuello envuelto por una larga y fina serpiente.

Los incas expresaron una exclamación de sorpresa. — ¿Una serpiente?, preguntó Jarana, incrédulo. — ¡Era de oro y plata!, dijo Sarapilas, explicando. Pero

también podría ser una serpiente viva, pues ese malhechor era más peligroso que cualquier serpiente. Nosotros deberíamos ha­berlo matado enseguida y no cuando ya era demasiado tarde.

Al comienzo el impostor hablaba bastante de su pueblo. Afirmaba que siempre vivieron de acuerdo con los grandes, pequeños y minúsculos espíritus, participando también de las fiestas prescritas... "¡De pronto todo cambió!," dijo después el diablo negro. "Riñas irrumpieron por causa de pequeñas cosas. También con estirpes vecinas surgieron muchas luchas. Junto a todo el infortunio, la tierra comenzó a temblar y un volcán entró en erupción, cubriendo nuestros campos de cultivo con cenizas incandescentes. Era visible que fuerzas obscuras deseaban nuestra ruina..."

La voz de Sarapilas se estremecía, al continuar hablando. — Abreviaré la historia que nos fue narrada por el diablo

negro. El y otros sacerdotes habían mandado a matar una joven, aconsejados por un mago que afirmaba poder ver, examinando el hígado y ríñones de ella, de donde soplaba el viento malo que amenazaba a todos... El hígado y los ríñones no le proporcionaron ninguna revelación, nos dijo el mago más tarde. No obstante, no lamentó la muerte de la joven, porque después de una semana ella se le habría aparecido durante la noche, confiándole un secreto. Ella le habría mostrado unos redondos frutos amarillo-rojizo de un cactus, los cuales crecían en altos arbustos. Ella misma lo había conducido a la región donde aquellos frutos crecían.

"¡Come de esos frutos!", dijo ella al impostor de manera categórica. "¡O sécalos, hasta que se conviertan en polvo! Y cuando tomes té de raíces, mezcla en él un poco de ese polvo.

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¡Sigue mi consejo y entonces encontrarás, con certeza, la felicidad que buscas!"

Entonces, algunos sacerdotes y algunas sacerdotisas de hecho experimentaron esos frutos de cactus, parecidos con las manzanas. Pues decían a sí mismos que el consejo de un fallecido solamente podría traer algo bueno.

El efecto debe haber sido sorprendente. Y realmente fue. Pues yo mismo, dijo Sarapilas indeciso, tomé de ese polvo de cactus en el té. Yo flotaba. Observé colores maravillosos y me sentía feliz. Y todas las personas me parecían dignas de amor. Al mismo tiempo me fue posible realizar todo tipo de actos malignos, los cuales habrían sido imposibles de ser ejecutados en condiciones normales. Todos nosotros, sacerdotes y sacerdotisas, bien como muchos funcionarios y el propio pueblo, bebíamos el té de cactus, exigiendo cada vez más y más. También recibimos más, pues el impostor trajo una gran cantidad de provisiones de ese polvo.

La situación, sin embargo, se volvió aún peor. Digo peor, pues las personas que comenzaron con eso pedían y exigían más y más de ese alucinógeno. Tenían terribles accesos y gritos espasmódicos, sin percibir que sus almas y sus cuerpos se tomaban cada vez más enfermos. Llegó entonces el día en que la provisión del impostor acabó. Mal me atrevo a recordar eso. En aquel tiempo yo también peregrinaba por el infierno de los espíritus caídos.

Los sabios se dieron cuenta que Sarapilas hacía grandes esfuerzos para continuar hablando. Fue una confesión de culpa que él presentó, la cual no podría haber sido más humillante.

— ¡Nuestras sacerdotisas se volvieron supersticiosas y co­menzaron a creer en hechiceros!, continuó hablando. "¡Ofrece más un sacrificio!", exigían del impostor. "¡Tal vez entonces, aparezca la fallecida nuevamente, dándote nuevos consejos! Miembros de tribus extrañas se encuentran aquí en el país. ¡Mata una de sus jóvenes!"

El impostor retrocedió aterrorizado delante de tal sugestión. Él era malo y ciertamente ya había matado muchas veces. Sin embargo, se recusó a satisfacer el deseo de las sacerdotisas. Se trataba de cuatro sacerdotisas que se tomaron viciosas...

"Mataré un animal, conjurando con eso a la fallecida que me mostró el cactus. Si la sangre es de animal o humana, no importa.

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Tal vez exista aquí una planta que cause estados similares de embriaguez..."

Las sacerdotisas estaban satisfechas. Ellas mismas escogieron el animal. Era una bonita llama. El animal fue colocado en el altar de nuestro templo, de nuestro maravilloso templo..., con las patas atadas... Después llegó el malhechor..., con la serpiente en el cuello y la corona de plumas sobre la cabeza... Con un corte rápido y prolijo, abrió violentamente la espalda del animal que tentaba defenderse, y extrajo el hígado, los riñones, etc.... En la misma noche, con la ayuda de dos siervos del templo, maté con una lanza al falso sacerdote...

¡Expúlsenme a pedradas fuera de vuestro país!, dijo Sarapilas, después de terminar su historia. En seguida se levantó penosa­mente, dejando tambaleante de tristeza y vergüenza el recinto y la ciudad. A partir de esa época nadie le vio más.

Los sabios escucharon en silencio, sin embargo, estremecieron aterrorizados al escuchar la narración del crimen cometido contra el animal. Nunca considerarían que fuese posible algo así. Al mismo tiempo no comprendían tal bajeza del espíritu humano. La total autodegradación... La desgracia del pueblo de los Halcones tenía en sí algo aterrorizador... No se trataba apenas de alucinó-genos. Pues habían tolerado también idolatría en su medio. Las estatuas quebradas de seres humanos con cabezas de animales en el campo de ruinas indicaban muy claramente tal aberración.

— Un único extraño, proveniente de un país que nadie conocía, consiguió influenciar a todo un pueblo. ¡En ese hecho veo una enseñanza y una advertencia también para nosotros!, opinó Jarana, mientras los otros lo miraban interrogativamente.

Luego concordaron, pues no había nadie que no hubiese sentido la misma cosa.

— ¡Estaremos alerta! ¡Mas sólo eso no basta!, dijo San con énfasis. Tenemos que esclarecer a nuestro pueblo sobre la causa que provocó el infortunio al pueblo de los Halcones. Pues muchos forasteros vendrán a buscamos.

— ¡San tiene razón!, dijo Pachacuti. ¡Nuestro pueblo tiene que ser informado y advertido! Solamente de esa manera podrá ser conservada la distancia necesaria entre nosotros y los foras­teros.

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Y así sucedió. No había uno siquiera entre el pueblo, ni mujer ni hombre, que no hubiese comprendido luego el alcance de lo que escuchara. Eso era comprensible, llevándose en consideración que entre los incas, en algún tiempo, hubiera grandes diferencias espirituales en su desarrollo. Cada uno de ellos ansiaba adquirir el mayor saber espiritual posible. Lo que necesitaban para su vida cotidiana, poseían en abundancia. Nunca habrían pensado en juntar riquezas terrenas. Los ejemplos para el pueblo eran siempre los sabios, los cuales dirigían sus destinos. El grupo de sabios, del cual hacían parte naturalmente también mujeres, superaba a todos los demás miembros del pueblo, por tener ligaciones con mundos superiores. Eran escogidos, en el más verdadero sentido de la palabra.

La Ciudad Crece Bitur curó las malolientes y purulentas enfermedades de piel.

Nuevamente habían más mujeres que hombres acometidas por la enfermedad. Al mismo tiempo Jarana se empeñaba, con esfuerzos redoblados, para auxiliarlos espiritualmente.

Los miembros del pueblo de los Halcones no fueron los únicos que vinieron con sus enfermos a buscar auxilio y cura junto a los "dioses blancos". Muchas veces llegaban personas de pueblos muy distantes, que habían escuchado al respecto de curas milagrosas de los "hombres blancos con rostros de dioses", los cuales hablaban poco, sin embargo, auxiliaban bastante. La con­fianza que todos depositaban en los incas era justificada, pues éstos se esforzaban con infinita paciencia en ayudar a los que buscaban auxilio.

Mientras Bitur y algunos otros que también poseían aptitudes médicas cuidaban de los enfermos, la ciudad crecía lentamente. Las casas de piedra construidas en aquel tiempo eran bajas y pequeñas, sin embargo, seguras y firmes. Ellos cerraban las aberturas entre las piedras con una masa de barro azul y polvo de cal blanco. Trajeron ese material de su antigua patria, en forma de polvo.

De inicio las primeras casas eran pequeñas y simples, no obstante, no les faltaba el brillo. Ninguna casa quedaba sin un

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adorno de oro. Esos adornos eran fijos a las paredes y en las aberturas redondas que servían de ventanas, o en las puertas hechas de cuero duro y martillado. Además de eso colgaban una o más campanillas de oro en los batientes de las puertas, campa­nillas tan finas que con cualquier viento más fuerte balanceaban y tintineaban hacia todos los lados. Más tarde cambiaron las campanillas de oro por campanillas de plata, visto que esas tenían un sonido más bonito.

Las casas, interiormente, eran calientes y confortables. Las paredes de piedra eran todas alfombradas con tejidos. También el forro, hecho de un trenzado de ramas finas y preparadas, era revestido por un tejido de lana teñido de azul. Como camas, utilizaban redes colgadas entre annazones de madera. Las redes de los niños eran colgadas entre armazones bien bajas, de manera que nunca podrían dañarse en caso de que cayesen de ellas.

Cubrían los pisos con placas de piedras. Sobre ellas extendían alfombras de pieles de conejos y ovejas, las cuales colocaban sobre una base de fieltro.

Guardaban las mantas, ropas y ponchos en baúles de maderas aromáticas. Los árboles que proporcionaban esa madera crecían en florestas vírgenes de clima caliente ubicadas más abajo. Había también mesas y bancos. El material usado para eso en la época inicial era bastante variado. Podía ser piedra o madera, como también ramas y trenzados de lianas o pajas duras.

La instalación de esas pequeñas casas de piedra era muy primitiva, todavía, había en cada una de ellas algunas obras de arte. Por ejemplo: flores, hojas, estrellas y medialunas de oro. Generalmente había en los cantos altas urnas de cerámica, pro­vistas de tapas: las urnas para las brasas. Eran perforadas en parte, pudiendo ser rellenadas con brasas. Eran útiles y daban un toque bastante decorativo con sus colores brillantes.

Cuando los primeros enfermos del pueblo de los Halcones llegaron a la ciudad de los incas, de inmediato fue construido el primer "hospital". Era una construcción de piedra, larga y baja, donde veinte enfermos podían ser cómodamente alojados. En seguida tuvieron que levantar una segunda edificación, una especie de almacén, pues ningún visitante o enfermo llegaba de manos vacías. Las ofrendas que traían eran tan variadas que mal podrían

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ser enumeradas. Plata, vajillas de plata, cerámicas, joyas, colo­rantes, mantenimientos y así por delante.

Los incas retribuían con obsequios que consistían general­mente en pedazos o granos de oro... A veces regalaban también instrumentos musicales. Ciertamente nunca hubo un pueblo como los incas que fabricó tantos diferentes y pequeños instrumentos. Sus niños tocaban pequeñas flautas, antes de aprender a hablar. Tal vez hubiese sido ese el motivo de comenzaren a hablar mucho más tarde que los niños de hoy.

Los incas jamás permitían que los visitantes de pueblos extraños o los ya recuperados se estableciesen entre ellos. En ese aspecto eran inflexibles. La historia de Sarapilas, todavía, los fortaleciera en eso. Tan luego los enfermos quedasen sanados, tenían que dejar la ciudad junto con sus acompañantes, volviendo a su patria. Sin embargo, no siempre era fácil convencer a los forasteros para que se fueran. El misterioso poder que exhalaba de los incas, lo que ellos difundían a su alrededor, todos sentían, sin excepción, como algo benéfico. No sabían que ellos mismos también habían cambiado. Tanto, que no solamente habían adqui­rido más salud, como también volvían a sus pueblos más abiertos cspiritualmente.

Había también visitantes deseosos de quedarse más tiempo, para investigar el encanto que alejaba a los incas de todas las desgracias que atormentaban a otros seres humanos.

— ¡Son inmunes a las enfermedades!, dijo uno que gustaría de haber pennanecido junto a los incas.

— ¡Trabajaban como si de eso dependieran sus vidas! ¡Sus hijos, desde pequeños, son movidos por esa voluntad de trabajar!, dijo uno de los mercaderes, que visitaba regularmente a los incas.

Un hombre, a cuya hija dieron de alta, dijo concluyendo: — Nuestra curiosidad y nuestras suposiciones al respecto de

los incas no nos aproximan ningún paso siquiera de la verdad. Sabemos apenas que nadie puede rehusarse a la influencia de ese pueblo misterioso, cuya procedencia nadie conoce.

Los forasteros no adivinaban que también ellos despertaban la curiosidad de los incas. Ya sea por su ropa..., todo en ellos era colorido. Los incas confeccionaban sus ponchos con dos mantas de lana, totalmente blancas. Sin cualquier adorno. Coloridos eran

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apenas los cordeles en los cuales colgaban sus discos solares de oro en el cuello. Los ponchos de los visitantes de otros pueblos eran todos ellos multicolores. Pues en ellos entretejían figuras generalmente geométricas de colores diferentes. Las mujeres de algunos pueblos parecían, de lejos, con globos coloridos cargados de adornos de plata o se asemejaban a grandes pelotas, pues para la confección de sus ponchos no utilizaban solamente dos, sino tres mantas y las tres eran adornadas de la manera más colorida posible.

Los hombres, tal como las mujeres, mientras no hubiesen contraído enfermedades, eran figuras robustas de estafara mediana, tenían rostros agradables y muchas veces bonitos. La piel morena de sus rostros era lisa, limpia y reluciente debido al aceite con el cual la trataban. Solamente el miedo de sus almas, que se reflejaba en los ojos de muchos de esos seres humanos, les daba a los incas, al principio, bastante que pensar.

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Capítulo IV

Los Médicos Incas y sus Métodos de Cura

El Deseo de Auxiliar

Como ya se mencionó, los incas tenían poco interés por el arte de curar, mientras vivían en sus valles montañosos. Poco interés y también pocas oportunidades para ejercer tal arte, una vez que su pueblo estaba libre de enfermedades. Esto solamente se alteró cuando entraron en contacto con los primeros enfermos del pueblo de los Halcones. Al principio fue únicamente Bitur, que por impulso interior quiso auxiliar a las personas sufrientes y de esa manera pudo hacerlo. Sin que de eso se volviera consciente, despertaron en él virtudes que ya desde milenios habían traído cura y alivio a muchos seres humanos.

El arte de curar, sin embargo, no se restringía solamente a Bitur. Otros incas, generalmente, aún muy jóvenes, comenzaron a interesarse por esa arte extraordinaria, auxiliando a las personas enfermas bajo la dirección de Bitur, que, solo, nunca podría haber vencido el trabajo, que los numerosos enfermos le causaban.

El número de visitantes aumentaba día a día. Venían en grupos, frecuentemente de lejanas regiones costeras. Muchas veces por curiosidad para ver el "misterioso y bello pueblo" que era libre de enfermedades y que, no obstante, podía "curar todas las enfermedades". Pues todos los visitantes, cualquier que fuese el motivo de su venida, traían consigo enfermedades. Y todos eran curados, a no ser que ya estuviesen por morir.

Ningún forastero presentía que los "milagrosos" médicos incas solamente con el transcurrir del tiempo adquirieron los conocimientos que los capacitaron a ejercer su arte de curar. Su

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fama como "curadores milagrosos" era, no obstante, justificada, pues deseaban auxiliar con todas las fuerzas que disponían, no economizando ningún esfuerzo para alcanzar ese objetivo. De los resultados de las curas alcanzadas por ellos, se puede deducir que, en parte, eran de esa voluntad inmutable de auxiliar. Sin embargo, sólo en parte...

Pues todos sus esfuerzos y toda su buena voluntad de nada les habría adelantado, si no tuviesen a su lado los insuperables maestros y auxiliares del reino de la naturaleza. Esos maestros eran todos siervos del gran "Ilauta". Siendo así, conocían todos los productos de la naturaleza capaces de auxiliar los cuerpos humanos, que habían sido desviados del equilibrio, a ejercer normalmente de nuevo sus funciones; y verdaderamente en el ritmo previsto.

Ilauta, el hijo del poderoso Viracocha, era conocido por todos los incas. En el pasado, entretanto, ninguno de ellos tuviera la necesidad de dirigirse a él, solicitando auxilio. Esto ahora se tornaba diferente, pues necesitaban de consejo y de la ayuda de ese gran auxiliador y de sus siervos.

Además de las enfermedades de la piel, las personas sufrían de muchas otras..., de naturaleza corporal y anímica. Llegaron también heridos, solicitando ayuda. Entre los pueblos que los incas conocieron, habían constantemente riñas tribales, guerras de con­quistas, guerras religiosas u otras luchas sangrientas. Luchaban con lanzas, dardos, flechas y clavas; se herían, se mutilaban y se mataban, generalmente, sin comprender después, el por qué habían luchado. Todos esos pueblos poseían buenos médicos, pues, to­davía, no estaban tan alejados de la fuerza espiritual y de la fuerza de la naturaleza como hoy. En el transcurrir de los siglos, no obstante, los incas probablemente superaron a todos los médicos que ya habían existido.

Ellos superaban los otros médicos no por causa de sus sensacionales operaciones de cráneos o de otras complicadas fracturas que curaban, no. ¡No por causa de eso! Eso también los egipcios hicieron, y, antes de ellos, médicos de pueblos descono­cidos y que ha mucho tiempo desaparecieron.

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Enfermedades del Alma Los incas se tornaron famosos por causa del don de reconocer

y curar enfermedades del alma. Eso no sucedió, naturalmente, en los primeros tiempos. En aquella época ellos, todavía, no conocían los males causados por las enfermedades anímicas. Esos males ellos solamente conocieran poco a poco, en la convivencia con personas de otros pueblos. Con pueblos que más tarde se unieron a ellos.

Había siempre solamente bien pocas personas, mismo entre los incas, que nacían con esa capacitación. No siempre eran personas que ejercían la profesión de médico. Podían ser sacer­dotes que, por ocasión de las solemnidades especiales anunciaban las leyes de los incas y las interpretaban. Podían ser también personas que manipulaban las hierbas. La profesión de manipular hierbas era, junto a los incas, muy importante, pues los que la ejercían vigilaban para que siempre hubiese cantidades suficientes de remedios...

— ¡Tenemos, primeramente, que conocer el lado obscuro de los seres humanos, para nosotros desconocidos, a fin de tornarnos buenos médicos y para aprender a utilizar la fuerza curativa a nosotros inherente!, dijo Bitur pensativamente para sus alumnos. En seguida convidó a uno de ellos para explicar lo que se entendía por "lado obscuro de los seres humanos".

— En el lado obscuro de la vida humana se encuentran las idolatrías, las doctrinas erradas y la mentira. Y el comienzo de lodo mal es la mentira.

Bitur se alegró con la precisa respuesta de su más joven alumno. En seguida dijo:

— Nosotros, incas, no conocíamos la mentira. Tampoco teníamos una palabra o una expresión para denominar tal mal. Ahora, sin embargo, somos obligados a ocuparnos de ese mal, si queremos libertar a los otros de eso y curarlos.

— Tenemos aquí un sacerdote del pueblo Chanchán, comentó un alumno más antiguo, el cual se queja de sentir un miedo que lo atormenta durante el día y le quita el sueño durante la noche. Además de eso, tiene dolores en la región estomacal. Él sufre mucho y espera la cura de nosotros.

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— ¡Ese sacerdote podrá ser curado, en caso de que nos ayude!, dijo Bitur. Por lo que sé, él introdujo un culto que debería facilitar a su pueblo aproximarse en devoción a la Divinidad. Entonces mandó a confeccionar estatuas de barro con forma humana, cuyos rostros se esconden atrás de máscaras de oro. Una parte de ese pueblo otrora altamente desarrollado adora ahora estatuas de barro, por el contrario, en la creencia de estar así más cerca de la Divinidad.

— ¡Ese culto se apoya en la mentira!, dijo un alumno, mirando interrogativamente a Bitur. Este señaló con la cabeza, convidándolo a proseguir.

— La adoración de estatuas solamente confunde al pueblo, alejándolo del camino que lo conduce rumbo a la Luz. ¡Solamente en gratitud y humildad puede el espíritu humano prestar su veneración a la Divinidad; con toda su vida terrena! Nunca deberá abandonar el camino de la Luz.

— Ahora, continuó Bitur, en la Tierra, un lego no considerará muy nocivo ese dudoso culto a la estatua. En el mundo invisible que nos rodea, entretanto, ese culto produce enfermedades, como cualquier otro culto basado en la mentira. Enfermedades general­mente incurables, que afectan primeramente a las almas. En el caso del sacerdote, la enfermedad no se limitó solamente a su propia alma. La enfermedad de las almas se propagó, extendién­dose a todos los que aceptaron ese culto religioso que conduce al camino errado.

— ¡No son todos los que saben como tal enfermedad se activa en el alma!, dijo un alumno, mientras Bitur nuevamente se dedicaba a la preparación de un extracto, con la ayuda de los demás.

— ¡Tienes razón!, respondió Bitur, alegre por el ahínco de sus alumnos. ¡Continúa explicando! Pues conoces el proceso.

— Primeramente se forman en la región estomacal y en la frente pequeñas manchas grises. Se parecen a las salpicaduras de lodo...

— ¡La enfermedad puede, en el comienzo, tornarse también perceptible en otros lugares!, interrumpió Bitur a su alumno. Este señaló con la cabeza, concordando, y continuó:

— Como en cada enfermedad física, las enfermedades aní­micas producen desagradables y dolorosas reacciones. Las man-68

chas grises que parecen moverse causan en el alma, muchas veces dolores insoportables, pues arden y dan comezón. El cuerpo físico unido a esa alma enferma tendrá que sufrir tormentosos estados de miedo... ¿Cómo podrá entonces ser sanado tal enfermo?... ¡A través de él mismo!, dijo el alumno con firmeza.

— Sí, exclusivamente por él mismo. ¡El enfermo tendrá que dar el primer paso!, confirmó Bitur. En lo que se refiere al sacerdote, hay aún una posibilidad de cura. El está arrepentido y reconoció su error. Ahora, ante él existe el trabajo de destruir las estatuas y aclarar a las personas que fueron inducidas al error a través de ese culto. Al lograr eso, la dolorosa enfermedad de manchas en el alma desaparecerá, y así acabarán también los estados de miedo. Dentro de algunos días ese sacerdote torturado por el miedo y remordimiento volverá con un grupo de mercaderes al lugar donde comenzó ese culto. Tendrá dificultades. De nosotros poca ayuda recibió. Apenas pude darle un extracto de hierbas que actúa como calmante, liberándolo por lo menos temporalmente de sus angustias.

La enseñanza de Bitur se diferenciaba mucho de la enseñanza suministrada por otros médicos a sus alumnos. Bitur se dedicaba ya hace algún tiempo, enteramente a las enfermedades anímicas, a sus causas y sus efectos sobre el cuerpo terrenal.

— ¿Y si el sacerdote, que ya es de edad, no pudiese convencer a todos de su error, de modo que ellos continúen adorando estatuas?, preguntó uno de los alumnos nuevos, un poco sin gracia por volver una vez más al caso del sacerdote.

— Una vez que se haya arrepentido, se le dará con certeza, en una vida terrenal posterior, la oportunidad de advertir a las personas contra la idolatría, previniéndolas. ¡De esa manera podrá entonces purificar su alma de la enfermedad adherida en ella! Pero también tendrá que reconocer, pues el arrepentimiento sola­mente no basta en ese caso.

— ¿Qué sucederá con el hombre que mató a otro en una riña? ¡Su alma, por cierto, quedó marcada, pues él no tenía el derecho de matar al otro!

— No, el derecho no tenía. El golpeó ciego de rabia..., y ahora vaga por las montañas, atormentado por el arrepentimiento. Después de esas palabras, Bitur miró indeciso a sus alumnos.

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¿Será que ellos ya estarían suficientemente aptos para poder comprender el esclarecimiento que ahora tendría que darles?

— ¡El delito de ese hombre es casi insignificante, en com­paración con el del sacerdote!, dijo Bitur, mirando de forma escudriñadora a sus oyentes. No habiendo ninguna interrupción, continuó.

Cierto, el peleador también contrajo una herida anímica. Se puede ver perfectamente en la nuca. Esa herida, sin embargo, luego cicatrizará. Pues tenemos que considerar que no mató al otro premeditadamente, pero sí por un momentáneo impulso de ira. Con eso la culpa con que se sobrecargó será disminuida bastante. No obstante, tendrá que pagar por su acto. ¿Cómo sucederá esto? Les dejo la respuesta a ustedes.

— ¡El asesinado se conservará en las proximidades de su matador, acusándolo!

— ¡El remordimiento amargará su vida! — ¡Él se machucará a través de una caída, o alguien lo herirá

de alguna manera! Bitur escuchaba serenamente las diferentes respuestas. — En mi opinión, dijo después de una pausa más prolongada,

de alguna forma él se machucará gravemente en esa vida. Pero es posible también que el rescate de la culpa ocurra en una próxima vida terrena.

Yo sé, continuó él, deseáis oír ahora algo sobre la bella joven chanchán, que da una impresión tan triste y deprimente. Sus padres emprendieron un largo viaje en la esperanza de que nos fuese posible libertarla de la sombra funesta que aparentemente se extiende sobre ella.

Físicamente la joven nada tiene. Ella también no siente dolores en ninguna parte. De acuerdo con las informaciones de su madre, era una niña alegre y feliz. Pero, cuando pasó de la edad infantil alcanzando la adolescencia, su carácter cambió. Tuvo inexplicables crisis de melancolía, riendo solamente raras veces. Es muy buena y les cuenta historias a los niños que siempre la rodean. Historias de animales y de espíritus de la naturaleza.

Mientras hablaba, Bitur andaba por el recinto, de un lado a otro, con la cabeza baja. Sentía, virtualmente, como sus alumnos 70

se esforzaban en espíritu para investigar las causas de esa extraña enfermedad.

— ¡La joven está herida!, empezó él, cuando nadie hablaba una palabra siquiera. Herida anímicamente. La herida proviene de una vida anterior, no obstante, no cicatriza. Sabéis que el alma no muere ni fenece, como acontece con nuestros cuerpos terre­nales. Ella permanece la misma. En un nuevo nacimiento se une estrechamente al cuerpo terrenal, tan luego tuviese alcanzado una determinada edad. No importando en que estado ella se encuentre. Bueno o malo. Un día, sin embargo, solamente después de alcanzar la adolescencia, todo cuanto estuviere dentro del alma será traído forzosamente, a la luz del día. Tanto lo bello como lo feo se volverán, de alguna manera perceptibles.

— ¿Quién podría haberle causado esa herida a la joven?, preguntó uno de los alumnos pensativamente ¿Y porqué ella no sana?

— ¿Y que podemos hacer si un otro provocó esa herida, no siendo ella misma quién la contrajo a través de una culpa?

— ¡Ni sabemos como surgió esa herida!... Y así continuaba. Bitur esperó pacientemente hasta que todos

se calmasen, después dijo simplemente, que la herida fue provo­cada por "palabras". Palabras son peligrosas, pudiendo herir más que cualquier arma... Como nadie replicase, probablemente debido a la sorpresa de esa afirmación, explicando, él agregó que la joven no podía olvidar las palabras que otrora la habían herido y por eso la herida no pudo sanar.

De esa vez fue diferente. Los médicos forasteros entendieron de inmediato a Bitur, cuando habló que las palabras eran peligrosas y que pueden herir. Los incas miraban pensativos hacia adelante... Palabras que herían ellos no conocían. Solamente más tarde, cuando conocieron más de cerca miembros de otros pueblos, comprendieron las explicaciones de Bitur.

— La joven será curada aquí. La cicatriz que permanece, naturalmente no sobrecargará más el estado anímico de ella.

— Pero..., Bitur rehusó con un movimiento de mano la objeción que uno de los alumnos quería hacer, y continuó ha­blando.

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Magnetismo Terapéutico — Yo y todos vosotros que nos ocupamos con diversos

métodos de cura, tenemos que agradecerle mucho a ella. ¡Pues sin su llegada me habría pasado desapercibido un importante factor de cura: la cura a través de nuestro espíritu!

De esa vez los incas luego concordaron intuitivamente con eso, mientras los otros permanecían silenciosos.

— ¡Somos seres humanos con fuerza espiritual!, exclamó el guardador de remedios.

— ¡Cierto! ¡Pero déjame continuar explicando!, dijo Bitur. La fuerza depositada por el Creador en nuestros espíritus es tan fuerte y luminosa, que traspasa nuestras almas y envuelve nuestros cuerpos con un halo de colores luminosos. Ese halo espiritual* brilla en colores bonitos y puros apenas en aquellas personas que se encuentran al lado de la luz de la vida. En todos los otros seres humanos esos halos no brillan. ¡Por el contrario! Son impuros, como si hubiesen sido manchados.

Ahora también los médicos forasteros comprendieron. No solamente los seres humanos estaban circundados por el halo luminoso. Todo lo que era vivo estaba envuelto por él.

— También los espíritus de la naturaleza, los habitantes de las montañas, de las florestas, de los mares, brillan. Tampoco los animales son excluidos de eso.

Bitur dejó a los alumnos tiempo para que pensasen y pudiesen cambiar entre sí sus opiniones, exigiendo después nuevamente la atención de ellos.

— Todos vosotros ya observaron como los rayos solares traspasan la neblina matinal. Ese proceso tiene algo de similar con la fuerza espiritual que nos traspasa integralmente. Ella también emite rayos. Rayos multicolores. Y esos rayos contienen en sí, entre otras propiedades, también fuerza curativa. Podemos denominarla "fuerza espiritual curativa"** y, consecuentemente, también podemos curar.

A seguir Bitur explicó que no todas las enfermedades aními-

* Aura. ** Magnetismo terapéutico. 72

cas podrían ser curadas. Y que no le era concedido a cualquiera aplicar esa fuerza eficientemente. Una persona tendría que ser especialmente capacitada para tanto y, además de eso, poseer un cuerpo totalmente sano.

— Una verdadera obra de arte sólo puede ser creada por alguien que tenga desarrollado en sí la capacidad para eso. ¡Capacidad y amor! Así es con cualquier profesión que exija del ejecutante una especial dedicación.

— Cura a través del halo espiritual. ¡Eso me es comprensible!, dijo uno de los médicos forasteros. Sin embargo, ¿cómo puede ser curada una herida que no se ve?

— Por eso solamente una persona escogida para tanto puede realizar tales curas. Escogido quiere decir en este caso, que esa persona posee las capacidades necesarias..., ¡para reconocer el mal! ¿Deseáis saber cómo se hace esto? Bitur sonrió cuando vio a su alrededor los rostros ávidos por conocimientos.

Consideremos la joven chanchán, continuó. Ayer hablé con ella. Me contó, entonces, que estaba con nostalgias de su hogar y que frecuentemente sentía un dolor en la región del corazón. Permanecí delante de ella por algunos minutos, no más que eso. Durante ese corto tiempo sentí nítidamente como si flechas luminosas partiesen de mí, penetrando en el pecho de ella. Benéficamente. Curando. La fuerza espiritual cerró la herida que ha mucho la atormentaba.

¡La cura, sin embargo, también puede ocurrir de otra manera!, dijo Bitur, pensativamente, después de algún tiempo. En personas capacitadas la fuerza curadora puede concentrarse tan fuertemente en las manos, que el tocar de la mano es suficiente para traer alivio a los que sufren. Cuando nadie más tenía algo que impugnar, él continuó:

En el fondo existe poca diferencia entre la cura anímica de la joven chanchán y la cura de una herida corporal. No debemos olvidar que la misma fuerza curadora también se encuentra en las plantas, con las cuales curamos enfermedades comunes. Debemos, apenas, aprender a utilizar bien esa fuerza.

— ¡El nuevo bálsamo ayudó al joven que durante meses sufría de dolores de cabeza!, dijo uno de los conservadores de remedios. El no siente nada más. Eso ciertamente significa que los dolores no fueron causados por ninguna culpa del alma.

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— Esto no se puede comprobar así, sin más ni menos. Los dolores, no obstante, pueden haber sido provocados por una en­fermedad anímica. En ese caso, ellas volverán a repetirse después de un cierto tiempo ¿Le preguntaste al hombre desde cuándo sufría de dolores de cabeza?, preguntó Bitur enseguida.

— Ciertamente hice eso. El hombre fue alcanzado por una avalancha de nieve y permaneció tendido inconsciente. Cuando volvió nuevamente en sí, pudo libertarse rápidamente. De cual­quier forma en ese entretiempo, se pasaron horas. Se pudo verificar esto por la posición del Sol... Supongo que el frío de la nieve le afectó la cabeza.

— ¿Qué es lo que condujo al hombre hacia allá?, preguntó uno de los alumnos. Pues todos, y probablemente también él, conocen los lugares peligrosos de las montañas.

— ¡El deseaba escalar la cumbre de la montaña!, respondió el guardador de remedios. Según la leyenda un niño de su pueblo, de descendencia real, fue sepultado en una caverna allá en el alto. El suponía que eso estaba vinculado a algún culto, he aquí el porqué deseaba encontrar la caverna y el cadáver.

— ¡El hombre probablemente procuró su propio cadáver!, dijo sonriendo uno de los médicos de afuera.

Bitur concordó con él, añadiendo, todavía, algunas explica­ciones.

— ¡Podemos auxiliar también una persona cargada de culpas, cuando ella misma colabora! Esto es, cuando se libra del mal que le imprime un cuño feo a su alma y el cual vuelve su cuerpo vulnerable a enfermedades.

— ¡Los síntomas de las enfermedades anímicas son fácil­mente reconocibles!, dijo uno de los médicos de afuera, que hasta ahora no se había manifestado. Opresión, miedo y des­contentamiento son síntomas infalibles. Vosotros, incas, tenéis pocas experiencias, todavía, con eses tipos de enfermedades. El forastero silenció, un poco avergonzado, después de esas palabras. El viniera para aprender y no para vanagloriarse de sus conocimientos.

— ¡Hablaste con acierto!, dijo Bitur. Una persona cargada de culpas tiene que colaborar, ella misma, para que podamos proporcionarle alivio... 74

Después de las conclusiones de Bitur, un otro médico inca continuó la lección.

— ¡Quién quisiese curar una enfermedad, tiene que observar la persona integralmente!, comenzó con voz serena. Es importante escrutar sus hábitos de vida y su religión. Solamente ese conoci­miento, muchas veces, ya nos ofrece una imagen de su estado anímico y de las causas de sus sufrimientos físicos. Enfermedades puramente físicas podemos constatar por el color de la piel, de las uñas y de los labios. ¡Y en los ojos!... Los ojos son para nosotros de suma importancia para un diagnóstico seguro, tanto física como anímicamente.

Después de esas palabras el médico se dirigió a uno de los alumnos más antiguos, convidándolo a hablar. Una invitación, a la cual éste luego aceptó con alegría.

— ¡Ningún ser humano es igual a otro!, comenzó él. Cada uno tiene que pasar por muchas transformaciones. No solamente eso. A cada uno de nosotros nos son proporcionadas muchas vivencias que influyen en nuestro bienestar físico y anímico, pudiendo esas vivencias ser hasta decisivas y orientadoras. ¡Pero esto solamente sucede cuando sabemos interpretar correctamente nuestras vivencias!

Bitur observó con visible orgullo a su alumno. — ¡Tus palabras contienen una gran sabiduría!, dijo después,

elogiando. ¡Continúa! El alumno, sin embargo, hizo una pausa tan prolongada,

que en ese intermedio uno de los médicos de afuera solicitó la palabra.

El Efecto Protector del Aura

— Quiero volver más una vez a las "irradiaciones del halo" que emanan de nuestros cuerpos. De otro modo, a los halos de personas pronunciadamente perversas. ¿Pueden ellas de algún modo perjudicarnos?

Bitur, a quien le era dirigida la pregunta, bajó la cabeza pensativamente. Se recordó de algunas personas del pueblo de los Halcones. La presencia de ellas no tuvo un efecto benéfico sobre

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él. Se volviera impaciente, quedara con dolor de cabeza y se sintiera agotado. Síntomas que nunca antes constatara en sí.

— Seres humanos con halos sucios deben ser considerados enfermos. Sus almas son contaminadas por males, pudiendo trans­mitirlos a criaturas más débiles. Por ejemplo: conocéis la historia del infeliz pueblo de los Halcones. Algunas personas con halos sucios, me refiero al sacerdote viciado en alucinógenos, que llegó en compañía de otros, causaron toda la desgracia. El sacerdote transmitió a otros los gérmenes de enfermedades anímicas, en él adheridos.

El pueblo de los Halcones podría haberse protegido de eso, caso sus propios halos fuesen puros y luminosos. Pero este no fue el caso. Halos luminosos encierran una fuerza de defensa tan fuerte, que alejan de sí todo lo que es impuro... Lo mejor es evitar personas con halos sucios. No son difíciles de reconocer, pues traen consigo inquietud y descontento. ¡En fin, perturban la armonía!

El médico agradeció a Bitur por las explicaciones que se relacionaban enteramente con sus experiencias de hasta entonces. Bitur miró al alumno que antes hablara tan sabiamente y le preguntó si aún deseaba decir algo. Éste señaló afirmativamente con la cabeza, preguntando enseguida:

— ¿Cuál es la parte más vulnerable de nuestro cuerpo? — ¡El corazón!, exclamaron algunos alumnos casi simultá­

neamente. Otros opinaron que era el estómago, pues en la región estomacal se situaba el punto donde el alma y el cuerpo se tocaban...

Bitur escuchó serenamente las diferentes opiniones, esperando hasta que todos las hubiesen manifestado. Llegado el momento, dijo que, según su opinión, el cerebro era el lugar más vulnerable.

— ¿El cerebro?, preguntó alguien, sorprendido. Todos los demás silenciaron, escuchando su intuición. La intuición era infalible. ¿Cómo reaccionaría la intuición de ellos ante la afirma­ción de Bitur?

— ¡Tienes razón, sabio Bitur!, dijo uno de los médicos. Nuestro cerebro es el punto más vulnerable. Tus alumnos, quiero decir los alumnos que pertenecen a tu pueblo, no conocen sufi­cientemente la maldad que reina entre los seres humanos de otros pueblos. Por eso no comprendieron tu afirmación. 76

Y así aconteció. Ninguno comprendió, aunque su intuición les indicaba que Bitur tenía razón. De pronto, el conservador de remedios exclamó:

— ¡Naturalmente, Bitur tiene razón! ¡El cerebro forma nues­tros pensamientos! ¡Ellos van y vuelven, pudiendo ser buenos o malos! Yo conocí a la mujer de un cazador runa... Hace poco ella estuvo entre nosotros... Sí, su cabeza y todo su cuerpo, parecía moverse en medio de una nube invisible en la Tierra..., una nube que consistía en una irreconocible forma nebulosa de especie humana y animal..., obscureciéndole cualquier visión... La mujer sufría mucho con la falta de aire y tenía fuertes dolores en las rodillas. A veces ella pensaba que quedaría asfixiada...

El orador silenció, sin gracia, por haber hablado tanto. — ¿De qué manera auxiliaste la mujer que procuró tu ayuda?,

preguntó Bitur. — Le di remedios sedativos y un ungüento para sus rodillas...

Contra las nubes que salían de su cerebro, envolviéndola, yo no tenía ningún medicamento... Sólo ahora comprendo como tenías razón cuando dijiste que el cerebro es el punto más vulnerable.

— ¡Vosotros, incas, sois realmente todo lo que se afirma a vuestro respecto!, exclamó admirado uno de los médicos foraste­ros. ¡Más sabios que todos los seres humanos que actualmente habitan la Tierra! ¡Otros jamás considerarían el cerebro como punto vulnerable! ¡Naturalmente, el cerebro, como generador de pensamientos, forma focos de muchos males que tienen que afectar el alma y el cuerpo!

— ¡Tu sabiduría no le queda debiendo nada a la nuestra!, dijo Bitur como reconocimiento. ¡Los seres humanos que se alejaron del lado de la Luz son realmente criaturas dignas de lástima! Además de los halos sucios, todavía, forman innumerables pensamientos, los cuales suben como nubes de sus cerebros...

Las escuelas de medicina de los incas no eran solamente famosas. Eran únicas. En el programa de enseñanza de esas escuelas la ciencia del espíritu y de la naturaleza estaban en primer lugar. Solamente después venían, como "ramo" de ambas ciencias, las variadas composiciones de medicamentos y los diversos mé­todos de cura, por medio de los cuales cuerpos enfermos podrían ser curados.

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Hablando de médicos incas y de su sabiduría y capacidad, entonces, no debemos olvidarnos de que en aquel tiempo, todavía, no existían las enfermedades que la así denominada civilización trajo consigo, ni los innumerables vicios. Por lo menos en los países que juntos formaban el gran Imperio Inca. Esos males solamente fueron introducidos en ese Imperio por los conquista­dores españoles. También los crímenes contra la naturaleza, toda­vía, eran desconocidos. Justamente esos crímenes causaban y causan tantos males anímicos y físicos que son imposibles de enumerar. Se puede decir, tranquilamente, que para todos los que participaron y participan en crímenes contra la naturaleza no existe ninguna remisión.

Como conclusión de este capítulo citamos la sentencia de un gran inca, que realizó curas que más parecían milagros:

"Agradecemos nuestra existencia a una Fuerza y a un Amor que todo alcanza. ¡Un Amor que nos ilumina ya desde la eternidad, nos ilumina y eleva! ¡El encierra en sí el Reino Celestial! ¡Por eso yace también en el Amor la mayor fuerza curativa que conocemos!"

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Capítulo V

Sacsahuamán — La Fortaleza Inca

Malhechores Invaden la Ciudad.

¡Sacsahuamán! Las ruinas de esa fortaleza inca han mostrado muchos enigmas a los arqueólogos y a otros científicos. Es siempre la misma cosa. Se encontraron con las gigantescas edificaciones de tiempos remotos, cuyas ruinas tienen aún un efecto grandioso, sin saber qué pensar sobre el origen de esas edificaciones...

Los bloques de piedras usados en la construcción de la fortaleza de Sacsahuamán medían cinco metros de largo por tres metros de ancho, y todos ellos fueron cortados con tal precisión que pudieron ser ensamblados sin dejar intersticios.

Y ahora las preguntas: ¿cuáles fueron los medios utilizados en el transporte de esos bloques desde la cantera hasta el lugar de trabajo? ¿Y quién los cortó con tanta perfección?

Es plenamente comprensible que los investigadores, utilizán­dose únicamente de su raciocinio, jamás descubran los enigmas del pasado. También las minas tienen aún hoy un efecto grandioso, y ante todo dan testimonio del conocimiento de la arquitectura, conocimiento que actualmente no existe.

El pequeño pueblo Inca vivía ya aproximadamente hace unos veinte años en su nueva patria, la Ciudad Dorada entre colinas y montañas, cuando la gran y colosal fortaleza fue construida.

Pero, ¿por qué? ¿Por qué motivo surgió una obra tan grande? 1 ,os incas eran pacíficos y no tenían enemigos. Además de eso, las regiones altas de los Andes eran escasamente pobladas. Por lo menos en aquella región.

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Cierto día esto se modificó. Muchas mujeres habían tenido visiones de figuras humanas, envueltas en pieles sucias, las cuales bajaban de una colina y se desvanecían en el aire, cuando eran observadas de cerca. Los guías espirituales del pueblo se mani­festaron, advirtiendo:

"¡Hay peligro inminente! ¡Vuestras mujeres, niños y animales están en peligro! ¡Protegedlos! ¡No los dejéis fuera de vuestra vista! ¡Observad la montaña de las cavernas, pues es de allá que se aproxima el peligro!"

El saber de un infortunio que se aproximaba, por más extraño que eso pueda parecer, les devolviera la calma y la confianza. Conocían ahora el motivo de su inquietud y miedo, que sentían intuitivamente hace semanas, dejándolos casi en­fermos. Los hombres colocaron centinelas para vigilar la coli­na... ¿Peligro de seres humanos? Sólo de criaturas humanas... Por parte de la naturaleza nada tenían que temer... Las visiones tenían un aspecto siniestro. Las personas que los incas conocían hasta aquella época, eran amables y de buena índole, aunque pensasen y actuasen de manera diferente, vistiéndose de la manera más colorida posible.

No demoró mucho y los incas conocieron a los malhechores. Un bando de hombres de cabellos largos, cubiertos de pieles hediondas, que entraron en la ciudad. Cargaban largas lanzas de madera, soltando gruñidos rabiosos, cuando los incas les inter­ceptaron el camino. Miraban traicioneramente alrededor, llevando después sus manos a la boca como que indicando que estuvieran hambrientos.

Los incas observaban serenamente y sin cualquier miedo a esas criaturas, que difícilmente aún podían ser denominadas de seres humanos. El bando permaneció inquieto, mientras nada sucedía del lado de los incas. Con ademanes amenazadores le­vantaban las lanzas hacia el aire, sin embargo, evitando, hasta atemorizados, la mirada de los incas.

Algunos jóvenes incas trajeron sacos de cuero con patatas, harina de maíz y cascaras de cacao, colocándolos en el suelo, al lado de los invasores. Estos no daban la más mínima señal de que cogerían los víveres, por el contrario, apenas miraban des­contentos a las provisiones.

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En ese intermedio, los mercaderes, que en el momento se encontraban en la ciudad, se reunieron alrededor de los incas. Ninguno de ellos jamás viera esas criaturas degeneradas. Urgía expulsarlas. Pues parecía que hasta se juzgaban importantes en virtud de estar siendo observadas por tantos hombres. Los mer­caderes quedaron impacientes al notar que los incas nada hacían para expulsar esa escoria humana fuera de su limpia y bella ciudad; por eso dos de ellos buscaron sus arcos y flechas, disparándolas por encima de las cabezas felposas. Era el único lenguaje que parecían comprender. Cogieron los sacos y corrieron lo más de prisa posible, por el camino que conducía hacia las montañas de las cavernas.

Al día siguiente llegó un bando de mujeres a la ciudad, cuyo aspecto era aún más degenerado que el de los hombres del día anterior. Atrevidas y sin miedo atravesaban plazas y calles, ob­servando atentamente y de modo codicioso a los niños que jugaban.

— ¡No dejéis vuestros niños fuera del alcance de la vista!, advertían los sabios. Se percibe como su codicia envuelve a nuestros niños.

Las madres no habrían necesitado de tal advertencia. Ninguno de sus hijos jugaba o quedaba sin vigilancia. Esa medida oprimía a los niños mayores, acostumbrados a visitar diariamente sus queridos y blancos "animales lanudos" en los pastizales.

La vida en la bella Ciudad de Oro se tomara un suplicio. Los ladrones llegaban de noche y robaban a los mercaderes que siempre mantenían muchas mercancías en sus tiendas armadas en las afueras de la ciudad. Ellos saquearon también, diversas veces, los dos almacenes de los incas, ensuciando los tejidos de lana y otras mercancías que no les interesaban.

Las mujeres, que siempre aparecían en la ciudad, eran expul­sadas. No obstante, siempre regresaban de nuevo, en grupos de dos o tres, escondiéndose cuando posible, atrás de los abundantes arbustos plantados por los incas. Cierta vez casi consiguieron atrapar dos niñas que atemorizadas corrían atrás de sus animales de monta, a fin de traerlos de vuelta, para que ningún mal les sucediera...

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Los Sabios Piden Auxilio. Fueron también los animales que hicieron con que los incas

implorasen por el auxilio de la gran Señora de la Tierra, Olija. Para sí mismos ellos jamás habrían pedido protección y ayuda. Eran seres humanos y podían protegerse. Sin embargo, los mansos animales en los pastizales estaban sin protección y expuestos a los malhechores. Los guardias observaron pavorosos, como en intervalos de pocos días, hordas de esos espantajos venían a los pastizales golpeando con clavas los animales, y descuartizándolos antes mismo de estar realmente muertos y enseguida desaparecían con su presa.

Solamente Olija podría enviarles ayuda... Los incas apenas en casos de extrema emergencia solicitaban auxilio... Y ahora surgía el caso de emergencia. Tenían que actuar... Con esa fina­lidad se reunieron todos los sabios, hombres y mujeres, en la edificación mayor, denominada como "casa del consejo". En esta "casa del consejo" se tomaban decisiones referentes al bienestar espiritual, así como terrenal, del pueblo.

El mayor compartimiento de esa edificación era una sala redonda, cuyo piso era cubierto con blandas alfombras de pieles. Las paredes de piedra, con excepción de una estrella de cinco puntas, nada más poseían.

Los sabios se acomodaron en círculo sobre las blandas pieles, permaneciendo sentados durante algunos minutos con la cabeza baja y apoyada entre las manos. En seguida uno de los sabios colocó en la boca una especie de ocarina de oro, y a seguir vibraron por el espacio sonidos que parecían lamentos pidiendo auxilio; esos lamentos al mismo tiempo sonaban de modo delicado y melodioso traspasando el recinto.

Después de un corto tiempo el sabio colocó la ocarina a su lado, en el suelo, y enseguida todos comenzaron a cantar en voz baja. Era apenas un canto monótono, en el cual vibraba un pedido de socorro el cual traspasaba la pesada atmósfera terrena, siendo llevado adelante por los espíritus del aire, hasta la Señora de la Tierra. Los sabios reunidos cantaron aproximadamente durante diez minutos, no más que eso. Después permanecieron en silencio, al mismo tiempo que aspiraban profundamente, agradecidos y 82

felices. Las mujeres lloraban, y se veía que también los hombres estaban prestos a derramar lágrimas.

El pedido de socorro fue escuchado. La respuesta que volvió fue recibida por sus almas y decía:

"¡El auxilio se aproxima! ¡Vigilen y aguarden!" En el mismo día los sabios transmitieron la noticia a todos.

Naturalmente apenas a los incas. Estos actuaban exactamente como les fue aconsejado. Fortalecían sus guardias y esperaban.

Sin embargo, los mercaderes y otros visitantes que frecuen­taban la escuela de lengua y medicina quedaron impacientes, una vez que no podían moverse libremente. Los más irritados eran los mercaderes. Exigían protección de los incas y, si esa no viniese luego, se marcharían para nunca más regresar. San solicitó a los más irritados que tuviesen paciencia, afirmándoles que el auxilio no dejaría de venir. Las palabras de él tuvieron un efecto apaciguador. Con todo, cuando los mercaderes nuevamente se encontraron solos, se preguntaban de donde podrían esperar un auxilio...

— Esas hordas inmundas hace tiempo habían percibido que los incas no poseían armas.

— ¡Ellos esperan nuestro auxilio!, exclamó de pronto uno de ellos. Naturalmente, el auxilio solamente puede surgir de nosotros. ¡Estamos bien equipados de armas..., y podemos con ellas expulsar fácilmente esa escoria de sus cuevas librando la Tierra de ellos!

— ¡Tal vez esperen realmente, auxilio de nosotros!, dijo otro ansiosamente. No obstante, no comprendo al pueblo Inca.

— Conmigo sucede la misma cosa. ¡Ellos prosiguen calma­damente en sus trabajos, cuidan de los enfermos y enseñan en las escuelas, sin embargo, deben saber que en cualquier momento pueden ser asaltados y asesinados! ¡Además de eso, nadie nos solicitó auxilio!

— Eso es verdad. ¡Aún así, nosotros los auxiliaremos!, dijo uno de los mercaderes, un hombre alto y fuerte. Y así aconteció.

— ¡Tengo la sensación de que ellos esperan algo!, dijo Tatoom. ¡Sí, están aguardando algo!, dijo, como si hablase consigo mismo.

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El padre de Tatoom era mercader. Venía de una localidad costera, trayendo generalmente sal, algas marinas, y a veces también perlas. Cambiaba sus mercaderías por oro, pues a las mujeres de su pueblo les gustaban mucho los adornos. Era un hombre bueno y pacífico y sabía que su hijo Tatoom tal vez tuviese razón. Entretanto, era para él un enigma, lo que los incas podrían estar esperando... No, él tenía la misma opinión que los otros. Deberían ayudar.

Ya al día siguiente, y antes del amanecer, aproximadamente unos treinta hombres armados de arcos, flechas y mazas siguieron el camino que conducía a la montaña de las cavernas. Se aproxi­maron cautelosamente, observando durante algún tiempo las en­tradas de las cavernas. No se veía nadie. Los malhechores parecían aún estar durmiendo. Esa suposición, sin embargo, estaba equivo­cada. Pues cuando algunos se aproximaron a una de las entradas mayores, fueron recibidos por una lluvia de piedras. Con eso se decidió la lucha. Cualquier avance habría sido un suicidio, pues algunos de los jóvenes fueron acertados por piedras, sangrando mucho; también uno de ellos fue acertado por una flecha tirada de las cavernas. La flecha apenas magulló levemente su piel, no obstante, el murió con terribles dolores en el camino de vuelta. La flecha que lo atingió estaba, por lo tanto, envenenada.

Desanimados y con deseos de venganza en el corazón, vol­vieron con el muerto y los heridos para sus tiendas, a las afueras de la Ciudad de Oro.

Los plantadores que trabajaban en los campos, miraban sor­prendidos para el grupo de hombres fuertemente armados y iluminados por los rayos del Sol naciente, los cuales aparente­mente cargaban un muerto.

Dejaron enseguida su trabajo y se aproximaron de los hom­bres que conocían como mercaderes, listos para auxiliar. Al oír sobre lo que sucediera, uno de ellos llevó luego a los heridos para la ciudad, a fin de poder tratarlos en la casa de los médicos. El muerto podría ser sepultado en la mañana siguiente.

— ¡Nos gusta hacer negocios con vosotros, pero, como estáis viendo, las circunstancias nos obligan a marcharnos y nunca más volver!, dijo enfadado a Bitur un mercader de plata, mientras este trataba su herida. 84

— ¡La piedra que te atingió, se desvió por poco de tu corazón!, dijo el médico serenamente. Continúen aquí tranquila­mente, traten de vuestro comercio y sean vigilantes. ¡El auxilio no dejará de venir!

— Somos solamente personas comunes..., no tan crédulos como vosotros... ¿Pues, de dónde deberá llegar el auxilio?, dijo el herido indiferentemente.

— ¡Sería mejor para ti agradecer en vez de remusgar!, respondió Bitur, sorprendido por tanta ingratitud.

— ¿Y el muerto? ¿El también debe agradecer? — ¿El muerto? Bitur tentó recordarse del hombre. Al recordar

de quién se trataba, dijo concluyendo: — Ese hombre de cualquier forma habría muerto en ese lapso

de tiempo, pues ya había alcanzado el límite que nos indica el camino para el otro reino.

El orfebre de plata, naturalmente, nano a los demás la conversación que tuvo con Bitur.

— ¿Quién es que entiende ese pueblo?, exclamó él finalmen­te. Realmente, aguardan una ayuda, pero no de nosotros..., proba­blemente esperan por un milagro...

Las opiniones entre los mercaderes se dividieron. Hubo hasta riñas. Sin embargo, al final nadie se marchó. ¡Ahora no! Querían presenciar el milagro, si es que existiría. En el fondo, todos esperaban algo totalmente imposible, pues junto al pueblo Inca las cosas más irrealizables eran posibles.

Llega el Auxilio.

Y el milagro se realizó. Pocos meses después de la entrada ;i las cavernas, los depravados seres humanos que en ella se llojaron fueron destruidos. Ninguno escapó.

Comenzó con un vendaval que parecía soplar desde los cuatro i'antos, formando innumerables torbellinos. Después de algunas lunas — fue al anochecer — el vendaval acabó y un extraño nilencio, repleto de expectativa, se propagó en el ambiente. Incluso

pajarillos, que comúnmente a esa hora cantando en grandes bandadas alzaban el vuelo hacia sus nidos, no se dejaban ver ni oír.

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Más tarde, al anochecer, una densa neblina cubrió la ciudad, las colinas y las montañas en los alrededores, de forma tan cerrada, que las mismas se perdían de vista.

¿Neblina en ese aire seco?... También eso era algo extraor­dinario. Bandadas de murciélagos, buhos y otros animales aban­donaban en masa la región, en la cual se encontraba el monte de las cavernas. Realmente, el monte de las cavernas consistía en varias colinas bastante elevadas y rocosas, atravesadas por hen­deduras que ofrecían poso a muchos animales.

En los días que se siguieron la Tierra tembló varias veces. Esos temblores eran acompañados de estruendos y de un re­tumbar, como si una avalancha de piedras estuviese despeñán­dose. Sin embargo, la neblina que envolvía la región donde se localizaba la ciudad se disolvió, y bandos de pajarillos posaron chirriando en los tejados, bajo el brillo del Sol. Fue como si nada hubiera sucedido. No obstante, existía algo diferente. Una blanca y densa neblina envolvía el monte de las cavernas. Las demás montañas de menor altura que rodeaban la ciudad estaban libres.

Los incas reían, mientras los forasteros medrosamente cubrían sus cabezas cuando la Tierra temblaba. En el tumulto dos indivi­duos escucharon la voz de un viejo amigo. Era la voz del gigante Thaitani. Terminaba la aflicción de ellos. En cada casa inca se pensaba con gratitud en la señora de la Tierra, Olija, la cual les envió los gigantes. Pues Thaitani nunca venía solo. Eran siempre varios que ejecutaban un trabajo bajo la dirección de él..., que tipo de trabajo era, nadie conseguía imaginar.

