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LA CADENA DE ORO

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LA CADENA DE ORO

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Allí estaba yo, el loco de siempre – como me llamaban – contándole mi fantasía a ese ángel

que acababa de conocer en la fiesta a la que mi primo se había visto obligado a invitarme, y a

la que yo me había visto obligado a acudir… ¡Cosas de madres! Ni él ni yo teníamos ganas,

pero los dos accedimos. Él no quería invitar a su primo loco, a ese que decía haber viajado en

el tiempo y del que todos se reían y al que llamaban el Rey Arturo despectivamente. Yo, por

el mismo motivo, tampoco quise acudir.

Cansado de la mofa de todos – incluida la de mi propio primo, que se dejaba llevar aunque en

sus ojos mostrara algo de pena – decidí salir al jardín a mirar las estrellas y dejar de sentirme

solo. Era extraño, pero desde aquel sueño – como lo llamaba el psicólogo – nunca me sentía

más solo que cuando estaba rodeado de una multitud. Era cuando estaba físicamente solo

cuando más acompañado me sentía… Allí, por lo menos, me tenía a mí.

Estaba mirando las estrellas, y recordando el limpio cielo de mi “sueño”, cuando una mano

temblorosa me alertó.

Estaba oscuro pero casi podía intuir la belleza física de esa voz suave y melancólica. Era una

joven de mi edad, prima de un amigo de mi primo – qué casualidad, yo era lo mismo para ella

– que había venido desde Salamanca a pasar el fin de semana.

Ella no conocía a nadie y su primo estaba con su nueva novia, por lo que se sintió tan

desplazada como yo, lo que le hizo salir a mi encuentro.

Le dije que no perdiera el tiempo conmigo, que estaba loco. Ella, sorprendentemente, esbozó

una sonora sonrisa, de esas capaces de crear música hasta en la oscuridad. Eso me relajó. Le

dije que no perdiera el tiempo conmigo, que preguntara a su primo por mí, y que él le

contaría mi locura.

-Ya me lo ha contado – dijo, sin dejar de sonreír - ¿y sabes? No creo que estés tan loco.

Eso me descolocó, lo reconozco, pero me hizo sentir bien por primera vez desde que me pasó

aquel… ¿sueño? ¡Ya no era capaz de distinguirlo con tanta claridad!

Ante su insistencia accedí a contarle mi sueño, aunque tengo que reconocer que la duda de su

burla siempre estuvo planeando por mi mente… Es más, antes de empezar llegué incluso a

mirar tras los setos por si los demás estuvieran escondidos preparando una de sus crueles

bromas al respecto.

-Fernando – me dijo muy seria, cogiéndome de la mano y regalándome una paz maravillosa,

parecida a la que sentí en aquella maravillosa noche de mi sueño – no tengas miedo… Quiero

que me cuentes tu historia. Prometo que te creeré

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-¿cómo puedes prometer algo así? – pregunté extrañado – cuando la oigas pensarás que estoy

loco… Si yo mismo lo pienso ya

- cuéntamela, por favor, me decía mientras acariciaba su cuello, recorriendo con sus dedos la

longitud de una cadena fina que rodeaba todo su cuello y se perdía en el interior de su escote.

Más tranquilo, e inhalando los primeros humos del cigarro que me ofreció, empecé a contarle

la historia mientras ella se sentaba en el césped y encendía otro cigarrillo.

Un sábado – empecé a relatar – estaba paseando por las cuevas del amanecer como hacía

todos los sábados, intentando encontrar una gruta nueva por la que investigar. Ese sábado

todo resultó extraño. Hacía más frío que de costumbre en la cueva, y encontré un extraño

pasillo que antes no había visto. Cuando me adentré por él la linterna se me apagó, pero

decidí seguir adelante. Algo me decía que allí encontraría algo… No sé qué.

De pronto caí por un hueco y estuve girando y cayendo durante un largo rato. Solo recuerdo

luces de colores y una especie de tobogán de mármol frío… Nada más.

Cuando volví a abrir los ojos estaba en una extraña habitación… Porque eso era una

habitación, aunque no lo pareciera.

