Ventanas (Starobinski)

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«Ventanas: desde Rousseau a Baudelaire» * . Por Jean Starobinski. A François Bondy. I. Cantando bajo la ventana. Rousseau, vagabundeando por los caminos por primera vez, dio rienda suelta a su imaginación «romántica». Siguió el ejemplo pastoril y caballeresco: buscó aventura en el campo. Todo castillo parecía prometedor… «Elegiría la más conspicua ventana y cantaría bajo ella, y me sorprendería muchísimo si, después de agotar mis pulmones por tanto tiempo, ninguna Doncella o Damisela apareciese, atraída por la belleza de mi voz o el encanto de mis canciones» 1 . La ventana es el marco, a la vez cercano y distante, en que el deseo espera la epifanía de su objeto. Es el signo misterioso que atestigua la ocultación de la doncella desconocida, pero también es una vía de acceso que permite que la voz de uno llegue a ella, y, si las cortinas se descorren, si los postigos se abren, que permite verla y ser visto por ella. Rousseau, el trovador adolescente, creía en la magia del cantar. Pero no ocurrió nada que confirmase su ingenua fe. El narrador maduro, al volver a contar la historia, se refiere irónicamente a sus propias ilusiones. Cuanta más razón tiene para la ironía siendo que después atrajo la atención de las doncellas y de las damiselas con métodos más artificiales y calculadores que cantar bajo sus ventanas: con óperas y novelas. Había pasado la época en que doncellas en castillos podían ser raptadas de sus maridos celosos, en las profundidades del campo, por un cantor de serenatas. Estas cosas pertenecían solo al teatro. Lo que todavía podía divertir al público en el siglo XVIII eran los amores de un caballero disfrazado que cantara serenatas, o que las hubiese cantado, en la plaza del pueblo, bajo la ventana de alguna joven burguesa * Starobinski, Jean, Windows: From Rousseau to Baudelaire, Hudson Review, 40:4 (1988: Winter), p. 551. Traducción al inglés por Richard Pevear. Traducción provisoria desde el inglés por Rodrigo Cordero C. 1 Jean-Jacques Rousseau, Confessions, Book I, Oeuvres complètes, Vol. I, ed. Marcel Raymond y B. gagnebin, Pléaide (París, 1959), p. 48

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«Ventanas: desde Rousseau a Baudelaire»*.Por Jean Starobinski.

A François Bondy.

I. Cantando bajo la ventana.

Rousseau, vagabundeando por los caminos por primera vez, dio rienda suelta a su imaginación «romántica». Siguió el ejemplo pastoril y caballeresco: buscó aventura en el campo. Todo castillo parecía prometedor… «Elegiría la más conspicua ventana y cantaría bajo ella, y me sorprendería muchísimo si, después de agotar mis pulmones por tanto tiempo, ninguna Doncella o Damisela apareciese, atraída por la belleza de mi voz o el encanto de mis canciones»1. La ventana es el marco, a la vez cercano y distante, en que el deseo espera la epifanía de su objeto. Es el signo misterioso que atestigua la ocultación de la doncella desconocida, pero también es una vía de acceso que permite que la voz de uno llegue a ella, y, si las cortinas se descorren, si los postigos se abren, que permite verla y ser visto por ella. Rousseau, el trovador adolescente, creía en la magia del cantar. Pero no ocurrió nada que confirmase su ingenua fe. El narrador maduro, al volver a contar la historia, se refiere irónicamente a sus propias ilusiones. Cuanta más razón tiene para la ironía siendo que después atrajo la atención de las doncellas y de las damiselas con métodos más artificiales y calculadores que cantar bajo sus ventanas: con óperas y novelas. Había pasado la época en que doncellas en castillos podían ser raptadas de sus maridos celosos, en las profundidades del campo, por un cantor de serenatas. Estas cosas pertenecían solo al teatro. Lo que todavía podía divertir al público en el siglo XVIII eran los amores de un caballero disfrazado que cantara serenatas, o que las hubiese cantado, en la plaza del pueblo, bajo la ventana de alguna joven burguesa que se hubiese escapado de su celoso tutor. Incluso entonces, Almaviva y Rosina tenían que ser trasplantadas a una imaginaria Sevilla, donde se suponía que la voz todavía podía llevar su mensaje a través del silencio de una noche propicia.

