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V. LA MONARQUÍA Y LA CRISIS INDEPENDENTISTA CATALANA (LA CONSTITUCIÓN MATERIAL AL RESCATE DEL ESTADO) JOAQUÍN URÍAS Profesor Titular de Derecho Constitucional Universidad de Sevilla SUMARIO: 1. Introducción 2. El marco constitucional del Jefe del Estado. 2.1. La discusión constitu- cional: pretensiones monárquicas. 2.2 La posición constitucional del rey. A. Inviolabilidad, irrespon- sabilidad y refrendo. B. Un órgano sin poderes. 2.3. Las funciones del rey. A. El Rey como símbolo de la unidad del Estado. B. Arbitraje y mediación 3. La deriva hacia el aumento de competencias reales. 3.1. Competencias reales y designación del candidato a Presidente del Gobierno. 3.2. La práctica reciente. 4. El mensaje del Rey sobre Cataluña. 4.1. Génesis y presentación. 4.2. Los con- tenidos del discurso. A. Críticas a las autoridades autonómicas catalanas. B. Mensaje a una parte de la población. C. Llamamiento a los poderes públicos. D. Pronunciamiento sobre la futura inde- pendencia de Cataluña. 4.3. Algunas consecuencias directas del mensaje. A. La reprobación del Rey por el Parlamento de Cataluña. B. El discurso del Rey en el escrito de conclusiones provisionales de la fiscalía sobre el “procés”. 4.4. Valoraciones constitucionales. A. El encaje constitucional de los discursos regios. B. Contenidos problemáticos del discurso real. C. El Rey como supuesto garante de “una” Constitución. D. A modo de conclusión: democracia militante y Constitución material. 1. INTRODUCCIÓN Don Juan Carlos I, Rey de España, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: que las Cortes han aprobado y el pueblo español raticado la siguiente Constitución”. Ésta es la fórmula con la que se abre la Cons- titución vigente. Está directamente inspirada en la que se usó en al- gunas constituciones del siglo XIX desde la de Cádiz de 1812. No se quiso hacer una proclamación similar a las de las constituciones más avanzadas de nuestra historia, en especial la de 1869 y se optó por re- currir, siguiendo una tradición asentada, a la autoridad monárquica. Sin embargo, sí se cambia algo; en todos los precedentes históricos de proclamación se señaló siempre explícitamente que el Rey lo era gra-

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V. LA MONARQUÍA Y LA CRISIS INDEPENDENTISTA CATALANA(LA CONSTITUCIÓN MATERIAL AL RESCATE DEL ESTADO)

JOAQUÍN URÍASProfesor Titular de Derecho Constitucional

Universidad de Sevilla

SUMARIO: 1. Introducción 2. El marco constitucional del Jefe del Estado. 2.1. La discusión constitu-cional: pretensiones monárquicas. 2.2 La posición constitucional del rey. A. Inviolabilidad, irrespon-sabilidad y refrendo. B. Un órgano sin poderes. 2.3. Las funciones del rey. A. El Rey como símbolo de la unidad del Estado. B. Arbitraje y mediación 3. La deriva hacia el aumento de competencias reales. 3.1. Competencias reales y designación del candidato a Presidente del Gobierno. 3.2. La práctica reciente. 4. El mensaje del Rey sobre Cataluña. 4.1. Génesis y presentación. 4.2. Los con-tenidos del discurso. A. Críticas a las autoridades autonómicas catalanas. B. Mensaje a una parte de la población. C. Llamamiento a los poderes públicos. D. Pronunciamiento sobre la futura inde-pendencia de Cataluña. 4.3. Algunas consecuencias directas del mensaje. A. La reprobación del Rey por el Parlamento de Cataluña. B. El discurso del Rey en el escrito de conclusiones provisionales de la fiscalía sobre el “procés”. 4.4. Valoraciones constitucionales. A. El encaje constitucional de los discursos regios. B. Contenidos problemáticos del discurso real. C. El Rey como supuesto garante de “una” Constitución. D. A modo de conclusión: democracia militante y Constitución material.

1. INTRODUCCIÓN

“Don Juan Carlos I, Rey de España, a todos los que la presente vieren y entendieren, sabed: que las Cortes han aprobado y el pueblo español ratificado la siguiente Constitución”. Ésta es la fórmula con la que se abre la Cons-titución vigente. Está directamente inspirada en la que se usó en al-gunas constituciones del siglo XIX desde la de Cádiz de 1812. No se quiso hacer una proclamación similar a las de las constituciones más avanzadas de nuestra historia, en especial la de 1869 y se optó por re-currir, siguiendo una tradición asentada, a la autoridad monárquica. Sin embargo, sí se cambia algo; en todos los precedentes históricos de proclamación se señaló siempre explícitamente que el Rey lo era gra-

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cias a la Constitución1. En 1978 se elimina tal referencia y, por primera vez en la historia de España tenemos una Constitución proclamada por un Jefe del Estado que se presenta explícitamente como previo al texto constitucional y desvinculado del mismo2. Este mismo Jefe de Estado preexistente es el que, según se señala al final de nuestra Carta Magna, ordena que se cumpla la Constitución, como si fuera su garante y defen-sor externo, libre de someterse a ella o no.

Puede entenderse que esta cuestión sobre la proclamación es sólo una anécdota que no tiene efectos jurídicos ni significado político. Aún así, resulta tremendamente indicadora del papel central de la monarquía en el diseño constitucional vigente y de la dificultad de entroncar su régimen jurídico en un Estado social y democrático de derecho sin incurrir en in-coherencias y contradicciones. El Rey es Rey constitucional en la medida en que quede por completo sometido a la Constitución. Existe gracias a ella y ejerce las funciones que ella le asigna, sin excederse en ella. De otro modo, se situaría por encima de la propia Constitución, creando así un problema de difícil solución para la legitimidad misma de nuestro sistema político.

La fórmula de proclamación de la Constitución vigente debe ser entendida como una mera referencia histórica, con carácter exclusiva-mente protocolario, aunque no deja de traslucir lo que se conoce como la “constitución material” del país en 1978. En esa fórmula puramente ceremoniosa se cuela una referencia a la posición del monarca precons-titucional como poder efectivo y ejecutivo que no tiene ningún reflejo normativo en el texto de la Constitución vigente.

La actuación del Rey con ocasión del conflicto independentista de Cataluña ha sometido a una auténtica “prueba de fuerza” todo este ré-gimen. El mensaje del Rey a la nación tuvo un impacto político tan ex-traordinario que es lícito preguntarse por el verdadero papel constitu-cional del Rey y su supuesta posición como garante de la Constitución. El correcto entendimiento de sus términos y resultado aconseja un aná-

1 Las fórmulas usadas fueron: “Don Fernando Séptimo, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía española, Rey de las Españas”; “Doña Isabel II, por la gracia de Dios y la Constitución de la Monarquía Española, Reina de las Espa-ñas”; “Don Alfonso XII, por la gracia de Dios Rey constitucional de España”.

2 Conviene señalar que el Rey que promulga la Constitución no es el de la limitada “monarquía del 18 de julio”, sino el monarca con amplias funciones presidencia-listas dibujado por la Ley Para la Reforma Política en 1977. Vid. Juan FERRANDO BADÍA, “La monarquía parlamentaria actual española”, en Revista de Estudios Polí-ticos, núm. 13, 1980, p. 7 y ss.

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lisis jurídico constitucional que aclare si se ha producido una mutación constitucional que sitúe a la Corona en un papel diferente del que le asigna la Constitución o se trata, sin más, de un ejercicio legítimo de las funciones constitucionales de la monarquía parlamentaria.

2. EL MARCO CONSTITUCIONAL DEL JEFE DEL ESTADO

2.1. La discusión constitucional: pretensiones monárquicas

Durante el siglo XIX español, la figura del monarca constitucional describe indubitadamente a un poder constituido con competencias políticas y ejecutivas. La mayor o menor inclinación democrática y pro-gresista de cada proceso constituyente determinan la extensión de éstas influyendo, en especial, en la relación entre el parlamentos —como símbolo de la democracia— y la Corona. En todo caso, el Rey del dieci-nueve es el Jefe del Estado que ejerce al menos una parte del poder eje-cutivo. Dispone decididamente de un ámbito propio de decisión dentro del cual sus decisiones son libres.

Este no es, sin embargo, el modelo de 1978 en el que se le mantiene el título de Jefe del Estado pero se diseña como un cargo puramente simbólico que no ejerce ningún tipo de poder jurídico. tal ruptura ra-dical con los antecedentes históricos es exhaustiva. La desaparición de los poderes del Rey no tiene excepciones. Pero el salto espectacular que se da, en el instante de la entrada en vigor, desde un Rey todopoderoso a otro expresamente excluido del juego político no estuvo exento de tensiones. Algunas incluso perviven hasta nuestros días.