Las paredes eran redondas, sin esquinas, y de piedra gruesa y desigual. Una pequeña ventana

arqueada me mostraba un cielo azul oscuro, y fuera había silencio… Demasiado silencio.

La cama donde descansaba era blanda y cómoda, y las sábanas parecían de seda, o de un

material parecido que no conseguía reconocer, y los colores eran fuertes y variados. A pesar

de ser bastante cómoda, no era como las camas donde había dormido anteriormente. Era una

cama completamente distinta, como si fuera de otra época.

Era una extraña cama de madera, con cuatro columnas de madera también que sostenían unas

vigas oscuras, y sobre las que descansaban unos finos y transparentes cortinajes que cubrían

todo el espacio de la cama.

Sin saber porqué un terrorífico miedo se apoderó de mí, no permitiéndome levantar de esa

cama donde, no obstante, me sentía cómodo y seguro. Había algo allí, en esas paredes, en

esos muebles extraños, y hasta en la luz del sol que entraba por el hueco de la pared, que le

hacía pensar que se encontraba en algún lugar lejano de su casa, como si estuviera prisionero.

No sabía qué pasaba, y, en silencio, intentaba escuchar los extraños sonidos que entraban por

esa ventana alta. Escuchaba ruidos de gente gritando, sonidos estridentes, como de choques

de acero que le recordaban al sonido de las películas de espadachines, escuchaba también

gritos que no podía identificar, y hasta graznidos de aves que no había escuchado nunca.

Asustado como cuando era un galopín, me mantuve oculto tras las extrañas y lujosas sábanas

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que me ocultaban del frío, hasta que comprendí que tenía que averiguar qué estaba pasando,

y, sobre todo, dónde me encontraba.

La habitación no era muy grande, aunque sus paredes sí eran altas y de piedra. El mobiliario

de la oscura habitación era extraño, desconocido, pero lo que más me llamó la atención fue,

sin duda, un sillón frailero de línea austera, parecido al que mamá conservaba de sus

antepasados. El de mi madre tenía el asiento y el respaldo de cuero repujado... En cambio ese

los tenía de terciopelo azul claveteado con clavos de bronce de variadas formas.

De pronto, el ruido de unos pasos al otro lado de la puerta me alertaron. Miré a la puerta y vi

como se iba abriendo lentamente. Escondido tras la cama, acurrucado casi bajo ella, esperé en

silencio, observando cómo la puerta se abría lentamente y tras ella aparecía lo que, sin duda,

parecía una figura femenina.

Me asusté mucho ¿sabes? Y me escondí, pero esa joven me tranquilizó… Aunque no del

todo. No podía creer lo que me contaba. Me dijo que estaba en el castillo de su padre, y que

era el año 1120. ¡No me lo podía creer!

Mirándola asombrado, dejé caer el peso de mi cuerpo sobre la cama mientras la miraba

sorprendido. De repente, todo mi malestar había desaparecido, toda mi angustia y mi enojo

por no saber qué estaba pasando, pareció desvanecerse para inmiscuirse en el más apacible de

los momentos que recordaba.

La joven que tenía frente a mí tendría más o menos mi edad y tenía el rostro más hermoso,

claro y limpio que jamás había visto. Su largo pelo castaño llegaba casi hasta el final de su

espalda, y estaba peinado con delicadeza. Sobre su frente blanca descansaba una especie de

diadema con piedras rojas que cruzaba todo su cráneo, y sobre la que su pelo, como si de un

telón de teatro se tratara, se abría en dos direcciones opuestas formando una perfecta y

milimétrica pirámide de piel delimitada por su cabello. En sus sienes se ondulaba levemente.

Sus ojos eran oscuros, demasiado oscuros, lo que los hacían llamativos y resaltar sobre el

resto de su cara, pero en ellos podía verse una tristeza escondida, causada sin duda por un

dolor que aún la acompañaba, aunque intentara disimularlo. Sus inquietos párpados se

movían vertiginosamente, dulcificando sus rasgos.

No sabía porqué pero en esa abrasiva mirada encontré un punzante dolor que, de repente,

deseé compartir con ella... Era algo extraño, algo que le preocupaba... algo – pensé

emocionado – que yo podría ayudar a mitigar en un futuro no muy lejano.

