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Un nacionalista en apuros (El inconsistente separatismo de Ulises Moulines) AURELIO ARTETA Universidad del País Vasco RESUMEN. El artículo pretende ofrecer una réplica detallada del «Manifiesto nacionalista» de Ulises Moulines (Isegoría, núm. 24, junio 2001). Entre las muchas debilidades de aquella defensa del nacio- nalismo étnico destaca la incomprensión del sentido de unos cuantos conflictos intranacionales. Pues, lejos de ser síntoma de la existencia de una nación sojuzgada (por ejemplo, la actual vasca), podrían ser más bien señal de lo contrario: de que en esa población no hay conciencia nacional suficiente para demandar la soberanía política y de que es el nacionalismo el inte- resado inductor del conflicto. Si la mini-teoría de etnias y naciones de Moulines se limita a reafirmar la radical indefinición de tales conceptos, tampoco su principio del Valor intrínseco de la pluralidad del Ser (infundado tanto en ética como en esté- tica) aporta prueba alguna de un presunto derecho de las naciones a su independen- cia. Igual que se pasa por alto la más que dudosa compatibilidad entre nacionalismo étnico y democracia, se presupone que un Estado multinacional <<las más de las veces» no puede funcionar. En suma, vuel- ta al viejo principio de las nacionalidades. Como es de esperar que la condición de «filósofo de la ciencia» se apoye siempre en la previa y más general de sujeto político y moral, no seré yo quien regatee a Ulises Moulines su derecho a transgredir fron- ISEGORíN26 (2002) pp. 219-237 ABSTRACT. In this article I critically exa- mine Ulises Moulines's «Nationalist Mani- festo» (Isegoría, numo 24, June 2001). I argue that his defence of ethnic nationa- lism, amongst its many flaws, shows an una- bility to understand the significance of many intra-national conflicts. Instead of providing evidence of a nation's (i. e., the basque) oppression, those conflicts might well be a symptom of the opposite phe- nomenon within the population: namely, that in the absenceof a national conscious" ness strong enough to require political sovereignty, the only engine behind the conflicts is the nationalist movement's self-interest. While Moulines's mini-the01Y of nations and ethnic groups merely asserts the radical ambiguity of those concepts, his PrincipIe of the Intrinsic Value of the Plurality of Being (whichis as unconvincing in ethics as in esthetics) does not provide any argument for a nation's right to inde- pendence. The difficult issue of how to make' ethnic nationalism compatible with democracy is completely ignored by him; rather, it is presupposed that «more often than not» a multinational state simply will not work. At last, the Manifesto boils down to just another re-enactment of the old Principie of Nationalities. teras disciplinares ya sentar tesis de carác- ter ético-político acerca del nacionalismo. Le reprocho, eso sí, que sean disparatadas y por ello indignas (26) 1 no ya de un ilustre pensador, sino de un ciudadano dotado de 219

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Un nacionalista en apuros(El inconsistente separatismo de Ulises Moulines)

AURELIO ARTETAUniversidad del País Vasco

RESUMEN. El artículo pretende ofreceruna réplica detallada del «Manifiestonacionalista» de Ulises Moulines (Isegoría,núm. 24, junio 2001). Entre las muchasdebilidades de aquella defensa del nacio­nalismo étnico destaca la incomprensióndel sentido de unos cuantos conflictosintranacionales. Pues, lejos de ser síntomade la existencia de una nación sojuzgada(por ejemplo, la actual vasca), podrían sermás bien señal de lo contrario: de que enesa población no hay conciencia nacionalsuficiente para demandar la soberaníapolítica y de que es el nacionalismo el inte­resado inductor del conflicto. Si lamini-teoría de etniasy naciones de Moulinesse limita a reafirmar la radical indefiniciónde tales conceptos, tampoco su principiodel Valor intrínseco de la pluralidad del Ser(infundado tanto en ética como en esté­tica) aporta prueba alguna de un presuntoderecho de las naciones a su independen­cia. Igual que se pasa por alto la más quedudosa compatibilidad entre nacionalismoétnico y democracia, se presupone que unEstado multinacional <<las más de lasveces» no puede funcionar. En suma, vuel­ta al viejo principio de las nacionalidades.

Como es de esperar que la condición de«filósofo de la ciencia» se apoye siempreen la previa y más general de sujeto políticoy moral, no seré yo quien regatee a UlisesMoulines su derecho a transgredir fron-

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ABSTRACT. In this article I critically exa­mine Ulises Moulines's «Nationalist Mani­festo» (Isegoría, numo 24, June 2001). Iargue that his defence of ethnic nationa­lism, amongst its many flaws, shows an una­bility to understand the significance ofmany intra-national conflicts. Instead ofproviding evidence of a nation's (i. e., thebasque) oppression, those conflicts mightwell be a symptom of the opposite phe­nomenon within the population: namely,that in the absenceof a national conscious"ness strong enough to require politicalsovereignty, the only engine behind theconflicts is the nationalist movement'sself-interest. While Moulines's mini-the01Yofnations and ethnic groups merely assertsthe radical ambiguity of those concepts,his PrincipIe of the Intrinsic Value of thePlurality ofBeing (whichis as unconvincingin ethics as in esthetics) does not provideany argument for a nation's right to inde­pendence. The difficult issue of how tomake' ethnic nationalism compatible withdemocracy is completely ignored by him;rather, it is presupposed that «more oftenthan not» a multinational state simply willnot work. At last, the Manifesto boils downto just another re-enactment of the oldPrincipie of Nationalities.

teras disciplinares ya sentar tesis de carác­ter ético-político acerca del nacionalismo.Le reprocho, eso sí, que sean disparatadasy por ello indignas (26) 1 no ya de un ilustrepensador, sino de un ciudadano dotado de

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alguna conciencia crítica. De ahí que nodeje de extrañar que quien se excusa porser tan sólo «un pobre filósofo de la cien­cia» (44), y no de la política, se comporteen esta materia con un desenfado que leenvidiaría el más curtido de los especia­listas. Llama no menos la atención que eseal que aquejan deficiencias como las quese verán enseguida esté presto a reprocharuna y otra vez las presuntas debilidadesque al parecer afectan a los demás: ya seael «notable déficit conceptual y metodo­lógico» en el tratamiento del nacionalismopor parte de las disciplinas teóricas (26),o bien la «gran indigencia teórica» (31)o el lamentable «nivel de indigencia con­ceptual»en su discusión ordinaria (47). Demomento no parece preciso dar gracias alcielo por dignarse deparamos al fin la bue­na nueva del profesor Moulines.

Nuestro hombre carece de reparos encruzar asimismo las fronteras geográficaslejanas, pero se anda con mayor tiento enacercarse a las más próximas. Alude, pues,a los nacionalismos que asolaron la exYugoslavia, apela con soltura lo mismo alcaso irlandés, judío o gitano que a bávarosy neozelandeses, menciona de pasada a losde la Unión Sudafricana y Burundi, y asía varios más. Sólo que, pese a su nacio­nalidad española, a su estrecha relacióncon Cataluña y a escribir en una revistade pensamiento político-moral afincada enEspaña, se cuida muy mucho de esbozarsiquiera una mirada a los nacionalismosde nuestra tierra. En especial, al vasco,seguramente el problema político españolmás grave -por ser el único sangriento­del presente. Nunca sabremos si se tratade una respetable medida de cautela ele­mental (si bien un tanto exagerada, a lavista de la distancia que separa Munichde San Sebastián) o bien de un hábil sub­terfugio para evitar todo cotejo entre susapacibles reflexiones y un nacionalismocuyos dichos y hechos, mientras invocanargumentos como los suyos, instalan a dia­rio la barbarie. Intenciones y resultados

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al margen, trataré de probar que buenaparte de las tesis del profesor Moulinesconsiste precisamente en sus notablesinconsistencias. Ysi esto se da en una figu­ra justamente prestigiosa del pensamientológico-científico, pueden figurarse el gradode coherencia argumental del que acos­tumbra hacer gala el nacionalista ordi­nario.

Hay amores que matan

Ciertos modos que adopta el amor a lapatria, por ejemplo. Contra lo que el autorparece suponer (26), son pocos los estu­diosos de las emociones que las encuadrenentre los fenómenos irracionales. Al con­trario, el cognitivismo dominante en estecampo da por sentado que afectos y sen­timientos responden más bien a creencias,juicios y percepciones de sus sujetos 2. Otracosa es el grado de razonabilidad de talescreencias, que es lo que importa para deci­dir acerca del valor de verdad o de bondadde las emociones en cuestión.

Sea como fuere, no parece que el amora la patria sea la raíz psicológica suficientedel nacionalismo, porque se puede serpatriota sin ser nacionalista y, muchomenos, nacionalista de carácter etnicista.Ahí está el republicanismo antiguo, moder­no o contemporáneo para probarlo 3.

Dígase más bien que el sentimiento nacio­'nalista es «el estado de enojo que suscitala violación del principio [nacionalista] oel de satisfacción que acompaña a su rea"lización», siendo tal principio político elque sostiene que «debe haber congruenciaentre la unidad nacional y la política» 4.

De suerte que ni hay que considerar laemoción nacional como natural e inevita"ble (26), ni el antinacionalista se erigesiempre en su adversario (27), sino sólocuando equivale a ese «sentimiento defiliación hacia un objeto que el individuosiente que lo trasciende, algo que percibea la vez como un objeto externo a sí mismo

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y componente fundamental de su propiaidentidad» (26). Para probarlo, aún rebro­ta de vez en cuando aquí y allá el nacio­nalsocialismo, que también es un nacio­nalismo.