Ciertamente, los cantantes callejeros no podían desaparecer repentinamente de la ciudad del siglo XIX. Pero tuvieron que cantar en los patios, porque las calles eran demasiado ruidosas. La cabeza del «pobre pálido niño» (una imagen del poeta digna de compasión) está destinada a la guillotina:

Pobre pálido niño, ¿por qué gritar hasta partirte el alma, en medio de la calle, tu canción aguda e insolente, que se pierde entre los gatos, señores de los tejados?, tu canción no pasará más allá de las contraventanas de los primeros pisos, tras las cuales se esconden las pesadas cortinas de seda encarnada que desconoces2.

Lo que el joven cantante espera no es amor sino caridad: solo un céntimo –algo para sobrevivir. Pero no lo obtendrá:* Starobinski, Jean, Windows: From Rousseau to Baudelaire, Hudson Review, 40:4 (1988: Winter), p. 551. Traducción al inglés por Richard Pevear. Traducción provisoria desde el inglés por Rodrigo Cordero C.1 Jean-Jacques Rousseau, Confessions, Book I, Oeuvres complètes, Vol. I, ed. Marcel Raymond y B. gagnebin, Pléaide (París, 1959), p. 482 Stéphane Mallarmé, «Pauvre enfant pâle», Oeuvres complètes, ed. Henri Mondor y G. Jean-Aubry, Pléaide (París, 1945), p. 274. Trad. Francisco Javier del Prado Biezma.

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Ni un solo céntimo cae en el cestillo de mimbre que sujeta tu larga mano que cuelga a lo largo de tus pantalones.

Postigos, ventana, cortinas son obstáculos insuperables. El niño está condenado a la soledad –cuya única salida es el crimen.

En esta ciudad del siglo XIX, donde la voz ya no puede ser oída por sobre el alboroto, a veces una mirada amorosa (en la imaginación literaria) todavía se eleva a las ventanas. Sin duda, este tipo de comunicación, que presupone la ausencia de otros medios, parece arcaica en medio de la civilización moderna. No es casualidad que La maison-du-chat-qui-pelote (La casa del gato que juega a la pelota) tenga una estructura medieval. En gran medida, el interés del pintor que se para en la calle está determinada, estéticamente, por el encanto del antiguo edificio en que aparece la hermosa cara de Augustine:

Una delicada mano blanca elevó la parte inferior de una de las pesadas ventanas del tercer piso hacia el arco fijo sobre ella, por medio de esas hojas correderas cuyo pestillo a menudo deja caer repentinamente el grueso marco que debía sostener. Entonces, el viandante fue recompensado por su larga espera. El rostro de la joven, fresco como uno de aquellos blancos cálices que florecen en medio del agua, apareció, coronado por un friso de muselina plisada que le proporcionaba a su cabeza un aspecto maravillosamente inocente… Un encantador contraste se producía entre las juveniles mejillas de su cara y la edad de la inmensa ventana con sus pesados contornos y su oscuro alféizar3.

Aquí, la ventana es literalmente un elemento pintoresco; equivale a un mundo más antiguo en la ciudad moderna. La mirada de Théodore de Sommervieux a la joven en su ventana tiene como consecuencia un admirable retrato, seguido por un matrimonio desastroso. Entre el ámbito de la imagen (la vieja ventana, el arte del pintor) y la vida real, comercial o mundana, la relación amorosa pasa casi sin transición desde la ilusión a la desilusión: la vieja ventana resulta ser un engaño. En la ciudad moderna, la situación romántica de observar bajo la ventana no es un anuncio de felicidad. Al contrario, desde un comienzo está teñida por una mala interpretación, por la incomprensión. Nada asegura que las personas cuyas miradas se cruzan pertenezcan al mismo mundo o que se comprendan mutuamente4.

