Viaje al Japón - ataun.eus¡sicos en...Visión del Japón en diez horas, con una relación completa...

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Viaje al Japón Kipling Rudyard Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Viaje al Japón

Kipling Rudyard

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Visión del Japón en diez horas, con una relacióncompleta de los usos y costumbres de su pueblo, lahistoria de su Constitución, sus productos, su arte ysu civilización, sin omitirse un almuerzo en unacasa de té con O-Toyo.

«No puedes desplegar al airetu bandera

ni mojar tus remos en el lago,pero se está labrando una proa

de bellezay el agua olvida el timón entre

sus rizos. »

Esta mañana, después de las tribulaciones deuna noche de balanceos, el ojo de buey de micamarote me mostró dos grandes rocas man-chadas y rayadas de verde y coronadas por dos

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raquíticos pinos de color azul negruzco. Al piede las rocas un bote, que por su color y su deli-cadeza podía haber sido de madera de sándalolabrada, sacudía al viento de la mañana unavela rizada blanco marfil. Un muchacho azulañil, con la cara de marfil viejo, tiraba de uncable. La roca y un árbol y el bote formaban unpanel de pantalla japonesa, y vi que el país noera una mentira. Esa «buena tierra parda» nues-tra tiene muchos placeres que ofrecer a sushijos, pero entre sus dones hay pocos compara-bles a la alegría de entrar en contacto con unnuevo país, una raza completamente extraña ycostumbres contrarias. Tanto da que se hayanescrito bibliotecas enteras; cada nuevo especta-dor es, para sí mismo, un nuevo Cortés. Y yoestaba en el Japón, el Japón de los gabinetes y laebanistería, de la gente grácil y los finos moda-les. En el Japón, del que proceden el alcanfor, lalaca y las espadas de piel de tiburón; en... ¿có-mo lo decían los libros?... en una nación de ar-tistas. Cierto que sólo permaneceríamos doce

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horas en Nagasaki antes de partir hacia Kobe;pero en doce horas se puede recoger una muyaceptable colección de experiencias nuevas.

Un hombre execrable vino a mi encuentro encubierta, con un folleto azul pálido de cincuentapáginas.

-¿Ha visto usted -me preguntó- la Constitu-ción del Japón? El Emperador la hizo en perso-na el otro día. 1 Está toda en trazos europeos.

1 El emperador era, desde 1867, Mutsu Hito,nacido en 1852; instaurado en el pleno ejerciciodel poder imperial por la revolución Meiji en1868, reinó hasta su muerte en 1912. La Consti-tución, promulgada el 11 de febrero de 1889, unpar de meses antes de la llegada de Kipling alJapón, fue redactada por Ito Hirobumi (1838-1909), pero fue presentada como un don gracio-so del emperador, el cual era declarado en ellafuente única de toda autoridad, incluida, porsupuesto, la de la propia Constitución.

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Tomé el folleto y me encontré con una Consti-tución completa en blanco sobre negro marcadacon el crisantemo imperial; un primoroso pe-queño proyecto de representación, reformas,sueldos de diputados, cálculos presupuestariosy legislación. Es una cosa terrible si se estudiade cerca: es desoladoramente inglesa. 2

Sobre las colinas, alrededor de Nagasaki,había un verde tornasolado de amarillo, dife-rente, según se inclinaba a percibir mi mentefavorablemente predispuesta, del verde de losdemás países. Era el verde de una pantalla ja-ponesa, y los pinos eran pinos de pantalla. Laciudad misma apenas asomaba por encima delpuerto pululante. Yace entre colinas, y su rostrocomercial (un muelle mugriento) estaba enfan-

2 La Constitución japonesa de 1889 no se ins-piraba principalmente en el sistema políticobritánico, sino en el sistema, todavía más res-trictivo, de la legislación constitucional alema-na.

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gado y desierto. Los negocios, me alegró saber-lo, andan de capa caída en Nagasaki. Los japo-neses no deberían tener nada que ver con losnegocios. Cerca de uno de los tranquilos em-barcaderos descansaba un barco de la GenteMala: un vapor ruso procedente de Vladivos-tok. Sus cubiertas estaban atestadas de todaclase de desechos, su aparejo tan desaliñado ysucio como el cabello de una criada de casa dehuéspedes, y sus costados eran asquerosos.

-He aquí -dijo un compatriota mío- un exce-lente espécimen ruso. Debería usted ver susbarcos de guerra; son igual de asquerosos .3Algunos vienen a hacer limpieza en Nagasaki.

3 Desde sus tiempos de colegial, Kipling de-testaba a los rusos por considerarles peligrososcompetidores de Inglaterra por el control colo-nial de la India. Recuérdese que en su novelaKim (1901) los «malos» son espías y agitadoresrusos.

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Esa información era más bien pobre y tal vezinexacta, pero hizo subir al máximo mi buenhumor cuando bajé y un joven caballero, con uncrisantemo plateado en su gorra de policía ycon el cuerpo mal embutido en un uniformealemán, me dijo, en un inglés impecable, que noentendía el inglés. Era un funcionario de adua-nas japonés. De haber sido más larga nuestraescala, hubiese llorado por él porque era unhíbrido (en parte francés, en parte alemán, enparte americano), un tributo a la civilización.Según parece, todos los funcionarios japoneses,de policía para arriba, llevan ropas europeas, yesas ropas jamás se les ajustan bien. Pienso queel Mikado las hizo al mismo tiempo que laConstitución. Con el tiempo acabarán por sen-tarles bien.

Cuando un cochecito de tracción humana, ti-rado por un joven bien parecido, de mejillas demanzana y con cara de vasco, me introdujo en

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el decorado del Mikado, acto primero, 4 no medetuve ni grité de deleite, porque la dignidadde la India gobernaba todavía mi compostura.Me recliné en los cojines de terciopelo y dedi-qué una sonrisa sensual a Pittising, 5 con suancho cinto, y tres horquillas gigantescas en sucabello negro azulado, y zuecos con talones detres pulgadas. Se rió, como lo había hecho unajoven birmana en la vieja pagoda de Moulmein.Y su risa, la risa de una dama, fue mi bienveni-da al Japón. ¿Puede la gente contenerse de reír?Creo que no. Tienen a tantos millares de niñosen las calles, saben ustedes, que los mayoreshan de ser jóvenes por fuerza, para no afligir alos niños. Nagasaki está habitada íntegramentepor niños. Los mayores sólo existen ahí portolerancia. Un niño de cuatro pies pasea con un

4 El Mikado, opereta de enorme éxito, con letra de Wi-lliam Gilbert (1836-1911) y música de Arthur Sullivan(1842-1900), se había estrenado en 1885.

5 Personaje femenino de la opereta El Mikado.

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niño de tres, el cual lleva de la mano a un niñode un pie 6 que, a su vez... pero ustedes no mecreerían si les dijera que la escala desciendehasta muñequitas japonesas de medio pie comolas que se venden en Burlington Arcade. Estasmuñecas se mueven y ríen. Cada una de ellasva envuelta en un camisón de noche de colorazul sujeto por una faja que, a su vez, sujeta elcamisón de la persona que la lleva. De modoque, si se desatara la faja, la niña y su hermano,poco mayor que ella, quedarían simultánea-mente desnudos. Vi a una madre hacer eso, yfue exactamente lo mismo que ver pelar huevosduros.

6 Un pie: 30,48 centímetros; basta, pues, con dividir el nú-mero de pies por tres y redondear por abajo para obteneruna equivalencia aproximada en el sistema métrico deci-mal; en este caso se obtiene, respectivamente, un metroveinte, noventa centímetros y treinta centímetros. Enadelante, sólo se darán en nota las equivalencias de medi-das si hacerlo supone una agilización de la lectura.

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Si ustedes buscan extravagancias de colores,escaparates llameantes y linternas deslumbra-doras, no encontrarán nada de todo eso en lasangostas calles empedradas de Nagasaki. Perosi lo que desean son primores de construcciónde casas, vistas de limpieza perfecta, un gustoexquisito y la perfecta subordinación del objetoelaborado a las necesidades de su constructor,encontrarán todo lo que buscan y todavía más.Todos los tejados, tanto los de tablas como losde tejas, tienen el color mate del plomo, y todaslas fachadas son del color que Dios dio a la ma-dera. No hay humos ni brumas y, a la clara luzde un cielo nuboso, veía las más angostas calle-juelas como el interior de un gabinete.

Hace tiempo que los libros les han contadocómo está construida una casa japonesa, sobretodo con pantallas deslizantes y mamparas depapel, y todo el mundo sabe la historia del la-drón de Tokyo que robaba con unas tijeras amodo de ganzúa y barrena y que robó los pan-talones del cónsul. Pero todo lo que se ha im-

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preso no bastará para hacerles conocer el aca-bado exquisito de una vivienda en la que sepodría entrar de un puntapié y que podría re-ducirse a astillas a puñetazos. Contemplemos latienda de un bunnia .7 Vende arroz, chile, pesca-do seco y cucharas hechas de bambú. La partefrontal de su tienda es muy sólida. Está hechade tablillas de media pulgada clavadas de cos-tado. Ninguna está rota, y cada una es perfec-tamente cuadrada. Avergonzado de esa rudafortificación, llena la mitad de la fachada conpapel aceitado tendido en marcos de un cuartode pulgada. Ni uno solo de los cuadrados depapel aceitado tiene ningún agujero, y ningunode los cuadros, que en países más incivilizadosllevarían vidrio si fuesen lo bastante fuertes, sesale de la alineación. Y el bunnia, vestido con uncamisón y calzado con gruesos calcetines, estásentado al fondo, no entre sus mercancías, enuna estera de suave paja de arroz de color oro

7 Mercader, tendero. Término indio.

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pálido bordeada con una tira negra. Esa esteramide dos pulgadas de grosor, tres pies de an-cho y seis de largo. Uno podría, en el caso deser lo bastante cerdo para hacerlo, comerse lacena sobre cualquier porción de esa estera. Elbunnia descansa, rodeando con su brazo azulenguatado un gran brasero de bronce batido enel que se delinea vagamente, en líneas incisas,un terribilísimo dragón. El brasero está lleno deceniza de carbón, pero no hay ceniza en la este-ra. Al alcance de la mano del bunnia hay unabolsa de cuero verde atada con un cordoncillode seda rojo, que contiene tabaco cortado tanfino como fibras de algodón. El bunnia llena unalarga pipa lacada, roja y negra, la enciende conel carbón del brasero, toma dos bocanadas, y lapipa se vacía. La estera sigue inmaculada. De-trás del bunnia hay un biombo de cuentas ybambú que vela una habitación de suelo oropálido, techada con paneles de cedro granoso.En la habitación no hay nada más que una man-ta rojo sangre extendida tan lisa como una hoja

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de papel. Más allá de la habitación hay un pa-sillo de madera pulida, tan pulida que devuelvelos reflejos de la pared empapelada de blanco.Al extremo del pasillo, claramente visible tansólo para ese bunnia en particular, hay un pinoenano, de dos pies de alto, en una maceta bar-nizada de verde y, a su lado, una rama de aza-lea, rojo sangre como la manta, plantada en untiesto agrietado de color gris pálido. El bunnia laha puesto ahí para su propio placer, para delei-te de sus ojos, porque le gusta. El hombre blan-co no tiene nada que ver con sus gustos, y si élmantiene su casa inmaculadamente pura esporque le gusta la limpieza y sabe que es artís-tica. ¿Qué podemos decirle, a ese bunnia?

Quizá su hermano viva en el norte de la In-dia, detrás de una fachada de madera tosca en-negrecida por el tiempo, pero... no creo quecuide otras plantas que tulsis en una maceta, y

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eso tan sólo para complacer a los dioses 8 y a lasmujeres de su familia.

No comparemos a esos dos hombres; sigamospaseando por Nagasaki.

Exceptuando a los horribles policías que insis-ten en ser continentales, la gente, la gente co-mún, no anda metida en las impropias vestidu-ras de Occidente. Los jóvenes llevan sombrerosde fieltro redondos, a veces chalecos y pantalo-nes, y semiocasionalmente zapatos. Todo eso esdespreciable. Dicen que en las ciudades másmetropolitanas la ropa occidental es más la re-gla que la excepción. Si eso es cierto, me inclinoa creer que los pecados que cometieron sus an-tepasados cuando convertían en bistecs a losmisioneros jesuitas han sido castigados en losjaponeses en forma de un oscurecimiento par-

8 El tulsi, una variedad de albahaca, está con-sagrado al dios Visnú en la religión hinduista.

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cial de sus instintos artísticos. Claro que el cas-tigo parece excesivo en proporción a la falta.

Pasé luego a admirar el frescor de las mejillasde la gente, las sonrisas de tres hoyuelos de losbebés gordezuelos y el extraordinario carácter«ajeno» de todo lo que me rodeaba. Es extrañoencontrarse en una tierra limpia, y todavía másextraño pasear entre casas de muñecas. El Ja-pón es un país gratificante para un hombre baji-to. Nadie lo abruma a fuerza de estatura, y miradesde arriba a todas las mujeres, como es justoy decoroso. Un comerciante de curiosidades sedobló por la mitad sobre la estera de su puerta,y entré, experimentando por primera vez lasensación de ser un bárbaro y no un auténticosahib. 9 El lodo callejero formaba costra en miszapatos, y él, el propietario inmaculado, me

9 Literalmente, «amo». Denominación que lu-cían todos los británicos residentes en la Indiacolonial.

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invitó a pasar sobre un suelo pulido y esterasblancas a un cuarto interior. Me trajo esterillaspara los pies, lo cual aún empeoró las cosas, yaque una linda muchacha luchaba contra la risa,detrás de una mampara, mientras yo me esfor-zaba por calzármelas. Los tenderos japonesesno deberían ser tan limpios. Entré en un pasillode tablas de unos dos pies de ancho, encontréuna joya de jardín de árboles enanos que ocu-paba la mitad de la superficie de una pista detenis, me di un cabezazo contra un frágil dintel,llegué a un recinto primoroso de cuatro paredesy allí, involuntariamente, bajé la voz. ¿Recuer-dan Cuckoo Clock, de Mrs Molesworth, 10 y elgran gabinete en el que entró Griselda con elcuco? Yo no era Griselda, pero mi amigo de vozgrave, envuelto en largas ropas suaves, sí era elcuco, y el cuarto era el gabinete. Intenté una vez

10 La escritora escocesa Mary Louisa Stewart (1839-1921), Molesworth por su apellido de casada, publicóCuckoo Clock [«El reloj de cuco»], una de las más popu-lares de sus muchas historias infantiles, en 1877.

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más consolarme pensando que podía hacer añi-cos la casa entera a patada limpia; pero con esosólo conseguí sentirme grandote, tosco y sucio,y ése es un modo de sentirse muy poco favora-ble para regatear. El hombre-cuco hizo traer tépálido, justo ese té del que se habla en los librosde viaje, y el té completó mi turbación. Lo quequería decir era: «Mire. Usted es demasiadolimpio y refinado para esta vida en la tierra, ysu casa no es adecuada para que un hombreviva en ella hasta haber aprendido un montónde cosas que nunca me han enseñado. En conse-cuencia, le odio porque me siento inferior austed y porque me desprecia, y desprecia miszapatos, porque sabe que soy un salvaje. Dejeque me vaya o le pondré por sombrero su casade madera de cedro». Lo que de veras dije fue:«Oh, ah, sí. Realmente precioso, todo esto. Unmodo realmente curioso de hacer negocios».

El hombre-cuco resultó ser un tremendo ex-torsionador; pero me sentí acalorado e incómo-do hasta que volví a encontrarme fuera de allí y

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fui de nuevo un británico pisoteador de lodo.Ustedes no se han metido nunca, por inadver-tencia, en un gabinete de trescientos dólares, demodo que no me comprenderán.

Llegamos al pie de una colina, como si dijé-ramos la colina en la que está la Shway Dagon,11 y por ella subía una imponente escalera depeldaños grises, oscurecidos por el tiempo, ja-lonada aquí y allí por toriis monolíticos. Todo elmundo sabe qué es un torii. Los hay en el sur dela India. Un gran rey toma nota del sitio dondequiere construir un arco enorme pero, siendoun rey, lo hace con piedra, no con tinta: dibujaen el aire dos radios y un travesaño, de cuaren-ta o sesenta pies de alto y veinte o treinta deancho. 12 En el sur de la India el travesaño estáencorvado en el centro. En el Lejano Oriente esflameante en sus extremos. Esta definición no

11 Pagoda de Birmania.12 De doce a dieciocho metros de alto y de seis a nueve deancho.

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se ajusta demasiado a lo que dicen los libros,pero aquél que se ponga a consultar libros enun país nuevo está perdido. Por encima de lospeldaños colgaban macizos pinos azul verdosoo verde negruzco, viejos, retorcidos y abollados.El follaje en la ladera era de un verde más páli-do, pero los pinos daban la clave del color conel que armonizaban las ropas azules de las po-cas personas que había en la escalera. No habíasol en la atmósfera, pero puedo jurar que elbrillo del sol lo hubiera estropeado todo. Subi-mos durante cinco minutos, yo, el Profesor 13 yla cámara fotográfica, y luego, volviéndonos,vimos los tejados de Nagasaki extendidos anuestros pies: un mar de plomo de color pardomate con salpicaduras rosa crema, aquí y allí,que indicaban el florecer de los cerezos. Lascolinas alrededor de la ciudad estaban mo-

13 El Profesor es un personaje imaginario queKipling utilizará para desdoblarse, dialogarconsigo mismo y contradecirse.

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teadas por los lugares de reposo de los muertos,con bosquecillos de pinos y bambúes plumosos.

-¡Qué país! -dijo el Profesor, preparando la cá-mara-. No sé si se habrá dado usted cuenta,pero donde sea que vayamos siempre hay al-guien que sabe cómo hay que llevar mis cosas.El cochero del ghari, en Moulmein, me dejó amano los filtros fotográficos; aquel hombre dePenang también sabía de qué iba la cosa; y elculí del rickshaw 14 ya había visto cámaras foto-gráficas. Es curioso, ¿verdad?

-Profesor -dije-, eso se debe a la extraordinariacircunstancia de que no somos los únicos habi-tantes de la tierra. Empecé a comprenderlo enHong-Kong. Ahora la cosa va haciéndose cada

14 En rigor, el vehículo indio llamado rickshawera tirado por cuatro culíes, pero en todo eltexto Kipling aplicará el nombre de «rickshaw»a cualquier vehículo de tracción humana.

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vez más clara. No me sorprendería que, a fin decuentas, resultásemos ser personas corrientes.

Entramos en un patio donde un caballo debronce de aire malévolo miraba fijamente a dosleones de piedra y donde multitud de niñosparloteaban entre sí. En torno al caballo debronce hay una leyenda que puede encontrarseen las guías de viaje. Pero la auténtica y verda-dera historia del animal es que fue realizado,hace mucho, con marfil fósil de Siberia, por unPrometeo japonés, y que cobró vida y tuvo mu-chos potrillos cuyos descendientes se parecenenormemente a su antepasado. El paso de losaños ha eliminado casi por completo el marfilen la sangre, pero aflora todavía en las crines ylas colas cremosas; y la gruesa barriga y las ma-ravillosas manos del caballo de bronce siguenencontrándose, incluso hoy, entre los caballitosde tiro de Nagasaki, que transportan albardasadornadas con terciopelo y tela roja, llevan za-patos de hierba en los pies, y a los que se haceparecer caballos de pantomima.

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No pudimos ir más allá de ese patio porquehabía un letrero que ponía: «Prohibida la entra-da», de modo que todo lo que vimos del templofueron altos tejados de barda ennegrecida suce-diéndose en crestas y ondulaciones hasta per-derse en el follaje. Los japoneses saben jugarcon la barda como otros juegan con la arcilla demodelar; pero es un misterio, a ojos del lego,cómo sus ligeras columnas pueden soportar elpeso del techo.

Bajamos la escalera para almorzar y, entretan-to, fue formándose en mi corazón una decisióna medias. Birmania era un sitio de veras encan-tador, pero allí comían gnapi, y había olores, y, afin de cuentas, las muchachas no eran tan lin-das como otras...

-Hay que quitarse los zapatos -dijo Y-Tokai.

Les aseguro que no hay dignidad en el hechode sentarse en los peldaños de una casa de té yquitarse con esfuerzo unos zapatos fangosos. Yes imposible resultar fino si uno anda en calce-

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tines sobre un suelo pulido como un espejo yuna muchacha primorosa le pregunta dóndequiere comer. Si pasan por esa situación, llevenpor lo menos un par de bonitas zapatillas. Quesean de piel de sambhur 15 bordada, o de seda silo prefieren, pero no se queden ahí, como yo,con unas cosas pardas a rayas con un zurcidoen el talón, intentando hablar con una geisha.

Nos condujeron (eran tres, todas ellas frescasy bonitas) a una habitación amueblada con unapiel de oso de color marrón dorado. En el toko-noma, 16 saloncillo privado, había una pintura

15 También llamado sambar. Una de las especies de antí-lopes de mayor tamaño de la India.

16 Puede escribirse separando las palabras: to-ko no ma, literalmente «habitación del lecho».Hueco o recinto, adjunto a una sala principal,cuya utilidad no es funcional sino estética: conel toko no ma se busca dar el tono del buen gustode la casa entera por la armonía, en él, entre losjuegos de luces y sombras y o bien un solo obje-to artístico, o bien un par: generalmente una

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enrollable con murciélagos revoloteando a laluz del crepúsculo, una maceta de bambú flori-do, y flores amarillas. El techo era de maderaartesonada, con la excepción, en el lado máscercano a la ventana, de una franja hecha de vi-rutas de cedro trenzadas y separada del restodel techo por un bambú marrón vino tan pulidoque se hubiera dicho lacado. Un toque con lamano proyectó hacia atrás todo un lado de lahabitación, y entramos en una sala realmentegrande con otro tokonoma enmarcado, de unlado, por ocho o diez pies de una madera des-conocida, y por arriba por una rama de árbol nodescortezada, de una granulación parecida a lade un «abogado de Penang», 17 colocada allí tan

obra plástica (pintura, dibujo o composicióncaligráfica), escogida según la época del año, yun motivo floral.

17 Clase de bastón de paseo tan robusto quepodía servir de arma; hoy quizá sea especial-mente conocido por haber contado entre sus

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sólo porque estaba curiosamente moteada. Enese segundo tokonoma había un jarrón gris perla,y nada más. Dos de los lados de la habitacióneran de papel aceitado y las junturas de las vi-gas estaban cubiertas de imágenes en bronce decangrejos a mitad del tamaño natural. Exceptoel umbral del tokonoma, que era de laca negra,cada pulgada de madera tenía su intachablegrano natural. Fuera estaba el jardín, orlado porun seto de pinos enanos y adornado por unmenudo estanque, por cantos rodados hincadosen el suelo y por un cerezo en flor.

Nos dejaron solos en ese paraíso de limpiezay belleza y, no siendo yo nada más que un des-vergonzado inglés sin zapatos (un hombreblanco se degrada si va descalzo), deambulé alo largo de las paredes, mirando todos los

usuarios a Sherlock Holmes, personaje entoncesrecién creado (Estudio en escarlata, 1887) porArthur Conan Doyle.

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biombos. Tan sólo cuando me detuve a exami-nar el pestillo engastado de un biombo me dicuenta de que tenía una placa de marqueteríaque representaba a dos grullas blancas comien-do peces. Tenía en total tres pulgadas cuadra-das y, en el curso normal de las cosas, nadie iríaa mirarla. Los biombos formaban un armario enel que parecían almacenarse todas las lámparas,candelabros, cojines y colchonetas de la casa.Una nación oriental capaz de llenar un armariolimpiamente merece una reverencia. Subí poruna escalera de madera granosa y laca hastaunas habitaciones del diseño más curioso, conventanas circulares que no se abrían sobre naday que, por ello, estaban rellenadas con arabes-cos de bambú para deleite de los ojos. Los pasi-llos con suelo de madera brillaban como el hie-lo, y me sentí avergonzado.

-Profesor -dije-, nos escupen; no comen comocerdos; son incapaces de pelearse, y un borra-cho se tambalea erguido a través de todas las

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partes de la casa antes de rodar colina abajohasta Nagasaki. Es imposible que tengan hijos.

Ahí callé. Abajo estaba lleno de niños.

Entraron las doncellas; traían té en porcelanaazul y un pastel en un cuenco lacado rojo, unpastel como sólo los hay en una o dos casas enSimla. 18 Nos tumbamos sin ninguna eleganciaen alfombrillas rojas sobre las esteras, y nosdieron palillos para dividir el pastel. Fue unalarga tarea.

-¿Eso es todo? -gruñó el Profesor-. Tengohambre, y sólo con pastel y té no se puede lle-gar hasta las cuatro de la tarde.

18 Población al norte de la India (en HimaghalPradesh), en los contrafuertes del Himalaya, auna altitud algo por encima de los 2.000 metros;era la residencia de verano del virrey y el principal centro recreativo y vacacional de la élitecolonial británica en la India.

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Tomó furtivamente con la mano un trozo depastel. Las doncellas volvieron (esta vez erancinco) con bandejas de laca negra de un pie delado y cuatro pulgadas de alto. 19Eran nuestrasmesas. Nos traían un cuenco de laca roja llenode pescado hervido en salmuera y de anémonasde mar. Por lo menos, no eran setas. Una servi-lleta de papel atada con hilo de oro envolvíanuestros palillos; y en un platillo plano traíanun cangrejo ahumado, una lonja de algo queparecía un compromiso entre el aspecto de unbudín de Yorkshire y el sabor de una tortillaazucarada, y un fragmento retorcido de unacosa translúcida que debía haber estado vivapero ahora estaba en escabeche. Se marcharon,pero no con las manos vacías porque tú, ¡oh, O-Toyo!, te llevaste mi corazón, el mismo corazónque se había rendido a la muchacha birmana enla pagoda de Shway Dagon.

19 Es decir, muy pequeñas para el uso que se les dará:unos treinta y unos diez centímetros respectivamente.

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El Profesor abrió un poco los ojos, pero no di-jo ni palabra. Los palillos exigían toda-su aten-ción, y el regreso de las doncellas acabó con laque le quedase. O Toyo, de cabello de ébano, demejillas de rosa, hecha de delicada porcelana, serió de mí porque devoré toda la salsa de mosta-za que habían servido con mi pescado crudo ylloré copiosamente hasta que ella misma me diosaki 20 de una imponente botella de unas cuatropulgadas de altura. Tomen ustedes un poco devino del Rin muy ligero, caliéntenlo con espe-cias y olvídense de la mezcla hasta que estémedio fría, y habrán obtenido saki. A mí me lodieron en un recipiente tan pequeño que meatreví a llenarlo ocho o diez veces sin que porello, al final, amase menos a O-Toyo.

20 O sake. En todo el texto se mantiene, salvo por algunaexcepción lo bastante irrelevante para que no merezca lapena indicarla, la grafía empleada por Kipling de laspalabras japonesas.

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Después del pescado crudo y la salsa de mos-taza llegó otra clase de pescado, cocinado conrábanos en adobo, muy resbaladizo entre lospalillos. Las doncellas se arrodillaron formandoun semicírculo y gritaron de gozo ante la torpe-za del Profesor, porque en realidad no fui yoquien casi derribó la mesa en un frustrado in-tento de reclinarse graciosamente. Después deunos vástagos de bambú llegó una vasija dejudías blancas en salsa dulce; una cosa de ver-dad sabrosa. Intenten ustedes llevarse judías ala boca valiéndose de un par de agujas de hacercalceta, y ya verán qué pasa. Un poco de polloastutamente hervido con nabos y todo un cuen-co repleto de pescado sin espinas, blanco comola nieve, y un montón de arroz concluyeron lacomida. He olvidado uno o dos servicios pero,cuando O-Toyo me tendió la frágil pipa japone-sa lacada llena de un tabaco que se parecía alheno, conté nueve platos en el anaquel de laca,y cada plato representaba un servicio. O-Toyo y

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yo fumamos echando bocanadas alternativa-mente.

Respetabilísimos amigos míos de todos losclubs y todas las reuniones sociales, ¿algunavez, después de una buena comida, se han re-costado en cojines y fuma do, con una lindamuchacha llenándoles la pipa y otras cuatroadmirándoles en una lengua desconocida? Nosaben qué es vivir. Miré a mi alrededor la habi-tación intachable, los pinos enanos y las cremo-sas flores de cerezo allá fuera, a O-Toyo burbu-jeando de risa porque yo sacaba humo por lanariz, y el anillo formado por doncellas del Mi-kado con la piel de oso marrón como telón defondo. Había color, forma, alimento, como-didad y belleza suficientes para una contempla-ción de medio año. Ya no quería ser birmano.Quería ser japonés (siempre con O-Toyo, claro)en un taller de ebanistería en la ladera de unacolina olorosa de alcanfor.

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-¡Eh! -dijo el Profesor-, hay sitios peores don-de vivir y morir. ¿Recuerda que nuestro vaporzarpa a las cuatro? Pidamos la cuenta y vayá-monos.

Dejé mi corazón con O-Toyo bajo los pinos.Quizá lo recupere en Kobe.

2

Nueva reflexión sobre el Japón. El Mar Interior, ybuena cocina. El misterio de los pasaportes y losconsulados, y algunas otras cosas.

¿Roma, Roma...? ¿No será ese sitio dondeconseguí aquellos cigarros tan buenos?

(Memorias de un viajero)

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¡Oh, qué incompleta es la palabra escrita!¡Había tantas cosas más que quería contarles deNagasaki, y de la procesión funeraria con queme tropecé en sus calles! Ustedes merecíanhaber leído alguna cosa sobre las mujeres enllanto vestidas de blanco que seguían al difuntoencerrado en una silla de manos de madera quese balanceaba sobre los hombros de los porta-dores mientras el sacerdote budista, de tonali-dades broncíneas, caminaba al frente y los ni-ños correteaban por los lados.

Había preparado mentalmente diversas con-sideraciones morales, exposiciones de situacio-nes políticas y un ensayo completo sobre el fu-turo del Japón. Aho ra lo he olvidado todo, ex-cepto a O-Toyo en el jardín de té.

Desde Nagasaki nos dirigimos (los pasajerosdel vapor de la P. and O.) 21 a Kobe por el Mar

21 «P. and O.»: la compañía naviera Peninsular andOriental

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Interior. 22 Es decir, durante las últimas veintehoras hemos navegado por un gran lago tacho-nado, hasta donde alcanza la mirada, por islasde todos los tamaños, desde cuatro millas delargo por dos de ancho 23 hasta pequeños mon-tículos con forma de sombrero de tres picos nomayores que un pajar mediano. Los señores dela Cook & Son 24 cobran unas cien rupias extrapor el recorrido de esta parte del mundo, perono saben sacar partido de las bellezas de la na-turaleza. Bajo todos los cielos, esas islas (púrpu-ra, ámbar, gris y negro) valen cinco veces eldinero que piden. Durante la última media hora

22 Mar Interior: el brazo marino entre las islasde Honshu y Shikoku.

23 Una milla: cosa de quilómetro y medio;exactamente, 1.609,3 metros.

24 Agencia de viajes fundada por Thomas Co-ok (1808-1892), empresario pionero, desde 1841,en la fórmula del viaje turístico organizado.

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he estado sentado entre un grupo de turistaschillones, preguntándome cómo podría darles austedes una idea de cómo son. Los turistas,claro, son indescriptibles. Dicen «¡Oh!» a inter-valos de treinta segundos, y cada cinco minutosse gritan unos a otros: «Dígame, ¿no le pareceque todo eso es siempre igual?» Luego jueganal criquet con un mango de escoba hasta que unpaisaje inusualmente hermoso hace que se inte-rrumpan para gritar «¡Oh!» una vez más. Si enlas islas hubiera unos cuantos robles y pinosadicionales, el viaje quedaría a tan sólo trescien-tas millas del lago de Naini Tal. 25 Pero no es-tamos cerca del Naini Tal porque, mientras elgran barco se pasea por las avenidas de agua,veo que la espuma de los rompientes vuela auna altura de diez pies en los costados de losriscos sonoros pese a que el mar está en com-pleta calma.