— ¡Ellos mandaron a cerrar con velos de neblina la región donde trabajan!, dijo San preocupado. Hacen siempre esto cuando no desean que los seres humanos o animales se aproximen demasiado de su campo de acción.

— ¡Su irradiación de energía es comparable a la de los rayos, que pueden tener un efecto mortal!, dijo otro tan preocupado como San. La preocupación de los sabios era justificada. Pues, donde quiera que los gigantes trabajen, se forma un campo de protección magnética, el cual es soportable únicamente por pocas personas. Por ese motivo limitaban a tiempo, la zona de peligro, por intermedio de una espesa carnada de neblina. 86

— ¡Debemos de inmediato instalar guardias y advertir a todos!, exclamaron algunos jóvenes, poniéndose a correr en dife­rentes direcciones aún mientras hablaban.

Las advertencias llegaron en tiempo cierto. Pues los foraste­ros, guiados por los mercaderes, ya seguían en masa por el camino que conducía para el monte de las cavernas. Felizmente, los guardias incas alcanzaron aún antes que ellos la frontera de neblina. Sin embargo, fueron necesarias muchas explicaciones para que los curiosos comprendieran el peligro a que se exponían, si transpusiesen la frontera de neblina.

Los incas recibieron una ayuda inesperada de algunos foras­teros, cuya facultad de percepción aún permanecía tan nítida, que podían observar muchos seres de la naturaleza; sabían, por lo tanto, que la proximidad de los gigantes podría significar peligro. Entre esos seres humanos y los espíritus de la naturaleza aún no existía ninguna barrera separadora.

La alegría que sintieron al saber del "milagro" fue inmensa­mente grande para todos. Nadie había pensado en los espíritus de la naturaleza, aunque todos creían firmemente en ellos, a pesar de que no pudiesen verlos más, con excepción de algunas veces.

"¡Que ellos aniquilen la cría del demonio en sus cavernas!", era el pensamiento de todos.

— ¡No permitáis más que esas criaturas manchen la mara­villosa Tierra de Olija!, gritaban algunos, lo más alto posible, en dirección a la neblina, esperando que fuesen oídos por los gigantes.

A pesar de la comprensión demostrada por los forasteros, la paciencia de los centinelas incas fue sometida a una dura prueba. Varios forasteros deseaban avanzar hacia la región prohibida. Por pura curiosidad. Y en la esperanza de ver a los gigantes en su trabajo...

/•,'/ Atrevimiento de Tatoom.

Tendría antes que suceder un desastre, para demostrarles a Indos como podría volverse peligrosa la inobservancia de las advertencias...

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Tatoom, un hombre joven y simpático, bastante orgulloso de su gran fuerza física, se aproximó cierto día de Bitur, que en el momento hacía el servicio de guardia, y le dijo:

— ¡Sabio Bitur! Vine hasta vuestra ciudad no para hacer negocios, mas sí para aprender. Tal vez consiga tornarme parecido con vosotros, incas, si permitiereis que me quede aquí el tiempo suficiente.

Después de esas palabras iniciales el joven silenció, mirando hacia las nubes de neblina en movimiento, como que buscando algo... Bitur estaba preocupado, pues adivinaba lo que sucedería.

— ¡Quiero conquistar la benevolencia de los gigantes!, dijo Tatoom. Tal vez consiga eso, enfrentándolos valientemente. Mi gran fuerza física...

— ¡De nada ella te adelantará, en lo que dice respecto a los gigantes!, interrumpió Bitur sus consideraciones. La fuerza física sólo tiene valor cuando es aplicada con inteligencia y reflexión... ¿Por qué quieres conquistar la benevolencia de los gigantes? Estos grandes ejecutan el trabajo que les fue dado..., no comprenderían lo que tú quieres de ellos... Si realizares tu idea, nunca podrás alcanzar tu objetivo de tornarte médico. Por lo menos en la actual existencia terrena...

El padre de Tatoom, que escuchó las palabras de Bitur, observó horrorizado a su hijo, pues él conocía cuan atrevido y corajudo que era.

— Ningún ser humano es capaz de resistir a la fuerza de los gigantes. Si no desean que nos aproximemos de ellos, esto entonces tiene su motivo.

Tatoom escuchó las palabras que uno de sus amigos pronun­ció; enseguida, libertó su brazo que un otro le agarraba y, antes que los presentes se dieran cuenta de lo que estaba sucediendo, corrió por el camino que conducía hacia la neblina.

Bitur siguió al atrevido con los ojos, meneando la cabeza sin comprender; luego se alejó preocupado, ordenando a algunos guardias para que trajeran una camilla. Caso ya no estuviese muerto, Tatoom no podria haber ido lejos; y deberían rápidamente socorrerlo. Tardó, sin embargo, cerca de una hora en llegar la camilla. Mientras eso Bitur intentó comunicarse con Thaitani, pidiendo pasaje libre.

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"¡Queremos apenas buscar un ser humano necio que entró en vuestro campo de energía!", agregó él, explicando. Apenas transcurrieron algunos minutos y se escuchó un ligero tronar. Thaitani respondió, y los incas lo habían entendido. Pero sola­mente los incas, no los forasteros. Estos escucharon un trueno. Y esos truenos ya los habían escuchado con frecuencia en los últimos tiempos.

Cuando los cargadores aparecieron con la camilla, Bitur, sin perder un minuto siquiera, traspasó con ellos la establecida frontera, y desapareció en la neblina. Otros dos médicos lo acompañaron.

Los que quedaron procuraban escuchar algo, reteniendo la respiración. Pero no se escuchó un único sonido. Una tensión inquietante tomó cuenta de ellos. El padre de Tatoom se sentó, muy triste, en una piedra. Él no entendía su hijo. El peligro parecía atraerlo irresistiblemente. Y ya muchas veces por causa de ello llegara a situaciones aflictivas... Cuanta razón tenía uno de los 'Videntes de espíritus" cuando un día dijo:

"¡Tu hijo carga consigo muchos fardos de vidas terrenales anteriores! Ese lastre puede alejarlo de su meta y conducirlo a caminos errados..."

Después de algún tiempo, que les pareció a todos una eter­nidad, salieron los cargadores de la zona de neblina con la camilla. Cargaban a Tatoom, el cual estaba tendido en ella como muerto. Nadie, tampoco el padre, se atrevió a hacer una pregunta.

Tatoom fue llevado a la casa de los enfermos y colocado en el jardín interno, debajo de un árbol en flor. Era orden de Bitur. No había más nada a examinar. Esto los tres médicos lo habían hecho en el lugar donde lo encontraron. Su columna estaba fracturada en diversas partes. También sus piernas presentaban varias fracturas. Solamente su cabeza quedara intacta, como que por milagro. A pesar de las terribles heridas Tatoom no estaba muerto. Estaba inconsciente.

— ¡Cuando vuelva en sí, él verá las ramas floridas!, dijo uno de los enfermeros que conocía bien a Tatoom.

Tatoom despertó, realmente. Parecía totalmente lúcido. Su rostro se retorcía debido al sufrimiento desesperados El semblante estaba azulado, no obstante, luego reconoció a Bitur, cuando éste se sentó en un banco de piedra a su lado.

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— ¡Perdóname!, suspiró casi imperceptiblemente. Los gigan­tes nada me hicieron..., yo caí...

Bitur y los otros dos médicos analizaron todas las posibili­dades de como podrían ayudar al accidentado.

— Podemos conservarlo vivo. Es todo lo que podemos hacer. ¡Pues paralítico él quedará de cualquier forma!

"¿Tatoom paralítico?", Bitur no podía imaginar eso. En ese momento Tatoom abrió los ojos y una expresión indescriptible de miedo se reflejó en ellos. Miedo y al mismo tiempo un pedido...

Bitur comprendió el miedo y el ruego silencioso. De la boca de Tatoom surgió un murmullo. El tenía que hablar. Sí, hablar era lo más importante. Finalmente consiguió formular algunas palabras que mal podían ser comprendidas:

— Yo no quiero ofender a la Señora Olija..., cargar un lisiado..., como yo... ¡Ayúdame a transponer el Limbo!..., murmuró él con mirada suplicante.

Bitur señaló con la cabeza concordando y enjugó la frente del accidentado bañada de sudor. El aspecto azulado desapareció repentinamente del rostro de Tatoom, y algo como una sonrisa de satisfacción surgió en los ojos de él.

— ¡Viste a Thaitani y sus gigantes!, dijo Bitur al ver la sonrisa. Conscientemente ningún gigante te haría daño. ¡Sabes de eso! Sin embargo, existen pocas personas en la Tierra capaces de soportar su irradiación de efecto fulminante.

— Ayúdame..., a salir de la Tierra... Los médicos lo ayudaron. Durante algún tiempo aún podrían

haberlo mantenido con vida a través de sedantes. Pero habría sido un inútil vegetar.

Bitur se aconsejó con ellos y enseguida dejó el jardín, vol­viendo luego con un recipiente cerrado. Retiró la tapa del mismo, dirigiéndose hacia la camilla de Tatoom. Un olor agradable se expandió por el jardín, cuando retiró del recipiente un manojo de lana húmeda. Tatoom aspiró hondo, cuando Bitur comprimió la lana delicadamente contra su nariz. Más una vez, como que en sueño, abrió los ojos... Cuando el Sol bajaba, embelleciendo con su brillo rojizo-dorado las montañas y los valles, el espíritu de Tatoom se desligó de su cuerpo, y Bitur le colocó la venda sobre

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los ojos. Una venda blanca-dorada con la cual todos los incas eran sepultados.

Al día siguiente él fue enterrado en un campo fuera de la ciudad, donde ya habían sido sepultados varios forasteros. Después del entierro su padre le entregó a Bitur un saquillo de cuero.

— Aquí adentro se encuentran piedras preciosas..., rojas y verdes. Son muy bonitas y pertenecían a mi infeliz hijo... Ellas vinieron desde muy lejos... Ahora te pertenecen...

El anciano silenció, observando como Bitur admiraba con visible satisfacción a las piedras preciosas.

— ¡Librasteis a mi hijo de mil sufrimientos, y a mí y a los míos de la vergüenza!..., acrecentó él en voz baja, pero, al mismo tiempo, aguardaba.

Cuando Bitur guardó el saquillo en el bolsillo de su poncho, el anciano dio un suspiro de alivio. Pues temiera que Bitur rehusase el regalo. Tatoom fue huésped de los incas y con su desobediencia quebrantara el derecho de hospitalidad. Él no lo habría tenido a mal, si Bitur hubiese rechazado el regalo. Esto, sin embargo, significaría que de forma alguna quería recordarse de ese necio joven.

Algunos meses después, todos una vez más se acordaron de Tatoom y de su infortunio, cuando algunos niños se dieron cuenta del bloque de piedra que cubría su sepultura. Era una piedra rectangular, lapidada, en cuyos lados longitudinales estaban gra­badas líneas en zigzag.

— ¡Veis la señal de los gigantes! ¡Ellos le regalaron una piedra tan grande que diez hombres no podrían levantarla!

— Aquí tenéis la prueba que ninguno de los gigantes, cons­cientemente, hizo mal a Tatoom. ¡Existen pues, por todas partes, límites que no se deben exceder!, dijo uno de los incas, explicando, al ver la piedra.

'termina el Trabajo de los Gigantes.

Entonces llegó una mañana que se diferenciaba a todas las otras de los últimos meses. Reinaba el silencio, un silencio tan grande, que todos sostenían la respiración, escuchando. El marti-

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llar, cincelar y reventar, bien como todos los ruidos que normal­mente emanaban del campo de trabajo de los gigantes, habían cesado. Y desapareciera también la neblina que encubriera una gran área en los alrededores.

Los incas, naturalmente, sabían que los gigantes habían cons­truido un alto muro de piedras, y que la parte superior de la montaña de las cavernas no existía más. Esa montaña siempre representara un peligro. No sólo por causa de esas criaturas humanas hostiles que podían penetrar de ese lado furtivamente a la ciudad, sino también por causa de las innumerables cavernas y grietas, muchas veces tan bien cubiertas por arbustos, que frecuentemente no eran vistas de inmediato. Los incas, luego que llegaron, fueron alertados para que no pisasen en esa región peligrosa.

Los incas aguardaban. El día aclaró, se tomaba asoleado, y el aire era tan puro y límpido como siempre fue. Esto significaba que el trabajo de los gigantes terminaba y el camino hacia allá estaba libre nuevamente.

Los incas — primeramente sólo los hombres y jóvenes mayores — entraron en la región que fue delimitada por la neblina y avanzaron lentamente. Después de una corta caminata quedaron parados, atónitos, mirando el colosal complejo de piedras que se erguía más adelante, extendiéndose hacia los lados.

Casi que en devoción entraron primero en un patio rodeado por altos muros. Siguiendo las paredes extemas, había peldaños que conducían en dirección a lo alto para una planicie y también hacia abajo, para una especie de sótano. Poco a poco descubrieron recintos laterales y pozos de ventilación, ya que parte del patio estaba cubierto.

Los peldaños que conducían hacia arriba, por las paredes, terminaban en una muralla de protección larga y alta, de la cual se avistaba una amplia planicie, en parte pedregosa y en parte cubierta de tierra. En las cercanías de la muralla brotaba una vertiente que chorreaba para todos los lados. Los incas miraban como fascinados para el agua que brotaba y que, con certeza, aún no existía antes de la construcción de la fortaleza, pues sino los responsables de buscar agua ya ciertamente la habrían des­cubierto.

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"¡Un obsequio de los gigantes!,"pensaban todos en silenciosa gratitud, mientras se arrodillaban y bebían el agua con los vasos que los jóvenes siempre llevaban consigo.

La descripción de esa fortaleza inca que surgió aproximada­mente hace dos mil años es incluso incompleta. Pues es muy difícil describir esa compleja y colosal construcción en todos sus detalles, obra denominada en aquél tiempo como "Castillo de los Gigantes".

Los incas, naturalmente, planificaron luego una fiesta de agradecimiento. Aunque, antes que nada, "El Castillo" tendría que ser limpio, de tantos escombros y polvo que cubrían el suelo por todas partes. Entre los escombros se encontraban muchas piedras cortadas, de forma cuadrada, que podrían ser usadas para varias finalidades: construcción de casas, calles, estanques de baños, muros de jardines, etc.

— ¡Esas piedras, para nosotros tan necesarias, también las podemos considerar un regalo de los gigantes!, dijo San, amon­tonándolas, junto con los demás, en un lugar fuera de la fortaleza. Había, todavía, un otro regalo de los gigantes que alegró a todos de manera especial. Era una piedra alta y laminada que el propio Thaitani colocara en el centro del patio, ciertamente como una especie de piedra para el altar.

— ¡Revestiremos la piedra del altar con oro! ¡El patio es tan grande que en los días de conmemoración nos podremos reunir aquí!, dijo uno de los sabios, contemplando pensativamente la piedra. ¡Con esa construcción, mucho se modificará para noso­tros!, agregó él antes de alejarse de la piedra.

Nadie más hablaba sobre los degenerados seres humanos que se alojaron en las cavernas, donde ahora estaba la fortaleza.

Todos sabían que la montaña de las cavernas desmoronara parcialmente al primer temblor de tierra, enterrando a todos. La bella Tierra estaba libre de ellos...

Los visitantes y mercaderes que conocieron los bandos de ladrones y que también vivenciaron la misteriosa construcción de la fortaleza mal encontraron palabras para expresar su admiración. Una cosa se tornó evidente para ellos: los incas eran seres humanos que espiritualmente se encontraban muy distantes de todas las demás criaturas...

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No eran los gigantes que provocaban tanta admiración en los forasteros. ¡No! Muchos de ellos sabían, pues, que los "Grandes", desde tiempos inmemoriales, fueron llamados para auxiliar en las construcciones que iban más allá de las fuerzas humanas. Y siempre auxiliaron. No solamente a los incas, pero también a muchos otros pueblos. Eran los propios incas que despertaban la admiración de ellos durante aquel período realmente difícil. De su paciencia, calma, confianza, bien como de su inquebrantable certeza de que recibirían el auxilio. ¡Ellos tenían apenas su propia confianza, pues no poseían armas!

— ¡Jamás llegaremos a comprender ese pueblo!, dijo un miembro del pueblo Chimú, que viniera de lejos, del norte.

— ¡Nuestros antepasados deben haber tenido semejanza con el pueblo Inca, pues de aquello que puedo recordar, a través de las narraciones de los míos, ellos siempre contaron con el auxilio de los espíritus de la naturaleza!, respondió una mujer que por causa de una enfermedad en el pié se encontraba junto a los incas...

Ninguno de los forasteros sabía lo que ocurriera atrás de la cortina de neblina. Pues, desde el infortunio de Tatoom, nadie más se atreviera aproximarse a ella. Aguardaban, por eso, pacien­temente, hasta que les fuera permitido ver la misteriosa construc­ción que ahora estaba concluida. San les envió el comunicado de que el suelo de la obra estaba cubierto de polvo, de piedra y escombros, dificultando bastante el caminar.

— Tan luego terminemos los trabajos de limpieza, realizare­mos una solemnidad de agradecimiento. Cuando esto quede con­cluido, habrá llegado también vuestra vez. Por tanto, esperad con paciencia, hasta ser llamados por nosotros.

La Solemnidad de Agradecimiento.

Después de pocas semanas, los trabajos de limpieza termina­ron, y la solemnidad de agradecimiento pudo ser realizada. Los orfebres confeccionaron, en ese entre tiempo, las cintas de oro en zigzag. El signo de Thaitani y de sus gigantes era una línea en zigzag. Y también una lámina de oro para la piedra del altar. En

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el centro de la lámina grabaron una estrella de siete puntas. El signo de Viracocha. En honra de Olija plantaron en la entrada cuatro árboles de especial belleza. Con eso estaban terminados los preparativos para la solemnidad.

En el día de la fiesta los incas, mujeres y hombres, dejaron la ciudad aún antes del amanecer, con pasos ligeros y casi sin ruido, dirigiéndose al "Castillo de los Gigantes". Cuando los sabios, bajo el tañido de flautas y instrumentos de cuerdas, entraron en el patio, todo resplandecía bajo el brillo del Sol naciente. Cada uno de ellos podía sentir que Inti, el Señor del Sol, estaba alegre con las criaturas humanas y que su alegría se expresaba en un juego de colores especialmente bello.

Poco después de haber llegado, los orfebres colocaron la lámina de oro, cincelada cuidadosamente, sobre la piedra del altar debidamente preparada. Las cintas de oro dispuestas en zigzag, y en número de cuatro, fueron colocadas en las paredes también preparadas para eso. Mal consiguieron colocar las señales de los gigantes en las murallas, surgió un breve vendaval que hizo vibrar toda la fortaleza. Al mismo tiempo se escuchaba un eco que sonaba como si mil instrumentos de piedra fuesen golpeados unos contra otros.

"Son las manifestaciones de alegría de los gigantes. ¡Vieron sus signos, y se contentaron con eso!", pensaban los incas, mientras temblaban bajo las fuertes y continuas vibraciones del aire. Cuando las "manifestaciones de alegría" de los gigantes disminuyeron, los incas entraron serenamente en el patio de la fortaleza. Los que no consiguieron encontrar un lugar en el interior, ocuparon los anchos peldaños que conducían para la altiplanicie. Muchos, sin embargo, subieron los peldaños que conducían hacia el alto, contemplando con alegría en el corazón al alto y largo muro. Realmente ahora su ciudad estaba bien protegida.

Cuando los cantores, abajo, en el patio, entonaban la canción de glorificación a los grandes espíritus de la naturaleza, todos permanecieron parados y cantaron juntos, en voz baja:

"¡Olija, gran señora, escucha nuestras voces, pues amamos tu reino terreno! ¡Viracocha! ¡Poderoso señor!

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¡Tus siervos se encuentran por todas partes! En las profun­didades de la Tierra y en las alturas de las nubes, en las aguas bramantes y en el fuego crepitante. Nosotros te amamos, gran Viracocha. Cada gnomo, cada gigante y cada criaturita de las flores son nuestros hermanos y hermanas".

La melodía de esa canción, que aún tenía otras estrofas, sonaba con una extraordinaria belleza.

Los incas pasaron casi el día todo junto a la fortaleza de los gigantes. Al mismo tiempo estudiaban de que manera podrían aprovechar mejor los diversos compartimientos. Los peritos en agua contemplaban entusiasmados como ésta subía al medio del suelo de piedras y ya planificaban enseguida un acueducto sub­terráneo que abasteciese abundantemente toda la ciudad. Este plan fue puesto en práctica. Sin embargo, se pasaron muchos años hasta que el agua pudiese ser conducida hasta el centro de la ciudad, pues la construcción de acueductos de piedra era muy demorada y penosa.

En aquel mismo día los incas hicieron en la alta y amplia planicie más una descubierta. Escondidos bajo densas enredaderas encontraron montículos de piedras. Tenían varios tamaños y for­mas, pero todas eran cortadas con precisión y bien lapidadas.

— ¡Los gigantes nos prepararon las piedras para una finalidad especial!, dijo uno de los constructores, contemplando las piedras redondas, medio alargadas, dentadas y cuadrangulares.

— ¡También esas enredaderas fueron plantadas aquí con una determinada finalidad!, dijo uno de los conservadores de remedios, mostrando a Bitur las hojas carnudas de color verde obscuro y las flores amarillas. Bitur sonrió silenciosamente para sí mismo. Había visto, como si fuese una sombra, el rostro de un Rauli, lo que significaba que esa planta podría ser utilizada para fines terapéuticos. Bajo la orientación de Bitur algunos días después se preparó con esa planta un eficiente e inofensivo sedativo.

— ¿Y las piedras, con que finalidad estarían aquí arriba?, preguntaron todos los que estaban alrededor.

— ¡Aún no tenemos un calendario!, dijo de repente uno de los astrónomos, como si hubiera tenido una inspiración. ¡Esas piedras son por excelencia adecuadas para tal!

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Y él tenía razón. Los sabios y los que les sucedieron hicieron con el transcurrir del tiempo un calendario perfecto. Esto, cierta­mente, exigió tiempo. Pues en cada piedra escogida fueron gra­badas figuras y marcas que hacían referencia a fiestas religiosas y acontecimientos que se relacionaban con ocurrencias de la naturaleza. Cada piedra del calendario representaba un cierto lapso de tiempo determinado por un astrónomo. Con las piedras ya grabadas del calendario formaron primeramente un gran círculo exterior, en el cual se podía ver el transcurso del año. Pero para el pueblo Inca el círculo tenía un significado más profundo aún. Veían en él un signo de eternidad y de inmortalidad.

— ¡No existe la muerte!, enseñaban. ¡Pues todo vuelve a su origen!

El día de la inauguración fue también muy bien aprovechado en otro sentido. Los plantadores que inspeccionaban los diversos compartimientos luego reconocieron para que podrían ser utiliza­dos. Con el aire seco todos los cereales, bien como otros frutos del campo, se conservarían perfectamente. Y así sucedió que en la "fortaleza" guardaron toda clase de productos agrícolas. Al menos durante un período. Pues en el milenio siguiente, los incas construyeron centenas de silos distribuidos en diferentes regiones.

— ¡No debemos dejar nada que se estrague!, les enseñaban a todos los que frecuentaban sus escuelas. ¡Pues los frutos de la Tierra son obsequios de Olija, la señora de la Tierra, y de Inti, el señor del Sol! Y de todos sus grandes y pequeños siervos. Estos hacen con que las semillas germinen de tal manera que broten en dirección a la luz. ¡Las excelentes cosechas y toda la abundancia que tenemos, a ellos les agradecemos! El trabajo con el cual contribuimos es la menor parte...

Pocos días después de la solemnidad de agradecimiento les fue permitido a los forasteros ver la obra de los gigantes, que para ellos aún continuaba algo nebuloso.

San, personalmente, condujo hacia la fortaleza a los impa­cientes visitantes. La reacción de esos seres humanos, general­mente grotescos, sorprendió incluso a San, que ya pensaba conocerlos bien. Al primer instante contemplaron silenciosos, sí, i asi con veneración, a los gigantescos muros. Y sin pronunciar palabra alguna subieron también los peldaños para observar la

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grandiosa muralla. La visita no demoró mucho. Tenían prisa en bajar nuevamente. San no sabía que pensar. Esperaba admiración y sorpresa. Pero no ese silencio. ¿Qué sucedía con esas criaturas?

Abajo en el patio nuevamente caminaban, de un lado a otro, inspeccionando minuciosamente las paredes con los signos de oro de los gigantes, después pararon delante de la piedra del altar.

— Nosotros debemos haber cambiado mucho por no poder ver más a los grandes gigantes de las piedras... Vosotros, incas, sois sabios... ¡Nos decid como podemos cambiar esto!, exclamó uno de los hombres de edad más avanzada.

— ¡Estáis viendo la obra de ellos! ¡Y sabéis que seres humanos no serían capaces de ejecutar un trabajo como este aquí!, dijo San explicando.

Un hombre más joven señaló dos enormes piedras angulares, exclamando casi alegre:

— Me parece ver a los gigantes cuando permanezco así delante de esas piedras. Conmigo nada necesita cambiar, estoy contento de encontrar los "rastros" de ellos en algún lugar. Como, por ejemplo, en esa obra. ¡Esas murallas son para mí como rastros dejados por ellos! Yo sé, por intermedio de ellas, que los gigantes estuvieron aquí.

San sonrió con la comparación del joven, pero en el fondo él tenía razón. También los otros parecían contentos con tal interpretación. Ahora todos hablaban al mismo tiempo, tocando admirados en las piedras especialmente grandes. San salió con­tento. Entendía a los forasteros. Ellos amaban la aventura. Y, con excepción de pocos, todos aún tenían un fuerte vínculo con los espíritus de la naturaleza, por eso gustarían de encontrarse con alguno de éstos.

Pero San sabía también que, para muchos, los espíritus de la naturaleza se habían transformado en dioses inaccesibles. A pesar de cada ser humano depender de la acción de esos "inaccesibles", desde el nacimiento hasta la muerte...

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Capítulo VI

Los Niños Incas y su Educación

Los Pillis

El día en que los niños eran confiados a sus pequeños protectores, los "Pillis", era de especial importancia. Por lo menos para los padres de los respectivos niños.

Esto sucedía por vuelta del décimo mes, esto es, cuando el niño comenzaba andar. La ceremonia se realizaba de la siguiente manera: se colocaba un pequeño brasero dentro de la casa o al aire libre, dependiendo del tiempo; después, cerca del mediodía, se llenaba el brasero de brasas. Después de eso la madre iba retirando de un plato de oro semillas resinosas y aromáticas, tirándolas en las brasas. Lo mismo hacía después el padre del niño.

Tan luego el humo aromático subiese, los padres tomaban dos campanillas de oro — denominadas "campanillas de los niños" — tocándolas algunas veces en determinados intervalos. Un seguida, ocho o hasta más niños mayores comenzaban a tocar sus flautas. Era una melodía singular y monótona. La melodía de la canción del niño.

Después de esa melodía, los padres entonaban una canción, cuyo texto puede ser transmitido aproximadamente como sigue:

"¡Venid Pillis! ¡Venid, oh incansables, oh infatiga­bles, venid! ¡Venid oh saltarines, oh corredores!... ¡Venid y acoged nuestro pequeño Pilli bajo vuestros cuidados! ¡Deberá tornarse como vosotros! Transbordando de ale­gría y de placer de vivir... Nuestro pedido llega hasta vosotros en el humo aromático".

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Después de terminar la canción, los padres esparcían más una vez semillas resinosas sobre las brasas. Y tocaban nuevamente las campanas. Con eso la ceremonia estaba terminada.

Mientras eso, el niño quedaba generalmente junto a la madre, pero siempre en movimiento. Jugando, intentaba de coger el humo que subía, o tomaba granos de resina tirándolos también a las brasas, imitando a los padres. A cada movimiento hecho por el niño, tintineaban las campanillas que habían sido fijadas, de propósito, para esa ceremonia, en las mangas de su chaquetilla de lana blanca.

Los espíritus de protección de los niños que fueron llamados, siempre se hacían perceptibles de alguna forma, en señal de que recibieran el ruego de los padres, y de allí en adelante el pequeño "Pilli" podría contar con su protección.

Por ejemplo: repentinamente surgía sibilante una llamita azul del pequeño brasero, así como si alguien lo hubiese soplado... O entonces en el humo que subía se formaba un remolino colorido... Muchas veces las madres escuchaban también tocadas de gongo que parecían vibrar en el aire... De alguna forma los espíritus protectores anunciaban su presencia. Lo que contribuía bastante para tranquilizar a los padres.

Esos incansables espíritus de protección, los Pillis, no eran vistos por nadie, ni por los videntes. La única excepción eran apenas los propios niños. Hasta el final del segundo año de vida, aproximadamente, podían ver a sus acompañantes invisibles y, de ésa manera, comunicarse con ellos.

No , los espíritus protectores de los niños no pueden ser vistos por nadie en la Tierra. Diferente es con las "almas intermediarias", los 'T imos" .*

Los Cuerpos Auxiliares Las madres incas embarazadas generalmente percibían, ya

antes del nacimiento de su hijo, a otro niño, algo mayor, que constantemente permanecía en su proximidad. Sabían también que

* Cuerpo Astral.

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ese segundo niño estaba ligado a su propio hijo inseparablemente. Crecían juntos y juntos envejecían. Solamente después de la muerte ambos cuerpos se disolvían, el cuerpo terrenal y el Timos. Lo que de ellos restaba era reintegrado a la materia básica...

Las madres sabían también que durante el tiempo en que sus hijos dormían, los niños Timos permanecían en un "jardín de niños". La atracción entre ambos, sin embargo, era tan fuerte, que inmedia­tamente se volvían a ligar cuando el niño terrenal despertaba.

Si por algún motivo el niño terrenal falleciera, entonces, naturalmente, el Timos fallecía también. Pues uno no puede existir sin el otro.

Para que nunca pudiesen surgir errores, las jóvenes madres eran informadas sobre todas las conexiones que decían respecto al espíritu y al alma durante las clases espirituales. El motivo para tales esclarecimientos fue dado cierta vez por una joven mujer, que preguntó el porqué los pequeños niños no eran ligados inmediatamente a la respectiva alma y al espíritu. Ella no entendía por qué aún era necesaria un "alma intermediaria", que creciese junto con el niño terrenal y lo acompañase hasta la muerte.

Todos los incas sabían, naturalmente, que cada espíritu hu­mano necesita un cuerpo auxiliar, un alma, a través de la cual él puede continuar actuando. Y más, sabían que al morir, en la vejez, sus espíritus y almas permanecían los mismos. Continuaban a vivir aún sin el cuerpo terrenal. Terminaba apenas su ligación con la Tierra.

Había, sin embargo, frecuentemente personas que necesitaban ile esclarecimientos adicionales para una verdadera comprensión, conforme se deducía de la pregunta de la joven madre.

Uno de los sabios respondió tal pregunta de la siguiente manera:

— Nuestro cuerpo es envuelto por varias pieles. Como podemos constatar, son tres. La primera, la piel más interna, es la más delicada, pero también la más fuerte, pues proporciona a las otras dos pieles la alimentación indispensable a su existencia v a su desenvolvimiento.

Ahora podríamos preguntar: ¿por qué tres pieles? ¿No sería inficiente la capa de piel interior, una vez que es tan rica en substancias vitales?

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Cuando, después de esas palabras, el sabio hizo una pausa, todos naturalmente comprendieron lo que él quería decirles con tal comparación.

— ¡La capa de piel interior es demasiado delicada para quedar en contacto con el mundo exterior, áspero y frío!, exclamó rápidamente una joven mujer.

El sabio le dio razón a ella, pero luego continuó: — ¡Nuestros pesados cuerpos de carne terrenal son adap­

tados a la Tierra, donde nuestro espíritu debe actuar! Sin embargo, ni nuestro espíritu, por más fuerte que sea, ni nuestra alma, podrían ligarse sin un medio de transición al pesado cuerpo terrenal. Para eso son demasiado diferentes en su com­posición.

Todo lo que viene del gran Dios-Creador es perfecto. Su Voluntad se realiza en todas las regiones, tanto en las alturas, como en las profundidades... Sabemos que nuestro desenvolvi­miento espiritual debe realizarse en la Tierra, he aquí el porqué regresamos más veces hacia acá.

Nuestro espíritu, es de otra especie, aunque fuerte, nunca podría adquirir una unión directa con el cuerpo de carne terrenal. Ni al alma esto le es posible. Por ese motivo fue creado un cuerpo auxiliar, el Timos. A través de ese cuerpo auxiliar, espíritu y alma pueden unirse estrechamente con el cuerpo terrenal.

Cada niño, por ocasión de su nacimiento, ya está ligado estrechamente, a través del alma intermediaria, con el alma y el respectivo espíritu. En la infancia actúan solamente influencias anímicas que por su vez se encuentran estrechamente ligadas al mundo de la naturaleza. El espíritu solamente entra en actividad cuando el niño se torna adulto.

No obstante, el espíritu con sus diferentes cuerpos auxiliares forma una unidad. Una unidad perfecta, que les posibilita la actuación y el aprendizaje en la Tierra.

Cuando el sabio paró de hablar, una joven exclamó: — ¡El espíritu necesita entonces de varias capas, así como

nuestra piel! La capa más exterior es nuestro cuerpo carnal. Ella se asemeja a la Tierra. ¡Pues es pesada y gruesa como ella!

— ¡Así es!, respondió el sabio. ¡En parte alguna existe un vacío, pues todo lo que es creado, es perfecto! 102

Más tarde, cuando los incas entraron en contacto con otros pueblos, curando sus enfermos, algunos sabios pudieron constatar en varias de aquellas personas síntomas de terribles enfermedades en sus almas intermediarias. En principio se encontraban delante de un enigma. Como podrían, en un cuerpo perecible, ser vistos síntomas tan feos, síntomas que conforme todas las apariencias deberían originarse de una vida terrena anterior. Había allí, por ejemplo, una joven que mal saliera de la edad infantil, cuya alma intermediaria presentaba una frente hundida, así como si alguien hubiera golpeado contra ella con un objeto pesado. En el cuerpo terrenal nada de eso se notaba, pero en la frente del alma intermediaria esa herida era nítidamente visible.

Demoró algún tiempo hasta que los sabios comprendiesen que la joven debería haber sufrido esa desfiguración en una vida terrena anterior. Después de la muerte, esas señales oriundas de una culpa permanecían adheridas a su alma real.

— Por ocasión del nuevo nacimiento, esas horribles marcas se transmitieron al alma intermediaria, causando síntomas de enfermedades en el cuerpo terrenal, que los sabios, de inicio, no fueron capaces de explicar.

Las Actividades de los Niños

La laboriosidad de los padres se transmitía, naturalmente, también a los niños. Junto a los incas no se veían niños bulliciosos y jugando, pues desde pequeños se ocupaban de algo. Cada cual por sí. Los niños se dedicaban a alguna actividad tan luego estuviesen aptos para eso. Cada niño confeccionaba su propio "instrumento musical". Los primeros instrumentos eran siempre muy primitivos. Generalmente consistían en un corto pedazo de rama, de la cual extraían la pulpa. Hecho esto estiraban una cuerda por encima de la parte hueca, a veces también dos, después envolvían un extremo con un cordel, colgando la "madera aguda" en el cuello. Niños mayores ya confeccionaban instrumentos musicales más complicados. Como, por ejemplo, una especie de ocarina de barro y diversas flautas grandes.

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Las niñas construían pequeños hornos de barro; también trabajaban y pintaban la respectiva loza de barro. Tan luego podían trabajar con las brasas, hacían pequeñas tortillas de harina de maíz, ofreciéndolas orgullosas a los suyos.

El quinto año de vida era muy importante, pues cada niño recibía su nombre y el disco solar de oro, el cual todo inca usaba durante la vida entera colgado en el cuello por un cordel. En los discos solares eran grabadas señales ligadas a los respectivos nombres. Esas señales podían ser una finta, una hoja, una flor, una rama, etc. En el disco de oro del niño que recibía el nombre "Aniat", por ejemplo, era grabada una hoja en forma de corazón. En los discos solares de niños nacidos en la noche los artistas solamente grababan flores, hojas y heléchos que se desarrollaban en la noche, exhalando sus aromas...

Con cinco años de edad los propios niños ya trenzaban sus bolsas, que cargaban en sus excursiones. Nunca salían montados en sus animales sin sus bolsas. Y siempre volvían con ellas repletas. Además de las bolsas y de los vasos de oro para beber, hacían parte de sus equipamientos pequeños puñales de oro con mangos de madera y pequeños cántaros con cuello estrecho. Eran llamados de cántaros de miel.

En aquél tiempo existían en aquéllas regiones diversas espe­cies de abejas que preparaban una miel casi líquida. Todas esas abejas no tenían aguijón, de tal forma que coger miel era muy fácil para los niños.

Además de las frutas comestibles y de los brotes u hojas, los niños cogían también otras cosas en sus excursiones. Como por ejemplo: semillas, cascaras, flores, bulbos, también un tipo espe­cial de barro y mucho más aún; siendo todos ingredientes, con que los incas fabricaban sus bellas y durables tintas.

A los niños también les gustaba juntar las vainas de un árbol de cacao, que a pesar de la altitud, crecía en las florestas aún existentes en aquél tiempo. Los cuescos que se encontraban en esas vainas se alojaban en una especie de gelatina. Los niños comían con predilección esa gelatina dulce.

Quién quisiese pasar el día todo en las florestas no necesitaba llevar nada para comer, de tan rica que era la región en frutas. Habían muchas especies de frutas que hoy en día, debido a la

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devastación de las florestas, desaparecieron totalmente de la faz de la Tierra. Devastación que comenzó solamente cuando los europeos, después de la conquista, allá se instalaron...

Era característico en los niños incas, que cuando veían un árbol cargado, jamás se lanzaban sobre las frutas. Antes de coger las frutas, ellos bailaban tomados de la mano alrededor del árbol, abrazándolo y l lamando a las Tschilis*. En seguida algunos niños comenzaban a cantar... Era la canción de las Tschilis de las frutas, a quién amaban especialmente. Entonaba más o menos como sigue:

"¡Tschilis, Tschilis, mirad hacia nosotros y nos ob­sequiad vuestras frutas! ¡Son tan jugosas y tan deliciosas! ¡No dañaremos ninguna hojita de vuestro árbol, no que­braremos ninguna ramita y no olvidaremos a los innu­merables animalitos!"

Solamente cuando terminaban su canción, generalmente dos niños subían al árbol, cogían las frutas, tirándolas hacia abajo. Los árboles estaban casi siempre tan cargados de frutas, que los niños llevaban también algunas a sus padres.

A los niños incas les gustaba cantar. En sus canciones expre­saban toda la alegría que completaba sus vidas.

Hasta su décimo segundo año de vida ellos eran totalmente ligados con la naturaleza. Sobre asuntos espirituales nadie les hablaba. Sin embargo, sus padres les enseñaban desde pequeños que seres humanos y animales poseían derechos iguales de vivir en la Tierra.

— ¡El menor de los insectos es tan importante como el mayor de los animales, les comentaban a sus hijos, ya que ambas especies fueron creadas con el mismo amor por el Dios-Creador!

Anticipándose a las preguntas de los niños, añadían de inme-diato que era permitido a los seres humanos matar tantos animales mantos necesitasen para su alimentación y vestuario. + Las Tschilis pertenecen, todavía, a la especie de haditas de las flores.

Alcanzan más o menos el tamaño de la mano y todas tienen graciosas caritas de muñecas. Tal como las haditas de las flores, poseen alítas. lisas brillan en el color verde, teniendo también la forma de las hojas.

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— Es necesario que de vez en cuando comamos carne. La riqueza animal en la Tierra es tan grande, que a simple vista pasa desapercibido si tomamos algunos de ellos.

A los niños les gustaría vivir solamente de frutas, tortillas y miel... Pero la confianza en los adultos era tan inquebrantable, que de pronto aceptaban como verdadero todo lo que les decían y hacían. Por eso comían carne sin resistencia. Generalmente sus padres les ofrecían una porción de carne de aves.

La Selección del Oficio

Después del décimo segundo año de vida, los niños tenían que decidir a que trabajo querían dedicarse. En la mayoría de los casos ya habían escogido. Los indecisos eran probados en sus capacidades y confiados posteriormente al profesor más indicado para el caso.

Todos los niños tenían que aprender un oficio. No en las escuelas. Para tal finalidad iniciaban el aprendizaje con hombres que ejercían la profesión por ellos escogidas. Por ejemplo: quién deseaba convertirse en orfebre, tendría que aprender, por tanto, con un orfebre. El que se interesaba en trabajar como albañil y constructor, aprendía con un maestro de obras. Lo mismo era con relación a la agricultura. Quién quisiese dedicarse a ella se convertía en aprendiz de un agricultor.

Las niñas, en aquel tiempo, aprendían todo lo que necesitaban a través de sus madres. Formaba parte de eso también el "quipu". Esa palabra significa "dar nudos", o también "escritos de nudos". En una vara delgada colgaban hilos de lana coloridos, de diversos tamaños, en los cuales eran hechos los nudos, conforme el texto.

Dos nudos amarillos representaban el maíz. Un nudo blanco la sal. Tres nudos castaños a una determinada especie de tierra utilizada para teñir. Los incas, entre ellos, utilizaban poco la escritura de nudos. Todos ellos poseían una extraordinaria memo­ria, de tal forma que usaban mensajeros que retransmitían verbal-mente sus mensajes.

Debido a la unión con otros pueblos eso se modificó. La escritura con nudos prestaba grandes servicios. A través de ella

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eran enviados los mensajes de un lugar a otro, y efectuadas las solicitudes... Ya que la escritura quipu era también conocida por otros pueblos.

Con el transcurrir de los siglos fueron fundadas muchas escuelas. En el propio Reino Inca y posteriormente en todas las ciudades de los pueblos que formaban una "unión" con los incas. En parte alguna había una enseñanza unilateral. El equilibrio entre el espíritu y el cuerpo era siempre observado. Niños y niñas quedaban separados durante el aprendizaje. Esto ya era condicio­nado por la propia instrucción. Ya que las niñas apenas se ocupaban en actividades eminentemente femeninas, al contrario los niños se interesaban por actividades correspondientes a su especie masculina. Una mezcla, como hoy en día, habría sido imposible en aquellos tiempos, ya que los seres humanos aún eran completamente diferentes.

Los métodos de instrucción de los incas fueron, con el tiempo, mejorados cada vez más y adaptados al progreso general.

Las niñas, por ejemplo, después del décimo segundo año, no recibían más la enseñanza a través de sus madres, pero sí a través de profesoras escogidas. Generalmente eran mujeres sabias. Con eso se estableció algo totalmente nuevo. Pues las niñas no fre­cuentaban la escuela solamente por algunas horas, ellas eran separadas completamente de sus padres por algunos años, ya que debían mudarse a casas construidas para tales fines.

Esas separaciones eran ventajosas para ambos lados. Tanto para los padres, bien como para las hijas. Podían, naturalmente, visitarse mutuamente. Para las jóvenes no había peligro de sepa­rarse de los padres, y poder aprender algo malo una vez que simplemente no existía nada de malo entre ellas.

¡También más tarde fueron construidas para los niños ese tipo de escuela, donde podían aprender bastante, sin embargo, no todo! Un niño, por ejemplo, que deséase convertirse en médico o conservador de remedios, tendría que vivir en t iempo integral en los "hospitales" o en "casas de depósitos de medicamentos", aprendiendo en el propio local.

Instrucción espiritual todos los jóvenes recibían en las res­pectivas escuelas, sin embargo, solamente cuando pasaban el décimo octavo año de vida. Los sabios responsables por eso

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observaron que los jóvenes, antes de esa edad, aún vivían inten­samente dentro del mundo de la naturaleza para poder concentrarse como deberían en asuntos más elevados. Cuando los incas cons­truyeron sus templos, la enseñanza espiritual era suministrada en los propios templos. Los que tenían vocación para el sacerdocio entraban aún como aprendices en la escuela de los sabios.

Las casas de las jóvenes eran denominadas, inicialmente, de "casas de la juventud y del trabajo". Poco a poco surgieron otras denominaciones. Más tarde, cuando los incas veneraban en los templos al gran Dios-Creador, las jóvenes de esas casas que tenían más edad, pasaron también a ejecutar el servicio en el templo. Al servicio en el templo pertenecían también todos los servicios de limpieza. Todas ellas, sin excepción, se sometían con alegría a esos trabajos, los cuales eran necesarios para que los templos nada perdiesen de su brillo.

Esas mismas jóvenes vestían, para las solemnidades en los templos, largos vestidos blancos bordados con hilos de oro, y llevaban coronas de oro en sus cabellos. Todo en ellas relucía. Sus ojos, su piel dorada, y sus blancos dientes cuando sonreían, cosa que hacían con frecuencia.

Un alto dignatario de los araucanos, que las observó cierta vez por ocasión de una solemnidad en el templo, las denominó a partir de ese día en adelante como "vírgenes del Sol", por causa del brillo dorado que las envolvía. A los incas no les gustó mucho esa denominación, pues con el transcurrir del tiempo, notaron, repetidas veces, como impensada y superficialmente otras perso­nas formaban opiniones, en su mayoría totalmente opuestas a la verdad.

— ¡Nosotros honramos espiritualmente sólo al gran Dios-Creador, sirviendo a Él eternamente!, le explicaron al araucano. ¡En la Tierra, el Amor del Creador llega hasta nosotros a través del Sol! ¡Él envuelve la Tierra y todo lo que en ella vive con un manto de Amor, traspasando todo y atravesando con su irradiación distancias lejanas!...

A pesar de todas las explicaciones, esa denominación se mantuvo hasta el final. La expresión "virgen del Sol", más tarde, contribuyó en mucho para que los incas fuesen presentados y descritos como adoradores del Sol...

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Los incas no conocían el amor paterno que todo tolera y que hoy en día se extiende por todas partes, teniendo un efecto tan negativo sobre los niños. Sin embargo, tampoco habían niños que se comportasen de modo exigente delante de sus padres.

— Un niño, decían los incas, necesita cuando pequeño de un amor materno cuidadoso, y al crecer, severos y justos protec­tores y preceptores. ¡Solamente así podrá desenvolverse y con­vertirse en aquello que debe ser en la Tierra: un ser humano conduciendo a otros camino a la Luz y difundiendo alegría en su alrededor!

El Origen del Ser Humano Con referencia a la enseñanza, las escuelas de medicina

constituían una excepción, pues en ellas los alumnos eran orien­tados sobre el origen del ser humano. La explicación respecto a ese importante acontecimiento era siempre transmitida por un sabio. Ella decía aproximadamente lo siguiente:

"Originalmente éramos animales. Apenas animales. Animales que se desarrollaban de tal manera que podían transformarse en animales humanos, en el t iempo determinado para eso. El desa­rrollo de esos animales demoró tanto que ser humano alguno puede imaginar.

Esos animales, al comienzo, eran deformes; la cabeza dema­siado pequeña, el cuerpo demasiado grande, y los brazos dema­siado largos. Además de eso, se movían un poco encorvados.

Es comprensible que haya transcurrido un largo tiempo hasta que se asemejasen con la forma animal a que eran destinados. Lo más difícil para ellos era mantener la posición erecta. Muchos nunca aprendieron andar erectos. Esos fallecían, y jamás regresa­ban. Una parte de ellos, sin embargo, se desarrolló tanto que espíritus pudieron encarnarse. Espíritus humanos, maravillosa­mente bellos, provenientes de grandes alturas y que ya estaban esperando para poder entrar en un cuerpo que les permitiese una existencia en la maravillosa Tierra verde... Lo que nos separa de los animales es apenas nuestro espíritu..., los cuerpos son los mismos. Cada uno conforme su especie..."

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Diversos alumnos de otros pueblos no aceptaban asumir como verdadero que el cuerpo humano fuese originalmente apenas un cuerpo animal. Sin embargo, al final, todos tenían que reconocer esto ante los hechos biológicos, los cuales no presentaban tantas diferencias.

Las enseñanzas dadas por los incas sobre el origen de los animales y su desarrollo eran muy extensos. Ellos decían:

"Las semillas para todas las formas básicas de plantas y animales, se encontraban en el óvalo incandescente del cual nació la Tierra. Solamente poco a poco se desarrollaron de cada forma básica millones de otras formas... La semilla del animal-humano fue la última en desarrollarse de la masa básica".

Así que un maestro llegaba a ese punto del relato, los alumnos tenían que decidirse a favor o contra las explicaciones sobre el surgimiento del animal-humano. Siendo la decisión contraria, no le restaba otra alternativa a no ser dejar la escuela. Pues, conforme el juzgamiento de sus maestros su capacidad de asimilación era insuficiente para poder ejercer la compleja pro­fesión de médico.

La mayoría, naturalmente, quedaba a la expectativa esperando curiosa lo que seguiría.

"La semilla de los animales-humanos se desarrollaba en los vientres de los animales. Esto es un proceso natural... En los vientres de los animales grandes. Esas madres-animales quedaban, ciertamente, bastante perplejas cuando daban a luz crías que crecían más lisas y más bonitas de lo que sucedía con sus crías en general..."

Antes que algún alumno pudiese preguntar dónde las madres, o mejor dicho, los padres de los animales-humanos permanecieron, el referido sabio decía que esa especie se extinguió cuando un determinado número — que no eran muchos — ya vivían en la Tierra y se multiplicaban...

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Capítulo VII

Fiestas Incas

La Ligazón con la Naturaleza

Los incas celebraban varias fiestas por año. Algunas eran dedicadas a los espíritus de la naturaleza y festejadas con gran alegría. No serían propiamente necesarias esas fiestas, pues todo inca amaba y respetaba desde pequeño la naturaleza y todo lo que en ella vivía.

"¡Durante el tiempo que nos es concedido en la Tierra, estamos tan unidos a la naturaleza y a todos sus seres, y también tan dependientes, como son las hojas y los frutos en relación a los árboles donde crecen! Siendo así, queremos una vez al año expresar nuestra gratitud de modo especial".

Esas palabras son de una mujer excepcionalmente sabia e inteligente y que quería dar oportunidad a los seres humanos de expresar su gratitud a la naturaleza de una manera muy especial.

Describiremos aquí cuatro de esas fiestas, las cuales los incas celebraron hasta su trágico fin. Son ellas: Fiesta de las Flores, Fiesta de la Espiga de Maíz — ésa podría ser denominada también de Fiesta de la Cosecha —, Fiesta de los Espíritus de las Vertientes, que les proporcionaban agua pura para beber, y la Ceremonia del Casamiento.

En las noches que precedían esas fiestas, muchos tenían sueños, o mejor dicho, visiones, donde veían espíritus de la naturaleza que en general les permanecían ocultos. Como, por

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ejemplo, la gran protectora de los animales "Kariki", o la igual­mente gran y maravillosa "Ninagin", la Reina de las Flores.

La Fiesta de las Flores

Los incas celebraban la Fiesta de las Flores de una manera muy especial. Hacían, literalmente, "serenatas" a las flores. Pues entonaban canciones compuestas especialmente para ese día. Las así llamadas "canciones de las flores". Los textos de ellas siempre realzaban la belleza de las flores y la alegría que su aspecto les proporcionaba a los seres humanos. El brillo de la Reina de las Flores era realzado de manera especial en esas canciones.

La Fiesta de las Flores era una fiesta para mujeres y niños. Cuando llegaba el día, ellas dejaban sus casas y paseaban en grupos por los parques, subían por las diversas colinas, entonaban sus canciones y se sentían felices. No deseaban ver las haditas. Les bastaban las flores. Las haditas de las flores estaban presentes, de lo contrario no habría, pues, flores. Además de esto, todas conocían las delicadas y pequeñas criaturitas que hacían los brotes crecer y florecer.

En ese día hacían largas excursiones, cogiendo mudas de plantas terapéuticas y otras, bien como semillas, de manera que al anochecer de ese día siempre volvían con las cestas repletas.

Las mujeres cortaban con sus puñales de oro ramas de arbustos y de ciertas especies de árboles, plantándolos en sus jardines o en otros lugares libres, y cuidando para que los arbolillos quedasen grandes y fuertes.

Los orfebres incas, que perfeccionaban su arte cada vez más en el transcurrir del tiempo, confeccionaban pequeñas obras de arte en memoria a "Ninagin", la de los cabellos de oro. Eran en general ramas con flores y hojas de oro las cuales daban de regalo en esa ocasión. Todas las viviendas incas eran adornadas por lo menos con una de esas ramas de Ninagin.

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La Fiesta de la Espiga de Maíz

La Fiesta de la Espiga de Maíz era algo especial. Muchos incas, principalmente campesinos, denominados plantadores, veían durante la época de maduración, entre las espigas de maíz, "espí­ritus" que desde épocas primordiales guardaban y cuidaban de las semillas de los cereales de toda la Tierra para los seres humanos.

Naturalmente, éstos que aparecían y desaparecían entre las plantas no eran espíritus humanos. Esto evidentemente era perci­bido por cada uno de los que conocían a esos espíritus de la naturaleza generalmente invisibles. Sus ojos poseían una lumino­sidad roja, y su adorno en la cabeza se asemejaba a una corona de espigas, la cual brillaba como plata. En su alrededor revole­teaban centellas de luz roja y plateada, semejantes a granos de cereales transparentes.

Los incas llamaban esos seres de "Japis". Su vestimenta se igualaba a la de los plantadores incas cuando preparaban la tierra para la siembra. Tenían pantalones verdes o castaños y chalecos del mismo color.

También para esa fiesta los incas componían canciones espe­ciales. Canciones en las cuales expresaban su gratitud por la alimentación que les era proporcionada por los espíritus de los cereales. No habría sido necesario un agradecimiento especial, pues también esos espíritus se sentían excesivamente obsequiados por el amor que les afluía de los incas.

La Fiesta de los Espíritus de las Vertientes

El agua, desde el principio, tuvo un significado especial para [os incas; para su espíritu y para su cuerpo. La fiesta era celebrada en la Luna llena. En las cercanías de las vertientes, riachuelos o lagos. En aquellos tiempos todas las aguas eran puras y sagradas para los incas.

La Fiesta del Agua no era celebrada en un único lugar. Los incas se dividían en grupos y caminaban guiados por un sabio, i n dirección a cualquier vertiente o local donde hubiese agua. Si una vertiente estaba situada muy distante, entonces salían de casa

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bien temprano para llegar al local exactamente al surgir la Luna llena. Esa fiesta era destinada únicamente a los adultos. Los niños no tomaban parte de ella. Permanecían en casa.

La ceremonia o fiesta dedicada a todos los espíritus del agua en la Tierra, se desarrollaba siempre de la misma manera, con apenas pequeñas diferencias.

El respectivo sabio comenzaba explicando que todo lo que vive en la Tierra, y que en ella crece, inclusive la propia Tierra, depende de la irradiación solar. Y todo lo que parece firme — a eso pertenecen también nuestros cuerpos — están constituidos en su mayor parte de agua.

Y decían aún lo siguiente: "Existen dos irradiaciones solares. Una que actúa durante el

día y la otra durante la noche. Todas las aguas y vertientes se mantienen en movimiento por la irradiación nocturna. Lo mismo se dice al respecto de todo lo demás que crece y madura en el interior de la Tierra. Como, por ejemplo, las piedras preciosas.

En la noche ocurre la irradiación solar a través de la Luna, sin embargo, apenas parcialmente. Todas las vertientes necesitan de la irradiación solar nocturna. Por eso escogemos el tiempo de la Luna llena para agradecer a todos los espíritus del agua. Nuestro agradecimiento, sin embargo, se liga siempre a un juramento referente a nuestra existencia espiritual. Por ese motivo nos dirigimos también a los poderosos en el espíritu, para que se inclinen para nosotros, aceptando nuestro juramento".

Después de ese breve discurso los sabios hacían una pausa. Durante esa pausa diez de los participantes se arrodillaban en la orilla del agua, aguardando.

"¡Agua es luz fluctuante!", recomenzaba el sabio. "Agua es la pureza vibrante y vida centelleante. ¡Agua es marea espumante, es bálsamo y fuerza!..."

Después de esas palabras los diez arrodillados en el suelo sumergían su mano derecha en el agua y mojaban sus frentes. A l hacer eso el sabio pronunciaba el siguiente juramento:

"¡Prometemos, ahora, en esta hora, que todos los pensamientos que se originen de nuestras cabezas serán limpios como esta agua!"

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Los diez que estaban arrodillados a la orilla del agua se levantaron, para dar lugar a los siguientes que también sumergie­ron sus manos en el agua y mojaron sus frentes. El sabio no repetía el juramento. El sabía que todos habían escuchado las palabras y actuarían de acuerdo a ellas.

Los grupos que peregrinaban hasta las aguas, eran constitui­dos, generalmente, de sesenta o también más participantes. Pero nunca superaban los cien.

El sabio se arrodillaba siempre por último, mojando su frente. Hecho esto, él se levantaba, elevando los brazos hacia el cielo en agradecimiento y enseguida iniciaba, al frente de todos, la cami­nata de vuelta a casa, a través de la noche clara y fría. La noche siempre era llena de ruidos indefinibles; y de todos lados se escuchaban los pájaros y otros animales que despertaban para la vida nocturna, entregándose a sus labores.

