Vida Íntima de Beethoven

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Biografía de L.V.Beethoven en español. Año 1927.

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  • A N D R D E H E V E S Y

    V I D A N T I M A D E

    BEETHOVEN TRADUCCIN DE

    E N R I Q U E R U I Z D E L A S E R N A

    P R L O G O D E A . H E R N N D E Z C A T A

    E D I T O R I A L M U N D O L A T I N O

    M A D R I D

  • V I D A N T I M A

    B E E T H O V E N

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    A N D R D E H E V E S Y

    V I D A N T I M A D E

    BEETHOVEN T R A D U C C I N D E

    E N R I Q U E RUIZ D E LA S E R N A

    PRLOGO DE A. HERNNDEZ CATA

    E D I T O R I A L M U N D O L A T I N O

    M A D R I D

  • ES PROPIEDAD

    Imprenta Helnica. Pasaje de la Alhambra, 3. Madrid.

  • P R L O G O

    El rbol de la gloria, que exige riegos de sudor o de sangre y cultivo de heroicos esfuersos, suele ofrendar a cada uno de sus elegidos, de cien en cien aos, una floracin mgica. Coincida o no la fe-cha conmemorativa con la risa de abril, prodcese en torno de la tumba claror primaveral, y por los caminos del homenaje, en recuerdos, en estudios, en reencarnaciones y transfusiones del ensueo del hombre muerto a la generacin viva, el concepto de inmortalidad deja de ser vano marbete de una ilu-sin para lograr realidad plena. El ao de 1927 va a abrir, hacia la vida inmarcesible, la tumba donde en 1827 encerrronse los despojos de Ludwig van Beethoven.

    Pocas obras, pocos hombres, han suscitado biblio-grafa tan copiosa. La enumeracin escueta de los comentarios ms conocidos, desbordara de las pgi-nas destinadas a servir de introduccin a esta vida ntima escrita con tan fino sentido esttico y huma-

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    no sobre todo, por el musicgrafo francs Andr Hevesy, traducida en perfecto castellano por Enri-que Ruis de la Serna. Desde el libro ya clsico de Moscheles, hasta los cuatro qae le dedic Ricardo Wgner; desd la apasionada Vida de Romain Ro-lland, hasta la numerossima referencia del Grove, apenas hay aspecto tcnico de su produccin o episo-dio de su existencia que no haya movido alguna pluma. Para escribir una nota preliminar bastara a quien no recordase y temiese aquella agudeza de Chamfort referente a esos libros que parecen escritos en un da con otros ledos la vspera, somero y semi estril trabajo de biblioteca, con lo cual un vaco o una idea menuda adquiran cortesa erudita. Mejor es meditar en los episodios de la existencia que este libro narra, y acendrar los sentimientos inconfundi-bles que la msica de Beethoven dej en el espritu. Destino adverso, camino irremediablemente duro para llegar a la cspide en donde las lumbres de la ambicin suprema participan ya de potestad divina! Destino infausto y glorioso a, la ves el del hombre y el del artista, ya que en ms de la mitad de la tierra ningn hombre puede llamarse culto si no guarda huella de su canto en el alma!

    De otros compositores, aun cuando marquen en

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    el permetro de la msica occidental vrtices tan cardinales como los trazados por Juan Sebastin Bach, Monteverde, Chopin y Mussogorky, puede re-legarse la vida intima a plano secundario; mas no de Beethoven: Fu para l el pentagrama lo que las pginas blancas fueron para un San Agustn, para un Rousseau, para un Amiel. Nadie en la pattica medida que l vivi en su obra. Digan errneamente los tcnicos que tal remansado sufrir de cualquiera de sus tiempos lentos est ya implcito en algn an-dante de Mosart, o que sin la concepcin de la sona-ta realizada por Felipe. Emmanuel Bach o por Jo-seph Haydn la obra pianstica de Beethoven habra tenido que emplear en la busca de normas formales parte de su expresin vital. No; la grandeza inigua-lada de Beethoven viene de que no quiso ser semi-dis, sino hombre; de que trasmut en esencia musi-cal hasta las menores palpitaciones de su vida. Si la vos de su entendimientoy tan noble siempre, tan sa-gas a menudo, es a veces la palabra; la de su senti-miento es siempre la msica. Sus. hemisferios se llaman Meloda y Armona. Castigada por tempes-tuosos vientos, la frgil barca de la pasin viaja por ellos en travesas de angustia hacia un puerto alum-brado por un sol gososo, que compasivos espejismos

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    acercan y realidades crueles alejan siempre ms all. Las facciones de su alma estn ntegras en cualquiera de sus ciento treinta y ocho obras, lo mis-mo en la soberana Sinfona con coros o en la Misa en re, que en la menor de sus bagatelas. La verda-dera msicadice a Elisabet Brentano en 1810es el mediador entre la vida intelectual y la sensorial. Y quiere decirle: Mi msica es el soplo divino que infunde a la arcilla perecedera atributos eternos.

    Desde nio el artista se abrasa a su destino hu-mano como a una crus gloriosa, y en cada etapa de su existencia el dolor es siempre la levadura que aumenta su espritu. Para el genio, que parece tener aprendidas en una misteriosa anterioridad a la exis-tencia visible nociones que el talento ha de adquirir escaln a escaln, en trabajosas gravitaciones, debi ser escrita la inquietante frase platnica Aprender es recordar. Beethoven, genio autntico, no beneficia de este privilegio de los dioses sino en sentido mnimo. Percbese en l, como un cristiano anhelo de huma-nisar su divinidad. Toda su vida es huerto de los oli-vos voluntario empero sus protestas. Sobre sus jue-gos y sil facilidad de digitacin y comprensin, pe-san temprano las necesidades del hogar; sobre su nimo, la desconfianza de los maestros. Crusa la

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    ebullicin alucinada de la primera juventud, ensi-mismado y casto. No quiere amoros, quiere amor; cauteriza con lumbre de alma los sentidos para no cambiar en cobre sucio el flgido oro de su pasin. Una sed de absoluto lo impele hacia los manantiales que el tiempo no seca. No es resignacin, es volup-tuosidad noble lo ms visible en el anhelo de uncir-se sin repugnancia al yugo de los trabajos ridos. Adora la alegra y sube manando sangre de espritu su va crucis, en el cual cada detencin descubre un tormento nuevo. No hay ideal transcendente que no atraiga, arrebatado, generoso, al gran girasol de su alma. Pero de tiempo en tiempo, en la pas honda de sus ojos y en la hondura de su acento o de sus silen-ciosOh, esos silencios de inmensidad que a veces se abren como crteres en'su msica!, se adivina la visin del poder divino que ha de transformar todo el desierto de su vida de criatura en inmortal oasis de creador.

    Durante mviy pocos aos pueden identificarse las huellas de sus progenitores artsticos. As como su rostro adquiere casi en las puet tas de la pubertad la expresin a la ves hosca y tierna que ha de guardar hasta la muerte, las facciones de su espritu se cua-jan y graban, con caracteres inconfundibles ya, en

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    la obra temprana. Desde el principio todo es estilo en l, nada manera. Sea cual sea la combinacin instrumental de que se sirvatro, cuarteto, quinte-to, septimino, instrumentos de viento, piano, vos humana, orquesta, basta or un tema y la inicia-cin de su desarrollo, para decir: Beethoven. Y esa fcil identificacin no obedece a particularidades su-perficiales. Hasta en temas ajenos, en caprichos, en serenatas y en obras subalternas, trasciende el sello beethoveniano de tumulto interior, el apasionada-mente^ caracterstico aun en sus fases ms sosega-das. Ni el gusto medio de su poca, ni las vicisitu-

    . des, ni siquiera esa frialdad anticipo de la muerte que echa cenisa sobre las grandes hogueras del hom-bre en sus ltimos aos, enfran su ansia de amor y de alegra. Fe es la palabra clave de su genio. El amor y el dolor son sus polos; pero amor inflama-do, amor de llama inmensa y arcilla minscula; do-lor que jams mella el nimo viril ni cristalisa en verde envidia, ni equivoca la brjula del pensa-miento.

    Que auspicios adversos acojan sus primeros pa-sos; que la miseria de los suyos le impida poner en-tre el sueo y su realisacin el ocio fructfero; que las mujeres en cuya sonrisa quiere refrescar su g-

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    neo vivir le vuelvan la espalda incomprensivas o veleidosas; que el hroe se le torne de pronto tirano indigno de su canto; que el msico de xito a quien escribe con ejemplar cordialidad no responda a su carta; que Viena, la de alma de menguada opere-ta, exalte el facilismo de Rossini y desdee la vos grave de las sinfonas, de las sonatas, de los con-ciertos, de los cuartetos, de las romansas, de las fu-gas, de los oratorios y de las oberturas, no mengua sino acrece e intensifica su produccin, dndole esa dimensin profunda, ese sentido conmovedor de via-je al travs det tremendas tormentas hacia un cielo de sereno jbilo. Recordad los andantes confidencia-les que turban y obligan a una solidaridad fraternal; los alegros de un bro de lucha, de himno, de ataque a un baluarte detentado por malos espritus; los ron-ds melanclicos; y esos schersos tnicos, incon-fundibles, en donde la gracia y el dolor se trensan de un modo que pone sonrisa en los labios y en los ojos lgrimas... No es el yoismo presuntuoso que pretende transformar la depresin del dolor en pe-destal: es la confesin alternada de pudores y de arrebatos. Nunca el artificio destruye la imagen de un ser que, con el lenguaje abstracto de la msica, nos revela un secreto que no es suyo solo, sino de.

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    todo hombre vivo bajo la garra fatal de las pasio-nes. Oir una obra de Beethoven es sentir la presen-cia de una criatura total. Alma ingrvida vida de altura celeste y materia atrada hacia el centro de la tierra, en donde ms de una ves situ la fantasa el Infierno.

    Crisol que transform en bellesa los dolores fu Beethoven. Del santo y del hroe tuvo su vivir. Al comparar su vida con la del otro gran astro alemn contemporneo suyo, Goethe, la simpata desnivela al punto la balansa. El arma del poeta es la inteli-gencia; la del msico, el sentimiento.. Del recuerdo de las baladastan giles y voluntariamente senci-llas, del Fausto o de cualquiera de los dramas, novelas o trabajos cientficos del Jpiter de Weimar, no puede segregarse un pasmo producido por la -maestra tcnica y por el poder de sumar a la lus propia las luces confluentes de una cultura que has-ta en el lecho ltimo tenda los brasos hacia la lus del conocimiento. En el hombre de Bonn, numen y expresin se confunden. Si alguna ves algn alarde de ndole formalcomo en la clebre protesta ante el reproche del empleo de la sptima disminuida surge, presto se subordina a l expresin de alma. Ni el gusto ni el ingenio, fuentes de las innovado-

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    nes externas, sobrepasan en l, con ser tan grandes y fructferos, el tono vital. Lo sustantivo borra en l todo lo adjetivo. No compone pequeas canciones con sus grandes pesares, segn dijo de s con su peculiar ligereza emocionada Enrique Heine: crea un mundo sonoro en el que todas las ansias de ca-tegora superior tienen su vos y su periperia. El corazn le dice que es ms difcil ser hombre. Hom-bre segn el concepto ptimo de Carlyle y de Emer-son, que semidis terrqueo. Carece de corte; no res-pira bien en la atmsfera de adulacin de los pode-rosos; deja en el camino al prncipe de la inteligen-cia prosternndose ante los prncipes de la sangre y del poder material, y se interna en el bosque cuyo lenguaje de insuperada polifona ha de guarda? dentro de s para cuando la hora de la adversidad ms perversa llegue; apenas la ve, ama a la idea de la democracia con amor igual al pursimo que con-sagr a Juana de Honrat, a Mara Westerhold, a Leonora Brenning, a Julieta Guicciardi, a Teresa Brunsvik, a Amelia Sebat, a la condesa Babette, a Cecilia Dorotea, a Mara Plancher-Koschak y a Be-tina Brentano, perfeccionndolas, dispuesto a vaciar el alma ntegra en la primera de ellas que hubiera querido detenerse para recibir tal tesoro, sin prever

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    en su candieles fuerte de hombre que por no haber empleado a tiempo la infancia haba de seguir siendo un poco nio hasta el dintel de la tumba, la ley dura de las apariencias y ventajas materiales eje de las uniones entre hombre y mujer. Vida pura, vida hen-chida de amor, vida llevada por todas las alas im-polutas hasta lo ms alto, y jams manchada por el negro aletaso de lo vil o de lo mesquino! Ni semidis que en Id conciencia de su superioridad halla fuersas para sobrellevar sus trabajos; ni santo pagado de antemano, con la visin del premio divino, de los castigos mundanales. Hombre, hroe no del minu-to y del mal de matar o morir, sino de la hora, de los aos, de la generosidad, de la creencia en las potestades, a la larga invictas, del espritu. A cada derrota, un gemido, un crujido; mas tras de ellos un esfuerso nuevo. Duren Leiden Freude: A la alegra, por el dolor. El barro doliente y el soplo divino jams se mesclaron en proporciones tan justas.