25 Al norte de la India, al pie del Himalaya.

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Hemos llegado a una parte tan densamentepoblada de islas que todo parece tierra firme.Corremos por el agua espumosa despedida porla marea que se precipita alrededor de un esco-llo extraviado, y aparentemente vamos a chocarcontra un acre 26 de roca sólida. Nos salva al-guien del puente de mando, y nos dirigimoshacia otra isla; y así una y otra vez, y otra, hastaque los ojos se cansan de vigilar la proa del bar-co en sus vaivenes a derecha e izquierda y elalma humana, finita, que, después de todo, nopuede repetir «¡Oh!» durante toda una nochefría, abandona la cubierta. Cuando ustedesvengan al Japón (cosa que puede hacerse có-modamente en tres meses e incluso en diez se-manas), viajen por este mar maravilloso y cons-taten lo aprisa que el asombro se degrada ensimple interés, y el interés en apatía. Traíamosostras de Nagasaki. Su aparición en la cena deesta noche me interesa mucho más que la pe-

26 Un acre: 4.047 m2.

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queña isla con forma de estrella de mar de dor-so áspero que acaba de deslizarse junto a noso-tros, como un fantasma, por las aguas gris plataque despiertan al roce del claro de luna. Pero siel cocinero prepara las ostras al curry en vez deservirlas en sus conchas, todas las veladas be-llezas de los acantilados y de las rocas labradaspor el agua serán incapaces de consolarme.Hoy, diecisiete de abril, permanezco sentado,tapado por un abrigo debajo de una gruesamanta, con los dedos tan fríos que apenas pue-do sostener la pluma. Esto me anima a pregun-tarles cómo les funcionan los termoantídotos. 27

Una mezcla de esteatita y queroseno va muybien para las manivelas que chirrían, segúntengo entendido, y si el culí se duerme y ustedse despierta en el otro mundo, procure no irri-tarse. Yo me voy a comer mis ostras.

27 El termoantídoto era un aparato de ventilación muyusado por los europeos en la India, donde el mes de abriles caluroso.

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Dos días más tarde. Escribo esto en Kobe (atreinta horas de Nagasaki), cuya parte europeaes una ciudad americana recién fundada. Ca-minamos por anchas calles desnudas entre ca-sas de falsos estucados, con pilares corintios demadera, verandas y arcos también de madera,todo ello de un gris pétreo bajo cielos gris pé-treo que montan guardia sobre arbolillos verdesrecién plantados, engañosamente denominadosárboles de sombra. Lo cierto es que Kobe esrepulsivamente americana, por fuera. Inclusoyo, que sólo conozco América por fotos, reco-nocí de inmediato que aquello era Portland, enel estado de Maine. La ciudad vive entre coli-nas, pero todas las colinas están escalpadas, y laimpresión general es que se trata de algo fuerade sitio. Pero antes de proseguir permítanmecantar las alabanzas del excelente Monsieur Be-geux, propietario del Oriental Hotel, a quien lapaz bendiga. Su casa es una casa donde se comede verdad. M. Begeux no se limita a alimentarlea uno. Su café es de la hermosa Francia. Para el

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té, le da a uno pastelillos de Peliti (aunque me-jores) y el vin ordinaire, que va compris, 28 esbueno. ¡Excelentes Monsieur y Madame Begeux!Si el Pioneer 29 aceptase los anuncios indirectos,escribiría, Monsieur y Madame, un artículo deprimera página sobre vuestra ensalada de pata-tas, vuestros bistecs, vuestro pescado frito yvuestro estado mayor de sirvientas japonesasperfectamente adiestradas y vestidas de azul,que parecían otros tantos Hamlet sin manto deterciopelo y obedecían los deseos no expresa-dos. No, un artículo no; sería un poema, unabalada del buen vivir. He comido los más ex-quisitos platos al curry en el Oriental de Pe-nang; los filetes de tortuga del Raffles de Singa-pur viven todavía en mi recuerdo de añoranza,y en el Victoria de Hong-Kong me sirvieron

28 «Vino de la casa (...) incluido en el precio».En francés en el original.

29 El periódico de Allahabad al que Kiplingenviaba sus notas de viaje.

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hígados de pollo y un lechón que ensalzarémientras viva. Pero el Oriental de Kobe era me-jor que esos tres. Recuerden esto, y se desliza-rán por la cuarta parte del mundo con el estó-mago satisfecho.

Nos trasladamos de Kobe a Yokohama porcaminos diversos. Eso exige un pasaporte, por-que viajamos por el interior y no siguiendo lacosta en barco. He mos tomado una vía férreaque puede que esté y puede que no esté com-pletada a mitad de trayecto, y nos desviamos deella, completa o no, según nos dicta el capricho.Será cosa de unos veinte días, y el viaje deberíaincluir cuarenta o cincuenta millas en cochecitode tracción humana, un viaje por lago y, meparece, unas cuantas chinches. Nota bene.-Cuando vayan al Japón, deténganse en Hong-Kong y manden una carta al «Enviado Extraor-dinario y Ministro Plenipotenciario en Tokyo»si quieren viajar por el interior del país de lasmaravillas. Indiquen su itinerario tan inexacta-mente como quieran, mas, para su tranquilidad,

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hagan constar las dos ciudades extremas que sepropongan visitar. Pongan un montón de deta-lles sobre su edad, profesión, color de cabello ytodo lo que se les ocurra, y pidan que les envíenun pasaporte para recogerlo en el consuladobritánico en Kobe. Concedan al hombre de lar-go título una semana de tiempo para prepararel pasaporte, y lo encontrarán a su disposicióncuando desembarquen. Escriban con letra clara,eso sí, para salvaguardar su vanidad. Mis docu-mentos iban a nombre de Mister Kyshrig; Rash-jerd Kyshrig.

Igual que en Nagasaki, la ciudad estaba llenade niños, e igual que en Nagasaki todo el mun-do sonreía, salvo los chinos. No me gustan loschinos. Había en su expresión algo que no sepodía comprender pese a serme familiar.

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-El chino es un nativo 30 -dije-. Su cara tiene elaspecto de la de un nativo; pero el japonés no esun nativo, aunque tampoco es un sahib. ¿Quées, entonces?

El Profesor observó la calle ondulante duranteunos momentos.

-El chino es un viejo cuando es joven, comoocurre con los nativos; pero el japonés es unniño toda la vida. Fíjese en el aire que tienen losmayores cuando están entre niños. Ése es el aireque le desconcierta.

No me atrevería a asegurar que el Profesortenga razón, pero a mí me pareció juicioso loque decía. Así como el conocimiento del bien ydel mal pone su sello en el rostro de un adultode nuestro pueblo, del mismo modo algo queyo no podía comprender marcaba los rostros delos chinos. No tenían vínculos comunes con la

30 Kipling da por sobreentendido: «como losde la India».

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multitud, excepto aquellos que tiene un hombrecon los niños.

-Son una raza superior -dijo el Profesor, etno-lógicamente.

-No pueden serlo. No saben disfrutar de lavida -contesté, inmoralmente-. Y, de cualquiermodo, su arte no es humano.

-¿Qué más da? -dijo el Profesor-. Aquí tene-mos una tienda llena de despojos del viejo Ja-pón. Entremos a mirar.

Entramos, pero quiero que alguien me re-suelva el problema de los chinos; es excesivopara una sola persona.

Entramos en la tienda de curiosidades arribamencionada, sombrero en mano, por una ave-nida de linternas de piedra labrada y esculturasde madera de diablos indeciblemente horren-dos, y fuimos recibidos por una imagen son-riente que había encanecido entre netsukes ylaca. Nos mostró las banderas e insignias de

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difuntos daimyos 31 de antaño, mientras noso-tros quedábamos boquiabiertos en el asombrode la ignorancia. Nos mostró una tortuga sa-grada del tamaño de un mamut, labrada enmadera hasta en sus más pequeños detalles.Nos condujo de habitación en habitación, dilu-yéndose la luz a medida que avanzábamos,hasta que llegamos a un menudo jardín y unclaustro de carpintería que lo circundaba. Anti-guas armaduras nos hacían muecas en la pe-numbra, viejas espadas tintineaban a nuestrospies, extrañas bolsas de tabaco, tan viejas comolas espadas, se balanceaban colgadas de sopor-tes invisibles, y los ojos de una veintena de Bu-das deteriorados, dragones rojos, tirthankaras 32

31 Grandes señores feudales.32 Tirthankara: «Hacedor del Paso», compen-

diando el título completo: «Hacedor del Paso ala Orilla de Más Allá», nombre otorgado, en eljainismo, a cada uno de los veinticuatro salva-dores del mundo que revivificaron la religión

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jainitas y beloos birmanos nos observaban porencima de un parapeto de andrajosos trajes deceremonia con brocados de oro. El gozo de laposesión vive en la mirada. El anciano nos mos-tró sus tesoros, desde esferas de cristal monta-das en madera pulida por el mar hasta gabine-tes y más gabinetes llenos de esculturas en mar-fil y en madera; y éramos tan ricos como sihubiésemos poseído todo lo que teníamos de-lante. Por desgracia, un sencillísimo trazo deescritura japonesa es la única clave del nombredel artista, de modo que soy incapaz de decirquién concibió, y ejecutó en marfil crema, alanciano horriblemente enredado con un pulpo;al sacerdote que hizo recoger un venado a unsoldado y que se reía al pensar que los trozos

jainita en el curso de las cuatro eras, de degene-ración progresiva, que precedieron a la quinta yactual, que cierra un ciclo irreversiblementedecadente y en laque no se puede ya esperar eladvenimiento de ningún nuevo tirthankara.

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escogidos serían para él y el peso para el solda-do; o la serpiente seca y flaca enroscada a modode burla ante una calavera sin mandíbulas mo-teada por los residuos de la descomposición; oel tejón rabelaisiano que se sostenía sobre lacabeza y hacía que uno se ruborizase pese a nomedir ni media pulgada de largo; o al niñitogordo que propinaba una paliza a su hermanomenor; o el conejo que acababa de gastar unabroma; o... pero había montones de esas notasnacidas de todos los matices de la alegría, eldesprecio y la experiencia que rigen el corazóndel hombre; y, lo juro por esta mano que sostu-vo a media docena de ellas en su palma, ¡guiñéel ojo a la sombra del viejo escultor! Se habíaido a su reposo, pero había dado forma, en mar-fil, a tres o cuatro impresiones que yo habíaperseguido con la fría letra impresa.

El inglés es un animal sorprendente. Comprauna docena de esas cosas, las coloca en lo altode una vitrina sobrecargada, donde parecenburbujas de mar fil, y las olvida en una semana.

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El japonés las esconde en un hermoso saco debrocado o en una apacible caja de laca hastaque llegan tres buenos amigos a tomar el té.Entonces las saca lentamente, y son contempla-das con aprecio, entre tranquilas risitas, mien-tras tintinean las tazas, y regresan a su escon-drijo hasta que vuelva el deseo de mirarlas. Asíes como se disfruta de eso que nosotros llama-mos curiosidades. En el Japón, todo hombrecon dinero es un coleccionista; pero no encon-trarán ustedes amontonamientos de «cosas» enlos escaparates de las mejores tiendas.

Permanecimos largo rato a la media luz deaquel curioso sitio, y cuando partimos nos la-mentamos una vez más de que un pueblo comoaquél hubiese de te ner una «Constitución» yvistiese a uno de cada diez hombres jóvenescon ropas europeas, colocase un acorazadoblanco en el puerto de Kobe y enviase a pasearpor las calles a una docena de tenientes miopescon uniformes demasiado holgados.

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-Saldríamos ganando -dijo el Profesor, me-tiendo la cabeza en una tienda de zuecos-, sal-dríamos ganando si montásemos algún sistemainternacional para quitar al Japón todo miedo auna invasión o una anexión y pagásemos alpaís absolutamente todo lo que pidiera, a con-dición, simplemente, de quedarse quieto y se-guir haciendo cosas hermosas; mientras, noso-tros aprenderíamos. Saldríamos ganando sipusiéramos a todo el Imperio en una caja decristal con la indicación de Hors concours,33

muestra A».

-Hum -dije yo-. ¿Quiénes somos, «nosotros»?-Oh, nosotros en general... los sahibs de todo elmundo. Nuestros operarios, algunos de nues-tros operarios, son capaces de hacer un trabajoigual de bueno en algunos terrenos; pero no seencuentran en Europa ciudades enteras llenasde gente limpia, delicada e ingeniosa.

33 Fuera de concurso. En francés en el original.

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-Vayamos a Tokyo y hablemos de eso con elemperador -dije.

-Vayamos antes a un teatro japonés -dijo elProfesor-. Es demasiado pronto, en este viaje,para meterse en cuestiones políticas serias.

3

El teatro japonés y la historia del Gato del Trueno.Tratándose también de los sitios tranquilos y delhombre muerto en la calle.

Y fuimos al teatro, a través del lodo y demucha lluvia. Dentro, la oscuridad era casicompleta, porque el azul oscuro de los vestidosde los espectadores absorbía la escasa luz de laslámparas de queroseno. No había sitio dondetenerse en pie, salvo al lado del policía japonésque, por causa de la moral y del Lord Canciller,

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disponía de un rincón en la galería y de cuatrosillas para él solo. Su estatura casi alcanzaba loscinco pies, 34 y Napoleón en Santa Helena nopudo cruzarse de brazos con mayor dramatis-mo. Después de refunfuñar un poco (me temoque estábamos subvirtiendo los principios de laConstitución) consintió en cedernos una silla,obteniendo a cambio un cigarro birmano que,tengo razones sobradas para creerlo, debióhacer estallar su pequeña cabeza. Una plateacon cincuenta filas de cincuenta personas tra-badas por una cadena de niños, y una galeríaque quizá podía contener a mil doscientas per-sonas más, constituían el local. El edificio erauna delicada pieza de ebanistería, como todaslas casas; el techo, el suelo, las vigas, las colum-nas, las arcadas y las particiones eran de made-ra pura y, en la sala, una de cada dos personasfumaban frágiles pipas y sacudían la cenizacada dos minutos. Entonces deseé huir; la

34 Metro y medio.

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muerte en un Auto de Fe no estaba incluida enel precio del viaje; pero no había escapatoriapor la única y pequeña puerta donde vendíanpescado seco en los entreactos.

-Cierto, no es precisamente seguro -dijo elprofesor, mientras las cerillas centelleaban ychisporroteaban a nuestro alrededor y abajo-.Pero si esas luces sueltas en el escenario pren-den fuego a esa cortina, o si usted ve que em-pieza a arder esa galería de madera de cerillas,derribaré de un puntapié la pared del puesto derefrescos y nos iremos.

Tras esas palabras reconfortantes empezó eldrama. El telón cayó, lo recogieron y se lo lleva-ron, y tres caballeros y una dama abrieron ladanza con un diálogo que se desarrolló en to-nos que iban desde el gorgoteo hasta los susu-rros chillones. Si quieren saber cómo vestían,miren el abanico japonés que tengan más cerca.Los japoneses auténticos, claro está, son comolos hombres y las mujeres, pero los japoneses

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de escenario, con sus brocados rígidos, son,punto por punto, igual que los japoneses dibu-jados. Cuando los cuatro se sentaron, corrióentre ellos un muchachito y les arregló las ro-pas, tirando de un cinto por aquí y desarrugan-do una falda por allá. Los vestidos eran tan fas-tuosos como incomprensible el argumento. Pe-ro llamaremos a la obra «El Gato del Trueno, o ElSaco de Huesos de Arlequín y la Anciana Asombro-sa, o El Rábano Mastodóntico, o El Tejón Superfluoy las Luces Oscilantes».

Salió a escena un hombre con dos espadasvestido de brocados negros y dorados e imitó elmodo de andar de un oscuro actor llamadoHenry Irving; 35 y ante eso, sin saber que la cosa

35 Henry Irving (1838-1905) era, desde media-dos de los años 1870, el actor más famoso entodos los países de lengua inglesa. Uno de susmás fervientes admiradores, que cuando Ki-pling escribe esto servía a Irving como secreta-rio, era Bram Stoker, el autor de Drácula.

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iba en serio, me reí fuertemente, hasta que elpolicía japonés me miró severamente. Despuésel hombre de las dos espadas cortejó a la damade abanico japonés, y los demás personajes co-mentaron su proceder, como un coro griego,hasta que algo (quizá un acento mal puesto)creó problemas, y el hombre de las dos espadaslibró un combate burlesco contra un espléndidoser bermellón mientras la orquesta tocaba enpleno (una guitarra y algo que castañeteaba,pero que no eran unas castañuelas). El mucha-chito les quitó las armas cuando hubieron ba-tallado lo suficiente y, dándose cuenta de que ala obra le faltaba luz, tomó un bambú de diezpies con una simple candela en la punta y sos-tuvo aquel artilugio a cosa de un pie de la caradel hombre de las dos espadas, siguiendo todossus movimientos con la mirada inquieta de unniño al que se deja jugar con una máquina deescribir. Luego la muchacha de abanico japonésse rindió a las solicitaciones del hombre de lasdos espadas y, con una espeluznante risotada,

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se transformó en una vieja repulsiva; un mu-chacho le quitó el cabello, pero ella misma hizoel resto. En aquel terrible momento un Gato delTrueno, de color dorado, que es un gato salidode una nube, corrió sobre alambres desde elgallinero hasta el centro de la galería, y un mu-chacho dotado de una cola de tejón se burló delhombre de las dos espadas. Entonces supe queel hombre de las dos espadas había ofendido aun gato y a un tejón y estaba a punto de pasarun muy mal rato a consecuencia de ello, dadoque esos dos animales, junto con el zorro, si-guen hoy siendo hechiceros malignos. Siguie-ron cosas espantosas, y el decorado fue cam-biando cada cinco minutos. El efecto más bonitofue el que se logró mediante una doble hilera decandelas colgadas de cordeles detrás de unagasa verde al fondo del escenario, que se balan-ceaban en movimientos opuestos. Eso, apartede aportar una fuerte sugerencia de lo sobrena-tural, hizo que uno de los espectadores se ma-rease.

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Pero el hombre de las dos espadas era muchomás desdichado que yo. El perverso Gato delTrueno arrojó sobre él tales encantamientos querenuncié a esforzarme por averiguar qué era loque pretendía hacer con él. Pasó a ser un mofle-tudo Rey de las Ratas de baja comedia, al queayudaban otras ratas, y se comió un rábanomágico, en una pantomima que le hacía a unopartirse de risa, convirtiéndose de nuevo en unhombre. Luego le quitaron todos los huesos(otra jugada del Gato del Trueno) y se desmo-ronó en una masa horrenda, iluminado por elmuchacho de la candela; y no se recobró hastaque alguien habló con un loro mágico y un ro-busto bribonazo peludo y varios culíes hubie-ran andado sobre él. Luego fue una muchacha,pero, al amparo de una sombrilla, recuperó suforma propia; y entonces cayó el telón, y losespectadores corrieron por el escenario y circu-laron por todas partes. A un muchachito se lemetió en la cabeza que podía cruzar todo elescenario dando volteretas. Puso manos a la

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obra con mucha seriedad, ante un público des-preocupado, pero cayó de lado entre un remo-lino de piernas gordezuelas. A nadie le impor-tó, y el urbano público de la galería era incapazde comprender por qué el Profesor y yo nosmoríamos de risa mientras el muchacho, con unzueco a modo de espada, imitaba los contoneosdel hombre de las dos espadas. Los actores semudaron delante del público, y cualquiera quequisiera podía ayudar a cambiar los decorados.¿Por qué no iba a divertirse un niño a su ma-nera?

Al poco rato nos fuimos. El Gato del Truenoseguía aplicando su malevolencia contra elhombre de las dos espadas, pero todo se arre-glaría al día siguiente. Que daba mucho porhacer, pero al final triunfaría la Justicia. Así noslo dijo el hombre que vendía pescado en sal-muera.

-Una buena escuela para un actor joven -dijoel Profesor-. Aquí vería en qué se convierten de

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modo natural las excentricidades cuando se lasdeja a su aire. Hay ahí todos los trucos y todaslas maneras del teatro inglés, agrandados entreinta diámetros, pero perfectamente identifi-cables. ¿Cómo piensa usted describir eso?

-La ópera cómica japonesa del futuro todavíano ha sido escrita -contesté, grandilocuente-.Todavía no ha sido escrita, a pesar del Mikado.El tejón aún no se ha mostrado en el escenarioinglés, y nunca se ha utilizado en él la máscaraartística como accesorio legítimo del drama.Imagínese «El Gato del Trueno» como título deuna ópera tragicómica. Empecemos con un gatodoméstico poseedor de poderes mágicos quevive en la casa de un comerciante de té de Lon-dres que le da puntapiés. Reflexione...

-Es muy tarde -fue la gélida respuesta-. Maña-na iremos a escribir óperas en el templo quequeda cerca de aquí.

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El día siguiente trajo una fina llovizna. El sol,dicho sea de paso, ha estado oculto durantemás de tres semanas. Nos condujeron al quedebía ser el templo principal de Kobe y lo de-signaron con un nombre que no recuerdo. Esexasperante encontrarse delante de altares deuna fe que se desconoce por completo. Hay ri-tos y ceremonias del credo hindú sobre los quetodo el mundo ha leído alguna cosa y que mu-chos han presenciado, pero, ¿cómo rezan, aquí,ésos que contemplan al Buda, y qué culto serinde en los altares sintoístas? Los libros dicenuna cosa; los ojos, otra.

El templo parecía ser también un monasterioy un sitio donde reinaba una gran paz pertur-bada tan sólo por el parloteo de docenas deniños. Estaba retirado del camino, detrás de unmacizo muro, en forma de una masa irregularde tejados acentuadamente inclinados, trabadosfantásticamente en la cima, de color verde co-brizo allí donde la barda había madurado por elroce del tiempo y negro-gris mate en los alinea-

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mientos de tejas. Bajo los aleros, un hombre quecreía en su Dios y, por ello, podía realizar unbuen trabajo, había labrado su corazón en ma-dera hasta hacerla florecer y expanderse en on-dulaciones o rizarse en torbellinos de llamasvivas. En las afueras de Lahore se encuentra unlaberíntico amontonamiento de tumbas y degalerías de claustro llamado Chubara de ChajjuBhagat, construido no se sabe cuándo y queestá cayendo en ruinas sin que nadie lo impida.Aunque ese templo era grande e inmaculada-mente limpio tanto por dentro como por fuera,el silencio y la quietud del lugar eran como losde los patios del lejano Punjab. Los sacerdoteshabían hecho numerosos jardines en los ángu-los de los muros; jardines de quizá cuarentapies de largo por veinte de ancho, cada uno delos cuales, aun siendo diferente del contiguo,tenía un pequeño estanque con peces de colo-res, una o dos linternas de piedra, montecillosde rocas, piedras planas con inscripciones gra-badas y un cerezo o un melocotonero en flor.

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Diversos caminos empedrados cruzaban elpatio y conectaban los edificios entre sí. En unrecinto interno, donde se encontraba el másbonito de los jardi nes, había una tabla doradade diez o doce pies de altura en la cual se recor-taba, en un alto relieve de bronce martillado, lafigura de una diosa de ropaje flotante. El espa-cio entre los caminos empedrados estaba aquí yallí sembrado de guijarros blancos como la nie-ve, y se había escrito, con guijarros blancos so-bre rojo: «¡Cuánta felicidad!» Uno podía tomar-se la cosa como quisiera; con un suspiro de sa-tisfacción o con una interrogación desesperada.

El templo mismo, al que se llegaba por unpuente de madera, estaba casi totalmente a os-curas, pero había la luz suficiente para que sevieran un centenar de atenuados esplendores,marrón y oro, de pantallas de seda devotamen-te pintadas. Si han visto alguna vez un altarbudista donde el Señor de la Ley permanecesentado entre campanas doradas, viejos bron-ces, jarrones de flores y banderas de tapicería,

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empezarán a entender por qué la Iglesia Católi-ca Romana prosperó tan poderosamente, enotro tiempo, en este país, y por qué prosperaráen todas las tierras donde encuentre un compli-cado ritual ya existente. La gente amante delarte tendrá un Dios que habrá de ser propiciadocon objetos bonitos; eso es tan seguro como queuna raza criada entre rocas y pantanos y nubesborrascosas pondrá el altar de su deidad en latormenta y la convertirá en el severo receptordel sacrificio del espíritu humano rebelde. ¿Re-cuerdan la historia del pueblo malo de Iquique?El hombre que me la contó me contó tambiénotra, la del Pueblo Bueno de Alguna Otra Parte.También estos últimos eran sudamericanos sen-cillos sin nada que ponerse, que acababan decantar misa a su manera en honor a su Dios enpresencia de un padre jesuita de quijada azula-da. En un momento crítico, alguien olvidó elritual, o quizá un mono irrumpió en la santidadde aquel altar en el bosque y robó la únicaprenda de vestir del oficiante. De un modo u

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otro, ocurrió algo absurdo, y el Pueblo Buenoestalló en carcajadas y durante un rato se dedi-có a divertirse.

-Pero, ¿qué dirá vuestro Dios? -preguntó el je-suita, escandalizado por tanta ligereza.

-¡Oh! Él lo sabe todo -le contestaron-. Sabeque nos olvidamos, y que no podemos prestaratención, y que lo hacemos todo mal, pero esmuy sabio y muy fuerte.

-Bien, pero eso no os excusa.

-Claro que sí. Se tumba y ríe -dijo el PuebloBueno de Alguna Otra Parte; y se pusieron aarrojarse puñados de flores unos a otros.

Ya no recuerdo con qué guarda relación exac-tamente esta anécdota. Pero volvamos al tem-plo. Oculta al fondo, detrás de una masa demagnificencia jaspeada, había una hilera defiguras muy familiares, con coronas de oro en lacabeza. Uno no espera encontrar, tan lejos en

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dirección este, a Krisna, el ladrón de manteca, ya Kali, la apaleadora de su marido. 36

36 Entre las muchas figuras divinas del hin-duismo, Kipling elige mencionar a las dos direc-tamente asociadas al color negro de piel, y lesatribuye comportamientos delictivos y desor-denados; luego él (Kipling) se indignará porqueotro (un joven sacerdote) no respeta a esas dosdeidades negras y perturbadoras. Esa actitudambigua de Kipling es todavía más reveladorade su vivencia inquieta y conflictiva de la negri-tud si se tiene presente la ambivalencia de signi-ficados de Krisna y Kali: Krisna («el Negro»)tiene rasgos de trickster realiza diversos actoscreativos mediante travesuras, imprudencias oexcesos con los que compromete, subvierte otransgrede el orden establecido, pero con ello loreorienta, lo perfecciona o lo reestructura; Kali(«la Negra») es la forma o manifestación máspopular de Parvati, la Hija del Himalaya; Kali,maligna y benéfica, ambas cosas en el gradoextremo, objeto de violentas agitaciones emo-cionales entre sus devotos, suele ser re-

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-¿Quiénes son ésos?

-Son otros dioses -dijo un joven sacerdote,que ahogaba una risa despectiva cada vez quese le preguntaba por su propio credo-. Son muyviejos. Vinie ron de la India en otros tiempos.Creo que son dioses indios, y no sé por quéestán aquí.

Odio a la gente que se avergüenza de su pro-pia fe. Había una historia relacionada con aque-llos dioses, pero el sacerdote no quiso contár-mela, de modo que le dirigí un resoplido des-

presentada como una mujer negra a la vez se-ductora y terrible: bellísima y desnuda, adorna-da con un collar de calaveras y un cinto de ma-nos cortadas, sosteniendo la cabeza de un gi-gante que ella misma ha decapitado, y (éste esel detalle que Kipling finge tomarse a la ligera)pisoteando a su consorte, el dios Siva.

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pectivo y seguí mi camino. Dicho camino mecondujo directamente del templo al monasterio,hecho en su totalidad de pantallas delicadas,suelos pulidos y techos de madera marrón. Sal-vo por mis pisadas sobre las tablas no habíaningún sonido en aquel sitio, hasta que oí aalguien respirar pesadamente detrás de unapantalla. El sacerdote hizo deslizarse hacia atráslo que me había parecido una pared maciza, ydescubrimos a un sacerdote muy viejo mediodormido sobre su calentador de manos de car-bón. Así era el cuadro: el sacerdote con un ves-tido verde oliva, con la cabeza pelada, de platapura, inclinada delante de una pantalla desli-zante de papel aceitado blanco que dejaba pasaruna luz plateada. A su derecha, una abolladabandeja de laca negra contenía la tinta india ylos pinceles con que fingía trabajar. A la dere-cha de éstos, una mesa de bambú amarillo páli-do sostenía un jarrón de porcelana estriada deverde oliva con una ramita de pino casi negra.Allí no había flores. El sacerdote era demasiado

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viejo. Detrás del sombrío cuadro se erguía unsuntuoso altarcillo budista, oro y bermellón.

-Cada día hace una nueva pintura para esapequeña pantalla -dijo el sacerdote joven, seña-lando primero a su anciano colega y despuésuna pequeña tabla en blanco en la pared. Elanciano se rió lastimosamente, se frotó la cabe-za y me tendió su pintura de aquel día. Repre-sentaba una inundación en un terreno rocoso;dos hombres, en un bote, auxiliaban a otros dosque estaban subidos a un árbol medio sumergi-do en el agua. Incluso yo estaba en condicionesde asegurar que el artista había perdido su po-der. Debía haber dibujado bien en la plenitudde la edad, porque una de las figuras del bote,inclinada sobre la borda, tenía acción y deter-minación; pero todo lo demás era confuso, y lostrazos se habían desviado mientras la manotemblorosa erraba sobre el papel. No tuve tiem-po de desear al artista una vejez placentera yuna muerte dulce en la gran paz que lo envol-vía, ya que el joven me alejó del altar y me mos-

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tró un segundo altar, más pequeño, encarado aestantes y más estantes llenos de tablillas de oroy laca cubiertas de caracteres japoneses.

-Son tablillas en memoria de los muertos -dijo, con una risita ahogada-. De vez en cuandoel sacerdote reza aquí... por los muertos, ¿com-prende?

-Perfectamente. En el país de donde vengollaman a eso misas. Quiero irme y pensar encosas. Pero usted no debería reírse cuandohabla de sus creencias.

-¡Ja, ja! -profirió el joven sacerdote; y huí porlos oscuros pasillos pulidos con pantallas mar-chitas a ambos lados, y llegué al patio principal,que daba a la calle, mientras el Profesor inten-taba captar la fachada del templo con su cámarafotográfica.

Pasó una procesión, en columna de a cuatro,caminando pesadamente por el fango pastoso.No reían, lo cual me pareció extraño hasta que

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vi y oí a un grupo de mujeres vestidas de blan-co que precedían a un pequeño palanquín demadera transportado sobre los hombros porcuatro portadores y sospechosamente liviano.Cantaban una canción a media voz, una can-ción quejumbrosa, llorosa, que yo sólo habíaoído una vez, muy lejos al norte de la india, delabios de un nativo que había sido desgarradopor un oso; no tenía ninguna esperanza de sal-vación, y cantaba su propio canto fúnebremientras sus amigos lo transportaban.

-Haber, él, muerto -dijo el culí de mi ricks-haw-. Fu-nie-ral.

Ya me había dado cuenta. Hombres, mujeresy niños invadían las calles y, cuando el cantofúnebre se extinguía, lo reemprendían. Las per-sonas de medio luto se limitaban a llevar trozosde tela blanca en el hombro. Los parientes máscercanos del difunto vestían de blanco de pies acabeza. « ¡Aho! ¡Ahaa! ¡Aho! », gemían, muysuavemente por temor a romper la cadencia de

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la lluvia; y desaparecieron. Todos salvo unamujer incapaz de sostener el paso de la proce-sión y que, por ello, avanzaba sola, canturrean-do, triste y suavemente, para sí misma: « ¡Aho!¡Ahaa! ¡Aho! », susurraba.

Los niños del patio estaban arracimados alre-dedor de la cámara del Profesor. Pero un niñotenía sobre su inocente cabeza una muy malaenfermedad cutánea; tan mala que ninguno delos demás quería jugar con él; y permanecía enun rincón, sollozando y sollozando como sifuese a partírsele el corazón. ¡Pobre pequeñoGehazi!

4

Se explica de qué modo fui transportado a Vene-cia bajo la lluvia, y cómo escalé una fortificacióndiabólica; una exposición de baratijas, y un baño.Acerca de la doncella y la puerta sin cerrojo, el agri-

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cultor y sus campos, y la fábrica de teorías etnológi-cas a velocidad de tren. Acaba en Kyoto.

Hay mucha confusión en la alimentación delas ovejas.

(Christopher North)

-Véngase a Osaka -dijo el Profesor.