Las personas, sin embargo, seguían silenciosas su camino. Tomando cuidados especiales para no perturbar con su presencia la vida de las criaturas nocturnas.

El Ceremonial de Casamiento

No se puede hablar en "fiesta" de casamiento. Pues festivi­dades de casamiento los incas desconocían. Entre los incas apenas existían matrimonios contraídos por verdadero amor. Esto es, donde ambas personas que querían pasar su vida juntos, combi­naban espiritual, anímica y terrenalmente. Por ese motivo su unión solamente podría ser feliz.

Cuando los jóvenes estaban de acuerdo, comunicaban la decisión a sus padres. Después de eso la joven, o mejor dicho, la novia, pedía a uno de los sabios que le señalase un lugar donde debería construir su futura casa. Después, bajo la fiscalización de un constructor y con el auxilio de algunos jóvenes, el novio comenzaba a levantar su casa.

En ese intermedio, la novia preparaba las cosas para la instalación interna de la casa. Y con el auxilio de algunas jóvenes v mujeres, tejía las alfombras de las paredes, de las camas, iilmohadas y así sucesivamente. La escasa loza de cerámica que

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era necesaria, la recibía de sus padres. Y de los muebles quiénes cuidaban eran, generalmente, los padres del novio. Esos muebles consistían en dos baúles para ropas y una mesa baja. Mas todo lo que aún les faltase, los propios novios providenciarían cuando ya viviesen juntos.

La casa quedaba concluida. Sin embargo, los dos jóvenes no la ocupaban inmediatamente. Algunas veces transcurría un año o más antes de ocuparla, a fin de iniciar su vida en común. La fecha en que eso debería acontecer, era determinada solamente por los propios jóvenes.

La vida de los novios se iniciaba sin la bendición sacerdotal. Pues cada verdadero amor, decían los incas, ya trae en sí la bendición, uniendo por eso ambas personas en la más pura felicidad.

En el día que entraban a la casa, los novios encendían un fuego en un pequeño horno de barro quemado, tirando enseguida algunos granos de sal en las brasas. Luego comían juntos un pan que la novia había preparado.

Pan y sal era para los incas el símbolo de la alimentación. Esa pequeña ceremonia significaba agradecimiento. Agradeci­miento al Señor del Sol, Inti, y a la Madre de la Tierra, Olija, que siempre les proporcionaban alimentos en abundancia.

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Capítulo V I I I

Los Templos Incas

La Construcción del Primer Templo Inca

Más de doscientos años pasaron desde que los incas habían entrado al florido valle amarillo-dorado, y entonces construyeron su primer templo, denominado por ellos "Templo del Cielo".

Tomaron esa decisión cuando cada inca ya poseía su casa, y también luego que todas las demás edificaciones necesarias habían sido construidas. Como, por ejemplo, varias casas para los enfermos y sus acompañantes, posadas para los mercaderes y demás visitantes, también algunas escuelas con viviendas y así sucesivamente.

La colocación de las fundaciones y el levantamiento de las paredes no demoró mucho, pues los gigantes ejecutaban la mayor parte del trabajo. El techo y la decoración interior exigían más tiempo. Principalmente la decoración interior. Tiempo nada signi­ficaba para los incas. Ellos trabajaban calmadamente, sin prisa, y lodo lo que hacían era cuidadosamente pensado y planificado.

Transcurrieron varios años para ser concluida la decoración interior del primer templo, contentando todos. Esa decoración consistía en un gran sol de oro, en una luna llena, de varias medialunas de plata y de un cometa de oro y plata. Alrededor de la alta piedra del altar había ramas con flores de nefrita verde, engarzadas en oro y turquesas con manchas doradas. El piso era cubierto de piedras lapidadas.

Cuatro peldaños conducían a la entrada la cual no era mayor i|iie la de una casa. La puerta que se podía abrir lateralmente, era hecha del mismo material duro y impregnado como la del tejado. las puertas de los grandes templos construidos posteriormente

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por los incas en el transcurso de los siglos, en ambas ciudades, eran esculpidas en maderas y adornadas con filigranas de oro.

Las mujeres incas plantaron al lado este del templo algunos arbustos muy bonitos, cuyas flores, en forma de lirio, eran exter­namente blancas, y por dentro color rosa, las cuales exhalaban una fragancia parecida con las flores del naranjo. Además de esos arbustos había aún un gran cantero cuadrado donde crecían plantas rastreras con flores azules, denominadas "ojos de la primavera". Además el patio del templo estaba, en todo su alrededor, cubierto con placas de piedras de diferentes tamaños. Entre ellas había algunos bloques de piedra de forma pintoresca, proveídas con los signos de los gigantes.

Los incas debido a su templo no cabían en sí de tanta alegría. Solamente entraban en él con respeto y gratitud. Según su opinión los seres humanos eran las criaturas más felices del mundo.

"¡Nosotros, seres humanos, somos los receptores en este mundo maravilloso!", enseñaban los sabios. "¡Apenas con nuestro amor y respeto ofrecido a todo lo que el gran Dios-Creador creó, podemos proporcionar, por lo menos en parte, un equilibrio! Colocamos el pan y la sal en el altar como expresión de nuestro agradecimiento por la alimentación que nos es ofrecida."

Sí, los incas estaban muy felices con su templo..., sin embar­go, después de poco tiempo enfrentaban un problema que al inicio les causó grandes preocupaciones. Eran los forasteros. Los enfer­mos, los visitantes, los alumnos, los mercaderes..., todos querían participar de las solemnidades incas en el nuevo templo. Mas eso no era posible, pues el templo era destinado a los incas. A un pueblo altamente desarrollado, cuyo saber espiritual no presentaba grandes diferencias. Correspondientemente eran también las en­señanzas que recibían en ese templo.

Durante una de las reuniones de los sabios, se encontró la solución que sirvió a todos. Surgió de una mujer.

— Me recuerdo del templo destruido del pueblo de los Halcones, comenzó ella, y de las grandes columnas rumbadas en el suelo. Con la ayuda de los gigantes ese templo podría ser reconstruido, templo ese que debe haber sido muy grande. Ese templo podría transformarse en una especie de lugar de romería para todos. Para todos los pueblos y tribus vinculados a nosotros.

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Los sabios encontraron buena la solución propuesta por la mujer.

— ¡Mas no debemos olvidarnos que en el templo destruido fueron realizados terribles ceremonias de culto! ¡Por un pueblo que violó la fidelidad para con el gran Dios-Creador, mostrándose indigno de su condición de ser humano!

Eso nadie había olvidado, pues las ruinas del templo del pueblo de los Halcones eran conocidas por todos.

— ¡Preguntemos a los gigantes!, propuso uno de los presen­tes. ¡Si ellos estuvieren dispuestos a auxiliarnos en la construcción de tal templo, nosotros podremos poner en práctica esa idea, contribuyendo para que ese lugar se transforme en un local de pureza y de sabiduría!

La Reconstrucción del Templo de los Halcones

Y así sucedió. Uno de los sabios, del cual Thaitani parecía gustar especialmente, se dirigió a él, solicitando auxilio. Cuando el gigante escuchó lo que se deseaba de él y de los suyos, no se mostró muy favorable al proyecto. Eso era totalmente contrario a su disposición usual de auxiliar a los incas. El sabio entendió la posición de rechazo del gigante. Reconstruir un templo destruido...

"¡Vamos auxiliar a vosotros!", dijo después Thaitani, de modo totalmente inesperado. Después de esa respuesta afirmativa, él desapareció.

— ¡El hecho de auxiliaren en la construcción es una prueba de la confianza que ellos depositan en nosotros, incas! El sabio terminó su relato sobre la reunión que tuviera con el gigante. Todos los oyentes sabían que así era... Mas sabían también que nunca violarían tal confianza.

Los incas no perdieron tiempo. Ya al día siguiente anunciaron a los forasteros presentes en la ciudad que el Templo de los I lalcones sería reconstruido con el auxilio de los gigantes.

— ¡Las dimensiones de ese templo son tan grandes, que muchas personas cabrán en él! Deberá tomarse un lugar de romería para los miembros de todos los pueblos. Principalmente para todos los pueblos que quisieren progresar y desarrollarse espiritualmen-

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te. En él realizaremos anualmente varias solemnidades. Solemni­dades en las cuales nuestros sacerdotes y otros sabios anunciarán las leyes determinantes para nosotros, incas, desde los tiempos primordiales. Además de eso, serán dados los consejos y respon­didas las preguntas de utilidad para todos.

La mayoría de los forasteros quedaron muy contentos al oír esa noticia. Las solemnidades en el templo de los incas deberían ser algo extraordinario. Se presentaba también ahora para ellos la oportunidad de asistir a una de ellas. Inmediatamente muchos de ellos se ofrecieron para colaborar.

— ¡Conocemos el local!, decían algunos. Todo el suelo del templo destruido está cubierto de piedras quebradas y polvo. ¡Podemos auxiliar en la limpieza!

— ¡Por ahora nada podéis hacer! ¡Evitad ese lugar, donde de la destrucción deberá surgir algo nuevo! ¡Solamente cuando los gigantes estuvieren con su trabajo concluido, llegará nuestra vez! El sabio que pronunciara esas palabras se dio cuenta que algunos de los oyentes querían ir enseguida hacia las ruinas del Templo de los Halcones, por eso agregó advirtiendo:

— Otrora el joven hijo de un mercader quiso desafiar los gigantes. ¡Pasó mal! Algunos de los nuestros lo encontraron quebrado en los límites de la esfera de energía de los gigantes. Lo mismo sucedería también hoy a cualquiera que se introdujese prematuramente en la región de trabajo de ellos.

Todos se asustaron, a pesar de que ya hubiesen transcurrido más de doscientos años desde la muerte del joven. Con certeza no existía persona alguna que, en el transcurrir del tiempo, no hubiese oído hablar de aquél infeliz.

— ¡No, no!, dijo uno en nombre de todos. ¡Esperaremos hasta que seamos llamados para el trabajo! Mientras eso, podre­mos avisar a nuestros artistas en metales, que será necesario decorar el templo...

Pocos días más tarde algunos incas se dirigieron hacia el campo de ruinas* a fin de aislar la región de trabajo de los gigantes. Pues algunos pequeños pueblos vivían en las proximi­dades del lago Titicaca..., y deberían ser informados y advertidos.

Tiahuanaco.

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Llegando allá, observaron que algunas de las columnas ya se encontraban en pie; otras, que estaban quebradas, ya habían sido tan exactamente reconstituidas por los gigantes como ningún ser humano podría haberlo hecho.

Los incas recorrieron toda la región, con el fin de informar a todos los habitantes sobre los detalles de la construcción del templo. Con excepción de algunos descendientes del pueblo de los Halcones, en parte alguna encontraron resistencia. Por el contrario, todos se sentían honrados por serles permitido visitar en breve un templo construido por los misteriosos incas en conjunto con los gigantes. Luego se ofrecieron para confeccionar bellas esteras de juncos para el piso y juntar también bastante junco para el tejado del templo.

En esa ocasión los incas conocieron también la gran isla del lago. Navegaron hacia ella en las canoas hechas con amarraduras de junco y tan perfectamente trabajadas que ni una única gota de agua pasaba. Los incas elogiaron a los constructores de las canoas, los cuales quedaron orgullosos.

Durante ese viaje en canoa, ellos también supieron que hace mucho tiempo un pequeño poblado se hundiera en el lago.

"Los habitantes de ese pueblo eran antepasados del pueblo de los Halcones y fueron avisados a tiempo del acontecimiento que estaba por venir, de manera que les quedaba bastante tiempo para construir nuevas viviendas en una otra región. Cuando todos ya habían salido, llegó el día en que, bajo una enorme presión originada de las profundidades, las aguas del lago subieron en altas olas, sobrepasando ampliamente las playas, inundando todo. La tierra inundada cedió bajo el impacto de las olas. El lago se alargó, tornándose tan grande como es hoy día. ¡Desde aquel tiempo el lago es tan hondo en determinado lugar que se une con el agua grande!"

Los incas conocieron, durante la construcción, seres humanos de las más variadas tribus y pueblos, que deseaban colaborar de alguna manera en la terminación del templo. Eran personas que ya habían alcanzado un grado superior de cultura y que, aparen­temente, lo habían perdido de nuevo.

Apenas los gigantes terminaron su tarea, y ya había bastante trabajo para todos. Por ejemplo: todos los adornos, con los cuales

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el templo fue decorado, no eran de los incas, pero sí de artistas de otros pueblos. Esos artistas decoraron también la piedra del altar en el centro del templo. Ellos fijaron en los lados, como símbolo de la Tierra, hojas de heléchos bien trabajadas en filigra­nas de oro.

En la pared este, algunos peldaños conducían hacia una pequeña plataforma destinada a los oradores. En esa pared estaba colgado también un gran disco solar, artísticamente trabajado con rayos de diversos tamaños.

En gratitud por el trabajo ejecutado por los gigantes, los incas denominaron el templo de "Templo de los Gigantes". Ese nombre continuó vivo en el pueblo Inca, de generación en generación. ¡Todos los otros pueblos lo denominaron, desde el inicio, como "Templo de los Incas" o "Templo del Sol!" Y así permaneció.

Los Mandamientos Incas

Aproximadamente doscientos y cincuenta años después de la fundación de la Ciudad de Oro*, esto es, doscientos y cincuenta años después del nacimiento de Cristo, los incas celebraron la primera solemnidad en el templo reconstruido del desaparecido pueblo de los Halcones. Esa fiesta se realizó en el mes de agosto. Ellos la llamaron "Fiesta de la Iniciación". Eran siete enseñanzas — también se podría llamarlas de mandamientos — anunciadas por primera vez en aquel día.

En la primera solemnidad —: y también a todas las otras — comparecieron tantas personas que ella tuvo que ser repetida durante varios días seguidos. El sacerdote inca que pronunció las enseñanzas hablaba en lengua quechua, lo que por su vez cons­tituía un estímulo para muchos, a fin de aprender la lengua inca de la mejor manera posible.

Siguen ahora los mandamientos formulados por los sabios incas en aquel tiempo, para dar directrices firmes a todos los seres humanos que a ellos se unían:

Cuzco.

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1) ¡Nuestro Señor es el gran Dios-Creador que creó todo lo que existe! ¡Llegamos de un mundo de la Luz! ¡Y éramos ignorantes y pequeños! ¡Sin embargo, un gran espíritu nos auxilió a tornarnos fuertes y sabios! Para que eso pudiese suceder él nos guió hacia otros mundos, a los cuales la Tierra también pertenece. ¡Por muchas transformaciones tenemos que pasar, antes de poder yol-ver para el mundo de la Luz, donde nacimos!

2) ¡Nuestro destino es determinado por nuestra fe y nuestra religión! ¡La religión nos une al gran espíritu que nos conduce de vuelta hacia la Patria de la Luz! Esto se refiere a la religión que contiene en sí la Verdad. ¡Pero existen hoy religiones y cultos en la Tierra que separan los seres humanos del Mundo de la Luz, pues son traspasados por la mentira!

3) ¡El ser humano es responsable por todo lo que le sucede! ¡El puede escoger su religión, detenninando con eso su destino! ¡La Verdad es Vida y Luz..., la mentira conduce al abismo mortal!

4) No sabemos cuales son las vidas que ya vivimos, sin embargo, podemos determinar la especie de nuestras futuras vidas. ¡Ahora, hoy, a cada hora..., pues nuestro futuro depende de nuestra vida actual! Por eso siempre necesitamos estar atentos a lo que hacemos y hablamos. ¡Si no lo hacemos, podemos causar grandes sufrimientos a nuestros semejantes, por acciones y palabras impen­sadas!

5) ¡Respetad a Olija, la Madre de la Tierca, y a Inti, el Señor del Sol! ¡La influencia de ellos pennite que la Tierra respire y viva! ¡Y os recordáis con gratitud de los muchos y muchos seres de la naturaleza! ¡Ellos cuidan de vuestra alimentación y de saciar vuestra sed con agua pura! ¡Y a través del aire que aspiráis conducen fuerzas solares hasta vosotros! ¡Jamás desperdiciéis alimentos o

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agua, para no entristecer a los siempre dadivosos espíritus de la naturaleza!

6) ¡Enfermedades perturban el equilibrio de todas las funciones de la vida! ¡Sin embargo, no desesperéis! ¡En­fermedades pueden ser grandes maestros de enseñanza! ¡Procurad, sin embargo, las causas de vuestros sufrimien­tos y, al encontrarlas, las evitáis en el futuro! ¡Gratitud y alegría son dos dádivas preciosas que proporcionan brillo a vuestra existencia! ¡El ingrato e insatisfecho es un perturbador en el mundo!

7) No desperdiciéis vuestro tiempo. ¡Por el contrario, complétalo con trabajo, no importando de que especie fuere! ¡El trabajo trae consigo alegría, formando la base firme de la vida cotidiana!

Estas siete sentencias de enseñanza fueron repetidas muchas veces en el transcurrir del tiempo en el gran Imperio Inca; ciertamente, no había nadie que no las hubiese escuchado por lo menos una vez.

Después de la inauguración del templo, los maestros de obras comenzaron a construir las casas. Para eso utilizaban, en la medida de lo posible, las piedras esparcidas alrededor, desde la destrucción. En torno del templo surgió una pequeña localidad denominada por los incas como "Lugar de la Puerta del Sol". Sin embargo, apenas familias incas fijaron residencia allí. Entre ellos se encontraban sacerdotes, médicos, y profesores. Fundaron en el local dos escuelas para los pueblos que vivían en las proximidades.

No demoró mucho y construyeron una vía que se iniciaba de la localidad junto al templo conduciendo hasta la región donde los incas pretendían fundar una segunda ciudad. Ésta conducía a la "Ciudad de la Luna"*, fundada más tarde, en la margen este del lago Titicaca.

La Ciudad de la Luna era una ciudad magníficamente trazada.

La Paz.

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Se tornó famosa por las escuelas de ciencias espirituales. Pero era también un importante centro comercial.

La sede del gobierno, sin embargo, permaneció siendo la primera ciudad fundada por los incas: la "Ciudad de Oro" o "Ciudad del Sol", como era denominada alternadamente. Todas las resoluciones referentes a los propios incas y también a los pueblos aliados eran tomadas allá y de allí retransmitidas. Esto permaneció así hasta el fin.

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Capítulo IX

Los Dos Acontecimientos Importantes del Año 400

Manco Cápac El año 400 comenzó con dos acontecimientos importantes.

El primer acontecimiento fue el nombramiento de un rey. Por consejo del espíritu que desde tiempos primordiales

guiaba a los incas y los aconsejaba, le fuera transmitida al sabio Udunis la dignidad real. Udunis superaba a todos los demás sabios en conocimiento y sabiduría, de modo que mismo sin la dignidad real se destacaba sobre los demás.

El primer rey nombrado por los espíritus-guías recibió un nuevo nombre. De ahora en adelante no se llamaría más Udunis, el sabio, pero sí, "Manco Cápac", el primer rey inca del nuevo reino, de acuerdo a las leyes espirituales.

En el pasado ya por varias veces habían existido entre los incas sabios que llevaban el nombre "Manco Cápac". Se trataba siempre de escogidos, encargados de una importante misión en la Tierra.

El pueblo aceptó con inmensa alegría al sabio Udunis como rey. La nueva dignidad de él les llenó de orgullo, pues fue elegido por un espíritu muy superior a todos los seres humanos.

Lo mismo no podía decirse de los reyes de otros pueblos, que conocieron en el transcurrir de esos cuatrocientos años, con los cuales los incas hicieron alianza. El saber de todos esos reyes, en lo que se refería al espíritu, era sólo mediocre. Daban la impresión de haber sido elegidos por el pueblo por ser buenos luchadores y diestros en el manejo de las armas.

Un rey, de acuerdo con su dignidad, tenía también que habitar dignamente. Por eso los arquitectos incas, con fuerzas redobladas, construyeron el primer "palacio real" de su reino. En comparación

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con los palacios que posteriormente los incas y los regentes incas construyeron, ese primer palacio tenía un aspecto de una casa grande que superaba todas las demás.

Un rey, naturalmente, tenía que portar una corona. Por lo menos en las ocasiones especiales. Por eso, los orfebres resolvieron confeccionar varias coronas, para entonces presentárselas al rey.

— ¡La elección tenemos que dejársela a él!, decían entre sí. Pues únicamente él sabe cual es el tipo de corona que mejor combina con su nueva misión.

La corona escogida por Manco Cápac consistía en un aro de oro forrado con tiras de lana, a fin de poder ser usada conforta­blemente. Esa corona, con sus cinco puntas de perlas de oro y los soles grabados envuelta, era muy bonita.

Para guardar esa primera y muy preciosa corona un artista entalló una caja que parecía una obra de arte de marfil. Esa caja, naturalmente, no era hecha de marfil, pero sí de una madera blanca, dura, y de semillas de una especie de palmera llamada Jarina, que crecía en las regiones más bajas.

También un trono con trabajos incrustados en oro y plata fue construido y colocado en la "sala del gobierno", en el palacio.

Los subditos del rey cuidaban también de confeccionar dignas vestimentas. Los tejedores entretejían hilos de oro en los tejidos blancos de lana destinados a las vestiduras reales y adornaban también las aberturas del cuello de sus ponchos con collarines de oro.

El gran sabio, denominado ahora Manco Cápac, se tomó un gran rey. Su atención se dirigía, principalmente, a todos los pueblos aliados de los incas y para la total erradicación de todos los falsos cultos religiosos, estimulados siempre de nuevo por sacerdotes renegados. Mandó a instalar escuelas en todas las ciudades y en las localidades mayores, en las cuales los profesores incas ense­ñaban la lengua quechua y sabios incas daban clases de religión. Todos los profesores vivían sólo un determinado tiempo entre los otros pueblos, siendo después substituidos por otros.

Muchos de los alumnos instruidos por los incas llegaban al punto de ellos mismos, más tarde, poder adjudicarse la vacante de profesor entre sus pueblos. Esa era, justamente, la finalidad deseada por los incas con su paciente trabajo de enseñanza.

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El Camino Más Largo de la Tierra El segundo acontecimiento importante del año 400 fue la

construcción del camino más largo de la Tierra. Centenas de años fueron necesarios en su construcción.

El camino más largo del mundo, y también el de mayor altitud, se extendía con muchas ramificaciones en las cuatro direcciones, pasando encima de altas montañas, valles profundos, a través de pantanos y ríos, desiertos y densas florestas.

En determinadas distancias — generalmente a cada treinta millas — construyeron casas bajas, de piedras, denominadas "casas de provisiones". Servían para guardar principalmente pro­visiones durables, pero también eran en ellas almacenadas mantas, ponchos y zapatos. El viajante que utilizaba esos caminos nunca necesitaba cargar muchas provisiones, una vez que encontraba todo lo que necesitaba en esas casas. Casas de provisiones vacías no existían. Pues los incas organizaban de tal forma el abasteci­miento de esas casas, que jamás faltaba algo en ellas.

Ese camino, denominado en aquel tiempo como "Camino Inca", es hoy en día conocido como "Camino del Rey". Según los cálculos de investigadores, la extensión ininterrumpida de ese camino, que pasa en parte sobre montañas de los Andes con altitudes sobre los cuatro mil metros, es superior a cinco mil kilómetros.

Los incas siempre indicaban una dirección para el camino. La dirección indicada era siempre mantenida. Poco importaba si fuese necesario atravesar abismos, o si deberían cortar pel­daños en abruptos farallones de las montañas... Todos los hombres incas colaboraban, incluso los sabios y los reyes. Pero no fueron solamente los incas que construyeron esos caminos. Miembros de todos los pueblos aliados auxiliaron vigorosamen­te. Consideraban una honra que pudieren colaborar en ese "Camino Inca", el cual fue construido durante varias genera­ciones.

Ese extraordinario camino, cuyo recorrido es hoy en parte conocido, conducía en línea continua a través de los países hoy en día denominados Argentina, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador y finalmente, atravesando la línea del Ecuador, hasta Colombia.

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La construcción de tal camino solamente se hizo posible por intermedio de puentes. Pues tenían que cruzar abismos, riachuelos y ríos, para que el camino lograse ser construido, siguiendo la dirección predeterminada. Más de cien puentes fueron edificados por los incas y miembros de otros pueblos. Puentes de piedra y madera o entonces los famosos puentes colgantes o de cuerdas. Los puentes de cuerdas, hechos de fibras de pita, fueron cierta­mente únicos en su especie en la Tierra.

Existen algunas pinturas antiguas, en las cuales pueden ser vistos tales puentes. El más famoso de todos fue, ciertamente, el puente de cuerdas extendido a una altura de cuarenta metros sobre el río montañés "Apurimac". Su extensión era aproximadamente setenta metros.

Los Pumas Negros Para los incas la construcción de los caminos se vinculaba a

muchas vivencias. Conocían regiones extraordinariamente hermo­sas, así como animales y seres humanos que los impresionaban fuertemente.

Llegaron cierta vez, en el periodo de la construcción, a una región montañosa que al parecer pertenecía a los pumas negros. Eses animales jamás habían tenido contacto con seres humanos. Se aproximaban curiosos, pero al mismo tiempo tímidos y rece­losos, de las altas figuras bípedas que penetraron en la región.

Uno de los incas, que podía comunicarse perfectamente con los animales, se aproximó a un puma especialmente grande que llegara a una distancia de escasos metros. Se encuclilló en el suelo al lado del animal, pasándole la mano repetidas veces sobre el reluciente y negro pelaje, mientras le hablaba en voz baja. El puma, al principio, permaneció estático como que aterrorizado al sentir el contacto de manos desconocidas, después comenzó a moverse. Echándose al suelo, y rodando de un lado a otro, dando gruñidos que expresaban visiblemente su satisfacción.

A partir de ese momento las personas que allí trabajaban fueron literalmente rodeadas por los pumas. Daba la impresión que los animales deseaban auxiliar a los extraños visitantes bípe-

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dos en sus actividades, pues, con sus gruesas patas, comenzaban a empujar las piedras menores, observando contentos como ellas rodaban pendiente abajo.

Pero también eran animales muy inteligentes y atentos. Cuan­do las crías de los pumas comenzaban a tironear de un lado a otro los ponchos y mantas depositados por los constructores de los caminos durante el trabajo, bastaban algunas palabras severas de los incas, demostrando que no estaban contentos con la actitud de ellas. Los animales, enseguida, dejaban las vestimentas en el lugar. Pero no salían del lugar, recostándose calmadamente sobre ellas, así como si debieran resguardarlas. Generalmente allí se adormecían.

Esos confiados animales les proporcionaban a todos grandes alegrías. Estas alegrías parecían ser mutuas. Pues desde que el camino conducía para las afueras de su región, siempre de nuevo surgían pumas que gruñendo, refregaban sus voluminosas cabezas en las piernas humanas. Nadie que allá trabajara olvidó "el monte de los pumas".

En aquellas regiones, el ser humano y el animal aún tenían amor uno al otro, así como había sido previsto en el plan del Creador...

Lo más evidente para todas las personas que trabajaban en el camino o en los puentes era la riqueza de la fauna del país. Por todos los lugares se veían grandes manadas de alpacas, de llamas y vicuñas pastando pacíficamente con sus crías. También existían muchos pajarillos desconocidos, que curiosos y sin miedo se aproximaban a los seres humanos. En algunas regiones habían también grandes lagartos que se movían con sus corazas retin­tineantes...

El Descubrimiento de los Esqueletos El descubrimiento de los esqueletos que ocurrió en la caverna

de un pico montañoso constituyó una vivencia muy especial. La caverna al ser vista superficialmente se asemejaba a

muchas otras que se encontraban en las montañas. Sin embargo, el sabio inca que colaboraba en ese trecho del camino deparó en

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las proximidades junto a una pared de piedra, una cabeza entallada de modo primitivo, circundada por rayos.

— ¡Ese dibujo es un indicio de que aquí encima ya estuvieron seres humanos!, dijo él pensativamente.

En la propia caverna no habían indicios de criaturas humanas. Sin embargo, existía un pasaje que conducía a una segunda gruta, con más claridad que en la primera, visto que entraba un poco de luz del día a través de una grieta en la roca.

El estrecho haz de luz caía sobre dos cubiertas putrefactas que recubrían parcialmente los esqueletos de dos adultos y de un niño.

El sabio examinó los esqueletos, después observó admirado alrededor, como preguntándose.

— El niño tiene una cabeza desproporcionadamente grande. Pero los esqueletos de los adultos son de personas sanas. Hasta existen aún todos los dientes.

Un hombre de una tribu amiga, que también trabajaba en la construcción del camino, tomó posición al lado del inca, indicando hacia la cabeza del niño.

— El niño era lisiado y eso explica la presencia de los otros dos aquí. Un lisiado es una vergüenza para cualquier tribu. Pues sólo los seres humanos cargados de culpa traen lisiados al mundo.

El sabio inca entendió, pues sabía que el otro tenía razón. — En mi opinión, dijo otro explicando, dos ancianos de la

Iribú, ya próximos a la muerte, subieron hasta aquí y trajeron con ellos al niño. Naturalmente tenían alimentos para algún tiempo. Entonces, cuando esos alimentos acabaron, probablemente masti­caron "hojas para dormir" hasta dormirse para jamás despertar.

— ¡En realidad, también, la madre que trajo al mundo este niño debería estar presente!, dijo un tercero, al contemplar los esqueletos. Son dos esqueletos de hombres...

Todos los presentes observaron interrogativamente al sabio inca.

— ¡La madre debe haber sido estrechamente ligada al niño lisiado!, dijo el sabio después de una pausa prolongada. ¡Ligada por culpa! Caso contrario ella no podría haber dado a luz a ninguna criatura marcada. ¡Ella apenas se hizo un mal a sí misma! ¡Olvidad la mujer!, dijo el sabio concluyendo.

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Los hombres, sin embargo, permanecieron parados, y conti­nuaron observando a los esqueletos. Contrariados, siguieron al inca que los esperaba en la primera caverna.

— ¡Puedo agregar algo aún!, dijo el sabio, cuando los hombres pararon finalmente enfrente a él, indecisos. ¡Es mucha ignorancia hacer un daño y no observar las leyes determinantes para la existencia humana! ¡Pues cada error es ligado a sombras repletas de sufrimientos, que continúan presas a nuestras almas!

— ¿Como podemos comprender eso?, preguntó rápidamente uno de los hombres.

El inca giró y, moviendo la cabeza, observó hacia el hombre; enseguida, respondió pacientemente. De otro modo, preguntó:

— ¿Qué es lo que sucede si colocas tus manos al fuego? — ¡Ellas se queman, naturalmente!, exclamaron enseguida

algunos de ellos, riendo. — ¡Quemaduras duelen y dejan cicatrices!, dijo el sabio inca,

sin perturbarse. El mal se asemeja a una quemadura. Duele y deja cicatrices. No solamente cicatrices. También heridas, tumores y así sucesivamente.

Todos comprendieron la parábola y regresaron contentos al trabajo del camino. Todos los integrantes del grupo hablaban la lengua inca, por eso un entendimiento era muy fácil.

Además, en el gran Reino Inca — que comprendía por lo menos una docena de pueblos — era considerado una honra hablar la lengua inca. Ella les proporcionaba un mayor prestigio y los aproximaba más de aquel pueblo, al cual aún denominaban entre sí de "dioses blancos".

El Valle Benéfico Otro grupo de constructores de caminos, entre los cuales se

encontraban varios incas, también tuvieron una vivencia durante el trabajo. Sin embargo, de especie totalmente diferente.

Llegaron a la región donde hoy se encuentra el Ecuador, no obstante, aún en la frontera con el Perú. El suelo de esa región, bastante protegida de los vientos, era cubierto por un pastizal alto y con abundante savia. En las quebradas de las montañas brotaban

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exuberantes arbustos de un tipo de frambuesa y las altas flores azules de alfalfa. Una catarata estrecha se precipitaba de una alta pared rocosa, formando un pequeño, pero hondo tanque. Los incas, entre ellos un guardador de remedios y un médico, caminaban alrededor, procurando. En realidad no procuraban nada definido. Seguían un sendero de animales, que pasando al lado de la catarata, conducía a una cortadura en la montaña.

El inca que caminaba al frente del grupo se detuvo de repente. Sorprendido, indicando hacia las unidas y entrecortadas paredes rocosas. Por todas partes crecían champiñones rojos con tallos largos. Estaban agrupados, pareciendo un ramillete de flores rojas.

— ¡Un Rauli! ¡Vean, él nos indica los champiñones! ¡No fue por casualidad que vinimos hasta este cerrado valle rodeado de rocas!, exclamó alegre otro inca, mientras señalaba hacia una cabeza coronada de flores que les miraba del medio de un arbusto. Los incas luego vieron el Rauli que, todo entusiasmado, indicaba con sus manitas hacia los champiñones rojos. Inmediatamente comprendieron, también, lo que él les quería decir.

— ¡Los champiñones rojos contienen un medicamento!, dijo el inca que primeramente había percibido el Rauli. Después del ocaso del Sol cogeré lo más posible de ellos y los llevaré al conocedor de plantas. Y así sucedió. Aún en la misma noche volvió con una llama cargada con dos cestas hacia la Ciudad de Oro.

Además de los incas solamente un joven, miembro del pueblo lea, percibiera el Rauli.

— ¿Visteis cómo sus ojos brillaban de agitación? ¡Hasta su carita tenía un deslumbre enrojecido!

Los otros, que no lo vieron, preguntaban un poco deprimidos, el porqué no podían ver el espíritu de las plantas.

— ¡Nuestros antepasados siempre fueron aconsejados por esos espíritus de la naturaleza! ¿Por qué fuimos ahora excluidos?

— ¡Posiblemente cambiasteis!, opinó uno de los incas. — ¡Debe ser eso!, admitió uno de ellos. Desde el maldito

culto de idolatría, con la cual los falsos sacerdotes nos envolvieron, lodo cambió para nosotros. Tornándonos impuros.

— ¡Sabéis que los seres de la naturaleza existen, posibilitán­donos la vida en la Tierra y en otros mundos! ¡Os contentéis con eso! Con esas palabras uno de los incas terminó toda la discusión.

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Mientras el grupo continuaba trabajando en el camino, los médicos incas preparaban en sus "laboratorios" extractos y polvos de los champiñones rojos de gusto dulce. Aún no sabían cual era la enfermedad que podría ser curada con eso.

— Ese extracto tal vez ayude a los enfermos del pueblo del litoral, que desde algún tiempo buscan nuestra ayuda. Ellos tosen, escupen sangre y fenecen lentamente. Ya conocemos la causa anímica de esa enfermedad fatal del pecho y sobre eso explica­remos a los enfermos, y a sus acompañantes sanos. Pero eso solamente no basta. Necesitamos de un medio para poder ayudar­los también físicamente.

— ¡Lo que viene de un Rauli nos ayuda y también a nuestros enfermos! ¡Los champiñones rojos solamente pueden ser destina­dos a los enfermos del pecho hasta hoy incurables, pues para todos los demás enfermos tenemos los medicamentos necesarios!

Los médicos señalaron afirmativamente. Pues tenían la misma opinión que el guardador de remedios que acabara de hablar. Pocos días después los enfermos fueron tratados con el extracto rojo de los champiñones.

Una vez que ese extracto fermentaba rápidamente, teniendo así un gusto muy malo, los médicos lo mezclaban con un jugo de frutas de umbu. Ese jugo de frutas, que era tomado placente­ramente por todos, tenía el esperado efecto terapéutico. A todos donde la enfermedad no progresara demasiado, les dieran el alta después de algún tiempo.

El estrecho valle donde encontraron esos champiñones, reci­bió el nombre de "Valle Benéfico".

Osos en los Andes Un grupo de constructores incas, que construían casas de

provisiones en la región la cual hoy pertenece Machu Picchu, también tuvieron vivencias con animales. De otra manera, con osos. Hace aproximadamente mil y seiscientos años, aún existían en la región de los Andes esos animales. Su piel era totalmente negra, exceptuándose apenas unas rayas café claro alrededor de los ojos y en la frente.

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En esa región había en aquel tiempo un lago y un río. El río ciertamente es el mismo que hoy es denominado "Vilcanota". La pequeña tribu que vivía en sus proximidades lo llamaba de "Riachuelo de los Osos".

Poco después de llegar al local donde la primera casa de provisiones debería surgir, los incas y sus ayudantes bajaron hasta el río a fin de refrescar allí sus pies, como siempre hacían cuando había agua en las proximidades. Al sentarse en la orilla del río para sacarse sus zapatos de fieltro, escucharon detrás de sí, no muy lejos, algunos gruñidos de reproches. Al girarse, vieron divertidos que atrás de ellos había algunos osos, sentados sobre las patas traseras, observando los "animales humanos".

Los incas los saludaron señalando hacia ellos, y después se volvieron nuevamente a refrescar sus pies. Los osos continuaron gruñendo. Uno de ellos se levantó, corriendo hasta el río, y entró en el agua hasta cubrir su panza. Después permaneció parado aguardando y meneando su gorda cabeza de un lado a otro.

— ¡El oso nos quiere mostrar algo!, dijo un inca riendo. Mal las palabras se escucharon e ya recibió un empujón por atrás, de manera que deslizó por la margen arenosa hacia dentro del río, hasta cubrir la mitad del cuerpo. A los otros les sucedió lo mismo. Uno atrás de otro eran empujados hacia dentro del río. Pero los osos no estaban aún contentos con eso. Tiraron, todavía, hacia dentro del río los ponchos que los hombres se habían quitado.

— ¡Los osos quieren también que tomemos baño junto con ellos!, exclamó uno de los incas, mientras se dirigía hasta el oso que estaba al medio del río. Visiblemente contentos por tanta comprensión, todos los osos se lanzaron dentro del agua. Se sumergieron bajo el agua y, jadeantes, siempre de nuevo empu­jaban a los seres humanos que recogían sus ponchos. Solamente cuando uno de los incas tiró bastante agua a los osos, éstos se sosegaron, corriendo río abajo.

— ¡Tenemos que buscar otro lugar para nuestras casas de provisiones!, dijo uno de los maestros de obras. Nos encontramos en una región que pertenece a los osos. Aquí ellos tienen sus cavernas, donde hibernan y crían sus crías. Los osos tienen derechos anteriores a los nuestros.

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Naturalmente, todos concordaron enseguida. Derechos igua­les para todos. Las cavernas, nidos, etc., significaban para los animales lo mismo que para ellos, seres humanos, sus casas. Consecuentemente, los maestros de obra fueron más lejos, construyendo sus casas de provisiones alejadas de la región de los osos.

Todos los lectores comprenderán que muchas ocurrencias curiosas y hasta incomunes aún sucedieran durante la construcción del camino más extenso de la Tierra y de las numerosas casas de provisiones. También no se deben olvidar los innumerables puen­tes construidos poco a poco. Ese trabajo también estuvo vinculado a muchas vivencias.

El espíritu emprendedor y la perseverancia eran dos cualida­des predominantes en los incas. Lo que ellos comenzaban, termi­naban. Incluso bajo los mayores obstáculos y esfuerzos.

La Sabiduría de Vida de los Incas

Cuatrocientos años pasaron desde la llegada de los incas a su valle de florescencia dorada, entre colinas y montañas. Muchas escuelas fueron construidas y lentamente se divulgaba la sabiduría de vida de los incas también entre otros pueblos.

La instrucción se basaba siempre en enseñanzas de la religión. Siguen aquí algunos extractos de esos mandamientos:

"¡Sin la supremacía del espíritu, todo el querer terreno poco sentido tiene! ¡Pues es el espíritu que mantiene en movimiento nuestro cuerpo terrenal!"

"¡Cada ser humano trae en sí una luz de vida que lo liga al Amor y a la Fuerza del Universo! ¡Por eso cada uno podrá alcanzar también el tan deseado ápice espiritual, situado en el país de la eterna paz y de la alegría!"

* * *

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"La fuente de toda la alegría de la vida terrena nace en la naturaleza. Ella es el elemento de todos. ¡El mayor gigante, bien como el menor gnomo, son traspasados por esa alegría! ¡Ella encierra glorificación y agradecimiento que se eleva hacia el Dios-Creador!"

"¡Continuad siempre estrechamente unidos a los es­píritus de la naturaleza, para que la fuente de la alegría encuentre la entrada en vuestra existencia! ¿Pues qué sería del ser humano sin la alegría? ¡Nada! ¡Indigno de haber nacido!"

# # t-

"Las propiedades espirituales inherentes al espíritu humano, que lo impulsan a la actividad son: Verdad, Sabiduría, Pureza, Justicia, Bondad y la Disposición de Auxiliar... ¡Ellas proporcionan dignidad y poder a los seres humanos!"

'La mayor dádiva del Dios-Creador a los seres humanos es el amor. ¡Solamente en él reside la felicidad! ¡Lleva a dos personas que mutuamente se aman espiri-tualmente, nimbo a la Luz, hacia lo alto, a un eterno Reino Solar!"

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Segunda Parte

EL ESPLENDOR DEL IMPERIO INCA

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Capítulo X

Chuqi i i , el G r a n Rey

Los Incas Vivían Rodeados de Oro

Estamos ahora en el año 1300 después de Cristo. Pasaron novecientos años desde que el sabio Udunis fue nombrado como el primer rey inca. ¡Novecientos años! Ocupados en incansables trabajos espirituales y terrenales. Los propios incas, con apenas algunas excepciones, no cambiaron durante ese tiempo; mucho vivenciaron y mucho aprendieron, habiendo, todavía, en ese inter­valo, reconocido todos los errores que provocaban enfermedades en los seres humanos, tanto en el alma como en el cuerpo.

Los incas vivían en aquel tiempo, como desde los orígenes, en armonía con las leyes de la Creación y anhelos de perfección espiritual aún tomaban cuenta de sus corazones. No, ellos no se modificaron. Solamente modificaron las ciudades donde habitaban. En el lugar de las pequeñas casas de piedras de otrora, se erguían ahora palacios y templos, todos ellos ricamente ornamentados con oro. Dignos de ser vistos eran los jardines de oro. Los arbustos y flores de oro que allí existían, parecían haber brotado de la tierra. Las flores eran obras de arte elaboradas con las más finas filigranas de oro. También los pequeños pajarillos de oro con las alas abiertas, situados en lo alto en las ramas más gruesas, eran incomparables.

Los incas comían en platos de oro y bebían en vasos de oro, y sus mujeres se adornaban con perlas y piedras preciosas. Ellas usaban sandalias de oro y entretejían hilos también de oro en sus vestidos blancos sin mácula.

Los peritos en agua represaron el agua situada en regiones altas e hicieron entubaciones de piedra a través de las cuales la misma corría por millas, abasteciendo a los seres humanos, e

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irrigando los campos de cultivos. También el más largo camino de Ja Tierra, el Camino del Rey, estaba ya concluido en aquel tiempo.

Los incas poseían, ciertamente, el Estado más organizado que existía en aquella época. El gran Reino que realmente se expandía en las cuatro direcciones del cielo, solamente se tornó tan grande debido a los pueblos que con el transcurrir del tiempo se vincularon a los incas. Los propios incas siempre permanecieron en minoría.

Todos los príncipes, reyes y jefes de tribus enviaban sus hijos e hijas a las ciudades incas, a fin de aprender lo máximo que pudiesen. Y, si fuese posible, descubrir el misterio que envolvía a los incas.

Los incas realmente eran un pueblo extraordinario. Conside­raban sus bienes terrenales como si no perteneciesen a ellos, sino como propiedad de la Tierra. Decían:

"Todas las piedras, todo el oro y todo alimento proviene de la Tierra, en ella permanece. Ni el más mínimo grano de oro puede ser cargado más allá del ámbito de la Tierra".

Apenas los valores espirituales eran considerados, pues sola­mente ésos cada uno podría llevar consigo al dejar el ámbito de la Tierra.

Lo que los incas sentían en aquel tiempo, como satisfacción especial, era que todos los pueblos pertenecientes al Reino se liberaron de los cultos falsos y de las religiones erradas. No siempre eso fue fácil. Pues la sanguinaria idolatría ejercida en los estados vecinos lanzó muchas veces sombras hasta el gran Reino Inca. Solamente por la constante vigilancia de los incas se evitó que las influencias destructivas de esos horrendos cultos llegasen hasta ellos.

La Casa de la Despedida La segunda parte de este libro comienza con la muerte de un

gran rey, que durante muchos años, de forma justa y sabia, gobernó a los incas y a los pueblos a ellos aliados.

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Chuqüi, el rey, caminaba lentamente, dando vueltas en el jardín interno de su vasto palacio. En los bancos de piedras colocados en amplios círculos estaban sentados cerca de veinte alumnos. Eran jóvenes que aún no tenían veinte años de edad. El rey observó con orgullo los bellos y nobles rostros que lo obser­vaban, asimilando ansiosamente cada una de sus palabras.

Chuqüi era rey, pero antes de todo era un "Amauta", un sabio. En ese día se empeñaba en transmitir a esos jóvenes, por la última vez, algo de su gran saber. Por la última vez. Pues alcanzara el límite que indicaba el fin de la vida terrenal.

— ¡El Señor de la Vida, empezó él, dio a cada uno de nosotros las capacidades para el camino que tenemos que desa­rrollar y utilizar! ¡Esto sucede a través del trabajo! ¡A través del trabajo incansable! ¡Espiritual y terrenalmente, nunca os olvidéis de esto!

El rey hizo una larga pausa. El hablar ya se le tornaba difícil. Los alumnos observaban cada uno de sus movimientos, pues sabían que para él llegara el último límite de su vida terrenal.

— ¡Cada mal está lejos de nosotros incas!, empezó el rey. Sin embargo, si alguna vez sucede que uno de vosotros olvide la dignidad inca, ¡no vaciléis! ¡Corregid el mal antes que este imprima una mácula en vuestros espíritus! A vosotros nadie les pedirá que presenten las cuentas en la Tierra. Nadie. ¡Pues cada inca es su propio juez!

Los alumnos comprendieron. Sabían que era así. — Tenemos que enriquecer la Tierra con amor y bondad,

colocando nuestras manos sobre los animales y las plantas, pro­tegiéndolos. Pues nosotros somos siervos, guardianes, y por eso señores en la Tierra!

Fueron esas las últimas palabras que los alumnos escucharon del rey. Durante algún tiempo él los observó pensativamente, levantando la mano en señal de despedida. Los alumnos se levantaron, inclinándose en silencioso agradecimiento delante del rey, a quién veneraban.

Chuqüi los acompañó con la mirada. El hecho de existir esos jóvenes de buena índole era algo que lo tranquilizaba. Levantó la mirada al cielo, observando las conformaciones de nubes que [lasaban velozmente, anunciando la tempestad. En seguida dejó

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lentamente el jardín y el palacio. Hoy se cansaba al andar. Sin embargo, continuó caminando.

Se dirigió primero a la "casa de la despedida", tal vez para convencerse de que todo se encontraba listo para su recepción. La "casa de la despedida" no quedaba lejos del palacio. Era una casa para morir, a la cual todos los miembros masculinos de la casta superior inca se retiraban, cuando llegaba la hora de la despedida de la Tierra. Las mujeres morían en sus propias casas. En ambas ciudades incas habían varias "casas para morir", pues ninguno de los hombres deseaba dejar su cuerpo sin vida en la propia casa...

La casa que ahora el rey inspeccionaba poseía paredes de piedra y un gaieso tejado de junco . Las aberturas redondas en las paredes dejaban entrar luz y el aire en el recinto. Las paredes brillaban debido al oro. Pájaros alzando vuelo, mariposas, ramas, todo hecho en fino oro martillado, relucían en las paredes. En el lado este estaba suspendido un cometa y en el lado opuesto estaba fija una medialuna. El cometa y la medialuna fueron confeccio­nados una parte en oro y otra en plata. Apoyado en la pared sur había un ancho lecho con una alta capa de pasto aromático y seco. Una manta de lana blanca se extendía sobre el lecho. En las dos columnas de la pared este estaban dos pequeños y anchos recipientes de cerámica conteniendo sebo de carnero. En medio del sebo habían mechas. El piso se encontraba totalmente cubierto de pieles de carnero blancas.

El recinto no era muy grande. Sin embargo, quien en él entraba tenía la impresión de riqueza, pompa y belleza. Así era deseado. El ser humano, al dejar la Tierra, debería permanecer hasta el último momento rodeado por oro, el esplendor del oro solar. El oro era parte de las maravillas de la Tierra.

Chuqüi permaneció parado al centro del recinto. Clarioyente, como todo Amauta, escuchaba voces. También la voz de su recién fallecida mujer se hacía oír. Alegría y nostalgia oprimían casi dolorosamente su corazón. Habría preferido dejarse caer en el lecho, cerrando los ojos para siempre. Pero sabía que la hora de la despedida aún no llegara. Ansiosamente dejó la casa, siguiendo por un camino limpio y recto. En un desbordante pilón de agua él se paró, tomó un vaso de oro que estaba en la orilla y bebió

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a grandes sorbos la refrescante agua de la montaña. Puso el vaso en el lugar y se quedó observando el agua que corría burbujeando sobre la orilla del pilón, juntándose en un pequeño lago situado más abajo.

El agua era conducida desde lejos. Recordó como él mismo, ya ha muchos años, colaborara en la ramificada ampliación del acueducto... La permanencia en la Tierra le parecía de repente como un único día de alegría...

Una niña con una rama florida se colocó al lado de él, a fin de llamar su atención. Dirigiéndose a ella, vio un gran grupo de niños que en silencio lo habían seguido a una cierta distancia. En seguida lo rodearon, pidiéndole que les contase una historia. ¡Una historia de los espíritus de las montañas y de los lagos! Sonriendo, Chuqüi pasó la mano sobre las cabecillas de los niños que lo miraban.

— Hoy no. Ya les narré tantas historias que ahora ya es tiempo que ustedes mismos las transmitan a los otros niños. Pueden con eso alegrar hasta los adultos.

Los niños señalaron con la cabeza, concordando. El rey tenía razón. Conocían muchas, muchas historias... Contentos, se colo­caron alrededor del pilón, sumergiendo sus brazos en el agua fría. En silencio, observaban hacia la alta figura. Él los mirara de forma diferente a lo usual. Un soplo de tristeza tocó sus corazones infantiles cuando él se despidió de ellas.

El Sol ya estaba bajo en el poniente, cuando el rey regresó a su palacio. Brevemente la noche caería, envolviendo todo con su obscuridad. Los primeros pájaros nocturnos ya revoleteaban en busca de alimentos, cuando él entró en el silencioso palacio.

El Sucesor Yupanqui y Roca, dos hombres altos envueltos por largos

ponchos blancos, vinieron rápidamente a su encuentro. Su larga ausencia los preocupara. No había nada más que hablar, no obstante, querían permanecer el mayor tiempo posible próximo a él. Yupanqui era el sucesor del reino, escogido por el rey. Las actividades de Roca también ya estaban determinadas.

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Chuqüi miró con ternura a sus dos nietos, los cuales solamente con dificultad podían esconder su preocupación. Eran los hijos de una de sus hijas, Sola, que vivían en la otra ciudad inca. Yupanqui tenía más o menos cuarenta años de edad y tenía mujer y dos hijas adultas. Roca era mucho más joven y aún permanecía soltero.

En los ojos de ambos hombres se podía reconocer que el anhelo por la Luz y perfección vivían también en sus corazones.

El rey miraba hacia Roca. — Tu misión exige mucha paciencia. Roca señaló con la cabeza. El sabía que no sería siempre

fácil. Actuar como vínculo de ligación entre los diversos pueblos que voluntariamente se habían unido a los incas necesitaría de mucho tacto y conocimiento de los seres humanos. A eso se agregaban los muchos negocios de intercambio... Era esa la parte más difícil de su misión, pues nadie debería ser perjudicado. Dar y recibir siempre deberían estar en perfecto equilibrio... Roca, sin embargo, no se preocupaba. Así como todos los incas, también poseía una voluntad incesante de trabajar y un incansable espíritu emprendedor.

— ¡Mi tiempo terrenal terminó!, dijo el rey bondadosamente. Pero eso no es motivo para tener rostros tan tristes. La muerte terrena no encierra secretos. Lo mismo se da con el nacimiento. Llegamos y partimos. De un mundo a otro, hasta que aprendemos todo lo que hay para aprender.

Yupanqui y Roca sabían; no obstante, les oprimía el dolor de la despedida. También para ellos la muerte y el nacimiento no constituían ningún secreto, sin embargo...

— ¡Nosotros nos volveremos a ver!, interrumpió el rey sus pensamientos. Después dejó el recinto.

Uyuna, la mujer de Yupanqui, que esperaba silenciosamente en la sala del lado, acompañó al rey hasta su dormitorio. Antes de él entrar, se volvió hacia ella y le dijo con voz débil:

— Uyuna, viniste de una lejana tribu Chimú. Nuestra manera de vivir era extraña para ti. No tardó mucho, sin embargo, y te tornaste una de las nuestras. Nos diste el más bello regalo que un ser humano puede dar al otro: fue tu confianza en nosotros. ¡Continúa así como eres! Pues nosotros nos veremos nuevamente. 146

Uyuna, callada, bajó la cabeza, empujando después la cortina de la puerta hacia un lado, para que el rey pudiese entrar. Cuando la cortina se cerró atrás de él, ella se sentó llorando en el suelo. Después de algún tiempo el dolor opresivo disminuyó, y sus lágrimas secaron. De repente, ella se tornó consciente de que el rey apenas dejaría la Tierra para continuar viviendo en otra parte...

"Nosotros nos veremos de nuevo"... Pensando en esas pala­bras consoladoras ella se levantó, dejando el palacio por una entrada lateral y dirigiéndose lentamente a la casa para morir. El cielo estaba estrellado, y nada se escuchaba en las proximidades ni a distancia, excepto el mido de los animales.

Los incas eran un pueblo silencioso, pero les gustaba la música y el canto. Principalmente al anochecer tocaban los ins­trumentos musicales hechos por ellos mismos y cantaban; eran canciones de amor a los espíritus de las montañas, de las florestas y de las aguas, y a los animales. Generalmente, con los cantos del anochecer, vibraba toda la atmósfera. En aquel día, sin em­bargo, era totalmente diferente. Ninguna canción, ninguna melo­día, ni siquiera un sonido humano perturbaba el silencio de la noche. Su querido rey dejaba la Tierra. Melancolía y cierto temor afligía el corazón de todos, desde que recibieron la noticia de la proximidad de su muerte.

Uyuna permaneció parada junto a la casa de despedida, observando a su alrededor. No se veía a nadie. Empujó la puerta de correr y penetró al interior del recinto, encendiendo las dos lámparas de sebo de las columnas. En seguida se acomodó al lado de la cama, apoyando la cabeza en ella. Entonces, sintió intuiti­vamente que no estaba sola. Invisible a los ojos de ella, sin embargo, claramente perceptibles, sintió movimientos a su alre­dedor. Movimientos y voces. Los espíritus que recibirían al rey después de su muerte terrena ya estaban presentes. Ella se quedó escuchando durante algunos minutos. Después percibió otros so­nidos. Le parecía como si alguien se hubiese aproximado a la casa. Se levantó rápidamente y se quedó escuchando. No quería que el rey la encontrase allí. Debería haberse engañado. No se escuchaba ningún ruido externo. Pasó las manos una vez más sobre el lecho, dejando enseguida la casa para regresar rápida­mente al palacio.

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El Desenlace del Rey Uyuna no se había engañado al pensar haber oído pasos.

Apenas se encontraba del lado de afuera, cuando dos altas figuras masculinas salieron de la sombra de un árbol próximo. Eran Chia e Ikala, dos Amautas. Ambos eran médicos y esperaban al rey. Todos los iniciados, de cerca y de lejos, sabían que había llegado la hora de la despedida para el rey. El propio rey se comunicara con ellos espiritualmente. Clarioyentes como eran todos, recibie­ron su mensaje. Era un breve mensaje. Este decía:

'Terminó mi tiempo en la Tierra. Vosotros que per­manecéis, velad por nuestros pueblos, pues veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra sagrada".

Ambos Amautas meditaban, mientras esperaban, en las som­bras que ellos también habían visto. ¿Qué es lo que significarían tales formaciones y de dónde vendrían? Repentinamente, sintieron escalofríos. Les parecía como si un soplo de hielo paralizase sus corazones... Aunque, apenas por segundos... No obstante, se es­tremecían de frío bajo sus largos y blancos ponchos de lana. No deseaban pensar en las sombras, pues aún tenían muchos planes. Planes para enseñar a todos los seres humanos que no se habían desarrollado como los incas.

— ¡No obstante..., no se puede dejar de ver esas sombras!, dijo Chia, como si hablase consigo mismo.

Permanecieron atentos. El rey venía en compañía de Yupanqui y Roca. Pero, cuando éste entró en casa, apenas Chia e Ikala permanecieron al lado del rey. Los otros dos volvieron al palacio. Fue la despedida. ¿Cuándo y bajo que circunstancias ellos se verían de nuevo?...