Justo entre esos expresivos ojos se elevaba, suavemente, una nariz corta, casi sin forma, y

terminada en una puntita redonda minúscula. Si no fuera por los dos orificios situados bajo

ese trocito de carne nadie podría decir que esa mujer tuviera nariz.

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Pero el éxtasis y el júbilo llegaron hasta mí al presenciar esa boca viva, húmeda, y de finos

labios rosados abriéndose y cerrándose en cada gesticulación. Su boca era un manantial de

saliva, era un lago escondido en el centro de un frondoso bosque, y sus labios parecían

esculpidos, o mejor aún, dibujados por un auténtico genio del arte.

Al final de la comisura de sus labios, como si fuera una parte más de los mismos, tenía un

gracioso lunar rojizo que le daba un toque sensual que le recordaba a esa modelo con la que

había fantaseado durante su explosiva pubertad.

Sobre sus mejillas contorneadas se extendían dos manchas rosadas que daban luz y color a su

rostro, y bajo este se deslizaba un cuello blanco, terso, y donde el vello tenía vedado su

acceso. Un grueso crucifijo, colgado de una cadena de eslabones de oro, se esparcía sobre su

pecho, un pecho oculto tras un escote cuadrado.

Las ropas que vestía eran extrañas y poco acordes con una mujer de su edad, pero aun así le

pareció una mujer hermosa y elegante.

Sobre un traje de mangas rojas llevaba unas especie de delantal azul, bordado con unas flores

extrañas de oro. Ese extraño caparazón que llevaba sobre el traje rojo se abría en su pecho, y

poco a poco, iba abriéndose más hasta casi abrirse por completo a la altura de sus caderas,

donde volvía a cerrarse para cubrir por completo unas piernas que debían de ser preciosas

también.

Sobre las mangas llevaba una especie de pañuelos abiertos cosidos desde el codo a las

muñecas, y cuando movía las manos, la tela blanca se abría haciendo el juego de una bandera

izada por el viento.

Sin poder creer lo que mi mente intentaba comunicarme recordé a una joven medieval que

habían estudiado en clase de historia.

-¿Te aburre todo esto verdad? – pregunté a mi nueva amiga, mientras me daba otro cigarro,

ya encendido

- para nada- contestó ella muy seria – sigue por favor, continúa la historia.

Ella se llamaba Leonor, y era tan guapa como no puedas imaginarte. Ese mismo día me

presentó a su padre, a su madre y a su hermana, lo que es mejor aún, me enseñó el castillo

donde vivía.

No podía creerlo pero estaba realmente en un castillo medieval, y su padre era uno de los

hombres más importantes de la época, un fiel vasallo del rey.

Visité las cocinas, maravillándome de sus olores tan variados, de la gente que trabajaba en

ellas, y de las viandas – así las llamaban – tan ricas que preparaban. Salí al patio de armas

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donde los soldados se preparaban para el combate, y estuve en el salón del señor, hablando

con su padre y después con su madre.

Eran una familia muy normal, muy amable y hospitalaria, pero algo recelosos por mi manera

de vestir, de actuar y, sobre todo, de vestir. A todos les sorprendió la dureza de mis calzones,

y el padre me llamaba Pepe porque era el nombre que ponía en los vaqueros que llevaba

puestos. Tuve que decirles que provenían de China, y que me los había traído mi tío, que era

mercader.

Como no quiero aburrirte, te cuento todo rápidamente, aunque me gustaría poder entrar en

todos los detalles.

Esa noche estuve departiendo con Leonor y su padre durante toda la noche. No exagero.

Cuando dejamos de hablar era ya de día. Tenía tantas cosas que aprender de ellos, y ellos de

mí… Y esa noche me enamoré de ella. ¿Y sabes? Ella de mí.

Me hablaron del peligro inminente que corrían en el pueblo. Resultaba que los musulmanes

estaban invadiendo toda la zona y que estaban casi rodeados por ellos. El rey no podía

ayudarles porque andaba defendiendo otras zonas más conflictivas e importantes, y habían

tenido que acudir a la ayuda de su vecino y rival Don Leandro.

