Virgilio y Pía (2)

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34 35 etiqueta negra NOVIEMBRE - DICIEMBRE 2012 Un chef ultraperfeccionista se casa con su jefa de cocina que ha aprendido a mandar Virgilio Martínez y Pía León dirigen en pareja el mejor restaurante de Lima. Aún no saben si cerrarán el día de su boda. [Virgilio Martínez, según Sergio Vilela] [Pía León, según Diego Salazar] [Fotografías de Daniel Silva] © Daniel Silva para que él pueda bajar la voz

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Un chef ultraperfeccionistase casa con su jefa de cocina

que ha aprendido a mandar

Virgilio Martínez y Pía León dirigen en parejael mejor restaurante de Lima. Aún no saben

si cerrarán el día de su boda.

[Virgilio Martínez, según Sergio Vilela]

[Pía León, según Diego Salazar]

[Fotografías de Daniel Silva]

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Virgilio Martínez sólo tiene tiempo para almorzar de pie. Duerme cuatro horas porque piensa en su cocina de madrugada. Dirige restaurantes en Lima, Cuzco y Lon-dres. Viaja por los Andes en busca de ingredientes que lo emocionen. Controla desde su teléfono celular los platos que sus cocineros fotografían y le mandan cuan-do no está en el restaurante, pero nunca se despeina. A primera vista parece más bien que su estado natural es el de un hombre que se acaba de despertar un domingo a mediodía. Mantiene una sonrisa intermitente, como si tuviera la certeza que nada le puede ir mal en la vida, y la cadencia de su voz lo hace parecer demasiado normal para ser un chef sorprendente. Es sospechosamente fla-co para dedicarse a la cocina, pensaría cualquiera des-de el estereotipo del cocinero glotón. Pero él se cuida. Hace yoga, toma mucha agua, come lechuga. Cultiva su imagen zen. Desayuna una barra de chocolate, nueces, pasas. También se cuida de la noche. Si lo invitan a un matrimonio no va. No quiere que sus comensales lo vean fuera del cuartel a una hora en que se supone que él de-bería estar de guardia. No le parece serio. Siempre está trabajando mientras la gente se divierte. Por eso, el día de su matrimonio, como se casará con su sous chef, tiene planeado cerrar el restaurante. Para que sus cocineros puedan divertirse juntos por primera vez y toda la noche. Es la única manera que encuentra de ir en paz a su propia boda. Aunque cuando se lo preguntan a Pía León, su fu-tura esposa, ni ella está segura de que él vaya a estar tran-quilo cerrando todo un día. La cocina de Central, su res-taurante de Lima, es transparente. Desde el comedor, el chef parece flotar por encima del caos. Virgilio Martínez es tan perfeccionista que logra crear la ilusión de que es posible controlar cada detalle de su cocina con tranqui-lidad. Se le ve dirigir a su ensayada orquesta a través del muro de cristal que separa los dos mundos: el del paladar y el de la alquimia. Su madre fue la arquitecta que diseñó el restaurante. Él quería que ella, que lo conocía sufi-ciente, tradujera sus deseos en el espacio que construi-rían con los ahorros de toda su vida. Por eso, aquel muro de cristal no solo sería la división entre el escenario y la platea, sino que también permitiría al chef contamplar cada movimiento de sus comensales. En las mesas seis y nueve, como las tienen ordenadas en una grilla, el chef

siempre ubica a esos invitados estelares a los que quiere mirar. Así, las reacciones ante cada plato que les llega a la mesa pueden ser evaluadas por el chef desde su calculada ubicación. La cocina es un escenario, pero la de Virgilio Martínez también es una torre de control.

Falta una hora para que empiece la función en Central. Y falta media vuelta del Sol a la Tierra para que Lima, su segundo restaurante, abra las puertas en Londres maña-na. Hoy es la noche que el chef ha estado esperando. Tie-ne seis horas para impresionar a algunos de los paladares más afinados del mundo, en dos continentes diferentes. Su propuesta culinaria es un viaje desde el Pacífico hasta los Andes, desde los frutos de la Amazonía hasta las hier-bas que él mismo ha plantando en un huerto al aire libre que crece sobre la cocina de su restaurante. Su cocina es un laboratorio, pero también una central de abastos que acopia la cosecha de docenas de pequeños agricul-tores de todo el Perú. Llamarle laboratorio a una cocina es cada día menos esnobismo y más precisión semántica: «los sabores son algo así como acordes químicos, sensa-ciones compuestas construidas con notas aportadas por diferentes moléculas», dice Harold McGee en su biblia gastronómica La cocina y Los aLimentos. Por eso, co-cinar es escribir partituras con moléculas. Virgilio Mar-tínez ha compuesto más de quinientas piezas, pero dice que conserva menos de cien de esas recetas.