Para entender el Estado de la cuestión en el momento de la apertura del debate constituyente, resulta esclarecedor el discurso que pronun-ció Juan Carlos I en la sesión de apertura de las Cortes Constituyentes, el 22 de julio de 1977. Lo presentó como un mensaje a “las Cortes de la Monarquía”. En él, la persona reinante, se define a sí mismo como mo-narca constitucional, pero subraya también su propio poder arbitral3. Puesto que en ese momento aún no había Constitución, la primera par-

3 “Como Monarca constitucional que hablo en nombre de la Institución a que me debo, no me incumbe proponerles un programa de tareas concretas que únicamente a ustedes y al Gobierno corresponde decidir; ni ofrecer orientaciones para llevarlas a buen término, pues éste es cometido de los poderes políticos. Pero sí quiero señalar la función integra-dora de la Corona y su poder arbitral, que cobran un especial relieve en sus relaciones

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te de esta declaración sólo podía significar una voluntad de someterse al texto que resultara elaborado por las Cortes, una vez fuera ratificado por el pueblo. Sin embargo, al mismo tiempo, al reclamar para sí una función de árbitro entre los poderes, el Rey venía a explicitar su espe-cial comprensión de la extensión de su sometimiento a la Constitución, presentándose como un poder específico en la estructura del Estado.

Esta declaración regia no resultó, evidentemente, vinculante para la asamblea constituyente; mucho menos, puede ahora adquirir un valor interpretativo del texto que finalmente resultó aprobado. Sin embargo, en cuanto situó los márgenes del debate en aquellos momentos resulta útil para entender el punto de partida y las pretensiones del sector mo-nárquico en el debate constituyente.

La redacción del título II fue variando a lo largo del proceso consti-tuyente. El anteproyecto inicial asignaba al Monarca una posición como garante de los derechos de los ciudadanos que en cierto modo le otorga-ban una posición de guardián de la Constitución4. Al mismo tiempo, el anteproyecto reconocía bastante libertad al monarca a la hora de disolver las Cortes y nombrar candidato a Presidente de Gobierno, señalando que en esos actos el refrendo debido lo sería exclusivamente para comprobar el respeto real a las formas y procedimientos constitucionales5. De ese modo, resulta evidente que la redacción inicial atribuía al Rey un abani-co de competencias propias, situándolo en una posición de poder muy diferente a la del texto final que lo limita a una magistratura simbólica6.

con las Cortes” (Diario de Sesiones de Las Cortes, 22 julio 1977, núm. 3, p. 39). Sobre ello, vid. Juan FERRANDO BADÍA, cit., p. 33.

4 Art. 48.1: “El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia. Arbitra y mode-ra el funcionamiento regular de las instituciones; tutela los derechos y libertades reconocidos por la Constitución, asume la alta representación del Estado, las relaciones internacionales y ejerce las funciones que le atribuyen expresamente la Constitución y las leyes” ( Diario de Sesiones, núm. 44, 5 de enero de 1978, p. 677). Vid. Antonio COLOMER VIA-DEL, “El origen de la monarquía constitucional en España y el anteproyecto cons-titucional”, en Revista de Estudios Políticos, núm. 3, 1978, p. 110.

5 El art. 56 del anteproyecto constitucional indicaba que esos actos “serán refrenda-dos por el Presidente del Congreso a efectos de autentificar el cumplimiento de los requisitos establecidos por la Constitución para el ejercicio de estas potesta-des” ( Diario de Sesiones, núm. 44, 5 de enero de 1978, p. 678).

6 Cfr. Antonio TORRES DEL MORAL, “Veinticinco años de monarquía parlamen-taria” en Revista de Derecho Político, núms. 58-59, 2003-2004, p. 433.

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La discusión constitucional evidencia que la jefatura del Estado elegida por linaje plantea un problema que no se daría en el caso de Jefes de Estado desig-nados, con independencia que ello se haga por elección directa o indirecta, por turnos entre órganos democráticos o incluso por sorteo. La atribución a un linaje supone introducir la referencia predeterminada a unos vínculos familiares previos a la misma Constitución y hasta al Estado. Esta referencia no plantea ningún problema de coherencia si se limita a la designación de uno de los símbolos del Estado, encarnado en una persona. En cambio, si consistiera en un mecanismo de atribución de facultades y poderes propios dentro del Estado chocaría directamente con el principio democrático consagrado en el artículo primero de la Constitución. La soberanía nacional reside en el pueblo español, de manera que todos los poderes emanan de él. De ahí no se deriva, ni mucho menos, un mandato absoluto de legitimidad electoral de todos los poderes, pero sí el sometimiento del ejercicio de los poderes estatales a la ley democrática. La asignación del ejercicio de tales poderes a personas o familias concretas plantea problemas en la medida en que sólo puede entenderse que un poder emana del pueblo cuando éste tiene la capacidad, al menos, de con-trolarlo mediante la exigencia de responsabilidad por su adecuación a la ley.

La monarquía, entendida como colación hereditaria del Jefe del Esta-do, excluye el ejercicio cotidiano del principio de responsabilidad. Frente a un Rey la única responsabilidad política exigible lo sería a través de algu-na modalidad de impeachment, deponiéndolo para siempre del poder y pa-sando la corona a su heredero o al regente correspondiente. A todas luces, se trata de una responsabilidad extrema, que crea una crisis constitucional y que está reservada a lo sumo para situaciones excepcionalísimas de graves incumplimientos constitucionales. El Rey no puede tener poderes propios porque tales poderes nunca serían “populares” ante la imposibilidad de compaginar la designación familiar con el sometimiento a las decisiones democráticas colectivas plasmadas en las leyes. Las pretensiones monár-quicas de asumir un poder con iniciativas propias chocaban, pues, con la arquitectura democrática de la Constitución española y lógicamente acaba-ron por ser rechazadas durante el debate constituyente.

2.2. La posición constitucional del Rey

A. Inviolabilidad, irresponsabilidad y refrendo

La doble institución del refrendo y la inviolabilidad nace históricamente como un modo de establecer una responsabilidad política de los actos del mo-narca, garantizando al mismo tiempo la intangibilidad de su figura. Se trata de

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que los Ministros del Rey deben asumir sus actos y responder por ellos, al mis-mo tiempo que su persona queda eximida de toda acción de responsabilidad. En nuestra Constitución, sin embargo, el refrendo constituye un mecanismo de traslación de la autoría de los actos formalmente atribuidos al Rey; es el modo de garantizar que los actos del Rey responden a la decisión de un poder de extracción democrática. Los actos del Rey sólo existen como actos de otros poderes del Estado, sometidos a los mecanismos de control político propios de la democracia. Esta es la única interpretación posible de la afirmación consti-tucional del art. 56.3 CE de que los actos del Rey “estarán siempre refrendados en la forma establecida en el art. 64, careciendo de validez sin dicho refrendo”.

En las SSTC 5/1987 y 8/1987 el Tribunal Constitucional explica cómo históricamente los actos del Rey con contenido político o jurídico dejan de ser producto de la voluntad real y se convierten en decisiones de la auto-ridad refrendante. En paralelo, en los actos simbólicos reglados, como los nombramientos, la firma de la autoridad refrendante se limita a asegurar la adecuación jurídica del acto. De ese modo, los términos tajantes de la Constitución implican que el Rey no tenga voluntad política. No puede actuar jamás por sí mismo. Ve mermada a priori de capacidad jurídica por obra directa de la Constitución.

La inviolabilidad e irresponsabilidad del Rey son el reflejo, como en un negativo fotográfico, de su falta de voluntad propia. El tenor del art. 56.3 CE resulta, en este sentido, clarificadoramente amplio: “La persona del rey es in-violable y no está sujeta a responsabilidad”. La irresponsabilidad del monarca que se predica aquí parece referida a los mecanismos propios de la responsa-bilidad política mientras que la inviolabilidad debe entenderse extendida a todas las acciones judiciales, de cualquier tipo, dirigidas contra el Rey7.

B. Un órgano sin poderes

En definitiva, el Rey no tiene ninguno de los clásicos poderes estatales, ni se erige en uno diferenciado. El Rey, simplemente, no tiene poderes pro-pios8.Con ello no sólo se trata de superar los tiempos en los que la jefatura

7 Vid. Enrique BELDA PÉREZ-PEDRERO, “La evaluación y el control de los actos del Rey, como presupuesto para mejorar la racionalización democrática de la corona”, en Revista Catalana de Dret Públic, núm. 51, 2015, pp. 160 y ss., que hace un repaso sobre la posible responsabilidad personal del Rey penal, civil y administrativa.

8 Cfr. Manuel ARAGÓN REYES, Dos estudios sobre la monarquía parlamentaria en la Cons-titución española, Madrid, 1990, p. 374; también TORRES DEL MORAL, cit., p. 432.

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del estado monárquica iba unida a la consideración del Rey como titular mismo de la soberanía; se pretende también negarle legitimidad histórica y moral para actuar en defensa del bien común y del interés de la nación fren-te a las veleidades de los poderes constituidos. Los constituyentes de 1978 rechazaron explícitamente un modelo de monarca constitucional capaz de moderar, determinar o contrarrestar de cualquier modo al resto de poderes. Aunque este modelo hubiera sido perfectamente posible desde el punto de vista del derecho positivo garantizando su sometimiento a la Constitución, quedó rechazado esencialmente por la falta de legitimación democrática di-recta de monarquía. La legitimación histórica y su reconocimiento positivo en el texto de la Constitución no se consideran suficientes para fundar unos poderes que, al mismo tiempo, hubieran requerido mecanismos de respon-sabilidad y balance o control por parte de otros poderes. Como resultado, en nuestra Constitución no puede considerarse que el rey sea un poder consti-tucional autónomo. El Rey no tiene competencias de ejercicio libre9.

