Vestido de terciopelo rojo.

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VESTIDO DE TERCIOPELO ROJO Lídia Sinués Alberich

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Arod, una joven creativa y soñadora, lucha por ser ella misma en un entorno rural, machista y tradicionalista de una aldea de Córdoba.

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VESTIDO DE

TERCIOPELO ROJO

Lídia Sinués Alberich

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VESTIDO DE TERCIOPELO ROJO

A Dora con cariño y por sus 18 primaveras,

Se miraba en el espejo tratando de dar los últimos toques

a su vestido de diseño propio. Le gustaba, se gustaba. Su

cara con lustre relucía y sus azulados ojos brillaban con

toda su intensidad iluminando su tez rosada y su dulce

sonrisa. Por algo será que siempre se ha dicho que la cara

es el reflejo del Alma y, pensándolo bien, debe de ser así

pues si el Alma hace lo que siente, nos muestra su alegría

y bienestar relajando nuestros músculos faciales, dando

elasticidad a nuestra piel y dibujando una bella sonrisa,

inocente aunque consciente, en nuestras caras. Se sentía

feliz, feliz de imaginar y crear, feliz de verse bonita como

a ella le gustaba verse, feliz de vivir… FELIZ DE SER…

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Y todo gracias a aquellas enagüillas que encontró en el

desván…

Parecía que la estaban esperando pues el día que se

encontraron, Arod estaba muy enfadada, dolida,

indignada y triste a la vez: se había vuelto a discutir con

su madre y después la retahíla del padre con aquella cara

tan larga y roja de ira; visceral ira de macho ibérico que

escapaba por sus ojos, cada vez que ella intentaba decir

algo, fulminándola con la mirada sin mediar palabra y

que le daba aires de Satán con perilla incluida. Y… en

tales circunstancias siempre era mejor y más prudente

callarse y retirarse pidiendo perdón aunque éste no fuera

sincero pues iba acompañado de un fingido

arrepentimiento cargado de rabia y odio que le

desgarraba su interior; dos sentimientos negativos

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reprimidos tras el beso de cortesía que hacía sentir a su

padre vencedor relajándole la ira mantenida hasta este

preciso instante en el que sentía los labios de su hija

acariciando su mejilla pero beso de interés que hacía

sentir a Arod sucia, cobarde, vendida y maligna.

También se sentía vacía, no escuchada e incomprendida.

En momentos así Arod necesitaba estar sola. No

soportaba que su madre la regañara y menos sin motivo

alguno pues en vez de explicarle la causa del enfado, se

limitaba a gritarle y a amenazarla de que si no se hacía

caso no saldría con sus amigos y amigas: no pudiendo

descubrir, muchas veces, de qué no se hacía caso pues no

se mencionaba nunca el por qué de las cosas y, a la

mínima pregunta que hacía para poder averiguar qué

mosca le picaba, la mandaba a callar, alterándose,

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amenazándola con decírselo a su padre y gritándole cada

vez más y más fuerte sin coherencia alguna pero

consiguiendo que ella, Arod, acabara sintiéndose mal y

sin ganas de salir pues, en momentos así, prefería que no

la vieran pues… prefería que no la vieran llorar… pues

corría el riesgo de perder su categoría, bien ganada, de

fuerte y valiente que le permitía tener el control sobre sus

amigas, que hacían lo que ella quería con tal de sentirse

por ella defendidas, pues cuando algún borde las

intimidaba ellas, cagadas de miedo, enseguida lloraban,

perdiendo la fuerza y el valor que Arod adquiría, con

aires de heroína, para defenderse y defenderlas

mostrándose más borde que nadie pues, en momentos

como aquellos, podía descargar la ira acumulada de su

padre y de su madre juntos gritando igual que ellos le

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gritaban a ella, amenazando e insultando con los

vocablos que aprendía de su padre, sobretodo, cuando

regresaba, borracho y de madrugada, y de los de su

madre que lo esperaba, desesperada, para gritarle lo

cabrón y algo más que era; vocablos, histerismo, odio y

frialdad que asustaba a cualquier desgraciado que tras

los cubatas trataba de mojar con cualquier muñeca,

buscando asustadizas adolescentes fáciles de

amedrentar, follar y hacer callar como las tontas de sus

amigas que no sabían defenderse pues, sólo, sabían llorar

y, a una mala, dejarse follar o mamarla para no armarla

más. Por eso ella nunca lloraba ante los demás. Por ello,

en su tristeza y en su enfado, siempre buscaba la soledad

del desván, convertido en su pequeño chill out.

