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UNIVERSIDAD PANAMERICANA

DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES

ANTOLOGÍA DE

UNIVERSIDAD PANAMERICANA

DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES

NTOLOGÍA DE HISTORIA DE

LA CULTURA

SELECCIÓN DE TEXTOS E

INTRODUCCIONES

HÉCTOR ZAGAL ARREGUÍN

EDICIÓN FINAL DE JOSÉ MARÍA LLOVET

DEPARTAMENTO DE HUMANIDADES

ISTORIA DE

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ÍNDICE

I. GRECIA: COSMOS Y RACIONALIDAD ........................................................................................................... 5

EDIPO REY .................................................................................................................................................... 6

II. GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD ........................................................................................................ 37

CRITÓN ........................................................................................................................................................ 38

III. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO ........................................................................................................ 51

HECHOS DE LOS APÓSTOLES .................................................................................................................... 52

DIÁLOGO CON TRIFÓN ............................................................................................................................ 100

IV. LA MADURACIÓN DEL CRISTIANISMO ................................................................................................. 112

CONFESIONES ........................................................................................................................................... 113

LA CIUDAD DE DIOS ................................................................................................................................ 128

V. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL ................................................................................................................. 149

EL LIBRO DE LA ORDEN DE CABALLERÍA ........................................................................................... 150

VI. EL CRISTIANISMO REFORMADO ........................................................................................................... 166

LA LIBERTAD CRISTIANA ........................................................................................................................ 167

VII. EL CRISTIANISMO Y LA CIENCIA ......................................................................................................... 186

CARTA A LA GRAN DUQUESA CRISTINA ............................................................................................... 187

VIII. EL CAMINO HACIA LA DEMOCRACIA LIBERAL ................................................................................. 215

ENSAYO SOBRE EL GOBIERNO CIVIL ..................................................................................................... 216

LA FÁBULA DE LAS ABEJAS ................................................................................................................... 247

IX. LA ILUSTRACIÓN .................................................................................................................................... 262

RESPUESTA A LA PREGUNTA: ¿QUÉ ES LA ILUSTRACIÓN? ................................................................. 263

SI EL GÉNERO HUMANO SE HALLA EN PROGRESO CONSTANTE HACIA LO MEJOR ......................... 270

X. EL SOCIALISMO ........................................................................................................................................ 282

TESIS SOBRE FEUERBACH ....................................................................................................................... 283

MANIFIESTO COMUNISTA ........................................................................................................................ 287

XI. EL CATOLICISMO FRENTE A LA MODERNIDAD .................................................................................. 313

RERUM NOVARUM ................................................................................................................................... 314

CARTA AL DUQUE DE NORFOLK ............................................................................................................ 340

CALENDARIO DE LECTURAS ....................................................................................................................... 418

PROCEDENCIA DE LOS TEXTOS .................................................................................................................. 419

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I. GRECIA: COSMOS Y RACIONALIDAD

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SÓFOCLES

EDIPO REY

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INTRODUCCIÓN

La obra de Sófocles (496 – 406 a. C.) es, junto con el Antiguo Testamento y las epopeyas de

Homero, uno de los cimientos de la cultura occidental.

El poeta nació en el seno de una familia adinerada, en Colono Hípico, un demo suburbano

localizado a kilómetro y medio de Atenas. Desde muy joven fue ampliamente reconocido por

sus talentos. A los dieciséis años fue elegido para dirigir un coro de jóvenes en los cantos por la

celebración de la victoria del ejército griego en Salamina. Escribió cerca de ciento veinte obras,

de las cuales nos han llegado sólo siete: Edipo rey, Áyax, Antígona, Filoctetes, Electra, Edipo en

Colono y Las traquinias.

En Sófocles aparece perfectamente cristalizado el espíritu de su tiempo: en el siglo V a. C.,

que fue un período decisivo para la historia de Occidente, Grecia se convirtió en la mayor

potencia cultural del Mediterráneo, gracias al florecimiento en sus ciudades de las artes, las

ciencias y la filosofía. Esto se debió a la madurez intelectual del pueblo griego y su apertura

humanista al desarrollo. Para sus habitantes, la polis era la condición de su humanidad. En las

obras clásicas puede entreverse una idea fundamental: la ciudad permite el despliegue de la

racionalidad.

La racionalidad es central en la comprensión que los griegos tienen del hombre y del

universo. Para ellos, el cosmos entero está atravesado por el λóγος: el mundo está ordenado

racionalmente, por lo que, al ser el hombre un animal racional, puede aprehenderlo y

comprenderlo. En contraste, para los hebreos, por ejemplo, el poder de la mente humana no es

suficiente para rescatar al hombre de su indigencia. En uno de los pasajes centrales del libro de

Job, el protagonista recibe una reprimenda por cuestionar los planes divinos. Esta reprimenda

muestra la impotencia del hombre frente al mundo y la naturaleza. El hombre, bajo esta visión,

es incapaz de comprender los fenómenos naturales. Bestias como el hipopótamo o el cocodrilo

aterrorizan a Job. Las fuerzas naturales son imposibles de predecir o dominar.

El pueblo griego, en cambio, elogia la racionalidad humana como medio para controlar la

naturaleza. Gracias a la polis, el hombre puede idear las herramientas que le permitan dominar

el mar y la tierra. No sorprende, entonces, que en este contexto hayan surgido la ciencia, la

filosofía y la política.

Aristóteles calificó en su Poética a Edipo rey como el paradigma de la tragedia, pues en ella se

muestran los caracteres clásicos de la poesía trágica: una serie de peripecias que culminan en el

reconocimiento o anagnórisis. El desenlace de la tragedia tiene lugar cuando el héroe trágico se

da cuenta de su situación y de las consecuencias de sus actos.

Uno de los mayores logros de Sófocles en Edipo rey es la reinterpretación de un mito ya

conocido entre los griegos. Esta nueva lectura del mito de Edipo manifiesta los problemas que

aquejaban a la sociedad de su tiempo. Entre ellos se encuentran la angustia por el destino, las

consecuencias de la acción humana y la intervención de lo divino en la vida cotidiana.

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Los acontecimientos en la tragedia Antígona ocurren después de Edipo rey. Si bien hay una

clara continuidad entre las dos obras, el estilo lingüístico de ambas deja claro que fueron

escritas en momentos distintos de la vida del autor. Del mismo modo que su antecesora,

Antígona es la reinterpretación de un mito popular de la Antigua Grecia.

El problema que presenta Antígona es la contraposición entre dos formas del deber.

Antígona, la protagonista de la tragedia, enfrenta el dilema moral entre cumplir con el deber

religioso y cumplir con el deber civil. Frente a la democracia griega, en la que se glorifica a la

polis y la ley cívica, Sófocles cuestiona abiertamente los fundamentos de la justicia civil.

En Antígona se ponen en cuestión los límites de la ley humana y el efecto de las leyes divinas

en los hombres. En la obra se revela una tesis central en el espíritu griego: la ley es el

fundamento de la polis. En este sentido, Sófocles se adelanta a Platón y Aristóteles. Para los

dos pensadores, el hombre sólo puede desplegar su racionalidad en el contexto de la ciudad.

Sófocles responde a este contexto cultural y representa en sus obras los conflictos que

surgen entre la racionalidad y la religiosidad griegas. La democracia griega generó leyes que, en

algunos casos, contravenían los mandatos divinos. Este es el conflicto que enfrentan los

grandes pensadores griegos, pero la cuestión sigue vigente todavía. Los grandes teólogos

medievales se enfrentaron a la división entre ley natural, ley divina y ley humana. La reforma

protestante, por otro lado, se preguntó por la compatibilidad entre predestinación y libertad

humana.

En cualquier caso, la obra de Sófocles es una clara manifestación de los fundamentos que

dan pie a estas preguntas. Un cuestionamiento tan abierto sólo podría darse en una sociedad

madura como la griega.

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PERSONAJES

Edipo

Sacerdote

Creonte

Coro de ancianos tebanos

Tiresias

Yocasta

Mensajero

Servidor de layo

Otro mensajero

EDIPO. — ¡Oh hijos, nueva decadencia del antiguo Cadmo! ¿Por qué venís

apresuradamente a celebrar esta sesión, llevando en vuestras manos los ramos de los

suplicantes? El humo del incienso, los cantos de dolor y los lúgubres gemidos llenan a la vez

toda la ciudad. Y yo, creyendo, hijos, que personalmente y no por otros debía enterarme de la

causa de todo esto, he venido espontáneamente, yo, a quien todos llamáis el excelso Edipo.

Habla, pues, tú, ¡oh anciano!, que natural es que interpretes los sentimientos de todos éstos.

¿Cuál es el motivo de esta reunión? ¿Qué teméis? ¿Qué deseáis? Ojalá dependiera de mi

voluntad el complaceros; porque insensible sería si no me compadeciera de vuestra actitud

suplicante.

SACERDOTE. — Pues, ¡oh poderoso Edipo, rey de mi patria!, ya ves que somos de muy

diferente edad cuantos nos hallamos aquí al pie de tus altares. Niños que apenas pueden andar;

ancianos sacerdotes encorvados por la vejez; yo, el sacerdote de Júpiter, y éstos, que son lo más

escogido entre la juventud. El resto del pueblo, con los ramos de los suplicantes en las manos,

está en la plaza pública, prosternado ante los templos de Minerva y sobre las fatídicas cenizas

de Imeno. La ciudad, como tú mismo ves, conmovida tan violentamente por la desgracia, no

puede levantar la cabeza del fondo del sangriento torbellino que la revuelve. Los fructíferos

gérmenes se secan en los campos; muérense los rebaños que pacen en los prados, y los niños

en los pechos de sus madres. Ha invadido la ciudad el dios que la enciende en fiebre: la

destructora peste que deja deshabitada la mansión de Cadmo y llena el infierno con nuestras

lágrimas y gemidos. No es que yo ni estos jóvenes, que estamos junto a tu hogar, vengamos a

implorarte como a un dios, sino que te juzgamos el primero entre los hombres para

socorrernos en la desgracia y para obtener el auxilio de los dioses. Tú, que recién llegado a la

ciudad de Cadmo nos redimiste del tributo que pagábamos a la terrible Esfinge, y esto sin

haberte enterado nosotros de nada, ni haberte dado ninguna instrucción, sino que sólo, con el

auxilio divino –así se dice y se cree–, tú fuiste nuestro libertador. Ahora, pues, ¡oh

poderosísimo Edipo!, vueltos a ti nuestros ojos, te suplicamos todos que busques remedio a

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nuestra desgracia, ya sea que hayas oído la voz de algún dios, ya que te hayas aconsejado de

algún mortal; porque sé que casi siempre en los consejos de los hombres de experiencia está el

buen éxito de las empresas.

¡Ea! ¡Oh mortal excelentísimo! Salva nuestra ciudad ¡Anda! Y recibe nuestras bendiciones; y

ya que esta tierra te proclama su salvador por tu anterior providencia, que no tengamos que

olvidarnos de tu primer beneficio, si después de habernos levantado caemos de nuevo en el

abismo. Con los mismos felices auspicios con que entonces nos proporcionaste la

bienandanza, dánosla ahora. Siendo soberano de esta tierra, mejor es que la gobiernes bien

poblada como ahora está, y no que reines en un desierto; porque de nada sirve una fortaleza o

una nave sin soldados o marinos que la gobiernen.

EDIPO. — ¡Dignos de lástima sois, hijos míos! Conocidos me son, no ignorados, los males

cuyo remedio me estáis pidiendo. Sé bien que todos sufrís, aunque en ninguno de vosotros el

sufrimiento iguala al mío. Cada uno de vosotros siente su propio dolor y no el de otro; pero mi

corazón sufre por mí, por vosotros y por la ciudad; y de tal modo, que no me habéis

encontrado entregado al sueño, sino sabed que ya he derramado muchas lágrimas y meditado

sobre todos los remedios sugeridos por mis desvelos. Y el único que encontré, después de

largas meditaciones, al punto lo puse en ejecución, pues a mi cuñado Creonte, el hijo de

Meneceo, lo envié al templo de Delfos, para que se informe de los votos o sacrificios que

debamos hacer para salvar la ciudad. Y calculando el tiempo de su ausencia, estoy con

inquietud por su suerte; pues tarda ya mucho más de lo que debiera. Pero esto no es culpa mía;

mas sí que lo será si en el momento en que llegue no pongo en ejecución todo lo que ordene el

dios.

SACERDOTE. — Pues muy a propósito has hablado, porque éstos me indican que ya viene

Creonte.

EDIPO. — ¡Oh rey Apolo! Ojalá venga con la fortuna salvadora, como lo manifiesta en la

alegría de su semblante.

SACERDOTE. — A lo que parece, viene contento, pues de otro modo no llevaría la cabeza

coronada con laurel lleno de bayas.

EDIPO. — Pronto lo sabremos, pues ya está a distancia que me pueda oír. Príncipe, querido

cuñado, hijo de Meneceo, ¿qué respuesta nos traes de parte del dios?

CREONTE. — Buena, digo; porque nuestros males, si por una contingencia feliz para ellos

encontrásemos remedio, se convertirían en bienandanza.

EDIPO. — ¿Qué significan esas palabras? Porque ni confianza ni temor me inspira la razón

que acabas de indicar.

CREONTE. — Si quieres que lo diga ante todos éstos, dispuesto estoy, y si no, entremos en

palacio.

EDIPO. — Habla ante todos, pues siento más el dolor de ellos que el mío propio.

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CREONTE. — Voy a decir, pues, la respuesta del dios. El rey Apolo ordena de un modo

claro que expulsemos de esta tierra al miasma que en ella se está alimentando, y que no

aguantemos más un mal que es incurable.

EDIPO. — ¿Con qué purificaciones? ¿Qué medio nos librará de la desgracia?

CREONTE. — Desterrando al culpable o purgando con su muerte el asesinato cuya sangre

impurifica la ciudad.

EDIPO. — ¿A qué hombre se refiere al mencionar ese asesinato?

CREONTE. — Teníamos aquí, ¡oh príncipe!, un rey llamado Layo, antes de que tú

gobernases la ciudad.

EDIPO. — Lo sé, porque me lo han dicho; yo nunca lo vi.

CREONTE. — Pues habiendo muerto asesinado, nos manda ahora manifiestamente el

oráculo que se castigue a los homicidas.

EDIPO. — ¿Dónde están ellos? ¿Cómo encontraremos las huellas de un antiguo crimen tan

difícil de probar?

CREONTE. — En esta tierra, ha dicho. Lo que se busca es posible encontrar, así como se

nos escapa aquello que descuidamos.

EDIPO. — ¿Fue en la ciudad, en el campo o en extranjera tierra donde Layo murió

asesinado?

CREONTE. — Se fue, según nos dijo, a consultar con el oráculo, y ya no volvió a casa.

EDIPO. — ¿Y no hay ningún mensajero ni compañero de viaje que presenciara el asesinato

y cuyo testimonio pudiera servirnos para esclarecer el hecho?

CREONTE. — Han muerto todos, excepto uno, que huyó tan amedrentado, que no sabe

decir más que una cosa de todo lo que vio.

EDIPO. — ¿Cuál? Pues una sola podría revelarnos muchas si proporcionara un ligero

fundamento a nuestra esperanza.

CREONTE. — Dijo que lo asaltaron unos ladrones y, como eran muchos, lo mataron, pues

no fue uno solo.

EDIPO. — ¿Y cómo el ladrón, si no hubiese sido sobornado por alguien de aquí, habría

llegado a tal grado de osadía?

CREONTE. — Eso creíamos aquí; pero en nuestra desgracia no apareció nadie como

vengador de la muerte de Layo.

EDIPO. — ¿Y qué desgracia, una vez muerto vuestro rey, os impidió descubrir a los

asesinos?

CREONTE. — La Esfinge con sus enigmas, pues obligándonos a pensar en el remedio de los

males presentes, nos hizo olvidar un crimen tan misterioso.

EDIPO. — Pues yo procuraré indagarlo desde su origen. Muy justamente Apolo y

dignamente tú habéis manifestado vuestra solicitud por el muerto; de manera que me tendréis

siempre en vuestra ayuda para vengar, como es mi deber, a esta ciudad y al mismo tiempo al

dios. Y no por arte de un amigo lejano, sino por mí mismo, disiparé las tinieblas que envuelven

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este crimen. Pues sea cual fuere el que mató a Layo, es posible que también me quiera matar

con la misma osadía; de modo que cuanto haga en bien de aquél, lo hago en provecho propio.

En seguida, pues, hijos míos, levantaos de vuestros asientos, alzando en alto los ramos

suplicantes, y que otro convoque aquí al pueblo de Cadmo, pues yo lo he de averiguar todo; y

no hay duda de que o nos salvaremos con el auxilio del dios, o pereceremos.

SACERDOTE. — Levantémonos, hijos, que nuestra venida aquí no tuvo otro objeto que el

que éste nos propone. Ojalá Febo, que nos envía este oráculo, sea nuestro salvador y haga

cesar la peste.

CORO. — ¡Oráculo de Júpiter, qué consoladoras palabras tienes! ¿Qué vienes a anunciar a la

ilustre Tebas, desde el riquísimo santuario de Delfos? Mi asustado corazón palpita de terror,

¡ay, Delio Peán!, preguntándome qué suerte tú me reservas, ya para los tiempos presentes, ya

para el porvenir. Dímelo, ¡hijo de la dorada Esperanza, oráculo inmortal! A ti primera invoco,

hija de Júpiter, inmortal Minerva, y a Diana, tu hermana, protectora de esta tierra, que se sienta

en el glorioso trono circular de esta plaza, y a Febo, que de lejos hiere, ¡Oh Trinidad liberadora

de la peste, apareceos en mi auxilio! Si ya otra vez, cuando la anterior calamidad surgió en

nuestra ciudad, extinguisteis la extraordinaria fiebre del mal, venid también ahora. ¡Oh dioses!,

innumerables desgracias me afligen. Se va arruinando todo el pueblo, y no aparece idea feliz

que nos ayude a librarnos del mal. Ni llegan a su madurez los frutos de esta célebre tierra, ni las

mujeres pueden soportar los crueles dolores del parto, sino que, como se puede ver, uno tras

otro, como pájaros de raudo vuelo y más veloces que devoradora llama, llegan los muertos a la

orilla del dios de la muerte, despoblándose la ciudad con tan innumerables defunciones. Los

cadáveres insepultos yacen, inspirando lástima, sobre el suelo en que se asienta la muerte;

jóvenes esposas y encanecidas madres gimen al pie de los altares, implorando remedio a tan

aflictiva calamidad. Por todas partes se oyen himnos plañideros mezclados con gritos de dolor,

contra el cual, ¡Oh espléndida hija de Júpiter!, envíanos saludable remedio. Y a Marte el cruel,

que ahora sin remedio ni escudo me destruye acosándome por todas partes, hazle la contra

haciendo que se vuelva en fugitiva carrera lejos de la patria, ya se vaya al ancho tálamo de

Anfitrita, ya a las inhospitalarias orillas del mar de Tracia; pues ahora en verdad, si la noche me

lleva algún consuelo, durante el día me lo desvanece. A ése, ¡oh padre Júpiter, que gobiernas la

fuerza de encendidos relámpagos!, destrúyelo con tu rayo.

¡Oh dios de Licia! Quisiera que las indomables flechas de tu dorado arco se lanzaran a

diestra y siniestra, dirigidas en mi auxilio, y también los encendidos dardos de Diana, con los

cuales se lanza a través de las licias montañas. Yo te invoco también, dios de la tiara de oro,

que llevas el sobrenombre de esta tierra, vinoso Baco, incitador de gritos de orgía, compañero

de las ménades: ven con tu resplandeciente y encendida tea, contra el dios que es deshonra

entre los dioses

EDIPO. — He oído tu súplica; y si quieres prestar atención y obediencia a mis palabras y

ayudarme a combatir la peste, podrás conseguir la defensa y alivio de tus males. Yo voy a

hablar como si nada supiera de todo lo que se dice, ajeno como estoy del crimen. Pues yo solo

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no podría llevar muy lejos mi investigación, si no tuviera algún indicio. Mas ahora, aunque soy

el último de vosotros que ha obtenido la ciudadanía en Tebas, ordeno a todos los

descendientes de Cadmo: quien de vosotros conozca al hombre que asesinó a Layo el

Labdácida, que me lo diga, pues se lo mando; quien sea el culpable, que no tema presentarse

espontáneamente, pues sin imponerle pena aflictiva alguna, ileso saldrá desterrado de este país.

Si alguno de vosotros sabe que el asesino es extranjero, que me lo exponga, pues le daré buen

premio y le quedaré agradecido. Pero si calláis y rehusáis darme las noticias que os pido, ya por

temor de algún amigo, ya por miedo propio, conviene que oigáis lo que en tal caso voy a

disponer: sea quien sea el culpable, prohíbo a todos los habitantes de esta tierra que rijo y

gobierno, que lo reciban en su casa, que le hablen, que lo admitan en sus plegarias y sacrificios

y que le den agua lustral. Que lo ahuyente todo el mundo de su casa como ser impuro,

causante de nuestra desgracia, según el oráculo de Apolo me acaba de revelar. De este modo

creo yo que debo ayudar a dios y vengar al muerto. Y espero que todos vosotros cumpliréis

este mandato, por mí mismo, por el dios y por esta tierra que tan infructuosa y

desgraciadamente se arruina. Y aun cuando esta investigación no hubiese sido ordenada por el

dios, nunca debíais vosotros haber dejado impune el asesinato del más eminente de los

hombres, de vuestro rey. Pero ahora que me hallo yo en posesión del imperio que él tuvo

antes, y tengo su lecho y la misma mujer que él fecundó, y míos serían los hijos de él, si los que

tuvo no los hubiese perdido –pero la des- gracia cayó sobre su cabeza–, por todo esto, yo,

como si se tratara de mi padre, lucharé y llegaré a todo, deseando coger al autor del asesinato

del hijo de Labdaco, nieto de Polidoro, bisnieto de Cadmo y tataranieto del antiguo Agenor. Y

para los que no cumplan este mandato, pido a los dioses que ni les dejen cosechar frutos de sus

campos, ni tener hijos de sus mujeres, sino que los hagan perecer en la calamidad que nos

aflige o con otra peor. Y pido para el asesino, que escapó, ya siendo solo, ya con sus cómplices,

que, falto de toda dicha, arrastre una vida ignominiosa y miserable. Y pido además que si

apareciera viviendo conmigo en mi propio palacio sabiéndolo yo, sufra yo mismo los males

con que acabo de maldecir a todos éstos. Y a vosotros, los demás cadmeos a quienes plazca

esto lo mismo que a mí, que la justicia venga en vuestro auxilio y que todos los dioses os

socorran favorablemente siempre.

CORO. — Puesto que me obligas con tus imprecaciones, por esto, ¡Oh rey!, te diré: Ni lo

maté, ni puedo indicarte al culpable, pero Febo, que nos ha enviado el oráculo, debía

indicarnos la pista o descubrir al asesino.

EDIPO. — Muy bien has hablado; pero obligar a los dioses en aquello que no quieren, no

puede el hombre.

CORO. — Continuaré, si me das permiso, exponiendo mi segundo parecer.

EDIPO. — Y también un tercero, si lo tienes. No ocultes nada de lo que tengas que decirme.

CORO. — Sé muy bien que el esclarecido Tiresias lee en el porvenir, lo mismo que el dios

Febo. Si de él te aconsejas, ¡oh rey!, podrías saber la cosa con certeza.

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EDIPO. — Pues no me he descuidado, ni siquiera para disponer eso, porque apenas me lo

dijo Creonte le envié dos mensajeros. Lo que me admira es que no esté ya aquí.

CORO. — Y en verdad que todo lo demás son insubstanciales e inútiles habladurías.

EDIPO. — ¿Cuáles son ésas? Yo quiero examinarlas todas.

CORO. — Se dijo que lo mataron unos caminantes.

EDIPO. — También lo sé yo; pero no hay quien haya visto al culpable.

CORO. — Y si éste tenía algún miedo, no habrá esperado al oír tus imprecaciones.

EDIPO. — A quien no asusta el crimen, no intimidan las palabras.

CORO. — Pues ya está aquí quien lo descubrirá: mira a ésos que vienen con el divino vate,

único entre los hombres, en quien es ingénita la verdad.

EDIPO. — ¡Oh Tiresias!, que comprendes en tu entendimiento lo cognoscible y lo inefable,

y lo divino y lo humano. Aunque tu ceguera no te deja ver, bien sabes en qué ruina yace la

ciudad; y no hallé a otro, sino tú, que pueda socorrerla y salvarla, ¡oh excelso! Pues Febo, si no

lo sabes ya por los mensajeros, contestó a la consulta que le hice, que el único remedio a esta

desgracia está en descubrir a los asesinos de Layo y castigarlos con la muerte o con el

destierro. No desdeñes, pues, ninguno de los medios de la adivinación, ya te valgas del vuelo

de las aves, ya de cualquier otro recurso, y procura tu salvación y la de la ciudad; sálvame

también a mí, librándonos de la impureza del asesinato. En ti está nuestra esperanza. Servir a

sus semejantes es el mejor empleo que un hombre puede hacer de su ciencia y su riqueza.

TIRESIAS. — ¡Bah, bah! ¡Cuán funesto es el saber cuando no proporciona ningún provecho

al sabio! Yo sabía bien todo eso, y se me ha olvidado. No debía haber venido.

EDIPO. — ¿Qué es eso? ¿Cómo vienes tan desanimado?

TIRESIAS. — Deja que me vuelva a casa: que mejor proveerás tú en tu bien y yo en el mío, si

en esto me obedeces.

EDIPO. — Ni tus palabras ni tus sentimientos son de benevolencia para esta ciudad que te

ha criado, al negarle la adivinación que te pide.

TIRESIAS. — Ni tampoco veo yo discreción en lo que dices, ni quiero incurrir en ese mismo

defecto.

EDIPO. — Por los dioses, no rehúses decirnos todo lo que sabes; pues todos te lo pedimos

en actitud suplicante.

TIRESIAS. — Pues todos estáis desjuiciados; así que nunca yo revelaré mi pensamiento para

no descubrir tu infortunio.

EDIPO. — ¿Qué dices? ¿Sabiéndolo vas a callarte, haciendo traición a la ciudad y dejándola

perecer?

TIRESIAS. — Ni quiero afligirme ni afligirte. ¿Por qué, pues, me preguntas en vano? De mí

nada sabrás.

EDIPO. — ¿No, perverso y malvado, capaz de irritar a una piedra, no hablarás ya, dejando

de mostrarte tan impasible y obstinado?

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TIRESIAS. — Me echas en cara mi obstinación, sin darte cuenta de que la tuya es mayor, y

me reprendes.

EDIPO. — ¿Quién no se irritará al oír estas palabras con las que manifiestas el desprecio que

tienes por la ciudad?

TIRESIAS. — Eso que deseas saber ya vendrá, aunque yo lo calle.

EDIPO. — Pues eso que ha de venir es preciso que me lo digas.

TIRESIAS. — Yo no puedo hablar más. Por lo tanto, si quieres, déjate llevar de la más salvaje

cólera.

EDIPO. — Pues en verdad que nada callaré, tal es mi rabia, de cuanto conjeturo. Has de

saber que me parece que tú eres el instigador del crimen y el autor del homicidio, aunque no lo

hayas perpetrado con tu mano. Y si no estuvieras ciego, afirmaría que tú solo has cometido el

asesinato.

TIRESIAS. — ¿Verdad? Pues yo te ordeno que persistas en el cumplimiento de la orden que

has dado, y que desde hoy no dirijas la palabra ni a éstos ni a mí, porque tú eres el ser impuro

que mancilla esta tierra.

EDIPO. — ¿Y así, con tanto descaro, lanzas esa injuria? ¿Y crees que has de escapar sin

castigo?

TIRESIAS. — Nada temo, pues mantengo la verdad, que es poderosa.

EDIPO. — ¿De quién lo sabes? No será de tu arte.

TIRESIAS. — De ti; porque tú me hiciste hablar contra mi voluntad.

EDIPO. — ¿Qué has dicho? Repítelo para que lo entienda bien.

TIRESIAS. — ¿No lo has entendido ya? ¿Es que hablé a una piedra?

EDIPO. — No tanto que pueda responderte; repítelo.

TIRESIAS. — Repito que tú eres el asesino de Layo, a quien deseas encontrar.

EDIPO. — Te aseguro que no repetirás con tanto gozo la mortificante injuria que por dos

veces me has lanzado.

TIRESIAS. — ¿Quieres que diga otras cosas que aumentarán tu desesperación?

EDIPO. — Di cuanto quieras, que en vano hablas.

TIRESIAS. — Digo, pues, que tú ignoras el abominable contubernio en que vives con los

seres que te son más queridos; y no te das cuenta del oprobio en que estás.

EDIPO. — ¿Y crees que impunemente puedes continuar siempre calumniándome?

TIRESIAS. — Sí, porque alguna fuerza tiene la verdad.

EDIPO. — La tiene, pero no en ti. En ti no puede tenerla porque eres ciego de ojos, de oído

y de entendimiento.

TIRESIAS. — Tú eres un desdichado al lanzarme esos insultos, que no hay nadie entre éstos

que pronto no los haya de volver contra ti.

EDIPO. — Estás del todo ofuscado; de manera que ni a mí ni a otro cualquiera que vea la

luz puedes hacer daño.

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TIRESIAS. — No está decretado por el hado que sea yo la causa de tu caída, pues suficiente

es Apolo, a cuyo cuidado está el cumplimiento de todo esto.

EDIPO. — ¿Son de Creonte o tuyas estas maquinaciones?

TIRESIAS. — Ningún daño te ha hecho Creonte, sino tú mismo.

EDIPO. ¡Oh riqueza y realeza y arte de gobernar, el más difícil de todos en esta ciencia de la

adivinación, superior a todas las demás ciencias en esta vida agitada por la envidia! ¡Cuánto

odio excitáis en los demás, si por un imperio que la ciudad puso graciosamente en mis manos,

sin haberlo yo solicitado, el fiel Creonte, amigo desde el principio, conspira en secreto contra

mí y desea suplantarme, sobornando a este mágico embustero y astuto charlatán, que sólo ve

donde halla lucro, siendo un mentecato en su arte! Porque, vamos a ver, dime: ¿en qué ocasión

has demostrado tú ser verdadero adivino? ¿Cómo, si lo eres, cuando la Esfinge proponía aquí

sus enigmas en verso, no indicaste a los ciudadanos ningún medio de salvación? Y en verdad

que el enigma no era para que lo interpretara el primer advenedizo, sino que necesitaba de la

adivinación. Adivinación que tú no supiste dar, ni por los augurios ni por revelación de ningún

dios, sino que yo, el ignorante Edipo, apenas llegué, hice callar al monstruo, valiéndome

solamente de los recursos de mi ingenio, sin hacer caso del vuelo de las aves. ¡Y a mí intentas

tú arrojar del trono, para poner en él a Creonte, de quien esperas ser asido consejero! Yo creo

que tú y el que contigo ha urdido esta trama expiaréis el crimen llorando. Y si no pensara que

eres viejo, el castigo te haría venir en conocimiento de la falta que has cometido.

CORO. — Parece, Edipo, que tus palabras y también las de éste han sido proferidas a

impulsos de la cólera. Tal es mi opinión. Y no es eso lo que hace falta, sino averiguar cómo

daremos mejor cumplimiento al oráculo del Dios.

TIRESIAS. — Aunque tú seas rey, te contestaré lo mismo que si fuera tu igual, pues derecho

tengo a ello. No soy esclavo tuyo, sino de Apolo; de modo que el patronato de Creonte para

nada lo he menester. Y voy a hablar, porque me has injuriado llamándome ciego. Tú tienes

muy buena vista y no ves el abismo de males en que estás sumido, ni conoces el palacio en que

habitas, ni los seres con quienes vives. ¿Sabes, por ventura, de quién eres hijo? ¿Tú no te das

cuenta de que eres un ser odioso a todos los individuos de tu familia, tanto a los que han

muerto como a los que viven; ni de que la maldición de tu padre y de tu madre, que en su

horrible acometida te acosa ya por todas partes, te arrojará de esta tierra, donde si ahora ves

luz, luego no verás más que tinieblas? ¿En qué lugar te refugiarás, donde no repercuta el eco de

tus clamores? ¡Cómo retumbarán tus lamentos en el Citerón, cuando tengas conciencia del

horrendo himeneo al cual nunca debías haber llegado si tu suerte hubiera sido feliz! Ahora no

te das cuenta de la multitud de crímenes que te vendrán a igualar con tus propios hijos. Tal es

la verdad; y ante ella, insulta a Creonte y también a mí, porque entre los mortales maltratados

por el destino no habrá otro más miserable que tú.

EDIPO. — ¿Tales injurias he de tolerar yo de este hombre? ¿Cómo no mando que lo maten

enseguida? ¿No te alejarás de aquí y te irás a casa?

TIRESIAS. — Yo nunca habría venido si tú no me hubieras llamado.

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EDIPO. — No sabía que dijeras tantas necedades; que de saberlo, no me habría apresurado

a llamarte a mi palacio.

TIRESIAS. — Mi índole es tal, que a tu parecer soy necio; pero muy sabio para los padres

que te engendraron.

EDIPO. — ¿Cuáles? Espera. ¿Quién fue el mortal que me engendró?

TIRESIAS. — Hoy lo conocerás y lo matarás.

EDIPO. — ¡Qué enigmático y oscuro es todo lo que dices!

TIRESIAS. — No eres tú buen adivinador de enigmas.

EDIPO. — Injuria cuanto quieras, que tus insultos serán los y que más gloria me den.

TIRESIAS. — Esa misma gloria es la que te perdió.

EDIPO. — Pero si salvé a la ciudad, poco me importa. TIRESIAS. — Me voy ya, Niño,

guíame.

EDIPO. — Sí, que te guíe, que tu presencia me embaraza; y lejos de aquí no me

atormentarás

TIRESIAS. — Me voy; pero diciendo antes aquello por lo que fui llamado, sin temor a tu

mirada; que no tienes poder para quitarme la vida. Así, pues, te digo: ese hombre que tanto

tiempo buscas y a quien amenazas y pregonas como asesino de Layo, está aquí, se le tiene por

extranjero domiciliado; pero pronto se descubrirá que es tebano de nacimiento, y no se

regocijará al conocer su desgracia. Privado de la vista y caído de la opulencia en la pobreza, con

un bastón que le indique el camino se expatriará hacia extraña tierra. Él mismo se reconocerá a

la vez hermano y padre de sus propios hijos; hijo y marido de la mujer que lo parió, y comarido

y asesino de su padre. Retírate, pues, y medita sobre estas cosas; que si me encuentras en

mentira, ya podrás decir que nada entiendo del arte adivinatorio

CORO. — ¿Quién es ése que, según manifiesta la profética piedra délfica, llevó a cabo con

homicidas manos el más horrendo e infando crimen? Hora es ya de que emprenda la huida con

pie más ligero que el de los caballos impetuosos del huracán; pues armado de rayos y

relámpagos, se lanza contra él el hijo de Júpiter, al propio tiempo que le persiguen las terribles

e inevitables furias. Desde el nivoso Parnaso se ha difundido recientemente la espléndida luz

del oráculo, para que todo el mundo descubra la pista de ese hombre desconocido, que sin

duda anda errante por agreste selva, ocultándose en los antros y brincando por las peñas,

huyendo inútilmente como toro salvaje, para evitar en su infortunada fuga las profecías salidas

del centro de la tierra, pero ellas, siempre vivas, van revoloteando en torno de él.

Terriblemente, pues; terriblemente me ha dejado en confusión el sabio adivino, cuyas profecías

ni puedo creer, ni tampoco negar.

No sé qué decir. Vuelo en alas de mi esperanza sin poder ver nada claro de lo presente ni

del porvenir. Que entre los labdácidas y el hijo de Pólibo haya habido contienda, ni ha llegado

a mi noticia antes de ahora, ni tampoco al presente he oído nada que me sirva de criterio para

intervenir en el público rumor acerca de Edipo y aparecer como auxiliar del misterioso

asesinato de Layo. Mas Júpiter y Apolo también en su excelsa penetración saben cuanto ocurre

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entre los mortales; pero que entre los hombres un adivino sepa en esto más que yo, no es cosa

probada: puede un hombre responder con su juicio al juicio de otro hombre. Por esto yo, antes

de ver la profecía confirmada por los hechos, jamás me pondré de parte de los acusadores de

Edipo. Porque cuando la virgen alada cayó sobre él, se mostró a vista de todos lleno de

sabiduría y salvador de la ciudad; así que mi corazón, lleno de agradecimiento, no lo acusará

jamás de malvado.

CREONTE. — Ciudadanos: enterado de las terribles acusaciones que el tirano Edipo ha

lanzado sobre mí, vengo sin poderme contener. Si en medio de las desgracias que nos afligen

cree él que yo he sido capaz de causarle algún perjuicio con mis palabras o con mis obras, no

quiero vivir más cargado de tal oprobio. Pues la infamia de tal acusación no es de poca monta,

sino de la mayor importancia, ya que tiende a declararme traidor a la ciudad, a ti y a mis

amigos.

CORO. — Pero esa infamia vino arrastrada por apasionada violencia más que por juicio de

serena razón.

CREONTE. — Pero ¿dijo efectivamente, que el adivino, persuadido por mis consejos, ha

mentido en su profecía?

CORO. — Eso dijo: pero ignoro con qué intención.

CREONTE. — Pero ¿con firme convicción y razón serena ha lanzado sobre mí tal acusación?

CORO. — No lo sé. Los actos de mis soberanos no acostumbro yo criticarlos. Pero ahí lo

tienes, que sale de palacio.

EDIPO. — ¡Eh, tú! ¿Cómo te atreves a venir por aquí? ¿Tanto es tu descaro y osadía que te

presentas en mi casa, siendo tan claro y manifiesto que deseas matarme y arrebatarme la

soberanía? ¡Ea! Dime, por los dioses ¿qué cobardía o qué necedad has visto en mí, que te haya

decidido a proceder de ese modo? ¿Creías acaso que yo no descubriría esas intrigas tuyas tan

cautelosamente urdidas, o que, aunque las descubriera, no te iba a castigar? ¿No es insensato tu

empeño de querer, sin el apoyo de la muchedumbre y de los amigos, usurpar un trono que sólo

se obtiene con el favor del pueblo y abundantes riquezas?

CREONTE. — ¿Sabes lo que debes hacer? Oye primero mi contestación a todo lo que acabas

de decir, y luego medita sobre ella y juzga.

EDIPO. — Tú eres hábil orador y yo mal oyente para que me convenzas; porque he visto tu

malicia y enemistad contra mí.

CREONTE. — Acerca de eso escucha un momento lo que te voy a decir.

EDIPO. — Acerca de eso no me digas que no eres un traidor.

CREONTE. — Si crees que la arrogancia, cuando la razón no la apoya, es cosa que debe

mantenerse, te equivocas.

EDIPO. — Y si tú crees que conspirando contra un pariente no has de sufrir castigo,

también andas equivocado.

CREONTE. — Convengo en la justicia de lo que acabas de decir; pero dime qué daño es ese

que te he inferido yo.

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EDIPO. — ¿Fuiste tú o no quien me aconsejó llamar a ese famoso adivino?

CREONTE. — Yo te lo aconsejé, y te lo aconsejaría también ahora.

EDIPO. — ¿Cuánto tiempo, poco más o menos, hace que Layo...?

CREONTE. — ¿A qué hecho te refieres? No entiendo.

EDIPO. — ¿Desapareció víctima de criminal atentado? CREONTE. — Muchos años han

pasado desde entonces.

EDIPO. — ¿Y entonces ese adivino ejercía ya su arte?

CREONTE. — Y era sabio en él y se le honraba lo mismo que hoy.

EDIPO. — ¿Hizo mención de mí en aquellos días?

CREONTE. — No; al menos delante de mí, nunca.

EDIPO. — ¿Pero no hicisteis entonces investigaciones para, descubrir al culpable?

CREONTE. — Las hicimos, ¿cómo no?, y nada pudimos averiguar.

EDIPO. — ¿Y cómo entonces ese gran sabio no reveló lo que ahora?

CREONTE. — No sé. No quiero hablar de lo que ignoro.

EDIPO. — Lo que te conviene, bien lo sabes; y lo dirías si tuvieras buena intención.

Creonte. — ¿Qué cosa es ésa? Si la sé, no me la callaré.

EDIPO. — Que si no se hubiera puesto de acuerdo contigo, nunca me habría atribuido la

muerte de Layo.

CREONTE. — Si efectivamente dice eso, tú lo sabes; pero justo es que yo te haga algunas

preguntas, cómo tú me las estás haciendo a mí.

EDIPO. — Pregunta, que no se probará que yo sea el asesino.

CREONTE. — Dime, pues: ¿no estás casado con mi hermana?

EDIPO. — No es posible negar eso que preguntas.

CREONTE. — ¿Gobiernas aquí con el mismo mando e imperio que ella?

EDIPO. — Todo lo que desea lo obtiene de mí.

CREONTE. — ¿Y no mando yo casi lo mismo que vosotros dos, aun que ocupe el tercer

lugar?

EDIPO. — En eso se ve claramente ahora que has sido un pérfido amigo.

CREONTE. — No lo creerás así, si reflexionas un poco, como yo. Lo primero que has de

considerar es si puede haber quien prefiera gobernar con temores e inquietudes, a dormir

tranquilamente, ejerciendo el mismo imperio. Porque yo nunca he preferido el título de rey al

hecho de reinar efectivamente; como no lo preferiría nadie que piense prudentemente. Porque

ahora, sin inquietud de ninguna especie, tengo de ti todo lo que quiero; y si yo fuera el rey,

tendría que hacer muchas cosas contra mi voluntad. ¿Cómo, pues, me ha de ser más grata la

dignidad real que la autoridad y el poder libre de toda inquietud? No ando tan equivocado que

prefiera otras cosas que no sean las que dan honra y provecho. Ahora, pues, todo el mundo me

sonríe; todos me saludan con afecto; todo el que necesita algo de ti, me adula, porque en esto

está el logro de sus deseos. ¿Cómo es posible, pues, que yo renuncie a estas ventajas por

obtener el título de rey? Un espíritu sensato no puede obrar tan neciamente. Jamás llegué a

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acariciar tal idea, ni sería nunca cómplice de otro que quisiera ponerla en ejecución. Y para

prueba de esto, vete a Delfos y entérate por ti mismo para saber si te comuniqué el oráculo con

toda fidelidad. Y, además, de tener pruebas de que yo me he puesto en inteligencia con el

adivino, condéname a muerte; y no con tu voto solo, sino también con el mío. Pero no me

inculpes con infundadas sospechas y sin oírme; porque ni es justo formar juicio temerario de

un hombre de bien, confundiéndolo con un malvado, ni tomar a los malvados por hombres de

bien. Porque el repudiar a un buen amigo es para mí tanto como sacrificar la propia vida, que

es lo que más se estima. Con el tiempo llegarás a enterarte bien de todo esto; porque el tiempo

es la única prueba del hombre justo, ya que al malvado basta un día solo para reconocerlo.

CORO. — Muy bien ha hablado para todo el que tenga escrúpulos de caer en error, ¡oh rey!;

pues los juicios precipitados suelen ser inseguros.

EDIPO. — Cuando el enemigo procede de prisa y cautelosamente en su conspiración,

menester es que yo apresure a tomar resoluciones; porque si espero tranquilo, los proyectos de

aquél tendrán cumplimiento y los míos serán vanos.

CREONTE. — ¿Qué quieres, pues? ¿Desterrarme del reino?

EDIPO. — No, sino que mueras, no quiero que te escapes.

CREONTE. — Siempre que me convenzas de la razón de tu odio.

EDIPO. — ¿Qué dices? ¿Que no te vas a conformar ni a obedecer?

CREONTE. — No veo que estés en tu cabal juicio.

EDIPO. — Lo estoy para mí.

CREONTE. — Pues menester es que también lo estés para mí.

EDIPO. — Pero tú eres un traidor.

CREONTE. — ¿Y si estuvieras mal informado?

EDIPO. — De todos modos, menester es que obedezcas. CREONTE. — No ciertamente, si

tu orden es injusta.

EDIPO. — ¡Oh Tebas, Tebas!

CREONTE. — También puedo yo invocar a Tebas, no tú sólo.

CORO. — Cesad, príncipes; pues muy a propósito veo salir de palacio a Yocasta, que se

dirige hacia aquí: con ella debéis decidir pacíficamente este altercado.

YOCASTA. — ¿Cómo, desdichados, habéis suscitado tan imprudente disputa? ¿No os

avergonzáis de remover vuestros odios particulares en medio del abatimiento en que se halla la

ciudad? Entra en palacio, Edipo; y tú, Creonte, a tu casa; no sea que por fútiles motivos

originéis gran dolor.

CREONTE. — ¡Hermana! Edipo, tu marido, acaba de amenazarme con uno de estos dos

castigos: o la muerte o el destierro.

EDIPO. — Es verdad, mujer; pues lo he sorprendido tramando odioso complot contra mi

persona.

CREONTE. — No disfrute yo jamás ningún placer, y muera lleno de maldiciones si he hecho

algo de lo que me imputas.

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YOCASTA. — Cree por los dioses, ¡oh Edipo!, en lo que éste dice, principalmente por

respeto a ese juramento en que invoca a los dioses, y también por consideración a mí y a estos

que están presentes.

CORO. — Obedece de buen grado y ten prudencia, ¡oh rey!, te lo suplico.

EDIPO. — ¿En qué quieres que te obedezca?

CORO. — En hacer caso de éste, que siempre ha sido persona respetable; y lo es más ahora

por el juramento que acaba de hacer.

EDIPO. — ¿Sabes lo que pides?

CORO. — Lo sé.

EDIPO. — Explícate más.

CORO. — Deseo, pues, que a un pariente que acaba de escudarse bajo la imprecación del

juramento, no le acuses ni lances a la pública deshonra por una vana sospecha.

EDIPO. — Sabe, pues, que al pedir eso, pides mi muerte o mi destierro.

CORO. — ¡No, por el dios Sol, el primero entre todos los dioses! ¡Muera yo abandonado

por los dioses y de todos mis amigos, si tal es mi pensamiento! No es más que los sufrimientos

de la patria que desgarran mi afligido corazón, y el temor de que a los males que sufrimos se

añadan otros nuevos.

EDIPO. — Que se vaya, pues, ése, aunque yo deba morir o ser lanzado violenta e

ignominiosamente de esta tierra. Tus palabras lastimeras son las que mueven a compasión; no

las de éste, que, dondequiera que se halle, me será odioso.

CREONTE. — Claro que se ve que cedes con despecho; despecho que pesará sobre ti

cuando te pase la cólera. Caracteres como el tuyo, natural es que difícilmente puedan

soportarse a sí mismos.

EDIPO. — ¿ No me dejarás y te marcharás de aquí?

CREONTE. — Me iré sin lograr convencerte de mi inocencia; pero para éstos soy siempre el

mismo.

CORO. — Mujer, ¿qué esperas, que no te lo llevas a palacio?

YOCASTA. — Saber lo que aquí ha habido.

CORO. — Una disputa suscitada por infundadas sospechas y el rencor de acusaciones

injustas.

YOCASTA. — ¿ Acusaciones de una y otra parte?

CORO. — Sí.

YOCASTA. — ¿Y de qué se trataba?

CORO. — Basta ya por mí, basta; que hallándose la patria tan afligida, me parece que debe

terminar la querella en donde ha quedado.

EDIPO. — ¿Ves a lo que vienes a parar? Con toda tu buena intención me abandonas y

atormentas mi corazón.

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CORO. — ¡Oh rey!, ya te lo he dicho más de una vez: sería yo un insensato e incapaz de

razonar si me apartara de ti que salvaste a mi patria cuando se hallaba envuelta en los mayores

males. Sé también hoy, si puedes, nuestro salvador.

YOCASTA. — Dime, por los dioses, rey, qué es lo que te ha puesto tan encolerizado.

EDIPO. — Te diré, mujer; pues te respeto más que a éstos, qué clase de complot ha urdido

Creonte contra mí.

YOCASTA. — Habla, a ver si con tu acusación me aclaras el asunto.

EDIPO. — Dice que yo soy el asesino de Layo.

YOCASTA. — ¿Lo ha inquirido por sí mismo o lo ha sabido por otro?

EDIPO. — De un miserable adivino que me ha enviado; pues él personalmente no me

acusa.

YOCASTA. — Pues déjate de todo eso que estás diciendo. Escúchame y verás cómo ningún

mortal que posea el arte de la adivinación tiene que ver nada contigo. Te daré una prueba de

esto en pocas palabras. Un oráculo que procedía, no diré que del mismo Febo, sino de alguno

de sus ministros, predijo a Layo que su destino era morir a manos de un hijo que tendría de mí.

Pero Layo, según es fama, murió asesinado por unos bandidos extranjeros en un paraje en que

se cruzaban tres caminos; respecto del niño, no tenía aún tres días cuando su padre lo ató de

los pies y lo entregó a manos extrañas para que lo arrojaran en un monte intransitable. Ahí

tienes, pues, cómo ni Apolo dio cumplimiento a su oráculo, ni el hijo fue el asesino de su

padre, ni a Layo atormentó más la terrible profecía de que había de morir a manos de un hijo.

Así quedaron las predicciones proféticas, de las que tú no debes hacer ningún caso; porque

cuando un dios quiere hacer una revelación, fácilmente él mismo la da a conocer.

EDIPO. — ¡Cómo, desde que te estoy escuchando, ¡oh mujer!, divaga mi espíritu y me

tiembla el corazón!

YOCASTA. — ¿Qué inquietud te agita y te hace hablar así?

EDIPO. — Creo haberte oído que Layo fue muerto en un cruce de tres caminos.

YOCASTA. — Así se dijo y no cesa de repetirse.

EDIPO. — ¿Y cuál es la región en que aconteció el hecho?

YOCASTA. — En la región que se llama Fócida, y en el punto en que se divide en dos el

camino que viene de Daulia hacia Delfos.

EDIPO. — ¿Y cuánto tiempo ha pasado desde entonces?

YOCASTA. — Muy poco antes que tú llegaras a ser rey de este país, se hizo esto público por

toda la ciudad.

EDIPO. — ¡Oh Júpiter!, ¿qué has decidido hacer de mí?

YOCASTA. — ¿Qué te pasa, Edipo? ¿En qué piensas?

EDIPO. — No me preguntes más; dime cuál era el aspecto de Layo y la edad que tenía.

YOCASTA. — Era alto; las canas empezaban ya a blanquearle la cabeza, y su fisonomía no

desemejaba mucho de la tuya.

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EDIPO. — ¡Desdichado de mí! Creo que contra mí mismo acabo de lanzar terribles

maldiciones, sin darme cuenta.

YOCASTA. — ¿Qué dices? Me lleno de temor al mirarte, ¡Oh rey!

EDIPO. — Me inquieta horriblemente el temor de que el adivino acierte. Pero me aclararás

más el asunto, si me dices una sola cosa

YOCASTA. — También estoy yo llena de zozobra; te contestaré a lo que me preguntes, si lo

sé.

EDIPO. — ¿Viajaba solo, o llevaba gran escolta, como convenía a un rey?

YOCASTA. — Cinco eran en conjunto, y entre ellos un heraldo. Un coche solo llevaba a

Layo.

EDIPO. — ¡Ay, ay!, esto está ya claro. ¿Quién es el que os dio estas noticias, mujer?

YOCASTA. — Un criado, que fue el único que se salvó.

EDIPO. — ¿Y se encuentra ahora en palacio?

YOCASTA. — No; porque cuando a su vuelta de allí te vio a ti en el trono y a Layo muerto,

me suplicó, asiéndome de la mano, que le enviara al campo a apacentar los ganados, para vivir

lo más lejos posible de la ciudad. Y yo lo envié; porque era un criado digno de esta y de otra

mayor gracia.

EDIPO. — ¿Cómo haremos que venga lo más pronto posible?

YOCASTA. — Fácilmente; pero ¿para qué lo quieres?

EDIPO. — Me temo, mujer, haber hablado demasiado acerca de este asunto; por lo cual,

deseo verlo.

YOCASTA. — Vendrá, pues; pero también soy merecedora de saber las cosas que te

inquietan, ¡oh rey!

EDIPO. — No pienses que te las voy a callar en medio de la incertidumbre en que estoy. ¿A

quién mejor que a ti podré yo contar el trance en que me hallo? Mi padre fue Pólibo el corintio,

y mi madre la doria Merope. Fui el hombre más respetado entre todos los ciudadanos hasta

que me ocurrió el siguiente caso, digno de admirar, pero no tanto que debiera llegar a

inquietarme. En un banquete, un hombre que había bebido demasiado me dijo en su

borrachera que yo era hijo fingido de mi padre. Apesadumbrado yo por la injuria, aguanté a

duras penas aquel día; pero al siguiente pregunté por ello a mi padre y a mi madre, quienes

llevaron muy a mal el ultraje, y se indignaron contra el que lo había proferido. Las palabras de

ambos me sosegaron; pero, sin embargo, me escocía siempre aquel reproche, que había

penetrado hasta el fondo de mi corazón. Sin que supieran nada mis padres me fui a Delfos,

donde Febo me rechazó, sin creerme digno de obtener contestación a las preguntas que le hice;

pero me reveló los males más afrentosos, terribles y, funestos, diciendo que yo había de casar

con mi madre con la cual engendraría una raza odiosa al género humano; y también que yo

sería el asesino del padre que me engendró. Desde que oí yo tales palabras, procurando

siempre averiguar por medio de los astros la situación de Corinto, andaba errante lejos de su

suelo, buscando lugar donde jamás viera el cumplimiento de las atrocidades que de mí vaticinó

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el oráculo. Pero en mi marcha llegué al sitio en que tú dices que mataron al tirano Layo. Te diré

la verdad, mujer. Cuando ya me hallaba yo cerca de esa encrucijada, un heraldo y un hombre

de las señas que tú me has dado, el cual iba en un coche tirado por jóvenes caballos, toparon

conmigo. El cochero y el mismo anciano me empujaron violentamente, por lo que yo, al que

me empujaba, que era el cochero, le di un golpe con furia; pero el anciano que vio esto, al ver

que yo pasaba por el lado del coche, me infirió dos heridas con el aguijón en medio de la

cabeza. No pagó él de la misma manera: porque del golpe que le di con el bastón que llevaba

en la mano, cayó rodando del medio del coche, quedando en el suelo boca arriba: enseguida,

los maté a todos. Si pues, ese extranjero tiene alguna relación con Layo, ¿quién hay ahora que

sea más miserable que yo?

¿Qué hombre podrá haber que sea más infortunado? Ningún extranjero ni ciudadano puede

recibirme en su casa, ni hablarme: todos deben desecharme de sus moradas. Y no es otro, sino

yo mismo, quien tales maldiciones ha lanzado sobre mí. Estoy mancillando el lecho del muerto

con las mismas manos con que lo maté. ¿No nací, pues, siendo criminal? ¿No soy un ser todo

impuro? Pues cuando es preciso que yo huya desterrado y que en mi destierro no me sea

posible ver a los míos ni entrar en mi patria, ¿es también necesario que me una en casamiento

con mi madre y mate a mi padre, a Pólibo, que me engendró y me educó? ¿No dirá con razón

cualquiera que medite esto, que todo ello lo dirige contra mí una deidad cruel? Nunca, nunca,

¡oh santa majestad divina!, vea yo ese día, sino que desaparezca borrado de los mortales, antes

que ver impresa en mí la mancha de la deshonra.

CORO. — También nosotros, ¡oh rey!, estamos llenos de espanto; pero hasta que te enteres

del testigo de estos hechos, ten esperanza.

EDIPO. — Y en verdad que la única esperanza que me queda es aguantar a que venga ese

pastor.

YOCASTA. — Y en cuanto venga, ¿qué piensas hacer?

EDIPO. — Voy a decírtelo. Si efectivamente dice lo mismo que tú has dicho, nada tengo yo

que temer.

YOCASTA. — ¿Qué palabra tan importante es la que me oíste?

EDIPO. — Has dicho que él manifestó que lo mataron unos ladrones. Si ahora persiste en

afirmar que eran varios, no lo maté yo; pues uno solo nunca puede ser igual a muchos; pero si

dice que lo mató un hombre solo, claro está ya que ese crimen recae sobre mí.

YOCASTA. — Pues sabe que públicamente hizo tal declaración y no es posible que ahora se

retracte; porque la oyó toda la ciudad, no yo solamente. Y aun cuando se apartara un poco de

su declaración anterior, nunca jamás, ¡oh rey!, probaría que tú seas el matador de Layo, quien,

según el oráculo de Apolo, debía morir a manos del hijo que tuviera de mí. Y claro está que no

pudo matarlo aquel hijo desdichado, porque murió antes que él. De modo que ni en este caso

ni en ningún otro que en adelante ocurra, he de prestar fe a ningún oráculo.

EDIPO. — Muy bien has discurrido; pero, sin embargo, envía a llamar al pastor; no difieras

esto.

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YOCASTA. — Voy a enviar enseguida; pero entremos en palacio, que nada haré que no sea

de tu gusto.

CORO. — ¡Ojalá me asistiera siempre la suerte de guardar la más piadosa veneración a las

predicciones y resoluciones cuyas sublimes leyes residen en las celestes regiones donde han

sido engendradas! El Olimpo sólo es su padre: no las engendró la raza mortal de los hombres,

ni tampoco el olvido las adormece jamás. En ellas vive un dios poderoso que nunca envejece.

Pero el orgullo engendra tiranos. El orgullo, cuando hinchado vanamente de su mucha

altanería, ni conveniente ni útil para nada, se eleva a la más alta cumbre para despeñarse en tal

precipicio, de donde le es imposible salir. Yo ruego a la divinidad que no se malogre el buen

éxito del esfuerzo que la ciudad está haciendo, y para ello jamás dejaré de implorar la

protección divina. Si hay algún orgulloso que de obra o de palabra proceda sin temor a la

justicia ni respeto a los templos de los dioses, que cruel destino le castigue por su culpable

arrogancia; y lo mismo al que se enriquece con ilegítimas ganancias y comete actos de impiedad

o se apodera insolentemente de las cosas santas. ¿Qué hombre en estas circunstancias puede

vanagloriarse de alejar de su alma los golpes del remordimiento? Porque si tales actos fuesen

honrosos, ¿qué necesidad tendría yo de festejar a los dioses con coros? Nunca iré yo al

venerable santuario de Delfos para honrar a los dioses, ni al templo de Abas, ni a Olimpia, si

estos oráculos no llegan a cumplirse a la faz de todo el mundo. Pero, ¡oh poderoso Júpiter, si

realmente todo lo sabes y del mundo eres rey, nada debe ocultarse a tus miradas ni a tu eterno

imperio. Los oráculos se desprecian ya; en los sacrificios no se manifiesta Apolo. La religión va

hacia su ruina.

YOCASTA. — Señores de esta tierra, se me ha ocurrido la idea de ir a los templos de los

dioses con estas coronas y perfumes que llevo en las manos; porque Edipo se ha lanzado en un

torbellino de inquietudes que le torturan el corazón. En vez de juzgar, como hace un hombre

sensato, de los recientes oráculos por las predicciones pasadas, no atiende más que al que le

dice algo que le avive sus sospechas. Y puesto que nada puedo lograr con mis consejos, ante ti,

¡oh Apolo Licio!, que aquí mismo tienes el templo, me presento suplicante con estas ofrendas,

para que nos des favorable remedio a nuestra desgracia; pues temblamos todos al ver aturdido

a nuestro rey, como piloto en una tempestad.

MENSAJERO. — Extranjeros, ¿podría saber de vosotros dónde está el palacio del tirano

Edipo? Mejor sería que me dijerais, si lo sabéis, dónde se encuentra él.

CORO. — Éste es su palacio y dentro se halla él, extranjero. Ésta es la mujer de sus hijos.

MENSAJERO. — Pues dichosa seas siempre, lo mismo que todos los tuyos, siendo tan

cumplida esposa de aquél.

YOCASTA. — Lo mismo te deseo, extranjero, que bien lo mereces por tu afabilidad. Pero

dime qué es lo que te trae aquí, y lo que quieras anunciarme.

MENSAJERO. — Buenas nuevas, mujer, para tu familia y tu marido.

YOCASTA. — ¿Qué nuevas son ésas? ¿De parte de quién vienes?

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MENSAJERO. — De Corinto. Lo que te voy a decir te llenará al momento de alegría, ¿cómo

no?; pero lo mismo podría afligirte.

YOCASTA. — ¿Qué noticia es ésa y qué virtud tiene para producir tan contrarios efectos?

MENSAJERO. — Los habitantes del istmo, según por allí se dice, van a proclamarle rey.

YOCASTA. — ¿Pues qué, ya no reina allí el anciano Pólibo?

MENSAJERO. — No; que la muerte lo ha llevado ya al sepulcro.

YOCASTA. — ¿Qué dices? ¿Ha muerto Pólibo?

MENSAJERO. — Y muera yo si no digo la verdad.

YOCASTA. — Muchacha, al amo enseguida corriendo con esta noticia. ¡Oh pre- dicciones de

los dioses!, ¿qué es de vosotras? Edipo huyó hace tiempo de este hombre por temor de

matarlo; y ahora, ya lo veis, ha muerto por su propia suerte, y no a manos de aquél.

EDIPO. — ¡Oh queridísima esposa mía Yocasta! ¿para qué me haces venir aquí desde

palacio?

YOCASTA. — Oye a este hombre, y considera después de oírle lo que vienen a ser los

venerados oráculos de los dioses.

EDIPO. — ¿Quién es éste y qué me quiere decir?

YOCASTA. — Viene de Corinto para anunciarte que tu padre Pólibo ya no existe, sino que

ha muerto.

EDIPO. — ¿Qué dices, extranjero? Explícame tú mismo lo que acabas de decir.

MENSAJERO. — Si es menester que repita claramente lo que ya he dicho, ten por cierto que

aquél ha muerto ya.

EDIPO. — ¿Cómo? ¿Violentamente o por enfermedad?

MENSAJERO. — El menor contratiempo mata a los ancianos.

EDIPO. — ¿De enfermedad, a lo que parece, ha muerto el pobre?

MENSAJERO. — Y, sobre todo, de viejo.

EDIPO. — ¡Huy, huy! ¿Quién pensará ya, mujer, en consultar el altar profético de Delfos o

el graznido de las aves, según cuyas predicciones debía yo matar a mi padre? Él, muerto ya,

reposa bajo tierra; y yo, que aquí estoy, no soy el que lo he matado, a no ser que haya muerto

por la pena de mi ausencia; sólo así sería yo el causante de su muerte. Pero Pólibo, llevándose

consigo los antiguos oráculos, que de nada han servido, yace ya en los infiernos.

YOCASTA. — ¿No te lo dije yo hace tiempo?

EDIPO. — Lo dijiste; pero yo me dejaba llevar de mis sospechas.

YOCASTA. — Sacúdelas ya todas de tu corazón.

EDIPO. — ¿Y cómo? ¿No me ha de inquietar aún el temor de casarme con mi madre?

YOCASTA. — ¿Por qué? ¿Debe el hombre inquietarse por aquellas cosas que sólo dependen

de la fortuna y sobre las cuales no puede haber razonable previsión? Lo mejor es abandonarse

a la suerte siempre que se pueda. No te inquiete, pues, el temor de casarte con tu madre.

Muchos son los mortales que en sueños se han unido con sus madres; pero quien desprecia

todas esas patrañas, ése es quien vive feliz.

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EDIPO. — Muy bien dicho estaría todo eso si no viviera aún la que me parió.

Pero como vive, preciso es que yo tema, a pesar de tus sabias advertencias.

YOCASTA. — Pues gran descanso es la muerte de tu padre.

EDIPO. — Grande, lo confieso; pero por la que vive, temo. MENSAJERO. — ¿Cuál es esa

mujer por la que tanto temes?

EDIPO. — Es Merope, ¡oh anciano!, con quien vivía Pólibo.

MENSAJERO. — ¿Y qué es lo que te infunde miedo de parte de ella?

EDIPO. — Un terrible oráculo del dios, ¡oh extranjero!

MENSAJERO. — ¿Puede saberse, o no es lícito que otro se entere?

EDIPO. — Sí. Me profetizó Apolo hace tiempo que mi destino era casarme con mi propia

madre y derramar con mis manos la sangre de mi padre. Por tal motivo que me ausenté de

Corinto hace ya tiempo; me ha ido bien, a pesar de que la mayor felicidad consiste en gozar de

la vista de los padres.

MENSAJERO. — ¿De suerte que por temor a esto te expatriaste de allí?

EDIPO. — Por temor de ser el asesino de mi padre, ¡oh anciano!

MENSAJERO. — ¿Y cómo yo, que he venido con el deseo de servirte, no te he librado ya de

ese miedo?

EDIPO. — Y en verdad que digno premio recibirías de mí.

MENSAJERO. — Pues por eso principalmente vine; para que así que llegues a tu patria me

des una recompensa.

EDIPO. — Pero jamás iré yo a vivir con los que me engendraron.

MENSAJERO. — ¡Ah, hijo!, claramente se ve que no sabes lo que haces...

EDIPO. — ¿Cómo es eso, anciano? Por los dioses, dímelo.

MENSAJERO. — Si por eso temes volver a tu patria.

EDIPO. — Temo que Apolo acierte en lo que ha predicho de mí.

MENSAJERO. — ¿Es que tienes miedo de cometer algún sacrilegio con tus padres?

EDIPO. — Eso mismo, anciano, eso me aterroriza siempre.

MENSAJERO. — ¿Y sabes que no hay razón ninguna para que temas?

EDIPO. — ¿Cómo no, si ellos son los padres que me engendraron?

MENSAJERO. — Porque Pólibo no tenía ningún parentesco contigo.

EDIPO. — ¿Qué has dicho? Pólibo, ¿no me engendró?

MENSAJERO. — No más que yo, sino lo mismo que yo.

EDIPO. — ¿Cómo el que me engendró se ha de igualar con quien nada tiene que ver

conmigo?

MENSAJERO. — Como que ni te engendró él ni yo.

EDIPO. — Pues ¿por qué me llamaba hijo?

MENSAJERO. — Porque, fíjate bien, un día te recibió de mis manos como un presente.

EDIPO. — ¿Y así habiéndome recibido de extrañas manos, pudo amarme tanto?

MENSAJERO. — Sí, porque antes le afligía el no tener hijos.

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EDIPO. — ¿Y tú me habrías comprado, o encontrándome por casualidad me pusiste en sus

manos?

MENSAJERO. — Te encontré en las cañadas del Giterón.

EDIPO. — ¿Y a qué ibas tú por esos lugares?

MENSAJERO. — Guardaba los rebaños que pacían por el monte.

EDIPO. — ¿Luego fuiste pastor errante y asalariado?

MENSAJERO. — Y tu salvador, hijo, en aquella ocasión.

EDIPO. — ¿Qué dolores me afligían cuando me recogiste?

MENSAJERO. — Las articulaciones de tus pies te lo atestiguarán.

EDIPO. — ¡Ay de mí! ¿Por qué me haces mención de esta antigua desgracia?

MENSAJERO. — Cuando te desaté tenías atravesadas las puntas de los pies.

EDIPO. — Horrible injuria que me causaron las mantillas.

MENSAJERO. — Como que por eso se te puso el nombre que tienes.

EDIPO. — ¿Quién me lo puso? ¿Mi padre o mi madre? ¡Por los dioses, habla!

MENSAJERO. — No sé; el que te puso en mis manos sabe esto mejor que yo.

EDIPO. — ¿Luego me recibiste de manos de otro y no me encontraste por una casualidad?

MENSAJERO. — No, sino que te recibí de otro pastor.

EDIPO. — ¿Quién es ése? ¿Lo sabes, para decírmelo?

MENSAJERO. — Se decía que era uno de los criados de Layo.

EDIPO. — ¿Acaso del que fue rey de este país?

MENSAJERO. — Ciertamente; de ese hombre era el pastor.

EDIPO. — ¿Vive aún ese pastor, para que yo pueda verlo?

MENSAJERO. — Vosotros lo sabréis mejor que yo, pues vivís en el país.

EDIPO. — ¿Hay alguno de vosotros, los que estáis aquí presentes, que conozca al pastor a

que se refiere este hombre, ya por haberlo visto en el campo, ya en la ciudad? Decídmelo; que

tiempo es de aclarar todo esto.

CORO. — Creo que no es otro que ese del campo que antes deseabas ver; pero ahí está

Yocasta, que te podrá enterar mejor que nadie.

EDIPO. — Mujer, ¿sabes si ese hombre que hace poco enviamos a buscar es el mismo a

quien éste se refiere?

YOCASTA. — ¿De quién habla ése? No hagas caso de nada, y haz por olvidarte de toda esa

charla inútil.

EDIPO. — No puede ser que yo, con tales indicios, no aclare mi origen.

YOCASTA. — Déjate estar de eso, por los dioses, si algo te interesas por tu vida, que

bastante estoy sufriendo yo.

EDIPO. — No tengas miedo, que tú, aunque yo resultara esclavo, hijo de mujer esclava

nacida de otra esclava, no aparecerás menoscabada en tu honor.

YOCASTA. — Sin embargo, créeme, te lo suplico, no prosigas eso.

EDIPO. — No puedo obedecerte hasta que no sepa esto con toda claridad.

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YOCASTA. — Pues porque pienso en el bien tuyo, te doy el mejor consejo.

EDIPO. — Pues esos buenos consejos me atormentan hace ya tiempo.

YOCASTA. — ¡Ay malaventurado! ¡Ojalá nunca sepas quién eres!

EDIPO. — Pero ¿no hay quien me traiga aquí a ese pastor? Dejad que ésta se regocije de su

rica genealogía.

YOCASTA. — ¡Ay, ay, infortunado!, que eso es lo único que puedo decirte, porque en

adelante no te hablaré ya más.

CORO. — ¿Por qué, Edipo, se ha ido tu mujer arrebatada de violenta desesperación? Temo

que tales lamentos estallen en grandes males.

EDIPO. — Que estallen, si es menester; que yo quiero conocer mi origen, aunque éste sea de

lo más humilde. Ella, naturalmente, como mujer que es, tiene orgullo, y se avergüenza de mi

oscuro nacimiento. Pero yo, que me considero hijo de la fortuna, que me ha colmado de

dones, no me veré nunca deshonrado. De tal madre nací; y los meses que empezaron al nacer

yo, son los que determinaron mi grandeza y mi abatimiento. Y siendo tal mi origen, no puede

resultar que yo sea otro, hasta el punto de querer ignorar de quién procedo.

CORO. — Si yo soy adivino y tengo recto criterio, juro por el Olimpo inmenso,

¡oh Citerón!, que no llegará el nuevo plenilunio sin que a ti, como a padre de Edipo y como

a nodriza y madre, te ensalce y te celebre en mis danzas, por los beneficios que dispensaste a

nuestro rey. ¡Glorioso Apolo!, séante gratas mis súplicas. ¿Cuál a ti, ¡oh hijo!, cuál te parió,

pues, de las dichosas ninfas, unida con el padre Pan, que va por los montes? ¿Acaso alguna

desposada con Apolo? Pues a éste todas las planicies que frecuentan pastores le son queridas.

¿Será Mercurio o el dios Baco, que, habitando en las cimas de los montes, te recibiera cormo

engendro de las ninfas de graciosos ojos, con las que él frecuentemente se solaza?

EDIPO. — Si os parece bien ¡oh ancianos!, que yo que nunca he tenido relación con ese

hombre exponga mi opinión, creo ver al pastor que hace tiempo buscarnos. Pues por su

avanzada vejez le conviene cuanto se ha dicho de él; además de que reconozco como siervos

míos a los que lo llevan. Pero tú que lo has conocido, mejor que yo podrás decirlo pronto al

verlo delante de ti.

CORO. — Lo reconozco; bien lo has conocido. Ese hombre, como pastor, era uno de los

más fieles de Layo.

EDIPO. — A ti me dirijo primero, extranjero corintio. ¿Te referías a este hombre?

MENSAJERO. — A ese mismo qué estás viendo.

EDIPO. — ¡Eh!, tú anciano; aquí, cara a cara, contéstame a todo lo que te pregunte. ¿Fuiste

tú de Layo?

EL CRIADO. — Sí; esclavo no comprado, sino nacido en casa.

EDIPO. — ¿En qué labor te ocupabas o cuál era tu vida?

EL CRIADO. — De los rebaños cuidé la mayor parte del tiempo.

EDIPO. — ¿Y qué regiones recorrías con más frecuencia?

EL CRIADO. — El Citerón y las regiones vecinas.

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EDIPO. — Y a este hombre, ¿recuerdas si lo has visto alguna vez?

EL CRIADO. — ¿En qué circunstancias? ¿De qué hombre hablas?

EDIPO. — De este que está presente. ¿Has tenido trato alguno con él?

EL CRIADO. — No te lo puedo decir en este momento; no recuerdo.

MENSAJERO. — No es de admirar, señor; pero yo le haré recordar claramente lo que ha

olvidado, pues yo sé muy bien que él se acuerda de cuando en los prados del Citerón

apacentaba él dos rebaños, y yo uno solo, y los dos pasábamos juntos tres semestres enteros,

desde el fin de la primavera hasta que apareciera la estrella Arturo. Al llegar el invierno recogía

yo mi rebaño en mis apriscos y éste en los corrales de Layo. ¿Es o no verdad esto que digo?

EL CRIADO. — Dices verdad, aunque ha pasado mucho tiempo.

MENSAJERO. — Dime, pues, ahora: ¿sabes que entonces me entregaste un niño para que yo

lo criase como si fuera hijo mío?

EL CRIADO. — ¿Y qué? ¿Por qué me haces ahora esa pregunta?

MENSAJERO. — Éste es, amigo, aquel que entonces era niño.

EL CRIADO. — ¡Ojalá te murieras enseguida! ¿No te callarás?

EDIPO. — ¡Eh!, no le insultes, viejo; que tus palabras son más merecedoras de represión que

las de éste.

EL CRIADO. — ¡Oh excelentísimo señor! ¿En qué he faltado?

EDIPO. — En no responder a lo que éste te pregunta acerca de aquel niño.

EL CRIADO. — Porque no sabe lo que se dice y trabaja en vano.

EDIPO. — Tú no quieres hablar de buen grado, pero hablarás a la fuerza.

EL CRIADO. — Por los dioses, señor, no insultes a este anciano.

EDIPO. — Atadle enseguida las manos por detrás de la espalda.

EL CRIADO. — ¡Infortunado! ¿Para qué? ¿Qué quieres saber?

EDIPO. — ¿Entregaste tú a éste el niño por quien te pregunta?

EL CRIADO. — Se lo entregué. Ojalá me hubiera muerto aquel día.

EDIPO. — Pues morirás hoy si no dices la verdad.

EL CRIADO. — Más me mata el tener que decirla.

EDIPO. — Este hombre, a lo que parece, dilata la contestación.

EL CRIADO. — No, en verdad, pues ya he dicho que se lo entregué hace tiempo.

EDIPO. — ¿Y de dónde lo recogiste? ¿Era tuyo o de otro?

EL CRIADO. — Mío no era; lo recibí de otro.

EDIPO. — ¿De qué ciudadano y de qué casa?

EL CRIADO. — No, por los dioses, señor, no me preguntes más.

EDIPO. — Muerto eres si tengo que repetirte la pregunta.

EL CRIADO. — Pues había nacido en el palacio de Layo.

EDIPO. — ¿Era siervo o hijo legítimo de aquél?

EL CRIADO. — ¡Ay de mí! Me horroriza el decirlo.

EDIPO. — Y a mí el escucharlo; pero, sin embargo, es preciso que lo oiga.

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EL CRIADO. — De aquél se decía que era hijo; pero la que está en palacio, tu mujer, te dirá

mejor que yo cómo fue todo esto.

EDIPO. — ¿Es que fue ella misma quien te lo entregó?

EL CRIADO. — Sí, rey.

EDIPO. — ¿Y para qué?

EL CRIADO. — Para que lo matara...

EDIPO. — ¿Y lo había parido la infeliz?

EL CRIADO. — Por temor de funestos oráculos.

EDIPO. — ¿Cuáles?

EL CRIADO. — Se decía que él había de matar a sus padres.

EDIPO. — ¿Y cómo se lo entregaste tú a este viejo?

EL CRIADO. — Me compadecí, señor, creyendo que se lo llevaría a tierra extraña, a la patria

de donde él era. Pero éste lo conservó para los mayores males, porque si eres ése a quien éste

se refiere, considérate el más infortunado de los hombres.

EDIPO. — ¡Ay, ay! Ya está todo aclarado. ¡Oh luz!, sea éste el último día que te vea quien

vino al mundo engendrado por quienes no debían haberle dado el ser, contrajo relaciones con

quienes le estaban prohibidas y mató a quien no debía.

CORO. — ¡Oh generaciones humanas! Cómo en mi cálculo, aunque reboséis de vida, sois lo

mismo que la nada. ¿Qué hombre, pues, qué hombre goza de felicidad más que el momento en

que se lo cree, para enseguida declinar? Con tu ejemplo a la vista y con tu sino, ¡oh infortunado

Edipo!, no creo ya que ningún mortal sea feliz. Quien dirigiendo sus deseos a lo más alto llegó

a ser dueño de la más suprema dicha, ¡ay, Júpiter!, y después de haber aniquilado a la virgen de

corvas uñas, cantadora de oráculos, se levantó en medio de nosotros como una valla contra la

muerte, por lo que fue proclamado nuestro rey y recibió los mayores honores, reinando en la

grande Tebas, ¿no es ahora el más infortunado de los hombres? ¿Quién se ve envuelto en más

atroces desgracias y en mayores crímenes por una alternativa de la vida? ¡Oh ilustre Edipo! ¿El

propio asilo de tu casa fue bastante para que cayeras en él, como hijo, como padre y como

marido? ¿Cómo es posible, ¡oh infeliz!, como, que el seno fecundado por tu padre te pudiera

soportar en silencio tanto tiempo? Lo descubrió a pesar tuyo el tiempo, que todo lo ve, y

condenó ese himeneo execrable, donde engendraba a su vez el que fue engendrado. ¡Ay, hijo

de Layo! ¡Ojalá, ojalá nunca te hubiera visto, pues me haces llorar, exhalando dolorosos

lamentos de mi boca! Y para decir verdad, de ti recibí la vida, por ti calmé mis congojas.

MENSAJERO. — ¡Oh siempre respetabilísimos señores de esta tierra! ¡Qué cosas vais a oír y

qué desgracias veréis y cuán grande dolor sentiréis, si como patriotas os inspira interés la casa

de los Labdácidas! Yo creo que ni el Istro ni el Fasis podrán lavar con sus aguas las impurezas

que ese palacio encierra, y los crímenes que ahora salen a la luz, voluntarios, no involuntarios.

Pues de todas las calamidades, las que más deben sentirse son las que uno se procura por sí

mismo.

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CORO. — La que nosotros ya sabemos, por cierto que es muy dolorosa. ¿Vienes a

anunciarnos otra?

MENSAJERO. — Brevemente os la diré y la sabréis: ha muerto la excelsa Yocasta.

CORO. — ¡Ay, desdichada! ¿Quién la ha matado?