Al contármelo vi algo de tristeza en las caras de padre e hija, y finalmente comprendí el

motivo para ello. Resultaba que don Leandro solo accedía a ayudarles si su hija se casaba con

el mayor de sus hijos, alguien a quien tanto padre como hija detestaban tanto como al propio

padre.

-¿y se casaría Leonor con él? - preguntó interesadísima mi nueva amiga

- no le quedaba otro remedio. Ni el padre ni ella querían, pero era una de las obligaciones de

ser la hija del señor feudal. Debían salvar al pueblo y el castillo. Se debían a sus obligaciones.

Sin más.

Estuve allí en el castillo durante varios días. Recuerdo perfectamente las tres noches que pasé

allí, sobre todo la última. Esa jamás podré olvidarla.

-Cuenta, cuenta, por favor…

-Durante los días siguientes Leonor fue mi compañera en el castillo, e incluso me llevó al

pueblo, donde todo el mundo me miraba extrañado. No me sorprendió mucho la vida de esa

gente, ni sus plazas, ni sus calles sucias y mojadas, ni el bullicio, ni las músicas… Todo era

tan parecido a los libros, a las películas, e incluso a los famosos mercados medievales que

vemos ahora... Lo único malo era el olor de las gentes, incluso de las calles y las casas. Te

aseguro que era insoportable la mayoría de las veces

- ¿Leonor y su familia también olían así?

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- no… En el castillo había zonas desagradables, pero la torre del homenaje, que era donde

vivían, siempre estaba limpia y aireada. Ah, y Leonor siempre olía a un extraño perfume que

se echaba a escondidas

-¿y cómo lo sabes?

- bueno, no sé si contártelo – dije algo ruborizado

- venga hombre, cuenta, cuenta

- está bien. Una de esas noches que me acerqué a sus aposentos para hablar con ella la

descubrí dándose un baño

-¿la espiaste?

- sí… Te juro que no quise hacerlo, pero no pude hacer otra cosa. Si la hubieras visto

iluminada por esas velas, tan solo vestida con un calzón muy elegante y cómo iba masajeando

su cara, su cuello, sus largas manos, sus preciosos senos y su vientre con esa extraña esponja

azulada… Jamás vi nada más hermoso en mi vida. ¿Sabes? Allí supe que la amaría para

siempre… ¿No te ríes?

- ¿por qué había de hacerlo? Me parece una historia preciosa

- si fuera verdad ¿no?

- por favor, continúa.

- Era la tercera noche que pasábamos juntos. Los días anteriores no nos separamos ni un solo

momento y yo sabía que ella sentía por mí lo mismo que yo por ella, pero no podíamos hacer

nada. Su madre siempre estaba vigilando, y su padre también, y en alguna ocasión descubrí a

su madre regañándole por pasar tanto tiempo conmigo.

Estaban en la cocina, y yo escondido tras una armadura en el pasillo. La madre le decía a su

hija que no se enamorara de mí. Ella se defendía diciéndole que eso no iba a pasar, que solo

era su amigo, pero la madre conocía la mirada de su hija mejor que ella misma.

Al final acabaron abrazadas, las dos llorando por la suerte que iba a tener que correr

casándose con ese joven déspota al que tanto odiaban. Recuerdo lo que le dijo a su madre:

¿Sabes madre? A veces me gustaría ser varón y poder hacer cuanto se me antojase. Su madre

le respondió: ellos también tienen sus obligaciones, cariño. No seamos injustos, pero ojalá

pudiéramos hacer algo para que no te desposaras con Leandrín.

Yo estaba feliz allí. Me sentía como en casa, pero el llevar ya tantos días fuera de mi vida me

hizo pensar en mi pobre y solitaria madre. ¿Qué sería de ella? ¿Qué estaría pensando ante mi

desaparición? Fue la propia Leonor quien me acompañó a la cueva del amanecer – era

curioso pero ya se llamaba así entonces – para intentar buscar la galería que me devolviera a

mi hogar.