Chuqüi permaneció alto y erecto, parado en medio del recinto durante algunos instantes, observando a su alrededor. Mal se notaba en él su avanzada edad, ni que sería esta su última noche en la Tierra. Para él no había ninguna posibilidad de continuar viviendo en la Tierra. El tiempo de vida predeterminado estaba acabado y cuando eso ocurría el espíritu se alejaba, dejando el cuerpo atrás. Inerte y sin vida. 148

El rey se tendió en la cama. Estaba cansado y soñoliento. Chia e Ikala tiraron su larga y blanca ropa de lana y palparon sus pies. Estaban fríos. Tan fríos que se podía sentir a través del tejido de lana de sus zapatos. Chia extendió sobre él una manta ricamente adornada con decoraciones azules, e Ikala le arregló el cabello negro y reluciente de la frente. El fallecimiento del rey era una perdida dolorosa para ellos. Eran, todavía, relativamente jóvenes, no obstante, se preguntaban cuanto tiempo su propia permanencia en la Tierra aún duraría...

Observaron al rey durante algunos segundos y se sentaron después en un banco cubierto por piel de carnero que se encontraba junto a la pared, al lado de las columnas. Poco después, escucharon voces. Chia juzgó oír la voz de la recién fallecida esposa de Chuqüi. Voces que parecían venir de lejos. No había más dudas. Todo estaba preparado para la recepción de su amigo y hermano en el espíritu. Se aproximaba la hora del desligamiento...

Los dos médicos no se dieron cuenta cuando el rey respiró por la última vez. Estaban sentados en el banco, con los ojos cerrados y se entregaban íntegramente a las vibraciones que a ellos afluían del otro mundo. Como tomados por un remolino, livianos y libres de la pesadumbre de la Tierra, se veían, de repente, al medio de un gran grupo de sabios... No sólo incas, sino también sabios de otros pueblos estaban presentes... No obstante, todos se conocían. Sí, más aún: sentían que pertenecían unos a los otros..., ya desde mucho..., desde una época lejana y que también continuarían ligados..., ligados para una actuación conjunta, todavía, oculta en el futuro.

Calor, consuelo y esperanza llenaban los corazones de Chia e Ikala cuando después de algunas horas se tornaron conscientes de su ambiente terrenal. Se aproximaron al lecho y se inclinaron sobre la figura inerte y sin vida acostada en él.

Chuqüi estaba muerto. Su espíritu estaba libre de la pesada materia terrena. Los dos médicos vieron las pálidas y tremulantes formas de niebla que envolvían al cuerpo sin vida, y restos de la otrora brillante aura, y que ahora se disolvía rápidamente.

Ikala cerró los ojos del fallecido, amarrando una cinta blanca sobre los mismos, protegiéndolos. Ellos nada más podían hacer.

Colmado de paz y libre de culpas, Chuqüi dejó la Tierra.

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El Gran Rey Es Sepultado Conforme su deseo, Chuqüi fue sepultado fuera de la ciudad,

al lado de un campo de cultivo. Ese local él mismo lo escogiera, hace un año atrás, durante una Fiesta de la Espiga de Maíz. Cada rey inca precedente, y también todos los sabios, eran enterrados en el lugar por ellos mismos escogidos. En el transcurrir del tiempo nadie podría indicar con exactitud los lugares de las sepulturas. Y este era también el deseo de los fallecidos. El pasto, las flores, cereales, arbustos y árboles los integraban con el paisaje donde se encontraban.

Una excepción fue apenas la sepultura de Chuqüi. Aproxi­madamente una semana después, dos jóvenes mujeres, Taina y Ivi, que cogían malvas de las montañas, vieron una piedra alta en forma de pirámide. La piedra alta se encontraba aproximada­mente a un metro de distancia de la sepultura. Taina e Ivi volvieron luego a la ciudad y le contaron a Uyuna respecto de la piedra.

— ¡Sólo puede haber sido un gigante que le obsequió a Chuqüi esa piedra!, exclamaron las mujeres, agitadas.

Las dos hijas, Ima y Sola, que desde la muerte de su padre Chuqüi se encontraban en la Ciudad Dorada, se dirigieron inme­diatamente a la sepultura con Uyuna y muchas otras mujeres. Llevaron casi una hora para llegar hasta allá.

— ¡Solamente la fuerza de un gigante podría haber colocado esa piedra aquí!, dijo Sola llorando. Las mujeres se sentaron al lado de la sepultura y tocaron la piedra, mientras las lágrimas inundaban sus rostros.

— ¡Un gigante que gustaba mucho del rey adornó su túmulo!, sollozó Uyuna.

— ¡El amor de los espíritus de la naturaleza es precioso! ¡Ojalá que él siempre se conserve con nosotros!, dijo Ima levan­tándose. Después, durante un momento, apoyó su rostro en la piedra. En seguida se dio vuelta, emprendiendo la caminata de regreso a casa, seguida por las otras.

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La Fiesta de Despedida Maza y Ave, ambas vírgenes del Sol, caminaban lentamente

en dirección al templo principal, situado próximo, a fin de ejercitar una vez más, junto con las otras jóvenes, el festivo y ceremonioso caminar, que tornaría llena de brillo la fiesta de despedida para el gran rey. Esa solemnidad era siempre celebrada en el séptimo día después del entierro, ya que entonces se podía estar seguro de que el fallecido ya se desprendiera de todas las ligaciones terrenas.

Ambas jóvenes se sentían tristes y oprimidas. Les parecía tener que cargar un pesado fardo. La muerte del bisabuelo real no podía, absolutamente, ser el motivo de eso. Tal vez el sabio sacerdote Kanarte les diera algún consejo. Al aproximarse al templo, escucharon la bonita voz del cantor Coban y el sonido del instrumento de cuerdas con que él acompañaba sus canciones. En el Reino Inca habían muchos cantores, sin embargo, nadie tenía una voz que tanto tocaba los corazones como la de él.

Kanarte estaba sentado en un banco de piedra en su casa, enteramente concentrado en la bella melodía. Maza y Ave se acomodaron al lado de las cuatro vírgenes del Sol, las cuales estaban sentadas en el suelo al lado del sacerdote. Acabada la melodía él levantó la cabeza mirando pensativamente a las jóve­nes. Algo parecía preocuparlo.

— Es inquietante, comenzó él, cuan poco se sabe de las personas que participan de nuestra vida. Hoy, por ejemplo, tres alumnos que yo les enseñaba ya hace algún tiempo interrumpieron sus clases, sin explicación, para volver a su pueblo. ¡Quién sabe si Coban también no nos dejará en breve!

— ¡El nunca hará eso!, dijo Ave con énfasis. ¡Él es un chimú pero podría ser inca, es tan libre y orgulloso!

Ave bajó la cabeza después de esas palabras, silenciando. Estaba avergonzada por haber hablado tan precipitadamente.

— ¡Ojalá que tengas razón!, dijo Kanarte. Él entendía a la joven. El la y Coban se amaban. Probablemente era un amor sin esperanzas. Sólo raras veces los incas se mezclaban con otros pueblos . Maza interrumpió los pensamientos de él, di­ciendo:

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— ¡Los tres alumnos permanecieron extraños, una vez que sus corazones eran demasiado pequeños para acoger todo el amor que nosotros les ofrecemos! Todos concordaron con ella.

— ¡De ahora en adelante tenemos que examinar más cuida­dosamente todas las personas que se aproximen a nosotros!, comentó Kanarte. El rey tenía razón al decir antes de su muerte que sombras obscuras provenientes del mar nos amenazan. Existe también una amenaza en el aire, dirigiéndose contra nuestro pueblo y contra nuestro país...

— ¿Es por eso que nos sentimos tan oprimidas?, interrumpió Maza al sacerdote. Amábamos mucho al rey, pero no es el dolor de la despedida que nos oprime el pecho como un fardo.

— ¡Con nosotros y con nuestros padres sucede la misma cosa!, agregaron las otras jóvenes.

— Esto es natural. ¡Somos incas, la desgracia nos amenaza a todos!, les recordó el sacerdote. Mas está en la hora. Kanarte se levantó y caminó de prisa a través del jardín, acompañado de las jóvenes. Cuando entraron en el templo, dos jóvenes comen­zaron a tocar compases rítmicos en los tambores que cargaban consigo.

Otras veinte vírgenes del Sol circundaban a una profesora, ya más de edad, que les daba instrucciones. Maza, Ave y las otras cuatro jóvenes escuchaban atentamente; y luego ensayaban los pasos de la danza.

Algunos de los grandes templos de los incas no poseían tejados. Consistían en columnas y muros. Los muros, forrados en oro, eran siempre más bajos que las columnas. El número de columnas dependía del tamaño del respectivo templo. Podían ser veinticuatro, doce o apenas siete.

Los incas explicaban la razón de los templos sin tejados de la siguiente manera:

"Ningún templo puede ser suficientemente grande para venerar merecidamente al Dios-Creador. Nuestra veneración va distante, superior a la de cualquier tejado; he aquí el porqué, realmente, que ninguno de nuestros templos necesitaría de tejado".

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Otra explicación se refería a las relaciones de los incas con el Señor del Sol, Inti:

"Nosotros no adoramos al Sol. ¡Amamos a Inti! ¡Él es nuestro amo desde tiempos primordiales! A través de Inti el gran Dios-Creador nos deja sentir Su Amor. ¡Pues Inti irradia el Amor de Dios en la Tierra! ¿Cómo entonces no amar el astro solar? Nuestras Fiestas del Sol son fiestas de agradecimiento y de alegría. ¡Nosotros honra­mos de esa manera el Dios-Creador, de quién somos y permanecemos criaturas!"

Esas dos explicaciones eran siempre presentadas durante las solemnidades en los templos, las cuales extranjeros podían asistir. Así los incas evitaban que enseñanzas erradas surgiesen.

El templo de la ciudad principal del Reino Inca tenía vein­ticuatro columnas. Flores, hojas y enredaderas de oro eran fijadas hasta encima de las columnas. En el centro del templo se encontraban cuatro pedestales de altura y de extensiones iguales, cubiertos de placas de oro y colocadas en forma de cruz. Sobre los cuatro pedestales había una placa de oro, donde estaba grabado un cometa.

En el séptimo día, cuando el Sol alcanzaba su punto máximo, tuvo inicio la fiesta de despedida del rey Chuqüi.

Aproximadamente treinta vírgenes del Sol, de gran belleza, circundaban el pedestal de la cruz, caminando rítmicamente. En las manos sostenían campanillas de oro que movían suavemente. Todas usaban vestidos largos, sin cinturón, cerrados en la parte superior en el cuello por un collarín bordado de oro. Estrechos aros de oro adornados con plaquetitas también con oro, adornaban sus cabezas. Los brillantes cabellos negros les colgaban sueltos sobre los hombros. Sus pies estaban descalzos, así como los de todos los demás que se encontraban en el templo. Solamente pies descalzos podían andar sobre el piso cubierto de esteras y tejidos.

Atrás de las vírgenes del Sol se encontraban siete jóvenes con antorchas encendidas en las manos. La Fiesta de Despedida era al mismo tiempo una solemnidad de coronación. Por eso, depositada en el centro de los pedestales, en forma de cruz, estaba

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la corona inca y, al lado, una guirnalda de hojas de oro destinada a la nueva reina.

Después de las jóvenes haber dado varias vueltas en torno de los pedestales, colocaron las campanillas sobre las cuatro placas. Esa era la última ofrenda simbólica al fallecido rey, pero al mismo tiempo era también la promesa de que en el Reino Inca las campanillas nunca silenciarían. Las siete antorchas encendidas significaban siete luces que iluminarían el camino del fallecido a través de las siete regiones. Los cargadores de las antorchas dejaron el templo, luego que las vírgenes del Sol depositaran la última campanilla sobre el pedestal.

La Coronación

Coban entonó la canción de despedida y enseguida varias trompetas anunciaron que llegara el momento de la coronación.

Yupanqui y Uyuna estaban sentados en un trono de dos asientos, colocado para esa solemnidad al frente de una de las columnas. Al lado del trono estaban de pie dos jóvenes. Ambas habían terminado su tiempo de aprendizaje como vírgenes del Sol. Con doce años las jóvenes dejaban el hogar paterno, mudán­dose a la casa de la juventud. Allí se quedaban hasta el vigésimo año de vida.

Una de las jóvenes, llamada Vaica, caminó bajo el sonido de las trompetas hasta uno de los pedestales, donde el sacerdote Uvaica le dio la guirnalda de hojas de oro. Vaica volvió lentamente con la guirnalda, colocándola en la cabeza de Uyuna. En seguida la segunda joven, Mirani, se dirigió al mismo pedestal y recibió la corona inca de las manos de Kanarte. Con esa corona ella coronó a Yupanqui.

La fiesta de despedida y la coronación ocurrieron armoniosa y festivamente. Sin embargo, había sombras de una especie de miedo y preocupación. Nadie podría decir porqué era así. Muchas mujeres lloraban, hecho que en sí ya era fuera de lo común. Pues la despedida de una persona querida desencadenaba melancolía, sin embargo, nunca miedo y preocupación. Todos los sabios estaban presentes y miraban pensativamente hacia adelante.

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Ellos conocían el cuadro del destino de los incas. El pasado se desenrollara brillantemente y sin turbaciones, sin embargo, el futuro nada de bueno prometía. Uno de ellos, cuya capacidad de percepción alcanzaba mucho más allá de la Tierra, les había narrado, poco antes de su muerte, que del mar vendrían seres humanos..., criaturas sobrecargadas de todos los males, las cuales estremecerían las bases del Reino Inca.

"¡Ellos no lucharán con armas, pero estremecerán las bases del Reino por medio de ardides!", terminara el vidente su aterro-rizador relato. El vidente no indicó la fecha de ese acontecimiento, pues, mientras transmitía el pavoroso relato, su espíritu dejaba el cuerpo terreno para siempre.

Los astrónomos que se ocuparon después del relato del vidente determinaron una fecha en que, conforme todo indicaba, una desgracia caería sobre los incas. Ocurriría doscientos años más tarde. Esto no era consuelo para los sabios. Doscientos años no era mucho tiempo, sin embargo, según la intuición de ellos, algún infortunio se aproximaría mucho antes...

Después de la coronación, Yupanqui y Uyuna dejaron el templo, siempre acompañados por los sonidos de las muchas trompetas. Las vírgenes del Sol y todos los que asistieron a la solemnidad acompañaron al nuevo matrimonio real hasta su pa­lacio. El Reino Inca tenía un nuevo rey. Un rey sabio, pues Yupanqui era, como todos sus antecesores, miembro del consejo de los sabios.

Mirani y Vaica siguieron al matrimonio real hasta el palacio, con el fin de sacarles las coronas de las cabezas. Después ellas fueron guardadas en una caja especial, en el salón de los reyes.

Los Narradores Más tarde vinieron al palacio dos "narradores", para relatar

con palabras claras el transcurrir de la solemnidad. Luego que el rey escuchó el relato, ellos recibieron la misión de visitar otros pueblos del Reino y les transmitir exactamente la ceremonia de despedida y de la coronación. De esa manera todos estaban siempre bien informados.

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Los narradores — se podía decir también historiadores — recibían una instrucción especial. Ellos deberían poseer buena memoria y la capacidad de retransmitir todos los acontecimientos con absoluta fidelidad. Quien se desviase un mínimo que fuese de la verdad, era excluido. Toda la historia Inca era retransmitida por narradores, de generación en generación, y contada a los niños a partir de cierta edad. Aún mil años más tarde, cada inca sabía detalladamente al respecto del éxodo de las montañas y de la fundación de la nueva ciudad.

Vaica también dejó el palacio cuando los narradores salieron. Mirani, sin embargo, caminaba lentamente a través de los salones, hasta parar vacilante en un pequeño jardín interno, contemplando encantada, como ya lo hiciera muchas veces, a los arbustos, flores, pastos, a las mariposas y a los pájaros de oro. Además de un banco bajo de piedra y algunas piedras grandes y bien lapidadas, todo era de oro en ese jardín. Mirani se sentó en un banco, pensando en el rey Chuqüi y en la mujer de él. Ambos ayudaron a los artistas en la disposición del jardín... En la ciudad habían varios jardines de oro, sin embargo, ninguno tan bello como éste...

Tenosique Un movimiento casi imperceptible llamó su atención. ¿Un

extraño? ¿Será que era el espíritu protector del palacio que fue visto varias veces en ese jardín? Ella observó durante algunos minutos fijamente hacia la figura parada en la entrada, a su frente. Después, se levantó un poco decepcionada. Era un ser humano, y no el espíritu protector como silenciosamente esperaba.

Era un hombre, pero no un inca. Su vestimenta era diferente. No vestía un poncho blanco, pero sí un amplio manto, verde claro, que le llegaba casi hasta el suelo. Cuando el hombre se movió, una gran estrella de oro brilló sobre su pecho. ' U n astrónomo", pensó Mirani, alegre. Entonces levantó la cabeza y miró hacia los ojos claros y radiantes de él. Y la mirada de esos ojos radiantes fue decisiva para sus relaciones futuras, pues en ese momento se formó entre ambos una ligazón delicada, sin embargo, firme, que nunca más se deshizo. 156

— ¡A los seres humanos les es permitido hacer amistad con todos los animales, plantas, espíritus y también con personas de razas desconocidas!, dijo el extraño con voz sonora y armoniosa, en puro quechua. Después alzó la mano, profiriendo el saludo inca:

"¡El Sol ilumine siempre tu corazón!" Después de esas palabras, él hizo un movimiento para ale­

jarse. Mirani, rápidamente, avanzó un paso, haciendo un gesto con la mano, convidándolo a quedarse. Esto era contra todas las costumbres, sin embargo, ella no podía actuar de manera diferente. Tenía que saber quién era el extraño. Sí, era un extraño..., no obstante, le parecía conocido...

Como si el extraño hubiese leído los pensamientos de ella dijo:

— Soy Tenosique, del pueblo de los Toltecas. Agregó que se encontraba a camino de la Montaña de la Luna.

— Mis antepasados vivían en la tierra de Tenochtitlán. Hoy reinan allá los aztecas con su sangrienta idolatría. Cuando yo tenía dos años mis padres abandonaron ese país; procuraron y encon­traron asilo en vuestro reino.

Tenosique silenció, observando pensativamente la bella joven de ojos verdes y enigmáticos. Su rostro delicado de color dorado irradiaba una alegría contagiante. Como todos los miembros de su raza ella era llena de vida, mas también llena de paz interior y serenidad.

— Mi padre está esperando. No soy parte de la familia real. Tenosique dio un paso hacia el lado y bajó la cabeza, despidién­dose. Soy Mirani. ¡Mi padre administra los bienes del pueblo!, agregó ella aún explicando, al retirarse.

Tenosique ya estuviera varias veces en el palacio, pero éste nunca le pareciera tan vacío como hoy. Caminó lentamente por los salones, contemplando admirado los colores fulgurantes de los tejidos que cubrían las paredes. En una de las salas, Yupanqui vino a su encuentro, saludándolo alegremente.

— Permaneceré algún tiempo en la Montaña de la Luna, a fin de continuar con mis observaciones. El lugar allá fue realmente creado para que nos aproximemos a las estrellas.

Yupanqui señaló con la cabeza, comprendiendo. El también tendría, de buen agrado, pasado algún tiempo en el monte entre

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las montañas. Pero, mientras tanto, tendría que cuidar de los negocios gubernamentales.

— ¡Vine apenas para saludar al nuevo rey y pedirle que continúe considerándome como su subdito!, dijo Tenosique en tono de broma. Después de algún tiempo, agregó:

— ¡Yo quería ser un inca! — ¿Un inca? Yupanqui lo observó sorprendido y de modo

escrutador. Ese deseo repentino le pareció extraño, sin embargo, no preguntó el "por qué".

Los dos hombres caminaron lentamente, despidiéndose frente al palacio. Yupanqui, pensativamente, siguió a Tenosique con la mirada. El tolteca era el mejor astrónomo de todo el Reino. Sus amplios conocimientos lo destacaban entre todos los demás. ¿Por qué, repentinamente, él deseaba ser un inca? Ese deseo tenía en sí algo inquietante. Yupanqui paró, ensimismado, sin encontrar una explicación para eso. Tal vez Uyuna pudiese interpretar el extraño deseo del tolteca, pensó él, entrando lentamente en el palacio.

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Capítulo XI

Las Diferencias entre los Incas y otros Pueblos

¡Yo Quería Ser un Inca!

El día de la coronación fue para el nuevo rey un día como otro cualquiera. Esto es, un día lleno de deberes. En la ala oeste ya esperaba por él una delegación de campesinos denominados plantadores. Sin embargo, primeramente, tenía que hablar con Uyuna. El deseo de Tenosique de querer tornarse inca lo tocara de modo singular.

— ¡Encontré el deseo del tolteca muy extraño, pues hasta ahora él siempre se enorgulleció mucho de su descendencia!, dijo Yupanqui al terminar sus explicaciones.

Uyuna escuchara pensativamente. — Ciertamente él conoció una joven inca. Sólo así se puede

explicar el deseo de Tenosique... Vaica y Mirani estuvieron aquí hace poco tiempo...

Yupanqui le dio la razón. — Tenosique es igual a nosotros en el espíritu. Una joven

inca podría tornarlo feliz... Excepciones siempre las hubieron. Uyuna, íntimamente, le dio razón. Sin embargo, la ley que

prohibía la mezcla de razas tenía su motivo profundo. No fue instituida livianamente.

— Cier tamente hubo excepciones en el transcurrir del tiempo. ¡Sin embargo, los que no dieron atención a esa ley, muchas veces jamás encontraron el camino de vuelta hasta nosotros!, dijo Uyuna con firmeza. Yupanqui dejó la sala. Uyuna tenía razón como siempre... , no obstante, sentía pena del tol­teca...

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Los plantadores lo saludaron alegremente, cuando él entró en el gran salón de recepción. Primeramente le entregaron una obra de arte en oro y plata.

— ¡Que águila maravillosa!, exclamó Yupanqui entusiasma­do. Justamente hoy, durante la ceremonia de la coronación, pensé en el águila que condujo a nuestros antepasados de forma tan segura hasta aquí.

El águila estaba sobre una reluciente piedra negra con las alas totalmente abiertas. Las alas eran de oro, pero la parte restante del ave estaba cubierta de plumas de plata finamente trabajadas.

Los plantadores miraron contentos a su nuevo rey. La alegría del rey era también la de ellos. Y así como allí se presentaban, no se diferenciaban en nada de los incas que ejercían otras profesiones. Vestían sus ponchos de la mejor lana blanca y en el pecho de ellos brillaba la joya usada por todos los que trabajaban en la tierra. Era un disco de plata en el centro de una moldura cuadrada de oro.

Yupanqui pensó en el fértil suelo de cultivo que les daba tan abundantes cosechas. Todos los incas amaban la tierra. Todos ellos, fuese rey, sabio o sacerdote, salían tantas veces cuanto podían a los campos de cultivo, a fin de sembrar, plantar y cosechar. Sentían la necesidad de ayudar en los trabajos del campo. Ese tipo de trabajo era ejecutado por hombres exclusivamente; las mujeres apenas cultivaban en los jardines de sus casas aliños, hierbas terapéuticas y algunos pies de maíz.

Los plantadores fundaron escuelas de agricultura en ambas ciudades incas, bien como en las ciudades de pueblos aliados, en las cuales siempre uno de ellos actuaba como profesor. En las vastas tierras pertenecientes a la capital dorada de los incas cultivaban alternadamente: maíz, quinua, poroto, maní y diversas especies de patatas. El tiempo en esas altitudes era, en aquella época, ameno y asoleado, pero nunca caliente demás. El aire, naturalmente, era muy seco. Esto no constituía ningún problema, pues las instalaciones de irrigación, ampliamente ramificadas, cuidaban siempre de la humedad del suelo. Las cosechas eran siempre tan abundantes, que grandes cantidades sobraban para negocios de cambio.

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Los pueblos aliados de regiones situadas más abajo, o de las regiones costeras, proveían a los incas algodón, cacao, frutas, sal, nueces, algas rojas, hierbas para jabón y mucho más aún. Nadie era perjudicado, pues en el desarrollo de los negocios de cambio se procedía con absoluta justicia. El sistema introducido por los incas, con referencia al comercio, ya estaba aprobado desde largos tiempos.

Yupanqui continuó parado delante de la obra de arte en oro y plata. En pensamientos estaba junto a sus antepasados. Le parecía haber caminado con ellos... Atravesando montañas y valles profundos... Sólo volvió al presente, cuando dos siervos entraron en el salón, ofreciendo a los visitantes cacao en vasos de oro. Yupanqui también bebió un vaso de esa bebida sazonada con vainilla. Después de vaciar todos los vasos, él acompañó sus huéspedes hacia afuera.

Malos Deseos

Más tarde Roca llegó e informó a Yupanqui que dos de sus mensajeros habían hablado de hostilidades y luchas incesantes en el pueblo de los Ilcamanis.* Surgió, todavía, una enfermedad de carácter epidémica, para la cual tendrían que encontrar un remedio eficiente. Yupanqui escuchó preocupado. ¿Luchas internas en un pueblo? Luchas ya surgieron muchas con el transcurrir del tiempo. Pero generalmente entre tribus extrañas... ¿Mas los ilcamanis luchando entre sí? Era un pueblo de artistas... Anualmente llegaban muchos jóvenes de ese pueblo, a fin de absorber lo máximo posible de la "misteriosa" sabiduría inca.

Los ilcamanis afirmaban que toda la desgracia que cayera sobre ellos, se relacionaba con la llegada de una mujer y de un hombre que surgieran, cierto día, del lado del mar. Suponían que esos extranjeros trajeron consigo malos deseos.

— ¿Malos deseos?, preguntó Yupanqui sorprendido. Era di­fícil hacerse una imagen sobre eso. Pensamientos, sí. Son como nubes. Siguen adelante. Pueden difundir cosas buenas o cosas

Cultura Chavín. 161

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malas alrededor de sí... Él miró asustado a Roca. Después hizo un gesto como si quisiese alejar algo de sí, sacudiéndose.

— Algo frío y desagradable rozó en mí... Los ilcamanis tienen razón. Los dos extranjeros son de una especie que causa desgracia.

Hasta aquella época los incas no poseían armas. Entre sí y los pueblos que espontáneamente se unieron a ellos, nunca hubo discordia. Al contrario. La confianza mutua y los mismos intereses espirituales formaron en el transcurrir de los siglos, una sólida base. Muchas veces hubo, entre los pueblos aliados, rebeliones y luchas por el poder. Los incas nunca interfirieron en esas luchas. Permanecían siempre neutros. Sólo pensar en conflictos mutuos con armas, se hiriendo, era para ellos un horror. Los médicos incas, sin embargo, siempre estaban presentes cuando habían heridas que tratar o huesos quebrados para ser reparados.

También Uyuna estaba profundamente preocupada. Las no­vedades que los mensajeros contaron en nada le agradaron. En­fermedades y luchas no la asustaban. Pero el hombre y la mujer extraños le dieron que pensar. Seres humanos que traían malos deseos al país, podían tornarse peligrosos. Contrastando con Yu­panqui ella luego comprendió lo que los ilcamanis querían decir cuando hablaban de "malos deseos".

La Casa de la Juventud Cuando Roca y Yupanqui salieron juntos, Uyuna también

dejó el palacio. Ella fue hasta la casa de la juventud, en la cual sus hijas Ave y Maza vivían en compañía de otras veinticinco vírgenes del Sol. La casa de la juventud comprendía tres largas y bajas construcciones de piedra, cuyas paredes, a semejanza de todas las otras casas de la ciudad, eran ricamente decoradas con ornamentos de oro.

Los tejados eran cubiertos con una reluciente paja café. Como en los antiguos tiempos, la paja, antes de ser utilizada, era sumergida en un concentrado de zumos de hierbas, tornándose así dura y resistente.

Esas tres edificaciones estaban circundadas por anchas te­rrazas cubiertas. Cuando Uyuna llegó, algunas jóvenes estaban

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sentadas delante de grandes telares colocados en una de las terrazas, tejiendo alfombras. Después de terminadas, cada una de esas alfombras constituía una obra de arte, de tan lindos y armoniosos colores que combinados entre sí, eran utilizados en los diseños.

Uyuna siguió más adelante, hasta la casa donde se encontra­ban la cocina y el gran estanque de baños. Bajo la supervisión de dos mujeres de edad avanzada, varias jóvenes preparaban la cena, que era servida cerca de las seis horas de la tarde. Todas tenían los rostros rojos de calor, pues las vasijas hondas de cerámica estaban llenas de brasas. Los cazadores habían traído cierta cantidad de gallinas de las montañas, las cuales asaban en los espetones sobre las brasas.

En épocas anteriores, los propios incas capturaban o derriba­ban con flechas la caza que necesitaban para su alimentación. Sin embargo, ya desde hace mucho tiempo ese trabajo era ejecutado por los "Runcas", una tribu que vivía en las laderas escarpadas de las montañas. Los cazadores no necesitaban esforzarse, pues había caza en gran abundancia por todas partes. Los incas con­sumían poca carne. Preferían platos preparados con maíz, arroz y principalmente patatas, ante el más sabroso asado.

Cuando Uyuna entró en la cocina, dos jóvenes amontonaban tortillas de harina gruesa de maíz recién hechas, sobre platos de cerámica, con bonitas pinturas. Mientras tanto, una otra joven distribuía frambuesas negras en pequeños cuencos de oro.

— ¡Gallina asada, tortillas de maíz y frambuesas, era esa la comida predilecta del rey Chuqüi!, dijo Uyuna, un tanto melan­cólica, a una de las mujeres de más edad. Uyuna tomó una cuchara de oro y probó la papilla que estaba en otro cuenco de brasas. Recordó, entonces, su propio tiempo de aprendizaje en la casa de la juventud, situada en el lado norte. Todo lo que ella sabía, lo aprendiera allá.

Uyuna dejó la cocina, subiendo algunos peldaños que con­ducían a la terraza central. Allá estaban sentadas las jóvenes que hacían los nudos de quipu. De varias varas colgaban diferentes cordones coloridos de tamaños variados, en los cuales las jóvenes hacían nudos con gran habilidad. Todas las jóvenes y también lodos los jóvenes, que recibían su formación en las casas de la

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juventud, tenían que aprender hacer nudos de quipu. Los jóvenes que demostraban especial habilidad para eso, se tornaban profe­sores y frecuentemente acontecía que mejoraban el "sistema de escritura".

Los incas que vivían en otras ciudades se comunicaban a través de la escritura de nudos. Las dos jóvenes que hacían nudos en la terraza este, usaban en las manos guantes flexibles de finas chapas de oro. Sin tal protección ellas habrían machucado sus manos, pues las hebras de lana con las cuales trabajaban eran mezcladas con tenues y duras fibras de plantas. Las otras jóvenes que trabajaban exclusivamente con hebras de lana usaban los usuales dedales de oro.

Uyuna permaneció observando durante algún tiempo a las jóvenes, elogiando su habilidad para hacer nudos. Todavía, estaba preocupada. ¿Dónde estaban Ave y Maza? En realidad deberían estar allí, junto a las otras. En la cocina no estaban. Tampoco fueron vistas tejiendo alfombras en la otra terraza. Solamente restaba la casa de los baños. Ella volvió y entró en el anexo al lado de la cocina. El gran recinto de baños se encontraba vacío. Refrescó las manos en el chorro de agua que salía de un caño de piedra y que llenaba las grandes vasijas embutidas en el piso. ¿Dónde estaban sus hijas? En los jardines ciertamente no estarían, pues allá debería haberlas visto.

Una joven respondió su pregunta silenciosa. Fue Ivi, la hija de un conservador de remedios.

— Ave y Maza están en el templo. Ellas ayudan a Vaica. — ¿Ahora, a esa hora?, preguntó Uyuna, sorprendida. Las

jóvenes ya están trayendo las vasijas de la cocina... Ivi se alejó corriendo, antes que ella le hiciese más preguntas.

Ahora, Uyuna quedó realmente preocupada. La cena era, como de costumbre, servida a esa hora en la terraza que se encontraba más próxima de la cocina. Allí habían mesas y largos bancos entallados.

— ¿En el templo? Uyuna dejó la casa de la juventud y atravesó el jardín de hierbas, dirigiéndose al templo. De repente, escuchó voces. Las voces de sus hijas y la de un hombre. Se colocó atrás de un arbusto cerrado y permaneció esperando. Después vio a Coban. Él siguió con la mirada, como en sueño,

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a las dos jóvenes que se alejaban rápidamente. Uyuna, con el corazón pesado, contempló al joven extraordinariamente simpáti­co. El vestía, como siempre, pantalones blancos de lana y un suéter blanco ajustado también de lana, con mangas largas y collarín alto. El suéter era bordado con diseños azules geométricos. En el cuello cargaba una pequeña flauta de oro y lapislázuli.

Uyuna encontró indigno esconderse atrás de un arbusto y, por eso, se adelantó en algunos pasos y señaló hacia Coban, saludán­dolo. Extrañamente, cuando la nueva reina surgió, Coban no se asustó. Ella era la madre de Ave, por consiguiente, él la incluía en su amor. Inclinó la cabeza saludándola y esperó que ella le hablase.

— La canción que hoy entonaste, en la fiesta de despedida, todavía, repercute en mi corazón. ¡El rey gustaba tanto de tu canto!, dijo Uyuna con leve tristeza en la voz.

— ¡El rey escuchó mi canción!, respondió Coban orgulloso y al mismo tiempo humilde. Yo vi al rey próximo al trono durante la coronación. Él brillaba como oro... En seguida, desapareció... Me pareció como si el templo no tuviese más la misma lumino­sidad de antes.

Coban habló en voz baja y con la cabeza inclinada. Uyuna sabía que el joven tenía razón. También ella sintiera fuertemente la presencia de Chuqüi en el templo. Había sido su despedida definitiva de la Tierra. Ella señaló con la cabeza hacia Coban y enseguida atravesó los jardines sin mirar hacia atrás, caminando hasta su palacio. Con sus hijas podría hablar otro día.

¿En Qué los Incas Son Diferentes a Nosotros?

Coban aún permaneció parado por algún tiempo, escuchan­do, como si escuchase melodías de esferas desconocidas. Su corazón, sin embargo, estaba repleto de melancolía y de una nostalgia indefinida. Ya estaba obscureciendo, cuando dejó el jardín.

El vivía junto con otros cuatro jóvenes en casas destinadas a los visitantes de pueblos aliados. Esas casas de huéspedes eran al mismo tiempo escuelas, en las cuales se enseñaba historia y la

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lengua inca, el quechua. Las casas de la juventud eran reservadas solamente a los incas.

Coban pensaba sobre la distante relación existente entre los incas y los otros pueblos. Por ejemplo, con él mismo... Su pueblo, los chimúes, y también los chibchas, eran famosos constructores de ciudades, mucho antes que los incas hubiesen llegado de sus montañas. Y fueron también los chimúes que primeramente reconocieron la superioridad espiritual de los incas. Y esto per­manecía así hasta aquella fecha. Actualmente, en conocimientos, él no se quedaba atrás de ningún inca. Era tratado por todos con la misma amabilidad. Sí, a veces hasta se olvidaba de que no era un inca. No obstante..., no obstante, había un abismo..., algo enigmático, inescrutable parecía envolverlos, tal como un velo impenetrable... Sólo Ave..., entre él y Ave no habían abismos ni velos.

— Nuestras almas ya caminaron muchas veces en los caminos del Universo..., ahora nos fue permitido reencontrarnos...

— ¡Coban! ¿Con quién estás hablando?, preguntó Kameo un tanto preocupado. ¡Tus canciones y tü voz tienen un sonido diferente, más profundo, desde que encontraste a Ave!

— ¡No percibí que hablaba tan alto!, dijo Coban medio sin gracia. Ave está tan próxima de mí y, sin embargo, tan distante...

— ¡Ya estoy de viaje!, dijo Kameo riendo, mostrando sus sólidos zapatos de fieltro. Regreso para los míos cargado de conocimientos. Sí, viajo con los mercaderes que partirán mañana. En mi lugar vendrán mi hermano y mi hermana.

— ¿Kameo, en qué los incas son diferentes a nosotros? — ¡Yo tampoco lo sé!, respondió Kameo. — ¡Parece que nadie puede responder a esa pregunta!, dijo

Coban, resignado. — ¡Mi pueblo, los caras, son sabios y ciertamente tan antiguos

como los incas!, continuó Kameo. Ya hace mucho tiempo que somos aliados de los incas. La mayoría de nosotros aprendió el quechua..., sin embargo, el abismo continúa... Aprendí el arte de gobernar, a fin de investigar el misterio de los incas, pues..., Kameo observó hacia Coban interrogativamente. ¿Cómo los incas consiguen vivir en paz con todos durante tantos siglos? No poseen armas..., y, entretanto, nos hacen exigencias.

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— ¿Exigencias?, interrumpió Coban, sorprendido. ¿Qué exi­gencias?

— Digamos condiciones. Coban señaló concordando. — Condiciones, sí. Pero nunca exigencias. Kameo le dio la razón a Coban e inmediatamente se volvió

para salir. Coban, no obstante, continuó hablando. — Sus leyes son sabias y amplias; apenas ganamos si las

aceptamos. Y el hecho de que ellos no quieran hacer comercio con personas que adoran ídolos, prueba que realmente se encuen­tran en un nivel superior a nosotros. Pues nosotros..., quiero decir mis antepasados, perdieron la benevolencia de los dioses..., para siempre..., ya que se dedicaron a la idolatría. Hace poco tiempo que entre nosotros encontraron por medio de excavaciones, esta­tuas con cabezas de animales.

Coban silenció, avergonzado. Él no se recordaba de haber hablado tanto, jamás.

— ¡Descubriste el misterio de los incas!, exclamó Kameo casi alegre. Ellos nunca, en tiempo alguno, adoraron ídolos. ¡He aquí el porqué son los únicos, entre todos los pueblos que yo conozco, que hasta hoy se regocijan con la benevolencia de los dioses! ¡Es esa la circunstancia que provoca la distancia!

— ¡Esa sombra yace sobre nosotros!, dijo Coban lamentando. Tal vez yo mismo haya adorado ídolos otrora..., y Ave no..., sino, yo hoy habría nacido inca o ella chimú. Yo mismo abrí otrora ese abismo..., yo siento...

Kameo se despidió. Todo lo que tenían a decir, fue dicho. — La encontraste. Y el amor te tornó en un gran cantor. ¡Qué

en tu corazón siempre brille el sol del amor! Kameo desapareció antes que Coban pudiese responder algo.

La capital dorada de los incas se preparaba para la Fiesta anual de las Flores. Era primavera, y en los alrededores de la ciudad, en las laderas de las montañas, florecían retamas rojas y amarillas, acacias blancas y flores azules de la alfalfa. El aspecto era festivo, y las flores exhalaban un perfume especialmente fuerte en esa época.

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Mirará Sucedió pocos días después de la Fiesta de las Flores al

anochecer. Mirani, tal como en todas las otras, entonara canciones con su voz alta y sonora y plantó arbolillos en la tierra. Todo transcurriera como de costumbre. Nada cambió en la fiesta. Apenas ella misma parecía haber cambiado de un momento a otro. Sus pensamientos se desviaban siempre de nuevo. La imagen de Tenosique, un hombre alto y bonito, se sobreponía a todo.

Estaba vergonzosa y preocupada. "No lo conozco", decía a sí misma. "Lo vi apenas una vez...,

y también él no es un inca..., desciende de un pueblo que hoy ya se extinguió..., jamás podré tomarme su mujer..., ¿o tal vez sí?"

Silenciosa y oprimida ella volvió a la ciudad. Era poco antes del crepúsculo. Los rayos rojizos anaranjados del Sol poniente envolvían el oro de las casas y los jardines dorados en una luz festiva. Mirani, sin embargo, poco veía de todo el fulgor en su alrededor.

Ella empujó la puerta de su casa para el lado y paró vacilante en la solera. En ese momento algo tocó su hombro. Se volvió. No había nadie. No obstante, alguien tocara en su hombro.

— ¡Tenosique!, exclamó ella excitada. El estaba cerca de ella... También él no olvidó su encuentro en el palacio, caso contrario su espíritu no la habría buscado... Fue él quién tocó su hombro. Su intuición nunca la engañara.

Lágrimas deslizaban en su rostro. Lágrimas de esperanza, preocupación y cansancio. Se dirigió a su dormitorio, retiró las sandalias de los pies y se acostó en la cama. Ya semidormida escuchó el sonido de muchas campanillas y de las matracas con las cuales los pastores llamaban a sus animales.

El cuerpo de ella dormía, pero su alma estaba libre y corría como que atraída por una voluntad más fuerte al encuentro del Monte de la Luna*, distante a muchas millas.

Cuando Tenosique vio a Mirani por la primera vez tenía cerca de cuarenta años de edad. El poseía la gran sabiduría que otrora destacara a su pueblo y, probablemente, era el mejor astrónomo

Machu Picchu.

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que desde hace mucho tiempo hubiera en la Tierra. Todo su interés se concentraba en el "Cometa". Cuando niño soñó con un cometa que con gran estruendo pasó alto encima de su cabeza. En el sueño se encontraba en una montaña en el medio de muchas personas...

Al mismo tiempo en que el alma de Mirani dejaba su cueipo adormecido y corría al encuentro de él, buscándolo, Tenosique estaba recostado en un bloque de roca en la Montaña de la Luna, escuchando las voces de la noche. Lechuzas gigantes y halcones nocturnos salían de sus cuevas en las rocas, rodeándolo en vuelo silencioso. Bien abajo brillaba el río de los osos, a la luz de la Luna que subía. Delante de las cabanas de las pocas familias Runcas que vivían allá abajo, crepitaban algunas hogueras.

Una nostalgia casi dolorida llenó su alma. Nostalgia de la joven que viera una única vez y que, no obstante, le era más próxima y conocida de que cualquier otra persona en la Tierra.

Él no sabía que en ese momento Mirani, distante, en la Ciudad Dorada, sintiera su presencia y que la misma nostalgia llenaba el alma de ella también.

Continuó recostado en el bloque de roca, sin embargo, no más escuchaba las voces de la noche. Estaba como que encantado. Mirani se encontraba cerca de él. Sentía intuitivamente su presen­cia, y de modo tan fuerte como si ella estuviese físicamente a su lado. El alma de ella estaba cerca de él, pues el destino los uniera nuevamente. Él cuidaría para que permaneciesen juntos.

En esa noche Mirani tuvo el más bello sueño de su vida. De manos dadas con Tenosique, ella fluctuaba sobre asoleadas y blancas cumbres de montañas, sobre abismos y ríos y entre ban­dadas de águilas, hasta un desconocido y brillante País del Sol...

Por la mañana, al despertar, ella no recordaba las vivencias de la noche. Sabía apenas que Tenosique se encontraba próximo de ella. Y eso la llenaba de confianza y esperanza...

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Capítulo XII

Las Sombras Aterradoras

Los Extranjeros

"Terminó mi tiempo en la Tierra. Vosotros que per­manecéis, velad por nuestros pueblos, pues veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra sagrada."

No demoró mucho y todo el pueblo Inca conocía las palabras exhortadoras y graves de su fallecido rey. Todos sabían que no bastaba solamente la vigilancia de los sabios para reconocer el mal a tiempo y repelerlo. Todos eran responsables por la paz del Reino.

En ambas ciudades incas nada había cambiado durante los meses siguientes. Por lo menos los extranjeros y mercaderes que iban y venían, no trajeron ninguna noticia desagradable. Lo mismo pasaba con respecto a los hijos e hijas de otros pueblos que venían para aprender.

No obstante, los incas no encontraban sosiego. Los relatos oriundos de los pueblos aliados tenían todos algo de amenazador en sí. Del sur del gran reino Inca, donde vivía el pueblo Ilcamani, el sacerdote-rey Amayo, que tenía mucha afinidad con los sabios incas, envió la siguiente noticia:

"Aquí llegaron dos grandes canoas. Bajaron de ellas un hombre, que se presentó como el sacerdote Nymlap, y sus veinte siervos. Entre los siervos se encontraba una mujer joven y un jorobado. Ese Nymlap hace bastante misterio respecto a su origen. Me dio a entender ser un 'Leuka', siendo él originario del país

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de las 'florestas de madera roja'*, y que todos sus antepasados eran constructores de templos".

Mientras Yupanqui, cabizbajo, escuchaba el relato del sabio Amayo, tuvo la impresión de que un profundo abismo se abría a su alrededor, y de que la Tierra había temblado levemente.

Después de algún tiempo él levantó la cabeza y miró inte­rrogativamente al mensajero que estaba frente a él, silencioso. Cuando éste señaló afirmativamente, Yupanqui le dio la señal para que continuase hablando.

"El extranjero afirmaba que estaba haciendo una 'romería' hasta el templo, en el gran lago, con el objetivo de honrar allá a los dioses. Él y los suyos llevan la señal de la muerte en sus frentes. Esos extranjeros convencieron veinte de nuestros jóvenes que hablan el quechua, a acompañarlos hasta el gran templo inca. Todo lo que aquí relato, lo supe a través del jorobado, el cual habla vuestra lengua. Mi pregunta de donde aprendiera el quechua, quedó sin respuesta. Me despido ahora de usted, mi hermano en el espíritu, pues no nos volveremos a ver más en la Tierra. ¡Me aproximo al último límite del camino! Las sombras de los extran­jeros están cargadas de desgracias."

El emisario bajó su bengala de mensajero, en señal de que había retransmitido y terminado el mensaje del sacerdote-rey Amayo así como lo recibiera.

— ¿Qué es lo que pretenden esos extranjeros en nuestro país?, preguntaron a Yupanqui, un poco más tarde, su mujer Uyuna y Roca.

— ¡Tenemos que aguardar los relatos de otros mensajeros!, dijo Sola, que en ese momento entraba en la sala de recepción.

— No podemos ir al encuentro de ellos. ¡Pero todos nosotros estaremos presentes cuando realmente llegaren al viejo Templo de los Gigantes!, dijo Roca firmemente.

Y los mensajeros vinieron. Sin embargo, las noticias que trajeron sobre Nymlap eran cada vez más incomprensibles y confusas. Una cosa era cierta: el extranjero y sus siervos sembra­ban desconfianza y descontento por donde pasaban. Un otro emisario transmitió el siguiente mensaje de un príncipe menor de los chimúes, cuyos dos hijos frecuentaron escuelas incas:

Honduras.

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"¡Inca, Regente, Yupanqui! ¡Escucha con tu corazón y todos los sentidos! ¡Un extranjero que se denomina Nymlap, siembra cosas malas! ¡Palabras malas! El transmisor de esas malas semillas es un jorobado que habla el quechua. Las palabras que él habla a los míos tienen el siguiente sentido:

'¡Los incas son grandes y poderosos! ¡El poder de ellos emana de un secreto que poseen y que guardan solamente para sí! Investigad ese misterio, entonces también tendréis prestigio, seréis grandes y poderosos, como el pueblo que los domina'."

Ni los sabios ni cualquier otro inca podría imaginar a que secreto él se refería. Solamente el hermano de Tenosique, el cual regresaba de un largo viaje, esclareció tal secreto.

Las Informaciones de Sogamoso

Sogamoso, así se llamaba el hermano de Tenosique, era botánico, geólogo, en fin, un entendido en ciencias naturales. Así como su hermano él poseía el grado de sabio.

— ¡Yo encontré al extranjero con su séquito en mis caminatas a través de las florestas, junto a una pequeña tribu chanca!, comenzó Sogamoso. Toda la tribu, incluso el sacerdote, se sentía muy honrada con la presencia del extranjero. Con excepción del jorobado, nadie dio importancia a mi presencia. Sólo esto ya era extraordinario. También el jorobado pareció interesarse por mi solamente debido al manojo de plantas que cargaba conmigo. Yo estaba curioso y instauré una conversación. En realidad él era un chibcha y cuando joven aprendiera el quechua en una de las escuelas incas. Pero era un lisiado y como tal despreciado, aunque, fuese más inteligente que muchos. Por ese motivo se dejó contratar por un navegante que viniera de lejos con sus embarcaciones, permaneciendo junto a él hasta encontrar su nuevo amo.

Su nuevo amo se llama Nymlap y realmente era sacerdote. Un sacerdote expulsado y condenado a muerte. La mujer que lo acompaña le salvó. Ella se llama Chiluli y también era sacerdotisa. Los otros que vinieron con ellos, según mi opinión, buscan oro y aventuras.

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Sogamoso hizo una pausa, mirando pensativamente al frente. — ¿Por qué la larga caminata hasta aquí? ¡Ese Nymlap

esconde sus verdaderas intenciones!, exclamó Roca preocupado. Yupanqui concordó.

— ¡Si procura oro podrá tenerlo..., cuánto desear!, dijo Kanarte también presente.

— ¡Ese hombre es peligroso!, empezó Sogamoso. Espíritus de venganza, los eternamente condenados, parecen impulsarlo... Vino a sembrar discordia, desconfianza y enemistad en el gran reino. Conforme lo que el jorobado me dijo orgullosamente, en breve no habrá más ningún inca prepotente, pues son impostores... El albo de Nymlap es el grande y viejo templo al lado del portal. Allí él desea establecerse.

Tristeza envolvió a los oyentes. Pues sabían muy bien como los demás pueblos a ellos vinculados eran accesibles a todo lo que no fuese verdadero. Principalmente en los últimos tiempos.

— "¡Los incas dominaron todos los pueblos!" Sogamoso continuaba describiendo las palabras del jorobado. "¡Dominaron con las hojas de una única planta!", dijo, todavía, el jorobado con un aire de importancia y orgullo, pues, a pesar de su defecto físico, es considerado importante...

— ¿Hojas? ¿Qué hojas?, interrumpió Roca al orador. — ¡Hojas del arbusto amarillo biru!*, respondió Sogamoso.

De la conversación con el jorobado deduje que en el país originario de Nymlap, la mayoría es de opinión de que los médicos incas pueden curar todas las enfermedades, solamente porque poseen los arbustos biru, ejerciendo tanto poder sobre los otros pueblos. ¡Esas hojas milagrosas no son accesibles a otros pueblos!, afirman ellos. Pues eses arbustos serían muy bien guardados por peligrosos espíritus de la naturaleza, de modo que nadie osaría aproximarse a ellos. Además de eso, crecían apenas en los valles montañosos de difícil acceso.

Callados y desconcertados los incas miraron hacia Sogamoso. — ¡El país de Nymlap y todos los países vecinos deben ser

habitados por condenados! Escuchamos lo suficiente sobre los cultos de allá. ¡Ellos atormentan y matan animales y seres

Arbusto de coca.

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humanos para hacer sacrificios a supuestos dioses!, dijo Kanarte, como que aturdido por las horribles revelaciones.

No tardó mucho y llegaron enviados de otros pueblos, rela­tando confusiones provocadas por el extraño, que ya hace meses viajaba por el gran reino.

— ¡Muchos dan crédito al impostor!, dijo el mensajero chimú. ¡Incluso muchos de los nuestros, repentinamente, se rebelan contra el dominio inca, el cual todos ellos buscaron espontáneamente!

Las opiniones se dividían por todas partes. ¡En pro y contra de los incas! Finalmente se verificó que la mayoría no sabía lo que debería pensar. Eran los propios médicos los que defendían a los médicos incas, intercediendo en favor de ellos. Pues sabían que los incas no utilizaban las hojas. Cada uno de ellos asistiera por lo menos a una cirugía efectuada por los médicos incas. Por eso conocían y también utilizaban el narcótico* de los incas. Se extraía de la cascara de un árbol, anestesiando rápidamente, sin tener ningún efecto posterior desagradable. Fue uno de los sabios incas, que varios siglos antes, siguiendo los consejos de un Rauli, comenzó a fabricar ese eficiente narcótico, efectuado con esa cascara.

La noticia sobre la presencia de un sacerdote idólatra, que viajaba por el país todo seguido de su igual especie, dejando atrás de sí infortunios, confusión y destrucción, se expandió con la velocidad del viento. La noticia llegó hasta las más distantes regiones.

Después de las revelaciones de Sogamoso, Kanarte, con el corazón cargado, viajó hasta el viejo templo, en el portal, el cual, todavía, continuaba siendo el destino de innumerables peregrinos. Fue hacia allá a fin de elucidar y advertir los sacerdotes del local al respecto del extranjero. No deberían poner a disposición de ese Nymlap ninguna de las casas que siempre estaban preparadas para las personalidades importantes de otros pueblos.

Externamente la vida en las ciudades incas continuaba como siempre. Nadie sabía donde ese Nymlap se encontraba, pues venían cada vez menos mensajeros con informaciones sobre él.

Especie de curare.

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No obstante, muchos incas tenían la impresión de que el Sol se turbara un poco...

Mac hit Picchu

El valle montañoso situado entre dos altos montes, el Machu Picchu y Huayna Picchu aún no existía hace mil años. En esa época existía otro gran macizo de roca entre esos dos montes. Ese monte rocoso fue desmontado por los gigantes, los cuales quebraran las piedras de tal forma, que los futuros constructores no tuvieran tanto trabajo para quebrarlas. Así surgió el alto valle montañoso, el cual posteriormente sirvió de refugio para las mujeres y muchachas incas.

Hoy en día un camino para vehículos conduce a los turistas hacia la cumbre, al lugar escondido entre los picos de las mon­tañas. Los turistas se encuentran con las casas, todavía, bien conservadas, templos, terrazas, un altar y acueductos de piedra, los cuales conducían agua desde grandes distancias.

A través de los esqueletos allí encontrados, los exploradores supusieron que Machu Picchu fue habitada probablemente apenas durante cincuenta años. Y preguntan por qué esa pequeña y escondida ciudad montañosa fue abandonada. Los conquistadores no la descubrieron... ¿Qué sucedió para que las personas huyeran de allá? Este es otro enigma que hasta ahora no ha podido ser descifrado...

Los incas siempre llamaban Machu Picchu, el alto y escondido valle montañoso, de "Monte de la Luna". Hace setecientos años el Monte de la Luna era una colina cubierta de pastizal, musgo y alfalfa de las montañas, circundado por montañas en cuyas grietas se alojaban halcones, águilas, lechuzas y murciélagos. También osos negros existían en esa región de los Andes.

Por todas partes habían montes de piedras, que parecían apenas esperar para ser utilizadas. Entre las piedras vivían lagartos, o sea lagartos voladores, también culebras y muchos pequeños roedores de pelaje azul-gris, las chinchillas.

En aquel tiempo, esto es, hace setecientos años, había allí apenas cuatro edificaciones mayores de piedra, cubiertas con

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tejados de paja. Anchos peldaños de piedra conducían a esas edificaciones provistas de pequeñas y redondas aberturas como ventanas. Las casas estaban tan envueltas por enredaderas amari­llas, de modo que mal eran vistas.

El Monte de la Luna fue descubierto hace aproximadamente mil años por algunos geólogos incas que exploraban las regiones de los Andes. Ellos gustaron tanto de ese lugar, que informaron a su respecto al rey inca de esa época. El rey, que al mismo tiempo era astrónomo, se encaminó hacia allá sin vacilar, con algunos sabios y un constructor, construyendo juntos la primera casa de aquella región.

Desde entonces el rey pasaba algunas semanas del año en esa modesta edificación de piedra en compañía de otros astrónomos.

— "¡En ninguna parte estamos tan próximos del mundo de los astros como aquí arriba!", dijo él terminantemente. "No hay ningún otro lugar donde yo pueda observar tan fácilmente, con plena conciencia, lo que pasa afuera del pesadumbre terrenal en los astros situados próximos de nosotros... Mismo las vías que ligan nuestra Tierra con otros astros son fácilmente reconocibles..."

Todos los sabios que allá llegaban en el transcurrir del tiempo le daban la razón. Ese local tenía algo de especial. Sin embargo, ninguno de ellos adivinaba que un día se transformaría en un lugar de refugio para sus mujeres y niños...

En la época en que Tenosique muchas veces se retiraba al Monte de la Luna, las cuatro edificaciones de piedras eran frecuentemente habitadas. Como en épocas anteriores se encon­traban allí principalmente investigadores que se ocupaban de la astronomía. No sólo incas, sino también investigadores de pue­blos amigos.

En las cercanías del río, más abajo, residían algunas familias runcas. Cultivaban un poco de maíz, arroz rojo y cuidaban de grandes manadas de alpacas que pastaban próximas o más dis­tantes del Monte de la Luna. En determinadas épocas, con el auxilio de algunos incas, esquilaban también a los animales, limpiaban la lana y la transportaban a las "casas de lanas" de las ciudades incas. Como recompensa recibían vestimentas, lozas y todo lo que aún necesitaban. Sus niños, tan luego manifestasen deseos al respecto, eran recibidos en las escuelas incas. Las pocas

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mujeres runcas cuidaban también a los sabios cuando éstos se encontraban en el Monte de la Luna.

Tenosique estaba ahora ya hace algunas semanas en el Monte de la Luna. El viera un cometa que lo ocupaba día y noche.

Cuando un día al anochecer regresaba de una excursión, al abrir la pesada puerta de cuero que cerraba la casa, fue saludado alegremente por el médico Ikala y por Saibal, el investigador de la historia humana. Saibal descendía del pueblo Maya. Sus ante­pasados hace muchos años habían dejado su vieja y muy distante patria, radicándose después de una larga caminata, en un lugar situado no lejos de la actual ciudad de Quito. Saibal tenía también el grado de sabio, tal como los sabios incas.

La mujer runca, que generalmente cuidaba de los sabios que de tiempos en tiempos se quedaban en el Monte de la Luna, colocó en una larga mesa, donde ya estaban encendidas dos lámparas de aceite, varias fuentes bonitas de cerámicas con pan fresco de maíz, patatas tostadas en las brasas y una salsa de yerbas. De un casillero lateral ella trajo dos jarros, uno con leche y otro con cacao, colocando, todavía, al lado, una fuente con miel líquida.