MENSAJERO. — Ella por sí misma. De todo lo sucedido ignoro lo más doloroso, pues no

estuve presente. Pero, sin embargo, en tanto que mi memoria los recuerde, sabrás los

sufrimientos de aquella infortunada. Cuando arrebatada por el furor atravesó el vestíbulo de

palacio, se lanzó derechamente hacia el lecho nupcial, arrancándose la cabellera con ambas

manos. Apenas entró cerró la puerta por dentro y empezó a invocar al difunto Layo, muerto

hace tiempo, rememorando los antiguos concúbitos que debían matarle a él y dejar a la madre

para engendrar hijos con su propio hijo en infandas nupcias. Y lloraba amargamente por el

hecho de que la infeliz concibió de su marido otro marido y de su hijo otros hijos. Después de

esto no sé cómo se mató; porque como entró Edipo dando grandes alaridos, nos impidió

contemplar la desgracia, pues nos fuimos todos hacia él, rodeándole por todas partes, porque

corría desatentado pidiendo que le diéramos una espada, y que le dijésemos dónde estaba la

esposa que no era esposa y en cuyo seno maternal fueron concebidos él y los propios hijos de

él. Y furioso como estaba —un genio se lo indicó, pues no se lo dijo nadie de los que le

rodeábamos—, dando un horrendo grito, y como si fuera guiado por alguien, se arrojó sobre

las puertas: las derribó de los goznes y se precipitó en la sala nupcial donde vimos a la reina

colgando de las fatales trenzas que la habían ahogado. En seguida que la vio el desdichado,

dando un horrible rugido, desató el lazo de que colgaba, y cuando en tierra cayó la infeliz —

aquello fue espectáculo horrible—, arrancándole los broches de oro con que se había sujetado

el manto, se hirió los ojos diciendo que así no vería más ni los sufrimientos que padecía ni los

crímenes que había cometido, sino que, envueltos en la oscuridad, ni verían en adelante a

quienes no debían haber visto, ni conocerían a los que nunca debieron haber conocido. Y

mientras así se lamentaba, no cesaba de darse golpes y desgarrarse los ojos. Al mismo tiempo,

sus ensangrentadas pupilas le teñían la barba, pues no echaban la sangre a gotas, sino que,

como negra lluvia y rojizo granizo, se la bañaban.

Estalló la desesperación de ambos, no de uno solo, confundiendo en la desgracia al marido

y a la mujer. La felicidad de que antes disfrutaban y nos parecía verdadera felicidad, convertida

quedó hoy en gemidos, desesperación, muerte y oprobio, sin que falte ninguno de los hombres

que sirven para designar toda suerte de desgracias.

CORO. — ¿Y qué hace ahora el desdichado, en medio de su infortunio?

MENSAJERO. — Pide a gritos que abran las puertas y expongan ante todos los tebanos al

parricida diciendo blasfemias que yo no debo decir, y añadiendo que va a alejarse de esta tierra

y que no debe permanecer en ella sujeto a las maldiciones que contra sí mismo él lanzó.

Necesita, sin embargo, de quien le sostenga y le guíe, pues su desgracia es demasiado para que

pueda sobrellevarla; lo vas a ver, pues las puertas se abren; pronto verás un espectáculo capaz

de mover a compasión al más cruel enemigo.

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CORO. — ¡Oh desgracia, que a los hombres horroriza el verla! ¡Oh, la más horrible de

cuantas he visto yo! ¡Infeliz! ¿Qué Furia te dominó? ¿Cuál es la Furia que, abalanzándose sobre

ti, el más infortunado de los hombres, te subyugó en tu desdichadísima suerte? Porque no

tengo valor para mirarte, a pesar de que deseo preguntarte muchas cosas, saberlas de ti y

contemplarte. Tal es el horror que me infundes.

EDIPO. — ¡Ay, ay! ¡Ay, ay! ¡Infeliz de mí! ¿Dónde estoy con mi desdicha? ¿Adónde vuela mi

vibrante voz? ¡Oh demonio! ¿Adónde me has precipitado?

CORO. — A una desgracia horrible, inaudita, espantable.

EDIPO. — ¡Oh nube tenebrosa y abominable que como monstruo te has lanzado sobre mí,

indomable e irremediable! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Cómo me penetran las punzadas del dolor y el

recuerdo de mis crímenes!

CORO. — Y no es de admirar que en medio de tan grandes sufrimientos llores y te aflijas

por la doble desgracia que te oprime.

EDIPO. — Tú sigues siendo mi compañero fiel, ya que tienes cuidado de este ciego. ¡Ay, ay!

No se me oculta quién eres, pues aunque ciego, conozco muy bien tu voz.

CORO. — ¡Qué atrocidad has cometido! ¿Cómo tuviste valor para arrancarte así los ojos?

¿Qué demonio te incitó?

EDIPO. — Apolo es el culpable, Apolo, amigos míos; él es el autor de mis males y crueles

sufrimientos. Pero nadie me hirió, sino yo mismo en mi desgracia.

¿Para qué me servía la vista, si nada podía mirar que me fuese grato ver?

CORO. — Así es, como lo dices.

EDIPO. — ¿Qué cosa, en verdad, puedo yo mirar ni amar? ¿A quién puedo yo dirigir la

palabra o escuchar con placer, amigos? Echadme de esta tierra lo más pronto posible,

desterrad, amigos, a la mayor calamidad, al hombre maldito y más aborrecido que ningún otro

de los dioses.

CORO. — Digno de lástima eres, lo mismo por tus remordimientos que por tu desgracia.

¡Cómo quisiera nunca haberte conocido!

EDIPO. — ¡Ojala muera, quienquiera que sea, el que en el monte desató los crueles lazos de

mis pies y me libró y salvó de la muerte, sin hacerme ninguna gracia! Pues muriendo entonces,

no habría sido, ni para mí ni para mis amigos, causa de tanto dolor.

CORO. — Y yo también quisiera que así hubiese sucedido.

EDIPO. — Nunca habría llegado a ser asesino de mi padre, ni los mortales me habrían

llamado marido de la que me dio el ser. Pero ahora me veo abandonado de los dioses; soy hijo

de padres impuros y he participado criminalmente del lecho de los que me engendraron. La

desgracia mayor que pueda haber en el mundo le tocó en suerte a Edipo.

CORO. — No sé cómo pueda decir que hayas tomado buena determinación; mejor te fuera

no existir que vivir ciego.

EDIPO. — Que no sea lo mejor lo que he hecho, ni tienes que decírmelo ni tampoco darme

consejos. Pues yo no sé con qué ojos, si la vista conservara, habría podido mirar a mi padre

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llegando al infierno, ni tampoco a mi infortunada madre, pues mis crímenes con ellos dos son

mayores que los que expían con la estrangulación. Pero ¿acaso la vista de mis hijos —

engendrados como fueron engendrados— podía serme grata? No, de ningún modo; a mis ojos,

jamás. Ni la ciudad, ni las torres, ni las imágenes sagradas de los dioses, de todo lo cual, yo, en

mi malaventura —siendo el único que tenía la más alta dignidad en Tebas—, me privé a mí

mismo al ordenar a todos que expulsaran al impío, al que los dioses y mi propia familia hacían

aparecer como impura pestilencia; y habiendo yo manifestado tal deshonra como mía, ¿podía

mirar con buenos ojos a éstos? De ninguna manera; porque si del sentido del oído pudiese

haber cerradura en las orejas, no aguantaría yo el no habérselas cerrado a mí desdichado

cuerpo, para que fuese ciego y además nada oyese, pues vivir con el pensamiento apartado de

los males es cosa dulce. ¡Oh Citerón!, ¿por qué me recibiste? ¿Por qué, al acogerme, no me

mataste enseguida, para que jamás hubiera manifestado a los hombres de dónde había nacido?

¡Oh Pólibo! ¡Oh Corinto y venerable palacio que yo creía de mi padre! ¡Cómo criasteis en mí

una hermosura que no era más que envoltura de maldades! Ahora, pues, me convenzo de que

soy perverso y de perversa raza nacido. ¡Oh tres caminos y ocultas cañadas y espesa selva y

estrechura de la encrucijada, que mi sangre por mis mismas manos bebisteis de mi padre!

¿Acaso recordáis aún los crímenes que en vosotros cometí, y luego, al llegar aquí, cuáles he

cometido? ¡Oh nupcias, nupcias; me engendrasteis, y habiendo concebido, fecundasteis de

nuevo el mismo semen y disteis a luz padres, hermanos, hijos —sangre de la misma familia—,

novias, esposas y madres y cuantas cosas ignominiosas entre los hombres haya! Pero como no

se debe decir lo que no es hermoso hacer, cuanto más pronto, ¡por los dioses!, echadme,

ocultadme en alguna parte; matadme o arrojadme al mar, donde jamás me podáis ver ya.

Venid; dignaos tocar a un hombre miserable. Creedme, no temáis; que mis desgracias no hay

quien, sino yo, sea capaz de soportarlas entre los hombres.

CORO. — Pues, respecto de los que pides, a propósito viene aquí Creonte, para obrar y

deliberar, porque en tu lugar queda él como único rey del país.

EDIPO. — ¡Ay de mí! ¿Qué palabras diré a éste? ¿Qué confianza me puede merecer en

justicia, si antes contra él en todo he sido malo?

CREONTE. — No para reírme, Edipo, he venido, ni para escarnecerte en nada por tus

pasadas desgracias. Pero si vosotros, los de Coro no tenéis ya sentimientos de respeto para con

la raza humana, temed al menos a esa llama del rey Sol que todo lo alimenta, para que no se

exhiba así al descubierto este ser impuro, que ni la tierra, ni la celestial lluvia, ni la luz pueden

acoger, sino que entradle enseguida en palacio, pues sólo a los parientes permite la piedad el

que puedan ver y atender a las personas impuras de la familia.

EDIPO. — ¡Por los dioses! Puesto que sacándome de mi equivocada creencia vienes lleno de

razón a mí, que soy el hombre más perverso, créeme en algo que por ti, no por mí, diré.

CREONTE. — ¿Y de qué tienes necesidad, que con tanto deseo me pides?

EDIPO. — Échame de esta tierra lo más aprisa posible, adonde muera sin que ninguno de

los mortales me pueda hablar.

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CREONTE. — Ya habría hecho eso, tenlo entendido, si no quisiera preguntar antes al

oráculo lo que debo hacer.

EDIPO. — Pues el mandato de aquél está bien manifiesto: matar al parricida y al impío, que

soy yo.

CREONTE. — Así se dijo eso; sin embargo en las circunstancias en que nos encontramos,

mejor es preguntar lo que debamos hacer.

EDIPO. — ¿De modo que por un hombre miserable vais a consultar?

CREONTE. — Y debes tú ahora tener fe en el dios.

EDIPO. — Pues te encargo y te suplico que por la que yace en palacio celebres los funerales

que quieras, pues con justicia, en bien de los tuyos los celebrarás; pero de mí no creas jamás

que vivo deba residir en esta ciudad patria, sino déjame habitar en los montes, en el que ya se

llama mi Citerón; ese que mi madre y también mi padre, vivo yo aún, determinaron que fuese

mi propia sepultura, para que muera según la determinación de aquellos que querían que se me

matara. Porque verdaderamente veo que ni enfermedad ni otro accidente alguno me puede

matar, ya que de otro modo no me habría salvado, a no ser para algún terrible mal. Siga, pues,

mi destino la marcha hacia donde la empezó. De mis hijos varones, por mí, Creonte, no tengas

cuidado —hombres son—; de modo que donde estén no ha de faltarles lo necesario para vivir;

pero sí de mis dos hijas, infortunadas y dignas de lástima, que jamás se sentaron a comer en la

mesa sin estar yo, sino que de cuanto yo gustaba de todo siempre tomaban su parte: a ellas

cuídamelas, y más aún, déjame que las toque con mis manos y llore mi desgracia. Permíteme,

¡oh rey!, permíteme tú, puro de nacimiento, que al tocarlas con mis manos creeré tenerlas

como cuando veía. ¿Qué digo? ¿No oigo ya, por lo dioses, a mis dos queridas, que lloran a

lágrima viva, y que Creonte, compadecido de mí, me las envía como a lo más querido de mis

hijos? ¿Digo verdad?

CREONTE. — La dices, que yo soy quien te ha proporcionado esto, deduciendo el consuelo

que tienes ahora por el que tenía antes.

EDIPO. — Pues ¡ojalá seas feliz! Y por haberlas hecho venir, que el dios te defienda mejor

que a mí. ¡Oh hijas! ¿Dónde estáis? Venid aquí; llegaos a estas mis manos, hermanas vuestras,

que han puesto así como veis los ojos, antes tan brillantes. Mi padre que os engendró: que yo,

para vosotras, ¡oh hijas!, sin saberlo ni inquirirlo aparecí como sembrador en el mismo campo

en que yo fui sembrado. Y lloro sobre vosotras —ya que veros no puedo— al considerar cuán

amarga es la vida que os queda, tal como la habéis de pasar entre los hombres. Pues ¿a qué

reuniones de los ciudadanos iréis, a qué fiestas, de donde no os volváis llorando a casa, en vez

de gozar del espectáculo? Y cuando ya lleguéis a la nubilidad, ¿quién será el hombre, quién, ¡oh

hijas!, que se decida a tornar oprobio tal, que para mis progenitores y para vosotras a la vez ha

de ser afrentoso? Pues ¿qué ignominia falta aquí? A su padre vuestro padre mató; a la que le

había parido fecundó, sembrando en donde él mismo había sido sembrado, y en el mismo seno

os engendró, donde él fue concebido. Tales injurias sufriréis; y así, ¿quién os va a tomar por

esposas? Nadie, ¡oh hijas!, sino que, sin duda ninguna, estériles y sin casaros es preciso que os

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marchitéis. ¡Oh hijo de Meneceo!, y que sólo tú como padre de ellas quedas —pues nosotros

dos, los que las engendramos, hemos perecido ambos—, no consientas que ellas, como

mendigas, sin maridos y sin familia, vayan errantes; ni dejes que su desgracia llegue a igualarse

con la mía, sino compadécelas, viendo que en la edad en que están, de todo quedan privadas,

excepto de lo que de ti dependa. Prométemelo, ¡oh generoso!, tocándome con tu mano. Y a

vosotras, ¡oh hijas!, si tuvierais ya reflexión, muchas cosas os aconsejaría; pero ahora esto es lo

que os deseo: que donde se os presente la ocasión de vivir, alcancéis mejor vida que el padre

que os ha engendrado.

CREONTE. — Bastante has llorado ya; entra en palacio,

EDIPO. — Hay que obedecer, aunque no sea mi gusto.

CREONTE. — Toda cosa en su punto es buena.

EDIPO. — ¿Sabes para qué voy?

CREONTE. — Dilo y me enteraré cuando lo oiga.

EDIPO. — Para que de la tierra me eches desterrado.

CREONTE. — Del dios depende la concesión que me pides.

EDIPO. — Pues a los dioses, muy odioso soy.

CREONTE. — Sin embargo, obtendrás eso pronto.

EDIPO. — ¿Lo afirmas?

CREONTE. — Lo que no siento no acostumbro decirlo vanamente.

EDIPO. — Llévame, pues, de aquí ya.

CREONTE. — Sigue, pues, y apártate de las niñas.

EDIPO. — De ninguna manera las apartes de mí.

CREONTE. — En todo no quieras disponer, porque aquello en que has dispuesto no resultó

bien para tu vida.

CORO. — ¡Oh habitantes de Tebas, mi patria! ¡Considerad aquel Edipo que adivinó los

famosos enigmas y fue el hombre más poderoso, a quien no había ciudadano que no envidiara

al verle en la dicha, en qué borrasca de terribles desgracias está envuelto! Así que, siendo

mortal, debes pensar con la consideración puesta siempre en el último día, y no juzgar feliz a

nadie antes que llegue el término de su vida sin haber sufrido ninguna desgracia.

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II. GRECIA: CIUDAD Y RACIONALIDAD

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PLATÓN

CRITÓN

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INTRODUCCIÓN

Platón (c. 428/7 – 347) fue discípulo de Sócrates y maestro de Aristóteles. Pocos

pensadores han mostrado, como él, una preocupación tan profunda y al mismo tiempo extensa

por la comprensión de la realidad. Muchos de los problemas filosóficos contemporáneos están

ya presentes en los diálogos platónicos.

Las preocupaciones políticas de Platón se relacionan en gran parte con la muerte de su

mentor, Sócrates (470 – 399 a. C.). Su maestro está presente en todos los diálogos, excepto en

las Leyes. Se discute todavía si éste fue el último diálogo que escribió el filósofo. Aunque la vida

de Sócrates fue representada también por su discípulo Jenofonte (430 – 355 a. C.) y el

comediógrafo Aristófanes (448 – 380 a. C.), los testimonios platónicos reflejan con mayor

profundidad el pensamiento socrático.

Sócrates, que se negaba a escribir, sólo dejó tras de sí los testimonios de sus discípulos. Por

este motivo los diálogos platónicos son cruciales para una aproximación a su pensamiento.

La vida, juicio y muerte de su maestro marcaron profundamente el pensamiento de Platón,

a tal grado que, en los primeros diálogos, resulta prácticamente imposible separar su

pensamiento del de Sócrates. El maestro no es sólo un personaje que el autor utiliza en los

diálogos para mostrar sus ideas. En los primeros diálogos se puede ver una genuina

preocupación por mostrar los argumentos de su maestro y las circunstancias de su muerte.

Por otro lado, los diálogos socráticos no son una transcripción literal de sus discursos. El

pensamiento de ambos filósofos está imbricado. En diálogos como el Sofista o el Parménides, se

ve cómo Platón crítica y se aleja de Sócrates. Al mismo tiempo, los diálogos platónicos

muestran las críticas que el filósofo hace de sus propias teorías. Este alejamiento progresivo de

las ideas y el método socrático permiten establecer una cronología más o menos confiable de

los diálogos.

Además de los diálogos, existe un compendio de cartas supuestamente escritas por el

filósofo. Las cartas son las únicas instancias en las que Platón habla de sus teorías y se dirige al

lector en forma explícita. Sin embargo, la mayoría de los especialistas coincide en que las cartas

son apócrifas.

A la dificultad interpretativa de las ideas platónicas, se suma otra: Platón suele utilizar mitos

para exponer sus teorías centrales. A veces se trata de mitos tradicionales de la Antigua Grecia.

En otras ocasiones, alguno de los participantes del diálogo expone un mito completamente

nuevo, como es el caso del mito de la Atlántida en el Timeo.

Platón no abordó solamente los problemas más abstractos de la filosofía, sino que fue

también un prolífico pensador ético y político. En sus diálogos discute temas como la

educación, la organización política y los actos humanos. A menudo varios temas se entrelazan

en un mismo diálogo. Por este motivo, sería un error clasificar a Platón como un filósofo

político o metafísico. Las preocupaciones del filósofo abarcan una gran cantidad de temas.

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El diálogo Critón ocurre después de los eventos narrados en la Apología, donde Sócrates se

defiende de ciertas acusaciones: “se mete en lo que no debe al investigar las cosas subterráneas

y celestes, al hacer más fuerte el argumento más débil y al enseñar estas mismas cosas a otros.”2

Después de una elocuente defensa, Sócrates es encontrado culpable y condenado a morir

por medio de un brebaje tóxico. Si bien Sócrates era un hombre pobre, en general sus

discípulos —entre ellos, Platón— pertenecían a familias pudientes. Sin embargo, el jurado

conformado por ciudadanos atenienses no aceptó el pago de una fianza a cambio de su

libertad.

El tema central de Critón es la importancia de las leyes. En Antígona se mostró la centralidad

que éstas tienen para la polis. En este diálogo, en cambio, se analiza la relación entre el

individuo, las leyes y la ciudad. Para Platón —y, en general, para el mundo griego— las leyes

son la condición necesaria para el orden en la ciudad. La racionalidad griega se manifiesta en

este énfasis puesto en la legalidad: las leyes son producto de la razón y la razón permite el

dominio de la naturaleza. Sin las leyes, el hombre queda reducido a su mera animalidad.

2 Platón: Apología de Sócrates en Diálogos, tomo I, traducción de Julio Calonge, Madrid: Gredos (1981), 19b-c.

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SÓCRATES. — ¿Cómo vienes tan temprano, Critón? ¿No es aún muy de madrugada?

CRITÓN. — Es cierto.

SÓCRATES. — ¿Qué hora puede ser?

CRITÓN. — Acaba de romper el día.

SÓCRATES. — Extraño que el alcaide te haya dejado entrar.

CRITÓN. — Es hombre con quien llevo alguna relación; me ha visto aquí muchas veces, y

me debe algunas atenciones.

SÓCRATES. — ¿Acabas de llegar, o hace tiempo que has venido?

CRITÓN. — Ya hace algún tiempo.

SÓCRATES. — ¿Por qué has estado sentado cerca de mí sin decirme nada, en lugar de

despertarme en el acto que llegaste?

CRITÓN. — ¡Por Júpiter! Sócrates, ya me hubiera guardado de hacerlo. Yo, en tu lugar,

temería que me despertaran, porque sería despertar el sentimiento de mi infortunio. En el largo

rato que estoy aquí, me he admirado verte dormir con un sueño tan tranquilo, y no he querido

despertarte, con intención, para que gozaras de tan bellos momentos. En verdad, Sócrates,

desde que te conozco he estado encantado de tu carácter, pero jamás tanto como en la

presente desgracia, que soportas con tanta dulzura y tranquilidad.

SÓCRATES. — Sería cosa poco racional, Critón, que un hombre, a mi edad, temiese la

muerte.

CRITÓN. — ¡Ah¡ ¡Cuántos se ven todos los días del mismo tiempo que tú y en igual

desgracia, a quienes la edad no impide lamentarse de su suerte!

SÓCRATES. — Es cierto, pero en fin, ¿por qué has venido tan temprano?

CRITÓN. — Para darte cuenta de una nueva terrible, que, por poca influencia que sobre ti

tenga, yo la temo; porque llenará de dolor a tus parientes, a tus amigos; es la nueva más triste y

más aflictiva para mí.

SÓCRATES. — ¿Cuál es? ¿Ha llegado de Delos el buque cuya vuelta ha de marcar el

momento de mi muerte?

CRITÓN. — No, pero llegará sin duda hoy, según lo que refieren los que vienen de Sunio,

donde le han dejado; y siendo así, no puede menos de llegar hoy aquí, y mañana, Sócrates,

tendrás que dejar de existir.

SÓCRATES. — Enhorabuena, Critón, sea así, puesto que tal es la voluntad de los dioses. Sin

embargo, no creo que llegue hoy el buque.

CRITÓN. — ¿De dónde sacas esa conjetura?

SÓCRATES. — Voy a decírtelo: yo no debo morir hasta el día siguiente de la vuelta de ese

buque.

CRITÓN. — Por lo menos es eso lo que dicen aquellos de quienes depende la ejecución.

SÓCRATES. — El buque no llegará hoy, sino mañana, como lo deduzco de un sueño que he

tenido esta noche, no hace un momento; y es una fortuna, a mi parecer, que no me hayas

despertado.

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CRITÓN. — ¿Cuál es ese sueño?

SÓCRATES. — Me ha parecido ver cerca de mí una mujer hermosa y bien formada, vestida

de blanco, que me llamaba y me decía: Sócrates: Dentro de tres días estarás en la fértil Ftía.

CRITÓN. — ¡Extraño sueño, Sócrates!

SÓCRATES. — Es muy significativo, Critón.

CRITÓN. — Demasiado, sin duda, pero por esta vez, Sócrates, sigue mis consejos, sálvate.

Porque en cuanto a mí, si mueres, además de verme privado para siempre de ti, de un amigo de

cuya pérdida nadie podrá consolarme, temo que muchas gentes, que no nos conocen bien ni a

ti ni a mí, crean que pudiendo salvarte a costa de mis bienes de fortuna, te he abandonado. Y

¿hay cosa más indigna que adquirir la reputación de querer más su dinero que sus amigos?

Porque el pueblo jamás podrá persuadirse de que eres tú el que no has querido salir de aquí

cuando yo te he estrechado a hacerlo.

SÓCRATES. — Pero, mi querido Critón, ¿debemos tener tanto aprecio a la opinión del

pueblo? ¿No basta que las personas más racionales, las únicas que debemos tener en cuenta,

sepan de qué manera han pasado las cosas?

CRITÓN. — Yo veo sin embargo que es muy necesario no despreciar la opinión del pueblo,

y tu ejemplo nos hace ver claramente que es muy capaz de ocasionar desde los más pequeños

hasta los más grandes males a los que una vez han caído en su desgracia.

SÓCRATES. — Ojalá, Critón, el pueblo fuese capaz de cometer los mayores males, porque de

esta manera sería también capaz de hacer los más grandes bienes. Esto sería una gran fortuna,

pero no puede ni lo uno ni lo otro; porque no depende de él hacer a los hombres sabios o

insensatos. El pueblo juzga y obra a la aventura.

CRITÓN. — Lo creo; pero respóndeme, Sócrates. ¿El no querer fugarte nace del temor que

puedas tener de que no falte un delator que me denuncie a mí y a tus demás amigos,

acusándonos de haberte sustraído, y que por este hecho nos veamos obligados a abandonar

nuestros bienes o pagar crecidas multas o sufrir penas mayores? Si éste es el temor, Sócrates,

destiérrale de tu alma. ¿No es justo que por salvarte nos expongamos a todos estos peligros y a

otros aún mayores, si es necesario? Repito, mi querido Sócrates, no resistas; toma el partido

que te aconsejo.

SÓCRATES. — Es cierto. Critón, tengo esos temores y aun muchos más.

CRITÓN. — Tranquilízate, pues, porque en primer lugar la suma, que se pide por sacarte de

aquí, no es de gran consideración. Por otra parte, sabes la situación mísera que rodea a los que

podrían acusarnos y el poco sacrificio que habría de hacerse para cerrarles la boca; y mis

bienes, que son tuyos, son harto suficientes. Si tienes alguna dificultad en aceptar mi

ofrecimiento, hay aquí un buen número de extranjeros dispuestos a suministrar lo necesario;

sólo Simias de Tebas ha presentado la suma suficiente; Cebes está en posición de hacer lo

mismo y aún hay muchos más.

Tales temores, por consiguiente, no deben ahogar en ti el deseo de salvarte, y en cuanto a lo

que decías uno de estos días delante de los jueces, de que si hubieras salido desterrado, no

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habrías sabido dónde fijar tu residencia, esta idea no debe detenerte. En cualquier parte del

mundo a donde tú vayas, serás siempre querido. Si quieres ir a Tesalia, tengo allí amigos que te

obsequiarán como tú mereces, y que te pondrán a cubierto de toda molestia. Además, Sócrates,

cometes una acción injusta entregándote tú mismo, cuando puedes salvarte, y trabajando en

que se realice en ti lo que tus enemigos más desean en su ardor por perderte. Faltas también a

tus hijos, porque los abandonas, cuando hay un medio de que puedas alimentarlos y educarlos.

¡Qué horrible suerte espera a estos infelices huérfanos! Es preciso o no tener hijos o exponerse

a todos los cuidados y penalidades que exige su educación. Me parece en verdad, que has

tomado el partido del más indolente de los hombres, cuando deberías tomar el de un hombre

de corazón; tú, sobre todo, que haces profesión de no haber seguido en toda tu vida otro

camino que el de la virtud. Te confieso, Sócrates, que me da vergüenza por ti y por nosotros

tus amigos, que se crea que todo lo que está sucediendo se ha debido a nuestra cobardía. Se

nos acriminará, en primer lugar, por tu comparecencia ante el tribunal, cuando pudo evitarse;

luego por el curso de tu proceso; y en fin, como término de este lastimoso drama, por haberte

abandonado por temor o por cobardía, puesto que no te hemos salvado; y se dirá también, que

tú mismo no te has salvado por culpa nuestra, cuando podías hacerlo con sólo que nosotros te

hubiéramos prestado un pequeño auxilio. Piénsalo bien, mi querido Sócrates; con la desgracia

que te va a suceder tendrás también una parte en el baldón que va a caer sobre todos nosotros.

Consúltate a ti mismo, pero ya no es tiempo de consultas; es preciso tomar un partido, y no

hay que escoger; es preciso aprovechar la noche próxima. Todos mis planes se desgracian, si

aguardamos un momento más. Créeme, Sócrates, y haz lo que te digo.

SÓCRATES. — Mi querido Critón, tu solicitud es muy laudable, si es que concuerda con la

justicia; pero por lo contrario, si se aleja de ella, cuanto más grande es, se hace más reprensible.

Es preciso examinar, ante todo, si deberemos hacer lo que tú dices o si no deberemos; porque

no es de ahora, ya lo sabes, la costumbre que tengo de sólo ceder por razones que me parezcan

justas, después de haberlas examinado detenidamente. Aunque la fortuna me sea adversa, no

puedo abandonar las máximas de que siempre he hecho profesión; ellas me parecen siempre

las mismas, y como las mismas las estimo igualmente. Si no me das razones más fuertes, debes

persuadirte de que yo no cederé, aunque todo el poder del pueblo se armase contra mí, y para

aterrarme como a un niño, me amenazase con sufrimientos más duros que los que me rodean,

cadenas, la miseria, la muerte. Pero ¿cómo se verifica este examen de una manera conveniente?

Recordando nuestras antiguas conversaciones, a saber: de si ha habido razón para decir que

hay ciertas opiniones que debemos respetar y otras que debemos despreciar. ¿O es que esto se

pudo decir antes de ser yo condenado a muerte, y ahora de repente hemos descubierto, que si

se dijo entonces, fue como una conversación al aire, no siendo en el fondo más que una

necedad o un juego de niños? Deseo, pues, examinar aquí contigo en mi nueva situación, si

este principio me parece distinto o si le encuentro siempre el mismo, para abandonarle o

seguirle.

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Es cierto, si yo no me engaño, que aquí hemos dicho muchas veces, y creíamos hablar con

formalidad, que entre las opiniones de los hombres las hay que son dignas de la más alta

estimación y otras que no merecen ninguna. Critón, en nombre de los dioses, ¿te parece esto

bien dicho? Porque, según todas las apariencias humanas, tú no estás en peligro de morir

mañana, y el temor de un peligro presente no te hará variar en tus juicios; piénsalo, pues, bien.

¿No encuentras que con razón hemos sentado, que no es preciso estimar todas las opiniones

de los hombres sino tan sólo algunas, y no de todos los hombres indistintamente, sino tan sólo

de algunos? ¿Qué dices a esto? ¿No te parece verdadero?

CRITÓN. — Mucho.

SÓCRATES. — En este concepto ¿no es preciso estimar sólo las opiniones buenas y desechar

las malas?

CRITÓN. — Sin duda.

SÓCRATES. — ¿Las opiniones buenas no son las de los sabios, y las malas las de los necios?

CRITÓN. — No puede ser de otra manera.

SÓCRATES. — Vamos a sentar nuestro principio. Un hombre que se ejercita en la gimnasia

¿podrá ser alabado o reprendido por un cualquiera que llegue, o sólo por el que sea médico o

maestro de gimnasia?

CRITÓN. — Por éste sólo sin duda.

SÓCRATES. — ¿Debe temer la reprensión y estimar las alabanzas de éste sólo y despreciar lo

que le digan los demás?

CRITÓN. — Sin duda.

SÓCRATES. — Por esta razón ¿debe ejercitarse, comer, beber, según le prescriba este

maestro y no dejarse dirigir por el capricho de todos los demás?

CRITÓN. — Eso es incontestable.

SÓCRATES. — He aquí sentado el principio. Pero si desobedeciendo a este maestro y

despreciando sus atenciones y alabanzas, se deja seducir por las caricias y alabanzas del pueblo

y de los ignorantes ¿no le resultará mal?

CRITÓN. — ¿Cómo no le ha de resultar?

SÓCRATES. — Pero este mal ¿de qué naturaleza será? ¿A qué conducirá? Y ¿qué parte de

este hombre afectará?

CRITÓN. — A su cuerpo, sin duda, que infaliblemente arruinará.

SÓCRATES. — Muy bien, he aquí sentado este principio; ¿pero no sucede lo mismo en todas

las demás cosas? Porque sobre lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, lo bueno y lo

malo, que eran en este momento la materia de nuestra discusión, ¿nos atendremos más bien a

la opinión del pueblo que a la de un solo hombre, si se encuentra uno muy experto y muy

hábil, por el que sólo debamos tener más respeto y más deferencia que por el resto de los

hombres? ¿Y si no nos conformamos al juicio de este único hombre, no es cierto que

arruinaremos enteramente lo que no vive ni adquiere nuevas fuerzas en nosotros sino por la

justicia, y que no perece sino por la injusticia? ¿O es preciso creer que todo eso es una farsa?

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CRITÓN. — Soy de tu dictamen, Sócrates.

SÓCRATES. — Estame atento, yo te lo suplico; si adoptando la opinión de los ignorantes,

destruimos en nosotros lo que sólo se conserva por un régimen sano y se corrompe por un

mal régimen, ¿podremos vivir con esta parte de nosotros mismos así corrompida? Ahora

tratamos sólo de nuestro cuerpo; ¿no es verdad?

CRITÓN. — De nuestro cuerpo sin duda.

SÓCRATES. — ¿Y se puede vivir con un cuerpo destruido o corrompido?

CRITÓN. — No, seguramente.

SÓCRATES. — ¿Y podremos vivir después de corrompida esta otra parte de nosotros

mismos, que no tiene salud en nosotros, sino por la justicia, y que la injusticia destruye? ¿O

creemos menos noble que el cuerpo esta parte, cualquiera que ella sea, donde residen la justicia

y la injusticia?

CRITÓN. — Nada de eso.

SÓCRATES. — ¿No es más preciosa?

CRITÓN. — Mucho más.

SÓCRATES. — Nosotros, mi querido Critón, no debemos cuidarnos de lo que diga el pueblo,

sino sólo de lo que dirá aquel que conoce lo justo y lo injusto, y este juez único es la verdad.

Ves por esto, que sentaste malos principios, cuando dijiste al principio que debíamos hacer

caso de la opinión del pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo honesto y sus contrarios. Quizá me

dirás: pero el pueblo tiene el poder de hacernos morir.

CRITÓN. — Seguramente que se dirá.

SÓCRATES. — Así es, pero, mi querido Critón, esto no podrá variar la naturaleza de lo que

acabamos de decir. Y si no respóndeme: ¿no es un principio sentado, que el hombre no debe

desear tanto el vivir como el vivir bien?

CRITÓN. — Estoy de acuerdo.

SÓCRATES. — ¿No admites igualmente, que vivir bien no es otra cosa que vivir como lo

reclaman la probidad y la justicia?

CRITÓN. — Sí.

SÓCRATES. — Conforme a lo que acabas de concederme, es preciso examinar ante todo, si

hay justicia o injusticia en salir de aquí sin el permiso de los atenienses; porque si esto es justo,

es preciso ensayarlo; y si es injusto es preciso abandonar el proyecto. Porque con respecto a

todas esas consideraciones que me has alegado, de dinero, de reputación, de familia ¿qué otra

cosa son sino consideraciones de ese vil populacho, que hace morir sin razón, y que sin razón

quisiera después hacer revivir, si le fuera posible? Pero respecto a nosotros, conforme a

nuestro principio, todo lo que tenemos que considerar es si haremos una cosa justa dando

dinero y contrayendo obligaciones con los que nos han de sacar de aquí, o bien si ellos y

nosotros acaso cometeremos en esto injusticia; porque si la cometemos, no hay más que

razonar; es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan antes que obrar injustamente.

CRITÓN. — Tienes razón, Sócrates, veamos cómo hemos de obrar.

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SÓCRATES. — Veámoslo juntos, amigo mío; y si tienes alguna objeción que hacerme cuando

yo hable, házmela, para ver si puedo someterme, y en otro caso cesa, te lo suplico, de

estrecharme a salir de aquí contra la voluntad de los atenienses. Yo quedaría complacidísimo de

que me persuadieras a hacerlo, pero yo necesito convicciones. Mira pues, si te satisface la

manera con que voy a comenzar este examen, y procura responder a mis preguntas lo más

sinceramente que te sea posible.

CRITÓN. — Lo haré.

SÓCRATES. — ¿Es cierto que jamás se pueden cometer injusticias? ¿O es permitido

cometerlas en unas ocasiones y en otras no? ¿O bien es absolutamente cierto que la injusticia

jamás es permitida, como muchas veces hemos convenido y ahora mismo acabamos de

convenir? Y todos estos juicios, con los que estamos de acuerdo ¿se han desvanecido en tan

pocos días? ¿Sería posible, Critón, que, en nuestros años, las conversaciones más serias se

hayan hecho semejantes a las de los niños, sin que nos hayamos apercibido de ello? ¿O más

bien es preciso atenernos estrictamente a lo que hemos dicho: que toda injusticia es vergonzosa

y funesta para el que la comete, digan lo que quieran los hombres, y sea bien o sea mal el que

resulte?

CRITÓN. — Estamos conformes.

SÓCRATES. — ¿Es preciso no cometer injusticia de ninguna manera?

CRITÓN. — Sí, sin duda.

SÓCRATES. — Entonces ¿es preciso no hacer injusticia a los mismos que nos la hacen,

aunque el vulgo crea que esto es permitido, puesto que convienes en que en ningún caso puede

tener lugar la injusticia?

CRITÓN. — Así me lo parece.

SÓCRATES. — ¡Pero qué! ¿Es permitido hacer mal a alguno o no lo es?

CRITÓN. — No, sin duda, Sócrates.

SÓCRATES. — Pero ¿es justo volver el mal por el mal, como lo quiere el pueblo, o es

injusto?

CRITÓN. — Muy injusto.

SÓCRATES. — ¿Es cierto que no hay diferencia entre hacer el mal y ser injusto?

CRITÓN. — Lo confieso.

SÓCRATES. — Es preciso, por consiguiente, no hacer jamás injusticia, ni volver el mal por el

mal, cualquiera que haya sido el que hayamos recibido. Pero ten presente, Critón, que

confesando esto, acaso hables contra tu propio juicio, porque sé muy bien que hay pocas

personas que lo admitan, y siempre sucederá lo mismo. Desde el momento en que están

discordes sobre este punto, es imposible entenderse sobre lo demás, y la diferencia de

opiniones conduce necesariamente a un desprecio recíproco. Reflexiona bien, y mira, si

realmente estás de acuerdo conmigo, y si podemos discutir, partiendo de este principio: que en

ninguna circunstancia es permitido ser injusto, ni volver injusticia por injusticia, mal por mal; o

si piensas de otra manera, provoca como de nuevo la discusión. Con respecto a mí, pienso hoy

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como pensaba en otro tiempo. Si tú has mudado de parecer, dilo, y exponme los motivos; pero

si permaneces fiel a tus primeras opiniones, escucha lo que te voy a decir.

CRITÓN. — Permanezco fiel y pienso como tú; habla, ya te escucho.

SÓCRATES. — Prosigo pues, o más bien te pregunto: un hombre que ha prometido una cosa

justa ¿debe cumplirla o faltar a ella?

CRITÓN. — Debe cumplirla.

SÓCRATES. — Conforme a esto, considera, si saliendo de aquí sin el consentimiento de los

atenienses haremos mal a alguno y a los mismos que no lo merecen. ¿Respetaremos o

eludiremos el justo compromiso que hemos contraído?

CRITÓN. — No puedo responder a lo que me preguntas, Sócrates, porque no te entiendo.

SÓCRATES. — Veamos si de esta manera lo entiendes mejor. En el momento de la huida, o

si te agrada más, de nuestra salida, si la ley y la república misma se presentasen delante de

nosotros y nos dijesen: Sócrates, ¿qué vas a hacer? La acción que preparas ¿no tiende a

trastornar, en cuanto de ti depende, a nosotros y al Estado entero? Porque ¿qué Estado puede

subsistir, si los fallos dados no tienen ninguna fuerza y son eludidos por los particulares? ¿Qué

podríamos responder, Critón, a este cargo y otros semejantes que se nos pudieran dirigir?

Porque ¿qué no diría, especialmente un orador, sobre esta infracción de la ley, que ordena que

los fallos dados sean cumplidos y ejecutados? ¿Responderemos nosotros, que la república nos

ha hecho injusticia y que no ha juzgado bien? ¿Es esto lo que responderíamos?

CRITÓN. — Sí, sin duda se lo diríamos.

SÓCRATES. — Dirá la ley ateniense: Sócrates, ¿no habíamos convenido en que tú te

someterías al juicio de la república? Y si nos manifestáramos como sorprendidos de este

lenguaje, ella nos diría quizá: no te sorprendas, Sócrates, y respóndeme, puesto que tienes

costumbre de proceder por preguntas y respuestas. Dime, pues, ¿qué motivo de queja tienes tú

contra la república y contra mí, pues tantos esfuerzos haces para destruirme? ¿No soy yo a la

que debes la vida? ¿No tomó bajo mis auspicios tu padre por esposa a la que te ha dado a luz?

¿Qué encuentras de reprensible en estas leyes que hemos establecido sobre el matrimonio? Yo

le responderé sin dudar: nada. Y las que miran al sostenimiento y educación de los hijos, a cuya

sombra tú has sido educado ¿no te parecen justas en el hecho de haber ordenado a tu padre

que te educara en todos los ejercicios del espíritu y del cuerpo? Exactamente, diría yo. Y siendo

esto así, puesto que has nacido y has sido mantenido y educado gracias a mí, ¿te atreverás a

sostener que no eres hijo y servidor nuestro lo mismo que tus padres? Y si así es, ¿piensas

tener derechos iguales a la ley misma, y que te sea permitido devolver sufrimientos por

sufrimientos, por los que yo pudiera hacerte pasar? Este derecho, que jamás podrían tener

contra un padre o contra una madre, de devolver mal por mal, injuria por injuria, golpe por

golpe, ¿crees tú tenerlo contra tu patria y contra la ley? Y si tratáramos de perderte, creyendo

que era justo, ¿querrías adelantarte y perder las leyes y tu patria? ¿Llamarías esto justicia, tú que

haces profesión de no separarte del camino de la virtud? ¿Tu sabiduría te impide ignorar que la

patria es digna de más respeto y más veneración delante de los dioses y de los hombres, que un

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padre, una madre y que todos los parientes juntos? Es preciso respetar la patria en su cólera,

tener con ella la sumisión y miramientos que se tienen a un padre, atraerla por la persuasión u

obedecer sus órdenes, sufrir sin murmurar todo lo que quiera que se sufra, aun cuando sea

verse azotado o cargado de cadenas, y que si nos envía a la guerra para ser allí heridos o

muertos, es preciso marchar allá; porque allí está el deber, y no es permitido ni retroceder, ni

echar pie atrás, ni abandonar el puesto; y que lo mismo en los campos de batalla, que ante los

tribunales, que en todas las situaciones, es preciso obedecer lo que quiere la república, o

emplear para con ella los medios de persuasión que la ley concede; y, en fin, que si es una

impiedad hacer violencia a un padre o a una madre, es mucho mayor hacerla a la patria. ¿Qué

responderemos a esto, Critón? ¿Reconoceremos que la ley dice verdad?

CRITÓN. — Así me parece.

SÓCRATES. — Ya ves, Sócrates, continuaría la ley, que si tengo razón, eso que intentas

contra mí es injusto. Yo te he hecho nacer, te he alimentado, te he educado; en fin, te he

hecho, como a los demás ciudadanos, todo el bien de que he sido capaz. Sin embargo, no me

canso de decir públicamente que es permitido a cada uno en particular, después de haber

examinado las leyes y las costumbres de la república, si no está satisfecho, retirarse a donde

guste con todos sus bienes; y si hay alguno que no pudiendo acomodarse a nuestros usos,

quiere irse a una colonia o a cualquiera otro punto, no hay uno entre vosotros que se oponga a

ello y puede libremente marcharse a donde le acomode. Pero también los que permanecen,

después de haber considerado detenidamente de qué manera ejercemos la justicia y qué leyes

hacemos observar en la república, yo les digo que están obligados a hacer todo lo que les

mandemos, y si desobedecen, yo los declaro injustos por tres infracciones: porque no

obedecen a quien les ha hecho nacer; porque, desprecian a quien los ha alimentado; porque,

estando obligados a obedecerme, violan la fe jurada, y no se toman el trabajo de convencerme

si se les obliga a alguna cosa injusta; y bien que no haga más que proponer sencillamente las

cosas sin usar de violencia para hacerme obedecer, y que les dé la elección entre obedecer o

convencernos de injusticia, ellos no hacen ni lo uno ni lo otro. He aquí, Sócrates, la acusación

de que te harás acreedor si ejecutas tu designio, y tú serás mucho más culpable que cualquiera

otro ciudadano.» Y si yo le pidiese la razón, la ley me cerraría sin duda la boca diciéndome que

yo estoy más que todos los demás ciudadanos sometido a todas estas condiciones. Yo tengo,

me diría, grandes pruebas de que la ley y la república han sido de tu agrado, porque no habrías

permanecido en la ciudad como los demás atenienses, si la estancia en ella no te hubiera sido

más satisfactoria que en todas las demás ciudades. Jamás ha habido espectáculo que te haya

obligado a salir de esta ciudad, salvo una vez cuando fuiste a Corinto para ver los juegos; jamás

has salido a menos que fuese a expediciones militares; jamás emprendiste viajes, como es

costumbre entre los ciudadanos; jamás has tenido la curiosidad de visitar otras ciudades, ni de

conocer otras leyes; tan apasionado has sido por esta ciudad, y tan decidido a vivir según

nuestras máximas, que aquí has tenido hijos, testimonio patente de que vivías complacido en

ella. En fin, durante tu proceso podrías haberte condenado a destierro, si hubieras querido, y

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hacer entonces, con asentimiento de la república, lo que intentas hacer ahora a pesar suyo. Tú

que te alababas de ver venir la muerte con indiferencia, y que pretendías preferirla al destierro,

ahora, sin miramiento a estas magníficas palabras, sin respeto a las leyes, puesto que quieres

abatirlas, haces lo que haría el más vil esclavo, tratando de salvarte contra las condiciones del

tratado que te obliga a vivir según nuestras reglas. Respóndenos, pues, como buen ciudadano;

¿no decimos la verdad cuando sostenemos que tú estás sometido a este tratado, no con

palabras, sino de hecho, y a todas sus condiciones? ¿Qué diríamos a esto? ¿Y qué partido

podríamos tomar más que confesarlo?

CRITÓN. — Sería preciso hacerlo, Sócrates.

SÓCRATES. — La ley continuaría diciendo: y ¿qué conseguirías, Sócrates, con violar este

tratado y todas sus condiciones? No has contraído esta obligación ni por la fuerza, ni por la

sorpresa, ni tampoco te ha faltado tiempo para pensarlo. Setenta años han pasado, durante los

cuales has podido retirarte, si no estabas satisfecho de mí, y si las condiciones que te proponía

no te parecían justas. Tú no has preferido ni a Lacedemonia, ni a Creta, cuyas leyes han sido

constantemente un objeto de alabanza en tu boca, ni tampoco has dado esta preferencia a

ninguna de las otras ciudades de Grecia o de los países extranjeros. Tú, como los cojos, los

ciegos y todos los estropeados, jamás has salido de la ciudad, lo que es una prueba invencible

de que te ha complacido vivir en ella más que a ningún otro ateniense; y bajo nuestra

influencia, por consiguiente, porque sin leyes ¿qué ciudad puede ser aceptable? ¡Y ahora te

rebelas y no quieres ser fiel a este pacto! Pero si me crees, Sócrates, tú le respetarás, y no te

expondrán a la risa pública, saliendo de Atenas; porque… reflexiona un poco, te lo suplico.

¿Qué bien resultará a ti y a tus amigos, si persistís en la idea de traspasar mis órdenes? Tus

amigos quedarán infaliblemente expuestos al peligro de ser desterrados de su patria o de perder

sus bienes, y respecto a ti, si te retiras a alguna ciudad vecina, a Tebas o Megara, como son

ciudades muy bien gobernadas, serás mirado allí como un enemigo; porque todos los que

tienen amor por su patria te mirarán con desconfianza como un corruptor de las leyes. Les

confirmarás igualmente en la justicia del fallo que recayó contra ti, porque todo corruptor de

las leyes pasará fácilmente y siempre por corruptor de la juventud y del pueblo ignorante.

¿Evitarás todo roce en esas ciudades cultas y en esas sociedades compuestas de hombres

justos? Pero entonces, ¿qué placer puedes tener en vivir? ¿O tendrás valor para aproximarte a

ellos, y decirles, como haces aquí, que la virtud, la justicia, las leyes y las costumbres deben

estar por encima de todo y ser objeto del culto y de la veneración de los hombres? Y ¿no

conoces que esto sería altamente vergonzoso? No puedes negarlo, Sócrates. Tendrías

necesidad de salir inmediatamente de esas ciudades cultas, e irías a Tesalia a casa de los amigos

de Critón, a Tesalia donde reina más el libertinaje que el orden, y en donde te oirían sin duda

con singular placer referir el disfraz con que habías salido de la prisión, vestido de harapos o

cubierto con una piel, o, en fin, disfrazado de cualquier manera como acostumbran a hacer

todos los fugitivos. Pero ¿no se encontrará uno que diga: he aquí un anciano, que no pudiendo

ya alargar su existencia naturalmente, tan ciego está por el ansia de vivir, no ha dudado, por

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conservar la vida, echar por tierra las leyes más santas? Quizá no lo oirás, si no ofendes a nadie;

pero al menor motivo de queja te dirían estas y otras mil cosas indignas de ti; vivirás esclavo y

víctima de todos los demás hombres, porque ¿qué remedio te queda? Estarás en Tesalia

entregado a perpetuos festines, como si sólo te hubiera atraído allí un generoso hospedaje.

Pero entonces ¿adónde han ido a parar tus magníficos discursos sobre la justicia y sobre la

virtud? ¿Quieres de esta manera conservarte quizá para dar sustento y educación a tus hijos?

¡Qué! ¿Será en Tesalia donde los has de educar? ¿Creerás hacerles un bien convirtiéndolos en

extranjeros y alejándolos de su patria? ¿O bien no quieres llevarlos contigo, y crees que,

ausente tú de Atenas, serán mejor educados viviendo tú? Sin duda tus amigos tendrán cuidado

de ellos. Pero este cuidado que tus amigos tomarán en tu ausencia, ¿no lo tomarán igualmente

después de tu muerte? Persuádete de que los que se dicen tus amigos te prestarán los mismos

servicios, si es cierto que puedes contar con ellos. En fin, Sócrates, ríndete a mis razones, sigue

los consejos de la que te ha dado el sustento, y no te fijes ni en tus hijos, ni en tu vida, ni en

ninguna otra cosa, sea la que fuere, más que en la justicia, y cuando vayas al infierno, tendrás

con qué defenderte delante de los jueces. Porque desengáñate, si haces lo que has resuelto, si

faltas a las leyes, no harás tu causa ni la de ninguno de los tuyos ni mejor, ni más justa, ni más

santa, sea durante tu vida, sea después de tu muerte. Pero si mueres, morirás víctima de la

injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; mientras que si sales de aquí vergonzosamente,

volviendo injusticia por injusticia, mal por mal, faltarás al pacto que te liga a mí, dañarás a una

porción de gentes que no debían esperar esto de ti; te dañarás a ti mismo, a mí, a tus amigos, a

tu patria. Yo seré tu enemigo mientras vivas, y cuando hayas muerto, nuestras hermanas las

leyes que rigen en los infiernos no te recibirán indudablemente con mucho favor, sabiendo que

has hecho todos los esfuerzos posibles para arruinarme. No sigas, pues, los consejos de Critón

y sí los míos.

Me parece, mi querido Critón, oír estos acentos, como los inspirados por Cibeles creen oír

las flautas sagradas. El sonido de estas palabras resuena en mi alma, y me hacen insensible a

cualquier otro discurso, y has de saber que, por lo menos en mi disposición presente, cuanto

puedas decirme en contra será inútil. Sin embargo, si crees convencerme, habla.

CRITÓN. — Sócrates, nada tengo que decir.

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III. LA IRRUPCIÓN DEL CRISTIANISMO

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HECHOS DE LOS

APÓSTOLES

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INTRODUCCIÓN

Una civilización que rendía culto al hombre y a la razón parecería el terreno menos propicio

para la difusión del cristianismo. Grecia fue una tierra fértil para el desarrollo de la filosofía y

las ciencias. La moral griega era bastante liberal, por decir lo menos. Las prácticas religiosas

griegas giraban en torno a lo práctico. Mientras que el pueblo judío tenía prohibido consumir

algo de la carne utilizada en el sacrificio para Yahvé, los griegos ofrecían a los dioses los peores

pedazos de carne y guardaban para sí los mejores.

Los seguidores inmediatos de Jesús fueron judíos. El primer núcleo de cristianos compartía

con el pueblo hebreo la fe en la Escritura. Por este motivo, los historiadores romanos

caracterizaron al primer cristianismo como una secta judía. La discusión entre la individualidad

cristiana y la legalidad judía, pensaban, era una discusión entre judíos y nada más.

La expansión del cristianismo y su eventual penetración en el mundo grecorromano obligó

a los cristianos a utilizar nuevos lenguajes para hacer accesible la fe. Los primeros predicadores

debieron mostrarse particularmente abiertos al diálogo con el paganismo grecorromano.

El diálogo y la actitud conciliadora de los primeros cristianos dio pie a una vertiginosa

helenización del cristianismo. Esto ocurrió a tal grado, que el Nuevo Testamento está escrito

totalmente en griego. Los fundamentos de la sociedad occidental son tanto cristianos como

grecorromanos. El encuentro entre los dos mundos es crucial para la formación de la cultura

contemporánea.

La predicación de san Pablo en el areópago es la más clara manifestación de la continuidad

entre en mundo cristiano y el grecorromano. Parecería que el protocristianismo tendría que

supeditarse a la estructura imperial romana: el cesaropapismo. El emperador romano ostentaba

dos títulos importantísimos: princeps senatus y pontifex maximus. Es decir, el emperador era, a una,

cabeza del Estado y de la religión oficial.

Inicialmente, el cristianismo prefirió mantenerse al margen de esta estructura. Los cristianos

rechazaron la teocracia, a favor de la doctrina de las dos espadas, y se inclinaron por separar el

poder espiritual del poder temporal: “al César lo que es del César; a Dios lo que es de Dios”.

De acuerdo con este esquema, el emperador ostenta, en el plano temporal, el poder del Papa

en el plano espiritual, es decir, la autoridad máxima.

Por otro lado, los primeros cristianos también se enfrentaron a la dificultad de dar forma a

la liturgia. El primer mandamiento hebreo prohíbe representar a Dios y al hombre. No extraña,

entonces, la sobriedad y reticencia de las ceremonias religiosas judías. Con la destrucción del

templo en el año 70, las celebraciones judías tomaron una forma todavía más austera; se

limitaron a las ceremonias caseras y algunas en la sinagoga.

Los nuevos conversos estaban acostumbrados a una iconografía profusa. Las celebraciones

grecorromanas eran constantes y no escatimaban en representaciones. El antropomorfismo

griego permitía que los dioses fueran representados por hombres en el teatro. Esta

representación era sumamente blasfema para el judaísmo. Así, el cristianismo adoptó la plástica

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grecorromana para dar forma a la liturgia y los sacramentos. Además de esto, la preservación

de representaciones clásicas habría sido imposible sin la intervención de la Iglesia.

El contacto entre el mundo antiguo y el cristianismo, narrado por san Pablo, no estuvo libre

de dificultades. El mundo griego, primordialmente dualista, se mostró renuente a concebir la

resurrección cristiana de los cuerpos. No obstante, la predicación y la actitud conciliadora de

los apóstoles logró ganar varios adeptos. Incluso, en el centro cultural y filosófico del mundo

antiguo, Atenas.

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1 He hablado en mi primer libro, ¡oh

Teófilo!, de todo lo más notable que

hizo y enseñó Jesús, desde su

principio,2 hasta el día en que fue

recibido en el cielo, después de haber

instruido por el Espíritu Santo a los

apóstoles, que él había escogido.3 A los

cuales se había manifestado también

después de su pasión, dándoles muchas

pruebas de que vivía, apareciéndoseles en el

espacio de cuarenta días, y hablándoles de

las cosas tocantes al reino de Dios.4 Y por

último, comiendo con ellos, les mandó que

no partiesen de Jerusalén, sino que

esperasen el cumplimiento de la promesa

del Padre, la cual, dijo, oísteis de mi

boca,5 y es, que Juan bautizó con el agua,

mas vosotros habéis de ser bautizados, o

bañados, en el Espíritu Santo dentro de

pocos días. 6 Entonces los que se hallaban presentes, le

hicieron esta pregunta: Señor, ¿si será éste

el tiempo en que has de restituir el reino a

Israel?7 A lo cual respondió Jesús: No os

corresponde a vosotros el saber los

tiempos y momentos que tiene el Padre

reservados a su poder soberano;8 recibiréis,

sí, la virtud del Espíritu Santo, que

descenderá sobre vosotros, y me serviréis

de testigos en Jerusalén, y en toda la Judea,

y Samaria, y hasta el cabo del

mundo.9 Dicho esto, se fue elevando a vista

de ellos por los aires, hasta que una nube le

encubrió a sus ojos.10 Y estando atentos a

mirar cómo iba subiéndose al cielo, he aquí

que aparecieron cerca de ellos dos

personajes con vestiduras blancas,11 los

cuales les dijeron: Varones de Galilea, ¿por

qué estáis ahí parados mirando al cielo?

Este Jesús, que separándose de vosotros se

ha subido al cielo, vendrá de la misma

suerte que le acabáis de ver subir allá. 12 Después de esto se volvieron los

discípulos a Jerusalén, desde el monte

llamado de los Olivos, que dista de

Jerusalén el espacio de camino que puede

andarse en sábado.13 Entrados en la ciudad,

subieron a una habitación alta, donde

tenían su morada, Pedro y Juan, Santiago y

Andrés, Felipe y Tomás, Bartolomé y

Mateo, Santiago hijo de Alfeo, y Simón

llamado el Zelador, y Judas hermano de

Santiago.14 Todos los cuales, animados de

un mismo espíritu, perseveraban juntos en

oración con las mujeres piadosas, y con

María la madre de Jesús, y con los

hermanos, o parientes de este Señor. 15 Por aquellos días levantándose Pedro en

medio de los hermanos (cuya junta era

como de unas ciento veinte personas) les

dijo: 16 Hermanos míos, es preciso que se

cumpla lo que tiene profetizado el Espíritu

Santo por boca de David, acerca de Judas,

que se hizo adalid de los que prendieron a

Jesús,17 y el cual fue de nuestro número, y

había sido llamado a las funciones de

nuestro ministerio.18 Este adquirió un

campo con el precio de su maldad, y

habiéndose ahorcado reventó por medio;

quedando esparcidas por tierra todas sus

entrañas;19 cosa que es notoria a todos los

habitantes de Jerusalén, por manera que

aquel campo ha sido llamado en su lengua

Haceldama, esto es, Campo de sangre.20 Así

es que está escrito en el libro de los Salmos:

Quede su morada desierta, ni haya quien

habite en ella, y ocupe otro su lugar en el

episcopado.21 Es necesario, pues, que de

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estos sujetos que han estado en nuestra

compañía, todo el tiempo que Jesús Señor

nuestro conversó entre

nosotros,22 empezando desde el bautismo

de Juan, hasta el día en que apartándose de

nosotros, se subió al cielo, se elija uno que

sea, como nosotros, testigo de su

resurrección .23 Con esto propusieron a

dos: a José, llamado Barsabas, y por

sobrenombre el Justo, y a Matías.24 Y

haciendo oración dijeron: ¡Oh Señor!, tú

que ves los corazones de todos, muéstranos

cuál de estos dos has destinado25 a ocupar

el puesto de este ministerio y apostolado,

del cual cayó Judas por su prevaricación,

para irse a su lugar.26 Y echando suertes,

cayó la suerte a Matías, con lo que fue

agregado a los once apóstoles. 1 Al cumplirse, pues, los días de

Pentecostés, estaban todos juntos en

un mismo lugar,2 cuando de repente

sobrevino del cielo un ruido, como de

viento impetuoso que soplaba, y llenó toda

la casa donde estaban.3 Al mismo tiempo

vieron aparecer unas como lenguas de

fuego, que se repartieron y se asentaron

sobre cada uno de ellos.4 Entonces fueron

llenados todos del Espíritu Santo, y

comenzaron a hablar en diversas lenguas

las palabras que el Espíritu Santo ponía en

su boca.5 Había a la sazón en Jerusalén,

judíos piadosos, y temerosos de Dios, de

todas las naciones del mundo.6 Divulgado,

pues, este suceso, acudió una gran multitud

de ellos, y quedaron atónitos, al ver que

cada uno oía hablar a los apóstoles en su

propia lengua.7 Así pasmados todos, y

maravillados se decían unos a otros: ¿Por

ventura estos que hablan, no son todos

galileos, rudos e ignorantes?8 Pues ¿cómo

es que los oímos cada uno de nosotros

hablar nuestra lengua nativa?9 Partos,

medos y elamitas, los moradores de

Mesopotamia, de Judea, y de Capadocia,

del Ponto y del Asia,10 los de Frigia, de

Panfilia y de Egipto, los de la Libia

confinante con Cirene, los que han venido

de Roma,11 tanto judíos, como prosélitos,

los cretenses, y los árabes, los oímos hablar

en nuestras propias lenguas las maravillas

de Dios.12 Estando, pues, todos llenos de

admiración, y no sabiendo qué discurrir, se

decían unos a otros: ¿Qué novedad es

ésta?13 Pero hubo algunos que se mofaban

de ellos diciendo: Estos sin duda están

borrachos, o llenos de mosto.14 Entonces

Pedro, presentándose con los once

apóstoles, levantó su voz y les habló de esta

suerte: ¡Oh vosotros judíos, y todos los

demás que moráis en Jerusalén!, estad

atentos a lo que voy a deciros, y escuchad

bien mis palabras.15 No están éstos

embriagados, como sospecháis vosotros,

pues no son más que las nueve de la

mañana;16 sino que se verifica lo que dijo el

profeta Joel:17 Sucederá en los postreros

días, dice el Señor, que yo derramaré mi

espíritu sobre todos los hombres; y

profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas;

y vuestros jóvenes tendrán visiones, y

vuestros ancianos revelaciones en

sueños.18 Sí, por cierto: yo derramaré mi

espíritu sobre mis siervos, y sobre mis

siervas en aquellos días, y profetizarán.19 Yo

haré que se vean prodigios arriba en el

cielo, y portentos abajo en la tierra: sangre y

fuego, y torbellinos de humo.20 El sol se

convertirá en tinieblas, y la luna en sangre,

2

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antes de que llegue el día grande y patente

del Señor.21 Entonces, todos los que hayan

invocado el nombre del Señor, serán

salvos.22 ¡Oh hijos de Israel!, escuchadme

ahora: A Jesús de Nazaret, hombre

autorizado por Dios a vuestros ojos, con

los milagros, maravillas y prodigios que por

medio de él ha hecho entre vosotros, como

todos sabéis,23 a este Jesús, dejado a vuestro

arbitrio por una orden expresa de la

voluntad de Dios y decreto de su

presciencia, vosotros le habéis hecho morir,

clavándole en la cruz por mano de los

impíos.24 Pero Dios le ha resucitado,

librándole de los dolores o ataduras de la

muerte, siendo como era imposible quedar

él preso o detenido por ella en tal

lugar.25 Porque ya David en persona de él

decía: Tenía siempre presente al Señor ante

mis ojos; pues está siempre a mi diestra,

para que no experimente ningún

trastorno.26 Por tanto se llenó de alegría mi

corazón, y resonó mi lengua en voces de

júbilo, y mi carne reposará en la

esperanza:27 que no dejarás mi alma en el

sepulcro, ni permitirás que el cuerpo de tu

Santo experimente la corrupción.28 Me

harás entrar otra vez en las sendas de la

vida, y colmarme has de gozo con tu

presencia.29 Hermanos míos, permitidme

que os diga con toda libertad, y sin el

menor recelo: el patriarca David muerto

está, y fue sepultado, y su sepulcro se

conserva entre nosotros hasta el día de

hoy;30 pero como era profeta, y sabía que

Dios le había prometido con juramento

que uno de su descendencia se había de

sentar sobre su trono,31 previendo la

resurrección de Cristo, dijo, que ni fue

detenido en el sepulcro, ni su carne padeció

corrupción.32 Este Jesús es a quien Dios ha

resucitado de lo que todos nosotros somos

testigos.33 Elevado, pues, al cielo, sentado

allí a la diestra de Dios, y habiendo recibido

de su Padre la promesa o potestad de

enviar al Espíritu Santo, le ha derramado

hoy sobre nosotros del modo que estáis

viendo y oyendo.34 Porque no es David el

que subió al cielo; antes bien él mismo dejó

escrito: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a

mi diestra,35 mientras a tus enemigos los

pongo yo por tarima de tus

pies.36 Persuádase, pues, toda la casa de

Israel, que Dios ha constituido Señor, y

Cristo, a este mismo Jesús, al cual vosotros

habéis crucificado.37 Oído este discurso, se

compungieron de corazón, y dijeron a

Pedro y a los demás apóstoles: Pues,

hermanos, ¿qué es lo que debemos

hacer?38 A lo que Pedro les respondió:

Haced penitencia, y sea bautizado cada uno

de vosotros en el nombre de Jesucristo

para remisión de vuestros pecados; y

recibiréis el don del Espíritu

Santo;39 porque la promesa de este don es

para vosotros, y para vuestros hijos, y para

todos los que ahora están lejos de la salud,

para cuantos llamare a sí el Señor Dios

nuestro.40 Otras muchísimas razones alegó,

y los amonestaba, diciendo: Poneos en

salvo de entre esta generación

perversa.41 Aquellos, pues, que recibieron

su doctrina, fueron bautizados; y se

añadieron aquel día a la Iglesia cerca de tres

mil personas.42 Y perseveraban todos en oír

las instrucciones de los apóstoles, y en la

comunicación de la fracción del pan, o

Eucaristía, y en la oración.43 Y toda la gente

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estaba sobrecogida de un respetuoso

temor; porque eran muchos los prodigios y

milagros que hacían los apóstoles en

Jerusalén, de suerte que todos

universalmente estaban llenos de

espanto.44 Los creyentes por su parte vivían

unidos entre sí, y nada tenían que no fuese

común para todos ellos.45 Vendían sus

posesiones y demás bienes y los repartían

entre todos, según la necesidad de cada

uno.46 Asistiendo asimismo cada día largos

ratos al templo, unidos con un mismo

espíritu, y partiendo el pan por las casas de

los fieles, tomaban el alimento con alegría y

sencillez de corazón,47 alabando a Dios, y

haciéndose amar de todo el pueblo. Y el

Señor aumentaba cada día el número de los

que abrazaban el mismo género de vida

para salvarse. 1 Subían un día Pedro y Juan al

templo, a la oración de las tres de la

tarde.2 Y había un hombre, cojo desde

el vientre de su madre, a quien traían a

cuestas, y ponían todos los días a la puerta

del templo, llamada la Hermosa, para pedir

limosna a los que entraban en él.3 Pues

como éste viese a Pedro y a Juan que iban a

entrar en el templo, les rogaba que le diesen

limosna.4 Pedro entonces, fijando con Juan

la vista en este pobre, le dijo: Atiende hacia

nosotros.5 Él los miraba de hito en hito,

esperando que le diesen algo.6 Mas Pedro le

dijo: Plata ni oro, yo no tengo; pero te doy

lo que tengo: En el nombre de Jesucristo

Nazareno, levántate, y camina.7 Y

cogiéndole de la mano derecha, le levantó,

y al instante se le consolidaron las piernas y

las plantas.8 Y dando un salto de gozo se

puso en pie, y echó a andar; y entró con

ellos en el templo, andando por sus propios

pies, y saltando, y loando a Dios.9 Todo el

pueblo le vio cómo iba andando y alabando

a Dios.10 Y como le conocían por aquello

mismo de que solía estar sentado a la

limosna, en la puerta Hermosa del templo,

quedaron espantados y fuera de sí con tal

suceso.11 Teniendo, pues, él de la mano a

Pedro y a Juan, todo el pueblo asombrado

vino corriendo hacia ellos, al lugar llamado

pórtico o galería de Salomón .12 Viendo

Pedro aquello, habló a la gente de esta

manera: ¡Oh hijos de Israel!, ¿por qué os

maravilláis de esto, y por qué nos estáis

mirando a nosotros, como si por virtud o

potestad nuestra hubiésemos hecho andar a

este hombre?13 El Dios de Abrahán, el

Dios de Isaac, y el Dios de Jacob, el Dios

de nuestros padres ha glorificado con este

prodigio a su Hijo Jesús, a quien vosotros

habéis entregado y negado en el tribunal de

Pilatos, juzgando éste que debía ser puesto

en libertad.14 Mas vosotros renegasteis del

Santo y del Justo, y pedisteis que se os

hiciese gracia de la vida de un

homicida.15 Disteis la muerte al autor de la

vida, pero Dios le ha resucitado de entre

los muertos, y nosotros somos testigos de

su resurrección .16 Su poder es el que,

mediante la fe en su Nombre, ha

consolidado los pies a éste que vosotros

visteis y conocisteis tullido, de modo que la

fe, que de él proviene, y en él tenemos, es la

que ha causado esta perfecta curación

delante de todos vosotros.17 Ahora,

hermanos, yo bien sé que hicisteis por

ignorancia lo que hicisteis, como también

vuestros jefes.18 Si bien Dios ha cumplido

de esta suerte lo pronunciado por la boca

3

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de todos los profetas, en orden a la pasión

de su Cristo .19 Haced, pues, penitencia, y

convertíos, a fin de que se borren vuestros

pecados,20 para cuando vengan por

disposición del Señor los tiempos de

consolación, y envíe al mismo Jesucristo

que os ha sido anunciado.21 El cual es

debido por cierto que se mantenga en el

cielo, hasta los tiempos de la restauración

de todas las cosas, de que antiguamente

Dios habló por boca de sus santos

profetas.22 Porque Moisés dijo a nuestros

padres: El Señor Dios vuestro os suscitará

de entre vuestros hermanos un profeta,

como me ha suscitado a mí; a él habéis de

obedecer en todo cuanto os diga;23 de lo

contrario, cualquiera, que desobedeciere a

aquel profeta será exterminado o borrado

del pueblo de Dios.24 Y todos los profetas

que desde Samuel en adelante han

vaticinado, anunciaron lo que pasa en estos

días.25 Vosotros, ¡oh israelitas!, sois hijos de

los profetas, y los herederos de la alianza

que hizo Dios con nuestros padres,

diciendo a Abrahán: En uno de tu

descendencia serán benditas todas las

naciones de la tierra.26 Para vosotros en

primer lugar es para quienes ha resucitado

Dios a su Hijo, y le ha enviado a llenaros de

bendiciones, a fin de que cada uno se

convierta de su mala vida. 1 Mientras ellos estaban hablando al

pueblo, sobrevinieron los sacerdotes

con el magistrado o comandante del

templo y los saduceos,2 no pudiendo

sufrir que enseñasen al pueblo, y predicasen

en la persona de Jesús la resurrección de los

muertos.3 Y habiéndose apoderado de ellos,

los metieron en la cárcel hasta el día

siguiente: porque ya era tarde.4 Entretanto

muchos de los que habían oído la

predicación de Pedro, creyeron; cuyo

número llegó a cinco mil hombres.5 Al día

siguiente se congregaron en Jerusalén los

jefes o magistrados, y los ancianos, y los

escribas,6 con el pontífice Anás y Caifás, y

Juan, y Alejandro, y todos los que eran del

linaje sacerdotal;7 y haciendo comparecer

en medio a los apóstoles, les preguntaron:

¿Con qué potestad, o en nombre de quién

habéis hecho esa acción?8 Entonces Pedro,

lleno del Espíritu Santo, les respondió:

Príncipes del pueblo, y vosotros ancianos

de Israel, escuchad:9 Ya que en este día se

nos pide razón del bien que hemos hecho a

un hombre tullido, y que se quiere saber

por virtud de quién ha sido

curado,10 declaramos a todos vosotros y a

todo el pueblo de Israel, que la curación se

ha hecho en nombre de nuestro Señor

Jesucristo Nazareno, a quien vosotros

crucificasteis y Dios ha resucitado. En

virtud de tal nombre se presenta sano ese

hombre a vuestros ojos.11 Este Jesús es

aquella piedra que vosotros desechasteis al

edificar, la cual ha venido a ser la principal

piedra del ángulo.12 Fuera de él no hay que

buscar la salvación en ningún otro. Pues no

se ha dado a los hombres otro Nombre

debajo del cielo, por el cual debamos

salvarnos.13 Viendo ellos la firmeza de

Pedro y de Juan, constándoles por otra

parte que eran hombres sin letras y del

vulgo, estaban llenos de admiración,

conociendo que eran de los que habían sido

discípulos de Jesús .14 Por otra parte, al ver

al hombre que había sido curado estar con

ellos en pie, nada podían replicar en

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contrario.15 Les mandaron, pues, salir fuera

de la junta, y comenzaron a deliberar entre

sí,16 diciendo: ¿Qué haremos con estos

hombres? El milagro hecho por ellos es

notorio a todos los habitantes de Jerusalén ;

es tan evidente, que no podemos

negarlo.17 Pero a fin de que no se divulgue

más en el pueblo, ordenémosles que de

aquí en adelante no tomen en boca este

Nombre, ni hablen de él a persona

viviente.18 Por tanto llamándolos, les

dijeron que por ningún caso hablasen ni

enseñasen en el Nombre de Jesús .19 Mas

Pedro y Juan respondieron a esto,

diciéndoles: Juzgad vosotros si en la

presencia de Dios es justo el obedeceros a

vosotros antes que a Dios;20 porque

nosotros no podemos menos de hablar lo

que hemos visto y oído.21 Pero ellos con

todo amenazándolos los despacharon, no

hallando arbitrio para castigarlos, por

temor del pueblo, porque todos celebraban

este glorioso hecho;22 pues el hombre en

quien se había obrado esta cura milagrosa,

pasaba de cuarenta años.23 Puestos ya en

libertad, volvieron a los suyos; y les

contaron cuantas cosas les habían dicho los

príncipes de los sacerdotes, y los

ancianos.24 Ellos al oírlo, levantaron todos

unánimes la voz a Dios, y dijeron: ¡Señor!,

tú eres el que hiciste el cielo y la tierra, el

mar y todo cuanto en ellos se contiene;25 el

que, hablando el Espíritu Santo por boca

de David nuestro padre y siervo tuyo,

dijiste: ¿Por qué se han alborotado las

naciones, y los pueblos han forjado

empresas vanas?26 Se armaron los reyes de

la tierra, y los príncipes se coligaron contra

el Señor y contra su Cristo .27 Porque

verdaderamente se juntaron en esta ciudad

contra tu santo Hijo Jesús, a quien ungiste,

Herodes y Poncio Pilatos, con los gentiles y

las tribus de Israel,28 para ejecutar lo que tu

poder y providencia determinaron que se

hiciese.29 Ahora, pues, Señor, mira sus

vanas amenazas, y da a tus siervos el

predicar con toda confianza tu

palabra,30 extendiendo tu poderosa mano

para hacer curaciones, prodigios y

portentos en el Nombre de Jesús tu santo

Hijo.31 Acabada esta oración, tembló el

lugar en que estaban congregados; y todos

se sintieron llenos del Espíritu Santo, y

anunciaban con firmeza la palabra de

Dios.32 Toda la multitud de los fieles tenía

un mismo corazón y una misma alma; ni

había entre ellos quien considerase como

suyo lo que poseía, sino que tenían todas

las cosas en común.33 Los apóstoles con

gran valor daban testimonio de la

resurrección de Jesucristo Señor nuestro; y

en todos los fieles resplandecía la gracia

con abundancia.34 Así es que no había entre

ellos persona necesitada; pues todos los que

tenían posesiones o casas, vendiéndolas,

traían el precio de ellas,35 y lo ponían a los

pies de los apóstoles; el cual después se

distribuía según la necesidad de cada

uno.36 De esta manera José, a quien los

apóstoles pusieron el sobrenombre de

Bernabé, (esto es, Hijo de consolación o

Consolador) que era levita y natural de la

isla de Chipre,37 vendió una heredad que

tenía, y trajo el precio y lo puso a los pies

de los apóstoles. 1 Un hombre llamado Ananías, con su

mujer Safira, vendió también un

campo.2 Y, de acuerdo con ella, retuvo 5

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parte del precio; y trayendo el resto, lo puso

a los pies de los apóstoles.3 Mas Pedro le

dijo: Ananías, ¿cómo ha tentado Satanás tu

corazón, para que mintieses al Espíritu

Santo, reteniendo parte del precio de ese

campo?4 ¿Quién te quitaba el conservarlo?

Y aunque lo hubieses vendido, ¿no estaba

su precio a tu disposición? Pues ¿con qué

fin has urdido en tu corazón esta trampa?