-¿Por qué? Estoy muy bien aquí, y para comernos darán rodajas de langosta; de cualquiermodo, llueve mucho, y nos mojaremos.

Muy a mi pesar (porque tenía la idea de falsi-ficar el Japón a partir de una guía de viaje mien-tras seguía disfrutando de la cocina del Orientalde Kobe) me vi arrastrado a un rickshaw, bajola lluvia, y transportado a una estación de tren.Ni siquiera los japoneses son capaces de conse-guir que sus estaciones de tren sean bonitas,aunque hacen lo que pueden. Su método de

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tratar los equipajes está imitado de los america-nos; sus líneas de vía estrecha, sus locomotorasy sus vagones son ingleses; el tránsito de viaje-ros está regulado con la precisión de las Galias,y los uniformes de sus funcionarios procedende la trapería más cercana. En cuanto a los pa-sajeros, eran absolutamente deliciosos. Muchosde ellos eran europeos modificados y se parecí-an, más que a cualquier otra cosa, al conejoblanco dibujado por Tenniel 37 en la primerapágina de Alicia en el país de las maravillas. Vestí-an pulcros trajes de paño y abrigos color cerva-to y llevaban bolsos de señora de cuero negrocon chapas de níquel. Sus cuellos de camisa, depapel prensado con celuloide, rodeaban el cue-llo en una circunferencia de al menos un pie, ycalzaban zapatos del treinta y cuatro. En las

37 Las ilustraciones de John Tenniel (1820-1914) para laprimera edición de Alicia en el país de las maravillas(1865), de Lewis Carroll (Charles Lutwidge Dodgson,1832-1898), se han consagrado como las imágenes canó-nicas de esa obra.

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manos (manos diminutas) llevaban guantes dealgodón blanco, y fumaban cigarrillos que sa-caban de menudas cajetillas. Era el joven Japón,el Japón de hoy.

-¡Wah! ¡Wah! Dios es grande -dijo el Profesor-. Pero es ajeno a la naturaleza humana que unhombre que, por instinto, se tumba en mullidoscojines lleve ropas europeas como si le pertene-ciesen. Si se fija, lo último que adoptan son loszapatos.

Una locomotora pintada de color lapislázulique, accidentalmente, llevaba prendido detrásun tren mixto llegó perezosamente al andénjusto entonces, y en tramos en un compartimen-to inglés de primera clase. No había ni dobletecho, ni visillos, ni termoantídotos contrahe-chos; ninguna de esas cosas estúpidas. Era unauténtico vagón de la London and South-Western. Osaka está a cosa de dieciocho millasde Kobe y se encuentra en la boca de la bahíade Osaka. Se permite que el tren sobrepase las

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doce millas por hora y se salte todas las esta-ciones intermedias. Sepan ustedes que la víaférrea pasa entre las colinas y la orilla del mar yque la pendiente de descenso de las aguas esmucho más empinada que cualquier cosa queconozcamos entre Saharunpur y Umballa.38 Losríos y los torrentes bajan directamente de lascolinas hasta lechos elevados que ellos mismoshan formado, lechos que han de ser canalizadosy cruzados por puentes de tablas o (tal vez enesto me equivoque) por túneles.

Las estaciones tienen tejados de tejas negras,muros rojos y suelos de hormigón, y la instala-ción entera, desde las palancas de señales hastalos vagones de mercancías, es inglesa. El coloroficial de los puentes es un amarillo parduzcomuy semejante al de un crisantemo marchito. Eluniforme de los revisores consiste en una gorra

38 Itinerario en la India que lleva, desde llanos,hasta el Himalaya.

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de visera con franjas doradas, una levita negracon botones de cobre, de faldones muy largos,pantalones de pelo de camello negro trenzado,y botas de piel de cabra con botones. No sepuede ser brusco con un hombre ataviado deese modo.

Fue el paisaje lo que nos hizo abrir los ojos.Imagínense una extensión de tierra negra,abundantemente cubierta de estiércol y traba-jada casi exclusivamente con la azada y la pala;dividan su campo (visual) en parcelas de medioacre, 39 y tendrán una idea de cuál es la materiaprima trabajada por el agricultor. Pero nadaque yo pueda escribir les dará una idea del des-enfreno de pulcritud que se manifiesta en esoscampos, del complejo sistema de regadío y dela precisión matemática de los sembrados. Nohabía mezclas de cultivos, ni pérdidas de espa-cio en senderos entre campos lindantes, ni nin-

39 Unos 2.000 metros cuadrados; por ejemplo, 40 me-tros por 50.)

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guna diferencia en el valor de la tierra. El aguase encontraba en todas partes a menos de diezpies de la superficie, según atestiguaban las no-rias. En las laderas de las colinas, cada desnivelentre terrazas estaba afianzado limpiamentecon piedras sin mezcla de mortero, y los bordesde los canales estaban recubiertos del mismomodo. El arroz verde era transplantado de mo-do muy similar a como se colocan las piezas enun tablero de damas; el té podían haber sidosetos de jardín bien recortados; entre las hilerasde mostaza el agua reposaba en los surcos co-mo en una cubeta de madera, y el púrpura delas judías se dirigía hacia la mostaza y se dete-nía como cortado a regla.

En el lado del mar vimos una ristra casi con-tinua de ciudades, abigarradas por chimeneasde fábricas; mirando tierra adentro, un centónverde, verde oscu ro y oro. El paisaje, inclusobajo la lluvia, era encantador, exactamente talcomo las pinturas japonesas me habían hechoesperar que fuese. Un solo inconveniente nos

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vino a la mente, al Profesor y a mí al mismotiempo. Los cultivos sólo alcanzan el límitemáximo del rendimiento, en una tierra trabaja-da intensamente y salpicada de pueblos, si seda una condición.

-¿El cólera? 40 -dije, mirando una hilera de no-rias.

-El cólera -dijo el Profesor-. Ha de ser eso, yasabe. Irrigación con aguas residuales.

Sentí de inmediato que me había hecho amigode los agricultores. Esos caballeros de anchossombreros, vestidos de azul, que cuidaban ma-nualmente sus campos (salvo cuando tomabanprestado el búfalo del pueblo para tirar del ara-do en el lodazal del arroz) sabían qué significa-ba el Azote.

40 Trate el lector de aceptar en clave de humornegro la idea de que el cólera abastece de abonoa los campos por cuanto que produce fuertesdiarreas.

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-¿Cuánto cree que saca el gobierno de huertoscomo ésos? -pregunté.

-Qué tontería -dijo él, tranquilamente-. ¿Nopretenderá usted describir el régimen de tenen-cia de tierras del Japón? ¡Mire esa mostazaamarilla!

Se extendía en ondulaciones alrededor de lavía férrea. Subía por las colinas hasta los pinososcuros. Se agolpaba tumultuosamente en losbancos de arena de los ríos pletóricos, y se des-vanecía a lo lejos, milla tras milla, hasta la orilladel mar de plomo. Las casas picudas de tejadosde barda pardos se hundían en ella hasta lasrodillas, y sus oleadas llegaban hasta las chi-meneas de las fábricas de Osaka.

-Gran sitio Osaka -dijo el guía-. Toda clase demanufacturas allí.

Osaka está construida dentro, encima y enmedio de mil ochocientos noventa y cuatro ca-

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nales, ríos, presas y acequias. 41 A qué respondela enorme multitud de chimeneas es algo queno sabría decir. Tienen algo que ver con el arrozy el algodón; pero no es buena cosa que los ja-poneses se entreguen a los negocios, y

me niego a decir que Osaka sea un «gran en-trepót 42 comercial». «La gente que vive en casasde papel no debería vender mercancías», dice elrefrán.

Debido a las muchas necesidades de la ciu-dad, sólo hay en Osaka un hotel para los ingle-ses, llamado Juter's. En él colisionan los puntosde vista de las dos civilizaciones y el resultadoes horrendo. El edificio es enteramente japonés:madera, tejas y pantallas deslizantes de arribaabajo; pero el mobiliario es mezclado. Mi habi-

41 La cifra, por supuesto, es imaginaria.42 Almacén. Queda aquí añadido el acento cir-

cunflejo que falta en la palabra francesa deloriginal inglés.

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tación, por ejemplo, contenía un tokonoma hechode un tronco negro de palmera y de delicadamarquetería que enmarcaba una pintura sobrepergamino que representaba unas cigüeñas.Pero en el suelo, encima de las esteras blancas,una alfombra de Bruselas producía hormigueosa los indignados dedos de los pies. Desde laveranda se dominaba el río, que corría rectocomo una flecha entre dos líneas de casas. En elJapón tienen ebanistas que se dedican a hacerque los ríos encajen dentro de las ciudades.Desde mi veranda podía ver tres puentes (unode ellos era un espantoso montaje de enrejados)y parte de un cuarto. Estábamos en una isla ydisponíamos de un embarcadero que nos per-mitía tomar un bote si nos apetecía.

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À propos 43 del agua, tengan ustedes la amabi-lidad de escuchar una Historia Chocante. Estáescrito en todos los libros que los japoneses, sibien son gente limpia, son un tanto relajados ensus costumbres. Se bañan a menudo, despoja-dos de toda clase de ropa y juntos. Mi experien-cia del país, obtenida en mi retiro en el OrientalHotel de Kobe, hacía que me riese de semejanteidea. En el Juter's pedí una bañera. Un hombreinfinitesimal me hizo bajar de las verandas yluego subir a un hermoso local de baños rebo-sante de agua caliente y fría y arreglado contrabajos de ebanistería, situado en alguna parteen una solitaria galería exterior. Naturalmente,

43 Aunque la palabra apropos puede admitirsecomo inglesa, su empleo en cursiva sugiere queKipling utiliza el término en francés, por lo queaquí se rectifica a su forma francesa, en dospalabras y con acento en la a. Quedará sin indi-cación en nota la utilización del mismo términoen lo sucesivo.

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en la puerta no había más cerrojos que los quepodría haber en un comedor. Eso no me hubie-ra importado si me hubieran protegido los mu-ros de un gran baño europeo; pero me disponíaa asearme cuando una linda doncella abrió lapuerta y me hizo señas de que ella también ibaa bañarse, en _la profunda bañera japonesa quese hundía a mi lado. Cuando uno va vestido tansólo con su virtud y unas gafas, es difícil darcon la puerta en las narices a una muchacha.Ella se dio cuenta de que yo no me sentía feliz,y se retiró con una risita ahogada mientras yodaba gracias al Cielo, ruborizándome profusa-mente al mismo tiempo, por haber sido educa-do en una sociedad que incapacita a un hombrepara los baños à deux.44 Incluso una simple ex-periencia en los Swimming Baths 45 me hubierasido de ayuda; pero llegaba directamente de la

44 A dos, en pareja. En francés en el original.45 Establecimiento de baños y piscinas de Londres.

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India y, por comparación con el Acteón que yoera, Lady Godiva era un dechado de pudor. 46

Llovía como en el monzón, y el Profesor des-cubrió un castillo que debía visitar necesaria-mente.

-Es el castillo de Osaka -dijo-; ha sido motivode disputa durante cientos de años. Vengaconmigo.

46 Acteón fue despedazado por la jauría de perros de Ar-temisa, no exactamente por haberla visto desnuda a puntode bañarse, sino por haberse acobardado ante el esplendorde la desnudez de la diosa. Lady Godiva, en el año 1040,obtuvo un aligeramiento de las cargas fiscales impuestasa los habitantes de Coventry por su marido, Leofric, con-de de Chester, cumpliendo al pie de la letra la condiciónque él le ponía para acceder a su petición: que se atrevieraa pasear completamente desnuda por las calles de la ciu-dad; según una versión con la que aquí juega Kipling,Lady Godiva, por un pudor difícil de conciliar con suevidente afán exhibicionista, pidió a los habitantes deCoventry que se encerrasen en sus casas para no verladesnuda (cosa que hicieron todos menos uno, «PeepingTom» [«Tom el mirón»]).

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-Ya he visto castillos en la India. Raighur,Jodhpur... toda clase de castillos. Tomemos unpoco más de salmón hervido. Es bueno en estaépoca.

-Tragón -dijo el Profesor.

Enhebramos nuestro camino por encima delos cuatro mil cincuenta y dos canales, etc.,donde los niños jugaban con el agua de rápidocurso sin que ninguna madre dijera «no hagaseso», hasta que nuestro rickshaw se detuvodelante del foso de una fortificación, de treintapies de profundidad, y nos encaramos a gigan-tescos bloques de granito. Al otro lado del fosose erguían los muros de una fortaleza. Y, ¡quéfortaleza! La altura del muro era de cincuentapies, y no había ni pizca de argamasa en todoaquello. La superficie no era perpendicular,sino curva como el espolón de un buque deguerra. En China conocen esa curva, y he vistoque artistas franceses la introducen en librosque muestran una ciudad de Tartaria asediada

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por diablos. Quizá todo el mundo la conozcatambién, pero eso no es asunto mío, siendo lavida, como he dicho, completamente nuevapara mí. La piedra era granito, y los hombres deotros tiempos la habían usado como si fuesearcilla. Los bloques tallados que perfilaban losángulos tenían al menos veinte pies de largo,diez o doce de alto y otro tanto de grosor. Nohabía ni rastro de ligazón, pero las junturas notenían ningún defecto.

-¡Y los pequeños japoneses construyeron esto!-exclamé, amedrentado por las canteras que seerguían a mi alrededor.

-Albañilería ciclópea -gruñó el Profesor, gol-peando con la punta del bastón un monolito deochenta pies cúbicos-. No sólo lo construyeron;lo tomaron. Mire esto. ¡Fuego!

Las piedras estaban hendidas y bronceadas enalgunos puntos, y las hendiduras eran obra delfuego. Debieron pasarlo mal, los ejércitos queasaltaron aquellos muros monstruosos. Conoz-

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co castillos en la India, y he visto fortalezas degrandes emperadores, pero ni Akbar en el norteni Scindia en el sur habían construido de aquelmodo, sin ornamentos, sin color, con la miradaclavada únicamente en la fuerza salvaje y lamáxima pureza de la línea. Quizá la fortalezaparecería menos imponente a la luz solar. Laatmósfera gris, cargada de lluvia, en que la viarmonizaba con su espíritu. Los barracones dela guarnición, la casa realmente primorosa delcomandante, un jardín de melocotoneros y dosciervos parecían ajenos a aquel sitio. Hubierandebido poblarlo gigantes de las montañas envez de... gurkas. 47 Un soldado de infanteríanipón no es un gurka, aunque podría confun-dírsele con uno siempre y cuando permanecieseinmóvil. El centinela del puesto de guardia per-

47 Grupo étnico que proporcionó al ejército co-lonial británico unas magníficas tropas de infan-tería. Aquí y en lo sucesivo, la palabra designa alos soldados de esas tropas.

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tenecía, creo, al 4° Regimiento. Su uniforme eranegro o azul, con solapas rojas y charreteras detela con el número del regimiento. La lluviaexigía un capote, pero, ¿por qué había de llevarmochila, manta, botas y prismáticos? Misterio,para mí, insondable. La mochila era de cuero devaca con pelo y todo, las botas eran unas suelassujetas con correas recortadas a ambos lados, yuna pesada manta de campaña estaba enrolladaen forma de U arriba de la mochila ajustadaestrechamente a la espalda. En el sitio usual-mente ocupado por la escudilla había una bolsade cuero negro en forma de estuche de catalejo.Debe tratarse de un error mío, pero no puedosino registrar la cosa tal como la vi. El fusil eraun arma de culata plegable de alguna clase, y labayoneta una espada de calidad nada común,sujeta a la boca del arma al estilo inglés. Lascartucheras, hasta donde pude verlas por deba-jo del capote, seguían el cinto por delante y te-nían sujeción doble por detrás. Unas polainasblancas (muy sucias) y una gorra picuda com-

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pletaban el atuendo. Observé al hombre coninterés, y hubiese profundizado en mi examende no haber sido por el miedo a la enorme ba-yoneta. Sus armas estaban bien cuidadas (aun-que no eran ni mucho menos inmaculadas),pero su uniforme hubiese hecho proferir jura-mentos a un coronel inglés; no había parte al-guna del cuerpo, salvo el cuello, a la que pre-tendiera ajustarse. Eché un vistazo al cuerpo deguardia. Los abanicos y los primorosos juegosde té no van incluidos en la idea que uno tieneformada de los barracones. Un borracho, que-brantador empedernido de las reglas, de ciertosregimientos lejanos que podría nombrar, 48 no

48 Alusión a los soldados Mulvaney, Ortherisy Learoyd, personajes de muchos relatos deKipling, que los había hecho aparecer por pri-mera vez en «The Three Musketeers», publicado enla Civil and Military Gazette de Lahore el 11 de marzode 1887. En ese relato, los tres soldados pertenecen a«un regimiento de línea» no especificado del ejércitocolonial británico en la India.

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sólo hubiera despejado aquel cuerpo de guar-dia, sino que hubiera sacado de él todo el mate-rial movible, excepto los bastidores para losfusiles. Pero aquellos hombrecillos, que siempreeran amables y jamás se emborrachaban, mon-taban guardia encima de una pira que, tan sólocon una llamita azul en los baluartes, hubieraservido de puesto de guardia del Infierno.

Subí a la cima del fuerte y me vi premiadopor un panorama de treinta millas de campo,sobre todo de mostaza amarillo pálido y depinos azul verdoso, y por la vista de la ciudadde Osaka, muy grande, diluida en la bruma. Elguía se recreó en las chimeneas de fábrica.

-Hay una exposición de «industrialidades» -dijo-. Vengan a ver.

Nos hizo bajar de aquel punto elevado y nosmostró la gloria del país en forma de sacacor-chos, cacharros de hojalata, batidoras de hue-vos, cucharones, sedas, botones y todos los ca-chivaches que pueden meterse en un anuncio y

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venderse por cuatro perras. Los japoneses, pordesgracia, hacen todas estas cosas para sí mis-mos, y están orgullosos de ellas. No tienen nadaque aprender de Occidente en lo que se refiereal acabado y saben, por intuición, cómo ensam-blar y presentar las mercancías con buen gusto.La exposición se hacía en cuatro grandes cober-tizos que rodeaban un edificio central en el quesólo había pantallas, cerámica y productos deebanistería prestados para la ocasión. Me alegrócomprobar que la gente común no concedíaninguna atención a los cortaplumas, ni a loslápices, ni a la bisutería. Dejaban desiertosaquellos cobertizos y discutían en torno a laspantallas, tras quitarse los zuecos que el sueloentarimado quizá no hubiera podido sufrir.Entre todas las cosas llenas de gracia que vi, tansólo dos permanecen en mi memoria; una deellas era una pantalla en gris que representabalas cabezas de seis diablos animadas por la ma-licia y el odio; la otra era un audaz esbozo mo-nocromo de un viejo leñador que luchaba con

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una rama de árbol doblada. Habían pasadodoscientos años desde que el artista había deja-do el lápiz, pero casi se oye gemir al fuerte tron-co bajo el golpe del hacha mientras el ancianose entrega de lleno a su trabajo, respirando en-trecortadamente. Una pintura de Legros 49 re-presenta a un mendigo agonizando en una cu-neta; podía haberse inspirado en aquella panta-lla.

La mañana siguiente, después de una nochede lluvia que hizo correr el río a ocho millas porhora bajo los frágiles balcones, el sol atravesólas nubes. ¿Significa eso poca cosa para ustedes,que cuentan con él diariamente? 50 Yo no lohabía visto desde marzo, y empezaba a sentir-

49 El pintor y grabador de origen francés Alp-honse Legros (1837-1911) se había naturalizadoinglés en 1876 y residía en Londres.

50 Recuérdese que Kipling se dirige a británi-cos residentes en la India.

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me inquieto. Entonces el país de los melocoto-neros en flor desplegó sus alas embarradas y seregocijó. Todas las lindas muchachas se pusie-ron sus más primorosos cintos de crespón (ma-rrón pálido, rosas, azules, naranjas y lilas), ytodos los niños recogieron cada cual a un niñomás pequeño y salieron a ser felices. En el flori-do jardín de un templo realicé el milagro deDeucalión con dos centavos de golosinas. 51 Losniños se agolparon instantáneamente hasta que,por miedo a hacer acudir también a las madres,me abstuve de darles más. Sonreían e incli-naban graciosamente la cabeza, y trotaban de-trás de mí, en un grupo de cuarenta, ayudandolos mayores a los más pequeños y estos últimos

51 El milagro de Deucalión (el equivalentegriego de Noé) fue repoblar la tierra, despuésde un diluvio exterminador, tirando al suelopiedrecillas de las que iban brotando sereshumanos.

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saltando dentro de los charcos. Un niño japonésjamás llora, jamás empuja, jamás se pelea, yjamás hace pasteles de barro salvo si vive a ori-llas de un canal. Con todo, para que no se des-haga su cinto de lazo y no se convierta antes detiempo en un ángel desnudo, la Providencia hadecretado que el niño japonés no se suene ja-más la naricita; jamás. A pesar de ese defecto,me gusta.

No había negocios aquel día en Osaka, debidoa la luz del sol y al florecer de los árboles. Todoel mundo fue a alguna casa de té con las amis-tades. Yo también fui, pero antes recorrí la ave-nida, bordeando el río, con el pretexto de ver laCasa de Moneda. Ésta era tan sólo un edificiocomún de macizo granito desde el cual ponenen circulación dólares y demás basura de esaclase. A lo largo de toda la avenida, los cerezos,melocotoneros y ciruelos, rosa, blanco y rojo, setocaban con las ramas y formaban una franja deuna suave tonalidad aterciopelada hasta dondealcanzaba la mirada. Los sauces llorones eran el

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ornamento habitual de las orillas, y aquel des-enfreno de flores era tan sólo una parte de laprodigalidad de la primavera. Tal vez la Casade Moneda pueda hacer cien mil dólares dia-rios, pero toda la plata que contiene es incapazde dar la réplica a las tres semanas del florecerde los melocotoneros que, incluso por encimade los crisantemos, son la corona y gloria delJapón. Por algún acto de virtud sobresaliente enalguna vida anterior, me ha sido concedido darde lleno en esas tres semanas.

-Es la fiesta japonesa de la flor del cerezo -dijoel guía-. Todo el mundo la celebrará. Tambiénrezarán e irán a los jardines de té.

Emparedemos a un inglés, de pies a cabeza,con cerezos en flor y al cabo del primer día em-pezará a quejarse del olor. Como ustedes yasaben, los japone ses organizan muchas de susfestividades en honor de las flores, y esto es sinduda recomendable, porque las flores son lasdivinidades más tolerantes.

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El sistema de las casas de té de los japonesesme llenaba de un placer que no lograba enten-der enteramente. Es rentable, para una empresaen Osaka, cons truir en las afueras de la ciudaduna pagoda de madera y de hierro de nuevepisos, rodearla de complicados jardines, y col-gar allí, en todas partes, ristras de linternas rojosangre, porque los japoneses acudirán a cual-quier sitio donde haya una buena vista parasentarse en esteras y discutir sobre té, dulces ysaki. Esa Torre Eiffel, a decir verdad, es cual-quier cosa menos bonita, pero la redime lo quela rodea. Aunque no estaba del todo terminada,52 los pisos inferiores estaban llenos de serviciosde té y de bebedores de té. Hombres y mujeresadmiraban, obviamente, el paisaje. Es asombro-so ver a un oriental dedicado a eso; es algo asícomo si hubiera robado alguna cosa a un sahib.

52 Lo mismo podía decirse de la verdadera To-rre Eiffel, que se encontraba entonces en la úl-tima fase de su construcción.

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En Osaka, la fascinante Osaka fangosa, corta-da por canales, el Profesor, Mister Yamaguchi(el guía) y yo tomamos el tren hacia Kyoto, queestá a una hora de Osaka. Durante el trayecto vicuatro búfalos en otros tantos arrozales, cosatan notable como inútil. Un búfalo acostadopuede cubrir la mitad de un campo japonés;pero tal vez los guardan en las laderas de lasmontañas y sólo los bajan cuando los necesitan.El Profesor dice que eso que yo llamo búfalo esen realidad un buey. Lo peor de viajar con unhombre preciso es su precisión. En el tren dis-cutimos acerca de los japoneses, acerca de supresente y su futuro y del modo como se habíanalineado junto a las grandes naciones de la tie-rra.

¿Herirá mucho sus sentimientos el llevarnuestras ropas? ¿No se rebelarán cuando seponen pantalones por primera vez? ¿Se haránrazonables algún día y abandonarán las vesti-mentas extranjeras? Ésas eran algunas de laspreguntas que dirigí al paisaje y al Profesor.

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-El japonés era un niño -dijo este último-, unniño grande. Pienso que su sentido del humorestuvo en el fondo del cambio, pero que no sa-bía que cuando una nación se pone pantalonesuna vez ya nunca se los quita. Como sabe, elJapón «ilustrado» tiene sólo veintiún años, 53 yla gente no es demasiado sensata a los veintiúnaños. Lea El Japón, de Reed, y entérese de cómose produjo el cambio.54 Éranse una vez un Mi-kado y un Shogun, que era Sir Frederick Ro-berts, 55 pero intentó hacerse virrey y...

53 La restauración del poder imperial, en larevolución Meiji contra el régimen semifeudaldel shogunato, fue proclamada el 3 de enero de1868.54 Talbot Baines Reed (1852-1893) era un célebre autorde cuentos infantiles, al modo del comienzo de los cualesestá redactada, en clave burlesca, la frase siguiente

55 Mikado («Casa Celeste»): el emperador delJapón. Shogun: cada uno de los generales en jefeque, durante un milenio, hasta la revolución

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-¡Al diablo el shogun! He visto la clase de losmercaderes y la clase de los agricultores. Lo quequiero ver es la clase de los raiputs, 56 al hombreque llevaba esos millares y millares de espadasa las tiendas de curiosidades. Esas espadas es-taban hechas para ser utilizadas, tanto como unsable raiputana. ¿Dónde están los hombres quelas utilizaban? Muéstreme a un samurai.

El Profesor no respondió ni una palabra, limi-tándose a examinar atentamente las cabezas enlos andenes.

Meiji de 1868, detentaron el poder político su-premo en el Japón, con los emperadores reduci-dos a un papel que en ocasiones ni siquieraalcanzaba un simple nivel protocolario. El gene-ral Sir Frederick Roberts (1832-1914) era enton-ces (lo fue de 1885 a 1893) el comandante en jefede las fuerzas británicas en la India.

56 Raiputs: guerreros y gobernantes indios.

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-Yo diría que la frente arqueada, la nariz gan-chuda y los ojos juntos (el tipo español) son lacepa de los raiputs, mientras que el japonés concara de alemán es el khattri, la clase más baja.

Así seguimos hablando en torno a la natura-leza y las inclinaciones de unos hombres de losque nada sabíamos, hasta que concluimos: 1)que la fastidiosa corte sía de la nación japonesasurgió del hábito, difundido y ostentoso, aban-donado tan sólo hace veinte años, de llevar es-pada, del mismo modo que el raiput es la flor dela cortesía debido a que sus colegas van arma-dos; 2) que esa cortesía desaparecerá dentro deuna generación, o al menos estará seriamentedeteriorada; 3) que el japonés culto cortado alpatrón inglés se corromperá y contaminará losgustos de sus vecinos hasta que 4) el Japón ensu conjunto deje de existir como nación separa-da y se convierta en una dependencia de Amé-rica dedicada a la fabricación de botones; 5)que, siendo así las cosas, y siendo seguro queocurrirán en menos de doscientos o trescientos

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años, el Profesor y yo estábamos de suerte porhaber llegado a tiempo al Japón; y 6) que eraabsurdo construir teorías acerca del país antesde haberlo visto mínimamente.

A eso llegamos a la ciudad de Kyoto bajo unsol regio, templado por una brisa que formabaremolinos de flores de cerezo en las calles. Unaciudad japonesa, al menos en las provincias delsur, es muy parecida a cualquier otra en su as-pecto: un mar gris-negro de tejados salpicadopor los muros blancos de los almacenes a prue-ba de incendios en los que los mercaderes y loshombres ricos guardan sus principales tesoros.El nivel general queda roto por los tejados delos templos, de aleros fruncidos, que se parecenremotamente a los sombreros terai. Kyoto ocu-pa una llanura casi enteramente rodeada decolinas boscosas, de aspecto familiar para quie-nes hayan visto los Sewalik. 57 Hubo un tiempo

57 Cadena de montes de los contrafuertes delsur del Himalaya.

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en que fue la capital del Japón, y tiene hoy dos-cientos cincuenta mil habitantes. Su trazado esparecido al de una ciudad americana. Todas lascalles se cortan en ángulo recto. Eso, dicho seade paso, es lo que hacemos el profesor y yo.Elaboramos la teoría del pueblo japonés y nologramos ponernos de acuerdo.

5

Kyoto, y cómo me enamoré allí de la principalbeldad después de conferenciar con determinadosmercaderes chinos que traficaban en té. Se exponetambién cómo, en un gran templo, quebranté el dé-cimo mandamiento en cincuenta y tres sitios distin-tos y me incliné delante de Kano y de un carpintero.Me llevan a Arashima.

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«Si pudiese escribir las cosasque estoy viendo,

los míos correrían para mirarconmigo.

Mas, al fallar la pluma traicio-nera

para pintar el encanto sin velosde la tierra,

sólo puedo rogar a los míos,cuando lean:

desplace, pródiga, la Voluntadal Acto extenuado.»

Compartimos con sesenta miembros de la es-tirpe de los sahibs el hotel más curioso que ja-más se haya visto. Se alza en la ladera de la co-lina que domina toda la ciudad de Kyoto, y sujardín es auténticamente japonés. Árboles de téfantásticamente recortados, enebros, pinos ena-nos y cerezos se mezclan con estanques de pe-ces de colores, linternas de piedra, extrañostrabajos en roca y céspedes aterciopelados, todo

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ello en una pendiente de treinta y cinco grados.Detrás de nosotros los pinos, rojos y negros,cubren la colina y bajan por un largo espolónhasta la ciudad. Pero el catálogo de un subasta-dor sería insuficiente para describir los encan-tos del sitio o tratar con justicia el jardín de té,lleno de cerezos, que se extiende treinta piesdebajo del hotel. Nos aseguraron solemnementeque prácticamente nadie visitaba Kyoto. Serápor eso que nos hemos encontrado con absolu-tamente todos los pasajeros del barco con el quehabíamos llegado a Nagasaki; y también poreso qué nuestros oídos son constantementeasaltados por el clamor de la gente que discutelos sitios que hay que «hacerse»; un inglés esuna persona realmente horrible cuando entraen el sendero de guerra; lo mismo es aplicable aun americano, un francés o un alemán.

Había contemplado el sol del atardecer sobrelos árboles de la ciudad, los cambios y los jue-gos de colores en la atestada avenida de loscerezos, y canturreaba para mí porque el cielo

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era azul y yo estaba vivo debajo de él con unpar de ojos en la cabeza.

En cuanto el sol se hubo puesto detrás de lascolinas el aire se hizo cortantemente frío, perola gente de los cintos de crespón y de las cha-quetas de seda no interrumpieron sus tranqui-los retozos. El día siguiente habría una granceremonia en honor a la flor del cerezo en eltemplo principal de Kyoto, y se preparabanpara ella. Cuando la luz se extinguió en un ba-ño escarlata, lo último que vi fue un friso detres niñitos japoneses, con flotantes moños altosy anchos cintos, que intentaban colgarse cabezaabajo de una barra de bambú. Lo lograron, y elojo soñoliento del día los contempló solemne-mente al cerrarse. ¡El efecto, en silhouette,58 erainmenso!

Un grupo de mercaderes de té chinos se habí-an reunido en la sala de fumadores después de

58 Silueta. En francés en el original.

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la cena y, naturalmente, hablaron de su trabajo,lo cual no carecía de interés. Su lenguaje no esNuestro 59 lenguaje, ya que no saben nada delos jardines de té, del capataz que se rompe laclavícula justo en la época de más trabajo, ni delas enfermedades que golpean a los culíes máso menos al mismo tiempo. Son hombres felicesque obtienen su té reventando un millar de ca-jas que llegan del interior del país y juegan conél en los mercados de Londres. Con todo, tienenun muy saludable respeto por el té indio, al quedetestan cordialmente. He aquí la clase de ar-gumentación que un hombre de Fuchow, ungran comprador al por mayor, me lanzó a tra-vés de la mesa.

-Puede decir usted lo que quiera sobre sus tésindios, Assam y Kangra, o como sea que losllame, pero yo le digo que si alguna vez llegan a

59 «Nuestro» o «Nosotros», en mayúscula,aquí y en lo sucesivo alude a los ingleses.