La mujer, denominada Naini, se volvió para salir. En la puerta, sin embargo, paró indecisa, y bajando la cabeza comenzó a llorar.

La Advertencia de la Mujer Runca Los tres miraron sorprendidos a la mujer. — ¿Qué es lo que te oprime, Naini?, preguntó Ikala bonda­

dosamente. ¡Si se enfermó alguno de los tuyos, entonces estoy aquí para ayudar!

Naini no respondió. Meneó la cabeza, acomodándose en un banco al lado de la puerta.

Tenosique, que conocía a la mujer ya desde algún tiempo y sabía de su don de vidente, la observaba silenciosamente, reco­nociendo que ella les deseaba comunicar algo. Por eso le dijo:

— ¡Habla, Naini! Libera tu alma y alivia tu cabeza de los pensamientos pesados que te oprimen.

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Naini levantó la cabeza y miró entristecida a los tres sabios: — ¡Personas malas atraviesan el pais!, comenzó ella balbu­

ceando. Ellas propagan mentiras y traen consigo el vicio... Hace mucho tiempo éramos un gran pueblo. Nosotros también teníamos un sabio rey-sacerdote... Después vinieron extranjeros de un país distante y desconocido... Llegaron en canoas a nuestro litoral. Esos extranjeros les mostraron a nuestros antepasados las hojas y flores del arbusto biru. Al mismo tiempo les dieron a entender que ellos, nuestros antepasados, deberían ayudarlos a encontrar esas plantas de flores amarillas... Obsequiaban a todos con ves­timentas, mantas y adornos... Pues bien..., esos ignorantes y ciegos antepasados conocían un lugar, en un valle de la montaña, donde crecían tales plantas y condujeron a los extranjeros hasta allá. Naini hizo una pausa, levantándose; después se colocó al lado de la mesa donde los sabios estaban sentados y continuó:

— Según las tradiciones, los extranjeros se comportaron como trastornados al ver esos arbustos. Luego arrancaron las hojas, colocándolas en la boca y masticándolas. Simultáneamente convidaban a los hombres que los habían conducido hasta allá, para que hiciesen lo mismo. Nuestros hombres, que no compren­dían lo que había de especial en esas hojas, también comenzaron a masticarlas..., por curiosidad... Pero entonces percibieron los efectos que esas insignificantes hojas ejercían..., y gustaron de ese efecto...

Los extranjeros no permanecieron por mucho tiempo. Ellos arrancaron cierta cantidad de plantas con raíces, envolviéndolas en esteras de paja. Teniendo lo suficiente, se alejaron... No los volvimos a ver nuevamente... No obstante, dicen que nuestros antepasados nunca más los olvidaron, pues nos legaron un vicio, del cual nadie tenía noción. Nuestro pueblo, otrora tan grande, se extinguió, y los que restaron se transformaron tanto hasta tornarse solamente "tokes", horribles figuras fantasmagóricas... ¡Matad los extranjeros, antes que sea demasiado tarde!, exclamó la mujer de repente, tan alto, que los tres sabios llevaron un susto.

— ¡Sí, ellos atraviesan vuestro país! ¡Ya están próximos!... ¡Deberá ser quebrado el poder de los incas!... ¡Vosotros perma­necéis alerta!... ¡Los malos — son los mismos — están cerca de vosotros!...

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Después de esas palabras Naini se volvió, dejando en silencio la casa.

Los sabios permanecieron sentados, aterrorizados. Tenían la impresión de como si un viento helado tuviese estremecido sus almas. ¿Sería posible que un extranjero difundiese un vicio en el gran Reino?

— ¡Mientras la mujer hablaba, vi, en espíritu, a un impostor al frente de mí!, dijo Ikala. Hace mucho tiempo que él llegó al templo del pueblo de los Halcones, trayendo los frutos de cactus...

— Naini nunca se engañó. Vamos a partir. ¡Yo siento intui­tivamente que algo horrible está por suceder!, dijo Tenosique. En seguida él añadió:

— No vendrán con armas, pero sí con astucia, para abalar las bases del reino.

Saibal tuvo visiones atormentadoras al pensar sobre lo que escuchara. La astucia..., el vicio... Un vicio actúa de modo más destructivo de que las guerras...

Tenosique se sintió enfermo al pensar que podría haber un final para los incas... No, nunca ese pueblo se dejaría rebajar por un vicio... Los tres sabios se prepararon enseguida para la partida. El rey Yupanqui tendría que ser notificado.

— Agradecemos a Naini. Ella nos alertó. A pesar del intenso vendaval que surgió, Naini les aguardaba

en el camino más abajo, señalando hacia ellos. Al lado de ella, entre las piedras sueltas, excavaba un armadillo gigante, buscando alimento. Pumas seguían sus senderos y lechuzas daban gritos de alegría. Más distanciados, se encontraban el marido y el hijo de Naini. Serios y preocupados, ambos seguían con la mirada a los sabios que se alejaban lentamente.

Tenosique y Saibal pararon casi simultáneamente, levantando sus cabezas hacia las cumbres de las montañas iluminadas por la Luna. A través de narraciones de los suyos, ellos conocían la maldad de los seres humanos, sabiendo también de lo que eran capaces... Adivinaban que muchas cosas aún vendrían al encuentro de los incas, cosas que aún estaban fuera de sus experiencias.

— ¡De esta vez es el vicio!..., dijo Tenosique a sí mismo. ¡Pienso en nuestros amigos astrónomos!, añadió él cuando Saibal lo miró indagatoriamente. Ellos indicaron un infortunio que se

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concentraba sobre el pueblo Inca..., más tarde... Tal vez transcurran aún doscientos años...

Ikala caminó adelante de los otros dos, absorbido en sus pensamientos. Para él era incomprensible que las hojas del arbusto biru, conocido por la mayoría, o mejor dicho, por todos los pueblos aliados, pudiese causar grandes daños. Se recordó entonces nue­vamente de los frutos de cactus..., y miedo y preocupaciones le pesaban en el alma.

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Capítulo XIII

La Lucha Contra la Introducción de Alucinógenos

Las Escuelas de los Jóvenes

En las ciudades incas ningún extranjero de los países de cultos de idolatría se dejaba ver. También en la pequeña ciudad que poco a poco surgió alrededor del viejo Templo de los Gigantes, en el Portal, nadie divisó extranjeros. Pero cada inca, donde quiera que se encontrara, sabía de la presencia de esos seres humanos que sólo cosas malas tenían en mente. Todos sentían intuitivamente algo que nunca hubiera. Un peligro desconocido que los amena­zaba. Tenían hasta la impresión de que el aire estuviese lleno de corrientes hostiles...

Cuando Kanarte llegó al Templo del Portal alertó en primer lugar al sacerdote superior Huáscar, y enseguida a todos los demás sacerdotes respecto del sacerdote extranjero y de sus acompañantes. Siguiendo una intuición, sin embargo, visitó tam­bién ambas escuelas allí existentes. Las escuelas de los jóvenes y las escuelas de las vírgenes del Sol. En ambas se aceptaban hijos e hijas de príncipes de gobernantes aliados. Esto es, de pueblos que formaban el gran Reino Inca.

Visitó primero la escuela de los jóvenes y, siguiendo el consejo de Yupanqui, les comunicó todo lo que escuchara de Sogamoso. La reacción de los alumnos no fue aquella que espe­raba. La mayoría manifestó el deseo de conocer una de esas personas que ejecutaban sangrientos cultos de idolatría, usando para tal bebidas alucinógenas. Kanarte sabía, naturalmente, que se trataba apenas de curiosidad. No obstante, no le gustó el comportamiento de los alumnos.

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El plan de enseñanza de ambas escuelas, en las cuales eran aceptados también otros que no fuesen incas, comprendía los diversos cultos de idolatría y las enfermedades y peligros que ellos causaban. También no tenían dudas al respecto del efecto embriagador de algunas plantas. La mayoría de los antepasados de los alumnos — había entre ellos también descendientes del pueblo de los Halcones — habían ejercido todos los tipos de cultos maléficos. Sin embargo, eran cultos que nunca estuvieron en conexión con rituales sangrientos.

— ¡Ellos abusan de las plantas que contienen fuerzas tera­péuticas!, exclamó indignado uno de los alumnos incas. ¡Al hacer esto, pecan contra los espíritus de la naturaleza!

Kanarte le dio la razón. — ¡Me gustaría experimentar el efecto embriagador de una

planta!, exclamó un inca. ¡Apenas para conocer!, añadió aver­gonzado.

— ¡Uno de mis antepasados vivió exclusivamente de las hojas del arbusto biru! ¡Él no ingería otro alimento!, dijo un miembro del pueblo Colla.

— ¿Y qué es lo que sucedió con ese antepasado suyo?, preguntó Kanarte.

— Después de algún tiempo quedó paralítico, no consiguien­do moverse más por sí solo. Trayendo vergüenza para nosotros, pues se convirtió en un lisiado y tuvo que ser muerto.

Un alumno de nombre Caué, con más de veinte años de edad y descendiente del pueblo de los Araucanos, preguntó de repente por qué Kanarte, como inca, se preocupaba por causa de un único sacerdote idólatra.

— ¿Qué es, lo que ese fugitivo podría hacer contra el sabio pueblo Inca?

Kanarte, que irradiaba siempre una dignidad serena y discreta, observó detenidamente a su interlocutor. Exclamaciones de indig­nación se hicieron escuchar. La mayoría de los alumnos observó a Caué desaprobadoramente. La pregunta del mismo sonó como un escarnio. Tal vez él mismo no estuviese consciente de eso.

— ¡El sacerdote idólatra trae en sí los gérmenes del pecado, sembrándolos en nuestro país!, respondió Kanarte, cuando el silencio volvió al recinto. ¡Esos gérmenes causan transformaciones 182

asustadoras en las almas y en los cuerpos humanos! ¿Cómo, entonces, no debemos quedarnos preocupados?

Con el rostro inexpresivo Caué dejó el recinto, aún antes que Kanarte terminara de hablar.

— ¡El ama a una virgen del Sol!, dijo un alumno para disculpar el comportamiento de Caué. ¡Es una joven inca! ¡Por eso él está tan irritado... El amor es mutuo; no obstante, la joven es demasiado orgullosa para unirse a un araucano!

— ¿Decís amor?, preguntó Kanarte. Amor ennoblece al ser humano. Él posee fuerza irradiante... En Caué yo apenas vi sombras siniestras de duda y de vanidad...

Las Escuelas de las Vírgenes del Sol

Kanarte seguía lentamente el camino que conducía hacia la casa de las vírgenes del Sol. Algunos alumnos lo acompañaron en silencio hasta el jardín, volviendo enseguida pesadamente oprimidos.

Kanarte entró en el extenso jardín, se detuvo entonces y respiró profundamente algunas veces. Tendría que calmarse antes de enfrentar a las jóvenes. Las palabras de Caué lo habían afectado profundamente, pues la satisfacción y el escarnio que vibraban en ellas no se podía dejar de sentir.

Era un maravilloso día pleno de Sol. Por todas partes en el jardín, receptivamente, las flores se habrían para recibir a los abundantes insectos y abejas. Levantando la mirada, vio el revuelo de los gansos y de las pequeñas pollas de agua que se dirigían al lago.

Kanarte se calmó y prosiguió lentamente. En seguida vio a Seterni, la directora superiora de la escuela, sacando hierbas dañinas de un jardín de flores, juntamente con algunas jóvenes. Al ver esas jóvenes, sintió nuevamente alegría y esperanza. Podía entender a los hombres que se enamoraban de las jóvenes incas. La belleza de ellas era traspasada por la irradiación del espíritu puro y eso, por sí solo, ya las tornaba tan atractivas...

Seterni lo vio y vino alegremente al encuentro de él, demos­trando alivio. Ella y las jóvenes vestían ropas de color azul-claro

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con un cinturón de oro. Tenían un aspecto maravilloso con su piel dorada y sus brillantes y alegres ojos.

Seterni lo condujo enseguida hacia la sala de recepción. Cuando él se acomodó en un banco cubierto de almohadones, ella salió, volviendo enseguida con una bandeja. En ella había un vaso de oro y una jarra con un preparado de cacao con vainilla. Ella llenó el vaso, observando después preocupada hacia adelante.

Kanarte bebió un vaso de esa refrescante bebida y miró interrogativamente hacia Seterni.

— ¡Un espíritu bondadoso te guió hasta nosotros, sabio!, comenzó ella a hablar pausadamente. Manis, una de nuestras jóvenes, se quedó acostada todo el día, apática, sin hablar palabra alguna. En la noche ella tuvo una visión horrible...

— ¿Una visión?, preguntó Kanarte alarmado. — ¡Sí, una visión!, confirmó Seterni. Ella despertó de ma­

drugada, pidiendo a gritos por socorro. "¡Líbrenme de los mur­ciélagos!", gritaba siempre de nuevo. Cuando después de algún tiempo se calmó, nos contó que horribles murciélagos la atacaban de todos lados. Grandes y pequeños. Se colgaban en sus trenzas y en su camisón y eran tantos, que ella casi no tenía aire suficiente para respirar.

— ¿Dónde está la joven ahora?, preguntó Kanarte profunda­mente preocupado. Murciélagos eran criaturas nocturnas útiles... Él sintió luego que esa visión o sueño era una advertencia...

— ¡Voy a buscar a la joven!, dijo Seterni. Ese Nymlap, tal vez, ya está más cerca de lo que imaginamos,

pensó Kanarte... Esa criatura es un individuo nocturno, pues viene de un lugar donde nunca brillaba el Sol...

Manis llegó, inclinando la cabeza delante del sabio. Kanarte miró pensativamente a la joven y bella mujer. Ella era nieta del sacerdote-superior Huáscar.

— ¡La visión de los incontables murciélagos fue una adver­tencia para nosotros!, dijo él bondadosamente. Pues malos espíritus se introdujeron en nuestro reino, causando inquietud. Vine aquí a fin de comunicarles a todos lo que pasa en el país. El ataque a ti de los murciélagos tiene un significado simbólico.

— ¿Entonces yo no estoy siendo amenazada?, preguntó Manis ya un poco más calmada.

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— Todos, especialmente nosotros, incas, estamos amenaza­dos. Kanarte se dirigió a Seterni.

— Llama a todos los que se encuentran en esta casa, para que yo pueda comunicarles todo lo que escuchamos.

Seterni dio a Manis la orden de reunir a todos los presentes en la sala grande de cenar.

— ¿Tienes aún otras preocupaciones?, preguntó Kanarte, al percibir que ella permaneció parada de manera indecisa. Seterni señaló con la cabeza, concordando.

— Es al respecto de Dávea... Ella ama a un araucano... — ¿Quieres decir Caué?, la interrumpió Kanarte. — ¡Es Caué!..., confirmó ella. No tengo nada contra los

araucanos..., pero ese joven es malo..., es lo que siento perfecta­mente. Él afirma que el gran sacerdote extranjero que viaja por nuestras tierras tiene razón al decir que nosotros, incas, oprimimos otros pueblos, apoderándonos de sus almas..., Caué hasta conoce el nombre de ese sacerdote...

Kanarte permaneció en silencio, pensando sobre lo que escu­chara. Ese Nymlap, pues, utilizaba palabras para desviar a las personas y envenenar sus almas... De acuerdo a su opinión, las palabras eran aún más peligrosas que las hojas del arbusto biru...

— ¿Ese joven no conoce, pues, la influencia benéfica ejercida por los incas ya hace siglos?, interrumpió el silencio Seterni. Hay menos guerras y menos hostilidades tribales y antes de todo no existen más idolatrías.

Después de algunos minutos ella miró a Kanarte y preguntó: — ¿Qué es lo que el extranjero tiene contra nosotros? ¿Por

qué él instiga las personas contra nosotros? — ¡Probablemente, en otras épocas, él ya estuvo aquí en este

país causando desgracias!, dijo Kanarte pensativamente. El nom­bre de él, Nymlap, siempre me recuerda el pueblo de los Halcones. Sabemos a través de las tradiciones que cierto día llegó un sacerdote extranjero lanzando en desgracia al gran pueblo de los Halcones. Se aprovechó de sus debilidades y de la desconfianza que imperaba entre ellos.

— ¡Además de eso, adoraban dioses-animales!, agregó Seterni.

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La Reunión con las Jóvenes Manis llegó, diciendo que todas estaban reunidas. En el salón

se encontraban cerca de treinta jóvenes, con algunas profesoras que ya habían pasado el vigésimo quinto año de vida. Cuando Kanarte entró, todas se levantaron, inclinando sus cabezas en reverencia. En seguida, miraron hacia él alegres y esperanzadas.

Kanarte relató detalladamente lo que sabía al respecto del sacerdote extranjero y de sus acompañantes.

— Sabemos que entre todos los pueblos de la Tierra los malos sacerdotes causan desagregación, esparciendo la desconfianza y ejerciendo cultos nefastos por todas partes... Por qué es así, no lo sabemos. Probablemente se trata, en esos sacerdotes, de per­sonas que en una vida terrenal anterior se encaminaron por una dirección equivocada...

Finalizando, Kanarte dijo: — Nosotros, incas, somos desde tiempos inmemoriales un

pueblo unido y feliz. Pero esto solamente fue posible por haber contribuido cada uno con su parte. ¡Esto es, cada uno vivió siempre de tal manera que la unión con la Luz siempre fue conservada! ¡Como sabéis, un pueblo se compone de seres humanos individua­les! ¡Sacerdotes renegados nunca existieron en nuestro pueblo!

Kanarte terminó su disertación. Respondió aún algunas pre­guntas de las profesoras, dejando posteriormente el salón acom­pañado de Seterni. Tres jóvenes, de las cuales dos eran del pueblo Colla y una de las hermanas de Caué, abandonaron el salón por otra puerta. Durante la salida del jardín, Kanarte se despidió de Seterni y divisó a las tres jóvenes que parecían estar esperándole, semiocultas por un arbusto.

— ¡Escuchasteis todo lo que les era necesario!, les dijo Seterni, aborrecida con el atrevimiento de las tres. Últimamente, en repetidas ocasiones, ellas se habían sublevado. ¿Qué es lo que ahora deseaban aquí?...

— ¡Sabio Kanarte!, exclamó una de las jóvenes, sin prestar atención a la objeción de Seterni. ¿Qué sucederá con nosotras si fuéremos hasta el sacerdote extranjero y su mujer y le hiciéremos preguntas sobre su vida? ¡Sabemos con certeza que él vendrá hasta este viejo templo!

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— ¡De nuestra parte nada os sucederá!, respondió Kanarte serenamente. Sois seres humanos libres y podéis actuar como querréis. De este modo, no más apreciaréis permanecer en nuestra escuela.

La Isla del Sol Una mujer alta y delgada, se aproximó silenciosamente,

mirando contrariada a las jóvenes. Era la mujer de un cortador de juncos. Al ver la mujer, las jóvenes volvieron con Seterni.

De cierta forma se sentían humilladas, pero no sabrían decir el porqué...

Kanarte hizo una señal a la mujer para que esperase, después dio algunos pasos y llamó a Seterni. Él observaba sonriendo hacia ella.

— Deseaba aún aconsejarte para dejar a Dávea partir, si ella quisiere irse con Caué. Ella es como un eslabón débil en una cadena..., por lo tanto, significa peligro para el todo...

— ¡Malhechores estuvieron en la isla del Sol!, dijo rápida­mente la mujer alta, cuando Kanarte nuevamente se dirigió a ella. ¡Vaya hacia allá y mire bien a la isla!

¿Qué es lo que podría haber sucedido en la Isla del Sol?, Kanarte siguió con la mirada a la mujer que de prisa se alejaba; enseguida, él se dirigió al templo a fin de hablar con Huáscar. Sin embargo, no había nada para hablar.

— ¡Lo mejor para nosotros es irnos luego!, dijo Huáscar que venía a su encuentro como si hubiesen hecho un acuerdo. Luego siguieron por el camino que conducía al lago. Nadie podía imaginar lo que la mujer de un cortador de juncos allá constatara. El objetivo de los sabios era una gran isla en el lago Titicaca, donde otrora un rey inca mandó a colocar un altar cubierto de placas de oro...

— Estuve allá hace poco tiempo, pues un pescador me informó que vio extraños que le parecieron sospechosos.

La isla era conocida, entre los pueblos que se establecieron en las orillas del lago, como "Isla de los Incas". Además del altar de oro había aún una casa de piedra de pequeña altura con

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mantenimientos alimenticios. Había también algunas camas y mantas.

Cuando los dos sabios finalmente llegaron a la isla y se pararon frente al altar, nada vieron de extraordinario. Incrustado en la placa del altar se encontraba un sol de oro rojizo, de cuyo centro salían muchos rayos. Entre los rayos se veía un cometa de oro bien claro. Esto es, el cometa se tornaba visible a quién observase hacia allá con toda atención. El artista realizó un trabajo extraordinario. Un cometa parcialmente cubierto por los rayos solares, sin embargo, visible.

Huáscar y Kanarte se desviaron del altar, examinando alre­dedor. Algo no estaba bien. Corrientes desagradables circulaban en la isla. Les parecía como si ellos mismos estuviesen amena­zados por eso. Accionaron todas sus fuerzas de defensa y siguieron un camino que atravesaba la vegetación. No necesitaron andar demasiado. Atrás de un monte de piedras se encontraba arrodillado un hombre que escondía algo en un arbusto.

Pararon y se miraron uno al otro, en silencio. El hombre parecía haber sentido la proximidad de ellos, pues se volvió y permaneció de pie. Los sabios luego se dieron cuenta que tenían el "jorobado" a su frente. Algunos habitantes de regiones muy altas poseían un tórax extraordinariamente grande, pero ese hom­bre tenía además de eso una joroba. Era una criatura horrible que se encontraba al frente de ellos, aparentemente sin miedo, obser­vándolos con sus desconfiados y pequeños ojos.

Los sabios se estremecieron interiormente delante de la ho­rrorosa criatura humana. Lo observaron en silencio, mas domi­nantemente.

"¡Abandona esta isla! ¡Ella es sagrada!" El jorobado, entendiendo perfectamente la silenciosa solici­

tud, intentó oponerse a la voluntad de los sabios. Sin embargo, no resistió mucho tiempo. Después de algunas palabras incom­prensibles, él abandonó lentamente el lugar. Antes de abandonar la isla, furioso, lanzó una piedra contra el altar de oro.

Huáscar, enseguida, encontró lo que el jorobado escondiera. Eran diez pequeñas figuras humanas de madera talladas con cabezas de gato. Las cabezas debían haber sido ejecutadas por un artista. Ellas consistían en una placa fina de oro y tenían los ojos 188

de lapislázuli. También los cuerpos de madera de los pequeños ¡dolos habían sido cuidadosamente ejecutados...

— ¡El amo de él no puede encontrarse distante! ¿Pero, dónde se encuentra? Tiene una mujer consigo.

Huáscar le dio razón a Kanarte. — Tenemos que aguardar hasta que él se presente; sólo entonces

podremos enfrentarlo. Nuestro pueblo fue notificado de la presencia de los extranjeros y al mismo tiempo advertido. En ambas ciudades y ahora también aquí. Más nada podemos hacer entre tanto...

La Muerte de Chiluli Kanarte regresó, llevando al rey Yupanqui algunas de las

figuras escondidas por el jorobado en los arbustos. Yupanqui se asustó al ver esas figuras. Eran las señales de religiones y cultos degradados.

— Contra los ídolos somos impotentes. Yo acredito que si los pueblos aliados a nosotros nuevamente introdujeren sus ido­latrías, nada podremos hacer contra eso...

Yupanqui le dio razón a Roca que emitiera tal opinión. Sin embargo, sentía preocupaciones y hasta miedo. Idólatras eran siempre peligrosos, pues colocaban la mentira en el lugar de la Verdad.

— ¡Nuestros antepasados fueron muchas veces auxiliados!, dijo Yupanqui pensativo. También nosotros seremos auxiliados, si comprobamos que somos dignos de auxilio. ¡Sí, si siempre de­mostramos ser dignos de eso!, agregó él en voz baja.

Al tercer día después de que Kanarte hubo dejado Tiahuanaco, la ciudad del templo, al lado del portal, una mujer fue llevada en una camilla a la casa del conservador de remedios, donde un médico trataba también a los enfermos. Era aún temprano cuando esto sucedió. La camilla fue cargada por dos hombres. Un tercer hombre caminaba luego atrás cabizbajo.

Los hombres no hablaban muy bien el quechua, pero se comprendía lo que tenían que relatar.

— ¡Ella comió una fruta venenosa!, declaró uno de los cargadores.

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El segundo cargador pidió solamente que la ayudasen. — ¡Ella aún podría ser salvada! ¡Yo lo siento aquí adentro!

Y golpeó en su propio pecho. — ¡La mujer está muerta!, dijo fríamente el tercer hombre. El médico, cuyo nombre era Akuén, ordenó llevar a la mujer

que estaba enrollada en una manta roja a un cuarto próximo. Él la retiró de la camilla y la colocó en una mesa alta. Al retirar el paño que cubría su rostro, vio una joven de piel morena con los ojos verdes abiertos.

La joven estaba muerta. Esto él lo constató al primer instante. La desenrolló de la manta. Ella usaba zapatos rojos de fieltro y un largo vestido de color rojo, en cuya basta estaban cosidas pequeñas plumas verdes. Mientras el médico contemplaba intri­gado a la muerta, entró el tercer hombre en el recinto.

— ¡Vosotros, incas, no tenéis un remedio contra la muerte!, dijo él en tono burlesco. El médico se asustó al escuchar esas palabras y observó pensativo al hombre. El aspecto de él luego le causó repugnancia. De sus ojos siniestros irradiaba algo de ruindad. Su rostro moreno y bien proporcionado miraba con indiferencia a la muerta. Un gorro adornado con plumas cubría su cabeza y su frente. El manto que el extranjero vestía tenía algo de abominable...

El extraño, el cual observaba ininterrumpidamente al médico, dijo calmadamente como si hubiese leído los pensamientos del otro:

— ¡El manto es algo especial! Fue confeccionado únicamente con pieles de murciélagos.

El médico, de pronto, supo quién estaba delante de él. Mal podía hablar de tanta agitación.

— ¡Es Nymlap, el sacerdote expulsado!, dijo finalmente con voz trémula de rabia. ¡Te atreves, realmente, a pisar ese lugar sagrado!

En vez de responder, sólo hizo un gesto indiferente con la mano. La opinión o el conocimiento del médico no le interesaban.

— Ordena que sepulten a la joven. ¡Ella misma fue la culpable de su muerte!, dijo él antes de abandonar el recinto.

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Nymlap el Sacerdote Idólatra Sin vacilar, Nymlap se dirigió al gran templo exigiendo hablar

con el sacerdote-superior. Una vez que Huáscar estaba ausente, ya que se encontraba en la Ciudad de la Luna, fue recibido por el sacerdote Pachacuti.

Nymlap era un actor perfecto. La impresión que le dio a Pachacuti fue la de un hombre totalmente quebrantado, el cual no esperaba más nada de la vida.

— ¡Mi mujer está muerta! Ella comió una fruta venenosa. ¡El auxilio llegó tarde!, dijo Nymlap con voz entrecortada. Ahora Pachacuti entendía la desesperación del otro. Lo condujo a una terraza más elevada, desde la cual se veía parcialmente el espacio interno del templo. En seguida mandó a traer bebidas refrescantes y se retiró. Quería dar un tiempo al extranjero para reponerse.

El médico dio algunas instrucciones sobre lo que tendría que ser hecho con la muerta y enseguida se dirigió al templo a fin de buscar a Huáscar. Uno de los hombres que cargara la camilla le interceptó el camino y, levantando los puños de forma amedren­tadora, dijo:

— El diablo con la piel de murciélago, él mismo la envenenó, pues ella quería abandonarlo. Él preparó el veneno; os cuidéis de él. ¡Es peligroso!

El médico señaló con la cabeza, concordando. Fue un asesi­nato. Esto él lo supo en el momento en que miró a Nymlap más de cerca.

— ¡Yo lo aplastaré como a un gusano, es lo que os juro, dioses que habitáis este lugar!, exclamó el irritado cargador antes de salir.

El médico escuchó esa amenaza, sin embargo, ella no lo alcanzó. Estaba con prisa. Tenía que hablar con Huáscar lo más rápido posible.

En el templo, seis vírgenes del Sol, ejercitaban la danza de los copos de nieve. Los "Jiñas", los espíritus de la nieve y del hielo, deberían percibir que se recordaban de ellos con amor.

A través de un siervo del templo que lo recibiera el médico supo que Huáscar estaba viajando. Mas Pachacuti estaba presente.

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— ¡Llévame hasta él!, dijo el médico decepcionado. Hace poco llegó de la Ciudad del Sol y nunca ha hablado con Pachacuti.

Pachacuti vino al encuentro del médico, acomodándose junto a él en un banco del jardín contiguo.

— ¿No llegó aquí Nymlap, el sacerdote expulsado y asesino?, preguntó luego el médico. Pachacuti se asustó, confirmando que llegara un extraño.

— ¿Dices Nymlap?, preguntó incrédulo, el sacerdote. El extraño que acogí es un hombre débil y desesperado, que mal tiene fuerzas para hablar.

El médico permaneció inseguro, solicitando verlo. En seguida, sorprendido, observó hacia la quebrantada figura, que, sentada, permanecía cabizbaja en una silla, con los ojos cerrados.

— Ese es Nymlap, del cual Kanarte nos advirtió. Admito que no da la impresión de causar muchos daños.

— ¡En ese estado no puedo hacer que se vaya!, opinó Pachacuti indeciso.

— Ese hombre finge, no lo mantengas en el templo. Dale una cama en la casa de los huéspedes.

Ya hacía tiempo que el médico saliera y Pachacuti, todavía, continuaba contemplando pensativamente a Nymlap. "Mañana haré que se vaya. Hoy..., en ese estado, sería imposible expulsarlo del templo..."

Nymlap se regocijó cuando Pachacuti no siguió el consejo del médico. Los incas estaban distantes de ser tan inteligentes como en todas partes se suponía...

Pachacuti, que dejara a Nymlap solo cerca de una hora, encontró al extraño sentado en posición recta en la silla. Sus ojos aún estaban como que velados por la tristeza, pero en ellos ya se vislumbraba algo semejante a la esperanza...

— ¡Viajé por muchos países, siempre con el deseo de conocer los legendarios incas!, dijo Nymlap con una voz que se tornó visiblemente más fuerte. Sois todo lo que se cuenta de vosotros. Mi mayor deseo se volvió realidad. Finalmente conocí a un sacerdote inca... Todo lo que oí encontré reunido en ti: fuerza, sabiduría y bondad...

Pachacuti escuchó sin saber la manera como debería res­ponder.

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— La fuerza que emana de ti me ayudó tanto, que la vida nuevamente me parece digna de ser vivida. Perdóname si ahora hago un pedido que tal vez no puedas otorgarme..., brevemente tendré que viajar..., sin embargo, quería antes conocer el más famoso templo de los incas.

Pachacuti estaba en una ardua lucha consigo mismo. El extranjero parecía ser inofensivo. ¿Por qué no debería satisfacerle el deseo? Por otro lado, el sabio Kanarte no habría viajado a propósito hasta allí para advertirlos al respecto de él...

— Ven conmigo. ¡Te mostraré el recinto del templo!, dijo Pachacuti decidido, bajando rápidamente las escalerillas que con­ducían al templo. Nymlap admiró las maravillosas columnas incrustadas en oro y tiras rojas de madera, y después las diferentes paredes decoradas; también las sillas de piedra que, ciertamente, eran usadas solamente con ocasión de ceremonias especiales, merecieron su admiración.

Las jóvenes que ensayaban próximas del altar permanecieron paradas, aguardando, mientras los dos se aproximaban.

— ¡Hoy la suerte está conmigo!, exclamó Nymlap, al ver las jóvenes realmente bonitas. ¡La belleza de las vírgenes del Sol es tan famosa como la sabiduría de los sacerdotes!

Él colocó el largo y suelto manto apenas sobre los hombros, de tal forma que su apretado "suéter" adornado con plumas rojas e hilos de plata, bien como la pesada cadena de oro que tenía en el cuello, se tomaran bien visibles. En la cadena colgaban un pajarillo de oro y una cabeza de seipiente. Las jóvenes miraron amablemente hacia el hombre alto e imponente que las admiraba tan visiblemente. Sólo Pachacuti estaba confuso. Él no entendía la transformación que se produjera con el extranjero... ¿Era aún esa la misma figura quebrantada?...

Manis, que se encontraba entre las jóvenes, dio repentina­mente un grito, indicando hacia el manto de Nymlap.

— ¡Murciélagos! ¡Veo murciélagos! ¡Socorro! Enseguida ella cayó desmayada.

Nymlap, que con algunos pasos llegó junto a ella, se arrodilló a su lado, en el suelo. En el espacio de segundos él tenía en la mano un pequeño frasco de oro, colocando su contenido sobre la nariz de ella. Mal transcurrió un minuto y ella abría los ojos. Lo

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más rápido posible él tiró otro frasco de oro de un bolsillo de su manto, lo abrió, tomó una pequeña porción de una pasta y la empujó entre los labios semiabiertos de la joven.

— ¡Deja la pasta derretir en tu lengua!, experimentarás un milagro.

Manis hizo como él ordenó. Pasaron algunos segundos y el miedo desapareció de sus ojos. La admiración que ella vio en los ojos del extraño hizo su corazón batir más fuertemente. Se levantó riendo, al ver los rostros perplejos del sacerdote y de sus com­pañeras. Los pocos siervos del templo, que se habían aproximado con el grito de la joven, se alejaron calmadamente.

Nymlap aún sacó varios de los pequeños frascos de sus bolsillos, regalándoselos a cada una de las jóvenes.

— ¡Consérvenlos bien!, recomendó especialmente a ellas. El dulce que ellos contienen es precioso. Es conocido por apenas pocas personas. Finalmente, dio también a Pachacuti uno de los pequeños frascos, el cual fue aceptado contra su gusto. Nymlap se aproximó a Manis que, un poco distante, aparentemente ensa­yaba algunos pasos de danza.

— Yo te espero hoy al anochecer en la Puerta del Sol. Pertenecemos uno al otro...

Las jóvenes rodearon al extranjero, mirando alegres y agra­decidas hacia los pequeños frascos de oro con los cuales él las regalara.

— ¡Probad el contenido!, las azuzó Nymlap. ¡Os sentiréis como mariposas volando hacia arriba y hacia abajo en el aire asoleado!

Las jóvenes no esperaron una nueva invitación. Tomaron una pizca de la pasta, disolviéndola en la boca. Pachacuti sujetaba tan fuertemente el pequeño frasco que le fue dado por Nymlap, como si quisiese aplastarlo, haciéndose a sí propio amargos reproches por no haber seguido las advertencias del médico. ¿Qué es lo que Nymlap les diera a las jóvenes? ¿Y que contenía la pasta?... Una droga embriagadora... Las jóvenes, en general tan serenas, estaban como transformadas. Transformadas, fuera de lo natural. Danza­ban, reían, gritaban y abrazaban a ese impostor... Desesperado, Pachacuti salió, ordenando a un siervo del templo que buscase a Seterni, la dirigente de la casa de las vírgenes del Sol.

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Las Consecuencias del Alucinógeno Cuando Seterni llegó, Pachacuti luego le explicó lo suce­

dido. Ella no esperó el final del relato y corrió al templo. Permaneció parada y aterrorizada al ver las jóvenes riendo y cantando, rodeando y abrazando a un hombre alto. Parecía ser un sueño aterrador que le forjaba esa imagen..., la realidad era diferente.

Un crujido arrancó Seterni de su letargo. Un bello y esbelto jarro de cerámica, obsequiado por un artista cholula, estaba quebrado en el suelo. Nymlap luego vio a Seterni. Observó hacia ella de forma fría y malévola, sin embargo, algo en la mirada de esa mujer le infundió una especie de miedo. Se liberó por eso de las jóvenes y dejó rápidamente el gran templo.

Manis fue la primera en ver a Seterni y, enseguida, fue al encuentro de ella, balanceando para todos los lados el pequeño frasco de oro, erguido en una de sus manos. No se opuso cuando Seterni le quitó el mismo, colocándolo en uno de los bolsos de su vestido. Dávea, que siguió a Manis, le dio el suyo. Las otras cuatro se opusieron a eso decididamente.

— Los frascos con el dulce son un regalo y regalos no deben ser dados, dijo una de ellas.

— ¡Un gran príncipe de un lejano país fue quién nos obsequió ellos!, añadió explicando, todavía, una de las jóvenes.

Las cuatro jóvenes sustentaban firmemente sus frascos, le­vantando enseguida sus brazos como si volasen suspendidas en el aire. Hacia adelante y hacia atrás.

Seterni observó desesperada a Pachacuti. — Tenemos que llevarlas inmediatamente de vuelta. No demoró mucho y las jóvenes parecían estar cansadas, pues

obedientemente caminaron juntas, cuando el sacerdote y Seterni las convidaron. Eran cincos jóvenes incas y una joven colla. Al salir, la joven colla abrazó al siervo del templo que llegara para barrer los pedazos del vaso. El siervo se defendió asustado, pero solamente con la ayuda de Pachacuti consiguió librarse de los brazos de la joven.

Con la ayuda del sacerdote, Seterni finalmente llevó las jóvenes hasta la casa. Ella luego mandó llamar Akuén, pues las

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jóvenes estaban enfermas. Sus ojos brillantes y bastante abiertos tenían algo de antinatural.

— ¡Las jóvenes no están enfermas!, dijo el médico a Seterni tranquilizándola. La pasta contiene alucinógenos. Un alucinógeno extraído de pómulos de cactus o de las hojas del arbusto biru.

— ¿Alucinógenos?, preguntó Seterni incrédula. Los frascos contienen un dulce... Abatida, ella se sentó en una silla. ¡Natu­ralmente que tienes razón, Akuén! El comportamiento de las jóvenes... Ellas abrazaban al hombre que les era totalmente desconocido...

— A ellas dales un té para dormir y quítales los frascos con el "dulce". Al nacer del Sol nuevamente estarán normales y sanas.

El médico estaba con prisa. Ese Nymlap tendría que ser destruido. Muy lejos no podría estar.

— ¡Yo lo mataré! ¡Déjamelo a mí!, dijo Pachacuti que había seguido al médico. La culpa es mía por haber sido profanado el templo.

Las jóvenes se adormecieron de inmediato y profundamente. Pero, por más que Seterni buscase, no consiguió encontrar dos de los frascos. Cuatro, por lo menos, ya había conseguido y estaban seguros. Eso la tranquilizó un poco. Pues ninguna de las jóvenes debería abandonar la casa antes que ella los consiguiese todos. Pensando en eso se recostó. Nunca estuvo tan cansada. No obstante, durmió poco y sueños amedrentadores la atormentaron.

Al clarear el día se levantó, dirigiéndose hacia los dormitorios. Dos camas estaban vacías... no, tres. Seterni se sentó a esperar. Probablemente las jóvenes estaban bañándose. De cualquier forma ya era tiempo de levantarse. Sin embargo, nadie llegó y también nada se escuchaba. Preocupada, fue hasta la casa de baños, encontrando la puerta abierta. Nada indicaba que alguien se hubiese bañado.

Tres camas vacías. Buscó por toda la casa. Poco a poco comenzó la rutina diaria. Las jóvenes se levantaron a fin de ejecutar sus tareas matutinas. Sólo tres de ellas dormían tan profundamente que nada escucharon: Manis, otra joven inca y una joven colla.

Dávea y una hermana de Caué, así como una de las jóvenes colla, no fueron encontradas. Permanecían desaparecidas. A Se-

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temi no le restó otra alternativa que dar conocimiento sobre lo ocurrido a todos los habitantes de la casa. Se le hizo difícil hablar sobre eso.

— ¡Dávea siguió a Caué!, dijo una de las profesoras firme­mente.

En el transcurrir del día supieron que en la casa de los alumnos faltaban tres jóvenes. Uno de ellos era Caué.

Pachacuti, Akuén y algunos otros buscaron a Nymlap y sus acompañantes durante tres días. Buscaron en todos los lugares. Adondequiera que existiese una posibilidad para ellos esconderse. Se esforzaron inútilmente.

— ¡Probablemente ya están lejos!, opinó Pachacuti. Pero Akuén tenía la infalible intuición de que Nymlap aún se encon­traba en las proximidades.

Y él tenía razón. Poco después del anochecer del tercer día llegó uno de los que habían traído la litera de Chiluli.

— Al lado de la Puerta del Sol están dos muertos. Ordena sepultarlos, o sino contaminarán todo el aire con sus almas malolientes.

Akuén quería más detalles. Pero el hombre solamente señaló, desapareciendo en la obscuridad. No obstante, Nymlap estaba muerto. Akuén mandó llamar a Pachacuti. Cuando el sacerdote llegó, ellos siguieron con las antorchas encendidas hacia el gran portal. Encontraron a Nymlap con un cuchillo en el corazón. Él estaba al lado del portal. El segundo cadáver se encontraba un poco más alejado.

— ¡Es el jorobado! ¡Ambos están muertos!, sonó una voz en la noche silenciosa. Después nada más se escuchó.

La Decepción de Huáscar

Pachacuti y el médico volvieron lentamente. El alivio que sintieron porque el siniestro sacerdote había muerto, es imposible de describirse. Estaban solamente indecisos al respecto del entierro de los dos. Permanecieron parados en el pórtico del templo, conversando. A lo lejos vieron una alta figura iluminada por la Luna que venía en la dirección de ellos.

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— ¡Es un inca, pues viste un poncho obscuro!, dijo Pachacuti. Todos los ponchos de los incas eran blancos. Esto es, el lado externo era blanco. El lado interno, sin embargo, era café obscuro.

"Para la noche queda mejor un color obscuro. No es tan fuerte para la vista y también no asusta a los animales."

Ese dictamen era de un inca que ya muriera hace siglos. Desde entonces los incas usaban ponchos que tenían "un color nocturno y un color diurno".

Era Huáscar, quien se aproximaba a los dos. — Volví anticipadamente, pues supe de la llegada de ese

Nymlap. Un espíritu bueno me aconsejó para regresar luego. ¡Ahora estoy aquí!, dijo Huáscar. Pachacuti bajó la cabeza, cons­ciente de su culpa. Él no se atrevió a mirar al sacerdote superior. Akuén, sin embargo, juntó sus manos, agradecido, levantándolas hacia el cielo. Huáscar observó sorprendido, pero también alar­mado hacia los dos.

¿Qué significaba la alegría desbordante del médico? Esa alegría, y al mismo tiempo un cierto alivio, no podían pasar desapercibidos. ¿Y por qué Pachacuti estaba tan avergonzado?

Los tres se acomodaron en un banco, y Akuén contó todo lo que sucedió.

— ¡Los muertos permanecen al lado del portal! ¿Debemos enterrarlos aún esta noche?, preguntó Akuén, cuando terminó. Estábamos indecisos a tal respecto. Y en eso llegaste. Enviado por un espíritu prestadizo.

Huáscar escuchó sin cualquier indagación. El comportamiento de Pachacuti lo abrumó profundamente. Como pudo él aceptar al impostor en el templo..., a pesar de la advertencia de Kanarte y del médico... Más tarde tendría que hablar con él sobre esto. Ahora los muertos tenían prioridad.

Huáscar sustentó una antorcha, caminando adelante de los dos. Quería, lo antes posible, encontrar un lugar donde los dos muertos pudiesen ser sepultados. Anduvieron cerca de una hora, hasta que encontraron el lugar que deseaban. Era un precipicio estrecho y profundo. Huáscar lo Conocía, pues conforme a la tradición ya el pueblo de los Halcones, cuando aún habitaban allí, tiraban en esos abismos a los que fallecían como consecuencia de enfermedades contagiosas.

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Entonces será aquí el lugar apropiado, pensó. También esos dos muertos esparcieron enfermedades contagiosas, imposibles de ser curadas por medios comunes.

Aún en la misma noche, los tres llevaron los muertos hasta ese abismo y allá los lanzaron.

— El mal difundido por ése Nymlap no lo podemos corregir más. Pero al menos él no contamina más la Tierra con su existencia.

Después de esa "oración fúnebre" de Huáscar, los tres toma­ron el camino de vuelta. Andaban en silencio, uno atrás del otro. No había más nada que hablar.

Pachacuti, el sacerdote, tuvo que abandonar el sacerdocio, pues un sacerdote que se dejaba guiar por sentimientos falsos constituía un peligro constante para todos.

Cuando Huáscar entró en el templo, en la parte de la mañana, Pachacuti relató todo lo que sucedió.

— Yo sé que no soy más digno de ser un sacerdote... Pero no sé como podré libertarme de mi error...

Huáscar observó entristecido hacia el sacerdote que estaba delante de él, cabizbajo y con el corazón pesado de culpa.

— Podrás ocuparte en alguna parte como profesor de quechua. El arte de quipu también lo conoces. No te faltará trabajo.

Huáscar se alejó. Dijera todo lo que había para ser dicho. Además de eso tenía mucho que hacer aún. Luego mandó a llamar cuatro mensajeros de noticias, informándoles al respecto de lo ocurrido. Después de haber repetido lo que escucharon, estando a contento de él, los envió: dos al rey Yupanqui y al sacerdote superior de la Ciudad del Sol y los otros dos al gobernador y sacerdote superior de la Ciudad de la Luna.

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Capítulo XIV

La Convocación de los Sabios

Los Miembros del Consejo

Apenas Yupanqui recibió la noticia de Huáscar, él a su vez envió mensajeros a fin de convocar el consejo de los sabios. Llevaría días, o tal vez semanas, hasta que todos los sabios se reunieran en la Ciudad Dorada. Algunos de ellos vivían en la Ciudad de la Luna; otros, por su vez, estaban viajando junto a los pueblos aliados.

El consejo de los sabios estaba compuesto por doce mujeres y doce hombres. Nueve de ellos eran incas. Sin embargo, en esa época, solamente habían siete mujeres pertenecientes al consejo de los sabios. Cinco fallecieron en el transcurrir de los dos últimos años. Las que podrían haberlas substituido eran aún demasiado jóvenes para poder hacer parte de ese consejo.

Los doce hombres eran: Yupanqui, Roca, Uvaica, Sogamo-so, Tupac, Akuén, Huáscar, Ikala, Chia, Kanarte, Tenosique y Saibal.

Entre las mujeres estaban: Uyuna, Seterni, Mirani, Sola, Ima, Vaica y Manacaia.

Se pasaron cerca de tres semanas, hasta que todos se pudiesen reunir en el edificio del consejo. La noticia de la muerte de Nymlap y del jorobado trajo alivio a todos. No obstante...

— Adondequiera que hallan llegado, dejaron atrás de sí la mentira y discordia. ¡Ésas no pueden ser más eliminadas!, dijo Tupac que visitara varias tribus en su viaje.

— ¡Ese Nymlap, por todas partes donde pasó, dejó influen­cias negativas!, declaró Sogamoso. Últimamente estuve junto al pequeño pueblo Quito, y lo que observé y escuché allá me llenó

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de profundas preocupaciones. En nombre de Nymlap, el jorobado predicaba que era una vergüenza que hubiesen pueblos que aún se dejasen dominar y "explotar" por los incas. Y si mi intuición no me engaña, los sacerdotes de allá nuevamente comienzan con la idolatría. ¡En algunos pueblos vi hasta plantaciones del arbusto biru!

— ¡Ahora hace mil trescientos años que nuestros antepasados fueron enviados de sus valles de las montañas a los pueblos de aquí, a fin de libertarlos de la idolatría y de la mentira a eso ligada!, dijo Yupanqui con voz preocupada. ¿Qué se pasa con nuestros pueblos?

— ¡Lo mismo que con todos los otros pueblos de la Tierra!, dijo calmadamente Uvaica, el vidente. Nosotros incas, somos los últimos seres humanos preservados aún de los poderes caóticos que alcanzaron la supremacía en todo el planeta.

— ¡Nosotros, incas, debíamos ser como una irrompible cadena de oro! ¡Nuestra comente, sin embargo, presenta eslabo­nes débiles!, observó Seterni, pensando en Dávea, con el alma oprimida.

— El mínimo desvío de la Verdad provoca enfermedades anímicas y físicas... Los idólatras de ahora en adelante tendrán que curar ellos mismos, sus enfermedades impuras... Sorprendidos, todos miraron simultáneamente hacia Ikala, que contrariamente a su manera habitual habló casi irritado.

— ¡Mi opinión es la misma!, exclamó Chia. ¡Idolatría y alucinógenos! ¿Con qué armas debemos luchar contra eso?

— ¿Luchar?, dijo Yupanqui sorprendido. Luchar contra seres humanos que se apartaron del mundo luminoso, corriendo al encuentro del abismo... ¡Eso podría tornarse peligroso para noso­tros mismos! ¡Tenemos que permanecer en el lugar que nos fue indicado desde el inicio, esto es, al lado donde toda la Luz emana hacia nosotros!

Manacaia comenzó a llorar silenciosamente. — De ahora en adelante vivimos en el planeta Tierra que

perdió su brillo. Como debe ser grande el sufrimiento de Olija... Algo de malo se aproxima hacia nosotros..., yo lo siento clara­mente... ¡Nymlap fue apenas enviado al frente!

Manacaia expresó lo que todos sentían.

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Opiniones y propuestas fueron intercambiadas y después quedó definido que mandarían mensajeros a todos los pueblos amigos, para informarles la muerte de Nymlap y del jorobado.

— Mientras tanto, nada podemos hacer. ¡No tardará mucho y sabremos lo que nuestros pueblos aliados pretenden!, dijo Yupanqui concluyendo.

— Tengo recelo de que hasta allá el "gran Reino Inca" ya no exista más. Tal vez exista, todavía, solamente como un nombre. Pero ese nombre no fuimos nosotros que lo inventamos. Nadie contestó a Uyuna.

Yupanqui y todos los otros se levantaron. Lo restante podría ser tratado en una de las próximas reuniones. Lo más importante en el momento era que fuesen enviados enseguida todos los mensajeros. Sólo entonces se demostrarían los pueblos que se volvieron accesibles a las insinuaciones de Nymlap.

Por precaución Roca envió también cuatro mensajeros a Ca-jamarca, el local de la fuente caliente. Ese lugar quedaba aproxi­madamente a una distancia de novecientos kilómetros de la Ciudad de Oro. Hacía cincuenta años que algunas familias incas fijaron sus residencias allá, cultivando la tierra y construyendo represas para las aguas de las vertientes calientes y frías. Desde entonces el lugar se volvió una estación de aguas bastante frecuentada. Los visitantes eran, en general, miembros de pueblos amigos que buscaban cura para todo tipo de enfermedades en la fuente caliente.

— ¡El jorobado, que ciertamente conocía Cajamarca, proba­blemente llevó a Nymlap también hacia allá!, opinó Seterni, cuando Roca mencionó la fuente caliente.

La Meta Común les Dio Fuerza, Confianza y Persistencia Los doscientos años, que aún restaban a los incas hasta la

invasión de los españoles, fueron ricos en vivencias. Fases de la Luz se alternaban con fases de las tinieblas. Sin embargo, las fases de la Luz superaban a las de las tinieblas, que lentamente se esparcían alrededor de ellos.

Algunos incas veían desconocidos reflejos de luz en las nubes, como si las tempestades las descargasen sobre la Tierra. Pesados

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temporales caían fuera del tiempo usual y muchas veces la Tierra temblaba bajo sus pies.

— Los rayos que caen enriquecen la tierra y purifican las aguas. ¡Ellos contienen substancias que favorecen el crecimiento!, enseñaban a sus alumnos, los sabios que se dedicaban a las ciencias naturales. Desde pequeños los incas estaban familiariza­dos con las fuerzas de la naturaleza. Sabían siempre cuales eran los espíritus de la naturaleza que trabajaban, cuando algo sucedía en los reinos de la naturaleza.

En los grandes templos del Sol de ambas ciudades incas y en el antiguo templo al lado de la Puerta del Sol* se celebraban las solemnidades de agradecimiento. Habían sido libertados de dos malhechores. Era una gracia que no se podía agradecer suficientemente.

Conforme informaban los mensajeros que regresaban en di­ferentes intervalos, algunos sacerdotes de otros pueblos también celebraban solemnidades de agradecimiento. Fuera de eso, pocas cosas buenas podían relatar. Por todas partes, Nymlap y el joro­bado habían causado muchos daños con sus mentiras, presentadas con palabras bellas y sonoras. Llevaron muchas personas jóvenes para el lado de ellos.

"Los incas nunca os consideraron como iguales. ¡Siempre os oprimieron, os haciendo sentir su poder!", dijo el jorobado en nombre de Nymlap a los oyentes, que en masas cada vez mayores se juntaban alrededor de ellos. La generación más antigua, que solamente recibiera cosas buenas de los incas, era impotente contra las declaraciones hostiles.

"¡Nymlap tiene razón!", respondían los jóvenes. "Nunca fui­mos considerados iguales, de lo contrario muchos de los nuestros estarían casados con incas".

Uno de los mensajeros anunció que en la región por donde pasó, el pueblo estaba plantando el arbusto biru. Ellos no sólo masticaban las hojas de alucinógenos, sino que también las utili­zaban como producto de intercambio. Comerciantes forasteros, de repente, estaban por todas partes..., nadie sabía de donde habían surgido; probablemente eran acompañantes de Nymlap, a los

Tiahuanaco.

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cuales, naturalmente, nada sucediera. El arbusto biru se tornara, de repente, un precioso producto de cambio...

— ¡Presencié un extraño culto!, dijo uno de los mensajeros. El sacerdote usaba una máscara de gato hecha de oro. "¡No veis ahora en mí al ser humano que conocéis!", exclamó él a los presentes, casi gritando. "Durante el culto soy apenas una voz de los dioses, que os habla a través de mí".

Cada mensajero tenía algo de perjudicial que relatar. Perju­dicial para las respectivas personas que se habrían a las malas influencias. Nadie, sin embargo, notó cualquier intención hostil contra los incas. Por lo menos no declaradamente. El recelo aún existía. Además de eso, todos temían a los poderosos aliados de los incas: los gigantes...

Algunos recibieron la noticia de la muerte de Nymlap con indiferencia, hasta lamentando el fallecimiento prematuro de él...

Después que el último de los mensajeros volvió y relató sus vivencias ante el consejo reunido, todos sintieron como si una nube de tristeza bajase sobre ellos. Las numerosas personas de buena índole que conocieron con el transcurrir del tiempo..., ¿qué es lo que sería de ellas?... ¿Cuánto tiempo aún durarían las alianzas con los otros pueblos?... De acuerdo con lo que los mensajeros relataron, la decadencia moral y cultural era inevitable...

— ¡Aguardemos lo que aún está por suceder!, dijo Yupanqui. — No necesitaremos esperar mucho tiempo. ¡Ya veo repre­

sentantes y reyes que nos visitarán brevemente!, respondió Uyuna con su alma intuitiva. Y ella tenía razón.

Los Pueblos Descontentos Todavía, en el mismo año llegaron enviados, príncipes de

tribus y hasta reyes, a fin de visitar al rey inca Yupanqui. No vinieron separadamente, sino juntos, lo que significaba que esta­ban con miedo e inseguros.

Como orador escogieron a un sacerdote rey del otrora alta­mente desarrollado pueblo Caras. Yupanqui los recibió en el gran salón de recepciones del palacio, así como ellos, conforme su

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categoría, esperaban. Además de Yupanqui estaban presentes Ka-narte, Chia y Tenosique.

Después de un largo discurso elogiando a los incas, el orador, finalmente, habló sobre lo esencial.

— ¡Aprendemos mucho con el pueblo Inca y también reco­nocemos el sentido más profundo de la vida!, comenzó el orador con inseguridad. ¡Por eso encontramos haber llegado al tiempo de separarnos del gobierno central de los incas, dirigiendo nosotros mismos nuestros destinos! ¡Solos e iguales al pueblo Inca!

— ¡No nos fue fácil tomar tal resolución!, interrumpió otro. Pues sabemos que de ahora en adelante vuestras famosas es­cuelas serán cerradas a nuestra juventud..., y esto yo lo lamento bastante.

— ¡Fuisteis siempre libres!, respondió Yupanqui, después de una pausa tan larga, que ya estaba dejándolos inquietos. Al escuchar su serena y agradable voz, respiraron aliviados. No adivinaban que Yupanqui apenas con el máximo esfuerzo podía esconder su amarga decepción.

No puedo disolver compromisos, una vez que entre nosotros, en la realidad, nunca existieron. Podéis, tan libres como nosotros, determinar vuestro destino...; y ahora os solicito que participéis con nosotros en esta refacción. ¡Naturalmente, nuestras escuelas estarán abiertas a vosotros como antes!

— ¡Tal vez de ahora en adelante nuestros jóvenes, visiten vuestras escuelas!

Yupanqui miró con aire de reproche hacia Chia, el cual hiciera tal observación. A continuación se levantó y se dirigió adelante de todos hacia los comedores, en otra ala del palacio. Antes que los huéspedes entrasen a la sala de refacciones, un siervo les retiró los pesados ponchos bordados con hilos coloridos y de plata. Los cuatro sabios nada tenían para retirar, pues usaban simplemente largas vestimentas blancas adornadas con anchas vainas de oro. Yupanqui, como señal de su dignidad real, tenía un largo aro de oro en la cabeza.