No mentiste a hombres, sino a Dios.5 Al

oír Ananías estas palabras, cayó en tierra y

expiró. Con lo cual todos los que tal suceso

supieron, quedaron en gran manera

atemorizados.6 En la hora misma vinieron

unos mozos, y le sacaron y llevaron a

enterrar.7 No bien se pasaron tres horas,

cuando su mujer entró ignorante de lo

acaecido.8 Le dijo Pedro: Dime, mujer, ¿es

así que vendisteis el campo por tanto? Sí,

respondió ella, por ese precio lo

vendimos.9 Entonces Pedro le dijo: ¿Por

qué os habéis concertado para tentar al

Espíritu del Señor? He aquí a la puerta los

que enterraron a tu marido; y ellos mismos

te llevarán a enterrar.10 Al momento cayó a

sus pies, y expiró. Entretanto luego los

mozos la encontraron muerta, y sacándola,

la enterraron al lado de su marido.11 Lo que

causó gran temor en toda la Iglesia y en

todos los que tal suceso

oyeron.12 Entretanto los apóstoles hacían

muchos milagros y prodigios entre el

pueblo. Y todos los fieles unidos en un

mismo espíritu se juntaban en el pórtico de

Salomón .13 De los otros nadie osaba

juntarse o hermanarse con ellos; pero el

pueblo hacía de ellos grandes elogios.14 Con

esto se aumentaba más y más el número de

los que creían en el Señor, así de hombres

como de mujeres,15 de suerte que sacaban a

las calles a los enfermos, poniéndolos en

camillas y lechos o carretones, para que

pasando Pedro, su sombra tocase por lo

menos en alguno de ellos, y quedasen libres

de sus dolencias.16 Concurría también a

Jerusalén mucha gente de las ciudades

vecinas, trayendo enfermos y

endemoniados, los cuales eran curados

todos.17 Alarmado con esto el príncipe de

los sacerdotes y los de su partido, que era la

secta de los saduceos, se mostraron llenos

de celo;18 y prendiendo a los apóstoles, los

metieron en la cárcel pública.19 Mas el ángel

del Señor, abriendo por la noche las

puertas de la cárcel, y sacándoles fuera les

dijo:20 Id al templo, y puestos allí, predicad

al pueblo la doctrina de esta ciencia de

vida.21 Ellos, oído esto, entraron al

despuntar el alba en el templo, y se

pusieron a enseñar. Entretanto vino el

pontífice con los de su partido, y

convocaron el concilio y a todos los

ancianos del pueblo de Israel, y enviaron

por los presos a la cárcel.22 Llegados los

ministros y abierta la cárcel, como no los

hallasen, volvieron con la

noticia,23 diciendo: La cárcel la hemos

hallado muy bien cerrada, y a los guardas

en centinela delante de las puertas; mas

habiéndolas abierto, a nadie hemos hallado

dentro.24 Oídas tales nuevas, tanto el

comandante del templo, como los príncipes

de los sacerdotes, no podían atinar qué se

habría hecho de ellos.25 A este tiempo llegó

uno y les dijo: Sabed que aquellos hombres

que metisteis en la cárcel, están en el

templo enseñando al pueblo.26 Entonces el

comandante fue allá con su gente y los

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condujo sin hacerles violencia; porque

temían ser apedreados por el

pueblo.27 Fueron conducidos y presentados

al concilio; y el sumo sacerdote los

interrogó,28 diciendo: Nosotros os teníamos

prohibido con mandato formal que

enseñaseis en ese Nombre; y en vez de

obedecer, habéis llenado a Jerusalén de

vuestra doctrina, y queréis hacernos

responsables a nosotros de la sangre de ese

hombre.29 A lo cual respondiendo Pedro y

los apóstoles, dijeron: Es necesario

obedecer a Dios antes que a los

hombres.30 El Dios de nuestros padres ha

resucitado a Jesús, a quien vosotros habéis

hecho morir, colgándole en un madero.31 A

éste ensalzó Dios con su diestra por

príncipe y salvador, para dar a Israel el

arrepentimiento y la remisión de los

pecados:32 nosotros somos testigos de estas

verdades, y lo es también el Espíritu Santo,

que Dios ha dado a todos los que le

obedecen.33 Oídas estas razones, se

desatinaban sus enemigos, y enfurecidos

trataban de matarlos.34 Pero levantándose

en el concilio un fariseo llamado Gamaliel,

doctor de la ley, hombre respetado de todo

el pueblo, mandó que se retirasen afuera

por un breve rato a aquellos hombres.35 Y

entonces dijo a los del concilio: ¡Oh

israelitas!, considerad bien lo que vais a

hacer con estos hombres.36 Sabéis que hace

poco se levantó un tal Teodas, que se

vendía por persona de mucha importancia,

al cual se asociaron cerca de cuatrocientos

hombres: él fue muerto, y todos los que le

creían se dispersaron y redujeron a

nada.37 Después de éste surgió Judas

Galileo en tiempo del empadronamiento, y

arrastró tras sí al pueblo: éste pereció del

mismo modo, y todos sus secuaces

quedaron disipados.38 Ahora, pues, os

aconsejo que no os metáis con esos

hombres, y que los dejéis; porque si este

designio o empresa es obra de hombres,

ella misma se desvanecerá;39 pero si es cosa

de Dios no podréis destruirla, y os

expondríais a ir contra Dios. Todos

adhirieron a este parecer.40 Y llamando a

los apóstoles, después de haberlos hecho

azotar, les dijeron que no hablasen más ni

poco ni mucho en el Nombre de Jesús; y

los dejaron ir.41 Entonces los apóstoles se

retiraron de la presencia del concilio muy

gozosos porque habían sido hallados

dignos de sufrir aquel ultraje por el nombre

de Jesús .42 Y no cesaban todos los días, en

el templo, y por las casas, de anunciar y de

predicar a Jesucristo. 1 Por aquellos días, creciendo el

número de los discípulos, se suscitó

una queja de los judíos griegos contra

los judíos hebreos, o nacidos en el

país, porque no se hacía caso de sus viudas

en el servicio o distribución del sustento

diario.2 En atención a esto, los doce

apóstoles, convocando a todos los

discípulos, les dijeron: No es justo que

nosotros descuidemos la predicación de la

palabra de Dios, por tener cuidado de las

mesas:3 por tanto, hermanos, nombrad de

entre vosotros siete sujetos de buena fama,

llenos del Espíritu Santo y de inteligencia, a

los cuales encarguemos este ministerio.4 Y

con esto podremos nosotros emplearnos

enteramente en la oración y en la

predicación de la palabra divina.5 Pareció

bien esta propuesta a toda la asamblea; y así

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nombraron a Esteban, varón lleno de fe y

del Espíritu Santo, y a Felipe y a Prócoro, a

Nicanor y a Timón, a Pármenas y a Nicolás

prosélito antioqueno.6 Lo presentaron a los

apóstoles, los cuales, haciendo oración, les

impusieron las manos, o

consagraron.7 Entretanto la palabra de

Dios iba fructificando, y multiplicándose

sobremanera el número de los discípulos

en Jerusalén ; y se sujetaban también a la fe

muchos de los sacerdotes.8 Mas Esteban,

lleno de gracia y de fortaleza, obraba

grandes prodigios y milagros entre el

pueblo.9 Se levantaron, pues, algunos de la

sinagoga llamada de los libertinos, o

libertos, y de las sinagogas de los cireneos,

de los alejandrinos, de los cilicianos y de los

asiáticos, y trabaron disputas con

Esteban,10 pero no podían contrarrestar a la

sabiduría y al Espíritu que hablaba en

él.11 Entonces sobornaron a algunos que

dijesen haberlo oído proferir blasfemias

contra Moisés y contra Dios.12 Con eso

alborotaron a la plebe y a los ancianos, y a

los escribas, y echándose sobre él, le

arrebataron y trajeron al concilio,13 y

produjeron testigos falsos que afirmasen:

Este hombre no cesa de proferir palabras

contra este lugar santo y contra la

ley;14 pues nosotros le hemos oído decir

que aquel Jesús Nazareno ha de destruir

este lugar y cambiar las tradiciones u

observancias que nos dejó ordenadas

Moisés.15 Entonces fijando en él los ojos

todos los del concilio, vieron su rostro

como el rostro de un ángel. 1 Dijo entonces el príncipe de los

sacerdotes: ¿Es esto así?2 Respondió

él: Hermanos míos y padres,

escuchadme. El Dios de la gloria apareció a

nuestro padre Abrahán cuando estaba en

Mesopotamia, antes que habitase en

Carán,3 y le dijo: Sal de tu patria y de tu

parentela, y ven al país que yo te

mostraré.4 Entonces salió de la Caldea, y

vino a habitar en Carán. De allí, muerto su

padre, le hizo pasar Dios a esta tierra, en

donde ahora moráis vosotros.5 Y no le dio

de ella en propiedad ni un palmo tan

solamente; le prometió, sí, darle la posesión

de dicha tierra, y que después de él la

poseerían sus descendientes; y eso que a la

sazón Abrahán no tenía hijos.6 Le predijo

también Dios que sus descendientes

morarían en tierra extraña, y serían

esclavizados, y muy maltratados por

espacio de cuatrocientos años;7 si bien, dijo

el Señor, yo tomaré venganza de la nación a

la cual servirán como esclavos; y al cabo

saldrán libres de aquel país, y me servirán a

mí en este lugar.8 Hizo después con él la

alianza sellada con la circuncisión; y así

Abrahán habiendo engendrado a Isaac, le

circuncidó a los ocho días; Isaac tuvo a

Jacob ; y Jacob a los doce patriarcas.9 Los

patriarcas movidos de envidia, vendieron a

José para ser llevado a Egipto, donde Dios

estaba con él;10 y le libró de todas sus

tribulaciones; y habiéndole llenado de

sabiduría, le hizo grato al Faraón, rey de

Egipto, el cual le constituyó gobernador de

Egipto y de todo su palacio.11 Vino después

el hambre general en todo el Egipto y en la

tierra de Canaán, y la miseria fue extrema;

de suerte que nuestros padres no hallaban

de qué alimentarse.12 Pero habiendo sabido

Jacob que en Egipto había trigo, envió allá

a nuestros padres por la primera vez.13 Y en 7

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la segunda que fueron José se dio a conocer

a sus hermanos, y fue descubierto su linaje

al Faraón.14 Entonces José envió por su

padre Jacob y por toda su parentela, que

era de setenta y cinco personas.15 Bajó,

pues, Jacob a Egipto, donde vino a morir

él, y también nuestros padres.16 Y sus

huesos fueron después trasladados a

Siquem, y colocados en el sepulcro que

Abrahán compró de los hijos de Hemor,

hijo de Siquem, por cierta suma de

dinero.17 Pero acercándose ya el tiempo de

cumplirse la promesa, que con juramento

había hecho Dios a Abrahán, el pueblo de

Israel fue creciendo y multiplicándose en

Egipto,18 hasta que reinó allí otro soberano,

que no sabía nada de José.19 Este príncipe,

usando de una artificiosa malicia contra

nuestra nación, persiguió a nuestros padres,

hasta obligarlos a abandonar sus niños

recién nacidos a fin de que no se

propagasen.20 Por este mismo tiempo nació

Moisés, que fue grato a Dios, y el cual por

tres meses fue criado ocultamente en casa

de su padre.21 Al fin, habiendo sido

abandonado sobre las aguas del Nilo, le

recogió la hija de Faraón, y le crió como a

hijo suyo.22 Se le instruyó en todas las

ciencias de los egipcios, y llegó a ser varón

poderoso, tanto en palabras como en

obras.23 Llegado a la edad de cuarenta años,

le vino deseo de ir a visitar a sus hermanos

los hijos de Israel.24 Y habiendo visto que

uno de ellos era injuriado, se puso de su

parte, y le vengó, matando al egipcio que le

injuriaba.25 Él estaba persuadido de que sus

hermanos los israelitas conocerían que por

su medio les había de dar Dios libertad;

mas ellos no lo entendieron.26 Al día

siguiente se metió entre unos que reñían: y

los exhortaba a la paz, diciendo: Hombres,

vosotros sois hermanos; ¿pues por qué os

maltratáis uno al otro?27 Mas aquel que

hacía el agravio a su prójimo, le empujó,

diciendo: ¿Quién te ha puesto a ti por

príncipe y juez sobre nosotros?28 ¿Quieres

tú por ventura matarme a mí, como

mataste ayer al egipcio?29 Al oír esto Moisés

se ausentó, y se retiró a vivir como

extranjero en el país de Madián, donde

tuvo dos hijos.30 Cuarenta años después se

le apareció un ángel del Señor en el desierto

del monte Sinaí, entre las llamas de una

zarza que ardía sin consumirse.31 Se

maravilló Moisés al ver aquel espectáculo; y

acercándose a contemplarlo, oyó la voz del

Señor, que le decía:32 Yo soy el Dios de tus

padres, el Dios de Abrahán, el Dios de

Isaac, y el Dios de Jacob . Se estremeció

entonces Moisés; no osaba mirar lo que

aquello era.33 Pero el Señor le dijo: Quítate

de los pies el calzado; porque el lugar en

que estás, es una tierra santa.34 Yo he visto

y considerado la aflicción del pueblo mío,

que habita en Egipto, y he oído sus

gemidos, y he descendido a librarle. Ahora,

pues, ven tú, y te enviaré a Egipto.35 Así

que a este Moisés, a quien desecharon,

diciendo: ¿Quién te ha constituido nuestro

príncipe y juez?, a este mismo envió Dios

para ser el caudillo y libertador de ellos,

bajo la dirección del ángel, que se le

apareció en la zarza.36 Este mismo los

libertó, haciendo prodigios y milagros en la

tierra de Egipto, y en el Mar Rojo, y en el

desierto por espacio de cuarenta

años.37 Este es aquel Moisés que dijo a los

hijos de Israel: Dios os suscitará de entre

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vuestros hermanos un profeta legislador,

como me ha suscitado a mí: a éste debéis

obedecer.38 Moisés es quien, mientras el

pueblo estaba congregado en el desierto,

estuvo tratando con el ángel, que le hablaba

en el monte Sinaí; es aquel que estuvo con

nuestros padres; el que recibió de Dios las

palabras de vida para comunicárnoslas;39 a

quien no quisieron obedecer nuestros

padres; antes bien le desecharon, y con su

corazón y afecto se volvieron a

Egipto.40 Diciendo a Aarón: Haznos dioses

que nos guíen, ya que no sabemos qué se

ha hecho de ese Moisés, que nos sacó de la

tierra de Egipto.41 Y fabricaron después un

becerro, y ofrecieron sacrificio a este ídolo,

y hacían regocijo ante la hechura de sus

manos.42 Entonces Dios les volvió las

espaldas, y los abandonó a la idolatría de

los astros o la milicia del cielo, según se

halla escrito en el libro de los profetas: ¡Oh

casa de Israel!, ¿por ventura me has

ofrecido víctimas y sacrificios los cuarenta

años del desierto?43 Al contrario, habéis

conducido el tabernáculo de Moloc y el

astro de vuestro dios Remfam, figuras que

fabricasteis para adorarlas. Pues yo os

transportaré a Babilonia, y más

allá.44 Tuvieron nuestros padres en el

desierto el Tabernáculo del Testimonio,

según se lo ordenó Dios a Moisés,

diciéndole que lo fabricase según el modelo

que había visto.45 Y habiéndolo recibido

nuestros padres, lo condujeron bajo la

dirección de Josué al país que era la

posesión de las naciones, que fue Dios

expeliendo delante de ellos, y duró el

Tabernáculo hasta el tiempo de

David.46 Éste fue acepto a los ojos de Dios,

y pidió poder fabricar un templo al Dios de

Jacob .47 Pero el templo quien lo edificó fue

Salomón.48 Si bien el Altísimo no habita

precisamente en moradas hechas de mano

de hombres, como dice el profeta:49 El

cielo es mi trono, y la tierra el estrado de

mis pies. ¿Qué especies de casas me habéis

de edificar vosotros?, dice el Señor; o ¿cuál

podrá ser digno lugar de mi

descanso?50 ¿Por ventura no hizo mi mano

todas estas cosas?51 ¡Hombres de dura

cerviz y de corazón y oído incircuncisos!,

vosotros resistís siempre al Espíritu Santo;

como fueron vuestros padres, así sois

vosotros.52 ¿A qué profeta no persiguieron

vuestros padres? Ellos son los que mataron

a los que anunciaban la venida del Justo,

que vosotros acabáis de entregar, y del cual

habéis sido homicidas;53 vosotros que

recibisteis la ley por ministerio de ángeles, y

no la habéis guardado.54 Al oír tales cosas,

ardían en cólera sus corazones, y crujían los

dientes contra él.55 Mas Esteban, estando

lleno del Espíritu Santo, y fijando los ojos

en el cielo vio la gloria de Dios, y a Jesús

que estaba a la diestra de Dios.56 Y dijo:

Estoy viendo ahora los cielos abiertos, y al

Hijo del hombre sentado a la diestra de

Dios.57 Entonces clamando ellos con gran

gritería se taparon los oídos, y después

todos a una arremetieron contra él.58 Y

arrojándole fuera de la ciudad le

apedrearon; y los testigos depositaron sus

vestidos a los pies de un mancebo, que se

llamaba Saulo.59 Y apedreaban a Esteban, el

cual estaba orando, y diciendo: ¡Señor

Jesús, recibe mi espíritu!60 Y poniéndose de

rodillas, clamó en alta voz: ¡Señor, no les

hagas cargo de este pecado! Y dicho esto

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durmió en el Señor. Saulo había consentido

como los otros a la muerte de Esteban. 1 Por aquellos días se levantó una gran

persecución contra la Iglesia de

Jerusalén, y todos los discípulos,

menos los apóstoles, se dispersaron

por varios distritos de Judea, y de

Samaria.2 Mas algunos hombres piadosos

cuidaron de dar sepultura a Esteban, en

cuyas exequias hicieron gran

duelo.3 Entretanto Saulo iba desolando la

Iglesia, y entrándose por las casas, sacaba

con violencia a hombres y mujeres, y los

hacía meter en la cárcel.4 Pero los que se

habían dispersado andaban de un lugar a

otro, predicando la palabra de Dios.5 Entre

ellos Felipe, habiendo llegado a la ciudad de

Samaria, les predicaba a Cristo .6 Y era

grande la atención con que todo el pueblo

escuchaba los discursos de Felipe, oyéndole

todos con el mismo fervor, y viendo los

milagros que obraba.7 Porque muchos

espíritus inmundos salían de los poseídos,

dando grandes gritos,8 y muchos paralíticos

y cojos fueron curados.9 Por lo que se llenó

de gran alegría aquella ciudad. En ella había

ejercitado antes la magia un hombre

llamado Simón, engañando a los

samaritanos, y persuadiéndoles que él era

un gran personaje.10 Todos, grandes y

pequeños, le escuchaban con veneración, y

decían: Este es la virtud grande de

Dios.11 La causa de su adhesión a él era

porque ya hacía mucho tiempo que los traía

embaucados con su arte mágica.12 Pero

luego que hubieron creído la palabra del

reino de Dios, que Felipe les anunciaba,

hombres y mujeres se hacían bautizar en

nombre de Jesucristo.13 Entonces creyó

también el mismo Simón, y habiendo sido

bautizado, seguía y acompañaba a Felipe. Y

al ver los milagros y portentos grandísimos

que se hacían, estaba atónito y lleno de

asombro.14 Sabiendo, pues, los apóstoles,

que estaban en Jerusalén, que los

samaritanos habían recibido la palabra de

Dios, les enviaron a Pedro y a Juan.15 Estos

en llegando, hicieron oración por ellos a fin

de que recibiesen al Espíritu

Santo.16 Porque aún no había descendido

sobre ninguno de ellos, sino que solamente

estaban bautizados en nombre del Señor

Jesús .17 Entonces les imponían las manos,

y luego recibían al Espíritu

Santo.18 Habiendo visto, pues, Simón, que

por la imposición de las manos de los

apóstoles se daba el Espíritu Santo, les

ofreció dinero,19 diciendo: Dadme también

a mí esa potestad, para que cualquiera a

quien imponga yo las manos, reciba al

Espíritu Santo. Mas Pedro le

respondió:20 Perezca tu dinero contigo;

pues has juzgado que se alcanzaba por

dinero el don de Dios.21 No puedes tú

tener parte, ni cabida en este ministerio;

porque tu corazón no es recto a los ojos de

Dios.22 Por tanto haz penitencia de esta

perversidad tuya, y ruega de tal suerte a

Dios, que te sea perdonado ese desvarío de

tu corazón.23 Pues yo te veo lleno de

amarguísima hiel, y arrastrando la cadena

de la iniquidad.24 Respondió Simón, y dijo:

Rogad por mí vosotros al Señor, para que

no venga sobre mí nada de lo que acabáis

de decir.25 Ellos en fin, habiendo predicado

y dado testimonio de la palabra del Señor,

regresaron a Jerusalén, anunciando la buena

nueva en muchos distritos de los

8

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samaritanos.26 Mas un ángel del Señor

habló a Felipe, diciendo: Parte, y ve hacia el

mediodía, por la vía que lleva de Jerusalén a

Gaza; la cual está desierta.27 Partió luego

Felipe, y se fue hacia allá. Y he aquí que

encuentra a un etíope, eunuco, gran valido

de Candace, reina de los etíopes, y

superintendente de todos sus tesoros, el

cual había venido a Jerusalén a adorar a

Dios;28 y a la sazón se volvía, sentado en su

carruaje, y leyendo al profeta

Isaías.29 Entonces dijo el espíritu a Felipe:

Date prisa y arrímate a ese

carruaje.30 Acercándose, pues, Felipe, a toda

prisa, oyó que iba leyendo en el profeta

Isaías, y les dijo: ¿Te parece a ti que

entiendes lo que vas leyendo?31 ¿Cómo lo

he de entender, respondió él, si alguno no

me lo explica? Rogó, pues, a Felipe que

subiese, y tomase asiento a su lado.32 El

pasaje de la Escritura que iba leyendo, era

éste: Como oveja fue conducido al

matadero: y como cordero que está sin

balar en manos del que le trasquila, así él no

abrió su boca.33 Después de sus

humillaciones ha sido libertado del poder

de la muerte a la cual fue condenado. Su

generación, ¿quién podrá declararla?,

puesto que su vida será cortada de la

tierra.34 A esto preguntó el eunuco a Felipe:

Dime, te ruego, ¿de quién dice esto el

profeta?, ¿de sí mismo, o de algún

otro?35 Entonces Felipe tomando la

palabra, y comenzando por este texto de la

Escritura, le anunció a Jesús .36 Siguiendo

su camino, llegaron a un paraje en que

había agua; y dijo el eunuco: Aquí hay agua:

¿qué impedimento hay para que yo sea

bautizado?37 Ninguno, respondió Felipe, si

crees de todo corazón. A lo que dijo el

eunuco: Yo creo que Jesucristo es el Hijo

de Dios.38 Y mandando parar el carruaje,

bajaron ambos, Felipe y el eunuco, al agua,

y Felipe le bautizó.39 Así que salieron del

agua el Espíritu del Señor arrebató a Felipe,

y no le vio más el eunuco; el cual prosiguió

su viaje rebosando de gozo.40 Felipe de

repente se halló en Azoto, y fue

anunciando la buena nueva a todas las

ciudades por donde pasaba, hasta que llegó

a Cesarea. 1 Mas Saulo, que todavía no respiraba

sino amenazas y muerte contra los

discípulos del Señor, se presentó al

príncipe de los sacerdotes,2 y le pidió

cartas para Damasco, dirigidas a las

sinagogas, para traer presos a Jerusalén a

cuantos hombres y mujeres hallase de esta

profesión o escuela de Jesús .3 Caminando,

pues, a Damasco, ya se acercaba a esta

ciudad, cuando de repente le cercó de

resplandor una luz del cielo.4 Y cayendo en

tierra asombrado oyó una voz que le decía:

¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me persigues?5 Y él

respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y el

Señor le dijo: Yo soy Jesús, a quien tú

persigues: dura cosa es para ti el dar coces

contra el aguijón.6 Él entonces, temblando

y despavorido, dijo: Señor, ¿qué quieres que

haga?7 Y el Señor le respondió: Levántate y

entra en la ciudad, donde se te dirá lo que

debes hacer. Los que venían

acompañándole estaban asombrados,

oyendo sonidos de voz, pero sin ver a

nadie.8 Se levantó Saulo de la tierra, y

aunque tenía abiertos los ojos, nada veía.

Por lo cual llevándole de la mano le

metieron en Damasco.9 Aquí se mantuvo

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tres días privado de la vista, y sin comer ni

beber.10 Estaba a la sazón en Damasco un

discípulo llamado Ananías, al cual dijo el

Señor en una visión: ¡Ananías! Y él

respondió: Aquí me tenéis,

Señor.11 Levántate, le dijo el Señor, y ve a la

calle llamada Recta; y busca en casa de

Judas a un hombre de Tarso, llamado

Saulo, que ahora está en oración.12 (Y en

este mismo tiempo, veía Saulo en una

visión a un hombre llamado Ananías, que

entraba y le imponía las manos para que

recobrase la vista).13 Respondió Ananías:

Señor, he oído decir a muchos que este

hombre ha hecho grandes daños a tus

santos en Jerusalén .14 Y aun aquí está con

poderes de los príncipes de los sacerdotes

para prender a todos los que invocan tu

Nombre.15 Ve a encontrarlo, le dijo el

Señor, que ese mismo es ya un instrumento

elegido por mí para llevar mi Nombre y

anunciarlo delante de todas las naciones, y

de los reyes, y de los hijos de Israel.16 Y yo

le haré ver cuántos trabajos tendrá que

padecer por mi Nombre.17 Marchó, pues,

Ananías, y entró en la casa, e imponiéndole

las manos, le dijo: ¡Saulo, hermano mío!, el

Señor Jesús, que se te apareció en el

camino que traías, me ha enviado para que

recobres la vista, y quedes lleno del Espíritu

Santo.18 Al momento cayeron de sus ojos

unas como escamas, y recobró la vista; y

levantándose fue bautizado.19 Y habiendo

tomado después alimento, recobró sus

fuerzas. Estuvo algunos días con los

discípulos que habitaban en Damasco;20 y

desde luego empezó a predicar en las

sinagogas a Jesús, afirmando que éste era el

Hijo de Dios.21 Todos los que le oían

estaban pasmados, y decían: ¿Pues no es

éste aquel mismo que con tanto furor

perseguía en Jerusalén a los que invocaban

este Nombre, y que vino acá de propósito

para conducirlos presos a los príncipes de

los sacerdotes?22 Saulo cobraba cada día

nuevo vigor y esfuerzo, y confundía a los

judíos que habitaban en Damasco,

demostrándoles que Jesús era el Cristo

.23 Mucho tiempo después, los judíos se

conjuraron para quitarle la vida.24 Fue

advertido Saulo de sus acechanzas; y ellos a

fin de salir con el intento de matarle, tenían

puestos centinelas día y noche a las

puertas.25 En vista de lo cual los discípulos,

tomándole una noche, le descolgaron por el

muro metido en un serón.26 Así que llegó a

Jerusalén, procuraba unirse con los

discípulos, mas todos se temían de él, no

creyendo que fuese discípulo;27 hasta tanto,

que Bernabé, tomándole consigo, le llevó a

los apóstoles, y les contó cómo el Señor se

le había aparecido en el camino, y las

palabras que le había dicho, y con cuánta

firmeza había procedido en Damasco,

predicando con libertad en el Nombre de

Jesús .28 Con eso andaba y vivía con ellos

en Jerusalén, y predicaba con grande ánimo

y libertad en el nombre del

Señor.29 Conversaba también con los de

otras naciones, y disputaba con los judíos

griegos; pero éstos, confundidos, buscaban

medio para matarle.30 Lo que sabido por los

hermanos le condujeron a Cesarea, y de allí

le enviaron a Tarso.31 La Iglesia entretanto

gozaba de paz por toda la Judea, y Galilea,

y Samaria, e iba estableciéndose o

perfeccionándose, procediendo en el temor

del Señor, y llena de los consuelos del

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Espíritu Santo.32 Sucedió por entonces, que

visitando Pedro a todos los discípulos, vino

así mismo a visitar a los santos o fieles que

moraban en Lidda.33 Aquí halló a un

hombre llamado Eneas, que hacía ocho

años que estaba postrado en una cama, por

estar paralítico.34 Le dijo Pedro: Eneas, el

Señor Jesucristo te cura: levántate, y hazte

tú mismo la cama. Y al momento se

levantó.35 Todos los que habitaban en

Lidda y en Sarona le vieron; y se

convirtieron al Señor.36 Había también en

Jope entre los discípulos una mujer llamada

Tabita, que traducido al griego es lo mismo

que Dorcas. Estaba ésta enriquecida de

buenas obras y de las limosnas que

hacía.37 Mas acaeció en aquellos días que

cayendo enferma, murió. Y lavado su

cadáver, la pusieron de cuerpo presente en

un aposento alto.38 Como Lidda está cerca

de Jope, oyendo los discípulos que Pedro

estaba allí, le enviaron dos mensajeros,

suplicándole que sin detención pasase a

verlos.39 Se puso luego Pedro en camino

con ellos. Llegado que fue, le condujeron al

aposento alto, y se halló rodeado de todas

las viudas, que llorando le mostraban las

túnicas y los vestidos que Dorcas les

hacía.40 Entonces Pedro, habiendo hecho

salir a toda la gente, poniéndose de rodillas,

hizo oración, y vuelto al cadáver, dijo:

Tabita, levántate. Al instante abrió ella los

ojos, y viendo a Pedro se incorporó.41 El

cual, dándole la mano, la puso en pie. Y

llamando a los santos, o fieles, y a las

viudas, se la entregó viva.42 Lo que fue

notorio en toda la ciudad de Jope; por cuyo

motivo muchos creyeron en el

Señor.43 Con eso Pedro se hubo de detener

muchos días en Jope, hospedado en casa de

cierto Simón curtidor. 1 Había en Cesarea un varón

llamado Cornelio, el cual era

centurión en una cohorte de la

legión llamada Itálica,2 hombre

religioso, y temeroso de Dios con toda su

familia, y que daba muchas limosnas al

pueblo, y hacía continua oración a

Dios.3 Este, pues, a eso de las tres de la

tarde, en una visión vio claramente a un

ángel del Señor entrar en su aposento, y

decirle: ¡Cornelio!4 Y él, mirándole

sobrecogido de temor, dijo: ¿Qué queréis

de mí, Señor? Le respondió: Tus oraciones

y tus limosnas han subido hasta arriba en el

acatamiento de Dios haciendo memoria de

ti.5 Ahora, pues, envía a alguno a Jope en

busca de un tal Simón, llamado Pedro,6 el

cual está hospedado en casa de otro Simón

curtidor, cuya casa está cerca del mar: éste

te dirá lo que te conviene hacer.7 Luego que

se retiró el ángel que le hablaba, llamó a

dos de sus domésticos y a un soldado de

los que estaban a sus órdenes, temeroso de

Dios;8 a los cuales, después de habérselo

confiado todo, los envió a Jope.9 El día

siguiente, mientras estaban ellos haciendo

su viaje, y acercándose a la ciudad, subió

Pedro a lo alto de la casa, cerca del

mediodía, a hacer oración.10 Sintiendo

hambre, quiso tomar alimento. Pero

mientras se lo aderezaban, le sobrevino un

éxtasis;11 y en él vio el cielo abierto, y bajar

cierta cosa como un mantel grande, que

pendiente de sus cuatro puntas se

descolgaba del cielo a la tierra,12 en el cual

había todo género de animales

cuadrúpedos, y reptiles de la tierra, y aves

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del cielo.13 Y oyó una voz que le decía:

Pedro, levántate, mata y come.14 Dijo

Pedro: No haré tal, Señor, pues jamás he

comido cosa profana e inmunda.15 Le

replicó la misma voz: Lo que Dios ha

purificado, no lo llames tú profano.16 Esto

se repitió, por tres veces; y luego el mantel

volvió a subirse al cielo.17 Mientras estaba

Pedro discurriendo entre sí qué significaría

la visión que acababa de tener, he aquí que

los hombres que enviara Cornelio,

preguntando por la casa de Simón, llegaron

a la puerta.18 Y habiendo llamado,

preguntaron si estaba hospedado allí

Simón, por sobrenombre Pedro.19 Y

mientras éste estaba ocupado en discurrir

sobre la visión, le dijo el Espíritu: Mira, ahí

están tres hombres que te

buscan.20 Levántate luego, baja, y vete con

ellos sin el menor reparo: porque yo soy el

que los ha enviado.21 Habiendo, pues,

Pedro bajado, e ido al encuentro de los

mensajeros, les dijo: Vedme aquí: yo soy

aquel a quien buscáis: ¿cuál es el motivo de

vuestro viaje?22 Ellos le respondieron. El

centurión Cornelio, varón justo y temeroso

de Dios, estimado y tenido por tal de toda

la nación de los judíos, recibió aviso de un

santo ángel, para que te enviara llamar a su

casa, y escuchase lo que tú le digas.23 Pedro

entonces, haciéndolos entrar, los hospedó

consigo. Al día siguiente partió con ellos,

acompañándole también algunos de los

hermanos de Jope.24 El día después entró

en Cesarea. Cornelio, por su parte,

convocados sus parientes y amigos más

íntimos, los estaba esperando.25 Estando

Pedro para entrar, le salió Cornelio a

recibir, y postrándose a sus pies, le

adoró.26 Mas Pedro le levantó, diciendo:

Álzate, que yo no soy más que un hombre

como tú.27 Y conversando con él entró en

casa, donde halló reunidas muchas

personas.28 Y les dijo: No ignoráis qué cosa

tan abominable sea para un judío el trabar

amistad o familiarizarse con un extranjero;

pero Dios me ha enseñado a no tener a

ningún hombre por impuro o

manchado.29 Por lo cual, luego que he sido

llamado he venido sin dificultad. Ahora os

pregunto: ¿por qué motivo me habéis

llamado?30 A lo que respondió Cornelio.

Cuatro días hace hoy, que yo estaba orando

en mi casa a las tres de la tarde, cuando he

aquí que se me puso delante un personaje

vestido de blanco, y me dijo:31 Cornelio, tu

oración ha sido oída benignamente, y se ha

hecho mención de tus limosnas en la

presencia de Dios.32 Envía, pues, a Jope, y

haz venir a Simón, por sobrenombre

Pedro, el cual está hospedado en casa de

Simón el curtidor, cerca del mar.33 Al

punto, pues, envié por ti, y tú me has

hecho la gracia de venir. Ahora, pues, todos

nosotros estamos aquí en tu presencia, para

escuchar cuanto el Señor te haya mandado

decirnos.34 Entonces Pedro, dando

principio a su discurso, habló de esta

manera: Verdaderamente acabé de conocer

que Dios no hace acepción de

personas;35 sino que en cualquiera nación,

el que le teme, y obra bien, merece su

agrado.36 Lo cual ha hecho entender Dios a

los hijos de Israel, anunciándoles la paz por

Jesucristo (el cual es el Señor de

todos).37 Vosotros sabéis lo que ha

ocurrido en toda la Judea, habiendo

principiado en Galilea, después que predicó

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Juan el bautismo ;38 la manera con que Dios

ungió con el Espíritu Santo y su virtud a

Jesús de Nazaret; el cual ha ido haciendo

beneficios por todas partes por donde ha

pasado, y ha curado a todos los que estaban

bajo la opresión del demonio, porque Dios

estaba con él.39 Y nosotros somos testigos

de todas las cosas que hizo en el país de

Judea y en Jerusalén, al cual no obstante

quitaron la vida colgándole en una

cruz.40 Pero Dios le resucitó al tercer día, y

dispuso que se dejase ver,41 no de todo el

pueblo, sino de los predestinados de Dios

para testigos, de nosotros, que hemos

comido y bebido con él, después que

resucitó de entre los muertos.42 Y nos

mandó que predicásemos y testificásemos

al pueblo, que él es el que está por Dios

constituido juez de vivos y de

muertos.43 Del mismo testifican todos los

profetas, que cualquiera que cree en él,

recibe en virtud de su nombre la remisión

de los pecados.44 Estando aún Pedro

diciendo estas palabras, descendió el

Espíritu Santo sobre todos los que oían la

plática.45 Y los fieles, circuncidados, o

judíos, que habían venido con Pedro,

quedaron pasmados, al ver que la gracia del

Espíritu Santo se derramaba también sobre

los gentiles, o incircuncisos.46 Pues los oían

hablar varias lenguas y publicar las

grandezas de Dios.47 Entonces dijo Pedro:

¿Quién puede negar el agua del bautismo a

los que como nosotros, han recibido

también al Espíritu Santo?48 Así que mandó

bautizarlos en Nombre y con el bautismo

de Nuestro Señor Jesucristo; y le suplicaron

que se detuviese con ellos algunos días,

como lo hizo.

1 Supieron los apóstoles y los

hermanos o fieles de Judea, que

también los gentiles habían

recibido la palabra de

Dios.2 Vuelto, pues, Pedro a Jerusalén, le

hacían por eso cargo los fieles

circuncidados,3 diciendo: ¿Cómo has

entrado en casa de personas incircuncisas, y

has comido con ellas?4 Pedro entonces

empezó a exponerles toda la serie del

suceso, en estos términos:5 Estaba yo en la

ciudad de Jope en oración, y vi en éxtasis

una visión de cierta cosa que iba

descendiendo, a manera de un gran lienzo

descolgado del cielo por las cuatro puntas,

que llegó junto a mí.6 Mirando con

atención, me puse a contemplarle, y le vi

lleno de animales cuadrúpedos terrestres,

de fieras, de reptiles y volátiles del cielo.7 Al

mismo tiempo oí una voz que me decía:

Pedro, levántate, mata, y come.8 Yo

respondí: De ningún modo, Señor, porque

hasta ahora no ha entrado jamás en mi

boca cosa profana o inmunda.9 Mas la voz

del cielo, hablándome segunda vez, me

replicó: Lo que Dios ha purificado, no lo

llames tú impuro.10 Esto sucedió por tres

veces; y luego todo aquel aparato fue

recibido otra vez en el cielo.11 Pero en aquel

mismo punto llegaron a la casa en que

estaba yo hospedado tres hombres, que

eran enviados a mí de Cesarea.12 Y me dijo

el Espíritu que fuese con ellos sin

escrúpulo alguno. Vinieron así mismo estos

seis hermanos que me acompañan y

entramos en casa de aquel hombre que me

envió a buscar.13 El cual nos contó cómo

había visto en su casa a un ángel, que se le

presentó y le dijo: Envía a Jope, y haz de

11

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venir a Simón, por sobrenombre

Pedro,14 quien te dirá las cosas necesarias

para tu salvación y la de toda tu

familia.15 Habiendo yo, pues, empezado a

hablar, descendió el Espíritu Santo sobre

ellos, como descendió al principio sobre

nosotros.16 Entonces me acordé de lo que

decía el Señor: Juan a la verdad ha

bautizado con agua, mas vosotros seréis

bautizados con el Espíritu Santo.17 Pues si

Dios les dio a ellos la misma gracia, y del

mismo modo que a nosotros, que hemos

creído en Nuestro Señor Jesucristo, ¿quién

era yo para oponerme al designio de

Dios?18 Oídas estas cosas, se aquietaron, y

glorificaron a Dios, diciendo: luego

también a los gentiles les ha concedido

Dios la penitencia para alcanzar la

vida.19 Entretanto los discípulos que se

habían esparcido por la persecución

suscitada con motivo de Esteban, llegaron

hasta Fenicia, y Chipre, y Antioquía,

predicando la buena nueva únicamente a

los judíos.20 Entre ellos había algunos

nacidos en Chipre y en Cirene, los cuales,

habiendo entrado en Antioquía,

conversaban así mismo con los griegos,

anunciándoles la fe del Señor Jesús .21 Y la

mano de Dios los ayudaba, por manera que

un gran número de personas creyó y se

convirtió al Señor.22 Llegaron estas noticias

a oídos de la Iglesia de Jerusalén ; y

enviaron a Bernabé a Antioquía.23 Llegado

allá, y al ver los prodigios de la gracia de

Dios, se llenó de júbilo; y exhortaba a

todos a permanecer en el servicio del Señor

con un corazón firme y constante.24 Porque

era Bernabé varón perfecto, y lleno del

Espíritu Santo y de fe. Y así fueron muchos

los que se agregaron al Señor.25 De aquí

partió Bernabé a Tarso, en busca de Saulo;

y habiéndole hallado, le llevó consigo a

Antioquía,26 en cuya Iglesia estuvieron

empleados todo un año; e instruyeron a

tanta multitud de gentes, que aquí en

Antioquía fue donde los discípulos

empezaron a llamarse cristianos.27 Por estos

días vinieron de Jerusalén ciertos profetas a

Antioquía;28 uno de los cuales por nombre

Agabo, inspirado de Dios, anunciaba que

había de haber una gran hambre por toda la

tierra, como en efecto la hubo en tiempo

del emperador Claudio;29 por cuya causa los

discípulos determinaron contribuir cada

uno, según sus facultades, con alguna

limosna, para socorrer a los hermanos

habitantes en Judea.30 Lo que hicieron

efectivamente, remitiendo las limosnas a

los ancianos o sacerdotes de Jerusalén por

mano de Bernabé y de Saulo. 1 Por este mismo tiempo el rey

Herodes se puso a perseguir a

algunos de la

Iglesia.2 Primeramente hizo

degollar a Santiago, hermano de

Juan;3 después viendo que esto complacía a

los judíos, determinó también prender a

Pedro. Eran entonces los días de los

ázimos.4 Habiendo, pues, logrado

prenderle, le metió en la cárcel,

entregándole a la custodia de cuatro

piquetes de soldados, de a cuatro hombres

cada piquete, con el designio de presentarle

al pueblo y ajusticiarle después de la Pascua

.5 Mientras que Pedro estaba así custodiado

en la cárcel, la Iglesia incesantemente hacía

oración a Dios por él.6 Mas cuando iba ya

Herodes a presentarle al público, aquella

12

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misma noche estaba durmiendo Pedro en

medio de dos soldados, atado a ellos con

dos cadenas, y las guardias ante la puerta de

la cárcel haciendo centinela.7 Cuando de

repente apareció un ángel del Señor, cuya

luz llenó de resplandor toda la pieza, y

tocando a Pedro en el lado, le despertó

diciendo: Levántate presto. Y al punto se le

cayeron las cadenas de las manos.8 Le dijo

así mismo el ángel: ponte el ceñidor, y

cálzate tus sandalias. Lo hizo así. Le dijo

más: Toma tu capa, y sígueme.9 Salió, pues,

y le iba siguiendo, bien que no creía ser

realidad lo que hacía el ángel; antes se

imaginaba que era un sueño lo que

veía.10 Pasada la primera y la segunda

guardia, llegaron a la puerta de hierro que

sale a la ciudad, la cual se les abrió por sí

misma. Salidos por ella caminaron hasta lo

último de la calle, y súbitamente

desapareció de su vista el ángel.11 Entonces

Pedro vuelto en sí, dijo: Ahora sí que

conozco que el Señor verdaderamente ha

enviado a su ángel y me ha librado de las

manos de Herodes y de la expectación de

todo el pueblo judaico.12 Y habiendo

pensado lo que haría, se encaminó a casa de

María madre de Juan, por sobrenombre

Marcos, donde muchos estaban

congregados en oración.13 Habiendo, pues,

llamado al postigo de la puerta, una

doncella llamada Rode salió a observar

quién era.14 Y conocida la voz de Pedro,

fue tanto su gozo, que, en lugar de abrir,

corrió adentro con la nueva de que Pedro

estaba a la puerta.15 Le dijeron: Tú estás

loca. Mas ella afirmaba que era cierto lo que

decía. Ellos dijeron entonces: Sin duda será

su ángel.16 Pedro entretanto proseguía

llamando a la puerta. Abriendo por último,

le vieron, y quedaron asombrados.17 Mas

Pedro haciéndoles señas con la mano para

que callasen, les contó cómo el Señor le

había sacado de la cárcel, y añadió: Haced

saber esto a Santiago y a los hermanos. Y

partiendo de allí, se retiró a otra

parte.18 Luego que fue de día, era grande la

confusión entre los soldados, sobre qué se

habría hecho de Pedro.19 Herodes,

haciendo pesquisas de él, y no hallándole,

hecho el juicio a los de la guardia, los

mandó llevar al suplicio; y después se

marchó de Judea a Cesarea, en donde se

quedó.20 Estaba Herodes irritado contra los

tirios y sidonios. Pero éstos de común

acuerdo vinieron a presentársele, y ganado

el favor de Blasto, camarero mayor del rey,

le pidieron la paz, pues aquel país

necesitaba de los socorros del territorio de

Herodes para su subsistencia.21 El día

señalado para la audiencia, Herodes vestido

de traje real, se sentó en su trono, y les

arengaba.22 Todo el auditorio prorrumpía

en aclamaciones, diciendo: Esta es la voz

de un dios, y no de un hombre.23 Mas en

aquel mismo instante le hirió un ángel del

Señor, por no haber dado a Dios la gloria; y

roído de gusanos, expiró.24 Entretanto la

palabra de Dios hacía grandes progresos, y

se propagaba más y más cada día.25 Bernabé

y Saulo, acabada su comisión de entregar

las limosnas, volvieron de Jerusalén a

Antioquía, habiéndose llevado consigo a

Juan, por sobrenombre Marcos. 1 Había en la iglesia de Antioquía

varios profetas y doctores, de cuyo

número eran Bernabé, y Simón,

llamado el Negro, y Lucio de

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Cirene, y Manahén, hermano de leche del

tetrarca Herodes, y Saulo.2 Mientras

estaban un día ejerciendo las funciones de

su ministerio delante del Señor, y

ayunando, les dijo el Espíritu Santo:

Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra

a que los tengo destinados.3 Y después de

haberse dispuesto con ayunos y oraciones,

les impusieron las manos y los

despidieron.4 Ellos, pues, enviados así por

el Espíritu Santo fueron a Seleucia; desde

donde navegaron a Chipre.5 Y llegados a

Salamina, predicaban la palabra de Dios en

las sinagogas de los judíos, teniendo

consigo a Juan, que les ayudaba, como

diácono.6 Recorrida toda la isla hasta Pafo,

encontraron a cierto judío, mago y falso

profeta, llamado Barjesús,7 el cual estaba en

compañía del procónsul Sergio Paulo,

hombre de mucha prudencia. Este

procónsul habiendo hecho llamar a sí a

Bernabé y a Saulo, deseaba oír la palabra de

Dios.8 Pero Elimas, o el mago (que eso

significa el nombre Elimas) se les oponía,

procurando apartar al procónsul de abrazar

la fe.9 Mas Saulo, que también se llama

Pablo, lleno del Espíritu Santo, clavando en

él sus ojos,10 le dijo: ¡Oh hombre lleno de

toda suerte de fraudes y embustes, hijo del

diablo, enemigo de toda justicia! ¿No

cesarás nunca de procurar trastornar o

torcer los caminos rectos del Señor?11 Pues

mira: Desde ahora la mano del Señor

descargará sobre ti, y quedarás ciego sin ver

la luz del día, hasta cierto tiempo. Y al

momento densas tinieblas cayeron sobre

sus ojos, y andaba buscando a tientas quien

le diese la mano.12 En la hora el procónsul,

visto lo sucedido, abrazó la fe,

maravillándose de la doctrina del

Señor.13 Pablo y sus compañeros,

habiéndose hecho a la vela desde Pafo,

apartaron a Perge de Panfilia. Aquí Juan,

apartándose de ellos, se volvió a Jerusalén

.14 Pablo y los demás, sin detenerse en

Perge, llegaron a Antioquía de Pisidia; y

entrando el sábado en la sinagoga, tomaron

asiento.15 Después que se acabó la lectura

de la ley y de los profetas, los presidentes

de la sinagoga los convidaron, enviándoles

a decir: Hermanos, si tenéis alguna cosa de

edificación que decir al pueblo,

hablad.16 Entonces Pablo, puesto en pie, y

haciendo con la mano una señal pidiendo

atención, dijo: ¡Oh israelitas, y vosotros los

que teméis al Señor, escuchad!17 El Dios del

pueblo de Israel eligió a nuestros padres, y

engrandeció a este pueblo, mientras

habitaban como extranjeros en Egipto, de

donde los sacó con el poder soberano de su

brazo;18 y sufrió después sus perversas

costumbres por espacio de cuarenta años

en el desierto;19 y, en fin, destruidas siete

naciones en la tierra de Canaán, les

distribuyó por suerte las tierras de

éstas,20 unos cuatrocientos cincuenta años

después; luego les dio jueces, o

gobernadores, hasta el profeta Samuel,21 en

cuyo tiempo pidieron rey; y les dio Dios a

Saúl, hijo de Cis, de la tribu de Benjamín,

por espacio de cuarenta años.22 Y removido

éste, les dio por rey a David, a quien abonó

diciendo: He hallado a David, hijo de Jesé,

hombre conforme a mi corazón, que

cumplirá todos mis preceptos.23 Del linaje

de éste ha hecho nacer Dios, según su

promesa, a Jesús para ser el salvador de

Israel,24 habiendo predicado Juan, antes de

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manifestarle su venida, el bautismo de

penitencia a todo el pueblo de Israel.25 El

mismo Juan al terminar su carrera, decía:

Yo no soy el que vosotros imagináis; pero

mirad, después de mí viene uno a quien yo

no soy digno de desatar el calzado de sus

pies.26 Ahora, pues, hermanos míos, hijos

de Abrahán, a vosotros es, y a cualquiera

que entre vosotros teme a Dios, a quienes

es enviado este anuncio de la

salvación.27 Porque los habitantes de

Jerusalén y sus jefes, desconociendo a este

Señor, y las profecías que se leen todos los

sábados, con haberle condenado las

cumplieron,28 cuando no hallando en él

ninguna causa de muerte, no obstante

pidieron a Pilatos que le quitase la vida.29 Y

después de haber ejecutado todas las cosas

que de él estaban escritas, descolgándole de

la cruz, le pusieron en el sepulcro.30 Mas

Dios le resucitó de entre los muertos al

tercer día; y se apareció durante muchos

días a aquellos31 que con él habían venido

de Galilea a Jerusalén, los cuales hasta el día

de hoy están dando testimonio de él al

pueblo.32 Nosotros, pues, os anunciamos el

cumplimiento de la promesa hecha a

nuestros padres,33 el efecto de la cual nos

ha hecho Dios ver a nosotros sus hijos,

resucitando a Jesús, en conformidad de lo

que se halla escrito en el salmo segundo: Tú

eres Hijo mío, yo te di hoy el ser.34 Y para

manifestar que le ha resucitado de entre los

muertos para nunca más morir, dijo así: Yo

cumpliré fielmente las promesas juradas a

David.35 Y por eso mismo dice en otra

parte: No permitirás que tu Santo Hijo

experimente la corrupción.36 Pues por lo

que hace a David, sabemos que después de

haber servido en su tiempo a los designios

de Dios, cerró los ojos; y fue sepultado con

sus padres, y padeció la corrupción como

los demás.37 Pero aquel a quien Dios ha

resucitado de entre los muertos, no ha

experimentado ninguna

corrupción.38 Ahora, pues, hermanos míos,

tened entendido que por medio de éste se

os ofrece la remisión de los pecados y de

todas las manchas de que no habéis podido

ser justificados en virtud de la ley

mosaica.39 Todo aquel que cree en él es

justificado.40 Por tanto mirad no recaiga

sobre vosotros lo que se halla dicho en los

profetas:41 Reparad, burladores de mi

palabra, llenaos de pavor, y quedad

desolados; porque yo voy a ejecutar una

obra en vuestros días, obra que no

acabaréis de creerla por más que os la

cuenten y aseguren.42 Al tiempo de salir, les

suplicaban que el sábado siguiente les

hablasen también del mismo

asunto.43 Despedido el auditorio, muchos

de los judíos y de los prosélitos, temerosos

de Dios, siguieron a Pablo y a Bernabé, los

cuales los exhortaban a perseverar en la

gracia de Dios.44 El sábado siguiente casi

toda la ciudad concurrió a oír la palabra de

Dios.45 Pero los judíos, viendo tanto

concurso, se llenaron de envidia, y

contradecían con blasfemias a todo lo que

Pablo predicaba.46 Entonces Pablo y

Bernabé con gran entereza les dijeron: A

vosotros debía ser primeramente anunciada

la palabra de Dios; mas ya que la rechazáis,

y os juzgáis vosotros mismos indignos de la

vida eterna, de hoy en adelante nos vamos

a predicar a los gentiles:47 que así nos lo

tiene ordenado el Señor diciendo: Yo te

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puse por lumbrera de las naciones, para que

seas la salvación de todas hasta el cabo del

mundo.48 Oído esto por los gentiles se

regocijaban, y glorificaban la palabra de

Dios; y creyeron todos los que estaban

preordinados para la vida eterna.49 Así la

palabra del Señor se esparcía por todo

aquel país.50 Los judíos instigaron a varias

mujeres devotas y de distinción, y a los

hombres principales de la ciudad, y

levantaron una persecución contra Pablo y

Bernabé, y los echaron de su

territorio.51 Pero éstos, sacudiendo contra

ellos el polvo de sus pies, se fueron a

Iconio.52 Y los discípulos estaban llenos de

gozo y del Espíritu Santo. 1 Estando ya en Iconio, entraron

juntos en la sinagoga de los judíos,

y hablaron en tales términos, que

se convirtió una gran multitud de

judíos y de griegos.2 Pero los judíos que se

mantuvieron incrédulos, conmovieron y

provocaron a ira los ánimos de los gentiles

contra los hermanos.3 Sin embargo se

detuvieron allí mucho tiempo, trabajando

llenos de confianza en el Señor, que

confirmaba la palabra de su gracia con los

prodigios y milagros que hacía por sus

manos.4 De suerte que la ciudad estaba

dividida en dos bandos: unos estaban por

los judíos, y otros por los apóstoles.5 Pero

habiéndose amotinado los gentiles y judíos

con sus jefes, para ultrajar a los apóstoles y

apedrearles,6 ellos, sabido esto, se

marcharon a Listra y Derbe, ciudades

también de Licaonia, recorriendo toda la

comarca,7 y predicando la buena

nueva.8 Había en Listra un hombre cojo

desde su nacimiento, que por la debilidad

de las piernas estaba sentado, y no había

andado en su vida.9 Este oyó predicar a

Pablo; el cual fijando en él los ojos, y

viendo que tenía fe de que sería curado,10 le

dijo en alta voz: Levántate y mantente

derecho sobre tus pies. Y al instante saltó

en pie, y echó a andar.11 Las gentes viendo

lo que Pablo acababa de hacer, levantaron

el grito, diciendo en su idioma licaónico:

Dioses son éstos que han bajado a nosotros

en figura de hombres.12 Y daban a Bernabé

el nombre de Júpiter, y a Pablo el de

Mercurio: por cuanto era el que llevaba la

palabra.13 Además de eso el sacerdote de

Júpiter, cuyo templo estaba al entrar en la

ciudad, trayendo toros adornados con

guirnaldas delante de la puerta, intentaba,

seguido del pueblo, ofrecerles

sacrificios.14 Lo cual apenas entendieron los

apóstoles Bernabé y Pablo, rasgando sus

vestidos, rompieron por medio del gentío,

clamando,15 y diciendo: Hombres, ¿qué es

lo que hacéis? También somos nosotros, de

la misma manera que vosotros, hombres

mortales que venimos a predicaros que,

dejadas esas vanas deidades, os convirtáis al

Dios vivo, que ha creado el cielo, la tierra,

el mar y todo cuanto en ellos se

contiene.16 Que si bien en los tiempos

pasados permitió que las naciones echasen

cada cual por su camino,17 no dejó con

todo de dar testimonio de quién era, o de

su divinidad, haciendo beneficios desde el

cielo, enviando lluvias, y los buenos

temporales para los frutos, dándonos

abundancia de manjares, y llenando de

alegría nuestros corazones.18 Aun diciendo

tales cosas, con dificultad pudieron recabar

del pueblo que no les ofreciese

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sacrificio.19 Después sobrevinieron de

Antioquía y de Iconio ciertos judíos; y

habiendo ganado al populacho, apedrearon

a Pablo, y le sacaron arrastrando fuera de la

ciudad, dándole por muerto.20 Mas

amontonándose alrededor de él los

discípulos, se levantó curado

milagrosamente, y entró en la ciudad, y al

día siguiente marchó con Bernabé a

Derbe.21 Y habiendo predicado en esta

ciudad la buena nueva e instruido a

muchos, volvieron a Listra, y a Iconio, y a

Antioquía de Pisidia,22 para corroborar los

ánimos de los discípulos, y exhortarlos a

perseverar en la fe, haciéndoles entender

que es preciso pasar por medio de muchas

tribulaciones para entrar en el reino de

Dios.23 En seguida, habiendo ordenado

sacerdotes en cada una de las iglesias,

después de oraciones y ayunos, los

encomendaron al Señor, en quien habían

creído.24 Y atravesando la Pisidia, vinieron a

la Panfilia,25 y anunciada la palabra divina

en Perge, bajaron a Atalia;26 y desde aquí se

embarcaron para Antioquía de Siria de

donde los habían enviado, y encomendado

a la gracia de Dios para la obra o ministerio

que acababan de cumplir.27 Luego de

llegados, congregaron la Iglesia, y refirieron

cuán grandes cosas había hecho Dios con

ellos, y cómo había abierto la puerta de la

fe a los gentiles.28 Y después se detuvieron

bastante tiempo aquí con los discípulos. 1 Por aquellos días algunos

venidos de Judea andaban

enseñando a los hermanos: Que si

no se circuncidaban según el rito

de Moisés, no podían salvarse.2 Se originó

de ahí una conmoción, y oponiéndoseles

fuertemente Pablo y Bernabé, se acordó

que Pablo y Bernabé, y algunos del otro

partido fuesen a Jerusalén a consultar a los

apóstoles y presbíteros sobre la dicha

cuestión.3 Ellos, pues, siendo despachados

honoríficamente por la Iglesia, iban

atravesando por la Fenicia y la Samaria,

contando la conversión de los gentiles, con

lo que llenaban de grande gozo a todos los

hermanos.4 Llegados a Jerusalén, fueron

bien recibidos de la Iglesia, y de los

apóstoles, y de los presbíteros, y allí

refirieron cuán grandes cosas había Dios

obrado por medio de ellos.5 Pero,

añadieron, algunos de la secta de los

fariseos, que han abrazado la fe, se han

levantado diciendo ser necesario

circuncidar a los gentiles, y mandarles

observar la ley de Moisés.6 Entonces los

apóstoles y los presbíteros se juntaron a

examinar este punto.7 Y después de un

maduro examen, Pedro como cabeza de

todos se levantó, y les dijo: Hermanos

míos, bien sabéis que mucho tiempo hace

fui yo escogido por Dios entre nosotros,

para que los gentiles oyesen de mi boca la

palabra evangélica y creyesen.8 Y Dios que

penetra los corazones, dio testimonio de

esto, dándoles el Espíritu Santo, del mismo

modo que a nosotros.9 Ni ha hecho

diferencia entre ellos y nosotros, habiendo

purificado con la fe sus corazones.10 Pues

¿por qué ahora queréis tentar a Dios, con

imponer sobre la cerviz de los discípulos

un yugo, que ni nuestros padres ni nosotros

hemos podido soportar?11 Pues nosotros

creemos salvarnos únicamente por la gracia

de nuestro Señor Jesucristo, así como

ellos.12 Calló a esto toda la multitud, y se

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pusieron a escuchar a Bernabé y a Pablo

que contaban cuántas maravillas y

prodigios por su medio había obrado Dios

entre los gentiles.13 Después que hubieron

acabado, tomó Santiago la palabra y dijo:

Hermanos míos, escuchadme.14 Simón os

ha manifestado de qué manera ha

comenzado Dios desde el principio a mirar

favorablemente a los gentiles, escogiendo

entre ellos un pueblo consagrado a su

Nombre.15 Con él están conformes las

palabras de los profetas, según está

escrito.16 Después de estas cosas yo

volveré, y reedificaré el Tabernáculo o

reino de David, que fue arruinado, y

restauraré sus ruinas y lo levantaré,17 para

que busquen al Señor los demás hombres y

todas las naciones que han invocado mi

Nombre, dice el Señor que hace estas

cosas.18 Desde la eternidad tiene conocida

el Señor su obra.19 Por lo cual yo juzgo que

no se inquiete a los gentiles que se

convierten a Dios,20 sino que se les escriba

que se abstengan de las inmundicias de los

ídolos o manjares a ellos sacrificados, y de

la fornicación, y de animales sofocados, y

de la sangre.21 Porque en cuanto a Moisés,

ya de tiempos antiguos tiene en cada ciudad

quien predica su doctrina en las sinagogas,

donde se lee todos los sábados.22 Oído

esto, acordaron los apóstoles y presbíteros

con toda la Iglesia elegir algunas personas

de entre ellos, y enviarlas con Pablo y

Bernabé a la Iglesia de Antioquía; y así

nombraron a Judas, por sobrenombre

Barsabas, y a Silas, sujetos principales entre

los hermanos,23 remitiendo por sus manos

esta carta: Los apóstoles y los presbíteros

hermanos, a nuestros hermanos

convertidos de la gentilidad, que están en

Antioquía, Siria y Cilicia, salud.24 Por

cuanto hemos sabido que algunos que de

nosotros fueron ahí sin ninguna comisión

nuestra han alarmado con sus discursos

vuestras conciencias,25 habiéndonos

congregado, hemos resuelto, de común

acuerdo, escoger algunas personas, y

enviároslas con nuestros carísimos Bernabé

y Pablo,26 que son sujetos que han expuesto

sus vidas por el Nombre de Nuestro Señor

Jesucristo.27 Os enviamos, pues, a Judas y a

Silas, los cuales de palabra os dirán también

lo mismo:28 y es que ha parecido al Espíritu

Santo, y a nosotros, inspirados por él, no

imponeros otra carga, fuera de estas que

son precisas, es a saber:29 que os abstengáis

de manjares inmolados a los ídolos, y de

sangre, y de animal sofocado, y de la

fornicación; de las cuales cosas haréis bien

en guardaros. Dios os

guarde.30 Despachados, pues, de esta suerte

los enviados, llegaron a Antioquía, y

congregada la Iglesia, entregaron la

carta,31 que fue leída con gran consuelo y

alegría.32 Judas y Silas por su parte, siendo

como eran también profetas, consolaron y

confortaron con muchísimas reflexiones a

los hermanos;33 y habiéndose detenido allí

por algún tiempo, fueron remitidos en paz

por los hermanos a los que los habían

enviado.34 Verdad es que a Silas le pareció

conveniente quedarse allí; y así Judas se

volvió solo a Jerusalén .35 Pablo y Bernabé

se mantenían en Antioquía, enseñando y

predicando con otros muchos la palabra del

Señor.36 Mas pasados algunos días, dijo

Pablo a Bernabé: Demos una vuelta

visitando a los hermanos por todas las

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ciudades, en que hemos predicado la

palabra del Señor, para ver el estado en que

se hallan.37 Bernabé para esto quería llevar

también consigo a Juan, por sobrenombre

Marcos.38 Pablo, al contrario, le

representaba que no debían llevarle, pues le

había dejado desde Panfilia, y no les había

acompañado en aquella misión.39 La

disensión entre los dos vino a parar en que

se apartaron uno de otro. Bernabé,

tomando consigo a Marcos, se embarcó

para Chipre.40 Pablo, eligiendo por su

compañero a Silas, emprendió su viaje,

después de haber sido encomendado por

los hermanos a la gracia o favor de

Dios.41 Discurrió, pues, de esta suerte por

la Siria y Cilicia, confirmando y animando

las Iglesias; y mandando que observasen los

preceptos de los apóstoles y de los

presbíteros. 1 Llegó Pablo a Derbe, y luego a

Listra; donde se hallaba un

discípulo llamado Timoteo, hijo

de madre judía, convertida a la fe,

y de padre gentil.2 Los hermanos que

estaban en Listra y en Iconio hablaban con

mucho elogio de este discípulo.3 Pablo,

pues, determinó llevarle en su compañía; y

habiéndole tomado consigo, le circuncidó,

por causa de los judíos que había en

aquellos lugares; porque todos sabían que

su padre era gentil.4 Conforme iban

visitando las ciudades, recomendaban a los

fieles la observancia de los decretos

acordados por los apóstoles y los

presbíteros, que residían en Jerusalén .5 Así

las iglesias se confirmaban en la fe, y se

aumentaba cada día el número de los

fieles.6 Cuando hubieron atravesado la

Frigia y el país de Galacia, les prohibió el

Espíritu Santo predicar la palabra de Dios

en el Asia, o Jonia.7 Y habiendo ido a la

Misia, intentaban pasar a Bitinia; pero

tampoco se lo permitió el Espíritu de Jesús

.8 Con eso, atravesada la Misia, bajaron a

Tróade,9 donde Pablo tuvo por la noche

esta visión: Un hombre de Macedonia,

poniéndosele delante, le suplicaba, y decía:

Ven a Macedonia, y socórrenos.10 Luego

que tuvo visión, al punto dispusimos

marchar a Macedonia, cerciorados de que

Dios nos llamaba a predicar la buena nueva

a aquellas gentes.11 Así, embarcándonos en

Tróade, fuimos derecho a Samotracia, y al

día siguiente a Nápoles.12 Y de aquí a

Filipos, que es una colonia romana y la

primera ciudad de aquella parte de

Macedonia. En esta ciudad nos detuvimos

algunos días conferenciando.13 Un día de

sábado salimos fuera de la ciudad hacia la

ribera del río, donde parecía estar el lugar o

casa para tener oración los judíos, y

habiéndonos sentado allí trabamos

conversación con varias mujeres, que

habían concurrido a dicho fin.14 Y una

mujer llamada Lidia, que comerciaba en

púrpura o grana, natural de Tiatira,

temerosa de Dios, estaba escuchando; y el

Señor le abrió el corazón para recibir bien

las cosas que Pablo decía.15 Habiendo,

pues, sido bautizada ella y su familia, nos

hizo esta súplica: Si es que me tenéis por

fiel al Señor, venid, y hospedaos en mi casa.

Y nos obligó a ello.16 Sucedió que yendo

nosotros a la oración, nos salió al

encuentro una esclava moza, que estaba

obsesa, o poseída, del espíritu pitón, la cual

acarreaba una gran ganancia a sus amos

16

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haciendo de adivina.17 Esta, siguiendo

detrás de Pablo y de nosotros, gritaba

diciendo: Estos hombres son siervos del

Dios altísimo, que os anuncian el camino

de la salvación.18 Lo que continuó haciendo

muchos días. Al fin Pablo, no pudiendo ya

sufrirlo, vuelto a ella, dijo al espíritu: Yo te

mando en nombre de Jesucristo que salgas

de esta muchacha. Y al punto salió.19 Mas

sus amos, viendo desvanecida la esperanza

de las ganancias que hacían con ella,

prendiendo a Pablo y a Silas, los

condujeron al juzgado ante los jefes de la

ciudad,20 y presentándolos a los

magistrados, dijeron: Estos hombres

alborotan nuestra ciudad, son judíos,21 y

quieren introducir una manera de vida que

no nos es lícito abrazar ni practicar, siendo

como somos romanos.22 Al mismo tiempo

la muchedumbre conmovida acudió de

tropel contra ellos; y los magistrados

mandaron que, rasgándoles las túnicas, los

azotasen con varas.23 Y después de haberles

dado muchos azotes, los metieron en la

cárcel, apercibiendo al carcelero para que

los asegurase bien.24 El cual, recibida esta

orden, los metió en un profundo calabozo,

con los pies en el cepo.25 Mas a eso de

medianoche, puestos Pablo y Silas en

oración, cantaban alabanzas a Dios, y los

demás presos los estaban

escuchando,26 cuando de repente se sintió

un gran terremoto, tal que se meneaban los

cimientos de la cárcel. Y al instante se

abrieron de par en par todas las puertas, y

se les soltaron a todos las prisiones.27 En

esto, despertando el carcelero, y viendo

abiertas las puertas de la cárcel,

desenvainando una espada iba a matarse,

creyendo que se habían escapado los

presos.28 Entonces Pablo le gritó con

grande voz, diciendo: No te hagas ningún

daño, que todos sin faltar uno estamos

aquí.29 El carcelero entonces habiendo

pedido luz, entró dentro, y estremecido se

arrojó a los pies de Pablo y de Silas,30 y

sacándolos afuera, les dijo: Señores ¿qué

debo hacer para salvarme?31 Ellos le

respondieron: Cree en el Señor Jesús, y te

salvarás tú, y tu familia.32 Y le enseñaron la

doctrina del Señor a él y a todos los de su

casa.33 El carcelero en aquella misma hora

de la noche, llevándolos consigo, les lavó

las llagas: y recibió luego el bautismo, así él

como toda su familia.34 Y conduciéndolos a

su habitación, les sirvió la cena,

regocijándose con toda su familia de haber

creído en Dios.35 Luego que amaneció, los

magistrados enviaron los alguaciles, con

orden al carcelero para que pusiese en

libertad a aquellos hombres.36 El carcelero

dio esta noticia a Pablo, diciendo: Los

magistrados han ordenado que se os ponga

en libertad; por tanto saliéndoos ahora,

idos en paz.37 Mas Pablo les dijo a los

alguaciles: ¡Cómo! Después de habernos

azotado públicamente, sin oírnos en juicio,

siendo ciudadanos romanos nos metieron

en la cárcel, ¿y ahora salen con soltarnos en

secreto? No ha de ser así, sino que han de

venir los magistrados,38 y soltarnos ellos

mismos. Los alguaciles refirieron a los

magistrados esta respuesta; los cuales al oír

que eran romanos comenzaron a temer.39 Y

así viniendo procuraron excusarse con

ellos, y sacándolos de la cárcel les

suplicaron que se fuesen de la

ciudad.40 Salidos, pues, de la cárcel,

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entraron en casa de Lidia; y habiendo visto

a los hermanos, los consolaron, y después

partieron. 1 Y habiendo pasado por Anfípolis

y Apolonia, llegaron a Tesalónica,

donde había una sinagoga de

judíos.2 Pablo según su costumbre

entró en ella, y por tres sábados continuos

disputaba con ellos sobre las

Escrituras,3 demostrando y haciéndoles ver

que había sido necesario que el Cristo o

Mesías padeciese y resucitase de entre los

muertos; y este Mesías, les decía, es

Jesucristo, a quien yo os anuncio.4 Algunos

de ellos creyeron, y se unieron a Pablo y a

Silas, y también gran multitud de prosélitos,

y de gentiles, y muchas matronas de

distinción.5 Pero los judíos incrédulos,

llevados de su falso celo, se valieron de

algunos malos hombres de ínfima plebe, y

reuniendo gente, amotinaron la ciudad, y se

echaron sobre la casa de Jasón en busca de

Pablo y de Silas, para presentarlos a la vista

del pueblo.6 Mas como no los hubiesen

encontrado, trajeron por fuerza a Jasón y a

algunos hermanos ante los magistrados de

la ciudad, gritando: Ved ahí unas gentes

que meten la confusión por todas partes;

han venido acá,7 y Jasón los ha hospedado

en su casa. Todos éstos son rebeldes a los

edictos de César, diciendo que hay otro rey,

el cual es Jesús .8 La plebe y los magistrados

de la ciudad, oyendo esto, se

alborotaron.9 Pero Jasón y los otros,

habiendo dado fianzas, fueron puestos en

libertad.10 Como quiera, los hermanos, sin

perder tiempo aquella noche, hicieron

partir a Pablo y a Silas para Berea. Los

cuales luego que llegaron, entraron en la

sinagoga de los judíos.11 Eran éstos de

mejor índole que los de Tesalónica, y así

recibieron la palabra de Dios con gran ansia

y ardor, examinando atentamente todo el

día las Escrituras, para ver si era cierto lo

que se les decía.12 De suerte que muchos de

ellos creyeron, como también muchas

señoras gentiles de distinción, y no pocos

hombres.13 Mas como los judíos de

Tesalónica hubiesen sabido que también en

Berea predicaba Pablo la buena nueva,

acudieron luego allá alborotando y

amotinando al pueblo.14 Entonces los

hermanos dispusieron inmediatamente que

Pablo se retirase hacia el mar, quedando

Silas y Timoteo en Berea.15 Los que

acompañaban a Pablo, lo condujeron hasta

la ciudad de Atenas, y recibido el encargo

de decir a Silas y a Timoteo que viniesen a

él cuanto antes, se despidieron.16 Mientras

que Pablo los estaba aguardando en Atenas,

se consumía interiormente su espíritu,

considerando aquella ciudad entregada toda

a la idolatría.17 Por tanto disputaba en la

sinagoga con los judíos y prosélitos, y todos

los días en la plaza, con los que allí se le

ponían delante.18 También algunos

filósofos de los epicúreos y de los estoicos

armaban con él disputas; y unos decían:

¿Qué quiere decir este charlatán? Y otro:

Este parece que viene a anunciarnos

nuevos dioses; lo cual decían porque les

hablaba de Jesús y de la resurrección .19 Al

fin, cogiéndole en medio, le llevaron al

Areópago, diciendo: ¿Podremos saber qué

doctrina nueva es esta que

predicas?20 Porque te hemos oído decir

cosas que nunca habíamos oído. Y así

deseamos saber a qué se reduce eso.21 (Es

17

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de advertir que todos los atenienses, y los

forasteros que allí vivían, en ninguna otra

cosa se ocupaban, sino en decir o en oír

algo de nuevo).22 Puesto, pues, Pablo en

medio del Areópago, dijo: Ciudadanos

atenienses, echo de ver que vosotros sois

casi nimios en todas las cosas de

religión.23 Porque al pasar, mirando yo las

estatuas de vuestros dioses, he encontrado

también un altar, con esta inscripción: AL

DIOS NO CONOCIDO. Pues ese Dios

que vosotros adoráis sin conocerle, es el

que yo vengo a anunciaros.24 El Dios que

creó al mundo y todas las cosas contenidas

en él, siendo como es el Señor del cielo y

tierra, no está encerrado en templos

fabricados por hombres,25 ni necesita del

servicio de las manos de los hombres,

como si estuviese menesteroso de alguna

cosa; antes bien él mismo está dando a

todos la vida, y el aliento, y todas las

cosas.26 Él es el que de uno solo ha hecho

nacer todo el linaje de los hombres, para

que habitase la vasta extensión de la tierra,

fijando el orden de los tiempos o

estaciones, y los límites de la habitación de

cada pueblo,27 queriendo con esto que

buscasen a Dios, por si rastreando y como

palpando, pudiesen por fortuna hallarle;

como quiera que no está lejos de cada uno

de nosotros:28 porque dentro de él vivimos,

nos movemos, y existimos; y como algunos

de vuestros poetas dijeron: Somos del

linaje, o descendencia, del mismo

Dios.29 Siendo, pues, nosotros del linaje de

Dios, no debemos imaginar que el ser

divino sea semejante al oro, a la plata, o al

mármol, de cuya materia ha hecho las

figuras el arte e industria humana.30 Pero

Dios, habiendo disimulado o cerrado los

ojos sobre los tiempos de esta tan grosera

ignorancia, comunica ahora a los hombres

que todos en todas partes hagan

penitencia,31 por cuanto tiene determinado

el día en que ha de juzgar al mundo con

rectitud, por medio de aquel varón

constituido por él, dando de esto a todos

una prueba cierta, con haberle resucitado

de entre los muertos.32 Al oír mentar la

resurrección de los muertos, algunos se

burlaron de él, y otros le dijeron: Te

volveremos a oír otra vez sobre esto.33 De

esta suerte Pablo salió de en medio de

aquellas gentes.34 Sin embargo, algunos se

le juntaron y creyeron, entre los cuales fue

Dionisio el areopagita, y cierta mujer

llamada Dámaris, con algunos otros. 1 Después de esto Pablo,

marchándose de Atenas, pasó a

Corinto.2 Y encontrando allí a un

judío, llamado Aquila, natural del

Ponto, que poco antes había llegado de

Italia, con su mujer Priscila (porque el

emperador Claudio había expelido de

Roma a todos los judíos), se juntó con

ellos.3 Y como era del mismo oficio, se

hospedó en su casa, y trabajaba en su

compañía (el oficio de ellos era hacer

tiendas de campaña).4 Y todos los sábados

disputaba en la sinagoga, haciendo entrar

siempre en sus discursos el nombre del

Señor Jesús, y procurando convencer a los

judíos y a los griegos.5 Mas cuando Silas y

Timoteo hubieron llegado de Macedonia,

Pablo se aplicaba aún con más ardor a la

predicación, testificando a los judíos que

Jesús era el Cristo .6 Pero como éstos le

contradijesen, y prorrumpiesen en

18

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blasfemias, sacudiendo sus vestidos, les

dijo: Recaiga vuestra sangre sobre vuestra

cabeza; yo no tengo la culpa. Desde ahora

me voy a predicar a los gentiles.7 En efecto,

saliendo de allí, entró a hospedarse en casa

de uno llamado Tito Justo, temeroso de

Dios, cuya casa estaba contigua a la

sinagoga.8 Con todo Crispo, jefe de la

sinagoga, creyó en el Señor con toda su

familia, como también muchos ciudadanos

de Corinto, oyendo a Pablo creyeron, y

fueron bautizados.9 Entonces el Señor,

apareciéndose una noche a Pablo, le dijo:

No tienes que temer, prosigue predicando,

y no dejes de hablar;10 pues que yo estoy

contigo, y nadie llegará a maltratarte;

porque ha de ser mía mucha gente en esta

ciudad.11 Con esto se detuvo aquí año y

medio, predicando la palabra de

Dios.12 Pero siendo procónsul de Acaya

Galión, los judíos se levantaron de común

acuerdo contra Pablo, y le llevaron a su

tribunal,13 diciendo: Este persuade a la

gente que dé a Dios un culto contrario a la

ley.14 Mas cuando Pablo iba a hablar en su

defensa, dijo Galión a los judíos: Si se

tratase verdaderamente de alguna injusticia

o delito, o de algún enorme crimen, sería

razón, ¡oh judíos!, que yo admitiese vuestra

delación;15 mas si éstas son cuestiones de

palabras, y de nombres, y cosas de vuestra

ley, allá os las hayáis, que yo no quiero

meterme a juez de esas cosas.16 Y los hizo

salir de su tribunal.17 Entonces,

acometiendo todos a Sóstenes, jefe de la

sinagoga, le maltrataban a golpes delante

del tribunal, sin que Galión hiciese caso de

nada de esto.18 Y Pablo habiéndose aún

detenido allí mucho tiempo, se despidió de

los hermanos, y se embarcó para la Siria (en

compañía de Priscila y de Aquila),

habiéndose hecho cortar antes el cabello en

Cencres, a causa de haber concluido ya el

voto que había hecho.19 Arribó a Éfeso, y

dejó allí a sus compañeros. Y entrando él

en la sinagoga, disputaba con los judíos.20 Y

aunque éstos le rogaron que se detuviese

más tiempo en su compañía, no

condescendió,21 sino que, despidiéndose de

ellos, y diciéndoles: Otra vez volveré a

veros, si Dios quiere, partió de Éfeso.22 Y

desembarcando en Cesarea, subió a saludar

a la Iglesia, y en seguida tomó el camino de

Antioquía;23 donde habiéndose detenido

algún tiempo, partió después, y recorrió

por su orden los pueblos del país de la

Galacia y de la Frigia, confortando a todos

los discípulos.24 En este tiempo vino a

Éfeso un judío, llamado Apolo, natural de

Alejandría, varón elocuente, y muy versado

en las Escrituras.25 Estaba éste instruido en

el camino del Señor, y predicaba con

fervoroso espíritu, y enseñaba exactamente

todo lo perteneciente a Jesús, aunque no

conocía más que el bautismo de

Juan.26 Apolo, pues, comenzó a predicar

con toda libertad en la sinagoga; y

habiéndole oído Priscila y Aquila, se lo

llevaron consigo, y le instruyeron más a

fondo en la doctrina del

Señor.27 Mostrando después el deseo de ir a

la provincia de Acaya, habiéndole animado

a ello los hermanos, escribieron a los

discípulos para que le diesen buena

acogida. El cual llegado a aquel país, sirvió

de mucho provecho a los que habían

creído.28 Porque con gran fervor

contradecía a los judíos en público,

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demostrando por las Escrituras que Jesús

era el Cristo o Mesías. 1 Mientras Apolo estaba en

Corinto, Pablo, recorridas las

provincias superiores del Asia,

pasó a Éfeso, y encontró a

algunos discípulos,2 y les preguntó: ¿Habéis

recibido al Espíritu Santo después que

abrazasteis la fe? Mas ellos le respondieron:

Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu

Santo.3 ¿Pues con qué bautismo, les replicó,

fuisteis bautizados? Y ellos respondieron:

Con el bautismo de Juan.4 Dijo entonces

Pablo: Juan bautizó al pueblo con el

bautismo de penitencia, advirtiendo que

creyesen en aquel que había de venir

después de él, esto es, en Jesús .5 Oído esto,

se bautizaron en nombre del Señor Jesús

.6 Y habiéndoles Pablo impuesto las manos,

descendió sobre ellos el Espíritu Santo, y

hablaban varias lenguas, y

profetizaban.7 Eran en todos como unos

doce hombres.8 Pablo, entrando después en

la sinagoga, predicó libremente por espacio

de tres meses, disputando con los judíos, y

procurando convencerlos en lo tocante al

reino de Dios.9 Mas como algunos de ellos

endurecidos no creyesen, antes blasfemasen

de la doctrina del Señor delante de los

oyentes, apartándose de ellos, separó a los

discípulos, y platicaba o enseñaba todos los

días en la escuela de un tal Tirano.10 Lo que

practicó por espacio de dos años, de

manera que todos los que habitaban en

Asia, oyeron la palabra del Señor, así judíos

como gentiles.11 Y obraba Dios milagros

extraordinarios por medio de

Pablo.12 Tanto que aplicando solamente los

pañuelos y ceñidores que habían tocado a

su cuerpo, a los enfermos, al momento las

dolencias se les quitaban, y los espíritus

malignos salían fuera.13 Tentaron así mismo

ciertos judíos exorcistas que andaban

girando de una parte a otra, el invocar

sobre los endemoniados el nombre del

Señor Jesús, diciendo: Os conjuro por

aquel Jesús, a quien Pablo predica.14 Los

que hacían esto eran siete hijos de un judío

llamado Esceva, príncipe de los

sacerdotes.15 Pero el maligno espíritu

respondiendo, les dijo: Conozco a Jesús, y

sé quién es Pablo; mas vosotros ¿quiénes

sois?16 Y al instante el hombre, que estaba

poseído de un pésimo demonio, se echó

sobre ellos y se apoderó de dos, y los

maltrató de tal suerte que los hizo huir de

aquella casa desnudos y heridos.17 Cosa que

fue notoria a todos los judíos y gentiles que

habitaban en Éfeso; y todos ellos quedaron

llenos de temor, y era engrandecido el

nombre del Señor Jesús .18 Y muchos de los

creyentes, o fieles, venían a confesar y a

declarar todo lo malo que habían

hecho.19 Muchos asimismo de los que se

habían dado al ejercicio de vanas

curiosidades o ciencia mágica, hicieron un

montón de sus libros, y los quemaron a

vista de todos; y valuados, se halló que

montaban a cincuenta mil denarios, o siclos

de plata.20 Así se iba propagando más y más

y prevaleciendo la palabra de

Dios.21 Concluidas estas cosas, resolvió

Pablo por inspiración divina ir a Jerusalén,

bajando por la Macedonia y Acaya, y decía:

Después de haber estado allí, es necesario

que yo vaya también a Roma.22 Y habiendo

enviado a Macedonia a dos de los que le

ayudaban en su ministerio, Timoteo y

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Erasto él se quedó por algún tiempo en

Asia.23 Durante este tiempo fue cuando

acaeció un no pequeño alboroto con

ocasión del camino del Señor, o de la

buena nueva.24 El caso fue que cierto

Demetrio, platero de oficio, fabricando de

plata templitos de Diana, daba no poco que

ganar a los demás de este oficio.25 A los

cuales, como a otros que vivían de

semejantes labores, habiéndolos

convocado, les dijo: Amigos, bien sabéis

que nuestra ganancia depende de esta

industria;26 y veis también y oís cómo ese

Pablo, no sólo en Éfeso, sino casi en toda

el Asia, con sus persuasiones ha hecho

cambiar de creencia a mucha gente,

diciendo que no son dioses los que se

hacen con las manos.27 Por donde, no sólo

esta profesión nuestra correrá peligro de

ser desacreditada, sino, lo que es más, el

templo de la gran diosa Diana perderá toda

su estimación, y la majestad de aquélla, a

quien toda el Asia y el mundo entero adora,

caerá por tierra.28 Oído esto, se

enfurecieron, y exclamaron, diciendo: ¡Viva

la gran Diana de los efesios!29 Se llenó

luego la ciudad de confusión, y corrieron

todos impetuosamente al teatro,

arrebatando consigo a Gayo y a Aristarco

macedonios, compañeros de

Pablo.30 Quería éste salir a presentarse en

medio del pueblo, mas los discípulos no se

lo permitieron.31 Algunos también de los

señores principales del Asia, que eran

amigos suyos, enviaron a rogarle que no

compareciese en el teatro.32 Por lo demás

unos gritaban una cosa y otros otra; porque

todo el concurso era un tumulto, y la

mayor parte de ellos no sabían a qué se

habían juntado.33 Entre tanto un tal

Alejandro, habiendo podido salir de entre

el tropel, ayudado de los judíos, pidiendo

con la mano que tuviesen silencio, quería

informar al pueblo.34 Mas luego que

conocieron ser judío, todos a una voz se

pusieron a gritar por espacio de casi dos

horas: ¡Viva la gran Diana de los

efesios!35 Al fin el secretario, o síndico,

habiendo sosegado el tumulto, les dijo:

Varones efesios, ¿quién hay entre los

hombres que ignore que la ciudad de Éfeso

está dedicada toda al culto de la gran Diana,

hija de Júpiter?36 Siendo, pues, esto tan

cierto que nadie lo puede contradecir, es

preciso que os soseguéis, y no procedáis

inconsideradamente.37 Estos hombres que

habéis traído aquí, ni son sacrílegos, ni

blasfemadores de vuestra diosa.38 Mas si

Demetrio y los artífices que le acompañan,

tienen queja contra alguno, audiencia

pública hay, y procónsules: acúsenle, y

demanden contra él.39 Y si tenéis alguna

otra pretensión, podrá ésta decidirse en

legítimo ayuntamiento.40 De lo contrario

estamos a riesgo de que se nos acuse de

sediciosos por lo de este día, no pudiendo

alegar ninguna causa para justificar esta

reunión.41 Dicho esto, hizo retirar a todo el

concurso. 1 Después que cesó el tumulto,

convocando Pablo a los

discípulos, y haciéndoles una

exhortación, se despidió, y puso

en camino para Macedonia.2 Recorridas

aquellas tierras, y habiendo exhortado a los

fieles con muchas pláticas, pasó a

Grecia,3 donde permaneció tres meses, y

estando para navegar a Siria, le armaron los

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judíos una emboscada; por lo cual tomó la

resolución de volverse por Macedonia.4 Le

acompañaron Sópatro, hijo de Pirro,

natural de Berea, y los tesalonicenses

Aristarco y Segundo, con Gayo de Derbé y

Timoteo, y así mismo Tíquico y Trófimo

asiáticos,5 los cuales habiéndose adelantado,

nos esperaron en Tróade.6 Nosotros

después de los días de los ázimos, o Pascua,

nos hicimos a la vela desde Filipos, y en

cinco días nos juntamos con ellos en

Tróade, donde nos detuvimos siete

días.7 Mas como el primer día de la semana

nos hubiésemos congregado para partir, y

comer el pan eucarístico, Pablo, que había

de marchar al día siguiente, conferenciaba

con los oyentes y alargó la plática hasta la

medianoche.8 Es de advertir que en el

cenáculo o sala donde estábamos

congregados, había gran copia de luces.9 Y

sucedió que a un mancebo llamado Eutico,

estando sentado sobre una ventana, le

sobrecogió un sueño muy pesado, mientras

proseguía Pablo su largo discurso, y

vencido al fin del sueño, cayó desde el

tercer piso de la casa abajo, y le levantaron

muerto.10 Pero habiendo bajado Pablo, se

echó sobre él, y abrazándole, dijo: No os

asustéis, pues está vivo.11 Y subiendo luego

otra vez, partió el pan, y habiendo comido

y platicado todavía con ellos hasta el

amanecer, después se marchó.12 Al

jovencito le presentaron vivo a la vista de

todos, con lo cual se consolaron en

extremo.13 Nosotros, embarcándonos,

navegamos al puerto de Asón, donde

debíamos recibir a Pablo, que así lo había

dispuesto él mismo, queriendo andar aquel

camino por tierra.14 Habiéndonos, pues,

alcanzado en Asón, tomándole en nuestra

nave, vinimos a Mitilene.15 Desde allí

haciéndonos a la vela, llegamos al día

siguiente delante de Quío, al otro día

aportamos a Samos, y en el día siguiente

desembarcamos en Mileto.16 Porque Pablo

se había propuesto no tocar en Éfeso, para

que no le detuviesen poco o mucho en

Asia, por cuanto se daba prisa con el fin de

celebrar, sí le fuese posible, el día de

Pentecostés en Jerusalén .17 Desde Mileto

envió a Éfeso a llamar a los ancianos, o

prelados, de la Iglesia.18 Venidos que

fueron, y estando todos juntos, les dijo:

Vosotros sabéis de qué manera me he

portado todo el tiempo que he estado con

vosotros, desde el primer día que entré en

el Asia,19 sirviendo al Señor con toda

humildad y entre lágrimas, en medio de las

adversidades que me han sobrevenido por

la conspiración de los judíos contra

mí;20 cómo nada de cuanto os era

provechoso, he omitido de anunciároslo y

enseñároslo en público y por las casas,21 y

en particular exhortando a los judíos y

gentiles a convertirse a Dios y a creer

sinceramente en nuestro Señor

Jesucristo.22 Al presente constreñido del

Espíritu Santo yo voy a Jerusalén, sin saber

las cosas que me han de acontecer

allí;23 solamente puedo deciros que el

Espíritu Santo en todas las ciudades me

asegura y avisa que en Jerusalén me

aguardan cadenas y tribulaciones.24 Pero yo

ninguna de estas cosas temo; ni aprecio

más mi vida que a mí mismo, o a mi alma,

siempre que de esta suerte concluya

felizmente mi carrera, y cumpla el

ministerio que he recibido del Señor Jesús

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para predicar la buena nueva de la gracia de

Dios.25 Ahora bien, yo sé que ninguno de

todos vosotros, por cuyas tierras he

discurrido predicando el reino de Dios me

volverá a ver.26 Por tanto os protesto en

este día, que yo no tengo la culpa de la

perdición de ninguno.27 Pues que no he

dejado de comunicaros todos los designios

de Dios.28 Velad sobre vosotros y sobre

toda la grey, en la cual el Espíritu Santo os

ha instituido obispos, para apacentar o

gobernar la Iglesia de Dios, que ha ganado

él con su propia sangre.29 Porque sé que

después de mi partida os han de asaltar

lobos voraces, que destrocen el rebaño.30 Y

de entre vosotros mismos se levantarán

hombres que sembrarán doctrinas

perversas con el fin de atraerse a sí

discípulos.31 Por tanto estad alerta,

teniendo en la memoria que por espacio de

tres años no he cesado de día ni de noche

de amonestar con lágrimas a cada uno de

vosotros.32 Y ahora, por último, os

encomiendo a Dios, y a la palabra o

promesa de su gracia, a aquel que puede

acabar el edificio de vuestra salud, y

haceros participar de su herencia con todos

los santos.33 Yo no he codiciado ni recibido

de nadie plata, ni oro, ni vestido,

como34 vosotros mismos lo sabéis; porque

cuanto ha sido menester para mí y para mis

compañeros, todo me lo han suministrado

estas manos, con su trabajo.35 Yo os he

hecho ver en toda mi conducta, que

trabajando de esta suerte, es como se debe

sobrellevar a los débiles, y tener presente

las palabras del Señor Jesús, cuando dijo:

Mucho mayor dicha es el dar, que el

recibir.36 Concluido este razonamiento, se

puso de rodillas e hizo oración con todos

ellos.37 Y aquí comenzaron todos a

deshacerse en lágrimas; y arrojándose al

cuello de Pablo no cesaban de

besarle,38 afligidos sobre todo por aquella

palabra que había dicho, que ya no verían

más su rostro. Y de esta manera le fueron

acompañando hasta la nave. 1 Al fin nos hicimos a la vela

después de habernos con pena

separado de ellos, y navegamos

derechamente a la isla de Cos, y al

día siguiente a la de Rodas y de allí a

Pátara,2 en donde, habiendo hallado una

nave que pasaba a Fenicia, nos

embarcamos en ella y marchamos.3 Y

habiendo avistado a Chipre, dejándola a la

izquierda, continuamos nuestro rumbo

hacia la Siria, y arribamos a Tiro, en donde

había de dejar la nave su

cargamento.4 Habiendo encontrado aquí

discípulos, nos detuvimos siete días; estos

discípulos, decían a Pablo, como

inspirados, que no subiese a Jerusalén

.5 Pero cumplidos aquellos días, nos

pusimos en camino, acompañándonos

todos con sus mujeres y niños hasta fuera

de la ciudad, y puestos de rodillas en la

ribera, hicimos oración.6 Despidiéndonos

unos de otros, entramos en la nave; y ellos

se volvieron a sus casas.7 Y concluyendo

nuestra navegación, llegamos de Tiro a

Tolemaida, donde abrazamos a los

hermanos, y nos detuvimos un día con

ellos.8 Partiendo al siguiente, llegamos a

Cesarea. Y entrando en casa de Felipe el

evangelista, que era uno de los siete

diáconos, nos hospedamos en ella.9 Tenía

éste cuatro hijas vírgenes

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profetisas.10 Deteniéndonos aquí algunos

días, sobrevino de la Judea cierto profeta,

llamado Agabo.11 El cual, viniendo a

visitarnos, cogió el ceñidor de Pablo, y

atándose con él los pies y las manos, dijo:

Esto dice el Espíritu Santo: Así atarán los

judíos en Jerusalén al hombre cuyo es este

ceñidor, y entregarle han en manos de los

gentiles.12 Lo que oído, rogábamos a Pablo,

así nosotros como los de aquel pueblo, que

no pasase a Jerusalén .13 A lo que

respondió, y dijo: ¿Qué hacéis con llorar y

afligir mi corazón? Porque yo estoy pronto,

no sólo a ser aprisionado, sino también a

morir en Jerusalén por el Nombre del

Señor Jesús .14 Y viendo que no podíamos

persuadírselo, dejamos de instarle más, y

dijimos: Hágase la voluntad del

Señor.15 Pasados estos días nos dispusimos

para el viaje, y nos encaminamos hacia

Jerusalén .16 Vinieron también con nosotros

algunos de los discípulos de Cesarea,

trayendo consigo un antiguo discípulo

llamado Mnasón, oriundo de Chipre, en

cuya casa habíamos de

hospedarnos.17 Llegados a Jerusalén, nos

recibieron los hermanos con mucho

gozo.18 Al día siguiente fuimos con Pablo a

visitar a Santiago, a cuya casa concurrieron

todos los ancianos, o presbíteros.19 Y

habiéndolos saludado, les contaba una por

una las cosas que Dios había hecho por su

ministerio entre los gentiles.20 Ellos, oído

esto, glorificaban a Dios, y después le

dijeron: Ya ves, hermano, cuántos millares

de judíos hay, que han creído, y que todos

son celosos de la observancia de la

ley.21 Ahora, pues, éstos han oído decir que

tú enseñas a los judíos que viven entre los

gentiles, a abandonar a Moisés, diciéndoles

que no deben circuncidar a sus hijos, ni

seguir las antiguas costumbres.22 ¿Qué es,

pues, lo que se ha de hacer? Sin duda se

reunirá toda esta multitud de gente, porque

luego han de saber que has venido.23 Por

tanto haz esto que vamos a proponerte:

aquí tenemos cuatro hombres con

obligación de cumplir un voto.24 Unido a

éstos, purifícate con ellos y hazles el gasto

en la ceremonia, a fin de que se hagan la

rasura de la cabeza: con eso sabrán todos,

que lo que han oído de ti es falso, antes

bien, que aun tú mismo continúas en

observar la ley.25 Por lo que hace a los

gentiles que han creído, ya les hemos

escrito, que habíamos decidido que se

abstuviesen de manjares ofrecidos a los

ídolos, y de sangre, y de animales

sofocados, y de la fornicación.26 Pablo,

pues, tomando consigo aquellos hombres,

se purificó al día siguiente con ellos y entró

en el templo, haciendo saber cuándo se

cumplían los días de su purificación, y

cuándo debía presentarse la ofrenda por

cada uno de ellos.27 Estando para cumplirse

los siete días, los judíos venidos de Asia,

habiendo visto a Pablo en el templo,

amotinaron todo el pueblo y le prendieron,

gritando:28 ¡Favor, israelitas!, éste es aquel

hombre que, sobre andar enseñando a

todos, en todas partes, contra la nación,

contra la ley, y contra este santo lugar, ha

introducido también a los gentiles en el

templo, y profanado este lugar santo.29 Y

era que habían visto andar con él por la

ciudad a Trófimo de Éfeso, al cual se

imaginaron que Pablo le había llevado

consigo al templo.30 Con esto se conmovió

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toda la ciudad, y se amotinó el pueblo. Y

cogiendo a Pablo, le llevaron arrastrando

fuera del templo, cuyas puertas fueron

cerradas inmediatamente.31 Mientras

estaban tratando de matarle, fue avisado el

tribuno de la cohorte de que toda Jerusalén

estaba alborotada.32 Al punto marchó con

los soldados y centuriones, y corrió a

donde estaban. Ellos al ver al tribuno y la

tropa, cesaron de maltratar a

Pablo.33 Entonces llegando el tribuno le

prendió, y le mandó asegurar con dos

cadenas, y preguntaba quién era, y qué

había hecho.34 Mas en aquel tropel de gente

quién gritaba una cosa, y quién otra. Y no

pudiendo averiguar lo cierto a causa del

alboroto, mandó que le condujesen a una

fortaleza.35 Al llegar a las gradas, fue preciso

que los soldados le llevasen en peso a causa

de la violencia del pueblo.36 Porque le

seguía el gentío gritando: ¡Que

muera!37 Estando ya Pablo para entrar en la

fortaleza, dijo al tribuno: ¿No podré

hablarte dos palabras? A lo cual respondió

el tribuno: ¿Qué, sabes tú hablar en

griego?38 ¿Pues no eres tú el egipcio que los

días pasados excitó una sedición, y se llevó

al desierto cuatro mil salteadores?39 Le dijo

Pablo: Yo soy ciertamente judío, ciudadano

de Tarso en Cilicia, ciudad bien conocida.

Te suplico, pues, que me permitas hablar al

pueblo.40 Y concediéndoselo el tribuno,

Pablo poniéndose en pie sobre las gradas,

hizo señal con la mano al pueblo, y

siguiéndole a esto gran silencio, le habló así

en lengua hebrea: 1 ¡Hermanos y padres míos!, oíd la

razón que voy a daros ahora de

mí.2 Al ver que les hablaba en

lengua hebrea redoblaron el silencio.3 Dijo,

pues: Yo soy judío, nacido en Tarso de

Cilicia, pero educado en esta ciudad, en la

escuela de Gamaliel, e instruido por él

conforme a la verdad de la ley de nuestros

padres, y muy celoso de la misma ley, así

como ahora lo sois todos vosotros.4 Yo

perseguí de muerte a los de esta nueva

doctrina, aprisionando y metiendo en la

cárcel a hombres y a mujeres,5 como me

son testigos el sumo sacerdote y todos los

ancianos, de los cuales tomé así mismo

cartas para los hermanos de Damasco, e iba

allá para traer presos a Jerusalén a los de

esta secta que allí hubiese, a fin de que

fuesen castigados.6 Mas sucedió que, yendo

de camino, y estando ya cerca de Damasco

a hora de mediodía, de repente una luz

copiosa del cielo me cercó con sus

rayos.7 Y cayendo en tierra, oí una voz que

me decía: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me

persigues?8 Yo respondí: ¿Quién eres tú,

Señor? Y me dijo: Yo soy Jesús Nazareno,

a quien tú persigues.9 Los que me

acompañaban, aunque vieron la luz, no

entendieron bien la voz del que hablaba

conmigo.10 Yo dije: ¿Qué haré, Señor? Y el

Señor me respondió: Levántate, y ve a

Damasco, donde se te dirá todo lo que

debes hacer.11 Y como el resplandor de

aquella luz me hizo quedar ciego, los

compañeros me condujeron por la mano

hasta Damasco.12 Aquí un cierto Ananías,

varón justo según la ley, que tiene a su

favor el testimonio de todos los judíos, sus

conciudadanos,13 viniendo a mí, y

poniéndoseme delante me dijo: hermano

mío, recibe la vista. Y al punto le vi ya

claramente.14 Dijo él entonces: El Dios de 22

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nuestros padres te ha predestinado para

que conocieses su voluntad, y viese al justo

y oyeses la voz de su boca;15 porque has de

ser testigo suyo delante de todos los

hombres, de las cosas que has visto y

oído.16 Ahora, pues, ¿por qué te detienes?

Levántate, bautízate, y lava tus pecados,

invocando su Nombre.17 Sucedió después

que, volviendo yo a Jerusalén, y estando

orando en el templo, fui arrebatado en

éxtasis,18 y le vi que me decía: Date prisa, y

sal luego de Jerusalén ; porque éstos no

recibirán el testimonio que les dieres de

mí.19 Señor, respondí yo, ellos saben que yo

era el que andaba por las sinagogas,

metiendo en la cárcel y maltratando a los

que creían en ti;20 y mientras se derramaba

la sangre de tu testigo, o mártir, Esteban,

yo me hallaba presente, consintiendo en su

muerte y guardando la ropa de los que le

mataban.21 Pero el Señor me dijo: Anda,

que yo te quiero enviar lejos de aquí hacia

los gentiles.22 Hasta esta palabra la

estuvieron escuchando; mas aquí

levantaron el grito diciendo: ¡Quita del

mundo a un tal hombre, que no es justo

que viva!23 Prosiguiendo ellos en sus

alaridos, y echando de sí enfurecidos sus

vestidos, y arrojando puñados de polvo al

aire,24 ordenó el tribuno que le metiesen en

la fortaleza, y que azotándole le

atormentasen, para descubrir por qué causa

gritaban tanto contra él.25 Ya que le

hubieron atado con las correas, dijo Pablo

al centurión que estaba presente: ¿Os es

lícito a vosotros azotar a un ciudadano

romano, y eso sin formarle causa?26 El

centurión, oído esto, fue al tribuno, y le

dijo: mira lo que haces; pues este hombre

es ciudadano romano.27 Llegándose

entonces el tribuno a él, le preguntó: Dime,

¿eres tú romano? Respondió él: Sí que lo

soy.28 A lo que replicó el tribuno: A mí me

costó una gran suma de dinero este

privilegio. Y Pablo dijo: Pues yo lo soy de

nacimiento .29 Al punto se apartaron de él

los que iban a darle el tormento. Y el

mismo tribuno entró en temor después que

supo que era ciudadano romano, y que le

había hecho atar.30 Al día siguiente

queriendo cerciorarse del motivo por qué le

acusaban los judíos, le quitó las prisiones, y

mandó juntar a los sacerdotes, con todo el

sanedrín, o consistorio, y sacando a Pablo

le presentó en medio de ellos. 1 Pablo entonces fijos los ojos en

el sanedrín les dijo: Hermanos

míos, yo hasta el día presente he

observado tal conducta, que en la

presencia de Dios nada me remuerde la

conciencia.2 En esto el príncipe de los

sacerdotes Ananías mandó a sus ministros

que le hiriesen en la boca.3 Entonces le dijo

Pablo: Herirte ha Dios a ti, pared

blanqueada. ¿Tú estás sentado para

juzgarme según la ley, y contra la ley

mandas herirme?4 Los circunstantes le

dijeron: ¿Cómo maldices tú al sumo

sacerdote de Dios?5 A esto respondió

Pablo: Hermanos, no sabía que fuese el

príncipe de los sacerdotes. Porque

realmente escrito está: No maldecirás al

príncipe de tu pueblo.6 Sabiendo Pablo que

parte de los que asistían eran saduceos y

parte fariseos, exclamó en medio del

sanedrín: Hermanos míos, yo soy fariseo,

hijo de fariseos y por causa de mi esperanza

de la resurrección de los muertos es por lo

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que voy a ser condenado.7 Desde que hubo

proferido estas palabras, se suscitó

discordia entre los fariseos y saduceos, y se

dividió la asamblea en dos

partidos.8 Porque los saduceos dicen que

no hay resurrección, ni ángel ni espíritu;

cuando al contrario los fariseos confiesan

ambas cosas.9 Así que fue grande la gritería

que se levantó. Y puestos en pie algunos

fariseos, porfiaban, diciendo: Nada de malo

hallamos en este hombre; ¿quién sabe si le

habló algún espíritu o ángel?10 Y

enardeciéndose más la discordia, temeroso

el tribuno que despedazasen a Pablo,

mandó bajar a los soldados, para que le

quitasen de en medio de ellos, y le

condujesen a la fortaleza.11 A la noche

siguiente se le apareció el Señor, y le dijo:

¡Pablo, buen ánimo!, así como has dado

testimonio de mí en Jerusalén, así conviene

también que lo des en Roma.12 Venido el

día se juntaron algunos judíos, e hicieron

voto con juramento e imprecación, de no

comer ni beber hasta haber matado a

Pablo.13 Eran más de cuarenta hombres los

que se habían así conjurado;14 los cuales se

presentaron a los príncipes de los

sacerdotes y a los ancianos, y dijeron:

Nosotros nos hemos obligado con voto y

grandes imprecaciones, a no probar bocado

hasta que matemos a Pablo.15 Ahora, pues,

no tenéis más que avisar al tribuno de parte

del sanedrín, pidiéndole que haga conducir

mañana a Pablo delante de vosotros, como

que tenéis que averiguar de él alguna cosa

con más certeza. Nosotros de nuestra parte

estaremos prevenidos para matarle antes

que llegue.16 Mas como un hijo de la

hermana de Pablo entendiese la trama, fue,

y entró en la fortaleza, y dio aviso a

Pablo.17 Pablo llamado a uno de los

centuriones, dijo: Lleva este mozo al

tribuno, porque tiene que participarle cierta

cosa.18 El centurión tomándole consigo le

condujo al tribuno, y dijo: Pablo el preso

me ha pedido que traiga a tu presencia a

este joven, que tiene que comunicarte

alguna cosa.19 El tribuno cogiendo de la

mano al mancebo, se retiró con él a solas, y

le preguntó: ¿Qué es lo que tienes que

comunicarme?20 El respondió: Los judíos

han acordado el suplicarte que mañana

conduzcas a Pablo al concilio, con pretexto

de querer examinarle más individualmente

de algún punto.21 Pero tú no los creas,

porque de ellos le tienen armadas

acechanzas más de cuarenta hombres, los

cuales con grandes juramentos han hecho

voto de no comer ni beber hasta que le

maten; y ya están alerta, esperando que tú

les concedas lo que piden.22 El tribuno

despidió al muchacho, mandándole que a

nadie dijese que había hecho aquella

delación.23 Y llamando a dos centuriones,

les dijo: Tened prevenidos para las nueve

de la noche doscientos soldados de

infantería, para que vayan a Cesarea, y

setenta de caballería, y doscientos

alabarderos, o lanceros:24 Y preparad

bagajes para que lleven a Pablo, y le

conduzcan sin peligro de su vida al

gobernador Félix.25 (Porque temió el

tribuno que los judíos le arrebatasen, y

matasen, y después él mismo padeciese la

calumnia de haberlo permitido, sobornado

con dinero). Y al mismo tiempo escribió

una carta al gobernador Félix, en los

términos siguientes:26 Claudio Lisias al

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óptimo gobernador Félix, salud.27 A ese

hombre preso por los judíos, y a punto de

ser muerto por ellos, acudiendo con la

tropa le libré, noticioso de que era

ciudadano romano;28 y queriendo

informarme del delito de que le acusaban,

condújele a su sanedrín.29 Allí averigüé que

es acusado sobre cuestiones de su ley de

ellos; pero que no ha cometido ningún

delito digno de muerte o de prisión.30 Y

avisado después de que los judíos le tenían

urdidas acechanzas, te lo envío a ti,

previniendo también a sus acusadores que

recurran a tu tribunal. Ten salud.31 Los

soldados, pues, según la orden que se les

había dado, encargándose de Pablo, le

condujeron de noche a la ciudad de

Antipátrida.32 Al día siguiente dejando a los

de a caballo para que le acompañasen, se

volvieron los demás a la

fortaleza.33 Llegados que fueron a Cesarea,

y entregada la carta al gobernador, le

presentaron así mismo a Pablo.34 Luego

que leyó la carta, le preguntó de qué

provincia era, y oído que de Cilicia,

dijo:35 Te daré audiencia viniendo tus

acusadores. Entre tanto mandó que le

custodiasen en el pretorio llamado de

Herodes. 1 Al cabo de cinco días llegó a

Cesarea el sumo sacerdote

Ananías con algunos ancianos y

con un tal Tértulo orador, o

abogado, los cuales comparecieron ante el

gobernador contra Pablo.2 Citado Pablo,

empezó su acusación Tértulo, diciendo:

Como es por medio de ti, óptimo Félix,

que gozamos de una paz profunda, y con tu

previsión remedias muchos

desórdenes,3 nosotros lo reconocemos en

todas ocasiones y en todos lugares, y te

tributamos toda suerte de acciones de

gracias.4 Mas por no molestarte demasiado,

te suplico nos oigas por breves momentos

con tu acostumbrada

humanidad.5 Tenemos averiguado ser éste

un hombre pestilencial, que anda por todo

el mundo metiendo en confusión y

desorden a todos los judíos, y es el caudillo

de la sediciosa secta de los nazarenos.6 El

cual además intentó profanar el templo, y

por esto habiéndole preso, quisimos

juzgarle según nuestra ley.7 Pero

sobreviniendo el tribuno Lisias, le arrancó a

viva fuerza de nuestras manos,8 mandando

que los acusadores recurriesen a ti; tú

mismo, examinándole como juez, podrás

reconocer la verdad de todas estas cosas de

que le acusamos.9 Los judíos confirmaron

por su parte lo dicho, atestiguando ser todo

verdad.10 Pablo, habiéndole hecho señal el

gobernador para que hablase, lo hizo en

estos términos: Sabiendo yo que ya hace

muchos años que tú gobiernas esta nación,

emprendo con mucha confianza el

justificarme.11 Bien fácilmente puedes

certificarte, de que no ha más de doce días

que llegué a Jerusalén, a fin de adorar a

Dios.12 Y nunca me han visto disputar con

nadie en el templo, ni amotinando la gente

de las sinagogas,13 o en la ciudad; ni pueden

alegarte prueba de cuantas cosas me acusan

ahora.14 Es verdad, y lo confieso delante de

ti, que siguiendo una doctrina, que ellos

tratan de herejía, yo sirvo al Padre y Dios

mío, creyendo todas las cosas, que se hallan

escritas en la ley y en los

profetas,15 teniendo firme esperanza en

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Dios, como ellos también la tienen, que ha

de verificarse la resurrección de los justos y

de los pecadores.16 Por lo cual procuro yo

siempre conservar mi conciencia sin culpa

delante de Dios y delante de los

hombres.17 Ahora, después de muchos

años, vine a repartir limosnas a los de mi

nación, y a cumplir a Dios mis ofrendas y

votos.18 Y estando en esto, es cuando

algunos judíos de Asia me han hallado

purificado en el templo; mas no con

reunión de pueblo, ni con tumulto.19 Estos

judíos son los que habían de comparecer

delante de ti, y ser mis acusadores si algo

tenían que alegar contra mí:20 Pero ahora

digan estos mismos que me acusan, si,

congregados en el sanedrín, han hallado en

mí algún delito,21 a no ser que lo sea una

expresión con que exclamé en medio de

ellos, diciendo: Veo que por defender yo la

resurrección de los muertos me formáis

hoy vosotros causa.22 Félix, pues, que

estaba bien informado de esta doctrina,

difirió para otra ocasión el asunto,

diciendo: Cuando viniere de Jerusalén el

tribuno Lisias, os daré audiencia otra

vez.23 Entretanto mandó a un centurión

que custodiara a Pablo, teniéndole con

menos estrechez, y sin prohibir que los

suyos entrasen a asistirle.24 Algunos días

después volviendo Félix a Cesarea, y

trayendo a su mujer Drusila, la cual era

judía, llamó a Pablo, y le oyó explicar la fe

de Jesucristo.25 Pero inculcando Pablo la

doctrina de la justicia, de la castidad y del

juicio venidero, despavorido Félix le dijo:

Basta por ahora, retírate, que a su tiempo

yo te llamaré.26 Y como esperaba que Pablo

le daría dinero para conseguir la libertad,

por eso llamándole a menudo, conversaba

con él.27 Pasados dos años, Félix recibió

por sucesor a Porcio Festo; y queriendo

congraciarse con los judíos, dejó preso a

Pablo. 1 Llegado Festo a la provincia, tres

días después subió a Jerusalén

desde Cesarea.2 Se le presentaron

luego los príncipes de los

sacerdotes y los más distinguidos entre los

judíos, para acusar a Pablo, con una

petición3 en que le suplicaban por gracia

que le mandase conducir a Jerusalén,

tramando ellos una emboscada para

asesinarle en el camino.4 Mas Festo

respondió que Pablo estaba bien

custodiado en Cesarea, para donde iba a

partir él cuanto antes.5 Por tanto, los

principales, dijo, de entre vosotros, vengan

también a Cesarea, y acúsenle, si es reo de

algún crimen.6 En efecto, no habiéndose

detenido en Jerusalén más que ocho o diez

días, marchó a Cesarea, y al día siguiente,

sentándose en el tribunal, mandó

comparecer a Pablo.7 Luego que fue

presentado, le rodearon los judíos venidos

de Jerusalén, acusándole de muchos y

graves delitos, que no podían probar,8 y de

los cuales se defendía Pablo, diciendo: En

nada he pecado ni contra la ley de los

judíos, ni contra el templo, ni contra

César.9 Mas Festo queriendo congraciarse

con los judíos, respondiendo a Pablo, le

dijo: ¿Quieres subir a Jerusalén, y ser allí

juzgado ante mí?10 Respondió Pablo: Yo

estoy ante el tribunal de César, que es

donde debo ser juzgado; tú sabes muy bien

que yo no he hecho el menor agravio a los

judíos;11 que si en algo les he ofendido, o

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he hecho alguna cosa por la que sea reo de

muerte, no rehúso morir; pero si no hay

nada de cuanto éstos me imputan, ninguno

tiene derecho para entregarme a ellos.

Apelo a César.12 Entonces Festo,

habiéndolo tratado con los de su consejo,

respondió: ¿A César has apelado?, pues a

César irás.13 Pasados algunos días, bajaron a

Cesarea el rey Agripa y Berenice a visitar a

Festo.14 Y habiéndose detenido allí muchos

días, Festo habló al rey de la causa de

Pablo, diciendo: Aquí dejó Félix preso a un

hombre,15 sobre lo cual estando yo en

Jerusalén, recurrieron a mí los príncipes de

los sacerdotes y los ancianos de los judíos,

pidiendo que fuese condenado a

muerte.16 Yo les respondí que los romanos

no acostumbran condenar a ningún

hombre, antes que el acusado tenga

presentes a sus acusadores y lugar de

defenderse para justificarse de los

cargos.17 Habiendo, pues, ellos concurrido

acá sin dilación alguna, al día siguiente,

sentado yo en el tribunal, mandé traer ante

mí al dicho hombre.18 Compareciendo los

acusadores, vi que no le imputaban ningún

crimen de los que yo sospechaba fuese

culpado.19 Solamente tenían con él no sé

qué disputa tocante a su superstición

judaica, y sobre un cierto Jesús difunto, que

Pablo afirmaba estar vivo.20 Perplejo yo en

una causa de esta naturaleza, le dije si

quería ir a Jerusalén, y ser allí juzgado de

estas cosas.21 Mas interponiendo Pablo

apelación para que su causa se reservase al

juicio de Augusto, di orden para que se le

mantuviese en custodia, hasta remitirle a

César.22 Entonces dijo Agripa a Festo:

Desearía yo también oír a ese hombre.

Mañana, respondió Festo, le oirás.23 Con

eso al día siguiente, habiendo venido

Agripa y Berenice, con mucha pompa, y

entrando en la sala de la audiencia con los

tribunos y personas principales de la

ciudad, fue Pablo traído por orden de

Festo.24 El cual dijo: Rey Agripa, y todos

vosotros que os halláis aquí presentes, ya

veis a este hombre, contra quien todo el

pueblo de los judíos ha acudido a mí en

Jerusalén, representándome con grandes

instancias y clamores que no debe vivir

más.25 Mas yo he averiguado que nada ha

hecho que mereciese la muerte. Pero

habiendo él mismo apelado a Augusto he

determinado remitírsele.26 Bien que como

no tengo cosa cierta que escribir al Señor

acerca de él, por esto le he hecho venir a

vuestra presencia, mayormente ante ti, ¡oh

rey Agripa!, para que examinándole tenga

yo algo que escribir.27 Pues me parece cosa

fuera de razón el remitir a un hombre

preso, sin exponer los delitos de que se le

acusa. 1 Entonces Agripa dijo a Pablo: Se

te da licencia para hablar en tu

defensa. Y luego Pablo

accionando con la mano, empezó

así su apología.2 Tengo a gran dicha mía,

¡oh rey Agripa!, el poder justificarme ante ti

en el día de hoy, de todos los cargos de que

me acusan los judíos.3 Mayormente

sabiendo tú todas las costumbres de los

judíos y las cuestiones que se agitan entre

ellos; por lo cual te suplico que me oigas

con paciencia.4 Y en primer lugar, por lo

que hace al tenor de vida, que observé en

Jerusalén, desde mi juventud entre los de

mi nación, es bien notorio a todos los

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judíos.5 Sabedores son de antemano (si

quieren confesar la verdad) que yo,

siguiendo desde mis primeros años la secta

o profesión más segura de nuestra religión,

viví cual fariseo.6 Y ahora soy acusado en

juicio por la esperanza que tengo de la

promesa hecha por Dios a nuestros

padres,7 promesa cuyo cumplimiento

esperan nuestras doce tribus, sirviendo a

Dios noche y día. Por esta esperanza, ¡oh

rey!, soy acusado yo de los judíos.8 Pues

qué, ¿juzgáis acaso increíble que Dios

resucite a los muertos?9 Yo por mí estaba

persuadido de que debía proceder

hostilmente contra el Nombre de Jesús

Nazareno,10 como ya lo hice en Jerusalén,

donde no sólo metí a muchos de los santos,

o fieles, en las cárceles, con poderes que

para ello recibí de los príncipes de los

sacerdotes, sino que siendo condenados a

muerte yo di también mi

consentimiento.11 Y andando con

frecuencia por todas las sinagogas, los

obligaba a fuerza de castigos a blasfemar

del Nombre de Jesús, y enfurecido más

cada día contra ellos, los iba persiguiendo

hasta en las ciudades extranjeras.12 En este

estado, yendo un día a Damasco con

poderes y comisión de los príncipes de los

sacerdotes,13 siendo al mediodía, vi, ¡oh

rey!, en el camino una luz del cielo más

resplandeciente que el sol, la cual con sus

rayos me rodeó a mí y a los que iban

conmigo.14 Y habiendo todos nosotros

caído en tierra, oí una voz que me decía en

lengua hebrea: ¡Saulo, Saulo!, ¿por qué me

persigues?; duro empeño es para ti el dar

coces contra el aguijón.15 Yo entonces

respondí: ¿Quién eres tú, Señor? Y el Señor

me dijo: Yo soy Jesús, a quien tú

persigues.16 Pero levántate, y ponte en pie;

pues para esto te he aparecido, a fin de

constituirte ministro y testigo de las cosas

que has visto y de otra que te mostraré

apareciéndome a ti de nuevo.17 Y yo te

libraré de las manos de este pueblo y de los

gentiles, a los cuales ahora te envío,18 a

abrirles los ojos, para que se conviertan de

las tinieblas a la luz, y del poder de Satanás

a Dios, y con esto reciban la remisión de

sus pecados, y tengan parte en la herencia

de los santos, mediante la fe en mí.19 Así

que, ¡oh rey Agripa!, no fui rebelde a la

visión celestial;20 antes bien empecé a

predicar primeramente a los judíos que

están en Damasco, y en Jerusalén, y por

todo el país de Judea, y después a los

gentiles, que hiciesen penitencia, y se

convirtiesen a Dios, haciendo dignas obras

de penitencia.21 Por esta causa los judíos

me prendieron, estando yo en el templo, e

intentaban matarme.22 Pero ayudado del

auxilio de Dios, he perseverado hasta el día

de hoy, testificando la verdad a grandes y a

pequeños, no predicando otra cosa más

que lo que Moisés y los profetas predijeron

que había de suceder,23 es a saber, que

Cristo había de padecer la muerte, y que

sería el primero que resucitaría de entre los

muertos, y había de mostrar la luz de la

buena nueva a este pueblo y a los

gentiles.24 Diciendo él esto en su defensa,

exclamó Festo: Pablo, tú estás loco: las

muchas letras te han trastornado el

juicio.25 Y Pablo le respondió: No deliro,

óptimo Festo, sino que hablo palabras de

verdad y de cordura.26 Que bien sabidas

son del rey estas cosas, y por lo mismo

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hablo delante de él con tanta confianza,

bien persuadido de que nada de esto

ignora, puesto que ninguna de las cosas

mencionadas se ha ejecutado en algún

rincón oculto.27 ¡Oh rey Agripa! ¿Crees tú

en los profetas? Yo sé que crees en

ellos.28 A esto Agripa sonriéndose,

respondió a Pablo: Poco falta para que me

persuadas a hacerme cristiano.29 A lo que

contestó Pablo: Quiera Dios, como deseo,

que no solamente faltara poco, sino que no

faltara nada, para que tú y todos cuantos

me oyen llegaseis a ser hoy tales cual soy

yo, salvo estas cadenas.30 Aquí se

levantaron el rey, y el gobernador, y

Berenice, y los que les hacían la corte.31 Y

habiéndose retirado aparte hablaban entre

sí, y decían: En efecto, este hombre no ha

hecho cosa digna de muerte, ni de

prisión.32 Y Agripa dijo a Festo: Si no

hubiese ya apelado a César, bien se le

pudiera poner en libertad. 1 Luego, pues, que se determinó

que Pablo navegase a Italia, y que

fuese entregado con los demás

presos a un centurión de la

cohorte o legión augusta llamado

Julio,2 embarcándonos en una nave de

Adrumeto, nos hicimos a la vela,

empezando a costear las tierras de Asia,

acompañándonos siempre Aristarco,

macedonio de Tesalónica.3 El día siguiente

arribamos a Sidón; y Julio, tratando a Pablo

con humanidad, le permitió salir a visitar a

los amigos y proveerse de lo

necesario.4 Partidos de allí, fuimos bogando

por debajo de Chipre, por ser contrarios los

vientos.5 Y habiendo atravesado el mar de

Cilicia y de Panfilia, aportamos a Listra, o

Mira, de la Licia,6 donde el centurión,

encontrando una nave de Alejandría que

pasaba a Italia, nos trasladó a ella.7 Y

navegando por muchos días lentamente, y

arribando con trabajo enfrente de Gnido,

por estorbárnoslo el viento, costeamos a

Creta, por el cabo Salmón.8 Y doblado éste

con gran dificultad arribamos a un lugar

llamado Buenos Puertos, que está cercano a

la ciudad de Talasa.9 Pero habiendo gastado

mucho tiempo, y no siendo desde entonces

segura la navegación, por haber pasado ya

el tiempo del ayuno, Pablo los

amonestaba,10 diciéndoles: Yo conozco,

amigos, que la navegación comienza a ser

muy peligrosa y de mucho perjuicio, no

sólo para la nave y cargamento, sino

también para nuestras vidas.11 Pero el

centurión daba más crédito al piloto y al

patrón del barco, que a cuanto decía

Pablo.12 Mas como aquel puerto no fuese a

propósito para invernar, la mayor parte

fueron de parecer que nos hiciésemos a la

vela para ir a tomar invernadero, por poco

que se pudiese, en Fenice, puerto de Creta,

opuesto al ábrego y al poniente.13 Así, pues,

soplando el austro, figurándose salir ya con

su intento, levantando anclas en Asón, iban

costeando por la isla de Creta.14 Pero a

poco tiempo dio contra la nave un viento

tempestuoso, llamado

nordeste.15Arrebatada la nave, y no

pudiendo resistir el torbellino, éramos

llevados a merced de los

vientos.16 Arrojados con ímpetu hacia una

isleta, llamada Cauda, pudimos con gran

dificultad recoger el esquife.17 El cual

metido dentro, maniobraban los marineros

cuanto podían, asegurando y liando la nave,

27

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temerosos de dar en algún banco de arena.

De esta suerte abajadas las velas y el mástil,

se dejaban llevar de las olas.18 Al día

siguiente, como nos hallábamos

furiosamente combatidos por la tempestad,

echaron al mar el cargamento.19 Y tres días

después arrojaron con sus propias manos

las municiones y pertrechos de la

nave.20 Entretanto, había muchos días que

no se dejaban ver ni el sol, ni las estrellas, y

la borrasca era continuamente tan furiosa,

que ya habíamos perdido todas las

esperanzas de salvarnos.21 Entonces Pablo,

como había ya mucho tiempo que nadie

había tomado alimento, puesto en medio

de ellos, dijo: En verdad, compañeros, que

hubiera sido mejor, creyéndome a mí, no

haber salido de Creta, y excusar este

desastre y pérdida.22 Mas ahora os exhorto

a tener buen ánimo, pues ninguno de

vosotros se perderá, lo único que se

perderá será la nave.23 Porque esta noche se

me ha aparecido un ángel del Dios de quien

soy yo, y a quien sirvo,24 diciéndome: No

temas, Pablo, tú sin falta has de comparecer

ante César; y he ahí que Dios te ha

concedido la vida de todos los que navegan

contigo.25 Por tanto, compañeros, tened

buen ánimo, pues yo creo en Dios, que así

será, como se me ha prometido.26 Al fin

hemos de venir a dar en cierta isla.27 Mas

llegada la noche del día catorce, navegando

nosotros por el mar Adriático, los

marineros a eso de la medianoche

barruntaban hallarse a vista de tierra.28 Por

lo que tiraron la sonda, y hallaron veinte

brazas de agua; y poco más adelante sólo

hallaron ya quince.29 Entonces temiendo

cayésemos en algún escollo, echaron por la

popa cuatro anclas, aguardando con

impaciencia el día.30 Pero como los

marineros, intentando escaparse de la nave,

echasen al mar el bote salvavidas, con el

pretexto de ir a tirar las anclas un poco más

lejos por la parte de proa,31 dijo Pablo al

centurión y a los soldados: Si estos

hombres no permanecen en el navío,

vosotros no podéis salvaros.32 En la hora

los soldados cortaron las amarras del bote

salvavidas, y lo dejaron perder.33 Y al

empezar a ser de día, rogaba Pablo a todos

que tomasen alimento, diciendo: Hace hoy

catorce días que aguardando el fin de la

tormenta estáis sin comer, ni probar casi

nada.34 Por lo cual os ruego que toméis

algún alimento para vuestra conservación,

seguros de que no ha de perderse ni un

cabello de vuestra cabeza.35 Dicho esto,

tomando pan, dio gracias a Dios en

presencia de todos; y partiéndolo empezó a

comer.36 Con eso animados todos,

comieron también ellos.37 Éramos los

navegantes al todo doscientas setenta y seis

personas.38 Estando ya satisfechos,

aligeraban la nave, arrojando al mar el

trigo.39 Siendo ya día claro, no reconocían

qué tierra era la que descubrían; echaban sí

de ver cierta ensenada que tenía playa,

donde pensaban arrimar la nave, si

pudiesen.40 Alzadas, pues, las anclas, se

abandonaban a la corriente del mar,

aflojando al mismo tiempo las cuerdas de

las dos planchas del timón; y alzada la vela

del artimón, o de la popa, para tomar el

viento preciso, se dirigían hacia la

playa.41 Mas tropezando en una lengua de

tierra que tenía mar por ambos lados,

encalló la nave, quedando inmóvil la proa,

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fija, o encallada, en el fondo, mientras la

popa iba abriéndose por la violencia de las

olas.42 Los soldados entonces deliberaron

matar a los presos, temerosos de que

alguno se escapase a nado.43 Pero el

centurión, deseoso de salvar a Pablo,

estorbó que lo hiciesen; y mandó que los

que supiesen nadar; saltasen primeros al

agua, y saliesen a tierra.44 A los demás, parte

los llevaron en tablas, y algunos sobre los

desechos que restaban del navío. Y así se

verificó, que todas las personas salieron

salvas a tierra. 1 Salvados del naufragio,

conocimos entonces que aquella

isla se llamaba Malta. Los bárbaros

por su parte nos trataron con

mucha humanidad.2 Porque luego

encendida una hoguera nos protegieron a

todos contra la lluvia que descargaba, y el

frío.3 Y habiendo recogido Pablo una

porción de sarmientos, y echándolos al

fuego, saltó una víbora huyendo del calor, y

le trabó de la mano.4 Cuando los bárbaros

vieron la víbora colgando de su mano, se

decían unos a otros: Este hombre sin duda

es algún homicida, pues que, habiéndose

salvado de la mar, la venganza divina no

quiere que viva.5 El, sacudiendo la víbora

en el fuego, no padeció daño alguno.6 Los

bárbaros, al contrario, se persuadían a que

se hincharía, y de repente caería muerto.

Mas después de aguardar largo rato,

reparando que ningún mal le acontecía,

cambiando de opinión, decían que era un

dios.7 En aquellas cercanías tenía unas

posesiones el príncipe de la isla, llamado

Publio, el cual, acogiéndonos

benignamente, nos hospedó por tres días

con mucha humanidad.8 Y sucedió que,

hallándose el padre de Publio muy acosado

de fiebres y disentería, entró Pablo a verle,

y haciendo oración, e imponiendo sobre él

las manos, le curó.9 Después de este suceso

todos los que tenían enfermedades en

aquella isla acudían a él, y eran

curados;10 por cuyo motivo nos hicieron

muchas honras, y cuando nos embarcamos

nos proveyeron de todo lo necesario.11 Al

cabo de tres meses, nos hicimos a la vela en

una nave alejandrina, que había invernado

en aquella isla, y tenía la divisa de Cástor y

Pólux.12 Y habiendo llegado a Siracusa, nos

detuvimos allí tres días.13 Desde aquí

costeando las tierras de Sicilia, vinimos a

Regio; y al día siguiente soplando el sur, en

dos días nos pusimos en Puzol,14 donde

habiendo encontrado hermanos en Cristo,

nos instaron a que nos detuviésemos con

ellos siete días, después de los cuales nos

dirigimos a Roma.15 Sabiendo nuestra

venida los hermanos de esta ciudad,

salieron a recibirnos hasta el pueblo

llamado Foro Apio, y otros a Tres

Tabernas. A los cuales habiendo visto

Pablo, dio gracias a Dios, y cobró gran

ánimo.16 Llegados a Roma, se le permitió a

Pablo el estar de por sí en una casa con un

soldado de guardia.17 Pasados tres días

pidió a los principales de entre los judíos

que fuesen a verle. Luego que se juntaron,

les dijo: Yo hermanos míos, sin haber

hecho nada contra el pueblo, ni contra las

tradiciones de nuestros padres, fui preso en

Jerusalén y entregado en manos de los

romanos,18 los cuales después que me

hicieron los interrogatorios, quisieron

ponerme en libertad, visto que no hallaban

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en mí causa de muerte.19 Mas, oponiéndose

los judíos, me vi obligado a apelar a César,

pero no con el fin de acusar en cosa alguna

a los de mi nación.20 Por este motivo, pues,

he procurado veros y hablaros, para que

sepáis que por la esperanza de Israel me

veo atado con esta cadena.21 A lo que

respondieron ellos: Nosotros ni hemos

recibido cartas de Judea acerca de ti, ni

hermano alguno venido de allá ha contado

o dicho mal de ti.22 Mas deseamos saber

cuáles son tus sentimientos; porque

tenemos noticia que esa tu secta halla

contradicción en todas partes.23 Y

habiéndole señalado día para oírle, vinieron

en gran número a su alojamiento, a los

cuales predicaba el reino de Dios desde la

mañana hasta la noche, confirmando con

autoridades las proposiciones que sentaba,

y probándoles lo perteneciente a Jesús con

la ley de Moisés y con los profetas.24 Unos

creían las cosas que decía, otros no las

creían.25 Y no estando acordes entre sí, se

iban saliendo, sobre lo cual decía Pablo:

¡Oh, con cuánta razón habló el Espíritu

Santo a nuestros padres por el profeta

Isaías,26 diciendo: Ve a ese pueblo, y diles:

Oiréis con vuestros oídos, y no entenderéis;

y por más que viereis con vuestros ojos, no

miraréis!27 Porque embotando este pueblo

su corazón, ha tapado sus oídos, y apretado

las pestañas de sus ojos, de miedo que con

ellos vean y oigan con sus oídos, y

entiendan con el corazón, y así se

conviertan, y yo les dé la salud.28 Por tanto

tened entendido todos vosotros, que a los

gentiles es enviada esta salud de Dios, y

ellos la recibirán.29 Dicho esto, se apartaron

de él los judíos, teniendo grandes debates

entre sí.30 Y Pablo permaneció por espacio

de dos años enteros en la casa que había

alquilado, en donde recibía a cuantos iban a

verle,31 predicando el reino de Dios, y

enseñando con toda libertad, sin que nadie

se lo prohibiese, lo tocante a Nuestro Señor

Jesucristo.

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SAN JUSTINO

DIÁLOGO CON TRIFÓN (SELECCIÓN)

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INTRODUCCIÓN

Además de replantear la relación entre poder espiritual y temporal, el cristianismo suscitó

interrogantes acerca de su propia plasticidad y estructura. La interrogante central que surgió en

el contexto inmediato fue la de la posibilidad de conciliar el conocimiento divino con el

conocimiento humano. A primera vista, parece que ambos reinos están escindidos. Incluso

pensadores inmediatos al cristianismo primitivo como Taciano (120 – 180 d. C.), o lejanos

como Kierkegaard (1813 – 1855 d. C.), se inclinaron por la vía del fideísmo.

El fideísmo, grosso modo, rechaza el acceso racional al conocimiento de lo divino. Es decir,

el único acceso a la divinidad es la fe. La antípoda racionalista del fideísmo es el gnosticismo.

Los pensadores gnósticos pensaban que los contenidos de la fe no eran sino alegorías

filosóficas. La razón podía abarcar —e, incluso, ir más allá de— los contenidos de la fe.

El problema central seguía vigente: ¿qué papel debe guardar la fe frente a la ciencia y la

filosofía? Frente a la oposición entre fideísmo y gnosticismo, varios teólogos cristianos

argumentaron a favor de la armonía entre fe y razón. Entre ellos se encuentran Clemente de

Alejandría, san Justino Mártir y san Agustín de Hipona. El mundo medieval heredó este

espíritu y dio pie al surgimiento de las grandes universidades.

Además de la función conciliadora entre fe y razón, los primeros intelectuales cristianos

enfrentaron un problema de igual peso. Varias posturas intentaron reducir el cristianismo a una

vertiente del judaísmo o a una doctrina filosófica más. Frente a estos opositores, surgió un

nuevo estilo de hacer filosofía: la apologética. Los grandes apologistas se enfocaron en marcar

las diferencias y similitudes entre los contenidos de la fe. Por otro lado, retomaron la tarea de

mostrar al cristianismo como la religión verdadera.

El proceso de evangelización no se limitó a la exposición del Evangelio a los paganos,

también implicó el diálogo con las altas esferas de la cultura antigua. Gobernantes, científicos y

filósofos participaron en la discusión. Este proceso supuso también la refutación de las herejías

tempranas como el arrianismo, donatismo, pelagianismo y gnosticismo.

Los primeros intelectuales cristianos enfrentaron todas estas dificultades, dedicando obras

extensas a su discusión filosófica. Si bien había cierta preocupación por aclarar los contenidos

de la fe, el núcleo de las discusiones tenía que ver más con la verdadera naturaleza de la fe y el

esfuerzo por darle forma a una iglesia cristiana.

San Justino mártir (c. 100 – 165 d. C.) fue uno de estos intelectuales. Su extensa obra abarca

varios escritos apologéticos, teológicos y algunos diálogos. El Diálogo con Trifón representa una

de las exposiciones más importantes del cristianismo primitivo, pues presenta una postura

conciliadora entre fe y razón que habría de heredar el cristianismo posterior.

El diálogo plantea interrogantes acerca de la relación entre filosofía y religión. El gran

mérito de san Justino consiste en mostrar la compatibilidad y marcar los límites entre ambas.

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No se ve en el desarrollo de la obra un rechazo tajante de las formas de conocimiento distintas

al cristianismo; pero tampoco se ve una subordinación absoluta, como ocurre con algunos

autores contemporáneos.

La actitud conciliadora entre fe y razón resultó ser determinante para el cristianismo

posterior y la cultura occidental. La Reforma protestante reaccionó, en parte, en contra de la

laxitud cristiana con la que se incorporaban elementos ajenos a la fe para la interpretación de la

Escritura.

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CAPÍTULO I.— INTRODUCCIÓN

Mientras paseaba una mañana por los pasillos de Xisto, cierto hombre, con otros en su

compañía, vino y me dijo:

—Hola, filósofo.

E inmediatamente después de decir esto, se volvió y caminó conmigo; sus amigos hicieron

lo mismo y lo siguieron.

—¿Qué hay? —respondí yo.

Y él replicó:

—Aprendí por Corinto el socrático, en Argos, que no debo despreciar ni tratar con

indiferencia a los que se cubren a sí mismos con esta vestimenta. Más bien debo mostrarles

toda amabilidad y asociarme con ellos, pues quizás alguna ventaja podría surgir de tal

compañía, ya sea para ese hombre o para mí. Es bueno, además, para ambos, si uno u otro se

beneficia. Tomando esto en cuenta, entonces, cuando veo a uno con tal atuendo, gustoso me

acerco a él, y ahora, por la misma razón, me he emparejado a ti; y también ellos que me

acompañan, con la esperanza de oír algo provechoso de ti.

—Pero, ¿quién eres tú, oh, el más excelente de los hombres? —le dije yo en respuesta.

—Mi nombre y mi familia los digo simplemente: me llamo Trifón y soy hebreo

circuncidado. Escapé de la reciente guerra y paso la mayor parte de mi tiempo en Grecia,

especialmente en Corinto.

—¿Y en qué —dije yo— te aprovecharía a ti la filosofía tanto como tu Legislador (Moisés)

o los profetas?

—¿Por qué no? —dijo él—. ¿Acaso los filósofos no hacen un discurso sobre Dios? Y ¿no

se cuestionan constantemente sobre su unidad y su providencia? ¿No es acaso deber de la

filosofía investigar sobre Dios?

—Sí —dije yo—, así también nosotros hemos opinado. Pero la mayoría de los filósofos no

ha pensado sobre esto, si hay uno o más dioses y si guardan de cada uno de nosotros o no,

pues parece que este conocimiento en nada contribuye a nuestra felicidad. No, más bien nos

tratan de convencer de que Dios cuida del universo con sus géneros y especies, pero no de ti y

de mí y de cada uno de nosotros individualmente, pues de otro modo no necesitaríamos orar a

Él noche y día. No es difícil entender el resultado: la irreverencia y el descuido al hablar de esto

hacen que los que dicen estas opiniones hagan y digan lo que sea que elijan sin temer el castigo

ni esperar algún bien de parte de Dios. Pues ellos afirman que las mismas cosas pasarán

siempre; y además, que tú y yo viviremos de nuevo de una manera semejante, no habiéndonos

convertido ni en mejores ni peores hombres. Pero hay otros que, habiendo supuesto que el

alma es inmortal e inmaterial, creen que, aunque hayan cometido el mal, no sufrirán un castigo

(pues lo inmaterial es impasible), y que el alma, en consecuencia, no necesita nada de Dios.

Y él, sonriendo gentilmente, dijo:

—Y tú, ¿qué piensas de todo esto? ¿Cuál es tu opinión sobre Dios y cuál es tu filosofía?

Dínoslo.

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CAPÍTULO II.—JUSTINO DESCRIBE SUS ESTUDIOS FILOSÓFICOS

—Les contaré —dije— lo que me parece, pues la filosofía es, de hecho, la más grande

posesión, y la más honorable ante Dios; y a Él nos conduce y con Él nos reúne. Y santos, de

verdad, son los que consagran su inteligencia a la filosofía. Qué sea la filosofía, sin embargo, y

la razón por la cual ella ha sido enviada a los hombres, ha escapado de la observación de la

mayoría, pues si este conocimiento fuera uno, no habría platónicos, ni peripatéticos, ni

contemplativos ni pitagóricos.

”Deseo decirles por qué le han salido muchas cabezas. Ha pasado que aquellos que primero

manejaron la filosofía, y que, por tanto, eran estimados como hombres ilustres, fueron

sustituidos por aquellos que no hicieron ninguna investigación concerniente a la verdad, sino

que sólo admiraron la perseverancia y la autodisciplina de los anteriores, así como la novedad

de sus doctrinas y cada pensamiento que, de ser verdad, aprendían de sus maestros: luego,

además, esos primeros hombres pasaron a sus sucesores estas cosas y otras similares; y este

sistema fue llamado por el nombre del padre de esa doctrina.

”Estando yo primero deseoso de conversar personalmente con uno de esos hombres, me

rendí ante cierto filósofo estoico, y habiendo gastado un tiempo considerable con él, cuando

no adquirí más conocimiento de Dios (pues el filósofo no se conocía a sí mismo y dijo que esta

instrucción era innecesaria), lo dejé y tomé a otro, peripatético, muy definido en lo que creía.

Luego de entretenerme los primeros pocos días, pidió que asentara un salario para que nuestra

relación no fuera inútil. A él, por esta razón, también lo abandoné, creyendo que no era

filósofo del todo. Pero cuando mi alma grandemente deseaba escuchar qué es propia y

excelentemente la filosofía, llegué con un pitagórico muy famoso, un hombre que estimaba

mucho su propia sabiduría. Y luego, cuando me entrevisté con él, queriendo convertirme en su

oyente y discípulo, dijo:

”—¿Qué, entonces? ¿Conoces la música, la astronomía y la geometría? ¿Esperas percibir

alguna de esas cosas que conducen a la vida feliz si no has estado informado primero de esos

puntos que alejan al alma de los objetos sensibles, y dejarla adecuada para objetos que

competen a la mente, para que ella pueda contemplar lo que es honorable en su esencia, y lo

que es bueno en su esencia?

”Habiendo comentado muchas de estas ramas del conocimiento, y habiéndome dicho que

ellas eran necesarias, me despidió cuando le confesé mi ignorancia. En consecuencia, tomé esto

impacientemente, como era de esperarse cuando fallé en lo que esperaba, y más porque

pensaba que el hombre tenía algún conocimiento; pero reflexionando de nuevo sobre el lapso

durante el cual debería perder tiempo en esas ramas del conocimiento. No fui capaz de

soportar más procrastinación. En mi débil condición me ocurrió tener un encuentro con los

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platonistas, pues su fama era grande. Y, entonces, pasé tanto de mi tiempo como me fuera

posible con uno que se había instalado en nuestra ciudad, un hombre sagaz que tenía una

posición alta entre los platonistas, y progresé e hice los más grandes avances día tras día. Y la

intelección de las cosas inmateriales me emocionó mucho, y la contemplación de las ideas dio

alas a mi mente, así que supuse que en un momento me había convertido en sabio; y fui

suficientemente tonto como para creer que iba a ver inmediatamente a Dios, pues ésta es la

finalidad de la filosofía de Platón.

CAPÍTULO III.—JUSTINO NARRA CÓMO FUE SU CONVERSIÓN

”Y estando así dispuesto, con deseos de estar lleno de una gran paz y de huir del camino de

los hombres durante un tiempo, me acostumbré a ir a un campo no lejos del mar. Y cuando

estaba cerca del lugar, un día, habiéndolo alcanzado, me propuse estar conmigo mismo, y

cierto hombre anciano, cuyo aspecto no tenía nada de despreciable, sino dulce y serio, me

siguió de cerca. Y cuando paré y me volví y fijé mis ojos en él.

”Y él dijo:

”—¿Me conoces?

”Yo dije que no.

”—¿Por qué, entonces, me miras?”

”—Estoy asombrado —dije—, pues has conseguido estar en mi compañía, ya que no

esperaba ver a ningún hombre aquí.

”Y él me dijo:

”—Estoy preocupado por algunos en mi casa. Ellos se han apartado de mí: y por ello he

venido a hacer una búsqueda personal por ellos, si, quizás, aparezcan en algún lugar. Pero tú,

¿por qué estás aquí? —me dijo.

”—Me deleito —dije— en tales paseos, en los que mi atención no está distraída, pues la

conversación conmigo mismo no se interrumpe, y estos lugares son los más adecuados para el

amor al razonamiento.

”—¿Eres, entonces, un filólogo? —dijo—, pero no un amante de las acciones o de la

verdad? Y ¿no pretendes ser un hombre práctico, siendo un sofista?

”—¿Qué más grande trabajo —dije— podría yo cumplir que éste: exhibir la razón que

gobierna todas las cosas, y subiendo en ella, ver los errores de otros y sus pretensiones? Pero

sin filosofía y sin recta razón, la prudencia no estaría presente en ningún hombre. Por lo cual es

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necesario que cada hombre filosofe y estimar esto como el más grande y honorable trabajo;

pues otras cosas son de segundo o tercer nivel de importancia, aunque claro, si se las hace

depender de la filosofía, entonces son de un valor moderado y digno de aceptación. Pero si

ellas son privadas de la filosofía, y no la acompañan, son vulgares y rudas para aquellos que las

persiguen.

”—¿La filosofía, entonces, da la felicidad? —dijo él, interrumpiendo.

”—-Sin duda —dije yo—, y sólo ella.

”—¿Qué es, entonces, la filosofía —dijo—, y qué es la felicidad? Por favor, dime, a menos

que algo te lo dificulte.

”—La filosofía —dije— es la ciencia del ser y de lo verdadero; y la felicidad es la

recompensa de tal conocimiento y sabiduría.

”—Pero, ¿a qué le llamas Dios? —dijo él.

”—A Aquello que siempre mantiene la misma naturaleza en el mismo modo, y es la causa

de todas las otras cosas. Eso, de hecho, es Dios.

Así le respondí y él me escuchó con placer. A continuación me interrogó:

”—¿No es el conocimiento un término común para diferentes asuntos? Pues en las artes de

todo tipo, el que sabe cualquiera de ellas es un hombre igualmente hábil en el arte de ser

general, de gobernar o de curar. Pero en los asuntos humanos y divinos no es así. ¿Hay, acaso,

un conocimiento que permita el entendimiento de las cosas humanas y divinas, además de su

rectitud, y luego, un encuentro minucioso con la divinidad?

”—Seguramente —dije.

”—¿Entonces, qué? ¿Es el mismo el modo por el que conocemos a Dios, que aquel por el

que conocemos la música, la aritmética, la astronomía o alguna otra rama similar?

”—De ningún modo —dije.

”—No me has contestado correctamente, entonces —dijo él—. Para algunas ramas del

saber, el conocimiento viene por el aprendizaje o por algún uso, mientras que para otras,

tenemos el conocimiento por la vista. Ahora, si uno te dijera que existe en la India un animal

con una naturaleza diferente a las otras, pero de tal y tal tipo, multiforme y variado, no podrías

conocerlo sin antes haberlo visto, pero tampoco serías competente de dar cuenta de él, a

menos que oyeras de alguien que lo hubiera visto.

”—Ciertamente no —dije.

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”—¿Cómo, entonces —dijo— deberían los filósofos juzgar correctamente sobre Dios o

decir alguna verdad, cuando no tienen ningún conocimiento de Él, de ninguna ocasión, ni lo

han escuchado?

”—Pero, padre —dije—, la divinidad no puede ser vista simplemente por los ojos, como

otras cosas vivas pueden verse, sino que es discernible sólo para la mente, como dice Platón, y

yo le creo.

CAPÍTULO IV.—EL ALMA POR SÍ MISMA NO PUEDE VER A DIOS

”—¿Existe, entonces —dijo él—, un poder tan grande en nuestra alma? O ¿puede un

hombre no percibir el ser por los sentidos? ¿Podrá el alma del hombre ver a Dios en algún

tiempo, si no es instruido por el Espíritu Santo?

”—Platón en verdad afirma —dije yo— que el ojo del alma es de tal naturaleza y ha sido

dado con el fin de que nosotros, cuando el alma es pura, veamos al mismísimo Ser que es la

causa de todo lo conocido por el alma, sin tener color, forma ni magnitud, nada, en verdad, de

lo que el ojo corporal ve. Pero es algo de tal clase, dice también Platón, que está más allá de

toda esencia, inefable e inexplicable, honorable y bueno por sí solo, y que viene de pronto a las

almas bien dispuestas, a causa de su afinidad con Él y del su deseo de verlo.

”—¿Qué afinidad —dijo él— hay entre nosotros y Dios? ¿Es el alma también divina e

inmortal y una parte de la mismísima mente regia? E incluso si ella ve a Dios, ¿es también así

alcanzable para nosotros pensar en la divinidad en nuestra alma y llegar así a ser felices?

”—Sin duda —dije yo.

”—¿Y todas las almas de los seres vivos comprenden a Dios? —preguntó—. ¿O son las

almas de los hombres de un tipo y las almas de los caballos y los burros de otro tipo?”

”—No, pero las almas que están en todos son semejantes —respondí.

”—Entonces —dijo él— ¿deberán los caballos y burros ver, o ya han visto en un punto u

otro, a Dios?

”—No —dije—, no más que la mayoría de los hombres, salvo aquellos que viven

justamente, purificados por la prudencia y todas las otras virtudes.

”—¿No es, entonces —dijo él— a causa de su afinidad que el hombre ve a Dios, ni porque

tenga un alma, sino porque es templado y justo?

”—Sí —dije— y porque tiene eso, el hombre conoce a Dios.

”—¿Acaso las cabras y ovejas hacen daño a alguien?

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”—A nadie en ningún modo —dije.

”—Entonces estos animales verán a Dios, según lo que propones —dijo él.

”—No, porque su cuerpo, siendo de tal naturaleza, es un obstáculo.

”Y repuso:

”—Si estos animales asumieran el lenguaje, ten por seguro que, con gran razón,

ridiculizarían nuestro cuerpo; pero dejemos este tema, y concedámoslo como dices. Dime, de

todos modos, esto: ¿acaso el alma ve a Dios en tanto está en el cuerpo, o después de

desprenderse del cuerpo?

”—En tanto esté en la forma de un hombre, es posible para él —dije— conseguir esto por

medio del alma; pero especialmente cuando ha sido liberada del cuerpo, y estando aparte, por

ella misma, toma posesión de aquello que era deseado continua y completamente para amarlo.

”—Y, ¿recuerda el alma esto (la visión de Dios) cuando está de nuevo en el hombre?

”—No me parece así —dije.

”—¿Cuál es, entonces, la ventaja de aquellos que han visto a Dios? O, ¿qué tiene aquél que

ha visto más que aquél que no ha visto, a menos que recuerde este hecho que ha visto?

”—No puedo decirlo —respondí.

”—Y, ¿qué sufren aquellos que son juzgados como indignos de este espectáculo (la visión

de Dios)? —dijo él.

”—Son apresados en los cuerpos de ciertas bestias salvajes y este es su castigo.

”—¿Saben ellos, entonces, que es por esta razón que están en estas formas y que han

cometido algún pecado?

”—No lo creo.

”—Entonces esto no tiene ninguna ventaja desde su castigo, como parece, además, yo diría

que ellos no son castigados a menos de que sean conscientes de su castigo.

”—Sin duda.

”—Entonces, las almas, ni ven a Dios ni migran a otros cuerpos; pues sabrían si están

castigadas, y temerían cometer incluso el pecado más trivial después. Pero que puedan conocer

que Dios existe y que la justicia y la piedad son honorables, en eso concuerdo contigo.

”—Tienes razón —le dije.

CAPÍTULO V.—EL ALMA POR SÍ MISMA NO ES INMORTAL

”—Estos filósofos no saben nada, entonces, sobre estas cosas; pues ellos no pueden decir

lo que es un alma.

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”—No parece que sea así.

”—Ni se debe decir que se pueda llamar el alma inmortal, pues si es inmortal, entonces es

engendrada de manera simple.

”—El alma es ambas: no engendrada e inmortal, de acuerdo con los llamados platonistas.

”—¿Dices que el mundo es también no engendrado?

”—Algunos dicen eso. Pero no necesito estar de acuerdo con ellos.

”—Tienes razón, pues ¿qué razón tiene uno para suponer que un cuerpo tan sólido, que

posee resistencia, es compuesto, cambia, se descompone y se regenera cada día, no ha surgido

por alguna causa? Pero si el mundo es generado, las almas necesariamente son generadas; y

quizás, en un tiempo, no existieron, pues fueron hechas para el hombre y los otros seres vivos,

si es que dirás que han sido generadas totalmente aparte y no junto con sus respectivos

cuerpos.

”—Eso parece ser correcto.

”—Entonces, ¿no son inmortales?

”—No, pues el mundo nos parece ser generado.

”—Pero, de hecho, no digo que todas las almas mueran, pues sería una parte de buena

fortuna para el mal. ¿Qué entonces? Las almas de los hombres piadosos permanecen en un

mejor lugar, mientras que las de aquellos injustos y malvados están en un lugar peor, esperando

su juicio. Así, algunos que han aparecido ser dignos de Dios nunca mueren; pero otros son

castigados en tanto que Dios quiere que existan y que sean castigados.

”—¿Es, entonces, como dices, de una naturaleza semejante a la que Platón se refiere en el

Timeo sobre el mundo, cuando dice que es sujeto de descomposición, en tanto que ha sido

creado, pero que no será destruido ni encontrará el destino de la muerte en función de la

voluntad de Dios? ¿Te parece que lo mismo se puede decir sobre el alma, y en general, de

todas las cosas? Pues aquellas cosas que existen después de Dios o deberán existir en algún

tiempo tienen la naturaleza de la descomposición y son de tal modo que pueden ser borradas o

dejar de existir; pues sólo Dios es no engendrado e incorruptible, y por tanto, Él es Dios, y

todas las cosas después de Él son creadas y corruptibles. Por esta razón las almas mueren y son

castigadas: pues si fueran no engendradas, no pecarían ni se llenarían de tonterías, ni serían

cobardes, ni de nuevo feroces, ni se transformarían voluntariamente en cerdos y serpientes y

perros, ni sería justo obligarlas si fueran no generadas. Pues lo que es no generado es similar a,

igual a y lo mismo que aquello que es no generado; y ni en poder ni en honor debería ser

preferido uno que otro, y por tanto, no hay muchas cosas que sean no generadas; pues si

hubiera alguna diferencia entre ellas, no descubrirías la causa de la diferencia aunque buscaras

por ella, sino hasta dejar la mente vagar hacia el infinito, al final, cansado, llegarías al Uno no

generado, y dirías que es la Causa de todas las cosas. ¿Escapó esto a las observaciones de

Platón y de Pitágoras, hombres sabios, quienes han sido como un muro y una fortaleza para

nosotros?

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CAPÍTULO VI.— ESTAS COSAS ERAN DESCONOCIDAS PARA PLATÓN Y

OTROS FILÓSOFOS

”—No me importa —dijo él— si Platón o Pitágoras, o en suma, cualquier otro hombre,

tuvo estas opiniones. Pues la verdad es tal, y lo sabrás de esto. El alma seguramente es o tiene

vida. Si, entonces, es vida, causaría que otra cosa viviera y no ella misma, pues el movimiento

mueve a otra cosa y no a sí mismo. Ahora, que el alma vive, nadie lo niega. Pero si vive, vive

no como siendo la vida misma, sino como algo que participa de la vida. Pero lo que participa

de cualquier cosa, es diferente de aquello de lo que participa. Ahora bien, el alma participa de la

vida, pues Dios desea que viva. Entonces, el alma no participará de la vida si Dios no desea

que viva. Pues la vida no es su atributo, pues lo es de Dios, pero como un hombre no vive para

siempre, ni el alma está para siempre unida a un cuerpo, pues, cuando esta armonía se debe

romper, el alma deja el cuerpo y el hombre no existe más; incluso cuando el alma deja de

existir, el espíritu de vida es removido de él y no hay más alma, sino que regresa al lugar de

donde fue tomada.

CAPÍTULO VII.—EL CONOCIMIENTO DE LA VERDAD DEBE SER

TOMADO SÓLO DE LOS PROFETAS

”—¿A qué maestro debemos recurrir —dije— y en quién encontrar ayuda, si incluso esos

hombres no tienen la verdad?

”—Existieron, mucho antes de ahora, ciertos hombres más antiguos que todos los

estimados filósofos, a la vez, justos y amados por Dios, por quienes habló el Espíritu Divino, y

predijo eventos que tomarían lugar y que ahora tienen lugar. Esos hombres se llamaban

profetas. Sólo ellos vieron y anunciaron la verdad a los hombres, sin reverenciar ni temer a

hombre alguno, sin estar influidos por el deseo de gloria, sino sólo hablando de las cosas que

vieron y escucharon, estando llenos del Espíritu Santo. Sus escrituras aún existen, y el que las

ha leído es ayudado en su conocimiento del principio y el fin de las cosas, y de aquellos asuntos

que el filósofo debe saber, teniendo en cuenta que las ha creído.

”Pues ellos no usaron demostración en sus tratados, viendo que eran testigos de la verdad

que está por encima de toda demostración y es digna de ser creída; y esos eventos han

sucedido y aquellos que están sucediendo, te obligan a asentir las afirmaciones dichas por ellos,

aunque, sin duda, fueron creídos en función de los milagros que hacían, pues glorificaban

mucho al creador, a Dios, Padre de todas las cosas, y proclamaban a su Hijo, el Cristo, enviado

por Él.

”Esto, los falsos profetas, que están llenos de un espíritu inmundo y mentiroso, no lo han

hecho, al contrario, han tenido la audacia de hacer cosas maravillosas para asombrar a los

hombres y glorificar a los espíritus y demonios del error. Pero, oremos, sobre todas las cosas,

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para que las puertas de la luz te sean abiertas pues estas cosas no pueden ser conocidas ni

comprendidas completamente, sino sólo por el hombre a quien Dios y su Cristo le han dado

sabiduría.

CAPÍTULO VIII.— JUSTINO, POR SU COLOQUIO, ESTÁ ENCENDIDO DE

AMOR A CRISTO

”Apenas dijo estas y otras cosas que ahora no conviene mencionar, el hombre se alejó

prometiéndome profundizarlas. No lo he vuelto a ver. Pero inmediatamente una llama se

encendió en mi corazón; y un amor por los profetas y por aquellos hombres que son amigos de

Cristo me poseyó; y mientras repasaba sus palabras en mi mente, encontré que sólo esta

filosofía era segura y útil. Entonces, por esta razón, soy filósofo. Además, desearía que todos

hicieran una resolución como la mía y no se quedaran lejos de las palabras del Salvador.

”Pues ellas poseen un poder inmenso en ellas mismas y son suficientes para inspirar a

aquellos que se alejan del camino de la rectitud con temor; mientras que el dulce resto es dado

a aquellos que hacen una práctica diligente de ellas. Si, entonces, tú tienes alguna preocupación

por ti mismo, y si estás buscando deseoso la salvación, y si crees en Dios, puedes —pues no

eres indiferente al asunto— conocer al Cristo de Dios, y después de ser iniciado, vivir una vida

feliz.

Cuando dije esto, mis estimados amigos, los que estaban con Trifón, se rieron; pero él,

sonriendo, dijo:

—Apruebo tus otras observaciones y admiro el afán con el que estudias las cosas divinas;

pero sería mejor para ti seguir con la filosofía de Platón, o de algún otro hombre cultivando la

constancia, el autocontrol y la moderación, más que ser engañado por falsas palabras y seguir

las opiniones de hombres sin reputación. Pues si continúas en ese modo de filosofía, y vives

sin culpa, una esperanza de un mejor destino te queda. Pero si has abandonado a Dios y has

puesto la confianza en los hombres, ¿qué seguridad te queda? Si, entonces, estás dispuesto a

escucharme (pues ya te considero un amigo), primero hazte la circuncisión, y luego, observa

qué mandamientos se han hecho respecto del Shabbat y las fiestas y las lunas nuevas de Dios;

y, en una palabra, haz todas las cosas escritas en la ley: y quizás obtendrás la misericordia de

Dios. Pero el Cristo —si en verdad nació y existe en alguna parte— es desconocido e incluso

no se conoce a sí mismo y no tiene poder hasta que Elías venga a ungirlo y hacerlo manifiesto

a todos. Y ustedes, habiendo aceptado una historia sin fundamentos, se inventan un Cristo

para ustedes, y por esta causa están muriendo desconsideradamente.