    La decepcin que otras vidas de grandes artistas 1

    producen, no sobreviene en este hombre puro. Ni un da la conducta y el ensueo traicionan su asociacin ejemplar. El borracho, el disoluto que por misterio-sa alquimia del espritu resuman del cerebro o del

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    alma gotas de belleza o de bien, nada tienen de co-mn con Beeihoven. Tampoco el insincero que vierte con coquetera femenil falsas lgrimas por dolores fingidos. No es menester rememorar sus trances ni hojear la coleccin de sus cartas para convencerse. Lo mismo de la esquela ms sencilla que del testa-mento de Heiligenstand, se exhalan veracidad, pen-samiento y emocin fundidos indisolublemente. E igual que en la vida, en la obra. No hay cuidado de que se confunda su acento elegiaco con la sabidu-ra feliz de un Mendelshonn, ni que ninguna de sus canciones recuerde la voz de Schumann, de Wolff, o la pursima de aquel surtidor melodioso llamado Schubert que pidi ser enterrado junto al cantor de Adelaidaro que va al mar. Quien una vez lo oye no confundir jams ya su voz con otras voces u otros ecos. De la vasta bibliografa, como de la icono-grafa beethovenianas, scase la misma certidum-bre. Ni investigadores ni pintores divergen. Este ros-tro grave, esta frente henchida, este pelo cuyas races abrasa el interior volcn; esta mirada que viene tan de lo profundo, visible hasta en la mascarilla cin-rea, lo mismo se perciben en la escultura que en la pintura, en el grabado o el dibujo que en la silueta. Ni la caricatura, reducida en l a pueril exagera-

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    cin de proporciones, merma la belleza interior im-pregna la materia y, en cambio, modifica el con-cepto que de la hermosura viril se ha formado, merced a la opinin femenina principalmente. Una fuerza de vida esttica, de vida en potencia, perdura en los cuatro esbozos hechos junto al lecho mortuo-rio por Danhauser y Teltscer. Y lo mismo en el monumento de Max Klinger que en la miniatura de von Kugelgen, la impresin de alma de tamao natural se impone a todas las magnitudes.

    Ningn choque contra las asperezas de la vida lo disuade de su creencia en el bien, en la virtud. Al es-cribirle la vez postrera a su sobrino, dijrase que so-bre los escasos bienes terrenales que le deja quiere transmitirle el legado de su fe en las grandes fuerzas benignas. La alegra, la robusta y pura alegra, ca-paz de iluminar como un sol de la tierra; esa alegra intentada y abortada en tantas pginas de ritmo ale-gre y de subsuelo triste, no le es concedida sino al borde de la inmortalidad, para que la exprese tam-bin casi al borde extremo de su canto. Y al igual que antes de surgir hay un silencio en que la selva de la orquesta enmudece para dar un pedestal de fervoroso mutismo a las claras palabras de Schiller, en la vida hay tambin otro silencio, otro muro terri-

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    ble entre las voces del mundo y el alma elegida para recibirlas y trasmutarlas.

    Hasta la imaginacin menos sensible sintese he-rida con el drama de la sordera de Beethoven. Poco a poco, en una lucha que irrita el deseo de ocultar-la, el sentido pierde acuidad. Primero se nublan las voces sutiles y lejanas; poco a poco, en un ca-mino de tortura, van apagndose las prximas y fuertes, hasta que el muro absoluto de incomunica-cin con el mundo de los sonidos trueca al hombre en mrtir. Ya si todo el universo sonoro no estuvie-ra dentro de s, Beethoven sera un cadver verti-cal; ya si la alegra absoluta no empezase a albo-rear en su espritu, sera la negrura inexorable. El sufrimiento lo engrandece tanto, que por algo de transfusin divina percibe las causas de la di-vinidad y recrea la expresin auditiva del mun-do. Pjaros, fuentes, tempestades, auroras, rumor de viento y rumor de mar, surgirn maravillosa-mente de su espritu. Y dominando los agrios con-tentos precursores y posteriores de la novena Sin-fona, el coro perpeta el himno cristiano y paga-no de la alegra sin mancha. Por la escala de Jacob de ese himno nos parece verlo tornarse ingrvido y ascender redivivo: Cristo de la msiea que para

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    nuestra redencin se avino a pasar por la tierra. Otras vidas dolorosas y nobles hay en el arte, en

    la msica misma. Y sin embargo, ninguna nos pro-duce la impresin de totalidad que la de Beethoven. Ni aun sus predecesores tan amados por lBach, Mosart, Haendeladquieren la categora superior de mito y de cifra. Decir BachBach el patriarca de la polifona, Bach el de las obras innmeras, es decir nada ms y a pesar de todo: un msico, tal ves el mximo msico. Decir Beethoven es decir LA MSICA. Todo cuanto le toca, pues, gana carcter sagrado. El Prncipe Lichnowski y sus amigos, por haber escrito los dos documentos que, acaso, prepa-raran en l el surgir de la alegra pura cuyo dis-frute siquiera una vez impetraba al cielo, obtendrn largo y agradecido recuerdo de la posteridad. Sus Judas y sus Arimateas, sus Pilatos y sus Apstoles seguirn en perpetua presencia ante el juicio del mundo. Buena o mala perennidad salva o condena a cuanto toc de cerca a su vida.

    Ser til aun en la tumba peda ya casi al lado de ella. Y le fu otorgado mticho ms: Serlo, y en grado mximo, aos y aos despus que las fuersas corro-sivas de la Nqturalpsa hayan destruido el ltimo vestigio que de un hombre queda en una fosa. Gran

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    maestro de dolor, compaero de los que sufren, br-jula moral y sextante para situar el sol en la tan-gencia del horizonte humano con el divino, eso es Beethoven. Cuajador de dolores y mitigador de dolo-res. Gua de los bosques. Maestro de canto del esp-ritu. Lasarillo de mano tibia. Testimonio de verdad por el cual podremos decir que el arte es tan exacto como la matemtica. Testimonio de sinceridad por el que la idea de que algunas notas del pentagrama sean lgrimas oscuras, pierde futilidad de tropo. Espejo hondo del universo. Hroe, santo, hombre... Hombre de los pocos dignos de ser escogidos para refutar la pretensin darwiniana y reafirmar la creencia en la criatura hecha a imagen y semejan-za de Dios.

    Cien aos desde su muerte, y poco ms desde que en Bonn, Beln de la msica, naciera ese hombre. El rbol de la gloria va a expandir en las brisas de marso el polen de una de esas floraciones libres ya de ser devastadas por la incomprensin o la envidia, y Occidente, por virtud de su bienhechora lluvia, detendr siquiera un da su marcha suicida hacia otras guerras. Ofrendas, estudios, homenajes... Y pocos de tanta eficacia como propagar su vida nti-ma, que es el ndice temtico de su obra. En ella

  • XX P R L O G O

    cualquier hombre de cualquier rango y profesin puede aprender la leccin de la perfecta hombra. Cien aos ya! Cien aos nada ms?dice reaccio-nando tras la primera exclamacin el espritu. Y en seguida otra pregunta surge trmula de angustia: Cmo era el mundo de los sentimientos antes de ese siglo?- Y un estupor lo sobrecoge. En vano ire-mos a aprenderlo la Historia. Insoluble en todos los pormenores, en todos los datos, subsiste en el alma el temblor de nuestra incomprensin: Cmo era el mundo maravilloso del canto antes de existir l? Problema de apariencia fcil y de resolucin tan subjetiva que todos los factores reales pierden exac-titud al tocar el alma, deseosa de no convencerse. As como a otros les ser difcil concebir un mundo sin electricidad domesticada, sin comodidades sen-suales, a nosotros nos es imposible reconstruir un universo sin Beethoven.

    A . HERNNDEZ CATA.

    Febrero, 1927.

  • DEDICATORIA DEL TRADUCTOR

    Si los dioses hubiesen querido prolongar hasta estos das los tuyos, con qu recogida emocin, con qu fervor entraable hubieras conmemorado, padre mo, en el centenario de su trnsito, al grande hom-bre que tanto amaste y que, desde nio, aprend en ti a amar!

    Al traer ahora a pginas castellanas estas dolien-tes jornadas de su va de amargura, ni un punto se ha apartado de m tu recuerdo. A l dedico mi la-bor, cierto de que, dondequiera que tu espritu per-dure, all habr de acoger, con ternura paternal, la ofrenda.

    10 febrero 1927.

  • A D V E R T E N C I A

    Cuntos libros sobre Beethoven! De ellos, unos son simples colecciones de documentos; son otros obras de pura imaginacin. Hay, sin embargo, nada ms lancinante que la emocin que de s des-prenden las realidades de aquella insigne vida do-lorosa?

    Para reconstituirla, hemos acudido a dos fuentes casi desconocidas: el depsito del Ministerio de Poli-ca, de Viena, hasta ahora utilisado nicamente en lo que atae a los pleitos de Beethoven, y los papeles de la condesa Teresa Brunsvik, que hemos tenido la suerte de hallar en los archivos del castillo de Pal-falva.

  • B E E T H O V E N

    C A P T U L O P R I M E R O

    EL ORGANISTA DE BONN

    Hubo un tiempo en que, desde los cuatro puntos cardinales de Europa, todos los caminos desemboca-ban en Viena, encrucijada de los pueblos. A esta ca-pital conducan las avenidas de Italia, bordeadas de lamos que seoreaban olivares y vias; los amplios senderos de Hungra y Polonia, festoneados de altas hierbas, que los turbulentos rebaos de blancos bue-yes semisalvajes arrancaban; las carreteras alema-as, trazadas con prudente cautela, y blancas de polvo entre el verdor de los olivares...

    La ruta de Alemania bordeaba el Danubio, cuyas anchas ondas amarillentas laman las colinas cubier-tas de parras y las rocas coronadas de monasterios.