En esos casos, ciertamente, el crítico delnacionalismo lo mira como ~~un gravedesorden psíquico» (27) 5 Yno habrá ciu­dadano digno de tal nombre que se engañeacerca de sus peligros manifiestos y no pro­cure reprimirlo o superarlo. Para empezar,porque bajo aquella fórmula el patriotismosería una especie más de fanatismo colec­tivo, una emoción de naturaleza religiosaque contradice frOntalmente el sentimien­to y afiliación democráticos..., aunque notrajera otros efectos nocivos. Por si ellofuera poco, porque semejante sentimientobusca un enemigo real o imaginario en quedescargarse y, en consecuencia, será tantomás peligroso cuanto más fervor patrióticose incube en esta nación o en aquélla. Y,finalmente (éste es unO de los más cla­morosos vacíos en la reflexión de Mou"lines), porque sus riesgos aumentan asi­mismo a tenor de las resistencias queencuentra entre los no nacionalistas de supropia y pretendida nación...

Lo que aquí se llama negacionismopodría entonces, contra lo que Moulinesdice (27) y sin incurrir en absurdo alguno,afirmar la existencia de una nación y a lavez tildar ese sentimiento del amor a lapatria como «producto de una ilusión oquizá incluso de una alucinación» (30).Exista o no nación en algún sentido veri­ficable, por lo pronto, lo ilusorio suele serla historia que el patriota se inventa, lasgraves afrentas de las que cree (o lo simula)haber sido objeto y los incuestionablesderechos individuales y colectivos (a fin decuentas, a la soberanía política) que se atri"buye. Así las cosas, nada tiene de extrañoque el negacionista ~si es un ciudadanodemócrata y por la cuenta que le trae~

tenga por un deber moral (y, en primertérmino, político) curar a los pacientes detal ilusión o reprimirla. Pero no, como a

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Moulines le interesa dejar caer al descuido,«a cualquier precio» (27) o «por todos losmedios disponibles» (30), sino con las debi­das cautelas y a través de los cauces deun Estado de Derecho.

Claro que el éxito de tal exigencia moralsupone algo que nuestro hombre descuidadilucidar: a saber, que los afectos no cons­tituyen fenómenos ineluctables y dadospara siempre; que somos responsables denuestros sentimientos, en la medida enque, siendo razonables, resultan asimismoeducables. Añádase a ello que el empeñode transformar ese afecto patriótico noproviene de algún capricho. Tampoco setrata, por cierto, de que aquel naciona­lismo entrañe una mera ilusión o «grotes­ca» alucinación, como el gusto por la cari­catura del adversario le lleva a Moulinesa calificar. Es sencillamente que sentimien­to tan excluyente puede ~o tiene que~

impulsar una conducta pública injusta y,como la experiencia muestra de sobra, vio­lenta y hasta mortífera con el resto de losconnacionales primero y con los extrana­cionales después. Al menos a poco de cier­to que contenga esa citada definición deRustow de nación como «un grupo cuyosmiembros colocan la lealtad al grupo comototalidad por encima de cualesquiera otraslealtades contrapuestas» (31), incluidas lasciudadanas y democráticas. O sea, el viejoright or wrong, my country. Así que aquellapasióp,frustrada no sólo puede volver alos nacionalistas «locos de aman> (34); esque con alguna desgraciada frecuencia losconvierte en criminales. Lo mismo les hacecapaces de «sacrificar la propia vida» (27)que de arrebatar sin pena o con fruiciónlas ajenas.

De etnias, naciones y otros entes vagarosos

Pero antes habrá que ponerse de acuerdosobre el significado de nación y el Mani­fiesto pasa revista a un variado elenco dedefiniciones (31 y ss.) para desecharlas una

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tras otra a causa de sus notorias insufi­ciencias. El propio Juan Villoro, autor de«el tratado más sistemático y ponderado»que nuestro profesor confiesa conocersobre el tema, propone cuatro condicionesnecesarias de pertenencia a una nación queaquí se desestiman enseguida como pro­blemáticas (32-33). De manera tal quehabría que tildar al concepto de marrascomo «indefinible» (39) y todo indica quenuestro autor está a punto de incurrir enese negacionismo que ha merecido hastaentonces sus acerbas críticas.

Pero Moulines no se arredra y nos ofre­Ce su propia «mini-teoría de etnias y nacio­nes» (40 y ss.) que, la verdad sea dicha,no progresa un gran trecho en su cono­cimiento. Tales etnias no sólo no ofrecenun factor determinante que pueda tenersepor específico, sino que cuentan con unoslímites espacio-temporales «borrosos» o«difusos» y originan manifestaciones feno­ménicas «imprecisas». Aceptada la impo­sibilidad de fijar unos criterios tanto dedelimitación de una etnia como de per­tenencia a ella, sus rasgos esenciales debenquedar abiertos y ni siquiera la lengua esun componente seguro o exclusivo. Así lascosas, parece un tanto osado afirmar, noobstante, que las etnias son entidades «ge­nidénticas» o que en buena medida rigenla marcha de la Humanidad o, en fin, quelas naciones son unas etnias políticamenteautoconscientes. Son cuestiones que merebasan a mí y los límites de mi réplica.Los que saben de esto apuntan que lanoción de etnia fue un invento de la antro­pología colonial inglesa para clasificar asociedades diferentes de las nuestras quese les aparecían como carentes de insti­tuciones políticas... Pero no sólo resultallamativa la extraordinaria vaguedad conla que ciertas teorías sociales se sirven detales palabras y «la sorprendente facilidadcon la que lo admiten» 6. Más chocantetodavía es la aparente inconsciencia conla que -pese a ello~ aderezan tales pala­bras para su uso nacionalista (o les inyec-

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tan su contenido doctrinal), como hacenuestro profesor al extraer las «consecuen­cias deontológicas» de su teoría (44).

Pues sucede que «aún no sabemos biena bien lo que es una nación»; de acuerdo,pero ello no obsta para que exactamentedos líneas más abajo sepamos de ella algofundamental que Mill ya sabía: que «escaracterístico de ellas que deseen disponerde un Estado propio, en tanto instrumentojurídico-político para defender su identi­dad nacional y desarrollarla» (33) 7. Endefinitiva, no va a tardarse mucho en pasarde eso que a lo sumo sería un hecho (yya se ve que harto confuso), la etnia, ala nación de los nacionalistas y a su seguroderecho. Explicar la nación, por la vía desu naturalización, será justificar el nacio­nalismo.

a) Lo primero es el nacionalismo. Yahemos visto que uno puede profesar denegacionista sin obligarse a negar la nacióny negando nada más que el nacionalismo(o la nación de los nacionalistas). De igualforma,se puede Ser contranacionalista sinser contranacional, o sea, sin ver en lasnaciones «realidades nefastas» (30) ydetectando el carácter nefasto más biendel nacionalismo. Pues su argumento sueleser justamente el contrario del que Mou­lines le achaca: no que «las naciones sonla causa, o al menos una condición necesa­ria, para el surgimiento del nacionalismo»

. '(ibid.), sino al revés. Para mayor exactitud,que la etnia puede preceder al naciona­lismo igual que puede prescindir entera"mente de él; pero que siempre es el nacio­nalismo ese movimiento o doctrina queinfunde a una población su conciencianacional y, por consiguiente, que la animaa dotarse de la voluntad de alcanzar algúnreconocimiento político o incluso rangoestatal (38). Según eso (y es postura adop­tada por buena parte de los estudiosos),el nacionalismo antecede a la nación y alEstado nacional, hasta el punto de cons­truir a una y a otro.

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No otra cosa es lo que, en aparenteinconsecuencia, mantiene poco despuésnuestro autor. Pues resulta que «unanación es una etnia que ha tomado con­ciencia política de sí misma» (38), que «lasnaciones son (oo.), etnias que disponen deun programa político (.oo) de preservacióny desarrollo de su propia identidad» (43).Todo apunta a que aquella conciencianacional, ese «proyecto común» (32), esteprograma político, puesto que no sonpreexistentes, han de ser precisamenteproductos del nacionalismo. Y en efectolo son, según reconoce sin ambages Mou"lines: ~<Cuando este esfuerzo por preservarsu existencia (oo.) se traduce en un pro­grama de acción política (oo.), tenemos quela etnia en cuestión se ha transformadoen una nación, y al programa concomitantelo podemos calificar de "nacionalis­ta"» (45). En resumidas cuentas, lo pos"terior es la nación y el Estado, y lo primeroel nacionalismo, que es de lo que aquí tocahablar.

b) La nación del nacionalista. Pero alnacionalismo muñidor de naciones, segúnparece, le preceden todavía esas entidadesnaturales llamadas etnias. Esas entidadestan dudosas que hace poco parecían deltodo reacias a ser conceptualmente cap­tadas, no ofrecen ahora duda alguna acercade su existencia.

Frente a la vieja epistemología positi­vista, para la que todo concepto científicodebe estar referido a entes observables,Moulines (35 y ss.) postula la existenciade entidades determinadas sólo pormedios puramente teóricos. Como loselectrones en física, estas entidades teó­ricas no son detectables por los sentidos,pero constituyen los presupuestos paracomprender ciertos fenómenos -queserán sus efectos-, éstos sí de carácterobservable. Pues bien, «en la medida enque los electrones son reales, también loson las naciones». y antes aún, las etnias:«Las etnias... son cosas reales, que tienenuna existencia propia» (44, cfr. 37).