Desde un sector de la doctrina se ha defendido, no obstante, que dentro del Estado constitucional el Rey no tiene superior jerárquico en el sentido de que “su actividad es siempre libre en un ámbito más o menos vasto sin posibilidad de coacción, de modificación o de anulación de sus actos”10.

Esta autonomía de la actividad del rey se quiere hacer descansar esencial-mente en la idea de incoercibilidad sobre la persona regia, pero se trata de una interpretación que no se compadece con la literalidad de los propios preceptos de la Constitución y su interpretación sistemática. Las dificultades para obligar al Rey, derivadas de su irresponsabilidad y la inviolabilidad de su persona, no implican que su acción sea constitucionalmente libre. Más bien al contrario: ese estatuto de intangibilidad fáctica es producto de la asunción constitucional de que la actividad del Rey ha de quedar siempre sometida a las decisiones de los órganos democráticamente elegidos. En el Estado de-mocrático no puede haber actos carentes de control, por definición autori-tarios. La imposibilidad de controlar una acción política no significa que sea libre, sino que es constitucionalmente imposible.

En realidad, el Jefe del Estado monárquico no forma parte del ejecu-tivo, ni es uno de los poderes del Estado, ni ocupa una posición supe-rior al resto de poderes que le permita darles órdenes o instrucciones

9 Cfr. Manuel ARAGÓN REYES, Veinticinco años de monarquía parlamentaria, en Revista Española de Derecho Constitucional, núm. 70, 2004, p. 15.

10 Cfr. Miguel HERRERO DE MIÑÓN, “Artículo 56: El Rey” en Óscar ALZAGA (Coord.), Comentarios a la Constitución española de 1978, Madrid, 1996, p. 43.

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de ningún tipo11. Sus funciones constitucionales no son competencias ni facultades, sino actos en los que la intervención real es debida, sin el menos margen de decisión en cuanto a su contenido.

Así, la línea política, apoyada por el propio Rey, que abogaba por un monarca con poderes arbitrales efectivos perdió la discusión constitu-yente. Desapareció del mundo del derecho positivo, pero no necesaria-mente del mundo de las ideas.

2.3. Las funciones del rey

A. El Rey como símbolo de la unidad del Estado

Según el art. 56 CE, el rey “simboliza la unidad y permanencia del Esta-do”. De tal atribución destaca la afirmación inicial del rey como símbolo. Por definición, un símbolo sólo existe en cuanto referencia a otra realidad. En sí mismo el Rey no tiene otro valor que el que adquiere en cuanto per-sonificación ideal del Estado. El monarca viene así a convertirse en el icono que representa en sí mismo a todo el Estado español en su integridad. Es un símbolo vivo, encarnado en el heredero de una familia, pero un símbo-lo de la misma forma que lo es la bandera definida en el art. 4 CE.

Y es símbolo de la unidad del estado. La palabra unidad aparece utili-zada en diversos artículos de la Constitución, con significados diversos. El artículo 2 habla de la unidad de la nación española, pero incluso en ese contexto territorial es discutible si se trata de un concepto puramente geo-gráfico. El monarca difícilmente puede simbolizar una unidad entendida como integridad territorial, pues ese concepto difícilmente podría encar-narse en una persona. El Rey simboliza al Estado en cuanto referencia al poder público único y monopolístico, mediante una construcción constitu-cional desprovista de cualquier connotación territorial. De hecho, durante los debates constituyentes se excluyó expresamente la atribución al Rey de cualquier función propia relativa al ejercicio del poder autonómico12.

Sin embargo, sí que tiene sentido que el Rey, como magistratura unipersonal, represente en sí mismo a la totalidad del Estado. Toda la

11 Así, Miguel RODRÍGUEZ-PIÑERO BRAVO-FERRER, “Art. 56” en María Emilia CASAS BAAMONDE, Miguel RODRÍGUEZ-PIÑERO BRAVO-FERRER (Dir.), Co-mentarios a la Constitución española, Madrid 2009, p. 1230.

12 Cfr. Diario de Sesiones del Congreso (Comisión), 5 de mayo 1978, p. 642, y (Ple-no), 28 julio 1978, pp. 2.210 y ss.

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organización política de la sociedad se encarna en la figura que histó-ricamente consiguió la acumulación de todos los poderes implícita al concepto mismo de Estado. Así, la definición del rey como símbolo de la unidad del Estado que hace el art. 56 CE se desarrolla en las normas constitucionales que le imputan nominalmente el ejercicio de las prin-cipales competencias estatales: el apartado a) del art. 62 CE que esta-blece que sanciona y promulga las leyes; los apartados c) y siguientes del mismo artículo que establecen que expide los principales actos de Gobierno y el art. 117 que determina que la justicia se administra en su nombre. El Rey encarna al Estado como único poder público legítimo.

La unidad va unida en el art. 56 CE a la permanencia, que es un con-cepto indudablemente histórico con ecos de la definición tradicional de nación. Históricamente la Corona representa mejor que ninguna otra institución el proceso de unificación de los reinos que integraban lo que hoy denominamos España. La acumulación protocolaria de títulos nobi-liarios en el rey actual (cuyo uso se autoriza expresamente en el art. 56.2 CE) no es más que el residuo del proceso por el que históricamente una pluralidad de reinos se fueron uniendo hasta formar una única corona. Resulta, no obstante, que esta unión se hace esencialmente a través del sometimiento de los territorios al poder omnímodo de un monarca. No es el reflejo unívoco de una historia pactista en los que los territorios se fueran integrando siempre de manera voluntaria con el deseo de formar parte de una realidad mayor, sino de la asimilación y la imposición por di-versos métodos, incluida la fuerza. En esas condiciones, la figura del Rey evoca la integración histórica de los territorios que forman España pero difícilmente aporta una legitimidad histórica común capaz de fomentar los lazos que unen cada territorio al conjunto. Como símbolo de la per-manencia del Estado el Rey, nombrado como miembro de una familia que históricamente ha encabezado el poder español, representa ahora la pervivencia histórica de la nación constituida en Estado democrático.

B. Arbitraje y mediación

Dice también el art. 56 CE que el rey arbitra y modera el funciona-miento de las instituciones. Esta declaración resulta chocante a la vista del resto del estatuto constitucional del Rey y plantea problemas para su comprensión y correcto encaje constitucional. La mayor parte de la doctrina accede a entenderla como una función informal, si es que tal cosa existe. De nuevo, la autoridad moral del Rey, integrada en la “cons-titución material” del país se cuela en el texto constitucional creando

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contradicciones aparentes. Así, se la ha definido como “magistratura moral”13 en el sentido de que se espera del Rey que, a lo sumo aconseje, anime o estimule a los poderes públicos, facilitándoles el cumplimiento de sus funciones. Se ha señalado que es una expresión originada en la teoría política de Constant que ninguna Constitución española del siglo XIX contenía y que fue “repescada” por Santamaría de Paredes para acrecentar las potestades del rey en la Restauración. Que apareciera en la Constitución de 1978 es todo un anacronismo y obliga a ver en esta función una actuación informal, por medio de la influencia14.

Estos esfuerzos argumentativos coinciden en la incoherencia de que un poder puramente simbólico tenga ningún margen de acción frente a las instituciones democráticas del Estado. La adjudicación de unas características a la función regia no debe suponer la atribución de un contenido independiente al comportamiento real, ni de un haz de fa-cultades distintas a las que enuncia la Constitución en el título II, y muy específicamente en los artículos 62 y 63 CE. Esas atribuciones formales y tasadas de la corona son la manera de manifestar el simbolismo, el arbitrio y la moderación15.

Claramente, una interpretación sistemática del art. 56 CE desde la dogmática jurídica suscita dudas en cuanto a la supuesta facultad real de realizar advertencias y recomendaciones a los actores y poderes demo-cráticos del Estado16. Parece mucho más adecuado al sistema jurídico de nuestra Constitución entender que con esta previsión se ha tratado de asegurar que el Rey, en cuanto símbolo de todo el Estado, quede fuera del debate político en el que tiene absolutamente vetado participar. Es ár-bitro en el sentido de que no participa del juego partidista y modera el funcionamiento de las instituciones en cuanto obliga a estas a respetar en su acción los principios fundamentales de la Constitución y el resto de las instituciones que el Rey simboliza. En resumen, bien puede con-cluirse que se trata precisamente de la confirmación definitiva de que el monarca ejerce una magistratura puramente simbólica e integradora17.

13 Cfr. RODRÍGUEZ-PIÑERO, cit., p. 1234.14 Cfr. Javier GARCÍA FERNÁNDEZ, “La Corona y la Constitución”, artículo publica-

do en El País, el 25 de diciembre de 2017.15 Cfr. Enrique BELDA PÉREZ-PEDRERO, cit., p. 165.16 Cfr. GARCÍA CANALES, La monarquía parlamentaria española, Madrid, 1991, p. 229.17 Antonio TORRES DEL MORAL, “Veinticinco años de monarquía parlamentaria”,

en Revista de Derecho Político, núms. 58-59, 2004, p. 432.