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IV. LA MADURACIÓN DEL

CRISTIANISMO

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SAN AGUSTÍN

CONFESIONES (SELECCIÓN)

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INTRODUCCIÓN

Pocos teólogos han tenido una influencia tan extensa como Agustín de Hipona (354 – 430

d. C.). Incluso pensadores contemporáneos no cristianos han recibido el influjo de la filosofía

agustiniana. Para la tradición medieval, san Agustín se convirtió en una de las autoridades

centrales en temas de teología. Sus obras fueron una referencia inevitable en las discusiones

teológicas posteriores a él.

Las Confesiones es una de las obras más leídas de la historia, incluso por personas no

cristianas. Esto porque se considera una de las primeras autobiografías disponibles, además de

ser uno de los pocos accesos a la filosofía neoplatónica. Los especialistas advierten, sin

embargo, que hay que tomar varias precauciones al aproximarse al pensamiento agustiniano en

las Confesiones.

La primera precaución consiste en saber que las Confesiones no son una narración exhaustiva

de la vida de san Agustín. La finalidad de la narrativa agustiniana no es relatar la totalidad de

sus vivencias, sino su búsqueda de Dios.

El lector también debe estar prevenido acerca de la formación retórica de Agustín. La obra

no sigue un orden del todo lógico. Podrá sorprender, por ejemplo, la diversidad de temas que

se desarrollan en una obra supuestamente autobiográfica. Ejemplo de ello es la caracterización

del tiempo en el libro XI. Por otro lado, también hay temas que podrían considerarse ajenos a

una obra teológica. Tal es el caso de la ruptura amorosa narrada en el libro VI.

Estos aparentes desatinos deben interpretarse a la luz de una tesis central y en la que el

santo de Hipona es pionero: la interioridad como el acceso a lo divino. La narrativa de las

Confesiones adquiere un tono cada vez más espiritual. Entonces se aprecia la estrategia

argumentativa de Agustín. Lo que busca mostrar es el deseo del alma de alcanzar la

trascendencia y superar los límites materiales.

Este énfasis en la interioridad es una de las interpretaciones más novedosas del cristianismo

y una de las manifestaciones más claras de cómo la filosofía puede colaborar con la fe. La

influencia neoplatónica se ve en la interpretación de la narrativa interior como la búsqueda de

trascendencia.

La filosofía agustiniana resultó determinante para el espíritu medieval. No sólo por la

autoridad intelectual con la que fue investida, sino también por dar forma a la argumentación

teológica y la exégesis bíblica. Esta actitud frente a posturas distintas al cristianismo no es de

rechazo absoluto, como podría pensarse. Más bien consiste esencialmente en el diálogo y el

intento de conciliación.

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I, 6

Permitid, Señor, que no obstante ser yo polvo y ceniza, hable delante de vuestra

misericordia. Permitidme hablar, Señor, pues a vuestra misericordia hablo y no a los hombres,

que harían burla y se reirían de mí. Y si acaso os riereis Vos también, estoy muy cierto de que

lo convertirías en provecho mío, volviendo a tener misericordia de mí.

Pero ¿qué es lo que yo intento deciros, Dios y Señor mío, sino que ignoro de dónde haya

venido a esta vida, que no sé si la llame vida mortal o muerte vital? Aquí estaban ya para

recibirme los consuelos y favores de vuestra misericordia, según oí de los padres que me

engendraron y de quien hicisteis que yo naciera, porque a mí no me ha quedado especie alguna

de lo que entonces pasó. Recibiéronme, pues, los consuelos y favores que me previno vuestra

misericordia, proveyéndome y surtiéndome de la leche que había de mamar y necesitaba para

mi sustento. Porque ni mi madre ni las amas que me criaban se llenaban los pechos a sí

mismas, sino que Vos, Dios mío, erais quien se los llenaba, ministrándome por medio de ellas

el alimento propio de mi infancia, según las determinaciones de vuestra providencia, que surte

abundantísimamente de cuanto es necesario a todas las criaturas.

También era don vuestro el que yo no quisiese más que aquello que me dabais; y que las

amas que me criaban quisiesen también darme lo que para mí les dabais: como efectivamente

lo hacían, dándome con mucho afecto y amor bien ordenado lo que habían recibido de Vos

con abundancia. Porque era bueno y conveniente para ellas darme aquel mismo bien que de

ellas recibía; aunque, a la verdad, no de ellas sino de Vos me venía aquel bien por ministerio de

ellas: porque todos los bienes, sean corporales o espirituales, vienen siempre de Vos, Dios y

Señor mío, de quien depende toda la salud y felicidad de mi cuerpo y alma: como lo advertí

después, reflexionando la multitud de beneficios que interior y exteriormente me habéis hecho,

que son tantas voces que me habéis dado para que lo reconozca. Mas por entonces lo que yo

sabía era mamar, y entretenerme con las cosas que me eran agradables; y llorar y disgustarme

con las que me eran incómodas y molestas: esto era lo que sabía, y nada más.

Después también comencé a reír: primeramente mientras estaba dormido, y después

también reía estando despierto. Así me han contado, y yo lo he creído, porque lo mismo

vemos en los otros niños; pues yo no me acuerdo de estas cosas.

Poco a poco iba también conociendo dónde estaba, y procuraba manifestar mi voluntad y

deseos a los que podían cumplírmelos; pero no podía manifestárselos bien, porque mis deseos

estaban dentro de mí, y aquellas personas estaban fuera; y por ninguno de sus sentidos podían

recibir ni penetrar el interior de mi alma. Por eso me agitaba, daba voces, y hacía aquellas pocas

señas y ademanes que podía, para significar mis deseos interiores; a los cuales no se parecían ni

eran bastante semejantes mis ademanes y acciones. Y cuando no me daban los gustos que

pedía, o por no haberme entendido, o porque no me hiciese daño, me indignaba con mis

mayores porque no me obedecían, y con las personas libres porque no se me sujetaban y

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servían, y me vengaba de todos con llorar. Lo mismo he visto que hacen todos los niños que

yo he podido observar: y que yo fui también como ellos, mejor me lo han dado a entender los

mismos niños que lo ignoran, que los que me criaron, que lo saben.

Pues he aquí que mi infancia murió hace ya mucho tiempo y, no obstante, yo todavía estoy

vivo; pero Vos, Señor, sois el único que siempre vive y en quien nada muere, porque vuestro

ser es antes del principio de los siglos, y antes de todo cuanto se puede decir antes. Vos sois el

Dios y Señor de todo lo que criaseis, en Vos están permanentes e inmutables las causas y

principios de todas las cosas mudables y transitorias; en Vos viven inalterables y eternas las

ideas y razones de todas las criaturas temporales y destituidas de razón.

Yo os confieso y alabo, soberano Señor del cielo y de la tierra, por aquellos primeros

principios de mi vida y de mi infancia, de que no me acuerdo: lo cual quisisteis que los

hombres lo infiriesen y conjeturasen de lo que ven y experimentan que sucede a los otros, y

creyesen muchas cosas de sí mismos, solamente por la autoridad de aquellas mujeres que los

asistieron en aquella edad.

Yo entonces verdaderamente ya tenía algún ser, y también tenía vida; y al írseme acabando

aquella edad de mi infancia, buscaba indicios y señas con que darme a entender a otros, y

hacerles conocer mis pensamientos y deseos. ¿Quién sino Vos, Dios mío, había de ser el autor

de una tal criatura? ¿Por ventura puede alguno ser la causa o artífice de sí mismo?, ¿o hay algún

otro conducto por donde se nos comunique el ser y la vida fuera de Vos, que nos hacéis y

formáis, y en quien el ser y el vivir no son dos cosas realmente distintas, sino que Vos mismo

sois la suma vida y el sumo ser?

Sumo sois, y no sois capaz de mutación; ni este día, que para nosotros pasa y se hace

sucesivamente, pasa también para Vos, no obstante que él está en Vos, donde están todas las

cosas, porque no tuvieran camino alguno por donde ir pasando si no estuvieran contenidas en

Vos. Como vuestros años no pasan ni se acaban, por eso todos ellos no son más que un día presente

siempre continuo. ¿Cuánta multitud de días nuestros y de nuestros padres han pasado ya por

ese vuestro día siempre presente, y de él tomaron su modo de existir, y efectivamente

existieron a su modo, y todavía han de pasar por él otros muchos que tomarán de él su modo

de ser sucesivamente, y existirán y serán según su modo?

Pero Vos, Señor, siempre sois el mismo; y todas las cosas que han de ser mañana y en los

demás días adelante, y todas las que fueron ayer y en los demás días antecedentes, en

ese hoy vuestro las haréis, y en ese hoy las habéis hecho.

¿Qué importará si alguno no entendiere esto que digo? Alégrese él, no obstante, y exclame

diciendo: ¡Qué misterio tan grande será ése! Alégrese, vuelvo a decir, aunque no lo entienda bien; y

quiera más hallaros sin entenderlo, que entenderlo sin hallaros.

I, 13

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Desde mi tierna edad me hacían aprender el griego; pero yo aborrecía semejante estudio: y

no sé por qué le tenía tanta aversión entonces, que aun ahora no he podido acabar de averiguar

el motivo.

Al contrario me sucedió con el latín, al cual me aficioné mucho; no digo aquel latín que

podían enseñarme los maestros de primeras letras, sino el que enseñan los que se llaman

gramáticos, porque aquel otro estudio de las primeras letras, en que se aprende a leer, escribir y

contar, no le tenía por menos pesado y penoso que el de todo el griego.

Pues ¿de dónde podía dimanar esta aversión, sino de mi pecado, y de lo caduco de esta vida,

por ser el hombre compuesto de carne animada de un espíritu, cuya vida es como un soplo de

aire pasajero que va y no vuelve? Porque a la verdad el estudio de aquellas primeras letras era mejor

y más sólido; pues con él podía conseguir, como de hecho conseguí entonces y también ahora,

ya el leer lo que hallo escrito, ya también escribir todo lo que quiero. Pero en el otro estudio, a

que yo me incliné más, me obligaban a aprender los errados rumbos de no sé qué Eneas

olvidándome de lo errado de los míos y a llorar la desgracia de Dido, que por amor de Eneas

se mató a sí misma; cuando yo, miserable de mí, no lloraba la muerte que a mí mismo me

daban estas fábulas, apartándome de Vos, que sois mi Dios y mi vida.

¿Qué cosa más digna de compasión y lástima que un hombre infeliz y miserable que no

tenía lástima ni se compadecía de sí mismo, y que lloraba la muerte de Dido, causada de su

grande amor a Eneas, no llorando mi propia muerte, causada de no amaros a Vos, Dios mío,

luz de mi corazón, sustento y fortaleza de mi alma, y virtud que la fecundáis, llenando toda la

capacidad de mi entendimiento?

No os amaba yo, Señor; antes bien os era desleal. Y andando así perdido, por todas

partes oía mis aplausos. Porque tener amistad con este mundo es apartarse de Vos; y por ese

apartamiento recibe el hombre aplausos en el mundo, para que se avergüence, si no persevera

en la unión y amistad de quien le aplaude tanto.

No lloraba yo esto, y lloraba a Dido, que por último extremo de su amor se mató a sí

misma; siendo así que yo amaba extremadamente a vuestras criaturas dejándoos de amar a Vos,

y portándome como terreno en tener puesta mi afición en cosas de la tierra. Y estaba tan

aficionado y adherido a aquella lectura, que si me estorbaran leer aquellas cosas, lo sentiría

mucho, porque no me dejaban leer lo que me causaría sentimiento. Pues estas y semejantes

locuras son reputadas como mejores estudios y aplaudidas con el nombre de bellas letras; y su

estudio se juzga de más utilidad que el otro en que me enseñaron a leer y a escribir.

Pero al presente, Dios mío, dad voces en el interior de mi alma y clame allí vuestra verdad

diciéndome: No es así, no es así; mejor es sin duda aquella doctrina y enseñanza primera. Porque a la

verdad yo más quisiera que se me olvidaran los rodeos por donde anduvo Eneas y las demás

historietas a este modo, que el escribir y leer.

Bien sé que las puertas de sus aulas las cubren los gramáticos con una especie de velos o

cortinas, pero éstas no tanto sirven para significar los misterios que sus fábulas ocultan, cuanto

para encubrir los errores y desvaríos que allí se enseñan.

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No tienen que alborotarse ni dar voces contra mí, que no les temo desde que en vuestra

presencia, Dios mío, confieso los afectos y deseos de mi alma, y he resuelto acusarme de las

erradas sendas que he seguido, para enmendar lo que he errado, y seguir de aquí adelante el

camino de vuestras santas leyes y preceptos.

No se me opongan, ni griten contra mí los que viven de vender y comprar las doctrinas y

reglas de la gramática; porque si yo les pregunto si es verdad que Eneas vino alguna vez a

Cartago, como dice Virgilio, los menos instruidos responderán que no lo saben, pero los que

saben algo más, dirán que aquello no es verdad. Pero si les preguntase con qué letras se escribe

el nombre de Eneas, todos los que aprendieron a escribir responderán uniformemente y

conformándose con aquellas reglas y forma de caracteres que están instituidos y determinados

por el convenio y voluntad de los hombres, y será verdadera su respuesta. Y finalmente, si les

preguntara cuál sería mayor daño para esta vida, olvidársele a un hombre el leer y el escribir, u

olvidársele todas aquellas ficciones poéticas, ¿quién no ve lo que respondería cualquiera que no

estuviese olvidado enteramente de sí mismo?

Luego siendo un muchacho hacía yo mal en amar y aficionarme más al estudio de aquellas

cosas tan vanas, que al de éstas, que son más útiles y provechosas, o por mejor decir, obraba

mal amando aquéllas y aborreciendo éstas. Pues ¿qué diré de mi repugnancia a los primeros

principios de la aritmética? Era para mí una canción insufrible el oír a los otros, y repetir yo

mismo: uno y uno son dos, dos y dos son cuatro; cuando por otra parte era para mi gusto un pasaje

muy delicioso, el de aquel caballo de madera lleno de gente armada, el incendio de Troya y

la sombra de Creúsa.

I, 14

Pues ¿cómo aborrecía yo también la gramática griega, que enseña estas y semejantes

fábulas?, porque Homero verdaderamente es destrísimo en tejer estas ficciones, y es

dulcísimamente vano; y no obstante, era bien amargo para mí cuando muchacho. Yo creo que

lo mismo les sucederá respecto de Virgilio a los muchachos griegos de nacimiento cuando los

obliguen a aprenderle, como a mí me obligaban a aprender a Homero.

Esto debía consistir en que la gran dificultad que generalmente hay en aprender una lengua

extraña servía de amarga hiel con que se rociaban todas las dulzuras que yo hallaba en la

narración de las fábulas griegas. Pues cuando aún no sabía palabra de aquel idioma, me

obligaban con terribles amenazas y crueles castigos a que le aprendiera.

Es verdad que también durante algún tiempo de mi infancia estuve sin saber palabra alguna

de la lengua latina; y con todo eso solamente de oírla hablar la aprendí (sin que me hostigasen

con miedos ni tormentos), entre los halagos y caricias de las amas, y entre las chanzas y juegos

de los que me entretenían o se divertían conmigo. Pero si la aprendí, sin que ninguno me

estimulase con castigos ni amenazas, fue porque mi mismo corazón me obligaba a que

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manifestase sus interiores afectos; lo que no pudiera hacer si no hubiera aprendido algunas

palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que hablaban en mi presencia, en cuyos

oídos procuraba yo también ir pariendo a mi modo mis conceptos. De donde se infiere que

para aprender estas cosas conduce más una curiosidad voluntaria que el temor y la violencia.

Pero ya conozco, Dios mío, que es voluntad vuestra serviros de este freno para reprimir el

exceso de aquella curiosidad, siendo éste uno de los efectos de vuestras leyes y

determinaciones, que comprenden y abrazan todas las edades de los hombres, desde las

palmetas que sufren los niños de mano de sus maestros, hasta las torturas que padecen de los

tiranos los mártires; y de este modo vuestras divinas leyes nos hacen volver a Vos, porque van

mezclando saludables amarguras en los mismos deleites ponzoñosos que nos habían apartado

de Vos.

I, 17

Permitidme, Dios mío, que diga también algo del ingenio que Vos me disteis y de los

desatinos en que lo ejercitaba.

Se me daba un asunto, sobre el cual había de componer, y esto causaba bastante

desasosiego e inquietud en mi alma, ya por ganar el premio de alabanza, ya por el deshonor a

que me exponía, ya por el miedo de los azotes con que me amenazaban. Se me proponía, pues,

por asunto, que dijera yo las palabras que diría Juno airada y muy sentida porque no podía

impedir que abordase a Italia el rey de los troyanos, cuyas palabras nunca había oído que Juno

las dijese; pero nos obligaban a que, siguiendo las huellas de las ficciones poéticas, dijésemos

en prosa algo que fuese semejante a lo que el poeta hubiera dicho en verso. Y aquél era más

alabado que con más propiedad había sabido contrahacer y remedar los afectos de ira y

sentimiento correspondientes a la dignidad de la persona de Juno que él representaba, y que

había usado de palabras más propias y expresivas para adornar y vestir con majestad oportuna

las sentencias.

Pero ¡oh Dios mío y verdadera vida mía!, ¿de qué me servía, que cuando llegaba yo a decir

lo que me tocaba, recibía más alabanzas y aplausos que los otros mis coetáneos y

condiscípulos?, ¿era más que humo y aire todo aquello?, ¿por ventura no había otra cosa mejor

en que se ejercitasen mi ingenio y mi lengua? Vuestras alabanzas, Señor, vuestras alabanzas, de

que están llenas vuestras Santas Escrituras, hubieran suspendido y fijado la instabilidad de mi

corazón para que no fuese agitado y arrebatado por el aire de aquellas vanidades, para venir a

ser ignominiosamente la presa de los inmundos espíritus y potestades aéreas; pues no es uno

solo el modo con que se sacrifica a los ángeles apóstatas.

IV, 2

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120

Enseñaba yo en aquel tiempo la retórica, y vendía aquel arte de elocuencia que sabe vencer y

dominar los corazones, siendo al enseñarla vencido y dominado yo de la codicia. Pero bien

sabéis, Señor, que lo que más deseaba era tener discípulos, en el sentido en que comúnmente

se llaman buenos, a los que sin engaño alguno les enseñaba el arte de practicar engaños, no

para que jamás usasen de ellos contra la vida de algún inocente, sino para defender alguna vez

al culpado. Y Vos, Dios mío, visteis desde lejos esta fidelidad que iba a perderse por un camino

tan resbaladizo, y centellear entre mucho humo aquella buena fe mía con que enseñaba a los

que, como yo, amaban la vanidad y buscaban la mentira.

En aquel mismo tiempo tenía yo una mujer, no que fuese mía por legítimo matrimonio,

sino buscada por el vago ardor juvenil escaso de prudencia; pero era una sola, y le guardaba

también fidelidad, queriendo saber por experiencia propia la diferencia que hay entre el amor

conyugal pactado mutuamente con el fin de la procreación, y el pacto de amor lascivo, en el

cual suele también nacer algún hijo contra la voluntad de los amantes, aunque después de

nacido los obliga a que le tengan amor.

También hago memoria de que habiendo yo voluntariamente entrado en una oposición

pública de poesía dramática, me envió a decir no sé qué agorero cuánto le había de dar por que

él me asegurase la victoria, y yo, detestando y abominando aquellos feos sacrificios, le respondí

que aunque aquella corona de frágil hierba que se había de dar al vencedor fuera de oro e

inmortal, no permitiría que para que yo la lograra se matase siquiera una mosca. Porque en sus

sacrificios y conjuros había él de quitar la vida a algunos animales, y con aquellos honores que

hacía a los demonios, le parecía que los convidaba y movía a que me favoreciesen. Pero bien

conozco, oh Dios de mi alma y de mi corazón, que el haber yo desechado y abominado aquella

maldad, no fue por amor vuestro, porque aún no sabía amaros, pues ni acertaba a imaginaros

sino como una luz y resplandor corporal. Y un alma que suspira por semejantes ficciones, ¿no

es cierto que anda muy distraída en Vos, poniendo su confianza en falsedades y apacentándose de

los vientos? En verdad que no quisiera yo que por mí se hiciera sacrificio a los demonios, siendo

así que yo mismo con aquella superstición me sacrificaba a ellos, porque ¿qué otra cosa

es apacentarse de los vientos, sino dar a comer a los demonios, esto es, servirles de deleite y

diversión con nuestros errores?

V, 3

Quiero hablar en presencia de mi Dios acerca de aquel año, que fue el veintinueve de mi

edad. Ya había venido a Cartago cierto obispo de los maniqueos, que se llamaba Fausto, gran

lazo del demonio, en que muchos se enredaban y caían engañados con la suavidad de sus

palabras. Yo también alababa su elocuencia, pero distinguía entre el modo de decir y la verdad

de las cosas que se dicen, la cual buscaba yo y deseaba aprender ansiosamente; y así más

atendía a ver qué manjar de ciencia me ofrecía para mi sustento aquel Fausto, tan famoso entre

ellos, que no al plato de palabras hermosas en que la proponía. Antes de verle y oírle sabía yo

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que tenía fama de hombre muy instruido en todas las ciencias, y docto perfectamente en las

artes liberales. Y como yo había leído muchas obras de filósofos, y las conservaba en la

memoria, comparaba alguna de sus doctrinas y sentencias con las grandes y largas fábulas de

los maniqueos, y me parecían mucho más probables las cosas que enseñaron aquellos

filósofos, cuyo ingenio y estudio bastó para averiguar muchas cosas de este mundo, aunque no llegaron a

conocer al Autor de él, porque siendo Vos tan grande, miráis desde cerca a los humildes y os alejáis de los

espíritus que conocéis excelsos y orgullosos. Así no os acercáis sino a los que tienen un corazón

contrito, ni permitís que os hallen los sabios, aunque haya llegado a tanto su curiosidad y

ciencia, que sepan el número de las estrellas del cielo y de las arenas del mar, o tengan medidas

las regiones celestiales y averiguado el curso de los astros.

Con el entendimiento e ingenio que Vos les concedisteis investigaron todas estas cosas y

hallaron la verdad en muchas de ellas; también llegaron a anunciar los eclipses del Sol y de la

Luna muchos años antes que sucediesen, y en qué día y en qué hora habían de suceder, y

cuánta parte de ellos se habían de eclipsar. Y les salió tan verdadero su cómputo, que sucedió

del mismo modo que lo habían pronosticado. Además de esto inventaron y dejaron reglas

seguras que hoy día se leen y sirven, y con ellas se pronostica en qué año, en qué mes del año,

en qué día del mes, en qué hora del día y en cuánta parte de su luz se ha de eclipsar la Luna o el

Sol, y vendría a suceder infaliblemente como lo han pronosticado.

Los hombres que no saben estas reglas se admiran y se pasman; los que las saben se alegran

y se envanecen, y con esta impía soberbia se apartan de Vos y padecen la falta de vuestra luz, y

viendo tanto antes el defecto del Sol, que es futuro, no ven su defecto, que está presente,

porque no indagan piadosa y cristianamente el origen de donde les ha venido aquel ingenio

capaz de hacer estas investigaciones. Dado caso que descubran y hallen que Vos sois quien les

ha hecho y creado, no se entregan a Vos para que conservéis lo mismo que habéis hecho, ni

sacrifican en honra vuestra lo que ellos han hecho en sí mismos, degollando en lugar de aves

sus altanerías, que los elevan hasta las nubes; matando sus vanas curiosidades, que como los

peces penetran los senos más ocultos del abismo; y haciendo morir a sus sensualidades y

lujurias en lugar de las fieras y animales del campo, para que Vos, Dios mío, que sois un fuego

consumidor, abraséis todos estos afectos y cuidados mortíferos, dándoles un nuevo ser y vida

inmortal.

Pero ellos no dieron con el camino que lleva a este conocimiento, pues no conocieron a

vuestro Verbo eterno, por el cual hicisteis las estrellas y demás criaturas que ellos cuentan y

numeran, y a los mismos que las cuentan, y a los sentidos con que miran las mismas cosas que

cuentan, y al entendimiento con que ajustan esta cuenta, porque no hay cuenta ni número de vuestra

infinita sabiduría. Pero ese vuestro Unigénito se hizo Él mismo nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestra

santificación y quiso ser contado y entrar en el número de los hombres, y como tal pagó tributo al César.

No atinaron aquellos filósofos con este camino, por el cual bajasen desde sí mismos hasta

llegar a Él, y por Él mismo humanado, subiesen a conocerle creador de todo. No conocieron

este camino: por eso piensan que son tan sublimes y resplandecientes como las estrellas, y esto

los hizo caer precipitadamente en tierra, y su necio corazón se oscureció y quedó sin luz alguna. Ellos

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dicen de las criaturas muchas cosas verdaderas; pero como no buscan con veneración piadosa

la verdad, que es el artífice de las criaturas, por eso no la hallan, conociendo que es el

verdadero Dios, no le honran y glorifican como a Dios, ni le dan gracias por sus obras; antes se desvanecen

en sus pensamientos y dicen que son sabios. Se atribuyen a sí mismos los que son dones vuestros, al

mismo tiempo que con ceguedad perversa os quieren atribuir las que son obras suyas, esto es,

apropiando a vuestra naturaleza mentiras y falsedades, siendo Vos la verdad por esencia, y

trasladando la gloria y honra debida a un Dios incorruptible a la semejanza e imagen de los

hombres corruptibles, y de las aves, de los cuadrúpedos y de las serpientes, de modo que toda

vuestra verdad la truecan en mentira, dando a las criaturas la adoración y el culto en lugar de

tributárselo al Creador.

No obstante, yo conservaba en mi memoria muchas cosas verdaderas que ellos dijeron de

las criaturas y la cuenta y razón que ellos enseñaron por los números y orden de los tiempos

me salía puntual y conforme a los visibles testimonios de los astros; pero comparando esto con

la doctrina de Maniqueo, que sobre éstas escribió muchísimos delirios y extravagancias, no

hallaba de ningún modo cómputo ni razón de los solsticios, ni de los equinoccios, ni de los

eclipses de Sol y Luna, ni de otras cosas semejantes que yo había aprendido en los libros de la

sabiduría de este universo. A pesar de eso se me mandaba que creyese todo aquello, lo cual no

venía bien con las otras reglas y razones que tenía yo muy averiguadas por los cálculos y

números, y por lo que veía con mis ojos; antes era muy diferente uno de otro.

VI, 6

Ardía mi alma en deseos de honores, de riquezas y de matrimonio, y Vos, Señor, os

burlabais de mis ansias y proyectos. Padecía en semejantes deseos amarguísimos trabajos,

siéndome Vos en esto tanto más propicio y favorable, cuanto menos permitíais que hallase

dulzura en todo lo que no erais Vos. Ved cómo os manifiesto todo mi corazón, pues habéis

querido, Señor, que me acuerde de todos estos beneficios y os rinda gracias por ellos. Haced

que de aquí en adelante esté mi alma unida a Vos, que la desembarazasteis de aquella tan tenaz

y pegajosa liga de la muerte.

¡Qué infeliz era aquel estado de mi alma, cuando Vos teníais que punzarla en lo más

delicado y sensible de sus llagas, para que dejadas todas las cosas se convirtiese a Vos, que sois

sobre todas ellas, y convirtiéndose a Vos lograse su sanidad! ¡Qué miserable era yo entonces y

de qué modo hicisteis que conociese mi miseria! Llegó el día en que habiéndome preparado

para decir en alabanza y presencia del emperador un panegírico, en el cual había de mezclar

mentiras y lisonjas con que merecer el aplauso y favor de los mismos que sabían la falsedad de

mis elogios, en aquel día, pues, en que mi corazón no respiraba sino estos cuidados, abrasado

en los ardores de varios pensamientos que le angustiaban, pasando por una calle de Milán, eché

de ver a un pobre mendigo, que después de bien harto, según creo, estaba retozando y

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alegrándose. Esta ocasión me hizo suspirar y decir a los amigos que me acompañaban muchos

sentimientos y quejas de nuestras locuras, pues con todos nuestros estudios y conatos, cuáles

eran los que entonces me afligían, estimulándome con los acicates de mis codicias y ambiciones

a traer sobre mí la pesada carga de mi infelicidad, y haciéndola más pesada sólo con traerla, no

pretendía otra cosa ni aspiraba a otro fin que llegar a conseguir una alegre tranquilidad, adonde

había llegado antes que nosotros aquel pobre mendigo, y acaso no llegaríamos jamás a

conseguirla. Porque la alegría de una felicidad temporal, que aquel pobre había alcanzado ya

con unos pocos dineros que le habían dado de limosna, esa misma era la que yo anhelaba y la

que buscaba por tan penosos caminos y trabajosos rodeos. Es cierto que la alegría que aquel

pobre gozaba no es la verdadera alegría, pero mucho más falsa era la que yo buscaba por los

medios que me sugería mi ambición, y a lo menos aquel pobre estaba alegre y yo angustiado, él

estaba seguro y yo temeroso.

Ahora bien, si alguno me pregunta qué querría más, estar con alegría o estar con temor,

respondería sin duda que más querría estar alegre. Y si me volviera a preguntar si quería más

ser tal como era aquél o ser tal como me hallaba entonces, escogiera primero ser lo que yo era,

aunque tan lleno de cuidados y temores; pero esta elección la haría mi perversidad, no la recta

razón fundada en la verdad. Porque el ser yo más sabio que él no era la razón que me debía

mover para anteponer mi estado al suyo, supuesto que de mi ciencia no sacaba yo gozo ni

alegría, sino que me valía de ella para agradar a los hombres, no con el fin de instruirlos, sino

solamente con el designio de agradarles. Por eso Vos, Dios mío, con el báculo de vuestra

corrección y enseñanza quebrantabais los huesos de mi dureza.

Nadie diga, pues, que hay mucha diferencia en los motivos y causas que tiene un hombre

para su alegría, pues que si aquel mendigo se alegraba con su embriaguez, yo deseaba alegrarme

con aplauso y gloria. Porque ¿con qué gloria, Señor, había de alegrarme, siendo una gloria que

no estaba en Vos? Que si la alegría de aquel pobre no era verdadera, tampoco era verdadera

gloria la que yo buscaba y que entorpecía y trastornaba mi razón, más que al otro su

embriaguez. Además en aquella misma noche había de digerir aquel mendigo el vino con que

se había embriagado, pero yo había ya muchos días que dormía y me levantaba con mi

embriaguez, y había de proseguir durmiendo y volviéndome a levantar muchos días sin

desecharla.

Es verdad que debe considerarse la diferencia que hay entre los motivos y causas de la

alegría; bien lo conozco, y lo sé, que la alegría que nace de la esperanza cristiana es mayor

incomparablemente que la que provenía de aquella vanagloria. Aun bajo este concepto, entre

mí y el pobre había una distancia y diferencia muy grande, conviene a saber, que él era

actualmente más feliz que yo, no sólo porque estaba rebosando alegría, al mismo tiempo que

yo estaba lleno de cuidados que me arrancaban las entrañas, sino también porque él con

buenas palabras había adquirido el vino y yo con mentiras buscaba mi vanagloria.

Estas y otras muchas cosas semejantes dije entonces a mis amigos, y en tales reflexiones que

hacía con frecuencia consideraba cuál era mi estado y cuán mal me hallaba; y en medio del

sentimiento y tristeza que me causaba esto, duplicaba mi mal de tal modo, que si me sucedía

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alguna cosa favorable, tenía repugnancia a aprovecharme de ella, porque, casi antes de asirla, se

me iba de las manos y volaba.

VI, 7

Sentíamos y llorábamos estas cosas todos los que vivíamos junta y amigablemente, pero en

especial, y con grandísima familiaridad y confianza, las trataba con Alipio y Nebridio, el

primero de los cuales era como yo, natural de Tagaste, de las más nobles y primeras familias de

aquel pueblo, si bien era más joven, pues había sido mi discípulo cuando comencé a enseñar en

dicha ciudad, y luego después en Cartago. Éste me amaba mucho, porque me tenía por

hombre de bien y docto; e igualmente amábale yo por su bella índole y gran muestra que daba

de virtud, que aun en sus pocos años se descubría. Pero la impetuosa corriente de las

costumbres de los cartagineses, aficionadísimos a vanos espectáculos, le había sumergido y

llevado a la locura de los juegos circenses. Al mismo tiempo que él andaba miserablemente

envuelto y agitado de estas olas, enseñaba yo la retórica en las escuelas públicas de la ciudad,

pero él todavía no estudiaba conmigo entonces, ni me tenía por maestro, a causa de cierto

disgusto que entre su padre y yo se había suscitado.

La noticia que yo tenía de su funesta pasión por aquellos juegos me afligía gravemente, por

parecerme que estaban para perderse o ya podían darse por perdidas las grandes esperanzas

que de él se tenían. Mas no tenía yo proporción alguna para amonestarle con la satisfacción de

amigo, ni para apartarle de aquellos juegos con alguna reprensión, usando con él de la

autoridad de maestro, porque yo juzgaba que en orden a mí estaría en la misma disposición que

su padre, y a la verdad no era así. En efecto, posponiendo él la voluntad de su padre, en cuanto

al resentimiento que había entre los dos, me había comenzado a saludar y a venir a mi aula,

donde estaba un rato oyendo lo que yo explicaba y luego se iba.

Se me había olvidado en todas estas ocasiones el tratar con él lo que tenía pensado, para que

su pasión ciega y violenta por aquellos vanos e inútiles juegos no apagase las luces de tan buen

ingenio. Pero Vos, Señor, que con altísima providencia gobernáis todas las cosas que habéis

creado, no os olvidasteis de Alipio, a quien habíais destinado para que fuese pastor de vuestros

hijos y ministro que les dispensase vuestros Sacramentos; y para que su corrección se

atribuyese a Vos solamente, la obrasteis por medio de mí, pero sin saberlo ni advertirlo yo.

Porque un día, estando yo en mi escuela, sentado en el lugar que acostumbraba y delante de

mis discípulos, vino Alipio, me saludó, tomó asiento y se puso a atender a las cosas que yo

estaba tratando. Por casualidad tenía cierta lección entre manos que, para declararla de modo

que su explicación se hiciese más perceptible y gustosa, me pareció que era oportuno traer la

similitud y ejemplo de lo que sucedía en los juegos del circo, haciendo burla y como satirizando

a los que se dejaban cautivar de semejante locura. Bien sabéis Vos, Dios y Señor Nuestro, que

por entonces no pensaba yo en sanar a Alipio de aquella contagiosa enfermedad, mas él tomó

para sí lo que yo dije y creyó que solamente lo había dicho por él. Y lo que hubiera sido para

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otro causa de enojarse conmigo, aquel prudente mancebo lo tomó por motivo para enojarse

contra sí y para encenderse en amor vivo, verificándose lo que mucho tiempo antes habíais

dicho e insertado en vuestras Sagradas Escrituras: Reprende al sabio y él te amará. Y

ciertamente que no era yo quien le había reprendido, sino que Vos, Dios mío, que usáis de

todos los hombres como de instrumentos, ya con advertencia suya, ya sin ella, con aquel justo

orden que Vos sólo conocéis, formasteis de mi corazón y lengua carbones encendidos con que

cauterizar la podrida llaga que aquel joven de tan buenas esperanzas tenía en el ánimo para

sanarle con aquel cauterio.

Solamente podrá callar vuestras alabanzas quien no considere vuestras misericordias; las

cuales me obligan a que yo os confiese y alabe con lo más íntimo de mi corazón, acordándome

de que al instante que él acabó de oír aquellas palabras, salió de aquella hoya profunda en que

voluntariamente se había hundido y en que perseveraba ciego con aquel miserable deleite; y

sacudiendo su ánimo con una fuerte templanza, saltaron fuera de él todas las manchas y lodos

de aquellos juegos del circo, y no volvió jamás ni se acercó a ellos. Además de esto, venció la

repugnancia que había en su padre para que yo fuese su maestro; y al fin, el padre cedió y se lo

concedió. Volviendo a ser mi discípulo por segunda vez, se hizo también compañero y

participante de mi superstición, amando él en los maniqueos aquella continencia que

aparentaban y que creía legítima y verdadera. Pero ella era fingida y engañosa, acomodada sólo

a cautivar almas sencillas y preciosas, que no sabiendo todavía llegar a lo profundo e interior de

la virtud verdadera, son fáciles de engañar con el buen exterior de la virtud fingida y aparente.

VI, 8

Continuando Alipio la carrera regular de los estudios, que sus padres le habían encargado

mucho que siguiese, antes que yo se fue a Roma, para aprender allí el derecho, donde se dejó

arrebatar increíblemente de una extraordinaria afición y ansia de asistir al espectáculo de los

gladiadores.

Porque siendo así que él aborrecía tales espectáculos y le horrorizaban, encontrándose un

día de los que estaban dedicados a tan crueles como funestos juegos con unos amigos y

condiscípulos suyos, que venían de comer, con una amigable y familiar violencia le llevaron al

anfiteatro, no obstante que él lo rehusó y resistió fuertemente, y que les iba diciendo: Aunque a

mi cuerpo le llevéis por fuerza a ese lugar y le coloquéis en él, ¿por ventura podréis obligar a

mis ojos ni a mi alma a que atienda y mire tan bárbaros espectáculos? Por lo cual yo estaré allí

como si no estuviera, y de este modo triunfaré de vosotros y de tales espectáculos. Mas ellos,

aunque oyeron esto, no desistieron de su empresa y le llevaron consigo, acaso deseando

experimentar si podía cumplir lo que había dicho.

Habiendo llegado allá y tomado los asientos que pudieron, en todo aquel gran concurso no

se veía otra cosa que deleites crudelísimos. Cerrando Alipio las puertas de sus ojos, estorbó que

su alma saliese a ver tantos males, ¡y ojalá que también hubiese cerrado enteramente los oídos!

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Porque en un lance de aquella lucha fue tan grande el clamor de todo el pueblo, que movido

fuertemente de aquellas voces y vencido de la curiosidad (pareciéndole que estaba prevenido

interiormente para despreciarlo, fuese ello lo que fuese, y quedar victorioso), abrió los ojos y

recibió mayor herida en su alma que el otro a quien deseaba ver había recibido en el cuerpo.

Así cayó él más lastimosa y miserablemente que el otro a quien quiso ver, cuya caída ocasionó

aquella gritería, que entrándole por los oídos, le hizo abrir los ojos, para que su ánimo, que

entonces era aún más presuntuoso que fuerte, fuese herido y derribado, y conociese que tanto

era más flaco, cuanto más había presumido de sí mismo, debiendo solamente confiar en Vos.

Porque luego que vio la sangre derramada, bebió también por los ojos la crueldad, pues no los

apartó de aquel espectáculo, antes fijó en él la vista, y embebido en aquel furor, sin advertirlo

se iba deleitando en la maldad de la pelea y embriagándose con tan sangriento deleite.

Ya no era verdaderamente el mismo que había venido, sino uno de los muchos que allí

estaban y con quienes se había mezclado, y verdadero compañero de aquéllos que por fuerza le

habían atraído. Pero ¿qué hay que decir más? Vio, clamó, se enardeció y de allí llevó consigo la

loca afición que le estimulase a volver, no sólo igualando en esta afición a los otros que le

habían llevado a él, sino aventajándose a ellos y llevando también a otros.

Pero Vos, Señor, con vuestra mano omnipotente y misericordiosa le sacasteis también de

aquel abismo y le enseñasteis a que no presumiese ni confiase de sí mismo, sino de Vos

solamente, aunque esto fue mucho después.

VI, 9

Todo este suceso se conservó en su memoria para que más adelante le sirviese de medicina,

como también el otro lance, que siendo estudiante todavía y discípulo mío, le sucedió en

Cartago, pues estando él al mediodía en la plaza repasando la lección que había de dar después,

como se acostumbra para ejercitar a los estudiantes, Vos, Señor, permitisteis que los guardas de

dicha plaza lo prendiesen como ladrón. Lo cual, Dios y Señor nuestro, no me persuado que lo

permitisteis por otra causa o motivo sino a fin de que aquél que había de ser tan grande

hombre comenzase a aprender desde entonces cuán necesaria es una madura consideración en

el conocimiento de las causas y delitos de los hombres, y no determinarse a condenar un

hombre a otro ligeramente, llevado de una temeraria credulidad.

Fue el caso que Alipio se paseaba sólo delante de la casa del consistorio con sus tablas y

punzón de hierro, con que entonces se escribía, cuando hete aquí que un mozuelo del número

también de los estudiantes, pero verdadero ladrón, llevando escondida un hacha, se entró sin

verle Alipio hasta los enrejados de plomo que vienen a dar a la platería y sobre las tiendas de

los plateros y comenzó a cortar el plomo de aquellas rejas. Al ruido del hacha dieron voces los

plateros que estaban debajo y enviaron a algunos que fuesen allá arriba y prendiesen a

cualquiera que por casualidad hallasen. El muchacho, habiendo oído las voces de aquéllos, se

escapó dejándose allí el hacha, temiendo ser cogido con ella en las manos. Alipio, que no le

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había visto entrar, le sintió salir y le vio escapar corriendo. Deseando saber la causa por qué

huía, se entró hasta aquel paraje y, hallando el hacha, se puso a mirarla y se estaba allí parado

admirándose del hecho. Los que habían sido enviados a prender al ladrón encontraron sólo a

Alipio, que tenía en la mano el hacha, a cuyos golpes habían acudido ellos. Echan mano de él,

le llevan por fuerza y, juntándose todos los inquilinos de dicha casa, se gloriaban de haberle

cogido como a manifiesto ladrón, y desde allí le llevaban a presentarle al juez.

Hasta aquí no más llegó la enseñanza que había menester, porque al instante, Señor,

acudisteis a socorrer su inocencia, de la cual sólo Vos erais testigo. Pues cuando le llevaban a la

cárcel o al castigo, les salió al encuentro un arquitecto, cuyo empleo principal era el cuidado de

los edificios públicos. Los que le llevaban se alegraron de haberse encontrado

determinadamente con aquél, que sospechaba de los inquilinos de las Casas consistoriales

siempre que faltaba alguna cosa de ellas, para que conociese quién era el que hurtaba aquellas

cosas.

Este arquitecto había visto muchas veces a Alipio en casa de un senador, a quien él solía

visitar a menudo; así que le conoció, cogiéndole de la mano le apartó de aquel tropel, y

preguntándole la causa de tan grave mal, le informó Alipio de la verdad del hecho. Entonces

vuelto el artífice a toda aquella gente alborotada que se hallaba presente y se explicaba con

furiosas amenazas, mandó a todos que le siguiesen, y todos juntos fueron a la casa del

mancebo autor del delito. Delante de la puerta había un muchachuelo de la misma casa, de tan

poca edad, que fácilmente pudo declarar todo el suceso sin recelar que a su amo se le siguiese

daño alguno, pues era paje de aquel mismo mancebo a quien había seguido y acompañado

cuando iba a cometer su atentado. Habiéndole reconocido Alipio, se lo dijo también al

arquitecto. Éste enseñó el hacha al muchacho, preguntándole de quién era. Sin detenerse,

respondió el chico: Es nuestra; y consecutivamente fue descubierto todo lo demás, según se le

fue preguntando.

Así, recayendo el delito sobre los de aquella casa, y quedando corrida toda aquella multitud

de gente que había comenzado ya a triunfar de Alipio, éste, que había de llegar a ser en vuestra

Iglesia predicador de vuestra divina palabra, y juez que había de fallar en su diócesis muchas

causas eclesiásticas, se retiró de allí mucho más instruido a costa de su experiencia propia.

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SAN AGUSTÍN

LA CIUDAD DE DIOS (SELECCIÓN)

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LIBRO II

CAPÍTULO VII. QUE POCO APROVECHA LO QUE HA INVENTADO LA FILOSOFÍA SIN LA

AUTORIDAD DIVINA, PUES A UNO QUE ES INCLINADO A LOS VICIOS, MÁS LE MUEVE LO QUE

HICIERON LOS DIOSES QUE LO QUE LOS HOMBRES AVERIGUARON

Si acaso alegaren en contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas escuelas y

disputas de los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron su origen en

Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad romanos, porque Grecia ha

venido a ser provincia romana y estar sujeta a su imperio, no son preceptos y documentos de

los dioses, sino invenciones de los hombres, quienes, poseyendo naturalmente sutilísimos

ingenios, procuraron con la fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en

los arcanos de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se debía desear o

huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel arcano, observando escrupulosamente las

reglas del discurso y argumentación, concluía con cierto y necesario enlace de términos, o no

concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos hallaron y conocieron, con el auxilio

divino, cosas grandes, así como erraron en otras que no podían alcanzar por la debilidad de

conocimientos que por sí posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y

caprichos se oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo el

campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al Cielo, de todo lo

cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si fuese la voluntad de nuestro gran

Dios. Con todo, si los filósofos encontraron algunos medios que puedan servir para vivir bien

y conseguir la bienaventuranza, ¿con cuánta más razón se les debería haber decretado las

honras divinas? ¿Cuánto más decente y plausible fuera se leyeran en el templo sus libros de

Platón, que no que en los templos de los demonios se castraran los galos, se consagraran los

hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se ejercieran todos los demás

actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o torpemente torpes, que suelen celebrarse

en las fiestas y entre las ceremonias sagradas de los dioses? ¿Cuánto más importante sería para

instruir y enseñar a la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente las leyes de

los dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de los antepasados? Porque todos los

que adoran a semejantes dioses, luego que les tienta el apetito, como dice Persio, abrasados de

un vivo fuego sensual, más ponen la mira en lo que Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o

en lo que a Catón le pareció. Por eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que,

mirando un cuadro colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de

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que en cierto tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó en esta

alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose que en ella imitaba a un

dios ¿Y a qué dios dice? A aquel que hace temblar los más altos templos y edificios, tronando

desde el cielo; ¿y yo, siendo un puro hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he

ejecutado y de muy buena gana.

CAPÍTULO XVII. DEL ROBO DE LAS SABINAS Y DE OTRAS MALDADES QUE REINARON EN

ROMA, AUN EN LOS TIEMPOS QUE TENÍAN POR BUENOS

Pero diremos acaso que el motivo que tuvieron los dioses para no dar leyes al pueblo

romano fue porque, como dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre ellos no tanto por

las leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y equidad provino el robo de

las sabinas; porque, ¿qué cosa más justa y más santa hay que engañar a las hijas de sus vecinos,

bajo el pretexto de fiestas y espectáculos, y no recibirlas por mujeres con voluntad de sus

padres, sino robarlas por fuerza, según cada uno podía? Porque si fuera mal hecho el negarlas

los sabinos cuando se las pidieron, ¿cuánto peor fue el robarlas, no dándoselas? Más justa fuera

la guerra con una nación que hubiera negado sus hijas a sus vecinos por mujeres después de

habérselas pedido que con las que pretendían, después se las volviesen por habérselas robado.

Esto hubiera sido entonces más conforme a razón, pues, en tales circunstancias, Marte pudiera

favorecer a su hijo en la guerra, en venganza de la injuria que se les hacía en negarles sus hijas

por mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con el derecho de la

guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le habían negado; lo que

sucedió muy al contrario —ya que sin motivo ni derecho robó las que no le habían sido

concedida—, sosteniendo injusta guerra con sus padres, que justamente se agraviaron de un

crimen tan atroz. Sólo hubo en este hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por

suceso de suma importancia y de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño

permanecieron las fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en aquella magnífica

ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en haber canonizado por

su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que ninguna ley o costumbre

autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta justicia y bondad resultó que, después de

desterrados el rey Tarquino y sus hijos, de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul

Junio Bruto hizo por la fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su

compañero en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco que

tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la ciudad, cuya acción

fea efectuó con auxilio o permisión del pueblo, de quien el mismo Colatino habla recibido el

consulado, así como Bruto. De esta justicia y bondad dimanó que Marco Camilo, varón

singular de aquel tiempo, que al cabo de diez años de guerra, en que el ejército romano tantas

veces había tenido tan funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma

Roma, venció con extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo

romano, ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre su conducta

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en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio implacable de sus antagonistas y la

insolencia de los tribunos del pueblo, halló tan ingrata la ciudad que le debía su libertad, que,

estando seguro de su condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar de

estar ausente multaron en 10,000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había de volver a

librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy ya fastidiado de referir

relaciones tan abominables e injustas con que fue afligida Roma, cuando los poderosos

procuraban subyugar al pueblo y éste rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas de ambos

partidos más con pasión y deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y

justicia.

LIBRO IV

CAPÍTULO VIII. QUÉ DIOSES PIENSAN LOS ROMANOS QUE LES HAN ACRECENTADO Y

CONSERVADO SU IMPERIO, HABIÉNDOLES PARECIDO QUE APENAS SE PODÍA ENCOMENDAR A

ESTOS DIOSES, Y CADA UNO DE POR SÍ, EL AMPARO DE UNA SOLA COSA

Parece muy a propósito veamos ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos

cuáles creen ellos fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. ¿Por qué en

empresa tan famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a la

diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o la Libentina,

denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al Vaticano, que preside a los llantos de las

criaturas, o la Cunina, que cuida sus cunas? ¿Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo

lugar de este libro todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados

volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No se

contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular, sino que

encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al dios Jugatino, los collados a

la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una

vez se encargase y cuidase de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban

debajo de la tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya salido

de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya cogido y encerrado en las

trojes para que se guardase seguramente, la diosa Tutilina; para lo cual no parecía bastante la

Segecia, mientras la mies llegaba desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y,

con todo eso, no bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la

miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo los castos

abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina los granos que brotan

y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las cañas; a la diosa Volutina los capullos

y envoltorios de las espigas, y a la diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga

la espiga; a la diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los

antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses florecen; a Lacturcia,

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cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran; a la diosa Runcina, cuándo los

arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque me ruborizo de lo que ellos no se

avergüenzan. Esto he dicho precisamente para que se entienda que de ningún modo se

atreverán a decir que, estos dioses fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano;

pues en tal conformidad daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en

general. ¿Cuándo Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo

tiempo de las mieses y de los árboles? ¿Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si su

poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? ¿Cuándo Noduto les había

de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al cuidado del capullo de la espiga,

sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada uno pone en su casa un portero, y porque es

hombre, es, sin duda, bastante. Estos pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea,

para los quicios; Limentino, para los umbrales. ¿Acaso era imposible que Fórculo pudiese

cuidar juntamente de las puertas, quicios y umbrales?

CAPÍTULO XLII. DE LOS QUE DICEN QUE SÓLO LOS ANIMALES RACIONALES SON PARTE DEL

QUE ES UN SOLO DIOS

Y si se obstinan en sostener la errada máxima de que solamente los animales racionales,

como son los hombres, son partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es

Dios, separan de sus partes a las bestias. Pero ¿a qué es necesario porfiar? Del mismo animal,

esto es, del hombre, ¿qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara defender que

azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer hacer a las partes de Dios

lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, ¿quién lo podrá sufrir, sino el que del todo

estuviere loco? Finalmente, ¿para qué se ha de enojar con los que no le adoran, si sus partes

son las que no le veneran? Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus peculiares

vidas, que cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino que se deben

adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que no todos lo

pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo se persuaden que él les

fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio no le obró esta deidad suprema, ¿cuál

será el que creerán pudo emprender obra tan majestuosa estando ocupados todos los, demás

en sus oficios y cargos propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? ¿Luego puede

ser que el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?

LIBRO V

CAPÍTULO XII. CUÁLES FUERON LAS COSTUMBRES DE LOS ANTIGUOS ROMANOS CON QUE

MERECIERON QUE EL VERDADERO DIOS, AUNQUE NO LE ADORASEN, LES ACRECENTASE SU

IMPERIO

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Por lo cual, examinemos ahora cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes

quiso favorecer el verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su

Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y con el fin de

averiguar este punto más completamente, escribí en el libro pasado a este propósito,

manifestando cómo en este importante asunto no han tenido ni tienen potestad alguna los

dioses a quienes ellos adoraron con varios ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí

hemos tratado en este libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya

persuadido de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión que

tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino a la poderosa

voluntad del sumo y verdadero Dios.

Así que los antiguos y primeros romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque

como las demás naciones (a excepción del pueblo hebreo) adorasen a los falsos dioses y

sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino a los demonios; «con todo, eran

aficionados a elogios, eran liberales en el dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria

inmortal»; a ésta amaron ardientemente, por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir.

Todos los demás deseos los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de

gloria; finalmente, porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar,

glorioso, quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que fuese

señora absoluta.

De aquí nació que, no pudiendo sufrir el dominio de los reyes, establecieron su gobierno

anual nombrando dos gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o

señores de reinar o dominar con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se

dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la etimología de éstos,

como queda dicho, de regir, pero el fausto y pompa real no se tuvo por oficio y cargo de

persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia y amor de persona que aconseja y

mira por el bien y utilidad pública, sino por soberbia y altivez de persona que manda.

Desterrado, pues, el rey Tarquino, y establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el

mismo autor refirió entre las alabanzas de los romanos: «Que la ciudad —cosa increíble—,

habiendo conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el deseo

de honra y gloria». Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó todas aquellas

maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación de los hombres.

Elogia el mismo Salustio por ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César,

diciendo hacía muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su

valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y valerosos campeones,

aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y entre las alabanzas con que elogia el

mérito de César, pone que deseaba para sí el generalato (mejor dijera toda la autoridad

Republicana reunida en su persona), un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra,

donde poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos de los

hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las miserables gentes a la

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guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a fin de que de este modo hubiese

ocasión para poder ellos manifestar su valor.

La causa de estos deseos, sin duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que

aspiraban. Por esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y por

codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma lo uno y lo

otro el insigne poeta, diciendo: «A Tarquino echado de Roma, pretendía Porsena restablecer en

su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los ínclitos romanos por su libertad se arrojaban a

las armas con extraordinario denuedo y fiereza.»

Así que entonces tuvieron ellos por acción heroica o morir como fuertes y valerosos

soldados, o vivir con libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en

el deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente el dominio

y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en persona de Júpiter dice:

«También Juno la áspera, la que ahora altera amedrentando los elementos mar, tierra y aire,

mudará sus consejos para mejor parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el

mundo, y a la gente togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pasando

años, en que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas, y se

enseñoreará, vencidos los griegos». Todo lo cual Virgilio refiere altamente, aunque introduce a

Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como ya pasado, y lo observa como

presente.

He querido alegar este testimonio para demostrar que los romanos, después de obtenida la

libertad, estimaron tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores

elogios. De aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones y

artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto primordial de

reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: «Otros harán tan al vivo las

imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros en el mármol esculpirán al

vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán altamente de la astronomía de los

movimientos de los cielos y de los aspectos de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de

regir a los pueblos con Imperio; guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la

paz, favoreciendo a los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso». Estas artes y

profesiones las ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y

a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del cuerpo, deseando y

acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando a sus infelices

ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y las los que habían pasado y

sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en las costumbres, y eran ricos y poderosos

cuando esto escribía Salustio y cantaba Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio

de aquellas artes, sino con cautelas y engaños; y así dice él mismo: «Pero al principio más

ocupados tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque este

vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y el mando igualmente los

desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a la obtención por el camino verdadero, y el

otro (porque le faltan medios limpios) procura alcanzarlo con cautelas y engaños.» Los medios

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limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición engañosa, a la honra, a la gloria y al

mando, todas las cuales felicidades desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno las

procura por el verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura ascender como

al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas particularidades las

tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos lo manifiestan asimismo los

templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y el del Honor, los cuales los edificaron

contiguos y pegados el uno al otro, teniendo por dioses los dones peculiares que con acede

Dios gratuitamente a los mortales.

De donde puede colegirse el fin que se habían propuesto, que era el de la virtud, y adónde la

referían los que eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la

virtud, aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables, esto

es, con cautelas y engaños.

Con más justa razón elogió a Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria

tanto más ella le seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y

opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor la virtud, que

no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de su propia conciencia, por lo

que dice el apóstol: «Nuestra gloria es ésta: el testimonio de nuestra conciencia. Y en otro

lugar: «Examine cada uno sus obras, y cuando su conciencia no le remordiere, entonces se

podrá gloriar por lo que ve en sí solo, y no por lo que ve en otro».

Así que la virtud no debe caminar detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos

apetecían y adonde pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben

seguir a la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde está el

sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió pedir, sino que la ciudad

estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo; pero habiendo en aquel tiempo dos

personas grandes y excelentes en virtud, César y Catón, parece que la virtud de Catón se

aproximó más a la verdad que la de César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué

tal fue la ciudad en su tiempo, y qué tal lo fue antes. «No penséis, dice, que nuestros

antepasados acrecentaron la República con las armas. Si así fuera, tuviéramosla mucho más

hermosa, porque tenemos mayor abundancia de aliados y de ciudadanos, amén de más armas y

caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos

nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el dictaminar y exento

de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos del lujo y la avaricia, en público de

pobreza y en privado de opulencia. Alabamos las riquezas, seguimos la inactividad. No

hacemos diferencia alguna entre los buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están

en manos de la ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en

privado por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del dinero y

del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como a una víctima sin

defensa».

Quien oye estas palabras de Catón o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de

los viejos romanos de aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les

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prodigan. Y no es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya cité

en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los poderosos, y por ellas la

escisión entre el pueblo y el senado y otras discordias domésticas, existieron ya desde el

principio. Y no más que después de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de

Tarquino y la difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación.

Después los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a usanza

de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar para nada con los demás.

El fin de tales disensiones fue la segunda guerra púnica, al paso que unos querían ser señores y

otros se negaban a ser siervos. Una vez más, comenzó a cundir un grave miedo, y a cohibir los

ánimos, inquietos y preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a la concordia civil. Pero

unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes haciendas y, tolerados y

atemperados aquellos males, crecía aquella república por la providencia de esos pocos buenos,

como atestigua el mismo historiador que, leyendo y oyendo él las muchas y preclaras hazañas

realizadas en paz y en guerra, por tierra y por mar, por el pueblo romano, se interesó por

averiguar qué cosa sostuvo principalmente tan grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los

romanos habían peleado con un puñado de soldados contra grandes legiones de enemigos;

conocía las guerras libradas con escasas riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de

mucho pensar, le constaba que la egregia virtud de unos pocos ciudadanos había realizado

todo aquello, y que el mismo hecho era la causa de que la pobreza venciera a las riquezas, y la

poquedad a la multitud. «Mas luego que el lujo y la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la

república con su grandeza a dar pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados».

Catón elogió también la virtud de unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando

por el verdadero camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria

doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas privadas

fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo lo contrario:

públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia.

CAPÍTULO XV. DEL PREMIO TEMPORAL CON QUE PAGÓ DIOS LAS COSTUMBRES DE LOS

ROMANOS

Aquellos a quienes no había de dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en

su celestial ciudad, a la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el

culto que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos no les

concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no les premiara y pagara

sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban llegar a tanta gloria. Porque de

aquellos que parece practican alguna acción buena para que los alaben y honren los hombres,

dice también el Señor: «De verdad os dije que ya recibieron su recompensa. Pues bien, éstos

despreciaron sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y por su

tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el Senado por el bien de su

patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes y refrenando sus apetitos. Y con todas

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estas operaciones, como por un verdadero camino aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y

así fueron honrados en casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes,

y en la actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por así toda la redondez

del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia del sumo y verdadero

Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.

LIBRO XII

CAPÍTULO XX. DE LA IMPIEDAD DE LOS QUE DICEN QUE LAS ALMAS QUE GOZAN DE LA

SUMA Y VERDADERA BIENAVENTURANZA HAN DE TORNAR A VOLVER UNA Y OTRA VEZ POR

LOS CIRCUITOS DE LOS TIEMPOS A LAS MISMAS MISERIAS Y AFLICCIONES PASADAS

¿Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír que después de haber pasado una vida

con tantas calamidades y miserias (si es que merece nombre de vida ésta, que con más razón

puede llamarse muerte, tanto más grave que, por amarla, tememos la muerte que de ella nos

libra), que después de tan horrendos males, tantos y tan horribles, purificados finalmente por

medio de la verdadera religión y sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos

bienaventurados con la contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella

inmortalidad inmutable, con cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea

preciso al fin dejarla en algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad,

verdad y felicidad, se vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y

abominable miseria donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por

medio de los detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya

de ser una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han

sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda tener noticia exacta de sus obras en ciertos y

limitados circuitos que van y vuelven constantemente por nuestras falsas felicidades y

verdaderas miserias que aunque alternas con la revolución incesable, son sempiternas; porque

no puede cesar de hacer, ni con su ciencia comprender las cosas que son infinitas. ¿Quién

puede escuchar esta doctrina? ¿Quién darla crédito? ¿Quién puede sufrirla? Que si fuese

verdad, no sólo con más cordura se pasara en silencio, sino también (por decir según mi

posibilidad lo que siento) fuera prueba de más sabiduría el no saberlo. Pues si en la eternidad

no hemos de tener memoria de estas cosas, y por eso hemos de ser bienaventurados, ¿por qué

razón aquí, con la noticia que tenemos de ellas, se nos agrava más esta nueva miseria? Y si en la

vida futura necesariamente las hemos de saber, a lo menos no las sepamos en la presente, para

que así sea más dichosa la esperanza, que allá el gozo y posesión del sumo bien; puesto que

aquí esperamos conseguir la vida eterna, y allá sabemos que hemos al fin alguna vez de perder

la vida bienaventurada, aunque no eterna.

Y si dijesen que ninguno puede llegar a aquella bienaventuranza, si en la escuela de esta vida

no hubiere conocido estos circuitos y revoluciones, donde alternativamente suceden la

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bienaventuranza y la miseria, ¿cómo enseñan que cuanto uno más amare a Dios, tanto más

fácilmente llegarán a la bienaventuranza los que enseñan doctrina con que se entibie y enfríe

este amor? Porque ¿quién habrá que no ame más remisa y tibiamente a quien sabe que

necesariamente ha de venir a dejar y contra cuya verdad y sabiduría ha de sentir; y esto cuando

con la perfección de la bienaventuranza hubiere llegado, según su capacidad, a tener plena y

cumplida noticia de su verdad y sabiduría? Pues ni a un hombre amigo puede uno amar

fielmente si sabe que ha de venir a ser su enemigo. Pero Dios nos libre de creer que sea verdad

esto, que nos promete y amenaza una verdadera miseria que nunca ha de acabarse, aunque con

la interposición de la falsa bienaventuranza muchas veces y sin fin se ha de ir interrumpiendo.

Porque ¿qué cosa puede haber más falsa y engañosa que aquella bienaventuranza donde

estando en la misma luz de la verdad, no sepamos que hemos de ser miserables, o estando en

la cumbre de la suma felicidad, temamos que lo habremos de ser? Porqué si allá hemos de

ignorar la calamidad que nos ha de sobrevenir, más sabía es acá nuestra miseria, donde

tenemos noticia de la bienaventuranza que hemos de gozar; y si allá no se nos ha de esconder

la miseria que esperamos, con más felicidad pasa su tiempo el alma miserable; pues pasado el

suyo ha de volver al estado de miseria. Y así la esperanza que hay en nuestra desdicha será

dichosa, y desdichada la que hay en nuestra felicidad. Por lo cual se deduce que puesto que

aquí pasemos los males presentes y allá tenemos los que nos amenazan y aguardan, con más

verdad seremos siempre miserables que alguna vez bienaventurados.

Mas porque esta doctrina es falsa y manifiestamente contraria a la religión y a la verdad

(pues; efectivamente, nos promete Dios aquella verdadera felicidad, de cuya seguridad

estaremos siempre ciertos, sin que la interrumpa ninguna desdicha), sigamos el camino recto

que para nosotros es Jesucristo, y auxiliados de este ínclito caudillo y salvador, enderecemos las

sendas de nuestra fe y desviémonos de este vano y absurdo círculo de los impíos. Porque si el

platónico Porfirio no quiso seguir la opinión de los suyos acerca de estas revoluciones, idas y

venidas alternativas de las almas sin cesar un momento, ya fuese movido por su propia

vanidad, ya lo fuese por tener algún respeto a los tiempos cristianos, y quiso mejor decir (según

insinúo en el libro X) que el alma fue entregada al mundo para que conociese los males, y

librada y purificada de ellos, cuando volviese al Padre, no padeciese ya semejantes mutaciones

en su estado, ¿cuánto más debemos nosotros abominar y huir de esta falsedad contraria a la fe

cristiana? Descubiertos pues ya y deshechos estos círculos y revoluciones no habrá ya

necesidad que nos obligue a que entendamos que el género humano por eso no tuvo principio

de tiempo, de donde principió a ser y existir: porque no sé por qué circuitos y revoluciones no

hay cosa nueva en el mundo que no haya sido antes por ciertos intervalos de tiempo, y que

después ha de venir a volver a ser: porque si se liberta el alma para no volver más a las miserias,

de manera que nunca antes se ha librado a sí misma, ya se hace en ella algún efecto que jamás

se hizo antes, y esta es en efecto cosa muy grande, y es la eterna felicidad que nunca ha de

acabarse; y si en la naturaleza inmortal ha de haber tan singular novedad, sin que haya sucedido

jamás, ni la haya de volver a suceder con ningún circuito o revolución ¿por qué porfían que no

la puede haber en las cosas mortales?

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Y si dijeron que no alcanza el alma ninguna nueva bienaventuranza, porque torna a dar

vuelta a aquella en que siempre estuvo, por lo menos es nuevo en ella libertarse de la miseria en

que nunca estuvo cuando se libra el infortunio; y también lo es la misma miseria que nunca

hubo. Y si esta novedad no es de las cosas ordinarias que se gobiernan por la divina

Providencia, sino que sucede al acaso, ¿dónde están aquellos circuitos en quienes no sucede

cosa nueva, sino que vuelven a ser las mismas cosas que antes fueron? Y si a esta novedad

tampoco la eximen del gobierno de la divina Providencia (ya sea dada el alma a un cuerpo, ya

sea que cayó en él) pueden hacerse cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin

embargo, ajenas y extrañas del orden natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse a sí misma

por su imprudencia una nueva miseria que no fuese imprevista a la divina Providencia, de

manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma

Providencia la libertase, ¿con qué temeridad y vana presunción humana nos atrevemos a negar

que pueda Dios hacer, no para sí, sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho

ni jamás las haya tenido imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren

libertado no han de caer en la miseria, pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el

mundo, porque siempre se han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto

a lo menos conceden si es así, que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y

nueva libertad. Porque si dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales

diariamente se hacen nuevos hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente,

salen libres, de manera que nunca más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que

estas almas son infinitas. Pues por grande que se suponga que haya sido el número de las

almas, no pudiera ser suficiente para los infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen

haciendo siempre los hombres, cuyas almas se libraron siempre de esta mortalidad para no

volver después más a ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este

mundo, que suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de

almas. Por lo cual, quedando ya excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía

que el alma necesariamente había de volver a unas mismas miserias, ¿qué otra cosa nos resta

que más convenga a la piedad y religión católica, sino creer que no es imposible a Dios criar

cosas nuevas que jamás haya hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad mutable?

Pero si el número de las almas que se han librado y no han de volver ya al estado de la miseria

se puede siempre acrecentar, examínenlo los que discurren con tanta sutileza sobre limitar la

infinidad de las cosas; porque nosotros cerramos y concluimos nuestro argumento por ambas

partes. Pues si se puede, ¿qué razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue

criado, si el número que nunca antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una vez,

sino que jamás se dejará y acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número limitado

de almas libertadas que no vuelvan más a la miseria, y que este número no se acreciente más,

también éste, cualquiera que hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente pudiera crecer y llegar al

término de su cantidad sin algún principio, el cual tampoco existió antes. Para que hubiese este

principio fue criado el hombre, antes del cual no hubo hombre alguno.

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LIBRO XIII

CAPÍTULO I. DE LA CAÍDA DEL PRIMER HOMBRE, POR QUIEN HEREDAMOS EL SER MORTALES

Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo

y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa

acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del origen

y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma

condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición

que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar sin intervención de la

muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada; y siendo desobedientes

incurriesen en pena de muerte, por medio de una justísima condenación, como lo insinuamos

ya en el libro anterior.

LIBRO XIV

CAPÍTULO XXVIII. DE LA CALIDAD DE LAS DOS CIUDADES, TERRENA Y CELESTIAL

Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta

llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí

mismo. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca

el honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su

conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: «Vos

sois mi gloria y el que ensalza mi cabeza»; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a

quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores,

aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su propio poder; ésta

dice a su Dios: «A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza»; y por eso, en

aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su

alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios «no le dieron la gloria como a Dios,

ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus imaginaciones y discursos, y

quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por sabios, quedaron tan ignorantes,

que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios eterno e incorruptible por la

semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible, sino también de aves, de bestias y

de serpientes»; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la

enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, «y adoraron y sirvieron

antes a la criatura que al Criador, que es bendito por los siglos de los siglos». Pero en esta

ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se

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adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos no sólo de

los hombres, sino también de los ángeles, «que sea Dios todo en todos».

LIBRO XV. CAPÍTULO V. EL PRIMER AUTOR Y FUNDADOR DE LA CIUDAD TERRENA FUE

FRATRICIDA, CUYA IMPIEDAD IMITÓ CON LA MUERTE DE SU HERMANO EL FUNDADOR DE

ROMA

Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia

mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra. Por lo cual nadie

debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había de llegar

a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de

tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los griegos llaman

archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dijo un poeta refiriendo la

misma desventura. «Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se

construyeron en aquella ciudad, pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su

hermano Remo», según refiere la historia romana.

Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación

de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno

solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si,

viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder

tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y

empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los

hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni

tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues

ambos reinaran y fueran señores.

Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la

diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque

son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad porque con

su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser

tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen.

En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto

más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así

que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí

misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay

entre las mismas dos ciudades terrenas, entre los buenos y los malos; pero los buenos con los

buenos, si lo son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que

van aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, como un hombre

puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre «la carne desea

contra el espíritu y el espíritu contra la carne».

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LIBRO XVIII

CAPÍTULO XLII. QUE POR DISPENSACIÓN DE LA PROVIDENCIA DIVINA SE TRADUJO LA

SAGRADA ESCRITURA DEL VIEJO TESTAMENTO DEL HEBREO A GRIEGO PARA QUE VINIESE A

NOTICIA DE TODAS LAS GENTES

Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de

Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de

Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con el

terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el orbe,

consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de Judea;

luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y dilatado reino

para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y abrasarle todo con

guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de ellos, hijo de Lago,

condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro Ptolomeo, llamado Filadelfo,

quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente a su país, y además envió un

presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a Eleázaro, que a la sazón era Pontífice,

le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda, había oído, divulgando la fama que eran

divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa librería, que había hecho muy famosa.

Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en hebreo, el rey le pidió también

intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada una de las doce tribus, doctísimos en

ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega, cuya versión comúnmente se llama de

los setenta.

Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina

concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí aparte

(porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no discreparon

uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o en el orden de

las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue uno lo que todos

interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en todos.

Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y

recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual

efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes que

habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido.

LIBRO XIX

CAPÍTULO V. CÓMO A LA VIDA SOCIAL Y POLÍTICA, AUNQUE ES LA QUE PARTICULARMENTE

DEL DESEARSE, DE ORDINARIO LA TRASTORNA MUCHOS TRABAJOS, ENCUENTROS E

INCONVENIENTES

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Los que dicen que la vida del sabio es política y sociable, también nosotros lo aprobamos y

confirmamos con más solidez que ellos. Porque ¿cómo esta Ciudad de Dios (sobre la cual

tenemos ya entre manos el libro decimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo

caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fines si no fuese social la vida de los

santos? Pero en las miserias de la vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males encierra en sí la

sociedad y política humana? ¿Quién bastará a contarlos? ¿Quién podrá ponderarlos?

Escuchen lo que entre sus poemas cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de

todos los hombres: «Me casé. ¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron

hijos, y en ellos tuvieron origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.» Todos los

inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los agravios, sospecha,

enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida humana? ¿Acaso estas a

desventuras suceden ordinariamente las amistades lícitas y honestas de los amigos? ¿Por

ventura no está llena de ellas la vida humana, en la cual experimentamos agravios, sospechas,

enemistades, guerra como males ciertos? La paz la experimentamos como bien incierto y

dudoso; porque no sabemos, ni la limitación de nuestras luces puede penetrar los corazones de

aquellos con quienes la deseamos tener y conservar, y cuando hoy los pudiésemos conocer, sin

duda no sabríamos cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser más amigos que los que

viven unidos en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello, habiendo

sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas

cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera cuando astuta y dolosamente se

fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones de todos, que hace llorar por

fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta que la que se encubrió bajo el

velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque fácilmente te podrás precaver y

guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto, intestino y doméstico, no sólo

existe, sino que también le mortifica antes que pueda descubrirle.» Por eso también viene esta

sentencia del Salvador: «Los enemigos del hombre son sus domésticos y familiares», sentencia

que nos lastima extraordinariamente el corazón; pues aunque haya alguno tan fuerte que lo

sufra con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de lo que maquina contra él el

amigo disimulado y fingido, sin embargo, es inevitable sienta y le aflija, si es bueno, el mal de

aquellos pérfidos y traidores, cuando llega a conocer por experiencia que son tan malos, ya

hayan sido siempre malos, fingiéndose buenos, ya se hayan transformado de buenos en malos,

cayendo en esta maldad. Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común refugio y

sagrado de los hombres, no está segura, ¿qué será la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más

llena está de pleitos y cuestiones cuando no de discordias, que suelen llegar a turbulencias

muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las cuales en ocasiones están libres las

ciudades, pero de los peligros nunca?

CAPÍTULO XVII. POR QUÉ LA CIUDAD CELESTIAL VIENE A ESTAR EN PAZ CON LA CIUDAD

TERRENA Y POR QUÉ EN DISCORDIA.

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La casa de los hombres que no viven de la fe procura la paz terrena con los bienes y

comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe espera los

bienes que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa como

peregrina, no de forma que deje prenderse y apasionarse de ellos y que la desvíen de la

verdadera senda que dirige hacia Dios, sino para que la sustenten con los alimentos necesarios,

para pasar más fácilmente la vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo corruptible, «que

agrava y oprime al alma». Por eso el uso de las cosas necesarias para esta vida mortal es común

a fieles o infieles y a una otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es muy distinto.

También la Ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el

mandar y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y

conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La Ciudad celestial, o,

por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe,

también tiene necesidad de semejante paz, y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la

vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don espiritual como

prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan

las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal; porque así como

es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas tocantes a ella se guarde la concordia

entre ambas Ciudades. Pero como la Ciudad terrena tuvo ciertos sabios, hijos suyos, a quienes

reprueba la doctrina del cielo, los cuales, o porque lo pensaron así o porque los engañaron los

demonios creyeron que era menester conciliar muchos dioses a las cosas humanas a cuyos

diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen sujetas diferentes cosas a uno, el cuerpo, y a otro,

el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro el cuello, y todos los demás a cada uno

el suyo. Asimismo en el alma, a uno el ingenio, a otro la sabiduría, a otro la ira, a otro la

concupiscencia; y en las mismas cosas necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo; a

otro el vino, a otro el aceite a otro las selvas y florestas, a otro el dinero, a otro la navegación, a

otro las guerras, a otro las victorias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y

así a los demás todos los ministerios humanos restantes y como la Ciudad celestial reconoce un

solo Dios que debe ser reverenciado entiende y sabe pía y sanamente que a él solo se debe

servir con aquella servidumbre que los griegos llaman latría, que no debe prestarse sino a Dios.

Sucedió, pues, que las leyes a la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y por

ello fue preciso disentir y no conformarse con ella y ser aborrecida de los que opinaban lo

contrario, sufrir sus odios, enojos y los ímpetus de sus persecuciones crueles, a no ser rara vez

cuando refrenaba los ánimos de los adversarios el miedo que les causaba su muchedumbre, y

siempre el favor y ayuda de Dios.

Así que esta ciudad celestial, entre tanto que es peregrina en la tierra, va llamando y

convocando de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo

recolección de la sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e

institutos, que es con lo que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa

alguna, antes observándolo y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y

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distinta en muchas naciones, se endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y

es contra la religión, que nos enseña y ordena adorar a un solo, sumo y verdadero Dios.

Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en

cuanto puede, salva la piedad y religión, guarda y desea la trabazón y uniformidad de las

voluntades humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres,

refiriendo y enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es

verdaderamente paz, que sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien

ordenada y concorde sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios.

Cuando llegáremos a la posesión de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada

y muy ciertamente vital; ni el cuerpo será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y

oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad alguna y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz,

entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe, y con esta fe juntamente vive cuando

refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para con el prójimo, a fin de conseguir

aquella paz, porque la vida de la ciudad, efectivamente, no es solitaria, sino social y política.

LIBRO XXII

CAPÍTULO XXX. DE LA ETERNA FELICIDAD Y BIENAVENTURANZA DE LA CIUDAD DE DIOS,

Y DEL SÁBADO Y DESCANSO PERPETUO

¿Cuán grande será aquella bienaventuranza donde no habrá mal alguno, ni faltará bien

alguno, y nos ocuparemos en alabar a Dios, el cual llenará perfectamente el vacío de todas las

cosas en todos? Porque no sé en qué otra ocupación se empleen, donde no estarán ociosos por

vicio de la pereza, ni trabajarán por escasez o necesidad. Esto mismo me lo insinúa también

aquella sagrada canción donde leo u oigo: «Los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa.

Para siempre te estarán alabando.»

Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptible que ahora vemos repartidas

para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena,

cierta, segura y eterna felicidad) se ocuparán y mejorarán en las alabanzas de Dios. Porque

todos aquellos números de la armonía corporal de que ya he hablado, que al presente están

encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo, por

dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con la

suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan grande

artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos, no me atrevo a definirlo,

por no poder imaginarlo. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma hermosura,

será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea decente. Sin duda

que donde quisiere el espíritu, allí luego estará el cuerpo, y no querrá el espíritu cosa que no

pueda ser decente al espíritu y al cuerpo.

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Habrá allí verdadera gloria, no siendo ninguno alabado por error o lisonja del que le alabare.

Habrá verdadera honra que a ningún digno se negará; pero ninguno que sea indigno la

pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no sea digno. Allí habrá

verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de sí propio ni de mano de otro. El

premio de la virtud será el mismo Dios que nos dio la virtud, pues a los que la tuvieren les

prometió a sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque ¿qué otra cosa es

lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», sino yo seré su

satisfacción, yo seré todo lo que los hombres honestamente pueden desear, vida y salud,

sustento y riqueza, gloria y honra, paz y todo cuanto bien se conoce? De esta manera se

entiende también lo que dice el Apóstol: «que Dios nos será todas las cosas en todo». Él será el

fin de nuestros deseos, pues le veremos sin fin, le amaremos sin fastidio y le elogiaremos sin

cansancio. Este oficio, este afecto, este acto, será, sin duda, como la misma vida eterna, común

a todos.