El chef lleva unos jeans de tubo y una impecable fili-pina de chef blanca. Se mueve de un lado al otro entre las mesas del salón del restaurante, mientras habla por su iPhone con otro chef que viene en camino con uno de los grupos de invitados. A esta hora de la noche —las nueve— empieza a subir la tensión. Virgilio Martínez dibuja en una hoja de papel miniaturas de cada una de las mesas de Central. Lo hace a toda velocidad y va co-locando números en cada una de ellas. Traza ese plano rutinario pero invisible para los comensales que solo ve-rán un plato de comida. El maître le dicta algunos nom-bres que el chef anota. Luego le indica a su jefe de coci-na cómo deberá presentar cada uno de los nueve pasos de la degustación que servirán en breve: es un menú de ochenta y nueve dólares por persona, más setenta y cinco de la degustación de vinos. Pía León es una rubia de enormes ojos azules y su principal cómplice. Podría parecer que la encontró sin salir de la cocina, pero su historia de amor con final feliz no tiene que ver sólo con la obsesión por el trabajo y la imposibilidad de cenas

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románticas. Es el fruto de una catástrofe. A los meses de abrir Central, —en 2009— y tras haber invertido más de un millón de dólares del patrimonio familiar, Virgilio Martinez vio cómo la municipalidad clausuraba su sue-ño con un cartel en la puerta. Los vecinos de Central argumentaban que esa calle del distrito de Miraflores era residencial. Su padre, el mismo a quien años antes no le había gustado nada la idea de que el menor de sus hijos se convirtiera en cocinero, había hipotecado su casa para prestarle el dinero y abrir ese primer restau-rante. El chef se vio obligado a ponerle pausa a todos sus cocineros, incluida Pía León. Pasaría cerca de un año para que Central volviese a la vida después de que una medida cautelar suspendiera la clausura hasta que concluya el juicio. En esos meses, mientras el estudio de abogados del padre trabajaba para lograr la reaper-tura, tuvieron por fin tiempo para salir, literalmente, y en un horario normal. Algo les debe a sus vecinos.

En la cocina de Central, la única voz que se eleva por encima del chisporroteo de ollas y sartenes y el runrún de la mini-planta de purificación de agua que hay en la azotea, es la de Pía León. El resto de voces, incluida la del chef, suele quedar unos decibelios por debajo. Ex-cepto cuando la reprimenda va dirigida a ella. El pacto entre chef y sous chef es así: Yo te grito, tú les gritas. Un acuerdo habitual en cualquier cocina, pero que se hace más -difícil cuando el chef es tu novio y, en seis meses, se convertirá en tu esposo.

Es una noche agitada de un lunes de noviembre, con dos mesas numerosas de periodistas extranjeros, espa-ñoles e italianos, y todos los salones del restaurante a máxima capacidad. Virgilio Martínez entra y sale de la cocina, perseguido por un par de fotógrafos que regis-tran sus pasos. Lo mismo da indicaciones de cómo mon-tar un plato marca de la casa —pulpo al carbón morado sobre lentejas—, que sale a explicarlo al salón junto a los camareros con la mejor de las sonrisas. Dentro, mientras tanto, el gesto adusto de la jefa de cocina, que comanda un batallón de doce cocineros y, ahora mismo, no sabe qué ordenarles.

—No entiendo—, se dice a sí misma Pía León, mien-tras agita una hoja de papel donde, entre otras anotacio-nes, se lee en grande:

En ese momento, aparece el chef, que ha conseguido esquivar a los fotógrafos, ya entretenidos en sus platos de comida, y pregunta:

—¿Qué pasa?—No entiendo—, responde la jefa de cocina, exten-

diéndole la hoja de papel.—Hay un vegetariano y dos personas que no comen cu-

lantro ni beben alcohol—, dice él elevando, por primera vez en la noche, la voz.

—¿Las mismas?—Las mismas—, responde fastidiado, alzando la voz un

tono más.Pía baja la vista, se gira para dictar órdenes, pero se de-

tiene un segundo, vuelve la cabeza y alza los ojos para encontrarse con los del chef y le dice, en voz baja: «No me grites». Virgilio asiente, masculla un «Ok» y vuelve a salir de la cocina.

Pía León tiene veintiséis años recién cumplidos, el ca-bello rubio recogido en un moño alto, una sonrisa infantil con dos dientes de conejo, unos eternos aretes de perla y la voz juvenil y despreocupada de quien prefiere con-sensuar antes que imponerse a gritos, de quien ejerce su autoridad con un dejo cariñoso, casi maternal.