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entrar con fuerza en Inglaterra los médicos seles echarán encima, caballero. Serán prohibidosmédicamente. Ya lo verá. Le destrozan a unolos nervios. Son impropios para el consumohumano, eso es lo que son. Claro que no niegoque en Inglaterra se vendan. Pero no se conser-van. Al cabo de tres meses, las clases de té quehe visto en Londres se convierten en paja.

-Creo que se equivoca -dijo un hombre deHanchow-. La experiencia me dice que los tésindios se conservan mejor que los nuestros, ycon gran ven taja. Pero -añadió, volviéndosehacia mí-, si pudiésemos tan sólo conseguir queel gobierno de China eliminase los impuestosaduaneros, podríamos aniquilar el té indio ytodos los tés emparentados con él. Podríamosofrecer té en Mincing Lane a tres peniques lalibra. No, no adulteramos nuestros tés. Ése esuno de sus trucos en la India. Los conseguimostan puros como los suyos; cada caja que se abrees tan buena como la muestra.

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-Entonces, ¿pueden ustedes confiar en susproveedores indígenas? -interrumpí.

-¿Confiar en ellos? Claro que podemos -incidió el mercader de Fuchow-. En China nohay jardines de té tal como usted los concibe.Los campesinos cul tivan el té, y los comprado-res se lo compran al contado en cada estación.Uno puede dar a un chino cien mil dólares ydecirle que los convierta en té del tipo que auno le conviene; el té será como la muestra. Elhombre, claro está, puede ser un bribón de sietesuelas en muchos aspectos, pero sabe que no leconviene hacer tonterías con una empresa in-glesa. A uno le llega el té; mil medias cajas, di-gamos. Uno abre tal vez cinco, y el resto van aInglaterra sin ser revisadas. Pero todas soniguales a la muestra. Así se hacen los negocios.

El chino es un mercader nato y un hombre detemple. Me gusta en lo que toca a los negocios.El japonés no sirve para nada. No es hombrecapaz de manejar cien mil dólares. Muy posi-

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blemente huiría con ellos... o al menos lo inten-taría.

-El japonés no tiene madera para los negocios.Dios sabe que odio a los chinos -dijo una vozdesde detrás de una humareda de tabaco-, perose pueden hacer negocios con ellos. El japonéses un insignificante mercachifle que no ve másallá de sus narices.

Pidieron bebida y contaron historias, aquellosmercaderes de China; historias de dinero, debalas y cajas de té, pero en todas sus historiashabía un sesgo implícito favorable a la aptitudindígena que, aun admitiendo las peculiarida-des de China, resulta sorprendente. «El com-prador hizo esto; Ho Wang hizo aquello; unsindicato de banqueros hizo aquello otro», y asítodo. Me pregunté si una cierta indiferencia se-ñorial en cuanto a los detalles tenía algo que vercon las rarezas y las fluctuaciones de calidad enlos mercados del té de China, que se producena pesar de todo lo que aquellos hombres decían

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en sentido contrario. Además, los mercadereshablaban de China como un país donde sehacen fortunas, un país que sólo espera a serabierto para devolver ciento por uno. Me habla-ron del gobierno inglés, que ayudaba al comer-cio privado, de manera amable y discreta, paralograr una influencia más firme sobre los con-tratos del Departamento de Obras Públicas queahora escapan al extranjero. Era agradable oíreso. Pero lo más extraño de todo era el tono deesperanza y casi de satisfacción que henchía suspalabras. Eran hombres acomodados que gana-ban dinero, y les gustaba su modo de vivir. Yasaben ustedes que, cuando dos o tres de Noso-tros nos reunimos en nuestro país estéril y po-bre, gemimos a coro y nos desconsolamos. Elcivil, el militar y el mercader son todos igualesen eso. El primero está abrumado de trabajo yarruinado por el cambio de moneda, el segundoes un mendigo encuadrado en una fuerte orga-nización, y el tercero un don nadie que estásiempre en desacuerdo con aquello que él con-

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sidera un gobierno académico. Sabía, de algúnmodo, que Nosotros éramos una comunidadsiniestra y miserable en la India, pero sólo co-nocí la medida de Nuestra caída cuando escu-ché a hombres que hablaban de fortunas, éxito,dinero, y del placer, la buena vida y los frecuen-tes viajes a Inglaterra que ese dinero permite.No parecía que sus amigos muriesen a una ve-locidad innatural, y su riqueza les permitía so-portar con tranquilidad las calamidades delIntercambio. Sí; nosotros, los de la India, somosgente desdichada.

Muy temprano, al alba, antes de que los go-rriones se despertasen en sus nidos, un sonidoen el aire me sacó, asustado, de mi virtuososueño. Era un murmu llo balbuceante, muyprofundo y completamente extraño. «Es unterremoto, y la ladera de la colina empieza adeslizarse», me dije, adoptando medidas dedefensa. El sonido se repitió una y otra vez has-ta que llegué a la conclusión de que, si era pre-cursor de un terremoto, el asunto se había dete-

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nido a mitad de camino. Durante el desayunohubo gente que dijo: «Era la gran campana deKyoto, justo al lado del hotel, un poco más arri-ba en la colina. Como campana, saben, resultamás bien un fracaso, desde el punto de vistainglés. No la hacen sonar adecuadamente, y elvolumen del sonido es comparativamente in-significante».

-Eso me pareció así que la oí -dije, indiferente;y me fui colina arriba bajo la luz del sol quellenaba el corazón y los árboles, que llenaba dealegría los ojos. Ya conocen ustedes el placer sinmezcla de esa primera mañana clara en elHimalaya, cuando el ocioso tiene por delantetodo un mes de pereza total y el aroma de loscedros se mezcla con el del cigarro de la medi-tación. Ésa era mi situación mientras caminabapor la hierba alta manchada de violetas y pasa-ba por pequeños cementerios japoneses olvida-dos, de columnas rotas y losas cubiertas de lí-quenes, hasta encontrar, en un corte en la lade-ra, la gran campana de Kyoto: veinte pies de

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bronce verde colgados en un cobertizo de teja-do extravagante hecho de vigas de madera. Unaviga, dicho sea de paso, es una viga en el Japón;cualquier cosa que tenga menos de un pie deancho es un simple palo. Esas vigas estabanhechas del grueso de los troncos de grandesárboles y unidas con bronce y con hierro. Unleve golpe de nudillo en el borde de la campana(no estaba a más de cinco pies del suelo) hacíajadear pesadamente al gran monstruo, y unbastonazo desencadenaba cien ecos de vocesagudas alrededor de las tinieblas de su cúpula.A un lado, sujeto por media docena de peque-ños cables, colgaba un ariete, una barra de docepies ceñida de hierro cuya nariz apuntaba delleno a un crisantemo en alto relieve en las en-trañas de la campana. Entonces, por un favorespecial de la Providencia, que cuida siemprede los perezosos, empezaron a sonar sesentacampanadas. Media docena de hombres balan-ceaban el ariete hacia atrás y hacia delante, en-tre gritos y alaridos, hasta conseguir la distan-

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cia suficiente, y las cuerdas, al soltarse, lo estre-llaban contra el crisantemo. El rugido del bron-ce golpeado era tragado por la tierra, debajo, ypor la colina, detrás, de modo que su volumenno era proporcionado al tamaño de la campana,exactamente tal como habían dicho los hom-bres. Un campanero inglés le hubiera sacadotres veces más partido. Pero también hubieraperdido la vibración sostenida que corría a tra-vés de las rocas y los pinos en un radio de vein-te metros, sacudía el cuerpo de quien la oía y seextinguía bajo sus pies como el estruendo deuna explosión distante. Soporté veinte cam-panadas y me alejé, nada avergonzado de habertomado aquel sonido por un terremoto. Muchasveces, desde entonces, he oído hablar a la cam-pana desde lejos. Dice B-r-r-r, desde lo máshondo de su garganta, pero cuando se ha cap-tado su sonido una sola vez ya nunca se olvida.Y he aquí lo que tenía que decir de la grancampana de Kyoto.

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Desde la casa de la campana una escalera cor-tada en roca le lleva a uno, ladera abajo, hasta eltemplo de Chion-in, 60 al que llegué el domingode Pascua justo antes del servicio, a tiempo pa-ra ver la procesión de la Flor del Cerezo. Más omenos al mismo tiempo celebran un servicioespecial en un sitio llamado San Pedro, en Ro-ma, pero los sacerdotes de Buda superaban alos sacerdotes del Papa. He aquí cómo se desa-rrolló la cosa. La fachada principal del templotenía una longitud de trescientos pies, una pro-fundidad de cien y una altura de sesenta. Unsolo tejado cubría el conjunto y, salvo por losazulejos, no había piedra en la estructura; tan

60 Sede de la congregación o secta budista(rama amidista) de la Tierra Pura, la tumba decuyo fundador, el monje y predicador Heinen(1133-1212), se encuentra en ese templo. Kiplingno exagerará con las dimensiones del templo,cuya puerta principal es la de mayor altura delJapón, con 25 metros.

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sólo madera vieja de trescientos años, dura co-mo el hierro. Las columnas que sostenían eltecho tenían diámetros de tres pies, cuatro piesy cinco pies, y estaban vírgenes de toda pintura.Mostraban el grano natural de la madera hastaperderse en las ricas tinieblas marrón, allá arri-ba. Las traviesas eran de madera granosa degran riqueza; madera de cedro, y madera dealcanfor, y corazones de pinos gigantes habíansido requisados para la gran obra. Un carpinte-ro (se limitan a llamarlo «un carpintero») habíaproyectado el conjunto, y su nombre siguesiendo recordado. La mitad del templo estabaseparada de la congregación por una reja dedos pies sobre la cual se habían arrojado sedasde antiguos diseños. Al otro lado de la reja es-taban todos los objetos religiosos, pero no pue-do describirlos. Todo lo que recuerdo es unahilera tras otra de pequeñas plataformas delaca, cada una de las cuales sostenía un volu-men enrollado de escritos sagrados; un altar tanalto como un órgano de catedral en el que el oro

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competía con el color, el color con la laca y lalaca con las incrustaciones; y velas iguales a lasque la Santa Madre Iglesia utiliza tan sólo ensus días más solemnes despedían una luz ama-rilla que lo suavizaba todo. Incensarios de bron-ce con formas de dragones y diablos humeabana la sombra de banderas de seda detrás de lascuales ascendían hasta la viga maestra arabes-cos de madera tan delicados como los dibujosdel hielo en el. cristal de una ventana. Sólo queen aquel templo no había ningún techo visible.La luz se extinguía por debajo de las monstruo-sas vigas, y podíamos haber estado en una ca-verna a cien metros bajo tierra de no haber sidopor la luz del sol y el cielo azul en los portalesdonde los niños reñían y gritaban.

Doy mi palabra de que intenté tomar notafríamente de lo que tenía delante, pero la mira-da se cansaba y el lápiz se extraviaba en excla-maciones fragmentarias. Pero, ¿qué hubieranhecho ustedes de haber visto lo que yo vi cuan-do giré por la veranda del templo hasta algo

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que tendremos que denominar una sacristía enla parte trasera? Era un gran edificio conectadoal edificio principal por un puente de maderade color marrón, oscurecido y pulido por eltiempo. De un lado a otro del puente estabatendida una línea de esteras de color azafrán alo largo de la cual, muy lenta y solemnemente,como era propio de su alto oficio, desfilabancincuenta y tres sacerdotes, todos ellos vestidoscon al menos cuatro piezas de brocado, crespóny seda. Había sedas que no ven la luz en losmercados y brocados que sólo conocen losguardarropas de los templos.

Había seda verde mar tornasolada con dra-gones de oro; crespones terracota con crisante-mos blanco marfil arracimados; seda con rayasnegras cruzadas por llamas amarillas; seda la-pislázuli con peces de plata; seda venturina conplacas gris verdoso incrustadas; tela de oro so-bre sangre de dragón; y seda azafrán y marrónendurecida como el cartón por los bordados.Volvimos al templo, lleno ahora de los magnífi-

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cos tejidos. Las pequeñas plataformas de lacaeran los atriles de los sacerdotes. Algunos secolocaron entre ellos, mientras otros se movíanmuy suavemente alrededor de los altares dora-dos y de los incensarios; y el sumo sacerdote seinstaló, dando la espalda a la congregación, enuna silla de oro sobre la cual su ropa temblabacomo los élitros de una cicindela.

En medio de un silencio solemne se desenro-llaron los libros, y los sacerdotes se pusieron acanturrear textos en pali 61 en honor del Apóstolde la Renuncia al Mundo, que había escrito queno debían llevar oro ni colores mezclados, nitocar los metales preciosos. De no ser por algu-nos accesorios de poca importancia del estilo deunas imágenes entrevistas de grandes hombres(pero ésos hubieran podido llamarse santos), laescena podría haberse desarrollado en una ca-tedral católica romana; digamos en la rica cate-

61 Lengua litúrgica del budismo sherawada.

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dral de Arundel. Esa misma idea estaba enotras mentes, ya que, en una pausa del lentocanturreo, una voz, detrás de mí, susurró:

«Oír el murmullo bendito de lamisa

y ver a Dios hecho y comido to-do el día.» 62

Era un hombre de Hong-Kong, muy irritadoporque tampoco a él le habían permitido foto-grafiar un interior. Llamaba a todo aquel es-plendor de ritual y de galas simplemente «uninterior», y se vengaba escupiendo sobre Brow-ning.

62 «To hear the blessed mutter of the mass /And see God made and eaten all day long.»Versos de Robert Browning (1812-1889) en Menand Women [Hombres y mujeres], 1855.

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El canturreo se hizo más rápido cuando elservicio se acercaba a su fin y los cirios dabanmenos luz.

Fuimos a otras partes del templo, perseguidospor el coro de los devotos, hasta quedar fueradel alcance de las voces en un paraíso de panta-llas. Hace doscientos o trescientos años vivía unpintor llamado Kano. Él fue el llamado al tem-plo de Chion-in para embellecer las paredes delas habitaciones. Dado que una pared es unapantalla, y que una pantalla es una pared, Ka-no, de la Royal Academy, se vio encarado a untrabajo muy considerable. Pero le ayudarondiscípulos e imitadores, y acabó por dejar unoscuantos centenares de pantallas que, todas ellas,son pinturas acabadas. Como ustedes ya saben,el interior de un templo es muy simple en sudisposición. Los sacerdotes viven sobre esterasblancas, en habitaciones pequeñas de techo ma-rrón que pueden transformarse a voluntad enuna sola habitación grande. Ésa era también ladisposición en Chion-in, aunque las habitacio-

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nes eran comparativamente espaciosas y dabansobre suntuosas verandas y corredores. Dadoque el emperador visitaba el sitio de vez encuando, se había reservado para él una habita-ción de esplendor más que ordinario. Borlas deseda trenzada de intrincado diseño ocupaban ellugar de cerrojos para desplazar las pantallasdeslizantes, y la marquetería estaba lacada. Mispalabras son débiles y no está a mi alcance ex-presar el reposo que impregnaba todo aquello,ni tengo el poder de conseguir el efecto deseadocon un leve movimiento de muñeca. El granKano dibujó faisanes ateridos, apiñados en unarama de pino cubierta de nieve; o un pavo realorgulloso, desplegando la cola para deleitar asu gente femenina; o una ebullición de crisan-temos desbordando de un jarrón; o figuras decampesinos y campesinas, ajados por el trabajo,volviendo del mercado; o una escena de caza alpie del Fujiyama. El carpintero, igualmentegrande, que construyó el templo enmarcó cadapintura con absoluta precisión debajo de un

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techo que era un milagro de ingenio, y el Tiem-po, el artista más grande de los tres, había toca-do el oro para que se hiciera ámbar y la mar-quetería para que adquiriese un color más os-curo, y la superficie reluciente de la laca paraque se hiciera profunda, rica y semitransparen-te. Tal era una habitación, tales eran todas lasdemás. A veces nos deslizábamos detrás de laspantallas y descubríamos a veces a un menudoacólito que rezaba sobre un incensario, y a ve-ces a un sacerdote flaco que comía arroz; peroen general las habitaciones estaban vacías, ba-rridas y ornamentadas.

Artistas menores habían trabajado con Kanoel magnífico. Se les había permitido aplicar suspinceles a paneles de madera en las verandasexteriores, y se habían esmerado esforzadamen-te. No fue sino cuando el guía dirigió mi aten-ción hacia ellos que descubrí numerosos esbo-zos monocromos en la parte más baja de laspuertas de las verandas. Una flor de lis quebra-da por la caída de una rama arrancada por un

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mono insolente; una caña de bambú inclinadabajo el viento que riza un lago; un guerrero deotros tiempos preparando una emboscada co-ntra un enemigo en un bosquecillo, espada enmano, con la boca fruncida en su intensa con-centración, eran algunas de las muchas notascon que topó mi mirada. ¿Cuánto tiempo creenustedes que se conservaría sin deterioro, ennuestra civilización, un dibujo a la sepia si es-tuviese colocado en el panel inferior de unapuerta, o en un estante en el pasadizo de unacocina? En este país apacible un hombre puedeagacharse y escribir su nombre en el polvomismo con la seguridad de que, si su escrituraestá trazada con habilidad, los hijos de sus hijosla dejarán perdurar reverentemente.

-Naturalmente, hoy no se hacen templos co-mo ése -dije, cuando volvimos a la luz del sol,mientras el Profesor intentaba dilucidar cómolas pinturas de los paneles y de las pantallas depapel armonizaban tan bien con la oscura dig-nidad de la maciza obra en madera.

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-Están construyendo un templo al otro ladode la ciudad -dijo Mister Yamaguchi-. Vengan aver las redecillas de cabello que cuelgan allí.

Volamos en nuestros rickshaws a través deKyoto hasta que vimos, enredado en cien tela-rañas de andamiajes, un templo todavía mayorque el gran Chion-in.

-Se incendió hace tiempo... el viejo temploque está ahí, ¿saben? Entonces se hizo una sus-cripción en todas partes del Japón, y los que nopodían enviar di nero enviaron su cabello paraque lo convirtieran en cuerdas. Hace diez añosque se está construyendo este nuevo templo. Estodo de madera -dijo el guía.

Aquel sitio estaba vivo de hombres que dabanlos toques finales a la gran techumbre de tejas ycubrían los suelos. Columnas de madera tangigantescas, esculturas tan extravagantementetrabajadas, aleros tan intrincados en su mol-deado y junturas tan perfectas como todo loque habíamos visto en el templo de Chion-in

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me salían al encuentro en cada recodo. Pero lamadera, recién cortada, era blanco cremoso ylimón, mientras que en el otro edificio era duracomo el hierro y de color marrón. Tan sólo losextremos de los maderos estaban recubiertos delaca blanca para evitar las incursiones de losinsectos, y la tracería más profunda estaba pro-tegida de los pájaros por finas redes de alam-bre. Todo lo demás era madera, hasta las maci-zas vigas ensambladas y roblonadas de los ci-mientos, que examiné a través de aberturas enel suelo.

Los japoneses son un gran pueblo. Sus albañi-les juegan con la piedra, sus carpinteros con lamadera, sus forjadores con el hierro, y sus artis-tas con la vida, la muerte y todo lo que puedacaptar la mirada. Benévolamente les ha sidonegado, en su carácter, el último toque de fir-meza que les capacitaría para jugar con el uni-verso entero. Nosotros poseemos eso; Nosotros,la nación de las lámparas de vidrio floreadas,de las esteras de lana rosa, del perrito de porce-

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lana rojo y verde y de la funesta alfombra deBruselas. Es nuestra compensación...

-¡Templos! -dijo un hombre de Calcuta, unashoras más tarde, mientras yo hablaba deliran-temente de lo que había visto-. ¡Templos! Estoyharto de tem plos. Cuando se ha visto uno, sehan visto cincuenta mil; todos son exactamenteiguales. Le hablaré de algo que sí es excitante.Bajé por los rápidos en Arashima... a ocho mi-llas de aquí. Es mucho más divertido que cual-quier templo con un Buda de cara rolliza en elmedio.

Seguí el consejo de mi amigo. ¿He logradotransmitir la impresión de que abril es hermosoen el Japón? Si es así, me disculpo. Es general-mente lluvioso, y la lluvia es fría; pero la luz delsol, cuando la hay, vale por todo. La alegría devivir nos hizo gritar cuando nuestros ricks-haws, fogosos e indómitos, rebotaron de piedraen piedra por las calles espantosamente pa-vimentadas de los suburbios y nos llevaron

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hasta algo que hubiera debido llamarse huertospero que llamaban campos. La faz de las tierrasllanas estaba cortada en todas direcciones porterraplenes, y parecía que todos los caminospasaban sobre ellos.

-Jamás -dijo el Profesor, hincando el bastón enla tierra negra-, jamás hubiera imaginado unairrigación tan perfectamente controlada comoésta. Mire los rajbahars recubiertos de piedra yprovistos de esclusas; mire las norias y... ¡puaf!Abonan demasiado los campos.

El primer círculo de campos alrededor decualquier ciudad es siempre notablementeapestoso, pero aquel exceso de olores continua-ba en todo el resto de los campos. Salvo poralgunas partes cerca de Dacca y de Patna, lasuperficie de la tierra estaba más densamentepoblada que en Bengala y era trabajada cincoveces mejor. No había ni una sola parcela sincultivar, ni ningún cultivo que no llegase allímite máximo de la productividad del suelo.

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Cebollas, cebada, en pequeñas lomas entre laslomas de té, judías, arroz y otra media docenade cosas cuyos nombres ignorábamos, nos lle-naban los ojos ya cansados por el resplandor dela mostaza dorada. El abono es bueno, pero eltrabajo manual es mejor. Vimos ambas cosasincluso en exceso. Cuando un campesino japo-nés ha hecho en su campo absolutamente todolo que se le ha ocurrido, arranca las malas hier-bas tallo a tallo, entre el índice y el pulgar. Esauténtico. Vi a un hombre que lo hacía.

Fuimos en línea recta, por la maravillosacampiña, atravesando la llanura en la que seencuentra Kyoto, hasta alcanzar la cadena decolinas en el ex tremo opuesto, y nos vimosenredados en media milla de amontonamientode maderas.

Los cultivos y los canales habían desapareci-do, y nuestros incansables rickshaws corríanpor la ribera de un río ancho y poco profundosofocado por troncos de todos los tamaños. Es-

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toy preparado para creer cualquier cosa de losjaponeses, pero no veo por qué la Naturaleza,que según dicen es el mismo Poder despiadadoen todo el mundo, había de mandarles los tron-cos por los ríos sin que los astillasen las rocas,limpiamente descortezados y con una ranuracortada con precisión a cada extremo para alo-jar una cuerda. He visto flotar troncos en el Ra-vi en tiempos de crecida; los troncos eran saca-dos, con garfios, tan ásperos como un cepillo dedientes. Aquí, ese material llega limpio. En con-secuencia, la ranura es un nuevo milagro.

-Cuando hace buen tiempo -dijo el guía, sua-vemente-, toda la gente de Kyoto viene a Aras-hima a hacer picnic.

-Pero si siempre hacen picnic en los jardinesde cerezos. Hacen picnics en las casas de té.Hacen... hacen...

-Sí, cuando hace buen tiempo siempre van aalguna parte y hacen picnic.

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-Pero, ¿por qué? El hombre no está hecho pa-ra el picnic.

-¿Por qué? Pues porque hace buen tiempo.Los ingleses dicen que el dinero de los japone-ses llega del cielo, porque nunca hacen nada...Eso piensan ustedes. Pero mire ahí, es un bonitositio.

El río se precipitaba, en uno de sus giros,pendiente abajo de las colinas cubiertas de pi-nos y estallaba en plata sobre los maderos delos restos de un puente liviano arrastrado porlas aguas algunos días antes. A nuestro lado,dispuesta de tal modo que se encaraba al máshermoso panorama de jóvenes arces, se erguíauna hilera de casas de té y merenderos cons-truidos sobre el curso de agua. La luz del sol,que la oscuridad de los pinos no podía atenuar,se posaba tiernamente entre el verde de los ar-ces y tocaba, más abajo, las hondonadas dondelas flores de cerezo estallaban en una espuma

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rosa, recortándose sobre las casas de tejadosnegros de un pueblo al otro lado del agua.

Allí me detuve.

6

Juegos de salón en el saloncito. Historia completade todo el arte japonés moderno, con una revisión delpasado y una profecía del futuro, dispuestas y com-puestas en las fábricas de Kyoto.

«¡Oh, feliz mundo modernoque goza de tales criaturas!¡Oh, hermosa humanidad!»

Cómo llegué a la casa de té, soy incapaz dedecirlo. Quizá alguna linda muchacha me hizoseñas con una ramita de cerezo en flor y aceptésu invitación. Sé que me dejé caer en las esteras

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y contemplé las nubes que se deslizaban sobrelas colinas y los troncos que volaban por losrápidos, y olí el aroma de los troncos reciéndescortezados, y escuché los gruñidos de losbarqueros mientras se las veían con los troncosy con la fuerte corriente, y me sentí más feliz delo que es lícito para un hombre.

La dama de la casa de té insistió en aislarnos,con pantallas, de los demás grupos festivos quealmorzaban en la misma veranda. Trajo hermo-sas pantallas azules con cigüeñas pintadas y lashizo deslizar entre hendeduras. Soporté aquellomientras pude. Había estallidos de risas en elcompartimento contiguo, pasitos de pies sua-ves, tintineos de pequeños platos y, en las aber-turas de las pantallas, centelleos de ojos dia-mantinos. Una familia entera había venido deKyoto para una jornada de fiesta. La mamácuidaba de la abuela, y la joven tía cuidaba dela guitarra, y las dos muchachitas de catorce yquince años cuidaban de una alegre bribonzue-la dé ocho años que, cuando pensaba en ello,

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cuidaba del bebé, el cual tenía el aire de cuidarde todos los reunidos. La abuela iba vestida deazul oscuro, la mamá de azul y gris, las mucha-chas llevaban espléndidos vestidos de crespónlila, color cervato y amarillo claro con lazos deseda del color de la flor del manzano y del me-lón recién cortado; la bribonzuela vestía oroviejo y hoja seca; en cuanto al bebé, su cuerpeci-to regordete rebotaba por el suelo entre los pla-tos, entre los colores del arco iris japonés, queno tiene tonalidades duras. Todas eran bonitas,salvo la abuela, que simplemente estaba debuen humor y era muy calva, y cuando hubie-ron terminado su delicada comida y hubieronsido retiradas las bandejas de laca marrón, laporcelana azul y blanca y las copas verde jade,la tía interpretó una breve pieza con el samisen,63 y las muchachas jugaron a la gallina ciegaalrededor del menudo saloncito.

63 El samisen o, más corrientemente, sammssen,un laúd de mástil largo, de tres cuerdas de seda,

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Un ser de carne y hueso no hubiera podidopermanecer al otro lado de las pantallas. Tam-bién yo quería jugar, pero era demasiado gran-dote y tosco, de modo que tan sólo pude sen-tarme en la veranda a contemplar en sus juegosa aquellos delicados fragmentos de porcelanade Dresde. Gritaban, y soltaban risitas aho-gadas, y parloteaban, y se sentaban en el suelocon el inocente abandono de la adolescencia,interrumpiéndose para besar al bebé cuandomostraba signos de sentirse arrinconado. Juga-ron a las cuatro esquinas, con los pies atadoscon pañuelos azules y blancos, ya que el suelono admitía una desenfrenada libertad de losmiembros; y cuando ya no pudieron jugar másde tanto reírse se abanicaron, apoyadas en laspantallas azules, constituyendo cada una deellas un cuadro que ningún pintor podría re-

fue desde el siglo XVI, y sigue siendo, el ins-trumento predilecto en el Japón para acompa-ñar a la voz.

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producir; y me reí tan fuerte como ellas, hastaque caí fuera de la veranda y casi me estrellé enla calle risueña. ¿Era un idiota? Si lo era, hacíamis idioteces en buena compañía, porque unaustero habitante de la India (una persona quetiene su fe puesta en las carreras de caballos yque no cree en nada más que el Código Civil)estaba también en Arashima aquel día. Me loencontré sonrojado y excitado.

-He pasado un buen rato -jadeó, con cien niñi-tos pegados a los talones-. Aquí hay una especiede ruleta en la que se puede jugar con bombo-nes. He com prado todas las existencias delvendedor por tres dólares y me he lanzado aMontecarlo en beneficio de los críos... unos cin-co mil. Nunca me había divertido tanto. Esodeja pálidas las loterías de Simla.64 Han es-perado completamente quietos a que yo hubie-ra limpiado la mesa de todo menos una gran

64 Véase nota 18.

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tortuga de azúcar. Entonces se han lanzadosobre la banca, y yo he huido.

¡Y ése era un hombre duro que desde hacíamuchísimos años no solía jugar con cosas taninocentes como los dulces!

Cuando ya no pudimos más de risa y la cá-mara del Profesor quedó enredada en una ma-raña de doncellas risueñas, para confusión desus fotografías, también nosotros huimos co-rriendo de la casa de té y erramos por la riberadel río hasta encontrar un bote de planchas ase-rradas que nos hizo cruzar a golpes de pértigael río crecido y nos desembarcó en un caminitorocoso suspendido sobre un agua en la que elazul y el violeta corrían tumultuosamente ycascadas jubilosas competían en velocidad en-tre la maleza junto a pinos y arces. Estábamos alpie de los rápidos de Arashima, y todas las mu-chachas lindas de Kyoto estaban con nosotros,contemplando el paisaje. Corriente arriba unpino solitario se erguía, aislado de sus com-

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pañeros, para entrever la curva en la que elagua veloz discurría profunda entre torbellinosaceitosos. Corriente abajo, el río daba coletazosentre las rocas y turbaba los campos de troncosnuevos en su seno, mientras hombres de azulguiaban botes blanco plata, hundidos hasta laborda, hacia la espuma de sus embestidas y sellevaban los troncos con garfios. Bajo los pies, larica tierra de la ladera de la colina exhalaba elaliento del cambio del año hacia los arces queya habían recibido el mensaje de los vientosardientes de abril. ¡Oh! Era bueno estar vivo,pisar los tallos de los lirios y hacer que cayerasobre la cara un baño de espuma de flor de ce-rezo, y recoger violetas por el mero placer dearrojarlas al torrente e ir en busca de flores máshermosas.

-Es un fastidio eso de ser el esclavo de unacámara fotográfica -dijo el Profesor, sometido,sin saberlo, a las muchas influencias de la esta-ción.

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-Es un fastidio eso de ser un esclavo de lapluma -respondí; y es que la primavera habíallegado al país. Hacía siete años que odiaba laprimavera, 65 porque para mí suponía moles-tias.

-Vayamos directamente a Inglaterra y veamoscrecer las flores en los parques.

-Disfrutemos de lo que tenemos al alcance dela mano; ¡filisteo!

Eso hicimos hasta que una nube se puso oscu-ra y el viento rizó los tramos tranquilos del río;volvimos entonces a nuestros rickshaws, suspi-rando de satisfacción.

65 Aunque había nacido en la India (en Bom-bay), en 1865, Kipling fue enviado a estudiar aInglaterra en 1871 y no había vuelto a la Indiahasta 1882, siete años antes, pues, de su visita alJapón.

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-¿A cuántas personas supone usted que ali-menta esta tierra por milla cuadrada? -preguntóel Profesor, en una curva del camino de regreso.Había estado leyendo unas estadísticas.

-Novecientas -dije al azar-. Hay más aglome-ración de seres humanos que en Sarun o enBehar. Digamos mil.

-Dos mil doscientas cincuenta y tantas. ¿Pue-de creerlo?

-Si miro el paisaje sí puedo, aunque no su-pongo que se lo crean en la India. ¿Qué le pare-ce si escribo mil quinientas?

-También dirán que exagera. Mejor atenerseal total verdadero. Dos mil doscientas cincuentay seis por milla cuadrada, y ningún indicio depobreza en las casas. ¿Cómo lo consiguen?