    Apenas la catedral de San Esteban se perfilaba en el horizonte, los viajeros agitbanlos pauelos desde la baca de la diligencia. En la aduana, los funciona-rios, uniformados de blanco, se encaramaban, con

  • 2 B E E T H O V E N

    (1) Puerta de la ciudad. (N. del T.)

    agilidad diablesca, sobre las ruedas y registraban afa-nosamente las maletas, a la busca y captura de ceri-llas de fsforo y libros prohibidos. En seguida, el co-che atravesaba como un rayo los suburbios. El puente de madera que cubra el foso resonaba huecamente bajo los ferrados cascos de los caballos. Asomada a las macizas murallas, tras el pretil pintado de negro y amarillo, muchedumbre de curiosos contemplaba la llegada de los suabiosnombre con que se de-signaba a los naturales de la Alemania occidental. Innumerables manos serviciales se tendan al viajero que, al fin, bajo las altas bvedas de la Burg-Thor (1) se adentraba en las estrechas callejuelas de Viena, capital apacible entre todas. La reseda era su flor, la buena olla, su perfume; su poesa, la msica. Guiado por sta, un joven renano de veintids aos, Luis van Beethoven, llegaba en noviembre de 1792 a la metr-poli. No era un intruso. Una serie de felices casuali-dades abrale las puertas de la sociedad vienesa.

    Descenda de una familia de menestrales, que des-de los alrededores de Lovaina habase trasladado a Amberes. En su progenie pueden encontrarse clri-gos, algunos artistas y, finalmente, un sastre, Enri-

  • V I D A N t l M A 3

    que Adelardo, que, con el ttulo El globo terrqueo, tena un establecimiento en la Ru Neuve, de Ambe-res. Uno de sus doce hijos, Luis van Beethoven, per-teneci, como msico, en 1733, a la corte del Elector de Colonia, con un sueldo anual de cien florines. Al fin de su carrera, lleg a dirigir la orquesta electoral. En un retrato pintado por Radoux, mustrase Luis van Beethoven envuelto en una capa brandenburgue-sa, tocado con un gorro de terciopelo guarnecido de piel, y con unos papeles de msica bajo el brazo. Este orondo personaje posea un espacioso piso en Bonn, buena ropa y, para remate, un capitalito que emplea-ba en vinos: caldos del Rin y de Holanda, que luego revenda.

    El director de orquesta habase casado con una mu-chacha del pas: Mara Josefina Poli. La joven tuvo la desgracia de que se le muriesen varios hijos. Tena las llaves de la bodega y acudi a sta en busca de consuelo. Mara Josefina termin sus das en un con-vento de Colonia. Luis van Beethoven muri en 1773. Su nico hijo superviviente, Juan, hered las aficio-nes maternales. Como msico, desempe funciones subalternas, bien como cantor, ya como violinista de la capilla del Elector. En 1767 se cas con Magda-lena Leym, hija del jefe de la cocina electoral, y

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    viuda de un ayuda de cmara de este prelado. El ma-trimonio Beethoven tuvo tres hijos: Luis, Juan Nico-ls y Carlos Gaspar. El tenor, guapo mozo, por cier-to, tena el vino alegre. Muchas veces al anochecer, los tres pequeuelos iban a buscarlo a la taberna, y llamndole papato, papato, se lo llevaban.

    El mayor de los nios, Luis, nacido en 1770, era un mcete de breve estatura, cabeza grande, erizada de espesos cabellos negros y cetrina tez. Sus camaradas le llamaban el espaol. Gracias a su precoz virtuo-sismo, obtuvo en 1784, esto es, a los catorce aos, el cargo de organista suplente de la corte.

    Habitaba esta modesta familia los altos de una casa patricia de la Bonngasse. Cuando el joven Luis abra la puerta cochera pintada de verde y decorada con guirnaldas y jarrones en relieve, cruzaba furtivamen-te el abovedado portal que daba acceso a las habita-ciones del seor D. P . Salomn, msico de la corte, y del guarnicionero del Elector; atravesaba luego el jardinillo, suba unos escalones de madera, que cru-jan bajo sus pies, y al entrar en su casa bajaba la cabeza, porque las vigas del abuhardillado techo le rozaban los cabellos.

    En aquel lindo y apacible pueblecito todo era ma-teria comentable; todo, menos el paso del tiempo y

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    la presencia del genio. El reloj del Ayuntamiento, sostenido por dos faunos de piedra, dejaba caer con montono son las horas. Mas, al fin, un prncipe en-tusiasta y artista llen de luz y animacin el plcido rincn provinciano.

    El Elector, Max Franz, hermano de Mara Anto-nietay a quien lo que menos poda ocurrrsele era que un redoble de tambores ahogara el ltimo grito de su hermanallevaba su despreocupacin hasta el extremo de atestiguar cierta complacencia a los Ilu-minados y los Jacobinos. Escandalizado por ello, uno de sus ministros se atrevi a interpelarle. Y el Elec-tor: Pues mire ustedhubo de replicarleestoy por darles unos cuantos empleos, porque en este pas estamos an bastante a oscuras. A propsito de un funcionario a quien se acusaba de tener demasiada fantasa, respondi Max Franz: Ese muchacho es un soador. Pero esperad que tenga unos aos ms y valdr ms que vos. El humanitario prncipe tra-taba bondadosamente a su organista. Con todo, el verdadero protector de Beethoven, el que ejerci una influencia decisiva en su carrera, fu un gentilhom-bre austraco, el conde Fernando Waldstein.

    Cuarto hijo de Manuel Felipe Waldstein y de la princesa Mara Teresa Liechtenstein, perteneca el

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    conde Femando a la orden de los Caballeros Teut-nicos. Haca frecuentes viajes a Bonn, y se alojaba en el palacio de Max Franz, gran maestre de aqulla. Prefera, no obstante, recorrer el ancho mundo para

    ' satisfacer su curiosidad.

    Pero donde los Waldstein, emparentados con el prncipe de Ligne, figuraban ms, era en Pars. Ma-nuel Felipe, apasionado por las ciencias ocultas, te-na amistad con Casanova y hosped al ilustre aven-turero en su castillo de Dux. A Fernando no le daba por lo cabalstico. En cambio, durante sus frecuentes estancias en Francia, se dedicaba a estudiar el patois, inocente mana que haba de salvarle la vida. Duran-te la Revolucin, en efecto, consigui escapar de Pars y ganar la frontera fingindose tratante en ga-nados 1 . Era un tipo original, grande aficionado a las artes y que gustaba de los caracteres muy persona-les. Desde el primer momento, se interes por el joven pianista, a quien conoci en casa de unos hi-dalgos de Bonn, los Breuning, amigos de Beethoven desde su infancia. Sus dones innatos, las tradiciones del aprendizaje musical y, finalmente, un trabajo asiduo, haban hecho del muchacho un verdadero vir-tuoso. Mas apenas abandonaba, luego de los ltimos acordes, el piano o el rgano, en los cuales era ya

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    maestro, volva a ser el muchacho torpn de siempre. Su espesa pelambrera le levantaba la peluca. Y bajo la librea verdemar del Elector, su candor, su rudeza, su rectitud suspicaz, hacanlo el ms lamentable cor-tesano que cabe imaginar.

    Waldstein lo honr con su amistad, le dio conse-jos, le prest ayuda. El Elector acababa de pensionar a dos jvenes pintores de Bonn, los hermanos K-gelgen, para que pudiesen visitar Italia. Waldstein consigui que el prncipe enviase, en 1787, a Beetho-ven a Viena, para que continuase sus estudios con Mozart.

    No era ste el primer viaje de Beethoven. En el otoo de 1781 haba estado en Rotterdam con su madre. En el barco haca un fro glacial, y la seora de Beethoven tuvo que coger al pequeo para calen-tarlo en su regazo. Cmo iba a guardar el muchacho un recuerdo grato de Holanda? En cambio, en la ciudad de Haydn y Mozart lo pas muy bien.

    No tenemos noticia alguna de esta primera estan-cia de Beethoven en Viena. Era de presumir, sin em-bargo, que, recin salido de Bonn, su patria chica, lugar amable y pintoresco, sin duda, pero harto le-vtico, la animacin y la libertad de la capital habran de encantar al joven pensionado, bajo cuya aparente

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    timidez se ocultaba apenas un salvaje afn de inde-pendencia. No deba, con todo, permanecer mucho tiempo en Viena. Su madre, que an no tena ms que cuarenta aos, se mora devorada por la tisis. Su padre, estaba cada vez ms entregado a la bebida. Luis volvi, pues, a Bonn, donde lleg a tiempo de recoger el ltimo suspiro de su madre. Poco tiempo despus, el hurfano se vio obligado a pedir la ju-bilacin de su padre, y consigui que la mitad del sueldo que ste haba de percibir, le fuese entregado a l para la educacin de sus hermanos. A los diez y nueve aos, era ya el nico sostn de su familia.

    Tambin su salud era delicada. Las preocupacio-nes lo consuman. Oh, aquellos terribles fines de mes, en que haba que acudir al Monte de Piedad! Un da, a falta de otro objeto de valor, hubo de empe-ar el retrato del abuelo. Un msico de la guardia electoral, Ries, lo sacaba a menudo de apuros.

    Para aumentar sus menguados recursos, el orga-nista de la corte tocaba el primer violn en la orques-ta del teatro de Bonn. Los aos de su mocedad trans-currieron entre un trabajo constante, veladas musi-cales en casa de los Breuning, que haban acogido fraternalmente al hurfano, y solitarios paseos por las mrgenes del Rin. Aquellos jardines, aquellos

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    sotos, aquellas riberas sembradas de leyendas, invi-tan a soar. Pero no es solamente el rumor del ro lo que acuna el alma inquieta y ya adolorida del mancebo. Del lado de Francia, el viento trae clidos efluvios. Qu bello espectculo es la Revolucin para quienes la miran de lejos! Lo mismo en su bo-hardilla, cubierta de musgo, que sumergido en la or-questa, donde mueve el arco para solaz de las lindas damas y los apuestos caballeros, el joven violinista suea con un mundo regenerado, en que florecieran las virtudes antiguas. El choque con la realidad ate-nuar en l estas impresiones juveniles, sin llegar nunca a borrarlas del todo.

    Una miniatura atribuida a Gerardo de Kgelgen lo muestra con los cabellos cayndole hasta la mitad de la arqueada frente, las cejas bien dibujadas, los ojos de un azul gris velado, y en la boca una melanclica sonrisa. En el otoo de 1792, el Elector lo arranca de su atril, de sus paseos, de sus sueos, al concederle una licencia con el sueldo ntegro para que contine sus estudios al lado de Haydn. Torna Beethoven a la capital austraca. All va a vivir y a morir.

  • CAPTULO II

    UN GRANDE HOMBRE DE PROVINCIAS EN EL GRAN MUNDO

    Por lo comn, los renanos que iban a Viena en busca de fortuna, hallaban all mesa puesta, buenos consejos y ayuda entre los compatriotas establecidos en aquella capital. Merced a su educacin y a su constancia en el trabajo, no tardaban los recin lle-gados en procurarse un empleo, casbanse con algu-na dulce austraca y acababan por abotagarse en el apacible bienestar domstico.

    Muy distinta era la suerte que aguardaba a Beetho-ven. Lo primero que hizo en cuanto lleg, fu alqui-lar un sotabanco y comprar un piano. Pero, gracias a unas cartas de Waldstein, desde 1794 se encuen-tra instalado en el palacio Lichnowsky, familia que decase descendiente de la casa borgoona de los Granson, y tena esta divisa: A campana pequea, gran campanada. El prncipe Carlos Lichnowsky era uno de esos grandes seores anglmanos que ha-

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    cen todo lo posible por adquirir el aspecto y las ma-neras de un lord, en tanto que su hermano menor, el conde Mauricio, producase con vivacidad completa-mente meridional. Ambos hermanos tenan una pa-sin comn: la msica.

    He aqu, pues, al grande hombre de provincias en el gran mundo. Singular gran mundo, en verdad, el de Viena en las postrimeras del siglo XVIII!