En una escena típica, la jefa de cocina ve a un co-cinero cometiendo un error; por ejemplo, desgrasan-do un caldo al fuego con un cuenco de plástico. Se le acerca y le dice, con el sonsonete de una madre o una maestra de primaria: «Mi rey, eso se hace con un cu-charón. Para eso está el cucharón. Por gusto les com-pro cosas». En otra escena habitual, la jefa de cocina se pasea entre estaciones con un premio, una cuchara y un bote de crema de avellanas y cacao tipo Nutella: «A ver, le voy a dar un poco a quien se lo merezca». Entre el palo y la zanahoria, de poder elegir, Pía León optaría siempre por la zanahoria. Pero ese es un lujo que una jefa de cocina no puede permitirse. Para que Virgilio Martínez mantenga el peinado intacto, ella ha tenido que aprender a gritar.

El servicio de lunes avanza, la jefa de cocina vuelve a levantar la voz para dictar una comanda:

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—Ocho pastas ‘degus’ –dice, aludiendo a una mesa donde todos han pedido el menú degustación—, más uno para una alérgica, así que ponle...

—Nueve pastas, una sin camarón— la interrumpe el chef, resumiendo.

—No, la salsa lleva vongole, la mujer no puede comer ningún marisco— ataja ella, volviendo a elevar la voz por encima de la del chef.

La jefa de cocina ha entendido que, para que el ser-vicio marche con éxito, no basta con que obedezca ór-denes del chef. En algún momento debe adelantársele o corregirlo, a riesgo incluso de alzarle la voz.

Cuando durante el servicio ocurren estos intercam-bios, el resto de cocineros observa de reojo con expecta-ción. Siguen concentrados en sus labores, pero su oído, entrenado para cazar indicaciones al vuelo, ahora inten-

ta capturar y desentrañar las sutilezas de la discusión. Como los niños que, concentrados en sus juegos, asisten a una riña entre sus padres desde el asiento trasero del automóvil. Por un lado, porque saben que acabada la tormenta sobre la sous chef, el turno les llegará a ellos, de otra forma pero les llegará. Y, por otro, porque la rela-ción de pareja entre Pía y Virgilio ha generado una di-námica hogareña, a ratos paterno filial, entre ellos y sus cocineros. Cuando ambos convocaron a todo el equipo para decirles que Virgilio retrasaba su viaje a Londres por unos días porque en breve recibirían una noticia im-portante, Pía León arrancó la reunión diciendo: «¡Van a ser tíos, chicos!». Tras las risas de todos, continuó: «No, todavía no, no se emocionen». La noticia llegaría el 11 de julio, cuando la Guía Summum, la más importante del país, encumbró a Central como Mejor Restaurante de 2012. Esa noche, el chef y su jefa de cocina recogieron

entre brindis y sonrisas el premio que contradecía a to-dos esos manuales de buena conducta profesional, que condenan enfáticos las relaciones entre jefe y empleado.

Virgilio Martínez llama a todo su equipo de meseros y anfitriones y los reúne en un círculo en el ambien-te principal de Central. Los meseros llevan camisa gris, como los manteles de las mesas y los anfitriones impe-cable terno negro. Va a dar unas palabras previas a la función. Son como las que dice un director de teatro a sus actores antes que el elenco salga al escenario. El primer acto contempla siete platos salados y le sigue un segundo acto de dos pasos dulces. La última escena de la degustación la han bautizado como «El tiempo del té»,

en el que ofrecerán cada uno de los blends que Malena Martínez, la hermana del chef, diseña. Un menú de de-gustación es el disco de grandes éxitos de un chef, la retrospectiva en construcción de un artista: la personali-dad entera de un cocinero hecha menú. El último tiem-po suele ser un postre incontestable o una copa deslum-brante. Virgilio Martínez quiere que el último sabor que se lleven sus clientes en la boca sea el de una infusión de hierbaluisa. Los comensales que piden el menú de-gustación en Central están dispuestos a pasar tres horas comiendo al ritmo que marca el chef. Aunque quiere ir más lejos: «quisiera que pronto mis clientes vengan al restaurante y confíen tanto en mí, que me dejen esco-ger los platos que les mando a su mesa. Así les puedo ofrecer una degustación a ciegas, pero con los mejores insumos que tengamos ese día». En el restaurante que ha sido elegido el mejor de un país que quiere ser la capital

Virgilio Martínez tiene treinta y cinco años y desde los veinte vive

más de diez horas al día dentro de una cocina. Lavó platos,

pesó azúcar, limpió pisos, peló papas, y resistió la brutalidad del

estilo francés de sus primeros jefes. El talento, a final de cuentas,

es el retorno de una inversión de horas de práctica P

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La obsesión por el trabajo es una adicción apropiada para el éxito.