Me gustaría conocer la respuesta a esta pre-gunta. El Japón, en mi visión limitada, está po-blado casi enteramente por niños cuyo deberconsiste en impedir que los mayores se hagan

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demasiado frívolos. Los niños ponen un pocomanos a la obra de vez en cuando, pero susprogenitores los interrumpen para acariciarlos.En el hotel Yami, el servicio está en manos deniños de diez años porque, fuera de ellos, todoel mundo se ha ido a hacer picnic entre los ce-rezos. Los diablillos encuentran tiempo pararealizar el trabajo de un hombre y libran com-bates en la escalera aprovechando los interva-los. Mi sirviente particular, apodado «Obispo»por la gravedad de su aire, su delantal azul ysus polainas, 66 es el más vivaracho del grupo,pero ni siquiera su energía puede explicar lasestadísticas demográficas del Profesor...

He visto entre los japoneses una especie detrabajo, pero no es de los que hacen prosperarlos cultivos. Era puramente artístico. Un barriode la ciudad de Kyoto está consagrado a las

66 Prendas llevadas también por los obisposanglicanos.

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fábricas. Un fabricante, en esta parte del mun-do, no exhibe ningún rótulo. Puede que lo co-nozcan en París y en Nueva York; eso es asuntode esas dos ciudades. El inglés que quiera en-contrar sus locales en Kyoto tiene que seguirleel rastro por los barrios bajos con la ayuda deun guía. He visto tres fábricas. La primera erade objetos de porcelana, la segunda de cloisonné67 y la tercera de laca, incrustados y bronces. Laprimera estaba detrás de una empalizada demadera negra y, por su apariencia externa, po-día haber sido perfectamente una tripería. En elinterior, el director estaba sentado frente a unmenudo jardín de cuatro pies de lado en el queuna palma de aspecto artificial crecía en unatosca maceta de piedra y daba sombra a un pi-no enano. El resto de la habitación estaba llenode cacharros a la espera de ser empaquetados;

67 Esmalte tabicado. Queda aquí eliminada lae sobrante de la palabra francesa («cloisonnée)del original inglés.

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Satsuma moderno en su mayor parte, la clasede objetos que se consiguen en una subasta. -Esto hecho enviar Europa, India, América -dijoel director, calmosamente-. ¿Ustedes venir yver? Nos condujo por una veranda de maderapulida hasta los hornos, los tanques de arcilla ylos patios donde diminutos crisoles esperabanlos ingredientes cerámicos. Hay numerosasdiferencias, diferencias técnicas, entre la elabo-ración de la cerámica japonesa y la de Burslem,68 aunque son de poca importancia. En el tallerde moldeado, donde hacen los cuerpos de losjarrones Satsuma, las ruedas, todas ellas accio-nadas manualmente, giran sin desviarse ni en elgrosor de un solo pelo. El ceramista estaba sen-tado en una estera limpia, con su servicio de téal lado. Cuando terminaba de tornear el cuerpode un jarrón, comprobaba que estuviese bien,asentía con la cabeza para sí mismo, y se servíaun poco de té antes de pasar al siguiente. Los

68 Población inglesa, en Staffordshire.

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ceramistas vivían cerca de los hornos y no tení-an nada bonito que mirar. Era distinto en los ta-lleres de pintura. Allí, en un local parecido a ungabinete, permanecían sentados los hombres,las mujeres y los niños que pintaban las decora-ciones de los jarrones después del primer coci-do. Decir que todas sus cosas eran escrupulo-samente pulcras es decir simplemente que eranjaponeses; decir que su entorno era agradable ylimpio es decir simplemente que eran artistas.Una ramita de cerezo en flor se erguía, retado-ra, sobre el negro de la empalizada del jardín;un pino retorcido se recortaba contra el azul delcielo con sus afiladas asperezas, irguiéndosepor encima de la empalizada; y en un pequeñoestanque los lirios y las colas de caballo saluda-ban al viento. A los artistas, cuando tenían lamente en blanco, les bastaba con alzar la miraday la Naturaleza misma les suministraba, benig-na, el eslabón que les faltaba para su dibujo. Enalguna parte, en la sucia Inglaterra, hay hom-bres que sueñan en que los artesanos trabajen

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en condiciones favorables que no asfixien elpensamiento a medio formar .69 Incluso organi-zan guildas y escriben plegarias semirítmicas alTiempo y a la Suerte y a todos los demás diosesque adoran para alcanzar el fin deseado. Siquieren ver realizados sus sueños, que vayan alJapón a ver cómo se hace allí la cerámica: cadahombre está sentado en una estera nívea, conmaravillas de líneas y colores al alcance de lamano, mientras, con los ojos bajados, ¡coloreacon los matices convencionales un jarrón deSatsuma tan aprisa como puede! Los Bárbarosquieren Satsumas, y los tendrán aunque enKyoto hayan de hacerlos a razón de una piezacada veinte minutos. He aquí las formas másviles de la artesanía.

69 La artesanía era reivindicada como arte le-gítimo por los Prerrafaelitas, uno de cuyos líde-res, Edward Burne-Jones (18331898), era parien-te y amigo de Kipling.

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El propietario del segundo establecimientovivía en un gabinete de madera negra (seríauna blasfemia llamarlo una casa); vivía solo,con un bronce de trabajo invalorable, una seriede muebles de madera negra y las medallas quesu trabajo le había valido en Inglaterra, Francia,Alemania y América. Era un hombre muy apa-cible que hacía pensar en un gato, y hablabacasi en susurros. ¿Nos complacería visitar sufábrica? Nos guió a través de un jardín; a susojos no era nada, pero nos detuvimos a admi-rarlo largo rato. Linternas de piedra, verdes demusgo, asomaban entre una abundancia debambúes de aire artificial entre los cuales unascigüeñas de bronce fingían comer. Un pino ena-no, con el follaje recortado en placas en formade plato, extendía los brazos por encima de unestanque de cuento de hadas en el que unascarpas gordas y perezosas buscaban y mordis-queaban su comida en el fondo; y un par decolimbos orejudos graznaban contra nosotros,protegidos por el surtidor. Tan perfecto era el

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silencio en aquel sitio que podíamos oír las flo-res de cerezo cuando caían al agua y los rocesde los peces contra las piedras. Estábamos en elcorazón mismo de una decoración de cerámicay nos resistíamos a movernos por temor a rom-perla. Los japoneses son «pájaros jardineros»natos. Coleccionan guijarros pulidos por elagua, piedras de formas curiosas y cantos ve-teados para adornar sus casas. Cuando se mu-dan de casa se llevan sus jardines, pinos inclui-dos, y el nuevo inquilino tiene el campo libre.

Media docena de peldaños nos llevaron, porel camino de piedras y musgo, hasta una casadonde toda la fábrica estaba trabajando. Unahabitación contenía los polvos de esmalte, pul-cramente dispuestos en jarros de limpieza es-crupulosa, unos cuantos recipientes de cobre,sin adornos, preparados para que se trabajaseen ellos, un pájaro invisible que silbaba y gor-jeaba en su jaula, y una caja de mariposas decolores alegres que servían de referencia cuan-do se necesitaban modelos. En la habitación

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siguiente estaban sentados los operarios: treshombres, cinco mujeres y dos niños, todos tansilenciosos como si durmieran. Una cosa es leersobre la fabricación del cloisonné, y otra muydistinta es contemplar cómo se hace. Empecé acomprender el precio de los productos cuandovi a un hombre trabajando en una trama deramitas y mariposas en un plato de unas diezpulgadas de diámetro. Utilizando un finísimohilo de plata puesto de canto, de una anchurainferior a un milímetro, seguía las curvas deldibujo según el modelo que tenía al lado, pe-llizcando el hilo en los zarcillos y en las siluetasdentadas de las hojas con una paciencia infinita.Un toque brusco en un plato de cobre hubieradisparado el dibujo en mil ramificaciones inco-nexas. Cuando todo estuviera puesto en el pla-to, éste sería calentado justo lo suficiente paraque los hilos se adhiriesen firmemente al cobre,y entonces el dibujo quedaría en líneas resalta-das. Luego venía el coloreado, que iba a cargode niños con gafas. Con un par de varillas de

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acero finísimas rellenaban, tomando la pinturade cuencos que tenían al lado, todos los com-partimentos del trazado con el matiz adecuado.No es admisible un gran margen de error cuan-do se rellenan las manchas de un ala de mari-posa con esmalte color venturina, si dichas alastienen menos de una pulgada de ancho. Obser-vé el delicado movimiento de muñeca y manohasta cansarme, y el patrón me mostró sus mo-delos: terribles dragones, crisantemos arraci-mados, mariposas y arabescos tan finos como elhielo en el cristal de una ventana, todo ello tra-zado en líneas seguras.

-Ésos son nuestros temas. Compongo a partirde ellos, y cuando necesito colores nuevos voya mirar esas mariposas muertas -dijo.

Después del rellenado con esmalte, el jarrón oel plato pasan a ser cocidos, y el esmalte burbu-jea en todas las líneas fronterizas de los hilos deplata, y el conjunto sale del horno con el aspec-to de mayólica delicada. Puede llevar hasta un

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mes delinear un modelo en el plato, y otro mesel rellenado con esmalte, pero el verdadero gas-to de tiempo no empieza hasta el pulido. Unhombre se sienta delante del producto en bruto,provisto de su servicio de té, un cubo de agua,una franela y dos o tres bandejas repletas deguijarros de arroyo escogidos. No dispone derueda provista de trípoli, esmeril o pulidora deante. Permanece sentado y frota. Frota duranteun mes, tres meses o un año. Frota con cariño,con el alma puesta en las puntas de los dedos, ypoco a poco va cediendo la eflorescencia delesmalte cocido, y el operario llega a las líneasde plata, y allí está esperándole el dibujo entoda su gloria. Vi a un hombre que sólo llevabaun mes en el pulido de un pequeño jarrón decinco pulgadas de alto. Seguiría en ello otrosdos meses. Cuando yo haya llegado a Américaél todavía estará frotando, y el dragón colorrubí que trota por un campo de azulita, un dra-gón cuyas menudas escamas y crines son todas

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compartimentos de esmalte separados, irá ad-quiriendo cada vez más gracia.

-También hay cloisonné barato -dijo el patrón,sonriendo-. Nosotros no podemos hacerlo. Eljarrón valdrá setenta dólares.

Sentí respeto por él porque había dicho «nopodemos» en vez de «no lo hacemos». Ahíhablaba el artista.

Nuestra última visita estuvo dedicada al ma-yor establecimiento de Kyoto, donde había mu-chachos que hacían incrustaciones en hierro,sentados en verandas de madera de alcanforque daban a un jardín más encantador quecualquiera de los anteriores. Los habían contra-tado muy jóvenes, como es también costumbreen la India. Un hombre del todo adulto trabaja-ba en la horrible historia, en hierro, oro y plata,de dos sacerdotes que despertaron a un Dragónde la Lluvia y tenían que huir por el borde deun gran escudo; pero el trabajador más vivara-cho del grupo era un niñito gordo al que habían

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dado un clavo de tres pulgadas, un martillo yun bloque de metal para jugar, para que pudie-se impregnarse, a través de los poros de la piel,del arte del que viviría. Cantaba victoria y sol-taba risitas ahogadas mientras golpeaba. Nohay en Inglaterra muchos niños de cinco añoscapaces de martillar nada sin reducir a pulpasus deditos rosa. Aquel niño había aprendido agolpear correctamente. En la pared de la habi-tación colgaba una pintura japonesa de la Apo-teosis del Arte. Representaba fielmente todoslos procesos de la cerámica, desde la obtenciónde la arcilla hasta el último cocido. Pero todo eldesprecio del lápiz del artista estaba reservadopara la escena final, en la que un inglés, enla-zando a su mujer por la cintura, inspeccionabauna tienda llena de curiosidades. A los japone-ses no les impresionan ni la gracia de nuestrasropas ni la belleza de nuestras fisonomías. Pos-teriormente vimos el trabajo con laca de oro quees extendida, mancha a mancha, con una paletade ágata ajustada al pulgar del artista; y vimos

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esculpir en marfil, lo cual es excitante hasta queuno empieza a comprender que el buril jamásresbala.

-Gran parte de su arte es puramente mecánico- dijo el Profesor, cuando estuvimos de vuelta alhotel.

-Lo mismo ocurre con gran parte del nues-tro... especialmente con nuestras pinturas. Sóloque nosotros no podemos ser apasionadamentemecánicos - respondí-. Piense en un pueblocomo los japoneses aceptando solemnementeuna constitución. ¡Fíjese! Las dos únicas nacio-nes que tienen constituciones que merecen lapena son los ingleses y los americanos. Los in-gleses sólo pueden ser artísticos de manerapuntual y pasando por el arte de otras naciones:tapicerías sicilianas, alforjas persas, alfombrasde Khoten, y los desperdicios de las casas deempeños. Los americanos sólo son artísticos enla medida en que unos pocos de ellos puedencomprar su Arte para mantenerse al nivel de los

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tiempos. España es artística, pero también ellase ve perturbada a intervalos; Francia es artísti-ca, pero ha de tener su revolución cada veinteaños para conseguir material nuevo; Rusia esartística, pero de vez en cuando quiere asesinara su zar, y no tiene nada digno de llamarse go-bierno; Alemania no es artística, porque expe-rimentó la religión; e Italia es artística porque lefueron muy mal las cosas. La India...

-Cuando acabe de dictar su veredicto sobre elmundo entero, quizá se vaya a la cama.

-En consecuencia -proseguí, impávido-, soyde la opinión de que una constitución es la peorcosa del mundo para un pueblo que tiene labendición de unas almas por encima de la me-dia. Ahora bien, la primera exigencia del tem-peramento artístico es la incertidumbre mun-dana. La segunda es...

-Dormir -dijo el Profesor, yéndose de la habi-tación.

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7

Acerca de la naturaleza del Tokaido y de la cons-trucción ferroviaria japonesa. Un viajero explica lavida de los sahibs, y otro el origen de los dados.Acerca de los niños en la bañera y el hombre con eld. t.70

«Cuando bajé al infierno hablé con el hombredel camino. »

(Dicho antiguo)

Ya saben la historia del minero que tomóprestado un diccionario y lo devolvió con laobservación de que, si bien las historias eran en

70 Delirium tremens.

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general interesantes, eran demasiado diversas.Tengo la misma queja en contra del decoradojaponés; doce horas de ese decorado en el viajeen tren de Nagoya a Yokohama. Hace unossetecientos años, el rey de aquellos días cons-truyó una ruta junto al mar que llamó el Tokai-do (o quizá fue toda la costa marítima que fuellamada Tokaido, pero tanto da), 71 ruta que

71 Entre las dos conjeturas de Kipling, la pri-mera se aproxima más a los hechos: el Tokaidoera la ruta entre Kyoto y Edo (Tokyo [«Capitaldel Este»] desde 1868); en su mayor parte elTokaido sí reseguía la costa, en concreto la costasudoriental de la isla de Honshu (la mayor delas del archipiélago japonés), pero pasaba por elinterior de la isla entre Kyoto y Nagoya. Kiplingsimplifica el origen del Tokaido, que se desarro-lló a partir de diversas rutas de antigüedadesvariables y adquirió gran importancia y su tra-zado definitivo entre los siglos XVI y XVII, co-mo columna vertebral de una red de comunica-ciones potenciada en el marco de los esfuerzos

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perdura en la actualidad. Más adelante, cuandointervinieron los ingenieros ingleses, siguieronmás o menos fielmente la idea del GrandTrunk, 72 y el resultado fue una vía férrea ante laque

cualquier nación debería quitarse el sombre-ro. La última parte de la línea directa de Kyotoa Yokohama fue abierta sólo cinco días antes deque el Profesor y yo la honrásemos con unainspección no oficial.

del shogunato para imponer el poder centralfrente a las inercias y tendencias localistas de losdaimyatos (grandes feudos).

72 La ruta axial del sistema de comunicacionesen la India, aprovechada por los ingleses perono «ideada» ni construida por ellos, sino por elgobernante indio musulmán Sher Shah a finalesdel siglo XVI. De noroeste a este-sudeste, cruzala India de Peshawar a Calcuta, con una ramifi-cación al sur hasta Bombay.

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La organización de todas las cosas está dis-puesta en beneficio de los japoneses; y eso esdeprimente para el extranjero que espera, en unvagón que se parece remotamente a los de laEast India Railway, las comodidades de esavieja línea verde guisante y polvorienta. Pero alos japoneses les va de maravilla; brincan alandén en una estación de cada dos pro re natayde vez en cuando pierden el tren. Hacía dosdías, se las habían arreglado para matar a unfuncionario gubernamental de alto rango entreun marchapié y un andén, y hoy los periódicosjaponeses debaten seriamente en torno a lasventajas de los lavabos. Lejos de mi intencióninterferirme en las disposiciones de un imperioartístico; mas, para un trayecto de doce horas,por lo menos deberían existir disposiciones dealguna clase.

Habíamos dejado al pie de las colinas los cul-tivos apiñados y corríamos siguiendo las ribe-ras de un gran lago, azul de un extremo al otrosalvo por las salpicaduras de pequeñas islas.

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Luego el lago se transformó en un brazo demar, y lo cruzamos corriendo por una calzadacortada en roca; desapareció la desenfrenadaabundancia de pinos; los árboles tenían quedescender envueltos en la humedad de las pen-dientes y combatir, con la cabeza agachada, losbrazos extendidos y los pies firmemente plan-tados en el suelo, contra las arenas del Pacífico,cuyos rompientes humeantes estallaban a me-nos de un cuarto de milla de la ruta. Los japo-neses lo saben todo de la silvicultura. Fijan conestacas los torrentes de arena erráticos, a losque todavía se permite arruinar nuestros culti-vos en el distrito de Hoshiarpur, y afianzan unaduna de arena deslizante con presas de zarzalesy pinos jóvenes, tan limpiamente como si clava-sen tablas. Sus funcionarios forestales, ¿se habí-an adiestrado en Nancy, o son productos loca-les? Las trabazones de estacas utilizadas parasujetar la arena están imitadas de la pauta fran-cesa, y también es francesa la plantación de losárboles en diagonal.

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El tren, medio minuto después de abandonaraquella playa desierta y difícilmente controla-da, corrió a través de cuatro millas de una zonaque parecía los suburbios de Patna, pero unaPatna limpia y transfigurada, enredada en plan-taciones de bambú. Después entró en un túnel yse lanzó a un barrio de Londres, a Brighton y laCosta Sur o como sea que se llame la vía férreaque quieren hacer en un túnel que cruce el Ca-nal de la Mancha. De cualquier modo, en laplaya estaba el malecón y las olas le lamían lospies, y en el lado de tierra había un muro corta-do en roca. Luego perturbamos numerosospueblos de pescadores, cuyas verandas daban ala vía y cuyas redes se extendían casi hasta de-bajo de nuestras ruedas. El tren era todavía unacosa nueva en aquella parte especial del mun-do, ya que las madres alzaban a sus bebés paraque lo vieran.

Cualquiera es capaz de seguir el ritmo delpaisaje en la India, porque está repartido entramos de quinientas millas. Aquella alternan-

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cia cegadora de cam pos, montañas, playas demar, bosques, extensiones de bambú y páramosondulados cubiertos de azaleas en flor era exce-siva para mí, de modo que busqué la compañíade un hombre que había vivido en el Japón du-rante veinte años.

-Sí, el Japón es un país excelente en cuanto aclima. Las lluvias empiezan en mayo o a finalesde abril. Junio, julio y agosto son meses caluro-sos. He visto subir el termómetro hasta treintagrados de noche, pero desafío al mundo enteroa que produzca una cosa más perfecta que elclima japonés entre septiembre y mayo. Cuan-do uno se siente agotado, se va a las aguas ter-males en los montes Hakone, cerca de Yoko-hama. Hay montones de sitios donde recobrar-se, pero nosotros, los ingleses, somos gente sa-ludable. Naturalmente, no nos divertimos ni lamitad que ustedes, que viven en la India. So-mos una comunidad pequeña, y todas nuestrasdiversiones las organizamos nosotros mismospara nuestro provecho personal: conciertos,

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carreras, teatro aficionado y cosas así. En laIndia tienen montones de todo esto, ¿no es ver-dad?

-¡Oh, sí! -dije-, nos divertimos tremendamen-te, sobre todo en esta época del año. 73Com-prendo muy bien, sin embargo, que las peque-ñas comunidades que dependen de sí mismaspara las diversiones sean propensas a sentirseun tanto tristes y aisladas; casi aburridas, dehecho. Pero, ¿estaba usted diciendo...?

-Bueno, la vida no es muy cara, pero los alqui-leres sí lo son. Por un centenar de dólares men-suales se tiene una casa decente, y puede con-seguirse una por sesenta. Pero la propiedad

73 Es decir, cuando el aumento del calor restringía todavíamás las actividades sociales y lúdicas con que los inglesesresidentes en la india combatían, con dudoso éxito, elazote más constante de una élite cerrada sobre sí misma:el tedio, emparejado, según refleja Kipling en todo estepasaje, a la imitación nostálgica de los usos del país me-tropolitano.

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inmobiliaria está hoy en un punto bajo en Yo-kohama. Hay carreras en Yokohama hoy y ellunes. ¿Irá usted? ¿No? Debería ir y ver cómo sedivierten todos los extranjeros. Pero supongoque ya ha visto cosas mucho mejores en la In-dia, ¿no es verdad? Pero ustedes no tienen nin-guna cosa mejor que el viejo Fuji... el Fujiyama.Ahí está, a la izquierda. ¿Qué le parece?

Me volví y contemplé el Fujiyama al otro ladode un mar de campos y bosques que subían enpendientes continuas. La montaña tiene unosdoce mil pies; no es demasiado, según nuestrasideas en la India. Pero doce mil pies sobre elnivel del mar, si uno se encuentra entre picos dequince mil pies, es una cosa muy distinta que lamisma altitud observada desde el nivel del maren un país relativamente llano. La mirada, ata-reada, trepa pie a pie por la lisa ladera del crá-ter extinguido, y al llegar a la cima confiesa queno ha visto nada, en todo el Himalaya, compa-rable a ese monstruo. Me sentí satisfecho. ElFujiyama es la nota tónica del Japón. Si se com-

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prende al primero, se está en condiciones deaprender alguna cosa sobre el segundo. Tratéde obtener información de mi companero deviaje.

-Sí, los japoneses están construyendo vías fé-rreas en toda la isla. Lo que quiero decir es quelas empresas son fundadas y financiadas porjaponeses, y que se las arreglan para sacarlesingresos suficientes. No podría decirle de dón-de viene el dinero, pero todo él se encuentra enel país. El Japón no es ni rico ni pobre, simple-mente acomodado. Yo mismo soy comerciante.No puedo decir que acabe de gustarme el modojaponés de hacer negocios. Uno nunca puedeestar seguro de si esos pequeños truhanes dicenlo que piensan. A mí, que me den a los chinospara hacer tratos. Otras personas le habrán di-cho lo mismo, ¿no es verdad? Encontrará esaopinión en la mayor parte de los puertos co-merciales. Pero sí le diré que el gobierno japo-nés es todo lo emprendedor que se puede espe-rar de un gobierno, y que es un buen gobierno

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con el que hacer tratos. Cuando el Japón hayaterminado de reconstruirse en torno a las nue-vas vías férreas, será una pequeña potenciarealmente respetable. Ya lo verá. Estamos lle-gando a los montes Hakone. Mire la vía férrea.¿Verdad que es curiosa?

Llegamos a los montes Hakone pasando porun paisaje irlandés, un riachuelo de truchasescocés, una cañada de Devonshire y un ríoindio que corría sin tra bas sobre media millade cantos. Aquello era sólo el preludio de unaserie de ilustraciones geológicas, incluyendo lasterrazas formadas por viejos lechos fluviales, laerosión y otra media docena de fenómenos. Yoestaba tan ocupado contando al hombre de Yo-kohama mentiras sobre las alturas del Himala-ya que no observé atentamente las cosas hastaque llegamos a Yokohama, a las ocho de la tar-de, y fuimos al Gran Hotel, donde toda la gentelimpia y elegantemente vestida que se disponíaa cenar nos miró con desprecio mientras hom-bres a los que habíamos conocido a bordo de

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vapores se sumergían en álbumes de fotografí-as, fingiendo no vernos. Hay una buena porciónde naturaleza humana en el hombre que, vesti-do para la cena, se siente observado por unamujer, si uno tiene el aspecto de un deshollina-dor, incluso en Yokohama.

El Gran Hotel es en realidad el Semi-GranHotel, o el Cabaña Hotel, pero es prudente alo-jarse en él a menos que un amigo le indique auno algo mejor. Un largo historial de buenasuerte me ha hecho exigente incluso en lo quese refiere a hoteles de categoría mediana. En elGran Hotel son demasiado delicados y sober-bios, pero no siempre se mantienen al nivel desu grandeza; hay un número ilimitado de tim-bres eléctricos, pero no hay nadie en concretoque responda a los timbrazos; los menús estánimpresos pero los primeros en llegar se comentodo lo bueno, etcétera; con todo, hay en elGran Hotel algunos detalles que no deber. serdespreciados. Se ajusta a la moda americana, yes tan sólo una puerta abierta a través de la cual

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se recibe el primer soplo de viento de la vertien-te del Pacífico. Oficialmente, hay en el puerto eldoble de ingleses que de americanos. En reali-dad, no se oyen en la calle otros idiomas que elfrancés, el alemán v el americano. Mi experien-cia es tristemente limitada, pero el americanoque he oído hasta ahora es tan distinto del in-glés como el patagonio.

Un caballero de Boston tuvo la amabilidad decontarme alguna cosa al respecto. Defendió lautilización de «I guess» 74 como expresión sha-kespeariana que puede encontrarse en RicardoIII. He aprendido lo suficiente para no discutirjamás con un habitante de Boston.

-Muy bien -dije-,, yo nunca he oído a un au-téntico americano decir «I guess»; pero, ¿quéhay del resto de su extraordinario idioma?¿Quiere usted decir que tiene alguna cosa en

74 «Supongo», «me parece», «conjeturo». Muletilla co-loquial viciosa que Kipling atribuye al «idioma» america-no.

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común con el nuestro, aparte de los verbosauxiliares, el nombre del Creador y el término«damn»? 75 Escuche a esos hombres de la mesade al lado.

-Son del Oeste -dijo el hombre de Boston, co-mo quien diría «fíjese en ese avestruz»-. Son delOeste, y si quiere enfurecer a un hombre delOeste dígale que no se parece a un inglés. Seimaginan que son iguales que los ingleses. Sontremendamente susceptibles, en el Oeste. Ahorabien, en Boston la cosa cambia. A nosotros nos esindiferente lo que los ingleses piensen de noso-tros.

La idea del pueblo inglés reunido para re-flexionar sobre Boston, con Boston, al otro ladodel océano, sintiéndose ostentosamente «indife-rente», me hizo reír. El hombre me contó anéc-dotas. Pertenecía a una República. Era por esoque toda la gente que conocía o bien era «de

75 «Diantre», «al infierno», «maldita sea»

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una de las mejores familias de Boston» o bien«de la mejor estirpe de Salem; sus antepasadosllegaron en el Mayflower». Me sentí como si es-tuviera moviéndome dentro de una novela.Imagínense que hubieran de explicar a todoextranjero que conocieran ocasionalmente lacuna y genealogía del protagonista de cadaanécdota. Me pregunto si hay en Boston muchagente parecida a mi amigo, el de las familias deSalem. Hacia allí voy, a averiguarlo.

-No hay romanticismo, en América; allí todoson negocios duros -dijo un hombre de la ver-tiente del Pacífico, tras expresar yo mi opiniónacerca de algunos casos de asesinato más biencuriosos que podrían haber sido denominadosextravíos de la justicia.76 Diez minutos más tar-de le oí decir lentamente, acerca de un juegollamado «Round the Horn» (es un pésimo juego.No jueguen a él con un desconocido). «Bueno,ese juego tuvo suerte de que exista Omaha. Los

76 Alusión a los linchamientos.

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dados fueron inventados en Omaha, y el hom-bre que los inventó hizo una fortuna colosal.»

No dije nada. Empezaba a sentirme acobar-dado. Aquel hombre debió darse cuenta.

-Hace veintiséis años que apareció Omaha -remachó, mirándome a los ojos-, y el número dedados que se han hecho en Omaha desde en-tonces debe ser incalculable.

-No hay romanticismo en América -gemí,como una paloma herida, al oído del Profesor-.Tan sólo hay negocios duros, y las principalesfamilias de Bos ton (Massachusetts) inventaronlos dados en Omaha cuando apareció la ciudad,hace veintiséis años, y ésa es la verdad pura ysimple. ¿Qué voy a hacer con un pueblo así?

-¿Está escribiendo sobre el Japón o sobreAmérica? Por el amor de Dios, quédese con unacosa o con la otra -dijo el Profesor.

-No ha sido culpa mía. Hay un fragmento deAmérica en el hotel, y palabra que resulta casi

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más interesante que el Japón. Vayamos a SanFrancisco a escuchar más mentiras.

-Vayamos a mirar fotografías, y abstengámo-nos de mezclar los países o las bebidas.

A propósito, vayan donde vayan en el LejanoOriente, muéstrense humildes ante el comer-ciante blanco. Recuerden que ustedes sólo sonunos pobres compra dores embrutecidos conunos pocos sucios dólares en el bolsillo, y queno pueden esperar que un hombre se degradetomándolos. Y muestren humildad no sólo enlas tiendas, sino también en todas las demáspartes. Estaba impaciente por saber cómo cru-zaría el Pacífico y, como un imbécil, fui a unaoficina donde, en determinadas circunstancias,se suponía que podían ocuparse de cosas de esaclase. Pero ninguna inquietud turbaba al almaalegre que ocupaba el sillón del despacho.

-Hay cantidad de tiempo para averiguar esomás adelante -dijo- y, de cualquier modo, estatarde voy a las carreras. Vuelva otro rato.

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Escondí la cara inclinándome sobre la escupi-dera y me deslicé por debajo de la puerta.

Cuando el vapor me haya dejado en tierra se-rá un consuelo para mí saber que aquel jovenpasó un buen rato y ganó mucho dinero en lascarreras. Todo el mundo cría caballos en Yoko-hama, y esos caballos son bonitos barrilillosgordos, de estilo circense. No fui a las carreras,pero un hombre de Calcuta sí fue y volvió di-ciendo que «hacían correr a caballos de tiro, y eltiempo para una milla era de cuatro minutos yveintisiete segundos». Quizá había sufrido fuer-tes pérdidas, pero puedo dar fe en lo que serefiere al modo de montar de los pocos jinetesque vi subidos en esos animales. Es una montamuy imparcial y, en su conjunto, notable.

Justo en el momento en que el hombre deBoston empezaba a contarme más anécdotassobre familias principales, el Profesor dio mues-tra de una afición impía por las aguas termales

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y me importunó para llevarme a un sitio llama-do Myanoshita, donde podría bañarme.

-Ya volveremos más tarde a ver Yokohama,pero debemos ir allí porque es hermosísimo.

-Ya empiezo a estar cansado de paisajes. Todoes hermoso, y no puede describirse, mientrasque esos hombres del hotel le cuentan a unohistorias sobre América. ¿Ha oído contar algu-na vez cómo la gente de Carmel lincharon aEdward M. Petree por predicar el evangelio sinhacer una colecta al terminar el servicio? Nohay romanticismo en América... todo son ne-gocios duros. Edward M. Petree era...

-¿Quiere ver el Japón, sí o no?

Le acompañé a verlo. Primero en un tren, du-rante una hora, en compañía de un vagón ente-ro de turistas aullantes, y después en un ricks-haw para cuatro. No se puede apreciar el paisa-je si no se va sentado en un rickshaw. Al cabode siete millas de llanura modificada (un hala-

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go de la Naturaleza que le seduce a uno hasta elcorazón, más áspero), llegamos a un río demontaña, todo él charcas negras y espuma hir-viente.

Lo seguimos hacia el interior de las colinaspor un camino cortado en roca volcánica des-menuzada, totalmente desprovisto de pavimen-to. Era tan duro como el camino de carro deSimla, pero aquellas colinas lejanas, detrás deKalka, no tienen esos pinos y arces, esas angéli-cas y sauces. Era un terreno de acantilados re-vestidos de verde y de cascadas de plata, dema-siado encantador para profanarlo con la pluma.En cada recodo del camino desde el que se do-minase algún paisaje había una pequeña casade té repleta de japoneses dedicados a la admi-ración. El japonés viste de azul porque sabe quede ese modo contrasta adecuadamente con elcolor de los pinos. Cuando muere va a su pro-pio cielo, porque el colorido del nuestro es de-masiado tosco para convenirle.

