Visor Agosto 15 2010

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Héctor de Mauleón ¿En dónde me formo? página 2 Ludwig Zeller No mire ya hacia atrás página 3 Roberta Garza El chabacano de Esmirna página 6 Eliseo Alberto Alberto Gironella página 7 Iván Ríos Gascón Becas, vocación y vacas flacas página 8 Público domingo 15 de Agosto de 2010 474 catedral de lima / especial Perú, metáfora del mundo Claudio Magris Página 4

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Héctor de Mauleón ¿En dónde me formo? página 2 Ludwig Zeller No mire ya hacia atrás página 3 Roberta Garza El chabacano de Esmirna página 6 Eliseo Alberto Alberto Gironella página 7 Iván Ríos Gascón Becas, vocación y vacas flacas página 8

Público domingo 15 deAgosto de 2010 474

catedral de lima / especial

Perú, metáfora del mundoClaudio Magris

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02 antesala

La semana pasada, Felipe Calderón anunció que 12 mil 234 trámites serán eliminados de la administración pública:

“Está prohibido hacer más normas, más oficios y más circulares… vamos por el camino correcto para hacer del gobierno un aliado y no un estorbo”. Hace treinta y tantos años, la noticia habría dejado sin tema para sus libros a Marco Aurelio Almazán, el mejor cronista satírico de la burocracia nacional. En beneficio del humorismo mexicano, el presidente admitió, sin embargo, que ahora solamente han quedado en pie 22 mil 213 trámites.

En libros que en tiempos del énfasis, la guayabera y la exuberancia retórica eran leídos por millares, Marco Aurelio Almazán decía que las tapias de los cementerios eran una insensatez: los que estaban adentro no podían salir, y los que estaban afuera no querían entrar. “Siguiendo esa lógica —escribió en Sufragio en efectivo. No devolución—, podríamos llegar a la conclusión de que las oficinas de gobierno tampoco tienen razón de ser, ya que al público le revienta tener que ir a ellas y a los burócratas también”. Si los virreyes españoles fueron expertos en la implantación de trámites inútiles, en las inefables décadas de Méndez Docurro, Merino Rábago, Martínez Manatou y Olivares Santana, los políticos priistas hicieron del papeleo una maquinaria que sólo era posible echar a andar con el combustible de la recomendación o, de preferencia, con el lubricante de la “mordida”.

Recuerdo a mis padres completamente inmersos en el mundo del original y las noventa y nueve copias: los veo sufriendo vómitos y mareos cada que recibían alguna comunicación oficial relativa a nuevos reglamentos, licencias y pago de impuestos. Mi padre se negaba a pasar siquiera

Corriente secreta

¿En dónde me formo?

frente a cualquier oficina de gobierno. Las palabras juzgado, derechohabiente y oficialía de partes imponían en sus mejillas una coloración de tonalidades verdes. Acercarse a una ventanilla, o a “la sección correspondiente”, significaba colas, dificultades, malos modos, vuelva usted mañana, fíjese que se perdió el expediente, y dice el licenciado que tiene que traer las actas de nacimiento de sus cuatro abuelos. Cruzar las puertas de una oficina pública significaba que la economía familiar estaba a punto de sufrir un tremendo quebranto.

Los burócratas emanados de los gobiernos revolucionarios, decía Almazán, desplegaban una energía extraordinaria para llegar a serlo: estaban dispuestos a lamer el piso con tal de conseguir un “hueso”. En cuanto se les instalaba en el cargo, sin embargo, el menor esfuerzo físico los agotaba, e incluso el semblante se les ponía agrio. Hoy sabemos que tenían en su poder 34 mil 457 normas, decretos, reglamentos y oficios, la mitad de los cuales no tenía otro fin que aceitar el engranaje de la administración.

En alguno de esos libros que en los años setenta se vendían como pan caliente, Almazán recomendaba a quienes asistían a tramitar cuestiones, ir provistos con ropa de invierno y de verano. “Nunca sabe uno cuánto puede durar la espera. Multitudes de solicitantes han muerto en los frígidos pasillos de una Secretaría, víctimas de pulmonías fulminantes, al echárseles el invierno encima, mientras ellos seguían con su ligera vestimenta del verano pasado. Y a la inversa, otros han fallecido por sofocación en agosto, enfundados en el grueso traje de lana con que llegaron en enero”.

Hoy Calderón anuncia que la vida ha cambiado. Termina la dictadura de la burocracia. El gobierno se convierte en nuestro aliado. Qué buena noticia: la vida consta ahora únicamente de 22 mil 213 trámites. nl

De culto

William Hazlitt

Atormentado y brillante

A provechar la ocasión de ver a una simple araña pasearse por la habitación para escribir un

ensayo a propósito del placer hallado en el odio, es una clara muestra no sólo de la libertad en el pensamiento y crea-tividad de William Hazlitt (1778-1830), sino un ejemplo clásico de la flexibi-lidad del más amorfo de los géneros literarios.

Para este escritor inglés, amigo cerca-no de Coleridge y Wordsworth, su tarea primordial consistía en exponer al lector una cuestión filosófica, una revelación profunda y vivificante, disfrazada de amena conversación o afilada ironía. Por ello, en El placer de odiar (1826) no duda en trasladar su meditación, ante la repugnancia que siente por el insecto, hacia el desprecio que le pro-duce la hipocresía de las costumbres sociales. Su pluma no tiembla cuando afirma que el odio es el principal resorte de la acción y el pensamiento; Hazlitt apela en su ensayo no a la provocación fácil sino al desencanto lúcido al mirar la degradación y estupidez humanas. Aunque heredero y defensor del ilumi-nismo francés, William cree también, y sobre todo, en la malevolencia natural del ser humano.

En su juventud, Hazlitt padeció una frustrante incapacidad para expresar sus más íntimas y potentes ideas, esto lo orilló a cultivar, con no malos resul-tados, la pintura. Tiempo después, ya de vuelta en las letras, en Table talk (1822), el ensayista no duda en colocar

Ramón Castillo [email protected]

Revelaciones

Bitácora psicotrópica Xavier Velasco

Fue así, matando gatos, que la curiosidad se supo un día lista para merendar león.

El año pasado retraté a Hugo Hiriart (Ciudad de México, 1942) en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de la UNAM, donde participó, con pasión e inteligencia, como siempre, en una mesa redonda sobre literatura. El mejor recuerdo que guardo de él es en su faceta de guía de turistas: en Oaxaca dirigió a un grupo de amigos hasta el Tule, y ahí lo vi, conmovido y alegre, abrazando ese viejo árbol…

al pincel por encima de la pluma. Para él, pintar es una plácida contemplación de la naturaleza, un ejercicio puro y sublime; las palabras, en cambio, son una afrenta constante por lidiar con el mundo. Evidentemente, Hazlitt era un hombre testarudo y combativo que optó por la afrenta y no por la pasividad.

Su función como escritor no quedó limitada únicamente al ensayo perso-nal, área donde destacó notablemente, también ejerció una poderosa influencia en la crítica teatral con Personajes de las obras de Shakespeare (1817), así como en la crítica de arte con sus abundantes notas periodísticas. De igual forma, examinó la obra de algunos de sus colegas contem-poráneos. En El espíritu de la época (1825) analiza con detenimiento el trabajo de personalidades como Jeremy Bentham, Lord Byron, Coleridge y Walter Scott.

