Unos vecinos muy raros

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“Unos vecinos muy raros…” Por: María I. Frías Viilo

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“Unos  vecinos  muy  raros…”  Por:  María  I.  Frías  Viilo      

   

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La señora Orejaslargas, que era muy rápida y la primera en enterarse de

todo lo que ocurría, llegó corriendo, casi sin aliento, al riachuelo donde cada

mañana se reunían los habitantes del bosque para intercambiar víveres,

saludos y noticias…

“¿Los han visto, los han visto? ¡Los nuevos vecinos ya se han mudado a

la madriguera de la encina!” – exclamó. Enseguida todos se arremolinaron a

su alrededor, curiosos. “¿Cómo son? ¿Son simpáticos? ¿Tienen crías?”

“No os lo vais a creer… ¡Son feísimos!” – respondió agitada la liebre.

“Tienen un aspecto horrible… ¡Su cuerpo está lleno de pinchos!”

Un murmullo de asombro se extendió entre los animales. “¿Serán

peligrosos…?” – Bigotitos, el ratón de campo, dijo en alto lo que todos estaban

pensando.

“A mí me pareció muy sospechoso…” – dijo Orejaslargas. “¿Por qué

querrá alguien ir así, todo cubierto de picos? Será mejor no tener mucha

relación con ellos, no son de fiar.”

Los habitantes del bosque se dispersaron, comentando unos con otros la

noticia, y decididos a advertir al resto acerca del peligro. Las mamás

prohibieron tajantemente a sus crías jugar con los nuevos vecinos, bajo pena

de quedarse castigados durante toda la primavera.

La familia Pincho, que así se llamaban los recién llegados, se extrañaron

del comportamiento huraño y esquivo de todos hacia ellos. Mamá Pincho

intentaba tranquilizar a sus tres hijos – Pico, Espino y Púa – que no

comprendían porqué nadie les hablaba y porqué todos daban un rodeo para no

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tropezarse con ellos. “Ya veréis cómo pronto tendréis muchos amiguitos” – les

consolaba. “Tenemos que darles tiempo para que nos conozcan.” Pero

pasaban los días, y las semanas, y nadie quería acercarse a los Pincho.

Don Tejón y Doña Urraca decidieron que era necesario convocar una

asamblea urgente para poner fin al asunto, así que los animales del bosque se

reunieron bajo el Gran Roble – exceptuando a Doña Concha, la anciana

tortuga, a la que dejaron en el claro vigilando a las crías de todos.

El ambiente estaba caldeado. “Yo pienso que es extraño que pasen

tanto tiempo en su madriguera” – dijo Don Trino, el jilguero. “Únicamente salen

al anochecer…”

“¡Y ese aspecto que tienen…!” – comentó Doña Bellota, la ardilla. “Se ve

claramente que son peligrosos.”

“¡Debemos exigirles que se vayan a vivir a otro sitio! ¡Éste es un lugar de

prestigio, y no nos conviene tener a unos vecinos indeseables entre nosotros!”

– exclamó Don Castor.

La lechuza, doña Ulula, que había estado callada todo ese tiempo,

observando atentamente a todos con sus grandes ojos y escuchando los

comentarios de unos y otros, dijo entonces: “En realidad ninguno de nosotros

se ha molestado siquiera en preguntarles de dónde son o a qué se dedican…

No les conocemos en absoluto. Así es que no deberíamos juzgarles tan sólo

por su aspecto. ¿No creen?”

Por un momento se hizo el silencio en la asamblea. Pero entonces todos

comenzaron a hablar a la vez, alguien propuso que se votara, y finalmente se

decidió por mayoría que los Pincho debían ser expulsados del bosque.

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Entretanto, ajena a todo lo que estaba ocurriendo bajo el Gran Roble, la

señora Pincho llamaba a sus hijos a merendar. Pero éstos no estaban en la

casa, tampoco los vio junto al riachuelo, ni en la huerta, ni detrás de los

zarzales.

“¿Dónde se habrán metido…?” – se preguntó. Entonces recordó haber

oído a la pequeña Púa mencionar algo sobre el claro, adonde iban a jugar

normalmente todos los niños del bosque. “Pobrecitos míos…” – suspiró,

“seguramente habrán ido allí para ver si alguien quiere jugar con ellos; y ahora

estarán desconsolados, viendo desde algún rincón cómo los demás se lo están

pasando bien…”

En efecto, en una esquina del claro donde jugaban los pequeños,

estaban Pico, Espino y Púa mirando tristemente a los otros, sin comprender por

qué éstos no querían ser sus amigos.

Pero de pronto las risas y los juegos se convirtieron en gritos de terror y

llanto. Los pequeños corrían de acá para allá despavoridos, algunos intentaban

esconderse, otros lloraban llamando a sus madres.

Una malvada culebra se había acercado sigilosamente al claro, y

aprovechando la ausencia de los adultos y la lentitud de Doña Concha, ¡estaba

atacando a los pequeños! Pero por suerte, justo en ese instante Mamá Pincho

llegaba al lugar, y viendo lo que pasaba, sin pensárselo dos veces se hizo un

ovillo, rodando hasta interponerse entre la culebra y los asustados animalitos.

La culebra se llevó un buen susto, y cada vez que intentaba encontrar un

hueco para esquivar a Mamá Pincho y llevarse a alguna cría, las afiladas púas

de erizo se le clavaban en la piel.

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Saltarina, la hija de Orejaslargas, había conseguido escapar y había

avisado a los mayores, que seguían reunidos en la asamblea. Todos vinieron

deprisa, justo a tiempo para ver la heroica hazaña de Mamá Pincho, y a la

culebra huyendo para no regresar nunca más, avergonzada y dolorida.

Cuando finalmente todos se calmaron, la señora Orejaslargas se acercó

tímidamente a los Pincho. “Creo que hablo en nombre de todos, y quiero

decirles que les debemos una disculpa…” – dijo. “Hemos sido muy injustos,

juzgándoles sin conocerles, y rechazándoles por ser diferentes. Pedimos

perdón de todo corazón, y les damos la bienvenida al bosque.”

Todos asintieron, y se acercaron uno por uno a la familia de erizos para

presentarse y darles las gracias. Los Pincho se sentían felices de haber sido

por fin aceptados entre sus vecinos. Mamá Pincho invitó a todos a su casa,

para conocerse mejor tomando un delicioso té de frambuesa. Y cuando

entraron por la puerta, se llevaron una gran sorpresa…

La señora Pincho resultó ser una excelente costurera, que manejaba con

destreza y arte la aguja y el dedal. No había alfiler que se le resistiera, y su

madriguera estaba llena de hermosas telas de colores, hilos, lanas y labores.

“Me paso aquí todo el día, cosiendo encargos y haciendo remiendos” –

explicó a sus sorprendidos vecinos, que observaban admirados las colchas que

colgaban de las paredes. “Me manejo bastante bien con las agujas y los

alfileres. Es que me gustan las cosas que pinchan… ¡son un poco como yo!”

Todos rieron con ganas, y desde ese día, los Pincho vivieron felices en

el bosque, con muchos amigos nuevos.

FIN