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Uno se pregunta si no valdría lo mismoabducir la existencia de Dios a partir dela constatación indubitable de los millonesde creyentes en Él, bajo cualquiera de susfiguras y advocaciones, O de los innegablesefectos de todo género causados por lasreligiones o las iglesias 8. Pero es que, ade­más, la precisión que se nos ofrece no selimita a jugar un papel epistemológico,sino sobre todo otro de carácter normativo.Quiero decir que, en virtud de su propianaturaleza, la existencia teórica de lasetnias y naciones se transmuta en una exis­tencia práctica. Otro tanto ocurre con lapresunción de la existencia divina, que nose contenta con su mero ser afirmada. Asíque cuidado con las abstracciones. Hablarde electrones, de gramática profunda, degenes o de flujos de entropía es una cosa;hablar de etnias y naciones (o de mercado),otra. Entre tales conceptos se da aquelladiferencia que Aristóteles establecía entretheoría ypráxis, según la cual, si la primeratrata de lo siempre igual y se dirige a supura contemplación, la segunda tiene porobjeto lo que puede ser de otra manera(o sea, lo deliberable y elegible) y persiguesu transformación 9. Nación es, en su usoordinario y por el interés que suscita, unconcepto normativo. Viniendo al caso,mientras la idea de electrones permiteexplicar ciertos fenómenos que de otrOmodo quedarían ignotos, el concepto denación, además de explicar conductas indi­viduales o colectivas, tiende a producirlas;esto es, ordena o propone unas accionescon respecto a tales naciones y desaconsejalas contrarias. De ahí que los primeros,en tanto que denotan entidades no huma­nas, permanecen ajenos a cualquier juiciode valor; los segundos, en cambio, se refie­ren a grupos de hombres cuya acción libreexige ser moral y políticamente juzgada.

En todo caso, lo que no podrá dudarsees que para el nacionalismo [y se recordaráque un propósito explícito de Moulines es«defender el nacionalismo» (30 y 26)] eluso normativo del concepto de nación es

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el exclusivo. Es el nacionalismo (comomovimiento, pero antes aún como doctrinapolítica) el que se encarga de definir lanación mediante unos pocos rasgos deinclusión y exclusión que previamente haseleccionado y que a menudo están lejosde ser generales en la población de la quese predica lO. Más todavía, es el naciona­lismo el que proclama no sólo la existenciaindubitable de las naciones y que el mundoestá dividido entre ellas, sino también losderechos políticos de esas naciones... ParaMoulines, el nacionalismo enuncia una«perogrullada moral» (47); para mí, cier­tamente estamos ante una simpleza teó­rica, pero a menudo de supuestos inmo­rales y con efectos inciviles.

El olvidado caso de los conflictos<<intra-nacionales»

De momento es cosa de ver cómo aquellaanunciada defensa del nacionalismo senutre de varios presupuestos ocultos y per·fectamente falsables. Uno vendría a esti­pular que todos los nacionalismos arraiganen poblaciones formadas por una sola etniao, tras el proceso nacionalista consiguiente,en una sola nación. Otro, que el programanacionalista será «conscientemente apoya­do por una parte significativa de la pobla­ción» (45). Esto es ponerse las cosas dema­siado fáciles... A nuestro autor ni se leocurre pensar que buena parte de losnacionalismos étnicos -el vasco entreellos~ viven en y de las condiciones con­trarias, o sea, en territorios de mestizajeétnico, larga historia de convivencia y fal­tos de una suficiente conciencia nacional.Si hubiera aceptado esta precariedad departida, tal vez entendería también suresultado necesario: que la exacerbaciónpropia de esos nacionalismos no se debea la injusticia y violencia con que son repri­midos, que eso hasta les fortalece a veces;se debe más bien a la violencia e injusticiacon que los creyentes deben afirmar su

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hipotética nación y sus presuntos derechosfrente a sus convecinos.

Pero los falsos prejuicios no han hechomás que empezar. El profesor Moulinessabe que «en ocasiones pueden surgir COn­flictos de intereses legítimos», pero el casotípico que propone es el que tiene lugarentre naciones (48). Aunque tambiénconoce conflictos entre los individuos, nise le pasa por la cabeza que puedan tenerprecisamente por pretexto su pertenenciao no a una determinada nación o su aquies­cencia al proyecto nacionalista de «cons­trucción nacional» y su pretensión de sobe·ranía política. Ni como hipótesis de trabajollega a considerar que los intereses de losno nacionalistas puedan ser tanto o máslegítimos que los de sus adversarios. Si con­templara esa hipótesis, seguiría constatan­do el gran número de «conflictos políticosy militares en el mundo», así como su pre­dominante carácter de intra-estatales...,pero no por fuerza inter-nacionales en elsentido genuino de «enfrentamientos entredos o más naciones en el seno de un mismoEstado» (34).

Pues podría ocurrir que fueran más bienenfrentamientos entre una etnia minori­taria (o, al menos, políticamente no mayo­ritaria) y el resto de la población que, ono se considera parte de esa etnia o que,siéndolo, no comparte, sin embargo, elpropósito de independencia política que,el nacionalista le asigna. Dicho de otro

,'modo, el contraste entre la homogéneanación ideal y la heterogénea nación realincita al nacionalismo a resolverlo a basede excluir de la auténtica comunidadnacional a los desprovistos de los rasgosadecuados. Surge así una «poblaciónsobrante» alrededor de la cual, y dentrode las propias fronteras políticas, se levantauna nueva e insidiosa frontera interior 11 •

Se trata de una población que en su mayorparte se siente tanto de su etnia particularcomo de la propia del Estado en que seinserta, que vive una situación que se hadado en llamar de «doble pertenencia» o

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de «identidades compartidas» 12, En unsentido ajustado, pues, cabe tildar a talesconflictos de intra-nacionales. Se dan enel seno de un Estado, pero antes todavíaen una comunidad menor de ese Estado;en esta probable coyuntura el combatenacionalista no se libra primero contra elEstado mismo, sino contra la propia comu­nidad en que habita y a la que pretende«liberar» sin su consentimiento mayori"tario.

0, lo que es igual, tan abundantes con­flictos y «otros muchos procesos sociocul­turales» no son necesariamente síntomasde la «constitución de una nación o de dife­renciación de naciones». Esto no siemprees así, por «evidente» y «trivial» (34) quese le antoje al profesor Moulines. En múl­tiples casos, y en proporciones variables,pueden ser síntomas inequívocos de queno existe tal nación o por lo menos noen el grado de conciencia y voluntad sufi­cientes para emprender un proceso desoberanía política, porque los más se sien­ten también o sólo miembros de la naciónmás general en que desde hace siglos unosy otros conviven. La eventual violencia nobrota ex abundantia de unas reivindicacio­nes nacionales contrariadas. Además deseñal de las carencias opuestas, la violenciamás bien se presenta como el único modode superarlas o colmarlas. El terrorismobajo cualquiera de sus formas sangrientassería el medio para crear, incrementar oavivar esa conciencia nacional insuficientey, en último término, justificar su proyectounilateral de secesión política. «Para darrealidad a la Causa y hacer verdadero asu dios, nada mejor que una buena cargade hechos, y de entre los hechos, nadamejor que una buena carga de muertes.Tal eSlel principio. y ciertamente ¡muchoha matado Euskadi para que pueda dudar"se ya de su existencia!» 13.

Todo lo contrario, pues, de lo que nues­tro autor concluye del llamado argumentoabductivo (35, 41). No siempre es la exis­tencia indiscutible de naciones lo que per-

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mite dar cuenta de una serie de fenómenospolíticos o culturales significativos, sinoexactamente al revés: ciertos fenómenosque parecen responder a la existencia denaciones revelan más bien el propósitoinjusto (por parcial y contra la mayoría)de constituirlas a cualquier precio.Demuestran sin duda la presencia de algúnnacionalismo, pero no de una indiscutiblenación. Verbigracia, ciertas políticas lin­güísticas no buscan sólo preservar o pro­mover una lengua minoritaria; medianteun aparato legal de dudosa legitimidad(que regula desde la inmersión lingüísticaen una lengua que no es la materna nila usual de la inmensa mayoría a la puray simple invención léxica, de la innecesariaseñalización vial o de rótulos hasta la recu­perada o fabulosa toponimia de tiempospretéritos), lo que buscan es forjar esa pre­gonada diferencia nacional que, a su vez,legitime la reivindicación soberanista.Cuando la lengua originaria se ha perdidoo está en trance de perderse, en efecto,los nacionalistas hacen «esfuerzos sobre­humanos por "revivirla"» (42). Tan porencima de la voluntad de los sujetos afec­tados los hacen, con tal desprecio de susderechos y del uso común de los hablantes,que tales esfuerzos bien podrían calificarsede inhumanos. y es que, como la naciónno existe aún como nación, habrá primeroque edificarla; y, luego, esta «construcciónnacion~lr> será el soporte y la palanca dela anheÍada construcción estatal.

El culpable es el Estado

Según el Manifiesto de marras (los prejui­cios prosiguen), en los conflictos naciona­listas la culpa viene casi siempre de fueray cae por lo común del lado del adversarioestatal, según se echa de ver en las dossituaciones-tipo que considera.