De fuerte y extravagante personali-dad así como poseedor de convicciones inamovibles, los severos juicios que proclamó generaron abundantes animadversiones contra su persona. Resuelto a no traicionarse, nunca se permitió el lujo de ceder un ápice a satisfacer otros intereses o creencias que no fueran los suyos. Aún así, la vida de este hombre distó mucho de haber sido plácida: solitario, pobre y carente de estabilidad amorosa, fue un genio romántico en toda la extensión de la palabra. Atormentado pero brillante. Fue filósofo y poeta, apolíneo tanto como dionisiaco.

Rodeado por su esposa e hijo, así como varios amigos, aquel que pade-ciera las contradicciones no sólo de su época sino de sí mismo y que en vida se llamara William Hazlitt se despidió admitiendo que, después de todo, había sido feliz. nl

Héctor de Mauleó[email protected]

Rogelio Cuéllar

domingo 15 deAgosto de 2010

EspECiAl

Visor

Milenio Visor Dirección José Luis Martínez S. Edición Alicia Quiñones Asistente Erick Baena Arte y diseño Alejandra Saavedra

PÚBLICO MILENIO francisco a. gonzález presidente · jaime barrera rodríguez director editorial · marina miranda directora general de negocios · fidencio gonzález director comercial · rubén martín jefe de información · ricardo salazar jefe de cierre editores: jorge valdivia g. ciudad y región · kaliope demerutis ocio · irene selser fronteras · horacio salazar tendencias · jairo calixto albarrán qrr y el ángel exterminador · susana moscatel hey! · humberto muñiz fotografía · edna madero diseño · fernando torres circulación · noé anaya producción ·

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03antesala

poesía

No mire ya hacia atrás

El poeta observa con ironía la pérdida de ilusiones, de arrojo; se burla del juego incesante de la vida, en el que nadie entiende quién gana o quién pierde

Escolios

¿Quién matóa Rodó?

Escritor surrealista, ludwig Zeller nació en 1927 en Río loa, poblado del Desierto de Atacama, en Chile. Después de vivir en Canadá entre 1971 y 1992, se trasladó a la ciudad de Oaxaca, donde radica desde entonces. Editor, novelista, poeta, es también un destacado

artista visual, creador de collages que se han expuesto en países como Estados Unidos, Francia, italia, Bélgica, Chile y México. Entre sus libros más conocidos se encuentran Mujer en sueño (1975), salvar la poesía, quemar las naves (1988), Río loa, estación de los sueños (1994), El embrujo de México (2003), Amoroso y caníbal (2008) y preguntas a la médium y otros poemas (2009). El poema que publicamos en esta página es inédito y forma parte de un libro en preparación.

Ludwig Zeller Armando González [email protected]

¿Quién mató a Rodó y a muchos de sus colegas, ensayistas decimonónicos? ¿Por qué extraño

fenómeno la prosa urgente y persuasiva de estos pro-hombres de la inteligencia americana, que tanta influencia ejerció en su época, se ha vuelto motivo de indiferencia y de bostezos? Hace poco les entregué a mis alumnos de un curso de ensayo una lista de ensayistas de las más distintas épocas y nacionalidades para que escogieran uno de ellos y prepararan una exposición. Aunque la lista incluía a los ensayistas hispanoamericanos más relevantes del siglo XIX, ninguno fue elegido por los alumnos. En aras de no tener que exponer yo sólo esa etapa del ensayismo hispanoamericano, intenté influir en la decisión de los alumnos e improvisé lo que yo consideraba un convincente discurso sobre la importancia de los temas, las buenas intenciones y el valor histórico de estos ensayistas. Con aquéllos que notaba más dubitativos, admito que de plano me entrometí y les expuse bajezas como “¿Para qué expones a ese tal De Quincey, era bien vicioso, o Connolly, un vago apegado a la frivolidad? ¿Qué te parece un patriota americano como Rodó o qué tal el imponente espíritu de Larra?” Fue en vano: con un gesto que oscilaba entre la repugnancia y la desconfianza ante cada uno de los nombres que mencionaba, mis alumnos me revelaron las arrugas de un canon. Por desgracia es verdad, la categoría “ensayo hispanoamericano del siglo XIX” evoca una ruda oratoria castiza, una mezcla nociva de angustia política y existencial, demagogia expresada con tufillo modernista y orgullo autocompensatorio de borrachos.

Lo cierto es que, en vísperas de las celebraciones bicentenarias, los temas y tonos que ocuparon a

los ensayistas del XIX: la identidad, la autonomía cultural, el papel del mestizaje, la unidad de las américas parecen poco atractivos para las nuevas generaciones de lectores. Por supuesto, la acendrada vejez de estos ensayistas y su pensamiento edificante proviene, en gran parte, de su contaminación política. Porque, en la modalidad alguna vez dominante del ensayo cívico hispanoamericano, sobra fibra moral, pero faltan ligereza, humor,

imaginación, improvisación, libertad y todos esos rasgos literarios que caracterizan el gran ensayo, aquel que no se limita a su utilidad práctica. Puede dictaminarse entonces que la muerte intelectual y literaria de muchos de estos ensayistas tiene que ver con su débil constitución que no soportó el paso de los años. Más allá de estas causas naturales, hay factores de negligencia que inciden en su temprana caducidad y, sin duda, a los estudiosos (críticos literarios, historiadores de las ideas) les ha faltado disposición y poder de persuasión para justipreciar y actualizar el conmovedor sentido de responsabilidad intelectual y el loable intento de ampliar la perspectiva de la cultura de estos ensayistas o para distinguir, en el páramo de retórica, las numerosas y estimulantes floraciones que aún subsisten. nl

N o mire ya hacia atrás, suba peldaño tras peldañoEsa escalera en que rodó a lo largo de los años,Salte de nuevo, baile con su muleta enloquecida.

Allí podrá encontrar sus ilusiones, las doradasBellezas de otros días, escogidas, envueltasEn sus chales como momias, casi muertas de frío.

¿En dónde está su arrojo? ¿La antigua gallardíaY el orgullo de bregar río arriba contra todos?Dése un poco de aliento, aquí están sus amigosBebiendo de aquel vino con sal que para otros es sangreQue no circula bien ya por sus venas, el cabelloNevado que crece sin cesar buscando el frío.

Mire entonces de frente. ¿Qué fue de la ilusiónDe crear obras que pudieran al fin cambiar al mundo?¿Se quebraron sus huesos? ¿No ardieron ya las médulasPor aquellas bellezas que eran como los solesDe un sistema distinto, esas flores de ayer, esos aromasVolcados en la piel de lejanas amadas imposibles?

Esto es la vida, amigos, que jugamos. Alguien mueveLas piezas invisibles y no entendemos ni quién gana, quién pierdeSuba silbando los escalones del ayer, sonríale al fotógrafoQue acaso ruede escaleras abajo, sin cámaras, desnudoEn esa caja cuando su madre le dirá a la tierra al devolverlo:Aquí yacen sus años en el plato, un puñado de polvo.

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domingo 15 deAgosto de 2010

José Enrique Rodó

¿Quién mató a Rodó y a muchos de sus

colegas, ensayistas decimonónicos?