    Las pesadas puertas, flanqueadas por caritides cuyos bustos se prolongaban perezosamente, abran-se sobre ceremoniosas escaleras. Las estucadas vo-lutas de doradas molduras ostentaban formas no menos pomposas que los torneados hierros de las barandillas. En los salones, llenos de ecos y reso-nancias, veanse muebles caprpedos, tapices chinos y algunos provectos personajes que cualquiera hu-biese credo, asimismo, del Celeste Imperio; tan cor-teses, mesurados e impasibles se mostraban. Estos vejestorios, contemporneos de Mara Teresa, reci-ban con solemne empaque a sus vastagos para el besamanos. El hijo llamaba a la madre Vuesamer-ced. La generacin siguiente, la de Jos II, ama-mantada en los enciclopedistas, haca gala, por el contrario, de la desenvoltura propia de los espritus que se han libertado de los antiguos prejuicios, y

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    se entretena en ingeniosos tiroteos verbales, donde haca gala de su racionalismo, por lo dems muy tolerante.

    Poco despus de establecerse Beethoven en Viena, el nuevo emperador Francisco I prescinda de la pe-luca y adaptaba la levita; mas stos fueron todos los cambios que se dign aceptar. Obstinado en dete-ner el curso del tiempo, tema a las inteligencias des-piertas y las mantena a distancia. Este monarca tena alma de capitn de almacn. Administraba su in-menso Imperio como un buen contable. Al ver cmo se amontonaban los expedientes, senta la satisfac-cin del deber cumplido. Era uno de esos hombres que, a fuerza de escribir, nunca tienen tiempo para pensar. La polica era su principal instrumento de gobierno. Omnisciente, omnipotente, meticulosa y desorientada, no era, sin embargo, mala del todo. Imagnese la Inquisicin humanizada por el ms su-culento estofado del Universo!

    El principal cuidado de los vieneses era comer bien y pasarlo lo mejor posible. Gastbase el dinero con la misma facilidad con que se ganaba. El gobier-no y el clima contribuan en igual medida a crear una especie de materialismo bonachn y frivola sen-sualidad, que daban de lado a cuanto, por demasiado

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    grave o audaz, pudiese turbar aquel despreocupado vivir. La imaginacin es aqu una planta extica observaba con su amable filosofa el prncipe de Ligne.Aqu nadie siente la embriaguez del en-tusiasmo.

    La mezquindad de la vida pblica estaba compen-sada por la dulzura de la vida privada. De todas par-tes aflua la riqueza a aquella capital, verdadera feria de las naciones, desde el Rin hasta Oriente. La no-bleza de Austria, Alemania, Italia, Hungra y Polo-nia, derrochaba all sus ducados en busca de placeres para s y de maridos para sus hijas. Eran, por lo co-mn, aquellos seores unos aristocrticos haraganes, reducidos a sus tertulias, en las que nada, fuera de la cuna y de los chismes y cuentos del clan, tena im-portancia, y donde el ingenio desentonaba como una falta de educacin.

    A cada una de aquellas mansiones corresponda un trozo de campo. La vida rstica humaniza a las gen-tes. Y as, la mayor parte de aquellos honrados y fe-cundos castellanos, eran, a pesar del celo que mos-traban por mantener las jerarquas rurales, llanos y sencillos. Casi todos ellos, finalmente, gustaban de expresar sus ideas y sentimientos por medio de la msica.

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    Era sta parte esencial de la educacin. En ningn hogar mesocrtico faltaba un clavicordio, y las fami-lias ms acomodadas tenan sus cuartetos que, sema-nalmente, daban un concierto. El mismo Emperador interpretaba todas las noches, antes de acostarse, uno de violn, en compaa de sus chambelanes y su ayu-dante de campo. El archiduque Carlos llevaba siem-pre en su equipaje una espineta, y las melodas de Haydn escuchbanse, aun las vsperas de batalla, en su tienda. Los seores ms opulentos sostenan a sus expensas una orquesta completa. De estos msicos de saln salieron los ms ilustres compositores de aquel tiempo: Mozart, hijo de un ayuda de cmara que tocaba el violn: Haydn, cuyo padre era un ca-rretero que se cas con la hija de un peluquero. Sus amos tratbanlos con la benvola campechana de los seores feudales para sus vasallos favoritos.

    Conocida es la escena que en Kismarton o Eisens-tadt, residencia del prncipe Esterhazy, se desarroll el da de su cumpleaos. Cuando la orquesta tocaba el primer allegro de una sinfona de Haydn, Su Al-teza pregunt el nombre del autor. Alguien invit a ste a que avanzase. Cmo!-exclam el prncipe con que esa msica es de este morenucho? Vaya, vaya! Pues mira, morenucho desde ahora te tomo a

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    mi servicio. Cmo te llamas?.Jos Haydn. Bueno, hombre. Ve ahora mismo a vestirte de maes-tro de capilla. No quiero volver a verte as. Eres muy chiquitn, tienes una figurilla insignificante. Ponte un traje nuevo, una peluca rizada, golilla y tacones ro-jos; pero que sean bien altos, para que tu estatura corresponda a tus mritos. Con que ya lo has odo. Anda, y que te lo den todo, de mi parte 1.

    As se hablaba en la poca de las pelucas rizadas. Pero pasa el tiempo, cambian las costumbres. Lich-nowsky, ms joven, de ideas ms modernas que el altivo protector de Haydn, recibi a Beethoven como a un amigo. El artista acababa de llegar del extran-jero, tena ya cierto renombre, su talento cautivaba, sus modales sorprendan. El singular husped de aquel palacio de la Alterstrasse, causaba all el mis-mo extrao efecto que una encina en un invernadero.

    Tambin l descenda de un linaje de msicos de saln, que eran una mezcla de artistas, funcionarios, cortesanos y criados. Creci en una poca revolucio-naria, en que los peores enemigos de la aristocracia se reclutaban entre los hombres como l, que se ro-zaban con un mundo a que no pertenecan. Sin em-bargo, Beethoven no conoci la adulacin ni el ren-cor. Tena un alma naturalmente altiva.

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    El ambiente renano haba dado al nieto de los me-nestrales flamencos la mentalidad de un joven romn-tico alemn. Esto se advierte bien al examinar la lista de sus libros, fieles compaeros de su vida, y de los que al da siguiente de su muerte se apodera-ron los chamarileros 2 . Conservaba una antigua Bi-blia, con grabados, de Lieja, venerable herencia de sus abuelos. Y, sin embargo, las lecturas que haban de formar su espritu eran las habituales de la juven-tud alemana: Kant, Schiller, Goethe, algunos crticos menores, hoy olvidados, pero que en su tiempo al-canzaron gran renombre: Seume, Fessler. Luego, Shakespeare, La Odisea, la Imitacin de Cristo, Plu-tarco. Y, finalmente, algunos libros sobre el firma-mento y un plano del cielo estrellado.

    Como tantos otros adolescentes de aquel tiempo, el joven intelectual, dotado de fina sensibilidad y desbordada imaginacin, beba en su Plutarco ideas romanas. Adase a esto una salud precaria, una completa ignorancia de las conveniencias sociales, una indisciplina innata, y, finalmente, una rectitud quisquillosa y una franqueza de expresin que nada ni nadie poda detener. Semejantes cualidades no eran, sin duda, las ms apropiadas para ejercer el oficio de parsito. Y as, ningn prncipe tuvo nunca

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    comensal que lo fuese en menor grado que este m-sico. Lichnowsky le ofreci albergue, mesa, precio-sos instrumentos de arco: violines, violas, violonche-los, que llevaban la firma de los ms famosos luthiers de Cremona. Un amigo de su husped, el conde Browne, le regal un caballo. Los nombres ms ilus-tres de la capital figuraban en las listas de suscripto-res a sus primeras composiciones 3 . Beethoven acep-ta todo. Paga en msica. Pero no. se entrega.

    Que le gusta vestir bien, es indudable. En 1793 es-cribe a Leonor Breuning para pedirle un chaleco hecho por sus propias manos. Invierte parte de sus escasos ducados en medias de seda negras, y hasta en tomar lecciones de baile de Andrs Lindner, pro-fesor de baile establecido en la calle Sioss am Him-mel. Con todo, el joven renano no se halla a gusto en el saln del prncipe Lichnowsky, entre Haydn y Salieri, vestidos ambos a la moda antigua, con pe-lucas de bolsa, y a cuyo lado desentonan su figurilla rechoncha, sus negros y espesos cabellos, erizados a l o Tito, su expresin ceuda, inquieta, ardiente, donde se declaran todas las armonas que le bullen en la cabeza.

    Dos aos despus, arrastrado por su salvaje sed de independencia, se traslada del palacio Lichnowsky

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    a una habitacin amueblada, sin perjuicio de seguir en amistosa relacin con su protector, que durante algn tiempo le pasa una renta de seiscientos flo-rines. En su vida de sociedad, el grande hombre de provincias ha conocido a una porcin de poderosos seores, altos funcionarios, literatos y msicos; sin embargo, no contrae amistad sino con uno, Zmeskall, la ms sencilla y ms modesta de las personas de ca-lidad con que tropieza. Era un hidalgelo de los Crpatos, de una de esas regiones sembradas de rojos campanarios que dominan los pedregosos cam-pos. Gracias a las influencias de su padre, diputado del Parlamento hngaro, Nicols de Zmeskall pudo ingresar en la cancillera de Hungra en Viena, es-pecie de ministerio donde se tramitaban los asuntos de aquel reino. Zmeskall desempeaba all funciones administrativas de escasa impor tancia 3 . Haba re-nunciado a las tradiciones feudales de su familia para atenerse a las modestas realidades burguesas. El secretario ulico, currutaco, meticuloso, acica-lado, amable, tena un pisito muy cuco, bodega bien provista y excelentes instrumentos de arco. Su apa-cible humor y su aficin a la msica conquistaron el corazn de Beethoven. Este, que alardeaba de tan extremada independencia de ideas, no poda pasarse

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    sin un auxiliar para los pequeos menesteres de la vida cotidiana. Sus manos, tan poderosas y giles en el clavecn, no acertaban a cortar una pluma de ave. Zmeskall se encargaba de esta tarea, as como de otros menudos servicios del mismo linaje, y los dos amigos celebraban juntos los primeros triunfos de Beethoven.

    Adelaida le dio mucho renombre. Esta romanza, publicada en 1796, alcanz ms de cincuenta edicio-nes. Dos comerciantes vieneses en estampas se apre-suraron a solicitar del dibujante Steinhauser el retra-to del autor. En su grabado vemos una especie de esculido convencional; la blanca corbata, de triple vuelta, hace resaltar la oscuridad de la tez. Dirasele un meridional o un criollo.

    Aquel mismo ao, un estudiante provinciano, K-beck, que se ganaba la vida dando lecciones de m-sica, conoci a Beethoven en una reunin. Era un hombre bajitoescriba Kbeck, de espesa y tupi-da cabellera, picado de viruelas, que guiaba sin ce-sar los ojos y se agitaba sin tregua. Sentse al piano, toc, y durante media hora tuvo encantados a todos los oyentes. La traviesa Nina M...r (la hija del dueo de la casa), queriendo atormentarme, me present al gran artista como un joven virtuoso que acababa de

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    llegar de provincias. Tal burla me hizo enrojecer y casi llorar. Beethoven me mir conmovido y su ros-tro, en apariencia tan rudo, expres viva compasin. Reprendi a Nina por su travesura y dijo: Ya vere-mos si este muchacho tiene aptitud para la msica. Pero no hoy. Venga usted maana. No recibir a nadie y ensayaremos los dos solos.