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Seguimos el valle del río glorificado hasta quesus aguas se perdieron de vista por un acanti-lado y sólo pudimos oír cómo se llamaban unasa otras entre el enmarañamiento de árboles. Enel sitio donde las tierras boscosas eran más en-cantadoras, la garganta era más profunda y loscolores de los jóvenes carpes eran más tiernos,habían embutido dos hosterías de madera ycristal y una aldea que vivía de vender a losturistas madera moldeada y objetos incrustadosde vidrio.

Australianos, angloindios, habitantes de Lon-dres y de las tierras del otro lado del Canal co-rreteaban arriba y abajo por las pendientes deljardín del hotel, ha ciendo todo cuanto estabaen su poder, con sus extrañas vestimentas, paraestropear el paisaje. El Profesor y yo nos desli-zamos hasta el pie de una pared de roca, en laparte trasera, y nos encontramos de nuevo en elJapón. Unos peldaños irregulares nos llevaronquinientos o seiscientos pies más abajo, a travésde una densa jungla, hasta el lecho de aquel

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curso de agua que habíamos seguido durantetodo el día. La atmósfera vibraba con las embes-tidas de cien torrentes, y en todas partes dondela mirada podía atravesar la densa vegetaciónse veía una corriente impetuosa rompiéndosecontra una roca. Arriba, en el hotel, habíamosdejado el gris desapacible propio de un día denoviembre y el frío que entumecia los dedos;allá abajo, en la garganta, encontramos el climade Bengala, con vapor auténtico y todo. Gran-des tubos de bambú llevaban agua caliente has-ta una veintena de casas de baños en cuyas ve-randas estaban tumbados, fumando, japonesesen camisones azules y blancos. Desde unos bos-quecillos invisibles llegaban los gritos de losque se bañaban, y... ¡oh, vergüenza!, a la vueltadel recodo se paseaba una venerable ancianacastamente revestida de una toalla de bañoblanca, y no de las mayores. Luego remontamosla garganta, enjugándonos la frente y contem-plando el cielo a través de arcadas de follajeexuberante.

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Las doncellas japonesas de catorce o quinceaños no son demasiado desagradables de con-templar. Vi tan sólo a veinte o treinta. Ningunade ellas se sintió turbada en lo más mínimo alver a extraños. Después de todo, aquello era tansólo la playa de Brighton sin los trajes de baño.Al extremo de la garganta el calor aumentaba yel agua caliente era más abundante. Las juntu-ras de las tuberías, en el suelo, despedían cho-rros de vapor; el humo se elevaba de las rocasen el lecho del río; un bastonazo en la tierracálida y húmeda provocaba un pequeño charcode agua caliente. El suministro era insuficienteal gusto de los habitantes. Hacían perforacionespara aumentarlo, de un modo despreocupado einconexo. Intenté introducirme en un pozo deveinte por veintiocho pulgadas en la ladera dela colina, pero el vapor, que no hacía ningúnefecto sobre la piel japonesa, me obligó a salir.¿Qué ocurre, me pregunto, cuando el golpe depico llega al líquido y el minero tiene que huir oquedar asado?

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En la penumbra crepuscular, después dehaber vuelto a los niveles superiores y mientraspaseábamos por la única callé de Myanoshita,vimos a dos pequeños querubines gordos, deunos tres años, que tomaban su baño vespertinoen un barril hundido en la tierra, bajo el alerode una tienda. Fingieron un gran miedo, mi-rándonos furtivamente entre los dedos en-treabiertos, intentando futiles zambullidas ytratando cada cual de ocultarse, en cien posi-ciones, detrás de las veloces formas gordezuelasdel otro, mientras su padre les invitaba a salpi-carnos. Fue el cuadro más bonito de la jornada,que justificaba incluso el haber ido a aquel hotelpegajoso que olía a pintura.

El hombre iba vestido con levita negra, y alprincipio lo tomé por un misionero mientras leveía vagar arriba y abajo por el corredor vacío.

-He estado proscrito durante tres días -susurró en voz ronca-; no era culpa mía... no, no

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lo era. Me dijeron que hiciera la tercera guardia,pero no me dieron ninguna notificación impre-sa, cosa que yo siempre exijo, y el director deeste sitio dice que el whisky me haría daño. ¡Yno es culpa mía, Dios lo sabe! ¡No es culpa mía!

No me gusta estar encerrado en un hotel demadera resonante de ecos teniendo en la habi-tación vecina a un caballero de la profesión na-val que está recobrándose del delirium tremensy que habla consigo mismo en las horas oscu-ras.

8

Acerca de un grifo de agua caliente; y un poco deconversación general.

«Habla siempre con el foraste-ro. Si no dispara,

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es bastante probable que con-teste.»

(Proverbio del Oeste)

Hay una distancia considerable entre Mya-noshita y Michni y Mandalay. Es por esto quenos hemos encontrado con hombres de ambossitios y hemos pasado un buen rato hablandosobre dacoits 77 y la Expedición de la MontañaNegra. 78Una de las ventajas de viajar por elextranjero es que uno se interesa vivamente porel propio país de procedencia y oye hablar mu-chísimo de él. El que cruza el mar cambia de

77 Bandidos, es especial salteadores de cami-nos, en el subcontinente indio. solían operar enbandas que podían llegar a ser muy numerosas.

78 Una de tantas expediciones militar-policiales de las tropas coloniales británicas dela India.

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trenes, cierto, pero no cambia de tren de pen-samiento.

-Es éste un sitio realmente extraordinario -dijoel Profesor, rojo como una langosta hervida-.Uno se instala en el baño, y tanto si da el aguacaliente como la fría la temperatura es tremen-da. Vayamos a ver de dónde viene eso y mar-chémonos.

Hay un sitio llamado la Montaña Ardiente,cinco minutos colina adentro. Allí fuimos, através del ininterrumpido encanto de los sotosde bambú, pinos, hierba sedosa y más pinos,mientras el río gruñía allá abajo. Por fin encon-tramos un infierno empobrecido y de segundamano ordenadamente dispuesto en una laderapelada y sangrante. Era como si una fábrica decerillas hubiese quedado sepultada por un des-lizamiento de tierras. El agua, en la que habíanhervido huevos podridos, formaba charcas delabios ampollados y soltaba resoplidos de finohumo blanco que surgían de debajo de la tierra

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laboriosa. A pesar del olor y de las incrustacio-nes sulfurosas en las rocas negras, me sentí de-cepcionado hasta que noté el calor del suelo,que era el de la superficie exterior de una calde-ra. Dicen que la montaña está extinguida. Si unnúmero indecible de toneladas de pólvora em-butidas en unos pocos pies de barro son la ideajaponesa de la extinción, estoy encantado de nohaber sido presentado a ningún volcán en acti-vo. Desde luego, no fue ninguna idea presun-tuosa sobre mi propia importancia, sino unatierna consideración por la capa de fuego bajomis pies y el temor a poner accidentalmente enmarcha la maquinaria lo que me hizo andar tanprecavidamente y repetir insistentemente alProfesor que debíamos volver.

-¡Bah! Tan sólo es la caldera de su baño matu-tino. Todas las fuentes nacen aquí -dijo.

-Tanto me da. Dejémoslas en paz. ¿No ha oí-do hablar nunca de la explosión de una calde-

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ra? No hurgue con su bastón de ese modo cha-pucero. Acabará por abrir el grifo.

Cuando se ha visto una montaña ardiente seempieza a apreciar la arquitectura japonesa. Noes sólida. Todo el mundo ha pasado por uno odos incendios como si nada. Un negocio no esrespetable hasta que ha pasado su bautismo defuego. Pero el fuego no tiene ninguna impor-tancia. La única cosa que molesta al japonés esun terremoto. En consecuencia, dispone su casade tal manera que le caiga sobre la cabeza conla ligereza de un haz de retama. Salvaguardán-dose todavía más, su casa no tiene cimientos,sino que los pilares maestros descansan sobrelas cimas de piedras redondas hundidas en elsuelo. Los pilares maestros adoptan las ondula-ciones del choque y, aunque el edificio puedeceder como una red de pesca, no ocurre nadademasiado serio. Eso es lo que aseguran los si-baritas de terremotos. Yo espero mis propiasexperiencias, pero no cerca de un distrito tansospechoso como la Montaña Ardiente.

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Huí de Myanoshita tan sólo para pasar de unterror a otro. Un enano de pantalones azules meempujó a un rickshaw enano con ruedas queparecían telarañas, y me hizo bajar estruendo-samente, en media hora, el tosco camino quenos había llevado cuatro horas subir. Quitentodos los parapetos del camino de Simla y dé-jenlo a su aire durante diez años. Entonces lán-cense a toda velocidad pendiente abajo, por lascuatro millas más empinadas de cualquier tra-mo, ¡detrás de un solo hombre!

-No encontraríamos a media docena de nues-tros montañeses capaces de llevarnos de estemodo -gritó el Profesor, entre violentos bambo-leos, mientras las ruedas se agitaban como pa-tas de ganso y el artilugio entero se inclinaba enun ángulo de treinta grados. Me enorgullecepensar que ni siquiera sesenta montañeseshubiesen brincado de aquel modo desdichadollevando a un sahib. Tampoco ninguna empresa

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de tranvías, en el Oriente auténtico, 79 hubiesemantenido un servicio para atrapar un tren quefuncionaba el año anterior pero que ahora (des-canse en paz) está más muerto que la reina Ana.Un pequeño y curioso tranvía, en un trayectode siete millas, se salía del paso con mucha másdignidad. Tenía un vagón de primera clase yotro de segunda, con dos caballos para cadacual, y los hacía avanzar a cien yardas el unodel otro, el primero casi vacío y el segundo me-dio lleno. Cuando el diminuto conductor nopodía controlar a los caballos, cosa que ocurría,por término medio, cada dos minutos, no per-día el tiempo intentando detenerlos. Accionabael freno y se reía, posiblemente de la empresaque había pagado el sofisticado vagón. Contodo, era un conductor artista. No llevaba nin-

79 Aunque Kipling aludía a menudo a Orientecomo la parte del planeta situada «al este deSuez», el Oriente por excelencia es para él, porsupuesto, la India.

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guna placa de cobre filistea. En las hombrerasde su chaquetón azul se dibujaban en blancotres pértigas en círculo, y en los faldones otrastantas ruedas de tranvía convencionales. Sólolos japoneses saben cómo convencionalizar unarueda de tranvía o elaborar una trama de pérti-gas. Aunque nos llevó doce horas recorrer lastreinta millas que nos separaban de Yokohama,lo admitimos sinceramente mientras esperába-mos nuestro tren en un pueblo junto al mar.Todo pueblo de dimensiones respetables tieneuna calle mayor de unas tres millas de longitud.Los pueblos con una población superior a lasdiez mil almas adquieren el rango de ciudad.

-Y aún no han visto ustedes -dijo un hombre,en Yokohama, aquella noche- la población másdensa. Se encuentra allá, en los kens... distritos,como ustedes los llaman... occidentales. Allí lagente está realmente apiñada, pero virtualmen-te no existe la pobreza en el país. Un trabajadordel campo, ¿saben?, puede mantenerse y man-tener a su familia, mientras haya arroz, por cua-

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tro centavos diarios, y el precio del pescado essimbólico. El arroz cuesta ahora un dólar lascien libras. ¿A cuánto equivale eso en el sistemaindio? Entre veinte y veinticinco seers por rupia.Sí, más o menos. Bueno, gana quizá tres dólaresy medio al mes. La gente gasta mucho en diver-siones. Necesitan divertirse. No creo que aho-rren demasiado. ¿Cómo invierten sus ahorros?¿En joyas? No, no exactamente; aunque ya ve-rán que las horquillas de pelo de las mujeres,que son más o menos las únicas joyas que lle-van, son muy caras. Se pagan de siete a ochodólares por una buena horquilla de pelo y, cla-ro, si son de jade váyase a saber cuánto valen.En lo que las mujeres emplean realmente sudinero es en sus obis, eso que ustedes llamancintos. Un obi mide diez o doce metros, y sé decasos en que se vendían al por mayor a cin-cuenta dólares cada uno. Toda mujer, por enci-ma de la clase más pobre, tiene por lo menos unbuen vestido de seda y un obi. Sí, todos sus aho-rros se van en ropa, y un bonito vestido es

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siempre digno de tenerse. Los kens occidentalesson los más ricos, en su conjunto. Un mecánicohábil gana allí un dólar o dólar y medio al día y,como ya saben, los trabajadores de la laca y losincrustadores, unos verdaderos artistas, ganandos. En el Japón hay dinero suficiente para to-dos los gastos ordinarios. No toman nada pres-tado para las vías férreas. Consiguen el dineroellos mismos. Los japoneses son un puebloenormemente progresivo en lo que se refiere alas vías férreas. Les salen muy baratas, muchomás baratas que cualquier línea europea. Tengoalguna experiencia en eso, e imagino que dosmil libras por milla es el coste medio de la cons-trucción. No en el Tokaido, claro... la línea porla que han venido. Es una línea del gobierno,construida por el estado y muy cara. Estoyhablando de la Compañía Japonesa de Ferroca-rriles, que tiene una red de trescientas millas, yde la línea del sur de Kobe, y de la línea de

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Kinshin, en la isla sur .80 Hay montones de pe-queñas compañías con unas pocas docenas demillas de tendido, pero todas están en expan-sión. La razón de que la construcción sea tanbarata es la naturaleza de la tierra. No hay lar-gos acarreos de raíles, porque casi siempre sepuede encontrar en las cercanías algún curso deagua que llega hasta muy tierra adentro y llevalos raíles hasta pocas millas de allí donde losnecesitan. Luego, además, se tiene a mano todala madera necesaria, y el personal es japonés.Hay pocos ingenieros europeos, pero son losjefes de los servicios, aunque pienso que si ma-ñana se prescindiera de ellos los japoneses se-guirían construyendo sus líneas. Saben hacerlasrentables. Una línea fue empezada en base auna garantía del estado al ocho por ciento. To-davía no se ha recurrido a esa garantía. Estásacando el doce por ciento por sí sola. Hay untráfico muy abundante de madera y provisio-

80 La isla de Kyushu.

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nes para las grandes ciudades, y hay un tráficolocal del que no pueden hacerse idea sin haber-lo observado. La gente parece moverse en círcu-los de veinte millas para los negocios o las di-versiones... especialmente para las diversiones.Oh, el Japón, se lo digo yo, será una parrilla devías férreas dentro de poco. Dentro de uno odos meses se podrá viajar cerca de setecientasmillas por la sola línea del Tokaido de un ex-tremo a otro de las islas centrales.81 Ir del este aloeste ya es más duro. Las cadenas de colinasque forman el espinazo del país son realmentecrueles, y pasará algún tiempo antes de que losjaponeses puedan tender líneas que las crucen.Pero lo conseguirán, naturalmente. Su país de-be seguir adelante.

»Si quieren saber alguna cosa de su política,me temo que no les puedo ser de gran ayuda.

81 De norte a sur, Hokkaido, Honshu, Shikokuy Kyushu.

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Están, por decirlo así, borrachos de licor occi-dental, y lo tragan a toneles. Dentro de pocosaños averiguarán qué cantidad necesitan real-mente de eso que llamamos civilización, y quécantidad pueden descartar. No es como si tu-viesen que aprender las artes de la vida o cómoconseguir la comodidad. Eso hace ya tiempoque lo saben. Cuando su sistema ferroviarioesté completo y empiecen a comprender sunueva Constitución, habrán aprendido todo loque podemos enseñarles. Ésta es mi opinión;pero se necesita tiempo para llegar a compren-der este país. Vivo en él desde hace cosa deocho o diez años, y mis puntos de vista no va-len demasiado. He llegado a conocer a algunasde las viejas familias que, en otro tiempo, for-maban la nobleza feudal. Se mantienen ence-rradas en el trato de unas con otras y vivenmuy tranquilamente. No creo que encuentren amuchos de sus miembros en las clases oficia-

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les.82 Su único defecto es que gastan por encimade sus posibilidades. No les recibirían en suscasas de manera informal. Contratan a danzari-nas, o le llevan a uno a su club y le ofrecen unagran comida. No les presentan a sus mujeres, ytodavía no han abandonado la norma de queuna mujer coma después que el marido. ¿Igualque los nativos de la India, dicen? Bueno, meencantan los japoneses; pero supongo que sonnativos, se les mire como se les mire. No debe-rían pensar que el japonés sea descuidado en eltrabajo y deshonesto. Un chino, por lo general,es un bribonazo mayor que un japonés; pero eslo bastante juicioso para darse cuenta de que lahonradez es la mejor política y para actuar deacuerdo con eso. Un japonés será deshonesto

82 Tras la revolución Meiji de 1868, si bienmuchos miembros de la alta nobleza sí recibie-ron cargos y dignidades oficiales, el poder efec-tivo pasó a ser ejercido sobre todo por miem-bros de clanes de samurais.

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tan sólo para ahorrarse molestias. En ese senti-do, es como un niño.

¿Cuántas veces he tenido que registrar opi-niones como la que precede? En todas parteslos extranjeros dicen lo mismo de la pulcra gen-te menuda que vive entre flores y niños y fumaun tabaco tan suave como sus modales. Lo la-mento; pero si se piensa en ello, una raza sinningún defecto sería perfecta. Y entonces todaslas demás naciones de la tierra se alzarían paradespedazarla. Y entonces no existiría el Japón.

-Le concedo un día para que piense en todasestas cosas -dijo el Profesor-. Después iremos aNikko y a Tokyo. Quien no ha visto Nikko nosabe cómo se pronuncia la palabra «hermoso».

Yokohama no es el sitio adecuado para poneren orden las propias impresiones. El océanoPacífico llama a la puerta de uno, pidiendo sercontemplado; los barcos de guerra japoneses yamericanos exigen que se les preste una seriaatención mediante un catalejo; y si uno deam-

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bula por los pasillos del Gran Hotel tiene quedetenerse a charlar con generales españoles,enteramente hechos de charreteras doradas yespuelas, o se ve cazado por agentes de tiendasde curiosidades. No es una experiencia agrada-ble encontrar a un sahib con sombrero panamátendiéndole a uno la tarjeta de su empresa, ab-solutamente igual que un mercader de seda deDelhi. Uno se siente inclinado a apiadarse deese hombre hasta que se sienta, le da a uno uncigarro y le cuenta todos los detalles de sus en-fermedades, de su pretérita carrera en Califor-nia, donde siempre estaba ganando dinero paraperderlo luego, y de sus expectativas de futuro.Uno se da cuenta entonces de que está entrandoen un mundo nuevo. Hablen con todas las per-sonas con las que se encuentren, si muestran lamenor disposición a hablar con ustedes, y reco-gerán, como yo, una multitud de historias queles serán útiles posteriormente. Desdichada-mente, no todas ellas son aptas para publicarse.Cuando me hube apartado de las distracciones

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y del mundo exterior y, simplemente, estabasentado con la idea de escribir en serio sobre elfuturo del Japón, entró un hombre fascinante,con montones de dinero, que había colecciona-do curiosidades indias y japonesas durante to-da la vida y había llegado ahora a este país paraconseguir algunos viejos libros que le faltabanpara su colección. ¿Pueden imaginar una vidamás agradable que sus vagabundeos por la tie-rra, provisto de indecibles conocimientos espe-ciales que respaldan todos sus desembolsos?

Al cabo de cinco minutos me había transpor-tado muy lejos de la gente bulliciosa que nosrodeaba, hasta un mundo tranquilo dondehabía hombres que meditaban durante tres se-manas delante de un bronce y recorrían todo elJapón en busca de una vaina de espada dibuja-da por un gran artista, y... eran horriblementeengañados al final.

-¿Quién es hoy el mejor artista del Japón? -pregunté.

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-Murió en Tokyo, el viernes pasado, el pobre,y no hay nadie que ocupe su lugar. Se llamabaK...83 y, por lo general, nunca se le podía con-vencer para que trabajase salvo cuando estababorracho. Hizo sus mejores pinturas estandoborracho.

-Ému.84 Los artistas nunca están borrachos.

-Muy cierto. Le mostraré una vaina de espadaque él dibujó. Todos los mejores artistas de poraquí hacen cantidad de dibujos. K... solía des-perdiciar el tiempo en dibujos para viejos ami-gos. Si se hubiese mantenido en el terreno de lapintura, podría haber hecho el doble. Pero nun-

83 Kyoshai Shofu (1831-1889); Kipling lo citasólo por la inicial del apellido por deferencia alproverbial recato victoriano, debido a los co-mentarios que siguen sobre el alcoholismo deKyoshai.

84 Emocionado, conmovido. En francés en eloriginal.

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ca escapó a las necesidades inmediatas. Cuandovaya a Tokyo, arrégleselas para conseguir doslibritos suyos llamados Esbozos de un borracho...pinturas que hizo mientras estaba... ému. Hayen ellos audacia y fuerza suficientes para llenarmedia docena de estudios. Un artista inglés losestudió durante algún tiempo. Pero el toqueespecial de K... no era transmisible; aunquehubiera podido enseñar a su discípulo algunascosas sobre la técnica. ¿Ha visto usted algunavez alguno de los cuervos de K...? Podría iden-tificarlos en cualquier parte. K... era capaz demeter en la mente de un cuervo todas las cosasmalvadas que hayan podido existir; y el cuervoes el primo hermano del diablo; y eso en untrozo de papel de seis pulgadas de lado, con unpincel de tinta china y dos giros de muñeca.Mire la vaina de espada de la que le hablaba.¿Qué le parece desde el punto de vista del sen-timiento?

En una pieza de hierro circular de cuatro pul-gadas de diámetro, perforada cerca de la em-

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puñadura para la espiga de la hoja, el pobreK..., que murió el viernes pasado, había esbo-zado la figura de un culí intentando plegar unapieza de tela que ondulaba bajo una alegre bri-sa; no un viento frío, sino una vigorosa rachaveraniega. El culí disfrutaba con lo que hacía, lomismo que la tela. Quedaría plegada al cabo deun minuto, y el culí seguiría su camino con unasonrisa.

He aquí lo que K... había concebido, y el fieloperario ejecutado con ligerísimos toques deburil, con el fin de que el objeto pudiera acabaren el gabinete de un coleccionista de Londres.

-¡Vaya, vaya! -dije, devolviendo reverente-mente la vaina-. A un hombre capaz de haceresto lo mataría seguir viviendo después de per-der su toque. Es feliz para él que haya muerto...pero me hubiera gustado conocerle. Muéstremealguna otra cosa.

-He conseguido una pintura de Hokusai, elgran artista que vivió a finales del siglo pasado

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y comienzos de éste. 85 Incluso usted habrá oídohablar de Hokusai, ¿no es cierto?

-Un poco. He oído decir que era imposibleconseguir una pintura auténtica con su firmaincorporada. -Es verdad; pero he mostrado estapintura al experto en pintura del gobierno ja-ponés, el hombre al que el Mikado consulta encaso de duda, y a la primera autoridad europeaen arte japonés; y, naturalmente, también estámi propia opinión para respaldar la garantíafirmada por el vendedor. ¡Mire!

Desenrolló una pieza de seda y me mostró laimagen de una muchacha vestida de crespónazul pálido y gris, que llevaba en los brazos unfardo de ropas que, como mostraba la cuba de-trás de ella, acababa de lavar. Un pañuelo azuloscuro le colgaba ligeramente sobre el antebra-zo izquierdo, el hombro y el cuello, dispuestopara anudar las ropas cuando el fardo fuese

85 Hokusai nació en 1760 y murió en 1849.

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depositado en el suelo. La carne del brazo dere-cho se veía a través del fino tejido de la manga.Su mano derecha se limitaba a estabilizar elfardo por la parte de arriba; con la mano iz-quierda lo asía firmemente por debajo. A travésdel rígido cabello azul-negro se veía la siluetade la oreja izquierda.

El hecho de que hubiera un trabajo enorme enaquella pintura, desde la ornamentación de lashorquillas hasta el grano de los zuecos, no mevino a la mente hasta pasados cinco minutos,cuando hube admirado suficientemente la se-guridad del toque. -Recuerde que no hay lugarpara el error cuando se pinta sobre seda -dijo elorgulloso propietario-. El trazo debe proseguirpase lo que pase. Lo único que se puede hacerantes de pintar es un ligero punteado con car-bón que luego se quita con un cepillo de plu-mas. ¿Sabía algo Hokusai, sí o no, sobre las te-las y los colores, o sobre la forma de una mujer?¿Existe alguien que pudiera enseñarle algunacosa que él no supiera si hoy estuviese vivo?

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Luego viajamos a Nikko.

9

La leyenda del vado de Nikko y la historia de ladesgracia evitada.

Una ciudad rosa y roja, la mi-tad de vieja que el Tiempo.

Cinco horas de tren nos llevaron al comienzode un viaje en rickshaw de veinticinco millas. Elguía desenterró un vetusto carromato de estilojaponés y nos sedujo a subir a él con promesasde velocidad y comodidad superiores a cual-quier cosa que pueda ofrecer un rickshaw. Novayan jamás a Nikko en carro. La ciudad de laque se parte está llena de caballitos de cargaque no están acostumbrados al carro, y un ani-

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mal de, cada tres intenta cocear a sus colegas enlas curvas. Eso hace que el viaje sea considera-blemente excitante hasta que la irregularidaddel camino apaga todas las emociones exceptouna. Se llega a Nikko por una avenida de cryp-tomerias: árboles parecidos a los cipreses, de unaaltura de ochenta pies, con troncos rojos o platamate y follajes del verde más oscuro en formade plumero de carruaje fúnebre. Cuando digouna avenida quiero decir una avenida continuade veinticinco millas, con los árboles tan juntos,durante todo el trayecto, que sus raíces se entre-lazan y forman muros de madera a ambos ladosdel camino hundido. En los sitios donde eranecesario construir un pueblo en el itinerario(es decir, cada dos o tres millas), habían sidoarrancados algunos de los gigantes, del modoque se arrancan las muelas de una mandíbulabien provista, para hacer sitio a las casas. Luegolos árboles se cerraban como antes para montarguardia a lado y lado del camino. Los taludesentre los que avanzábamos estaban iluminados

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por azaleas, camelias y violetas. «¡Glorioso!¡Espléndido! ¡Magnífico!», cantábamos a coro elProfesor y yo durante las primeras cinco millas,en los intervalos entre baches. La avenida noprestó la menor atención a nuestros elogios,salvo por el hecho de que los árboles crecíancada vez más juntos. «Panoramas de sombrasde columnas» es una fórmula muy agradablede leer en los libros, pero en un día frío el des-graciado corazón del hombre es muy capaz deprescindir alegremente de una o dos millas desemejante cosa si con ello se abrevia el viaje.Éramos ciegos a la belleza que nos rodeaba; alas hileras de caballitos de crines parecidas acepillos de escoba y de temperamento endia-blado que coceaban sin parar; a los peregrinoscon pañuelos azules y blancos en la cabeza, conniños parecidos a Buda sobre los hombros; a lospulcros carros campesinos tirados por caballitosen miniatura que transportaban cobre de lasminas y saki de las colinas; al color y el movi-miento de los pueblos, donde todos los niños

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gritaban «¡Ohio!» y todas las personas mayoresreían. Los grises troncos de los árboles nos es-coltaron solemnemente a lo largo de todo aquelcamino espantosamente malo que había sidoarreglado con zarzales, y al cabo de cinco horasvimos Nikko en forma de un largo pueblo al piede una colina; y la Naturaleza caprichosa, paracompensarnos del magullamiento de nuestrasosamentas, se puso a reír instantáneamente bajouna inundación de luz solar. ¡Y en qué escena-rio desatinado caía la luz! Las cryptomeriaslevantaban, delante de nosotros, un muro detinieblas verdes; un violento torrente verde os-curo corría sobre guijarros azules, y entre lacorriente y los árboles estaba tendido un puenterojo sangre, el puente sagrado de laca roja quenadie puede pisar salvo el Mikado.

Son artistas muy sutiles, los japoneses. Hacemucho tiempo, un rey de gran corazón llegó alrío de Nikko y miró, al otro lado, los árboles, eltorrente corriente arriba y las colinas de las queprocedía, y, corriente abajo, las siluetas más

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suaves de los cultivos y los espolones de mon-tañas boscosas. «Sólo se necesita un toque decolor en primer plano para conjuntar todo es-to», dijo, e hizo que un niño en camisón azul yblanco se pusiera bajo los imponentes árbolespara juzgar el efecto. Alentado por su ternura,un anciano mendigo se aventuró a pedirle li-mosna. Ahora bien, era uno de los viejos privi-legios de los grandes señores el poder probar eltemple de sus espadas en mendigos y faunasimilar. Mecánicamente, el rey hizo rodar lacabeza del anciano, porque no quería ser mo-lestado. La sangre saltó por las losas de granitodel vado del río, formando una capa del máspuro color bermellón. El rey sonrió. La casuali-dad le había resuelto el problema. «Construyeun puente aquí», dijo al carpintero de la corte,«un puente que tenga exactamente el color deesa cosa que hay sobre las piedras. Construyetambién un puente de piedra gris cerca delprimero, porque no quiero olvidar las necesi-dades de mi pueblo». Entonces dio al niño que

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estaba al otro lado del río mil monedas de oro,y prosiguió su camino. Había compuesto unpaisaje. En cuanto a la sangre, la enjuagaron yno volvieron a hablar de ella; y ésa es la historiadel puente de Nikko. No la encontrarán en lasguías de viaje.

Seguí la voz del río a través de un desvencija-do pueblo de juguete y de ásperas hondonadashasta que, tras cruzar un puente, me encontréentre piedras cu biertas de líquenes, matorralesy flores de primavera. La ladera de la colina,empinada y boscosa como las laderas de la rojaAravalli, 86 subía a mi izquierda; a mi derecha,la mirada vagaba del pueblo a los cultivos, delos cultivos a los altos cipreses, y descansabafinalmente en el azul frío de una austera cimacircundada por franjas de nieve todavía nofundida. El hotel de Nikko estaba construido al

86 Cadena de montes de la india, al sur del Ra-jastán.

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pie de aquella colina; y estábamos en el mes demayo. Entonces llegó un gorrión con un tallo dehierba en el pico, pues estaba construyendo sunido; y supe que la primavera había llegado aNikko. Tenemos demasiada tendencia a olvidarlos cambios de estación, allá en la india.

Sentadas en una línea solemne en las orillasdel río había cincuenta o sesenta imágenes depiernas cruzadas que un ojo poco entrenadoidentificaba inmediatamente como otros tantospequeños Budas. Todas ellas, incluso cuando ellíquen las había cubierto de lepra, tenían el por-te tranquilo y la mirada inmóvil del Señor delMundo. En realidad no se trataba de Budas,sino de otras cosas: regalos de grandes hombresolvidados a instituciones muertas y enterradas,o monumentos conmemorativos de los antepa-sados. La guía de viaje se lo explicará. Eran ungrupo fantasmal. Cuando las examiné másatentamente, vi que todas eran diferentes. Mu-chas sostenían entre los brazos juntos una pe-queña cantidad de guijarros del río, puestos allí,

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evidentemente, por personas piadosas. Pregun-té a un forastero que estaba de paso el signifi-cado de aquel regalo, y me dijo:

-Esos seres tan distinguidos son imágenes delDios que Juega con los Niños arriba en el Cielo.Les cuenta historias y les construye casas deguijarros. Se les ponen piedras en los brazospara que no se olvide de entretener a los niñoso para impedir que disminuyan sus provisio-nes.

No tengo manera de averiguar si el forasterodecía la verdad, pero prefiero creer ese cuentocomo la verdad del evangelio. Sólo los japone-ses pueden inventar al Dios que Juega con losNiños. A partir de aquel momento, las imáge-nes adoptaron, a mis ojos, un nuevo aspecto ydejaron de ser «esculturas greco-budistas» paraconvertirse en amigos personales. Anadí unbuen montón de guijarros a las provisiones delmás alegre de ellos. Su pecho estaba adornadopor pequeñas tiras de plegarias impresas que le

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daban el aspecto de un viejo párroco indignocon las cintas en desorden. Un poco más arriba,en la ribera del río, había una áspera roca solita-ria recortada en una cosa que la gente llamabaun altar sintoísta. Yo estaba mejor enterado: elobjeto era hindú, y miré las piedras pulidas, atodos lados, en busca de las familiares salpica-duras de pintura roja. En una roca plana quecolgaba sobre el agua estaban grabados algunoscaracteres en sánscrito que se parecían remota-mente al molino de oraciones tibetano. Sin com-prender absolutamente nada, y contento de nollevar conmigo ninguna guía de viaje, bajé has-ta la orilla del río, comprimido en aquel puntoen un torrente furioso. ¿Conocen ustedes elStrid cerca de Bolton, ahí donde toda la fuerzadel río se apretuja en una anchura de dos yar-das? El Strid de Nikko es una versión mejoradadel Strid de Yorkshire. Las rocas azules estánsurcadas como jabón de sastre por las embesti-das del agua. Se alzan por encima del nivel dela cabeza y, en primavera, están empenachadas

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de flores de azalea. El forastero de los dioseci-llos se me acercó por detrás mientras yo tomabael sol sobre una peña. Señaló la pequeña gar-ganta rocosa.

