Vida de Vivos / Mecha Ortiz

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María Moreno : Conversaciones incidentales y retratos sin retocar. 2 Mecha Ortiz. ¿Qué se habrá hecho de mis galanes? vida de vivos :

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Fascículo de entrevista a Mecha Ortiz.

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María Moreno

:

Conversaciones incidentales y retratos sin retocar.

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Mecha Ortiz.

¿Qué se habrá hecho de mis galanes?

vida de vivos:

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Pero recuerdo un rostro descarnado en el que la luz borraba los contornos hasta dejar, como suspendidos en el aire, unos ojos encapotados que miraban con sarcasmoprohibido para menores

safo

non sancta

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uando yo era chica, solía contemplar con estupor cómo una adolescente peinada a la banana, rubia artificial y con los labios hinchados por la presión de un aparato de ortodoncia que ella solía lamerse con fruición, se sentaba a puertas cerradas ante un aparato de nebulizaciones para practicar, durante dos o tres horas, un misterioso ejercicio: inhalar una mezcla de yuyos que había recogido en el baldío. Fuera lo que fuese, tenía el poder de hacerla toser con una tos de perro. El ritual se hacía a espaldas de su madre. Yo podía ser testigo del suplicio puesto que, al no comprender su sentido, bien poco podría servirme para la delación o la burla. Sólo atinaba a observar en silencio que antes ella no estaba resfriada. Era mi prima “la Larga”, la boba por las películas, la que repetía el grado sin arrepentimiento y había menstruado a los nueve años. “La Larga” iniciaba su tratamiento los sábados a la tarde, poco antes de concurrir a una fiesta envidiablemente mixta. Su resultado: una voz correosa que parecía la de un hincha de fútbol luego del triunfo de su equipo. “La Larga” explicaba distraídamente que ese efecto de seducción era infalible. Sabiendo que, ortodoxa de zonza, sólo tomaba iniciati-vas a la vera de un maestro o maestra reconocidos, yo le pregun-taba una y otra vez de quién se copiaba. La palabra “copiar” la sublevaba, pero yo tenía mis métodos. Por ejemplo, negarle pequeños servicios celestinescos como la entrega de mensajes escritos en hojas cuadriculadas a tipos de piernas peludas pero que aún llevaban pantalones cortos. Un domingo por la tarde y cuando ya le había vuelto la voz de pito y tal vez más por vanidad que por los chantajes a los que yo había empezado a someterla, “la Larga” cedió. ¿Quién no disfruta al entregar un secreto largamente guardado, al editar sus matices, sus detalles, sus pausas dramáticas? “Por ella”, casi me gritó “la Larga” y el suspenso duró hasta la hora de la matinée. En el cine Bijou —el de nuestro barrio— daban una película non sancta.

Y como los chicos éramos los principales clientes, se había abolido el prohibido para menores. He olvidado las imágenes, los diálogos; creo que jamás entendí la trama. Pero recuerdo un rostro descarnado en el que la luz borraba los contornos hasta dejar, como suspendidos en el aire, unos ojos encapotados que miraban con sarcasmo —¿al sugerir que eran orientales debía comprenderse que eran malignos?— y una boca prolijamente dibujada que decía: “Por aquí no se pasa”. Un joven paliducho le respondía con la voz en un hilo: “¿Y por qué?”. “Porque yo no quiero”, respondía aquella boca. “La Larga” suspiró con aire excitado. A mí se me escapó una carcajada. Comparar la voz de Safo con la de “la Larga” era como comparar el David de Miguel Ángel con el menisco de una estatuita de terracota comprada en Luján. Descubierto su secreto, “la Larga” perdió su halo de misterio, su autotera-péutica pareció irrisoria y yo me acostumbré a que, en todo caso, era necesario acudir a las fuentes.

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—¡Qué mona sos!—Miren quién habla.La dama que mi prima “la Larga” hubiera juzgado distin-

guida me observa con la indulgencia de la vieja para con la joven. O tal vez sea un poco miope.

—Me siento floja, muy floja todavía. Pero me aguanto y quiero salir a escena —dice Mecha Ortiz varios años más tarde (ni ella ni yo tenemos el menor interés en decir cuántos)—. Tengo que ganar fuerzas. Porque a la escena hay que salir como si fuera lo único que te queda. O como un caballo percherón.

—Siempre parece preferir el teatro. Pero se recuerdan más sus películas. Safo, por ejemplo.