Dos de los visitantes tenían chalecos abundantemente borda­dos con pequeñas plumillas azules, rojas y verdes. Tan abundan­temente que no se veía el tejido interior. Los incas sintieron espanto al ver tantas y tantas plumillas. Al igual que los dos

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cantores que cantaban por ocasión de los banquetes especiales, les falló por un momento la voz, cuando vieron tales chalecos.

— ¡Para ese banquete falta sólo nuestro vino!, dijo uno de los visitantes. Yo les traje dos cántaros. El zumo de ellos os alegrará; pues aumenta el placer de la vida.

— ¡Sí, ese Nymlap sabía como se puede embellecer la vida!, confirmó otro. Los visitantes no notaron como los incas perma­necían callados, pues ellos eran conocidos como un pueblo silencioso.

Finalmente el banquete terminó. Todavía, faltaba sólo la lámpara de aceite encendida, para así poderse levantar y despe­dirse de los visitantes.

Al final de cada banquete a los visitantes de afuera, una mujer inca o una joven siempre traía una lámpara de aceite encendida al salón. La luz se encontraba en un bonito recipiente de oro. Una mujer entró en ese exacto momento en el salón, colocando la lámpara en el centro de la mesa y pronunció las siguientes palabras:

— ¡Sea vuestra vida terrena siempre tan brillante como esta llama, que os recuerda la Luz Eterna, a la cual servís!

Esta vez era Sola, la madre de Yupanqui, que había traído la luz al salón. Yupanqui se asustó al verla. A pesar de la edad, Sola aún era una mujer muy bonita. Los huéspedes señalaron alegre­mente hacia ella, saludándola. De repente, vieron como el rostro de la mujer se modificó. Estaba virtualmente paralizada de susto delante los ojos de ellos.

— ¿Quiénes son esos hombres?, se dirigió ella a Yupanqui, preguntando. ¡Asesinos de pájaros en la casa de mi padre! Todos se levantaron de un salto, mirando a la mujer que, trémula, retiró la lámpara de la mesa, saliendo con ella. Los visitantes no sabían, en el primer momento, que es lo que deberían pensar.

— ¡Son nuestros chalecos! ¡Nos llamó de asesinos! ¡Ella debería ver los vestidos y capas de nuestras mujeres!, dijo uno de los visitantes sarcásticamente.

— ¡Callad vosotros y retiraos!, exclamó Yupanqui, indicando hacia la puerta.

— ¡Sois criminosos contra la naturaleza! Matar pajarillos... ¡Ay de vosotros!... ¡El castigo de los espíritus de la naturaleza no

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faltará! Los dos se levantaron de un salto, horrorizados con las palabras airadas de Kanarte, dejando la sala lo más de prisa posible. Los otros no sabían que hacer. Permanecieron sentados, indecisos, esperando lo que sucedería. Yupanqui se levantó y regresó a la sala de recepción, seguido por los demás.

— ¡Nymlap os dejó una herencia nefasta!, dijo Tenosique. ¡Matar a los pequeños, inocentes y mansos pájaros! ¿Quién es que anteriormente tendría esa idea?

Los huéspedes negaron esto, prometiendo que cuidarían para que el asesinato de pajarillos terminase. En seguida ellos se levantaron, tentando salir lo más de prisa posible de la vista de los irritados incas. No andaban, pero sí, literalmente, huían del palacio, como si los espíritus de venganza ya estuviesen en sus talones.

Los visitantes apenas se alejaron del palacio, permaneciendo durante algunos días en la ciudad. El rey Yupanqui les puso a disposición el palacio de los huéspedes. La cortesía ante príncipes y reyes extranjeros exigía esto. El hecho de haber sido llamados de asesinos, ya lo habían olvidado. El insulto surgió, sí, de una mujer, por consiguiente, no era de tomar en serio. Además de eso, hace mucho que conocían el modo de pensar de los incas: referente a que los seres humanos y los animales poseían el mismo derecho de vivir en la Tierra.

La Falla del Sabio Chia Durante el tiempo en que permanecieron en la ciudad visita­

ron funcionarios públicos, profesores y artistas, elogiando siempre con palabras grandilocuentes la gran sabiduría de Chia.

— ¡Chia, el gran médico y sabio, les dijera durante el banquete en el palacio real que de allí en adelante a los jóvenes incas les sería permitido frecuentar nuestras escuelas!, contó uno de los regentes extranjeros visiblemente alegre.

— ¡Ese sabio no sólo tiene una amplia visión, sino que también deposita confianza en nosotros!, añadió otro orgullosamente.

Yupanqui, Tenosique, Chia y Kanarte permanecieron juntos después que los visitantes se marcharon. Yupanqui caminaba

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pensativo de un lado a otro en el jardín donde se encontraban. Se sentía inexplicablemente solo, y un sentimiento de tristeza pesaba en su alma. Por la primera vez desde la muerte de Chuqüi, tenía que tomar una decisión importante. Y él no podría vacilar, para no correr el riesgo de volverse culpable.

— ¡Chia, tú fallaste hoy gravemente!, comenzó Yupanqui con la voz tan calma cuanto le era posible. ¡Nuestra juventud en las escuelas de pueblos extraños, en países donde ese Nymlap pasó! ¿Cómo es que pudiste presentarles esa perspectiva?

— ¡Tenemos que ofrecer una mayor comprensión a los otros pueblos!, exclamó Chia enfadado. Y entrar en uniones más íntimas con ellos.

— ¡Unión más íntima con idólatras perversos! ¿Es lo que piensas?, preguntó Tenosique fríamente. ¿Que crees que ocurrirá ahora?

— ¡Piensa en Pachacuti!, advirtió Kanarte seriamente. ¡Existe una compasión que es, en la realidad, apenas debilidad y también miedo de actuar!

La discusión aún continuó. Pero Yupanqui, Kanarte y Teno­sique se sentían pavorosos, que con cualquier palabra adicional que cambiasen con Chia, más se alejarían de él. Qué transforma­ción se produjera en Chia, repentinamente...

Chia miró de manera escrutadora hacia los tres. El sabía lo que debería hacer.

— Yo me desligo del consejo de los sabios y dejaré la ciudad. Tal vez instituya una escuela de médicos entre uno de los pueblos Chibchas. Al salir, levantó la mano como despedida, dejando el palacio. Después de eso, nadie más le vio o supo algo al respecto de él.

Cuando también Tenosique y Kanarte salieron, Yupanqui se sentó en un banco. Un cansancio pesado le sobrevino y él cerró los ojos. Uyuna entró silenciosamente, sentándose a su lado y le ofreció un vaso de bebida caliente.

—• Perderemos, todavía, algunos sabios más. También mu­chachas y muchachos se dejarán adular... Pero escucha, Yupanqui, yo siento intuitivamente que la mayor parte del pueblo Inca seguirá fielmente y libre de culpa el camino que les es mostrado a través de su anhelo por la Luz.

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Las palabras de Uyuna actuaban como bálsamo sobre el alma atormentada de Yupanqui. "¡La mayor parte!" Él no quería nada más que eso. Abrazó Uyuna y apoyó su rostro en la cabeza de ella. Y calma y paz envolvieron a esos dos seres humanos.

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Capítulo X V

Las Fuentes del Amor y de la Vida Yacen en el Espíritu

La Unión de Tenosique y Mirani

Los incas estaban libres de manías ambiciosas y deseos, he aquí el porqué caminaban ricos y protegidos a través de la vida terrena. Todavía, vivían en una esfera luminosa, cuando todos los demás pueblos ya hace mucho estaban impregnados por falsas doctrinas religiosas y cultos, separados del mundo de los espíritus de la naturaleza, siguiendo al encuentro de una oscuridad incon­solable.

Tenosique, el astrónomo, estaba inquieto. Quería volver al Monte de la Luna. Quería, sí, tenía que descubrir lo que había con el cometa que su gran "amigo de los astros" le mostró. Era mayor, más incandescente y más bello que todos los cometas juntos que ya observó, al estudiar el mundo de los astros. Todo el cielo había sumergido en una luminosidad brillante por los reflejos de la luz emitidos por él. Se podía decir también: ilumi­nado festivamente.

Tenosique estaba inseguro. A pesar del brillo festivo del cometa, sentía intuitivamente que de él emanaba algo poderoso y amenazador. Era algo que no podía explicar. Tal vez su amigo de los astros le ayudase a descubrir lo que había en relación a ese cometa. El deseo de ver a Mirani y de hablar con ella, no obstante, era tan dominante que postergó el regreso al Monte de la Luna.

Algunos días después del banquete, Tenosique se dirigió al palacio real, como empujado por una fuerza invisible. En realidad, no tenía nada en especial para hablar con el rey, pero al entrar a la antesala vio a Mirani. Ella se encontraba frecuentemente en el

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palacio real, pues generalmente auxiliaba Uyuna en las labores de casa. A l verlo, lo miró como que encantada, no consiguiendo articular cualquier palabra, de tanta felicidad. Tenosique sentía lo mismo. Su bello rostro quemado por el Sol era sereno y serio. Apenas sus ojos parecían vivir. La observó radiantemente y al mismo tiempo con esperanza temerosa, mientras sus dedos se aferraban en la estrella de oro que llevaba en su pecho.

Ninguno de los dos vio a Uyuna que con pasos rápidos y leves entró en el recinto, parando estática al ver los rostros de los dos seres humanos. "Ellos pertenecen uno al otro, tengo que ayudarlos", fue el primer pensamiento de ella. Tenosique ya hace mucho se tornara uno de los suyos. La sentencia de él: "A mí me gustaría ser un inca", estaba aclarada ahora.

Mirani se aproximó lentamente a él, atraída irresistiblemente por sus ojos que brillaban de amor.

— ¡Me alegro al verte, Tenosique!, dijo ella en voz baja, inclinando la cabeza. Sin querer, de los ojos de ella brotaban lágrimas. Lágrimas de felicidad. Nos vemos ahora por la segunda vez..., yo no sé lo que sucede conmigo...

— ¡Nosotros nos conocemos desde largos tiempos, Mirani!, dijo Tenosique tan suave como ella. Y nos amamos también desde largos tiempos. Después de esas palabras le extendió a ella sus manos abiertas. Ella vaciló sólo por unos instantes; enseguida, colocó sus manos en las de él. En el mismo instante él apretó tan firmemente las manos de ella como si nunca más las quisiese soltar.

— ¡Yo vi como sus espíritus se unieron en amor!, contó Uyuna, un poco más tarde, a Yupanqui. Una aura luminosa les envolvió. Es lo que se reconocía nítidamente.

Como Yupanqui no respondió, ella le recordó su propio origen.

— Yo también no soy una inca. Y entre nosotros no hubo ninguna diferencia.

— ¡No, tú no te originas de nuestro pueblo! Con esas palabras él apretó firmemente la mano de ella. No obstante, sé que nunca fui tan feliz como contigo.

Tenosique y Mirani se acomodaron en un banco, conversando en voz baja. Cuando Yupanqui y Uyuna se aproximaron a ellos,

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se levantaron de un salto, amedrentados. Principalmente Mirani. Estaba avergonzada, pues había visto al joven apenas dos veces.

— ¡De nuestra parte nada impedirá vuestra unión!, dijo Yu­panqui con una sonrisa alegre. Desciendes de un pueblo tan sabio como el nuestro. En tu caso no ser un inca nada significa. Sois iguales en el espíritu y esto es decisivo en cualquier unión. Uyuna abrazó Mirani, prometiéndole que iría a hablar con su padre.

— ¡Hoy aún! Entonces seréis libres y podréis decidir al respecto de vuestra vida futura.

En principio al padre de Mirani no le gustó mucho la idea que ella quisiese casarse con un extranjero. No obstante, como se trataba de un sabio como Tenosique, no hizo ninguna objeción. Ella era su única hija y, desde luego, sería difícil separarse de ella. Como inca, él sabía también que no poseía derechos sobre ella. Uyuna dejó contenta el pequeño palacio donde vivía el padre de Mirani, el administrador de los bienes del pueblo. El camino estaba libre para esos dos seres humanos que estaban próximos a su corazón.

Tenosique y Mirani querían vivir, mientras tanto, en el Monte de la Luna. Allá habría trabajo suficiente para ambos. Tenosique quería construir una casa nueva y continuar estudiando el cielo; Mirani podría coger plantas medicinales que crecían sólo en aquella región, las cuales ya estaban faltando en el depósito. El coger, secar y triturar las plantas y raíces era penoso, exigiendo mucha paciencia. Mirani conocía los trabajos a eso ligados, pues durante el tiempo que pasó en la casa de la juventud, las jóvenes — las vírgenes del Sol — salían a buscar determinadas plantas.

Las Visiones de Naini

Algunas semanas más tarde, Tenosique y Mirani dejaron la Ciudad de Oro. Cargaron las llamas con las ropas de Mirani y algunos objetos de uso doméstico. No viajaron solos. Tenían la compañía de Vaica y su hermano y de dos jóvenes incas que irían a arreglar los acueductos para las casas en la Montaña de la Luna. Después, de manera totalmente inesperada, se unieron a ellos aún Uyuna y Yupanqui con una pequeña comitiva.

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El matrimonio real poseía preciosas literas de oro; eran mantenidas siempre en orden en un edificio separado, sin em­bargo, nunca las utilizaban. Los incas, de preferencia, emprendían viajes a pie y esto mucho contribuía a la salud de ellos. El rey mismo prefería viajar a pie o montado en llamas. Había, sí, experimentado las literas algunas veces y admirado el artístico trabajo de incrustaciones de oro y piedras semipreciosas, pero no las utilizaba.

Yupanqui se sorprendió con el deseo de su mujer de visitar la Montaña de la Luna. Sin embargo, decidió acompañarla, cuando ella dijo que algo la atraía hacia allá con fuerza.

Solamente había un camino, muy estrecho, que conducía hacia la Montaña de la Luna. De modo que uno tenía que caminar atrás del otro. Tenosique iba enfrente, y los pastores con las pocas llamas cargadas finalizaban el grupo.

Los viajantes pasaron la noche en una casa de descanso y de provisiones, quedando separados mujeres y hombres. A l nacer el Sol en el día siguiente, prosiguieron la marcha, alcanzando la meta más o menos a las cuatro de la tarde. Una vez que Uyuna, prevenidamente, envió adelante algunos mensajeros con víveres, a fin de avisar a Naini, la mujer runca, de su llegada, sobre las mesas de las cuatro casas se encontraban diversos alimentos y jarros con jugo de frambuesas negras, leche y cacao. También los platos, vasos y cucharas de comer, todo en oro, no faltaban. Uyuna cuidó de todo anticipadamente. Mirani debería, de ahora en adelante, también comer en los platos de oro y beber en los vasos de oro.

Tenosique y Mirani salieron después de la refacción y subieron en la roca del sol, de donde se divisaba mejor toda la región.

— ¡Estamos en otro mundo!, dijo Mirani pensativamente, contemplando un alto paredón de roca cubierto densamente por musgo, del cual sobresalían pequeñas orquídeas rojas y blancas. Entonces, vio las innumerables piedras que formaban montes cubiertos totalmente por la vegetación. Hasta arbustos de fram­buesas crecían en el medio de los montículos de piedras.

Tenosique, con el brazo alrededor del hombro de Mirani, se encontraba en un estado entre sueño y realidad. Él aún no se podía convencer de su felicidad. Nadie hablaba ya que el encanto

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del amor y felicidad, que unía uno al otro, no se podía expresar en palabras. Sus rostros dorados y sus ojos igualmente dorados brillaban en la irradiación de la luz roja del Sol poniente. Las orillas de las nubes, donde las irradiaciones tocaban, resplandecían como oro, y toda la belleza del mundo montañoso sobresalía nítidamente. Toda la maravilla de la Tierra parecía concentrarse en ese día.

Antes que el brillo se apagase ellos descendieron, juntándose a los demás. Mirani quería ir hasta donde estaba Uyuna.

— ¡Ella bajó hasta las familias runcas y aún no volvió!, dijo Vaica, también totalmente encantada con el lugar que aún no conocía.

Todas las veces que llegaba a la Montaña de la Luna, Uyuna visitaba a Naini, la mujer runca. A pesar de la diferencia de clase, ambas se entendían extraordinariamente bien. Naini usaba un largo vestido verde de lana, en el cual brillaba una cadena de oro con el disco solar, que le fue regalado por Uyuna años atrás. Su largo rostro moreno y sus trenzas negras relucían debido al aceite con que ella se untaba. A l ver a Uyuna, fue de prisa a su encuentro, sonriendo, con lo que se tornaban visibles sus brillantes dientes blancos.

— ¡El Sol se está poniendo, reina!, dijo Naini después del saludo. ¡No para los verdaderos incas! ¡Para ellos brillará eterna­mente!, añadió ella.

Uyuna señaló con la cabeza, concordando. El hijo de Naini que hasta hace un instante tocaba una ocarina, llegó a saludar a la reina. El marido de Naini no era visto por lugar alguno. Ciertamente estaba junto a los rebaños. Uyuna observó a Naini algún tiempo y preguntó enseguida:

— ¿Estás enferma? Tu rostro parece saludable..., no obstante, tú me das la impresión que de algún modo sufres.

— Yo y los míos nada tenemos. Son las escenas horribles que veo casi todos los días y en las noches que me atormentan mucho.

Uyuna comprendió. Ella también veía y vivenciaba mucho lo que a los otros les quedaba oculto. Pero no era agradable.

— ¡Son siempre las mismas escenas!, comenzó Naini suspi­rando. Pero subamos hacia las casas. Luego anochecerá. M i hijo

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nos acompañará. ¡Son siempre las mismas imágenes!, continuó Naini al subir lentamente el camino. Mujeres y niños. Huyen de algún peligro que, todavía, no puedo presentir. Buscan refugio aquí entre las montañas. El miedo hace estremecer las almas y los cuerpos de las mujeres, que procuran esconderlo, para no atemorizar a los niños.

Uyuna escuchó atentamente. — Yo también tengo momentos en que el miedo me ator­

menta. Un miedo indefinido e inexplicable. ¡No sé, tampoco, de donde él viene!, dijo ella casi murmurando. Algo terrible se aproxima a nosotros, es lo que siento con inquebrantable certeza. A l mismo tiempo sé y siento que nunca nos faltará protección, si hacemos para merecer tal protección.

Naini estaba un poco más aliviada. — Las mujeres y niños que yo veo, encuentran aquí refugio.

¡Aquí tendrán seguridad!, afirmó Naini al llegar encima y le deseó a la reina las buenas noches.

Uyuna, Yupanqui y los otros permanecieron pocos días en el Monte de la Luna. Les habría gustado quedarse más tiempo en ese maravilloso mundo de altas montañas, sin embargo, Yupanqui se esforzó para regresar. Ahora no debería permanecer lejos de la capital, aunque gustase de hacerlo. Uyuna dejó el lugar con una leve melancolía. Ella sentía intuitivamente las visiones de Naini como un estremecimiento...

— Tenemos que ser aún más vigilantes que hasta ahora, dando atención a cada mínima advertencia. ¡Pues Naini ve lo que se aproxima..., y lo que aún se está formando!, afirmó Uyuna con énfasis, después de relatar las vivencias de Naini.

Coban y Ave

Pocos días después de su vuelta, Ave informó a sus padres que decidió casarse con Coban.

— ¡Yo no puedo imaginarme ningún otro hombre a mi lado, por eso les solicito vuestro permiso!

— ¡Tendrás nuestra autorización!, respondió luego Yupanqui. Ya muchas veces él sintió como si el joven fuese su propio hijo.

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— ¡Él es de nuestra especie!, añadió Uyuna contenta. Pude conocerlo tan bien últimamente, que mis preocupaciones respecto a ambos desaparecieron.

Coban, pues, no era sólo cantor y compositor. Era también un extraordinario "técnico de colores". Así sería denominado hoy en su actividad. Él extraía colores y matices de gran luminosidad y durabilidad de los más variados productos de la naturaleza. El padre de él era un artista en eso. Cuando niño lo ayudaba muchas veces en ese trabajo. Solamente descubrió su talento de cantor cuando entró en contacto con los incas y frecuentó sus escuelas. Por todas partes era conocido como cantor. Poco se sabía, entre­tanto, que también era un artista en lo que se refería a la preparación de tintas.

Los incas habían descubierto más de cien matices de color. Apenas la mínima parte pudo ser investigada hasta hoy.

Ave, sin embargo, amaba el "cantor"; su otra actividad le interesaba menos. Coban mal pudo asimilar toda su felicidad, cuando Ave le comunicó la decisión de casarse. Al mismo tiempo ella le declaró que deseaba mudarse a otra región. Así como hicieran Mirani y Tenosique.

Coban coincidía con todo, pero Yupanqui y Uyuna estaban sorprendidos y también algo preocupados con el deseo de su hija.

— ¿Hacia dónde queréis ir entonces?, preguntó Yupanqui. — ¡No sé..., pero deseo marcharme!..., respondió Ave pen­

sativamente. Yupanqui no preguntó nada más. Sabía que cada ser humano tenía su propio destino, siendo conducido por las fuerzas espirituales hacia allá donde ese destino podría realizarse.

— En el lugar de la vertiente caliente* viven incas. ¡Allá es muy bonito y el suelo es fértil!, dijo Uyuna, de repente, toda alborozada.

— ¡Sí, vamos a mudarnos hacia allá!, exclamó Ave alegremente. — ¡Yo vengo de aquella región!, continuó Uyuna, sin dar

atención a lo que su hija decía. Pero desde pequeña yo no deseaba otra cosa sino frecuentar una escuela en la Ciudad de Oro de los Incas... Mi deseo se tornó realidad. Vine hacia acá..., y aquí permanecí.

* Cajamarca.

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— ¡Coban también llegó niño, y aquí permaneció!, exclamó Maza, la hermana de Ave. Vivirás feliz en Cajamarca, así como nuestra madre encontró aquí la felicidad y el amor.

El lugar junto a la vertiente caliente era bastante distante de la Ciudad de Oro. Distancias, sin embargo, no constituían impe­dimentos para los incas en cualquier tiempo.

Dos meses después de la partida de Mirani, Coban y Ave, con un grupo de acompañantes y una manada de animales de monta, viajaban hacia su nuevo y distante destino. Sin la pareja real.

En el transcurrir de las décadas aún otros incas se mudaron hacia allá. También Maza se casó, siguiendo a su hermana y domiciliándose en aquel lugar con su marido. Cajamarca se desarrolló en una pequeña ciudad de oro. Pues cada inca se adornaba con objetos de oro. Oro para ellos no era solamente decoración. El brillo de ese metal era enigmáticamente vital para ellos. Nunca consideraban el oro como un bien terrenal.

En el fondo, los incas consideraban como terrenalmente valioso sólo los víveres y el agua que la Tierra les proporcionaba.

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Capítulo X V I

Los Gigantes Están Trabajando y la Tierra Tiembla

Dos Príncipes Ofrecen Auxilio

El siglo correspondiente entre los años 1300 y 1400 fue repleto de acontecimientos. Primeramente llegaron dos príncipes que no habían quebrado su vínculo con el Imperio Inca y que siempre fueron muy dedicados a los incas.

— ¡Uno de nuestros videntes nos avisó que había previsto el fin del pueblo Inca!, dijo uno de ellos, un príncipe del pueblo Vicu. Es lo que no queremos; por eso estamos organizando un ejército que solamente deberá servirles y protegerles.

— ¡Hace siglos que tenemos guerreros a nuestra disposición, de los cuales nunca tuvimos necesidad de utilizar!, respondió Roca algo contrariado.

Y realmente así era. En cualquier momento los incas podían disponer de un gran ejército, pues todos los pueblos que con el transcurrir de los siglos se aliaron a ellos, poseían una pequeña fuerza guerrera. Principalmente para sofocar rebeliones, apaci­guar discordias en los propios países y evitar transgresiones de fronteras.

— ¡Nosotros deseamos que nada suceda con vosotros!, co­menzó el príncipe de los vicus nuevamente. ¡Vuestras escuelas continúan siendo las mejores, y las personas ahora son frecuen­temente acometidas por enfermedades que solamente pueden ser curadas por vuestros médicos con la ayuda de vuestros dioses! ¡Además de eso, tienen las más bellas jóvenes del mundo! ¡Pon­derad, si les sucede algo a ellas!

Reunidos con sus huéspedes en el salón real de consejos, los incas pensaban sobre el ofrecimiento de los dos.

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— ¡Sabemos que un infortunio se aproxima a nosotros!, dijo Yupanqui a sus visitantes. No obstante, existen muchos peligros imposibles de ser combatidos con armas.

—•Nos comunicó nuestro vidente que también vuestro san­tuario en la isla está en peligro. ¡Y lo que él habla se cumple!, continuó el príncipe de los vicus.

— ¿Nuestro santuario?, preguntaron los incas casi simultá­neamente.

— ¡Sí, vuestro santuario!, exclamó el príncipe, contento por haber finalmente sacudido un poco a los incas.

Yupanqui se transportó en pensamientos a la isla. Un círculo cubierto de placas de oro, donde se encontraba un altar de oro..., un cometa, un sol..., y heléchos de oro y piedras preciosas verdes... ¡Cierto! ,Ya hace largo tiempo, cuando algunos incas exploraban la isla, les apareció Olija, la Madre de la Tierra, bajo millares de reflejos luminosos... Desde entonces la isla se convirtiera en sagrada para todos los incas.

El Terremoto

Un segundo acontecimiento fue el terremoto. Truenos y sismos no constituían nada de extraordinario en los Andes. A cada erupción volcánica antecedían terremotos. Ese sismo, entre tanto, conmovió a los incas, pues se diferenció de todos los anteriores. Por lo menos de aquellos que los incas ya habían presenciado.

El gran templo al lado de la Puerta del Sol, reconstruido por los gigantes debido a los ruegos de los incas, bien como los palacios y las casas allí localizadas, fueron destruidas por ese terremoto. La región denominada Tiahuanaco fue, por tanto, destruida por la segunda vez. Tan sólo la Puerta del Sol, el gran monolito con las figuras del calendario y la cabeza humana en el centro, continuaron intactos. También Sacsahuamán fue destruida.

Los incas no lamentaron la perdida del templo. Ya era muy antiguo y no podría ser utilizado por mucho tiempo. Súbitamente alguien recordó la bóveda subterránea en la ciudad del templo, donde estaban guardados los esqueletos de algunos reyes del otrora gran pueblo de los Halcones, envueltos por indumentarias de oro.

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— ¡La bóveda, probablemente, fue enterrada!, dijo Roca con indiferencia. Y eso fue también la mejor cosa que podría suceder a esos viejos huesos.

Los Gigantes Continúan Amigos de los Incas

Nymlap, el sacerdote renegado, causó más daños del que los incas habían supuesto. Varias veces tuvieron que destituir sacer­dotes de sus funciones, inclusive algunos sacerdotes incas, por preparar dulces en los cuales mezclaban el polvo del arbusto biru. Esos dulces tenían una apariencia totalmente inofensiva, de ma­nera que las vírgenes del Sol los comían de buen agrado.

— ¡Nosotros se los dimos a ellas para que sus pasos de danzas se tornasen más vivaces!, se defendieron dos sacerdotes, cuando Huáscar exigió explicaciones de ellos. La escuela, por fin, tuvo que ser cerrada, una vez que esos dulces, a pesar de toda la vigilancia de la dirigente, eran introducidos siempre de nuevo. Incluso a través de las propias vírgenes del Sol, y principalmente por las jóvenes de los otros pueblos.

— Ese Nymlap, probablemente, es el mismo ser humano que hace más de mil años llegó al pueblo de los Halcones, acelerando su decadencia. Ciertamente son los filamentos de culpa que en la actual vida terrena nuevamente lo empujaron hacia allá. ¡También de esa vez él fue asesinado!, opinó Huáscar, al hablar sobre los acontecimientos en el consejo de los sabios.

Lo que de inicio atingió a los incas amargamente fue la destrucción de la fortaleza de los gigantes — Sacsahuamán. La fortaleza, en algunos lugares, parecía haber sido compactada. Cada inca que supo de eso se preguntaba por qué los gigantes destruyeron su propia obra. Muchos recuerdos estaban ligados a esa edificación.

Según las tradiciones, decenios después de la construcción de la fortaleza llegó allí una banda de guerreros, de apariencia descuidada de una tribu Chanca, los cuales descendieron corriendo por los peldaños de la fortaleza. Probablemente para asaltar y saquear la Ciudad de Oro. Algunos agricultores incas que prepa­raban en las cercanías un cantero para las plantaciones junto al monte, permanecieron parados, asustados, al ver aquella banda.

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No podían salir sin ser vistos. Mientras se aconsejaban mutua­mente escucharon gritos, observando perplejos como los guerreros que huían subían corriendo los peldaños, desapareciendo.

— ¡Los sonidos de las campanas hizo que huyesen!, dijo uno de ellos riendo.

Y así fue. Durante algún tiempo, en una de las bóvedas subte­rráneas, se derretía plata y eran fundidas campanillas de diferentes tamaños. Las campanillas concluidas eran colgadas en varas entre los árboles durante algún tiempo. Con ráfagas fuertes de viento, se tenía la impresión de como si todo el aire vibrase con el sonido. Esto, para los forasteros, debería ser naturalmente una experiencia de vivenciar extraña..., bella, pero nunca aterradora.

— Los salteadores no vieron las campanillas. Probablemente pensaron que el sonido fuese una advertencia de los dioses...

En la fortaleza se realizaban también diversas solemnidades. Una solemnidad de recuerdo, destinada a los gigantes y algunas celebraciones del Sol y de la Luna. En la altiplanicie encima de la fortaleza plantaban arroz de la montaña y verduras entre los extensos y bajos muros de piedra, donde acumulaban la tierra.

Ninguna edificación se derrumbara en la ciudad. Apenas algunas paredes quedaron damnificadas, pero eran fácilmente reparables.

— ¡Parece que los gigantes están enojados con nosotros!, opinó uno de los incas. Tal suposición, sin embargo, era errada. Los propios gigantes les expresaron, a su manera, que no era ese el caso. Algunos días después del terremoto los incas descubrieron una columna redonda, baja y muy bien lapidada, donde se veía nítidamente la señal de los gigantes. La columna se encontraba en el medio de un pequeño jardín y podía ser vista de todos los lados. Un alivio surgió en las almas de los incas al ver esa columna. No podían imaginar la vida sin el amor de los grandes y pequeños espíritus de la naturaleza. Cuando llegase el tiempo sabrían también por qué motivo la fortaleza fue destruida.

Jóvenes Incas Frecuentan Otras Escuelas

Como no era de esperarse que ocurriese en forma diferente, muchachos y muchachas incas solicitaron autorización para fre-

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cuentar las escuelas de pueblos extraños. Escuelas de pueblos que se desligaron amigablemente de los incas, estando libres ahora.

— Queremos conocer a otros seres humanos en sus propios países, así como su manera de vivir. ¡Tal vez así podamos aumentar nuestros conocimientos!, decían algunos de los jóvenes.

Yupanqui, de quién dependía tal decisión, les dio el permiso, no obstante, con el corazón angustiado. Él presentía que solamente volvería a ver pocos de los que saldrían.

— ¡No podemos retenerlos!, dijo Uyuna oprimida. Lo que Chia manifestó no puede ser desecho. Uyuna pensó en Caué. Seterni le había informado minuciosamente sobre ese joven. Dávea, por cierto, ya se arrepentía profundamente de su fuga.

— ¡Ella podría volver!, dijo Uyuna siguiendo sus pensa­mientos. El orgullo de ella, sin embargo, jamás permitirá eso. Y con los otros que salen para frecuentar las escuelas se dará la misma cosa...

— No obstante, ¿de qué estás hablando?, preguntó Yupanqui curioso. Uyuna explicó lo que le causaba grandes preocupaciones.

— Conocemos las personas de otros pueblos. Muchos entre ellos son altamente desarrollados, tienen una pronunciada sensi­bilidad hacia las artes. No obstante, son diferentes de nuestras jóvenes y de nuestros jóvenes.

Yupanqui entendió. — Muchas se casarán con extranjeros y en la mayoría de los

casos pasarán su vida infelices y enfermas de tanta nostalgia. Y así sucedió. Adondequiera que llegasen, los jóvenes incas

eran recibidos con gran alegría. Quiera fuesen aimaraes, chibchas, chimúes u otros. No demoraba mucho y los jóvenes se enamo­raban en la tierra extraña. Algunos regresaban con sus elegidas, permaneciendo en las ciudades incas. Generalmente se trataba en esos casos de los jóvenes incas que se habían casado con muchachas de otro pueblo. Ya las jóvenes incas que emigraban a otras tierras, y se llegaban a casar allá con alguno de ellos, raramente regresaban.

Lo que más llamaba la atención era que, a pesar de la disolución de las alianzas, la juventud de esos pueblos llegaba en número elevado a las ciudades incas, a fin de frecuentar sus escuelas.

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— ¡Ahora vienen más jóvenes que antes!, dijo Jarana a Roca. Jarana era profesor de historia y antes de todo un buen conocedor de seres humanos.

— ¡Es difícil descubrir lo que ellos quieren aquí!, dijo Roca, que no gustó del repentino surgimiento de tantas personas extra­ñas. Hasta ahora nuestras mujeres y nuestros jóvenes eran casi inaccesibles para ellos..., fue retirada la barrera...

— ¡Nuestros jóvenes, a pesar de su poca edad, son sabios y puros, sin embargo, cuantas veces acontece que el encuentro con otras personas provoca una transformación del propio modo de ser!, dijo Jarana con una sonrisa triste. Él levantó la cabeza, siguiendo con los ojos las nubes que pasaban, obscuras y grises, sobre las montañas y valles. Fue como si buscase en las nubes una vislumbre de esperanza.

Contrariando todas las expectativas, un número bastante me­nor de incas se casaron con miembros de otros pueblos que visitaban sus escuelas. Kameo, del pueblo Caras, que estudiara algunos años antes Administración de Estado en una escuela inca, fue uno dentro de pocos. Él se casó con la hija de un orfebre de plata, partiendo con ella a su patria.

Los casamientos mixtos entre los incas y miembros de otros pueblos, que contrajeron durante los cien años restantes que antecedieron a la invasión de los españoles, tuvieron muchas veces consecuencias desagradables. Se trataba de los parientes que en muchos casos venían juntos, estableciéndose en las ciudades incas. Ellos se atribuían derechos que frecuentemente provocaban dis­cordia, descontento e ingratitud, pues esos así denominados "de­rechos" no eran y ni podrían ser concedidos...

Cuando la situación llegaba a un punto demasiado crítico, el joven matrimonio partía nuevamente, sólo para que los incas se viesen libres del parentesco indeseable.

Los descendientes de esos casamientos mixtos eran relativa­mente pocos. Por eso no corresponde a la verdad cuando se denomina a los actuales nativos del Perú como descendientes de los incas. Del espíritu inca nada más se percibe. O salvo en casos excepcionales.

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Tercera Parte

LA INVASIÓN DE LOS

ESPAÑOLES

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Capítulo X V I I

Las Profecías del Fin

El Consejo de los Sabios se Reúne

Siempre que debían tomar decisiones importantes o cuando había algo que comunicar, el rey reunía al consejo de los sabios. Durante esas reuniones todo lo que se refería al pueblo era discutido y se tomaban resoluciones que siempre correspondían al sentido de justicia.

El consejo de los sabios que se reunió por alrededor del año 1400 de la época actual fue de un significado imprevisible y de amplio alcance.

El recinto en el cual ellos se reunían, cerca del mediodía, era muy amplio. A l centro del recinto se encontraba una mesa redonda, con un bello trabajo entallado, adornada aún con incrustaciones de oro y plata. A l centro había una vasija azul de cerámica, donde ardía una lamparilla.

En ese recinto corrientes y suaves vibraciones se tornaban perceptibles y sensibles a todos, y ellos tenían la impresión de que en ese día un grupo de oyentes invisibles se juntó allí. En primer lugar Yupanqui habló al respecto de una medida guberna­mental que era necesaria; después el sabio Huáscar tomó la palabra:

— ¡No podemos agradecer lo suficiente por haber sido nuevamente destruido el templo al lado de la Puerta del Sol!, empezó él. Fue un acto necesario de limpieza. Ultimamente, escucho siempre de nuevo, a través de los visitantes y de los mensajeros, que cultos nefastos se expanden entre algunos de los pueblos aliados a nosotros. En el cuello cuelgan pequeñas figuras humanas con cabezas de gatos, pumas y halcones. Esto significa

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que nuestras doctrinas de religión, lenta', pero seguramente, están siendo olvidadas. Si el impostor Nymlap tiene culpa de la visible decadencia espiritual, es difícil de decir. Pero bien puedo imaginar que, bajo la nefasta influencia de él, tal vez hace largo tiempo el mal latente en esas personas, surgió a tono, a fin de activarse.

— ¡Hasta plantaciones del arbusto biru, dicen que existe ahora en diversos lugares!, habló Sogamoso, cuando Huáscar silenció.

— ¡Me parece surgir delante de los ojos un tiempo lejano ya transcurrido hace mucho tiempo!..., opinó lkala pensativamente. Veo en espíritu un templo destruido..., seres humanos enfermos..., un sacerdote renegado llegando al pueblo de los Halcones con un alucinógeno extraído del pómulo de cactus... Después veo a nosotros, incas. Vinimos de nuestros lejanos valles de las monta­ñas..., y enfrentamos, por la primera vez, la miseria humana que nos era totalmente extraña.

— ¡Tienes razón, lkala!, dijo Yupanqui. Yo también, al oír sobre la destnicción del templo, tuve la impresión de como si un acontecimiento que se pasara ya hace mucho tiempo se repitiese. A l mismo tiempo tuve un sentimiento oprimente. Me parecía que deberíamos aprender algo con aquello que ocurrió.

Cuando Yupanqui terminó, Tupac pidió la palabra. Él aún era relativamente joven y tenía, a semejanza de todos los incas, un bello y bien proporcionado rostro. Tupac veía bastante de lo que les permanecía oculto a los demás. Sin embargo, sólo raramente hablaba sobre eso. El hecho de pedir hoy la palabra, debería tener un motivo especial.

— Nosotros todos sabemos que un vidente solamente puede prever acontecimientos terrenales, porque tales acontecimientos se preparan mucho antes en el país situado afuera de la Tierra. Hoy yo tuve una vivencia que dice al respecto de nuestro pueblo todo. Desde entonces tengo la impresión de como si un fardo pesase sobre mí...

Tupac hizo una pausa. Parecía que el hablar se le hacía difícil. — Fue un poco antes de adormecer, tuve la impresión de no

estar solo. No vi a nadie, pero un aroma refrescante de flores llenaba el dormitorio y mientras aspiraba hondo el perfume escuché una voz. Una graciosa voz femenina y palabras que continúan sonando dentro de mí.

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Atentos, los sabios • miraban a Tupac. También ellos, de repente, se sentían oprimidos. Finalmente Tupac recomenzó a hablar:

"Vosotros, incas, sois el último pueblo que no des­truyó los puentes que conducen al maravilloso y luminoso mundo de Dios. Pennanecisteis sin culpa..., no obstante, también vosotros fallasteis. ¡No espiritualmente! Debe­ríais haber estado más alerta terrenalmente. Pues la vigilancia espiritual y terrenal deben vibrar en equilibrio. Muchas veces les fue dicho a vosotros sabios que tinie­blas envuelven la Tierra y que esas tinieblas parten de los seres humanos que se inclinaron hacia el mal. ¡La reina Olija siente el pesado fardo que ahora permanece sobre el astro Tierra!

Algo terrible se aproxima también de vosotros, el último punto de Luz sobre la Tierra. Ese mal ya está preparando las anuas en el mundo que se encuentra afuera de la Tierra. Tal vez se habría dejado desviar, caso hubieseis sido más vigilantes terrenalmente. ¡Digo tal vez! Vosotros deberíais os haber ocupado más con esas tinieblas, y también con las personas de las cuales ellas emanan... Sin embargo, continuasteis a vivir en la belleza y alegría, como los niños...

Ahora es demasiado tarde. Pues ninguna fortaleza en la Tierra podrá detener el mal que se aproxima hacia vosotros. Seres humanos que se asemejan a demonios asaltarán vuestro reino..., y ese acontecimiento no puede ser detenido más.

¡Pero no temáis! El amor de las fuerzas de la Luz está con vosotros. ¡Por causa de vuestros espíritus puros seréis auxiliados! ¡Escaparéis de las personas de las tinieblas, si seguís el consejo dado por un superior a través de mí! Cuando yo venga por la segunda vez, tú escucharás lo que vosotros tendréis que hacer".

Cansado, Tupac bajó la cabeza silenciando. Los sabios allí reunidos estaban abatidos por no haber estado tan alertas en la

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Tierra como deberían. Como tenía razón el fallecido rey cuando dijo:

"¡Veo sombras aterradoras pasando por nuestra tierra!" A l ver como Tupac estaba sentado exhausto, Uyuna se

levantó y se dirigió hacia un estante en la pared donde se encontraba una bandeja con dos jarros y varios vasos de oro. Llenó un vaso de cacao dulce y se lo entregó a Tupac. Cuando ella se aproximó, él erigió la cabeza, bebió el cacao y le devolvió el vaso, agradeciendo. La inquietud se le pasó. Nuevamente irradiaba confianza y esperanza; era lo que le tornaba tan querido entre los alumnos.

Los sabios estaban sentados, silenciosos, meditando sobre lo que habían escuchado. Desde la muerte de Chuqüi continuaba pesando sobre todos una presión indefinida, no obstante, ya hubiesen pasado muchos años desde entonces. Era, sobre todo, la incertidumbre que les oprimía de tiempo en tiempo. Pues nadie podía imaginar cual era el infortunio que se aproximaba sobre ellos. Por eso no se ocuparon de él. Y este fue un grave error.

— ¡Somos incas y permaneceremos incas!, dijo Yupanqui firmemente. Tenemos, no obstante, que evitar cualquier sentimien­to de miedo. ¡Pues yo siento como el miedo debilita! ¡Los portadores de desgracia, pues, apenas podrán matar nuestros cuerpos, no podrán causar ningún daño a nuestros espíritus! ¡No obstante, tenemos que ocupamos más de aquello que ocurre a nuestro alrededor en la Tierra!

— ¡Como tienes razón, rey!, respondió Tenosique. De acuerdo con lo que Tupac recibió, no es deseado que nuestro pueblo sucumba a través de los enemigos desconocidos. Por el contrario. Recibiremos consejos de como nos podremos proteger.

Nadie se preocupaba más de esos enemigos. Ellos sentían como si un desconocido espíritu de lucha despertase en ellos, tomándolos fuertes y invulnerables.

También las mujeres parecían tomadas de ese espíritu de lucha. Sus ojos brillaban nuevamente, y el miedo indefinido que sintieron con las palabras de Tupac desapareció totalmente.

— La mujer con la voz suave y melodiosa no llegó para amedrentarnos, pero sí para ayudarnos. Después de esas palabras pronunciadas por Mirani, el rey se levantó y junto con él todos

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los demás sabios. Uno después de otro dejaron el palacio, donde se encontraba el salón de los sabios.

Tupac fue el último en salir. Allá afuera él elevó su mirada hacia el cielo. En ese momento una nube obscura que pasaba cubrió el Sol.

"Inti, pues, ya sabe lo que nos amenaza a nosotros, incas", pensó. "La 'flecha de oro'* que él envió a nuestros antepasados como señal de que habían llegado a su meta, el amarillo valle florido..., cuanto tiempo ya ha pasado desde entonces..., incluso desapareciendo totalmente el brillo de nuestra existencia, podemos estar ciertos del amor de él."

Por Segunda vez se Escucha la Voz

La vida de los incas continuaba como hasta entonces. Había, sí, más problemas que antes de la llegada de Nymlap y del infeliz pronunciamiento de Chia. Sin embargo, una confianza unía a los incas entre sí, la cual no se debilitaba por acontecimientos desa­gradables, pero sí se fortalecía. Ambición, codicia y mentiras les eran desconocidas y su pronunciado censo de justicia impedía que actuasen erradamente en relación a los otros. Sus templos, palacios y las casas más simples brillaban con los objetos de oro que adornaban las paredes, y con cada soplo de viento tocaban las campanillas fijadas en los más diversos lugares.

También los otros pueblos podían adornarse con oro, plata, perlas y piedras preciosas cuanto quisiesen. En aquel tiempo aún no existía pobreza entre los pueblos que habían establecido alianzas con los incas y los que aún las mantenían. Tampoco existía dinero. También la idolatría, que bajo la influencia de Nymlap se propa­gaba entre algunos pueblos, en nada alteraba su situación exterior.

El terremoto ya hace mucho fue olvidado. Solamente cuando viajantes trajeron la noticia de un monte humeante, que nunca antes expulsó humo, nuevamente se recordaron de él. En el Valle de la Luna se desmoronó un pilar del puente, pero ya los constructores estaban reparando los daños.

Rayo Solar.

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Aproximadamente tres meses más tarde, la invisible figura se aproximó a Tupac por la segunda vez. Y por segunda vez él escuchó la voz suave y melodiosa. Ahora no se asustó. Sintió intuitivamente una felicidad indescriptible al escucharla. Pues, de repente, se tornó consciente de que conocía aquella voz. Ella le era familiar desde tiempos inmemorables, y él la amaba.

'Tupac, escucha: los gigantes hicieron para vosotros el último trabajo. Ellos crearon valles entre montañas gigantescas, tumbando rocas menores que se encontraban en el medio y quebrándolas en piedras pequeñas. Son valles de refugio. A ellos pertenece también el Valle de la Luna. Vosotros mismos no necesitaréis de esos lugares de refugio. Son destinados a vuestros nietos.

Fuisteis escogidos para preparar esos lugares de refugio. Los valles son de difícil acceso, y muchas pequeñas casas de piedras tendrán que ser erigidas. El Monte de la Luna sitúase más próximo de vuestra ciudad, no obstante, es seguro. La obra confada a vosotros exige inteligencia, prudencia y disposición a sacrificios. Sólo algunos pocos deberán salir y trabajar en esos valles. Existen ahora muchos forasteros en vuestras ciudades, por eso sed cautelosos en vuestras acciones y palabras. Ponderad: la supervivencia del pueblo Inca depende de vosotros y de los lugares de refugio que construiréis.

No conocéis a los enemigos. Son invasores que vendrán del mar, lanzándose codiciosos sobre vuestro oro. Pero no les bastará el oro. Quieren subyugar también vuestras almas. De este sufrimiento, vosotros, incas, deberéis ser libertados.

Vendrán guías que os conducirán hasta esos valles, a fin de que los conozcáis. Todo lo demás vosotros mismos deberéis realizar.

Todo de lo que fui incumbida, os transmití. En esa vida no escucharás más mi voz. Pero después nos vol­veremos a ver."

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Tupac se levantó de su lecho, caminando en el dormitorio de un lado a otro. El recinto de repente, le parecía extremamente pequeño para todo aquello que sentía intuitivamente. Pasó la mano en su corto cabello negro que le caía sobre la frente, poniéndolo para atrás. Tomó enseguida un poncho de lana, colocándolo sobre la ropa de algodón que vestía y dejó su pequeño palacio. Era soltero. Tan sólo dos alumnos que se preparaban para el sacerdocio vivían junto a él.

Anduvo lentamente bajo el cielo claro y estrellado, por el camino que conducía al templo. Llegando allá, se arrodilló, apoyando la cabeza en las placas frías de oro que revestían el altar. Todo vibraba en él... Se sentía elevado hacia un mundo superior, donde toda la maravilla estaba reunida.

Después de algunos minutos abandonó el templo, atravesando un jardín con bonitos arbustos y grandes árboles. Semicubierta por los arbustos estaba una llama de oro sobre un pedestal de piedra. Colocó la mano sobre la obra de arte en oro y preguntó en voz baja:

— ¿Qué es lo que será de ti cuando los demonios invadan el país? Un dolor inexplicable repentinamente le traspasó... ¿Por qué ese dolor?... Es de oro..., pero puede ser que también os destruyan vivos... Vacilante, Tupac dejó el jardín, cuando bandadas de aves nocturnas revoloteaban en torno a él.

— ¡Yo sé que los perturbo!, murmuró despacio, regresando enseguida hacia su palacio.

Aún en el mismo día Tupac se dirigió al palacio real, contando a Uyuna y Yupanqui detalladamente lo que recibiera pocas horas antes.

— ¡Qué tipo de gente será esa, que los nuestros tendrán que huir! Fue ese el único comentario de Yupanqui. Algunos de nuestros sabios están viajando. ¡No podemos convocarlos inme­diatamente!, dijo él después de un silencio más prolongado. Incluso, si enviamos enseguida los mensajeros, podrá pasar un mes hasta que todos estén aquí.

— ¡Felizmente fuimos advertidos a tiempo!, opinó Uyuna, mientras lágrimas corrían por su rostro. Ya hace mucho tiempo tengo un sentimiento de sufrimiento. Ahora, por lo menos, conozco la causa de eso.

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Los Guías se Presentan

El consejo de los sabios pudo ser convocado solamente dos meses más tarde. Durante la reunión, Tupac relató fielmente lo que escuchó de la "voz suave y melodiosa". Lo extraño fue que los sabios poco se sorprendieron con lo que escucharon. Tenían la impresión de que sabían todo al respecto de los refugios. Tan sólo no podían hacerse una idea sobre los enemigos. Nymlap fue el único ser humano realmente malo que conocieron, cuya acti­vidad causó confusión. Por eso admitían que un gran número de la especie de él asaltarían sus ciudades, matando al pueblo con el poder de las anuas.

Lo que pensaban, en el fondo, no tenía importancia. Todos comprendían eso. Importante era cumplir la orden que les fue comunicada por intermedio de Tupac.

— Vendrán guías que nos conducirán hacia los valles... Ahora- nada más podemos hacer a no ser esperar por ellos y seguirlos.

Transcurrieron meses. Los sabios esperaban confiadamente a los guías. Jamás pasaría por sus cabezas la idea de que no aparecerían.

Y, cierto día, ellos llegaron al palacio real. Eran el marido y el hijo de Naini. Vinieron por orden de Naini, a fin de transmitir a la pareja real lo siguiente:

"Se me apareció la figura de una joven. Estaba envuelta totalmente en una niebla de oro. Atrás de ella había aún otras figuras altas. Pero escuché solamente su voz. Me ordenó que enviase a mi marido y a mi hijo hasta vosotros. Los dos hombres deberán guiarles hasta los valles; son tres y todos de difícil acceso. Además de esos dos hombres, solamente pocos de los nuestros co­nocen esos lugares entre las altas rocas".

Chapecó, el marido de Naini, añadió aún que dos valles se situaban cerca uno del otro.

— El tercero se encuentra a una distancia de los otros equivalente a dos días de viaje. Por eso sería mejor que un grupo

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guiado por mi hijo siga hacia los dos valles más cercanos, al paso que yo le mostraré a un otro grupo el mejor camino hacia el valle situado a mayor distancia.

La propuesta de Chapecó era buena. Por eso se formaron dos grupos para conocer los futuros lugares de refugio.

Cuando ambos grupos comandados por Yupanqui y Roca respectivamente, vieron los valles que ser humano alguno adivi­naría existir entre las altas y gigantescas montañas, comprendieron por qué tendrían que iniciar la construcción de los lugares de refugio tanto tiempo antes del acontecimiento venidero.

Los valles estaban totalmente cubiertos de piedras grandes y pequeñas. Todas ellas podrían ser utilizadas en la construcción. Pero primero tendrían que ser adecuadamente alejadas para dar espacio a los lugares de construcción. En los tres valles había, en el centro, una pequeña y extensa elevación. Con el transcurrir del tiempo, los incas construyeron en esas elevaciones largas y bajas casas pareadas, utilizándolas como residencias. También almace­nes y pequeños templos no faltaron.

Tenosique tomó para sí la construcción de las casas en el Monte de la Luna, mientras diversos grupos trabajaban temporal­mente en los valles. Los trabajos avanzaban lentamente, visto que siempre pocas personas podían alejarse de las ciudades incas sin llamar la atención.

La juventud inca, y también los niños, en el transcmrir del tiempo, fueron informados de la amenazadora profecía del infor­tunio, en la cual se predecía la destrucción del pueblo Inca. Muchos de ellos fueron conducidos hasta los valles, donde alegres y cuidadosamente cortaban las piedras y hasta preparaban los campos de cultivos en terrazas.

Durante más de cien años trabajaron en los tres valles y también en el Monte de la Luna, a fin de transformarlos en refugios simples, sin embargo, seguros.

El Exodo hacia el Brasil

Poco antes del tenemoto y de la destmcción del gigantesco templo, peregrinó un vidente por el Reino Inca. Visitaba, princi-

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pálmente, ciudades y aldeas donde vivían los incas. Los incas ejercían una inexplicable fuerza de atracción sobre él.

Ese vidente se originaba de un pueblo de los mayas y se denominaba Cuitlahuac. Por todas partes donde pasaba, predicaba la ruina del arrogante pueblo Inca a través de salvajes barbudos que asaltarían sus ciudades. Cuitlahuac, que en realidad, nunca conociera bien a los incas, confundía la serenidad de ellos con la rigidez y orgullo.

Cuando el movimiento sísmico destruyó por la segunda vez el templo del otrora pueblo de los Halcones, él vivía aproxima­damente a una hora de distancia del templo, entre los descendien­tes de ese pueblo. Generalmente nadie daba oídos a sus profecías y advertencias, dado que sonaban muy confusas. Entre el pueblo de los Halcones vivían incas que eran profesores, médicos, teje­dores y también aquellos que se mezclaban a ellos a través del matrimonio.

Cuando el templo nuevamente se derrumbó, irrumpió el pánico entre el pueblo de los Halcones. Muchas personas, de repente, procuraban a Cuitlahuac y le pedían consejos. Él, como vidente, veía lo que estaba por venir y podría aconsejarlos. El pánico tomó dimensiones peligrosas cuando entre el pueblo nue­vamente se propagó una terrible enfermedad a la piel.

— ¡Tenemos que huir! Sólo huir... ¿Hacia dónde nos debemos dirigir?

Exactamente en esa época se encontraba en la región del pueblo de los Halcones un célebre arquitecto de la Ciudad de Oro, de nombre Huáscar y dos constructores de caminos. Los tres eran incas y también estaban abatidos. Pero principalmente por motivo de la destrucción de la gran fortificación inca, situada al lado de la Ciudad de Oro, construida antaño por los gigantes.

De pronto, uno de los constructores de caminos dijo: — ¡Yo sé donde podremos encontrar seguridad! — ¿Dónde se encuentra ese lugar?, preguntó un otro. Huás­

car, que acreditaba en las profecías conforme las cuales cierto día vendrían salvajes barbudos al reino de los incas, prestó atención.

— Díganos dónde se encuentra ese país; tal vez yo construya allá una nueva ciudad de oro.

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— Se trata del "País sin Fronteras", al cual nosotros nos aproximamos. ¡Es un país maravilloso, con grandes ríos y árboles gigantescos!

— ¡Una ciudad de oro en medio de una naturaleza maravi­llosa!..., dijo Huáscar pensativamente. Quiero ver ese país.

Se realizó también el plano de Huáscar. Salió acompañado de doscientos y cincuenta personas — mujeres, niños y hombres — teniendo como guía uno de los constructores de caminos, se dirigió al País sin Fronteras, al Brasil.

Cuitlahuac no quiso ir junto. Prefirió permanecer en las proximidades de los incas, profetizando su ruina.

— ¡A pesar de su poder sobre los demás y de sus muchos guerreros, sucumbirán!, anunciaba él a todos los que quisiesen escucharlo.

Cuitlahuac, ciertamente, no tenía la menor idea de que mucho tiempo antes de la desgracia caer sobre los incas, fueron prepa­rados refugios, donde los mismos podrían terminar sus vidas en absoluta seguridad.

¡Yo Vi la Estrella de El!

La construcción del refugio en la Montaña de la Luna era, en comparación con los otros tres valles, mucho más fácil. El lugar se situaba más próximo de la Ciudad de Oro, siendo por eso posible conseguir más rápidamente todo lo que era necesario para la construcción. No obstante, los trabajos no proseguían con mucha rapidez. Las obras no deberían llamar la atención, pues desde que los incas se casaron con miembros de otros pueblos, frecuentemente surgían los parientes a fin de ver el lugar donde los astrónomos trabajaban.

Tenosique y también Maxixca eran trabajadores incansables. Eran, sin embargo, en primer lugar astrónomos. Y se ocupaban durante días, sí, hasta durante semanas, solamente del curso de los astros y sus diferentes constelaciones. Tenían la capacidad de recibir conscientemente lo que ocurría en el cielo astral y que solamente en determinados espacios de tiempo se tomaría visible en el cielo de la Tierra, realizándose. Ya que ambos poseían ese don.

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Tenosique se interesaba, en la realidad, sólo por el cometa que le fuera mostrado por primera vez años atrás, y que después en determinados intervalos se le apareciera delante de sus ojos. Para que él no lo olvidase. ¿Pero cómo podría olvidar ese poderoso astro?

— ¡Los incas que vivieron hace casi 1.400 años, vieron un cometa poco antes de salir de sus valles montañosos!, les recordó a los dos Mirani, cuando conversaban sobre eso. Más tarde uno de sus astrónomos recibió la noticia de que el cometa, en aquella época, estaría ligado al nacimiento terrenal de un espíritu elevado.