II. Baudelaire en la Ventana.

Los agudos ensayos de Walter Benjamin han contribuido a establecer una estrecha conexión entre la ciudad del siglo XIX –París– y el movimiento de la flânerie, un movimiento sin un propósito práctico, abierto a los encuentros casuales, a lo inesperado, a la repentina aparición de monstruos y maravillas5. Al prestar especial atención a la flânerie, uno puede olvidar que ese deambular

3 Honoré de Balzac, La Maison du chat-qui-pelote: La Comédie humaine, ed. by P.-G. Castex, Pléaide, Vol. I (Paris, 1976), p. 43.4 El motivo aparece de nuevo en Une doublé famille de Balzac. El papel que desempeña en Stendhal, especialmente en Lucien Leuwen, es bien conocido. Ver el excelente estudio de Jean Rousset, «Variation sur les distances: aimer de loin», en la colección de ensayos acerca de Lucien Leuwen (Sedes, 1983), pp. 75-87. Jean Rousset se refiere al amor de lonh de los trovadores. Volveremos a este modelo más adelante, a propósito de un texto de Baudelaire.

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solitario a través de las calles y los suburbios corresponde solo a un aspecto de las relaciones del individuo moderno con la ciudad. La flânerie solo cobra toda su importancia cuando nos damos cuenta de que aparece en contraste con otra actitud, igualmente reveladora, igualmente rica en significado: la inmovilidad contemplativa, la capital apasionadamente vigilada por un recluso voluntario desde la altura de una ventana. Se trata de dos puntos de vista sobre la ciudad: uno en movimiento, arrastrado por el flujo de la calle; el otro fijo, desplegando su mirada sobre los diversos accidentes del paisaje urbano. Y no debemos olvidar que estas dos actitudes son dos aspectos de la experiencia melancólica: vagabundeo interminable, y un confinamiento que interrumpe toda relación activa con el mundo exterior.

En Las flores del mal, la serie de los «Cuadros parisinos» se abre con el poema «Paisaje», el cual formula, si no un ars poetica, al menos un programa personal. Este texto se comprende mejor si se lo compara con otros textos del siglo XIX que definen al escritor como un hombre solitario que se asoma por su ventana para observar la ciudad. (El cliché del «poeta de buhardilla» puede tomar su lugar en este conjunto). Entre las obras que han atraído mi atención están «La ventana esquinera de mi primo»6 de E.T.A. Hoffmann, y «Domingo en casa», el segundo relato de Twice Told Tales de Nathaniel Hawthorne. En ambas narraciones, el espectador dedica una mañana o todo un día a observar e interpretar la escena que le presenta la conmoción de un mercado o los ires y venires de una comunidad reunida en la iglesia un día domingo. El escritor, detrás de su ventana, es una consciencia separada [detached]: lo ve todo pero no participa en ello. Observa todo el juego de apariencias. Ha ocurrido un cisma con respecto al grupo social. En Hoffmann, el primo se complace en su irónica superioridad, basada en la melancolía y en una salud débil. En Hawthorne, entre los deberes religiosos que marcan el ritmo del día de los ciudadanos, y la tranquila mirada descriptiva que consigna sus observaciones en una página, un divorcio discreto, casi impalpable, determina la singularidad en que el escritor encuentra refugio. Bajo la mirada del sujeto lírico de Baudelaire, los campanarios y sus «solemnes salmodias lloradas por el viento»7 imponen una reminiscencia tan poderosa del «Día cristiano» que el tiempo del poema se organiza primero en el curso de un día, antes de evocar el ciclo de las estaciones. El poeta también tiene frente a él los emblemas de otra época de la civilización, una organización diferente del tiempo: chimeneas de fábricas, el humo de la industria, las canciones de los talleres8. El poeta los percibe, por supuesto, pero él solo pertenece al tiempo inmóvil de su mirada. Y no prestará atención a esa perturbación del tiempo histórico que es el bullicio [émeute]. En cambio, para proteger el nacimiento del universo autónomo del poema, enfatizará el encierro, cerrará «los postigos y puertas». La ventana ya no será simplemente un puesto de observación que proporciona una perspectiva del exterior, sino que