Por lo tocante a los grados de los premios que ha de haber de honra y gloria, según los

méritos, ¿quién será bastante a imaginarlo, cuanto más a decirlo? Pero es indudable que los ha

de haber, y verá también en sí aquella ciudad bienaventurada, aquel gran bien que ningún

inferior tendrá envidia a ningún superior, así como ahora los ángeles no tienen emulación de

los arcángeles. No apetecerá cada uno ser lo que no le dieron viviendo unido con aquel a quien

se lo dieron con un vínculo apacible de concordia; como en el cuerpo no querría ser ojo el

miembro que es dedo, hallándose uno y otro con suma paz en la unión y constitución de todo

el cuerpo. De tal suerte tendrá uno un don menos que otro, como tendrá el de no desear ni

querer más.

No dejarán de tener libre albedrío porque no puedan deleitarse con los pecados. Pues más

libre estará de la complacencia de pecar el que se hubiere libertado hasta llegar a conseguir el

deleite indeclinable de no pecar. Pues el primer libre albedrío que dio Dios al hombre cuando

al principio le crió recto, pudo no pecar, pero pudo también pecar; mas este último será tanto

más poderoso cuanto que no podrá pecar. Este privilegio será igualmente por beneficio de

Dios, no por la posibilidad de su naturaleza. Porque una cosa es ser uno Dios, otra participar

de Dios. Dios, por su naturaleza, no puede pecar; pero el que participa de Dios, de Dios le

viene el no poder pecar. Fue conforme a razón que se observasen estos grados en la divina

gracia, dándonos el primer libre albedrío con que pudiese no pecar el hombre, y el último con

que no pudiese pecar, a fin de que el primero fuese para adquirir mérito y el segundo para

recibir el premio. Mas porque pecó esta naturaleza cuando pudo pecar, con más abundante

gracia la pone Dios en libertad hasta llegar a aquella libertad en que no puede pecar. Porque así

como la primera inmortalidad que perdió Adán pecando fue el no poder morir, y la última será

no poder morir, así el primer albedrío fue el poder no pecar, y el último no poder pecar. Así

será inadmisible y eterno el amor y voluntad de la piedad y equidad, como lo será el de la

felicidad. Pues, en efecto, pecando no pudimos conservar la piedad ni la felicidad; pero la

voluntad y amor de la felicidad, ni aun perdida la misma felicidad la perdimos. Por cuanto el

mismo Dios no puede pecar, ¿habremos de negar que tenga libre albedrío?

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Tendrá aquella ciudad una voluntad libre, una en todos y en cada uno inseparable, libre ya

de todo mal y llena de todo bien, gozando eternamente de la suavidad de los goces eternos,

olvidada de las culpas, olvidada de las penas, y no por eso olvidada de su libertad, por no ser

ingrata a su libertador.

En cuanto toca a la ciencia racional, se acordará también de sus males pasados; pero en

cuanto al sentido y experiencia, no habrá memoria de ellos; como un médico perito en su

facultad sabe y conoce casi todas las enfermedades del cuerpo según se han descubierto y se

tiene noticia de ellas por esta ciencia, pero no sabe cómo se sienten en el cuerpo muchísimas

que él no ha padecido. Así como se pueden conocer los males de dos maneras, una con las

potencias del alma y otra con los sentidos de los que los experimentan; porque, en efecto, de

una manera se saben y se tiene noticia de todos los vicios por la doctrina de la sabiduría, y de

otra por la mala vida del ignorante; así también hay dos especies de olvido de los males, porque

de un modo los olvida el erudito y docto, y de otro el que los ha experimentado y padecido, el

primero olvidándose de la pericia y ciencia, y el otro dejando de sufrirlos. Según este género de

olvido que puse en último lugar, no se acordarán los santos de los males pasados, porque

carecerán de todos los males, de forma que totalmente desaparezcan de sus sentidos.

Con aquella potencia de ciencia, que la habrá muy singular en ellos, no sólo no se les

encubrieran sus males pasados, pero ni aun la eterna miseria de los condenados. Porque, de

otra suerte, si no han de saber que fueron miserables, ¿cómo, conforme a la expresión del real

Profeta, «han de celebrar eternamente las misericordias del Señor, puesto que aquella ciudad,

en efecto, no tendrá objeto de más suavidad y contento que el celebrar esta alabanza y gloria de

la gracia de Cristo, por cuya sangre hemos sido redimidos»?

Allí se cumplirá: «descansad y mirad que yo soy Dios», que dice el Salmo, lo cual será allí

verdaderamente un grande descanso y un sábado que jamás tenga noche. Esto nos lo significó

el Señor en las obras que hizo al principio del mundo, donde dice la Escritura: «Descansó Dios

al séptimo día de todas las obras que hizo, y bendijo Dios al día séptimo y le santificó, porque

en él descansó de todas las obras que comenzó Dios a hacer.» También nosotros mismos

vendremos a ser el día séptimo, cuando estuviéremos llenos de su bendición y santificación.

Allí, estando tranquilos, quietos y descansados, veremos que Él es Dios, que es lo que

quisimos y pretendimos ser nosotros cuando caímos de su gracia, dando oídos y crédito al

engañador que nos dijo: «seréis como dioses”, y apartándonos del verdadero Dios, por cuya

voluntad y gracia fuéramos dioses por participación, y no por rebelión. Porque ¿qué hicimos

sin Él, sino desahuciarnos, enojándole? Por Él, creados y restaurados con mayor gracia,

permaneceremos descansando para siempre, viendo cómo Él es Dios, de quien estaremos

llenos cuando Él será todas las cosas en todos. Aun nuestras mismas obras buenas, que son

antes suyas que nuestras, entonces se nos imputarán para que podamos conseguir este sábado y

descanso, porque si nos las atribuyéramos a nosotros, fueran serviles, puesto que dice Dios del

sábado: «que no practiquemos en él obra alguna servil». Y por eso dice también por el Profeta

Ezequiel: «Les di mis sábados en señal entre mí y ellos, para que supiesen que yo soy el Señor

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que los santificó». Esto lo sabremos perfectamente cuando estemos descansando y

perfectamente veamos que Él es Dios.

El mismo número de las edades, como el de los días, si lo quisiéramos computar conforme

a aquellos períodos o divisiones de tiempo que parece se hallan expresados en la Sagrada

Escritura, más evidentemente nos descubrirá este Sabatismo o descanso; porque se halla el

séptimo, de manera que la primera edad, casi al tenor del primer día, venga a ser, desde Adán

hasta el Diluvio, la segunda desde éste hasta Abraham, no por la igualdad del tiempo, sino por

el número de las generaciones, porque se halla que tienen cada una diez. De aquí, como lo

expresa el evangelista San Mateo, siguen tres edades hasta la venida de Jesucristo, las cuales

cada una contiene catorce generaciones: una desde Abraham hasta David, otra desde éste hasta

la cautividad de Babilonia, y la tercera desde aquí hasta el nacimiento de Cristo en carne. Son,

pues, en todas cinco, número determinado de generaciones, por lo que dice la Escritura: «que

no nos toca saber los tiempos que el Padre puso en su potestad». Después de ésta, Cómo en

séptimo día, descansará Dios, cuando al mismo séptimo día, que seremos nosotros, le hará

Dios descansar en sí mismo. Si quisiéramos discutir ahora particularmente de cada una de estas

edades, sería asunto largo. Con todo, esta séptima será nuestro sábado, cuyo fin y término no

será la noche, sino el día del domingo del Señor, como el octavo eterno que está consagrado a

la resurrección de Cristo, significándonos el descanso eterno, no sólo del alma, sino también

del cuerpo. Allí descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. Ved

aquí lo que haremos al fin sin fin; porque ¿cuál es nuestro fin sino llegar a la posesión del reino

que no tiene fin?

Me parece que, auxiliado de la divina gracia, ya he cumplido la deuda de esta grande obra; a

los que se les hiciere poco, o a los que también mucho, les pido que me perdonen, y a los que

pareciere bastante, no a mí, sino a Dios conmigo, agradecidos, darán las gracias. Amén.

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V. EL CRISTIANISMO MEDIEVAL

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RAIMON LLULL

EL LIBRO DE LA

ORDEN DE

CABALLERÍA

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INTRODUCCIÓN

Raimon Llull (cuyo nombre castellanizado es Ramón Lulio, conocido como Raimundus Lullius

en latín) nació en Mallorca en 1232. Fue abogado, misionero, apologista, teólogo y místico

católico. Escribió más de 250 libros sobre temáticas tan variadas como filosofía, medicina,

astronomía, lógica, física, geometría, jurisprudencia y política, además de comentarios sobre las

religiones judía y musulmana. Fue tutor del Rey Jaime II. Su interés intelectual principal fue el

de convertir musulmanes al cristianismo, para lo que escribió una Ars argumentativa, donde

diseñó una especie de mecanismo universal para argumentar y persuadir. Llull aprendió árabe y

teología islámica para poder discutir con los filósofos averroístas, y consiguió un permiso papal

en 1276 para fundar el monasterio de Miramar, donde se enseñaba árabe y caldeo a los monjes

para prepararlos para estas argumentaciones. En 1311, el Concilio de Viena mandaría hacer lo

mismo en muchas otras ciudades cristianas como Bolonia, Oxford, París y Salamanca, con lo

que el empeño de Llull expandió su alcance formativo y educador en el mundo cristiano.

Murió en 1315.

Aunque algunas de sus posturas filosóficas y teológicas fueron controvertidas y condenadas

en algún momento, su búsqueda de universalidad para la religión católica, su énfasis en la

unidad de la verdad y en la armonía entre fe y razón, y sus obras morales y labor filosófica

respaldaron su beatificación, promulgada por Pio IX en 1857.

El Libro de la Orden de Caballería fue escrito entre 1274 y 1276, y se constituyó pronto en el

tratado por excelencia para la formación de los caballeros medievales y en un referencia para

toda la literatura posterior sobre el tema. El libro es una muestra clara y destacada de cómo en

el pensamiento medieval se unían la lógica y la retórica para la exposición de las leyes terrenales

y la predicación de las verdades eternas, así como para la moralización del pueblo. De hecho,

tal como la expone este tratado, la caballería es una vocación divina que protege al hombre de

las tentaciones del mundo mediante virtudes morales y religiosas, es decir, mediante una moral

cristiana de la que el buen caballero es el modelo consumado. La caballería tiene, pues, una

función ejemplar y defensiva, no sólo contra los enemigos externos del pueblo y de la Fe, sino

ante todo contra el pecado y los vicios. Llull análoga al caballero con el clérigo en tanto su

oficio también viene de Dios y debe seguir una orden estricta y sumamente cuidadosa para

mantener su honra y asegurar su salvación. No deja de percibirse, en este escrito luliano, a la

vez una crítica a la caballería tal como se daba en sus tiempos y una propuesta de reforma

moral de la misma.

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Para fines de esta antología, incluimos aquí el prólogo y los libros I y II del volumen de

Llull, en los que se muestra muy bien la mentalidad medieval europea, cuyo mejor rasgo es el

intento constante por articular desde los valores del Evangelio y un espíritu de caridad las

realidades políticas y jurídicas, y cuyos intentos de cristianización y moralización se enfrentaban

a las tensiones propias de la época entre los diversos estamentos de poder y entre los diversos

reinos y ámbitos jurisdiccionales. En el texto se ven reflejadas también la importancia de la

“doctrina de las letras” tanto para clérigos como caballeros (impulso educativo que alrededor

de esta época haría surgir las primeras universidades), las dificultades de un seguimiento fiel a la

Orden de Caballería y algunos lastres propios de la época, como la concepción medieval de la

mujer.

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Dios honrado y glorioso, que eres el cumplimiento de todos los bienes, empieza este libro con tu gracia y bendición, libro que es sobre la Orden de Caballería.

PRÓLOGO

Para significar a los siete planetas, que son cuerpos celestiales y gobiernan y ordenan los

cuerpos terrenales, dividimos este libro de caballería en siete partes, para demostrar que los

caballeros tienen honor y señorío sobre el pueblo a ordenar y a defender.

La primera parte es sobre el comienzo de la caballería. La segunda trata del oficio de la

caballería. La tercera es del examen que ha de hacerse al escudero que quiera entrar en la

Orden de Caballería. La cuarta es de la manera según la cual debe ser nombrado el caballero.

La quinta es sobre aquello que significan las armas del caballero. La sexta es sobre las

costumbres que tiene el caballero. La séptima es del honor que ha de rendirse al caballero.

Aconteció en una tierra que un sabio caballero, que había mantenido por largo tiempo la

Orden de Caballería en la nobleza y fuerza de su alto coraje3, y su sabiduría y ventura le habían

mantenido en el honor de la caballería en guerras y en torneos, en asaltos y batallas, eligió una

vida ermitaña, cuando vio que sus días ya eran pocos y que le fallaba ya la naturaleza para usar

armas, por la vejez. Entonces dejó sus herencias a sus hijos y habitó en un bosque, que tenía

gran abundancia de aguas y árboles frutales, y huyó del mundo, para que el debilitamiento de

su cuerpo, que le acontecía por la vejez, no lo deshonrase en aquellas cosas en que la sabiduría

y la ventura por mucho tiempo le habían honrado. Por eso el caballero pensó en la muerte,

recordando el paso de este siglo al otro, y entendió la sentencia perdurable a la que había de

llegar.

En un bello prado había un árbol muy grande, todo cargado de fruta, en aquel bosque

donde vivía el caballero. Debajo de aquel árbol había una fuente muy bella y clara, por lo cual

abundaban en el prado los árboles que le rodeaban. Y el caballero tenía por costumbre todos

los días ir a ese lugar a adorar, contemplar y rogar a Dios, al cual daba gracias y mercedes por el

gran honor que le había hecho todo el tiempo de su vida en este mundo.

En ese tiempo aconteció que al entrar un duro invierno, un gran rey, muy noble y con

abundantes buenas costumbres, llamó a las Cortes, y por la gran fama que había por la Tierra

de su Corte, un excelente escudero, cabalgando a solas en su caballo manso4, se dirigía a la

Corte para ser constituido como novel caballero, y por el trabajo que le costaba su cabalgar,

mientras iba en su caballo se durmió. En aquella hora el caballero, que en el bosque hacía

3 Coratge, que contextualmente podría traducirse también como espíritu o ánimo, pero no en todas las instancias en las que aparece en este texto. He decidido, con éste y algún otro término que tienen vocablos castellanos muy cercanos, traducirlo de la manera más directa, aunque en este caso, por el uso que le da Llull, se entiende que su campo semántico es más amplio que el que tiene ahora en el castellano usual. 4 En catalán “palafre”. En castellano existe la palabra “palafrén”, pero tratamos de ofrecer una traducción más clara y accesible al lector contemporáneo.

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penitencia, se dirigió a la fuente a contemplar a Dios y a menospreciar la vanidad de este

mundo, según se había acostumbrado cada día. Mientras el escudero cabalgaba, su caballo salió

del camino y fue por el boscaje, y anduvo tanto por donde quiso que se encontró en la fuente

donde el caballero estaba en oración.

El caballero, que vio venir al escudero, dejó su oración y se sentó en el bello prado a la

sombra del árbol, y comenzó a leer un libro que tenía en su regazo. El caballo, cuando fue a la

fuente bebió del agua; y el escudero, que sintió dormido que su caballo no se movía, se

despertó y vio delante de sí al caballero, que era muy viejo y tenía una gran barba y un largo

cabello y rotas las vestimentas. Por lo viejo y por la penitencia que hacía, estaba magro y

descolorido, y por las lágrimas que lloraba, sus ojos eran pequeños y tenía apariencia de una

vida muy santa.

Mucho se maravillaron el uno del otro, pues el caballero había estado en su ermita mucho

tiempo, en el cual no había visto a ningún hombre después que dejó el mundo y dejó de portar

armas, y el escudero se maravilló fuertemente de cómo había acabado en ese lugar.

El escudero bajó de su caballo saludando agradablemente al caballero, y el caballero le

acogió cuan bellamente pudo, y se sentaron en la bella hierba uno cerca del otro. El caballero,

que comprendió que el escudero no quería hablar en primer lugar porque quería darle el honor,

habló primeramente, y dijo:

—Bello amigo, ¿cuál es tu coraje, a dónde vas y por qué has venido aquí?

—Señor —dijo el escudero— se sabe por largas tierras que un rey muy sabio ha llamado a

Cortes y se hará él mismo caballero, y después hará caballeros a otros barones, extranjeros y

propios. Por eso yo voy a aquella corte para ser un novel caballero, y mi caballo, mientras que

yo dormía por el trabajo que he tenido en largos días, me ha traído a este lugar.

Como el caballero le oyó hablar de caballería, entonces arrojó un suspiro y empezó a

meditar, recordando la honra en la cual la caballería le había mantenido largamente. Mientras el

caballero pensaba en eso, el escudero le preguntó de qué era su meditar. El caballero le dijo:

—Bello hijo, mis pensamientos son sobre la Orden de Caballería y sobre la gran deuda del

que es caballero de mantener honor de la caballería.

El escudero le rogó al caballero que le dijera qué es la Orden de Caballería y de qué manera

el hombre la puede honrar mejor y conservarla en el honor que le ha dado.

—¿Cómo, hijo —así dijo el caballero— que no sabes tú cuál es la Regla y el Orden de

Caballería? ¿Y cómo puedes pedir la caballería, si no conoces la Orden de Caballería? Pues

ningún caballero puede mantener la Orden que no conoce ni puede amar su Orden ni lo que

pertenece a su Orden si no conoce la Orden de Caballería, ni sabe conocer las faltas que hace

contra su Orden. Ni ningún caballero debe nombrar a otro caballero si no conoce la Orden de

Caballería, pues es un caballero desordenado el que hace a otro caballero y no sabe mostrarle

las costumbres que pertenecen al caballero.

Mientras aquel caballero decía estas palabras y reprendía al escudero, que pedía la caballería,

el escudero le pidió al caballero:

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—Señor, si le place decirme qué es la Orden de Caballería, me siento con coraje de aprender

aquella Orden y de seguir la Regla y la Orden de Caballería.

—Bello amigo —así le dijo el caballero— la Regla y la Orden de Caballería están en este

libro, el cual leo algunas veces para así recordar la gracia y el favor que Dios me ha hecho en

este mundo porque honraba y mantenía la Orden de Caballería con todo mi poder, porque así

como la caballería da todo lo que pertenece al caballero, así el caballero debe dedicar todas sus

fuerzas a honrar la caballería.

El caballero le dio el libro al escudero, y cuando el escudero lo leyó, entendió que el

caballero es electo entre mil hombres para tener el más noble oficio de todos y así entendió la

Regla y la Orden de Caballería. Entonces meditó un poco y dijo:

—Señor Dios, bendito seas, que me has llevado al lugar y al tiempo adecuados para que yo

conociera la caballería, la cual he deseado largo tiempo sin saber la nobleza de su Orden ni la

honra que Dios ha posado en todos aquellos que están en la Orden de Caballería.

—Amable hijo —dijo el caballero— ya estoy cerca de la muerte y mis días no son muchos.

Como este libro se hizo para regresar la devoción y la lealtad y el ordenamiento que debe tener

el caballero en su Orden, por eso, bello hijo, lleva tú este libro a la Corte a donde vas, y

muéstralo a todos aquellos que quieren ser nóveles caballeros. Cuídalo, ya que lo tienes, si amas

la Orden de Caballería, y cuando seas constituido un novel caballero, regresa por este lugar y

dime cuáles son aquellos que serán hechos caballeros y que hayan sido obedientes a la doctrina

de la caballería.

El caballero dio su bendición al escudero, y el escudero tomó el libro y dijo adiós,

devotamente, al caballero, y subió a su caballo y fue a la corte muy alegremente. Sabiamente

dio y presentó este libro al muy noble Rey y a toda la gran Corte. Y lo ofreció a todo caballero

que quisiera estar en la Orden de Caballería, para que lo pudiera copiar, para que lo leyese a

veces y recuerde la Orden de Caballería.

PARTE I. DEL COMIENZO DE LA CABALLERÍA

Faltaron caridad, lealtad, justicia y verdad en el mundo. Comenzaron la enemistad, deslealtad,

injuria y falsedad y por eso hubo error y perturbación en el pueblo de Dios, que fue creado

para que Dios sea amado, conocido, honrado, servido y temido por el hombre. Al comienzo,

cuando hubo venido al mundo el menosprecio de la justicia por menoscabarse la caridad,

convino que la justicia retornara a su honra por el temor, y por eso de todo el pueblo se

hicieron conjuntos de mil, y de cada mil fue electo y escogido un hombre, el más amable, el

más sabio, el más leal y el más fuerte, y con el más noble coraje, el de más enseñanzas y de

buena educación por sobre los otros.

Fue buscada entre todas las bestias, cuál es la más bella bestia y la más rápida y la que más

corre y la que pudiera aguantar más trabajo, y cuál es la más conveniente para servir al hombre,

y siendo el caballo la más noble bestia y la más conveniente para servir al hombre, por eso de

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todas las bestias se eligió al caballo y se le dio al hombre que fue electo entre mil, y por eso

aquel hombre fue llamado caballero.

Cuando se hubo juntado la más noble bestia al más noble hombre, después convino que se

eligiesen y escogiesen de entre todas las armas, aquellas armas que son más nobles y más

convenientes para el combate y para defender de las heridas y de la muerte. Aquellas armas se

dieron como propias del caballero.

A quien quiere entrar en la Orden de Caballería, le conviene considerar y pensar el noble

comienzo de la caballería y conviene que lo noble de su coraje y su buena educación

concuerden y coincidan con el comienzo de la caballería, pues si no lo hiciera, sería contrario a

la Orden de Caballería y a sus comienzos, y por eso no conviene que la Orden de Caballería

reciba a sus enemigos en sus honras, ni a aquellos que son contrarios a sus comienzos.

Amor y temor se adecuan contra el desamor y el menosprecio, y por eso conviene que el

caballero, por lo noble de su coraje y sus buenas costumbres, y por el honor tan alto y tan

grande que se le ha hecho por su elección y por el caballo y por las armas, sea conocido y

temido por la gente, y que por el amor retornen a la caridad y la enseñanza, y por el temor

retornen la verdad y la justicia.

El hombre, cuanto tiene más de sensatez y entendimiento, y es más fuerte naturalmente que

la mujer, puede ser mejor que la mujer. Porque si no fuese tan poderoso para ser bueno como

la mujer, se seguiría que la bondad y la fuerza natural serían contrarias a la bondad de coraje y a

las buenas obras. De que el hombre por su naturaleza esté más preparado para tener noble

coraje y ser bueno que la mujer, se sigue que el hombre está también más preparado para ser

malo que la mujer, porque si no lo fuera, no sería digno de tener mayor nobleza de coraje y

mayor mérito de ser bueno que la mujer.

Guarda, escudero, en tu recuerdo lo que debes hacer si tomas la Orden de Caballería,

porque si te haces caballero, tú recibes la honra y servidumbre que toca a los amigos de la

caballería, porque en cuanto tienes más nobles comienzos, estás más obligado a ser bueno y

agradable a Dios y a la gente, y si eres malo, tú eres el mayor enemigo de la caballería y más

contrario a sus comienzos y a su honra.

Es tan alta y noble la Orden de Caballería, que no basta a la Orden que esté hecha de las

más nobles personas ni que le sean dadas las más nobles bestias ni las más honradas armas,

sino que convino que se hiciera a aquellos hombres que son de la Orden de la caballería

señores de la gente, y dado que la señoría tiene tanto de nobleza y servidumbre como de

sometimiento, si tú, que tomas la Orden de Caballería, eres vil y malvado, puedes pensar cuál

injuria haces a tus sometidos y a tus compañeros, que son buenos, pues por la vileza en que

estás deberías ser tú el sometido, y por la nobleza de tus compañeros que son buenos, es

indigno que seas llamado caballero.

Ni la elección ni el caballo ni las armas ni aún el señorío, bastan para el alto honor que

pertenece al caballero, sino que conviene que se le den escudero y mensajero que le sirvan y

que cuiden de las bestias. Y conviene que la gente are y cave y quite la mala hierba para que dé

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frutos la tierra donde viva el caballero y sus bestias, y que el caballero cabalgue y señoree y haga

bonanza de aquellas cosas por las que sus hombres se han esforzado y la han pasado mal.

Ciencia y doctrina tienen los clérigos, con las que pueden y saben y quieren amar, conocer y

honrar a Dios y a sus obras, y con eso dan doctrina a la gente y buen ejemplo de amar y honrar

a Dios. Y para que estén ordenados hacia estas cosas, van a las escuelas y aprenden. Por ello,

como los clérigos tienen Orden y Oficio para una vida honesta y por el buen ejemplo, con los

que inclinan a la gente a la devoción y a la vida buena, así los caballeros por lo noble de su

coraje y por la fuerza de las armas mantienen la Orden de Caballería, y tienen la Orden en la

que están para inclinar a la gente al temor, por el que temen cometer faltas unos contra los

otros.

La ciencia y la escuela de la Orden de Caballería están en que el caballero enseñe a su hijo,

cuando es joven, a cabalgar, porque si el niño no aprende siendo joven a cabalgar no podrá

aprender en su vejez. Y conviene que el hijo del caballero, mientras tanto, sea escudero y sepa

cuidar del caballo. Y conviene que el hijo del caballero sea antes súbdito que señor, y que sepa

servir al señor, porque de otra manera no conocerá la nobleza de su señorío cuando sea

caballero. Y por eso los caballeros deben someter a su hijo a otro caballero, para que aprenda a

cortar las cosas en la mesa, a preparar el caballo y las otras cosas que pertenecen al honor del

caballero.

Quien ama la Orden de Caballería, así como aquel que quiere ser carpintero necesita un

maestro que sea carpintero, y aquel que quiere ser zapatero conviene que tenga un maestro que

sea zapatero, si quiere ser caballero ha de tener un maestro que sea caballero, pues es

inconveniente que el escudero aprenda la Orden de Caballería de otro que no sea caballero,

como sería inconveniente que sea el carpintero quien enseñase a quien quiere ser zapatero.

Y así como los juristas, los médicos y los clérigos tienen ciencia y libros y en ellos aprenden

su oficio por la doctrina de las letras, es tan honrada y alta la Orden de Caballería que no basta

solamente que se enseñe al escudero la Orden de Caballería con el cuidar el caballo o el servir

al señor, ni con ir con él a usar las armas, ni con otras cosas parecidas a éstas, sino que sería

conveniente que alguien de la Orden de Caballería hiciera una escuela, y que fuera ciencia

escrita en libros, y que se enseñara como un arte, así como son enseñadas otras ciencias, y que

los niños hijos de los caballeros al comienzo aprendan la ciencia que pertenece a la caballería y

que después fuesen escuderos y fuesen por las tierras con los caballeros.

Si no hubiera faltas en los clérigos ni en los caballeros, apenas habría faltas en el resto de la

gente, porque por los clérigos habría devoción y amor a Dios y por los caballeros se temería

injuriar al prójimo. Por ello, si los clérigos tienen maestro y doctrina y están en escuelas para

ser buenos, y si existen tantas ciencias que están en doctrina y por escrito, se hace gran

injusticia a la Orden de Caballería al no ser así una ciencia demostrada por las letras, y con que

no se haga escuela como con las otras ciencias. Y por eso aquel que hace este libro suplica al

noble Rey y a y a toda su Corte que se ha ajustado al honor de la caballería, que sea satisfecha y

restituida la honrada Orden de Caballería, que es agradable a Dios.

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PARTE II. DEL OFICIO QUE PERTENECE AL CABALLERO

El oficio5 del caballero es el fin y la intención por la cual fue comenzada la Orden de

Caballería. De ahí que si el caballero no usa el oficio de caballería es contrario a su Orden y a

los comienzos de la caballería antes dichos, y por esa contrariedad no es un verdadero

caballero aunque sea llamado caballero, tal caballero es más vil que el tejedor y el trompetista

que siguen su oficio.

El oficio del caballero es mantener y defender la santa fe católica, por la cual Dios Padre

envió a su Hijo a tomar carne en la Virgen gloriosa nuestra Señora Santa María, y quien para

honrar y multiplicar la fe sufrió muchas penas y muchas cargas en este mundo y una grave

muerte.

De ahí que, así como nuestro Señor Dios ha electo clérigos para mantener la santa fe con

las Escrituras y con las pruebas necesarias, predicando aquellos a los infieles con tan gran

caridad, que la muerte a ellos mismos les es deseable, así el Dios de la gloria ha electo

caballeros, que por la fuerza de las armas vencen y dominan a los infieles que cada día luchan

por la destrucción de la Santa Iglesia. Y por eso Dios honra en este mundo y en el otro a tales

caballeros, que son mantenedores y defensores del oficio de Dios y de la fe por la cual nos

hemos de salvar.

El caballero que tiene fe y no usa de la fe y es contrario a aquellos que mantienen la fe, es

como el entendimiento de un hombre a quien Dios ha dado razón y usa la sinrazón y la

ignorancia. El que tiene fe y es contrario a la fe, quiere ser salvado por eso que es contra la fe, y

por eso su querer concuerda con el descreimiento, que es contra la fe y la salvación. Por ese

descreimiento el hombre es condenado a penas que no tienen fin.

Muchos son los oficios que Dios ha dado en este mundo para ser servido por los hombres,

pero los más nobles, los más honrados y los más próximos [a Él] que hay en este mundo son el

oficio de clérigo y el oficio de caballero. Y por eso la mayor amistad que hay en este mundo

debe ser entre clérigo y caballero. De ahí que, como el clérigo no sigue la Orden de Clerecía

cuando está contra la Orden de Caballería, el caballero no mantiene la Orden de Caballería

cuando es contrario y desobediente a los clérigos, que están obligados a amar y mantener la

Orden de Caballería.

La Orden no solamente está en los hombres que aman su Orden, sino que está en ellos

también por amar las otras órdenes. Pues amar una Orden y no amar otra Orden no es

mantener la Orden, pues ninguna la ha dado Dios contraria a otra Orden. De ahí que como el

hombre religioso, al amar tanto su Orden, no se sigue que sea enemigo de otra, así el caballero

no tiene oficio de caballero si menosprecia y no ama otra Orden. Pues si el caballero tuviese la

5 Conviene que el lector recuerde que, en este contexto, el término “oficio” no se refiere simplemente a una ocupación habitual, sino a una función, que en el caso del caballero supone un estamento social, un cargo, un deber y una vocación particular.

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Orden de Caballería no amando y destruyendo otra Orden, se seguiría que Dios y Orden

fuesen contrarios, contrariedad que no puede ser.

Es tan noble cosa el oficio de caballero, que cada caballero debería ser señor y regidor de

una tierra, pero al ser muchos los caballeros, no bastan las tierras. Y para significar que un Dios

es Señor de todas las cosas, el Emperador debe ser caballero y señor de todos los caballeros.

Mas porque el Emperador no podría por sí mismo regir a todos los caballeros, conviene que

tenga bajo de sí Reyes, que sean caballeros, para que ayuden a mantener la Orden de Caballería,

y los reyes deben tener bajo sí condes, comodoros, vasvessores 6 y los otros grados de

caballería, y abajo de estos grados deben estar los caballeros de un escudo, que son gobernados

y dominados por los grados de caballería arriba dichos.

Para demostrar el excelente señorío, sabiduría y poder de nuestro Señor Dios, que es uno y

puede y sabe regir y gobernar todo cuanto existe, sería inconveniente que un caballero pudiese

por sí mismo regir a toda la gente de este mundo, pues si lo hiciera no estaría tan bien

significado el señorío, el poder y sabiduría de nuestro Señor Dios, y por eso Dios ha querido

que, para regir a toda la gente de este mundo, deba haber muchos oficiales que sean caballeros.

Por eso el rey o el príncipe que hace procuradores, vegueres7, batles8, a otros hombres que no

son caballeros, va contra el oficio de caballería. Pues la cosa es que el caballero es más

conveniente, según la dignidad de su oficio, para señorear al pueblo que otros hombres, pues

por el honor de su oficio debe serle dado más honor que a otro hombre cuyo oficio no sea tan

honrado, y por el honor en el que está por su Orden tiene nobleza de corazón, y por la nobleza

de su coraje se inclina más raramente a la maldad y al engaño y a hechos viles que algún otro

hombre.

Es oficio del caballero mantener y defender a su señor terrenal, pues ni el rey ni el príncipe

ni ningún alto barón podría mantener el derecho en su gente sin su ayuda. Si el pueblo o algún

hombre es contra el mandamiento del rey o del príncipe, conviene que los caballeros ayuden a

su señor, que es sólo un hombre como cualquier otro hombre. Pues el caballero malvado, que

ayuda antes al pueblo que a su señor, o quiere ser el señor y quiere desposeer a su señor, no

sigue el oficio por el cual es llamado caballero.

Por los caballeros debe ser mantenida la justicia, pues así como los jueces tienen oficio de

juzgar, así los caballeros tienen oficio de mantener justicia. Y si el caballero y las letras se

pudieran adecuar tan fuertemente que el caballero por su ciencia llegara a ser juez, esto le

6 En catalán, varvessors. Es el equivalente al francés varvasseur y al italiano valvassore. Todos estos términos se derivan de la expresión latina vassus vassorum, “el vasallo del vasallo”, y se usan para referirse al rango más bajo de la pirámide feudal de las autoridades, apenas arriba del rango de caballero. Cf. “El lèxic cortés i cavalleresc en Curial e Güelfa: mots patrimonials i interferències culturals”, en Anuario de Estudios Medievales 45/I, enero-junio 2015, pp. 109-142. 7 Veguer: viene del latín vicarius. Refiere a un magistrado que ejercía funciones gubernativas, judiciales y militares en Cataluña, Aragón y Baleares en épocas anteriores al s. XVIII. Su nivel de influencia es análogo al de los corregidores en Castilla. 8 Batle en catalán refiere a un puesto foral: al de un encargado para administrar los bienes del rey.

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conviene al caballero, porque aquel por quien la justicia puede ser mejor mantenida, es más

adecuado para ser juez que otro hombre, si el caballero es adecuado para ser juez.

El caballero debe correr a caballo en torneos, lancear en el tablado, ir con armas a los

torneos, hacer mesas redondas, esgrimir, cazar ciervos, osos, jabalíes, leones y otras cosas

semejantes a éstas, que son del oficio del caballero, porque por todas estas cosas se

acostumbran los caballeros a hechos de armas y a mantener la Orden de Caballería. Por eso,

despreciar la costumbre y la usanza de aquello por lo que el caballero se puede preparar a usar

de su oficio, es menospreciar la Orden de Caballería.

Así como todas estas usanzas arriba dichas le pertenecen al caballero en cuanto al cuerpo,

así la justicia, sabiduría, caridad, lealtad, verdad, humildad, fortaleza, esperanza, sagacidad y las

otras virtudes semejantes a éstas, pertenecen al caballero en cuanto al alma. Y por eso el

caballero, que usa estas cosas, que pertenece a la Orden de Caballería en cuanto al cuerpo, y no

las usa en cuanto al alma, no es amigo de la Orden de Caballería, pues si lo fuera, se seguiría

que el cuerpo y la caballería fuesen juntamente contrarios al alma y a sus virtudes y eso no es

verdadero.

Oficio del caballero es mantener la tierra, pues por el miedo que la gente tiene de los

caballeros dudan en destruir las tierras, y por el temor a los caballeros dudan los reyes y los

príncipes en ir los unos contra los otros. Mas el caballero malvado, que no ayuda a su señor

terrenal natural contra otro príncipe, es caballero sin oficio, y es tal como la fe sin obras que es

como el descreimiento, que está en contra de la fe. De ahí que, si tal caballero sigue la Orden y

el oficio de caballería, la caballería y su Orden serían injuriosas al caballero que combate hasta

la muerte por la justicia y por mantener y defender a su señor.

No existe ningún oficio que haya sido hecho que no pueda ser deshecho. Porque si lo que

se ha hecho no pudiese ser deshecho ni destruido, sería tal que sería semejante a Dios, quien

no es hecho ni puede ser destruido. El oficio de caballería ha sido hecho y ordenado por Dios

y se ha mantenido por aquellos que aman la Orden de Caballería y que están en la Orden de

Caballería. Por eso el caballero malvado, que sale de la Orden de Caballería, no amando el

oficio de caballería, deshace en sí mismo la caballería.

Rey o príncipe que deshace en sí mismo la caballería, no solamente deshace el caballero en

sí mismo, sino que lo hace en los caballeros que le están sometidos, los cuales por el mal

ejemplo de su señor y para ser amados por él, siguen enseñanzas malvadas, hacen lo que no

pertenece a la caballería ni a su orden. Por ello, si sacar a un caballero de la Orden de Caballería

es una gran maldad, más grande y de gran vileza de ánimo es cuantos más caballeros se saca de

la caballería.

¡Ah, qué grande la fuerza de coraje en un caballero que vence y domina a muchos caballeros

malvados! Éste es un príncipe o alto barón, que ama tanto la Orden de Caballería, que por

muchos hombres malvados que sean llamados caballeros y que cada día le aconsejen que haga

maldades, faltas y engaños con los que destruya en sí mismo la caballería, este bienaventurado

príncipe, con la sola nobleza de su coraje y con la ayuda que le hacen la caballería y su orden,

destruye y vence a todos los enemigos de la caballería.

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Si la caballería estuviese más en la fuerza corporal que en la fuerza del coraje, se seguiría que

la Orden de Caballería concordaría más fuertemente con el cuerpo que con el alma, y si así

fuera, el cuerpo tendría mayor nobleza que el alma. Como la nobleza de coraje no puede ser

vencida ni dominada por uno ni por todos los hombres que existen, y un cuerpo sería vencido

y hecho preso por otro, el caballero malvado que le teme más fuertemente a la fuerza del

cuerpo, pues huye de la batalla y desampara a su señor, que a la maldad y flaqueza de su coraje,

no usa del oficio de caballero ni es servidor ni obediente a la honrada Orden de Caballería, que

comenzó por la nobleza del coraje.

Si una menor nobleza de coraje le conviniese más a la Orden de Caballería que la mayor,

concordarían con ella la flaqueza y la cobardía en contra del ardor y de la fuerza del coraje. Y si

eso fuera así, la flaqueza y la cobardía serían oficio del caballero y el ardor y la fuerza

desordenarían la Orden de Caballería. Por eso, es lo contrario; por eso si tú, caballero, quieres y

amas mucho la caballería, conviene te esfuerces, para que mientras más fuertemente te hagan

falta compañeros y armas y medios, tengas ardor y coraje y esperanza contra aquellos que son

contrarios a la caballería. Y si tú mueres por mantener la caballería, entonces tú tienes a la

caballería como lo que más puedes amar y servir y considerar, porque la caballería no está en

ningún lugar tan agradablemente como en la nobleza del coraje, y ningún hombre la podría

amar más ni honrar ni considerar como aquel que muere por el honor y la Orden de Caballería.

Caballería y ardor no convienen sin sabiduría y sensatez9, porque si lo hiciesen, locura e

ignorancia se adecuarían a la Orden de Caballería. Y si así fuera, la sabiduría y la sensatez, que

son contrarios a la locura e ignorancia, serían contrarios a la Orden de Caballería, y eso es

imposible. Por esa imposibilidad, se te ha significado, caballero que tienes gran amor a la

Orden de Caballería, que como con la caballería por nobleza de coraje has de tener ardor y

menospreciar los peligros para que puedas honrar la caballería, así conviene que la Orden de

Caballería te haga amar la sabiduría y la sensatez, para que puedas honrar a la Orden de

Caballería contra el desorden y el desfallecimiento que hay en aquellos que creen seguir el

honor de la caballería por la locura y el menor entendimiento.

Oficio de caballero es mantener viudas, huérfanos y hombres desprovistos de poder. Pues

así como es costumbre y razón que los mayores ayuden a defender a los menores, y los

menores hallen refugio en los mayores, así es costumbre de la Orden de Caballería, que por

ello es grande y honrada y poderosa, ir en socorro y ayuda de los que están abajo en honra y

fortaleza. Por eso, si forzar viudas, necesitadas de ayuda, y desheredar huérfanos, que necesitan

de un regidor, y robar y destruir a los hombres pobres e impotentes, a quienes se debe dar

socorro, se concordara con la Orden de Caballería, entonces la maldad, el engaño, la crueldad y

el fallecimiento concordarían con la Orden y con la nobleza y la honra. Y si eso es así,

entonces el caballero y su Orden son contrarios al comienzo de la Orden de la Caballería.

Si Dios le ha dado ojos al trabajador manual para que vea al trabajar, al hombre pecador le

ha dado ojos para que pueda llorar sus pecados, y si al caballero le ha dado el corazón para que

9 El célebre seny catalán: sensatez, cordura, buen juicio.

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sea el lugar donde esté la nobleza de su coraje, al caballero que tiene fuerza y honra le ha dado

corazón para que sienta piedad y merced para ayudar y salvar y cuidar a aquellos que elevan sus

ojos con lágrimas y cuyos corazones elevan con esperanza de que los caballeros los ayuden, los

defiendan y les den para sus necesidades. Por eso el caballero que no tiene ojos para ver a los

desprovistos de poder ni tiene corazón para cuidar sus necesidades, no es verdadero caballero

ni está en la Orden de Caballería. Pues tan alta y noble cosa es la caballería, que todos aquellos

que son obcecados y de vil coraje están fuera de la Orden y de su beneficio.

Si la caballería, que es tan honrado oficio, fuese oficio de robar y de destruir a los pobres y a

los desprovistos de poder y engañar y forzar a las viudas y a otras mujeres, bien grande y bien

noble oficio sería el de ayudar y mantener huérfanos y viudas y pobres. Por eso, si la maldad y

el engaño estuviesen en la Orden de Caballería, que es tan honrada, y por maldad y falsía y

traición y crueldad, estuviese la caballería en honra, ¡cuánto más fuertemente por sobre la

caballería sería honrada la Orden que tuviese su honra en la lealtad y cortesía y liberalidad y

piedad!

Oficio de caballero es tener castillo y caballo para cuidar los caminos y para defender

labradores. Oficio de caballero es tener villas y ciudades, para hacer valer el derecho de la

gente y para congregar y juntar en un lugar carpinteros, herreros, zapateros, traperos,

mercaderes y los otros oficios que pertenecen al ordenamiento de este mundo y que son

necesarios para conservar el cuerpo y sus necesidades. Por eso los caballeros para mantener su

sitio están tan bien ubicados que son señores de castillos y de ciudades y villas. Por eso, si

destruir villas, castillos y ciudades, quemar y cortar los árboles y las plantas y matar a las bestias

y robar los caminos fuera oficio y orden de caballero, obrar y edificar castillos, fortalezas, villas

y ciudades, defender a los labradores, tener atalayas para asegurar caminos y otras cosas

parecidas a éstas sería desordenamiento de la caballería. Y, si eso fuera así, la razón por la cual

la caballería fue inventada sería la misma cosa que su desordenamiento y su contrario.

Los traidores, ladrones y rateros deben ser perseguidos por los caballeros, pues así como el

hacha se hizo para destruir los árboles, así el caballero tiene oficio para destruir a los malos

hombres. Por eso si el caballero es ratero, ladrón o traidor, y los rateros, traidores y ladrones

deben ser apresados y ejecutados por los caballeros, si el caballero que es ladrón o traidor o

ratero, quiere usar de su oficio y usar en otros de su oficio, que se aprenda y mate a sí mismo.

Y si en sí mismo no quiere usar su oficio, y lo usa en otros, más se cuida de la Orden de

Caballería en otros que en sí mismo. Y como no es legítimo que ningún hombre se mate a sí

mismo, por eso el caballero que sea ladrón, traidor y ratero debe ser destruido y ejecutado por

otro caballero. Y el caballero que soporta y mantiene al caballero traidor, ratero, ladrón, no usa

de su oficio, pues si lo usara haría algo contra ese oficio si matase o destruyese hombres

ladrones y traidores que no son caballeros.

Si tú, caballero, tienes dolor o algún mal en una mano, aquel mal está más cerca de la otra

mano que de mí o de otro hombre. Por eso el caballero que sea traidor, ladrón y ratero está

más cerca en vicio y en falta, de ti, que eres caballero, que de mí, que no soy caballero. Por eso

si tu mal te da mayor trabajo que el mío, ¿por qué disculpas y mantienes al caballero enemigo

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del honor de caballería? ¿por qué repruebas a los hombres que no son caballeros de las faltas

que cometen? El caballero ladrón hace mayor robo al alto honor de la caballería, con lo que se

quita a sí mismo y a su nombre, que con lo que hace al quitar dinero u otras cosas. Pues quitar

honra es dar vileza y mala fama a aquella cosa que es digna de ser loada y honrada. Y ya que el

honor y la honra valen más que el dinero y que el oro y la plata, por eso es mayor falta

envilecer la caballería que quitar dinero y otras cosas que no son caballería. Y, si esto no fuese

así, se seguiría que el dinero y las cosas que se quitan serían mayores que el hombre, o que

fuera mayor robo quitar un dinero que quitar mucho dinero. Si el hombre traidor, que mata a

su señor o yace con su mujer o entrega su castillo, es caballero, ¿qué cosa es el hombre que

muere para honrar y defender a su señor? Y si el caballero traidor es premiado por su señor,

¿qué falta podrá cometer para que sea castigado o reprendido? Pues si el señor no mantiene el

honor de caballería contra su caballero traidor, ¿quién lo mantendrá? Y si el señor no destruye

a su traidor, ¿qué cosa destruirá y para qué es señor, hombre o cosa alguna?

Si el oficio de caballero no es retar o combatir al traidor, y si el oficio del caballero traidor es

esconderse y combatir al caballero leal, ¿qué cosa es el oficio de caballero? Y si un coraje tan

malvado como el del caballero traidor, intenta vencer el coraje del caballero leal, el alto coraje

del caballero que combate por lealtad, ¿qué cosa intenta vencer o superar? Si el caballero amigo

de la caballería y la lealtad es vencido, ¿qué pecado ha hecho y a dónde ha ido el honor de la

caballería?

Si robar fuese oficio de caballero, dar sería contrario a la Orden de Caballería. Y si dar se

adecuara a algún oficio, ¿cuánto de valor tendría aquel hombre que hiciera del dar un oficio? Y

si dar las cosas quitadas [por robo] fuera adecuado al honor de la caballería, ¿a qué sería

adecuado el restituirlas? Y si se quita lo que Dios da, para que el caballero lo posea, ¿qué cosa

no debería poseer el caballero?

Poco sabe de encargar el que encarga a un lobo hambriento sus ovejas o el que encarga a su

bella mujer a un caballero joven y traidor, o el que encarga su fuerte castillo a un caballero

avaro y ratero, y si tal hombre no sabe poco de encargar sus cosas, ¿quién es el que sabe

encargar, quién es aquel que sabe cuidar y conservar los encargos?

¿Has visto algún caballero que no quiera recobrar su castillo? ¿Has visto algún caballero que

no quiera guardar su mujer del caballero traidor? ¿Has visto algún caballero ratero que no se

esconda para robar? Y si no has visto ninguno de tales caballeros, no hay regla ni Orden que

pueda hacerlos volver a la Orden de Caballeros.

Tener su arnés gentil y curar a su caballo es oficio de caballero, y si apostar su arnés sus

armas y su caballo es oficio de caballero, el oficio de caballero es lo que es y lo que no es. Pues

si eso es así, entonces el oficio de caballero es y no es, y como ser y nada son contrarios y no es

caballería destruir su arnés, ¿entonces la caballería sin armas, qué sería? ¿Y por qué razón es

nombrado caballero?

Mandamiento de la Ley es que el hombre no sea mentiroso, por eso si hacer falso

juramento no es contra la Orden de Caballería, Dios, que hizo el Mandamiento, y la caballería

son contrarios, y si lo son, ¿dónde está la honra de la caballería y cuál es su oficio? Y si Dios y

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la caballería concuerdan, conviene que jurar falsamente no se dé en aquellos que mantienen la

caballería, y si hacer un voto y prometer algo a Dios y jurar con verdad no es de caballero, ¿qué

es eso en qué consiste la caballería?

Si la justicia y la lujuria concordaran, la caballería, que concuerda con la justicia, concordaría

con la lujuria, y si caballería y lujuria concordaran, la castidad, que es contraria a la lujuria, sería

contra la honra de la caballería. Y si eso fuera así, sería verdad que los caballeros querrían

honrar la caballería sólo para mantener a la lujuria. Si la justicia y la lujuria son contrarias, y la

caballería es para mantener la justicia, entonces un caballero lujurioso y la caballería son

contrarios y, si lo son, en la caballería debe ser evitado más fuertemente de lo que se ha hecho

el vicio de la lujuria. Si fuera castigado el vicio de la lujuria como se debe, no serían sacados

tantos hombres de ninguna Orden como de la Orden de Caballería.

Si la justicia y la humildad fuesen contrarios, la caballería, que concuerda con la justicia,

estaría contra la humildad y se concordaría con el orgullo. Y si el caballero orgulloso mantiene

la Orden de Caballería, fue otra caballería la que comenzó por la justicia y para mantener a los

hombres humildes contra los injustos orgullosos. Y si eso es así, los caballeros que existen en

este tiempo no están en la Orden de Caballería en la que estaban los otros caballeros que

fueron los primeros, y si estos caballeros que existen ahora tienen la regla y usan del oficio que

usaban los primeros, no hay orgullo ni maldad en estos caballeros que vemos orgullosos e

injuriosos. Y si lo que parece orgullo e injuria no son nada, ¿entonces la humildad y la justicia

en quién están, en dónde y qué son?

Si la justicia y la paz fueran contrarios, la caballería que concuerda con la justicia sería

contraria a la paz, y si lo es, entonces estos caballeros que son ahora enemigos de la paz y aman

la guerra y los males, son caballeros, y aquellos que pacifican a la gente y huyen a los males son

injuriosos y están contra la caballería. Si eso es así, y los caballeros que ahora existen usan la

Orden de Caballería al ser injuriosos y guerreros y amantes del mal y de las penas, entonces

¿qué cosa eran y quiénes eran los caballeros primeros, que concordaban con la justicia y la paz,

pacificando a los hombres con justicia y por la fuerza de las armas? Con que si, en los tiempos

primeros, era del oficio del caballero pacificar a los hombres por la fuerza de las armas y si los

caballeros guerreros e injuriosos que existen en este tiempo no están en la Orden de Caballería

ni tienen oficio de caballero, ¿dónde está la caballería y cuáles y cuántos son aquellos que están

en su Orden?

Hay muchas maneras por las que el caballero puede y debe usar el oficio de caballería, y

como hemos de tratar de otras cosas, por eso pasamos por esto lo más brevemente que

podemos. Sobre todo por la petición de un cortés escudero, leal y veraz, que ha seguido la

Regla del caballero largo tiempo, hemos hecho este libro de modo breve, pues en corto tiempo

debe ser constituido un novel caballero.

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VI. EL CRISTIANISMO REFORMADO

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MARTÍN LUTERO

LA LIBERTAD

CRISTIANA

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INTRODUCCIÓN

Bajo las consignas de solus Christus, sola fide, sola scriptura y sola gratia, Martín Lutero dio pie al

cisma más doloroso que el cristianismo haya experimentado. Posibilitada por causas no

exclusivamente doctrinales, la Reforma Protestante —encabezada, además de por Lutero, por

figuras como Calvino, Knox y Zwinglio— fue un enérgico llamado a replantear en qué

consiste ser cristiano; constituyó también la ocasión del movimiento contrarreformista que se

expresó, entre otras vertientes, en ricos movimientos artísticos como el Barroco y contribuyó,

mediante la difusión y traducción de las Escrituras a lenguas vernáculas como el alemán, al

asentamiento de la identidad y la educación de varios pueblos, sin lo cual varios pensadores

posteriores, de la talla de Kant y Hegel, no habrían sido posibles.

La libertad del cristiano de Lutero (con una clara impronta agustiniana) subraya que nada

externo hace al hombre libre, bueno o servicial, tan sólo la palabra de Dios o predicación de

Cristo tal y como se encuentra en las Escrituras. Y es que sin ella, Lutero observa, el hombre

debe reconocer la futilidad de sus obras y su propia perdición. Dado que los mandamientos tan

sólo convencen de la imposibilidad de observarlos por las propias fuerzas, los cristianos tienen

una sola misión: grabar en su ser la palabra de Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe, pues la

fe (…) justificará abundantemente a quienes la posean.

Mandamientos y leyes frente a la fe en la promesa de Cristo, Antiguo y Nuevo Testamento,

tales son las dimensiones del cristianismo a ojos de Lutero; la fe desliga al hombre de los

mandamientos y las leyes, la fe va más allá de las obras a grado tal que la libertad del cristiano

consiste en no necesitar de obra alguna para su justificación o salvación.

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AL ATENTO Y SABIO SEÑOR JERÓNIMO MÜLPHORDT10, ALCALDE DE ZWICKAU, MI MUY

BONDADOSO AMIGO Y PROTECTOR, YO, DOCTOR MARTÍN LUTERO, AGUSTINO, PRESENTO MIS

SOLÍCITOS SERVICIOS Y MEJORES DESEOS.11

Atento y sabio señor y buen amigo: El digno magíster Juan Eger12, predicador de vuestra

loable ciudad, me ha ensalzado el amor y la complacencia que ponéis en la Sagrada Escritura, la

cual fervorosamente confesáis y delante de todos alabáis sin cesar. Por esta razón quiso aquél

relacionarme con vos; lo cual estoy dispuesto a hacer presto y con gozo; que es motivo de

alegría para mí saber que se ama la verdad divina. Por desgracia son muchos los que con toda

violencia y astucia la desechan, sobre todo aquellos que se glorían de ostentar ciertos derechos

sobre ella. Empero siempre será así: muchos tropezarán con Cristo, puesto como escándalo y

símbolo al que es menester desechar, y caerán y volverán a levantarse. Como principio de

nuestro conocimiento y nuestra amistad, he querido dedicaros este pequeño tratado y

exposición en lengua alemana, después de habérselo dedicado al Papa en latín. Con el presente

escrito pretendo exponer públicamente la causa de mi doctrina y mis escritos sobre el papado,

causa que espero a nadie parecerá nimia. Sin más, me encomiendo y os encomiendo a vos y a

todos a la gracia divina. Amén.

Wittenberg, 1520

JESÚS

1. A fin de que conozcamos a fondo lo que es el cristiano y sepamos en qué consiste la

libertad que para él adquirió Cristo y de la cual le ha hecho donación –como tantas veces repite

el apóstol Pablo– quisiera asentar estas dos afirmaciones:

El cristiano es libre y señor de todas las cosas y no está sujeto* a nadie.

El cristiano es servidor de todas las cosas y está sujeto a todos.

Ambas afirmaciones se encuentran claramente expuestas en las epístolas de san Pablo13:

“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos”. Asimismo14: “No debáis a

nadie nada, sino el amarse unos a otros”. El amor empero es servicial y se supedita a aquello en

que está puesto; y a los gálatas15 donde se dice de Cristo mismo: “Dios envió a su hijo, nacido

de mujer y nacido bajo la ley”.

2. Para poder entender ambas afirmaciones, de por sí contradictorias, sobre la libertad y la

servidumbre, pensemos que todo cristiano posee una naturaleza espiritual y, otra corporal. Por

10 Germán Mülphort, no Jerónimo como lo llama Lutero. 11 La traducción y las notas son de Rodolfo Olivera Obermöller. 12 Juan Silvio Wildenauer de Eger.

* También se puede traducir como “sometido” o “supeditado”. 13 1 Co 9:19. 14 Rom 13:8. 15 Ga 4:4.

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el alma* se llama al hombre espiritual, nuevo e interior; por la carne y la sangre, se lo llama

corporal, viejo y externo. A causa de esta diferencia, también la Sagrada Escritura contiene

aseveraciones directamente contradictorias acerca de la libertad y la servidumbre del cristiano.

3. Si examinamos al hombre interior, espiritual, a fin de ver qué necesita para ser y poder

llamarse cristiano bueno y libre, hallaremos que ninguna cosa externa, sea cual fuere, lo hará

libre, ni bueno, puesto que ni su bondad, ni su libertad ni por otra parte, su maldad ni

servidumbre son corporales o externas. ¿De qué aprovecha al alma si el cuerpo es libre,

vigoroso y sano, si come, bebe y vive a su antojo? O ¿qué daño puede causar al alma si el

cuerpo anda sujeto, enfermo y débil, padeciendo hambre, sed y sufrimientos, aunque no lo

quiera? Ninguna de estas cosas se acerca tanto al alma como para poder libertarla o

esclavizarla, hacerla buena o perversa.

4. De nada sirve al alma, asimismo, si, el cuerpo se recubre de vestiduras sagradas, como

hacen los sacerdotes y demás religiosos, ni tampoco si permanece en iglesias y otros lugares

santificados, ni si sólo se ocupa en cosas sagradas: ni si hace oraciones de labios, ayuda, va en

peregrinación y realiza, en fin, tantas buenas obras que eternamente puedan llevarse a cabo en

el cuerpo y por medio de él. Algo completamente distinto ha de ser lo que aporte y dé al alma

bondad y libertad, porque todo lo indicado, obras y actos, puede conocerlo y ponerlo en

práctica también un hombre malo, impostor e hipócrita. Además, con ello no se engendra

realmente sino gente impostora. Por otro lado, en nada perjudica al alma que el cuerpo se

cubra con vestiduras profanas y more en lugar no santificado, coma, beba, no peregrine, ni ore,

ni haga las obras que los hipócritas mencionados ejecutan.

5. Ni en el cielo ni en la tierra existe para el alma otra cosa en qué vivir y ser buena, libre y

cristiana que el Santo Evangelio, la Palabra de Dios predicada por Cristo, como Él mismo

dice16: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, vivirá eternamente”. Asimismo17:

“Yo soy el camino y la verdad, y la vida”. Además18: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de

toda Palabra que sale de la boca de Dios”. Por consiguiente, no hay duda de que el alma puede

prescindir de todo, menos de la Palabra de Dios: fuera de ésta, nada existe con que auxiliar al

alma. Una vez que ésta posea la Palabra de Dios, nada más precisará; en ella encontrará

suficiente alimento, alegría, paz, luz, arte, justicia, verdad, sabiduría, libertad, y toda suerte de

bienes en superabundancia. Por eso nos describen los Salmos, especialmente el salmo 11819, al

profeta clamando sólo por la Palabra de Dios. Asimismo se considera en la Sagrada Escritura

* Lutero, como hombre de su época, comprendía al ser humano desde lo espiritual (alma o vida/espíritu) y carnal (lo material y corpóreo). Esto no debe entenderse como un dualismo, sino más bien como una comprensión del ser humano que vive como un todo en dos esferas conexas, es decir, al mismo tiempo vivimos lo corporal y lo espiritual. Lo importante para Lutero es que aprendamos a vivir y servir desde la fe conociendo ambas esferas o realidades (naturalezas) de nuestra existencia, de modo que no nos alejemos de lo espiritual (fe) y cuidemos nuestro cuerpo (carnal) para que podamos servir a Dios en el mundo. 16 Jn 11:25. 17 Jn 14:6. 18 Mt 4;4. 19 Cf. Sal 119.

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como el mayor castigo y como señal de la ira divina, si Dios retira a los hombres su Palabra20.

Por el contrario, la mayor gracia de Dios se manifiesta cuando Él la envía según leemos en el

Salmo 10621: “Envió su Palabra y con ella les socorrió”. Únicamente para predicar la Palabra de

Dios ha venido Cristo al mundo y con este exclusivo fin fueron llamados e impuestos en sus

cargos todos los apóstoles, obispos, sacerdotes y eclesiásticos en general, aunque respecto a

estos últimos hoy, desgraciadamente, no lo parezca.

6. Acaso preguntes: ¿qué Palabra es esa que otorga una gracia tan grande y cómo deberé

usar de tal Palabra? He aquí la respuesta: La Palabra no es otra cosa que la predicación de

Cristo, según está contenida en el Evangelio. Dicha predicación ha de ser —y lo es

realmente— de tal manera que al oírla oigas hablar a Dios contigo, quien te dice que para Él tu

vida entera y la totalidad de tus obras nada valen y que te perderás eternamente con todo

cuanto en ti hay. Oyendo esto, si crees sinceramente en tu culpa, perderás la confianza en ti

mismo y reconocerás cuán cierta es la sentencia del profeta Oseas22: “Oh Israel, en ti sólo hay

perdición: que fuera de Mí no hay salvación”. Mas para que te sea posible salir de ti mismo,

esto es, de tu perdición, Dios te presenta a su amadísimo Hijo Jesucristo, y con su palabra viva

y consoladora, te dice: Entrégate a Él con fe inquebrantable, confía en Él sin desmayar. Por esa

fe tuya te serán perdonados todos tus pecados; será superada tu perdición; serás justo, veraz,

lleno de paz, bueno; y todos los mandamientos serán cumplidos y serás libre de todas las cosas,

como San Pablo dice23: “Mas el justo solamente vive por su fe”. Y también24: “Porque el fin y

cumplimiento de la ley es Cristo para todos los que en Él creen”.

7. Luego la única práctica de los cristianos debería consistir precisamente en lo siguiente:

grabar en su ser la Palabra y a Cristo, y ejercitarse y fortalecerse sin cesar en esta fe. No existe

otra obra para el hombre que aspire a ser cristiano. Así lo indicó Cristo a los judíos cuando

éstos lo interrogaron acerca de las obras cristianas que debían realizar y que debían ser

agradables a Dios, diciendo25: “Ésta es la única obra de Dios, que creáis en el que Él ha

enviado”. Pues sólo a Cristo ha enviado Dios como objeto de la fe. Se desprende de esto que

una fe verdadera en Cristo es inapreciable riqueza, pues trae consigo toda salvación y quita la

maldición, como está escrito en Marcos, último capítulo26: “El que creyere y fuere bautizado,

será salvo; mas el que no creyere, será condenado”. Así reconoció el profeta Isaías las riquezas

de esa fe27: “Dios contará un poco sobre la tierra y en ese poco entrará la justicia como un

nuevo diluvio”. O sea, la fe, que encierra ya el cumplimiento de todos los mandamientos,

justificará abundantemente a quienes la posean, de manera que nada más habrán menester para

20 Am 8:11 y sig. 21 Cf. Sal 107:20. Se refiere a la contrición. 22 Os 13:9. 23 Rom 1:17. 24 Rom 10:4. 25 Jn 6:29. 26 Mt 16:16. 27 Is 10:22.

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ser justos y buenos, como dice el apóstol Pablo28: “Porque cuando se cree con el corazón,

entonces se es justo y bueno”.

8. ¿Pero cómo es que habiendo ordenado la Sagrada Escritura tantas leyes, mandamientos,

obras y ritos, sólo la fe puede justificar al hombre sin necesidad de todo ello, y más aún, puede

concederle tantos bienes? Tocante a esto deberá tenerse muy en cuenta, sin olvidarlo nunca,

que la fe sola, sin obras, justifica, liberta y salva, como luego veremos. Y a la vez es preciso

saber que en la Sagrada Escritura hay dos clases de palabra: mandamientos o ley de Dios, y

promesas y afirmaciones. Los mandamientos nos indican y ordenan toda clase de buenas

obras, pero con eso no están ya cumplidas: porque enseñan rectamente, pero no auxilian;

instruyen acerca de lo que es preciso hacer, pero no expenden la fuerza necesaria para

realizarlo. O sea, los mandamientos han sido promulgados únicamente para que el hombre se

convenza por ellos de la imposibilidad de obrar bien y aprenda a reconocerse y a desconfiar de

sí mismo. Por esta razón llevan los mandamientos el nombre de Antiguo Testamento, todos

figuran en el mismo. Por ejemplo, el mandamiento que dice29: “No codiciarás” demuestra que

todos somos pecadores y que no hay hombre libre de concupiscencia, aunque haga lo que

quiera. Aquí aprende el hombre a no confiar en sí mismo y a buscar en otra parte el auxilio

necesario para poder limpiarse de codicia y cumplir así el mandamiento con ayuda ajena, dado

que por esfuerzo propio le es imposible. Con los demás mandamientos nos sucede lo mismo:

no somos capaces de cumplirlos.

9. Una vez que el hombre haya visto y reconocido por los mandamientos su propia

insuficiencia, lo acometerá el temor y pensará en cómo satisfacer las exigencias de la ley; ya que

es menester cumplirla so pena de condenación; y se sentirá verdaderamente humillado y

aniquilado, sin hallar en su interior nada con que llegar a ser bueno. Entonces es cuando la otra

palabra se allega, la promesa y la afirmación divina, y dice: ¿deseas cumplir los mandamientos y

verte libre de la codicia malsana y del pecado como exigen los mandamientos? ¡Mira! ¡Cree en

Cristo! En Él te prometo gracia, justificación, paz y libertad plenas. Si crees ya posees, mas si

no crees, nada tienes. Porque todo aquello que jamás conseguirás con las obras de los

mandamientos –que son muchas, sin que ninguna valga– te será dado pronto y fácilmente por

medio de la fe: que en la fe he puesto directamente todas las cosas, de manera que quien tiene

fe, todo lo tiene y será salvo; sin embargo, el que no tiene fe, nada poseerá. Son pues, las

promesas de Dios las que cumplen lo que los mandamientos ordenan y dan lo que ellos exigen:

esto sucede así para que todo sea de Dios; el mandamiento y cumplimiento. Sólo Dios ordena

y sólo Dios cumple. Esta es la razón por la cual las promesas de Dios son la Palabra del Nuevo

Testamento y están comprendidas en el mismo.

10. Estas palabras y todas las demás de Dios son santas, verídicas, justas, pacíficas, libres y

plenas de bondad. Por tanto, el alma de aquel que con fe verdadera se atiene a la Palabra

divina, se unirá a la misma de modo tal que también el alma se adueñará de todas las virtudes

28 Rom 10:10. 29 Ex 20:17.

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de la Palabra. Es decir, por la fe, la Palabra de Dios hará al alma santa, justa, sincera, pacífica,

libre y plena de bondad; será en fin un verdadero hijo de Dios, como dice Juan30: “A los que

creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”.

Esto aclara por qué la fe es tan potente y asimismo cómo no existen buenas obras que

puedan igualarse a ella. Ninguna obra buena se atiene a la Palabra divina como la fe, ni hay

obra buena alguna capaz de morar en el alma, sino que únicamente la Palabra divina y la fe

reinan en el alma. Tal como es la palabra, así se vuelve el alma, a semejanza del hierro que al

unirse al fuego se vuelve rojo blanco como el fuego mismo. Vemos así que al cristiano le basta

con su fe, sin que precise obra alguna para ser justo, de donde se deduce que si no ha menester

de obra alguna, queda ciertamente desligado de todo mandamiento o ley, y si está desligado de

todo esto será, por consiguiente, libre. En esto consiste la libertad cristiana: en la fe única que

no nos convierte en ociosos o malhechores, sino antes bien en hombres que no necesitan obra

alguna para obtener la justificación y salvación. Luego trataremos este punto con amplitud.

11. También se asemeja la fe a un hombre que confía en otro porque aprecia su bondad y

veracidad, lo cual es el honor más grande que un ser humano puede rendir a otro. Por el

contrario, la mayor vergüenza es que un hombre considere a su semejante como inútil,

mentiroso y superficial. Del mismo modo, cuando el alma cree firmemente en la Palabra de

Dios, considera a éste como sincero, bueno y justo, rindiéndole así todo el honor del que es

capaz, en tanto respeta el derecho divino, glorifica el nombre de Dios y se abandona a su

voluntad, dado que no duda de la bondad y veracidad de todas sus Palabras. Por el contrario, el

deshonor mayor que a Dios puede hacérsele es no creerle, cosa que sucede si el alma lo

considera incapaz, falaz y superficial, negándole con tal incredulidad y haciendo de su propio

sentir un ídolo levantado en el corazón contra Dios, como si su propia sabiduría pudiera

superar a la divina. Al ver Dios que el alma lo reconoce por la única verdad y que lo honra así

con su fe, Él, a su vez, honra al alma y la considera buena y sincera.

Por consiguiente, por la fe es el alma realmente buena y sincera, porque bueno es y

conforme a la verdad que se considere a Dios como bondad y verdad mismas, lo cual hace al

hombre también justo y sincero, siendo así que es sincero y justo conceder a Dios toda la

verdad. Y esto es algo que no realizan quienes en lugar de creer se esfuerzan poniendo en

práctica muchas buenas obras.

12. No sólo obra la fe compenetrando al alma íntimamente con la Palabra de Dios,

dotándola de gracia, libertad y bienaventuranza, sino que la misma fe también une al alma con

Cristo, como la esposa con su esposo. De tales desposorios resulta, según el apóstol Pablo, que

Cristo y el alma forman un solo cuerpo31, de manera tal que todo cuanto ambos poseen,

bienes, dicha, desdicha, todo, en fin, lo poseen en común. Esto es, lo que a Cristo de por sí

pertenece, pasa a pertenecer también al alma, y lo que ésta posee pasa a ser posesión de Cristo.

Así, Cristo posee todos los bienes y la bienaventuranza que pertenecen al alma. De la misma

30 Jn 1:12. 31 Ef 5:30

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manera no dispone el alma de maldad y pecado, los cuales se transfieren a Cristo. ¡Aquí

comienza el gozoso trueque y la alegre porfía! Cristo es Dios y hombre, pero jamás ha

cometido pecado: su justicia es invencible, eterna y omnipotente. Al apropiarse Cristo del

pecado del alma creyente en virtud del anillo de bodas de ésta, es decir, por su fe, es como si

Cristo mismo hubiera cometido el pecado: de donde resulta que los pecados son absorbidos

por Cristo y perecen en Él; que no hay pecado capaz de resistir la invencible justicia de Cristo.

De este modo se ve el alma limpia de todos sus pecados, en virtud de las arras de boda, o sea,

el alma es por su fe libertada y dotada con la justicia eterna de su esposo Jesucristo. ¿No es

acaso alegre negocio que Jesucristo, el novio rico, noble y bueno, se despose con una

insignificante ramera, pobre, despreciable y mala, sacándola así de todo mal y adornándola con

toda clase de bienes? Ya no es posible que el alma sea condenada por sus pecados, una vez que

éstos también son de Cristo, en el cual han perecido. De esta suerte dispone el alma de una

justicia tan superabundante por su esposo que es capaz de resistirse contra todos los pecados,

aunque ya estuviera sobrecargada de ellos. A este respecto dice el apóstol Pablo32: “Gracias

sean dadas a Dios que nos ha dado la victoria en Cristo Jesús, en la que han sido absorbidos la

muerte y el pecado”.

13. Comprenderás ahora, lector, por qué motivo se concede tal valor a la fe, afirmando que

cumple los mandamientos y justifica sin necesidad de otras obras. Ya has visto cómo sólo la fe

cumple el primer mandamiento, el cual ordena33: “Honrarás al Señor, tu Dios”. Aunque fueras

de pies a cabeza una sola y pura “buena obra”, no serías justo ni darías a Dios honra alguna

con ello, o sea, dejarías incumplido el primero de todos los mandamientos. Honrar a Dios sólo

es factible si se reconoce de antemano que Él es la verdad y la suma de todas las bondades,

como es en verdad. Sin embargo, dicho conocimiento no cabe en las buenas obras, sino

únicamente en la fe del corazón. Por eso es sólo la fe la justicia del hombre y el cumplimiento

de los mandamientos: pues quien cumple el primer mandamiento cumplirá también segura y

fácilmente los demás. Las obras [sin fe] son, por el contrario, cosa muerta; no pueden honrar y

alabar a Dios, aun cuando pueden practicarse en su honor y alabanza, si la fe está presente.

Pero nosotros andamos buscando no aquello que puede realizarse, como las obras, sino al

autor y maestro que honra a Dios y lleva a cabo las obras. Esto no es sino la fe de corazón que

es la cabeza y toda la sustancia de la justicia. Por consiguiente, la doctrina que enseña a cumplir

los mandamientos con obras, es una doctrina tan peligrosa como malvada, toda vez que los

mandamientos han de ser cumplidos por la fe antes que por las obras, ya que estas siguen a tal

cumplimiento como en seguida veremos.

14. Para conocer más a fondo lo que en Cristo poseemos y el beneficio tan grande que

supone tener una fe verdadera, ha de saberse que anteriormente al Antiguo Testamento y en

Las arras de boda eran una cantidad en dinero que los novios al comprometerse en matrimonio pactaban pagar al otro en caso de que uno de ellos no cumpliera con el compromiso, no celebrándose la boda. 32 1 Co 15:55-57. 33 Ex 20:2-4.

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este mismo, Dios escogió y retuvo para sí el primogénito viril de hombres y animales34. Ahora

bien, la primera criatura nacida fue de valor inapreciable y aventaja a todos los nacidos35 en dos

grandes cosas, como son: la soberanía y la clerecía, o en otras palabras, el reino y el sacerdocio.

Es decir, el niño que primero nació era señor de todos sus hermanos, y al mismo tiempo

sacerdote o papa ante Dios. Este símil se refiere a Jesucristo, el cual es realmente el

primogénito de Dios el Padre, nacido de la Virgen María. Por eso es Él también rey y

sacerdote, aunque en sentido espiritual, toda vez que su Reino no es de este mundo ni consiste

en bienes terrenales, sino puramente espirituales, como son: la verdad, la sabiduría, la paz, el

gozo, la bienaventuranza, etc. Sin embargo, no quedan tampoco excluidos los bienes

temporales, pues todas las cosas están supeditadas a Cristo, así las del cielo como las de la tierra

y del infierno. Se explica que no veamos a Cristo, porque reina espiritual e invisiblemente.

Asimismo no consiste su sacerdocio en actos exteriores o en vestiduras, como sucede entre

los hombres, sino en un sacerdocio en espíritu, invisible: de este modo Cristo está delante de

Dios, rogando sin cesar por los suyos, sacrificándose a sí mismo, haciendo, en fin, cuanto a un

sacerdote bueno corresponde. “Él intercede por nosotros”, como dice San Pablo36, y al mismo

tiempo nos instruye interiormente, en nuestro corazón. Ambos menesteres, el ruego intercesor

y la enseñanza, son propios del sacerdote: que también los sacerdotes humanos, visibles y

perecederos, ruegan y enseñan del mismo modo.

15. Cristo en posesión de la primogenitura y toda la gloria y dignidad que a la misma

pertenecen, hace participar de ella a todos los cristianos, a fin de que por la fe también ellos

sean reyes y sacerdotes con Cristo. Así dice San Pedro37: “Vosotros sois reino sacerdotal y

sacerdocio real”. Esto sucede porque la fe eleva al cristiano por encima de todas las cosas, de

manera que se convierte en el soberano espiritual de las mismas, sin que ninguna pueda

malograr su salvación. Antes al contrario, todo le queda supeditado y todo ha de servirle para

su salvación, como enseña San Pablo38: “Todas las cosas habrán de ayudar a los escogidos para

su mayor bien”, sea la vida o la muerte, el pecado o la justicia, lo bueno y lo malo, llámese

como quiera”. Igualmente39: “Todo es vuestro, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo

por venir”, etc. Claro está que esto no significa que ya dominemos corporal o materialmente

todas las cosas, poseyéndolas y haciendo uso de ellas, como hombres que somos; no es esto

posible, dado que todos tenemos que perecer corporalmente, y nadie puede escaparse de la

muerte. Además existen cosas a las cuales estamos sometidos, como lo vemos en Cristo mismo

y en sus santos. Se trata de una soberanía espiritual, ejercitada dentro de los límites que nos

impone el cuerpo. Es decir, mi alma puede perfeccionarse en todas y a pesar de todas las cosas,

de manera que aun la muerte y el padecimiento me están sometidos y me servirán para mi

34 Ex13:2. 35 Gn 49:3. 36 Rom 8:34 37 1 Pe 2:9. 38 Rom 8:28 y sigs. 39 1 Co 3:21 y sigs.

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salvación. ¡Qué elevado y estupendo honor! ¡Qué soberanía tan real y omnipotente! Es éste un

reino espiritual, donde nada hay tan bueno o tan malo que no tenga que beneficiarme si tengo

la fe, sin que nada necesite, porque con mi fe me basta. ¡He aquí cuán hermosos son el señorío

y la libertad de los cristianos!

16. Además, somos sacerdotes, lo que vale mucho más que ser rey, toda vez que el

sacerdocio nos capacita para poder presentarnos delante de Dios rogando por los demás

hombres, puesto que sólo a los sacerdotes corresponde por derecho propio estar a los ojos de

Dios y rogar. A Cristo le debemos este don de interceder y suplicar en espíritu unos por otros,

semejantes al sacerdote que corporalmente intercede y ruega ante Dios por el pueblo. Empero,

a quien no cree en Cristo ninguna cosa puede beneficiarlo, antes al contrario, estará sometido a

todas como un siervo, y todas lo hacen alterarse. Tampoco su oración alcanzará el agrado de

Dios, ni siquiera llegará hasta Él. ¿Quién es capaz de abarcar la grandeza y el honor del

cristiano? Por su reinado y soberanía dispone Él de todas las cosas; por su sacerdocio influye

en Dios, puesto que Dios obra conforme al ruego y deseo del cristiano, como leemos en el

Salmo40: “Dios cumplirá el deseo de todos los que le temen y oirá su oración”. Este honor lo

recibe el cristiano sólo por la fe, pero no por las obras. De lo dicho se deduce claramente que

el cristiano es libre de todas las cosas y soberano de ellas, sin que precise, por tanto, de obra

buena alguna para ser justo y salvo. La fe es la que da de todo en abundancia. Y si el cristiano

fuera tan necio de pensar ser justo, libre, salvo o cristiano en virtud de las buenas obras,

perdería su fe y con ella todo lo demás. Semejante sería el tal a aquel perro del cuento que

llevaba un trozo de carne en la boca, y viéndolo reflejado en el agua, quiso cogerlo de un

bocado; perdió el trozo de carne y además también la imagen del mismo en el agua.

17. Acaso te preguntes qué diferencia hay entre los sacerdotes y los laicos en la cristiandad,

sentado que todos los cristianos son sacerdotes. La respuesta es la siguiente: Las palabras

“sacerdote”, “cura”, “eclesiástico” y otras semejantes fueron despojadas de su verdadero

sentido al ser aplicadas únicamente a un reducido número de hombres que se apartaron de la

masa y formaron lo que ahora conocemos con el nombre de “estado sacerdotal”. La Sagrada

Escritura no hace diferencias entre cristianos, sino que sólo distingue entre los sabios y los

consagrados que reciben el nombre de “ministri”, “servi”, “oeconomi”, que significa:

servidores, siervos y administradores, y cuya misión consiste en predicar a los demás a Cristo y

sobre la fe y la libertad cristiana. Aunque todos seamos iguales sacerdotes, no todos podemos

servir, administrar y predicar. Así dice San Pablo41 : “Queremos ser considerados por los

hombres únicamente como servidores de Cristo y administradores del Evangelio”. Pero el caso

es que dicha administración se ha tornado en un dominio y poder tan mundano, ostentativo,

fuerte y temible, que el verdadero poder temporal no puede ya compararse con él, ¡como si los

Se refiere a la doctrina del sacerdocio universal, con lo que se intenta provocar que la gente tome su responsabilidad como sacerdotes y no caiga sólo en los ministros consagrados. 40 Sal 145:19. 41 1 Co 4:1.

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laicos y cristianos fueran dos cosas distintas! Claro es que con ello se ha despojado totalmente

de su sentido a la gracia, la libertad y la fe cristianas, así como también a todo aquello que de

Cristo hemos recibido, y hasta a Cristo mismo. ¿Y qué se nos ha dado en cambio? Muchas

leyes y obras humanas, haciéndonos así verdaderos esclavos de la gente más incapaz del

mundo.