    El da siguiente, en efecto, Beethoven someti al estudiante a la prueba. Reconoci en l cierta habi-lidad, pero escaso genio innato. Sabedor el maestro de que Kbeck careca de recursos, le confi una de sus discpulas, la seorita Julieta M...n, hija de un noble veneciano. Gracias a estas lecciones, pudo K-beck terminar sus estudios. Andando el tiempo, el po-bre estudiante lleg a obtener las ms altas dignida-des. Pero en su Diario, donde se hallan consignados estos detalles, se busca en vano el nombre de su bien-hechor, Beethoven 4 .

    Este episodio demuestra que el joven renano goza-ba ya de cierta autoridad en los salones de Viena. Desde su establecimiento en esta ciudad habase en-tregado a un trabajo tenaz. Haydn primero, y des-pus Albrechtsberger, maestro de capilla de la cate-dral, lo iniciaron en el contrapunto. Schuppanzig le ense el violn. En 1794 los acontecimientos lo pri-

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    varn de sus modestos recursos. La revolucin desti-tuy y arruin al Elector; a Waldstein, descendiente del famoso duque de Friedland, hubo de obligarlo a adoptar el oficio de condotiero: este caballero teut-nico reclut un regimiento en Alemania y lo puso al servicio del rey de Inglaterra. Alejado desde entonces de sus protectores, Beethoven tuvo que ganarse la vida dando lecciones y conciertos y escribiendo al-gunas composiciones. Toc en Berln, en Praga, en Presburgo, en Pest. En ningn instante lo abandon la confianza en su estrella. En 1796 escriba en su cua-derno. Valor! A pesar de todos los desfallecimien-tos de la materia, mi alma triunfar. Veinticinco aos! Ya estn aqu, ya los tengo... Es preciso que este mismo ao, el hombre se revele por completo.

    Tuvo algunos xitos, gan un poco de dinero, la estimacin de los inteligentes, casi la celebridad. Consigui llevar a sus hermanos a Viena. Carlos Gasparchiquitn y pelirrojoempez dando leccio-nes de msica y luego obtuvo un empleo de cajero en el Banco Nacional. Juan Nicols, que era un gua-po mozo, entr como mancebo en una botica titu-lada Al Espritu Santo. Beethoven mostraba a sus hermanos una solicitud paternal. Durante una ex-cursin a Praga, en 1796, escriba a Juan Nicols

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    para prevenirlo contra las mujeres de vida licenciosa.

    Una personalidad as, fu siempre indiferente a las mujeres? El compositor de Adelaida era ya en aquella sazn un artista de moda, envidiado, comba-tido, buscado. Las gentes de Viena se mostraban muy indulgentes en lo que atae a las costumbres. Era aquella la ciudad de las amistades sin peligro (1). La franqueza y la despreocupacin lo presidan todo, hasta las intrigas galantes. Pero Beethoven despre-ciaba el libertinaje y desdeaba las aventuras fciles que se disfrazaban con un barniz sentimental. Aquel muchacho de carcter tan entero, sentase atrado ha-cia las mujeres delicadas, grciles, aficionadas a la msica. Momentos hubo en que lo tent el matrimo-nio: pensaba casarse con una cantante, Magdalena Willmann, que, siendo an muy nio, haba conocido en Bonn. Pero ella prefiri un oscuro ciudadano ape-llidado Galvani. Encontraba a Beethoven feo y estra-falario. Otras fueron menos crueles. El artista tuvo algunos amoros. Pero ninguno logr absorber aquel alma grave, solitaria, adolorida, pattica, que aspi-raba a una gran pasin.

    (1) Liaisons sans danger escribe el autor, por contra-posicin, sin duda, a las famosas Liaisons dangereuses, de Lacios. (N. del T.)

  • CAPITULO I I I

    EL SUEO DE UNA NOCHE DE VERANO

    Un da de mayo de 1796, Su Excelencia la condesa de Brunsvik, acompaada de sus hijas Mara Teresa y Josefina, suba las escaleras de El Pjaro de Plata, posada establecida en la esquina de la Freisingers-trasse, cerca del cuartel. Desde all se oan los pasos de los centinelas y la campana de San Pedro. Vean-se uniformes blancos, un frondoso tilo, cuyas hojas se derramaban ms all del patio, y en los quicios de las modestas tiendas que rodeaban la iglesia, los horteras, con la mano al pecho, olfateaban, como perros de caza, el paso de los clientes.

    Aquellas seoras suban al tercer piso de El Pja-ro de Plata, movidas de su aficin a la msica. Aca-baban de llegar a Viena. Un su amigo, Alberto Ros-t, haba ido a saludarlas a la hospedera El grifn dorado, y les haba hablado de un msico llamado Luis van Beethoven. Ya conocan ellas este nombre;

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    con ocasin de una visita que les hizo en su castillo de Martonvasar, el seor de Szchen, oficial de la Guardia, habales llevado las Variaciones del com-positor. Luego se suscribieron a su primer Tro. Rosti les dijo que el msico era de carcter receloso y poco accesible. Las damas decidieron ir a verlo 1 .

    Las atrevidas visitantes acababan de llegar de Hungra. Haca ya un siglo que la paz reinaba en aquel reino. Castillos con tejados a la Mansart elev-banse sobre las ruinas que dejaran las gu. ras con el turco y las luchas civiles. La alta nobleza haca una vida a un tiempo rstica y fastuosa. Sus distraccio-nes favoritas eran la caza, la lectura y la msica. Rara vez abandonaban aquellos seores el pas. Los ms emprendedores habanse aventurado hasta Pars o Londres. Algunos protestantes haban recorrido las Universidades de Alemania o de Holanda. Pero casi todos iban a parar a Viena, sede de la corte, puerta de Occidente.

    La ciudad de los Habsburgos era familiar a los Brunsvik, que, originarios de la nobleza rural, haban llegado, sin embargo, a las ms altas dignidades bajo el reinado de Mara Teresa. Antonio I de Bruns-vik obtuvo en donacin la tierra de Martonvasar; su hijo, Antonio II, cas con Ana de Seeberg, dama

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    de honor de la emperatriz. En 1775, esta soberana tuvo sobre la pila bautismal a la primera nia que naci de aquella unin.

    El dominio de Martonvasar era una especie de es-tepa de ocho mil acres, sin un solo rbol. Antonio II los plant, traz alamedas, estableci cultivos, trans-form el desierto en oasis. Mas, ay!, aquel gran agricultor estaba minado por la tisis. Y, prematura-mente, hubo de separarse de sus queridas plantacio-nes, encomendando su alma a Dios y dejando aquella tierra a sus hijos.

    Muerto su marido, Ana de Seeberg administr vi-rilmente los vastos dominios. Recorra a caballo sus granjas y se carteaba en latn con sus apoderados, pero rezaba sus oraciones en francs. Era una matro-na austera, piadosa, autoritaria, buena madre, sin zalameras intiles. Con el afecto que le profesaban sus hijas, mezclbase un poco de temor.

    La mayor, Mara Teresa, muchachita delicada y endeblucha, mostr precoces aptitudes musicales. A los seis aos, interpret, en una reunin de amigos, un concierto de Rosetti. El piano era demasiado alto para la menuda virtuosa, y por ello tuvieron que sentarla sobre unos cuantos almohadones.

    Los hermanos Brunsvik, Mara Teresa, Josefina,

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    Francisco y Carlota crecieron libremente, como los rboles del parque de Martonvasar. Su educacin es-taba confiada a un aya vienesa que les haca leer, en pintoresca mescolanza, la geografa de Espaa, los dilogos de Platn, El Vicario de Wakefield y las sentimentales trovas de Salis y Matthisson.

    Con excepcin de los meses invernales, que pasa-ban en el silencioso hotel de Buda (1), la juventud de las hermanas Brunsvik transcurri en el cam-po. Vivan las gentiles castellanas como princesas. Cuando pasaban por el pueblo, los buenos lugareos salan de sus casuchas para besarles las manos. La seora de Brunsvik gobernaba su casa como una so-berana de otros tiempos, y atenda con el mismo celo a sus rboles y a su conciencia. Pero en cuanto tras-ponan el horizonte familiar, aquellas mujeres per-dan todo su empaque. Parecan candidas provincia-nas, indefensas contra las asechanzas del mundo, de aquel desconocido gran mundo, al cual llevaban en ofrenda la pureza y el entusiasmo de sus ingenuos corazones.

    (1) Sabido es que la ciudad de Budapest se compo-ne, en realidad, de dos ciudades: Buda y Pest, recatada la primera en su apacible silencio seorial, henchida la segunda de mercantil bullicio. En el texto se citan re-petidamente una y otra. (N. del T.)

  • LMINA I.

    TERESA Y JOSEFINA BRUNSVIK,

    MINIATURA QUE SE CONSERVA EN EL CASTILLO DE P A L F A L V A .

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    Josefina era bonitilla, vivaracha, muy blanca. Te-resa mostraba, a pesar de sus veintin aos, ms grave continente. Casi siempre llevaba sus cuader-nos de msica bajo el brazo y un velo que caa en ar-tsticos pliegues cubra sus hombros, ligeramente encorvados. (Lm. I.)

    Llamaron las graciosas extranjeras a la puerta de Beethoven. Al cabo de breve espera, Teresa se sent al piano. Fu al conjuro de su arte olo que es ms probableatrado por el lozano aroma de juventud que sus visitantes exhalaban? Ello es que el terrible mozo prometi ir a diario al hotel del Grifn Dorado. Y Teresa atestigua en sus Memorias que, durante mucho tiempo, cumpli su promesa:

    Corra el mes de mayo del ltimo ao del siglo pasado. Vena (Beethoven) con regularidad y se es-taba, no ya una hora, pero desde medioda hasta las cuatro o las cinco de la tarde, hacindome doblar y desdoblar los dedos, que me haban enseado a tener separados y rgidos. El noble maestro deba de estar muy satisfecho de m, porque en diez y seis das no me hizo una sola observacin. No sentamos el ham-bre. La pobre mam ayunaba con nosotros. Pero en la posada estaban indignados. En aquel tiempo no era

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    todava moda comer a las cinco. De entonces data la sincera y afectuosa amistad con Beethoven, que se prolong hasta su muerte.

    Beethoven no se content con dar lecciones de msica a Teresa y a Josefina, sino que lleg a ser n-timo suyo. Veanse varias veces al da. El nuevo ami-go no poda faltar a parte alguna.

    Fuera de esto, hallbase en pas conquistado. Zmes-kall era compaero de Felipe de Seeberg, hermano de la condesa de Brunsvik. Mas no eran los respe-tables amigos del no menos respetable to Felipe los nicos que, con sus empolvadas coletas y sus anticuadas galanteras, rodeaban a las damiselas. Estas reciban tambin a la colonia hngara: altos funcionarios, a quienes sus cargos retenan en Viena; gentileshombres que durante parte del ao residan en esta ciudad; los Batthianyi, los Esterhazy, los Ap-ponyi, los Balassa, los Grassalkovitch, los Kohary amigos, si no parientes de los Brunsvik, y que ya figuran, en su mayor parte, entre los suscriptores del primer tro de Beethoven 2 .

    Pues si miramos a las mujeres, cuntas y qu lin-dasl Babette Keglevich, a quien una estrecha amis-tad con las seoritas Brunsvik, y que era una de las

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    discpulas predilectas de Beethoven. Luego la pea de la ta Finta, hermana del difunto conde de Bruns-vik, y a la que Teresa llama, respetuosamente, una gran seora. Casada con el coronel Finta, de quien tuvo hijas de la misma edad, poco ms o menos, que sus sobrinas, acompaaba a unas y otras en cuantos espectculos y diversiones ofreca la capital. Ya eran bailes, bien excursiones al Augarlenel Bosque de Viena, o las reuniones del puesto de refrescos del Graben, donde se servan famosos helados. Y entre las alegres fisonomas de los petimetres, cuyas bar-billas naufragaban en las inmensas corbatas, adver-tase el rostro leonino y se escuchaba la infantil risa del seor de Beethoven.