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Aunque no lo creas ella sabía que yo no era de allí, pero no me refiero al lugar, sino a la

época. Ella vio en mí cosas tan extrañas que estaba convencida de que lo que le conté era

verdad.

Se lo conté esa misma noche, después de su baño privado.

En su alcoba hablamos como las noches anteriores, con las luces apagadas, y situados junto a

la ventana por donde entraba la luz de la luna.

Era preciosa ¿sabes? La cosa más bonita que he visto en mi vida, y deseaba besarla por

encima de todas las cosas.

Me contó cómo era Leandro, su futuro esposo. Era diez años mayor que ella, muy

desagradable físicamente y peor aún en su intelecto y en su comportamiento. Ella le detestaba

a pesar de haberlo visto tan solo en tres ocasiones, pero él estaba locamente enamorado de

ella. En eso no podía culparle.

Esa noche me preguntó de dónde venía, y antes de responderle me dijo que dejara el cuento

de que era de lejos, de muy lejos, y que acostumbraba a viajar con mi tío. Me dijo que había

visto mi reloj, y me lo entregó. Lo había escondido para que el ayudante de su padre no lo

viera y me acusara de herejía incluso. Además – me dijo también muy seria – he visto que en

la cadena que llevas en tu cuello y que siempre besas, pone el nombre de Fernando y una

fecha: 11 de Octubre de 1955.

Le expliqué lo que me había pasado, y que la cadena era de mi padre, con su fecha de

nacimiento, y que la tenía yo porque mi madre me la había regalado cuando mi padre murió.

En su cara vi estupor, y sobrecogimiento… Pero supe que creía todas y cada una de las

palabras que le iba diciendo. ¡Lo creyó todo! Eso me enamoró más aún de ella. Para mí era

muy importante que creyera todo y cuanto le estaba contando.

Esa misma noche la besé. Sus labios eran sabrosos, calientes, y parecían hechos de miel. Ella

no me besó, pero se dejó besar, y disfrutó del momento, al igual que yo.

Después del beso nos miramos, nos cogimos de las manos, y estuvimos en silencio durante

casi una hora. No te exagero. Fue casi una hora mirándonos, intentando decirnos lo mucho

que nos amábamos, pero sabiendo que no podíamos pronunciarlo.

Fue cuando intenté besarla por segunda vez, cuando ella selló sus labios con uno de sus

dedos. Los dedos de su otra mano sellaron los míos.

-Fran, no podemos permitirnos esto… Sabes que tengo que casarme con él

-¿Y por qué no te vienes conmigo?

-¿contigo? ¿a dónde? ¿existiría yo allí? – sus preguntas me atormentaron, y finalmente tuve

que marcharme porque el alba volvía a descubrirnos.

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Toda esa mañana estuve sin verla. Ella se había ido al pueblo con su madre y no volvió hasta

la tarde. Durante la misma también me evitó.

Esa misma noche volví a visitarla a su alcoba, pero tampoco estaba. Cuando regresé a la mía

estaba esperándome sentada en mi cama.

Al acercarme la abracé. Ella no decía nada, y, poco a poco, mis dedos fueron acariciando su

cuello mientras intentaba decirle que estaba dispuesto a quedarme allí si ella accedía a no

casarse con Leandro.

Me dijo que no podía hacerlo. Ni siquiera por mí. Que sí, que me amaba como jamás amaría

a nadie, y que siempre dormiría con el sabor de mis besos, pero que ella se debía a su padre y,

sobre todo, a su pueblo.

Me dijo que tenía que marcharme. Por mi bien, y por el suyo, y que cuanto antes lo hiciera

mejor para todos.

Me cogió de la mano y me llevó por unos pasadizos pequeños y estrechos que nos sacaron

del castillo hasta un extraño bosque situado a pocos kilómetros de la cueva del amanecer.

Juntos llegamos a la cueva y no tardamos mucho en encontrar la galería por donde había

llegado allí. Todo era igual, exactamente igual, y había llegado el momento de despedirnos.

-Fran, tienes que volver con tu madre, y con tu vida

-¿Y tú?