—La hicimos con Christensen en 1943. Después vinieron muchas safitos. Era un tema audaz para su época. Atrevido. Una mujer mayor, experimentada, que seduce a un jovencito y que termina volviéndolo loco. Todos soñaron alguna vez con una Safo

o con ser Safo. Me acuerdo que el libro cayó en nuestras manos por casualidad y decidimos hacerlo porque iba muy bien con mi temperamento y con mi físico. Christensen, que la dirigió, tenía veintiséis años. Ahora me dijeron que vuelve a filmar. Yo no sé cómo estará pero me muero de ganas de ver lo que hace. Es un director fantástico.

—Él le pidió que hiciera un desnudo.—Para El canto del cisne. Pero sigo pensando que el desnudo

no es necesario para tener éxito. Christensen me decía “te voy a sacar solamente la espalda”. Pero yo no quería ni de espaldas ni de lejos.

Tres años más tarde Christensen se dio el gusto de desnu-dar a Olga Zubarry en El ángel desnudo. No sé si habrá prometido lo mismo a su actriz, pero sólo se ve la espalda hasta poco más abajo de la cintura. El espectador puede armar el cuerpo completo por la mirada de Guillermo Battaglia, que la cámara toma inmediatamente después.

—Pero en algunas obras modernas la función del desnudo no es sólo la de atraer al público.

—Igual. Es un golpe bajo. Greta Garbo nunca tuvo que desnudarse para parecer sensual. Y no es que yo sea una mojigata, ya soy una persona hecha y derecha, pero esas cosas suelen derivar en algo de mal gusto. Mostrar todo lo que una tiene al aire no es necesario para emocionar a un público.

—El galán de Safo era Escalada.—Mis galanes. ¿Qué se habrá hecho de mis galanes?

Y lo dice con soltura, como si acabara de perder las llaves en algún rincón de su casa. Enrique Álvarez Diosdado, tan delgado como un palafrenero, hablaba con acento español, lo que lucía

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El canto del cisne

El ángel desnudo

distin-guida

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Safitos

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muy bien porque él había tenido el roce de Margarita Xirgu. Georges Rigaud, que en realidad se llamaba Pedro Jorge Delisst-che, hablaba con acento francés como el tío de la propaganda de Termidor. Roberto Escalada era el único auténtico industria nacional.

—Con Escalada comí el otro día. Está muy bien.—¿Sigue comiendo mucho?—Sí, y lo peor es que tiene tendencia a engordar. En

Lumiton lo teníamos a régimen estricto. De cincuenta postulan-tes para Safo él era el que mejor daba como protagonista. Fotografiaba muy bien. Pero estaba gordo. Hubo que hacerlo adelgazar veinticinco kilos. Para él era desesperante. El doctor Guerrico, un directivo de la compañía, lo tenía a régimen diario de dos bananas y un litro de leche. “Mecha, ¡cómo extraño los mostacholis de mi mamá!”, me decía Roberto.

César Guerrico era un radioaficionado, uno de los llamados locos de la azotea, que junto con Enrique Telémaco Susini y Luis Romero Carranza, todos médicos, había hecho, desde el Coliseo, con un micrófono para sordos y un transmisor de 5 kilovatios, la primera transmisión de radio. Fue el Parsifal de Wagner. Que nadie escuchó o que escuchó como simple prueba de que su moderna radio a galena funcionaba.

—¿Safo fue censurada?

—Sí, y también Karina, una pieza que pusimos en el Odeón, con Susini, que también era uno de los directivos de Lumiton.

—¿Levantaron la obra?—La levantaron por diez días y luego la volvimos a poner

con la condición de que cambiáramos una palabra. Una palabra que estaba muy bien puesta y que en el texto figuraba varias veces. El original era putain. La reemplazamos por prostituta. La cambiamos para darle el gusto a las autoridades porque ellos tienen más fuerza que uno y uno no se va a poner en contra de ellos. Por más valiente que sea. No se podía montar una obra y después mandar a treinta personas a su casa. Eso era el límite.