    El mismo da que llegaron a Viena, la condesa de Brunsvik y sus hijas estuvieron en el Hotel de las Artes, cerca de la Torre Roja. Recibilas un hombre de edad madura, el seor Mller, propietario de aquella galera. El tal personaje no era otro que el conde Jos Deym, quien, en su juventud, haba teni-do la desgracia de matar en duelo a un adversa-rio. Huy a Holanda y all se ganaba la vida mode-lando figurillas de cera. Fu luego a parar a Italia, donde logr el favor de Carolina de aples, que lo autoriz a sacar el vaciado de los modelos antiguos

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    de aquel Museo. Volvi, al fin, a Viena, y en 1796 or-ganiz una exposicin de sus obras, con lo que su galera lleg a ser uno de los mayores atractivos de la ciudad. Admirbanse en ella as las efigies en cera de los soberanos contemporneos, como las repro-ducciones de los antiguos. Pero el seor Mller haba humanizado las estatuas procurando a los rostros su color natural y adornndolos con cabellos postizos. La Venus de Mdicis luca un traje de liviana seda. En la sala llamada la alcoba de las Gracias, Venus Co-lepgea, vestida de igual suerte, reflejaba su imagen en lunas dispuestas de modo que diesen al espectador la ilusin de que se hallaba ante las tres Gracias.

    Mas ahora, el seor Mller-Deym hubo de recono-cer que una de sus desconocidas visitantes lo interesa-ba ms que sus figuritas de cera mejor engalanadas. Los encantos de Josefina lo impresionaron honda-mente.

    El aspecto de aquellas seoras hzole creer que se trataba de la viuda y las hurfanas de un oficial. Y as, cuando, a la salida, un lacayo ech un chai sobre los hombros de la condesa, al tiempo que la llamaba Excelencia, el buen Mller peg un brinco. El da siguiente fu a presentarles sus respetos y no mucho despus peda la mano de Josefina.

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    La condesa era una verdadera provinciana. Deym haba andado por el mundo. Llevaba un noble ape-llido, bastante ms antiguo e ilustre que el de los Brunsvik. Y por si esto no fuera bastante, la pre-ocupacin fundamental de aquella austera madre era colocar a sus hijas, para poder legar toda su fortuna a su hijo. Por lo que hace a los sentimientos de la pretendida, la viuda ni siquiera pens en tal cosa. No se haba casado ella misma por orden de la em-peratriz? Que mi querido Brunsvik sepa haba dicho Mara Teresa al primer Antonio, que es mi deseo que mi hijo se case con la Seeberg. La seora de Brunsvik decidi, a su vez, que Josefina aceptase a su pretendiente.

    Celebrse el matrimonio el 29 de junio de 1799 3 . Teresa regres con su madre a Hungra. Josefina se instal en el Hotel de las Artes.

    Frisaba Deym en los cincuenta. Su posicin social era tan modesta como su situacin econmica. A los ojos de su mujer, no ofreca otro prestigio que el haber roto su comercio con los hombres. Pero esta superioridad no poda ser muy duradera. Ya los fashionables rodeaban en el Prater el cabriol de Josefina, bella como un ngel, y digna de un cua-dro. El marid no Ocultaba su clera. Sucedanse sin

  • 34 B E E T H O V E N

    tregua las escenas violentas. Con todo y con eso, aquel celoso de sainete senta delicadamente la msi-ca. Dos das a la semana reuna un grupo de virtuo-sos: el corpulento Schuppanzigh, a quien apodaban Mister Falsa//, era el primer violn; Zmeskall, el violonchelo; Punto, que haba sido msico de cmara del conde de Artois, tocaba una trompeta de plata. Tambin iban por all Kleinheinz, que un tiempo fue-ra profesor de msica de los Brunsvik. Lanyi, joven hngaro, amigo de Zmeskall, y, finalmente, Francis-co de Brunsvik, violonchelista de nota.

    Beethoven era, por derecho propio, el rey de estas

    reuniones. El 28 de octubre de 1799, Josefina escribe

    a sus hermanas:

    Beethoven es encantador. Me ha dicho que ven-

    dr cada tres das a darme leccin, siempre que yo

    sea aplicada; y verdaderamente lo soy.

    Y en una carta a su madre, fechada en 22 de di-

    ciembre:

    Hoy he tenido una encantadora sobremesa. Bee-

    thoven toc, segn su costumbre, deliciosamente. En

    este momento se marcha.

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    En el mes de mayo de 1800, Josefina dio a luz una hija, a la que se puso el nombre de Victoria. Las ve-ladas musicales se reanudaron con ms entusiasmo que nunca. Josefina escriba a su familia:

    Nicolaides, Reiger, Zmeskall y Luisa tocaron tam-bin algunos cuartetos de Beethoven. La hermana de la Gavre cant y despus yo ejecut la sonata para piano y trompa (1) 4 , acompaada por Zmeskall.

    Una tierna amistad una a Beethoven y las dos her-manas. En 1798, el artista escribi en el lbum de las muchachas seis variaciones sobre la poesa de Goethe Ich denke dein (Pienso en ti).

    Muy pronto, una nueva oyente haba de animar con su presencia aquellas reuniones. Josefina esperaba la visita de su prima Julieta Guicciardi.

    Oriundos de Cremona, los Guicciardi haban al-canzado altas graduaciones en el ejrcito austraco. Jos Guicciardi, chambeln del Emperador, prefiri la toga a la espada. Haba sido miembro del Gobier-no de Trieste, y a la sazn acababa de ser designado

    (1) En el catlogo de las obras de Beethoven se da como escrita para piano y trompa o violonchelo. (N.delT.)

  • 36 B E E T H O V E N

    para ocupar un cargo en la cancillera de Bohemia en Viena.

    Careca este alto funcionario de medios de fortuna, por lo que a duras penas poda vivir con el decoro que su rango requera. El spero carcter de la con-desa Guicciardi, hermana de Antonio Brunsvik 5 , no era el ms apropiado para endulzar la situacin. Su hija Julieta, que por entonces tena diez y seis aos, pareca un pajecillo. Era esbelta, morena, con los ojos azules, la tez plida y los cabellos cortados a ras del cuello, a la guillotina, como entonces se llama-ba aquella moda. (Lm. II) (1). Apasionada por el can-to, fu en Trieste discpuladel tenor Lazarini.

    Por una carta de Josefina a Francisco Brunsvik, sabemos que en 25 de junio de 1800, disponase Julie-ta a trasladarse a Viena, y despus pensaba la joven provinciana irse a pasar el verano a Korompa, pose-sin de su to Jos Brunsvik, al norte de Presburgo.

    Los retratos que han conservado las facciones de Jos Brunsvik, jefe de la rama mayor, nos lo mues-tran como un hombre hermoso, algo afeminado, de

    (1) No deja de ser curiosa la semejanza entre aquel femenino corte de pelo y el actual a lo garonne. La voltaria moda nos ofrece, en ocasiones, novedades ms viejas de lo que ella misma, siempre olvidadiza, pudie-ra creer. (N. del T.)

  • LMINA II .

    JULIETA GICCIARDI, MINIATURA HALLADA ENTRE LOS PAPELES DE BEETHOVEN.

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    (1) Juego de naipes. (N. del T.)

    claro y sereno mirar. (Lm. III.) Su mujer, Mara de Majtenyi, morena cuyo perfil era digno de un cama-feo, le profesaba una adoracin que los aos no basta-ron a entibiar. Manifestaban ambos esposos viva afi-cin a las letras y las artes. En su hotel de Buda ha-ban coleccionado lienzos del Tiziano, del Giorgione, de Claudio de Lorena. La biblioteca reuna ms de seis mil volmenes.

    El castillo de Korompa, vasto y blanco edificio de dos pisos, sin otro adorno que las cuatro columnas del frontis, se reflejaba en las glaucas aguas de un estanque. Tupidas arboledas servan de fondo a la se-orial mansin. Era sta rica en obras de arte. En el saln de msica haba dos mesas antiguas, de mr-mol rojo. En otra estancia, con muebles de caoba, vease el retrato de la seora Guicciardi.

    Lo ms notable de la comarca sola reunirse en casa de este amable magnate. Nobles viudas, que co-ronaban sus empolvadas cabelleras con las cofias de negro encaje que se usaban en tiempos de Mara Te-resa; ilustres vejestorios de rostro pintarrajeado y trenzada coleta, que rodeaban las mesas de hom-bre (1). Los gentileshombres de las inmediaciones,

  • 38 B E E T H O V E N

    embutidos en el corto justillo nacional y calzados con chirriantes botas, mezclbanse con los cortesa-nos y los funcionarios que, luciendo sus galoneados uniformes y sus flamantes chorreras, y con el som-brero de tres picos en la punta de los dedos, se des-hacan en reverencias.

    Claras risas resonaban en aquellos salones cuando las jvenes castellanas, Julia y Enriqueta, besaban a sus primasaquellas vienesitas de la familia Finta, siempre tan animadas: Julieta, la de los rizos de aza-bache y los oscuros ojos azules; la grave Teresa y su hermana menor, la pequea Carlota, a quien llama-ban Roxelana, a causa de sus ojos negros y sus la-bios orientales; y luego, las tres hermanas Dezasse, la. romntica Valeria de Rvaytoda una bandada, en fin, de lindas vecinitas... Era la poca de los chales, de las flores, de las gracias vaporosas. Los sentimien-tos rimaban con tales atavos. Aquellas damiselas deban de semejar sauces agitados por la brisa cuan-do, al sentarse ante el clavicordio el seor de Beetho-ven, inclinaban las cabecitas.

    Las seoritas de Brunsvik no podan pasarse sin su grande amigo. Se lo disputaban en Korompa y en Martonvasar.

    Y no, precisamente, por su amabilidad o su humor

  • V I D A N T I M A 39

    apacible. Ni mucho menos! Desde haca dos aos, ocurrale a veces que un intolerable zumbido en las orejas le impeda oir. A esta transitoria sordera una-se una serie de dolores de misteriosa y alarmante n-dole. Provenan de unas viruelas que el msico ha-ba padecido en su infancia, de una fiebre tifoidea o de alguna afeccin todava ms temible? Los mdicos que por entonces diagnosticaron el mal, iban a ciegas. El temperamento nervioso y fantaseador del enfermo era parte a agravar su estado, sobre todo desde que advirti que el odo estaba atacado. El temor de que-darse sordo lo angustiaba como una pesadilla, inte-rrumpa su sueo, quebrantaba su nimo y ensom-breca sus ms dulces horas.

    Ocultaba su enfermedad como si fuera una lacra vergonzosa. A pesar del placer que le procuraba el trato de las mujeres jvenes y bellas, sus sufrimien-tos, la humildad de su condicin, el furor interno que lo consuma hacanlo siempre irascible 6 y con fre-cuencia desagradable. Aquellas amables criaturas no podan adivinar que tenan junto a s una de las almas ms profundas que ha producido la humanidad. Pero se asemejaba tan poco a los hombres que lo rodea-ban! Con todo, aquellas muchachas, artistas de co-razn, apreciaban en l, al menos, el virtuoso, ya

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    que no el genio, y con este sentimiento se mezclaba una compasiva indulgencia hacia aquel carcter sin-gular.