Supóngase con Stuart Mill que seacaracterística de la nación el deseo de dis­poner de un Estado propio con vistas a

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defender y desarrollar su identidad (33),aunque ya se hizo notar que esa identidad,al menos como algo suficientemente defi­nido o compartido, puede no pasar de unsueño o un desideratum sin fundamentomayoritario. Tampoco se justifica -y esta­mos ante una muestra de falacia natura­lista- por qué de tal hecho ha de deducirseun derecho. Pero todo esto son cuestionesmenores. Importa sólo resaltar que, cuan­do no logran convertirse por fin en Esta­dos, es «generalmente debido a coaccionesexternas» (ibid.). Si antes que a indebidascoacciones externas se debieran a legítimasdificultades internas (como que la pobla"ción misma se halle dividida sobre el par­ticular), al parecer es pregunta capciosao desdeñable. Si tales coacciones ~esta­

tales o internacionales- se justificaranacaso como garantía de los derechos deaquella parte de la población que sufre elacoso nacionalista..., eso ni se toca. Mejordicho, ambas cuestiones carecen de sen­tido, porque nuestro autor da por supuesto-como aún se verá- que la pretensiónindependentista siempre es legítima y,cuanto se le oponga, ilegítimo.

Pasemos de su independencia comoEstado-nación a la autonomía política deuna nación dentro de un Estado-multina­cional. Dado que estamos ante una cues­tión referida a la praxis, cuesta entendercómo, siendo esa solución autonomista«sin duda un arreglo ideal», pueda fun­cionar casi siempre bastante mal, «por nodecir que no funciona en absoluto» (45).Perplejidades aparte, ¿cuál es la razón últi­ma de tal fracaso? Muy sencillo: que «enla inmensa mayoría de los casos» los Esta­dos multinacionales reales no están cons­tituidos por el consenso de las etnias que

¡ los componen, «sino por la voluntad,muchas veces extremadamente violenta, deuna sola etnia predominante. En una pala­bra, se trata de Estados-nación hegemó­nicos» (46). Así las cosas, y si esta salidaresulta «las más de las veces» tan nefasta,se diría que la lógica y la ética al unísono

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piden acogerse directamente a la fórmulaanterior, o sea, a la plena soberanía, y nOperder el tiempo en soluciones así deinviables...

A no dudar, hay sobrados ejemplos enel mundo susceptibles de ilustrar esta tesis.Sería asimismo verificable que muchosEstados nacionales proceden de la con·quista de unas etnias por otras en tiempospasados. Lo habitual, sin embargo, es queen los actuales no subsista ya una concien­cia étnica tan resentida y, aunque así fuera,toca preguntarse si está justificada una «ac­ción afirmativa» o de «discriminación posi­tiva» que pretendiera reparar un crimenremoto por otro probable crimen presen­te... Sea como fuere, el autor no vacila enatribuir toda la responsabilidad de las ten­siones propias del Estado multinacional alos presuntos abusos de la etnia hegemó­nica. Nunca a las insaciables pretensionesde las etnias supuestamente dominadas; asus injustas discriminaciones respecto desus propios conciudadanos, a los agravioscometidos contra otras etnias autónomasmenos privilegiadas, a sus permanenteschantajes al Estado y así hasta el infinito.La España de hoy, un Estado multinacio­nal y, por el grado de autonomía de quegozan sus etnias, de hecho cuasi-federal,sabe mucho de todo esto.

La violencia comprensible... ¿por merecida?

Ya anticipamos que la nación es como unser humano: vive y sufre como él, se emo­ciona como él y, claro está, goza tambiénde derechos que no deben ser contraria­dos. «Cuando a un individuo se le cortanlas posibilidades de desarrollo de un modoque considera injusto o arbitrario, no haypor qué extrañarse si se enoja y reaccionacon violencia. Lo mismopasa con las nacio"nes [cursiva mía], cuyo desarrollo es per­cibido por muchos de sus miembros tam­bién como condición de posibilidad de supropio desarrollo individual O el de fami-

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liares y amigos» (34). ¿y entonces? Saque­mos la consecuencia que este arriesgadopensador no se atreve a pronunciar en vozalta.

Más que aquel amor a la patria en quequería condensarse la absorbente pasiónnacionalista, el disgusto y la ira incubadospor el incumplimiento del principio polí"tico del nacionalismo -como era detemer- desemboca con mucha probabi­lidad en la violencia; lo que es más, inclusose diría que en una violencia justa. Lástimaque su justificación no traspasa los límitesde un subjetivismo o relativismo impropiosde asunto así de dramático. Pues bastaríaque muchos perciban que su propiodesarrollo personal o familiar está coar­tado, porque asimismo lo perciben efectode lo que perciben un propósito planeadode reprimir el desarrollo de eso que ellosperciben como su nación..., para que esos«muchos» (en nombre de su nación opri­mida) reaccionen con violencia y nadietuviera que sorprenderse por ello. De ladescripción a la encubierta legitimación:¿o no se viene cuando menos a insinuarque, siendo esa violencia merecida, nadietendría tampoco derecho a defenderse deella o a reprimirla? El profesor Moulines,como era de prever, no desciende a des­pejar incógnitas tan insignificantes.

La diversidad como di-versíón(y, si me apuran, divertimento)

Él se conforma con vocear el principio éti­co-ontológico del Valor Intrínseco de la Plu­ralidad del Ser: «es algo bueno, que hayque preservar, o hasta fomentar en lamedida de lo posible, el que haya muchascosas tle muy diversos tipos en el univer­so» (44). De donde se seguiría, así noscuenta, el corolario de que «la destrucciónde una entidad sólo está justificada paraevitar un daño considerable o para pro­mover un bien de tipo muy superior»(ibid.). Y, por si no fuera del todo per-

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suasivo (al autor le parece de nuevo algo«éticamente evidente»), aún se añadirá elargumento estético de que «es más belloO atractivo un mundo en el que hayamuchas cosas de muy diverso tipo» queotro más aburrido compuesto de pocascosas y pocos tipos (ibid.).

Pues ni lo uno ni lo otro. Ignoro si esverdad necesaria que el universo sea onto­lógicamente tanto más rico cuanto másdiverso, que es cosa que dejo a los teóricosdel mejor de los universos posibles. Seade ello lo que fuere, me temo que de ahíno saldría ninguna estimación teórica nidirectiva práctica para el mundo humanoo de los valores. En lo que se refiere anosotros, tal es nuestra semejanza básicaque ya el mero subrayado de la diferenciase vuelve sospechoso: «.,. mientras no sediga en todo el mundo, en todas las lenguasde esta tierra, la verdad indiscutible de quetodos los seres humanos se parecen entresí más de lo que se diferencian, consideroun pecado dar a conocer las diferenciasentre los distintos pueblos antes que sussemejanzas y su igualdad..,» 14.

Más aún: no es verdad apodíctica queuna humanidad más diversa, tan sólo porser más diversa, sea mejor y más bella ni,en consecuencia, que sea éticamente yestéticamente más valioso preservar y has­ta fomentar aquella diversidad. ¿O es quehay que preferir por principio la disparidada la cQipcidencia, la desemejanza al pare"cido o el desacuerdo y el conflicto al acuer­do? El todo no es bueno porque se com­ponga de muchas partes, sino porque suspartes son por sí mismas buenas o con­tribuyen al bien del conjunto. Una recetaculinaria no es mejor tan sólo porqueaumente el número de sus ingredientes,sino porque produce un sabor o un ren­dimiento proteínico apreciables, así comotampoco el valor de una obra de arte resideen la variedad de sus elementos, sino ensu armonía, mesura, ritmo o equilibrio. Deigual modo, la excelencia del mundo delos hombres no radica simplemente en la

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NOTAS Y DISCUSIONES

multiplicidad de sus grupos, proyectos,creencias, conductas o instituciones, ni supobreza moral estriba en que tales grupos,creencias, etc., disminuyan O rebajen lasdiferencias entre sí. De aplicar tal principioal individuo humano, su previsto enrique"cimiento mediante la diversidad haría deél un perpetuum mobile, lo mismo de gustosu opiniones que de actitudes y modos devida: su rica identidad consistiría en no sernunca idéntico consigo mismo. Identidadnacional e identidad individual, sean ellaslo que fueren, se disolverían a cada ins"tanteo

Aquel principio funda más bien la tesiscapital del multiculturalismo y otros torpesrelativismos de nuestros días: que las cosas(o conductas o culturas) no son valiosaspor lo que como tales valgan, sino nadamás que porque son varias o distintas entresí. De suerte que (y dicho sea de paso),según aquella doctrina ya no se trata deestablecer diferencias de valor, sencilla"mente porque el valor único, ypor lo generalsupremo, está en la mera variedad y dife"rencia. Con una sola salvedad: que lo exce"lente a fuer de diferente cause un dañoconsiderable o impida la promoción de unbien muy superior, aunque ni aquel dañoni este bien merezcan el esfuerzo por defi"nirlos. Una vez hecha esta vagarosa excep"ción, pues, digamos adiós a los criteriosy juicios normativos, rechácese toda jerar"quía moral, bienvenido sea el relativismocultural y ético, abracemos el nihilismo consus pompas y sus obras.

«La diversidad, en sí misma, no tieneninguna connotación moral positiva» 15,

empero. En caso contrario, no sólo cual"quier comportamiento -menos los extre­mosamente abominables- debería ser

1 permitido, sino que nuestro relativista ten"dría que admitir como valiosa la peculia"ridad del etnocentrismo o del imperialismomismos, que no dejan de ser acendradasformas de diversidad cultural. Para Mou"lines habría que preservar y fomentar esasdiferencias étnicas que a nosotros se nos

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antojan aberrantes, con tal de que resulteninmejorables a los ojos de sus miembros;es decir, de que éstos las tengan por «con­dición de posibilidad de su propio desarro­llo individual» o de los suyos (34). En cuan"to quede subsumida bajo el principio delvalor de la pluralidad del ser, la cuestiónde quién, cómo y con arreglo a qué criteriopolítico-moral puede decidir acerca delbien o del mal causados o del bien superiorimpedido por el cultivo de aquella pecu­liaridad queda sin resolver. Yana hay razo­nes para sostener que sólo serán legítimaslas formas de vida que permitan a todosla satisfacción de sus necesidadesprimarias.