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Buscaba estar sola para llorar, calmarse y encontrarse

consigo misma tras el llanto de rabia derramado en

violenta danza de patadas, estirones y puñetazos contra

las cajas, chismes, cojines y colchones viejos que, algún

día, decían, iban a tirar. Finalizado el baile de San Vito,

despertaba acurrucada en cualquier rincón, cagándose en

todo y con ganas de comerse el mundo, otra vez. Por ello,

desde su auto controlada calma aparente, se sentaba en

su cuna, convertida ahora en sofá, encendía un peta bien

cargado de bellota de Córdoba extraída de los bolsillos de

la chaqueta de su hermano menor cuando la borrachera

de la fiesta, lo dejaba dormido, largo y tendido, y no se

enteraba de nada ni, tan siquiera, de lo que llevaba o no

llevaba, por lo que, ella, aprovechando las ocasiones,

sigilosamente entraba en su habitación, se lo quitaba y,

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apretando el puño con la mercancía en mano, besaba,

tierna y dulcemente, a su gran hermano para no tener

que salir zumbando y, así, con sus buenas noches, su

“inocencia”poder seguir probando. Así pues siempre

conseguía tener, en su cajita de madera tallada, chinillas

de hachís, preparadas y amagadas, para deleitarse en lo

más prohibido, burlándose de todos y de todo en su

insospechado escondite, como si fuera la reina de Sava…

Cerraba sus ojos y se perdía en su mundo de fantasía e

ilusión pudiendo calmar así su angustia al liberar, por

fin, el más hondo y profundo llanto contenido de

emoción. Lloraba, entre aromas y humo, por su soledad

necesitada, por sus sueños, por sus ideales, por su fuerza

de voluntad y por su necesidad de escapar, algún día, de

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un mundo cruel, machista y limitado que odiaba y

amaba a la vez, sin entender, todavía, muy bien por qué.

Tras sus balsámicas lágrimas, conseguía encontrarse y

escucharse, olvidándose de todo aquello que tanto la

hería. Ahora se sentía Arod y no la Barbie que los demás

pretendían que fuera ofuscados en su pensar que Arod

era una muñeca para jugar, como las que traen los Reyes

Magos porque a los bebés está prohibido tocar: tristes

muñecas con las que se aprende a mal educar pues con

los muñecos se hace lo que uno quiere “ora te visto, ora te

desvisto”, “ ora te peino, ora te despeino”, “ora te tomo, ora

te dejo”y, bebé en mano, sin experiencia ni previo contacto,

se va la mano, pues cuando un ser por un muñeco es

tomado y, como tal, es tratado en el olvido queda que una

persona algo más que una muñeca es, por Alma propia

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poseer. Alma que los adultos, educados bajo los mismos

cánones, no saben ni quieren escuchar, prefiriendo creer

que no existe, pues materialmente no es palpable,

pudiéndola así anular y dominar, a gusto del

consumidor, al no respetar sus necesidades más vitales,

una de las cuales es la propia necesidad de comunicar

tales necesidades. Necesidad que al ser reprimida con

mandato, rabia, humillación y desdén el Alma no puede

expresarla ni manifestarse ante quien la oprime al

ignorarla por su propia ignorancia e incapacidad para

tratar y escuchar a un bebé que, aunque lo pueda parecer,

un muñeco no es porque tiene Alma con voluntad y

personalidad propia. Almas que existen, son y están como

la de Arod que luchaba por hacerse oír por más que

pretendieran hacerla sentir, desde que nació, como una

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Barbie más, a la busca y captura de su principito Kent.

Arod luchaba, luchaba por hacerse oír y ella la oyó, oyó su

voz interior y fue entonces cuando las vio asomando,

tímidamente, uno de sus flecos por el entreabierto baúl de

su bisabuela.

Se levantó rápidamente, como impulsada por una fuerza

externa, y corrió hacia el baúl extrayendo de él las

enagüillas de la mesa camilla de su bisabuela Maria. Las

tomó entre sus brazos y las acarició sintiendo su suave

textura aterciopelada. Aún conservaban su colorao tan

característico que tanta admiración, decían, habían

causado en las reuniones de sobremesa de antaño donde

los caciques decidían que hacer con sus rebaños y, por las

tardes, sus esposas hacían los apaños tomando café,

dulces y helados servidos en bandejas de fina plata y

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vajilla de blanca porcelana con oro decorada. Cuántas

situaciones no habrían presenciado, cuántas

conversaciones no habrían escuchado, cuántas caricias no

habrían ocultado esas enaguas bermellonas, como el fluir

de la sangre, que sus manos, lentamente, acariciaban

mientras su mente se recreaba entre su imaginación y el

recuerdo de las historias de familia que en Navidad se

recordaban.