“En la época en que yo empecé no entrabas a un escenario pisando fuerte si no tenías muchas condiciones, y yo tuve la suerte de empezar con la compañía de Enrique de Rosas, que era la mejor compañía de comedias que había en Buenos Aires, y después seguí con Susini, porque todavía no me consideraba una persona lo suficientemente importante como para tener una compañía propia.” La doble vida del otorrinolaringólogo Susini había empezado en 1918, cuando la Armada argentina lo mandó a Europa para que averiguara cuál era el efecto de los gases en el aparato humano. Pero él aprovechó para traerse de Francia los

Safo

Safo

locos de la azotea

Parsifal

Karina

putain

prostituta

moderna

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transmisores de 5 kilovatios. En Lumiton, que quiere decir luz y sonido, Susini podría haber hecho todo: era camarógrafo, régisseur, realizador y hasta barítono. Era la época en que los médicos hacían la carrera por obedecer a los padres y después se desviaban como Alberto Castillo. Los tres locos de la azotea que fundaron Lumiton eran de champagne corrido, cabarutes con veladores de flecos y madrugadas en El Tropezón, dicen. Mientras que la Argentina Sono Film, fundada por el ex corredor de vinos Atilio Mentasti, garantizaba el estilo y las películas para todo público.

—Susini era una especie de intelectual más que un empresario.—Sí, era un hombre de gran instrucción, un empresario que hizo grandes ciclos de

teatro nacional y universal y que llegó a traer acá a personajes muy importantes. Por ejemplo a Pirandello, que vino cuando se estaba poniendo una obra de él. Era además muy moderno, no tenía ese afán por la plata que hay ahora sino que quería hacer buen teatro. Él hacía ciclos donde se pasaba de Calderón de la Barca a una comedia ligera y de ahí a algo muy porteño. Era un ecléctico.

—¿Y el público lo seguía?—Totalmente. Lo que tenía éxito era bueno. Luego, también por esos años venían aquí

las grandes compañías del mundo. Cualquier actor inglés, italiano o francés llegaba para la temporada de invierno y trabajaba a teatro lleno. Y hacía Molière, piezas modernas, de todo. Acabo de ver una buena versión de El conventillo de la Paloma, por un conjunto francés, el de Caviar, caviar, y eran excelentes. Pero este Hamlet que están dando no es la mejor versión que vi. A lo mejor porque vi el de Ruggiero Rigieri, el de Bel Ami.

—¿Cree que fue la economía la que acabó con esa época de esplendor?—A lo mejor porque el teatro es caro. Debe ser caro porque no podés traer a un actor

importante y que no haya nada en el escenario que valga más de dos centavos. El teatro, si lo haces con mishiadura, en mishiadura se queda. Creo que el teatro depende de muchas cosas. Por ejemplo, ahora la televisión le ha quitado mucha gente.

—¿Le parece menor la televisión?—Nada es menor. Es menor si uno lo hace mal. Si uno lo hace bien no es menor.—¿Ve televisión?—Nunca me pierdo a Minguito Tinguitella.—¿Le gusta?—Sí. ¿A ti no?—No mucho. En parte porque se repite.

—Es que es muy difícil hacer reír un año seguido. Hay que tener mucho carisma, mucho talento y mucha gracia. Altavista es un gran actor, como Porcel. Es fácil recordarla como Madame Bovary cuando aún no había sucumbido a la tentación del adulterio y trepaba

Debe ser caro porque no podés traer a un actor importante y que no haya nada en el escenario que valga más de dos centavos. El teatro, si lo haces con mishiadura, en mishiadura se queda.

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régisseur

luz y sonido

se desviaban

Caviar, caviar Hamlet

mishiadura mishiadura

El Conventillo de la paloma

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alguien les dijo

los mucha-

gomina

china

los muchachos de antes no usaban

chos de antes no usaban gomina

Los tres berretines

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escaleras arriba —era una escena de la película—, se arrojaba sobre un lecho bañada en llanto para gritar “Tengo un alma pura y un cuerpo inútil”, frase que seguramente no estaba en el original de Flaubert. Ahora se aburre en un sillón y responde preguntas sin la intención de volver a apasionarse con el relato de su vida. Su hijo Julián lee un pesado libro de tapas rojas e intervi-ene en la charla para precisar una fecha, alcanzar una palabra rezagada. Sólo la coquetería la hace dar un respingo.

—¿Usted lo recomendó a Luis Sandrini?—¿Yo? Eso no, querida, porque Luis era bastante mayor que yo y

estaba muy bien colocado, así que no necesitaba que nadie lo recomendara.—China —interrumpe Julián—, lo que esta chica quiere decirte es que

Guerrico, Susini y otros que integraban la compañía contrataron a Sandrini para hacer su primera película que se llamaba Los tres berretines, que había sido su gran éxito en el teatro, y alguien les dijo: “Che, contraten a Sandrini que se va a colocar cada vez más alto y va a ser más difícil entonces”.