De manera que esa «regla general»según la cual «hay que dejar a cada exis­tente que siga su vía» (44) sería aceptablesegún y cómo. Se aceptará cuando estedejar vivir (que comprenderá también eldejar morir de muerte natural), un supues"to que excluye el destruir esas variadasentidades, no equivalga por sistema a pre"servarlas o fomentarlas. Significa simple­mente juzgar que algo ~una práctica, unacreencia, una institución~ no es lo bas­tante valioso como para conservarlo a todacosta, sobre todo a costa de necesidadesmás amplias, graves y perentorias; y con"cluir, por tanto, que no concurre deberalguno individual ni colectivo que nos obli"gue a su conservación ni menos aún a sufomento. Verbigracia, una lengua prácti"<:;amente desaparecida o en trance de desa"

. ·parición. Lo malo es que aquella reglageneral, que distingue entre el resto deseres vivos y los seres humanos a fin deconsentir la subordinación de los segundosa los primeros en caso de necesidad..., norepara tanto en la distinción de status entreentidades humanas individuales y las colec"tivas, así como en la conveniencia de some"ter éstas a aquéllas. «La idea de que lasformas de vida tienen derecho a sobrevivir(. ..) ~recuerda Gauthier~ es un reciénllegado al escenario moral; es también unaidea totalmente equivocada. Son los indi"viduos los que cuentan; las formas de vida

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importan sólo como expresión y sustentode la individualidad humana» 16. El lectorde Moulines hallará, por el contrario (46y ss.), más surtidas referencias a la iden­tidad y a los supuestos derechos de lanación que a los reales de los individuos.

Los derechos según el fantasma (25)

Pero nos hemos internado ya, no sólo enel mundo humano o cultural, sino en elespacio político en particular, allí dondela validez de aquel principio ético-onto­lógico de la pluralidad deja aún más quedesear. El razonamiento se limita a aducirque en el mundo hay etnias y que las etniastienen derecho a alcanzar una cierta sobe­ranía política (tal como se plasma en eseprograma político de acción que es elnacionalismo). Es el aquí denominado«principio de autodeterminación de lasetnias» (39).

Al parecer, las etnias «están en su per­fecto derecho» (45) y hasta en la «obli­gación» (48) de preservar así su identidady existencia al menos por tres razones:a) según se dijo más atrás (34), porquesería la condición indispensable para ase­gurar la propia identidad y el desarrollode los individuos; b) como se añadirá alfinal, porque los entes colectivos gozan deidénticos derechos y deberes que los entesindividuales (48), y c)entremedio, porqueese derecho sería una plasmación inme­diata del principio del valor intrínseco dela pluralidad, dado que «es bueno (o almenos más divertido) que haya (...) diver­sos tipos de grupos humanos...» (45). Mire­mOs de cerca tales razones.

a) ¡La primera es una tesis bien arries­gada a poco que se recuerden las dificul­tades que entrañaba determinar los requi­sitos que ha de cumplir una etnia y deli­mitar los factores de la pertenencia a ella.Que el desarrollo del grupa étnico sea con­dición del desarrollo de sus miembros no

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es decir nada mientras no se aporte másinformación con sentido. De un lado, díga­senos qué propiedades específicas de esaetnia Son psicológica o moralmente tanrelevantes para los individuos y el grupacomo para requerir su salvaguarda yfomento a través de una parcial o totalsoberanía política... y por qué. ¿Por quémi identidad personal depende de mi afi­liación étnica (el «foco de identificaciónprimario», al decir de Kyrnlicka 17) más quede otras afiliaciones (familiares, religiosaso profesionales)? ¿Por qué es aquélla, yno alguna de éstas, la que al parecer exigeel dominio sobre cierto espacio público?Más todavía, ¿por qué admitir el argumen·to naturalista de que, supuesto que tal ras­go étnico sea constituyente de mi identi­dad, brota la consecuencia normativa deprotegerlo por vía estatal? Esa norma sólopuede provenir de una valoración acercade ese rasgo, una valoración de naturalezacambiante y que debería hacerse encomún. Todo eso sin olvidar que podríadarse el caso de una falsa atribución detales rasgos o de la invención pura y simplede la propia etnia o nación, como requisitoprevio de la reclamación nacionalista. Asíocurre, por ejemplo, con las «comunidadesimaginadas» o en lo que se ha llamadoel «narcisismo de las pequeñas diferen­cias» 18. Cuando se trata de etnias desa­parecidas de «muerte natural» o incluso«asesinadas» (46), hay que suponer algúnintento' 'de artificial resurrección, encami­nada a recuperar los rasgos que en el pasa­do quizá pudieron definirla y que ahoracontribuyan a avalar un futuro soberano.

Del otro lado -y puesto que apenashay ya comunidad política que no sea cul­tural e ideológicamentemestiza-, seríaconveniente aclarar hasta qué punto lo quepara ciertos miembros de esa comunidadconstituye un sedicente requisito para sudesarrollo personal o social pueda ser paralos demás producto de una conciencia míti­ca, históricamente errónea y moralmenteilegítima que, además de no compartir,

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arrastraría consigo su discriminación socialy su exclusión civil. °sea, que serviría parasometer unas personas y grupos a otros,y a satisfacer las imaginarias necesidadesde entes de ficción a costa de las nece­sidades reales de individuos de carne yhueso. En estos y otros supuestos, másregulares de lo que Moulines da en ima­ginar, no habría que permitir que unos gru­pos humanos (entre otros, ni que decir tie­ne, los etnonacionalistas) «nos hagan lavida imposible a los demás» (45).

Se trata, según toda apariencia, de unargumento emotivista, incapaz de justificarpor qué individuos que no experimentanla misma emoción han de adecuarse adirectrices emanadas de impulsos afectivosajenos. Al fin y al cabo, hay que distínguirentre el hecho necesario de que los indi­viduos se perciban a sí mismos a travésde su experiencia con múltiples hechossociales, entre ellos su cultura, y los efectospolíticos que los nacionalistas extraen dealgunas de tales formas de autopercepción,que en modo alguno son necesarios.«Quienes hemos decidido no ser naciona­listas también nos sentimos unidos de unmodo muy estrecho a nuestra cultura. Sinembargo, las consecuencias políticas quederivamos de ese sentimiento son muy dis­tintas...» 19. Lo que no hacemos es fundaren ese sentimiento ni el ámbito nuclearde la ciudadanía ni la legitimidad del poderque en élse ejerce..., como reza la doctrinacentral del nacionalismo. O, lo que es igual, .ni hacemos de la necesidad natural virtudni convertimos el azar en destino polítíco.

b) El empleo de esos conceptos porparte del nacionalista, naturalmente, no seanda con los remilgos de su uso científico.El nacionalismo, al dotar a la nación noya sólo de existencia práctica, sino hastade existencia parecida a la humana, va aentenderla comO un verdadero Sujeto quedomina sobre sus sujetos reales. He aquíel célebre misterio de la construcción espe­culativa (a través de los mecanismos deabstracción, inversión y subjetivación) que

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Marx ya vislumbrara en la dialéctica hege­liana 20 y que el nacionalismo cultiva conparticular ahínco. Con qué penosos efec­tos, ya lo estamos comprobando.

«A nivel de colectividades humanas-advierte el profesor Moulines- ocurreaquí exactamente lo mismo que a nivel delos individuos mismos» (48), a saber, quela nación tiene el derecho y el deber depreservar su identidad. Pero, por más quenuestro autor se empeñe en humanizar yhasta personificar a las naciones, no pareceque colectívidades e individuos sean nipuedan ser exactamente lo mismo. Lascolectividades no tienen una vida, un des­tino o una voluntad al margen y por encimade los individuos que las forman. En con­sonancia, tampoco disfruta de unos dere"chos ni le pesan unos deberes ajenos, ante"rioresy superiores a los de sus sujetos indi­viduales. Estamos ante una nueva especiede enajenación o autodespojo de los atri­butos de los sujetos para construir así unfetiche (según la doctrina clásica, Dios,Estado, Dinero o Capital; en este caso, laNación) ante el que los individuos debenpostrarse Y como este Pueblo escogido-por mor de su abstracta naturaleza- nopuede manifestar su voluntad por símisma,lo hacen en su nombre quienes se autoe­rigen en sus profetas, intérpretes y sacer­dotes; es decir, los nacionalistas.

c) Vengamos al último fundamento deesta legitimidad fantasmal. Ya se ha vistoque aquel mentado principio del valor dela pluralidad no era ontológica, ni moral,ni estéticamente aceptable con validezuniversal. Tampoco vale para la política,donde representa el colmo de la incon­gruencia. Al margen de consideracionesdemocráticas, mejor se acoplaría con aquelprincipio un régimen político asentado enla diversidad etnocultural que otro quealbergara una sola etnia. Y es que la pre­sunta ganancia en valor de una mayor hete­rogeneidad o pluralidad de Estados que­daría en entredicho por la homogeneidadétnica reinante en el seno de cada uno de

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ellos. Al nacionalismo ya no le es precisoaducir específicas razones políticas. Ahora,y en virtud de razones ontológicas, éticasy estéticas más generales, todas las etniasdeben ser naciones en trance de auparsea Estados y todos debemos ser naciona"listas. Llevado a su extremo, por lo demás,mal se comprende el afán de otorgar cartade naturaleza política a todo 10 diversohaya de detenerse en las etnias o nacionessin descender a las más variadas todavíaentidades menores. Puestos a ello, y des­cartado el individuo en tanto que no man­tiene relaciones civiles consigo mismo,¿por qué nO llegar a cada una de las fami­lias humanas y proclamar su soberanía?

