Venta de los gatos

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LEYENDA DE LA VENTA DE LOS GATOS

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LEYENDA DE LA VENTA DE LOS GATOS

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En el camino que iba desde la Puerta de la Macarena, hasta el monasterio de San Jerónimo, y que hoy es la Avenida Sánchez Pizjuán, existió desde al menos el siglo XVIII una famosa venta llamada «La Venta de los Gatos», rodeada de hermosísimos árboles, y próxima a la orilla del río, lo que mantenía aquel lugar siempre verde y placentero. Era lugar muy frecuentado por el vecindario sevillano que acudía a aquel lugar las tardes de los días de fiesta, a merendar y solazarse.

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1850

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Gustavo Adolfo Bécquer, el célebre poeta del romanticismo, estuvo en esa «Venta de los Gatos», allá por el año 1854, y cuenta que admirado de la belleza de una joven que estaba cantando en un animado grupo de muchachas y muchachos, sacó su block y su lápiz, y en pocos momentos hizo un pequeño retrato o apunte del rostro de la mocita, regalándoselo después al novio de ella.

Hablando con éste supo que la muchacha se llamaba Amparo, y que habiendo sido abandonada en la Casa Cuna, fue recogida por el dueño de la Venta, padre del muchacho, quien la crió como a hija, y que con el transcurso del tiempo, al hacerse mayor, habría brotado la llama del amor en los corazones de los dos jóvenes, que pensaban casarse próximamente.

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Marchó Gustavo Adolfo Bécquer a Madrid, donde permaneció varios años, y regresó a Sevilla siendo su primer deseo pasar una tarde en el recreo campestre de la «Venta de los Gatos», beber una copa de vino, escuchar las canciones, contemplar a las muchachas en los columpios, y participar en el baile popular.

Pero durante su ausencia las cosas habían cambiado; el verde y umbroso prado que se extendía algo más allá de la Macarena en dirección a san Jerónimo, había dejado de ser lugar de recreos, para convertirse en el fúnebre recinto de los muertos, al construirse allí el Cementerio de san Fernando. La «Venta de los Gatos» había perdido su bulliciosa concurrencia, porque ¿quién iba a ir a bailar, y a divertirse, en los alrededores de un cementerio?

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En medio de esa triste gente, Gustavo Adolfo Bécquer entró en la «Venta de los Gatos», y preguntó al ventero por aquella muchacha, Amparo, que él había retratado a lápiz, y por aquel muchacho, novio de ella.

Y el ventero le contó entonces la triste y romántica historia del desenlace de aquellos amores: Amparo y su novio vivían felices en pleno idilio, pensando ya en casarse, cuando cierto día acudieron a la «Venta de los Gatos» dos señores, que entre copa y copa se interesaron curiosamente por la muchacha, preguntaron la edad que tenía, y la fecha en que el ventero la había sacado de la Casa Cuna para prohijarla. Entonces aquellos señores se dieron a conocer: la niña había nacido de los amores clandestinos de cierta dama principal de Sevilla, la cual aunque dejó a su hija en la inclusa, había seguido vigilándola todos estos años. Y ahora, al cambiar las circunstancias que le impedían tener a su hija consigo, la reclamaba.

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Pero lo peor era que la madre no quería que Amparo se casase con un muchacho humilde, cuyo oficio era despachar botellas de vino en una venta. Ella quería para su hija otra boda mucho más brillante y de más rango social. Así desde el día que Amparo marchó a la casa señorial donde vivía su madre, no se le permitió ninguna comunicación con su novio, ni con sus padres adoptivos.

La madre pensó que de este modo Amparo olvidaría toda su vida anterior, y sería fácil el adaptarla a su nuevo ambiente de su alta clase social.

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Pero Amparo, en vez de adaptarse, fue poco a poco perdiendo junto con la alegría, la salud. La habían quitado de aquel ambiente sencillo y alegre de toda su vida, y le habían robado lo que para ella valía más, que era el amor. Así, enfermó de melancolía, y pocos meses después la tuberculosis, la enfermedad del siglo, y mortal en aquella época.

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Mientras tanto su novio, también abrumado por la tristeza, había perdido el interés por todo lo que fuera diversión. No había vuelto a poner sus dedos en la guitarra y ahora sus paseos en los ratos libres, en vez de dirigirse hacia Sevilla, eran hacia arriba, al cementerio, donde, abismado en melancólicos pensamientos, se sentaba en el poyete de ladrillos y mármol de una tumba, o se detenía a contemplar la ceremonia de dar sepultura en la fosa a algún ataúd de los que cada día llegaban en los coches fúnebres al camposanto.

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Y fue así como cierto día, cuando presenciaba un entierro, al efectuarse la ceremonia que en aquel entonces se acostumbraba, de abrir un momento el ataúd para que los parientes del difunto pudieran contemplarle por última vez y despedirse, el muchacho, que se había acercado mezclado con el acompañamiento, vio con inmenso dolor, que el cuerpo que había en aquel ataúd, era el de Amparo. La muchacha había muerto, al fin, de pena y de amor.

El muchacho dio un grito y cayó al suelo de un desmayo y cuando se despertó había perdido la razón. Su padre, el ventero, no consintió en llevarlo al manicomio, pero preparó una habitación en la Venta y allí fue recluido. 

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En el carro de los muertos la pasaron por aquí, llevaba una mano fuera por eso la conocí.

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1. ¿Quién fue Amparo?

2. ¿Por qué separaron a Amparo de su novio?

3. Inventa otro final para la historia.