— Mi cometa parece demasiado amenazador... y poderoso demás para referirse a eso. Él debe tener otra significación. Visto que ya me fue mostrado varias veces, debe ser también de impor­tancia para la Tierra. Siempre que lo veo, siento intuitivamente un éxtasis espiritual. Un éxtasis para mí totalmente inexplicable.

Maxixca siempre seguía en espíritu las órbitas de la Tierra y del Sol, a fin de investigar el destino de esos astros.

— ¡La maravillosa aura de la Tierra de Olija está turbada, y también la del Sol no es más la misma! ¡Él expele llamas! ¿Llamas? ¿Por qué? Nuestra Tierra está totalmente envuelta por sus irradiaciones visibles e invisibles.

— ¡En ciertas épocas el Sol me parece un volcán, en cuyo interior existe un ondular y burbujear que, un día, llegará a la erupción!, dijo Tenosique, mientras contemplaba trazos, círculos y figuras de animales en las placas de cerámicas a su frente. Los diseños representaban los caminos de los astros, que frecuente­mente observaba en el cielo estelar nocturno.

Fue Saibal que, al llegar cierto día, ayudó a Tenosique a descifrar el enigma del poderoso cometa.

— ¡Yo sé solamente que, cuando ese poderoso cometa se torne visible en la Tierra, se derrumbarán las montañas y los mares se levantarán!, dijo Tenosique cuando estaban sentados juntos, al anochecer.

— Tu cometa me recuerda de una profecía que algunos sabios incas recibieron hace largos tiempos. Milenios pasaron. Sin em­bargo, la profecía no fue olvidada. Maxixca y Tenosique querían interrumpir a Saibal, pero éste les dio a entender con un gesto de mano que quería continuar hablando.

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— Tengo la intuición de que estamos próximos del tiempo en que una nueva fase comenzará para la humanidad. Una fase nueva precedida por una purificación. La Tierra está envuelta por las tinieblas. Y esas tinieblas parten de los seres humanos. Si somos el último pueblo que aún desconoce esas tinieblas, entonces esto es para mí una señal de que la profecía se realizará en tiempo previsible.

Saibal miró a Maxixca después de terminar. — ¡Según lo que yo sé esto demorará solamente pocos

siglos..., según las constelaciones estelares que conozco, mucho se modificará en la superficie de la Tierra!, dijo Maxixca pen­sativamente.

— ¡Tienes razón!, exclamó Tenosique todo entusiasmado. ¡El poderoso cometa desencadenará las modificaciones previstas en la Tierra! ¡Pero también expulsará las tinieblas! ¡Esto es, todos los malhechores desaparecerán de la faz de la Tierra! Tenosique se levantó de un salto, caminando inquieto de un lado a otro en el recinto.

— ¡Y el poderoso cometa encuéntrase en las proximidades del Sol!... Él traerá muerte, destrucción y cooperará con las fuerzas de la Tierra... ¡Pero también de él emanarán fuerzas creadoras, favoreciendo a la regeneración!

— ¿Cómo pasará nuestro pueblo?, pienso en la profecía y en la incumbencia de Tupac..., en los lugares de refugio... ¡Nunca nos faltó ayuda y protección!, interrumpió Mirani. ¿Cuántos de los nuestros serán dignos de ser salvados?... ¡Cuan poco sabemos, en el fondo, de lo que ocurre en las almas y espíritus de nuestros prójimos!... Continúan escondidos dentro de los cuerpos terrenales protectores...

Después de esas palabras, Mirani se retiró. También Saibal y Maxixca dejaron la casa.

Tenosique se recostó en un ancho banco para dormir que se encontraba en la sala y continuó pensando en el cometa. Este se encontraba delante de su espíritu, con sus millares de reflejos de luz, pareciendo cubrir el cielo entero. De repente, le surgió un pensamiento. ¿De dónde vendría ese cometa de especie diferente? ¿Quién lo envió? En la orden universal no existe entre los cuerpos celestes un arbitrio de ir y venir. Por lo tanto, un Superior debería

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haberlo enviado, para que la profecía pudiese realizarse en el tiempo determinado.

Tenosique finalmente se sintió cansado y se adormeció. Sin hacer ruido, Mirani entró en el recinto, cubriéndolo. Las noches en el Valle de la Luna eran frías, hasta congelantes.

La Generación Siguiente Completó el Trabajo

Durante los cien o más años que precedieron la invasión, la Montaña de la Luna y los valles se transformaron en refugios seguros. El trabajo era penoso y lento, pero nadie se quejaba. Por el contrario. Cada inca contribuía alegremente con su trabajo, para que sus descendientes pasasen sus vidas en seguridad. No pre­guntaban más de que especie sería el peligro que los amenazaba, sin embargo, continuaban trabajando incansablemente para cum­plir la misión que Tupac recibiera.

Yupanqui y todos los que pertenecían a su generación mu­rieron antes de haber acabado de construir las casas de los cuatro valles de refugio. Solamente la generación siguiente completó la obra iniciada. Las casas permanecían sin techo, visto que cierto día un espíritu de la naturaleza les apareciera a los arquitectos, aconsejándolos que esperasen hasta recibir la orden para cubrirlas. Fueron, sin embargo, solamente los nietos que recibieron tal orden y la ejecutaron.

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Capítulo X V I I I

Las Primeras Sombras se Hacen Sentir

Las Determinaciones del Rey

Entre los incas y los reinos de los aztecas y mayas, en la América Central, no había ligazón alguna. A través de relatos de los fugitivos, los incas supieron de la conquista de Méjico y del asesinato de Montezuma. Se asustaron con lo que allá aconteció, preguntándose cuanto tiempo aún demoraría para que los conquis­tadores también descubriesen su reino...

El último rey inca fue Huayna Cápac. No era descendiente de Yupanqui, pero sí nieto del sacerdote Huáscar ya ha mucho tiempo fallecido. La sucesión de un rey inca no era ligada siempre a hijos o nietos del rey fallecido. El futuro rey era elegido por el Consejo de los Sabios. El elegido era aquel con mejores condi­ciones para desempeñar el cargo. Tenía que estar a la altura: espiritual y terrenalmente.

Huayna Cápac era anciano. Ya veía delante de sí cada vez más próximo el último límite del camino que lo separaba del otro mundo. Siempre gobernó de manera sabia y prudente, y ahora tendría que efectuar el último acto a fin de proteger a su pueblo de los enemigos desconocidos. Sus dos hijos, Huáscar y Atahualpa, a pesar de ser jóvenes — aún no habían completado los treinta años de edad — eran personas maduras espiritual y también terrenalmente. Huáscar ya estaba casado y tenía un hijo pequeño.

Huayna Cápac llamó a sus hijos y; antes de explicarles el plano que elaboró, llamó la atención de los mismos acerca de su edad, diciendo temer estar ausente cuando llegase el momento de conducir y aconsejar correctamente al pueblo en la hora del infortunio.

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— Me dejé aconsejar por un superior antes de dirigirme a vosotros. Ahora puedo comunicarles sobre lo que ese superior me aconsejó:

"Deja uno de tus hijos en la Ciudad de Oro; y el otro deberá establecerse en el lugar de la fuente caliente. Manda siempre vigías y mensajeros a montar vigilancia en los lugares de buena visión. Los mensajeros luego les avisarán cuando divisen las sombras de los enemigos. Cuando esto suceda, habrá llegado la hora de conducir a las mujeres y niños hacia los lugares de seguridad.

Los enemigos desembarcarán en el puerto de Tumbes. Y se cuidará para que sepan sobre la presencia del 'rey Inca' en Cajamarca".

— ¡Yo voy a Cajamarca!, interrumpió Atahualpa a su padre. Y luego que las sombras de los enemigos se vuelvan visibles, enviaré los más rápidos mensajeros hacia Huáscar. Y él los enviará hacia adelante, a la Ciudad de la Luna y a las otras localidades. Yo detendré a los enemigos en Cajamarca, de tal forma que, en ese entre tiempo, todos los que desearen podrán ser salvados.

El rey sonrió y señaló con la cabeza, concordando: — Es ése, exactamente, el plan que un superior me dio. — ¡Tengo la impresión de como si mi hermano fuese sacri­

ficado! ¡Padre, permíteme ir a Cajamarca!, solicitó Huáscar. Sin embargo, Atahualpa nada quiso saber al respecto. Quedando así resuelta la partida de él.

— Sabremos cuando llegue la hora. Los hermanos, muy unidos uno al otro y ya como miembros

del Consejo de los Sabios, tomaron la resolución de mandar a informar sobre todo esto y de inmediato, a todas las familias y a las directoras de las escuelas de niñas, con el objetivo de prepa­rarlas para partir en cualquier momento.

"¡Pueden transcurrir años, pero también solamente meses, hasta que llegue tal momento, sin embargo, dejad inmediatamente la ciudad a la primera señal que recibiereis!"

Al saber que los dos hijos del rey enfrentarían a los enemigos, los hombres quisieron permanecer con ellos. Solamente cuando el propio rey les advirtió para pensar en las mujeres y en los niños, a fin de no colocar en riesgo la vida de ellos por actuar

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arbitrariamente, de esta forma ellos cedieron. Permanecería apenas un cierto número, para no dejar sin protección a los hijos del rey.

Los dos hermanos se consultaron mutuamente como deberían comportarse ante los enemigos.

— ¡Son seres humanos como nosotros!, opinó Huáscar con­fiadamente. ¡Por eso habrá entendimiento entre nosotros! Atahual­pa le dio la razón.

¿Seres humanos? ¡Cómo podrían ambos adivinar que seres humanos sedientos por oro, se podrían transformar en demonios! Para ellos el oro apenas significaba belleza y decoración.

El rey Huayna Cápac se sintió libre de un pesado fardo, después de haber hablado y arreglado todo con sus hijos. Ahora podría dejar la Tierra en paz. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo con las medidas de él. Esto él supo cuando el profesor Tupa lo contactó, solicitando una audiencia. Él comenzó:

— Yo y aproximadamente cien jóvenes, muchachos y también muchachas, solicitamos permiso para abandonar nuestra patria. No para ir hacia los refugios de las montañas. Queremos viajar mar adentro en las balsas de nuestros amigos, los quitos, con el objetivo de buscar una isla de la cual ya muchas veces escuchamos hablar. En esa isla podremos construir una nueva vida, sin miedo de los conquistadores. Las canoas ya se encuentran en el puerto de Tumbes y en ellas ya hicimos largos viajes.

Como el rey no respondió inmediatamente, Tupa dijo que esperarían el auxilio de los espíritus de los vientos y del mar...

— Pues ya viajamos varias veces en esas balsas y nos sentimos seguros en el agua. Un grupo de los nuestros frecuen­taron escuelas en Tumbes.

Era difícil para el rey concordar con el deseo de Tupa. — Para nosotros la salvación solamente está entre las altas

montañas. Conoces el mensaje recibido por nuestros antepasa­dos..., pero no puedo ni quiero impedir vuestro plan, tal vez encontraréis la tan esperada isla. Pero no confiéis demasiado en el auxilio de los espíritus de la naturaleza...

Tupa estaba contento. Agradeció en nombre de todos, de­jando enseguida el palacio. Estaba contento, es verdad. Pero la alegre disposición que sintiera al inicio de la conversación desapareció como por un soplo de viento. Había tiempo aún

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para desistir del plan... Sin embargo, a él le gustaba el mar; por eso había frecuentado una escuela en la ciudad portuaria. No podía arrepentirse más. Y así sucedió que un grupo de incas y sus amigos quitos embarcaron en balsas excesivamente cargadas de provi­siones, remando mar adentro y utilizando las velas cuando había viento.

Agregase aún aquí, que los jóvenes navegantes nunca llegaron a la meta deseada. Un tifón les alcanzó en alta mar, colocando fin al viaje. Nadie consiguió salvarse. Tupa, que pudo mantenerse a flote por más tiempo de que los otros, se atormentó con remordimientos. Pero también para eso, ahora ya era demasiado tarde.

Pocos días después de la visita de Tupa llegó otro joven inca, también con un pedido al rey.

— Yo y varios de los nuestros queremos luchar. Por eso pedimos armas. Nosotros mismos podemos confeccionarlas. Com­batiendo, podremos expulsar al enemigo desconocido. ¡Queremos demostrarles que somos incas!

— Si nosotros necesitásemos probar con armas en las manos que somos incas, entonces sería muy triste. A vosotros no puedo prohibirles luchar, si así lo quisiereis. Pero primero ponderad: Quién se mancha con sangre, generalmente muere sangrando.

Los Pronósticos de la Catástrofe Venidera

Algunos meses más tarde llegaron mensajeros, relatando al rey Huayna Cápac que un navio con catorce hombres barbudos atracó en el puerto de Tumbes. El capitán del navio había decla­rado que una enfermedad maligna exterminara el resto de la tripulación. Esa información era correcta, pues hubo una epidemia de viruela que contaminó a veinte hombres de la tripulación, matándolos. Los muertos y también algunos enfermos que ago­nizaban fueron lanzados al mar, para que el resto de la tripulación no fuese contaminada también.

El capitán del navio era Francisco Pizarro. Él salió del Panamá en un viaje de reconocimiento, después de haber conocido dos mejicanos que le contaron a él y a su socio y amigo, Diego

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de Almagro, al respecto de un país donde un pueblo vivía en ciudades de oro. Los mejicanos, que ya hablaban bien el español, relataron todo de un modo tan convincente que Pizarro partió solo en el primer viaje de reconocimiento. Además de eso los dos ya habían oído, a través de otros mejicanos, al respecto de un "El Dorado con dioses blancos". Hasta el momento habían conside­rado ese El Dorado como una fantasía de los nativos.

Pero la situación ahora era diferente. Los dos mejicanos se ofrecieron para acompañarlos a una ciudad portuaria que ellos conocían.

— ¡Allá existen caminos hacia las ciudades de oro en las regiones altas! Y uno de ellos añadió que deberían seguir siempre por la costa...

Desde la conquista de Méjico por Cortés, los dos aventureros no tenían más sosiego. Lo que Cortés realizó, ellos también tendrían que conseguir. Había mucha tierra inexplorada... Y uno de esos países les pertenecería... Pizarro, por eso, partió, y Alma­gro permaneció en el Panamá, a fin de enviar espías a todos los lados. Además de eso, el navio de él necesitaba muchas repara­ciones para tomarse otra vez navegable.

Pizarro no contaba con la epidemia de viruela, mas la olvidó rápidamente al entrar al puerto de Tumbes. Esperaba encontrar un bando de salvajes desnudos. Pero sucedió lo contrario. Lo que vio, lo llenó de una especie de éxtasis... Personas bien vestidas, casas bonitas, campos verdes, cuidadosamente cultivados..., y oro, había mucho oro.

Los marineros fueron recibidos hospitalariamente y abasteci­dos de todo lo que necesitaban. Vieron los vasos de oro, las bandejas de oro, las abundantes joyas que las mujeres usaban, los pilares de oro en los templos, animales de oro — generalmente pájaros —, reluciendo entre los verdes jardines.

Pizarro tubo muchas dificultades para disuadir a la tripulación de saquear. Era también muy astuto para mostrarse como un huésped mal agradecido.

En aquel tiempo vivían en Tumbes miembros de dos pueblos muy desarrollados. Los quitos y los caras. Ambos pueblos eran aliados de los incas. Muchos de ellos frecuentaron escuelas incas y hablaban bien el quechua.

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Pizarro no aguantó mucho tiempo en Tumbes. Algo lo empujaba hacia afuera, a España. Necesitaría de una gran flota, si quisiese volver para ejecutar su plan. Dejó dos de los suyos en Tumbes, los cuales fingieron estar enfermos. Uno se llamaba Felipe y el otro Alejo García. Eran espías. Al mismo tiempo les ordenó que aprendiesen, en ese intervalo, la lengua de la población y explorasen los caminos que conducían a las ciu­dades de oro.

Antes que transcurriese un mes, él nuevamente se encon­traba en alta mar. Sin embargo, ricamente obsequiado con objetos de oro y de plata, los cuales tanto admiraba. Necesitaba de esos objetos, a fin de convencer al rey español de su descubrimiento.

De vuelta a España, le entregó al rey Carlos V los objetos de oro de la ciudad portuaria de Tumbes.

El rey español quedó tan entusiasmado al ver esos objetos, que enseguida le dio autorización a Pizarro, con la orden de explorar el país recién descubierto, conquistarlo y incorporarlo a España como colonia cristiana.

La autorización fue emitida, mencionándose en ella una flota de más de cien navios y una tripulación preparada para la lucha. El rey Carlos V, sin embargo, tenía muchos enemigos. Éstos se opusieron a los planes del rey y del aventurero Pizarro. Con los pros y contras surgieron disputas, hasta contiendas, y las intrigas eran parte del día a día de esas personas. De la manera que fue quebrada la resistencia de esos adversarios, es irrelevante para nuestra historia.

En este libro los españoles apenas son mencionados donde eso es inevitable; puesto que se trata de un contacto directo con los incas.

Debido a las disputas internas en España, se atrasó la com­posición de la flota, sucediendo lo mismo con todos los prepara­tivos necesarios para una empresa de aquella envergadura.

Por eso transcurrieron varios años hasta que Pizarro pudiese lanzarse al mar con una flota que llevaba doscientos guerreros y algunos cañones.

Eran jefes de la flota Francisco Pizarro, su hermano Hernando Pizarro, Pedro Sarmiento de Gambia, Diego de Almagro y Her-

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nando de Soto. Acompañaban a la flota cuatro padres, con el objetivo de catequizar para la verdadera creencia, lo más de prisa posible, a los "pueblos subyugados". Sin embargo, apenas uno de los padres se encontró directamente con los incas. Fue Vicente de Valverde. Ese padre, en la realidad, representó apenas una triste figura con todas sus tentativas de conversión.

La Aflicción se Aproxima al Reino Inca

Aún antes que la flota fuese divisada en Tumbes, el rey Huayna Cápac recibió, a través de los mensajeros, relatos en quipu, por los cuales supo que un cierto número de navios habían saqueado y destruido algunas ciudades costeras menores en su camino hacia Tumbes.

Las personas de esas ciudades que consiguieron huir, se lamentaban de la perdida de muchas jóvenes y mujeres, las cuales fueron asaltadas y violadas por los guerreros. La mayoría de ellas murió.

El rey luego convocó el consejo de los sabios, a fin de entregarles el relato en quipu. Antes, sin embargo, conversó con su hijo Atahualpa, el cual enseguida partió hacia Cajamarca, acompañado de aproximadamente cuarenta incas.

— Llegó el momento en que debemos llevar nuestras mujeres y niños hacia un lugar seguro. Inmediatamente a tu llegada deberás tomar las providencias para que todas las mujeres y niños dejen el lugar. Al juzgar por el relato de quipu, no estamos tratando con seres humanos.

En la mañana siguiente se inició el éxodo de los incas de sus ciudades de oro. Fue necesario toda la influencia de los sabios, para que un número mayor de hombres acompañasen a las mujeres y niños en su caminata hacia los lugares de refugio. Todos querían quedarse junto del rey y sus hijos. Sin embargo, finalmente, obedecieron.

Aún durante el éxodo de su pueblo, falleció el rey Huayna Cápac. Su hijo Huáscar y los sabios excavaron, conforme era su deseo, una fosa en uno de los campos de cultivo y lo enterraron envuelto en una manta blanca de lana.

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Durante días seguidos Huáscar supervisó el éxodo de los incas. Diariamente, al anochecer, cuando volvía al palacio, él meditaba sobre la advertencia proferida por su fallecido padre y rey, algunas semanas antes de su muerte. Su hermano, él y una parte de los sabios estaban presentes. La advertencia decía:

"No entréis en lucha con los enemigos. ¡En las ciudades costeras, ellos no actuaron como seres humanos, pero sí, como demonios! ¡Dadles lo que deseen! Ellos poseen armas descono­cidas. ¡Aunque si quisiésemos, contra esas armas no podríamos vencer! ¡Podríamos expulsarlos! Pero volverían con más navios y un mayor número de guerreros. Pues son espíritus malos, entregados a las tinieblas".

¡Mi padre, ciertamente, tenía razón!, pensó Huáscar. No obstante, yo siento siempre la voluntad de enfrentarlos y expul­sarlos... Después recordó las mujeres violadas en las localidades costeras y, entonces, dejó de pensar en eso.

Algunos días después del entierro del rey, vinieron algunos cholos solicitando hablar con Huáscar o uno de los sabios.

Los Cholos eran considerados un pueblo mestizo, pues habían contraído matrimonios con los sobrevivientes del pueblo de los Halcones y también con los Aimaraes y otras tribus menores. No obstante, fueron siempre, muy dedicados a los incas y frecuenta­ban sus escuelas a fin de aprender el quechua y, si era posible, tornarse tan sabios y bellos como los incas.

Al recibir a los cholos, Huáscar y los sabios no podían imaginar lo que querían de ellos.

— Permitid que habitemos en las casas desocupadas de la Ciudad de Oro. ¡Tenemos muchas armas y mataremos a los enemigos por vosotros! Fue tan inesperado el pedido de los cholos, que en el momento nadie sabía que responder.

— ¡Mi padre, el rey, nos dejó una advertencia!, comenzó Huáscar vacilante. Esa advertencia es válida también para voso­tros. Escuchad primero para después decidir como deberéis actuar.

Cuando Huáscar terminó, los cholos admitieron la seriedad de las palabras.

— ¡Sabemos también que el rey Huayna Cápac tenía razón!, dijo uno de los emisarios. A vosotros tenemos mucho que agra­decer...

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Los sabios se esforzaron bastante para disuadir a los cholos de su propósito. Sin embargo, fue en vano. Querían luchar y morir, si de otra manera no fuese posible.

— Si así lo deseáis, entonces luchad. Pero esconded vuestras mujeres. Escuchamos cosas horribles. ¡Los enemigos se lanzan sobre ellas como demonios!, dijo Huáscar finalmente, cuando los cholos a toda costa impusieron su intención.

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Capítulo XIX

La Tragedia de Cajamarca

Atahualpa Recibe a los Españoles

Cuando Pizarro llegó a Tumbes con su flota, no dejó a la población por mucho tiempo en la incertidumbre al respecto de sus intenciones. La primera cosa que los invasores hicieron, fue destruir parcialmente, con sus cañones, la ciudad portuaria.

Tan luego los navios lanzaron las anclas, los dos espías, Felipe y Alejo García, hicieron sus relatos a Pizarro. Presente en tal conversación estaban también, evidentemente, Hernando de Soto, Diego de Almagro, Pedro Sarmiento de Gambia y Hernando, el hermano de Pizarro.

— ¡Atahualpa se tornó rey del Imperio Inca después de la muerte de su padre! Felipe comenzó a relatar. En el momento el nuevo rey se encuentra en Cajamarca junto con su corte. Es una localidad con una vertiente de agua caliente, la cual todos los incas visitan de tiempo en tiempo. Allá podréis capturar más rápidamente a Atahualpa, pues de acuerdo con lo que un vigilante me informó, el número de sus acompañantes es bastante reducido.

Felipe y Alejo, que en esa época ya dominaban bien el quechua, de inmediato se ofrecieron para guiar a los guerreros hasta la vertiente de agua caliente. Sin embargo, antes de partir, asaltaron Tumbes. Se llevaron todos los objetos de plata y de oro y todas las joyas que consiguieron encontrar, guardando los objetos robados en uno de los navios.

Era un día de tempestad cuando los invasores se pusieron a camino de Cajamarca. Entre ellos se encontraban Francisco Piza­rro, Diego de Almagro, Hernando de Soto y el padre Valverde. El padre llamaba a los cien guerreros fuertemente armados de

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"guerreros de la cruz", pues ellos emprendían una difícil expedi­ción para llevar la verdadera creencia a los adoradores del Sol. En el grupo se encontraban algunos nobles españoles, los de mayor confianza de la casa real española.

En Tumbes permanecieron Hernando Pizarro, Pedro Sar­miento de Gambia, parte de los guerreros con sus cañones y también algunos caballos que los españoles trajeron junto con la expedición.

Los invasores continuaron por el bien conservado camino, observando con desconfianza hacia todos los lados. Les parecía algo siniestro el echo de no encontrar resistencia por parte alguna. Incluso los bien abastecidos almacenes existentes a ciertas dis­tancias junto al camino, les inspiraban miedo.

— ¡Hasta parece que ellos nos desean atraer hacia una trampa!, dijo uno de los guerreros temerosamente.

Felipe y Alejo, que caminaban al frente del destacamento, decían para tranquilizarlos:

— Buenos caminos y almacenes repletos existen en todo el Imperio Inca.

El camino se tornó más difícil. Tenían que atravesar la región desierta de Sechura y subir por la cordillera de Huancabamba.

Algunos de los guerreros no soportaron la altitud y tuvieron que regresar. De sus narices salía sangre y terribles dolores de cabeza les atormentaban.

— ¡Ellos tienen la enfermedad de las alturas!, dijo Alejo. Solamente la posibilidad de tanto oro impidió a los guerreros restantes abandonar la expedición.

Finalmente superaron la parte más difícil del camino, divi­sando un verde valle, con campos bien tratados y cultivados; y al centro de ese mundo verde se veía un pequeño poblado. De la vertiente de agua caliente, distante algunos kilómetros del poblado, subían nubes de vapor.

El pequeño poblado parecía deshabitado cuando llegaron... Nadie salió al encuentro de ellos... Nadie opuso resistencia... Ese vacío les parecía muy raro. Varios de ellos perdieron el coraje, acusando a Felipe y Alejo por haberles conducido hacia un lugar errado. Esto se modificó cuando entraron en el poblado y vieron las molduras de oro en las pequeñas ventanas y puertas de los

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palacetes. La codicia por el oro hizo que se olvidasen de todo. Pizarro y los nobles españoles tuvieron bastante dificultad para impedir a la tropa de arrancar luego el oro de las puertas y ventanas. Tendrían, primeramente, que aprisionar al rey; después todo el oro del Imperio Inca estaría a su disposición.

Las casas y los palacios habitados por los incas estaban todas vacías. Sin embargo, esto no sucedía en relación a las casas de los caras. Éstos, a pesar de todas las advertencias, no quisieron abandonar sus hogares y permanecieron. Mientras Pizarro y al­gunos nobles españoles permanecían parados, indecisos, en frente de uno de los palacetes, avistaron dos jóvenes vestidos de blanco que se aproximaban a su encuentro. Usaban en el cuello discos solares colgados con cadenas de oro y también la piel de sus bellos rostros relucía como oro.

Valverde levantó el gran crucifijo que cargaba en el cuello, preso a una cuerda roja, murmurando conjuros contra los discos solares... El oro podría ser utilizado de mejor forma en honra de Jesús...

Dos días antes Atahualpa había recibido la noticia de la llegada de los invasores. El habitaba en el pequeño palacio junto a la vertiente y optara por recibir allí a los invasores.

— Nuestro amo se encuentra en el palacio junto a la vertiente y os convida para ir hasta allá. En la medida de lo posible, él atenderá vuestros deseos.

Pizarro y los suyos se distanciaron algunos pasos de los incas para confabular. Durante esos pocos minutos Alejo García se aproximó a los incas murmurando rápidamente hacia ellos:

— Quieren solamente vuestro oro. ¡Dadlo y entonces salvaréis vuestras vidas!

García se casó con una joven cara y no tenía la intención de volver con la tropa de Pizarro. Era feliz en el nuevo país y no deseaba oro.

— Aceptamos la invitación. ¡Llévanos ante tu rey!, dijo Pizarro en tono de mando a los dos incas.

La primera cosa que Pizarro y los suyos vieron, al aproxi­marse del palacio, fueron dos literas con paredes y varas de oro y de plata. Cordones rojos con campanillas de plata formaban las cortinas. Un poco más adelante de las literas había un ancho

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pedestal de piedra con una gran concha de plata, en la cual se veía recostada una sirena. Esa obra de arte era de oro y ricamente adornada con piedras preciosas. Los españoles permanecieron parados, sin hablar nada. Parecía que no podían desviar las miradas del oro que veían delante de sí.

— ¡Esto, todavía, no es nada!, murmuró Felipe. Deberéis ver antes la Ciudad de Oro...

Atahualpa recibió a los españoles en un salón muy bien decorado, en medio de un grupo de incas vestidos de blanco. Todos usaban el disco solar sobre el pecho. El rey vestía una ropa larga bordada con hilos de oro y su cabeza estaba adornada con un ancho aro de oro del cual colgaban perlas de oro.

Los españoles miraron confusos al joven rey que les recibía serenamente, sonriendo, como si ellos fuesen huéspedes bien­venidos.

Era visible que Atahualpa no quería ser el primero en diri­girles la palabra, por eso Pizarro se decidió a hablar:

— ¡Estamos llegando por orden del más poderoso regente del mundo!, dijo él, tartamudeando. Él os propone unir vuestro reino al de él, a fin de que podáis participar de todas las bendiciones que la iglesia está apta a ofrecer. Pizarro silenció. De pronto se sintió débil y con la impresión de que las pocas palabras que pronunciara le habían tirado toda la fuerza.

Felipe tradujo las palabras, agregando aún algunas amenazas indirectas. Él odiaba a los incas. El porqué, no lo sabría decir.

Atahualpa señaló con la cabeza concordando. No sabía lo que debería responder. Por eso mandó convidar a los emisarios a un banquete en el palacio de gobierno del poblado. Así ganaría algún tiempo.

Atahualpa inclinó levemente la cabeza, dejando enseguida el salón. La audiencia estaba terminada. A los españoles, a los cuales la serenidad del joven rey les parecía antinatural, no les restaba otra cosa a no ser alejarse también. Los dos incas nuevamente los acompañaron de vuelta, ofreciéndoles un palacete vacío donde podían permanecer el tiempo que les conviniese.

— ¡No confíes en ellos! ¡Es un pueblo astuto, que domina todos los artificios del diablo!, dijo Felipe, que servía de intér­prete.

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— ¡Apenas quieren nuestro oro!, dijeron los dos incas, cuando volvieron. Uno de ellos, que habla nuestra lengua, cuchicheó esto para nosotros.

— ¡Nuestro oro!, dijo Atahualpa pensativamente. Ya oí eso antes que existen seres humanos que se transforman en demonios debido a la codicia por el oro.

La Prisión de Atahualpa

Atahualpa compareció al día siguiente a la hora determinada — alrededor de las cuatro horas de la tarde — al banquete en el palacio de gobierno de Cajamarca. Sólo cuatro jóvenes incas lo acompañaban.

Cuando llegó al poblado y al ver a los guerreros barbudos y de pésimo aspecto, casi desvaneció de horror. Habría permanecido mucho más horrorizado, sin embargo, si supiese lo que ese degenerado bando había hecho con las mujeres de los caras que habían permanecido en el poblado. Los malhechores no sólo las violaron y deshonraron, sino que también las asesinaron, a fin de que ellas no pudiesen contar nada. Esas infelices fueron encon­tradas solamente más tarde, atrás de unos arbustos, localizados a unos kilómetros de distancia del poblado.

El banquete transcurrió en silencio, así como los incas estaban acostumbrados. Solamente cuando se levantaron de la mesa, y se acomodaron en el salón de recepciones, comenzaron a hablar.

— ¡Debe ser realmente un gran rey al cual servís!, inició Atahualpa. Estamos muy distantes de su reino, para unir nuestro reino al de él. En retribución por haberse recordado de nosotros, le enviaremos obras de arte en oro, tan bellas como él nunca vio.

— ¡Nuestra llegada tiene aún otro motivo!, dijo uno de los nobles españoles cuyo nombre era Francisco Toledo. Antes, sin embargo, que pudiese decir algo, el padre Valverde exclamó:

— Nosotros les traemos la verdadera creencia. Es mucho más de lo que podéis comprender; ¡para el paganismo no hay más lugar en la Tierra!

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PizaiTo, Almagro y de Soto quedaron airados. Sobre la con­versión, se podría hablar posteriormente, cuando fuese necesario. Primero el país debería ser conquistado.

Felipe tradujo todo. Los incas le escucharon con atención, pero naturalmente no comprendieron todo. La expresión "pagano", por ejemplo, no tenía sentido para ellos. Mientras tanto, lo que realmente les llamaba la atención y los dejaba inquietos, era el crucifijo que el hombre de los ojos malos llevaba sobre su pecho. ¿Qué tipo de personas serían esas, capaces de cometer un asesinato tan cruel? Y por qué uno de los invasores llevaba la imagen de ese asesinado sobre el pecho..., y aún visiblemente orgulloso...

Al percibir el visible interés de los incas por el crucifijo, el padre pensó, en su total ignorancia, que no sería difícil convertir a los adoradores del Sol para Jesús.

— Necesitamos oro. Mucho oro. ¿Pero dónde se encuentra ese oro? ¿En la ciudad denominada "Dorada"?, preguntó Pizarro, un poco sarcástico.

— ¡Oro puedo ofrecer para vosotros cuanto querréis!, dijo Atahualpa rápidamente. ¡Cargamentos de oro! En corto tiempo tendréis más oro de lo que podréis cargar. Aún hoy enviaré mensajeros para mandar a traerles un cargamento de oro.

En el primer momento, los huéspedes indeseables no sabían lo que deberían responder.

— ¿Por qué queréis mandar a traer el oro?, preguntó Pizarro, después de-una pausa más prolongada. ¡Nosotros mismos podemos buscarlo en vuestras ciudades de oro, las cuales conquistaremos para nuestro gran rey!

Atahualpa no parecía ni un poco preocupado con la perspec­tiva de perder sus ciudades.

— Podéis hacerlo. Los caminos que conducen hacia nuestras ciudades se encuentran en buen estado.

Los españoles quedaron perplejos al escuchar la respuesta traducida por Alejo. ¡Algo no estaba bien! ¿Qué rey era ese que indirectamente les ofrecía sus ciudades para que las saqueasen?... Sería, por cierto, una trampa...

— Los incas son seres humanos excepcionales; podéis creer en ellos. Durante el tiempo que vivo aquí, pude conocerlos bien. ¡Todos los pueblos que hicieron alianza con ellos, les aprecian y

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les adoran hasta hoy!, dijo Alejo, al percibir lo que pensaba Pizarro.

Al oír las palabras de Alejo, Felipe dio una risotada sarcástica. — ¡Cuidado con ese pueblo!, dijo él a Pizarro, advirtiendo.

Probablemente concentraron un gran ejército en algún lugar del camino, y quieren atraernos a una celada. Yo ya les dije que ese pueblo tiene un pacto con el diablo.

— ¡Dudáis de mis palabras y de mis intenciones!, dijo Atahualpa con voz de desprecio. Naturalmente, él sabía exacta­mente lo que se pasaba con esas personas hostiles, codiciosas por el oro. Como prueba de que podéis hacer todo lo que deseáis, les doy la autorización para apropiarse de todo el oro que encuentren en esta ciudad. ¡Y se trata de una gran cantidad!

Algunos de los nobles españoles, entre ellos Hernando de Soto, se sintieron de cierta forma avergonzados. En la presencia de esos pocos incas ellos parecían mendigos. Pizarro y algunos de los otros reaccionaron de manera diferente. Sentían odio. Odio de los seres humanos sentados allí tan altivos, permitiendo a los conquistadores que saqueasen la ciudad. Les habrían matado con placer en ese mismo instante.

— ¡Consideraos prisioneros!, gritó Pizarro con el puño le­vantado de modo amenazador. ¡Mientras el oro que ordenaréis traer no llegue aquí, a nadie le es permitido dejar el palacio de la fuente!

Felipe tradujo las palabras de Pizarro, preguntando al mismo tiempo, sarcásticamente, si el gran rey no quería llamar a sus diablos en auxilio...

El "banquete" terminó. Atahualpa y los suyos fueron escol­tados hasta el palacio de la vertiente por guerreros pesadamente armados. Poco más tarde llegó un otro grupo que, bajo la super­visión de Pizarro y Almagro, saquearon el palacio. Después de terminar, desmontaron las literas, arrancando de las puertas de madera todo el oro y la plata, bien como las piedras preciosas. Enseguida ya se encontraban delante de la concha con la sirena. La concha estaba firmemente fija en el pedestal de piedra, de modo que no era fácil desmontarla. La martillaron tan furiosa­mente, que la sirena y la concha se transformaron en piezas retorcidas, cuando consiguieron arrancarlas.

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Pizarro y Almagro tuvieron grandes disgustos con los gue­rreros. Pues cada uno quería quedarse con todo lo que había saqueado.

— El oro es propiedad del rey de España. ¡Quién se apropie de él será fusilado!, dijo Pizarro amenazando.

La amenaza de Pizarro tuvo poco efecto. El padre Valverde, sin embargo, vino en su auxilio. Primeramente les declaró que el oro y la plata aprehendidos no eran sólo de propiedad de España, sino por lo menos la mitad pertenecía a la iglesia. Finalmente los amenazó a todos con la excomunión. Fue lo que dio resultado, pues todos eran supersticiosos. Y lo peor que podría sucederles era la excomunión.

Treinta días después llegó el oro que Atahualpa había pedido a Huáscar. Treinta días que a los incas les parecieron más largos que un año. Más de prisa era imposible, pues Cajamarca se distanciaba a más de novecientos kilómetros de la Ciudad de Oro. Cierta mañana, cuarenta llamas pesadamente cargadas lle­garon a Cajamarca, guiadas por sus pastores. El cargamento consistía en obras de arte en oro y plata y en barras de oro puro. Delante de la mirada de admiración de los españoles, fue des­cargada una riqueza en oro, que hizo que todos permaneciesen en silencio. Al mismo tiempo, no obstante, aumentó aún más la ambición de ellos.

Los jefes españoles habrían preferido retornar a los navios con la riqueza en oro y partir. ¡Quién sabe cuáles eran las trampas que les aguardaban!... Pues no había en parte alguna de la Tierra seres humanos que se separasen de su oro sin luchar.

Y habrían puesto en práctica esa intención, si el padre Val-verde no se hubiese colocado decididamente contra eso.

— ¡Vinimos para traer la verdadera creencia a los paganos! Y conducirles a la iglesia, la única que puede tornarlos bien aventurados. ¡Los países tendrán que ser incorporados a la corona de España! Ya tenemos el oro. Estamos seguros de él. Dejar el país ahora sería una traición a la iglesia. Incluso hoy comenzaré a cuidar de convertir a los incas que aquí se encuentran. Una vez convertido el rey, será fácil convertir al pueblo. ¡Además de eso, existen aquí también otros pueblos que necesitan igualmente apoyo espiritual y de esclarecimientos!

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Hernando de Soto y Diego de Almagro le dieron razón al padre. Y así los otros se sometieron. Todos sabían que la iglesia, en España, era mucho más poderosa que cualquier rey.

La Muerte de Atahualpa

Al día siguiente, convencido de la victoria, Valverde visitó a Atahualpa en su pequeño palacio junto a la vertiente. Felipe y Alejo fueron juntos como intérpretes.

El sentido del largo sermón dirigido por el padre a los incas puede ser retransmitido con pocas palabras. Es comprensible que los incas no comprendiesen lo que el padre de ellos deseaba.

El padre retiró el crucifijo de su cuello, pasándoselo a Ata­hualpa, para que él pudiese verlo bien. Después el crucifijo pasó de mano en mano. Cada inca sentía compasión del "hombre" tan cruelmente asesinado.

— Éste es el hijo de Dios. Él murió por nosotros; ¡para salvarnos, seres humanos!, dijo el padre con énfasis. El hijo de Dios se llama Jesús... ¡Quien lo adora y lo sigue, para ése, el Reino del Cielo está abierto!...

Alejo tradujo la oración del padre, lo más exacto posible. Naturalmente, la reacción fue de nuevo totalmente diferente de la que el padre esperaba. Los incas observaban al padre, en silencio, incrédulos. Después solicitaron a Alejo que repitiese una vez más el sermón, pues tenían la impresión de no haber com­prendido bien alguna cosa.

Al escuchar por la segunda vez el sermón conteniendo las mismas palabras, miraron agitados y indignados al padre. Ese hombre era un mentiroso o un siervo de ídolos...

— ¡El pobre hombre en la cruz no murió, pero sí, fue muerto cruelmente! ¿O pretendes decir que él se clavó solo en esa armazón?

El padre levantó la mano para interrumpir a Atahualpa. Pero éste estaba tan indignado y al mismo tiempo triste, que no permitió ser interrumpido.

— ¿Llamas a este muerto en la cruz de hijo de Dios? ¿Cómo es tu Dios que dejó a su hijo ser asesinado por personas perversas?

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¡Este Dios parece ser un Dios sin vida! ¡Pero nuestro Dios vive en todo su esplendor y poder! ¡Nunca, estás escuchando..., nun­ca..., nosotros, incas, adoraremos a ese Dios que dejó asesinar a su hijo!...

Atahualpa temblaba de agitación y no conseguía pronunciar ninguna palabra más.

— ¡Puedes marcharte con tu hijo de Dios asesinado!, ordenó otro inca, indicándole al mismo tiempo la puerta.

El padre Valverde, Felipe y Alejo quedaron con miedo. Abandonaron rápidamente el recinto y el palacio. Al ver como el padre estaba rabioso, Alejo intentó tranquilizarlo.

— Ellos, todavía, no están maduros para aceptar una creencia sin cualquier preparación, sobre la cual nunca escucharon nada. Conozco otros pueblos donde eso será más fácil. Ellos son más accesibles que los incas, a todo cuanto es nuevo.

— ¡Tus esfuerzos son en vano, venerable padre!, dijo Felipe con una sonrisa burlesca. ¡Esos incas nunca se transformarán en cristianos! ¡Aún más, se burlarán de ti y hasta de Jesús en la cruz!

El padre Valverde buscó enseguida a Pizarro, Almagro y a los otros, los cuales ya estaban a la espera de él, para saber lo que consiguiera. La rabia se apaciguara un poco. Sin embargo, todos se dieron cuenta que él sufriera un rechazo.

— ¡Mientras ese rey permanezca vivo, la santa iglesia nunca conquistará una victoria!, empezó el padre, tan calmo como le era posible. Él hizo una blasfemia contra Dios y su hijo, acusán­donos, todavía, de haber asesinado a ese "pobre hombre en la cruz". La iglesia no tolera ninguna blasfemia. Ningún oro justifica la blasfemia pronunciada por ese rey. ¡En nombre de Jesús y de la iglesia exijo la muerte de él..., su muerte en la hoguera!

De Soto fue el primero en manifestarse. — Atahualpa, en fin, es un rey. Llevémoslo con nosotros a

España, para que sea juzgado por un rey. Algunos nobles espa­ñoles concordaron con él. Prisionero en un navio, no podría perjudicar a nadie más. Almagro, Pizarro y otros, sin embargo, opinaron que una blasfemia, aún más cuando proferida por un pagano, era un pecado tan grave, que solamente podía ser redi­mido con la muerte.

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— ¿No sería más adecuado contentarnos con el oro y volver en otra fecha?, preguntó uno de los nobles españoles que sentía simpatía y compasión por los incas.

Infelizmente, él, con su propuesta, constituía la minoría, la cual, por eso, no fue acatada. Todavía, lentamente intercambiaron ideas sobre como matar a Atahualpa. A nadie le gustaba la muerte en la hoguera.

— Existen maneras más rápidas de morir; ¡un golpe de espada, por ejemplo!, opinó uno de ellos que ya asistiera en España a diversas muertes en la hoguera.

Pero el padre Valverde era de opinión de que sólo la muerte en la hoguera debería pensarse. El único que estaba de acuerdo con él era Felipe. Si el padre y la iglesia opinaban que solamente una muerte en la hoguera entraría como opción, entonces tendría que ser erguida una hoguera, para que así la sentencia pudiese ser ejecutada.

En ese intervalo, Atahualpa y los pocos incas de su comitiva estaban juntos, sentados. La inactividad a la que estaban conde­nados era difícil de soportar. Sin embargo, nada podían hacer a no ser aguardar lo que sus enemigos resolviesen. Aguardaban con tranquilidad, pues tenían la certeza de que todas las mujeres, niños y un gran número de hombres habían abandonado las ciudades, encontrándose ya camino de los refugios. Durante la noche, sin ser notado, un mensajero entró al palacio a escondidas, trayéndoles la gratificadora noticia.

Cuando la hoguera estaba erguida en el centro de un jardín de la ciudad, los guerreros fueron a buscar a Atahualpa y a los suyos al palacio. Ninguno de los incas imaginaba el significado de aquella leña amontonada al centro del jardín. Sin embargo, rápidamente quedaron conscientes.

— ¡La hoguera es para ti Atahualpa!, dijo Pizarro, disgustado por la orden que le había sido dada. Serás quemado en ella. ¡Pues blasfemaste contra Dios!

— ¿Por qué deseáis mi muerte?... ¿Ya no os di más oro del que vuestros navios pueden cargar?

No recibió ninguna respuesta. Cuando sus brazos fueron amarrados con una cuerda, el padre se aproximó a él, diciendo:

— ¡Solamente yo puedo salvarte! ¡No, éste de aquí puede salvarte! Con esas palabras él indicó el crucifijo sobre su pecho.

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Atahualpa mantenía la mirada fija en el crucifijo y una profunda tristeza le invadió. Una tristeza tan profunda que sus ojos se llenaron de lágrimas. En ese instante él vio, en espíritu, un cometa que pasaba alto en el cielo, mientras que un grupo de personas reunidas en una altiplanicie, entre las altas montañas, le seguían con la mirada.

"¡El cometa anunció el nacimiento en la Tierra de un espíritu extraordinariamente elevado!", dijera un sabio más tarde. Y Ata­hualpa pensó entristecido:

"Entonces fuiste tú que viniste a auxiliar a los seres humanos. ¡Pero que sucedió! Ellos te asesinaron... Solamente ahora entiendo, por qué la obscuridad envuelve a la Tierra... Soy apenas un ser humano y no provengo de las alturas como tú... Nada significa que me quieran matar... Pero tu asesinato..."

— ¿Entonces, quieres la salvación o la muerte?, preguntó el padre impaciente. ¡Ambas están en mis manos!

Atahualpa levantó la cabeza, mirando a todos, uno a uno. Después su mirada se fijó en el padre.

— ¡Elijo la muerte..., estoy listo! ¡Soy un pastor del omni­potente Dios-Creador y siempre lo seré! Atahualpa pronunció en voz alta esas palabras y todos sintieron el orgullo que en ellas vibraba.

Antes que alguien entendiese lo que sucedía, Atahualpa caía muerto al suelo. La cuerda con la cual debería ser izado hacia el alto de la hoguera, colgaba suelta alrededor de él. Valverde y los otros, que perplejos fijaban los ojos en el rostro de Atahualpa, habían visto como un mercenario, que estaba atrás de él, retiraba tranquilamente el puñal de la espalda del muerto; reía de lo que hiciera, o debido a los rostros estupefactos a su alrededor. Él acertó exactamente el corazón de Atahualpa. Ese mercenario estaba embriagado. Embriagado con el pulque mejicano que siempre había en abundancia.

Con los más contradictorios sentimientos, los nobles españo­les dejaron el lugar junto a la hoguera. Solamente el padre Valverde aún continuaba indeciso al lado del muerto. Cuando uno de los incas mandó a preguntarle a través de Alejo si ellos podrían enterrar al muerto, él inclinó la cabeza casi inconscientemente, concordando.

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Los incas retiraron las cuerdas del asesinado, levantándolo para desaparecer con él lo más de prisa posible, dirigiéndose hacia afuera de la ciudad.

Atahualpa, el supuesto rey, estaba muerto. Sus compañeros lo cargaron durante un día. Al día siguiente, envuelto en un poncho blanco, lo sepultaron debajo de un monte de piedras. Como no poseían herramientas, separaron las piedras sueltas y excavaron la tierra con sus manos, hasta conseguir una fosa suficientemente grande para sepultar en ella el cuerpo del falle­cido. Después de eso, amontonaron nuevamente la tierra y las piedras, de forma tal que surgió un monte. El lugar de entierro fue bien escogido, pues el suelo en los alrededores estaba cubierto de flores azules de alfalfa. Además de eso, próximo al lugar, había algunos lindos árboles.

Se puede agregar aquí, que nunca existieron momias de incas envueltas en ropas doradas. Los reyes incas se dejaban enterrar en la tierra, tal como todos los otros miembros del pueblo. Algo diferente su religión no les permitía. Eran de la opinión de que todo aquello que surgía de la tierra tenía que ser devuelto a la tierra. Y tenían toda la razón.

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Capítulo XX

Se Aproxima el Fin

La Invasión de la Ciudad de Oro

Un día después que los incas desaparecieron con el cuerpo de Atahualpa, un grupo de españoles conducidos por Alejo, ya se encontraba camino de la Ciudad de Oro. El trayecto era largo, pero los incas, inconscientemente, habían preparado todo para sus enemigos. Las casas de provisiones en los caminos, contenían todo lo que los viajantes necesitaban, y no posibilitaban ninguna preocupación referente a la alimentación.

— ¡Las casas de provisiones, los bien construidos caminos y puentes son realmente obras dignas de admirar! ¡Esos incas deben poseer, además de su oro, un talento especial para la organización!, exclamó admirado uno de los españoles.

— Ellos son diferentes de los otros seres humanos. ¡Yo creo que esto se debe a su religión!, respondió Alejo, el cual cada vez gustaba menos de su vida de espionaje.

Mientras que los espías caminaban por el camino, que pasaba por varias localidades hasta llegar a la Ciudad de Oro, Pizarro regresaba con todo su bando a Tumbes. La victoria había sido fácil y les rindió mucho oro y plata. La vuelta, extrañamente, se realizó en silencio. Los más silenciosos eran Hernando de Soto y el padre Valverde. La muerte del inca, de cierta forma, les oprimía. De Soto sentía como si ellos mismos fuesen los perde­dores y no el rey inca. Valverde trataba de convencerse a la fuerza de que la razón estaba al lado de ellos. Jesús, pues, habría muerto en vano por las criaturas humanas, si la iglesia no combatiese el paganismo en la Tierra...

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Llegando a Tumbes, Pizarro, aconsejado por Felipe, decidió aportar más allá y así emprender desde allí la marcha hacia la misteriosa Ciudad de Oro. Pizarro no se sentía oprimido. Por el contrario, estaba como embriagado, por haber encontrado el le­gendario País del Oro, al sur del Panamá.

Poco después de su regreso a Tumbes, varios navios entraron en el puerto. Fue una sorpresa para Pizarro y para todos los que estaban junto a él. ¿Será que otros también desean conquistar el País del Oro? Vio, entonces, que se trataba de Pedro de Candia, a quién conoció en la corte de España. Después de saludarle, Candia declaró que llegaba como embajador del rey y con cien guerreros para refuerzo.

El refuerzo era muy bien recibido por Pizarro; sin embargo, se alegraba poco con el aparecimiento de Candia, del cual des­confiaba. Fue, entonces, bastante astuto para esconder sus propios sentimientos delante de Candia, pues la Ciudad de Oro, todavía, no había sido conquistada.

Cuando Pizarro y los suyos, proveídos de algunos cañones, tomaron el camino hacia la Ciudad de Oro, partiendo de una pequeña localidad portuaria, ya se sabía por todo el país lo que sucediera en Cajamarca. Los "barbudos" no sólo eran saltea­dores ávidos de oro, sino también asesinos. Tampoco las mu­jeres, ni los niños, estaban a salvo de esos monstruos. Deseaban quemar a Atahualpa en una hoguera, a pesar de todo el oro que les dio...

Los conquistadores subían lentamente por los caminos mu­chas veces escarpados que conducían a la Ciudad de Oro. Pasaron por localidades en las cuales vieron hombres trabajando pacífica­mente los campos de cultivos. Cierta vez se alojaron junto a un poblado mayor. Recibían de los habitantes los géneros exigidos. Después que todos comieron y bebieron bastante pulque, Felipe se dirigió a una de las casas mayores, preguntándoles adonde se encontraban las jóvenes.

— Aquí no hay mujeres, ni jóvenes o niños. Están en un lugar seguro donde no las podéis alcanzar. Vuestras manos están manchadas con la sangre que derramasteis en Cajamarca.

Felipe le volvió la espalda al hombre y se dirigió a Pizarro, contándole que los hombres de ese lugar estaban uniéndose con

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el objetivo de armarles una emboscada más arriba. Pizarro, en­tonces, mandó a incendiar la localidad.

Huáscar, bastante entristecido con lo que le sucedió a su hermano, permaneció horrorizado e indignado cuando los mensa­jeros le relataron lo que aconteció en Cajamarca. La única cosa que no comprendía era el hombre crucificado, tan importante para los invasores. También la avidez por el oro les era incomprensible. Su padre tenía razón cuando les advirtió para no luchar con esas criaturas humanas. Él tenía que hablar una vez más con los suyos para advertirlos...

Y así lo hizo. Mas todas sus advertencias fueron en vano. — Déjenles el oro... Ellos apenas desean nuestro oro... ¡De­

beréis darles cuanto quisieren!, les suplicó. Pero todo fue en vano. Los incas remanentes, los cholos y, todavía, otros que se juntaron para luchar, estaban firmemente decididos a defender la ciudad. Algunos millares recibirían los enemigos en la planicie delante de la ciudad y, si los demonios ávidos por el oro atacasen, ellos se sabrían defender. El "ejército" menor, de menos de quinientos hombres, estaría distribuido en lugares estratégicos de la ciudad. Todo lo demás podrían esperar.

Un día, de mañana, cuando Huáscar salió del palacio, se aproximó a él un hombre.

— ¡Sois Huáscar, el segundo hijo real! ¡Huye! ¡Los conquis­tadores ya están en camino! Fue Alejo que rápidamente cuchi­cheara esas palabras, desapareciendo sin dejar huellas.

"¡Huir, nunca! Yo no sería más digno de llevar el nombre inca"... De buen agrado, Huáscar habría enfrentado solo a los asesinos de su hermano. Sin embargo, una vez que los suyos, a pesar de las súplicas y explicaciones no querían oír y sí luchar, en breve apenas habría muertos. Él estaba desesperado con sólo pensar ser impotente contra eso.

Todos los sabios incas sabían, desde la invasión de Méjico, que su país no sería una excepción por mucho tiempo. A través del comercio costero, muchas personas sabían de la existencia del País de Oro situado en los altiplanos.

Los espías españoles que vinieron de Cajamarca a la Ciudad de Oro, tenían entrada libre como cualquier otro visitante o mercader. Incluso, habían afeitado sus barbas en Cajamarca y

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vestido con las ropas de dos miembros del pueblo Cara asesinados. Como se afeitaban diariamente, sus rostros, durante la caminata, tomaron un color bronceado. Se acomodaron en una casa inca abandonada en las márgenes de la ciudad, inspeccionando la misma sin impedimentos. El oro que veían por todas partes les despertaba sus ambiciones de tal forma, que prácticamente se olvidaban a que habían venido. Habrían preferido desaparecer con todo el oro que pudiesen cargar. No veían ejército por parte alguna. Al contrario, la ciudad les parecía desocupada. Ellos no vieron a los cholos y incas que se distribuyeron afuera de la ciudad para recibir a los enemigos. Sin embargo, se sentían, de cierta forma, amenazados. La ausencia de mujeres y niños les parecía hasta siniestra.

Después de algunas semanas, decidieron ir al encuentro de los suyos. La espera se les tornó monótona. La visión del oro de nada les valía. No podían llevárselo. Tenían que esperar a recibir su parte del robo. Así, los espías dejaron la ciudad. Sin Alejo. Este desapareciera desde el anochecer del día anterior.

El ejército de los españoles avanzaba lentamente. La altitud les causaba dificultades. Muchos de los recién llegados eran atacados por la enfermedad de las alturas. Además de eso estaba el peso de las espadas y mosquetones. Si no fuese el alto sueldo que les fue prometido, la mayoría habría regresado y partido con los navios. Ninguno de ellos se sentía bien. Todos tenían la impresión de como si fuesen continuamente observados y ame­nazados. Amenazados por seres invisibles... También el padre Valverde tenía dificultad para luchar contra ese raro sentimiento...

A pesar de todo, cierto día, alcanzaron la planicie delante a la ciudad. Los espías que los encontraron tres días antes, les avisaron que en ninguna parte habían visto ejércitos y que la ciudad estaba desocupada. Pizarro hizo un ademán con la mano, cuando comenzaron a hablar entusiasmados de los tesoros de oro de la ciudad. Y apenas preguntó si nada habían escuchado al respecto del hijo del rey asesinado. Cuando Pizarro supo que Huáscar, de cuyo asesinato escuchó hablar en Cajamarca, estaba vivo y que ni él ni Atahualpa eran reyes, que nunca hubo un fratricidio entre los incas, y que además nunca ocurrieron asesi­natos, permaneció pensativo. Después agregaron que Alejo les podría contar mucho sobre lo que supiera a través de otros.

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La altiplanicie parecía desocupada; sin embargo, repentina­mente, fueron sorprendidos por una lluvia de flechas que sorpren­dió a todos. ¿Dónde estaban los atacantes? Los espías habían mentido. Pues bien, los atacantes, o mejor dicho, los defensores, los cuales no tenían cualquier idea de los efectos mortíferos de las armas enemigas, se lanzaron al encuentro de los invasores en vez de permanecer en sus escondites. No es difícil imaginar lo que entonces sucedió.

Las balas de los mosquetones, los cañones que los españoles trajeron y además de eso las espadas, pusieron fin a la lucha, antes incluso de propiamente haber comenzado. Los campos arenosos afuera de la ciudad quedaron cubiertos de muertos.