Se dejó llevar por sus sensaciones observándose, a través

del espejo, sentada, otra vez, en su cuna convertida en

sofá. Se observaba observando, a su vez, todos los

cachivaches y detalles que la rodeaban. Aquel era su

mundo. El mundo que ella había ido creando a su antojo

y que tan bien la definía porque allí, en aquel lugar del

mundo donde sólo ella entraba, se encontraban sus más

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preciados tesoros; su cuna, la foto de su amado hermano

menor, el cuento de Aidil, su cajita de marihuana y

hachís, sus más íntimos escritos y poesías, sus ropajes de

creación propia que otros habían denominado,

despectivamente, trapos. En definitiva, su mundo, un

mundo que sólo podía compartir consigo misma pues en

el mundo de apariencia e hipocresía que vivía, aquel

espacio del desván sólo era un doblao lleno de trastos y

ratones que algún día habría que limpiar. Arod se

entristecía cuando veía que en el mundo que la rodeaba

apenas había espacio para su mundo y el poco que había

se pretendía destruir sin ningún tipo de consideración al

significado que, para ella, tenía ese lugar del mundo que

tanto hablaba de ella y de sus sueños. Ese sentimiento

desolador de posible pérdida de identidad si su espacio

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desapareciera, hizo aflorar, de nuevo, su impotente llanto

que, únicamente, su imagen, envuelta entre las rojas

enaguas, mirándola sonriente desde el interior del espejo

del viejo tocador, pudo calmar. Pues sólo cuando

conseguía ser ella misma podía verlo todo claro,

sonriéndole, de nuevo, a la vida y lo que ella envolvía. Y,

sin más, lo vio. Vio el vestido que se iba a poner la noche

de Fin de Año o Noche Vieja, el vestido que ella crearía y

que bien bonito, bueno y barato le saldría.

Su habitación ahora se encontraba ordenada. Desde que

había montado su chill out, había conseguido mantener

en su dormitorio el orden que su madre deseaba. Aún se

encontraba allí, como apuntaba al inicio del relato,

mientras sus amigas ya hacía ratillo que charlaban

animadas en el comedor mostrando sus galas, tacones,

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curvas y peinetas a la familia y vecinos allí reunidos

entre uvas, perrunillas y chismes de viejas, esperando a

Arod para continuar el desfile, por el resto de casas de

titos y primos, antes de salir de fiesta en la disco del

pueblo dal lao.

Cubrió su estilizado brazo con aquel trozo de panty

blanco, satinado y transparente, que le daba aires de

princesa de las ninfas, y acarició su naricilla con sus

gráciles dedos que asomaban, juguetones, por la ausente

puntera, tras el corte rectilíneo del pie de la suave media.

De su delgado cuello colgaba su útil collar de piel que

nunca la abandonaba y, además, la ayudaba a ligar, con

su fuego abrasador. Su cabello vertía sus bucles sobre sus

desnudos hombros huesudos y blancos y su vestido, el

que ella había creado con las enagüillas de su bisabuela

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Maria, se ceñía en su cuerpo como si de su propia piel se

tratara, convirtiéndola en la protagonista de su propio

cuento, de su propia vida y de la esperada noche, cual

aguda pantera negra de rojo tintada.

Y, por fin salió, convencida de que esta vez la dejarían

salir vestida así, tan poco convencional como iba, por

tratarse de una noche tan especial y porque todo, vestidos

y atuendos, le quedaba de maravilla. Se percibía preciosa

pero ante la atónita y cuestionadora mirada de los

vecinos y familiares allí presentes se sintió intimidada.

Se decepcionó sintiéndose, una vez más, incomprendida.