5 Walter Benjamin, Charles Baudelaire (Frankfurt, 1974), pp. 33-65. En La Poésie de Paris (2 volumes, 1961), P. Citron distingue claramente los dos niveles: buhardilla y calle (Vol. II, pp. 332-383).6 La proximidad entre Baudelaire y Hoffmann ha sido sugerida por Robert Kopp en su edición crítica de Petits poèmes en prose (Paris, 1969). La «mujer en la ventana» es un importante motivo en la pintura alemana romántica (C. D. Friedrich) y Biedermeier.7 Charles Baudelaire, «Paysage», Oeuvres complètes, Vol. I, edited and annotated by Claude Pichois, Pléaide (Paris, 1975), p. 82. Trad. Alain Verjat y Luis de Martínez de Merlo.8 La asociación de «campanarios de iglesia» y chimeneas de fábrica también aparece en la famosa descripción de Rouan en Madame Bovary (Parte II, cap. V).

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marcará una frontera absoluta, cuyo cierre implicará el mágico gesto que abole el exterior, mientras uno permanece a salvo dentro junto a las estaciones imaginarias y las estrellas.

Para Baudelaire (como después para Kafka), tal separación no excluye la culpa. El movimiento inverso –la caridad, la piedad– es percibido como una necesidad o un deber. Pero ocurre que, como si estuviese bajo el hechizo malvado de la ciudad, el impulso de compasión solo puede encontrar un objeto imaginario, y termina por volverse, perversamente, en contra del propio sujeto, el único beneficiario final de un movimiento que soñaba con alcanzar a los otros. Para expresar este drama, en que el confinamiento del sujeto está intensificado por las mismas energías que lo llevan hacia una persona desconocida, Baudelaire solo necesita un escenario conformado por dos ventanas a cierta distancia, solo necesita una cortina y una vela.

Hay una conexión directa entre el poema «Paisaje» y el poema en prosa «Las Ventanas». Desde su ventana, el poeta de «Paisaje» contempla la ciudad al anochecer:

Es grato ver nacer, a través de las brumas,En el azul la estrella, la luz en la ventana…

Esta ventana distante, vista desde otra ventana, es la misma que escruta el poeta-narrador de «Las Ventanas». Todo parece otorgarle a este poema en prosa el valor de un detalle extraído de la textura panorámica de «Paisaje». Del mismo modo, los historiadores del arte a menudo seleccionan y agrandan el fragmento de una pintura:

Las Ventanas

Quien mira a través de una ventana abierta, jamás ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, misterioso, fecundo, tenebroso, y radiante que una ventana iluminada por una vela. Lo que puede verse al sol siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En ese agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, sufre la vida.

Por sobre la marea de techos veo a una mujer madura, ya arrugada, pobre, siempre inclinada sobre alguna cosa, y que no sale nunca. Con el rostro, el vestido, el gesto, con casi nada, rehice la historia de esta mujer, o más bien su leyenda, y ciertas veces me la cuento a mí mismo y lloro.

Si se hubiera tratado de un pobre anciano, la hubiera reconstruido con la misma facilidad.

Me acuesto, orgulloso de haber vivido y sufrido otras vidas que no son la mía.

Podrán decirme «¿Estás seguro de que es la verdadera historia?» ¿Qué importa lo que pueda ser la realidad fuera de mí, si me ha ayudado a vivir y a sentir qué soy y cómo soy?9

La ventana distante enmarca una figura al mismo tiempo visible e inaccesible. La marea de techos y, luego, el vidrio de la ventana, separan, mientras que la luz interior ilumina. El misterio de la ventana reúne a los contrarios: es un objeto «tenebroso» y «radiante», un «agujero negro o luminoso». Hay que señalar que Baudelaire generalmente atribuye esta coexistencia de los contrarios a la 9 Baudelaire, p. 339.