-yo me debo a mi padre y a mi gente. No puedo hacer nada más

-pero yo te quiero – le dije, abrazándola

- y yo. Jamás amaré a nadie así – me dijo muy seria y volvimos a besarnos, pero esta vez ella

aceptó mis besos y me dio los suyos.

Después de una nueva intensa mirada, sus labios se unieron suave y lentamente. Los dos

abrieron los ojos comprobando que no era un sueño, y, confundidos, esperaron una reacción

que no llegó y que tampoco deseaban que llegara.

Abrimos los ojos solo para comprobar que no estábamos en el sueño del otro, y nuestros ojos

volvieron a cerrarse al nuevo contacto de los labios. Después, abrazándonos con más fuerza,

abrimos nuestras bocas permitiendo ser invadidas por el más cálido de los músculos del

cuerpo.

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El primer beso completo, ese que hace que no sepas distinguir cuál es tu boca y cuál la

suya, resultó tan tranquilizador y apacible como siempre había imaginado. Para ella, que

creía ser otra persona, fue más bello aún debido al miedo y al rubor que aún sentía.

Sus labios parecían sellados pero mi boca paseaba tranquila y libremente por la

profundidad de su jugosa y ardiente boca mientras nuestros cuerpos caían lentamente

sobre el suelo. Era como si nosotros mismos hubiéramos desaparecido para dejar entrar

a esos otros nosotros que nunca más encontraríamos en el camino de nuestra vida.

De nuevo abrí los ojos, observando los de ella, que aún permanecían cerrados. La

abracé sutilmente mientras los brazos de ella aún permanecían suspendidos en el aire.

De nuevo – como había sucedido con nuestro primer beso en su alcoba - Leonor volvió

a sentirse mujer. Cada beso y cada caricia era un nuevo bálsamo de frescura que entraba

a través de cada poro de su piel. Era como si la vida volviera a ella después de haber

pasado tanto tiempo muerta.

A pesar de nuestros precoces diecisiete años nos sentíamos como esos dos ancianos que

se besan por última vez en sus vidas, como esa pareja que sabe que todo termina y que

el ser amado – o uno mismo – se va ya para siempre.

Era felicidad y tristeza, gozo y miseria, dicha y pavor… Todo unido, y todo eso lo hacía

más intenso y con ganas de ser vivido.

Volví a besarla, y acaricié su cuerpo, dejando que mis manos recorrieran la longitud de

sus piernas hermosas. Ella no dijo nada, pero tenía miedo… Mucho miedo.

Entonces detuve el impulso que me hacía desearla como jamás desearía otra cosa en mi

vida, e intenté separarme. Ella no me dejó, y se abrazó a mí con más fuerza.

-Cariño, será mejor que me vaya – le dije, intentando luchar contra mí mismo – no

quiero hacerte daño, ni que sufras por culpa de algo de lo que puedas arrepentirte

después. NO podría perdonármelo

- ¿sabes? No pienso renunciar a estos minutos de locura cuando sé que el resto de mi

vida será un cautiverio. Quiero vivir esto contigo, con el hombre al que amaré de por

vida

-¿estás segura?

- jamás lo estaré como lo estoy ahora. Te amo Fran.

Volvimos a besarnos. La luz que entraba por la boca de la cueva iluminaba su rostro

hermoso y fue entonces cuando la desnudé lentamente. Besé su cara, su cuello, sus

senos, su vientre… ¡Dios mío, cómo la deseaba!

Lo demás no creo que deba contarlo

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-por favor, no me dejes así ahora. Quiero que me lo cuentes

-pero si ni yo mismo sé si fue real o no… Yo mismo lo dudo ya

-¿lo dudas en serio?

- ¿cómo? – no entendía su pregunta - ¿no lo dudas tú?

- no soy yo quien tiene que dudarlo o no. Eso depende de ti, de si quieres que haya sido

real o no

-ya, pero me llaman loco por eso

-¿Y tú? ¿tú te consideras un loco?

- pues no lo sé, la verdad… Ya ni lo sé

- sigue contando todo. Seguro que eso te ayudará. ¿Lo hicisteis?