-Si ahora pintase eso tal como es, todos los crí-ticos de los periódicos me llamarían embustero.

La corriente enloquecida bajaba directamentede una colina azul manchada de rosa por unagarganta azul celeste también manchada derosa. Un pino obviamente imposible montabaguardia junto al agua. No sé lo que daría porver una representación exacta de aquel paisaje.El forastero se alejó, murmurando algo en tornoa alguna ofensa secreta, relacionada tal vez conla Academia de pintura.

El guía, azuzado por el Profesor, me buscabapor las orillas del río y me invitó a «venir y vertemplos». Entonces maldije, imparcial y rotun-damente, a todos los templos, porque me sentíamuy bien tendido en la arena cálida en el hueco

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de una roca, tan ignorante como los animalesde herradura que pisoteaban la ribera opuesta.

-Muy bonitos templos -dijo el guía-; usted ve-nir y ver. A veces templo estar cerrado porquelos sacerdotes añaden media hora al tiempo.

Nikko va media hora por delante de la horageneralmente admitida porque los sacerdotesde los templos han descubierto que los viajerosque llegan a las tres de la tarde intentan hacersetodos los templos antes de las cuatro, que es lahora oficial de cerrarlos. Eso defrauda a la igle-sia de lo que le es debido, de modo que sus sir-vientes adelantan el reloj y así Nikko, haciendocaso omiso del valor del tiempo, queda satisfe-cha.

Al maldecir los templos hice una tontería porla que esta pobre pluma jamás podrá ofreceruna compensación suficiente. Subimos una co-lina por una rampa de piedras grises. Las cryp-tomerias del camino de Nikko eran como niñosen comparación con los gigantes que allí nos

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daban sombra. Entre sus troncos gris hierro seveían destellos rojos, del rojo sangre del puentedel Mikado. Aquel gran rey que mató al men-digo en el vado había quedado complacido porel éxito de su experimento. Pasando bajo unapoderosa arcada de piedra llegamos a un cua-drángulo esplendoroso animado por un ruidode martillos. Treinta o cuarenta hombres apo-rreaban las columnas y los peldaños de un altarde cornalina cargado de oro.

-Eso -dijo el guía, impasible- es un almacén.Renuevan la laca. Primero la extraen.

¿Han «extraído» ustedes alguna vez laca de lamadera? Golpeé fuertemente el pie de una co-lumna y, al cabo de media docena de golpes,conseguí que se des prendiera un pequeñofragmento de esa materia, semejante, en textu-ra, a cuerno de color rojo. Sin traicionar mi sor-presa, pregunté el nombre de un altar todavíamás magnífico que estaba al otro lado del patio.Estaba lacado de rojo como los demás, pero

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sobre su puerta principal, a la luz del sol, habíatres monos labrados; uno con las manos en losoídos, otro tapándose la boca, y el tercero ocul-tándose los ojos.

-Este sitio -dijo el guía- servía de cuadra cuan-do el daimyo guardaba aquí sus caballos. Losmonos son esos tres que no oyen nada malo, nodicen nada malo y no ven nada malo.

-Claro -dije-. ¡Qué idea tan buena para unacuadra en la que los mozos roban el grano!

Estaba enojado por haberme rebajado delantede un almacén y una cuadra, aunque en todo eluniverso no puede haber nada comparable.

Entramos en un templo, o una tumba, no sécuál de las dos cosas, por un portal de colum-nas labradas. Once de ellas tenían un dibujoensortijado cuyo extremo apuntaba hacia elsuelo; la doceava tenía el dibujo invertido.

-Hacer todas lo mismo no bueno -dijo el guía,enfáticamente-. Seguro que pasar algo malo

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pronto. Hacer una diferente, muy bien. Así élsalvado. Nada pasa entonces.

A menos que me equivoque, aquella altera-ción voluntaria del conjunto era el único sacrifi-cio que el dibujante había hecho a los grandesDioses de allá arriba, tan envidiosos del arte delos hombres. En todo lo demás había hecho loque había querido, como lo hubiera hecho undios, con la madera enfundada en laca relum-brante, con esmalte e incrustaciones y entalla-duras y bronces, con trabajo a martillo y trabajocon el cincel inspirado. Cuando tuvo que rendircuentas, se salvó de los celos de sus jueces indi-cando las columnas ensortijadas como pruebade que él era tan sólo un débil mortal y de nin-gún modo su igual. Dicen que jamás ningúnhombre ha dado dibujos, detalles o descripcio-nes completas de los templos de Nikko. Tansólo un alemán podría intentarlo, pero le falta-ría sentimiento. Tan sólo un francés podría salirairoso en cuanto a sentimiento, pero sería inex-acto. Recuerdo haber pasado por una puerta

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con goznes de cloisonné, dintel de oro y batien-tes de laca, paneles de caparazón de tortugaenlacado y tracerías de bronce. Se abría a unasala en penumbra en cuyo techo azul triscabany escupían fuego cien dragones de oro. Un sa-cerdote se desplazaba en la oscuridad de unlado a otro, con pasos silenciosos; me mostróuna linterna panzuda de cuatro pies de alto quecomerciantes holandeses de otros tiempos habí-an enviado como regalo al templo. El techo sesostenía sobre pilares de laca roja espolvorea-dos de oro. En uno de los pilares había una cos-tilla de laca, de seis pulgadas de grosor, quehabía sido esculpida o grabada con dibujos enalto relieve y se había endurecido como el cris-tal.

Los peldaños del templo eran de laca negra, yel enmarcado de las pantallas deslizantes delaca roja. El hecho de que montones y montonesde dinero hubiesen sido derramados pródiga-mente sobre aquella maravilla me impresionómuy poco. Quise saber quiénes eran los hom-

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bres que, cuando las cryptomerias eran simplesvástagos, se habían pasado la vida sentados enun nicho o un rincón del templo y al morirhabían transmitido a sus hijos el deber de or-namentarlo, pese a que ni el padre ni el hijoesperaban ver terminada la obra. Hice esta pre-gunta al guía, el cual me sumergió en un enma-rañamiento de daimyos y shogunes, sacandoevidentemente todos los datos de una guía deviaje.

Al cabo de un rato me entró en el alma la ideadel constructor.

El constructor había dicho: «Construyamoscapillas rojo sangre en una catedral». De modoque instalaron la catedral con trescientos añosde antelación, sabiendo que los troncos de losárboles formarían sus columnas y el cielo sutecho.

Alrededor de cada templo había un pequeñoejército de linternas de bronce o de piedra devalor inimaginable, marcadas, como todas las

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demás cosas, por las tres hojas que constituíanel blasón del daimyo. Las linternas eran verdeoscuro o estaban grises de liquen, y no ilumina-ban en absoluto las tinieblas rojas. Abajo, juntoal puente sagrado, pensé que el rojo era un co-lor alegre. Arriba, en la colina, bajo los árboles ya la sombra de los aleros del templo, vi que erala tonalidad de la tristeza. Cuando el gran reymató al mendigo en el vado no se rió, como yohabía dicho. Se sintió muy apenado y dijo: «ElArte es el Arte, y es digno de todo sacrificio.Lleváos ese cadáver y rezad por su alma des-nuda». En una sola ocasión, en uno de los pa-tios del templo, la naturaleza se atrevió a rebe-larse contra el plan de la colina. Algún árbol delbosque, nada impresionado por las cryptomerias,había arrojado un torrente de flores del colorrosa más tierno al rostro de un muro de conten-ción gris que protegía una zanja. Era como si unniño se hubiese reído a carcajadas de algún es-plendor que no podía comprender.

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-¿Ven ese gato? -dijo el guía, señalando a unminino panzudo pintado encima de una puer-ta-. Es el Gato Durmiente. El artista lo pintó conla mano izquierda. Estamos orgullosos de estegato.

-¿Y le permitieron que siguiera trabajandocon la mano izquierda después de pintar estacosa?

-Oh, sí. Es que era zurdo, ¿saben?

La infinita ternura de los japoneses por susniños se extiende, según parece, incluso hastalos artistas. Todo guía querrá llevarles a ver elGato Durmiente. No vayan. Está mal hecho.

Al bajar de la colina me enteré de que todaNikko estaba cubierta de dos pies de nieve du-rante el invierno, y, mientras intentaba imagi-nar hasta qué punto resultarían fieros el rojo, elblanco y el negro verdoso a la luz de un solinvernal, me encontré con el Profesor, que mas-cullaba interjecciones admirativas.

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-¿Qué ha hecho usted? ¿Qué ha visto? -mepreguntó.

-Nada. He acumulado un montón de impre-siones que no sirven para nadie más que supropietario.

-Lo cual significa que sólo dedicará usted sussobras a beneficiar a la gente en la India -dijo elProfesor.

Esa idea me asqueó hasta tal punto que mefui de Nikko aquella misma tarde, pese a que elguía proclamaba que no había visto ni la mitadde sus glorias.

-Hay un lago -dijo-; hay montañas. ¡Usted te-ner que ver!

-Iré a Tokyo y estudiaré la faceta moderna delJapón. Este sitio me irrita porque no lo com-prendo.

-Y eso que yo soy el buen guía de Yokohama -dijo el guía.

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Muestra cómo calumnié groseramente al ejércitojaponés y edité una gaceta civil y militar que escualquier cosa menos fiable.

«Y el duque dijo: "Que hayacaballería", y hubo caballería. Ydijo: "Que sea lenta", y fue lenta,endemoniadamente lenta, y laCaballería Imperial Japonesa laincorporó.»

Estaba equivocado. Lo sabía. Hubiese tenidoque armar jaleo a la puerta de la legación paraconseguir un pase para visitar el Palacio Impe-rial. Hubiese debido hacer investigaciones so-bre Tokyo y visitar a algunos dirigentes políti-

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cos de los partidos Liberal y Radical. 87 Hay ciencosas que debería haber hecho; las cornetasempezaron a sonar en el frío de la mañana, y oíbajo mi ventana las pisadas rítmicas de hom-bres armados. El campo de maniobras estaba aun tiro de piedra de mi hotel en Tokyo; las tro-pas imperiales iban a hacer instrucción. ¿Sehubiesen ustedes calentado la cabeza en torno ala política o a los templos? Corrí detrás de ellas.

87 En los tiempos de la visita de Kipling al Japón, en1889, el partido liberal era el Eyuto (sucesor desde 1880del Jiyo-Minken-Undo, «partido por la libertad y losderechos del pueblo») y el partido progresista («radical»según Kipling) el Kaishinto, fundado en 1881; aunqueesos partidos son los antepasados de todos los partidos dela derecha constitucional japonesa, eran entonces la iz-quierda legal: ambos habían constituido la oposición a laadministración gubernamental, dominada por los oligar-cas, y en las primeras elecciones parlamentarias, en 1890,obtendrían una mayoría que emplearon para contrarrestarcon mayor eficiencia al gobierno. Sus afinidades eransuficientes para que se fusionasen en 1898 para formar elpartido constitucional, el Kenseito.

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Es más bien difícil conseguir información pre-cisa sobre el ejército japonés. Parece encontrarseperpetuamente en las angustias de la reorgani-zación. Actual mente, hasta donde puede unoconjeturar, sus efectivos son de unos ciento se-tenta mil hombres. Todo el mundo ha de servirdurante tres años, pero el pago de cien dólaresacorta el servicio al menos en un año. Eso medijo un hombre que había pasado por ello. Re-dondeó su información con este veredicto:«Ejército inglés no vale. Sólo marina algo bue-na. Haber visto doscientos ejército inglés. Novale».

En el campo de maniobras había una compa-ñía de infantería flanqueada por una cosa que,en aras de la brevedad, denominaré caballería,haciendo instrucción. La primera ejecutaba al-gunas sencillas evoluciones en orden cerrado; lasegunda se dedicaba a cosas variadas y singula-res. Ante la primera me descubrí respetuosa-mente; de la segunda me avergüenza decir quela señalé con el dedo, riéndome. Pero permitan

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que intente describir lo que vi. El parecido entreel soldado japonés de infantería y el gurka au-menta cuando se lo ve en grupo. Debido a laamplitud del sistema de conscricpión, la cali-dad de los conscriptos varía inmensamente. Via docenas y docenas de hombres con gafas quesólo por vil adulación podrían llamarse solda-dos y que, espero, estaban asignados a los ser-vicios médicos o a la intendencia. También vi adocenas de hombrecillos de cuello de toro, an-cho tórax, espalda plana, delgados de cintura,que resultaban todo lo buenos que podría de-sear un coronel con mando. En una estación deferrocarril, en el campo, me había encontradocon un hombre del 20 de infantería. Ostentabala cantidad precisa de fanfarronería que debeexhibir un soldado. Se negó a contestarme nin-guna pregunta, y se abría paso sin ceremoniaentre la multitud que lo rodeaba. Un gurka delRegimiento del Príncipe de Gales no podríatener mejor compostura. En medio del tumultode una compra de billetes (salimos juntos), me

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las arreglé para pasar la mano por el antebrazoy el tórax de aquel hombre bajito. En el ejércitojaponés deben tener un sistema de gimnasiamuy completo, y hubiera dado cualquier cosapor desnudar a mi amigo y ver cómo resultabauna vez pelado. Si el 2° de Infantería está a laaltura de la muestra, es una buena unidad.

Aquellos hombres que hacían instrucción enTokyo pertenecían ya fuese al 4°, ya al 9°, yhabían salido con sus mochilas de piel de vacasujetas con correajes pero, me parece, vacías.Con todo el equipo, como el centinela que vi enel castillo de Osaka, deben ir mucho más carga-dos. Sus oficiales eran uno de los grupos dehombres más desdichados que el Japón es ca-paz de producir; llevaban gafas, eran bajos in-cluso por las pautas japonesas, tenían los hom-bros cargados y las espaldas encorvadas. Graz-naban chillonamente sus voces de mando ytenían que trotar al lado de sus hombres paramantener el ritmo de la marcha. El soldado ja-ponés tiene la zancada larga del gurka, y corre

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a paso ligero con la suelta elasticidad del culí derickshaw. Durante las tres horas que los obser-vé sólo cambiaron de formación una sola vez,cuando doblaron las hileras atravesando el lla-no, con los fusiles en prevención. Su marcha ylos intervalos valían tanto como los de nuestrosregimientos nativos, pero las variaciones eranun tanto confusas y los oficiales no las corregí-an. Hasta donde alcanza mi limitada experien-cia, sus formaciones no estaban tomadas de lasnuestras, sino de las de los países continentales.Las voces de mando eran tan espléndidamenteininteligibles como cualquier cosa que podamosencontrar en nuestros propios campos de ma-niobras; y, de vez en cuando, los oficiales almando de las secciones arengaban vehe-mentemente a sus hombres, blandiendo ame-nazadoramente la espada en un estilo clarísi-mamente poco militar. La precisión de sus mo-vimientos está por encima de todo elogio. Dis-frutaron de tres horas de ejercicio continuo, yen los escasos intervalos en que permanecían en

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descanso para recobrar el aliento traté de en-contrar algún signo de negligencia en las filas,ya que la posición de descanso es la pruebacrucial para los soldados cuando ya ha desapa-recido la primera energía matutina. Permanecí-an en descanso, ni más ni menos que eso, peroni una sola mano bajó hasta una bota o abrochóun botón mientras estaban en esa posición.Cuando pusieron rodilla en tierra, sin abando-nar aquella extraña formación en columna decompañía, comprendí el misterio de la largaespada a modo de bayoneta que tanto me habíadesconcertado. Esperaba ver a aquellos hom-brecillos propulsados al aire en cuanto la vainade la bayoneta tocase el suelo; pero eso no ocu-rrió. La apartaban de un puntapié en el momen-to de caer sobre una rodilla. Con todo, las auto-ridades prenden hombres a las bayonetas envez de bayonetas a los hombres. Cuando iban alpaso ligero no sujetaban las cartucheras conuna mano ni estabilizaban la bayoneta con laotra, como puede verse diariamente en los

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campos de tiro de las tropas indias. Corríanlimpiamente, como nuestros gurkas.

La idea era poco cristiana, pero hubiese dadono sé cuánto para ver a aquella compañía en-frentada a un número igual de Nuestra infante-ría nativa, tan sólo para saber cómo resultarían.Si tienen resolución, y no hay gran cosa en suhistorial que pueda demostrar que no la tengan,88 deben ser enemigos de primera clase. Almando de oficiales británicos en vez de las di-minutas anatomías actualmente disponibles, ycon un fusil mejor, deberían ser tropas tan bue-nas como cualesquiera que se recluten al este deSuez. Sólo hablo aquí de los diestros hombreci-llos que vi. Lo peor que tiene la conscripción esque engloba a una masa de ciudadanos de cuar-

88 Hacía tres siglos que el Japón no libraba guerras exte-riores. La valoración de Kipling de la eficiencia de lastropas japonesas no tardaría en verse confirmada (no asísu descalificación de la oficialidad japonesa) por las vic-torias del Japón en las guerras Chino-Japonesa (1894-1895) y Ruso-Japonesa (1904-1905).

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ta y quinta categoría que, si bien pueden soste-ner un fusil, probablemente, debido a su excu-sable inepcia, pueden dañar la moral y la com-postura de un regimiento. Cuando salen depaseo, los soldados no sueñan siquiera en mar-car el paso. Se atan cosas a los correajes, llevanpaquetes, andan con descuido y ensucian losuniformes.

Y aquí tienen una idea somera de la infanteríajaponesa. La caballería se dedicaba a un picnical otro extremo del campo de maniobras, for-mando círculos por secciones a derecha e iz-quierda, intentando parecerse de algún modo auna tropa, etcétera. No me costaría nada creerque aquellos señores que vi fuesen reclutas.Pero llevaban el armamento completo, y susoficiales eran igual de hábiles que ellos. La mi-tad iban en uniforme de faena y con gorra pla-na, con botas de media caña de cuero marróncon espuelas cortas y correas negras, sin cade-nas. Llevaban carabina y sable; el sable pegadoal hombro, y la carabina colgando a la espalda.

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No usaban gamarra; petos y gruperas, y unasilla de montar grande y pesada con una solacincha sobre dos numdahs, completaban elequipo que un caballito de treceava mano, todoél crines y cola, intentaba quitarse de encima. Siuno pone un bocado y una brida de dos librasen la boca de un caballito, hiere sus sentimien-tos. Cuando los jinetes llevan, como mis ami-gos, guantes blancos de estambre, es imposiblesujetar las riendas adecuadamente. Cuandoguían con ambas manos, bien aposentados so-bre el cuello de la montura, con los nudillos alnivel de las orejas y con las estriberas acortadasal máximo, las posibilidades de que el caballose libre del jinete aumentan manifiestamente.Jamás he visto una pesadilla ecuestre semejantea aquello que ocurría en el campo de maniobrasde Tokyo. ¿Recuerdan ese dibujo de Alicia en elpaís de las maravillas, justo antes de que Alicia seencuentre con el León y el Unicornio, cuandotopa con los hombres armados que vienen porel bosque? Pensé en aquello, así como en el Ca-

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ballero Blanco de la misma obra clásica, y mereí a carcajadas. Allí había una serie de caballi-tos muy bonitos, de extremidades firmes comolas de las cabras, en su mayor parte enteros yllenos de brío. Bajo el peso japonés hubierandado una muy decente infantería montada.Pero ahí estaba aquella nación, inclinada a laimitación ciega, intentando hacer con ellos unacaballería pesada. Mientras los pequeños ani-males trotaban en círculo, muy serios, no lesimportaba lo que hacían. Pero cuando se trata-ba de sablear la cabeza de un turco sus objecio-nes eran realmente considerables. Me ahijé unasección que, armada con largas espadas de ma-dera, se entretenía en decapitar turcos. Un caba-llito partió al más gentil galope lento, mientrasel jinete recogía todas las riendas en una solamano y sujetaba el sable como si fuese una lan-za. Luego, el animal hizo un pequeño rehuso,sacudió su cabeza peluda y se puso a pasearalrededor de la cabeza de turco. Ninguna pre-sión de rodilla o rienda le comunicaba qué se

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esperaba de él. El hombre que llevaba encimase puso a sacudir las espuelas desde el cuartodelantero hasta la grupa, y a sacudir la quinca-llería que habían puesto en la boca del pobreanimal. El caballito no podía ni encabritarse, nicocear, ni hacer saltar al jinete entre sus orejas;pero con una sacudida se libró de su carga, queresbaló al suelo. Vi ocurrir eso mismo tres ve-ces. La catástrofe no alcanzaba la dignidad deuna simple caída. Aquello era el torpe desplo-me de la incompetencia con el añadido deguantes de estambre, una monta a dos manos yuna bala de heno como equipo. Muy a menudoel caballito iba directo al poste, y el jinete ases-taba un tajo por detrás a la cabeza de turco, locual casi le hacía salir despedido de la silla, queera «un mundo demasiado ancha». 89 Y esa so-lemne representación se repetía una y otra vez.Puedo decir con toda honestidad que los caba-

89 «World-too-wide». Shakespeare, Comogustéis.

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llitos tienen una gran predisposición a romperfilas y abandonar a sus compañeros, cosa queno haría un caballo de las tropas inglesas; peroimagino que eso se debe más a los asuntos pri-vados urgentes del caballito que a la destrezaen su adiestramiento. Las tropas se lanzaronuna o dos veces a la carga a un galope aterra-dor. Cuando los hombres querían detenerse, seechaban atrás y tiraban de las riendas, y el caba-llito bajaba la cabeza al suelo y fastidiaba cuan-to podía. Lanzaron una carga en mi dirección,pero fui clemente y me abstuve de desensillar ala mitad de los jinetes, cosa que sin duda hubie-se conseguido extendiendo los brazos y gritan-do « ¡Hi! ». Lo más triste era la penosa aplica-ción mostrada por todos los artistas del circo.Tenían que convertir a aquellas ratas en caba-llería. No sabían nada del arte de montar, ysabían que estaba mal lo que hacían; pero lasratas tenían que transformarse en caballos debatalla. ¿Por qué no había de tener éxito el pro-yecto? Había, en los rostros de los hombres, un

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asombro paciente y patético que me infundíaganas de tomar a uno de ellos en brazos y tratarde explicarle algunas cosas; cómo manejar lasriendas, por ejemplo, y la futilidad de colgarsesobre las espuelas. Cuando el ejército hubo ter-minado y mientras las tropas se alejaban al pa-so, la Providencia envió diagonalmente, a tra-vés del campo de maniobras, al galope, a unhombre alto y huesudo montado en un espu-meante caballo americano rojo. Al animal se leestremecían las aletas de la nariz, desplegó elestandarte de su cola y brincó por el campo,mientras su jinete, con un brazo caído, perma-necía erguido, guiándolo ligeramente a golpesde cadera. Los dos sirvieron para calificar loque los rodeaba. Alguien, de veras, debería ex-plicar al Mikado de aquellos caballitos no esta-ban destinados a ser montados por dragones.

Si los cambios y vicisitudes del servicio mili-tar les hacen combatir alguna vez contra tropasjaponesas, no sean duros con su caballería. Nolleva malas inten ciones. Pongan en el suelo

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algunos petardos para que los caballos los piseny manden una patrulla a recoger lo que quede.Pero si se enfrentan a infantería japonesa almando de algún oficial continental, no tardenen abrir fuego cerrado, a la mayor distanciaposible para hacer blanco. Son hombrecillos demala idea y se las saben todas.

Después de haber resuelto a fondo la facetamilitar de la nación, exactamente del mismomodo que mi amigo japonés, al comienzo deesta carta, había resuelto nuestras cosas milita-res (en base a doscientos hombres elegidos alazar), me dediqué a un examen de Tokyo. Estoycansado de templos. Su monótono esplendorme da dolor de cabeza. También a ustedes lescansarán los templos a menos que sean artistas,y entonces sentirán asco de sí mismos. Hay gen-te que dice que Tokyo cubre una superficieigual a la de Londres. Otros dicen que no tienemás de diez millas de largo por ocho de ancho.

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90 Hay muchísimas maneras de resolver la cues-tión. Encontré un jardín de té situado en unrellano verde a lo alto de un tramo de escalerasen cada peldaño de las cuales había lindas mu-chachas sonrientes. Desde aquel punto elevadocontemplé la ciudad, y se alargaba desde el marhasta donde alcanzaba la mirada, en una exten-sión gris de tejados apiñados, con el panoramapunteado por incontables chimeneas de fábrica.Después me alejé varias millas y encontré unparque, en otro punto elevado, con algunasgeishas todavía más bonitas que las anteriores;y, contemplándola de nuevo, la ciudad se aleja-ba en otra dirección hasta donde alcanzaba lamirada. Si consideramos que la mirada, en undía claro, puede abarcar dieciocho millas, asig-no a Tokyo, exactamente, treinta y seis millas

90 Es decir, unas dimensiones mucho mayoresque las del Londres de la época.

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de largo por otras treinta y seis de ancho; 91 y talvez se me escapara alguna cosa. Aquel sitioretumbaba de vida en todos los barrios. Doblesvías de tranvía recorrían las calles principalesmilla tras milla, hileras de omnibuses esperabandelante de la estación central de ferrocarriles, yla «Compagnie Générale des Omnibus de Tokyo» 92

desfilaba por las calles con sus coches oro ybermellón. Todos los tranvías iban llenos, ytodos los omnibuses privados y públicos ibanllenos, y las calles iban llenas de rickshaws.Desde la orilla del mar hasta el verde parqueumbrío, desde el parque hasta la nebulosa dis-tancia, la tierra pululaba de gente.

91 Sobra decir que la atribución al Tokyo deentonces de una superficie de 3.500 quilómetroscuadrados es una desorbitación humorística deKipling.92 En francés en el original. Queda aquí rectificado «Ge-neral» por «Générale».

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Allí se veía hasta qué punto la civilización oc-cidental había penetrado en ellos. Uno de cadadiez hombres iba vestido a la europea desde elsombrero hasta los zapatos. Es una extraña ra-za. Es capaz de parodiar toda clase de modelohumano que pueda encontrarse en una granciudad inglesa. El comerciante gordo y próspe-ro de recortadas patillas; el profesor de cienciasde mirada apacible y larga cabellera, con ropasdemasiado anchas; el estudiante con chaquetade Eton y pantalones de fina tela; el joven ofici-nista, miembro del Clapham Athletic Club, confranelas de tenis; artesanos vestidos de paño delana muy gastado; el abogado con sombrero decopa, con el labio superior limpiamente afeita-do y maletín de cuero negro; el marinero sinempleo; el dependiente; todos ésos y muchos,muchísimos más se encuentran en Tokyo en unpaseo de media hora. Pero cuando uno dirige lapalabra a esa imitación, resulta que sólo hablajaponés. Uno la pone a prueba, y no es lo queuno pensaba. Vagué por las calles dirigiendo la

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palabra a las personas que me parecían tener unaire más inglés. Se mostraron corteses, con unagracia que de ningún modo concordaba con suatuendo, pero no sabían ni una sola palabra demi idioma. Un muchachito con uniforme de laEscuela Naval dijo, repentinamente: «Yo hablainglés»; y no pasó de ahí. Las demás personasque vestían nuestras ropas soltaban sobre mí sulengua vernácula. Sin embargo, los rótulos eraningleses, el tranvía que tenía bajo mis pies erade tipo inglés, las mercancías eran inglesas y losanuncios en las calles estaban en inglés. Eracomo caminar por un sueño. Reflexioné. Muylejos de Tokyo, en un sitio apartado de la víaférrea, me había encontrado con hombres comoaquéllos en las calles. Ingleses perfectamentevestidos para la mirada externa, pero mudos. Elpaís debe estar lleno de sus semejantes.

-¡Santo Dios! El Japón está corriendo hacia supropia civilización sin aprender un idioma en elque se puede decir «maldita sea» de manerasatisfactoria. He de informarme sobre eso.

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La casualidad me había llevado delante de lasoficinas de un periódico; entré corriendo y pre-gunté por un redactor. Vino... el jefe de redac-ción del Tokyo Public Opinion, un joven conlevita negra. No hay demasiados jefes de redac-ción, en otras partes del mundo, que le ofrezcana uno té y un cigarrillo antes de empezar unaconversación. Mi amigo sabía muy poco inglés.Su periódico, aunque su nombre estaba impre-so en inglés, era japonés. Pero conocía su oficio.Casi antes de que yo le explicase el objeto de mivisita, que era la obtención de información mis-celánea, se puso a hablar:

-Usted es inglés. ¿Qué piensa ahora del Tra-tado de Revisión americano?

-Hay mucho -contesté, recordando a Sir Ro-ger,93 bendita sea su memoria-, muchísimo que

93 Sir Roger de Coverley, personaje que, sinadmitir su ignorancia en ningún tema, la encu-bre con vaguedades sentenciosas; creado por

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decir en ambos sentidos. El Tratado de Revisiónamericano... ejem... exige una enorme cantidadde maduras reflexiones y puede sin duda de-nominarse...

-Pero nosotros, en el Japón, estamos ahora ci-vilizados.

El Japón dice que ahora está civilizado. Ése esel punto crucial de todo el asunto, hasta dondealcanza mi entendimiento. «Acabemos de unavez con el sistema idiota de los puertos abiertosal comercio extranjero y los pasaportes para losturistas que van más allá de ellos», dice, enefecto, el Japón. «Dadnos un sitio entre las na-ciones civilizadas de la tierra, venid entre noso-tros, comerciad con nosotros, sentíos entre no-sotros como en vuestra casa. Quedad tan sólosujetos a nuestra jurisdicción y someteos a...nuestros aranceles.» Ahora bien, dado que una

Richard Steele (1672-1729) en el periódico TheSpectator, publicado en 1711-1712.

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o dos naciones extranjeras han obtenido arance-les especiales para sus mercancías, según elmodo usual, las naciones extranjeras no se sien-ten demasiado impacientes por convertirse tansólo en gente ordinaria. El efecto de aceptar lospuntos de vista del Japón seria excelente para elindividuo que quisiera adentrarse en el país yhacer dinero, pero sería malo para la nación.Para Nuestra nación en particular.

Con todo, no estaba dispuesto a que mi igno-rancia sobre una cuestión candente quedasereflejada en ninguna libreta de notas que nofuese la mía. Traté el asunto al estilo de Glads-tone, 94 con las frases más largas que pude cons-truir. Mi amigo las registró en un estilo muy

94 William Gladstone (1809-1898), jefe del par-tido liberal inglés, tenía la fama de jugar concircumloquios. Gladstone, menos entusiasta queotros políticos con el imperialismo británico, nogozaba de la simpatía de Kipling.

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parecido al del conde Smorltork. 95 Luego leataqué con el tema de la civilización, hablandomuy lentamente, porque él tenía un modo muypeculiar de convertir dos de mis palabras enuna sola, transformándolas en una cosa nueva.

-Tiene razón -dijo-. Nos estamos haciendo ci-vilizados. Pero no demasiado aprisa, porqueeso es malo. Ahora bien, hay dos partidos en elestado: el Liberal y el Radical; un conde enca-beza uno, otro conde encabeza el otro. 96 Losradicales dicen que todos deberíamos hacernosingleses, pronto. Los liberales dicen: no tanaprisa, porque la nación que adopta demasiadoaprisa las costumbres de otro pueblo decae. Esacuestión de la civilización y del Tratado de Re-

95 Personaje de la novela histriónica Los papelesdel club Pickwick (publicada serialmente entre1836 y 1837), de Charles Dickens (1812-1870).

96 Los condes Itagaki y Okuma, respectiva-mente.

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visión americano, ello ocupar nuestras atencio-nes primeras. Ahora no somos tan celosos porhacernos civilizados como hace dos años, tres.No tan aprisa... ésa es nuestra consigna. Sí.