Después de la batalla los españoles se retiraron un poco, pasando varios días escondidos. Los espías fueron fusilados como traidores, ya que no habían avisado sobre el ejército de las flechas. Los mercenarios limpiaban sus armas y bebían pulque, imaginan­do lo que irían a hacer con las concubinas reales y las demás jóvenes.

— ¡De rodillas ellas tendrán que mendigar por sus vidas!, se vanagloriaban entre sí.

Pedro de Candia miró atentamente a su alrededor. Valverde leía un breviario, pero sus pensamientos estaban dirigidos a las futuras conversiones y a las iglesias que serían construidas en el lugar de los templos paganos. Francisco Pizarro y Diego de Almagro eran enemigos, aunque aparentemente se demostraban amistad. Pizarro ya se veía como regente del país, imaginando, desde ya, un puesto para el incómodo Almagro. Un puesto lo más distante posible de este país.

La Muerte de Huáscar

Como nada sucedió durante varios días, y como los espías que entraron astutamente en la ciudad, también nada de sospe­choso habían escuchado o visto, Pizarro resolvió marchar hacia el interior de la ciudad. Sin embargo, después de una reunión de los jefes, la invasión aún fue postergada. Quedó decidido que algunos jefes, acompañados por un pequeño grupo de mercenarios,

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entrarían en la ciudad para verificar con sus propios ojos lo que estaba sucediendo.

Y así también se realizó. De Soto, Valverde, Pizarro y Pedro de Candia entraron a la ciudad rodeados por un grupo de gue­rreros. Llevaban consigo hasta un cañón. Al principio nadie vino a su encuentro. Desconfiados, miraban hacia todos los lados, avanzando paso a paso. No veían a nadie. Y probablemente también no habrían visto a nadie, pues el oro en las casas, en las puertas y los arbustos de oro, en los cuales colgaban frutas de oro, les ofuscaba de tal forma, que se les olvidaba toda la cautela. Solamente cuando los mercenarios se dispersaron, que­riendo arrancar los arbustos de oro, se tornaron conscientes de su misión. El peligro de un ataque aún no había pasado.

Los mercenarios se quisieron sublevar. Pero enseguida eso acabó, cuando uno de ellos cayó muerto, rodando su cabeza sobre una terraza de piedra.

— ¡Esto sirve de advertencia para todos!, dijo el comandante, limpiando su espada ensangrentada en el pantalón.

Los incas, naturalmente, observaban a los barbudos en su caminata hacia la ciudad, sin ser vistos. Los que vieron como le fue cortada cruelmente la cabeza de uno de ellos, de pronto comprendieron porqué Huáscar quería evitar cualquier combate.

Cuando los enemigos se aproximaban a uno de los palacios, de pronto se encontraron con un grupo de incas vestidos de blanco. Los incas estaban sin armas y miraban serenamente con sus brillantes ojos dorados a los malolientes barbudos. "No son de nuestro mundo", pensó De Soto confuso. Pizarro tubo que controlarse a la fuerza, pues tenía la impresión de que caería en un abismo lleno de horrores, si aún continuase dando un paso. El padre fijó su mirada llena de odio en los discos solares de oro de los incas, irguiendo el crucifijo hacia ellos como exorci­zándolos.

— ¡Diles que somos guerreros de la cruz y queremos traerles la verdadera fe!, ordenó el padre a Felipe, que vino junto como interprete.

Los invasores españoles daban una impresión miserable en relación a los incas. Comenzando por su apariencia. Sus cabellos colgaban desordenados hasta los hombros, sus largas chaquetas y

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sus pantalones estaban impregnados de polvo y suciedad y sus rostros estaban cubiertos de sudor.

"¡La altitud les causa dificultades!", pensó Huáscar, y, así como sucedió con su hermano, él fijó su mirada en el hombre asesinado del crucifijo.

Pizarro se recompuso finalmente. Miró de forma maldadosa y con arrogante autoridad hacia los incas y exclamó:

— ¡Ríndanse, pues somos más fuertes que vosotros!, Felipe tradujo. Como prueba de su poder, Pizarro ordenó disparar un cañón, cuyo impacto dio en la pared de una casa próxima.

Huáscar dio un paso al frente y preguntó a Pizarro: — ¿Eres tú el asesino de mi hermano Atahualpa? ¡Él te dio

todo el oro que exigiste y, no obstante, deseaste quemarlo! Solamente el puñal que traspasó su corazón lo libertó de muerte tan horrenda que le habías destinado.

Felipe tradujo las palabras. Huáscar, enseguida, continuó hablando:

— Desde que supe de la muerte de mi hermano y viéndote ahora delante de mí, se me acabó la voluntad de vivir. ¡Mátadme, llevad el oro y dejad a los míos en paz!

Pizarro lo contempló con un mirar frío, sin saber como debería comportarse. Ya la muerte de Atahualpa perjudicó su prestigio, pues algunos nobles españoles le demostraron claramen­te lo que pensaban de su procedimiento. La decisión fue tirada de Pizarro. Pues de una de las casas próximas surgió una flecha que mató a uno de los mercenarios apostados junto al cañón. Una segunda flecha surgió del otro lado, pero sin acertar a nadie.

— ¡Caímos en una emboscada! ¡Disparen!, gritó el comandante. Comenzó, entonces, una fusilería desordenada. Huáscar y los

incas que lo rodeaban fueron los primeros en caer. Huáscar no sintió ni odio ni dolor. Él sabía que había llegado el fin de su pueblo. Las tinieblas que cubrían ia maravillosa Tierra, no tole­raban ningún punto de Luz sobre ella.

Al comenzar la fusilería, los incas surgieron de diversas casas. Sin armas, pues habían dejado las flechas atrás. Simplemente corrían hacia los brazos de sus enemigos. Parecía como si pro­curasen la muerte. También ninguno de ellos sobrevivió. Cayeron atravesados por las espadas o por las balas de los mosquetes.

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De pronto, la ciudad estaba repleta de enemigos, pues al primer tiro de cañón acudió el ejército que esperaba en los campos de cultivo a las afueras de la ciudad.

— ¡Disparen hacia las casas con los cañones! ¡Derriben las paredes e incendien los tejados!, gritó el comandante, que al igual que Pizarro, creía que muchos tiradores de flechas estarían es­condidos en las casas.

Durante varios días se escuchó el estruendo de los cañones y mosquetes. Ninguna casa, ningún templo, quedó sin ser dañado. En algunos lugares la ciudad estaba en llamas; quemaron también los locales donde se encontraba almacenada la lana.

— Ellos llevaron sus mujeres y niños a algún lugar seguro; ¡eso prueba que sabían de nuestra llegada!, dijo Pedro de Candia. ¡No obstante, nada emprendieron para defenderse!, añadió él.

De Soto le dio la razón. — Los tiradores de flechas que nos atacaron en las afueras

de la ciudad no eran incas. Tenían un aspecto diferente. También sus ropas eran totalmente diferentes.

Esos dos y algunos de los nobles españoles eran los únicos que lamentaban la tragedia de ese bello e inocente pueblo. Pero, ¿qué es lo que podrían hacer contra eso? En el fondo también los incas eran paganos... El único que calmadamente circulaba entre las ruinas y entre los muertos era el Padre Valverde. Él pensaba con satisfacción que todos los seres humanos que vivían en aquella parte de la Tierra, de aquél momento en adelante podrían participar de las bendiciones de la iglesia...

Cusilur, la Mujer de Huasca?', Busca su Cuerpo

Cusilur era una encantadora y joven mujer, pero ahora som­bras de tristeza pairaban sobre su adorable rostro. Solamente cuando miraba hacia su hijo Imasuai, de dos años, ella sonreía melancólicamente. Al igual que muchas otras jóvenes y mujeres, a ella le habría gustado permanecer en la ciudad, a fin de auxiliar a los hombres en la lucha.

¡Deberíamos haber sido preparados para la lucha!, pensó ella. La conquista de la tierra de los aztecas debería haber sido una

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advertencia para nosotros... Después recordó las palabras del sabio rey Huayna Cápac.

"¡Podríamos expulsarlos cuando llegasen!", dijo él una vez a sus hijos. "Expulsar una o dos veces, pues volverían de nuevo con armas a las cuales nada tenemos para enfrentar..."

Cusilur no sabía que después de la conquista de Méjico, Huayna Cápac recibió la noticia de allá por intermedio de un navegante.

"¡Esos barbudos son ávidos por oro, plata y otros tesoros!, le había relatado aquel hombre.

— ¡Nuestro oro ellos pueden obtener!, le respondiera el rey. — ¡No son sólo los tesoros!..., dijo el hombre agitadamente.

Deben ser monstruos. — ¿Monstruos? ¿Por qué? — Por lo que esos barbudos conquistadores hicieron de mal

a las mujeres y también a los niños, ellos nada tienen de humano. — ¡Nuestras mujeres y niños nada sufrirán!, dijera el rey con

firmeza. Nosotros abandonaremos nuestras ciudades, en caso de que sea necesario, para que ningún mal les suceda."

Cusilur observaba a su hijo construyendo casitas de piedra con sus pequeñas manos. Pero sus pensamientos estaban junto a Huáscar. Hacía días que ella no recibía noticias de él. Él instaló un servicio de mensajeros que había funcionado bien hasta algunos días atrás. Ahora, sin embargo, no venía ninguno de ellos.

Los mensajeros, entre ellos se encontraban dos nietos de Naini, observaron el encuentro de Huáscar con los barbudos y vieron como él y los otros incas cayeron al suelo, heridos mor-talmente por las armas del enemigo. En vez de transmitir de inmediato la noticia, éstos permanecieron escondidos en la ciudad, para verificar lo que los enemigos harían enseguida.

Habiendo transcurrido varios días y como no llegaba ninguna noticia, Cusilur sabía que algo le había sucedido a Huáscar. Resolvió regresar a la ciudad, solicitándole a dos jóvenes incas que la acompañasen. Ella quería traer al Monte de la Luna, vivo o muerto, a su querido marido, el hijo del rey.

Fue una caminata penosa. Al anochecer del cuarto día, se aproximaron de la ciudad por el sendero escondido de los men­sajeros. Los dos nietos de Naini, entonces, llegaron al encuentro

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de ellos. Al ver los dos rostros, Cusilur supo de inmediato lo que sucediera. Huáscar estaba muerto.

— ¡Habla!, ordenó ella, con la voz sofocada por las lágrimas. Los dos mensajeros relataron todo lo que habían visto y oído.

Paralizados de miedo, Cusilur y los dos incas escucharon el relato.

— Escondimos el cuerpo del hijo del rey atrás de unos arbustos, a fin de llevarlo hoy de noche.

Pasamos por un bello lugar. Distante a dos días de aquí. ¡Allá lo enterraremos!, dijo Cusilur. Ya está obscuro. Llévenme hasta él.

Uno de los mensajeros indicó en las proximidades un conjunto cerrado de arbustos.

— Allá lo escondimos. Cusilur siguió al mensajero. Cuando él alejó los arbustos,

ella se arrodilló al lado del muerto, tomándole una de las manos. — Podemos volver luego. No hay nadie en las proximidades.

¡Pero necesitamos unas herramientas para hacer la fosa!, recordó uno de los incas.

— Id adelante. ¡Yo voy después!, dijo Cusilur decidida, al percibir la duda de los dos incas. Ella había escuchado voces que surgían del palacio próximo. Voces extrañas. Probablemente los barbudos estaban allá. Quería ver con sus propios ojos a los demonios enemigos.

Cusilur vestía una larga capa negra y, debajo, un vestido obscuro. Se movía tan silenciosamente que apenas un oído estre­nado habría escuchado sus pasos. Escondida atrás de una columna, miró hacia el salón de recepciones del palacio, iluminado por antorchas. Seis o siete hombres feos y barbudos estaban sentados alrededor de una mesa. Ellos discutían en voz alta.

Ira surgió en Cusilur al ver los extranjeros. Comenzó a tiritar. Nunca había sentido semejante cosa. Demoró en librarse de ese sentimiento intuitivo que invadía su alma como una tempestad.

Cusilur no sabía lo que estaba aconteciendo con ella. De pronto se sintió como empujada hacia adelante por una fuerza invisible. Antes de darse cuenta, estaba al centro del salón, mirando, tan calmadamente cuanto le era posible, un hombre tras otro. Los hombres eran Pizarro, Almagro, de Soto, Pedro de Candia, Felipe y el Padre Valverde.

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Al primer instante, al ver delante de sí a la joven vestida de negro que entró tan silenciosamente en el salón, los hombres creyeron que se trataba de una aparición. De su rostro dorado centellaban ojos airados de color verde claro.

Valverde alzó su crucifijo, murmurando palabras de exor­cismo.

— ¡Ella es una bruja! ¡Échenla hacia afuera!, gritó él estri­dentemente.

— ¡Pero una bruja bonita!, dijo otro. — ¡Es una de las bellas jóvenes incas que escondieron de

nosotros!, dijo Pedro de Candia al padre que no conseguía aplacarse.

Los hombres no hicieron ningún movimiento. Se sentían como paralizados, según comentaron entre sí más tarde. Paraliza­dos por una fuerza invisible.

— ¡Ella es una bruja! ¡Ella debe ir para la hoguera!, consiguió balbucear aún el padre. En seguida él silenció también. Parecía transcurrir una eternidad. Nada interrumpía el singular silencio que se extendió en el recinto.

Cusilur avanzó un paso y dijo con su bonita y casi infantil voz:

— ¡La maldición está sobre vosotros! Esa maldición os seguirá hasta caer condenados para siempre en las tinieblas que esparcisteis en la Tierra. ¡Y tú perverso!, dirigiéndose ella al padre. El hombre asesinado que llevas orgullosamente sobre tu pecho será vengado. Temed el día en que el gran vengador se manifieste en su radiante esplendor en el cielo. No sois seres humanos, pues me causáis repugnancia.

Después de esas palabras Cusilur dejó lentamente el salón. Sus dos acompañantes vinieron preocupados a su encuentro. Cuando ellos quisieron hablarle, ella les hizo un gesto con la mano.

Los cuatro hombres cargaron durante dos días el cuerpo de Huáscar, enterrándolo en el local indicado por Cusilur. Lágrimas caían por el rostro de ella, cuando los hombres compactaban la sepultura y plantaban sobre ella un arbusto de frambuesas. En las proximidades había un solitario bloque de roca, de tal forma que la sepultura siempre sería fácilmente encontrada.

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Los españoles aún continuaban sentados y en silencio, cuando la joven ya hace mucho desapareciera. Felipe quiso dar una risotada irónica, sin embargo, no consiguió hacerlo. De Soto sintió brotar en él algo así como vergüenza y arrepentimiento. Dos sentimientos que le eran extraños.

— ¿Qué es lo que dijo la bella?, preguntó Pizarro irónica­mente, pues se aborrecía con la vulnerabilidad que lo acometiera al ver la joven inca.

— ¡Ella nos maldijo, nada más!, respondió Felipe, lo más indiferentemente posible. Y a ti, reverendo, dirigiéndose al padre, ella lo llamó de "perverso", afirmando que el "hombre asesinado" que lleváis en vuestro pecho, será vengado.

— Ella, no obstante, tiene razón en maldecirnos. ¡Proba­blemente tiramos de ella todo lo que amó!, opinó de Soto.

— ¡Ella no era una criatura humana! ¡Era una bruja! ¡Yo siento esa gente a distancia!, dijo Valverde, temblando de rabia. De pronto, se sintió como si hubiese sido engañado. Por causa de Cristo había emprendido esa difícil marcha, sintiéndose débil y enfermo, y esa cría del diablo osara en llamarlo de "perverso".

Ninguno de los hombres mientras vivieron olvidó a Cusilur. El desprecio y el asco que llegó a expresarse en sus maravillosos ojos, tenían algo de amedrentador.

La Ciudad de Oro se Transformó en una Ciudad en Ruinas

Es imposible de ser descrito el saqueo que comenzó después de la conquista de la ciudad. Fue ejecutado, naturalmente, bajo la supervisión de los dirigentes españoles. El oro pertenecía a la corona española y a la iglesia. Cada uno, naturalmente, que participó de la expedición, recibiría su quiñón.

Mientras tanto, una parte de las tropas arrancaba de las paredes y columnas de los templos y de los palacios las placas de oro trabajadas, otros juntaban montones de objetos de arte y utensilios, todos en oro, como por ejemplo: tazas, fuentes, vasos, jarros, etc. Siguieron después las plantas ornamentales de oro, colocadas artísticamente en los patios, jardines y plazas. Fueron encontradas también muchas joyas. Parecía que las mujeres habían

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llevado muy pocas consigo. Pizarro mandó a guardar en baúles los brazaletes, anillos, collares de perlas de oro, guantes de oro y dedales utilizados para hacer los nudos de quipu. Todavía, se juntaban a eso los muchos soles, cometas, lunas, estrellas de los templos y figuras — generalmente de animales — de plata, oro y piedras preciosas. Es imposible mencionar todos los objetos de valor que los conquistadores reunieron...

Aún había incas en la ciudad que presenciaron el saqueo de lugares escondidos. De buen agrado tendrían dado todo el oro a los conquistadores. Pero desde la muerte de Atahualpa sabían que los conquistadores, además del oro, querían, todavía, más.

— Los saqueadores saldrán con su robo. No obstante, para nosotros, incas, no hay más esperanzas. Ahora conocen el camino y volverán en grandes bandos. ¡Nos marcharemos!, dijo uno de ellos con voz triste. Y así lo hicieron.

Dos incas permanecieron en la ciudad junto a los cholos que no murieron. Los cholos, tratados como esclavos, tuvieron que conducir el oro robado hasta el puerto en los lomos de las llamas.

Esos dos incas fueron aprisionados y sometidos a interroga­torio. Los enemigos suponían, y con razón, que ellos sabían hacia donde habían llevado sus mujeres. El propio Pizarro condujo el interrogatorio, con Felipe a su lado.

— ¡Ciertamente sabemos donde nuestras mujeres se encuen­tran!, dijo calmadamente uno de los incas. De nosotros nunca sabréis el paradero de ellas.

Después de Felipe haber traducido esas palabras, Pizarro se dirigió al segundo inca.

— ¿Dónde están ellas?, preguntó rabioso. — Asesinasteis a los hijos de nuestro rey, destruísteis nuestra

patria, manchándola, pero nunca conseguiréis hacer de nosotros unos traidores, pues somos incas y poseemos la dignidad que os falta.

Cuando Felipe tradujo las palabras del inca, Pizarro hizo un gesto con la mano.

— ¡Esos dos impertinentes tendrán que ser decapitados! Entrégalos al comandante. Solamente cuando Felipe avisó que tal orden fue ejecutada, la rabia de Pizarro amainó. Al mismo tiempo sintió el miedo que le invadió, haciéndolo estremecer, pues nuc-

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vamente vio el abismo abrirse a su frente. Valverde lo libertó de ese estado espantoso.

— ¡Mandaste matar a los incas muy de prisa!, dijo el padre en tono de reprensión. Existen muchos métodos para hacer hablar a personas rebeldes.

— También torturas, si te refieres a esto, en nada cambiaría la inflexibilidad de los incas. Ni siquiera la hoguera.

También diversos cholos fueron interrogados sobre el para­dero de los incas. Pizarro dio orden para interrogarlos. Tal vez él obtuviese algo más de los esclavos... Los cholos nada sabían. Esto luego se tornó evidente para el sagaz Felipe. Antes de la conquista de su ciudad, los incas tuvieron pocas relaciones con los mestizos.

Tratados como prisioneros, los cholos tuvieron que presenciar como sus mujeres eran violentadas por los soldados y soportaban la vida apenas gracias a las hojas del arbusto biru. Esas hojas los colocaban en un estado en que todo se les volvía indiferente...

La segunda ciudad inca, un poco menor, denominada Ciudad de la Luna, sufrió un destino idéntico. Fue conquistada y saqueada de la misma manera que la capital de los incas. Solamente que la conquista demoró mucho más tiempo. Pues los aimaracs, que allí vivían junto con los incas, opusieron a los enemigos una mayor resistencia. Por fin, también esos valientes defensores fueron muertos. Incas y aimaraes murieron por millares. No resistían a los cañones, mosquetes, lanzas, flechas y mazos.

Los saqueadores salieron con los despojos, dejando atrás de sí la destrucción y millares de muertos. Tan sólo las campanillas de plata, que aún estaban colgadas en algunas casas, interrumpían el silencio.

Los muertos permanecían donde caían sin ser sepultados. Con el aire seco de las altas montañas, los cuerpos se descomponían muy lentamente. Diez años después, visitantes e historiadores, todavía, veían en la planicie delante de la Ciudad de Oro muchos esqueletos, en la mayor parte, todavía, vestidos.

La ocupación del Reino Inca solamente se realizó muy len­tamente. Pues entre los propios conquistadores surgieron desave­nencias y rebeliones. Emergían, todavía, las hostilidades de los diversos pueblos y tribus que se rebelaban abierta u ocultamente

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contra el dominio español, matando, siempre que les era posible, algunos de los opresores.

Cansados de la lucha de decenas de años contra los nativos, los españoles resolvieron buscar un descendiente inca, proclamán­dolo rey enseguida. Después de demorosas búsquedas encontraron un hombre que descendía de una mujer chibeha y un inca. Y que también estaba dispuesto a aceptar el cargo que le había sido ofrecido. Se volvió conocido por el nombre que los españoles le dieron: Manco Cápac. Sin embargo, no demoró mucho en verifi­carse que esc Manco Cápac era un enemigo de los españoles, que incitaba rebeliones contra ellos. Con eso él se condenó a la muerte. Fue fusilado por la espalda por un "caño que escupía fuego", era como los nativos llamaban a los mosquetes.

Los Incas Desaparecieron sin Dejar Vestigios

Un día los incas surgieron y nadie supo de donde. Ahora, después de la conquista de sus ciudades, nuevamente desapare­cieron sin dejar vestigios.

Los españoles buscaron por la región durante mucho tiempo, interrogando a centenas de personas sobre el paradero de los incas, incluso las búsquedas y preguntas fueron en vano. Las respuestas que los españoles recibían decían más o menos lo siguiente:

"Los dioses acogieron a sus predilectos" o "los dioses los tomaron invisibles"...

Algunos, naturalmente, podían haber respondido a las pre­guntas de los españoles. La Montaña de la Luna, pues, también era conocida por otros pueblos como punto de encuentro de los astrónomos. Las mujeres y niños, probablemente, fueron llevadas hacia allá primero... Sin embargo, nadie traicionaría a los incas, de los cuales solamente recibieron cosas buenas. Los españoles finalmente desistieron.

Y así los incas continuaron desaparecidos, pues desde el inicio habría sido infructífera cualquier búsqueda, una vez que los caminos incas poco tiempo después permanecieron cubiertos por la hierba, de tal forma que nadie más podría imaginarse que allí existiera un camino.

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Aproximadamente unos cuatrocientos pueblos, entre ellos tam­bién tribus menores, habían hecho alianza con los incas. Vinieron voluntariamente. Todos ellos consideraban una honra formar parte del Reino Inca, el cual se tornaba cada vez mayor.

La flecha de oro de Inti, que otrora, cuando los incas llegaron, había aumentado el brillo de la florida región color de oro, alcanzaba apenas ahora las ciudades destruidas. Frecuentemente se formaban tempestades, con vientos y lluvias, que lavaban la última inmundicia dejada por los españoles.

Los supersticiosos españoles evitaron, durante decenios las destruidas ciudades incas. Tenían miedo de los incas invisibles. Algunos aventureros que buscaban oro, huían después de poco tiempo.

— ¡Las ruinas a medianoche eran iluminadas por un dorado vislumbre!, ellos contaron más tarde. ¡No por el brillo de la Luna, pues eran noches sin Luna!, agregaron cuando alguien hablaba de la Luna.

Los españoles fundaron primeramente una nueva ciudad. O sea, la ciudad de "Lima". Allá nombraron a Pizarro como virrey. Más tarde, erigieron sobre los destrozos de la otrora Ciudad de Oro inca, la ciudad del Cuzco.

Sobre las ruinas de la anterior Ciudad de la Luna, situada en Bolivia de hoy, fundaron la ciudad de "Nuestra Señora de la Paz".

Cajamarca, con su fuente de agua caliente, continúa existien­do y es hoy un balneario muy visitado.

Diego de Almagro, desde el inicio, recibió un cargo de gobernador en una localidad que se sitúa en Chile de hoy. Y Pedro de Candia se tomó embajador de la casa real española en la ciudad portuaria de Tumbes.

¿Qué Es lo que Sucedió con el Oro Inca?

La destrucción de las ciudades incas con el pillaje que siguió, trajo sólo desgracia a todos los que de eso participaron. El navio cargado de ricos tesoros en oro, destinados a la iglesia, nunca llegó a Roma. Una violenta tempestad hizo que se hundiera. Pedro

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de Toledo, hombre de confianza de la iglesia, fiscalizaba perso­nalmente el cargamento de la preciosa carga. Él había ordenado coser los objetos de arte con paños de lana. Los nativos se rehusaron a hacer ese trabajo. Cuando Toledo mandó a preguntar el porqué no querían ayudar, uno de los quitos dijo:

— Sobre el oro permanecen sombras de sangre, no queremos ensuciar nuestras manos con eso.

De los dos otros navios, pesadamente cargados de oro, des­tinados a España, apenas uno llegó. El segundo nunca alcanzó su destino. La tripulación del navio, juntamente con su capitán, fue atacada por una especie de peste, con resultados fatales. También Hernando Pizarro y algunos mercaderes que acompañaban la preciosa carga, murieron víctimas de esa peste.

El navio, sin guía, navegó durante algunos días sobre el tranquilo mar, hasta que cierto día se inclinó y se hundió con la maravillosa carga de oro y los cadáveres en descomposición.

Naturalmente, varias naves con oro llegaron a España. Los primeros cargamentos de esos navios fueron luego conducidos hacia la "casa de concentración", donde las maravillosas obras de arte de los incas fueron rápidamente fundidas y convertidas en barras de oro.

Pizarro, juntamente con el oro abundante que requisara para sí, sobrevivió a su hermano por apenas pocos años. Cierto día un padre jesuíta lo encontró en su casa en Lima, perforado por numerosas puñaladas.

Del mismo modo Diego de Almagro no consiguió disfrutar de su robo. Ya que dos o tres años más tarde, debido a su riqueza, fue estrangulado por ladrones.

También el padre Valverde no tuvo mejor suerte. Adelgazó hasta transformarse en un esqueleto y fue invadido por una especie de delirio de persecución. El crucifijo que siempre cargara tan orgullosamente, comenzó a amedrentarlo. Incluso, de tal manera, que lo abandonó completamente.

"¡El crucificado me está persiguiendo!", murmuraba para sí mismo. A veces él recordaba las palabras de Cusilur y entonces quedaba fuera de sí. Tentaba huir de algo que sólo él veía. Y en una de esas huidas tropezó, golpeando su cabeza fuertemente en una piedra. Algunos nativos lo vieron caer. Pero nadie quiso

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levantarlo y llevarlo hacia su casa. Le temían y detestaban al mismo tiempo. Cuando los otros padres le encontraron, ya estaba muerto.

Con los otros participantes no sucedió de forma diferente. O tuvieron una muerte violenta, o, si vivieron más tiempo, fueron atormentados durante toda su vida por inexplicables sentimientos de miedo. Veían por todas partes enemigos que deseaban robarles y matarles...

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Capítulo XXI

Los Lugares de Refugio

La Vida de los Desaparecidos Incas

Todos los incas se adaptaron rápidamente a su nuevo am­biente. Estaban en seguridad. Sin embargo, aún, tendría que transcurrir algún tiempo, hasta que desapareciesen las sombras de tristeza que les envolvían.

Muchos de los que caminaron hasta los valles de las mon­tañas situados más distantes, tenían la impresión, al ver las pequeñas casas de piedras, de como si hubiesen regresado a una región hace mucho tiempo conocida. No era nada de extraordi­nario que esos valles montañosos les pareciesen de algún modo familiares. Entre ellos se encontraban personas que otrora habían emigrado de valles parecidos, a fin de cumplir una misión en una otra parte. Ahora, en el final, San y Bitur estaban nuevamente encarnados.

Hacía mil y quinientos años que San guiara al pequeño pueblo Inca afuera de sus valles, al encuentro de su nuevo destino. Ahora él hacía lo mismo, apenas en sentido contrario. Volvía a condu­cirlos hacia los valles de las montañas.

Ciertamente, no había ningún hombre y ninguna mujer entre los incas, que no le estuviese agradecido a Tupac, ya fallecido hace mucho, y a la mujer invisible de "suave y melodiosa voz", por los lugares de refugio. Sin esa precaución habrían pasado mal.

Los agricultores incas trajeron semillas de todo, de manera que nada les faltaría. Además de eso, había en aquel tiempo en las regiones andinas, millares de palomas silvestres y gallinas semejantes a faisanes, que por todas partes se desenvolvían como verdaderos animales domésticos.

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Los incas eran seres humanos espiritualmente muy desarro­llados, he aquí el porqué también se sentían bien en sencillas casas de piedras. Apenas una cosa cambió en su vida. La alegría que antes sentían por el oro había desaparecido completamente. Desde que supieron que había personas matando tan sólo para apropiarse del oro, casi temían ese otrora tan querido metal del sol.

Los orfebres que habían entre ellos se dedicaron a otros trabajos. También ellos no tenían más voluntad de hacer obras de arte de oro, sin embargo, oro no les faltaba en los nuevos valles de las montañas...

El úl t imo oro que los conquistadores europeos robaron, fueron los discos de oro de la isla de Titicaca. Ese oro solamente fue encontrado, porque un cholo ebrio les traicionó relatando el secreto de la isla.

El Monte de la Luna, situado más próximo de la otrora Ciudad de Oro, se tornó una especie de ciudad escuela. Por ese motivo se domiciliaron allá la mayoría de los jóvenes . Permanecían allí hasta terminar su tiempo de aprendizaje. Después de eso, gene­ralmente ya casados, se transferían a los valles de las montañas, donde sus parientes vivían.

Los sabios decían a sí mismos que la juventud, también en el exilio, tenía que se impregnar lo más posible de conocimientos espirituales. Pues solamente eso podría darles el necesario apoyo y seguridad. No solamente en la vida actual, pero también en una vida futura.

Cusilur y algunas jóvenes que mejor dominaban el arte de hacer nudos en quipu, describían en esa escritura de nudos la desgracia que se desencadenó sobre los incas. Con toda la suerte de detalles. La muerte de los dos hijos del rey. La codicia de los barbudos inmundos por el oro. La profecía del fallecido astrónomo Tenosique, al respecto del gran cometa que dentro de pocos siglos surgiría en el cielo, como vengador. Hicieron mención hasta del hombre de los ojos malos, el cual portaba sobre su pecho, orgullosamente, al asesinado en una cruz. Describieron, por f in , la maravillosa salvación de la mayor parte de su pueblo.

En el transcurrir de los siglos, investigadores, siempre de nuevo, buscaban una ciudad inca escondida que debería, pues, existir en alguna parte... U n pueblo entero no podría ser llevado por los "dioses", como muchos nativos afirmaban...

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Los incas aún vivieron en Machu Picchu cerca de 100 años. Los pocos que después de ese tiempo aún vivían allí, dejaron la pequeña ciudad montañesa y siguieron más adelante por caminos escondidos, hacia los valles de las montañas , a fin de establecerse allí junto a los otros.

Todos los incas murieron de muerte natural. Sucedía, muchas veces, que personas aún bien jóvenes se acostaban para dormir al anochecer, para no despertar más a la mañana siguiente. Después de aproximadamente trescientos años, no había más ningún inca sobre la Tierra.

La mayor parte de ese pueblo pudo volver a sus reinos espirituales, para continuar su vida allá, cubiertos por el esplendor del oro. Nuevamente una parte de ellos está encarnada en la Tierra, a fin de cumplir una misión ahora durante la época del Juicio. O quizás a fin de se libertar de hilos de culpa...

La Decadencia de Pueblos Otrora de Nivel Elevado

Fueron divulgadas, por los conquistadores, muchas mentiras al respecto de los incas. Hablaban, por ejemplo, de enemistades entre los hijos del rey y de fratricidio entre ellos..., de esclavitud impuesta a otros pueblos por los incas, de su vida perversa, de sangrientos cultos de ídolos y muchas otras. Todo para deshacerse de sus propios cr ímenes, para librarse de la mácula que pesaba sobre ellos. Los adeptos de la iglesia que no sabían de nada consideraban aún a los crueles conquistadores como "libertado­res", los cuales habían tornado la doctrina de Jesús accesible a los pueblos hundidos en el paganismo.

Y así sucedió. La desvirtuada doctrina de Jesús fue divulgada en los países conquistados. Pues como era de preverse, la iglesia ganó la supremacía. Aunque, demoró décadas y a veces siglos, hasta que todos se dejasen "convertir".

No sólo la desvirtuada doctrina de Jesús, pero también todos los males humanos llegaron al país con la conquista del país, o mejor dicho, de los países. Se propagaron todas las especies de enfermedades, vicios y incluso la pobreza que hasta aquella época era desconocida. Por eso no es de admirar que muchos se entre -

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gasen al vicio de las hojas de coca. Esas hojas saciaban su hambre, calmaban sus dolores, haciéndolos olvidar su miserable existencia.

Casi seis millones de personas que aún hoy viven allá hablan el quechua, la lengua inca. Por eso, equivocadamente, son llama­dos descendientes de los incas. Los presumibles descendientes no olvidaron a los incas. Todavía, mucho hacen, a fin de conservar viva por lo menos en parte la tradición inca.

Festejan, por ejemplo, anualmente en Cuzco la fiesta de "Inti Raymi", la Fiesta del Sol. Ese festival, naturalmente, poca seme­janza tiene con la Fiesta del Sol celebrada otrora por los incas. Es hoy una especie de fiesta popular moderna, hacia la cual peregrinan de lejos los descendientes de pueblos que en otro tiempo pertene­cían al gran Reino Inca. Aunque se trate de una fiesta religiosa, se danza y bebe bastante y mucha música ruidosa es ejecutada.

En la plaza del Cuzco, llamada "Plaza de Amias", se levantan innumerables tiendas en las cuales se puede comprar todo tipo de mercaderías. Cosas para comer, bebidas y objetos de artesanía regional. Finalmente, la antigua tan solemne Fiesta del Sol de los Incas, se transformó en una atracción turística.

El Descubrimiento de Machu Picchu

En el año de 1911 el arqueólogo americano Hiram Bingham, descubrió Machu Picchu. Ese explorador demostró siempre un especial interés por los incas, habiendo leído por eso todo lo que fue escrito sobre ese "pueblo misterioso". A través de esas lecturas conoció también la leyenda según la cual el úl t imo rey inca habría desaparecido junto con sus concubinas y las vírgenes del Sol en los yungas*.

Ese "desaparecimiento" dejó a Bingham intrigado. En alguna parte deberían existir vestigios. Según los libros escritos sobre los incas no se trataba solamente de un rey, pero sí de un pueblo entero. Estaba firmemente decidido a encontrar los vestigios de ese pueblo. Aunque tal empresa fuese muy penosa. La empresa no solamente fue penosa, sino también muchas veces peligrosa.

Zonas limítrofes de las montañas.

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Había algo que le impelía a descifrar el misterio del pueblo desaparecido. Y así, acompañado de un nativo, él caminó a través de las altas montañas , de los desfiladeros y de valles profundos y a través de bosques espinosos. Los caminos que siguió eran arduos y fatigantes. Sin embargo, encontró lo que buscaba.

Encontró uno de los lugares de refugio de los incas: Machu Picchu. Hoy una línea férrea conduce hasta allá, siendo necesario subir casi cuatro mil metros.

Turistas de todos los países viajan hacia Machu Picchu, fotografían y discuten sobre las ruinas, perdiéndose en suposicio­nes sobre las vírgenes del Sol que presumiblemente vivieron en "conventos"...

De los conquistadores, codiciosos de oro, que obligaron a los incas a refugiarse en una región montañosa de tan difícil acceso, de cierto, en ellos ninguno piensa.

Es posible que algún día encuentren un segundo o tercer refugio de los incas, con las ruinas de simples y pequeñas casas de piedras.

En el fondo, el desaparecimiento de los incas no podría ser designado de misterioso. Cada persona buena que se tornase consciente de los actos crueles de los conquistadores, habría caminado lo más lejos posible, sólo para no encontrar algunos de ellos.

Sí, también al Cuzco y a la Paz vienen muchos turistas. Admiran las grandiosas iglesias y conventos, construidos en honra de Dios. Sin embargo, las sombras sangrientas que en ellas yacen, nadie las ve.

La Sabiduría Inca Continúa Viva

Cusilur murió aproximadamente a los cuarenta años de edad. Con gran criterio ella dirigió una escuela, enseñando a las niñas todo lo que deberían saber. Vivía feliz y contenta, dejó la Tierra también así, cuando le llegó su hora. Su hijo, Imasuai, se desen­volvió bien, se parecía en todo a su padre Huáscar.

"¡Volveré a ver Huáscar!", pensaba Cusilur feliz. "En la época de nuestra reencarnación en la Tierra, nosotros nos encon-

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traremos". Esto se lo dijera un sabio, poco después de la muerte de Huáscar.

"Cuando el vengador, el gran cometa, aparezca en el cielo, tú y Huáscar le veréis, pues ambos nuevamente estaréis en la Tierra para cumplir una misión". Así decían las palabras del sabio, que continuaban viviendo en ella de modo inolvidable.

Cusilur, sin embargo, vio a Huáscar más temprano de lo que pensaba. Lo vio luego al desligarse de su cuerpo terrenal y entrar al otro mundo.

Los que permanecieron luego supieron de la nueva unión de los dos. Incluso, a través de una mujer ya más de edad que pasó por la piedra del sol pocos días después de la muerte de Cusilur, viéndola junto a Huáscar, parados allí. También otros que vivían entre las montañas, en las diversas aldeas incas, vieron en el transcurrir de ese mes las bellas e irradiantes almas de Cusilur y Huáscar.

A algunos escogidos, Cusilur y Huáscar les aparecían en sueño, transmitiéndoles un mensaje. A l mismo tiempo solicitaban que retransmitiesen el mensaje a todos los incas. Conforme el sentido, él decía lo siguiente:

"El gran Cometa, el vengador, que dentro de pocos siglos aparecerá en el cielo, visible a todos, no está solo. El pertenece a la comitiva del Divino Juez y Salvador que será enviado en la época de las transformaciones de las cosas por el Omnipotente Dios-Creador hasta abajo, a la maltratada Tierra. El Divino traerá a los seres humanos un Mensaje de la Luz, de Salvación y de Sabiduría. Esto sucederá por la última vez. Todavía, quién sea capaz de asimilar el Mensaje de la Luz, ése podrá salvarse y mirar de nuevo hacia arriba. El gran Cometa modificará con su fuerza totalmente la superficie terres­tre. La fuerza de él apenas será peligrosa para todos aquellos que no siguieren al Portador de la Luz. Serán bastantes, innumerables. ¡Pues, en la época de la trans- • formación de los caminos de la humanidad, los seres humanos ávidos por el oro y los falsos sacerdotes domi­narán la Tierra, oprimiendo y atormentando a los pocos

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buenos! También nosotros, incas, por lo menos una parte, pertenecemos a la comitiva del Omnipotente Portador de la Luz y Salvador. Lucha y sufrimiento dominarán por todas partes, pues los malos se agarrarán hasta el úl t imo suspiro a sus derechos imaginarios.

El gran espíritu que nos trajo este mensaje para retransmitirlo, nos dio al mismo tiempo el siguiente consejo:

¡Sois incas! ¡Pastores y señores en la Creación! Siempre venceréis por la fuerza de vuestros espíritus puros, donde quiera que los seres humanos de las tinie­blas os quieran oprimir y perjudicar. ¡Sin embargo, nunca deberéis permanecer desanimados y con miedo! ¡Pero sí inteligentes, corajudos y verdaderos! El espíritu convicto de su misión contiene una fuerza que penetra las tinieblas, trayendo a la luz las maquinaciones de los perversos.

Sed corajudos y estad preparados para cuando llegue el tiempo de la últ ima prestación de cuentas. No estaréis solos. ¡Muchos espíritus poderosos estarán a vuestro lado!"

Ese mensaje fue, sin perdida de tiempo, retransmitido a todos los incas. Ahora la existencia de ese extraordinario cometa, del cual Tenosique se ocupó durante toda la vida, estaba aclarada. El era parte de la comitiva de un elevado Enviado de la Luz.

"¡Nosotros también pertenecemos a la comitiva de él!" , pen­saban los incas con alegría en el corazón. Cada uno de ellos esperaba que les fuese permitido estar junto cuando el gran acontecimiento se realizase en la Tierra.

Imasuai, que se volvió un gran sabio, pasó su vida visitando las aldeas incas, enseñando adultos y jóvenes y respondiendo a las preguntas de ellos. Por todas partes hablaba con los suyos sobre el mensaje que les fue transmitido por Cusilur y Huáscar. En eso él veía su principal misión.

i— ¡Debemos ayudar al Salvador y Juez a transmitir su mensaje!, decía él siempre al final de sus explicaciones. Para poder realizar esto debemos estar m u y alertas en el espíritu. No debemos olvidarnos que existieron t ambién incas que decayeron

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a un nivel inferior, pues no estaban tan alertas en el espíritu y en la Tierra como deberían estar...

Imasuai alcanzó más de cien años de edad. Murió en una gruta donde siempre se alojaba, al dirigirse al más distante valle mon­tañoso de los incas. Se acostó al anochecer y no despertó más .

Su muerte no sorprendió a nadie, una vez que en los ú l t imos meses, por todas partes donde iba, alertaba a las personas diciendo que ya veía delante de sí el ú l t imo límite del camino de la vida. A l mismo tiempo solicitó que no procurasen por él, si no volviese más.

— ¡Mi cuerpo terrenal debe permanecer allá donde yo lo deje!, agregó explicando.

Siguen ahora algunas sentencias de Imasuai, el gran sabio inca:

"La alegría de los seres de la naturaleza se expresa a través de sus obras. Ellas se muestran en el brillo del agua, en el rugir del viento, en los rayos solares y en las laderas cubiertas de nieve con su azulado vislumbre. También en los lagos montañeses ella se expresa, lagos que brillan como ojos en dirección al cielo, y en los animales confiados que buscan la proximidad del ser humano. La alegría es un don del cual apenas participan los puros en el espír i tu."

"Hay situaciones en la vida que despiertan fuerzas inimaginables en el ser humano, proporcionándole la victoria."

* * *

"Sé amable con tu prójimo. Y verdadero en las palabras y acciones."

* # *

"En el alma yacen las causas para los problemas de salud, los cuales atormentan a los seres humanos de hoy."

* * *

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"Cuanto temblarán las criaturas humanas de mala índole, cuando lleguen al ú l t imo límite del camino."

"Lejos bril ló, otrora, la estrella de los seres humanos. Hoy su bri l lo desapareció y velos encubren el semblante de Olija, la Reina de la Tierra."

* * *

"Sólo la religión que encierra la Verdad, concede al ser humano fuerza y apoyo, protegiéndolo contra la decadencia de las costumbres."

* * *

"En la Tierra no existe ninguna religión verdadera. Por eso los seres humanos están abandonados. ¿Cómo las criaturas humanas soportarán cuando llegar el tiempo del gran vengador en el cielo?"

* * *

"Los seres humanos deben ser pastores, protectores y señores en la Tierra. El gran espíritu nos mandó comunicar eso. La mayoría de los incas obedeció la voluntad del gran espíritu. Es por ese motivo que asu­mieron un lugar destacado. Sin embargo, hubo entre nosotros también los que no estuvieron suficientemente alertas, perdiendo por eso todo lo que proporciona valor a los seres humanos."

* * *

"Amenizar incompatibilidades, también en eso yace el amor al prój imo."

* * *

"La mentira es un cuerpo extraño que actúa mortal-mente."

* * *

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"Los seres humanos que hicieron desaparecer el bri l lo de la Tierra, ambicionan y se agarran a todo lo que es perecible."

"¡Nos aproximamos a una nueva era Universal! ¡El cambio es traído por el cometa irradiante, el vengador!"

# # #

"Yo siento el fulgor uniforme de los rayos solares; el calor lleno de vida. A l mismo tiempo me torno cons­ciente de la impresión de la despedida que traen consigo. Int i , nuestro querido Señor del Sol, lentamente se despide de su fulgurante reino."

* * *

"Mirando al firmamento y sintiendo las innumerables corrientes y influencias de los astros que mutuamente propician fuerzas, me admiro de que criaturas tan insig­nificantes como nosotros, seres humanos, tienen permiso para vivir en el grandioso mundo del Dios-Creador."

"Mientras camino en la atmósfera alegre del lumi­noso mediodía, fluyen amor y gratitud de mi corazón. Ese amor y gratitud se dirigen a todos vosotros espíritus de la naturaleza, grandes y pequeños, que me posibili­taron la vida en la Tierra".

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Epílogo

Aquí termina la historia de los incas. En realidad son algunos episodios de la vida de ese extraordinario pueblo. En el presente l ibro son mencionadas principalmente dos grandes ciudades incas. La Dorada Ciudad del Sol y la Ciudad de la Luna. Exist ían, sin embargo, aún otras localidades mayores con sus templos y escuelas. Algunas de esas localidades incas, sobre las cuales también se podría escribir bastante, fueron asaltadas por las hordas de Pizarra, aún antes de que esas hordas llegasen al Cuzco.

Esa historia no es completa. Como arriba se menc ionó , se trata apenas de episodios, con los cuales el lector puede formar una imagen de los seres humanos que se denominaban pastores y señores, no conocían el dinero y veían en el oro el reflejo del Sol.

Los incas dominaron, con el transcurrir del tiempo, cerca de cuatrocientas tribus y pueblos mayores y menores. Sí, ellos do­minaron esos pueblos. Pero no en el sentido que hoy se entiende por "dominar". Los incas ejercían su poder debido a sus extraor­dinarias capacidades espirituales. Dominaban, por lo tanto, "espi-ritualmente". La singular posición que poseían entre los otros pueblos, se efectuaba por la fuerza de sus espíritus puros. De manera más natural. A través de su saber, su capacidad, su amor al prójimo y así sucesivamente.

La riqueza en oro de los incas era incalculable. Una vez que el saqueo fue efectuado durante cincuenta años, es comprensible que no restó mucho a fin de ser guardado. Las obras de arte que se encuentran en el Museo del Oro, en Lima, pertenecían apenas

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en mín ima parte a los incas. No debemos olvidamos que entre los pueblos aliados a los incas habían grandes artistas que eran maestros en los trabajos con metal.

El oro de los incas desapareció. Los conquistadores cuidaron para que se apagase el úl t imo bril lo que seres humanos difundieron espiritual y terrenalmente.

Sin embargo, aún no desaparecieron los vestigios que los amigos de los incas y de otros pueblos de aquel tiempo, los gigantes, dejaron. Cada bloque de piedra, pesando toneladas, de las ruinas que aún son visibles, dan testimonio de la existencia de ellos.

También las hoy tantas veces citadas líneas y figuras descubiertas en el valle de Nazca, en el sur del Perú, recuerdan en sus inmensas dimensiones a los gigantes, los cuales aún hoy son designados como dioses por algunos de los pueblos allí radicados.

El valle de Nazca, con sus redes de líneas, figuras de animales y personas, constituye en la realidad un libro de enseñanza, que los seres humanos para los cuales fue hecho, comprendían correc­tamente.

La red de líneas dentro de las cuales algunas parecen caminos, representa un Atlas As t ronómico , como constató el profesor Kosock acertadamente; Atlas ese que reproduce los movimientos individuales de astros de modo claro y visible. Entre ellos se encuentran también "los astros invisibles", que emiten m á s irradiaciones hacia la Tierra de lo que se pueda imaginar. La Tierra es, pues, "bombardeada", día y noche por irradiaciones emitidas no solamente por los astros por nosotros conocidos y visibles.

Las figuras igualmente gigantescas de animales en el valle de Nazca vivieron otrora en aquella región, en forma semejante, aunque no de tal tamaño. Incluso, en una época en que el macizo montañoso de los Andes aún emergía del mar como una verde isla tropical. También las figuras de seres humanos con sus cabezas circundadas por rayos tienen un significado más profundo.

A través de los rayos, los "maestros" enteales indicaban que en la isla verde habían vivido seres humanos. Seres humanos buenos e irradiantes.

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Esas explicaciones, naturalmente, apenas serán asimiladas y sentidas como verdaderas por aquellas personas que aún poseen una unión con el gran Reino de la Naturaleza y sus espíritus. Y tan sólo para esas personas fue escrito el presente libro.

Que les traiga alegría y claridad sobre el último pueblo ligado a la Luz que vivió en la Tierra.

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INDICE

Introducción 9

PRIMERA P A R T E

LA FUNDACIÓN DEL IMPERIO INCA

I — L a Cultura Sudamericana 15 Los Pueblos Preincaicos (15) Los Incas (18) La Vida en los Altiplanos (19) No Existían Enfermedades (22) El Co­meta (23)

I I — El Camino Hacia la Meta Desconocida 27 La Partida (27) El Nuevo Guía (29) En Las Orillas del Titi­caca (32) Recomienza la Caminata (36) La Región del Titi­caca (37) El Encuentro (38) "Dioses Blancos" (40)

I I I — E l Inicio del Gran Reino 44 La Meta Es Alcanzada (44) El Lanzamiento de la Piedra Fundamental (48) La Extensión del Reino (51) Comienzan los Trabajos de Construcción de la Ciudad (53) El Auxilio para la Construcción (55) Sarapi/as Confiesa su Culpa (57) La Ciudad Crece (61)

IV — L o s Médicos Incas y sus Métodos de Cura 65 El Deseo de Auxiliar (65) Enfermedades del Alma (67) Magnetismo Terapéutico (72) El Efecto Protector del Aura (75)

V —Sacsahuamán — L a Fortaleza Inca 79 Malhechores Invaden la Ciudad. (79) Los Sabios Piden Au­xilio. (82) Llega el Auxilio. (85) El Atrevimiento de Ta-toom. (87) Termina el Trabajo de los Gigantes. (91) La Solemnidad de Agradecimiento. (94)

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V I — Los Niños Incas y su Educación 99 Los Pillis (99) Los Cuerpos Auxiliares (100) Las Activida­des de los Niños (103) La Selección del Oficio (106) El Origen del Ser Humano (109)

V I I — Fiestas Incas 111 La Ligazón con la Naturaleza (111) La Fiesta de las Flores (112) La Fiesta de la Espiga de Maíz (113) La Fiesta de los Espíritus de las Vertientes (113) El Ceremo­nial de Casamiento (115)

V I I I — L o s Templos Incas 117 La Construcción del Primer Templo Inca (117) La Recons­trucción del Templo de los Halcones (119) Los Mandamien­tos Incas (122)

IX — Los Dos Acontecimientos Importantes del Año 400 126 Manco Cápac (126) El Camino Más Largo de la Tierra (128) Los Pumas Negros (129) El Descubrimiento de los Es­queletos (130) El Valle Benéfico (132) Osos en los Andes (134) La Sabiduría de Vida de los Incas (¡36)

SEGUNDA PARTE

EL ESPLENDOR DEL IMPERIO INCA

X — Chuqüi, el Gran Rey 141 Los Incas Vivían Rodeados de Oro (141) La Casa de la Despedida (142) El Sucesor (145) El Desenlace del Rey (148) El Gran Rey Es Sepultado (150) La Fiesta de Des­pedida (151) La Coronación (154) Los Narradores (155) Tenosique (156)

X I — L a s Diferencias entre los Incas y otros Pueblos 159 ¡Yo Quería Ser un Inca! (159) Malos Deseos (161) La Casa de la Juventud (162) ¿En Qué los Incas Son Diferen­tes a Nosotros? (165) Mirani (168)

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X I I — L a s Sombras Aterradoras 170 Los Extranjeros (170) Las Informaciones de Sogamoso (172) Machu Picchu (175) La Advertencia de la Mujer Runca (177)

X I I I — L a Lucha Contra la Introducción de Alucinógenos 181 Las Escuelas de los Jóvenes (181) Las Escuelas de las Vír­genes del Sol (183) La Reunión con las Jóvenes (186) La Isla del Sol (187) La Muerte de Chiluli (189) Nymlap el Sacerdote Idólatra (191) Las Consecuencias del Alucinóge-no (195) La Decepción de Huáscar (197)

L a Convocación de los Sabios 200 Los Miembros del Consejo (200) La Meta Común les Dio Fuerza, Confianza y Persistencia (202) Los Pueblos Des­contentos (204) La Falla del Sabio Chia (207)

Las Fuentes del Amor y de la Vida Yacen en el Espíritu 210 La Unión de Tenosique y Mirani (210) Las Visiones de Nai-ni (212) Coban y Ave (215)

XIV —

XV —

X V I — Los Gigantes Están Trabajando y la Tierra Tiembla 218 Dos Príncipes Ofrecen Auxilio (218) El Terremoto (219) Los Gigantes Continúan Amigos de los Incas (220) Jóvenes Incas Frecuentan Otras Escuelas (221)

T E R C E R A P A R T E

LA INVASIÓN DE LOS ESPAÑOLES

X V I I — Las Profecías del Fin 227 El Consejo de los Sabios se Reúne (227) Por Segunda vez se Escucha la Voz (231) Los Guías se Presentan (234) El Éxodo hacia el Brasil (235) ¡Yo Vi la Estrella de Él! (237) La Gene­ración Siguiente Completó el Trabajo (240)

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Page 150: VON SASS Roselis - La Verdad Sobre Los Incas

X V I I I — L a s Primeras Sombras se Hacen Sentir 241 Las Determinaciones del Rey (241) Los Pronósticos de la Catástrofe Venidera (244) La Aflicción se Aproxima al Rei­no Inca (247)

XIX — L a Tragedia de Cajamarca 250 Atahualpa Recibe a los Españoles (250) La Prisión de Ata-Inialpa (254) La Muerte de Atahualpa (258)

X X — Se Aproxima el Fin 263 La Invasión de la Ciudad de Oro (263) La Muerte de Huáscar (267) Cusilun la Mujer de Huáscar, Busca su Cuerpo (270) La Ciudad de Oro se Transformó en una Ciu­dad en Ruinas (274) Los Incas Desaparecieron sin Dejar Vestigios (277) ¿Qué Es lo que Sucedió con el Oro Inca? (278)

X X I — L o s Lugares de Refugio 281 La Vida de los Desaparecidos Incas (281) La Decadencia de Pueblos Otrora de Nivel Elevado (283) El Descubrimien­to de Machu Picchu (284) La Sabiduría Inca Continúa Viva (285)

Epílogo 291

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Page 151: VON SASS Roselis - La Verdad Sobre Los Incas

Obras editadas por la ORDEM DO GRAAL NA TERRA

en portugués:

de ABDR USCHIN:

NA LUZ DA VERDADE - Mensagem do Graal - obra en tres volúmenes

Os Dez Mandamentos e o Pai Nosso - explicados por Abdruschin

Respostas a Perguntas

de Roselis von Sass

A Desconhecida Babilonia A Grande Pirámide Revela Seu Segredo A Verdade sobre os Incas África e Seus Misterios Atlántida. Principio e Fim da Grande Tragedia Fios do Destino Determinam a Vida Humana O Livro do Juízo Final O Nascimento da Terra Os Primeiros Seres Humanos Revelacoes Inéditas da Historia do Brasil Sabá, o País das M i l Fragrancias

otras obras editadas por la Ordem do Graal na Terra

A Vida de Abdruschin Aspectos do Antigo Egito Buddha Efeso Historias de Tempos Passados Lao-tse O Livro de Jesús, o Amor de Deus Os Apostólos de Jesús Zoroaster

Obras de Roselis von Sass, editadas en diversos idiomas:

en alemán:

Atlantis - Ein Volk wáhlt seinen Untergang Dann kamen die ersten Menschen Das Buen des Gerichtes Die Geschichte der Inkas Die GroBe Pyramide enthüllt ihr Geheimnis Enthüllungen aus Brasiliens Geschichte Jeder Mensch bestimmt sein Schicksal selbst

en español:

La Verdad sobre los Incas

en francés:

La Grande Pyramide Revele son Secret

y otros libros en preparación.

Correspondencias y pedidos: ORDEM DO G R A A L NA T E R R A - Fax: +55 11 7961-0006 Caixa Postal 128 - CEP 06801-970 - EMBU - SP - BRASIL E-mail: [email protected] - Home Page: http://www.graal.org.br

En Europa, los pedidos pueden ser encaminados a:

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Cintas, edición y confección ORDEM DO G R A A L NA TERRA

Embu - Sao Paulo - Brasil

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Los incas constituían una estirpe de líderes. Esto ya el propio nombre lo expresa. Pues "Inca" significa "señor", esto es, una persona con conciencia del poder y también poseedora de ese poder. El poder otorgado a los incas se originó de su elevado saber espiritual, de su amor a la Luz y a todas las criaturas, de su confianza, de su alegría de trabajar y de su pureza...

La expresión "muerte" era extraña para los incas. S¡ alguien fallecía, entonces emprendía ef'gran viaje". Era el nacimiento llamado "la llegada". Una vez que estaban exentos de culpas, nadie temía el "gran viaje". Este era parte de sus vidas, así como el nacimiento — "la llegada".

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