- sí. Volvimos a besarnos una y mil veces, luchando contra Kronos y su maldita

velocidad para que lo bueno acabe pronto. La desnudé completamente, y ante mí tuve a

la mujer más bella que jamás hayan visto unos ojos. Yo me desnudé también y los dos

tuvimos tanto miedo como deseo.

Nos miramos, nos besamos otra vez, y jugamos al amor

-¿jugamos? ¿por qué dices eso?

-porque sí… porque en esa partida los dos ganamos, pero ahora sé que en realidad

perdimos. Hacer el amor con ella fue como adentrarse en el mar por primera vez cuando

eres un niño y descubres la inmensidad de una playa.

No sabes nadar, no te atreves a dejar de pisar el fondo, pero te sientes bien, te sientes

diferente… En realidad te sientes como si fueras una parte más del mar. Así me sentí yo

entre sus brazos, dentro de ella, como si fuera una parte más de su cuerpo, como si

viajara por su interior libremente, impregnándome de sus fríos, de sus calores, de sus

vahos, de su sangre… ¡De su todo!

Después de hacer el amor nos vestimos y lloramos. Volvimos a abrazarnos otra vez, y

tuvo que ser la llegada del alba quien volviera a separarnos.

-Tienes que marcharte ya

-sí – le dije llorando - ¿sabes que te amo y que te amaré siempre?

- lo sé. Me lo dicen tus ojos… ¿Qué haces? – me preguntó cuando se descubrió con la

cadena de oro de mi padre rodeando su cuello

- quiero que la tengas tú, y que la guardes para siempre

-pero era de tu padre

- y ahora es tuya. No te la quites nunca. Prométemelo

- te lo prometo. Siempre la tendré conmigo ¡Siempre!

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Volvimos a besarnos y salté. Todo volvió a ser como la primera vez. El mismo color

azul, el mismo tobogán de mármol húmedo…

Cuando salí volví a casa. De eso no hace ni seis meses, y aún no he podido olvidarlo,

pero nadie me cree… Ni siquiera tú ¿verdad?

-¿y por qué no iba a creerte? Lo cuentas con tanta intensidad…

- es que creo que jamás me pasará algo igual. Por eso me da tanto miedo… Me da

miedo que lo mejor que me haya pasado en mi vida no sea mas que un sueño

- no ha sido un sueño, querido

-¿Y tú cómo lo sabes?

- lo sé. Es más, creo que estoy más convencida de la veracidad de lo que has contado

que tú mismo

-¿y cómo puedes estarlo si apenas me conoces?

- te conozco más de lo que crees. En realidad llevo conociéndote toda mi vida, Fran

-no me llamo Fran. Yo me llamo Fernando

- tú siempre te llamaste Fran, al menos para mí

-¿por qué dices esto?

- por esto.

Mi alma se heló allí mismo, mientras una estrella fugaz caía sobre nosotros, cuando vi a

esa joven sacar de su escote esa cadena de oro que un día creí perdida.

-¿Cómo la tienes tú? – le pregunté al ver el nombre de mi padre y su fecha de

nacimiento - ¿dónde la has encontrado? Creí que la había perdido en la cueva

- no la perdiste. Se la diste a Leonor de Arbeloa, en el año 1120, de quien yo provengo.

Esta cadena pasó de generación en generación por nuestra familia, siempre de madre a

hija, con la esperanza de que algún día una de nosotras se la devolvería a su dueño. Así

que toma… Es tuya

-¿me estás diciendo…?

- sí, Fran, o Fernando. Esta cadena es la que tú diste a la abuela Leonor, la primera de

nuestra familia, donde todo empezó, y me alegra saber que he sido yo quien te ha

encontrado... ¿Sabes? Todo hacía creer que sería mi madre quien lo hiciera, por la fecha

de la cadena, pero al no hacerlo todos pensaron que, como se había sospechado siempre,

no sería más que una leyenda. ¿Sabes? Yo siempre supe que no era una leyenda, que esa

historia era verdad… ¡Tenía que ser verdad!

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-Me dejas sin palabras – dije mientras ella colocaba la cadena sobre mi cuello, se

abrazaba a mí y me decía algo que nadie me había dicho desde aquel sueño del que, por

fin, despertaba. El sueño no había sido tal.

fin