18. Puede deducirse de lo expuesto que no basta con predicar superficialmente sobre la vida

y obra de Cristo, cual si se tratase de un mero hecho histórico o una crónica; aun es peor

callarse sobre Cristo y en su lugar predicar el derecho eclesiástico u otras leyes y doctrinas

humanas. También hay muchos que al predicar o leer sobre Cristo se muestran llenos de

compasión con Él, pero de odio contra los judíos, o se entretienen, en fin, con diversas

frivolidades. Ahora bien, es necesario predicar a Cristo en tal forma que la predicación brote en

ti y en mí la fe y se mantenga en nosotros; una fe que sólo nace y permanece cuando se nos

predica por qué vino Cristo al mundo, de qué manera hemos de valernos de Él y de sus

beneficios, qué es lo que Él nos ha traído y donado. Se predicará de este modo cuando se

interpreta debidamente la libertad cristiana que de Cristo hemos recibido, y cuando se nos dice

de qué modo somos reyes y sacerdotes, y dueños y señores de todas las cosas, y que Dios se

complace en todo cuanto hacemos y lo atiende, según hemos venido diciendo. Y el corazón

que oye esto de Cristo, se gozará hasta lo más profundo, se sentirá consolado, se volverá

blando para con Cristo, y le corresponderá amándolo, cosas todas en fin, a las que jamás

podría llegar el corazón mediante el cumplimiento de leyes y obras. Por lo demás, ¿qué podría

dañar o atemorizar a un corazón que así siente? Si el pecado y la muerte se allegan, le dice su fe

que la justicia de Cristo es suya y que sus pecados tampoco son ya suyos sino de Cristo; de este

modo, el pecado se desvanece ante la justicia de Cristo por la fe y en la fe, como antes se dijo; y

el hombre aprende a porfiar a la muerte y al pecado como el apóstol, y exclama42: “¿Dónde

está, oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? Tu aguijón es el pecado. Mas

a Dios sean dadas gracias y alabanzas, que nos ha otorgado la victoria por Jesucristo nuestro

Señor. Absorbida es la muerte con su victoria”, etc.

19. Baste lo hasta aquí expuesto acerca del hombre interior o espiritual, de su libertad y de

su justicia esencial, para lo cual no precisa ley u obra buena alguna; más aún, sería perjudicial a

la justificación si quisiera alcanzarla mediante leyes y obras. Pasemos ahora a la otra parte, a la

referente al hombre externo. Al hacerlo; replicaremos a todos aquellos que, escandalizados por

nuestros razonamientos, suelen exclamar: “Está bien: si la fe ya lo es todo y por sí sola basta

para la justificación, ¿por qué han sido ordenadas las buenas obras? Vivamos, pues, alegres y

confiados y sin hacer nada.” No, amado hermano, eso, es un error. Podría suceder lo que tú

dices, si fueras ya del todo un hombre interior, puramente espiritual e interior, cosa que no

Lutero sostiene, al igual que el apóstol Pablo, que Cristo llega a nosotros por medio de la predicación de la Palabra más que con palabras u obras humanas. De este modo, en Romanos 10:17, leemos que “La fe, por lo tanto, nace de la predicación y la predicación se realiza en virtud de la Palabra de Cristo.” 42 1 Co 15:55 y sig.

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tendrá lugar antes del día del juicio final. En este mundo todo es comienzo y crecimiento, y el

fin vendrá en el otro mundo. Por eso habla el apóstol de “primitias spiritus”, o sea, los

primeros frutos del espíritu43; y también por eso cabe aplicar lo que antes se dijo: “el cristiano

es servidor de todas las cosas y está supeditado a todos.” Con otras palabras: dado que es libre,

nada necesita hacer: dado que es siervo, ha de hacer muchas y diversas cosas. Veamos cómo

sucede esto.

20. Aun cuando el hombre esté ya interiormente, por lo que a su alma respecta, bastante

justificado por la fe y en posesión de todo cuanto precisa, aunque su fe y suficiencia tendrán

que seguir creciendo hasta la otra vida, sigue, sin embargo, en el mundo y ha de gobernar su

propio cuerpo y de convivir con sus semejantes. Y aquí comienzan las obras. El hombre,

dejando a un lado toda ociosidad, está obligado a guiar y disciplinar moderadamente su cuerpo

con ayunos, vigilias y trabajos, ejercitándolo a fin de supeditarlo e igualarlo al hombre interior y

a la fe, de modo que no sea impedimento ni haga oposición, como sucede cuando no se lo

obliga. Pues, el hombre interior va al unísono con Dios, se goza y se alegra por Cristo, que

tanto ha hecho por él, y su mayor y único placer es, a su vez, servir a Dios con un amor

desinteresado y voluntario. Empero en su carne late una voluntad rebelde, una voluntad

inclinada a servir al mundo y a buscar lo que más la deleita. Pero la fe no puede sufrirlo y se le

arroja de modo al cuello amorosa, para apaciguarlo y subyugarlo. Dice el apóstol Pablo44:

“Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios, mas veo otra ley en mis miembros que

me lleva cautivo a la ley del pecado”. Del mismo modo45: “Golpeo mi cuerpo y lo pongo en

servidumbre, no sea que habiendo sido un maestro para otros, yo mismo venga a ser

eliminado”. Y asimismo46: “Pero los que son de Cristo crucifican su carne con sus afectos y

concupiscencia”.

21. Pero dichas obras no se realizarán pensando que por ellas el hombre se justifica ante

Dios, pues tal pensamiento es insoportable para la fe, la cual es y será siempre la única justicia a

los ojos de Dios. Antes bien, se harán las obras con la sola intención de dominar el cuerpo y

limpiarlo de sus malas inclinaciones deleitosas, poniendo toda la mira en desterrarlas.

Precisamente por ser el alma pura por la fe y amante de Dios, anhela que también lo demás sea

puro, sobre todo el propio cuerpo, y que todo, juntamente con ella, ame y alabe a Dios. Por

consiguiente, el hombre, a causa de su propio cuerpo, no puede andar ocioso, antes al

contrario, habrá de realizar muchas buenas obras para supeditarlo. Sin embargo, no son las

obras el medio apropiado para aparecer como bueno y justo delante de Dios, sino que se

ejecutarán con puro y libre amor, desinteresadamente, sólo para complacer a Dios, buscando y

mirando única y exclusivamente lo que a Dios le agrada en tanto se desea cumplir su voluntad

43 Rom 8: 22-23. “Sabemos que la creación entera, hasta el presente, gime y sufre dolores de parto. Y no sólo ella: también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente anhelando que se realice la redención de nuestro cuerpo.” 44 Rom 7:22 y sig. 45 1 Co 8:27. 46 Ga 5:24.

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lo mejor posible. Concluya así, pues, cada cual la medida y la prudencia al castigar su cuerpo

con tantos ayunos, vigilias y trabajos como necesite para apaciguar su temeridad. Pero aquellos

que buscan la justificación por medio de obras, no se cuidan de la mortificación, sino sólo

ponen la mira en las obras, pensando que cuanto más numerosas éstas sean, mejor es para

alcanzar la justificación. Y a veces pierden la cabeza y malgastan sus cuerpos. ¡Cuán grande

estupidez y asimismo cuán falsa comprensión de la vida cristiana y de la fe demuestra la

pretensión de ser justificado y salvo por obras, pero sin fe!

22. Valiéndonos de algunos símiles diríamos: las obras del cristiano, el cual por su fe y por

pura gracia de Dios es justificado y salvado gratuitamente, podrían tasarse como las que Adán y

Eva habrían hecho en el paraíso, según está escrito47, que Dios lo puso en el paraíso al hombre

creado para que lo labrara y guardase. Ahora bien: Adán fue creado justo, bueno y sin pecado.

Por consiguiente, no le era preciso labrar y cuidar para ser bueno y justificado. Sin embargo, a

fin de que no anduviera ocioso, Dios le encomienda el trabajo de plantar, labrar y cuidar el

Edén. Tales obras de Adán habrían sido hechas por él voluntariamente, sólo para complacer a

Dios, pero en modo alguno para alcanzar la justificación que él ya poseía y con la cual todos

nosotros podríamos haber nacido. Pues bien, este es el caso de las obras del hombre creyente,

el cual, por su fe es puesto de nuevo en el paraíso y de nuevo creado; las obras que ejecuta no

le serán necesarias para su justificación, sino que le han sido ordenadas con objeto de evitar su

holganza, haciéndolo esforzar y cuidar el cuerpo exclusivamente para agradar a Dios.

Además: un obispo consagrado bendice un templo, confirma o practica cualquier otra obra

inherente a su cargo, pero tales cosas no lo hacen obispo; aún más, si no fuera por tratarse de

un obispo ya consagrado, ninguno de dichos actos tendrían valor, sino que serían puras

necedades. A semejanza del obispo, el cristiano, consagrado por la fe, al realizar buenas obras,

éstas no lo hacen mejor cristiano o más consagrado, cosa que únicamente sucede con el

incremento de la fe; antes bien, de no tratarse de un creyente y cristiano, nada valdrían sus

obras, sino que serían pecados punibles y condenables.

23. Estas dos sentencias son, por consiguiente, ciertas. Primera: “Las obras buenas y justas

jamás hacen al hombre bueno y justo, sino que el hombre bueno y justo realiza obras buenas y

justas”. Segunda: “Las malas obras nunca hacen al hombre malo, sino que el hombre malo

ejecuta malas obras”. Se desprende de esto que la persona habrá de ser ya buena y justa antes

de realizar buenas obras o sea, que dichas obras emanan de la persona justa y buena, como dice

Cristo48: “El árbol malo no lleva buenos frutos; el árbol bueno no da frutos malos”. Ahora

Lutero plantea que es beneficioso y necesario que venzamos el ocio, con obras dirigidas a Dios, materializadas en el prójimo. Él sabe que el ocio mata al espíritu, y por ende, impide el fluir de la fe en nosotros. Así, el hombre interior debe estimular al exterior desde la fe, ya que, de modo contrario, el hombre exterior (el ocio) ahoga al hombre interior (la fe). Con esto, Lutero indica la necesidad de que sea la fe lo que de sentido a nuestras obras, y no que se dejen de practicar las mismas. 47 Gn 2:15. 48 Mt 7:18.

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bien, está claro que ni los frutos llevan al árbol ni se producen los árboles en los frutos, sino

que por el contrario, los árboles llevan los frutos y los frutos crecen en los árboles. Luego, así

como los árboles preceden a los frutos y estos no hacen al árbol malo o bueno, sino que son

los árboles los que dan frutos buenos o malos, también la persona será justa o mala antes de

ejecutar obras buenas o malas, de modo que sus obras no lo hacen bueno o malo al hombre,

sino que él mismo es quien hace buenas o malas obras. Algo semejante podemos ver en todos

los oficios manuales. Una casa bien o mal construida no hace al constructor bueno ni malo,

sino que éste levantará una casa buena o mala. Ninguna obra hace al artesano según la calidad

de ella, sino como es el artesano, así resultará también la obra. Idéntico es el caso de las obras

humanas, las cuales serán buenas o malas según sean la fe o la incredulidad del hombre. Y no

al contrario: como son sus obras, así será justo o creyente. Como las obras no hacen al hombre

creyente, así no lo justifican tampoco. Sin embargo, la fe, que hace justo al hombre, así también

realizará buenas obras. Toda vez que las obras a nadie justifican, sino que el hombre ha de ser

ya justo antes de realizarlas, queda claramente demostrado que sólo la fe, por pura gracia

divina, en virtud de Cristo y su Palabra, justifica a la persona suficientemente y la salva, sin que

el cristiano precise de obra o mandamiento alguno para lograr su salvación. Porque el cristiano

está desligado de todos los mandamientos, y en uso de su libertad hace voluntaria y

desinteresadamente todo cuanto haga, sin buscar nunca su propio provecho y su propia

salvación, porque por su fe y la gracia divina está ya salvo, sino que busca únicamente cómo

complacer a Dios.

24. Por otra parte, a quien carezca de fe, ninguna obra buena colaborará con su justicia y

salvación. Además, no hay malas obras que puedan hacerlo malo y condenarlo, sino que la

incredulidad pervierte a la persona y al árbol y es ejecutora de las obras malas y condenables:

Luego el ser justo o malo no procede de las obras, sino de la fe, como dice el sabio49: “El

principio del pecado es apartarse de Dios y desconfiar de Él”. También Cristo enseña que no

debe comenzarse por las obras y dice50: “O haced el árbol bueno, y su fruto bueno, o haced el

árbol malo, y su fruto malo”. Lo mismo podría haber dicho: el que desee buenos frutos, que

empiece por el árbol plantándolo debidamente. Por consiguiente, quien pretenda realizar

buenas obras no comenzará por éstas, sino por la persona que ha de ejecutarlas. Mas a la

persona nadie la hace buena sino la fe, y nadie la hace mala sino la incredulidad. No es menos

cierto que las obras revelan al hombre como justo o malo ante sus semejantes, esto es, por las

obras se conoce ya exteriormente si el hombre es justo o malo, como dice Cristo51: “Por los

frutos los conoceréis”. Sin embargo, eso tiene un valor más bien aparente y externo, aunque

muchos se han dejado guiar por ello y yerran, escribiendo y enseñando cómo han de hacerse

las buenas obras y cómo es posible ganar la justificación, en tanto que olvidan del todo la fe. Y

Esto se resume en que: no es el pecado que hace a un hombre pecador, sino que el pecador comete pecado. Y pecadores somos todos, por naturaleza. 49 Eccl 10:14-15. 50 Mt 12:33. 51 Mt 7:20.

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así van por el mundo, guías ciegos de ciegos; así se torturan con muchas obras sin llegar jamás

a la recta justicia. A ello se refiere San Pablo52: “Tendrán apariencia de justicia, pero les falta el

fundamento; siempre están aprendiendo, y nunca pueden llegar al conocimiento de la justicia

verdadera”. Quien no quiera andar vagando en compañía de esos ciegos, que mire más allá de

las obras, de los mandamientos y de las doctrinas sobre las obras, para fijar la atención ante

todo en la persona y el modo en que puede ser justificada. Ciertamente la persona no se

justificará y salvará por medio de mandamientos y obras, sino por la Palabra de Dios, esto es,

por la promesa de su gracia, y la fe. Y sucede así, a fin de que la gloria divina permanezca en

todo su esplendor, en tanto Dios no nos redime por causa de nuestras obras, sino por su

Palabra misericordiosa, gratuitamente por pura clemencia. [Esto es, por gracia.]

25. Después de lo dicho, no será difícil comprender en qué sentido deben desecharse o

aceptarse las buenas obras y de qué modo habrá de entenderse toda doctrina acerca de las

mismas. Aquellas doctrinas fundadas en la falsa y torcida opinión de que mediante buenas

obras seremos justificados y salvos son ya en sí malas y dignas de condenación; lo son porque

desconocen la libertad y escarnecen la gracia de Dios, la cual sólo justifica y salva por la fe,

cosa imposible para las obras, mas al pretenderlo éstas, atacan la obra y el honor de la gracia.

No desechemos las buenas obras porque lo sean, no a causa de las malas consecuencias y la

errónea opinión que las acompaña, presentándolas como buenas cuando en realidad no lo son.

De donde resulta que tales doctrinas son engañosas y engañan al hombre; son como con piel

de oveja. Sin la fe no es posible destruir aquellas malas consecuencias y aquella falsa creencia

en las obras. Y mientras no venga la fe y las destruya, abundarán en todo aquel que busque la

justificación mediante las buenas obras. Porque la naturaleza humana no es capaz de

desterrarlas, ni siquiera de reconocerlas; antes al contrario, para ella son consecuencias, y la

creencia en las buenas obras algo inapreciable y salvador. Y esto es lo que a tantos ya ha

seducido. Por lo tanto, siendo provechoso escribir y predicar sobre el arrepentimiento, la

confesión y la satisfacción, si no se avanza hacia la fe, resultará de ello una mera serie de

doctrinas diabólicas y seductoras. No vale predicar sólo una parte, sino la Palabra de Dios en

sus dos partes. Predíquense los mandamientos para intimar a los pecadores y manifestarles sus

pecados, de modo, que se arrepientan y se conviertan. Pero esto no basta. Es preciso anunciar

también la otra Palabra, la promesa de gracia, enseñando lo que es la fe [y la esperanza], sin la

cual mandamientos, arrepentimiento y todo lo demás son cosas vanas. Hay todavía algunos

predicadores que no anuncian el arrepentimiento de los pecados y las promesas de Dios, como

para poder aprender de dónde y cómo vienen el arrepentimiento y la gracia. Porque el

arrepentimiento emana de los mandamientos y la fe, de las promesas de Dios. De este modo el

hombre que, atemorizado ante los mandamientos divinos, se ha humillado y reconocido su

verdadero estado, es justificado y levantado por su fe en las divinas Palabras.

26. Es suficiente lo expuesto acerca de las obras en general y de aquellas que el cristiano

realizará para dominar su propio cuerpo. Trataremos ahora de las obras que el hombre habrá

52 2 Ti 3:5 y sigs.

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de practicar entre sus semejantes, porque el hombre vive no sólo en su cuerpo y para él, sino

también con los demás hombres. Esta es la razón por la cual el hombre no puede prescindir de

las obras en el trato con sus semejantes; antes bien, ha de hablar y tratarse con ellos, aunque

dichas obras en nada contribuyen a su propia justificación y salvación. Luego, al realizar tales

obras su intención será libre y él tendrá sus miras puestas sólo en servir y ser útil a los demás,

sin pensar en otra cosa que en las necesidades de aquellos a cuyo servicio desea ponerse. Este

modo de obrar para con los demás es la verdadera vida del cristiano, y la fe actuará con amor y

gozo, como el apóstol enseña a los gálatas53. También a los filipenses se les había enseñado que

con la fe en Cristo ya poseían la gracia y su abundancia, y añade54: “Os amonesto con la

consolación que en Cristo tenéis y toda la consolación que guardáis en nuestro amor y toda la

comunión que tenéis con todos los cristianos espirituales y justos, que cumpláis mi gozo

sintiendo lo mismo, teniendo el mismo amor para con otros, sirviendo uno al otro, no mirando

cada cual lo suyo propio, sino cada uno también lo de los demás y lo que otros han de

necesitar”. Con estas palabras describe el apóstol sencilla y claramente la vida cristiana, una

vida en la cual todas las obras atienden al bien del prójimo, ya que cada cual posee con su fe

todo cuanto para sí mismo precisa y aún le sobran obras y vida suficientes para servir al

prójimo con amor desinteresado. A Cristo presenta el apóstol como ejemplo, diciendo55 :

“Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo en Cristo”, el cual, siendo pleno de forma divina

y teniendo suficiente para sí, sin que necesitara de vida, obras y sufrimiento, para ser justo y

salvo, se humilló a sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndolo y sufriéndolo todo, no

mirando más que nuestro propio bien; y así, siendo libre, se hizo siervo por causa nuestra.

27. Así también el cristiano, como Cristo, su cabeza, debe sentirse pleno y harto con su fe,

mirando de acrecentarla, porque ella le es vida, justicia y salvación, y le da todo cuanto es de

Cristo y Dios, como antes se dijo56 y el apóstol Pablo escribe57: “Lo que vivo todavía en la

carne, lo vivo en la fe de Cristo, Hijo de Dios”. El cristiano es libre, sí, pero debe hacerse con

gusto siervo, a fin de ayudar a su prójimo, tratándolo y obrando con él como Dios ha hecho

con el cristiano por medio de Jesucristo. Y el cristiano lo hará todo sin esperar recompensa,

sino únicamente por agradar a Dios y diciéndose: bien; aunque soy hombre indigno,

condenable y sin mérito alguno, mi Dios me ha otorgado gratuitamente y por pura gracia suya

en virtud de Cristo y en Cristo riquísima justicia y salvación, de manera que de ahora en

adelante sólo necesito creer que es así. Mas por mi parte haré también por tal Padre que me ha

colmado de beneficios tan inapreciables, todo cuanto pueda agradarle, y lo haré libre, alegre y

gratuitamente, y seré con mi prójimo un cristiano a la manera que Cristo lo ha sido conmigo,

no emprendiendo nada excepto aquello que yo vea que mi prójimo necesite o le sea

provechoso y salvador; que yo ya poseo todas las cosas en Cristo por mi fe. He aquí cómo de

53 Ga 5:6 y sigs. 54 Fil 2:1 y sigs. 55 Fil 2:5 y sigs. 56 Cap. 12. 57 Ga 2:20.

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la fe fluyen el amor y el gozo en Dios, y del amor emana a la vez una vida libre, dispuesta y

gozosa para servir al prójimo sin miras de recompensa. Porque así como el prójimo padece

necesidad de aquello que a nosotros nos sobra, así padecíamos nosotros mismos también gran

necesidad ante Dios y hubo de socorrer la gracia. Por consiguiente, si Dios nos ha socorrido

gratuitamente por Cristo, auxiliemos nosotros también al prójimo con todas las obras de

nuestro cuerpo. Claramente se ve cuán noble y elevada es la vida cristiana, aunque hoy

desgraciadamente, en todo el mundo es desestimada, y más aún, ya se ha olvidado que existe y

no se predica sobre ella.

28. En el capítulo segundo del evangelio según Lucas leemos58 que la Virgen María se

presentó en el templo después de las seis semanas indicadas para ser declarada limpia, como

ordenaba la ley a todas las mujeres, si bien la Virgen María no era impura como ellas, ni

deudora de la misma limpieza, ni siquiera la necesitaba. Mas la Virgen María obró así por amor,

no queriendo hacer de menos a las demás mujeres, ni pretendiendo apartarse de entre ellas. De

modo semejante obró el apóstol Pablo haciendo que se circuncidara a Timoteo59, no porque

fuera necesario, sino más bien por no ofrecer a los judíos de fe cristiana tibia la ocasión de

pensar mal; sin embargo, el apóstol no quiso que Tito fuera circuncidado, precisamente porque

se lo obligaba a ello; alegando que la circuncisión era necesaria para la salvación60. En el

capítulo 17 61 del evangelio según Mateo discute Cristo con Pedro acerca del tributo que

también se exigía a los discípulos, y le objetó que los hijos de un rey no necesitaban abonar

tributo alguno. Una vez conforme Pedro con dicha explicación, Cristo le ordenó no obstante

que saliera al mar y le dijo: “Para que no se escandalicen por causa nuestra, ve al mar. El primer

pez que saques, tómalo y en su boca hallarás una moneda, dásela por ti y por mí”. ¡Qué

ejemplo tan hermoso es éste y cuán aplicable a lo que venimos diciendo! Cristo se da a sí

mismo y a sus discípulos el título de libres hijos de rey que no carecen de nada, y sin embargo,

se doblega voluntariamente, sirve y paga el tributo. Tanto como la obra de Cristo pudo serle

necesaria y beneficiarle para su propia justicia o salvación, así también son todas sus demás

obras y las que realizan los cristianos, necesarias para su salvación; porque en realidad se trata

de servicios voluntarios en favor de los demás hombres y para su mejoramiento. Asimismo

deberían las obras de los sacerdotes y conventos, y ser hechas de manera que cada cual obrase

según su estado y su orden, pero con la mira puesta únicamente en auxiliar a otros y dominar el

propio cuerpo, dando así buen ejemplo a aquellos que también necesitan gobernar su carne.

Pero estén prevenidos siempre y no se propongan alcanzar justicia y salvación con tales obras,

porque justicia y salvación sólo son posibles por la fe. En este sentido amonesta el apóstol

Pablo62 y63 a los cristianos a someterse al poder secular, dispuesto siempre a prestarle su

58 Lc 2:22 y sig. 59 Hch 16:3. 60 Ga 2:3. 61 Mt 17:24 y sigs. 62 Rom 13:1 y sigs. 63 Tit 3:1.

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servicio, mas no con miras de alcanzar justicia, sino para servir libremente a los demás y a la

autoridad secular, obedeciendo con amor y libertad. Quien entienda esto podrá vivir fácilmente

en medio de los innumerables preceptos y leyes del Papa, de los obispos, de los conventos, de

los príncipes y señores de que algunos prelados irrazonables hacen uso y los presentan como si

fueran necesarios para la salvación, denominándolos injustamente mandamientos de la iglesia;

injustamente, porque el cristiano libre reflexiona así: “ayunaré, oraré, haré esto y lo otro tal

como ha sido ordenado, pero no porque lo necesito, ni busco mi justicia y salvación con ello,

sino que lo hago por el Papa, el obispo, la comunidad, o también por mi hermano en la fe o

por mi señor, a fin de dar ejemplo, servir y sufrir. ¡Qué cosas mucho mayores ha hecho y

padecido Cristo por mí, aunque Él lo necesitaba mucho menos que yo! Y aunque los tiranos

exijan lo que no les corresponde, en nada me perjudicará mientras no vaya contra Dios.

29. De lo hasta aquí expuesto cualquiera puede formarse un juicio exacto y distinguir entre,

todas las obras y los mandamientos, así como también entre ciegos y locos y aquellos que son

razonables. Porque toda obra que no persiga el fin de servir a los demás y sufrir su voluntad

siempre que no se obligue a ir contra la voluntad de Dios, no será una buena obra cristiana.

Por eso sospecho que son pocas las fundaciones, iglesias, conventos, altares, misas y legados

verdaderamente cristianos, y asimismo los ayunos y oraciones especiales dirigidos a algunos

santos. Temo que con todo ello cada cual vela sólo por lo suyo, pensando expiar sus pecados y

conseguir la salvación. Este afán dimana de la ignorancia sobre la fe y la libertad cristiana. Pero

hay también eclesiásticos irrazonables que empujan a la gente a obrar de tal modo ensalzándolo

y coronándolo todo con indulgencias, pero olvidándose de instruir en la fe. Yo te aconsejo que

si deseas hacer un legado en bien de la iglesia, o si quieres orar y ayunar, no lo hagas pensando

en tu propio provecho, antes al contrario, hazlo desinteresadamente, para que los demás lo

disfruten y se beneficien con ello; si tal haces, eres un verdadero cristiano. ¿Por qué quieres,

retener tus bienes y buenas obras que te sobran para cuidar y dominar tu propio cuerpo, toda

vez que ya tienes bastante con tu fe, en la que Dios te ha otorgado ya todas las cosas? Sabrás

que los bienes de Dios han de pasar de unos a otros y pertenecer a todos, o sea, cada cual

cuidará a su prójimo como a sí mismo. Los bienes divinos emanan de Cristo y entran en

nosotros: de Cristo, de aquel cuya vida estuvo dedicada a nosotros, como si fuera la suya

propia. Del mismo modo deben emanar de nosotros y derramarse sobre aquellos que los

necesitan. Pero esto tendrá lugar de tal manera que pondremos también nuestra fe y justicia en

servicio y favor del prójimo delante de Dios, a fin de cubrir así sus pecados y tomarlos sobre

nosotros cual si fueran nuestros, como Cristo ha hecho para con nosotros mismos. He aquí,

esto es amor cuando el amor es verdadero. Y el amor es verdadero cuando la fe también es

verdadera. Por eso el apóstol indica como propiedad del amor64, que no busque lo suyo, sino el

bien del prójimo.

30. Se deduce de todo lo dicho que el cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y el

prójimo; en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor. Por la fe sale el cristiano de sí mismo y

64 1 Co 13:5.

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va a Dios; de Dios desciende el cristiano al prójimo por el amor. Pero siempre permanece en

Dios y en el amor divino, como Cristo dice65: “De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los

ángeles que suben y descienden sobre el Hijo de Dios”. He aquí la libertad verdadera, espiritual

y cristiana que libra al corazón de todo pecado, mandamiento y ley; la libertad que supera a

toda otra como los cielos superan la tierra. ¡Quiera Dios hacernos comprender esa libertad y

que la conservemos! Amén.

65 Jn 1:51.

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VII. EL CRISTIANISMO Y LA CIENCIA

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GALILEO GALILEI

CARTA A LA GRAN

DUQUESA CRISTINA

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INTRODUCCIÓN

Considerado (en años muy posteriores a su desarrollo) como paradigmático respecto a los

pretendidos conflictos entre ciencia y religión, el caso Galileo tiene muchas aristas. Galileo

defendió atinadamente, siguiendo a san Agustín, los distintos niveles y formas de

interpretación de las Escrituras en un ambiente inmediatamente posterior a la Reforma.

Astrónomo, y como tal dedicado estrictamente a la descripción, explicó matemáticamente el

objeto de estudio de los cosmólogos y con ello dio pie a la instauración de la ciencia moderna.

Es verdad, sin embargo, que abogó por el cambio de paradigma en la concepción cosmológica

de su tiempo sin tener aún pruebas científicas contundentes.

La Carta a la gran duquesa Cristina expone de modo sintético las observaciones que Galileo

realizó, su propuesta respecto al nuevo paradigma y una defensa ante las reacciones que

suscitaron sus tesis. Para él, la novedad representa siempre un reto, pues se encuentra

estrechamente vinculada con el progreso. Con esta observación Galileo anticipa ya el espíritu

moderno, aunque a la vez se encuentre inmerso todavía en el espíritu de su tiempo. Galileo es

conocedor de la tradición y es por ello consciente de las revoluciones implícitas en su

acercamiento al modelo copernicano.

Galileo denuncia en sus detractores un amor a su error superior a su amor a la verdad. Denuncia

también la intransigencia en su postura más por animadversión a él que por verdadera

reflexión, así como su deliberada mezcla de discursos filosóficos y religiosos. Es esta última

observación la que sería radicalizada tiempo después.

No obstante, no parece haber en la carta a la gran duquesa Cristina una intención de oponer

ciencia y religión; Galileo señala el peligro de un mal uso de las Escrituras sin distanciarse de

ellas; no duda de su verdad, si se consideran los distintos niveles de interpretación; se refiere a

la Iglesia como Santa, se lamenta de la puesta en duda de su fe debido a sus investigaciones y

encomia la investigación astronómica de Copérnico aunada a su labor eclesiástica como

sacerdote. En la misma línea, se niega a discutir materias religiosas por ser ajenas a su

especialidad y manifiesta preocupación por que sus investigaciones puedan atentar contra su fe

católica.

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A LA SERENÍSIMA SEÑORA, LA GRAN DUQUESA MADRE:

Hace pocos años, como bien sabe vuestra serena alteza, descubrí en los cielos muchas cosas

no vistas antes de nuestra edad. La novedad de tales cosas, así como ciertas consecuencias que

se seguían de ellas, en contradicción con las nociones físicas comúnmente sostenidas por

filósofos académicos, lanzaron contra mí a no pocos profesores, como si yo hubiera puesto

estas cosas en el cielo con mis propias manos, para turbar la naturaleza y trastornar las ciencias.

Olvidando, en cierto modo, que la multiplicación de los descubrimientos concurre al progreso

de la investigación, al desarrollo y a la consolidación de las ciencias, y no a su debilitamiento o

destrucción. Al mostrar mayor afición por sus propias opiniones que por la verdad,

pretendieron negar y desaprobar las nuevas cosas que, si se hubieran dedicado, a considerarlas

con atención, habrían debido pronunciarse por su existencia. A tal fin lanzaron varios cargos y

publicaron algunos escritos llenos de argumentos vanos, y cometieron el grave error de

salpicarlos con pasajes tomados de las Sagradas Escrituras, que no habían entendido

correctamente y que no corresponden a las cuestiones abordadas. No habrían caído en este

error si hubieran prestado atención a un texto de san Agustín, muy útil a este respecto, que

concierne a la actitud que debe adoptarse en lo referente a las cuestiones oscuras y difíciles de

comprender por la sola vía del discurso; al tratar el problema de las conclusiones naturales

referentes a los cuerpos celestes, escribe:

«Ahora, pues, observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer

temerariamente sobre algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin

embargo, la odiemos por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo

puede existir algo contrario a ella en los libros santos, ya del Antiguo como del Nuevo

Testamento» (Génesis a la letra, lib. II, cap. XVII).

Pero sucedió que el tiempo ha revelado progresivamente a todos la verdad de lo por mí

sentado. Quienes están al tanto de la ciencia astronómica y de la ciencia natural quedaron

persuadidos de la exactitud de mi primera posición. Y quienes se negaban a reconocer la

verdad de lo que yo afirmaba sólo por causa de su inesperada novedad, o porque carecían de

una experiencia directa de ella, se plegaron poco a poco a mi punto de vista. Pero los hay

quienes, amén de su apego a su primer error, manifiestan hallarse mal dispuestos, no tanto para

con las cuestiones que expongo, cuanto para con su autor; y como ya no tienen la posibilidad

de negar una verdad por hoy bien probada, la ocultan con obstinado silencio, y todavía más

irritados que antes por mis afirmaciones que los otros aceptan ahora sin inquietud, intentan

combatirlas de diversas maneras. No haría yo más caso de ellos que de los otros contradictores

que se me han opuesto, seguro de que la exactitud de lo que sostengo habrá de ser por fin

reconocida, si no viera que esas nuevas calumnias y persecuciones no se limitan a la cuestión

particular de que he tratado, sino que se extienden hasta el punto de hacerme objeto de

acusaciones que deben ser; y que son para mí más insoportables que la muerte. Es por ello que

no debo hacer de modo que su injusticia sea reconocida solamente por quienes me conocen, y

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los conocen a ellos, sino por cualquier otra persona. Esos adversarios tratan de desprestigiarme

por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y de filosofía me han

llevado a afirmar, con relación a la constitución del mundo, que el Sol, sin cambiar de lugar,

permanece situado en el centro de la revolución de las órbitas celestes, y que la Tierra gira

sobre sí misma y se desplaza en torno del Sol. Advierten además que una posición semejante

no sólo destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles, sino que trae consigo

consecuencias que permiten comprender, ya sea numerosos efectos naturales que de otro

modo no se sabría cómo explicar, ya ciertos descubrimientos astronómicos recientes, los que

contradicen radicalmente el sistema de Ptolomeo y confirman a maravilla el de Copérnico.

Cayendo en la cuenta de que si me combaten tan sólo en el terreno filosófico les resultará,

dificultoso confundirme, se han lanzado a escudar su razonamiento erróneo tras la cobertura

de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas, con escasa

inteligencia, a la refutación de argumentos que no han comprendido.

En primer lugar, han intentado por sí mismos hacer pública la idea de que tales

proposiciones van en contra de las Sagradas Escrituras, y de que por consiguiente son

heréticas. Más tarde, advirtiendo que la naturaleza humana está más dispuesta a aceptar los

actos por los cuales el prójimo, aunque sea injustamente, es castigado, que no las que se dirigen

a darle un justo mérito, no ha sido difícil encontrar quien, por herético condenable lo haya

acusado desde los púlpitos, con un poco devoto y aún menos cauteloso agravio no sólo para la

dicha doctrina y para los que la siguen, sino también para las matemáticas y los matemáticos.

Al fin, con mayor confianza y esperando en vano que la semilla, que antes había enraizado en

su mente no sincera, expanda sus ramas y se alce hacia el cielo, van murmurando entre el

pueblo que por ser tal será juzgada en breve por la suprema autoridad y conociendo que dicha

declaración no sólo destruiría estas dos conclusiones, sino que también convertiría en

condenables a todas las otras observaciones y postulados astronómicos y naturales, con los

cuales se corresponden y mantienen una relación de necesidad, intentan en lo posible, en aras a

facilitar el asunto, que dicha opinión casi universal sea considerada como nueva y propia de mi

persona, disimulando saber que fue Nicolás Copérnico su autor, o más bien su renovador y

defensor. Hombre éste, no únicamente católico, sino sacerdote y canónigo, y tan apreciado

que, tratando en el Concilio de Letrán, promulgado por León XI, el tema de la reforma del

calendario eclesiástico, fue llamado a desplazarse desde los confines de Alemania a Roma para

llevar a cabo la citada reforma, la cual, si entonces quedó imperfecta, ello únicamente se debió

a que todavía no se tenía conocimiento exacto de la duración del año y del mes lunar.

Encargado por el obispo Semproniense, entonces responsable de esta tarea, de proseguir

estudios con miras a precisar la naturaleza de los movimientos celestes, Copérnico se abocó al

trabajo, y a costa de considerable esfuerzo y merced a su genio admirable, obtuvo grandes

progresos en sus ciencias, y logró mejorar la exactitud del conocimiento de los períodos de los

movimientos celestes, mereciendo así el título de summo astronomo. Merced a sus trabajos se

pudo resolver luego la cuestión del calendario y erigir las tablas de todos los movimientos de

los planetas. Copérnico había de exponer esta doctrina en seis libros que publicó a

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requerimiento del cardenal de Capua y del obispo Culmense y dedicó su libro acerca De las

Revoluciones Celestes, al sucesor de León X, es decir, a Pablo III; dicha obra, publicada por aquel

entonces, ha sido bien recibida por la Santa Iglesia, y leída y estudiada por todo el mundo, sin

que jamás se haya formulado reparo alguno a su doctrina. Sin embargo, al mismo tiempo que

se va comprobando, en base a exactos experimentos y necesarias demostraciones, la certeza de

las teorías copernicanas, no faltan personas que, aun sin haber visto jamás el libro, premian las

múltiples fatigas de su autor con la consideración de herético, y esto con el único objeto de

satisfacer su propio desdén, dirigido sin razón alguna contra otro que, junto con Copérnico, no

posee interés alguno que no sea la comprobación de sus teorías.

Por ello, ante las acusaciones que injustamente se trata de hacerme, y que ponen en tela de

juicio mi fe y mi reputación, he considerado necesario enfrentar esos argumentos, que me son

opuestos en nombre de un pretendido celo por la religión y echando mano de las Sagradas

Escrituras, puestas al servicio de disposiciones que no son sinceras, y con la pretensión de

extender su autoridad, y aun de abusar de ella, sobrepasando su intención y las interpretaciones

de los padres, al hacerla terciar en conclusiones puramente naturales y que no son de Fe,

reemplazando así los razonamientos y las demostraciones por algún pasaje de la Escritura,

pasaje que muchas veces, más allá de su sentido literal, puede ser interpretado de diversas

maneras. Espero demostrar que yo procedo con un celo mucho más piadoso y más conforme

a la religión que ellos cuando propongo, no que no se condene a ese libro, sino que no se le

condene, como ellos quisieran, sin verlo, leerlo, ni comprenderlo. Precisaría que se supiera

reconocer que el autor jamás trata en él cuestiones que afecten a la religión o a la fe, y que no

presenta argumentos que dependan de la autoridad de la Sagrada Escritura, que eventualmente

podría haber interpretado mal, sino que se atiene siempre a conclusiones naturales, que atañen

a los movimientos celestes, fundadas sobre demostraciones astronómicas y geométricas y que

proceden de experiencias razonables y de minuciosísimas observaciones. Lo cual no significa

que Copérnico no haya prestado atención a los pasajes de la Sagrada Escritura, pero una vez así

demostrada su doctrina, estaba por cierto persuadido de que en modo alguno podía hallarse en

contradicción con las Escrituras, desde que se las comprendiera correctamente. Es por ello por

lo que al terminar su prefacio y dirigiéndose al Soberano Pontífice, se expresa así:

«Si acaso existieran mataiológoi (charlatanes), quienes, pese a ignorar toda la matemática, se

permitieran juzgar acerca de ella basados en algún pasaje de las Escrituras, deformado

especialmente para sus propósitos, y se atrevieran a criticar y atacar mis enseñanzas, no me

preocuparé de ellos en absoluto, de modo que despreciaré su juicio como temerario. Nadie

ignora que Lactancio, célebre escritor, pero matemático deficiente, habla de la forma de la

Tierra de manera tan pueril, que ridiculiza a quienes declararon que ella tenía forma de esfera;

de modo que los estudiosos no se asombrarán si aquellos me pusieran en ridículo. La

matemática se escribe para los matemáticos, quienes, si no me equivoco, pensarán que mi

trabajo será útil también a la comunidad eclesiástica, cuyo principado ejerce ahora Vuestra

Santidad.»

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De esta índole son quienes se ingenian para hacer creer que tal autor se condena, sin

siquiera haberlo visto, y quienes, para demostrar que ello no solamente está permitido, sino que

es realmente beneficioso, alegan la autoridad de la Escritura, de los teólogos y de los Concilios.

Yo reverencio a esas autoridades y les tengo sumo respeto; consideraría sumamente temerario

contradecirlas; pero, al mismo tiempo, no creo que constituya un error hablar cuando se tienen

razones para pensar que algunos, en su propio interés, tratan de utilizarlas en un sentido

diferente de aquel en que los interpreta la Santa Iglesia. Por ello, con una afirmación solemne

(y pienso que mi sinceridad se manifestará por sí misma), no sólo me propongo rechazar los

errores en los cuales hubiera podido caer en el terreno de las cuestiones tocantes a la religión,

sino que declaro, también, que no quiero entablar discusión alguna en esas materias, ni aun en

el caso en que pudieran dar lugar a interpretaciones divergentes: y esto porque, si en esas

consideraciones alejadas de mi profesión personal, llegara a presentarse algo susceptible de

inducir a otros a que hicieran una advertencia útil para la Santa Iglesia con respecto al carácter

incierto del sistema de Copérnico, deseo yo que ese punto sea tenido en cuenta, y que saquéis

de él el partido que las autoridades consideren conveniente; de otro modo, sean mis escritos

desgarrados o quemados, pues no me propongo con ellos cosechar un fruto que me hiciera

traicionar mi fidelidad por la fe católica. Además de eso, aunque con mis propios oídos haya

escuchado muchísimas de las cosas que allí afirmo, de buen grado les concedo a quienes las

dijeron que quizá no las hayan dicho, si así les place, y confieso haber podido comprenderlas

mal; así pues, no se les atribuya lo que yo sostengo, sino a quienes compartieran esa opinión.

El motivo, pues, que ellos aducen para condenar la teoría de la movilidad de la Tierra y la

estabilidad del Sol es el siguiente: que leyéndose en muchos párrafos de las Sagradas Escrituras

que el Sol se mueve y la Tierra se encuentra inmóvil, y no pudiendo ellas jamás mentir o errar,

de ahí se deduce que es errónea y condenable la afirmación de quien pretenda postular que el

Sol sea inmóvil y la Tierra se mueva.

Contra dicha opinión quisiera yo objetar que, es y ha sido santísimamente dicho, y

establecido con toda prudencia, que en ningún caso las Sagradas Escrituras pueden estar

equivocadas, siempre que sean bien interpretadas; no creo que nadie pueda negar que muchas

veces el puro significado de las palabras se halla oculto y es muy diferente de su sonido. Por

consiguiente, no es de extrañar que alguno al interpretarlas, quedándose dentro de los

estrechos límites de la pura interpretación literal, pudiera, equivocándose, hacer aparecer en las

Escrituras no sólo contradicciones y postulados sin relación alguna con los mencionados, sino

también herejías y blasfemias: con lo cual tendríamos que dar a Dios pies, manos y ojos, y,

asimismo, los sentimientos corporales y humanos, tales como ira, pena, odio, y aun tal vez el

olvido de lo pasado y la ignorancia de lo venidero. Así como las citadas proposiciones,

inspiradas por el Espíritu Santo, fueron desarrolladas en dicha forma por los sagrados profetas

en aras a adaptarse mejor a la capacidad del vulgo, bastante rudo e indisciplinado, del mismo

modo es labor de quienes se hallen fuera de las filas de la plebe, el llegar a profundizar en el

verdadero significado y mostrar las razones por las cuales ellas están escritas con tales palabras.

Este modo de ver ha sido tan tratado y especificado por todos los teólogos, que resulta

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superfluo dar razón de él. Me parece entonces que razonablemente se puede convenir en que

esa misma Santa Escritura, toda vez que se ve llevada a tratar cuestiones de orden natural, y

principalmente las cuestiones más difíciles de comprender, no se aparta de este procedimiento,

y ello con el fin de no llevar confusión a los espíritus de ese mismo pueblo, y de no correr el

riesgo de apartarlo de los dogmas que atañen a los misterios más altos. Por ello, si como se ha

dicho, y como claramente se ve, es con el solo objeto de adaptarse a la mentalidad popular que

la Escritura no ha esquivado velar verdades fundamentales, no vacilando en atribuir a Dios

cualidades contrarias a su esencia, ¿quién podría sostener seriamente que esa misma Escritura,

cuando se ve en el caso de hablar incidentalmente de la Tierra, del agua, del Sol o de otras

criaturas, haya preferido atenerse con todo rigor a la significación estrictamente literal de las

palabras? Y, sobre todo, ¿cómo habría podido ocuparse, con respecto a esas criaturas, de

cuestiones que están alejadísimas de la capacidad de comprensión del pueblo, y que no se

relacionan directamente con el objetivo primero de esas mismas Escrituras, que es el culto

divino y la salud de las almas?

Así las cosas, me parece que, al discutir los problemas naturales, no se debería partir de la

autoridad de los pasajes de la Escritura, sino de la experiencia de los sentidos y de las

demostraciones necesarias. Porque la Sagrada Escritura y la naturaleza proceden igualmente del

Verbo divino, aquélla como dictado del Espíritu Santo, y ésta como la ejecutora perfectamente

fiel de las órdenes de Dios; ahora bien, si se ha convenido en que las Escrituras, para adaptarse

a las posibilidades de comprensión de la mayoría, dicen cosas que difieren con mucho de la

verdad absoluta, por gracia de su género y de la significación literal de los términos, la

naturaleza, por el contrario, se adecua, inexorable e inmutablemente, a las leyes que le son

impuestas, sin franquear jamás sus límites, y no se preocupa por saber si sus razones ocultas y

sus maneras de obrar están al alcance de nuestras capacidades humanas. De ello resulta que los

efectos naturales y la experiencia de los sentidos que delante de los ojos tenemos, así como las

demostraciones necesarias que de ella deducimos, no deben en modo alguno ser puestas en

duda ni, a priori, condenadas en nombre de los pasajes de la Escritura, aun cuando el sentido

literal pareciera contradecirlas. Pues las palabras de la Escritura no están constreñidas a

obligaciones tan severas como los efectos de la naturaleza, y Dios no se revela de modo menos

excelente en los efectos de la naturaleza que en las palabras sagradas de las Escrituras. Es lo

que quiso significar Tertuliano con estas palabras:

«Declaramos que Dios debe ser primero conocido por la naturaleza y luego reconocido por

la doctrina: a la naturaleza se la alcanza por las obras, a la doctrina por las predicaciones.»

No quiero decir con ello que no se deba tener una altísima consideración por los pasajes de

la Sagrada Escritura. Así, cuando hayamos obtenido una certeza, dentro de las conclusiones

naturales, debemos servirnos de esas conclusiones como de un medio perfectamente apto para

una exposición verídica de esas Escrituras, y para la búsqueda del sentido que necesariamente

se contiene en ellas, puesto que son perfectamente verdaderas y concuerdan con la verdad

demostrada. Considero que la autoridad de los Textos Sagrados tiene por objeto,

principalmente, el de persuadir a los hombres acerca de proposiciones que, por sobrepasar

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todo discurso humano, su credibilidad no puede obtenerse por ninguna otra ciencia, ni por

medio distinto, sino por la boca del Espíritu Santo: además, dentro de las proposiciones que

no son de Fe, debe preferirse la autoridad de esos mismos Textos Sagrados a la autoridad de

textos humanos cualesquiera, que no estén escritos con método demostrativo, sino o bien

como pura narración, o bien sobre la base de razones probables. La autoridad de las Sagradas

Escrituras debe considerarse aquí conveniente y necesaria en la medida misma en que la

sabiduría divina sobrepasa a todo Juicio y a toda conjetura humanos.

No puedo creer que Dios nos haya dotado de sentidos, palabra e intelecto, y haya querido,

despreciando la posible utilización de éstos, darnos por otro medio las informaciones que por

aquéllos podamos adquirir, de tal modo que aun en aquellas conclusiones naturales que nos

vienen dadas o por la experiencia o por las oportunas demostraciones, debemos negar su

significado y razón; no creo que sea necesario aceptarlas como dogma de fe, y máxime en

aquellas ciencias sobre las cuales en las Escrituras tan sólo se pueden leer algunos aspectos, y

aun entre sí opuestos. La astronomía constituye una de estas ciencias, de la cual sólo son

tratados algunos aspectos, puesto que ni siquiera se encuentran los planetas, a excepción del

Sol y la Luna, y Venus sólo una o dos veces, bajo el nombre de Lucifer. Ahora bien, si los

sagrados profetas hubiesen tenido la pretensión de comunicar al pueblo la situación y

movimiento de los cuerpos celestes y, por consiguiente, tuviéramos nosotros que sacar de las

Sagradas Escrituras tal información, no habrían, en mi opinión, tratado el tema tan poco, que

es casi nada si lo comparamos con los infinitos y admirables resultados que dicha ciencia

contiene y demuestra. Por tanto, que no solamente los autores de las Sagradas Escrituras no

hayan pretendido enseñarnos la constitución y los movimientos de los cielos y de las estrellas,

sus formas, sus tamaños y su distancia, sino que, aunque todas esas cosas les fueran

perfectamente conocidas, se hayan abstenido de hacerlo, tal es la opinión de los santos y sabios

Padres; así leemos en San Agustín:

«Suele también preguntarse qué forma y figura atribuyen nuestros libros divinos al cielo.

Pues muchos autores profanos disputan largamente sobre estas cosas, que omitieron con gran

prudencia los nuestros, por no ser para los que las aprenden necesarias para la vida

bienaventurada, y, además, porque los que en esto se ocupan han de malgastar lo que es peor,

tiempo sobremanera preciso restándolo a cosas más útiles. Pues a mí, ¿qué me interesa que el

cielo, siendo como una esfera, envuelva por todas sus partes a la Tierra equilibrada en medio

de la masa del mundo, o que la cubra por la parte de arriba como si fuera un disco? Mas

porque se trata de la autoridad de la divina Escritura y como quizás alguno no entienda las

palabras divinas, cuando acerca de estas cosas encuentre algo semejante en los libros divinos u

oiga hablar algo de ellos que le parezca oponerse a las razones percibidas por él, cosas que no

he recordado solamente una vez, para que no crea en modo alguno a los que le amonestan o le

cuentan o le afirman que son más útiles las cosas profanas que la verdad de la Santa Escritura,

brevemente he de decir que nuestros autores sagrados conocieron sobre la figura del cielo lo

que se conforma a la verdad, pero el Espíritu de Dios, que hablaba por medio de ellos, no

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quiso enseñar a los hombres estas cosas que no reportaban utilidad alguna para la vida

futura» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. IX).

Y además el poco cuidado que tuvieron esos mismos escritores sagrados para determinar lo

que debía creerse acerca de los accidentes de los cuerpos celestes, se nos muestra en el capítulo

X de esa misma obra de san Agustín, donde se discute la cuestión de si el cielo se mueve, o

bien permanece inmóvil:

«Sobre el movimiento del cielo no pocos hermanos preguntan si está quieto o se mueve, y

dicen: si se mueve, ¿cómo es el firmamento? Y si permanece estable, ¿cómo las estrellas, las

cuales se cree que están fijas en él, giran del oriente al occidente, recorriendo las

septentrionales, que están cerca del polo, círculos más breves, de tal modo que aparece el cielo

como una esfera, si es que está oculto a nosotros el otro polo en la parte opuesta, o como un

disco si no existe ningún otro polo? A los cuales respondo, que para conocer claramente si es

así o no, demanda excesivo trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su

estudio y exponer tales razones ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a

su salud y a la necesaria utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).

De allí resulta, por consecuencia necesaria, que el Espíritu Santo, que no ha querido

enseñarnos si el cielo se mueve o si permanece inmóvil, si su forma es la de una esfera, de un

disco o de un plano, no habrá podido tampoco tener la intención de tratar otras conclusiones

que con estas cuestiones se ligan, tales como la determinación del movimiento y del reposo de

la Tierra o del Sol. Y si el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos esas cosas, porque ellas no

concernían al objetivo que Él se propone, a saber, nuestra salud, ¿cómo podría afirmarse

entonces que de dos afirmaciones sobre esta materia una es de Fe y la otra errónea? ¿Podría

sostenerse que el Espíritu Santo no ha querido enseñarnos algo concerniente a la salud?

¿Podría tratarse de una opinión herética, cuando para nada se relaciona con la salud de las

almas? Repetiré aquí lo que he oído a un eclesiástico que se encuentra en un grado muy

elevado de la jerarquía, a saber, que la intención del Espíritu Santo es enseñarnos cómo se va al

cielo, y no cómo va el cielo.

Pero pasemos a considerar qué valor conviene asignar, en las conclusiones naturales, a las

demostraciones necesarias y a las experiencias de los sentidos, y qué autoridad les fue atribuida

por los sabios y santos teólogos; de éstos, entre otros cien testimonios, tenemos los siguientes:

«Debemos cuidarnos, cuando tratamos de la doctrina de Moisés, de no presentar como

asegurado lo que repugne a experiencias manifiestas y a razones filosóficas, o a otras

disciplinas; en efecto, como lo verdadero coincide siempre con lo verdadero, la verdad de los

Textos Santos no puede ser contraria a las razones verdaderas y a las experiencias alegadas por

las doctrinas humanas» (Pereirus, In Genesim, circa Principium).

Y en San Agustín leemos esto:

«Si ocurriera que la autoridad de las Sagradas Escrituras se mostrara en oposición con una

razón manifiesta y segura, ello significaría que quien interpreta la Escritura no la comprende de

manera conveniente; no es el sentido de la Escritura el que se opone a la verdad, sino el

sentido que él ha querido atribuirle; lo que se opone a la Escritura, no es lo que en ella figura,

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sino lo que él mismo le atribuye, creyendo que eso constituía su sentido» (Epístola séptima, Ad

Marcellinum).

Así las cosas, y puesto que, como se ha dicho, dos verdades no pueden contradecirse, es

oficio de sabios comentaristas el esforzarse por penetrar el verdadero sentido de los pasajes de

la Escritura, la que indubitablemente ha de estar en concordancia con las conclusiones

naturales cuyo sentido manifiesto o demostración necesaria hayan sido establecidos de

antemano como ciertos y seguros. Y como, según se ha dicho, las Escrituras presentan, en

numerosos pasajes, un sentido literal muy alejado de su sentido real, y como, además, no se

puede estar seguro de que todos sus intérpretes estén divinamente inspirados, pues en tal caso

no habría ninguna divergencia en las interpretaciones que proponen, pienso que sería muy

prudente no permitir que ninguno de ellos invocara algún pasaje de la Escritura con miras a

postular como verdadera una conclusión natural que pudiera entrar en contradicción con la

experiencia o con una demostración necesaria. ¿Quién podría tener la pretensión de poner un

límite al ingenio humano? ¿Quién podría afirmar que hemos visto y que conocemos todo lo

que de perceptible y de cognoscible hay en el mundo? ¿Acaso los mismos que afirman, en otras

ocasiones (y con gran verdad), que las cosas que conocemos no constituyen sino una

pequeñísima parte de las que ignoramos? Si por boca del Espíritu Santo sabemos que Dios ha

abandonado el mundo a sus discusiones, para que el hombre no halle la obra, que realizó Dios

desde el principio al final (Eclesiast. 3, 11), no se deberá, según mi parecer, contradiciendo esa

sentencia, detener la marcha del libre filosofar acerca de las cosas del mundo y de la naturaleza,

como si las tuviéramos encontradas con certeza y conocidas claramente ya todas. No debería

considerarse temerario el que no nos atengamos a las opiniones comunes, ni tampoco

inquietarse porque alguien, en las discusiones referentes a esos problemas naturales, no siga la

opinión del momento, sobre todo en lo que toca a problemas que durante miles de años han

sido objeto de controversias entre los mayores filósofos; problemas tales como la estabilidad

del Sol y la movilidad de la Tierra: opinión sostenida por Pitágoras y toda su secta, y por

Heráclito del Ponto, así como Filolao, maestro de Platón, y por el propio Platón, como lo

cuenta Aristóteles, y como nos lo enseña Plutarco, quien, en la vida de Numa, declara que

Platón, ya viejo, decía que sostener la opinión contraria era algo perfectamente absurdo. La

afirmación de la estabilidad del Sol y de la movilidad de la Tierra se encuentra también en

Aristarco de Samos, como lo sabemos por Arquímedes, en el matemático Seleuco, en el

filósofo Hicetas, como nos cuenta Cicerón, y en muchos otros todavía. Esta misma opinión la

volvemos a encontrar desarrollada y confirmada por las numerosas observaciones y

demostraciones de Nicolás Copérnico. Y Séneca, filósofo eminentísimo, en el libro De cometis

nos dice que se precisaría desplegar gran diligencia para determinar con certeza si es el Cielo el

que experimenta una revolución diurna, o bien es la Tierra. Por ello no parece razonable que,

sin necesidad, se agreguen otras afirmaciones a los artículos referentes a la salud y el

fundamento de la fe, contra cuya solidez no cabe temer que nadie pueda oponer una doctrina

válida y eficaz: verdaderamente, entonces iría contra toda razón que se diera crédito a las

opiniones de gentes que, aparte de que no sepamos si están inspiradas por una virtud celeste,

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vemos claramente que carecen de esa inteligencia que se necesitaría, ante todo para

comprender, y luego para discutir, las demostraciones según las cuales proceden las ciencias

más afinadas en la fundamentación de sus conclusiones. Diría más, si se me permite revelar

todo mi pensamiento: sin duda sería más conveniente para la dignidad de los Textos Sagrados

que no se tolerara que los más superficiales y los más ignaros de los escritores los

comprometieran, salpicando sus escritos con citas interpretadas o más bien extraídas en

sentidos alejados de la recta intención de la Escritura, sin otro fin que la ostentación de un

vano ornamento. Me limitaré a citar ejemplos de este abuso que se relacionan, precisamente,

con las materias astronómicas en cuestión. En los escritos que se publicaron después de mi

descubrimiento de los astros mediceos se adujeron contra su existencia numerosos pasajes de

la Sagrada Escritura: ahora que esos astros son vistos por todo el mundo, me gustaría saber a

qué nueva interpretación de la Escritura recurren mis contradictores para excusar su

simplicidad de espíritu. El otro ejemplo lo proporcionó recientemente el autor de un texto

impreso en que se sostiene, contra los astrónomos y los filósofos, que la Luna no recibe su luz

del Sol, sino que brilla por sí misma; concepción que el autor pretende confirmar con ayuda de

la Escritura, los cuales, según él, no podrían salvarse sino merced a su opinión. Ahora bien, que

la Luna sea por sí misma oscura, es algo no menos claro que el esplendor del Sol.

Así se pone de manifiesto que tales autores, por no haber penetrado el verdadero sentido de

la Escritura, la han utilizado, abusando de su autoridad, para obligar a sus lectores a dar por

verdaderas conclusiones que repugnan a la razón y a los sentidos: pero si tal abuso, cosa que

Dios no permita, debiera prevalecer, sería preciso entonces suprimir, a poco andar, todas las

ciencias especulativas; en efecto: puesto que, por naturaleza, el número de hombres poco aptos

para comprender perfectamente, tanto la Sagrada Escritura cuanto las otras ciencias, es como

mucho superior al número de los hombres inteligentes, se daría el caso de que los primeros,

hojeando superficialmente las Escrituras, se arrogarían el derecho de decidir en todas las

cuestiones de ciencia natural, arguyendo algunos pasajes de los escritos sagrados, interpretados

por ellos en un sentido distinto del verdadero, en tanto el escaso número de quienes

comprenden correctamente las Escrituras no podría reprimir el torrente furioso de esos malos

intérpretes. A éstos les resultaría tanto más fácil conseguir adeptos, cuanto que es mucho

menos trabajoso parecer sabio sin estudios y sin fatiga, que consumirse sin reposo en

disciplinas infinitamente laboriosas. Debemos, por ello, dar gracias infinitas a Dios por la

bondad con la cual nos libra de este temor, cuando quita su autoridad a tales personas,

confiando el cuidado de ocuparse de cuestiones tan importantes a la inmensa sabiduría y

bondad de Padres Prudentísimos, y a la suprema autoridad de quienes, guiados por el Espíritu

Santo, no pueden sino decidir acerca de esas cosas santamente, no permitiendo, de ese modo,

que la liviandad que hemos condenado sea objeto de estima. Contra esos malos intérpretes de

la Escritura, paréceme a mí, es contra quienes se elevan, y no sin razón, los graves y santos

escritores, y entre ellos, en particular, San Jerónimo, quien escribe:

«En cuanto a ese arte (el de las Escrituras), la vieja parlanchina, el viejo charlatán, el sofista

verboso, todos se vanaglorian con él, lo chapucean, lo enseñan antes de haberlo aprendido.

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Otros, la ceja orgullosa, agitando grandes palabras en un círculo de mujerzuelas, filosofan

sobre los Textos Sagrados; otros aun —qué vergüenza!— aprenden de las mujeres lo que han

de enseñar a los hombres; y esto es poco: dotados de cierta facilidad de elocución, o más bien

de audacia, explican a los otros lo que ellos mismos no comprenden. Y nada digo de mis pares,

quienes, si por acaso han accedido a las Sagradas Escrituras luego de haber cultivado la

literatura profana, y si por su lenguaje rebuscado han halagado agradablemente a los oídos del

pueblo, se imaginan que todas sus palabras son la ley misma de Dios, y no se dignan

informarse de la opinión de los profetas o de los apóstoles, sino que ajustan a su sentimiento

personal los textos, como si el alterar el sentido de las frases y el violentar según sus deseos a la

Sagrada Escritura, aun cuando ésta lo repugne, constituyera un método de expresión digno de

ser aprobado, y no sumamente falaz» (Epistola ad Paulinum, C III).

No quiero incluir en el número de esos tales escritores seculares a ciertos teólogos que

considero hombres de profunda doctrina y santísimas costumbres, los cuales, por ello, son

tenidos en gran estima y veneración; pero no puedo negar que me encuentro acosado por

ciertos escrúpulos, y, por tanto, con el deseo de que ellos me sean aliviados, cuando veo que

éstos se arrogan el derecho, utilizando la autoridad de la Escritura, de obligar a los otros a

seguir en las discusiones naturales la opinión que a ellos les parezca la más conforme con los

pasajes de la Escritura, creyendo que no tienen por qué preocuparse por las razones o

experiencias que lleven a una opinión contraria. Para explicar y confirmar su manera de ver

arguyen que, como la teología es la reina de todas las ciencias, de ningún modo debe ella

rebajarse para acomodarse con las proposiciones de las otras ciencias inferiores, sino que, todo

lo contrario, esas otras ciencias deben remitirse a ella como la reina suprema, y modificar sus

conclusiones de acuerdo con los estatutos y decretos de la teología; agregan incluso que,

cuando en una ciencia inferior se presente una conclusión que se considere segura, porque esté

fundada en demostraciones y experiencias, en tanto se halle en contradicción con alguna

afirmación de las Escrituras, quienes se ocupan de esta ciencia deben hacer de modo que sus

demostraciones queden modificadas y que se pongan al descubierto las falacias de sus propias

experiencias, sin recurrir a los teólogos ni a los exegetas. Afirman que no conviene a la

dignidad de la teología el rebajarse para buscar los errores de las ciencias que le están

subordinadas, sino que le basta con fijar la verdad a la cual deben llevar sus conclusiones, cosa

que ella hace con una autoridad absoluta y con la seguridad de su carácter infalible. Las

conclusiones concernientes a las ciencias naturales, que según esos teólogos y exegetas deben

ser aceptadas a partir de las afirmaciones de las Escrituras, sin que quepa dar lugar a glosas ni a

interpretarlas en sentido diferente al de las propias palabras del texto, serían aquellas de que la

Escritura habla siempre de la misma manera, y que los santos Padres presentan siempre del

mismo modo. Quisiera yo, en cuanto a este modo de proceder, aportar algunas observaciones

particulares, que expongo con la mira de asegurarme de que ellas podrán ser aceptadas por

personas más versadas que yo en estas materias, personas a cuyo juicio acostumbro

someterme.

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Ante todo, me pregunto si no hay cierta equivocación en el hecho de no especificar las

virtudes que hacen a la teología sagrada digna del título de reina. Ella podría merecer ese

nombre, ya porque todo lo que las otras ciencias enseñan estaría contenido y demostrado en

ella en modo más excelente y con ayuda de una doctrina más sublime, asimismo como, por

ejemplo, las reglas de la agrimensura y del cálculo están contenidas más eminentemente en la

aritmética y la geometría de Euclides que en la práctica de los agrimensores y calculistas, o ya

también la teología sería reina porque trata de un asunto que sobrepasa en dignidad a todos los

otros que constituyen la materias de las otras ciencias, y también porque sus preceptos utilizan

medios más sublimes. Creo que los teólogos que no tienen destreza alguna en las otras

ciencias, no afirmarán que el título y la autoridad de reina corresponde a la teología en el

primer sentido. Ninguno de ellos, según creo, dirá que la geometría, la astronomía, la música y

la medicina se hallan más excelentemente contenidas en los Libros Sagrados que en los libros

de Arquímedes, Ptolomeo, Boecio y Galeno. Creo, pues, que su preeminencia real le

corresponde a la teología sólo en el segundo sentido, esto es, por causa de la sublimidad de su

objeto y de la excelencia de sus enseñanzas acerca de las revelaciones divinas, de las cuales no

presentan conclusiones que atañen esencialmente a la adquisición de la beatitud eterna,

conclusiones que los hombres no pueden adquirir ni comprender por otros medios. Si,

asentado eso, la teología, ocupada en las más excelsas contemplaciones divinas, ocupa el trono

real entre las ciencias por razón de ésta su dignidad, no le está bien rebajarse hasta las humildes

especulaciones de las ciencias inferiores, y no debe ocuparse de ellas porque no tocan a la

beatitud. Por ello los ministros y los profesores de teología no deberían arrogarse el derecho de

dictar fallos sobre disciplinas que no han estudiado ni ejercitado. En efecto, sería el mismo

caso que el de un príncipe absoluto, quien, pudiendo mandar y hacerse obedecer a su voluntad,

diera en exigir, sin ser médico ni arquitecto, que se respetara su voluntad en materia de

remedios y de construcciones, con grave peligro de la vida de sus pobres pacientes y del rápido

derrumbamiento de sus edificios.

Por ello, el que se quiera imponer a los profesores de astronomía que desconfíen de sus

propias observaciones y demostraciones, porque no podría tratarse sino de falsedades y

sofismas, constituye una pretensión absolutamente inadmisible; equivaldría a impartirles la

orden de no ver lo que ven, de no comprender lo que comprenden; cuando investigan, de que

encuentren lo contrario de lo que hallan. Antes de entrar por ese camino, sería preciso que se

indicara a esos profesores cómo hacer de modo que las potencias inferiores del alma se

impongan sobre las potencias superiores, es decir, que la imaginación y la voluntad puedan

creer lo contrario de lo que la inteligencia comprende (hablo siempre de las proposiciones

puramente naturales y que no son de Fe y no de las proposiciones sobrenaturales y de Fe).

Quisiera yo rogar a esos prudentísimos Padres que tuvieran a bien considerar con diligencia la

diferencia que existe entre las doctrinas opinables y las demostrativas; en tal caso, y haciéndose

cargo de la fuerza con que nos imponen las deducciones necesarias, se hallarían en mejores

condiciones para reconocer por qué no está en la mano de los profesores de ciencia

demostrativa el cambiar las opiniones a su gusto, presentando ora una, ora otra; es menester

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por cierto que se perciba toda la diferencia que hay entre mandar a un matemático o a un

filósofo, y dar instrucciones a un mercader o a un abogado. No se pueden cambiar las

conclusiones demostradas, referentes a las cosas de la naturaleza y del cielo, con la misma

facilidad como las opiniones relativas a lo que está permitido o no en un contrato, en la

evaluación fiscal del valor de un bien o en una operación de cambio. Esta diferencia ha sido

perfectamente bien reconocida por los santísimos y doctísimos Padres, como lo prueba el

modo como combatieron numerosos argumentos, o por mejor decir, numerosas doctrinas

filosóficas audaces, y como lo señalan también, en más de uno de ellos, declaraciones bien

manifiestas; es así como hallamos en san Agustín las siguientes declaraciones:

«Debemos tener por indudable que todo lo que los sabios de este mundo pueden demostrar

con documentos veraces sobre la naturaleza de las cosas, en nada se opone a los libros divinos.

Y también que todo lo que en cualquiera de sus escritos presenten ellos contrario a nuestros

divinos libros, es decir, a la fe católica, o les demostramos con argumentos firmes que es falso,

o sin duda alguna creeremos que no es verdadero. Así pues, nos quedamos con nuestro

Mediador, en el cual están encerrados todos los tesoros de la sabiduría Y de la ciencia, para no

ser engañados por la locuacidad de la errónea filosofía, ni atemorizados por la superstición de

la falsa religión» (Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).

Creo que de este texto puede derivarse la siguiente doctrina, a saber, que en los libros de los

sabios de este mundo hay cosas que se refieren a la naturaleza, que están demostradas de un

modo completo, y otras que simplemente son enseñadas; en lo concerniente a las primeras, a

los teólogos corresponde mostrar que no son contrarias a las Sagradas Escrituras; en cuanto a

las otras, las que son enseñadas pero no demostradas de modo necesario, si en ellas se hallaren

algunas cosas contrarias a los Textos Sagrados, se las debe considerar como indudablemente

falsas, y hacer todo lo posible por demostrar su falsedad. Por tanto, si las conclusiones

naturales demostradas de modo verdadero no ha de subordinarse a pasaje alguno de la

Escritura, sino que tan sólo requieren la declaración de que no están en contradicción con

pasajes de la Escritura, es menester, antes de que se condene a tales proposiciones naturales,

traer las pruebas de que no han sido demostradas de manera necesaria: esta tarea corresponde,

no a quienes las tienen por verdades, sino a quienes las consideran falsas, pues lo que hay de

erróneo en un discurso será reconocido como falso con mucha mayor facilidad por quienes lo

consideran tal, que por quienes lo aprecian como verdadero y concluyente; en efecto, en

cuanto estos últimos, mientras más examinen la cuestión, mientras más escruten sus razones, y

controlen las observaciones y las experiencias sobre las cuales se funda, más confirmados se

verán en sus convicciones. Pero Vuestra Alteza conoce lo ocurrido a ese matemático de Pisa

que en su vejez había emprendido el estudio de la doctrina de Copérnico, con la esperanza de

refutarla en sus fundamentos: pero si, cuando no la tenía estudiada, la consideraba falsa, bien

pronto quedó persuadido de la exactitud de las demostraciones sobre las que se fundaba, así

pues, luego de haber sido su adversario, se convirtió en su más firme defensor. Podría yo

señalar a otros matemáticos, los cuales, impresionados por mis últimos descubrimientos, han

reconocido que se imponía cambiar la concepción que hasta entonces se tenía del mundo,

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porque de modo alguno podía ésta sostenerse ya. Si para descartar esta opinión y esta doctrina,

bastara con cerrar la boca a una sola persona, como piensan quienes toman su propio juicio

como medida del de los además, muy fácil asunto sería; pero las cosas se presentan de otro

modo: para obtener un resultado semejante se necesitaría, no ya sólo prohibir el libro de

Copérnico y los escritos de sus partidarios, sino toda la ciencia astronómica; más aún, se

debería impedir a los hombres que miraran el cielo, para que no vieran a Marte y a Venus, ora

muy cercanos, ora alejados de la Tierra, con una diferencia de distancia tan considerable, que

puede variar en cuarenta veces para Venus, y en sesenta para Marte; no deberían tampoco

tener la posibilidad de verificar que Venus tiene, ya forma redonda, ya forma de creciente con

puntas sumamente finas; habría que impedir, asimismo, tantas otras observaciones hoy

admitidas por todos, las que de modo alguno pueden convenir con el sistema de Ptolomeo,

mientras que concuerdan perfectamente con la concepción de Copérnico. Prohibir la doctrina

de Copérnico cuando numerosísimas observaciones nuevas, y el estudio sobre ellas practicado

por grandísimo número de sabios, llevan de día en día a que su validez sea mejor reconocida,

me parecería, en lo que a mí respecta, ir contra la verdad: se la ocultaría y se la escamotearía en

el preciso momento en que se presenta mejor demostrada y más clara. Por otra parte, que no

se la tome en su conjunto, sino que se condene solamente la opinión particular referente al

movimiento de la Tierra, aparejaría una situación aún más perjudicial, pues se daría la

posibilidad de que se tuvieran por probadas proposiciones de las que luego se afirmaría que es

pecaminoso creer en ellas. Pero si toda esta doctrina hubiera de ser condenada, significaría ello

que no se toman en cuenta las centenas de pasajes de la Escritura donde se nos enseña que la

gloria y magnificencia de Dios se muestran admirablemente en todas sus obras, y que se leen

de manera divina en el libro del Cielo, que ante nuestros ojos se despliega. ¿Quién podría

pretender que la lectura de ese libro ha de llevar tan sólo a que se reconozca el esplendor del

Sol y de las estrellas, su ascenso en el Cielo y su caída, que es a lo que se limita el conocimiento

de los hombres poco instruidos y del pueblo, cuando en esas cosas hay misterios tan

profundos, e ideas tan sublimes, que las vigilias y los trabajos de los más penetrantes espíritus

no han permitido todavía dilucidarlos por completo, pese a las investigaciones que se

prosiguen desde milenios? Y por otra parte, ¿no hay acaso espíritus, aun poco instruidos, que

comprendan que el aspecto exterior del cuerpo percibido por sus sentidos significa poquísima

cosa en comparación con lo que permiten alcanzar los medios admirables que utilizan

anatomistas o filósofos cuando estudian el modo como funcionan tantos músculos, tendones,

nervios y huesos, cuando examinan el funcionamiento del corazón y de los otros órganos

esenciales, cuando tratan de determinar la sede de las facultades vitales, cuando observan la

admirable estructura de los órganos de los sentidos, cuando, sin dejar de asombrarse nunca,

contemplan todas las posibilidades de la imaginación, de la memoria y del discurso, del propio

modo que lo que nos es dado alcanzar por el simple uso de la vista no es casi nada tomando en

cuenta las profundas maravillas que el espíritu de los sabios, merced a largas y minuciosas

observaciones, puede descubrir en el cielo?

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Se afirma, es cierto, que las proposiciones naturales que a la Escritura presenta siempre del

mismo modo, y que son interpretadas concordantemente por los Padres siempre en el mismo

sentido, han de entenderse según el sentido directo de las palabras, sin glosa ni interpretación,

y que, por tanto, se las debería aceptar y tener por totalmente veraces. La movilidad del Sol y la

estabilidad de la Tierra serían, según eso, de Fe, debiéndose tener a esta afirmación por

verdadera y considerar errónea la opinión contraria. Creo necesario observar a este respecto,

ante todo, que entre las proposiciones naturales las hay tales, que pese a los esfuerzos del

espíritu humano, sólo pueden ser objeto de una opinión probable; de una conjetura verosímil,

pero no de una ciencia segura y demostrada; tal el caso, por ejemplo, de la afirmación de que

las estrellas son animadas. Pero hay otras proposiciones cuya indudable certeza puede probarse

mediante prolongadas observaciones y demostraciones necesarias. Tal es el problema de si la

Tierra y el Sol se mueven o no, o de si la Tierra es o no esférica. En cuanto a las primeras,

reconozco que, allí donde el discurso humano no permite acceder a una ciencia segura, sino

que proporciona tan sólo una opinión y una creencia, corresponde atenerse totalmente al

sentido literal de las Escrituras. Pero en cuanto a las otras, como se dijo antes, pienso que

corresponde, ante todo, asegurarse de los hechos: sólo entonces se descubrirá el verdadero

sentido de las Escrituras, las que deben hallarse en perfecto acuerdo con un hecho

demostrado, aunque las palabras mismas pueden sugerir a primera vista un sentido diferente.

Dos verdades no pueden contradecirse nunca. Esta doctrina me parece tanto más recta y

segura cuanto que la hallo expuesta exactamente por san Agustín. Éste, hablando precisamente

de la figura del cielo y de la idea que de ella debe tenerse, declara que cuando se dé el caso de

que los astrónomos afirmen que la Tierra es redonda, cuando la Escritura habla de ella como

de una piel, no hay que preocuparse por ver que la Escritura se opone a las afirmaciones de los

astrónomos, sino que debe creerse en la autoridad de la Escritura en caso de que lo declarado

por los astrónomos sea falso, o fundado solamente sobre las conjeturas de la debilidad

humana; pero, cuando los astrónomos sostengan proposiciones fundadas sobre razonamientos

indudables, este santo Padre no dice que se les deba obligar a que modifiquen sus

demostraciones y declaren que sus conclusiones son falsas; por el contrario, afirma que

entonces ha de demostrarse que lo que la Escritura dice acerca de la piel no se contradice con

esas demostraciones verdaderas. He aquí sus palabras:

«Pero alguno dirá en qué forma no se opone a los que atribuyen al cielo la figura de esfera,

lo que está escrito en nuestros libros divinos: Tú que extiendes el cielo como una piel (Sal. 103,

2). Ciertamente será contrario si es falso lo que ellos dicen, pues lo que dice la divina autoridad

más bien es verdadero que aquello que conjetura la fragilidad humana. Pero si ellos lo pudieran

probar con tales argumentos que no deba dudarse, debemos demostrarles nosotros que aquello

que se dijo en los libros divinos sobre la piel, no es opuesto a sus verdaderos raciocinios; de lo

contrario, también será opuesto a ellos lo que en otro lugar de nuestro escrito se lee, donde

dice que el cielo está suspendido como una bóveda (Isaías, cap. 40, v. 22, sec. LXX)» (Génesis a

la letra, lib. II, cap. IX).

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Del texto se deriva, como se ve, que no debemos inquietarnos menos porque un pasaje de

la Escritura contradiga una proposición natural demostrada, que porque un pasaje de la

Escritura contradiga otro pasaje, que eventualmente presente una proposición opuesta;

paréceme que hemos de admirar o imitar la circunspección de este santo, quien se muestra

reservadísimo cuando se trata de conclusiones oscuras, o de conclusiones cuya demostración

segura no puede obtenerse por los medios humanos. He aquí lo que escribe al final del

segundo libro del Génesis a la letra (cap. XVIII), al ocuparse del problema de si debe creerse que

las estrellas están animadas:

«Aunque esto al presente no pueda fácilmente entenderse, creo, sin embargo, que en el

decurso de la exposición de los libros divinos podrá ofrecerse un lugar más oportuno donde,

según las reglas de la santa autoridad, podamos, si no, demostrar algo definitivamente cierto

sobre este asunto, a lo menos patentizar que pueda ser creído lícitamente. Ahora, pues,

observando siempre la norma de la santa prudencia, nada debemos creer temerariamente sobre

algún asunto oscuro, no sea que la verdad se descubra más tarde y, sin embargo, la odiemos

por amor a nuestro error, aunque se nos demuestre que de ningún modo puede existir algo

contrario a ella en los libros Santos, ya del Antiguo como del Nuevo Testamento» (Génesis a la

letra, lib. II, cap. XVIII).

De este texto y de varios otros creo que se sigue, si no me equivoco, que según los santos

Padres, en las cuestiones naturales y que no son de Fe, es menester ante todo que se averigüe si

están demostradas de manera indudable o sobre la base de experiencias, conocidas con

exactitud, o bien si es posible que de ellas se tenga un conocimiento y demostración

semejantes: así, entonces, una vez obtenido este conocimiento, que constituye también un don

de Dios, hay que aplicarse a buscar el sentido exacto de las Sagradas Escrituras en los pasajes

que en apariencia parecieran no concordar con ese saber natural. Esos pasajes habrán de ser

estudiados por sabios teólogos; los que pondrán de manifiesto las razones por las cuales el

Espíritu Santo los ha presentado de ese modo, ya sea para ponernos a prueba o por alguna otra

razón oculta.