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3. LA DERIVA HACIA EL AUMENTO DE COMPETENCIAS REALES

3.1. Competencias reales y designación del candidato a Presidente del Gobierno

Frente a la ausencia de competencias jurídicas propias del monarca en nuestro texto constitucional, la práctica constitucional reciente parece ir dán-dole un creciente papel autónomo que casa mal con su irresponsabilidad polí-tica y jurídica. Obviando la letra misma de la Constitución, parte de la doctrina ya había defendido ocasionalmente que —en especial en lo que se refiere a la disolución de las Cortes y elección del nuevo Presidente del Gobierno— el Rey dispone de cierto margen de arbitrio, insinuando18 que ostenta faculta-des jurídicas y políticas propias19. Sin embargo, también la interpretación más extendida parte de que la decisión sobre quién ha de ser el Presidente del Gobierno es una de una carga política muy importante, de la que el Rey debe mantenerse, en la medida de lo posible, al margen20, por lo que se niega gene-ralmente cualquier discrecionalidad real en esta propuesta.

Lo contrario, el margen para la discrecionalidad real, sólo sería posible mediante una interpretación voluntarista de las normas constitucionales sin asidero positivo en el texto. Las normas sobre refrendo del artículo 56.3 CE se enuncian sin establecer ninguna diferencia entre los distintos actos a re-frendar. La norma es misma para todos y la remisión al art. 64 CE se intro-duce tan sólo a efectos de determinación del modo y la competencia para ese refrendo. En este sentido la voluntad del constituyente es especialmente clara a la vista de que se excluyó expresamente la redacción inicial del an-teproyecto de Constitución que en su art. 56 indicaba expresamente que el refrendo del nombramiento de candidato a Presidente del Gobierno se realizaba tan sólo “a efectos de autentificar el cumplimiento de los requisitos establecidos por la Constitución”. Es decir, que se desechó expresamente la posibilidad de que el refrendo del Presidente de las Cortes fuera solamente el control formal de una competencia material propia del Rey21. Como mí-nimo, parece haber unanimidad en que el Presidente del Congreso no está obligado a refrendar y transmitir al Congreso toda propuesta formulada por

18 RODRÍGUEZ-PIÑERO, cit., p. 1234.19 Vid. Javier GARCÍA FERNÁNDEZ, “Las funciones del rey en la monarquía

parlamentaria” en El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, núm. 47, 2014, p. 68.

20 Cfr. Ignacio TORRES MURO, “La reforma del procedimiento ordinario de nom-bramiento del Presidente del Gobierno”, en Teoría y Realidad Constitucional, núm. 30, 2012, p. 319.

21 Sobre esto, vid. COLOMER VIADER, cit., p. 112.

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el Rey. El presidente de la cámara podrá negar su refrendo —y en realidad deberá hacerlo— si la propuesta del Rey no se inscribe en la mayoría parla-mentaria que los partidos previamente han articulado22.

Por su parte este artículo 64 CE dispone un sistema especial de refrendo para la propuesta del candidato a Presidente de Gobierno cargada de lógica constitucional: en el momento en el que se ha elegido un nuevo Parlamento y el Gobierno anterior sólo permanece en funciones hay una nueva legitimi-dad democrática producto de las elecciones. Atribuir al Gobierno en funcio-nes la facultad de proponer el nuevo candidato a Presidente del Gobierno supondría frustrar esa nueva legitimidad, atribuyendo un poder desorbitado a quienes en ese nuevo momento carecen de toda legitimación electoral. Sería introducir en la nueva voluntad popular expresada democráticamente un elemento decisivo de la vieja voluntad, ya desaparecida. Por eso se atribu-ye al Presidente de las nuevas Cortes la facultad de proponer el candidato a presidente de Gobierno producto de la nueva expresión electoral. El modo de atribuir esta competencia es señalando que le corresponde el refrendo del acto formal de propuesta, firmado por el Rey.

Es cierto que la formulación del art. 99 CE adolece de falta de rigor téc-nico. Utiliza una formulación antigua, coherente con la inclinación inicial de otorgarle determinadas competencias políticas al Rey en consonancia con su función histórica. Señala que el rey propondrá un candidato a la presidencia del Gobierno “a través del Presidente del Congreso”. Si bien el tenor literal da a entender que la función del Presidente del Congreso es transmitir la voluntad propia del Rey, esta interpretación resultaría con-tradictoria con la configuración constitucional de la figura del Rey y del refrendo, así como con el propio proceso constituyente en el que —como se ha visto— se rechaza la atribución regia de un poder propio en este ám-bito. El rey propone “a través del Presidente del Congreso” en el sentido de que el Rey como representante del Estado firma esa propuesta a efec-tos formales, pero el contenido material corresponde exclusivamente a la voluntad del presidente de las Cortes. Tal y como señala la jurisprudencia constitucional, los actos refrendados son una manifestación de voluntad de la autoridad refrendante. Todos los actos refrendados.

Hay sectores doctrinales que sí atribuyen al monarca una facultad propia en este ámbito pero intentan justificar su carácter reglado, ar-

22 Cfr. Artículo de Miguel SATRÚSTEGUI, en El País en marzo de 1979, citado por Daniel López Rubio, “La investidura del presidente del Gobierno”, en Eunomía, núm. 13, octubre 2017, p. 170.

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guyendo que es una función puramente matemática que obliga a pro-poner a quien tenga más apoyos y en su defecto a quien indique el grupo que haya recibido más votos23. De este modo mantienen vigente el principio constitucional de la ausencia de poderes propios del Rey, salvando la anacrónica formulación literal del art. 99 CE. Se trata de un enfoque débil desde el punto de vista del derecho constitucional posi-tivo, pues carece de respaldo en el texto y en la lógica del mecanismo parlamentario de designación del Presidente del Gobierno. Más allá, nada obliga a que la propuesta de candidato se limite a alguien con apo-yos suficientes o al más votado. Ninguna previsión constitucional impi-de que se encargue que intente obtener la investidura a un candidato sin apoyos previos pero que pueda conseguirlos precisamente gracias a esta designación. Del mismo modo, tampoco está vetado que un candi-dato decline la propuesta, de modo que finalmente sería necesario dar el encargo a otro candidato sin los requisitos exigidos. En definitiva, resulta más coherente con nuestro sistema reconocer la plena libertad constitucional que tiene el Presidente del Congreso para proponer a cualquier candidato, sin más condicionantes.

En lo que se refiere al refrendo, el art. 99 CE debe ser interpretado conforme a los art. 64 y 56 CE que aclaran la naturaleza del mecanismo refrendario de los actos reales. La propia jurisprudencia constitucional, tal y como más arriba se señala, ha dejado claro que los actos refrendados deben atribuirse a la voluntad de la autoridad refrendante, de modo que es indudable que la propuesta de candidato es un acto que realiza el Pre-sidente de las Cortes. Para hacerlo puede, sin duda, tomar en cuenta las consultas realizadas por el rey y las que él mismo quiera realizar.

De hecho, la ronda de consultas con los representantes de los grupos políticos prevista en el art. 99 CE debe ser entendida como un acto pro-tocolario por el que los nuevos representantes políticos reciben el reco-nocimiento estatal. El hecho de que los representantes de algún grupo rechacen participar en estas consultas no impide, en ningún caso, que pueda encargársele a un candidato del mismo que intente la investi-dura. Es decir, que las consultas regias no son un acto constitutivo de la formación de la voluntad estatal sobre el candidato a Presidente del Gobierno sino un encuentro puramente formal.

23 Vid. Francisco Javier DÍAZ REVORIO, “La monarquía parlamentaria, entre la his-toria y la Constitución”, en Pensamiento Constitucional, núm 20, 2015, p. 83 con más referencias.

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3.2. La práctica más reciente

Frente a la constancia unánime de que el Rey no tiene poderes políticos, a las normas constitucionales sobre refrendo y a las declaraciones del Tribu-nal Constitucional, la práctica constitucional reciente empieza a poner en duda este principio, dando a entender en ocasiones una capacidad de deci-sión propia del monarca y totalmente ajena a nuestro sistema constitucional.

Los comunicados oficiales de la Casa del Rey con motivo de las con-sultas realizadas a los líderes políticos para proponer el candidato a Pre-sidente del Gobierno, conforme al art. 99 CE, son una buena muestra de cómo el Rey parece tener la tendencia a asumir esta competencia como propia, previa al refrendo.

Así, el comunicado oficial emitido tras la ronda de contactos del día 18 de enero de 2016 reza, en sus puntos 2 y 3:

En el transcurso de la última consulta, celebrada con Don Mariano Rajoy Brey, Su Ma-jestad el Rey le ha ofrecido ser candidato a la Presidencia del Gobierno. Don Mariano Rajoy Brey ha agradecido a Su Majestad el Rey dicho ofrecimiento, que ha declinado.Su Majestad el Rey ha informado al Señor Presidente del Congreso de los Diputados, Don Patxi López Álvarez, de la decisión de Don Mariano Rajoy Brey.