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Ya hace un buen tiempo, la es-tatua ecuestre de Francisco Pizarro —el conquistador que se adueñó del imperio Inca y fundó la ciudad de Lima en 1535— situada en la Plaza de Armas —cora-zón de la capital y sede del Palacio de Gobierno y de la Catedral, ésta última

reconstruida después del terremoto de 1746— fue removida y trasladada a otro lugar, no sin levantar enardecidas controversias. La Historia también es una mudanza de estatuas, como las de Stalin, destruidas o amontonadas en oscuras bodegas; y una continua revisión toponomástica. En Trieste, la habsbúrgica corsía Stadion ahora se llama via Battisti y la fascista piazza Impero es nuevamente largo Barriera Vecchia, nombre que no puede ofender a nadie. Las vicisitudes de ese monumento son el ejemplo de una incertidumbre y de un conflicto de identidad ahora más que nunca presentes en casi todo el mundo. Remover la estatua de Pizarro significaba rechazar la violencia de la conquista española de Perú y, en general, de América Latina, una violencia a menudo cruenta, a la cual, según Todorov “no se le puede comparar ninguna de las grandes masacres del siglo XX”. De los 80 millones de personas que vivían en América antes de la llegada de los europeos, sesenta años después, sólo quedaban 10 millones; un genocidio operado con el exterminio físico, el hambre, las inhumanas condiciones de trabajo de los esclavos y las enfermedades.

Perú era sinónimo de inagotables riquezas —toda-vía se emplea la expresión: ¡Vale un Perú!—, pero de oro ensangrentado. Sin embargo, la remoción de esa estatua también revela el patético e injusto intento por pretender suprimir una parte de su identidad: la española; y de reconocerse solamente en la identidad indígena, oprimida y diezmada. Contra este intento de mutilar y falsear la identidad indígena-española de Perú se han elevado muchas voces, comenzan-do por la de Mario Vargas Llosa, uno de los pocos realmente grandes escritores del mundo, ya todo un clásico. Toda cultura es hija de cruzamientos, de conquistas, de violencias cometidas y padecidas, con las que es necesario luchar cuando acontecen, pero de las cuales resulta insensato pretender arrancar el fruto que se ha depositado y transformado durante siglos en su propia historia. La región de Lombardía le debe su nombre a los longobardos, llegados, en su tiempo, como bárbaros invasores; los franceses no son solamente los galos y los negros de América no son solamente africanos. Todos somos Todas las sangres —como se intitula la novela del gran escritor peruano José María Arguedas— que han contribuido a formarnos. Arguedas, particularmente sensible a la oprimida cultura quechua del Perú, que él portaba en su sangre y que también transfiere, con elementos lingüísticos y sintácticos, en sus novelas, escribe en español, que es su lengua, así como su cultura es la española. Por otra parte, también el vencido, al que la derrota le imprime un aura de pureza, casi siem-pre ha sido, a su vez, con anterioridad, un violento opresor de otros vencidos: los incas, antes de ser arrasados por los españoles, habían oprimido a otros pueblos andinos; y también ellos, a su vez, fueron antiguos y crueles patrones de otras poblaciones antes hegemónicas y luego sojuzgadas —Wari, Moche, Nazca— y muchas otras más, en una regresión sin fin a la violencia originaria. La evocación del origen siempre es un llamado de la selva, de la ley de la sobre-vivencia identificada con la depredación. Ciertamente, hubo conquistas —como las de la antigua Roma— que con la violencia también crearon grandes civili-zaciones; y otras que solamente han sido sinónimo de saqueo y masacre; las asquerosidades de pura negatividad, como Hegel, asustado, llamaba a esos momentos y esas fuerzas históricas radicalmente negativas a las que no lograba otorgarles un lugar en el conflictivo proceso creativo de la Historia. El tiempo, que destiñe lentamente el shock de la violen-cia, también desgasta los monumentos y las placas de nomenclatura de las calles. Tamerlan también elevó pirámides de cabezas; pero hoy, uno visita su tumba en Samarcanda con fascinado respeto; y una “Plaza Tamerlan” no provocaría tanto escándalo como una “Plaza Hitler”. La humanidad y la libertad también consisten en la doble y difícil lucha contra el olvido y contra la obsesión reivindicativa; en la capacidad de recordar a los millones y millones de

Del traslado de la estatua ecuestre del

conquistador Francisco Pizarro, de la Plaza de

Armas a otro sitio de la capital peruana, surge una reflexión en torno a las incertidumbres y conflictos de identidad

que se viven en algunos países de

América y la obligación de luchar contra los prejuicios y el olvido

Claudio Magris

Perú,

víctimas, que murieron en el transcurso de los siglos pero que son sombras presentes en torno a nosotros; y en la capacidad de vivir fraternalmente juntos con los descendientes de esas vícti-mas y de sus verdugos. El estupro original siempre es abrasador e imborrable, pero no puede seguir impidiendo el amor.

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Perú es un ejemplo extraordinario de la vida que nace incluso de la muerte, de entrecruces nacidos de una inicial violencia; pero, a su vez, fecundos de humanidad, de civilización, de cultura. Ya en los tiempos de la conquista, es un mestizo, mitad inca y mitad español, Garcilaso de la Vega, quien escribe una obra maestra poético-historiográfica como Comentarios reales de los incas —en la cual están presentes la cultura andina y la española— y quien frecuenta la literatura, la lírica y la filosofía del Siglo de Oro; quien traduce, por ejemplo, textos neoplatónicos de León Hebreo. Pero Garcilaso no es el caso aislado de un mestizaje que rápidamente comienza a dar frutos culturales; se podrían citar otros ejemplos, el inca Titu Cusi Yupanqui que deviene en Diego de Castro, o el indio hispanizado Felipe Guaman Poma de Ayala, quien le escribe al rey en defensa de las culturas andinas preincaicas. Como ha dicho Vargas Llosa, la más alta literatura peruana no es aquella que está contaminada por el tonto orgullo de pureza hispana y por el desprecio por lo primitivo de la india; ni la indígena, ingenua y retrógradamente convencida de que la cultura india es la única au-téntica y legítima, sino esa literatura consciente de su pluralidad y de los diversos filones que alimentan la literatura de lengua española capaz de expresar este mundo. Esta identidad plural y unitaria se advierte ya en los rasgos de la gente. Ciertamente, en un país todavía sacudido por las revuel-tas políticas y sociales recientes —desde los diversos gobiernos autoritarios hasta el descabellado terrorismo de Sendero Lumino-so— las jerarquías sociales todavía

son inflexibles y ligadas al color de la piel. En Conversación en la catedral, Vargas Llosa, genialmen-te, catalogó los estratos de esta jerarquía socio-racial, del blanco al serrano al cholo. Pero son cate-gorías que comienzan a resque-brajarse en la mezcolanza. Hace tiempo, escribe Vargas Llosa, los que vivían en Lima podía ignorar la existencia de los indios; hoy, en la metrópoli de ocho millones de habitantes, se ven todas las estirpes, todas las clases sociales. Un crisol de desigualdades, in-justicias, miserias, pero también la gestación inquieta y difícil, a veces violenta, de un mundo mejor. Un momento creativo de contradictorio crecimiento, casi de nuevo nacimiento.