Lo gracioso, si no fuera trágico, es queel propio nacionalista tiene que pecar mor­talmente y el primero contra este principioque pregona. Como observa RodríguezAbascal en comentario de Gellner, «elnacionalismo no aumenta la diversidadcultural, sino que cuando desea infiuirenella de algún modo es siempre para redu­cirla» 21. El nacionalismo culturalista pre­tende un mapa cultural estático, no diná­mico. Ya sea en su fase militante o en la

, triunfante, no descansa hasta homogenei­zar su territorio a base de aplicar a todoslos nacionales su plantilla. Ni fomenta lariqueza de prácticas culturales, sino quelas discrimina con descaro a su favor; nirespeta, pongamos por caso, las variedadesdialectales de su <<lengua propia», sino quelas elimina con vistas a su unidad lingüís­tica que quiere ser luego política.

Pero es que, además, sólo una versiónarcangélica de aquel principio puede pro­clamar que la pluralidad de etnias o nacio­nes sea,si no directamente buena y bella,cuando menos inocua. Nunca han faltadodéspotas iluminados que se hayan propues­to la eliminación del mundo de ciertasetnias so pretexto de que su mera exis­tencia resultaba «causa de graves prejui­cios para la Humanidad» (44). Ello no obs"ta para que la experiencia política más ele­mental enseñe que la pluralidad de etnias

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y naciones contiene una amenaza latenteo manifiesta, que no hay etnia o naciónque para afirmarse no se incline a negara las vecinas; en suma, que en punto alas relaciones inter-nacionales vivimos aúnen un estado de naturaleza. En realidad,una de las principales razones contra elnacionalismo es la imposibilidad del triun­fo simultáneo y en perfecta armonía detodos los nacionalismos No son tan fácilesde conjurar aquellos conflictos de interesessupuestamente legítimos: «El nacionalis­mo plantea sus reivindicaciones como unjuego de suma cero, y el solapamiento devarios nacionalismos sobre un mismo lugarsólo puede traer consigo un conflicto con­tinuo e inacabable» 22. Ockam lo habríatenido claro: Non sunt multiplicanda entiasine necessitate. Sólo un encantador wishfulthinking puede entonces permitirse decirlo de Moulines: «El programa nacionalistapor el que aquí se aboga no conlleva enabsoluto el programa'de una actitud agre­siva de una nación hacia otra» (47). Heahí un nacionalismo de diseño o propiode la comunión de los santos.

Por no hacer distingos

Es de agradecer que nuestro autor, tal vezmovido de un celo didáctico excesivo, nosenseñe a no confundir los conceptos denación yde Estado (33) o entre el nacio"nalismó'defensivo y el ofensivo (47); lás­tima que pase por alto otras distincionesmás oportunas. Verbigracia, una cosa esla pluralidad y otra el pluralismo. En loque atañe a las naciones igual que a lospuntos de vista, la pluralidad de unas yotros será inevitable, pero no por fuerzabuena (a menos que el acuerdo o la unidadlibres sean, como tales, incontestablemen­te malos), ya sea por Su relación con lajusticia o con la verdad. Como no se tratade una pluralidad de mariposas o de mine­rales, sino de grupos humanos (sean étni­cos o ideológicos), el riesgo de conflicto

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será mayor que si reinara la unicidad deetnias o la unanimidad de pareceres. Demodo que lo bueno sin discusión será elpluralismo como carácter de un régimenpolítico que consagra como principios---,(;on los límites que la naturaleza de lademocracia impone- una sensata toleran­cia y el respeto tanto de la máxima auto­nomía de sus «naciones» como de las liber­tades de los ciudadanos. Enunciemos,pues, el principio opuesto, el del valorintrínseco de la unidad o armonía del ser,y procuremos enraizarlo como el apoyomás firme de la política nacional e inter­nacional. Lo que hay que preservar y hastafomentar en lo posible es la unidad en ladiversidad. Eso, naturalmente, siempreque un objetivo primordial de la políticacontinúe siendo la paz interna y externa.

Convendría por eso distinguir tambiénentre el pluralismo hacia fuera, que sedemanda con pleno derecho del Estadoen el que esa etnia o nación se encuadra,y el pluralismo hacia dentro de la propiacomunidad política inferior, que a menudose suprime o reprime contra todo derecho.Paradójicamente, cuanto más se acalle lapluralidad y disidencia internas, tantomayor será la destemplanza con la que seexija la autonomía. Y así, aquello queMoulines denuncia tan sólo como un fenó­meno propio del Estado-nación hegemó­nico, «o sea, que promueven la hegemoníade una etnia sobre las demás» (46), sucedeno menos dentro de las fronteras de ciertaspartes de ese Estado dotados de autono­mía política. De poco vale, pues, concederque «no ha sido infrecuente que el nacio­nalismo haya derivado peligrosamentehacia el hegemonismo» (48), como enSe­guida se reduzca éste a los descomunalesy sangrientos proyectos imperialistas de losHitler, Mussolini o Milosevic.

De manera más franca o más larvada,ciertos grupos étnicos pretende subyugara otras etnias «en nombre de una supuestasuperioridad racial, cultural, económica odel tipo que sea» (47). Abundan los casos

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de minorías étnicas que han alcanzado suindependencia sólo para emprender den­tro de sus fronteras contra sus minoríaslas mismas persecuciones que ellos habíanpadecido 23. Ni siquiera hay que esperaral día siguiente de la independencia paraverificar este fenómeno. La obsesiva volun­tad hegemonista del nacionalismo vasco enel seno de la variopinta (a resultas de másde un siglo de emigración laboral), com­pleja y plural (como consecuencia de pro­cesos modernizadores) población de laComunidad Autónoma Vasca sería pordesgracia paradigmático. Para revindicarsu superioridad, al arranque del siglo XXI

y en este próspero rincón del planeta nohay reparo en fundarla incluso en deci­monónicas medidas craniométricas y pecu­liaridades sanguíneas. Así que, con lo pocoque costaría probar cómo ciertos nacio­nalismos en el propio país derivan haciatendencias hegemonistas, «que siempre escorrecto contrarrestar», no es fácil asumirpor qué sacrosanta razón «siempre escorrecto defender» el nacionalismo (48,cursiva mía).

A lo mejor fuera bueno acudir asimismoa una distinción subyacente a lo largo deesta réplica y que separa al llamado nacio­nalismo político del conocido como étnico.Mientras el primero florece en los Estadosformados y arraigados a lo largo de siglos,el segundo es la ideología que impulsa alos que hoy aspiran a conquistar un statuspolítico soberano por secesión de los ante­riores. A ambos les acechan las temiblestentaciones del nacionalismo, pero salta ala vista que por lo común aquél es de carác­ter más incluyente que éste. Al menos enel ámbito occidental, y bien que mal, elprimer género ha asimilado el espíritu ylos métodos democráticos, mientras elsegundo -aunque se cubra con ese mantode moda~ invoca sin pudor justificacionesopuestas, esto es, predemocráticas cuandono abiertamente antidemocráticas. Unodiría que el profesor Moulines, al reflexio­nar de modo principal sobre el naciona-

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lismo étnico, se desentiende del todo dela clave última para decidir sobre la legi­timidad de su fundamento y de sus aspi­raciones: a saber, la más que incierta rela­ción entre este tipo de nacionalismo y elprincipio de la democracia. Ya sabemosque ésta no predetermina el ámbito terri"torial en que ha de instaurarse, pero, ala hora de cuestionarlo, exige desde luegojustificaciones acordes con sus presupues­tos últimos.

Porque en un régimen democrático nosólo importan los procedimientos formalesde representación y decisión. Ellos sonrequisitos imprescindibles, ciertamente,para conocer la voluntad real de los ciu­dadanos de una nación, y ya sólo con esotal vez se vendrían abajo muchas de lasreivindicaciones nacionalistas de nuestrassociedades plurales. Pero la democracia esmucho más: es un principio de organiza­ción política enfrentado al que postula elnacionalismo étnico. Uno y otro se oponenrespectivamente entre sí como la comu­nidad de adscripción a la comunidad depertenencia o de sangre, los sujetos sin­gulares al sujeto colectivo, la igualdad dederechos como ciudadanos al privilegio delos distintos como miembros de una etnia,la razón política a la fe religiosa... Por esolos «conflictos de intereses legítimos»entre naciones (o entre una nación y elEstado al que cuestiona) deben esclarecerantes que nada, en efecto, si son legíti­mos (48); yeso no puede resolverse sóloni primordialmente «a través de negocia­ciones y compromisos», porque la demo­cracia no es un mercado, sino a través dela argumentación 24. Craso error el desuponer que «el verdadero enemigo delnacionalismo es el hegemonismo» (ibid.).El enehligo genuino del nacionalismo (ét­nico) es el principio de ciudadanía, o sea,el principio democrático en su versiónrepublicana.