En sus términos no hay equívoco posible. El Rey autónomamente y sin refrendo ha ofrecido la candidatura a un líder político, que ha declinado. Sólo después de ello ha sido informado el Presidente del Congreso. Resulta evidente que el acto se ha producido sin el precepti-vo refrendo. Incluso aunque se imaginara la posibilidad de que el ofre-cimiento se realizó habiendo informado previamente al Presidente del Congreso, resulta evidente que esa información nunca se convirtió en refrendo formal ni se presentó así en público.

De modo similar, el comunicado de la casa real emitido el 11 de octu-bre de 2016, relativo a las consultas a realizar los días 24 y 25 del mismo mes, indica en su segundo punto que:

La finalidad de las consultas es constatar si, de la disposición que le trasladen los representantes de los grupos políticos con representación parlamentaria, S.M. el Rey puede proponer un candidato a la Presidencia del Gobierno que cuente con los apoyos necesarios para que el Congreso de los Diputados, en su caso,  le otorgue su confian-za; o, en ausencia de una propuesta de candidato, proceder a la disolución de ambas Cámaras y a la convocatoria de nuevas elecciones generales en el momento que cons-titucionalmente corresponda y con el refrendo de la Presidenta del Congreso.

Ahí parece querer destacarse desde la Casa del Rey que la propuesta de candidato corresponde exclusivamente al monarca. La única interpreta-

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ción posible de la redacción dada a estos comunicados y del desarrollo del procedimiento de designación de candidato tal y como aparece narrado en ellos es que efectivamente el Rey tiene cierto poder discrecional, acen-tuado en los momentos de fragmentación parlamentaria. Se parte de que el Rey, por sí mismo, debe valorar si algún candidato va a tener apoyos suficientes y —si es así— puede encargarle que intente conseguir la inves-tidura. Más allá, el comunicado prácticamente le atribuye al monarca el poder de disolución de las Cortes, mediante la opción —discrecional— de esperar a que transcurra el plazo máximo para intentar la investidura de un candidato previsto en la Constitución. Todas éstas parecen ser compe-tencias regias que demuestran facultades políticas propias del Rey. Llama-tivamente, en estos comunicados oficiales el refrendo del Presidente del Congreso se presenta como un acto posterior, prácticamente debido. De este modo se viene a invertir radicalmente el sistema del refrendo pensado —tal y como señala el Tribunal Constitucional— para desplazar la auto-ría política de las decisiones formalmente atribuidas a la corona. Resulta descaradamente opuesto a nuestro sistema constitucional insinuar que el refrendo del Presidente de las Cortes es un mero acto debido que ratifica la voluntad real, cuando en realidad es precisamente lo contrario.

El Rey no puede proponer a nadie ser candidato sin el preceptivo refrendo. A lo sumo puede tantear la disponibilidad de los líderes o re-presentantes políticos y trasladar sus impresiones eventualmente al Presi-dente de las Cortes que es quien, desde su legitimidad democrática para el ejercicio de facultades políticas, debe tomar la decisión última sobre el candidato. Aquí, las posibilidades constitucionales son múltiples. El presidente de Congreso mediante el encargo para intentar formar Go-bierno puede dar carta de naturaleza a un candidato nuevo, no sugerido por los partidos. Puede provocar diversas reacciones políticas, tanto con el encargo como con la amenaza de disolución, sin que corresponda en absoluto al Rey entrar en este juego estrictamente político.

El papel reservado al monarca es exclusivamente simbólico. Debe reci-bir a los representantes políticos en tanto que personificación del Estado, pero no puede incidir de ningún modo en quién será finalmente el en-cargado de intentar formar gobierno. Cualquier acción regia que pueda influir en la determinación de la persona que finalmente gobierne el país supondría una interferencia inaceptable en el proceso de legitimación democrática del Gobierno. A través de las elecciones generales, el cuerpo electoral designa a un Parlamento de cuyo seno debe emanar el manda-to para formar Gobierno. En ese proceso decisivo sólo pueden interve-nir voluntades legitimadas popularmente en esas elecciones. Reconocer

136 Joaquín Urías

cualquier supuesto margen de decisión del Rey supondría otorgarle a un órgano ajeno a la voluntad popular una facultad que puede resultar de-cisiva para su plasmación en el órgano que dirige la política del país. En un sistema parlamentario de Gobierno elegido por el Parlamento, sólo el Parlamento o sus representantes tienen algo que decir en la determi-nación del Presidente del Gobierno, por más que la Casa del Rey aspire a decir algo al respecto y a que en ocasiones dé la impresión de que —por la vía de los hechos— lo está consiguiendo.

4. EL MENSAJE DEL REY SOBRE CATALUÑA

4.1. Génesis y presentación

La práctica del ejercicio de las funciones reales ofrece escasos ejemplos para su análisis jurídico que permitan constatar si efectivamente estamos asistiendo a un intento de atribuir a la Corona competencias políticas más allá de las previsiones constitucionales. La acción del Rey suele moverse en el terreno de los hechos y a menudo no hay un acto concreto que se pueda analizar desde un punto de vista jurídico. Esta escasez vuelve especialmente relevante un ejemplo en el que sí se hay constancia de la intervención real, evidencias de su gestación y de las consecuencias directas e indirectas. El día 3 de octubre de 2017 a las 21:00 el Rey se dirigió a la nación mediante un discurso de seis minutos de duración transmitido por la mayoría de medios de comunicación. En él abordaba la situación en Cataluña con motivo de lo que se ha llamado “el desafío independendentista”, plasmado dos días antes en la realización efectiva de una consulta, sin valor legal, que había sido ex-presamente prohibida por el Tribunal Constitucional.

Poco se sabe sobre la génesis de aquél discurso más allá de la recons-trucción de los hechos realizada por diversos medios de comunicación que citan siempre fuentes sin identificar de la Casa Real. Según éstas la iniciativa del discurso habría partido del propio monarca, venciendo la oposición ini-cial del Presidente del Gobierno24. Finalmente, en una reunión celebrada el mismo día el Rey le habría mostrado su discurso ya elaborado al Presidente, quien lo habría refrendado íntegramente25. En buena lógica constitucional

24 Cfr. El artículo “3-O: El día que el Rey se impuso a Rajoy para serenar al país”, elabora-do por Raúl Piña, publicado por El Mundo, el día 3 de octubre de 2018.

25 Cfr. El artículo “El Rey pronunció el discurso del 3-O pese a las dudas del Gobierno”, elabo-rado por Pilar Santos y Juan Ruíz Sierra, publicado por El Periódico el 2 de octubre

137La monarquía y la crisis independentista catalana

ese refrendo —presentado política y mediáticamente como un mero “visto bueno” gubernamental a una iniciativa regia— implicaría la atribución de la autoría del mensaje al Presidente del Gobierno. Incluso aunque fuera así, la decisión de que sea leído por el Rey sitúa a éste en determinada posición política que debe ser coherente con su papel constitucional.

4.2. Los contenidos del discurso

De la lectura del discurso se desprende que se trata de un mensaje de marcado carácter político y en el que el Rey aparece tomando clara-mente partido por una de las opciones en el litigio catalán, imputando graves acusaciones a la otra y urgiendo a la adopción de determinadas medidas. Más allá de los llamamientos genéricos al respeto del marco constitucional común, cabe individualizar cuatro contenidos principa-les que vertebran la alocución y plantean dudas de constitucionalidad.

A. Críticas a las autoridades autonómicas catalanas

Desde el primer momento, el monarca hace continuas alusiones a “determinadas autoridades de Cataluña” de las que dice en primer lu-gar que “de una manera reiterada, consciente y deliberada, han venido incum-pliendo la Constitución y su Estatuto de Autonomía”.

Esta afirmación no debe ser vista necesariamente como una crítica política. Puede tener sustento en las decisiones del Tribunal Consti-tucional relativas a las llamadas “leyes de transitoriedad” y de referén-dum aprobadas por el Parlamento de Cataluña26. La desobediencia del Parlamento Catalán y otras autoridades a las Sentencias del Tribunal Constitucional quedó patente en una serie de decisiones jurídicas que dan carta de naturaleza a la afirmación pública de que han incumplido de la manera citada las normas básicas del Estado. Hasta aquí el titular de la Corona se limita a reproducir lo que han decidido los poderes constitucionalmente competentes para ello.

Sin embargo, junto a estas consideraciones añade otras de contenido más valorativo. En especial, atribuye a las mismas autoridades que han socavado la armonía y la convivencia en la propia sociedad catalana, llegan-

de 2018. También el artículo “Así se gestó el mensaje del Rey”, elaborado por Almudena Martínez-Fornés, publicado por ABC el 30 de septiembre de 2018.