Hoy, acaso, la ciudad merecería el poema celebratorio barroco que le dedicase hace siglos un literato manierista, Juan de Espi-nosa Medrano Barnuevo, Lima fundada. “Lima, la horrible”, dice un verso del surrealista César Moro. Es un buen signo —signo de libertad y de grandeza— cuan-do una ciudad o un paisaje son evocados, por aquellos que perte-necen a él, con esa dureza carente de piedad que proviene de la

severidad del amor. Una de las más hermosas y fascinantes ciudades del mundo, Praga, ha sido celebrada por las fantasías de sus más grandes y enamorados hijos poetas. El color local rebaja un lugar a idilio sentimental porque no está seguro de su valor; mientras que una gran realidad per-mite, es más, impone fustigar sus defectos y se enriquece de estas desgracias. Lima no se puede definir como una ciudad hermosa pero es un teatro del mundo —que, precisamente por esto, ciertamente no es armoniosamente hermoso. Por esto, Lima puede transformarse en un escenario muy particular y universal a la vez, un lugar para Cada Uno, como sucede en Conversación en la catedral, en la que la ciudad peruana es un Dédalo de círculos dantescos, un espejo del caos vital y delictivo del mundo, un serrallo universal que pone en escena el poder, el secreto, el terror, el Eros, el vicio, la ternura. El crecimiento caótico y canceroso de una metrópoli en la que fulgura el sentido y la expiación de vivir. “Encantadoras plazas coloniales y laberinto de calles pestilentes”, como ha sido escrito; smog y garúa, la lluvia casi neblina que se eleva desde el Pacífico; una tórpida melancolía tropical que incitaba a Melville a definir a Lima como una de las ciudades más tristes de la Tierra. Tristes trópicos, encanto y asechanza de esta desidia. “En Lima está lloviendo”, dice un poema de César Vallejo, el grande y clásico lírico cuyo doloroso sentimiento de huérfana soledad existencial también se traduce en compromiso político radical. Pero la ciudad también es hormi-gueante, tráfico caótico, vital lucha cotidiana de millones de seres por sobrevivir, que estimula

Visor

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metáfora del

mundo

domingo 15 deAgosto de 2010

Perú, una vivacidad intelectual. Des-pués de los gobiernos más o menos autoritarios, de las cla-ses dirigentes corruptas y del terrorismo homicida, la vida civil ofrece signos de retomar el camino.

Además, ya en el siglo XVI, es un jesuita, Blas Valera, quien en Perú defiende a los indios y no es un caso aislado. En Brasil, durante la misma época, el jesuita Miguel García se negaba a darle la absolución y la eucaristía a los propietarios de esclavos, con-siderándolos, en cuanto tales, en pecado mortal. Un signo de este crecimiento ético-políti-co es el “Lugar de la Memoria”, el Museo de la Memoria, que está naciendo para resarcir moralmente a las victimas de la violencia que en épocas ante-riores ensangrentó al Perú (70 mil muertos). Quien presidirá dicho museo será Vargas Llosa; quien, aunque ha subrayado con fuerza que la mayor responsa-bilidad de esta matanza se le debe atribuir al terrorismo de Sendero Luminoso y de otros grupos extremistas pseudos-revolucionarios, también quiere llevar al banquillo de los acusados

las ejecuciones sumarias, las tor-turas y los crímenes cometidos por las Fuerzas Armadas y por los Escuadrones de la Muerte, ambos grupos sostenidos y auspiciados por el gobierno de ese entonces. De esta manera se replica el principio según el cual un Estado de Derecho nunca podrá admitir violacio-nes a los derechos humanos. De tal suerte que este museo realmente se transformará, como él lo ha dicho, en la casa de todos los peruanos. Por lo tanto, finalmente, también el Perú puede valer un Perú.

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El debate con Mario Vargas Llosa se realiza en el Auditorium de la Biblioteca Nacional, en Lima, cerca del teatro que lleva su nombre; el encuentro es organizado por el Instituto Italiano de Cultura, dirigido por Renato Poma; un Ins-tituto que desarrolla un excelente y vital trabajo de promoción de la cultura italiana y de diálogo con la peruana, en un recíproco enriquecimiento; un instituto que no sólo ha duplicado el nú-mero de estudiantes de italiano (casi cinco mil, cifra muy alta

escribe, siempre listo a flirtear con regímenes totalitarios amantados de revolucionarismo. Pero si sus inexorables polémicas, por ejem-plo, contra el castrismo y muchos otros populismos, incluso lo han enemistado con algunos de sus amigos escritores de izquierda, él no se ha dejado llevar a posiciones reactivas. Así como sigue amando y admirando, por ejemplo, a Cortá-zar, aunque impugnándolo políti-camente, como verdadero liberal ha denunciado la falta de libertad donde quiera que la ha visto, como la dictadura de Trujillo, en su tiempo apoyada por los americanos, o la de Pinochet, y ha criticado enérgi-camente la política israelí hacia los palestinos. Ahora está escribiendo una novela sobre el trato inhumano de los recolectores de caucho entre el siglo XIX y el XX; y sobre la figura de Roger Casement, que luchó por ayudarlos. Vargas Llosa ha pagado su deuda de ciudadano a la Polis, muy consciente, por otra parte, —como emerge en sus ensayos e incluso en sus palabras, amables pero claras y firmes— que, si la política es el arte de lo posible; por el contrario, el arte exige lo imposible; y que si los deberes hacia la causa pública entran en conflicto con los demonios de su corazón, es necesario ser fiel a estos últimos. Con su literatura, Vargas Llosa se sumerge en los abismos de la vida, vivida como enfermedad incurable; en esos remo-linos de pasión, violencia, infamia, valentía y delirio que se baten con esos valores morales en los que él cree. Por otra parte, el verdadero iluminismo es el que no se aleja de las tinieblas. Su narrativa está soberbiamente a la altura de la que él define la imposible necesidad del arte, la exigencia de encerrar en un libro a lo ilimitado. Es éste último, el ilimitado y furioso océano de la realidad que choca, como olas en-furecidas, contra los diques de su soberbia forma narrativa. Incluso el ensayo, dice en nuestro encuentro, se nutre de esa oscuridad que reside en nosotros, pero delimita ese mar oscuro con rompeolas más claros, mientras la novela es como la sel-va de la estupenda La casa verde, vida que germina irrumpiendo, adueñándose de esa oscuridad, dándole así forma y claridad, sin reprimir ni bonificar esa oscura proliferación.

Hay mucho dolor en su épica porque, como él dice, “la materia prima de la literatura no es la feli-cidad, sino la infelicidad humana; y los escritores, al igual que los bui-tres, probablemente se alimentan de carroña”, descubriendo que in-cluso el mal más abyecto, aquellos monstruos ávidos de trasgresión y de exceso permanecen escondidos en lo más profundo de nuestro ser, y solamente están esperando salir fuera. Pero ese retrato sin rémoras de la enfermedad incurable es un generoso, quijotesco intento de cu-rarla, de protestar contra los males del mundo. Ese ilimitado mundo narrado y dominado en la novela también es el tiempo sin límites de la narración. Vargas Llosa es un maestro del tiempo novelesco, que encierra muchos tiempos en el ins-tante del narrar: el tiempo vivido, aquel recordado, hundido y vuelto a emerger. Ninguna historia pertenece a un tiempo único; se desarrolló en el pasado, se desarrolla mientras es narrada, se proyecta en el futuro

que llegará y que a la vez la marca y es marcado por ella. Diálogos de tiempos diversos se entretejen uno con el otro, los acontecimientos se resisten a componerse en una historia, la narración del mismo acontecimiento es diferente cada vez en un contexto diferente, el cual le imprime nuevos significados.