Si la reflexión madura consiste en la adopcióna gran escala de disposiciones imperfectamentecomprendidas, me gustaría de veras ver al Ja-pón apresu rado. Discutimos sobre civilizacio-nes comparadas durante un rato, y protestédébilmente contra el mancillamiento de las ca-lles de Tokyo por hileras de casas construidas aimitación de deslumbrantes modelos europeos.

-Sin duda no hay ninguna necesidad de quedescarten ustedes su propia arquitectura, dije.

-¡Ah! -resopló el redactor jefe del Public Opi-nion-. Usted dice que eso es pintoresco. Yo tam-bién lo digo. Espere a que se alumbre... incen-die. Por eso nos parece bien construir al modoeuropeo. Le diré, y debe creerme, que no hace-mos ningún cambio sin pensarlo bien. La ver-dad, créame, es que no lo hacemos porque sea-

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mos niños curiosos que quieren cosas nuevas,como dice alguna gente. Ya hemos acabado conla época de recoger cosas y después tirarlas.¿Entiende?

-Entonces, ¿de dónde han sacado su Constitu-ción?

No sabía qué saldría a luz con mi pregunta,pero hubiera debido ser más prudente. La pri-mera pregunta que dirige un japonés a un in-glés, en un tren, es: «¿Tiene usted la traduccióninglesa de nuestra Constitución?» Todas laslibrerías la venden en inglés y en japonés, ytodos los periódicos debaten sobre ella. La cria-tura no tiene todavía tres meses.

-¿Nuestra Constitución?... Nos fue prometi-da... prometida hace veinte años. Hace catorceaños se permitió a las provincias elegir a susgrandes hombres... sus jefes. Hace tres años seles ha permitido tener asambleas, y así se ase-guraba la Libertad Civil.

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Me sentí desconcertado durante un buen rato.Finalmente creí comprender que se había dadoa los municipios un cierto control sobre los fon-dos de policía y los nombramientos de los fun-cionarios de distrito. Quizá me equivoque porcompleto, 97 pero el redactor jefe me arrastrócon un torrente de palabras mientras su cuerpo

97 A grandes rasgos, Kipling está en lo ciertoal hablar de «un cierto control» más que de unpoder políticamente efectivo respecto a la ad-ministración central; pero los representanteselectos de distritos y municipios sí desempeña-ban un papel de gran influencia política y moralen la sociedad japonesa, en rápida y profundareestructuración desde la revolución Meiji de1868. El camino japonés hacia la representaciónparlamentaria había pasado por las eleccionespara los consejos de prefectura en 1879 y por lasmunicipales de 1880, con victoria, en amboscasos, de las fuerzas opositoras ya agrupadas oa punto de agruparse en los partidos liberal yprogresista.

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se balanceaba y sus brazos gesticulaban en ladoble angustia de retorcerse la lengua para ser-virse de un idioma extranjero y explicar el dere-cho del Japón a ser tomado en serio. ¡Plaf! Supequeña mano se abatía sobre su pequeña me-sa, y las pequeñas tazas de té botaban una yotra vez.

-De verdad, realmente, esta Constituciónnuestra no ha llegado demasiado pronto.Avanzó paso a paso. ¿Entiende? Su constitu-ción, las constituciones de las naciones extranje-ras, son todas sangrientas... constituciones san-grientas. La nuestra ha venido paso a paso. No-sotros no luchamos como lucharon los baronescontra el rey Juan en Runnymede. 98

98 Bajó la presión armada de los barones re-beldes, el rey Juan («Sin Tierra») de Inglaterrafirmó en Runnymede, el 15 de junio de 1215, laCarta Magna, base del sistema constitucionalinglés por cuanto que el poder regio quedabasujeto a controles desde abajo; esa concesión o

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Aquello era una cita de un discurso pronun-ciado en Otzu, pocos días antes, por un miem-bro del gobierno. Me hizo sonreír la hermandadde los periodistas del mundo entero. Su mane-cita volvió a alzarse.

-Seremos felices con esta Constitución, sere-mos un pueblo civilizado entre las civilizacio-nes.

-Naturalmente. Pero, ¿qué harán con ella, enrealidad? Una Constitución es una cosa másbien monótona cuando ha terminado la diver-sión de mandar miembros al parlamento. Uste-des tienen parlamento, ¿no es cierto?

claudicación del rey no evitó los choques arma-dos de la Primera Guerra de los Barones (1215-1217). En cambio, salvo por resistencias puntua-les, la nobleza japonesa, a partir de 1868, no sólono luchó contra la revolución que acabó con susprivilegios feudales, sino que en buena medidala encabezó.

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-Oh, sí, con partidos... liberal y radical.

-Entonces, ambos les contarán mentiras y selas contarán el uno al otro. Luego aprobaránleyes y se pasarán todo el tiempo peleando eluno contra el otro. Luego todos los gobiernosextranjeros descubrirán que no tienen ustedesninguna política fija.

-Ah, sí. Pero la Constitución.

Sus manecitas se entrelazaban sobre sus rodi-llas. El cigarrillo le colgaba descuidadamente dela boca. -Ninguna política fija. Y cuando hayanasqueado lo suficiente a las potencias extranje-ras, esas potencias esperarán a que los liberalesy los radicales luchen duramente, y entonces lesharán saltar en pedazos.

-¿Lo dice usted en broma? No acabo de en-tender -dijo-. Sus constituciones son todas tansangrientas...

-Sí, así es exactamente como son. Ustedes setoman la suya muy en serio, ¿verdad?

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-Oh, sí, ahora todos hablamos de política.

-Y escriben de política, naturalmente. A pro-pósito, ¿bajo qué... ejem... disposiciones del go-bierno se publica un periódico japonés? Quierodecir, ¿han de pagar algo para poder poner enmarcha una imprenta?

-Los periódicos literarios, científicos y religio-sos... no. Del todo libres. Todos los periódicospuramente políticos pagan quinientos yens...los dan al gobierno para que él los guarde, o sino alguien dice que pagará.

-¿Quiere decir que deben dar garantías?

-No sé, pero a veces el gobierno puede que-darse el dinero. Somos puramente políticos.

Luego me hizo preguntas sobre la India, y pa-reció atónito cuando supo que allí los nativos

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poseían un considerable poder político y con-trolaban distritos enteros. 99

99 Kipling habla ahora en serio, pero sus pro-pias obras muestran el «poder» de los «nativos»en la India colonial como sujeto a cuatro princi-pios básicos: 1°, ningún «nativo», así sea un rajá,tiene jamás ningún poder legítimo sobre ni elmás modesto de los «sahibs»; 2°, a la inversa,todo «sahib» tiene siempre poder sobre todos ycada uno de los «nativos»; 3°, un «nativo» menos«nativo» tendrá más poder que un «nativo» más«nativo»: en el relato de Kipling «His Chance inLife» (1887), una solitaria gota de «sangre blan-ca» en un humilde oficinista indio basta paraque, en una situación de apuro, las autoridades«nativas» le traten de «sahib» y se pongan a susórdenes; 4°, cualquier poder que ejerza un «na-tivo» sobre otros «nativos» es admitido por losingleses tan sólo en la exacta medida en querespalde el poder colonial inglés. Cada lectorsabrá si compartir o no el asombro del periodis-ta japonés ante la información de Kipling acerca

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-Pero, ¿tienen constitución, en la India?

-Me temo que no.

-Ah.

Ahí me había atrapado, y me marché muyhumildemente, aunque alentado por la prome-sa de que el Tokyo Public Opinion publicaría unarelación de mis palabras. Misericordiosamente,ese respetable periódico se imprime en japonés,de modo que mi ensalada de ideas no será ser-vida en una mesa demasiado grande. No sé loque daría por averiguar qué significado atribuíael hombre a mis vaticinios sobre el gobiernoconstitucional en el Japón.

«Ahora todos hablamos de política.» Ésa fuela frase que me quedó grabada. Era la puraverdad. En el Departamento de Educación deTokyo me contaron que los estudiantes «habla-

del «considerable poder político» de los «nati-vos» en la India colonial.

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ban de política» durante horas y horas si uno selo permitía. Por el momento hablaban en abs-tracto de su nuevo juguete, la Constitución, consu cámara alta y su cámara baja, sus comités,sus cuestiones financieras, sus normas de pro-cedimiento y todas las demás tonterías con quenosotros hemos jugado durante seiscientosaños.

El Japón es el segundo país oriental que hahecho imposible que un hombre fuerte puedagobernar solo. Ha hecho esto por su libre vo-luntad. La India, por su parte, ha sido secues-trada brutalmente por el Secretario de Estado ylos miembros del parlamento inglés.

El Japón tiene más suerte que la India.

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Muestra la similitud entre el babu 100 y el japonés.Contiene el grito indignado de un incrédulo. La ex-plicación de Mr Smith sobre California y otras par-tes. Me lleva a bordo de un barco después de unaadecuada advertencia a quienes sigan mis pasos.

Muy tristemente partimos, de-jando el corazón en prenda

al pino sobre la ciudad, a lasflores del seto,

al cerezo y al arce, al ciruelo yal sauce

y a los niños... ¡oh, los niños re-tozantes, gordezuelos!

¡Al este! Ved; el buque negrose aleja a toda vela

100 Término burlón con que se aludía a un indio,más en particular a un oficinista indio, que imitase elmodo de vestir y de hablar de los ingleses.

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del País de los Niños, dondelos Bebés son Reyes.

El Profesor me encontró mientras yo medita-ba entre geishas en la parte trasera del parquede Ueno, en el corazón de Tokyo. El culí de mirickshaw estaba sentado a mi lado, bebiendo téen la más delicada porcelana y comiendo maca-rrones. Yo pensanba en el asno de Sterne 101 ysonreía bobamente al azul del cielo encima delos árboles. Las geishas ahogaban risitas. Unade ellas tomó mis gafas, se las puso sobre sunaricita carnosa y corrió entre sus parlanchinascompañeras.

101 Laurence Sterne (1713-1768) tiene un pasajecómico en torno a la palabra «asno» en TristamShandy (1759-1767) y un capítulo, en Viaje senti-mental (1768), en tono de humor agridulce, so-bre el cariño de un campesino por su asno re-cién muerto.

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-«Y sus dedos se pierden entre las trenzas dela escanciadora, esbelta como un ciprés » 102 -citó el Profesor, apareciendo repentinamente dedetrás de un tabladillo-. ¿Por qué no ha ido a lafiesta campestre del Mikado?

-Porque no me ha invitado, y de cualquiermodo viste a la europea, lo mismo que la empe-ratriz y lo mismo que toda la demás gente de lacorte. Sentémonos a reflexionar. Este pueblo medesconcierta.

Le conté la historia de la entrevista con el jefede redacción del Tokyo Public Opinion. El Profe-sor había estado investigando en el Departa-mento de Educación.

-Y además -dijo, cuando terminé mi historia-,la ambición del estudiante cuando termina susestudios es conseguir un puesto gubernamen-tal. Por con siguiente, viene a Tokyo; aceptará

102 Cita del Rubáiyat del poeta persa OmarKhayyam (c. 1050c. 1123).

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en Tokyo cualquier empleo que pueda aproxi-marle a su objetivo.

-¿De quién es hijo ese estudiante?

-Es hijo de un campesino, de un agricultoracomodado, de un tendero. Mientras espera seempapa de inclinaciones republicanas debido ala proximidad del Japón con América. Habla,escribe y discute, y está convencido de quepuede administrar el imperio mejor que el Mi-kado.

-¿Se pone a publicar periódicos para demos-trar eso?

-Quizá sí; pero ese trabajo no parece saluda-ble. Un periódico, con las leyes actuales, puedeser suspendido sin que se explique la razón; yme han contado que un editor atrevido ha sidocondenado a tres años de cárcel por haber cari-caturizado al Mikado.

-Entonces, todavía hay esperanzas para el Ja-pón. No puedo acabar de comprender cómo un

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pueblo que siente el gusto de la vida y tienevivas percepciones artísticas puede preocupar-se de las mismas cosas que deleitan a nuestrosamigos en Bengala.

-Comete usted el error de considerar que elbengalí es único. Lo es, a su manera peculiar;pero pienso que la embriaguez de vino occiden-tal afecta a todos los orientales más o menos delmismo modo. Lo que le desorienta es esa mis-ma similitud. ¿Me sigue? Un japonés se encaraa problemas que quedan fuera de su alcancecon una fraseología muy parecida a la de unestudiante de la Universidad de Calcuta, y dis-cute sobre Administración, con A mayúscula;usted mete en un mismo saco al japonés y alchatterjee. 103

-No, no lo hago. El chatterjee no invierte sudinero en compañías de ferrocarril, ni se sienta

103 Chatterjee: miembro de un grupo étnico dela India.

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a planear el saneamiento de su ciudad, ni culti-va las gracias de la vida por propia iniciativa,como los japoneses. El chatterjee es como elTokyo Public Opinion... «puramente político». Notiene arte de ninguna clase, no tiene armas, y noexiste en él ningún poder para el trabajo ma-nual. Sin embargo, es igual que el japonés encuanto al patetismo de su política. ¿Ha estudia-do usted alguna vez la Política Patética? ¿Porqué el chatterjee se parece al japonés?

-Ambos están ebrios, supongo -dijo el Profe-sor-. Haga que esa muchacha le devuelva lasgafas y podrá contemplar más claramente elinterior del alma del Lejano Oriente.

-El «Lejano Oriente» no tiene alma. La cambiópor una Constitución el día once del pasadomes de febrero. ¿Compensa una Constitución elhecho de que lleven ropas europeas? Acabo dever a una dama japonesa en traje de visita. Suaspecto era atroz. ¿Ha visto usted el arte japo-nés más reciente... las pinturas en los abanicos y

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en los escaparates? Son reproducciones fielesdel cambio de vida: postes telegráficos a lo lar-go de las calles, vías de tranvía convencionali-zadas, sombreros de copa, y maletines en lasmanos de los hombres. Los artistas puedenhacer casi tolerables esas cosas, pero cuando setrata de convencionalizar un traje europeo, elresultado es horrendo.

-El Japón quiere ocupar un puesto entre lasnaciones civilizadas -dijo el Profesor.

-Ahí aparece el patetismo. Le dan a uno ganasde llorar cuando se observa ese esfuerzo malorientado... ese revolcarse en la fealdad paraobtener el reconocimiento de unos hombres quepintan los techos de blanco, las rejas de negro,los mantos de chimenea de gris, y sus coches deamarillo y rojo. El Mikado viste de azul y oro yrojo, sus guardas llevan pantalones naranja conuna franja azul pastel; el misionero americanoenseña a la muchacha japonesa a llevar ricitoscaídos sobre la frente, a recogerse el pelo en una

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cola de caballo y a sujetárselo con lazos colormagenta y cobalto. El alemán les vende ofensi-vas postales de su propio país y etiquetas debotellas de cerveza. Allen and Ginter devastanTokyo con sus cajetillas de tabaco rojo sangre yverde hierba. Y, frente a todas esas cosas, ¡elpaís desea progresar hacia la civilización! Heleído entera la Constitución del Japón; ha sidocomprada a muy alto precio, al precio de unode los omnibuses calidoscópicos que circulanpor la calle.

-¿Infligirá usted a todo el mundo, en la India,esas insensateces? -dijo el Profesor.

-Lo haré. Le diré por qué. En los próximosaños, cuando el Japón haya vendido sus dere-chos de primogenitura por el privilegio de serestafado en términos de igualdad por sus veci-nos; cuando se haya endeudado hasta tal puntopor sus ferrocarriles y sus obras públicas que suúnica salida sea la ayuda financiera de Inglate-rra y la anexión; cuando los daimyos, debido a

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la pobreza, hayan vendido los tesoros de sus ca-sas al comerciante de curiosidades y éste loshaya vendido al coleccionista inglés; cuandotodo el mundo lleve pantalones y chaquetashechas en serie, y cuando los americanos hayaninstalado fábricas de jabón junto a los ríos y unhotel en la cima del Fujiyama, alguien podráremitirse a los archivos del Pioneer y decir: «Es-to se había profetizado». Entonces lamentaránhaber empezado a jugar con la gran máquinade salchichas de la civilización. Lo que se intro-duzca en una cuba saldrá por la espita; pero sal-drá hecho añicos. Dixi! Y ahora vayamos a latumba de los Cuarenta y Siete Ronin.104

104 En 1701, un daimyo, gravemente ofendidopor un dignatario de la corte del shogun, des-envainó su sable dentro del palacio de Edo, actopunible de muerte. Se le condenó a suicidarse ysus bienes fueron confiscados, lo cual comportóque los samurais a su servicio se convirtieran enronin, samurais descastados y sin amo. Cuaren-

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-Eso ya se ha dicho hace tiempo, y mucho me-jor de como usted puede decirlo -dijo el Profe-sor, à propos de yo qué sé qué.

Las distancias, en Tokyo, se calculan en horas.Cuarenta minutos en rickshaw, a toda veloci-dad, tan sólo le adentran a uno ligeramente enla ciudad; dos horas desde el parque de Ueno lellevan a uno a la tumba de los famosos Cuaren-

ta y siete de ellos se conjuraron para vengar a suantiguo señor. Durante dos años, para despistarla vigilancia policial, el jefe del grupo fingióhaber caído en la más completa abyección, en-tregándose a una vida disoluta. En 1703, loscuarenta y siete ronin conjurados atacaron en supalacio al dignatario que había ofendido a suantiguo señor y lo decapitaron después de ven-cer a sus samurais. En recompensa a su lealtad,en vez de ser ejecutados se les permitió cometersepukku (la forma de suicidio más conocida co-mo para-kiri) y fueron enterrados con honor entumbas adyacentes.

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ta y Siete, pasando por los espléndidos templosde Shiba, que ya están perfectamente descritosen las guías de viaje. La laca, el trabajo en bron-ce con incrustaciones de oro y los cristales gra-bados con las palabras «Om» y «Shri» son cosashermosas de contemplar, pero no admiten untratamiento demasiado variado por escrito. Enuna tumba de uno de los templos había unahabitación de paneles de laca recubiertos deláminas de oro. Un animal llamado V. Gayhabía considerado oportuno garrapatear en eloro su nombre absolutamente intrascendente.La posteridad tomará nota de que V. Gay jamásse cortaba las uñas y de que jamás se le hubieradebido confiar ningún objeto más bonito queuna gamella para cerdos.

-Es la profecía en la pared -dije.

-Dentro de poco no habrá ni oro ni laca... tansólo marcas de dedos extranjeros. Recemos porel alma de V. Gay, pese a todo. Tal vez fuese unmisionero.

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Los periódicos japoneses contienen de vez encuando, apretujadas entre noticias sobre conce-siones de ferrocarriles, minas y tranvías, notifi-caciones como la siguiente: «El Dr.... se hizoanoche el hara-kiri en su domicilio privado, enla calle tal. Se atribuye a complicaciones fami-liares la comisión de ese acto». El hara-kiri no essimplemente un suicidio por un método cual-quiera. El hara-kiri es el hara-kiri, y su esceni-ficación privada es todavía más siniestra que laoficial. Es curioso pensar que cualquiera de esospersonajillos vivarachos con sombrero de copay gafas, poseedores de una Constitución propia,es capaz, en tiempos de tensión anímica, dedesnudarse hasta la cintura, sacudirse el cabellosobre las cejas y, después de rezar, abrirse encanal. Cuando vayan al Japón miren, en la gale-ría Farsari, las imágenes del hara-kiri, y las fo-tografías de la última crucifixión que se hizo enel Japón (hace veintidós años). Luego, en Dea-kin, pregunten por la cabeza modelada de uncaballero que fue ejecutado en Tokyo no hace

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mucho. En esta última obra de arte hay unasiniestra fidelidad que les hará sentirse incó-modos. Los japoneses, lo mismo que el resto delos oriéntales, tienen entre sus propensionesuna vena de sed de sangre.105 Ahora está veladamuy cuidadosamente, pero algunas pinturas deHokusai la muestran, y muestran que no hacemucho el pueblo se deleitaba en su expresiónabierta. Sin embargo, son tiernos como todoslos niños, más tiernos que en Occidente, corte-ses entre sí por encima de la cortesía de los in-gleses, y atentos con los extranjeros como en las

105 Dado que para los «sahibs», tanto de en-tonces como de ahora, la crueldad y la sed desangre son rasgos axiomáticamente inherentes ala condición de «oriental», la opinión de Kiplingal res pecto no varió ni siquiera cuando cientosde millones de «orientales» adoptaron el méto-do de la resistencia pacífica en el movimiento,encabezado por Gandhi, que, iniciado en 1920,acabaría por desembocar en la independenciade la India en 1947.

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grandes ciudades y en el Mofussil.106 ¡Tan sólola Providencia sabe cómo serán cuando suConstitución haya hecho su obra durante tresgeneraciones!

Todo el mundo parece dispuesto a ofrecerlesconsejos. El coronel Olcott 107 está recorriendotodo el país contándoles que la religión budistanecesita reformas, se ofrece a reformarla y comecon ostentación arroz hervido que le es servidoen taza por sirvientas rebosantes de admira-ción. Un turista que llega de Kyoto me cuentaque en el Chion-in, el más encantador de todoslos templos, vio, hace tan sólo tres días, al coro-nel metido en una procesión de sacerdotes bu-distas como la que he intentado inútilmente

106 La India al este y nordeste de Calcuta.107 Henry Steel Olcott (c.1830-1907) había lo-

grado el grado de coronel (escala voluntaria) enla Guerra Civil Americana (18611865), despuésde la cual se dedicó a la teosofía y el espiritismo.

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describir, y «andando de un lado para otro co-mo si todo el espectáculo fuese cosa suya». Esimposible apreciar la solemnidad de la cosa sinhaber visto al coronel y el templo de Chion-in.El uno y el otro están hechos con líneas comple-tamente diferentes, y no parece que armonicen.Sólo faltarían ahora Madame Blavatsky, 108 conun cigarrillo en la boca, al pie de las cryptome-rias de Nikko, y el regreso de Mr Caine, 109

miembro del parlamento, para predicar contrael pecado de beber sakí, y la fauna quedaríacompleta.

108 Helena Petrovna Hahn, Madame Blavatsky(1831-1891), teósofa y espiritista de origen ruso,tuvo una influencia notable entre los intelectua-les decadentistas. Residió varios años en la India, donde Kipling pudo tener referencias direc-tas de ella entre 1882 y 1889.

109 Fanático impulsor de la lucha antialcohóli-ca.

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Debería hacerse algo contra América. Haymuchos misioneros americanos en el Japón, yalgunos construyen iglesias y capillas de tablo-nes cuya fealdad no podría ser compensada porninguna creencia. Instilan, además, en la mentejaponesa malignas ideas de «Progreso», y lesenseñan que es bueno aventajar al vecino, mejo-rar la propia situación y, en general, dejarse lapiel a tiras en la lucha por la existencia. Ellos nopretenden hacer eso; pero su propia energíainquieta refuerza la lección. El americano mere-ce ser reprendido. Y, sin embargo (escribo estoen Yokohama), ¡qué agradable es, en todos lossentidos, un simpático americano cuya lenguaesté limpia de «right there», «all the time», «noos»,«revoo», «raound»,110 y de la cadencia decadente!

110 «Right there»: «eso es», «vale», «¡ahí, ahí!»;«all the time»: «siempre», «sin parar», son térmi-nos de repetición viciosa en lenguaje coloquial;«noos», «revoo» y «raound» son deforma cionesde «news», «review» y «round» (noticias, revista,alrededor).

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Acabo de conocer a uno así, un californianoformado en España, madurado en Inglaterra,refinado en París y, pese a todo, californiano.Sus modales eran tan suaves como su voz, susjuicios eran templados y templado el modo deexpresarlos, la variedad de sus experiencias eraamplia, su humor era genuino y brotaba direc-tamente de sus reflexiones personales. Tan sóloal final de la conversación me sobresaltó unpoco.

-Tengo entendido que se quedará usted algúntiempo en California. ¿Le importa que le dé unpequeño consejo? Le hablo de ciudades quetodavía son un tanto bruscas en sus maneras.Cuando un hombre le invite a beber, acepteenseguida y después pague usted una ronda.No digo que la segunda parte del programa seatan necesaria como la primera, pero le pone auno completamente a salvo. Sobre todo, re-cuerde que allí donde vaya no debe jamás lle-var nada usted mismo. Los hombres entre losque se moverá lo harán por usted. Les han acos-

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tumbrado a eso. En algunos sitios, lamentable-mente, es una cuestión de vida o muerte el sa-car más rápido. Sé de accidentes realmente la-mentables sufridos por hombres que llevabanrevólver sin saber manejarlo. ¿Usted entiendede revólveres?

-N... no -balbuceé-, desde luego que no.

-¿Piensa llevar uno?

-Claro que no. No quiero matarme.

-Entonces está usted a salvo. Pero recuerdeque se moverá entre hombres que van armados,y oirá hablar mucho del tema, y escuchará mu-chas historias difíciles de tragar. Escuche loquele cuentan, pero no lo tome por costumbre pormucho le tiente hacerlo. Invitará a su propiamuerte si pone la mano en un arma que no sabemanejar. Ningún hombre sacará el revólver enun mal sitio. El revólver está hecho para unpropósito específico y lo sacan antes de que unotenga tiempo de pestañear.

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-Pero, sin duda, el que saca primero tieneventaja sobre el otro -dije, intrépidamente.

-¿Eso cree? Déjeme hacerle una demostración.No tengo motivo para llevar armas, pero creoque tengo un revólver en alguna parte. Ungramo de demostración vale por una toneladade teoría. La funda de su pipa está encima de lamesa. También mis manos están encima de lamesa. Utilice la funda de su pipa como si fueseun revólver, tan rápidamente como pueda.

La utilicé en el estilo propio de las novelas ba-ratas; apunté, con el brazo rígido, a la cabeza demi amigo. Antes de saber qué ocurría, la fundade la pipa me había caído de la mano, que esta-ba paralizada y me hormigueaba terriblemente.Oí cuatro «clics» persuasivos debajo de la mesacasi antes de darme cuenta de que mi arma erainútil. El caballero de California, de una sacu-dida, se había sacado la pistola del bolsillo yhabía apretado el gatillo cuatro veces, con la

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mano apoyada en la cadera, mientras yo levan-taba el brazo derecho.

-¿Me cree ahora? -dijo-. Sólo un inglés o unoriental dispara a la altura del hombro de esemodo melodramático. Ya le tenía frito antes deque moviera el brazo, simplemente porque mesé el truco, y allí, en California, hay hombresque, en caso de apuro, me liquidarían tan fá-cilmente como yo a usted. No se llevan la manoal lado para sacar el revólver, como dicen losnovelistas. El revólver se lleva delante, junto alsegundo botón del cinturón, al lado derecho, yse dispara, sin tomar puntería, al vientre delotro. Ahora comprenderá por qué, en caso dedisputa, debe usted mostrar muy claramenteque va desarmado. No hace falta que levantelas manos ostensiblemente; manténgalas fuerade los bolsillos, o en alguna parte donde suamigo pueda vérselas. Si lo hace así nadie lehará daño. O, si se lo hace, será acribillado abalazos por consentimiento general de todos lospresentes.

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-Eso debe ser un singular consuelo para el ca-dáver -dije.

Veo que le he desorientado. No imagine queAmérica sea en todas partes tan salvaje como leha mostrado mi lección. Sólo en algunas ciuda-des realmente rudas es necesario no llevar re-vólver. En todas las demás partes estará seguro.La mayoría de los americanos que conozco hanadoptado la costumbre de llevar algún arma;pero es tan sólo una costumbre. Ni soñarían enusar el revólver a menos que se viesen en ungran aprieto. El fastidio es el que saca para re-forzar lo que dice sobre cómo se enlatan losmelocotones, o sobre el cultivo de los naranjos,o sobre repartos de tierras o derechos de rega-dío.

-Gracias -dije, débilmente-. Pienso investigaresas cosas más adelante. Le quedo muy agrade-cido por sus consejos.

Cuando hubo partido me vino a la mente laidea de que, como se dice, quizá se había «que-

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dado conmigo».111 Pero no había ni el menormargen de duda en cuanto a su destreza con elrevólver, por la que se disculpaba tan suave-mente.

Expuse el caso al Profesor.

-Iremos a América antes de que la prejuzgueenteramente -dijo el Profesor-. A América, enun barco americano; y diremos adiós al Japón.

Aquella noche pasamos cuentas de nuestrasganancias en nuestra estancia en el País de losNiños, con más aplicación de la que ponen mu-chos hombres al contar su dinero. Nagasaki consus templos grises, sus colinas verdes y todaslas maravillas dé una orilla vista por primeravez; el Mar Interior, un panorama de treintahoras de desfile de islas pintadas de gris, ma-rrón claro y plata para nuestro deleite; Kobe,

111 Aunque aquí queda enmarcada en un contexto humo-rístico, la preocupación de que pudieran «quedarse conél» era acentuada en Kipling.

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donde comimos bien y fuimos al teatro; Osaka,la ciudad de los canales y de los melocotoneros;Kyoto... la feliz, la perezosa y suntuosa Kyoto, ylos rápidos azules y los inocentes placeres deArashima; Otzu, junto al lluvioso lago sin ori-llas; Myanoshita en las colinas; Kamakura juntoal Pacífico resonante, donde el gran dios Budapermanece sentado y escucha serenamente elmurmullo de los siglos y de los mares; Nikko,el más hermoso de todos los sitios bajo el sol;Tokyo, el vivero de la humanidad, civilizado ensus dos terceras partes y enteramente progresi-vo; Yokohama, mezcla abigarrada de lo francésy lo americano... Revisamos todo aquello, selec-cionando y separando nuestros especiales teso-ros del recuerdo. Si nos quedábamos más tiem-po, quizá nos desilusionaríamos, aunque... sinduda, eso sería imposible.

-¿Qué clase de impresión mental se lleva us-ted? -preguntó el Profesor.

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-Una geisha con crespón color pavo real al piede un cerezo florido. Detrás de ella, pinos ver-des, dos niños y un puente corcovado que cruzaun río verde botella que corre sobre guijarrosazules. En primer plano, un policía bajito conropas europeas que le sientan mal, bebiendo téen porcelana azul y blanca sobre una bandejade laca negra. Nubes blancas, coposas, arriba, yun viento frío en la calle -dije, en un apresuradoresumen.

-La mía es un poco diferente. Un muchachojaponés con gorra alemana plana y chaqueta deEton que le queda ancha; un rey sacado de unatienda de juguetes, un ferrocarril sacado tam-bién de una tienda de juguetes, cientos de arbo-lillos de Arca de Noé y campos hechos de ma-dera pintada de verde. Todo eso pulcramenteempaquetado en una caja de madera de alcan-for junto con un manual de instrucciones llama-do la Constitución... Precio: veinte centavos.

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-Usted se ha fijado en el lado malo de las co-sas. Pero, ¿qué objeto tiene describir las impre-siones? Cada cual debe tener las suyas de pri-mera mano. ¿Y si describo tan sólo el itinerariode lo que hemos visto?

-No podría hacerlo -dijo el Profesor, amable-mente-. Además, cuando el próximo angloindiovenga por aquí, habrá cien millas más de víasférreas y habrán cambiado todas las disposicio-nes. Escriba que hay que venir al Japón sin pla-nes previos. Las guías de viaje le informan auno de algunas cosas, y las personas con lasque se encuentre le contarán diez veces más.Que consiga, ante todo, un buen guía en Kobe,y lo demás será fácil. Un itinerario es tan sólouna nueva manifestación de ese egoísmo desen-frenado que...

-Escribiré que la cosa da resultado si se va deCalcuta a Yokohama, deteniéndose en Rangún,Moulmein, Penang, Singapur, Cantón, y se pasaun mes en el Japón, todo por unas sesenta li-

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bras... más bien menos que más. Pero el que seponga a comprar curiosidades está perdido.Quinientas rupias cubren todo un mes en elJapón y permiten todos los lujos. Sobre todo,hay que traer millares de cigarros... los suficien-tes para que duren hasta llegar a San Francisco.Singapur es el último punto del trayecto dondepueden comprarse cigarros de Birmania. Másallá de ese punto hay hombres malvados quevenden cigarros de Manila con nombres de fan-tasía a diez centavos, y cigarros de La Habana atreinta y cinco. Nadie le inspecciona a uno elequipaje hasta llegar a San Francisco. Hay quetraerse, en consecuencia, por lo menos mil ciga-rros.

-¿Sabe que me da la sensación de que tieneusted un curiosísimo sentido de las proporcio-nes?

Y eso fue lo último que dijo el Profesor ensuelo japonés.