26 Vid. por todas SSTC 259/2014, 128/2016, 114/2017, 124/2017.

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do —desgraciadamente— a dividirla”. Esta imputación de hechos estricta-mente políticos tiene su continuación en la idea de que “Esas autoridades han menospreciado los afectos y los sentimientos de solidaridad que han unido y unirán al conjunto de los españoles”. Entiende el Rey —aludiendo en apariencia a la legitimación histórica del independentismo— que “todo ello ha supuesto la culminación de un inaceptable intento de apropiación de las instituciones históricas de Cataluña”. Con esta frase parece que se quiere dar a entender que las instituciones históricas catalanas sólo tienen sen-tido en el marco del estado español y —se supone— bajo el manto de la corona. Se trata de valoraciones de carácter político, propias de la lucha partidista y que muestran claramente un menosprecio hacia de-terminadas fuerzas políticas y autoridades del Estado a las que imputa intenciones imposibles de demostrar. Sobre todo, destaca que las culpa en exclusividad de situaciones lamentables que realmente sólo pueden producirse mediante un cúmulo de acciones. La atribución unilateral al independentismo de ser la única causa de que la sociedad catalana esté dividida es un pronunciamiento que entra de lleno en la lucha partidis-ta y supone apoyar implícitamente a determinadas fuerzas políticas de signo contrario que quedan exculpadas de cualquier posible contribu-ción a la situación. Socavar la armonía y la convivencia no es una acción jurídica cuya realidad pueda sustentarse en ningún pronunciamiento de los tribunales. Es tan sólo un juicio, necesariamente parcial y exclu-sivamente político, sobre una supuesta realidad social.

B. Mensaje a una parte de la población

Las valoraciones de índole política mencionadas tienen su culmina-ción en un mensaje expresamente dirigido tan sólo a una parte de la población de Cataluña:

“Sé muy bien que en Cataluña también hay mucha preocupación y gran inquie-tud con la conducta de las autoridades autonómicas. A quienes así lo sienten, les digo que no están solos, ni lo estarán; que tienen todo el apoyo y la solidaridad del resto de los españoles, y la garantía absoluta de nuestro Estado de Derecho en la defensa de su libertad y de sus derechos”.

Expresa así, de manera más clara que nunca, una visión excluyente al pre-sentarse tan sólo como el monarca de una parte de la población, dispuesto a protegerla frente a la otra. Lejos de cumplir su función constitucional como símbolo de la unidad del Estado en el sentido inclusivo de asegurar la convi-vencia de distintas opciones ideológicas y políticas, el Rey se presenta como partidario de romper esa misma unidad. Cuando el Rey leyó su discurso, los

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resultados electorales vigentes en Cataluña demostraban una sociedad clara-mente dividida. En un momento en que la mayoría parlamentaria en Catalu-ña demostraba un amplio apoyo electoral a las pretensiones del Gobierno de la Generalitat, ratificado por multitudinarias manifestaciones públicas (y que poco después llevaría a una nueva victoria del bloque independentista en las urnas catalanas) el monarca se dirige tan sólo a esa parte de la población —numerosa pero que en ningún caso llegaba a la mitad del cuerpo electoral— contraria a la conducta de las autoridades catalanas. Se sitúa al margen de los resultados electorales y opta por externalizar el apoyo de la institución monár-quica en exclusiva a determinadas fuerzas. De ese modo, deja de ser símbolo de la unidad de un Estado en el que todos caben y asume el papel de defensor de una única visión ideológica que protege frente a las demás.

C. Llamamiento a los poderes públicos

El mensaje que pronuncia el Rey el 3 de octubre de 2017 no se limita a condenar y criticar la deriva de las autoridades catalanas, sino que incluye también un llamamiento muy claro a los poderes constituidos para que to-men medidas adicionales al respecto. En concreto dice que “ante esta situa-ción de extrema gravedad, que requiere el firme compromiso de todos con los intereses generales, es responsabilidad de los legítimos poderes del Estado asegurar el orden cons-titucional y el normal funcionamiento de las instituciones”. En el contexto en el que se pronunció, esta invocación sólo podía ser entendida como un llama-miento a que se pusiera en marcha el mecanismo de suspensión excepcional de la autonomía catalana previsto en el art. 155 CE. Del debate público de aquél momento se deduce necesariamente esta única interpretación. Re-clama la aplicación de un artículo previsto para situaciones de emergencia, que implica la suspensión de numerosos artículos constitucionales y que en cuanto tal sólo puede ser aplicado tras un análisis exclusivamente político de idoneidad. Así que el Monarca, pese a no tener ninguna facultad propia constitucionalmente prevista, realiza un llamamiento dirigido al Gobierno y al Senado para que en ejercicio de facultades excepcionales actúen e in-tervengan una comunidad autónoma suspendiendo la vigencia de distintos preceptos constitucionales. A simple vista parece que en este llamamiento hay no pocas reminiscencias del antiguo rol de guardián de la Constitución que se atribuía al Jefe del Estado autoritario en situaciones de crisis.

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D. Pronunciamiento sobre la futura independencia de Cataluña

Finalmente, el discurso acaba con el mensaje de que Cataluña no será independiente, señalando que: “en ese camino, en esa España mejor que todos deseamos, estará también Cataluña”. De ese modo, no queda duda de que el monarca se alza en portavoz una postura que si bien es posible dentro de la Constitución no es la única opción válida. Nuestro texto constitucional no impone límites a la capacidad de reforma, de modo que el Jefe de Estado no puede negar de antemano la legitimidad de ninguna posibili-dad futura de reforma, incluso la que excluya la integración de Cataluña. De manera mucho más evidente, parece negarse cualquier espacio a la decisión del pueblo catalán sobre su propio futuro. Ello, a pesar de que el propio Tribunal Constitucional ha señalado la posibilidad de articular el derecho a decidir de Cataluña a través de los cauces constitucionales adecuados, incluido el procedimiento de reforma constitucional27. Al ne-gar la posibilidad de que nunca Cataluña sea independiente, o tenga un estatuto constitucional diferente al del resto de territorios, el Rey se alza frente al poder de reforma de la Constitución imponiéndole tácitamente límites no previstos en la propia Constitución.

No hay duda de que mediante estas declaraciones el Rey pretende expresar el sentimiento de gran parte de la sociedad española, contra-ria a la independencia y que culpa de sucedido tan sólo a las autorida-des de Cataluña que son percibidas como perversas. La cuestión, sin embargo, es que se trata de una cuestión discutida en el terreno de la política. No sólo los partidos independentistas sino también otros que apoyan públicamente la celebración de un referéndum sobre el futuro de Cataluña y abogan por una solución dialogada al conflicto28 ven sus

27 Cfr. STC 42/2014, FJ 3, en la que entre otras cosas se defiende “la interpretación de que el ‘derecho a decidir de los ciudadanos de Cataluña’ no aparece proclamado como una manifestación de un derecho a la autodeterminación no reconocido en la Constitución, o como una atribución de soberanía no reconocida en ella, sino como una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional con respeto a los principios de ‘legitimidad democrática’, ‘pluralismo’, y ‘legalidad’, expresamente proclamados en la Declaración en estrecha relación con el ‘derecho a decidir’”.

28 Así en el documento de la Coordinadora Nacional de la formación política “Cata-luña En Común” dado a conocer el 9 de julio de 2017 se afirma que “la convocato-ria de un referéndum efectivo y con garantías es la mejor solución para el ejercicio del derecho a decidir”. Por su parte, la moción presentada en el Parlamento de Cataluña el 28 de febrero de 2013 por el “Partido Socialista de Cataluña” recogía una idea in-cluida en su programa electoral a favor el derecho a decidir de los ciudadanos de

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posiciones públicamente rebatidas por el Rey. Al redactar este discurso y, con la autorización del Presidente del Gobierno, difundirlo el monar-ca ha entrado en el juego político. Al ir más allá de reiterar las ilegali-dades respaldadas judicialmente, la institución que debe representar a la nación y el Estado en su conjunto se presenta públicamente como partidaria de determinadas posiciones en discusión; al mismo tiempo, ataca a otras que son perfectamente legítimas y se mueven en el terreno de la libertad política dentro del marco constitucional vigente. Final-mente, intenta forzar a las autoridades legítimas a una actuación de emergencia con suspensión de la Constitución y se inmiscuye en un po-sible debate constituyente futuro negando determinadas posibilidades.

4.3. Algunas consecuencias directas del mensaje

Para entender la auténtica naturaleza política del mensaje real, conviene tomar también en consideración algunas de sus consecuencias jurídicas más directas. Pueden destacarse en este punto especialmente dos actos, de distinto signo. De una parte, la mención al discurso real que realiza el escrito de la fiscalía del Tribunal Supremo en su escrito de conclusiones provisionales pre-sentado en el proceso contra los dirigentes del proceso secesionista catalán. De otra la declaración del Parlamento de Cataluña de octubre de 2018 por la que a causa del citado discurso se reprueba formalmente la figura del Rey.

A. La reprobación del Rey por el Parlamento de Cataluña

El 11 de octubre de 2018 el Parlamento de Cataluña aprobó por mayoría una moción presentada por el grupo parlamentario En Comú Podems. El punto tercero señalaba que El Parlamento de Cataluña “re-chaza y condena el posicionamiento del Rey Felipe VI y su interven-ción en el conflicto catalán, así como su justificación de la violencia por parte de los cuerpos policiales el 1 de octubre”. Se aprobó con el voto favorable de 69 diputados de tres grupos parlamentarios, la abstención de 4 y la oposición de tan sólo 57 diputados. Estas cifras indican que el rechazo al contenido y la oportunidad del discurso real no se limita a los grupos parlamentarios independentistas, sino que abarcan a otros grupos que representan a una amplia mayoría de la sociedad catalana.

Cataluña mediante un referéndum sobre la autodeterminación de Cataluña legal y acordado con el Gobierno de la nación.