Como todo gran narrador, Vargas Llosa no es dueño de sus personajes, precisamente por la vida que logra infundirles; puede suceder que un personaje, que en un inicio es pen-sado como odioso, devenga, en el transcurso de la narración, simpá-tico; como le sucede a su teniente Gamboa. Incluso Tolstoi decía que había perdido el control sobre Ana Karenina, que ella ya hacía lo que le venía en gana. Ésta es la univer-salidad de la creación literaria; una universalidad que siempre hunde sus raíces en una realidad peculiar, para luego trascenderla y alejarse de ella, pero la continúa amando. Peruanizamos Perú, escribía otro gran ensayista, José Carlos Mariá-tegui. Por el contrario, a veces, dice Vargas Llosa —que ha hecho de la laceración de su país la estructura de sus novelas—, que él siente la necesidad de olvidar a su Perú. Es la manera más intensa y más libre de tenerlo presente. Cuando Cortés conquistó México, Moctezuma le propuso hospedar las imágenes y las estatuas cristianas en los templos aztecas, junto o frente a las divinidades aztecas. Pero, por el contrario, sucedió que las imágenes y los cultos católicos se sobrepusieron a las imágenes y a los cultos indígenas, casi enterrán-dolos en lo profundo y creciendo sobre ellos. En Cuzco, la antigua capital del imperio inca, una guía muy preparada e inteligente nos señala constantemente lo que es-taba o lo que está bajo un altar o una columna de la catedral; figuras antiguas retocadas, que se pueden leer detrás de aquellas triunfantes que llegarían después; geometrías inspiradas en arcaicas armonías cósmicas y disimuladas en propor-ción de la iglesia. Cada vencedor es un árbol que se alimenta de las linfas escondidas del vencido, hasta terminar, de alguna manera, por semejarse a ellas. Cuzco es muy hermoso y la celebérrima Machu Picchu posee toda la fascinación de las civilizaciones sepultadas. Pero en Cuzco se experimenta la des-agradable sensación de vivir no en una ciudad, sino en una exposición. Como también sucede en algunas de las ciudades más bellas del mun-do —Praga, Venecia— parece que uno se encuentra en una ciudad hecha para los demás, no visitada sino ocupada por turistas.

En la catedral, un cuadro de Marcos Zapata, artista quechua, representa La última cena. El cone-jillo de Indias preparado en asado, en el centro, recuerda que no hay alimento, ni siquiera sagrado, sin el oscuro dolor animal. Los mapu-ches, una población indígena, no creen —escribe Vargas Llosa en un ensayo— que vejez y muerte sean acontecimientos naturales, sino desgracias ocasionadas por la oculta insidia de alguien. Ciertamente, no es verdad, sin embargo, uno, con el paso de los años… nl

Traducción de María Teresa Meneses.

Texto tomado de Il Corriere Della Sera, 6

de julio de 2010

en un país como Perú) sino que se ha transformado, gracias a la creativa iniciativa de quien lo dirige y de sus colaboradores, en un punto de referencia para la cultura peruana, a diferencia de otros de nuestros institutos, que se encierran en un invernadero endogámico. Gran fabulador y muy lúcido crítico-ético-políti-co-literario, Vargas Llosa logra conciliar, incluso en una rigu-rosa distinción inmune a com-promisos, la fidelidad poética a sus propios demonios y la res-ponsabilidad civil en lo que se refiere a la causa pública. Uno de los pocos escritores realmente grandes del siglo XX y del actual, Vargas Llosa tuvo un recorrido político muy comprometido (hasta casi llegar, hace años, a la presidencia de la república), desde su inicial adhesión al comu-nismo, —entonces la más creíble resistencia a tantas iniquidades del mundo latinoamericano— hasta su maduración liberal, que lo lle-va a luchar contra toda confusa ideología tercermundista, contra todo forzado antiamericanismo, contra toda dictadura y contra la irresponsable frivolidad del progresismo occidental, como él

de portada

Plaza de Armas, Catedral y Palacio Episcopal en Lima

eSPeCIAl

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Estambul, como cualquier ciudad, cambia bajo la lluvia. Los colores mediterráneos de la cerámica otomana se desdibujan, y la agonía de un imperio entre guerras, cuyas glorias habrían de pasar en unas cuantas décadas, se

manifiesta en su entonces predilección por la estética de la vieja Europa; bajo la grisura del agua, las calles de la otrora capital de Turquía se parecen a las de Londres mucho más que a las de Cairo o Fez.

Y, sin embargo, allí están los jazmines, el cardamomo y el azafrán; los aceites para baño y los linos que abrazan el agua de la piel como una seda; los textiles multicolores y los broca-dos; la orfebrería de esos pistaches que besan a la miel de azahar sobre una cama de hojal-dre transparente y que apuntan a esa ancestral predilección por la belleza y por el placer que hacen parecer a París una villa de advenedizos: Bizancio, Constantinopla e Estambul son los tres nombres de una ciudad que reinó desde siglos antes de Cristo, hasta hace apenas unas décadas, a horcajadas en su trono de mares entre oriente y occidente.

Desde que la conquistara Mehmet II en pleno Renacimiento —el sultán venido de Anatolia arrastró sus barcos sobre la tierra, por el estrecho que separa al Bósforo del Mar Dorado, atacando su marina, una vez vuelta al agua, inesperada-mente desde el corazón de la ciudad— el sitio

Crónica

Roberta Garza

El chabacano de EsmirnaEn Turquía, en sus ciudades, en sus ríos y mares, en sus poetas, el placer es parte de la vida cotidiana. Estambul, Capadocia, Konya, Selcuk son escalas de un itinerario que muestra la historia de un país que rechaza la intolerancia y ama la belleza

que fuera bautizado en nombre del emperador que impuso a la cristiandad como religión de estado abrazó el Islam. Sin embargo, en parte gracias a la férrea mano modernizadora de Attaturk quien, luego de la caída del imperio otomano, constru- yera la actual república parlamen-taria, las pañoletas conviven allí con las minifaldas y el alcohol fluye en compañía de la música de los bares sin el menor resquicio de intolerancia, y caminar por las calles no es el ejercicio suicida que son para cualquier mujer las ciudades árabes. El placer allí es un asunto imbricado en el inconsciente colectivo, y sus habitantes lo viven con una natu-ralidad cotidiana que espantaría a cualquier fundamentalista: los turcos sienten el mismo orgu-llo por las flores que intoxican de perfume sus calles que por la cúpula de Santa Sofía, o por ese café que, invariablemente, llega a la mesa acompañado de un pequeño dulce de rosas o de almendras y que ellos toman sin prisa a orillas de la tinta azul os-curo que es el Bósforo.

Un corto vuelo local me lleva a Capadocia. Allí la transpa-

rencia del aire empuja la vista

Mevlana fue un musulmán de origen persa que abrevaba de la devoción zoroástrica al fuego, entendido éste como el amor universal que todo lo permea y consume a través del despertar de la conciencia en su peregrinar por diferentes planos de existencia. Esta vi-sión, cercana al neoplatonismo griego en su llamado a elevar el alma hacia la perfección de un mundo ideal, distinto al nuestro, se insertó en el Islam bajo el entendimiento de que ese amor unificador emanaba al mundo desde la gracia de Alá.