Virgilio Martínez y Pía León sólo tienen tiempo para ellos

los domingos. El gran momento de ambos, dice ella,

es quedarse dormidos viendo tele

gastronómica del continente, sólo está permitido servir platos perfectos. La perfección, dice Malcolm Gladwell, en su libro outLiers, toma diez mil horas. Es el tiempo que el cerebro necesita para dominar una actividad de-terminada. El talento, a final de cuentas, es el retorno de una inversión de horas de práctica: las equivalentes a diez años de una obsesión. Mozart componía desde los seis, pero fue recién a los veintiuno que creo su primera obra maestra. Bobby Fischer llegó a ser gran maestro de ajedrez en nueve años. Los Beatles antes de ser legenda-rios pasaron meses tocando en bares de Hamburgo ocho horas seguidas, siete días por semana. Cuando uno pien-sa en ellos, nunca se imagina tal esfuerzo porque solo ha sido testigo del resultado. Virgilio Martínez tiene trein-ta y cinco años y desde los veinte vive más de diez horas

al día dentro de una cocina. Casi el mismo tiempo que lleva Michael Phelps bajo el agua.

–Esta noche puede ser la más difícil que hemos tenido en la historia de Central, porque nunca hemos recibi-do a tantos cocineros y periodistas –dice relajando las últimas sílabas de cada palabras– Les pido a todos que hagan el mejor trabajo de sus vidas.

Es la noche que han estado esperando desde que abrieron en 2008 y este joven chef se encarga de que lo sepan, repitiéndolo con calculada tranquilidad. Los me-seros lo escuchan en silencio. Les dice que se muestren confiados, que la rutina la saben de memoria.

–Sean auténticos, por favor. Disfruten lo que vamos a hacer hoy.

Frente a ellos, la pared de cristal que separa el comedor de la cocina, también aísla y protege, bajo la luz tenue y envolvente, a los espectadores que llegarán en unos mi-nutos. Contemplar todos los movimientos de las ollas y las sartenes es parte del menú de Central. Los comensa-

les no se sentarán a la mesa, sino frente al escenario en el que una trama de fuego se desdobla bajo los reflectores.

El chef mira fijamente a cada uno. Los reta en silencio. Todo su equipo sabe que detrás de esa apariencia

mansa, hay un hombre intenso que compite contra él mismo. Un hombre al que, en los primeros meses del restaurante, le podían dar ataques de furia perfeccio-nista que lo hacían maldecir a quien tuviera al frente y lanzar proyectiles de langostinos en la cara de sus co-cineros. Aunque hoy pareciera que no se tratase de la misma persona, tiene antecedentes registrados. Cuando el restaurante recién abrió, el chef sufría cada noche si las órdenes se demoraban más de la cuenta. El equi-po era nuevo. Recuerda que le temblaban las piernas en una mezcla de cólera, terror y ansiedad. Varios de

los cocineros que están desde la primera noche cuen-tan una escena repetida: Virgilio entraba a la cocina como una tromba y se ponía a gritar enloquecido para que fueran más veloces. Era común verlo devolviendo platos, maldiciendo por los errores de todos. Perdía los papeles porque las cosas no salían perfectas y vivía con un nivel de estrés que lo puso al borde del colapso ner-vioso. Ese era él. Así había sido siempre.

Cuando Virgilio Martinez era niño jugaba al fútbol. Pero no por jugar. Era parte de una escuela de niños futbolistas que ganaban campeonatos. Anotaba goles, levantaba trofeos y moría en el campo porque nunca le ha gustado perder. Después creció y dejó el fútbol por el skate. Tampoco se dedicó a surfear las calles por gus-to. No se detuvo hasta ser campeón nacional. Cuando lo logró se fue a Estados Unidos para ganarse un espa-cio en un campeonato de otro nivel. Volvió a Lima con un hueso roto. Cuando consiguió recuperarse regresó a Estados Unidos por una segunda oportunidad. Lo detu-

vo una segunda clavícula rota. Solo esa caída repetida pudo con él y lo obligó a abandonar el skate. Dice que sus «ganas por hacer las cosas bien» son culpa de su fa-milia. Su hermano mayor siempre fue brillante en los estudios. Su hermana se graduó de doctora y siempre fue meticulosa al extremo. Su padre dirige un presti-gioso buffet de abogados y salir a nadar a las cuatro de la mañana es su rutina de años.