Le dice alguien les dijo mirándola fijo, como soplándole. Tal vez el libro de tapas rojas sea una historia del cine nacional.

—A lo mejor, ésa fui yo.—¿Qué tal se llevaba con sus directores? Por ejemplo, con Romero.—De primera. Yo siempre dije que a mí los directores me mantenían.

Me llevaban de aquí para allá, a comer, me venían a buscar y me llevaban a casa. A veces íbamos a dormir a Lumiton. No te puedes llevar mal con un director porque es una persona que te da mucho y tú a él, y entonces no puedes andar a las peloteras. Romero me dirigió en mi primera película, Los mucha-

chos de antes no usaban gomina. Era un tipo que tenía la rara habilidad de saber recoger algo de la calle, hacerlo pasar por su gusto y transformarlo en un impacto. Lumiton lo contrató por siete películas y las siete fueron un puñetazo en el ojo. No era de esos directores modernos, de cosas raras.

—No era un intelectual, querés decir, China —corrige Julián. La China muestra la palma de la mano: “Romero al cine lo conocía así”. Y ella comenzó a saberlo en 1936, a través de la Mireya de Los muchachos de antes no usaban

gomina, donde se sospechó que si nunca había podido hacer de “damita joven” debido a la gravedad de su voz y a sus miembros largos y nada debiluchos, sólo era capaz de llevarse bien con personajes mito, así esos mitos, como la rubia Mireya, se gestaran en el fango. Y la que le ponía la cara a las Madame Bovary o Anna Karenina bien podía también poner el hombro y montar con su propia compañía una obra que exigía bajo su responsabilidad colocar sobre un escenario la nada razonable suma de treinta y dos mujeres. La obra, estrenada en 1942, pertenecía a Claire Booth.

—¿Existían en ese momento antecedentes de mujeres empresarias que se hubieran metido en un lío tan terrible? —¿Lo dices por las treinta y dos mujeres? No sé si con un elenco tan movido. Pero había antecedentes. Luego se hizo a un lado a las mujeres. Yo

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no sé por qué no salieron las sufragistas a chillar. Fue fácil. Yo tenía un amigo español, un exiliado que consiguió la obra, la leyó y pensó que podría ser para mí. Sin calcular mucho lo que me iba a costar. Además, yo era bastante audaz. Por ejemplo, le pedí a Rodolfo ranco, que era escenógrafo del Colón, que me hiciera las esceno-grafías, pero le dije: ¡Ojo, que no puedo pagarte ni un peso! Me dijo que no me preocupara. Si me iba bien, le pagaba; si no, no. Estren-amos en noviembre e hicimos diciembre, enero y febrero a teatro lleno. Ensayamos alrededor de tres meses, no más, porque si no uno termina tomándole odio a la comedia.

—¿Y le pagó?—¿A quién?—A Franco.—Ni me acuerdo. Supongo que sí.—¿Había más profesionalismo entonces?—Digamos que casi todos nosotros pertenecíamos a una vieja

escuela que después dejó de existir. Se trabajaba con vista a toda la temporada. Luego, si la cosa no iba bien, se bajaba el cartel y listo. En Mujeres trabajaban Rosita Rosen, Delfy de Ortega, Juana Sujo, que después murió en Venezuela. Estaba también Amelia Bence, que se daba un baño de espuma en el escenario.

Algo bastante audaz, como todo lo que Mecha puso en práctica hasta ganarse una terrible fama de mata-hombres, de araña benévola, capaz de devorar a un joven de ojeras rubendarianas como si se tratara de una mosca: ilusiones creadas a la sombra de sus personajes y a las que adhirió Manuel Puig desde alguna penumbra cinematográ-fica de una sala de Villegas y que quiso resucitar hace algunos años poniendo a Mecha bajo la batuta de Leopoldo Torre Nilsson en Boquitas pintadas.

—Manolo vino a casa temblando, tenía mucho miedo, hacía tantos años que no me veía que pensó que me iba a encontrar toda pachucha.

Puig no se pegó ninguna desilusión; como todo rostro idea, como el de Greta Garbo, como el de Marlene Dietrich, el rostro de Mecha Ortiz permanece, si no intacto, el mismo. Inimitable, como la voz que mi prima “la Larga” remedaba con el peor de los resultados.

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Siete Días, 28 de octubre de 1981

Mujeres

Boquitas Pintadas

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