    Hallbanse entre s ambos castillos a una jornada de distancia. Martonvasar, menos suntuosola con-desa viuda tena muy apretados los cordones de la bolsa, estaba rodeado de un magnfico parque. Cuan a gusto deba de hallarse Beethoven entre una familia donde todos amaban los rboles, que l prefera a los hombres! Era aquello casi un culto. Una glorieta del parque estaba plantada de hermosos tilos, cada uno de los cuales llevaba el nombre de un amigo, y en ausencia de ste, se hablaba con el rbol. Tambin Beethoven tuvo el suyo.

    Al separarse de aquellas muchachas, no lo segui-ra a su soledad ms que un rumor de hojas y el re-cuerdo de una vida sencilla y grata y de unos rostros juveniles, de mirar ungido por esa grave expresin que da la msica? O acaso su imaginacin aureolaba a alguna de aquellas Gracias con todo el amor y todo el dolor de su cruel vida? En su cuaderno de notas acababa de copiar una cancin francesa;

  • LMINA I I I .

    E L COXD JOS BRNSVK,

    LITOGRAFA DE El 'BL.

  • V I D A N T I M A 41

    Plaisir d'aimer, besoin d'une me tendre, Que vous avez de pouvoir sur mon cur! ' De vous, hlas! en voulant me dfendre, Je perds la paix sans trouver le bonheur.

    Pronto Julieta volvi, a su vez, a Viena. Qu agra-dable haba de ser para una joven provinciana, se-dienta de placeres, cambiar los recreos del campo por el bullicio de la ciudad, olvidar los bosques por los teatros, las conversaciones vesperales en el ban-co del parque por la chachara de los salones, la voz viril de la pasin por las frivolidades de los gentiles caballeros que se burlan del amor!

    Julieta se apresur a dar a su prima detalles de aquella vida:

    Viena, 2 de agosto de 1800. Querida y encantadora Teresa: Tu hermano me trajo ayer tus gratas lneas. Su

    llegada y tu recuerdo me sorprendieron agradable-mente. En este momento acaba de dejarnos y ya es-tar camino de Praga, cada vez ms lejos de cuanto le es querido.

    (1) Placer de amar, anhelo de ternura, cmo mi corazn se os esclaviza! Si intento resistir a vuestro imperio, pierdo la paz, sin encontrar la dicha.

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    Dentro de pocos das nos marcharemos para re-unirnos a los Finta, en Pescen 7 . Por varias razones me alegro mucho de salir de este aburrimiento de Viena, donde por ahora apenas hay diversiones. El teatro, sin embargo, est muy animado. Siempre hay alguna novedad, buena o mala. El nuevo ba-llet, que dura cerca de dos horas y media, es todo lo embrollado y confuso que requiere la ltima moda. Se da tambin una pera titulada Mara de Montal-bn. La suite de Lanassa es perfecta; la msica de Vinter, muy bella; el decorado, soberbio; la interpre-tacin buena. La seorita Schmalz se excede a s misma, as como las dems artistas, incluso la seo-ra Rosenbaum. Estoy segura de que te gustara, mi buena Teresa 8 . La mala suerte que en punto a espec-tculos tenis siempre que vens a sta, ha alcan-zado tambin al pobre Francisco. Durante los dos das que ha estado en Viena no han dado nada digno de verse.. . Se ha ido, pues, sin haber pisado el teatro.

    El jueves que viene ejecutarn en el Augarten el oratorio de Beethoven. Tu hermano se hubiera que-dado de buena gana para asistir a la audicin, tanto ms cuanto que le he dicho lo lindamente que Bee-thoven improvis la ltima vez que toc. Pero resis-ti a la tentacin como un hroe.

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    He hablado a Beethoven de sus variaciones para cuatro manos. Lo he reido, y entonces me ha pro-metido cuanto he querido. Muy pronto te las devol-ver. Si lo veo antes de marcharme, no dejar de re-cordrselo. Veremos si puedo contribuir a que se realice tu deseo.

    Este invierno te mandar un dibujo. Trato, mi querida Teresa, de perfeccionarme tambin en ese arte para figurar dignamente en tu hermoso lbum.

    El conde Roberto se pone a tus pies. Le es muy grato enviarte sus composiciones, frutos de sus ho-ras solitarias, ahora harto frecuentes. Viena est de-sierta y lo ms a propsito del mundo para entregar-se a las musas. El conde habla a diario de abandonar su patria para no volver nunca a ella. Su destino lo lleva lejos: a aples, para buscar en la distancia la felicidad que aqu no florece para l. Es triste cosa que el celo que en su juventud ha consagrado a su pas vaya a fructificar en suelo extranjero!...

    Este conde Roberto a quien se alude en la carta de Julieta, era Roberto Wenceslao Gallenberg, un sim-ptico adolescente. Tena diez y siete aos. Su familia haba desempeado altos cargos. El abuelo, general austraco del ejrcito de los Pases Bajos, haba des-

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    lumbrado a Bruselas con el lujo de sus libreas y el esplendor de sus carrozas. El hijo del general, casa-do con la condesa Spork, fu gobernador de Galit-zia. El fausto de aquellos altos dignatarios acab con el patrimonio de la casa. Cuando Roberto se presen-t en sociedad no le quedaba otra fortuna que su nombre. La mediocridad de su talento se disfrazaba bajo una precoz facilidad, que lo haca aparecer como un genio a los ojos de la joven italiana, que tan vivo inters atestiguaba por su suerte.

    Llegado el invierno, se reanudaron las reuniones en el Hotel de las Artes. El 10 de diciembre de 1800, Josefina escriba a sus hermanas:

    Beethoven ha tocado la sonata para violonchelo; yo he tocado la primera de las tres sonatas de Bee-thoven para violn, acompaada por Suppanzik, que ha tocado, como todos, divinamente. Luego se re-uni un cuarteto, y Beethoven, que es un ngel, dio los cuartetos que ha escrito ltimamente, que toda-va no han sido grabados y que, como composicin, son el non plus ultra (1).

    (1) En la traduccin de estas cartas se han respetado, siguiendo al autor, las repeticiones y aun las incorrec-ciones de los textos originales. (N. del T.)

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    Algunas veces, las reuniones son en casa de Ju-lieta:

    El sbado, escribe Josefina a Julieta, tuvimos un delicioso concierto en casa de los Guicciardy (1). Julia ha tocado muy bien el tro con clarinete de Beethoven; despus se ha interpretado el septimino y un nuevo quinteto de Beethoven.

    Todo el mundo me pregunta si vendr Teresa. Yo no puedo responder ms que suspirando. Beetho-ven, Zmeskall, me encargan recuerdos para ti, as como la Odeskalky 9 , que tambin toma parte en los conciertos de los Guicciardy.

    En el verano, el castillo de Korompa recibi a los huspedes del ao anterior. Qu animadas son las noches estivales en aquel pas sembrado de colinas! Brillantes estrellas fulguran sobre la negra masa de los lejanos Crpatos. El csped, constelado de lucir-nagas, parece un cielo minsculo para los nios buenos. De la montaa viene un fresco vientecillo, de la llanura suben clidos efluvios. En este cristalino silencio la msica llega hasta el fondo de las almas.

    (1) Con esta ortografa en el original. (N. del T.)

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    Los reflejos de las bujas, encendidas en los candela-bros del clavecn, se pierden en las tinieblas del par-que. All domina el tilo, y hacia este rbol sagrado de los siglos paganos, se dirigen, enlazadas, las pa-rejas de enamorados. Sus perfumes las atraen, su frondosidad las oculta.

    Beethoven sali de Korompa ebrio de pasin y de esperanza. Era una tarde tormentosa. Los baches del camino relucan bajo un cielo amenazador. Los cas-cos de cuatro caballejos hngaros chapoteaban en el barro. Agazapado en el fondo del coche que lo lleva-ba a las aguas de Postyon, gritaba un nombre en el silencio de la noche.

    Su secreto se ha perdido. Pero de aquella gran pa-sin han quedado tres cartas de amor. Tres cartas balbucientes, delirantes. Helas aqu:

    6 de julio, por la maana. ngel mo, mi todo, mi yo. Hoy, unas palabras tan

    slo y con lpiz (con el tuyo). De aqu a maana es-tar definitivamente alojado. Qu miserablemente se pierde el tiempo en estas cosas! Pero, a qu entris-tecerse as cuando la necesidad se impone! Puede nuestro amor vivir de otra cosa que de sacrificios y renunciaciones? Puedes t conseguir que yo sea todo

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    tuyo y t toda ma? Ay, Dios mo! Vuelve tus ojos a la naturaleza y tranquiliza tu corazn acerca del porvenir; el amor todo lo exige, porque a todo tiene derecho. As me ocurre a m contigo y a ti conmigo; slo que t olvidas con demasiada facilidad que me es preciso vivir para m y para ti. Si estuvisemos verdaderamente unidos, este dolor sera tan leve para ti como para m.

    Mi viaje ha sido terrible; no llegu hasta ayer, a las cuatro de la madrugada. Como escaseaban los caba-llos, la posta tuvo que variar de ruta; pero qu ca-mino ms terrible! En el ltimo relevo me aconseja-ron que n viajase durante la noche. Para atemori-zarme, me hablaron de una selva; pero con ello no consiguieron ms que excitar mi deseo de seguir, en lo que hice mal. Ha faltado poco para que el coche se rompiese en este horrible camino abrupto, un sencillo sendero rstico; sin postillones como estos no hubie-ra podido pasar adelante.

    Esterhazy, por la va ordinaria, y con ocho ca-ballos, ha corrido anloga suerte que yo con cua-tro. Con todo, yo he experimentado cierto placer, como siempre que logro vencer alguna dificultad. Pero volvamos a nosotros mismos. Pronto nos vere-mos; hoy no puedo comunicarte las reflexiones que

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    durante estos das he hecho acerca de mi vida. Si nuestros corazones estuviesen siempre juntos, no las hara ciertamente. Tengo tantas cosas que decirte que ya no me caben en el pecho. Ah! Hay momen-tos en que me parece que la palabra no es nada.

    Anmate, sigue sindome fiel, como yo a ti, mi ni-co tesoro, mi todo. Los dioses harn lo dems, lo qne nos conviene, lo que de nosotros debe ser.

    Tu fiel, Ludwig.

    Lunes 6 de julio, por la tarde. T sufres, t, el ser que yo ms quiero. Ahora

    me entero de que hay que echar las cartas a pr imera hora. Los lunes y los jueves son los nicos das en que hay correo para K... 1 0 . T sufres... Ah| Aqu, donde yo estoy ahora, t ests conmigo, conmigo y contigo. Yo har que me sea posible vivir contigo. Qu vida! Sin ti, perseguido ac y all por la bondad do los hombres, bondad que busco tanto menos cuan-to que no creo merecerla. La humildad del hombre ante el hombre me disgusta, y si me considero en re-lacin con el universo, qu soy yo y qu es lo que se denomina grandioso? Y sin embargohe aqu lo que en el hombre hay de divino, lloro al pensar que

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    probablemente hasta el sbado no recibirs mis pri-meras noticias. Por mucho que t me quieras, toda-va yo te quiero ms. Nada mo te oculto. Buenas noches; mientras est tomando las aguas es preci-so que me acueste a estas horas. Ay, Dios mo! Tan cerca! Tan lejos!... No hay mansin celeste comparable a nuestro amor, slido como el firma-mento.