–Más que disciplinado –dice– he sido siempre enfoca-do. Si te gusta algo, dale con todo.

La obsesión por el trabajo es una adicción apropiada para el éxito. Steve Jobs trabajó con cáncer durante siete años y sólo dejó su puesto seis semanas antes de morir. Un reciente artículo de la revista Wired revela un estu-dio sobre los hábitos de los empleados en China, uno de los países de mayor crecimiento económico: allí la ma-yoría trabaja hasta la madrugada y no tiene problema en hacerlo también los fines de semana. Virgilio Martínez y Pía León sólo tienen tiempo para ellos los domingos. El gran momento de ambos, dice ella, es quedarse dormi-dos viendo tele. «Ni siquiera me pongo a pelear por las películas, total, a los diez minutos me duermo». Ella dice que adora dormir pero que sufre porque no tiene tiempo para hacerlo. Esas tardes él también es vencido por el sueño. Aunque sea por un momento.

Cuando Virgilio Martínez acabó el colegio supo que debía ser abogado. Era su deber de hijo. Resistió cuatro años intentando no ser él, tratando de calzar en un traje formal. Su madre sí era diferente a todos en casa. Ella se había dedicado a la Arquitectura, pero además pintaba. Monopolizaba el talento artístico en la familia y fue la prueba para él que si miraba hacia ese otro lado, quizá encontraría su camino. A su padre le costó unos años creer que la ruta gastronómica llevaría a su hijo a algún lugar útil, en una época en la que ser chef en el Perú podía compararse a ser poeta.

–Llegué a Canadá, a Le Cordon Bleu, sintiendo que había fracasado. No estaba ni siquiera seguro de que quería dedicarme a la cocina.

Las dudas se le acabaron rápido. Descubrió que den-tro de la cocina había una carrera por hacer, que fuera de su país hacía décadas que era una profesión como cualquier otra, y que si quería llegar a una gran escuela debía de mudarse a Londres o París. Duró dos días en las clases de Francés y no lo soportó. Postuló a la es-cuela en Inglaterra y lo aceptaron. A partir de entonces

su vida se aceleró. Estudiaba dos carreras, pastelería y también cocina. De noche trabaja en un restaurante y los fines de semanas hacía prácticas en el Hotel Ritz. Lavó platos, pesó azúcar en el almacén, limpió pisos, peló papas, limpió patos, y resistió la brutalidad del es-tilo francés de sus primeros jefes. De esos años le queda una marca de guerra. En el borde la oreja derecha tiene una cicatriz causada por un cenicero que le lanzó su jefe en la cocina en medio de un ataque de estrés. Vir-gilio Martínez, el mismo que durante los primeros días de Central se había reencarnado en aquel chef que le partió la oreja en Inglaterra, es hoy un cocinero zen.

Antes de Pía León, Central tuvo tres jefes de cocina. El único que dejó huella en el puesto fue el cocine-ro colombiano Iván Cadena, que luego de trabajar con Virgilio en Bogotá, formó parte del equipo fundador del restaurante. Cuando tuvieron que cerrar por casi un año a finales de 2009, Cadena se marchó. Pía León estaba también en ese primer equipo. Su llegada no fue fácil. Según cuenta, en la primera entrevista de trabajo, el chef le dijo, medio en broma, medio en serio, que no le gustaba trabajar con mujeres: «Además tienes cara de pituquita, seguro vas a empezar a pedirme permiso para tus matrimonios y tus babyshowers». El mundo de la alta gastronomía es uno de los pocos gremios en que las mujeres no han conseguido igualar en número a los hombres. Si uno intenta confeccionar la lista de las gran-des chefs mujeres, ya sea a nivel nacional o internacional, tendrá problemas para encontrar los equivalentes feme-ninos de Gastón Acurio, Rafael Osterling, Thomas Ke-ller, Heston Blumenthal o Ferran Adrià. Si uno se fija en las plantillas de los restaurantes que aparecen en la guías de prestigio, encontrará que, excepto en el área de pas-telería, las mujeres no alcanzan a ser ni la tercera parte del personal. Pero Pía León no se amedrentó y, después de llamarlo durante tres meses y aceptar encargos que Virgilio le daba para desanimarla —buscar frasquitos y otros materiales de cocina sola en el centro de Lima—, convenció al chef de que confiara en ella como jefa de la estación de platos fríos. Luego del colombiano, pasaron fugaces dos jefes de cocina más. No cuajó ninguno. Para entonces, el chef y la jefa de fríos formaban ya una pareja. Fue entonces que el chef la ascendió.