Era de esperar que nuestro autor acep­tara sin problema alguno ser etiquetadode «nacionalista» (32). Tal vez por eso,

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tras haber transitado.a través de su artículocon la escandalizada sorpresa de moverseentre lo trivial y lo evidente (34, 44), sepermite al final calificar a ese nacionalismode «perogrullada moral» o «ético-políti­ca» (47). Un diagnóstico tan resolutivo nosólo condena poco menos que por necedado malevolencia (por no entenderlo o noquerer entenderlo) a quienes no lo pro"fesamos. Incomparablemente más grave eSel reproche que lanza sobre millones dehombres de haberse entregado al mata­dero o a la carnicería nada más que porpura desatención de lo que era obvio oempecinamiento contra un derecho inne­gable. Por lo que a él mismo respecta, detal grado de evidencia disfruta en su per­cepción del nacionalismo..., que puedeprescindir de ofrecer argumentos de pesoque la sustenten.

Fuera del Estado uninacionalno hay salvación

Si lo juzga verdad de Perogrullo, se com"prende enseguida su falta de empeño sufi­ciente en persuadirnos de «por qué hayque ser nacionalista» (44). Pero, un pasomás, y al profesor Moulines hace falta apu­rarle muy poco para que una especie deestatolatría le lleve a comulgar incluso conel separatismo más rancio y descabellado.

Un ,Jipartado anterior mostró cómo lagraduación entre el objetivo nacionalistade la autonomía y el de la independenciapolítica se desvanece hasta quedar en nada.Mejor dicho, en la práctica se despreciade tal modo el primero de ellos, que elnacionalista debe ahorrarse esa opciónpara encaminarse sin más dilaciones nirodeos a la plena soberanía. Pues es el casoque ese arreglo o solución ideal resultanada más que aparente, y la responsabi­lidad de que casi siempre «no funcione enabsoluto» recae tan sólo en los Estadosmultinacionales, que se comportan en rea­lidad como Estados-nación hegemónicos.

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En definitiva, al ser incapaces de «trataren pie de igualdad a las naciones que locomponen» 25., originan «situaciones deinjusticia» ante las que un «imperativo éti­co-político» ordena abandonar aquel Esta­do para formar otro propio (45-46).

Concedido que la gran mayoría de losEstados europeos son Estados muItiétni­cos, el relato de ficción ético-política noscuenta que ~~en muchos de ellos» sus diver­sasetnias gozan de tal autoconciencia polí­tica que en realidad merecen el estatutode naciones (45); lo lamentable es que-con la honrosa salvedad de Finlandia ySuiza-, la tensión permanente entre esasetnias que lo componen puede conduciral conjunto estatal incluso al borde de laguerra civil (ibid.). Si hasta aquí ha com­parecido una notoria exageración, la inco­herencia no se hace esperar. Al parecerde Moulines, la razón del casi seguro fra­caso de un Estado multinacional «no esde orden conceptual (...); es decir, no hayen sí nada erróneo en la idea de un Estadomultinacionah>, sino de índole históri­co-empírica: la tendencia hegemonista deuna etnia sobre las otras (ibid.). Claro que,para mantener el hábito, nuestro lógico nohace ascos a chapotear en plena contra"dicción a lo largo de esas mismas líneas.

Basta con pasar revista a sus prejuiciosmanifiestos. Pues si al mismo tiempo nosrecuerda con Mill que, conforme a su natu­raleza, no hay nación que no aspire a unEstado propio (33); si sostiene a la vez'que «el nacionalismo genuino sólo [cursivamía] reclama el derecho a la existencia deuna nación en pie de igualdad con otrasnaciones>} (47), yeso, por cierto, al margende su peso demográfico y de cualquier otraconsideración (46, cursiva mía); y si aquelprincipio del valor de la pluralidad reco­mendaba como justo, bello y saludable laexistencia de tantas naciones cuantas fueraposible sin cometer daño grave (44)..., lasconclusiones son opuestas a las adelanta­das. El nacionalista, animado por un irre­primible deseo, cuyo objeto es también un

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derecho innegable y bendecido nada menosque por un principio ético-ontológico, noparará (mejor dicho: no debe parar) hastaconvertir a su nación en Estado indepen­diente. No son, pues, «las razones quesean» las que propician la «incapacidad>}del Estado multinacional para crear lasestructuras político-jurídicas que permitanla convivencia igualitaria y pacífica de suspropias naciones, a fin de que cada unade ellas «se sienta, por así decir, a gustoen casa}> (46) 26. No es, en primera ins­tancia al menos, esa real o supuesta impo­tencia estatal la que en consecuencia jus­tifica la secesión política nacional (ibid.).Tratemos de jugar limpio y sin engañar.Son la propia doctrina, la creencia, el pro­grama, la acción yla meta del nacionalismoétnico las que conducen esencialmente anegar, acosar y por fuerza desequilibraral Estado en que su hipotética nación seinsertay del que pugna por separarse. Puessu nación ha de ser tan soberana comoesa otra que da nombre al Estado del queforma parte 27. Y quien introduzca cual­quier consideración -sea de equidad o demera prudencia~ que cuestione su desig­nio será enemigo a batir..., y a batir inclusocon legítima (o siquiera comprensible)violencia.

De modo que aquella dificultad de par­tida no era de carácter histórico-empírico,como se pretendía, sino estrictamente con­ceptual y sustantiva. A los ojos de Mou­lines, y según la propia naturaleza yel dere­cho de las naciones, la idea misma de Esta­do multinacional es una contradictio in ter­minis. Para Ser inestable e inseguro, unEstado así no necesita que una etniaimponga su imperio sobre las demás; lebasta con Ser multinacional para ser contoda probabilidad desigualitario y abocadoal conflicto político. Ya que no un «arregloideah>, desde luego, hasta debería dudarsede que se trate de un second best. Un Esta­do multinacional, por mucha autonomíaque permita a sus etnias, será apriori injus"

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too No hay otra solución justa que el Estadouninacional.

[Era hora ya de traerlo a colación. Sír­vaSe el desprevenido lector advertir algoque, si no es olvido impremeditado, rayaen la deshonestidad intelectual. Rete aquíque nuestro autor reproduce el juicio deStuart Mill según el cual es propio de lasnaciones el desear disponer de un Estadopropio (33), por lo mismo que «es con­dición generalmente necesaria de las ins­tituciones libres la de que los límites delos Estados deben coincidir O poco menoscon los de las nacionalidades» 28. Lo queel profesor Moulines sospechosamentepasa por alto es que, a renglón seguido,Mill añade al menos dos consideracionesque ponen sordina a ese principio general.El primer obstáculo, de carácter geográ­fico, es que en Europa hay naciones ~~de

tal manera mezcladas, que no les es posiblevivir bajo Gobiernos separados». El segun­do, de naturaleza moral y social, es quela experiencia prueba que a una sociedadle es posible y hasta ventajoso (y cita, entreotros, el caso de los vasco-franceses) fun­dirse y absorberse en otra. Culmina así conotro principio no menos general que aquelde partida y que echa por tierra sin remi­sión la tesis el Manifiesto: «Todo lo quetienda a mezclar las nacionalidades, a fun­dir sus cualidades y sus caracteres parti­culares en una unión común, es un bene­ficio para la raza humana». No está bien(o es un error) invocar a un clásico ennuestra ayuda a sabiendas (o con ignoran­cia) de que nos la niega. A menos quetambién en este punto la diversidad seadivertida...]

Volvemos así al viejo principio de lasnacionalidades y proclamamos entonces sindisimulo que cada oveja con su pareja ycada nación con su Estado. Desde el si­glo XIX nunca ha faltado en toda doctrinanacionalista la idea de que «el único tipode gobierno legítimo es el autogobiernonacional» 29. Moulines la disfraza ahorabajo el rótulo del nacionalismo intemacio-

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nalista, que no deja lugar a dudas: «todanación tiene el derecho, y hasta la obli­gación, de hacer lo posible por preservarsu identidad; y al mismo tiempo tiene laobligación de respetar las condiciones paraque las otras naciones preserven lasuya» (48). ¿Qué es la identidad de unanación? Nada que sepamos a ciencia abier­ta, pero algo que el nacionalismo descubreya en toda etnia. ¿Qué es el mundo polí­tico? Un conjunto de naciones que, puestoque cuentan con pleno derecho a ser Esta­do, tienen todo el derecho a separarse delos Estados en los que hoy se integran.

Se diría que, de acuerdo con la distin­ción de A. Buchanan, nuestro autor sesitúa enfrente de las teorías que postulanun derecho plebiscitario a la secesión polí­tica por parte de cualquier porción terri­torial de un Estado y, por el contrario, másbien a favor de las que toman partido porun derecho sólo terapéutico. Es decir, igualque el derecho a la revolución, la inde­pendencia política de un grupo será legí­tima cuando se ofrece comO último recursopara remediar graves injusticias perpetra­das contra ese grupo por parte del Estadoal que pertenece. Pronto se echa de ver,sin embargo, que la justificación de Mou­lines se encuadraría mejor entre las ple­biscitarias. Pues aquellas injusticias legiti·madoras de semejante derecho han deentenderse como «persistentes violacionesde los derechos humanos, incluyendo elderechb'a participar en el gobierno demo­crático, y el despojo injusto del territorioen cuestión, en caso de que ese territoriofuera previamente un Estado legítimo ouna porción de un Estado legítimo» 30. Dedonde se concluye que, salvo acuerdonegociado o derecho constitucional reco­nocido, no existe un derecho a la secesiónrespecto de un Estado legítimo, esto es,democrático. La reflexión de Moulines, encambio, seguiría el derrotero opuesto:siempre o casi siempre se comete injusticiacontra toda nación que aún no dispongade su propio Estado, ella no necesita nin-

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gún pretexto particular para plantear esederecho a la secesión y, por tanto, puedeejercerlo en cualquier momento.

y aquí pax perpetua y después gloria.La pena es que esa paz sería, con todaprobabilidad, imposible y, aquel principio,indeseable además de inaplicable. Hoyexisten al menos 1.500 etnias y algo menosde 200 Estados. Pues bien, según unaamplia muestra y con datos de 1989, lamayor parte de los Estados contienenvarias etnias (es decir, no son Estados-na­ción) y la mayoría de las etnias se repartenentre varios Estados (de modo que no sonnaciones-Estado). Sólo un 17 por 100 delos Estados se ajustaban al ideal de lacorrespondencia biunívoca entre nación yEstado, lo mismo que sólo un 5 por 100de las etnias han hecho real la ecuaciónentre Estado-nación y nación-Estado 31.