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fascinación del ojo. Pero si bien atrae al ojo, la ventana misma no es el origen de mirada alguna hacia el espectador. No hay reciprocidad. La ventana es un ojo que fascina, pero no ve. Espacio urbano, tanto a nivel de los tejados como a nivel de la calle, presenta un espectáculo de extrañamiento. Es un escenario para la no-relación. Agudiza el sentimiento de soledad, y la añoranza de encontrar una compensación para ella –en el arte, en los sueños–, como una suerte de desafío. La figura que aparece en el marco de la ventana incluye suficientes elementos para mantener la atención del espectador: tal como él, ella está reclusa (ella «no sale nunca»); tal como él, está absorbida en alguna tarea. Un elemento de fantasía se desliza en la percepción misma: ¿cómo pueden verse las arrugas de su rostro «por sobre la marea de los techos»? No obstante, están incluidos en el chiaroscuro de la apariencia, al tiempo que ese «algo» sobre el que ella se inclina no se deja leer10, porque permanece indeterminado, al igual que la identidad y la historia de esa mujer entrevista en un momento postrero de su destino que ciertamente está marcado por el fracaso. Limitarse simplemente a notar su presencia equivaldría a resignarse a la opacidad del hecho, a un déficit de sentido, a la inercia de lo absurdo. Pero el poeta no se resigna a ello. Quiere recuperar el sentido perdido y por eso lo conjetura, lo reinventa: reinserta en la duración de un relato la figura captada en el instante aislado de un vistazo. Este complemento ficticio, esta fabulación puede definirse fácilmente, según nuestra terminología psicológica actual, como una proyección. El esfuerzo mental reinventa a la joven mujer del pasado en una mujer «madura» de hoy. Recompone a la persona desaparecida, y, como en «Las viejecitas», el poeta le ofrece de este modo a la persona decrépita un amor imposible –un amor que se extiende desde la anciana a la joven que ya no es, pero que jamás ha dejado de ser, enriquecida ahora por el sufrimiento que la hace aun más atractiva. En «Las ventanas», Baudelaire evoca el acto de fabulación, pero no su contenido: habla del acto que inventa una historia, pero no señala de qué trata esa historia. El contenido del relato queda indeterminado. Aquí, el poema en prosa no trae a la luz el pasado reconstruido de la mujer vista en su ventana, sino el propósito íntimo, privado, que convierte al espectador-fabulador en el único auditorio de la «leyenda» imaginada. Esta es la metamorfosis que la civilización urbana impone sobre las venerables imágenes del trovador y del amante que esperan bajo la ventana de sus doncellas. Aquí ninguna escucha es posible –la separación es demasiado grande. El poeta debe cantar para sí mismo. Y, ciertamente, lo mismo vale para l’amor de lonh11. La distante doncella ha perdido toda su perfección (excepto el sentimiento desconocido, tal vez caridad, que la mantiene «inclinada sobre alguna cosa»): ella lleva las marcas del tiempo destructor; solo es un objeto amoroso por la melancólica o perversa razón de que resulta demasiado tarde para cualquier ofrecimiento amoroso. Se trata, pues, de un amor de lonh que no solo proyecta sus fantasmas hacia una tierra lejana, sino hacia

10 A la comparaciones usualmente establecidas por los comentaristas de Baudelaire, podemos agregar la ventana (en el primer piso) observada por M. de Grandville (mientras camina calle abajo) en Une doublé famille. Balzac multiplica los detalles, algunos de los cuales omito: «Al atardecer… cuando los candeleros estuvieron encendidos, uno podía ver a través de la ventana… a una vieja mujer sentada sobre un taburete junto a la chimenea, avivando un pequeño fuego… El pálido rostro arrugado de la anciana armonizaba muy bien con la oscuridad de la calle y la sordidez de la casa» (Oeuvres complètes, Vol. II, pp.- 18-19).11 Amor de lonh, «amor desde lejos», forma idealizada de amor, que aparece por primera vez en la poesía de Jaufré Rudel, trovador y cruzado, que vivió durante el segundo cuarto del siglo XII (Nota del traductor al inglés).

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un pasado inaccesible, y que encuentra su cumplimiento, mediante una identificación ilusoria, en la emoción sentida por el narrador-intérprete, que constituye el destinatario final de los sentimientos que él mismo ha desarrollado en un relato. El acto de simpatía [sympathy] no es transitivo: no alcanza realmente a los otros. Vivir y sufrir la vida de otros es, para el poeta, simplemente un instante en una experiencia que termina primero en lágrimas, y luego en orgullo y en una consciencia más elevada de su propia existencia. La ventana distante solo ha servido como espejo. Lo único que consigue el narrador es llorar; y conforme nos lo cuenta, se mira a sí mismo llorar, no sin cierta exageración «histérica».