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No cabe duda, a la vista de las consecuencias, de que el discurso supu-so un posicionamiento estrictamente político, ajeno a las funciones de símbolo de la unidad de la nación propias de la figura del Rey, rechazado por una amplía parte de los representantes legítimos de la ciudadanía. Más allá, la reprobación del Rey es un acto de exigencia de responsabilidad política. Ello evidencia que el Parlamento de Cataluña asume el discurso como un acto propio del monarca. No acepta la doctrina existente hasta el momento según la cuál el refrendo por parte del Presidente del Go-bierno desplaza hacia él la autoría del acto. El discurso se percibe polí-ticamente como un acto propio del Rey en el que el refrendo actúa tan sólo como control de legalidad. A partir de esa constatación resulta evi-dente la necesidad de articular mecanismos de exigencia de responsabi-lidad política y, en ausencia de otros, el Parlamento autonómico catalán recurre a la figura genérica de la reprobación.

El Gobierno central interpuso un recurso contra esta resolución ante el Tribunal Constitucional al amparo del art. 161.2 CE. Previamente re-quirió el preceptivo informa del Consejo de Estado. Éste resultó negativo, señalando el Alto órgano consultivo que se trata de un acto de naturaleza “netamente política” que no produce efecto jurídico alguno, por lo que concluye que “no constituye objeto idóneo para su impugnación”. Pese a ello, el Gobierno de la Nación presentó la impugnación conforme al art. 161.2 CE. Aún así, con independencia de la continuación procesal que esta vía procesal pueda tener, lo cierto es que parece claro que el Rey, con su discurso, ha entrado de plano en la discusión política.

B. El discurso del Rey en el escrito de conclusiones provisionales de la fisca-lía sobre el “procés”

El discurso real ha tenido numerosas consecuencias políticas en lo que hace a la gestión y el desarrollo de la crisis independentista en Ca-taluña. Desde el punto de vista jurídico, son especialmente destacable las referencias al mismo que se hacen en el escrito de calificaciones provisionales de la fiscalía del Tribunal Supremo en la causa especial 3/20907/2017 seguida contra los líderes del proceso independentista.

En el punto 7 de los fundamentos jurídicos de este escrito, la fiscalía señala que el rey “en el legítimo cumplimiento de su función como Jefe del Estado y primer garante del orden constitucional” dirigió un mensaje a la nación “en el que, constatando el quebrantamiento de los principios democráticos de todo Estado de Derecho, la profunda división y fractura que se estaba produciendo en la sociedad catalana, y el enorme riesgo que

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se había generado para la estabilidad económica y social de Cataluña y de toda España, reclamó de los legítimos poderes del Estado el aseguramiento del orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, la vigencia del Estado de Derecho y del autogobierno en Cataluña, basado en la Constitución y en su Estatuto de Autonomía” y “calificó de deslealtad inadmisible el comportamiento de las autoridades de Cataluña”.

La incorporación de estas consideraciones a un texto judicial emanado de la fiscalía en un proceso penal resulta preocupante desde el punto de vista constitucional. No sólo se está legitimando la intervención real, sino que se presenta como una orden dirigida a los poderes legítimos del Esta-do, sobre los que el rey tendría facultades de mando y, al mismo tiempo, se sustenta la calificación penal de unos hechos atribuidos a las autoridades catalanas en la opinión expresada por el monarca sobre su comportamiento. Más allá, la fiscalía del Tribunal Supremo insiste expresamente en el “legíti-mo” cumplimiento de una supuesta función real como “primer garante de la Constitución”. Se trata de dar forma jurídica a una realidad tan profun-damente inconstitucional como es la de que el monarca, en cuanto Jefe del Estado, tiene la función de Defensor de la Constitución.

4.4. Valoraciones constitucionales

A. El encaje constitucional de los discursos regios

Ningún acto del Rey puede realizarse sin habilitación expresa de la Constitución para ello. Las funciones del Rey —con independencia de que no expresan la voluntad regia y de que consisten exclusivamente en otorgar una dignidad simbólica estatal reforzada a actos reglados— son exclusivamente las previstas en la Constitución. No es posible realizar una interpretación extensiva de ellas, pues es la propia Carta Magna la que determina qué actos estatales van a aparecer revestidos de esta especial dignidad.

Los discursos ordinarios del Rey están integrados en su presencia protocolaria como símbolo del Estado en determinados actos. Algún sector doctrinal reconoce la existencia, consolidada por la práctica constitucional española, de un “derecho de mensaje” del Rey29. Los dis-cursos periódicos, como el de navidad, son producto de una costumbre

29 Vid. Antonio TORRES DEL MORAL, “Cuarenta años de monarquía parlamenta-ria”, en Revista de Derecho Político, núm. 101, 2018, pp. 56 y ss.

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constitucional y se derivan directamente de la posición representativa del Jefe del Estado, así como del principio de transparencia y el dere-cho de los ciudadanos a recibir información sobre el funcionamiento de las instituciones públicas.

Sin embargo, la posibilidad regia de dirigirse a la ciudadanía en situa-ciones de crisis resulta mucho más discutible. Como magistratura simbó-lica que representa al estado en sí mismo, el rey puede ser utilizado para hacer llegar a la población mensajes de trascendencia política vinculados estrictamente a lo que representa. Eso implica necesariamente que el im-pulso de este tipo de intervenciones ha de venir siempre, exclusivamente, de quien tiene otorgada la facultad de dirección política de la sociedad: el Gobierno. Así mismo, que el contenido de tales alocuciones debe ajus-tarse al papel real de representación de la unidad y permanencia del Estado, referido por tanto a cuestiones ajenas al debate partidista y re-lacionadas estrictamente con el respeto aséptico al orden constitucional vigente. En otras palabras, cuando el Rey se dirige a la sociedad en una situación de crisis quien habla es el Gobierno, pero habla a través del rey porque expone y reclama cuestiones relacionadas de manera indubitada con la aplicación estricta de la Constitución que pueden sin más ser com-partidas por la generalidad del cuerpo electoral respetuoso con el marco constitucional. No caben en nuestro sistema discursos “de partido” pre-sentados por el Rey, pues ello vendría a romper con su función simbólica de representación de la unidad en la Constitución.

B. Contenidos problemáticos del discurso real

Partiendo del marco jurídico-constitucional que se acaba de definir, el mensaje del 3 de octubre de 2017 plantea diversos problemas, pues en apariencia (y prescindiendo de la cuestión de la iniciativa para el discurso) son varios los puntos en los que el contenido de lo expuesto por el monarca excede de sus funciones constitucionales.

Así, el llamamiento real a los poderes del Estado para que adopten las medidas necesarias excede con mucho las facultades regias previstas en la Constitución. Se presenta formalmente como un llamamiento del Jefe del Estado a otros poderes para que adopten unas medidas excep-cionales que sólo pueden decidirse mediante una valoración política de la situación. El primero de esos poderes es precisamente el Gobier-no que ha de refrendar el discurso. La iniciativa para la aplicación del art. 155 de la Constitución corresponde exclusivamente al Gobierno, que se ve interpelado por el mismo Jefe del Estado que conforme a los

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artículos 56.3 CE y 64 CE sólo puede actuar con su autorización. El se-gundo interpelado es nada menos que el Senado, sede de la soberanía nacional que tiene la exclusiva competencia constitucional para valorar si se dan las circunstancias que obligan a la adopción de medidas ex-traordinarias que suspenden la aplicación ordinaria de la Constitución. Esa valoración no es reglada sino política, difícilmente será unánime, y nunca resulta debida. La aplicación de la suspensión extraordinaria de las facultades autonómicas prevista en el art. 155 CE sólo puede hacerse en el momento, por las razones y con la extensión que políticamente se consideren oportunas. La iniciativa corresponde al gobierno, y su adop-ción y el control de su ejecución es competencia exclusiva del Senado. Cualquier participación, siquiera simbólica, del Rey en este procedi-miento viene a desvirtuar la base misma de nuestra Constitución por la vía de situar al poder simbólico por encima de los poderes efectivos en los que se manifiesta la soberanía popular.

Al mismo tiempo, la calificación de las autoridades autonómicas catala-nas como desleales, atribuyéndoles el deseo de dividir a la sociedad y el menosprecio de los sentimientos de la ciudadanía implica un juicio exclusivamente político referido a órganos legítimos del Estado. El Rey no puede expresar este tipo de juicios. Ni como portavoz de la opción política de gobierno ni, mucho menos, en su propio nombre como re-presentante del Estado mismo.

El papel de árbitro, incluso en el caso de que la mención constitu-cional tuviera un contenido normativo del que carece, no puede ser entendido nunca como facultad de decidir acerca de la legitimidad o no de determinados discursos o actos. El arbitraje político, en los casos en los que existe, consiste precisamente en lo contrario: en la capacidad de facilitar las relaciones entre órganos del Estado en caso de conflic-to, intentando que todos ellos puedan cumplir adecuadamente con sus respectivas competencias. Implicaría no tomar partido, ni menos aún juzgar, ayudando a que encuentren acuerdos y puntos de encuentro.

El principio de separación de poderes, aplicado a un “no-poder” como nuestro monarca parlamentario se traduce en la interdicción de menoscabar de ningún modo el ámbito propio del resto de institucio-nes y órganos estatales.