Así las cosas, o multiplicamos los Estadoshasta que cada uno se asiente sobre sunación, y hacemos el mundo políticamenteaún más inhabitable, o renunciamos a laidea de Estado-nación: «si deseamos crearEstados viables que no estén sometidos atensiones separatistas o violenciassobre/contra minorías étnicas, no hay másalternativa que separar la lealtad y la per­tenencia a un Estado de la identidad cul­tural», distinguir «entre fronteras políticasy fronteras culturales». En otras palabras,la presente democracia de la diversidad,y ya no de la homogeneidad, exige hoypor su propia supervivencia culminar la'secularización religiosa del Estado hastahacerlo laico también en lo cultural...

A la moda de 1848 el Manifiesto delprofesor Moulines acaba entonando estaconsigna: «Naciones (humilladas y ofen­didas) de todo el mundo: uníos (contralos Estados hegemónicos)>> (49). Son loslemas contrarios precisamente los que hoypide corear la justicia entre Estados y en

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el interior de los Estados: «Ciudadanos delmundo, si queréis conservar vuestro rangode sujetos políticos, uníos contra todonacionalismo».

* * *

Hay situaciones en las que puede serlegítimo recurrir al argumento ad homi­nem, y creo que ésta sería una de ellas.Más aún, tan grave es la situación querenunciar a ese argumento por pruritos deelegancia personal o de pureza lógica equi­vale a engañar al lector. Algunos profe­sores de la Universidad del País Vascohemos sido señalados por los terroristasde ETA y, a instancias de las autoridadespoliciales y académicas, hemos debidodejar las clases y tenemos el futuro en sus­penso. Más que una «indigencia concep­tual» en nuestros escritos, la causa indu­dable de las amenazas de muerte es elacierto teórico con el que hace ya muchosaños venimos públicamente denunciandoal nacionalismo vasco, las barbaridades cri­minales del llamado radical y las injustasinsensateces del tenido por moderado. Talvez sean otros, pues, los que deban atenderesa llamada al «compromiso teórico yprác­tico de políticos e intelectuales», si es quequieren evitar «errores de apreciación,repulsivos cuando no trágicos» (48). Noestoy seguro de que el propio autor deestas fórmulas haya sabido sortear unoserrores que se resumirían mejor bajo elnombre de objetiva complicidad. Si valecorno síntoma, y por lo que a mi Facultadrespecta, los profesores que más han jalea­do yjalean la gloriosa trayectoria del Movi­miento Vasco de Liberación Nacional sontambién los que han creído hallar en lastesis de este Manifiesto el mejor refrendo(iincluso moral!) de su jaleo. Sería de agra·decer que el profesor Moulines les des­mintiera a ellos o me desmienta a mí.

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NOTAS

1 Replico al reciente «Manifiesto nacionalista (ohasta separatista, si me apuran»>, Isegoría, núm. 24(junio de 2001), pp. 25-49. La cifra antre paréntesisremite a la página del artículo de U. Moulines en quefigura lo que en mi propio texto reproduce o COmenta.

2 Algunas muestras: A. Ortony y otros, La estructuracognitiva de las emociones, Madrid, Siglo XXI, 1996.O. Hansberg, La diversidad de las emociones, México,FCE, 1996. J. Elster, Alchemies ofthe Mind, CambridgeUP, 1999. C. Castilla del Pino, Teoría de los sentimien­tos, Barcelona, Tusquets, 2000.

3 M. Viroli, Por amor a la patría, Madrid, Acento,1997.

4 E. Gellner, Naciones y nacionalismo, Madrid,Alianza, 1988, p. 13.

5 «El nacionalismo, es decir, la autocontemplacióny egolatría nacionales, es en todas partes una enfer­medad mental peligrosa, capaz de desfigurar y afearlos rasgos de una nación, igual que la vanidad y elegoísmo desfiguran y afean los rasgos de una persona.»J. Roth, El Anticristo (pp. 229-30).

6 Así se entiende que Max Weber aconseje «arrojarpor la borda» tales conceptos de etnia y nación (Eco­nomía y Sociedad, México, FCE, 1979, p. 324) o queGellner llegue a negar pura y simplemente la existenciade naciones (op. cit., p. 70). Me lo ha recordado L.Rodríguez Abascal, Las fronteras del nacionalismo,Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucio­nales, 2000, pp. 86-87. Aprovecho la ocasión para reco­mendar vivamente la lectura de este libro, a mi parecerel trabajo más completo sobre el tema que se hayaescrito en español y en los últimos tiempos.

7 Pero no nos perdamos tampoco la incongruenciade esta última tesis con la afirmación del párrafo ante­rior, según la cual «el concepto de nación no tienenada que ver con el de Estado»...

8 Debo tan aclaratoria objeción al profesor Félix Ove­jero, de quien solicité sus observaciones a este trabajo.

9 Etica nicomaquea 111.10 «Colectivismo abstracto» llamará L. Rodríguez

Abascal (op. cit., pp. 181 Y ss.) a este procedimiento.11 L. Rodríguez Abascal, op. cit., p. 191.12 Cfr. A. Maalouf, Identidades asesinas, Madrid,

Alianza, 200l.13 R. Sánchez Ferlosio, Escritos y artículos, 1, Bar­

celona, Destino, 1992, p. 216.14 J. Roth, op. cit., p. 12l.15 El. Garzón Valdés, «Cinco confusiones acerca de

la relevancia moral de la diversidad cultural», en Ins­tituciones suicidas, México, Paidós, 2000, p. 235. Mereceser leído el trabajo entero, del que tomo prestada algu­na otra idea.

16 Morals by Agreement, Oxford, Clarendon Press,1986, p. 288 [hay edición española). Cit. en E. GarzónValdés,op. cit., p. 208.

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17 Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós,1996, p. 129.

18 Cfr.B. Anderson, Las comunidades imaginadas,México, FCE, 1997. M. Ignatieff, El honor del guerrero,Madrid,Taurus, 1999.

19 L. Rodríguez Abascal, op. cit., p. 275.20 K. Marx, La sagrada familia, cap. V, 2 Y 6.21 L. Rodríguez Abascal, op. cit., pp. 377 Y ss. Cfr.

E. Gellner, op. cit., pp. 81-82.22 L. Rodríguez Abascal, op. cit., pp. 251-253.23 A. Buchanan, «Democracy and Secession», en

M. Moore, National Self-Determination and Secession,Oxford U. P., 1998, p. 14. Cfr., del mismo autor, Seces­sion (Westview Press, Boulder, 1991), Y «Theories ofSecession» (Philosophy and Public Affairs, 26/1, 1997,pp. 30-61).

24 Entre muchos, J. Elster, «Argumenter et négocierdans deux Assemblées Constituantes», Révue Fran,aisede Science Politique, 44 (1994), 2, pp. 187-256.

25 A menudo ocurre exactamente lo contrario: elconflicto nace de que los nacionalismos respectivos noconsienten que sus hipotéticas naciones sean tratadaspor el Estado en pie de igualdad con el resto, sinocon arreglo a privilegios de toda clase ybajo la amenazade romper la unidad en caso contrario...

26 «... lo malo del nacionalismo no es el deseo deautodeterminación en sí, sino esa ilusión epistemoló­gica de que nadie puede encontrarse en su casa nisentirse comprendido si no es entre sus iguales abso­lutos. El error nacionalista no está en el deseo de man"dar en casa, sino en creer que allí sólo merece vivirsu propia gente» (M. Ignatieff, op. cit., p. 61). «Envez de decir: queremos ser seres humanos en todoslos países del mundo, decían querer ser señores ensu país» (J. Roth, op. cit., p. 66).

27 Según J. Breuilly, una de las tres afirmacionesnucleares de la doctrina política del nacionalismo esque «la nación tiene que ser tan independiente comosea poSIBle. Habitualmente, esto exige al menos laobtención de la soberanía política» (Nacionalismo yEstado, Barcelona, Pomares Corredor, 1990, p. 13.Tomado de L. Rodríguez Abascal, op. cit., p. 167, n. 5).

28 Del gobierno representativo, cap. XVI. Cito porla edición de Lucas Verdú para Madrid, Tecnos, 1965,pp. 330-31.

29 E. Kedourie, Nacionalismo, Madrid, Centro deEstudios Constitucionales 1988, p. 1.

30 A. Buchanan, op. cit., p. 25.31 Son datos de G. P. Nielssen, «Sobre los conceptos

de etnicidad, nación yEstado», en A. Pérez-Agote (dir.),Sociologia del nacionalismo, Bilbao, Gobierno Vasco,1989,pp. 193 Yss. Recogido por E. Lamo de Espinosa,«Lengua, Nación y Estado», Claves de Razón práctica,abril, 2002 (121), pp. 16-17. Las conclusiones que expon­go a continuación son del propio Lamo de Espinosa.

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