    7 de julio, al amanecer. Estando an en la cama, mis pensamientos se diri-

    gen a ti, mi inmortal bien amada, gozosos primero, tristes despus, en espera de que el destino quiera favorecernos. No puedo vivir sino contigo, o no vivir. S; he decidido irme, errante, lejos, hasta que pueda volar a tus brazos, verme siempre en mi casa a tu lado, y elevar mi alma, llena de ti, hasta el reino de los espritusOh, s, es preciso!. T tendrs ni-mo, tanto ms cuanto que conoces mi fidelidad a ti; jams otra podr poseer mi corazn, jams, jams. Oh, Dios! Por qu ser preciso alejarse de lo que tanto se ama? Y sin embargo, mi vida en V[iena] tal como es ahora, es bien msera vidatu amor ha hecho de m el hombre ms feliz y ms desgraciado a la vez. A mi edad, me convendra una vida ms

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    regular, ms uniforme. Mas, puede ser compatible con nuestras relaciones?

    ngel mo, me acaban de decir que el correo sale todos los das. Es, pues, preciso que termine aqu para que recibas en seguida esta carta. Est tranqui-la. Slo mirando con tranquilidad nuestra existencia podremos conseguir nuestro propsito: vivir juntos. Est tranquila, quireme, hoy como ayer. Cmo te deseo, cunto lloro por ti, por ti, por ti, vida ma, mi todo! Adis! Sigue querindome. No desprecies el corazn, siempre fiel, de tu amado.

    Siempre tuyo, siempre ma, siempre el uno del otro n .

    De nuevo en Viena, desahogaba su corazn en su amigo Wegeler, que en Bonn ejerca la medicina.

    Un trato ms frecuente con los hombresescriba el 16 de noviembre de 1801me hace ahora algo ms grata la vida. No puedes figurarte cuan desolada y triste ha sido la que durante los dos ltimos aos he venido arrastrando. Mi sordera haba llegado a ser para m una verdadera pesadilla, que me haca huir de todo el mundo. Por ah me deben de tener por un misntropo, y no hay tal cosa.

    Este cambio de que te hablo es debido a una mu-

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    chacha hechicera, adorable, que me ama y a quien amo. Al cabo de dos aos gozo, al fin, de unos mo-mentos felices, y por primera vez en mi vida, creo que el matrimonio puede hacerlo a uno dichoso. Lo peor es que yo no soy de la misma clase que ella, por lo cual no es probable que por ahora podamos casar-nos. Antes habr de luchar mucho.

    A no ser por mi sordera, ya hace mucho tiempo que hubiera recorrido medio mundo, como es mi pro-psito. Para m no puede haber mayor placer que cultivar mi arte. No creo que en vuestra casa habra de ser muy feliz. Qu podra procurarme alegra? Vuestro mismo afecto me lastimara, ya que a cada momento leera la compasin en vuestros semblan-tes y ello me hara an ms desgraciado, Slo con la esperanza de mejorar, me decidira a volver a esos hermosos campos de mi tierra. Si la tuviera, ira, desde luego. Ay! Si me curase estrechara al mundo entre mis brazos.

    Estoy todavabien lo sen los comienzos de mi juventud. Cada da me siento ms vigoroso, lo mismo fsica que espiritualmente, y me hallo ms prximo al fin que persigo, pero que no puedo definir. Este anhelo es lo nico que an hace vivir a tu Beetho-ven. No hay descanso para l.

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    Quiero asir al Destino por el cuello. No lograr, seguramente, vencerme del todo. Oh! Cuan hermo-so sera vivir mil veces la vida!

    Quin era esa chiquilla hechicera, adorable? Cul de las once sobrinitas del buen to Jos Bruns-vik? Sera Teresa, a quien tanto haca sufrir el re-tardo en satisfacer su ardiente sed de amar? Sera Isabel Finta, que pronto haba de ocultar tras los ve-los monjiles su dulce rostro de vienesa? O acaso una de esas desconocidas de quienes no queda sino el nombre, como una leve y area sombra? Es de creer que fuese la ms hermosa: Julieta.

    En marzo de 1802 apareca la Sonata quasi una fantasa, op. 27, nm. 2, la Sonata del cenador, como la llamaban los contemporneos. Est dedicada alia Damigella Contessa Julietta Guicciardi, y si se tiene en cuenta la alta estima que a Beethoven le mereca su arte, habr que convenir en que debieron de asis-tirle poderosas razones para ofrecer, en homenaje, esta obra a una muchacha de diez y ocho aos.

    Al cabo de un mes, el 17 de abril, Julieta parta con los Finta para Postyen. Era ste un balneario muy animado. La joven Teresa Finta daba a sus pri-mas cuenta minuciosa de las diversiones que all

  • V I D A N T I M A

    abundaban. Una de las ms atractivas era la repre-sentacin de cuadros plsticos. En uno de ellos, Te-resa Finta representaba a Minerva.

    Yo lucaescribe en 17 de agostoun precioso casco de papel de plata con un penacho magnfico. Ante la chimenea estaban sentados el conde Lousel Batthianyi, que haca de viejo, y la seorita Renard, que desempeaba un papel de anciana y tena un nio en los brazos. Detrs de estos personajes vea-se a Julia Guicciardi. Para hacerse ms la intere-sante, quiso representar la Niobe que en casa de Deym est bajo un espejo.

    Ninguno de estos jvenes haba escogido un papel apropiado. Tanto tena Teresa Finta de Minerva, como Julieta de Niobe. Antes pareca la Guicciardi una doncellita escapada de una pgina de Boccacio, coqueta, sensual, desenvuelta; su madre la maltrataba y el amor la hostigaba en demasa. En Korompa, to-das sus amigas admiraban al maestro, de quien ella se saba preferida, as como estaba segura de que comparta sus propios triunfos. La msica y los sen-tidos hicieron lo dems.

    Fu aquello el sueo de una noche de verano. Pero

  • 54 B E E T H O V E N

    en cuanto la aurora apunta, las hadas se olvidan de las estrellas. Demos por supuesto que al da siguien-te o al otro, cuando, al levantarse, pasaba Julieta el peine por sus negros rizos, ley, a un tiempo diver-tida y aterrada, las efusiones del hombre que la ha-ba tenido entre sus brazos y que tomaba por eterno compromiso lo que para la muchacha no haba sido ms que un momento de histerismo.

    Volvieron a verse en Viena. l hubo de asediarla, sin duda, con splicas apasionadas. Pero los tilos de Korompa, estaban tan lejanos! Aqu, en la ciudad, a la cruda luz del da, su enamorado no era para ella ms que un hombre de humilde condicin, ni rico, ni guapo. Un pobre diablo, en fin, si se lo comparaba con el conde Roberto, de tan atractivo rostro y tan gentiles maneras. Cmo deba de enojar a la volu-ble damisela la asiduidad de Beethoven! Y pensar que le haba dado una miniatura con su retrato! Si para algo se acordaba an del artista, era para devol-verle sus cartas, lo que al cabo consigui. Pero ella no logr recuperar su retrato,

    Julieta no tena otra dote que su gentil palmito y su cara bonita. La seora Guicciardi deseaba, con la ruda terquedad de las parientas pobres, un matrimo-nio de conveniencia para su hija. Afortunadamente,

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    la avinagrada madre volvi a Italia y dej a Julieta en Korompa, encomendada a sus primas. Era aquel el tercer verano que pasaba en el campo. Y por con-tera, all estaba tambin el conde Roberto, atractivo como un querubn que fuese, a un tiempo, maestro de baile.

    Beethoven se refugi en Heiligenstad, silencioso poblachn rodeado de vias. Sus bajas casuchas, de puertas siempre cerradas, parecen dormidas; las nicas seales de vida que all se advierten son las ra-mas de abeto que adornan las fachadas de las casas en que hay vino nuevo y los viedos que se extien-den hasta Kahlenberg.

    En un pabelln, que en otro tiempo perteneciera a un monasterio desaparecido, haba alquilado Beetho-ven dos habitaciones pequeas, que daban a un jar-dn y a las que se suba por una escalera exterior de madera. Las ventanas se abran sobre un soberbio no-gal. En aquella apacible mansin fu donde el artista conoci los momentos de ms atroz desesperacin.

    Ya en los aos precedentes, su enfermedad le haba inspirado acentos de honda melancola. En 1801 con-fiaba sus penas a sus dos amigos ntimos. El 1. de junio escriba a Amenda, prroco de Wirben, en Curlandia:

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    Has de saber que la parte ms noble de mi ser, mi odo, est cada da ms dbil. Cuando estbamos juntos ya lo adverta, pero quise ocultarlo. Ahora voy de mal en peor. No s si esto tendr remedio. Acaso provenga de mis trastornos gstricos; pero stos ya casi han desaparecido.

    Espero, con todo, que tambin mejorar del odo; pero ser difcil, porque estas enfermedades son de las peores de curar. . .

    ... Te ruego que guardes el secreto de cuanto se refiere a mi odo y no digas nada a nadie...

    Un mes despus hace anlogas confidencias al doc-tor Wegeler, casado con una amiga de la niez de Beethoven, Leonor Breuning, y aade:

    Puedo asegurarte que desde hace dos aos llevo una vida harto triste. Evito el trato de la gente, pues no es cosa de ir diciendo a todo el mundo: Soy sor-do. Todava, si tuviese otra profesin, el mal no se-ra tan grave, pero en la ma es terrible. Qu diran de m mis enemigos, que, ciertamente, no son pocos?

    A menudo maldigo de la existencia (1), Plutarco me ha llevado a la resignacin.

    (1) Segn Romain Rolland (vase su Vida de Bee-

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    Te suplico que no hables a nadie, ni siquiera a Lorchen (Leonor) de mi estado. Es un secreto que te confo.

    Mientras se crey amado combati con denuedo su enfermedad. Frank, director del hospital de Vie-na, le orden baos fros para calmar sus dolores in-testinales e inyecciones de aceite de almendras con-tra los zumbidos en los odos. El mdico militar Ve-ring, le aplic vejigatorios en los brazos. Al fin tro-pez con un practicante en el cual puso ilimitada confianza: el mayor Juan Adn Schmidt. Con todo, su hondo desengao amoroso, unido a sus sufrimien-tos fsicos, haban quebrantado sus energas y lo pu-sieron a punto de suicidarse.

    Buena prueba de ello es el Testamento de Heili-genstad. Est fechado el 6 de octubre de 1802. Ideas de suicidio, temor a la muerte, o, sencillamente, un grito del corazn? Lo cierto es que este testamento tiene todas las trazas de una confesin suprema. Unas cuantas disposiciones de orden material: sus

    thoven, versin castellana de Juan Ramn Jimnez, Ma-drid, 1915, pg. 116), Nohl, en su edicin de las cartas de Beethoven ha omitido las palabras und den Schpfer* y del Creador. (N. del T.)

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    hermanos quedan nombrados herederos universales; los requiere a manifestar su gratitud al prncipe Lichnowsky y al mdico Schmidt. El resto no es ms que una vehemente lamentacin, el ardiente suspiro del hombre que quisiera gozar de la vida y a quien la sordera condena a la soledad. No habla ms que de su odo enfermo, del dolor que le causa no oir el canto del pastor. Pero entre lneas se adivinan otros sufrimientos ocultos, sobre todo en esta postdata que aadi el 10 de octubre a su testamento:

    Con qu tristeza me despido de ti, oh, cara espe-ranza de verme curado, al menos en cierta medida! As como las hojas en otoo caen y se secan, as yo tambin me voy. Hasta el esforzado valor que a me-nudo me sostena en las bellas jornadas de esto, me ha abandonado ya. Oh, Providencia! Concdeme un solo da de pura alegra. Hace ya tanto tiempo que el dulce eco de la verdadera alegra no llega a m! Cundo, Dios mo, cundo podr escucharlo nueva-mente en el templo de la Naturaleza y de los hom-bres! Nunca? Oh, no! Esto sera demasiado cruel.