Trató de hacerse entender pero, entre el vocerío, su voz no

era escuchada. Empezó a enfadarse y gritó implorando,

sin derramar ni una lágrima, su derecho a vestirse como

ella deseaba pero el tiempo pasaba y la noche no esperaba…

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Entró de nuevo en su habitación, se quitó su vestido de

ilusión y fue dejando, uno a uno, sus complementos de

ninfa encima del tocador mientras observaba su, ahora,

desencajado rostro en el mismo espejo que, momentos

antes, la había visto repleta de alegría mientras acababa

de dar los últimos toques a su maquillaje de fantasía

que, ora, rápidamente, desaparecía tras el paso, arrasador,

del algodón impregnado de crema limpiadora con tónico

incluido que absorbía las pinturas así como su

adiestrada mente hacía lo propio con sus sueños y su

ilusión, una vez más, no alcanzada ni lograda. Tomó el

cepillo, como por automatismo, y empezó a peinar su

largo cabello electrificándolo y deshaciendo sus naturales

bucles. Se puso sus entallados pantalones de paño negro,

su camisa blanca de fina seda bordada y su torerita de

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pana con mangas de lana. Se quitó sus cómodos botines

y vistió sus pies con los zapatos de charol negro, tan

adecuados, según su madre, para la ocasión. Salió por

segunda vez del dormitorio, con el corazón encerrado en

su puño, forzando una sonrisa que enrarecía su cara al

ahogar el llanto de Arod para poder salir de casa. Poco a

poco controló su nerviosismo aparentando que no había

pasado nada. No quería estar allí y su única salida era

mostrarse como la Barbie que todos adoraban. Obedecer

significaba salir y, en momentos así, lo necesitaba más

que nunca.

Arod salió con sus amigas pero Barbie no era Arod.

Barbie no era feliz, Barbie era caprichosa, exigente y se

enfadaba, continuamente, haciendo daño desde su

susceptibilidad herida y tirana que le generaba una

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envidia malsana, especialmente, ante su amiga Icul que

siempre vestía como le daba la gana.

¿Dónde estaba Arod, la princesa de las ninfas?

¿Quién era la princesita hiriente y consentida que a su

corazón dominaba y su cuerpo y mente ocupaba?

¿Por qué hacía aquellos comentarios tan estúpidos y

despectivos que tanto daño hacían y tanto daño le hacían

después de haberlos pronunciado?

¿Por qué no sabía escuchar a su corazón en aquellos

oscuros y fríos momentos?

Pues, sencillamente, porque lo tenía encerrado en un puño

y su enfado tensaba sus músculos apretándolo y

aprisionándolo, todavía, más.

Lo había vuelto a hacer. Había vuelto a herir,

menospreciando y ridiculizando, a su mejor amiga para

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que no se pudiera divertir pues un fuerte sentimiento de

rabia la invadía cuando la veía reír con aquel vestido que,

ahora, desde su envidia, percibía tan hortera, escandaloso

y feo.

Ya lo había conseguido. Había conseguido hacerla llorar

tratándola de cursi, blanda y llorica, sin motivo alguno

aparte de su intención de joderle la noche como se la

habían jodido a ella.

Sintió ganas de desaparecer, cogió su cubata y salió a la

calle buscando su soledad. Sus labios temblaban al

recibir el líquido helado que, posteriormente, sentía arder

en su pecho. Era una sensación que le gustaba y tomó

dos largos tragos para deleitar ese venenoso placer que

calmaba su rabia aunque diera paso a un sentimiento de

culpa, que la hacía sentir excéntrica y mala, como pago

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por disuadir el monstruo que interiormente la anulaba y

mataba. Su angustia empezó a reflejarse en el largo y

cilíndrico cristal, sostenido entre sus manos,

empapándolo de llanto ahogado que liberaba sus

lágrimas, liberando con ellas su orgullo, su culpa y su

mala hostia que tanto la traicionaban.

Arod volvió a respirar, consiguiendo olvidarse de su

vestido y de esa noche tan especial que tantas veces,

cosiéndolo y preparándolo, había dibujado. Ya no era

especial pues estaba siendo estúpida y desagradable. Vaso

en mano se levantó vertiendo el líquido dorado y aguado

por los diluidos cubitos que ya no eran de hielo ni cúbicos

para entrar, de nuevo, en la discoteca, con su amplia

sonrisa, por la puerta ancha buscando a Icul para pedirle

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perdón y aprovechar lo que les quedaba de noche, ligando

y bailando.

La encontró en un rincón envuelta en una nube de

tristeza. Tomó sus manos, la levantó, le dio un beso

húmedo y, mirándose a los ojos, empezaron de nuevo a

reír olvidándose por completo de todo aquello que las

angustiaba.