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Algunos de los cocineros que ahora Pía tiene a su cargo fueron sus compañeros en los primeros tiempos de Cen-tral. Cuando Virgilio le pidió que asumiera el mando, Pía pensó en todos esos jefes de cocina «súper malos, súper estrictos, que llegan al restaurante y todo el mundo tiem-bla, la gente se muere de miedo y no va feliz a traba-jar». Mientras discutían cómo gobernarían la cocina, del mismo modo en que los padres primerizos planifican la crianza de sus hijos, Pía le decía: «¿Sabes qué, Vir? No-sotros vamos a ser buena gente». Y la jefa de cocina –que llama Vir o Virgi al chef también delante del resto del equipo — sigue empeñada en ello. Una vez a la semana o cada quince días, por ejemplo, organiza un desayuno para todos los cocineros. Cada quien debe llegar un poco más temprano de la hora habitual, sobre las diez de la mañana, con algo para compartir con sus compañeros: jamón, yogurt, jugo en caja, salchicha de huacho, tama-les, hasta carne de res para un lomo saltado tempranero. Pero en los casi dos años que lleva al frente, ha aprendido que esa camaradería no debe ser un obstáculo para alzar la voz cuando toca: «Virgilio si se pelea con alguien, se pelea conmigo. Y yo me tengo que pelear con el resto, aunque me cueste». Al principio, cuando el chef la grita-ba, Pía salía muchas veces llorando de la cocina. «Virgi-lio me veía y me decía ‘Ándate, chau, ándate’ y yo subía al cuarto piso, donde guardan las botellas, a llorar sola», cuenta. Hoy, que ella se ha convertido en el brazo ejecu-tor del chef, las escenas de reproche son más o menos así:

—Ven –le dice Virgilio—, te voy a explicar lo que ha pasado. El fotógrafo se ha sentado y se ha comido el pla-to de pulpo de esa otra mujer.

—¿Entonces falta un pulpo?—Así es.—Aquí hay un pulpo.—¡Ya pues, reacciona! Sáquenlo. ¿Qué estás esperando?Y la jefa de cocina, lejos de llorar, llama un mozo para

que el pulpo aterrice en la mesa que le corresponde de inmediato. Se ha distraído medio segundo y de reojo ve a otro camarero levantar un plato a medio terminar del área de montaje: «¿Qué haces? ¿Quién te ha dicho que cojas ese plato? Tráelo ahora mismo», dispara Pía levan-tando una vez más la voz. La cocinera que lloraba en el cuarto de las botellas, ya sabe mandar.

De tanto en tanto, cuando el chef y la jefa de coci-na no están sobrepasados por la tensión del servicio, ella se acerca, por lo general desde atrás y por el flan-

co derecho, y le planta un beso rápido en la mejilla. Ahora, luego del beso, se acerca un camarero a decirle a Virgilio que una de las mesas de periodistas quiere despedirse. El chef sale de la cocina, se detiene mien-tras cruza la puerta que lo lleva al salón y se gira hacia su novia: «Ven, te quieren conocer». Ella refunfuña, se inspecciona el jean y la chaquetilla, arrastra un pie para desprenderse de un trozo de comida que ha descubierto enganchado a la suela de la zapatilla.

—Pero si estoy toda sucia.Virgilio le lanza una mirada de apremio.—Ya, ya, ya voy.Cuando los periodistas se han ido, Virgilio debe saltar

a otra mesa que lo reclama. Pía aprovecha el descuido para regresar de prisa a la cocina. El servicio ha conclui-do y el equipo de cocineros limpia fogones, vacía neve-ras y friega el piso.

«Disculpen el abandono. Me obligaron a salir», dice la jefa de cocina mientras busca un trapo, para ponerse ella también a fregar.

Virgilio Martínez mira el plano que ha dibujado y em-pieza a señalar mesas en el salón. Recita nombres con cierta solemnidad inusual en él: Andrea Petrini se sentará junto a unos periodistas de Europa. Los periodistas gas-tronómicos de América van en esa otra. Inclinado sobre el papel, el chef es un general planeando su estrategia.

–En la mesa de este lado se va a sentar Luciana Bian-chi, —explica a su ejército— una de las críticas más in-fluyentes de la guía San Pellegrino.