El llamado de Mevlana lo llenó pronto tanto de adep-tos como de enemigos. En los países donde el Islam se rige por el temor y la sumisión a la jerarquía, una madrasa que le pedía al fiel buscar su propio y gozoso camino hacia el amor divino resultaba cuando menos incómoda y cuando más, peli-grosa. “Cuando hayamos muerto, busquen nuestra tumba no en la tierra, sino encuéntrenla en los corazones de los Hombres”, dice el epitafio de Mevlana: quizá por eso los sufís son considerados heréticos en la mayor parte del mundo árabe. La orden carga un sinfín de mártires e innumera-bles persecuciones en la región medio oriental, pero florece en Turquía, donde sus derviches giradores son parte icónica de la cultura nacional.

Otro motivo de rechazo por parte de los fundamentalistas islámicos hacia los sufís es el gusto de éstos por la música y la danza, que usan para alcanzar sus trances meditativos; la flauta derviche, el ney, es un instrumen-to que produce ritmos simples, dulces e hipnóticos, acelerándose como el aliento conforme los participantes se adentran en una coreografía concéntrica a manera de un cósmico y glorio-so tributo a Alá: un maestro se coloca al centro, como un sol, y los alumnos orbitan rápida-mente a su alrededor, girando a la vez sobre sí mismos, como planetas, en un movimiento ena-jenante que los desconecta de la tierra y los une al resto del universo, aunque sin olvidar nunca su mortalidad: mientras giran, mantienen una palma de la mano al cielo y la otra al suelo, y sus vestidos, blancos, traslúcidos y flotantes, repre-sentan el sudario que vestirán cuando hayan muerto.

La poesía de Rumi, en toda su simpleza y su encanto místico, le hablaría siglos después a las nuevas generaciones de occiden-tales aburridos, atraídos hacia el exotismo carente de amenaza de una espiritualidad oriental

hasta distancias inimaginables, y los cielos púr-puras hacen destacar aún más las caprichosas formaciones de roca blanda, color arena con manchones ferrosos, que horadaron en el siglo cuarto y quinto en poblados clandestinos y sub-terráneos los primeros cristianos perseguidos por Roma. Bajo la nieve y el hielo la mayoría del año, las torres calcáreas de los valles centrales de Turquía siguen habitadas hasta el día de hoy: Göreme y Ürgük son ciudades pequeñas pero modernas, donde los turistas conviven con los nativos sin más acartonamiento que algún camello alquilado para hacer fotogra-fías para gozo de los primeros y fastidio de los segundos.

Algunas chimeneas rocosas fueron desig-nadas como pequeñas capillas o centros de culto por los padres protocristianos y, con el tiempo, manos devotas y anónimas las fueron adornando con frescos religiosos que, a pesar de su austeridad, en expresividad y colorido se cuentan entre lo mejor del arte bizantino. Por fuera son tan bellas como por dentro: de una geometría imposible, las torres se yerguen como falos orgánicos y amarillos entre campos más que verdes, ondulantes y salpicados de flores silvestres, y uno imagina allí que en cualquier momento puede salir al paso un unicornio.

Konya es una ciudad conservadora y marcada por el misticismo. Allí, en la provincia más

religiosa de Turquía, hay un santuario con los restos de quien en el medioevo fundara una de las más sonadas órdenes filosóficas sufís: Me-vlana, conocido en occidente por sus pequeños poemas y fábulas bajo el nombre de Rumi.

En Capadocia, la transparencia

del aire empuja la

vista hasta distancias

inimaginables

foToS: robErTa garza

Visor

Page 7: Visor Agosto 15 2010

Los pintores que aman la literatura pertenecen a una estirpe en peligro de extinción. En el

arranque del siglo XXI se cuentan con los dedos de una mano. La pasión por la tecnología ha desplazado el fervor por la palabra. La poesía no está de moda: lo que está de moda es la propia moda. Lástima. Esta escuela tuvo su esplendor en la década del treinta cuando poetas y pintores amaban a las mismas mujeres (o varones) y no le tenían miedo al surrealismo ni a la ternura. El templo donde se dio esa comunión con mayor intensidad tal vez haya sido la Residencia de Estudiantes de Madrid y sus mesones de La Castañeda, donde se encontraban Dalí y García Lorca, Picasso y la Zambrano. El pintor-literario se fue extinguiendo trazo a trazo en lucha contra los molinos de los tiempos modernos, es decir, contra la imagen televisiva, los satélites y las rutas cibernéticas por donde muchos prefirieron navegar —en lugar de por los remansos de un verso o la niebla casi medieval de cualquier leyenda verdadera.

La última generación que, en México, enlazó a poetas y pintores en creativo compadrazgo fue aquella que se fue a pecar a la Zona Rosa cuando la Zona Rosa no era, como ahora, una sucursal de Sodoma o Gomorra sino cuatro manzanas encantadas y encantadoras repletas de cafetines, caminantes, minifaldas y galerías con vidrieras a la calle. Si las comparamos con las actuales, eran tentaciones confesables —y perdonables. Por una acera de Génova llegaban los “plásticos” de La Ruptura: Manuel Felguérez, José Luis Cuevas, Lilia Carrillo, Alberto Gironella, Arnaldo Coen, Fernando García Ponce, Vicente Rojo, Roger von Gunten. Por la acera de Hamburgo, se acercaban los “letrados”: Gabriel García Márquez, Carlos

Viento a favor

El príncipealberto gironella

Fuentes, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Jomi García Ascot. Los primeros estaban contra el muralismo; los segundos, contra la novela costumbrista. Todos bebían. Todos fumaban. Todos leían. En la mesa del Café, ya los esperaban los cineastas (directores, actores, productores, compositores) que querían dinamitar la pantalla del llamado Cine de Oro Nacional con metáforas novedosas. Muchos de esos maestros recuerdan aquellos años con alegre tristeza.

Ahora tenemos la posibilidad de acercarnos a un verdadero santuario de esos años mexicanamente buñuelezcos: la biblioteca Esto es Gallo, un sueño que Alberto Gironella ordenó soñar a su hijo Emiliano y a Carmen Parra, madre de Emiliano (asistidos por la promotora cultural Mayra Nakatani). El mandato era claro: que no se perdieran en el olvido los ocho mil libros que lo habían acompañado a lo largo de una vida en verdad

intensa, casi de “caballería”. Alberto Gironella fue hasta su muerte, el lunes 2 de agosto de 1999, un gozoso adorador de la belleza. Sus libros, hoy a disposición de estudiosos, guardan las huellas de sus ojos y de sus dedos: todos están leídos manoseados, como cuerpos amados en la intimidad. Una raya marca una oración de Don Miguel de Cervantes, un garabato aplaude un párrafo de Carlos Fuentes, un dibujito (en los márgenes de la página) nos dice cuánto admiraba a sus dos Ramones: del Valle Inclán y Gómez de la Serna.