Así, la ventana y su habitante resultan ser un mero pretexto para un movimiento de interiorización. Un pre-texto, por decirlo así, dado que la atención prestada a la aparición distante se explicita en una historia, cuyo sentido [tenor], no obstante, no aparece formulado. De hecho, este poema en prosa puede leerse como una parábola de la interpretación. El circuito que hemos seguido, que regresa a su lugar de origen –el poeta en su ventana– se asemeja mucho al círculo hermenéutico que he definido en otra parte12. La atención se posa sobre un objeto que promete entregar un significado mayor, si se le aplica un esfuerzo interpretativo. Deben elegirse, entonces, los medios apropiados («herramientas») y debe construirse un discurso interpretativo, al final del cual el objeto se convierte en el objeto interpretado –una transformación que lo devuelve, por decirlo así, a sí mismo, enriquecido por todas las relaciones internas y externas que han sido sacadas a la luz. Esta progresión, motivada por mi deseo de significado, vigilada por mi razón crítica, no se detiene en el objeto: en gran medida, regresa al intérprete mismo. A mi juicio, el objeto interpretado se convierte en un medio de interpretación, en un discurso interpretativo, que permite leerme a mí mismo, descifrarme a mí mismo. Es decir, me convierto en el beneficiario indirecto de la energía interpretativa que he ocupado en el objeto. Pero el círculo no es un círculo verdadero y la progresión no es una progresión verdadera a no ser que el objeto sea mantenido firme en su calidad de objeto, respetado en su independencia, conservado en su exterioridad, que me desafía con toda su otredad. ¿Qué ocurre en el texto de Baudelaire? El objeto, originalmente celebrado en su imperiosa presencia, se vuelve incierto, reemplazable, prescindible. En primer lugar, hipotéticamente, la mujer bien pudo haber sido un «pobre anciano». El discurso interpretativo –la narración biográfica– reconoce que es una mera ficción. Apenas importa si «la leyenda es verdad». Y, en una denegación de la simpatía compasiva que lo llevó, gracias a la luz de la vela, hacia la mujer recluida, en un movimiento de orgullo narcisista, el escritor exclama: «¿Qué importa lo que pueda ser la realidad fuera de mí, si me ha ayudado a vivir y a sentir qué soy y cómo soy?». Esta intensificación de la consciencia de sí retrotrae al individuo a su propio mundo personal, lo encierra en él, y le permite disfrutar del botín [spoils] que le pertenece en exclusividad –y que lo constituye. La mujer desconocida, por el otro lado, que apareció por primera vez gracias a una mirada que ella misma no percibía, regresa a su completa soledad y comparte el naufragio de la «realidad fuera de mí». La exaltación final del escritor viene aparejada con una renuncia, con una indiferencia casi sádica. Vivir la vida de otro resultó ser una fantasía parasitaria, casi un modo de interpretar el papel de íncubo en la imaginación13. La debilidad del objeto, su

12 «L’interprète et son cercle», en La Relation critique (Paris, 1970), pp. 154-169.13 Baudelaire se atribuye a sí mismo este papel en el poema LXIII, «El Aparecido» («Le Revenant») de Las Flores del mal.

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reducción a una simple imagen, constituye el vínculo defectuoso que impide que el círculo interpretativo verdadero se complete. Solo nos quedamos con un simulacro; el poeta continúa siendo el cautivo de una «sombría y límpida entrevista»14.

La ciudad –como en muchos poemas de «Cuadros parisinos»– ha proporcionado los materiales para una «alegoría», en la que el poeta ha visto, situado por encima del espacio de los edificios y de la multitud, un aspecto de su propio rostro. En el laberinto de las calles, o «por sobre la marea de los techos», a través de todas las visiones que ha tenido, nunca ha cesado de perseguir a un extraño privilegiado –él mismo.

14 «Lo irremediable» (p. 320). Nota mía.