Desde que Central ganó, en 2012, el premio al restauran-te del año en Perú, el general Virgilio Martínez no hace más que recibir llamadas: inversionistas que le proponen expandirse, aspirantes a chefs que matan por trabajar con él, críticos gastronómicos que lo invitan como expositor a festivales, periodistas de todo el mundo que quieren entender qué tiene él para brillar en la tierra de Gastón Acurio, donde ochenta mil estudiantes quieren ser chefs. Aspirantes a estrellas mediáticas que, arrastrados por el reciente glamour de la cocina peruana, se han dejado llevar por ese peligroso parecido que hay entre ser bueno coci-nando en casa y tener que ganarse la vida en un restau-rante catorce horas al día, seis días a la semana. Cocinar y cocinar es distinto. Un chef es un obrero por años, antes

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En la mayoría de los restaurantes, excepto en el área de pastelería, las

mujeres no alcanzan a ser ni la tercera parte del personal.

En la cocina de Central, la única voz que se eleva es la de Pía León.

Para que Virgilio Martínez mantenga el peinado intacto, su jefa de

cocina ha tenido que aprender a gritar

de acercarse a la posibilidad de ser un artista. Carga ollas, soporta el calor, está de pie todo el día, padece al jefe de cocina, atiende cientos de órdenes sin parar. Por eso, una cocina es sobre todo una fábrica fordista. Un ensayado sistema de producción en línea, en el que cada plato es construido por una decena de personas que aportan piezas distintas, ensambladas , a la temperatura adecuada, con el acabado perfecto, segundos antes de salir a escena.

Esa noche, hay otra mesa que ha sido reservada por Massimo Bottura, quizá el chef italiano más importante de todos los tiempos. Bottura viene con dos de sus co-cineros más respetados, uno de ellos de origen japonés, convertido en gran experto de la cocina italiana. También están por llegar cocineros de España, Venezuela, Brasil y Bélgica. Todos los ojos puestos sobre Central. Unas trein-ta personas aparecen al tiempo a la puerta del restau-

rante, mientras en la cocina todos se desean suerte. Los comensales de esta noche han llegado a Lima por la feria gastronómica Mistura, que reúne a reconocidos chefs de todo el mundo, a los mejores restaurantes del Perú, a los mejores cocineros del campo y de las carretillas calleje-ras, además de productores agrícolas que aparecen con las manos llenas de insumos inexplorados. Desde hace cinco años, cuando Gastón Acurio promovió esta idea, Lima se paraliza por diez días para que más de medio mi-llón de comensales recorran los ciento treinta mil metros de Mistura. Cada año más turistas compran paquetes que incluyen el tour a esta Babel del sabor y el plan es que se convierta en la Meca del paladar en los próximos diez años. Pero esta noche, la cena es en Central.

El nombre de Virgilio Martínez empezó a sonar con mayor potencia desde que abrió su segundo restaurante, en Londres. La primera semana de operación recibieron

novecientas solicitudes de reservas y de inmediato la crí-tica celebró su llegada a Inglaterra. Le empezaron a llo-ver elogios y la cadena Orient-Express lo invitó a que se haga cargo del restaurante de su nuevo hotel boutique en el Cuzco. Antes de lanzarse a la aventura de abrir Central, Virgilio Martínez había hecho una carrera espléndida. Ha-bía trabajado en el prestigioso Four Seasons de Singapur y en Lutèce de Nueva York. Pasó por las cocinas de restau-rantes en Londres, Barcelona, Bangkok y trabajó con dos de los chefs más reconocidos del Perú: Rafael Osterling y Gastón Acurio. Fue este último quien le encargó la tarea de abrir Astrid & Gastón en Bogotá y luego en Madrid, en donde trabajó hasta antes de empezar su aventura personal.

El chef sale de la cocina y empieza el primer acto. Lo primero que llega a la mesa es una recolección de conchas, algas del sur y ajíes a bordo de un plato de

arcilla blanca modelado a mano. La carta en la que está descrita la degustación ha sido impresa en una delgada tela orgánica que parece un fino papel, el agua que se sirve junto al vino es envasada por el mismo restaurante. Cada detalle ha sido calibrado por el chef y por sus asesores, que son su familia. Su inagotable energía lo ha convertido en ese personaje central al-rededor del que gira la familia Martinez. Aquello que empezó como la pasión de un hijo por la gastronomía, al cabo de unos años han ido atrayendo a los demás miembros del clan hacía el restaurante. Su hermana, Malena, es la administradora de Central; su herma-no mayor, encuentra tiempo para combinar su trabajo como abogado con la gestión logística del negocio del chef de la familia. Su padre reunió el dinero para el proyecto y su madre fue la arquitecta que interpretó el restaurante que su hijo tenía en la cabeza. Ahora su

esposa será la segunda al mando. La fuerza gravitatoria de un solo miembro del clan hasido tan poderosa que ha arrastrado a todos los demás hacia esa causa.