Cuando el Sol despertó, las encontró riéndose, en la plaza,

de sus labios manchados de chocolate y de las múltiples

formas, objetos, seres y órganos que intuían al observar,

atentamente, las siluetas de los churros.

Ahora, después de muchas, muchísimas lunas, Arod se

vuelve a sentar en la cama de su habitación de soltera.

Antes de entrar, buscando soledad para sentir y controlar

sus emociones, ha estado abrazando y saludando a

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quienes habían venido a verla para conocer a Luna,

nacida, cuatro meses antes, fuera del lugar. ¡Cuántas

veces había necesitado estos abrazos y besos! ¡Cuántas

lágrimas no había derramado desde el otro lado del mar!

Porque no sé si lo sabéis, pero las distancias kilométricas,

cuando la pena consume, se hacen tan largas que se

pierden en el horizonte de los recuerdos y, duele tanto el

Alma, que arrebatan la felicidad no dejando ver que los

seres queridos, incluso aquellos a los que la distancia los

llevó más allá de los kilómetros, continúan estando ahí, a

nuestro ladito, en nuestro corazón. Sólo cuando se

consigue liberar la pena, las bodegas se cargan,

nuevamente, de amor que, al partir, rebosa en el corazón

repleto de inolvidables momentos y buenas sensaciones

surgidas del buen rollo que ná tié que ver con la pena,

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penosa pena. Así, al levar anclas desde cualquier puerto,

los buenos recuerdos siempre latirán a golpe de corazón

para recordarnos cuándo hay que volver para volverse a

abrazar.

Ahora, sentada en su cama, se vuelve a observar en el

espejo donde un día se vio, linda y preciosa, con su

vestido rojo de princesa de las ninfas…

Hace una mueca con los labios y, saltando

apresuradamente por encima de la cama, abre el armario.

¡Aún se encuentra ahí!

Desnuda ya y con su misma delgadez, se viste con el

vestido de terciopelo rojo, como si lo hiciera por primera

vez, mientras resuenan en su mente todas las

desvaloraciones y burlas que recibía cuando se vestía con

sus creaciones. Se sonríe, sonriéndole a la vida. Ya no

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siente impotencia, ni susceptibilidad, ni enfado, ni rabia,

ni envidias malsanas pues la propia vida la ha enseñado

a vivir en calma y tranquila.

Recuerda cuánto le costó llegar pero llegó. Llegó a ser, a

edad bien temprana, una cotizada diseñadora de

nombrada pasarela. Los que antaño se habían reído de

ella, continuaban consumiendo sus vidas, trabajando

como cosacos, para poder pagar su firma y lucir los

codiciados modelitos que tan importantes los hacían

sentir ante los demás.

Si, Arod había tenido que pasar por aquellos malos

momentos y otros muchos más, más angustiantes si

cabe, para darse cuenta que vivir era algo más que sólo

agradar a los demás. Vivir también era respirar, jugar,

reír, soñar, estar y ser compartiendo, incluso el vuelo de

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una mosca, para sentir la alegría que esta nos

proporciona, cuando las pequeñas cosas son las que nos

colman de felicidad.

Por eso, esta mañana, cuándo Arod entraba por las aún

silenciosas calles del pequeño pueblo, su sonrisa

iluminaba, más que nunca, su cara porque ahora que

vivía, en cualquier lugar del mundo, donde Cloti, su

casa-camión, los hacía llegar a ella, Arod, a Luna, su hija

y a Joel, su amor, sentía haber encontrado el Nirvana de

la Felicidad. Atrás quedaban los agobios, el estrés, los

malos ratos, las cenas de compromiso, los acosos sexuales,

las hipocresías, las mentiras, la necesidad de tener dinero

para malgastar en malsanos vicios y mundanos placeres,

en definitiva, la realidad virtual en la que había y le

habían hecho vivir su vida hasta que conoció a Joel y Arod

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pudo desprenderse de Barbie al agarrarse fuerte de las

manos de Joel.

Ahora si que vivía la vida con todas las de la ley y, lo

mejor de todo, es que no tenía que pedir nada a nadie

pues, gracias a su fuerza de voluntad, la magia de la

vida se lo ponía todo por delante, ella sólo lo tomaba y

compartía con quien la rodeaba, sin excluir ni

ridiculizar, nunca jamás, a nadie más.

Lídia Sinués Alberich. Hivern 07.