Alberto Gironella dijo alguna vez a una periodista: “Tengo una ventaja que es de príncipes de la Edad Media: hago lo que me da la gana, a la hora que me da la gana”. Hoy, el príncipe Gironella ya tiene su pequeño pero merecidísimo reino: Centro de Arte El Aire, Reforma 17, colonia Tizapán, al sur del Distrito Federal. nl

Eliseo Alberto

La pasión por la tecnología ha

desplazado el fervor por la palabra

narrativa 07domingo 15 deAgosto de 2010

diluida, como parte de ese gran movimiento que llamarían new age:

Morí como mineral y me volví planta,Morí como planta y renací como animal,Morí como animal y me hice Hombre.¿Por qué he de temer? ¿Cuándo me empequeñeció [la muerte?Otra vez he de morir como Hombre, para elevarme,Bendito, con los ángeles; pero aún angélicoDeberé transformarme: todos menos Dios debemos [perecer.Sólo cuando haya sacrificado mi alma angélicaMe convertiré en lo que ninguna mente imaginó [jamás.Oh, ¡déjenme no existir! Porque la inexistenciaProclama en tonos musicalesQue hemos de regresar a Él

El santuario de Mevlana es uno de los pocos lugares de la Tierra donde aún es palpable un fervor que hoy rara vez se siente en sitios otrora sacros como, por ejemplo, el Vaticano. El turista sale de allí, si no como creyente, sí con una nueva admiración por la fe ajena: la mezquita, parda como el color de la tierra que la circunda y opaca como el resto de la ciudad, tiene en su parte más alta una torre de mosaicos intensamente verdes, igual que sus vitrales, los cristales facetados de las lámparas de aceite y las pañoletas de las devotas que llegan allí, can-sadas pero luminosas por el peregrinaje, a besar la tumba de su maestro entre música suave y hermosas caligrafías del Corán.

luego de atravesar las alturas grises de la cordillera de las Taúrides, llenas de pinos y

de cascadas lechosas, cantarinas y glaciales, las nubes nos abandonan al llegar a Belek, donde el Mediterráneo se abre frente a nosotros como un espejo azul, intenso y cristalino. Sus arenas son rocosas pero su temperatura es cálida: luego de 7 horas en el autobús me sumerjo en un agua amniótica y curativa, tratando de ignorar las parvadas de rusos decrépitos que chapotean en calzoncillos Dolce et Gabbana acompañados de muchachas demasiado cariñosas para ser sus hijas y demasiado jóvenes para ser sus aman-tes. La costa está llena de hoteles enormes y feos, que no dejan espacio para el misterio y que me recuerdan, con poca fortuna, a la cos-tera de Acapulco.

C erca de la moderna ciudad de Selcuk, en la vieja Éfeso, dice la leyenda católica queMaría

la Virgen vivió sus últimos días en compañía de Juan el evangelista. El Abad de París, Julien Gouyet, encontró en 1881 las ruinas de una casita sobre el monte Del Ruiseñor y, guiado por las descripciones de Catalina Emmerich, una moja y vidente alemana fallecida décadas atrás, las declaró el sitio desde donde María fue asunta. La casa, con su fuente de aguas consideradas milagrosas, ha sido declarada lugar sagrado, y visitada y bendita por Juan Pablo II y Bene-dicto XVI.

Desde la edad de bronce había en esa región un poderoso culto a lo femenino. Los antiguos templos de Afrodita y de Artemisa —Venus y Diana— fueron fundados allí cientos de años antes de Cristo, desde una reinterpretación gre-corromana de las ancestrales diosas locales de la fertilidad y de la vida. La imagen en piedra de la Artemisa de Anatolia, llamada la Señora de Éfeso, es particularmente fuerte: una mujer, con una mitra por tocado, abre sus brazos para ofrecerle al fiel decenas de senos que le bajan

desde el cuello hasta la cintura —algunos estudiosos dicen que son testículos de toro—, y su falda es un delirio de bajorre-lieves alusivos a los signos del zodiaco.

El templo de esta hermana de Apolo, cazadora y virgen, es una de las siete maravillas del mundo antiguo. Pero de lo que antes fueron majestuosas columnas de mármol blanco hoy sólo quedan algunos mu-ñones, el más alto de los cuales sirve como soporte al nido de una pareja de cigüeñas migra-torias.

El mar Egeo es más sucio y oscuro que el Mediterráneo,

pero hay una elegancia discreta en sus ciudades blancas que atrae a la aristocracia europea. Las promenades de madera están cuajadas de pequeños bares

frente al mar donde mujeres distinguidas y hombres guapos comen y beben mirando sin prisa los atardeceres y el paso de la gente. En uno de esos sitios, en Esmirna, el mesero depo-sitó al centro de la mesa una fuente de chabacanos. Era una simple fuente de chabacanos frescos, sin crema, chocolate o azúcar. La austeridad de la fruta me hizo llevármela a la boca con desgano. Un jugo al tiempo ácido y dulcísimo nació de debajo de la piel aterciope-lada, cálida y naranja, como la más perfecta síntesis de la luz del sol. La carne era firme pero tersa y el centro de la fruta, pegado al hueso almendrado, era translúcido, como una ja-lea: a eso, a lo que deben ha-ber sabido los chabacanos en el paraíso terrenal, saben hoy en Turquía. nl

El mar Mediterráneo, en Phaselis

Tumba de Rumi, en Konya

Vendedor de té, Estambul

Page 8: Visor Agosto 15 2010

08 en librerías

Si se aborda la legitimidad o los alcances de las becas desde el concepto de sinecura, lucro o

canonjía, el planteamiento de mi buen amigo Braulio Peralta en “La danza de las becas, la ausencia de libros” (Laberinto, 7/08/10) sería irrefutable: becar a un individuo por escribir un libro es un despropósito, sí, porque un artista no debería gozar (ni requerir) de la tutela del Estado para ejercer su vocación, desarrollar su talento, sostener una disciplina que responde sólo a intereses personales o, sencillamente, por una libertad creadora emancipada de El ogro filantrópico. Quizá es por eso que las becas huelen a dádiva, soborno o privilegio y que sean objeto de reproche, porque suele decirse que el artista es artista a pesar de la estrechez o el desamparo y que es más meritorio mantenerse en pie en los infinitos rounds de sombra con la inestable y caprichosa realidad.

Sin embargo, opino lo contrario. Y antes de aportar mi punto de vista sobre algunos argumentos de Braulio, aclaro que no disfruto de ninguna subvención, que me gano la vida con el temblor de mis neuronas y el sudor de mi laptop.

1) Las becas no le resuelven la vida a nadie. No liquidan la hipoteca, no garantizan el bienestar ni la riqueza. Sólo sirven, momentáneamente, para dedicarle más espacio a la obra en el disco duro cerebral. ¿Quién viaja para beber un tinto a orillas del Sena con la mensualidad del Fonca, si los montos son iguales o menores a la percepción de los mandos medios institucionales? Cuestionar la beca de un pintor

Los paisajes invisibles

Becas, vocación y vacas flacas

o un escritor en este país en el que nuestros impuestos costean lujos y despilfarros de la clase política (funcionarios culturales incluidos), o rescatan bancos y empresas privadas o sostienen sindicatos charros, también es un despropósito, pues ¿acaso la ordeña del erario a través de un contrato sexenal sí es legítima, incontrovertible, en este México heredero del Tlacuache Garizurieta (“vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”)?