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C. El Rey como supuesto garante de “una” Constitución

El mensaje real, por encima de todo, se presenta al pueblo como una acción regia en defensa de la Constitución. De hecho, académicamente se ha defendido que el discurso del Rey en la crisis catalana trae causa, esencialmente, del juramento de guardar y hacer guardar la Constitu-ción que el artículo 61.1 de la Constitución obliga a formular al Rey al ser proclamado ante las Cortes30. Por si fuera poco, las referencias al discurso del rey en el escrito de conclusiones provisionales de la fiscalía en el proceso contra los líderes del movimiento independentista catalán lo presentan como un pronunciamiento con valor casi normativo. Los fiscales del Tribunal Supremo consideran que con su discurso el Rey ejercía legítimamente unas supuestas funciones constitucionales como “primer garante del orden constitucional”; las valoraciones incluidas en su texto se presentan como fundamento para una acusación penal por rebeldía contra las autoridades señaladas en el mismo como inadmisi-blemente desleales. De ese modo parece que desde distintas instancias doctrinales y judiciales se viene a resucitar la teoría schmittiana de la defensa de la Constitución por parte del Jefe del Estado.

Como es conocido, en 1931 Carl Schmitt publica un conocido y po-lémico trabajo en el que plantea que el verdadero defensor de la Cons-titución no debe ser un órgano jurisdiccional, sino el Jefe del Estado en cuanto símbolo de la unidad del pueblo. Detrás de la discusión acerca de si el garante de la Constitución debe ser entendida como un proyec-to cerrado de unidad basado en la decisión soberana del pueblo o como una garantía del pluralismo31. En ese sentido, la idea del Jefe del Estado como garante enlaza con una concepción unitaria de la Constitución en la que no caben distintas perspectivas. La deriva autoritaria es eviden-te, en especial en situaciones de crisis. El Jefe del Estado no defiende entonces la Constitución como lugar de encuentro sino como realidad única e indiscutible. No es la Constitución en vigor, sino una interpreta-ción de ella. Es la Constitución material, que se impone sobre la norma formal. Evidentemente, esta concepción resulta del todo ajena a la lógi-ca de nuestro sistema vigente. En la mismo, el “guardián de la Constitu-ción” nunca podría ser una magistratura —como el monarca— que se

30 Cfr. Javier GARCÍA FERNÁNDEZ, “La Corona y la Constitución” en el diario El País, 25 de diciembre de 2017.

31 Vid. Rafael ASÍS ROIG, “Sobre el defensor de la Constitución”, en FORO JURíDI-CO, núm. 8, 2006, pp. 14 y ss.

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coloque fuera de las Leyes constitucionales para “salvar” frente a ellas a la Constitución material. Ha de ser, exclusivamente, una institución como el Tribunal Constitucional, que tenga como única misión hacer respetar el orden jurídico constitucional en su integridad, en tanto que poder jurisdiccional de control de los demás poderes del Estado32.

La promesa regia de guardar y “hacer guardar” la Constitución es una mera declaración formal protocolaria en el sentido de la STC 74/1991 destinada a resaltar el carácter de “constitucional” que confi-gura a nuestra monarquía. No puede ser un título habilitante de una competencia real como defensor de la Constitución que permita al mo-narca privado de todo poder recuperarlo en situaciones de crisis. Ya se ha dicho que el Rey, en tanto que magistratura hereditaria cuyo titular se designa por linaje, no puede ejercer ninguna competencia propia por carecer de los mecanismos de responsabilidad política y jurídica intrínsecos a la idea de poder democrático. Incluso aunque se admita que ante determinadas crisis el Estado puede suspender temporalmen-te algunos de los principios básicos que lo caracterizan como demo-crático, ello sólo puede suceder en los supuestos tasadísimos y con las condiciones estrictas previstas en la Constitución. La racionalización de la protección extraordinaria de la Constitución es el resultado de un logro democrático; el derecho constitucional de excepción se basa en la distinción entre régimen constitucional ordinario y excepcional, pero ambos aparecen delimitados jurídicamente para asegurar la pervivencia del valor democrático de la norma suprema. El estado de derecho es resistente a cualquier excepción33. La posibilidad misma de un poder de emergencia personificado en el Rey supondría la falta de control democrático de la gestión de las situaciones de emergencia y supondría, por ello mismo, la negación misma de la Constitución normativa.

La inclusión en un escrito judicial de la fiscalía de la referencia al su-puesto papel de “garante” de la Constitución que tendría el monarca es un dislate constitucional. Ha de servir para poner en evidencia los ries-gos de, incluso con refrendo presidencial, utilizar la figura simbólica del Rey para defender un entendimiento concreto de la Constitución, instando a las autoridades democráticas a poner en marcha mecanismos

32 Cfr. Javier PÉREZ ROYO, “Jefatura del Estado y democracia parlamentaria”, en Revista de Estudios Políticos, núm. 1984, p. 26.

33 Vid. Pedro CRUZ VILLALÓN, El Estado de sitio y la Constitución, Madrid, 1979, p. 444; “El nuevo derecho de excepción”, en REDC, núm. 2, 1981, p. 113.

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de excepción para la suspensión parcial y temporal de la Constitución en situaciones de crisis. Se abre un camino que, de transitarse, sólo po-dría llevar a la relativización del principio democrático, la debilitación del carácter normativo de la Constitución y —en suma— la derogación de los principios básicos de nuestro sistema constitucional.

D. A modo de conclusión: democracia militante y Constitución material

El Tribunal Constitucional ha repetido hasta en una decena de ocasio-nes que en nuestro ordenamiento no tiene cabida un modelo de demo-cracia militante. Así, esa declaración se ha convertido en un “clásico” que repiten tanto la doctrina científica como la jurisprudencia ordinaria y to-dos los operadores jurídicos y políticos. Con ello se trata de constatar que la Constitución de 1978 no crea un sistema inamovible ni indiscutible: carece de un núcleo irreductible excluido de la posibilidad de reforma; no permite la prohibición de partidos políticos cuyo objetivo sea el derro-camiento mismo del sistema constitucional vigente; admite la libertad de expresión de ideas que resulten abiertamente contrarias a sus principios y valores esenciales.

La jurisprudencia no siempre ha reconocido coherentemente las con-secuencias de este carácter abierto de nuestra Constitución, que rechaza las posiciones idealistas de Karl POPPER en torno a la imposibilidad de tolerar a los intolerantes. De hecho, en lo que afecta a la deriva indepen-dentistas de las instituciones catalanas, el Tribunal Constitucional ha ido evolucionando entre 2014 y 2018 hacia posturas cada vez más restrictivas en lo que hace a la posibilidad tanto de discutir políticamente sobre la independencia en sede parlamentaria como de consultar a la sociedad con carácter previo a una propuesta de reforma constitucional34. En ese sentido, el “conflicto catalán” está provocando un cierre constitucional en lo que hace a la estructura territorial del Estado que guarda ciertas similitudes con la reacción del sistema constitucional alemán y del Con-venio Europeo de Derechos Humanos ante la amenaza del revisionismo y la vuelta del nacionalsocialismo.

Pese a ello, por ahora la Constitución de 1978 permanece sin muta-ciones en lo que hace a la posibilidad teórica de defender ideas indepen-dentistas, siempre y cuando no se plasmen en actos con eficacia jurídica o capacidad de afectar al orden vigente. En este momento delicado el

34 Vid. por todas STC 259/2017.

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discurso regio del 3 de octubre de 1978 pone en riesgo la supervivencia misma de nuestro sistema constitucional tal y como lo hemos entendido hasta ahora.

El discurso se presenta como una expresión de la posición personal del monarca respecto al mencionado conflicto catalán. Ante ella el acto de refrendo deja de concebirse como un desplazamiento de la autoría política del acto real y se muestra como un acto formal o, a lo sumo, un mero control de legalidad. El hecho de que el Parlamento de Cataluña haya intentado atribuir al rey la responsabilidad política del discurso no supone un exceso en sus atribuciones, sino la constatación de que si el rey tiene un posicionamiento político propio, distinto del Presidente del Gobierno refrendador, la responsabilidad política ha de atribuirse al mo-narca, no al Presidente.

En última instancia, la atribución al Rey de atribuciones y margen de decisión propios no es sino el afloramiento de la “Constitución material”, que se —en situaciones de crisis— se quiere imponer sobre la norma jurídica constitucional. La proclamación de la Constitución por un Rey anterior a ésta cobra relevancia. Aunque las pretensiones de la Casa Real de gozar de competencias constitucionales fueron desechadas en el deba-te constituyente, la autoridad material del Rey dentro de ciertos sectores más impermeables al espíritu constitucional nunca ha decaído. Ante lo que se percibe como una amenaza, esa autoridad material del rey surge a la luz, asumiendo unas competencias que le niega la esencia misma de nuestra Constitución. El Rey no puede intervenir en defensa de la Cons-titución, porque su intervención supone en sí misma la negación de ésta. Pero más allá, el Rey representa al Estado como realidad política que per-vive más allá de su ordenación jurídica en un texto. La posibilidad misma de un discurso como el que aquí se analiza no es sino un anuncio de la superioridad del Estado sobre la norma jurídica democrática.