Virgilio Martínez entra a la cocina y da instruccio-nes con serenidad. Atrás ha quedado el chef que se enfurecía con su equipo si algo salía mal. El desfile de los meseros trae consigo el segundo paso: un alarde de frescura. Se trata de un pescado que llega a seis grados de temperatura con crujientes rastros de zapallo y un sabor en el fondo a madera de algarrobo. El tercer paso es una línea de pulpo que ha sido tostado sobre maíz morado carbonizado y que descansa sobre una cama de lentejas diminutas. En la línea de producción de la co-cina, todas las rutas confluyen frente a la sous chef de ojos grandes, que supervisa el armado de cada plato. Apura, pide serenidad, devuelve lo que no ha quedado perfecto, controla el tiempo, y conversa con la mirada con el chef que pronto será su marido.

Pasada la primera hora de la cena, hay un olor a palo santo que se apodera de todo el lugar. El chef Virgilio Martínez ha salido de su cocina con un humeante co-fre de madera en las manos y unas pinzas de dentista. Cuando abre aquella caja oscura frente a los intriga-dos comensales, el olor a sahumerio se amplifica. Sobre una cama de esos trozos de madera, finas láminas de carrilleras de cerdo se ahúman con aire de convento. El sabor sorprende porque une dos sensaciones inco-nexas por primera vez. Antes había aterrizado sobre la mesa un camarón de los Andes, rodeado de una pasta de remolacha, interrumpida por unas perfectas esferas de un alga llamada cushuro, pero este cofre del tesoro es lo más exótico de la noche. El segundo acto abre el camino de lo dulce con nueces, rosas y yogur y termina con un aire de eucalipto que se eleva como una nube sobre el plato en el que trozos de guanábana se asientan los sabores de un suave cacao.

Massimo Bottura es uno de los ídolos del chef peruano. Se ha pasado la noche tomando apuntes de cada plato y descifrando con sus cocineros cada uno de esos nuevos sabores. En medio de la degustación, Virgilio Martínez se acerca a su mesa y el mismo Bottura se pone de pie como si estuviera delante de una nueva estrella. El joven chef se acerca a él con respeto, como un discípulo que le da la mano a un maestro. También aquí, a la hora de las cortesías, Virgilio Martínez se desenvuelve con seguri-dad. Un chef experimentado es además un relacionista

público que sabe manejar a la platea. Le piden fotos de varias mesas y el chef acepta con una sonrisa profesional. La noche ha avanzando lo suficiente para que la mayo-ría de sus invitados tengan varias copas encima y hayan perdido el pudor de confesarle que les ha encantado, maravillado, sorprendido, emocionado.

En una de las mesas el hombre del traje magenta y ga-fas de carey, Andrea Petrini, crítico italiano que aporta uno de los votos para elegir los cincuenta mejores res-taurantes del mundo, permanece callado. Ha estado to-mando fotos de cada paso con su iPhone y después del último momento del té, está listo para decir algo.

–Estamos frente a uno los chefs con mayor proyección hacia el futuro, y no hablo solo de la cocina peruana. —Petrini ya estuvo aquí antes, hace un año, pero ahora agrega—el crecimiento y la coherencia que he sentido esta vez es notable.

Luciana Bianchi también ha quedado impresionada. Gracias a ella el restaurante de Londres recibió las pri-meras buenas críticas y eso fue lo que atrajo a la atención del resto de la prensa inglesa. La palabra de Bianchi es escuchada con atención en el mundo de la gastronomía y sus sentencias son profecías.

–Es increíble cómo un país está logrando convertir la cocina en un fenómeno de cambio social y de una nueva cohesión de lo que antes estaba fragmentado. Ante la cocina, todos los peruanos se sienten iguales. Y Virgilio es parte de este futuro.

Después de tres horas y de quinientos platos servi-dos se baja el telón. Los cocineros están exhaustos pero felices. Virgilio Martínez los reúne para agradecerles por la faena y el último comensal que queda irrumpe en la diminuta sala que hay junto a la cocina con un par de amigos y les pide que lo dejen pagar dos botellas de champagne para el equipo, en señal de gratitud por la experiencia que acaba de vivir. Los cocineros están armando entre todos el relato de la noche. De los erro-res y los momentos de tensión. Ríen al recordar lo que se dijeron en medio de la velocidad. Este día no se re-petirá. Todos lo saben. Las dos botellas de champagne llegan descorchadas hasta la mesa alrededor de la que están sentados los cocineros. En un extremo, el chef y las sous chef con quien se casará ejercen como cabezas de esta familia. Virgilio Martínez ahora puede descan-sar, unas horas. Mañana habrá otra función. Levanta su copa. Y todo volverá a empezar.