2) ¿Dónde están, qué trascendencia tienen los libros o los escritores beneficiados por las becas? Esto es ambiguo. A la obra la evalúan el tiempo y los lectores que recauda. Su virtud radica en la resonancia colectiva, sea ruidosa o marginal, y no en el índice de ventas. En un mundo donde el marketing es el dictaminador más poderoso (con excepción de las firmas independientes), la obra corre el riesgo de perderse. Y de eso, el autor (con o sin beca), no es responsable.

3) Las becas no son el dilema, se ha enrarecido su función. Jurados que favorecen a sus cuates o conversos; artistas con una situación económica estable pero que gozan del ingreso, dejando fuera a quien sí lo necesita; pugnas grupales por el control de los repartos. Se trata de un problema ético, no de políticas públicas ni de dignidad o romanticismo existencial porque las becas, efectivamente, no dan prestigio ni consolidan vocaciones pero sí sosiegan fugazmente los mugidos de las vacas flacas. Y claro, cualquiera podría insistir en que una beca es un regalo espurio, porque como dice Vila-Matas en Dublinesca “los escritores son resentidos, celosos hasta la enfermedad, siempre sin dinero y finalmente unos grandes desagradecidos, tanto si son pobres como pobrísimos”… nl

Iván Ríos Gascó[email protected]

domingo 15 deAgosto de 2010

Novedades

Albert Ràfols-CasamadaEl asombro de la miradaEditorial SíntesisMadrid, 2010166 pp.

Albert Ràfols-Casamada (1923-2009) es uno de los grandes pintores abstractos del siglo XX y también un poeta notable. Con edición y comen-tarios del crítico Miguel Ángel Muñoz, este libro reúne ensayos, apuntes y fragmentos de diarios del creador catalán, un dossier con algunos de sus cuadros, una selección de doce poemas en los que rinde homenaje a sus pintores favoritos y una entrevista con el propio Muñoz en la que habla de su quehacer artístico. Al referirse a su obra plástica dice: “La pintura nace del deseo, del misterio de crear, y de la necesidad de objeti-var cierta fuerza creativa que sientes, que cobra vida propia y se desprende de ti”. A sus poemas, Ràfols-Casamada les da nombre de colores y así, por ejemplo, en “Rosado” escribe: “El paisaje es una partitura/ que tocas sin violín// rosado es el color/ que se adivina// allá donde circula el ángel/ Paul Klee pone el pincel”.

Hernán Lara ZavalaEl guante negro y otros cuentosAlfaguaraMéxico, 2010232 pp.

El desamor, el erotismo, las ilusiones rotas, la búsqueda —a veces consciente— de la infeli-cidad son frecuentes en este conjunto de doce historias entre las que se cuentan: “Y si una tarde de casualidad”, “Arte garañón”, “La escritura en la pared” y la que da título al libro: “El guante negro”, en donde un escritor y músico irlandés sale una tarde de junio de 1904 en busca de una Petite Mefisto. Deambula por las calles de Du-blín disfrazado de marinero, con un bastón de fresno y sus ojos miopes que inesperadamente descubren a una joven erguida, de cabello rojizo y apariencia ingenua que habrá de cambiarle la vida. Él es Herr Satán, un muchacho de veintidós años al que ella, una camarera provinciana, le otorga con sus caricias placer, miedo, dolor, amor. En este cuento, como en los demás, el sexo, la religión y la literatura aparecen entre las más tenaces obsesiones de su autor.

Husocrítico núm. 13Centro Universitario de los Lagos/Universidad de GuadalajaraMéxico, 201072 pp.

En su cabalístico número 13, la revista trimestral dirigida por Fernando Solana Olivares es ilus-trada con obras de Miguel Covarrubias (1904-1957), ofrece un extraordinario portafolios del fotógrafo veracruzano Joaquín Santamaría y tex-tos de Saint-John Perse, Czeslaw Milosz, Aldous Huxley, Allen Ginsberg, César Vallejo, Manuel Rodríguez Lozano y del propio Solana Olivares, entre otros autores. Llama la atención el texto en el que Ginsberg analiza Paterson de William Carlos Williams; siendo parte de una conferencia, en él se incluyen diálogos del rapsoda beatnik con algunos estudiantes sobre los conceptos em-pleados por el también autor de El cuerno de la abundancia en su célebre poema. En un número sin desperdicio, resultan muy interesantes los aforismos chinos traducidos por E. Ll. Cardona y el ensayo de Akbar S. Ahmed sobre los medios de comunicación, a los que llama “los nuevos

Rick RiordanLa maldición del titánSalamandraBarcelona, 2010280 pp.

Tercera entrega de la saga “Percy Jackson y los dioses del Olimpo”, que incluye El ladrón del rayo y El mar de los monstruos, La maldición del titán es una historia para adolescentes fanáticos de las más extravagantes aventuras. El protagonista de la serie es un joven hijo de Poseidón y de una mortal, que con frecuencia es víctima de los ata-ques de seres mitológicos enemigos de su padre, quien con los demás dioses mora en el Olimpo situado en la cúspide del Empire State Building (el Hades está en el subsuelo de Los Ángeles). En esta ocasión, Percy Jackson y sus amigas, las semi-diosas Annabeth y Thalia, se enfrentan a Cronos, “el diabólico señor de los titanes” que pretende destruir el mundo oculto que las deidades griegas mantienen en pleno siglo XXI. La acción constante y las muestras reiteradas de valor son, tal vez, los principales ingredientes de esta novela.

Patrick ModianoEl horizonteAnagramaBarcelona, 2010159 pp.

La memoria está en el vértice del nuevo libro de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945), que transcurre en París, la ciudad donde el destino junta al novel escritor Jean Bosmans con Margaret Le Coz, traductora de alemán. Una manifestación los arrincona en la entrada del metro; él la empuja y ella sufre una pequeña herida en la ceja. Mu-chos años después Bosmans evoca el episodio al hacer el inventario de episodios de su juventud, que anota en una libreta Moleskine negra. “Tales fragmentos de recuerdos correspondían a esos años en que las encrucijadas nos salpican la vida y se nos abren tantas veredas que nos vemos en dificultad para decidirnos por una y otra”, dice el narrador de esta novela que se puebla de polvosas imágenes parisinas, de fantasmas, de retazos de historias, de la presencia de Margaret Le Coz, un mujer tan entrañable como llena de enigmas.

José Emilio Pacheco, Vicente RojoCircosEraMéxico, 201072 pp.

Con fotografía y diseño de Vicente Rojo Cama, Circos reúne a dos viejos amigos: un poeta y un artista plástico. Los doce poemas de la serie Circo de noche de El silencio de la luna (Era, 1994) dialoga con las construcciones, con los “juguetes” de Circo dormido, que en la semios-curidad transmiten silencio y sosiego. Con estas piezas, a través de la memoria, Rojo vuelve a la infancia y se mira en el espejo de una poesía en la que desfilan personajes circenses: el doma-dor, la trapecista, el hombre-bala, el ilusionista, el contorsionista, los fenómenos. Los poemas muestran un mundo que en ocasiones se intuye, pero que pocos observan: el mundo doloroso y aun trágico que ocultan las luces, los colores, las risas, las acrobacias, los escenarios y tantos otros elementos del circo. Y así, en un poema dedicado a los payasos Pacheco advierte: “Sólo hay una manera de reír:/ la humillación del otro…”

ESpECiAL

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