Lo que acabamos de decir se aplica también cuando la Escritura ha hablado en varios

pasajes en el mismo sentido. No hay razón alguna para que se pretenda que, en tal caso,

convendría interpretar el texto en su sentido literal. En efecto, si la Escritura, para adecuarse a

la capacidad de la mayoría, ha debido una vez presentar una proposición mediante el empleo

de términos que tengan un sentido diferente de la esencia misma de esta proposición, ¿por qué

habría procedido de otro modo al repetir la misma proposición? Aún más, creo que, de haber

procedido de otro modo, habría aumentado la confusión y abusado de la credulidad del

pueblo. Que, al ocuparse del reposo o del movimiento del Sol y de la Tierra, resultaba

necesario, para adaptarse a la capacidad del pueblo, afirmar lo que las palabras de la Escritura

expresan, es cosa que la experiencia claramente nos muestra: aun en nuestra época, siendo el

pueblo menos torpe, se ha mantenido una opinión semejante sobre la base de motivos que se

revelan sin valor ante un examen un poco serio, pues se basan en experiencias que son, en su

totalidad, falsas, o que al menos están completamente fuera de lugar; sin embargo, no puede

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intentarse desviar al pueblo de esta creencia, pues es incapaz de comprender las razones

contrarias, las que dependen de observaciones demasiado delicadas, y de demostraciones

demasiado sutiles, apoyadas sobre abstracciones que requieren, para que se las comprenda

bien, una capacidad de imaginación de que él carece. Por ello es que, en el preciso instante en

que la estabilidad del Sol y el movimiento de la Tierra queden probados por los sabios como

ciertos y demostrados, debe dejarse subsistir la creencia contraria en la mayoría de los

hombres; si se diera en interrogar a mil hombres del pueblo acerca de estas cuestiones, no se

hallaría sin duda uno solo que no considerara como perfectamente demostrado que el Sol se

mueve en tanto que la Tierra permanece inmóvil. Pero nadie debe tomar ese asentimiento

popular común como argumento de la verdad de lo que de ese modo se afirma; si

interrogáramos, en efecto, a esos mismos hombres acerca de las causas y los motivos de su

creencia, y si, a la inversa, preguntáramos al pequeño número de instruidos sobre qué

experiencias y demostraciones fundan la creencia contraria, comprobaríamos que éstos tienen

una convicción fundada en razones más sólidas, en tanto aquéllos toman su creencia de las

apariencias y de comprobaciones vanas y ridículas. Que haya entonces que atribuir al Sol el

movimiento y a la Tierra el reposo para no perturbar la escasa capacidad del pueblo, y

permitirle que acepte la fe y sus artículos principales, los cuales son absolutamente de Fe, es

cosa clarísima, y desde que así ese modo de obrar se revela necesario, no cabe asombrarse por

qué las divinas Escrituras hayan procedido según él. Diré más: no es, por cierto, tan sólo el

respeto a la incapacidad del vulgo, sino el deseo de respetar las maneras de pensar de una

época, lo que hace que los escritores sagrados, en las cosas que no son necesarias para la

beatitud, se adecuen más a las costumbres admitidas que a la existencia de los hechos. En ese

sentido, precisamente, pudo escribir San Jerónimo: «Hay muchos pasajes de las Escrituras que

deben interpretarse según las ideas del tiempo y no según la verdad misma de las

cosas» (comentario al cap. 28 de Jeremías).

Y el mismo santo declara en otro lugar:

«En las Sagradas Escrituras es habitual que el narrador presente muchas cuestiones según el

modo como en su época se las entendía» (capítulo 12 de su Comentario a San Mateo).

Santo Tomás por su parte, en el capítulo 27 de su Comentario sobre Job, a propósito del pasaje

en que se dice que extiende el Aquilón sobre el vacío, y suspende la tierra por encima de la

nada, señala que la Escritura llama vacío y nada al espacio que abarca y rodea a la Tierra,

respecto del que sabemos, por nuestra parte, que no está vacío, sino lleno de aire. Si la

Escritura habla de ese modo es para adecuarse a la creencia del pueblo vulgar, quien piensa

que, en un espacio semejante, no hay nada. He aquí las palabras de Santo Tomás:

«La porción superior del hemisferio celeste no es, para nosotros, sino un espacio lleno de

aire, en tanto que el pueblo vulgar la considera vacía. El autor sagrado sigue esta última

opinión, con la intención de hablar, como acostumbra la Sagrada Escritura, según el juicio

habitual de los hombres.»

Creo que de este pasaje puede concluirse claramente que la Sagrada Escritura, por el mismo

motivo, tuvo razón en declarar que el Sol es móvil y la Tierra inmóvil, porque, si

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interrogáramos a los hombres del común, los hallaríamos mucho menos dispuestos a

comprender que el Sol es inmóvil y la Tierra móvil que a comprender que el espacio que nos

rodea está lleno de aire: si, por lo tanto, los autores sagrados, sobre este punto con respecto al

cual no hubiera resultado tan difícil esclarecer el espíritu del pueblo, se abstuvieron no obstante

de persuadirlo, se comprende de suyo que era todavía mucho más razonable que observaran el

mismo procedimiento en cuanto a otras proposiciones mucho más oscuras. Por ello, como

Copérnico conocía la fuerza con que están arraigadas en nuestro espíritu las antiguas

tradiciones y los modos de concebir las cosas que nos son familiares desde la infancia, tuvo

buen cuidado, para no aumentar nuestra dificultad de comprensión, luego de haber

demostrado que los movimientos que nos parecen propios del Sol y del firmamento son en

verdad propios de la Tierra, de presentarlos en las tablas y aplicarlos, hablando del movimiento

del Sol y del Cielo superior, de la salida y de la puesta del Sol, de las mutaciones de la

oblicuidad del zodíaco y de las variaciones de los puntos de equinoccio, del movimiento medio

de la anomalía del Sol y de otras cosas semejantes, las cuales se deben en realidad al

movimiento de la Tierra.

Pero como nosotros estamos unidos a la Tierra y, por consecuencia, a cada uno de sus

movimientos, no podemos reconocerlos inmediatamente, conviene que nos refiramos a los

cuerpos celestes con relación a los cuales se manifiestan esos movimientos; por eso nos vemos

llevados a decir que ellos se producen allí donde a nosotros nos parece que se producen.

Fácilmente se entiende cómo tal modo de obrar resulta de todo punto natural.

Si, por otra parte, hay que atenerse al hecho de que deba considerarse como de Fe toda

proposición referente a las realidades naturales que haya sido interpretada en el mismo sentido

por todos los Padres, pienso que ello no debiera valer sino para las conclusiones que hayan

sido discutidas y analizadas por los Padres con absoluta diligencia. Pero la movilidad de la

Tierra y la estabilidad del Sol no constituyen proposiciones de este género; una proposición

semejante ha permanecido al margen de las disputas de escuela y, prácticamente no ha sido

estudiada por nadie; por ello se comprende que ni se les ocurriera a los Padres ponerla en

discusión, puesto que, en esas cuestiones, ellos y todos los hombres concordaban en la misma

interpretación.

No basta entonces con decir que, si todos los Padres han admitido la estabilidad de la

Tierra, etc., haya que considerar a esta opinión como de Fe, sino que debe probarse que ellos

han condenado la opinión contraria. Puesto que no tuvieron ocasión de reflexionar acerca de

esta doctrina, ni de discutirla, no se preocuparon directamente por ella, y la admitieron tan sólo

como una opinión corriente, no adoptando a este respecto posiciones verdaderamente firmes y

seguras. Me parece, por tanto, que puede decirse con razón esto: o bien los Padres han

reflexionado verdaderamente sobre esta conclusión, o no lo han hecho; si no lo han hecho, si

ni siquiera se han planteado la cuestión, su abstención no puede ponernos en la obligación de

buscar en sus escritos interpretaciones que ni soñaron proponer; y por el contrario, si hubieran

atendido a ello, entonces, en caso de que esta conclusión les pareciera errónea, la habrían

condenado; pero nada permite afirmar que lo hayan hecho.

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Se observa, por otra parte, que cuando los teólogos se han puesto a estudiarla, no la han

considerado errónea, como se lee en los Comentarios de Diego de Zúñiga sobre Job en el cap. 9,

vers. 6, a propósito de las palabras “que remueve la tierra de su lugar”, etc., donde se nos

presenta una larga discusión acerca de la posición de Copérnico, y se concluye que la movilidad

de la Tierra no va contra la Escritura.

Me pregunto, por otra parte, si acaso es exacto afirmar que la Iglesia obliga a considerar

proposiciones de Fe a las conclusiones referentes a las cosas naturales que estuvieran tan sólo

fundadas en una interpretación concordante de todos los Padres. Me pregunto si quienes

sostienen este punto de vista no lo hacen con miras de utilizar en beneficio de su propia

opinión el decreto del Concilio. Ahora bien, no hallo que en este decreto se prohíba otra cosa

sino que se interprete en un sentido contrario a la Santa Iglesia o al común consenso de los

Padres, solamente los pasajes que son de Fe, o que atañen a las costumbres, o bien a la

edificación de la doctrina cristiana: así se expresa el Concilio de Trento en su sesión cuarta.

Pero la movilidad o estabilidad de la Tierra o del Sol no son de Fe, ni atañen a las costumbres;

Además, en esta concepción nada hay que pueda inducir a modificar pasajes de la Escritura de

modo que se entrara en oposición contra la Santa Iglesia o los Padres: en efecto, quienes se

ocuparon de esta doctrina no utilizaron jamás pasaje alguno de la Escritura, de modo que toca,

por modo exclusivo, a la autoridad de los graves y sabios teólogos la interpretación de esos

pasajes conforme a su verdadero sentido. Además, asaz claro resulta que los decretos del

Concilio se atienen a la posición de los Santos Padres en estas cuestiones particulares: hasta tal

punto no estaba en su ánimo la voluntad de imponer como de Fide esas conclusiones naturales,

o de rechazarlas por erróneas, cuanto que, remitiéndose a la intención primera de la Santa

Iglesia, consideran inútil tratar de probar su certidumbre. Tenga a bien Vuestra Alteza oír lo

que respondía san Agustín a sus hermanos, cuando éstos planteaban el problema de si es

verdad que el cielo se mueve, o si permanece inmóvil:

«A los cuales respondo que para conocer claramente si es así, o no, demanda excesivo

trabajo y razones agudas; y yo no tengo tiempo de emprender su estudio y exponer tales

razones, ni deben ellos tenerlo. Sólo deseo instruirles en lo que atañe a su salud y a la necesaria

utilidad de la Santa Iglesia» (Del Génesis a la letra, lib. II, cap. X).

Pero, aun cuando debiera afirmarse que, cuando en los pasajes de la Escritura nos

encontremos con proposiciones naturales que están interpretadas de modo concordante por

todos los Padres, debamos tomar posición, ya para condenarlas, ya para admitirlas, no creo que

este modo de proceder haya de aplicarse en nuestro caso, pues esos pasajes de la Escritura

reciben interpretaciones divergentes por parte de los Padres: así, Dionisio Areopagita declara

que no fue el Sol, sino el primer móvil el que se detuvo; san Agustín piensa del mismo modo

cuando declara que fueron todos los cuerpos celestes quienes se detuvieron; el Avilense es de

la misma opinión. Aún más, entre los autores judíos alabados por Josefo hubo quienes

consideraron que el Sol no se había en verdad detenido, sino que solamente había parecido

detenerse por causa de la brevedad del tiempo en que los israelitas vencieron a sus enemigos.

Asimismo, en lo que concierne al milagro sobrevenido en el templo de Ezequías, Pablo

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Burgalense considera que el acontecimiento no se produjo en el Sol, sino en el reloj. Pero que

haya necesidad de glosar y de interpretar los pasajes del texto de Josué, cualquiera que sea la

concepción que se tenga acerca de la constitución del mundo, es un punto que trataré más

adelante. Por fin, y concediendo a esas personas más de lo que piden, declaro estar dispuesto a

suscribir por entero las opiniones de los sabios teólogos, aun cuando esas discusiones

particulares no estén contenidas en los escritos de los antiguos Padres, pero eso sí, bajo la

condición de que esos teólogos examinen con el mayor cuidado las experiencias y las

observaciones, los argumentos y las demostraciones de los filósofos y de los astrónomos, ya en

un sentido, ya en otro. Entonces podrán determinar, con seguridad bastante, lo que les dicten

las divinas inspiraciones. Pero no cabría admitir que ellos se permitieran formular conclusiones

sin haberse entregado a un estudio atentísimo de todos los argumentos en un sentido o en

otro, y sin haberse asegurado acerca de la exactitud de los hechos. Pues en tal caso sus vanas

imaginaciones atentarían contra la majestad y la dignidad de los Textos Sagrados, y

evidenciarían no poseer ese celo santísimo por la verdad y los Textos Sagrados, por su

dignidad y autoridad, en que todo cristiano debe mantenerse siempre. ¿Quién no ve que esta

dignidad no será verdaderamente deseada y asegurada sino por quienes, sometiéndose por

entero a la Santa Iglesia, no piden que se condene a tal o cual opinión, sino solamente que se

puedan estudiar ciertas cosas acerca de las que luego la Iglesia habrá de decidir de manera

segura? Este procedimiento es de todo punto diferente al de quienes, no viendo más que su

propio interés y llevados por intenciones malignas, exigen condenas sin más discusión,

arguyendo que la Iglesia tiene el poder de pronunciarlas, sin comprender que no todo lo que

puede hacerse ha de ser hecho necesariamente. Los Santos Padres no compartieron ese punto

de vista: sabiendo cuán perjudicial sería para la Iglesia, y cuán opuesto a su primordial objetivo,

que se quisiera, invocando pasajes de la Escritura, sacar conclusiones en el orden del saber

natural, conclusiones de las que un día podría probarse, mediante experiencias o

demostraciones necesarias, que son contrarias al sentido de las palabras, se comportaron, no

sólo de manera circunspectísima, sino que, para nuestra instrucción, nos dejaron los siguientes

preceptos:

«Si al leer nos encontramos con algunos escritos, y de ellos divinos, que traten de cosas

oscuras y ocultas a nuestros sentidos. Y poniendo nuestra fe a salvo, por la que nos

alimentamos, podemos descubrir varias sentencias; a ninguna de ellas nos aferremos con

precipitada firmeza, a fin de no caer en error; pues tal vez más tarde, escudriñada con más

diligencia la verdad, caiga por su base aquella sentencia. No luchamos por la sentencia divina

de la Escritura, sino por la nuestra, al querer que la nuestra sea la divina Escritura, cuando más

bien debemos querer que la de la Escritura sea la nuestra» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap.

XVIII).

Y San Agustín agrega que ninguna proposición puede ir contra la fe si no se demuestra que

es falsa, al decir:

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«Tampoco es contra la fe, mientras no se refute con evidencia clarísima. Si esto llegara a

suceder, diremos que no lo afirmaba la divina Escritura, sino que lo creía la humana

ignorancia» (Del Génesis a la letra, lib. I, cap. XX).

Vemos así cuán grande es el riesgo de que se revelen falsas las interpretaciones que hayamos

dado de la Escritura, y que puedan manifestarse un día en discordancia con una verdad

demostrada: por ello conviene buscar, con ayuda de la verdad demostrada, el sentido seguro de

la Escritura, y no un sentido que simplemente se atuviera a la significación literal de los

términos, significación que, eventualmente, podría manifestarse conforme con nuestra

debilidad, pero que de algún modo importaría forzar la naturaleza y negar la experiencia y las

demostraciones necesarias.

Quisiera Vuestra Alteza fijarse en la circunspección de que hace gala este santísimo hombre

antes de resolverse a presentar una interpretación de la Escritura como cierta y tan segura que

ya no quepa temer que tropiece con dificultad alguna. San Agustín, no bastándole con que

ciertas explicaciones de la Escritura concuerden con ciertas demostraciones, agrega:

«Pero si lo demostrara un contundente argumento, aún sería incierto si quiso en estas

palabras de los libros santos decir esto el escritor sagrado, o si intentó decir otra cosa no

menos cierta. Si el contexto del discurso probara que no quiso decir esto el autor, no será falso

otro sentido el cual quiso él fuera entendido, aunque desease y conociera el verdadero y más

útil» (Lib. I, cap. XIX).

Pero lo que aumenta todavía nuestra admiración es la prudencia con que procede nuestro

autor: no contentándose con que converjan en una misma intención, tanto las razones

demostrativas cuanto el sentido directo de las palabras de la Escritura y su contexto, agrega las

siguientes palabras:

«Pero si el contexto de la Escritura no se opone a que haya querido decir esto el escritor,

aún nos falta indagar si puede: tener algún otro» (Lib. I, cap. XIX).

Y, no resignándose a aceptar ese sentido o a excluirlo, y no creyendo haber llegado todavía

a una conclusión verdaderamente segura y satisfactoria, continúa:

«Por lo tanto, si hubiéramos podido encontrar algún otro sentido, sería incierto cuál de los

dos quiso expresar el autor; conveniente creer que uno y otro quiso exponer, si ambos se

apoyan en fundamentos ciertos» (Lib. I, cap. XIX).

Por fin, como si quisiera justificar su modo de proceder mostrándonos los peligros a que se

verían expuestas, tanto la Escritura como la Iglesia, si aquellos que se preocupan más por

mantenerse en su error que por la dignidad de la Escritura pretendieran extender su autoridad

más allá de los términos que ella misma nos prescribe, agrega las siguientes palabras, las cuales,

por sí solas, deberían bastar para reprimir y moderar la licencia que algunos creen poder

arrogarse:

«Acontece, pues, muchas veces que el infiel conoce por la razón y la experiencia algunas

cosas de la Tierra, del Cielo, de los demás elementos de este mundo, del movimiento y del giro,

y también de la magnitud y distancia de los astros, de los eclipses del Sol y de la Luna, de los

círculos de los años y de los tiempos, de la naturaleza de los animales, de las frutas, de las

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piedras y de todas las restantes cosas de idéntico género; en estas circunstancias es demasiado

vergonzoso y perjudicial, y por todos los medios digno de ser evitado, que un cristiano hable

de estas cosas como fundamentado en las divinas Escrituras, pues al oírle el infiel delirar de tal

modo que, como se dice vulgarmente, yerre de medio a medio, apenas podrá contener la risa.

No está el mal en que se ría del hombre que yerra, sino en creer los infieles que nuestros

autores defienden tales errores, y, por lo tanto, cuando trabajamos por la salud espiritual de sus

almas, con gran ruina de ellas, ellos nos critican y rechazan como indoctos. Cuando los infieles,

en las cosas que perfectamente ellos conocen, han hallado en error a alguno de los cristianos,

afirmando éstos que extrajeron su vana sentencia de los libros divinos, ¿de qué modo van a

creer a nuestros libros cuando tratan de la resurrección de los muertos y de la esperanza de la

vida eterna y del reino del cielo? Juzgarán que fueron escritos falazmente, pues pudieron

comprobar por su propia experiencia o por la evidencia de sus razones, el error de estas

sentencias» (Génesis a la letra, cap. XIX).

Y el mismo santo explica también cuán ofendidos quedan los Padres verdaderamente sabios

y prudentes ante el proceder de quienes, con la mira de sostener proposiciones que no han

comprendido, invocan pasajes de la Escritura, dando así en agravar su primer error, al aducir

otros pasajes menos comprendidos todavía que los primeros: «Cuando estos cristianos, para

defender lo que afirmaron con ligereza inaudita y falsedad evidente, intentan por todos los

medios aducir los libros divinos para probar por ellos un aserto, o citan también de memoria lo

que juzgan vale para probar un testimonio, y sueltan al aire muchas palabras, no entendiendo

ni lo que dicen ni a qué vienen, no puede ponderarse en un punto cuánta sea la molestia y la

tristeza que causan estos temerarios y presuntuosos a los prudentes hermanos, si alguna vez

han sido refutados y convencidos de su viciosa y falsa opinión por aquellos que no conceden

autoridad a los libros divinos» (Lib. I, cap. XIX).

Creo que hay que incluir en el número de éstos, a quienes no queriendo o no pudiendo

comprender las demostraciones y las experiencias por las cuales el autor y quienes siguen su

posición lo confirman, recurren a las Escrituras, sin caer en la cuenta de que, mientras más

persistan en afirmar que ellas son claras y que no admiten otro sentido que el que ellos les

atribuyen, mayores perjuicios causarán a su dignidad (aun cuando su juicio sea de gran

autoridad), cuando se dé el caso de que se demuestre que la verdad es manifiestamente

contraria; y esto es fuente de confusiones, al menos para quienes están separados de la Santa

Iglesia y que esta madre celosísima desea ver acogerse a su seno. Tenga a bien Vuestra Alteza

considerar con qué desorden proceden quienes, en las disputas acerca de las cuestiones

naturales, invocan como argumento pasajes de la Escritura que las más de las veces han

comprendido mal.

Pero si esos intérpretes de la Escritura consideran que tienen captado por completo el

verdadero sentido de cierto pasaje de la Escritura, es menester, por vía de consecuencia

necesaria, que hayan adquirido a la par la seguridad de estar en posesión de la verdad absoluta

acerca de la conclusión natural que es su intención defender, y que reconozcan, al mismo

tiempo, la enorme ventaja que poseen sobre el adversario, quien habrá de defender la tesis

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falsa; mientras quien sostiene la verdad podrá tener de su parte muchas experiencias seguras y

muchas demostraciones necesarias, su adversario sólo puede invocar apariencias, paralogismos

y falacias. Y si éstos, además, manteniéndose en los términos naturales, y no exhibiendo otras

armas que las filosóficas, tienen la seguridad de ser de todos modos superiores a su adversario,

¿por qué pues experimentan de pronto la necesidad de blandir las armas para aterrorizar con su

sola vista a su adversario? Para decir la verdad, tengo para mí que son ellos quienes se

atemorizan primero y, sintiéndose incapaces de resistir a los asaltos de sus adversarios, buscan

el medio de no dejarse abordar, evitando el uso del discurso que la Divina Bondad les ha

concedido, y abusando de la autoridad tan justa de la Sagrada Escritura, la cual, bien entendida

y bien utilizada, jamás puede, según la opinión común de los teólogos, entrar en oposición con

experiencias manifiestas y demostraciones necesarias. Pero, si no me equivoco, esos tales no

deberían recabar beneficio alguno al refugiarse así en los textos de la Escritura para ocultar la

imposibilidad en que se hallan de comprender y refutar los argumentos que se les oponen,

pues, hasta hoy, la Santa Iglesia jamás ha condenado una opinión semejante. Por ello, si

quisieran proceder con sinceridad, deberían, o bien llamarse a silencio y confesar que son

incapaces de tratar materias tales, o bien considerar desde un principio que no es a ellos, ni a

otros, a quienes corresponde declarar errónea una proposición, sino sólo al Soberano Pontífice

y al sagrado Concilio; solamente de esas instancias depende la decisión que demostrará

eventualmente su falsedad. Pero luego, si entienden que es imposible que una proposición sea

a la vez verdadera y herética, a ellos tocará demostrar su falsedad. Y si la demostraran

entonces, o bien ya no sería necesario condenarla, pues nadie correría ya el riesgo de seguirla, o

bien la interdicción de esa proposición no constituiría ya motivo de escándalo para nadie. Así

pues, aplíquense ellos a refutar entonces los argumentos de Copérnico y de los otros, y dejen el

cuidado de condenarlos por erróneos y heréticos a quienes corresponde hacerlo; pero no

esperen hallar en los sapientísimos y prudentísimos Padres, ni en la absoluta sabiduría de Aquel

que no puede errar, esas decisiones súbitas a que se dejarían arrastrar por sus pasiones o su

interés particular; y ello porque, acerca de esas proposiciones y de otras semejantes que no son

de Fe, nadie duda que el Soberano Pontífice tenga siempre el poder absoluto de admitirlas o de

condenarlas; pero no está en manos de ninguna criatura el hacer de modo que sean verdaderas

o falsas, aparte de cómo puedan serlo por su naturaleza y de facto. Parece por ello que sería

más atinado asegurarse ante todo de la necesaria e inmutable verdad del hecho, sobre el cual

nadie tiene poder; pues, si se carece de esta seguridad, se corre el riesgo de trocar en necesarias,

determinaciones que, en el presente, son indiferentes y libres, y que dependen de la decisión de

la autoridad suprema. En suma, no es posible que una conclusión sea declarada herética

mientras se duda de su verdad. Vanos serían los esfuerzos de quienes pretenden condenar la

creencia en la movilidad de la Tierra y la estabilidad del Sol, si primeramente no demuestran

que esta proposición es imposible y falsa.

Me queda finalmente por mostrar cuán cierto es que el pasaje referente a Josué puede

comprenderse sin alterar la significación directa de las palabras, y cómo puede ser que al

obedecer el Sol a la orden de Josué, éste haya podido detenerse, sin que de ello se siga que la

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duración del día se haya prolongado durante algún tiempo. Si los movimientos celestes se

adecuan a la concepción de Ptolomeo, tal cosa de ningún modo puede producirse: en efecto,

puesto que el movimiento del Sol se efectúa de occidente a oriente, es decir, en sentido inverso

al movimiento del primer móvil, que se efectúa de oriente a occidente, y que es causa del día y

de la noche, se comprende que, si el movimiento verdadero y propio del Sol cesara, el día sería

más corto y no más largo, y que a la inversa, si se quiere que el Sol permanezca sobre el

horizonte durante un cierto tiempo en el mismo lugar sin declinar hacia occidente,

correspondería acelerar su movimiento hasta el punto en que se equipare con el del primer

móvil, lo que significaría acelerar en 360 veces su movimiento habitual. Por tanto, si Josué

hubiera tenido la intención de que sus palabras se tomaran en su sentido exacto, habría

ordenado al Sol que acelerara su movimiento de modo tal que el arrastre del primer móvil no

lo llevara hacia poniente. Pero como sus palabras se dirigían a un pueblo que sin duda no

conocía otros movimientos celestes que ese movimiento vulgarísimo de oriente a occidente, se

adecuó a sus capacidades, y como no tenía la intención de enseñarles la constitución de las

esferas celestes, sino que simplemente quería hacerles comprender la grandiosidad del milagro

que representaba ese alargamiento del día, les habló conforme a su capacidad.

Sin duda fue esta consideración la que indujo ante todo a Dionisio Areopagita a decir que,

en ese milagro, el primer móvil se detuvo, y que entonces, por consecuencia, se detuvieron

todas las esferas celestes: san Agustín es de la misma opinión y el Avilense la confirma en

largos desarrollos. Y como en la intención de Josué estaba que todo el sistema de las esferas

celestes había de detenerse, se entiende que haya ordenado también a la Luna que se detuviera,

aunque ésta nada tuviera que hacer en el alargamiento del día. Debe entenderse, pues, que esta

orden a la Luna atañe también a los desplazamientos de los otros planetas, los que no son

mencionados, ni en este pasaje ni en el resto de las Escrituras, pues no fue nunca su intención

enseñarnos las ciencias astronómicas.

Me parece, pues, si no me equivoco, que de ello se sigue con claridad bastante que, si nos

ubicamos dentro del sistema de Ptolomeo, resulta necesario interpretar las palabras de la

Escritura en un sentido algo diferente del sentido directo que ella presenta. Instruido por los

textos tan útiles de san Agustín, no diré yo que esta interpretación sea necesaria hasta el punto

en que no se la pueda reemplazar por alguna otra. Pero como este sentido, más conforme con

lo que leemos en Josué, parece que puede comprenderse dentro del sistema de Copérnico,

merced al agregado de otra observación que recientemente he demostrado en el cuerpo solar,

querría examinarlo para terminar. Me apresuro a decir que hablo siempre con las mismas

reservas, es decir, preocupado por no mostrarme tan apegado a mis ideas que quiera preferirlas

a las de los otros, y creer que no se las puede hallar mejores ni más conformes con la intención

de los Textos Sagrados.

Una vez sentado que, en el milagro de Josué, hubo de inmovilizarse todo el sistema de los

movimientos celestes, según el punto de vista de los autores anteriormente citados, y ello

porque, de haber cesado sólo un movimiento, se hubiera introducido sin necesidad un gran

desorden en todo el curso de la naturaleza, paso a considerar en seguida cómo el cuerpo solar,

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aun cuando permanezca inmóvil en el mismo lugar, gira sobre sí mismo, efectuando una

revolución completa en el lapso de alrededor de un mes, como creo haberlo demostrado de

modo concluyente en mis Cartas sobre las manchas solares. Este movimiento parece efectuarse en

la porción superior del globo del Sol, está inclinado hacia el mediodía y, por tanto, hacia la

porción inferior, y se inclina hacia el Aquilón, exactamente del mismo modo como lo hacen las

revoluciones de todos los planetas. En tercer lugar, si atendemos a la nobleza del Sol, fuente de

la luz que ilumina, como lo he demostrado en forma categórica, no solamente a la Luna y a la

Tierra, sino a todos los otros planetas, los cuales, por sí mismos, son oscuros, no creo que se

filosofara mal si se dijera que él es el principal ministro de la naturaleza y, en cierto modo, el

alma y corazón del mundo; que aporta a los otros cuerpos que lo rodean, no solamente la luz,

sino también el movimiento, y esto último, por su revolución sobre sí mismo; por ello, así

como, si se detienen los movimientos del corazón de un animal, todos los otros movimientos

de sus miembros también cesarán, si la rotación del Sol sobre sí mismo se detuviera,

inmediatamente cesarían todos los movimientos de los otros planetas. Con respecto a esta

fuerza y esta energía admirables del Sol podría yo traer el asentimiento de un elevadísimo

número de graves escritores, pero me contentaré con citar uno solo de ellos, el bienaventurado

Dionisio Aeropagita, quien, en su libro De divinis nominibus, escribe del Sol lo siguiente: «La luz

reúne y hace convergir hacia sí a todas las cosas que se ven, que se desplazan, que brillan, que

calientan y, en una palabra, a todas las cosas que están contenidas en su esplendor. Por ello el

Sol es llamado Ilios, porque reúne a todas las cosas dispersas».

Y un poco más adelante dice también el mismo autor refiriéndose al Sol:

«Si, en efecto, ese Sol que vemos nosotros que hace convergir hacia él a todas las cosas que

caen bajo los sentidos, esencia y cualidad, aunque ellas sean múltiples y disímiles, sin embargo,

él, que es uno y que difunde la luz de una manera uniforme, renueva, alimenta, protege, lleva a

cabo, divide, reúne, calienta, fecunda, aumenta, cambia, afirma, desplaza, da a todas las cosas la

vida, y todas las cosas de este universo, por estar bajo su poder, por participar de un único y

mismo Sol, y las causas de todas las cosas que participan en él, las que están en él igualmente

anticipadas, etcétera.»

Así pues, puesto que el Sol es a la par fuente de luz y principio de los movimientos, cuando

Dios quiso que ante la orden de Josué todo el sistema del mundo permaneciera inmóvil

durante numerosas horas en el mismo estado, le bastó con detener al Sol. En efecto, desde que

éste se detuvo, todos los otros movimientos se detuvieron. La Tierra, la Luna y el Sol

permanecieron en la misma posición, así como todos los otros planetas; durante todo ese

tiempo, el día no declinó hacia la noche, sino que se prolongó milagrosamente: y fue así que,

deteniendo al Sol, sin alterar para nada las posiciones recíprocas de las estrellas, resultó posible

que se alargara el día sobre la Tierra, lo que concuerda exactamente con el sentido literal del

texto sagrado.

Pero, si no me equivoco, si hay algo que no es para tenerlo en poco, es que gracias a la

concepción copernicana, obtenemos un sentido literal perfectamente claro de otro rasgo

particular de ese mismo milagro, a saber, que el Sol se detuvo en medio del cielo. Graves

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teólogos han planteado dificultades sobre este punto: como parece muy probable que cuando

Josué pidió el alargamiento del día el Sol se hallara cercano a su ocaso y no sobre el meridiano,

porque si hubiera estado sobre el meridiano, como se estaba entonces en el solsticio de verano,

y por consecuencia, los días eran muy largos, no parece verosímil que haya sido entonces

necesario pedir el alargamiento del día para obtener la victoria en una batalla, para la cual podía

bastar ampliamente la duración de siete horas, y aun un poco más del día que aún restaba.

Impresionados por esas consideraciones, gravísimos teólogos han sostenido, con verdad, que

el Sol se hallaba entonces cercano a su ocaso, y esto mismo es lo que implican las palabras:

¡Sol, detente!; en efecto, si el Sol se hubiera hallado sobre el meridiano, o bien no hubiera sido

preciso pedir un milagro, o bien habría bastado con pedir simplemente que el movimiento del

Sol se retardara un poco. Cayetano, así como Magaglianes, son de esta opinión, y la confirman

señalando que Josué había tenido que hacer ese día tantas cosas antes de dar esa orden al Sol,

que resultaba imposible que las hubiera cumplido en el espacio de media jornada: se ven

llevados entonces a interpretar las palabras in medio coeli en modo algo difícil de admitir,

diciendo que significan que el Sol se detuvo cuando estaba en nuestro hemisferio, es decir, por

encima del horizonte. Pero si, según el sistema de Copérnico, colocamos al Sol en medio, es

decir, en el centro de las órbitas celestes y de los movimientos de los otros planetas, como es

necesario hacerlo, entonces esta dificultad y muchas otras desaparecen, porque, en cualquier

hora del día en que el acontecimiento D se haya producido, sea a mediodía o a cualquier otra

hora de la tarde, el día se alargó y todos los movimientos celestes cesaron cuando el Sol se

detuvo en medio del Cielo, es decir, en el centro de ese Cielo donde reside: este sentido

concuerda tanto más con la letra, que aun cuando hubiera querido afirmarse que la detención

del Sol se produjo al mediodía, el modo correcto de expresarse habría sido: stetit in meridie, vel in

meridiano circula y no in medio caeli, ya que, en un cuerpo esférico como es el Cielo, el único

verdadero medio lo constituye el centro.

En cuanto a los otros pasajes de la Escritura que parecen contrarios a este punto de vista,

no dudo que, cuando se lo haya reconocido por verdadero y demostrado, esos mismos

teólogos, que hoy lo consideran falso por pensar que esos pasajes de la Escritura no admiten

una interpretación que concuerde con él, hallarán interpretaciones mucho más convenientes,

sobre todo si aparejaren a la inteligencia de los Textos Sagrados algunos conocimientos de las

ciencias astronómicas. Y cuando hoy, por considerarlo falso, creen que la Escritura sólo

contiene pasajes que lo contradigan, cuando lo hayan reconocido por verdadero, hallarán

numerosísimos pasajes que con él concuerden; quizá reconozcan entonces con cuánta justicia

declara la Santa Iglesia que Dios ha puesto al Sol en el centro del Cielo, y que él, en

consecuencia, girando sobre sí mismo como una rueda, asegura el movimiento de la Luna y de

los otros astros errantes, cuando canta: «Dios Santísimo, que pintas con ígneo blancor la

superficie del cielo proveyéndole el agregado de una luz espléndida, quien, el cuarto día, has

constituido la rueda inflamada del Sol, fijando el curso de la Luna y de los astros errantes».

Podrán decir que el nombre de firmamento conviene perfectamente bien ad literam a la

esfera celeste y a todo lo que se encuentra por encima del lugar de desplazamiento de los

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planetas y que, según esta disposición, está totalmente fijo e inmóvil. Entonces, como la Tierra

se desplaza circularmente, comprenderán que es a esos polos a los que se refiere el pasaje

donde se dice: Nec dum Terram fecerat, et flumina et cardines orbis Terrae; si el globo terrestre no

debiera girar en torno de esos polos, está claro que le habrían sido atribuidos inútilmente.

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VIII. EL CAMINO HACIA LA

DEMOCRACIA LIBERAL

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JOHN LOCKE

ENSAYO SOBRE EL

GOBIERNO CIVIL (SELECCIÓN)

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INTRODUCCIÓN

Figura clave del denominado empirismo británico y de la Ilustración británica, John Locke (1632-

1704) desarrolló su filosofía práctica en el contexto de una Inglaterra agobiada por pugnas

religiosas, políticas y sociales. Locke, apostando por la tolerancia, tendrá por interlocutores a

teóricos a favor del absolutismo y de la legitimación de la monarquía, ya sea por medio de la

apelación divina (como Filmer) o a través del miedo (como Hobbes). Las ideas de Locke,

contrastantes —aunque no por ello menos valiosas— con las de estos autores, tendrán una

relevancia que se extenderá más allá de los límites de la Ilustración y darán pie a la formación

del liberalismo y a los ideales fundadores de naciones como Estados Unidos (cuyos padres

fundadores fueron asiduos lectores de Locke). Locke reconoce el derecho a la propiedad y la

condición de libertad como intrínsecos a los seres humanos y sobre la base de tales

reconocimientos estudia la formación de la sociedad civil, del Estado y su gobierno. Se

pregunta cuál es su función, qué legitimidad tienen y cuáles son sus límites, desde casos

cotidianos como la convivencia hasta casos extremos como la declaración de guerra y las

invasiones de territorios extranjeros. Niega, además, la legitimidad de cualquier forma de

absolutismo. Su reconocimiento y visión del Estado conducirán a Locke a postular, siguiendo a

Hobbes, un estado de naturaleza en los hombres previo a éste. ¿Qué se gana y qué se pierde

respecto al estado de naturaleza? El estado que no reconozca el derecho a la propiedad y la

libertad de los hombres ¿es legítimamente un Estado? El Ensayo sobre el gobierno civil de Locke

pretende dar cuenta de preguntas como éstas. Sus respuestas y limitaciones permean aún

nuestros días.

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CHAPTER 1. OF POLITICAL POWER

(…)

2. To this purpose, I think it may not be amiss to set down what I take to be political

power. That the power of a magistrate over a subject may be distinguished from that of a

father over his children, a master over his servant, a husband over his wife, and a lord over his

slave. All which distinct powers happening sometimes together in the same man, if he be

considered under these different relations, it may help us to distinguish these powers one from

another, and show the difference betwixt a ruler of a commonwealth, a father of a family, and

a captain of a galley.

3. Political power, then, I take to be a right of making laws, with penalties of death, and

consequently all less penalties for the regulating and preserving of property, and of employing

the force of the community in the execution of such laws, and in the defense of the

commonwealth from foreign injury, and all this only for the public good.

CHAPTER 2. OF THE STATE OF NATURE

4. To understand political power aright, and derive it from its original, we must consider

what estate all men are naturally in, and that is, a state of perfect freedom to order their

actions, and dispose of their possessions and persons as they think fit, within the bounds of

the law of Nature, without asking leave or depending upon the will of any other man.

A state also of equality, wherein all the power and jurisdiction is reciprocal, no one having

more than another, there being nothing more evident than that creatures of the same species

and rank, promiscuously born to all the same advantages of Nature, and the use of the same

faculties, should also be equal one amongst another, without subordination or subjection,

unless the lord and master of them all should, by any manifest declaration of his will, set one

above another, and confer on him, by an evident and clear appointment, an undoubted right to

dominion and sovereignty.

(….)

6. But though this be a state of liberty, yet it is not a state of license; though man in that

state have an uncontrollable liberty to dispose of his person or possessions, yet he has not

liberty to destroy himself, or so much as any creature in his possession, but where some nobler

use than its bare preservation calls for it. The state of Nature has a law of Nature to govern it,

which obliges every one, and reason, which is that law, teaches all mankind who will but

consult it, that being all equal and independent, no one ought to harm another in his life,

health, liberty or possessions; for men being all the workmanship of one omnipotent and

infinitely wise Maker; all the servants of one sovereign Master, sent into the world by His order

and about His business; they are His property, whose workmanship they are made to last

during His, not one another's pleasure. And, being furnished with like faculties, sharing all in

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one community of Nature, there cannot be supposed any such subordination among us that

may authorize us to destroy one another, as if we were made for one another's uses, as the

inferior ranks of creatures are for ours. Every one as he is bound to preserve himself, and not

to quit his station wilfully, so by the like reason, when his own preservation comes not in

competition, ought he as much as he can to preserve the rest of mankind, and not unless it be

to do justice on an offender, take away or impair the life, or what tends to the preservation of

the life, the liberty, health, limb, or goods of another.

7. And that all men may be restrained from invading others' rights, and from doing hurt to

one another, and the law of Nature be observed, which willeth the peace and preservation of

all mankind, the execution of the law of Nature is in that state put into every man's hands,

whereby everyone has a right to punish the transgressors of that law to such a degree as may

hinder its violation. For the law of Nature would, as all other laws that concern men in this

world, be in vain if there were nobody that in the state of Nature had a power to execute that

law, and thereby preserve the innocent and restrain offenders; and if anyone in the state of

Nature may punish another for any evil he has done, every one may do so. For in that state of

perfect equality, where naturally there is no superiority or jurisdiction of one over another,

what any may do in prosecution of that law, everyone must needs have a right to do.

(…)

10. Besides the crime which consists in violating the laws, and varying from the right rule of

reason, whereby a man so far becomes degenerate, and declares himself to quit the principles

of human nature and to be a noxious creature, there is commonly injury done, and some

person or other, some other man, receives damage by his transgression; in which case, he who

hath received any damage has (besides the right of punishment common to him, with other

men) a particular right to seek reparation from him that hath done it. And any other person

who finds it just may also join with him that is injured, and assist him in recovering from the

offender so much as may make satisfaction for the harm he hath suffered.

11. From these two distinct rights (the one of punishing the crime, for restraint and

preventing the like offence, which right of punishing is in everybody, the other of taking

reparation, which belongs only to the injured party) comes it to pass that the magistrate, who

by being magistrate hath the common right of punishing put into his hands, can often, where

the public good demands not the execution of the law, remit the punishment of criminal

offences by his own authority, but yet cannot remit the satisfaction due to any private man for

the damage he has received. That he who hath suffered the damage has a right to demand in

his own name, and he alone can remit. The damnified person has this power of appropriating

to himself the goods or service of the offender by right of self-preservation, as every man has a

power to punish the crime to prevent its being committed again, by the right he has of

preserving all mankind, and doing all reasonable things he can in order to that end. And thus it

is that every man in the state of Nature has a power to kill a murderer, both to deter others

from doing the like injury (which no reparation can compensate) by the example of the

punishment that attends it from everybody, and also to secure men from the attempts of a

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criminal who, having renounced reason, the common rule and measure God hath given to

mankind, hath, by the unjust violence and slaughter he hath committed upon one, declared war

against all mankind, and therefore may be destroyed as a lion or a tiger, one of those wild

savage beasts with whom men can have no society nor security. And upon this is grounded

that great law of nature, "Whoso sheddeth man's blood, by man shall his blood be shed." And

Cain was so fully convinced that everyone had a right to destroy such a criminal, that, after the

murder of his brother, he cries out, "Every one that findeth me shall slay me," so plain was it

writ in the hearts of all mankind.

12. By the same reason may a man in the state of Nature punish the lesser breaches of that

law, it will, perhaps, be demanded, with death? I answer: Each transgression may be punished

to that degree, and with so much severity, as will suffice to make it an ill bargain to the

offender, give him cause to repent, and terrify others from doing the like. Every offence that

can be committed in the state of Nature may, in the state of Nature, be also punished equally,

and as far forth, as it may, in a commonwealth. For though it would be beside my present

purpose to enter here into the particulars of the law of Nature, or its measures of punishment,

yet it is certain there is such a law, and that too as intelligible and plain to a rational creature

and a studier of that law as the positive laws of commonwealths, nay, possibly plainer; as much

as reason is easier to be understood than the fancies and intricate contrivances of men,

following contrary and hidden interests put into words; for truly so are a great part of the

municipal laws of countries, which are only so far right as they are founded on the law of

Nature, by which they are to be regulated and interpreted.

13. To this strange doctrine- viz., That in the state of Nature everyone has the executive

power of the law of Nature- I doubt not but it will be objected that it is unreasonable for men

to be judges in their own cases, that self-love will make men partial to themselves and their

friends; and, on the other side, ill-nature, passion, and revenge will carry them too far in

punishing others, and hence nothing but confusion and disorder will follow, and that therefore

God hath certainly appointed government to restrain the partiality and violence of men. I

easily grant that civil government is the proper remedy for the inconveniences of the state of

Nature, which must certainly be great where men may be judges in their own case, since it is

easy to be imagined that he who was so unjust as to do his brother an injury will scarce be so

just as to condemn himself for it. But I shall desire those who make this objection to

remember that absolute monarchs are but men; and if government is to be the remedy of

those evils which necessarily follow from men being judges in their own cases, and the state of

Nature is therefore not to be endured, I desire to know what kind of government that is, and

how much better it is than the state of Nature, where one man commanding a multitude has

the liberty to be judge in his own case, and may do to all his subjects whatever he pleases

without the least question or control of those who execute his pleasure? and in whatsoever he

doth, whether led by reason, mistake, or passion, must be submitted to? which men in the state

of Nature are not bound to do one to another. And if he that judges, judges amiss in his own

or any other case, he is answerable for it to the rest of mankind.

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14. It is often asked as a mighty objection, where are, or ever were, there any men in such a

state of Nature? To which it may suffice as an answer at present, that since all princes and

rulers of "independent" governments all through the world are in a state of Nature, it is plain

the world never was, nor never will be, without numbers of men in that state. I have named all

governors of "independent" communities, whether they are, or are not, in league with others;

for it is not every compact that puts an end to the state of Nature between men, but only this

one of agreeing together mutually to enter into one community, and make one body politic;

other promises and compacts men may make one with another, and yet still be in the state of

Nature. The promises and bargains for truck, etc., between the two men in Soldania, in or

between a Swiss and an Indian, in the woods of America, are binding to them, though they are

perfectly in a state of Nature in reference to one another for truth, and keeping of faith

belongs to men as men, and not as members of society.

(…)

CHAPTER 3. OF THE STATE OF WAR

16. The state of war is a state of enmity and destruction; and therefore declaring by word or

action, not a passionate and hasty, but sedate, settled design upon another man's life puts him

in a state of war with him against whom he has declared such an intention, and so has exposed

his life to the other's power to be taken away by him, or any one that joins with him in his

defense, and espouses his quarrel; it being reasonable and just I should have a right to destroy

that which threatens me with destruction; for by the fundamental law of Nature, man being to

be preserved as much as possible, when all cannot be preserved, the safety of the innocent is to

be preferred, and one may destroy a man who makes war upon him, or has discovered an

enmity to his being, for the same reason that he may kill a wolf or a lion, because they are not

under the ties of the common law of reason, have no other rule but that of force and violence,

and so may be treated as a beast of prey, those dangerous and noxious creatures that will be

sure to destroy him whenever he falls into their power.

17. And hence it is that he who attempts to get another man into his absolute power does

thereby put himself into a state of war with him; it being to be understood as a declaration of a

design upon his life. For I have reason to conclude that he who would get me into his power

without my consent would use me as he pleased when he had got me there, and destroy me

too when he had a fancy to it; for nobody can desire to have me in his absolute power unless it

be to compel me by force to that which is against the right of my freedom- i.e. make me a

slave. To be free from such force is the only security of my preservation, and reason bids me

look on him as an enemy to my preservation who would take away that freedom which is the

fence to it; so that he who makes an attempt to enslave me thereby puts himself into a state of

war with me. He that in the state of Nature would take away the freedom that belongs to any

one in that state must necessarily be supposed to have a design to take away everything else,

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that freedom being the foundation of all the rest; as he that in the state of society would take

away the freedom belonging to those of that society or commonwealth must be supposed to

design to take away from them everything else, and so be looked on as in a state of war.

18. This makes it lawful for a man to kill a thief who has not in the least hurt him, nor

declared any design upon his life, any farther than by the use of force, so to get him in his

power as to take away his money, or what he pleases, from him; because using force, where he

has no right to get me into his power, let his pretence be what it will, I have no reason to

suppose that he who would take away my liberty would not, when he had me in his power,

take away everything else. And, therefore, it is lawful for me to treat him as one who has put

himself into a state of war with me- i.e., kill him if I can; for to that hazard does he justly

expose himself whoever introduces a state of war, and is aggressor in it.

19. And here we have the plain difference between the state of Nature and the state of war,

which however some men have confounded, are as far distant as a state of peace, goodwill,

mutual assistance, and preservation; and a state of enmity, malice, violence and mutual

destruction are one from another. Men living together according to reason without a common

superior on earth, with authority to judge between them, is properly the state of Nature. But

force, or a declared design of force upon the person of another, where there is no common

superior on earth to appeal to for relief, is the state of war; and it is the want of such an appeal

gives a man the right of war even against an aggressor, though he be in society and a fellow-

subject. Thus, a thief whom I cannot harm, but by appeal to the law, for having stolen all that I

am worth, I may kill when he sets on me to rob me but of my horse or coat, because the law,

which was made for my preservation, where it cannot interpose to secure my life from present

force, which if lost is capable of no reparation, permits me my own defense and the right of

war, a liberty to kill the aggressor, because the aggressor allows not time to appeal to our

common judge, nor the decision of the law, for remedy in a case where the mischief may be

irreparable. Want of a common judge with authority puts all men in a state of Nature; force

without right upon a man's person makes a state of war both where there is, and is not, a

common judge.

(…)

CHAPTER 5. OF PROPERTY

(…)

25. God, who hath given the world to men in common, hath also given them reason to

make use of it to the best advantage of life and convenience. The earth and all that is therein is

given to men for the support and comfort of their being. And though all the fruits it naturally

produces, and beasts it feeds, belong to mankind in common, as they are produced by the

spontaneous hand of Nature, and nobody has originally a private dominion exclusive of the

rest of mankind in any of them, as they are thus in their natural state, yet being given for the

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use of men, there must of necessity be a means to appropriate them some way or other before

they can be of any use, or at all beneficial, to any particular men. The fruit or venison which

nourishes the wild Indian, who knows no enclosure, and is still a tenant in common, must be

his, and so his- i.e., a part of him, that another can no longer have any right to it before it can

do him any good for the support of his life.

26. Though the earth and all inferior creatures be common to all men, yet every man has a

"property" in his own "person." This nobody has any right to but himself. The "labour" of his

body and the "work" of his hands, we may say, are properly his. Whatsoever, then, he removes

out of the state that Nature hath provided and left it in, he hath mixed his labour with it, and

joined to it something that is his own, and thereby makes it his property. It being by him

removed from the common state Nature placed it in, it hath by this labour something annexed

to it that excludes the common right of other men. For this "labour" being the unquestionable

property of the labourer, no man but he can have a right to what that is once joined to, at least

where there is enough, and as good left in common for others.

(…)

31. But the chief matter of property being now not the fruits of the earth and the beasts

that subsist on it, but the earth itself, as that which takes in and carries with it all the rest, I

think it is plain that property in that too is acquired as the former. As much land as a man tills,

plants, improves, cultivates, and can use the product of, so much is his property. He by his

labour does, as it were, enclose it from the common. Nor will it invalidate his right to say

everybody else has an equal title to it, and therefore he cannot appropriate, he cannot enclose,

without the consent of all his fellow- commoners, all mankind. God, when He gave the world

in common to all mankind, commanded man also to labour, and the penury of his condition

required it of him. God and his reason commanded him to subdue the earth- i.e., improve it

for the benefit of life and therein lay out something upon it that was his own, his labour. He

that, in obedience to this command of God, subdued, tilled, and sowed any part of it, thereby

annexed to it something that was his property, which another had no title to, nor could

without injury take from him.

32. Nor was this appropriation of any parcel of land, by improving it, any prejudice to any

other man, since there was still enough and as good left, and more than the yet unprovided

could use. So that, in effect, there was never the less left for others because of his enclosure for

himself. For he that leaves as much as another can make use of does as good as take nothing at

all. Nobody could think himself injured by the drinking of another man, though he took a

good draught, who had a whole river of the same water left him to quench his thirst. And the

case of land and water, where there is enough of both, is perfectly the same.

33. God gave the world to men in common, but since He gave it them for their benefit and

the greatest conveniencies of life they were capable to draw from it, it cannot be supposed He

meant it should always remain common and uncultivated. He gave it to the use of the

industrious and rational (and labour was to be his title to it); not to the fancy or covetousness

of the quarrelsome and contentious. He that had as good left for his improvement as was

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already taken up needed not complain, ought not to meddle with what was already improved

by another's labour; if he did it is plain he desired the benefit of another's pains, which he had

no right to, and not the ground which God had given him, in common with others, to labour

on, and whereof there was as good left as that already possessed, and more than he knew what

to do with, or his industry could reach to.

(…)

46. The greatest part of things really useful to the life of man, and such as the necessity of

subsisting made the first commoners of the world look after- as it doth the Americans now-

are generally things of short duration, such as- if they are not consumed by use- will decay and

perish of themselves. Gold, silver, and diamonds are things that fancy or agreement hath put

the value on, more than real use and the necessary support of life. Now of those good things

which Nature hath provided in common, every one hath a right (as hath been said) to as much

as he could use; and had a property in all he could effect with his labour; all that his industry

could extend to, to alter from the state Nature had put it in, was his. He that gathered a

hundred bushels of acorns or apples had thereby a property in them; they were his goods as

soon as gathered. He was only to look that he used them before they spoiled, else he took

more than his share, and robbed others. And, indeed, it was a foolish thing, as well as

dishonest, to hoard up more than he could make use of If he gave away a part to anybody else,

so that it perished not uselessly in his possession, these he also made use of And if he also

bartered away plums that would have rotted in a week, for nuts that would last good for his

eating a whole year, he did no injury; he wasted not the common stock; destroyed no part of

the portion of goods that belonged to others, so long as nothing perished uselessly in his

hands. Again, if he would give his nuts for a piece of metal, pleased with its colour, or

exchange his sheep for shells, or wool for a sparkling pebble or a diamond, and keep those by

him all his life, he invaded not the right of others; he might heap up as much of these durable

things as he pleased; the exceeding of the bounds of his just property not lying in the largeness

of his possession, but the perishing of anything uselessly in it.

47. And thus came in the use of money; some lasting thing that men might keep without

spoiling, and that, by mutual consent, men would take in exchange for the truly useful but

perishable supports of life.

48. And as different degrees of industry were apt to give men possessions in different

proportions, so this invention of money gave them the opportunity to continue and enlarge

them. For supposing an island, separate from all possible commerce with the rest of the world,

wherein there were but a hundred families, but there were sheep, horses, and cows, with other

useful animals, wholesome fruits, and land enough for corn for a hundred thousand times as

many, but nothing in the island, either because of its commonness or perishableness, fit to

supply the place of money. What reason could anyone have there to enlarge his possessions

beyond the use of his family, and a plentiful supply to its consumption, either in what their

own industry produced, or they could barter for like perishable, useful commodities with

others? Where there is not something both lasting and scarce, and so valuable to be hoarded

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up, there men will not be apt to enlarge their possessions of land, were it never so rich, never

so free for them to take. For I ask, what would a man value ten thousand or an hundred

thousand acres of excellent land, ready cultivated and well stocked, too, with cattle, in the

middle of the inland parts of America, where he had no hopes of commerce with other parts

of the world, to draw money to him by the sale of the product? It would not be worth the

enclosing, and we should see him give up again to the wild common of Nature whatever was

more than would supply the conveniences of life, to be had there for him and his family.

(…)

CHAPTER 6. OF PATERNAL POWER

(…)

54. Though I have said above (2) "That all men by nature are equal," I cannot be supposed

to understand all sorts of "equality." Age or virtue may give men a just precedency. Excellency

of parts and merit may place others above the common level. Birth may subject some, and

alliance or benefits others, to pay an observance to those to whom Nature, gratitude, or other

respects, may have made it due; and yet all this consists with the equality which all men are in

respect of jurisdiction or dominion one over another, which was the equality I there spoke of

as proper to the business in hand, being that equal right that every man hath to his natural

freedom, without being subjected to the will or authority of any other man.

55. Children, I confess, are not born in this full state of equality, though they are born to it.

Their parents have a sort of rule and jurisdiction over them when they come into the world,

and for some time after, but it is but a temporary one. The bonds of this subjection are like the

swaddling clothes they are wrapt up in and supported by in the weakness of their infancy. Age

and reason as they grow up loosen them, till at length they drop quite off, and leave a man at

his own free disposal.

(…)

58. The power, then, that parents have over their children arises from that duty which is

incumbent on them, to take care of their offspring during the imperfect state of childhood. To

inform the mind, and govern the actions of their yet ignorant nonage, till reason shall take its

place and ease them of that trouble, is what the children want, and the parents are bound to.

For God having given man an understanding to direct his actions, has allowed him a freedom

of will and liberty of acting, as properly belonging thereunto within the bounds of that law he

is under. But whilst he is in an estate wherein he has no understanding of his own to direct his

will, he is not to have any will of his own to follow. He that understands for him must will for

him too; he must prescribe to his will, and regulate his actions, but when he comes to the

estate that made his father a free man, the son is a free man too.

59. This holds in all the laws a man is under, whether natural or civil. Is a man under the

law of Nature? What made him free of that law? what gave him a free disposing of his

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property, according to his own will, within the compass of that law? I answer, an estate

wherein he might be supposed capable to know that law, that so he might keep his actions

within the bounds of it. When he has acquired that state, he is presumed to know how far that

law is to be his guide, and how far he may make use of his freedom, and so comes to have it;

till then, somebody else must guide him, who is presumed to know how far the law allows a

liberty. If such a state of reason, such an age of discretion made him free, the same shall make

his son free too. Is a man under the law of England? what made him free of that law- that is,

to have the liberty to dispose of his actions and possessions, according to his own will, within

the permission of that law? a capacity of knowing that law. Which is supposed, by that law, at

the age of twenty-one, and in some cases sooner. If this made the father free, it shall make the

son free too. Till then, we see the law allows the son to have no will, but he is to be guided by

the will of his father or guardian, who is to understand for him. And if the father die and fail to

substitute a deputy in this trust, if he hath not provided a tutor to govern his son during his

minority, during his want of understanding, the law takes care to do it: some other must

govern him and be a will to him till he hath attained to a state of freedom, and his

understanding be fit to take the government of his will. But after that the father and son are

equally free, as much as tutor and pupil, after nonage, equally subjects of the same law

together, without any dominion left in the father over the life, liberty, or estate of his son,

whether they be only in the state and under the law of Nature, or under the positive laws of an

established government.

60. But if through defects that may happen out of the ordinary course of Nature, any one

comes not to such a degree of reason wherein he might be supposed capable of knowing the

law, and so living within the rules of it, he is never capable of being a free man, he is never let

loose to the disposure of his own will; because he knows no bounds to it, has not

understanding, its proper guide, but is continued under the tuition and government of others

all the time his own understanding is incapable of that charge. And so lunatics and idiots are

never set free from the government of their parents: "Children who are not as yet come unto

those years whereat they may have, and innocents, which are excluded by a natural defect from

ever having." Thirdly: "Madmen, which, for the present, cannot possibly have the use of right

reason to guide themselves, have, for their guide, the reason that guided other men which are

tutors over them, to seek and procure their good for them," says Hooker (Eccl. Pol., lib. i., s. 7).

All which seems no more than that duty which God and Nature has laid on man, as well as

other creatures, to preserve their offspring till they can be able to shift for themselves, and will

scarce amount to an instance or proof of parents' regal authority.

61. Thus we are born free as we are born rational; not that we have actually the exercise of

either: age that brings one, brings with it the other too. And thus we see how natural freedom

and subjection to parents may consist together, and are both founded on the same principle. A

child is free by his father's title, by his father's understanding, which is to govern him till he

hath it of his own. The freedom of a man at years of discretion, and the subjection of a child

to his parents, whilst yet short of it, are so consistent and so distinguishable that the most

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blinded contenders for monarchy, "by right of fatherhood," cannot miss of it; the most

obstinate cannot but allow of it. For were their doctrine all true, were the right heir of Adam

now known, and, by that title, settled a monarch in his throne, invested with all the absolute

unlimited power Sir Robert Filmer talks of, if he should die as soon as his heir were born, must

not the child, notwithstanding he were never so free, never so much sovereign, be in

subjection to his mother and nurse, to tutors and governors, till age and education brought

him reason and ability to govern himself and others? The necessities of his life, the health of

his body, and the information of his mind would require him to be directed by the will of

others and not his own; and yet will anyone think that this restraint and subjection were

inconsistent with, or spoiled him of, that liberty or sovereignty he had a right to, or gave away

his empire to those who had the government of his nonage? This government over him only

prepared him the better and sooner for it. If anybody should ask me when my son is of age to

be free, I shall answer, just when his monarch is of age to govern. "But at what time," says the

judicious Hooker (Eccl. Pol., lib. i., s. 6), "a man may be said to have attained so far forth the

use of reason as sufficeth to make him capable of those laws whereby he is then bound to

guide his actions; this is a great deal more easy for sense to discern than for any one, by skill

and learning, to determine."

62. Commonwealths themselves take notice of, and allow that there is a time when men are

to begin to act like free men, and therefore, till that time, require not oaths of fealty or

allegiance, or other public owning of, or submission to, the government of their countries.

(…)

66. But though there be a time when a child comes to be as free from subjection to the will

and command of his father as he himself is free from subjection to the will of anybody else,

and they are both under no other restraint but that which is common to them both, whether it

be the law of Nature or municipal law of their country, yet this freedom exempts not a son

from that honour which he ought, by the law of God and Nature, to pay his parents, God

having made the parents instruments in His great design of continuing the race of mankind

and the occasions of life to their children. As He hath laid on them an obligation to nourish,

preserve, and bring up their offspring, so He has laid on the children a perpetual obligation of

honouring their parents, which, containing in it an inward esteem and reverence to be shown

by all outward expressions, ties up the child from anything that may ever injure or affront,

disturb or endanger the happiness or life of those from whom he received his, and engages

him in all actions of defence, relief, assistance, and comfort of those by whose means he

entered into being and has been made capable of any enjoyments of life. From this obligation

no state, no freedom, can absolve children. But this is very far from giving parents a power of

command over their children, or an authority to make laws and dispose as they please of their

lives or liberties. It is one thing to owe honour, respect, gratitude, and assistance; another to

require an absolute obedience and submission. The honour due to parents a monarch on his

throne owes his mother, and yet this lessens not his authority nor subjects him to her

government.

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(…)

CHAPTER 7. OF POLITICAL OR CIVIL SOCIETY

77. GOD, having made man such a creature that, in His own judgment, it was not good for

him to be alone, put him under strong obligations of necessity, convenience, and inclination, to

drive him into society, as well as fitted him with understanding and language to continue and

enjoy it. The first society was between man and wife, which gave beginning to that between

parents and children, to which, in time, that between master and servant came to be added.

And though all these might, and commonly did, meet together, and make up but one family,

wherein the master or mistress of it had some sort of rule proper to a family, each of these, or

all together, came short of "political society," as we shall see if we consider the different ends,

ties, and bounds of each of these.

78. Conjugal society is made by a voluntary compact between man and woman, and though

it consist chiefly in such a communion and right in one another's bodies as is necessary to its

chief end, procreation, yet it draws with it mutual support and assistance, and a communion of

interests too, as necessary not only to unite their care and affection, but also necessary to their

common offspring, who have a right to be nourished and maintained by them till they are able

to provide for themselves.

(…)

81. But though these are ties upon mankind which make the conjugal bonds more firm and

lasting in a man than the other species of animals, yet it would give one reason to inquire why

this compact, where procreation and education are secured and inheritance taken care for, may

not be made determinable, either by consent, or at a certain time, or upon certain conditions,

as well as any other voluntary compacts, there being no necessity, in the nature of the thing,

nor to the ends of it, that it should always be for life- I mean, to such as are under no restraint

of any positive law which ordains all such contracts to be perpetual.

(…)

86. Let us therefore consider a master of a family with all these subordinate relations of

wife, children, servants and slaves, united under the domestic rule of a family, with what

resemblance soever it may have in its order, offices, and number too, with a little

commonwealth, yet is very far from it both in its constitution, power, and end; or if it must be

thought a monarchy, and the paterfamilias the absolute monarch in it, absolute monarchy will

have but a very shattered and short power, when it is plain by what has been said before, that

the master of the family has a very distinct and differently limited power both as to time and

extent over those several persons that are in it; for excepting the slave (and the family is as

much a family, and his power as paterfamilias as great, whether there be any slaves in his family

or no) he has no legislative power of life and death over any of them, and none too but what a

mistress of a family may have as well as he. And he certainly can have no absolute power over

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the whole family who has but a very limited one over every individual in it. But how a family,

or any other society of men, differ from that which is properly political society, we shall best

see by considering wherein political society itself consists.

87. Man being born, as has been proved, with a title to perfect freedom and an uncontrolled

enjoyment of all the rights and privileges of the law of Nature, equally with any other man, or

number of men in the world, hath by nature a power not only to preserve his property- that is,

his life, liberty, and estate, against the injuries and attempts of other men, but to judge of and

punish the breaches of that law in others, as he is persuaded the offence deserves, even with

death itself, in crimes where the heinousness of the fact, in his opinion, requires it. But because

no political society can be, nor subsist, without having in itself the power to preserve the

property, and in order thereunto punish the offences of all those of that society, there, and

there only, is political society where every one of the members hath quitted this natural power,

resigned it up into the hands of the community in all cases that exclude him not from

appealing for protection to the law established by it. And thus all private judgment of every

particular member being excluded, the community comes to be umpire, and by understanding

indifferent rules and men authorized by the community for their execution, decides all the

differences that may happen between any members of that society concerning any matter of

right, and punishes those offences which any member hath committed against the society with

such penalties as the law has established; whereby it is easy to discern who are, and are not, in

political society together. Those who are united into one body, and have a common established

law and judicature to appeal to, with authority to decide controversies between them and

punish offenders, are in civil society one with another; but those who have no such common

appeal, I mean on earth, are still in the state of Nature, each being where there is no other,

judge for himself and executioner; which is, as I have before showed it, the perfect state of

Nature.

(…)

89. Wherever, therefore, any number of men so unite into one society as to quit everyone

his executive power of the law of Nature, and to resign it to the public, there and there only is

a political or civil society. And this is done wherever any number of men, in the state of

Nature, enter into society to make one people one body politic under one supreme

government: or else when any one joins himself to, and incorporates with any government

already made. For hereby he authorizes the society, or which is all one, the legislative thereof,

to make laws for him as the public good of the society shall require, to the execution whereof

his own assistance (as to his own decrees) is due. And this puts men out of a state of Nature

into that of a commonwealth, by setting up a judge on earth with authority to determine all the

controversies and redress the injuries that may happen to any member of the commonwealth,

which judge is the legislative or magistrates appointed by it. And wherever there are any

number of men, however associated, that have no such decisive power to appeal to, there they

are still in the state of Nature.

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90. And hence it is evident that absolute monarchy, which by some men is counted for the

only government in the world, is indeed inconsistent with civil society, and so can be not form

of civil government at all. For the end of civil society being to avoid and remedy those

inconveniences of the state of Nature which necessarily follow from every man's being judge

in his own case, by setting up a known authority to which every one of that society may appeal

upon any injury received, or controversy that may arise, and which every one of the society

ought to obey. Wherever any persons are who have not such an authority to appeal to, and

decide any difference between them there, those persons are still in the state of Nature. And so

is every absolute prince in respect of those who are under his dominion.

(…)

93. In absolute monarchies, indeed, as well as other governments of the world, the subjects

have an appeal to the law, and judges to decide any controversies, and restrain any violence

that may happen betwixt the subjects themselves, one amongst another. This everyone thinks

necessary, and believes; he deserves to be thought a declared enemy to society and mankind

who should go about to take it away. But whether this be from a true love of mankind and

society, and such a charity as we owe all one to another, there is reason to doubt. For this is no

more than what every man, who loves his own power, profit, or greatness, may, and naturally

must do, keep those animals from hurting or destroying one another who labour and drudge

only for his pleasure and advantage; and so are taken care of, not out of any love the master

has for them, but love of himself, and the profit they bring him. For if it be asked what

security, what fence is there in such a state against the violence and oppression of this absolute

ruler, the very question can scarce be borne. They are ready to tell you that it deserves death

only to ask after safety. Betwixt subject and subject, they will grant, there must be measures,

laws, and judges for their mutual peace and security. But as for the ruler, he ought to be

absolute, and is above all such circumstances; because he has a power to do more hurt and

wrong, it is right when he does it. To ask how you may be guarded from or injury on that side,

where the strongest hand is to do it, is presently the voice of faction and rebellion. As if when

men, quitting the state of Nature, entered into society, they agreed that all of them but one

should be under the restraint of laws; but that he should still retain all the liberty of the state of

Nature, increased with power, and made licentious by impunity. This is to think that men are

so foolish that they take care to avoid what mischiefs may be done them by polecats or foxes,

but are content, nay, think it safety, to be devoured by lions.

(…)

CHAPTER 8. OF THE BEGINNING OF POLITICAL SOCIETIES

95. MEN being, as has been said, by nature all free, equal, and independent, no one can be

put out of this estate and subjected to the political power of another without his own consent,

which is done by agreeing with other men, to join and unite into a community for their

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comfortable, safe, and peaceable living, one amongst another, in a secure enjoyment of their

properties, and a greater security against any that are not of it. This any number of men may

do, because it injures not the freedom of the rest; they are left, as they were, in the liberty of

the state of Nature. When any number of men have so consented to make one community or

government, they are thereby presently incorporated, and make one body politic, wherein the

majority have a right to act and conclude the rest.

96. For, when any number of men have, by the consent of every individual, made a

community, they have thereby made that community one body, with a power to act as one

body, which is only by the will and determination of the majority. For that which acts any

community, being only the consent of the individuals of it, and it being one body, must move

one way, it is necessary the body should move that way whither the greater force carries it,

which is the consent of the majority, or else it is impossible it should act or continue one body,

one community, which the consent of every individual that united into it agreed that it should;

and so everyone is bound by that consent to be concluded by the majority. And therefore we

see that in assemblies empowered to act by positive laws where no number is set by that

positive law which empowers them, the act of the majority passes for the act of the whole, and

of course determines as having, by the law of Nature and reason, the power of the whole.

97. And thus every man, by consenting with others to make one body politic under one

government, puts himself under an obligation to every one of that society to submit to the

determination of the majority, and to be concluded by it; or else this original compact, whereby

he with others incorporates into one society, would signify nothing, and be no compact if he

be left free and under no other ties than he was in before in the state of Nature. For what

appearance would there be of any compact? What new engagement if he were no farther tied

by any decrees of the society than he himself thought fit and did actually consent to? This

would be still as great a liberty as he himself had before his compact, or anyone else in the state

of Nature, who may submit himself and consent to any acts of it if he thinks fit.

98. For if the consent of the majority shall not in reason be received as the act of the whole,

and conclude every individual, nothing but the consent of every individual can make anything

to be the act of the whole, which, considering the infirmities of health and avocations of

business, which in a number though much less than that of a commonwealth, will necessarily

keep many away from the public assembly; and the variety of opinions and contrariety of

interests which unavoidably happen in all collections of men, it is next impossible ever to be

had. And, therefore, if coming into society be upon such terms, it will be only like Cato's

coming into the theatre, tantum ut exiret. Such a constitution as this would make the mighty

leviathan of a shorter duration than the feeblest creatures, and not let it outlast the day it was

born in, which cannot be supposed till we can think that rational creatures should desire and

constitute societies only to be dissolved. For where the majority cannot conclude the rest,

there they cannot act as one body, and consequently will be immediately dissolved again.

(…)

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119. Every man being, as has been showed, naturally free, and nothing being able to put

him into subjection to any earthly power, but only his own consent, it is to be considered what

shall be understood to be a sufficient declaration of a man's consent to make him subject to

the laws of any government. There is a common distinction of an express and a tacit consent,

which will concern our present case. Nobody doubts but an express consent of any man,

entering into any society, makes him a perfect member of that society, a subject of that

government. The difficulty is, what ought to be looked upon as a tacit consent, and how far it

binds- i.e., how far any one shall be looked on to have consented, and thereby submitted to

any government, where he has made no expressions of it at all. And to this I say, that every

man that hath any possession or enjoyment of any part of the dominions of any government

doth hereby give his tacit consent, and is as far forth obliged to obedience to the laws of that

government, during such enjoyment, as anyone under it, whether this his possession be of land

to him and his heirs forever, or a lodging only for a week; or whether it be barely travelling

freely on the highway; and, in effect, it reaches as far as the very being of any one within the

territories of that government.

120. To understand this the better, it is fit to consider that every man when he at first

incorporates himself into any commonwealth, he, by his uniting himself thereunto, annexes

also, and submits to the community those possessions which he has, or shall acquire, that do

not already belong to any other government. For it would be a direct contradiction for anyone

to enter into society with others for the securing and regulating of property, and yet to suppose

his land, whose property is to be regulated by the laws of the society, should be exempt from

the jurisdiction of that government to which he himself, and the property of the land, is a

subject. By the same act, therefore, whereby any one unites his person, which was before free,

to any commonwealth, by the same he unites his possessions, which were before free, to it

also; and they become, both of them, person and possession, subject to the government and

dominion of that commonwealth as long as it hath a being. Whoever therefore, from

thenceforth, by inheritance, purchases permission, or otherwise enjoys any part of the land so

annexed to, and under the government of that commonweal, must take it with the condition it

is under- that is, of submitting to the government of the commonwealth, under whose

jurisdiction it is, as far forth as any subject of it.

121. But since the government has a direct jurisdiction only over the land and reaches the

possessor of it (before he has actually incorporated himself in the society) only as he dwells

upon and enjoys that, the obligation any one is under by virtue of such enjoyment to submit to

the government begins and ends with the enjoyment; so that whenever the owner, who has

given nothing but such a tacit consent to the government will, by donation, sale or otherwise,

quit the said possession, he is at liberty to go and incorporate himself into any other

commonwealth, or agree with others to begin a new one in vacuis locis, in any part of the world

they can find free and unpossessed; whereas he that has once, by actual agreement and any

express declaration, given his consent to be of any commonweal, is perpetually and

indispensably obliged to be, and remain unalterably a subject to it, and can never be again in

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the liberty of the state of Nature, unless by any calamity the government he was under comes

to be dissolved.

122. But submitting to the laws of any country, living quietly and enjoying privileges and

protection under them, makes not a man a member of that society; it is only a local protection

and homage due to and from all those who, not being in a state of war, come within the

territories belonging to any government, to all parts whereof the force of its law extends. But

this no more makes a man a member of that society, a perpetual subject of that

commonwealth, than it would make a man a subject to another in whose family he found it

convenient to abide for some time, though, whilst he continued in it, he were obliged to

comply with the laws and submit to the government he found there. And thus we see that

foreigners, by living all their lives under another government, and enjoying the privileges and

protection of it, though they are bound, even in conscience, to submit to its administration as

far forth as any denizen, yet do not thereby come to be subjects or members of that

commonwealth. Nothing can make any man so but his actually entering into it by positive

engagement and express promise and compact. This is that which, I think, concerning the

beginning of political societies, and that consent which makes any one a member of any

commonwealth.

CHAPTER 9. OF THE ENDS OF POLITICAL SOCIETY AND GOVERNMENT

123. IF man in the state of Nature be so free as has been said, if he be absolute lord of his

own person and possessions, equal to the greatest and subject to nobody, why will he part with

his freedom, this empire, and subject himself to the dominion and control of any other power?

To which it is obvious to answer, that though in the state of Nature he hath such a right, yet

the enjoyment of it is very uncertain and constantly exposed to the invasion of others; for all

being kings as much as he, every man his equal, and the greater part no strict observers of

equity and justice, the enjoyment of the property he has in this state is very unsafe, very

insecure. This makes him willing to quit this condition which, however free, is full of fears and

continual dangers; and it is not without reason that he seeks out and is willing to join in society

with others who are already united, or have a mind to unite for the mutual preservation of

their lives, liberties and estates, which I call by the general name- property.

124. The great and chief end, therefore, of men uniting into commonwealths, and putting

themselves under government, is the preservation of their property; to which in the state of

Nature there are many things wanting.

Firstly, there wants an established, settled, known law, received and allowed by common

consent to be the standard of right and wrong, and the common measure to decide all

controversies between them. For though the law of Nature be plain and intelligible to all

rational creatures, yet men, being biased by their interest, as well as ignorant for want of study

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of it, are not apt to allow of it as a law binding to them in the application of it to their

particular cases.

125. Secondly, in the state of Nature there wants a known and indifferent judge, with

authority to determine all differences according to the established law. For every one in that

state being both judge and executioner of the law of Nature, men being partial to themselves,

passion and revenge is very apt to carry them too far, and with too much heat in their own

cases, as well as negligence and unconcernedness, make them too remiss in other men's.

126. Thirdly, in the state of Nature there often wants power to back and support the

sentence when right, and to give it due execution. They who by any injustice offended will

seldom fail where they are able by force to make good their injustice. Such resistance many

times makes the punishment dangerous, and frequently destructive to those who attempt it.

127. Thus mankind, notwithstanding all the privileges of the state of Nature, being but in an

ill condition while they remain in it are quickly driven into society. Hence it comes to pass, that

we seldom find any number of men live any time together in this state. The inconveniencies

that they are therein exposed to by the irregular and uncertain exercise of the power every man

has of punishing the transgressions of others, make them take sanctuary under the established

laws of government, and therein seek the preservation of their property. It is this that makes

them so willingly give up every one his single power of punishing to be exercised by such alone

as shall be appointed to it amongst them, and by such rules as the community, or those

authorised by them to that purpose, shall agree on. And in this we have the original right and

rise of both the legislative and executive power as well as of the governments and societies

themselves.

(…)

CHAPTER 10. OF THE FORMS OF A COMMONWEALTH

132. THE majority having, as has been showed, upon men's first uniting into society, the

whole power of the community naturally in them, may employ all that power in making laws

for the community from time to time, and executing those laws by officers of their own

appointing, and then the form of the government is a perfect democracy; or else may put the

power of making laws into the hands of a few select men, and their heirs or successors, and

then it is an oligarchy; or else into the hands of one man, and then it is a monarchy; if to him

and his heirs, it is a hereditary monarchy; if to him only for life, but upon his death the power

only of nominating a successor, to return to them, an elective monarchy. And so accordingly

of these make compounded and mixed forms of government, as they think good. And if the

legislative power be at first given by the majority to one or more persons only for their lives, or

any limited time, and then the supreme power to revert to them again, when it is so reverted

the community may dispose of it again anew into what hands they please, and so constitute a

new form of government; for the form of government depending upon the placing the

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supreme power, which is the legislative, it being impossible to conceive that an inferior power

should prescribe to a superior, or any but the supreme make laws, according as the power of

making laws is placed, such is the form of the commonwealth.

133. By "commonwealth" I must be understood all along to mean not a democracy, or any

form of government, but any independent community which the Latins signified by the word

civitas, to which the word which best answers in our language is "commonwealth," and most

properly expresses such a society of men which "community" does not (for there may be

subordinate communities in a government), and "city" much less. And therefore, to avoid

ambiguity, I crave leave to use the word "commonwealth" in that sense, in which sense I find

the word used by King James himself, which I think to be its genuine signification, which, if

anybody dislike, I consent with him to change it for a better.

CHAPTER 11. OF THE EXTENT OF THE LEGISLATIVE POWER

134. THE great end of men's entering into society being the enjoyment of their properties

in peace and safety, and the great instrument and means of that being the laws established in

that society, the first and fundamental positive law of all commonwealths is the establishing of

the legislative power, as the first and fundamental natural law which is to govern even the

legislative. Itself is the preservation of the society and (as far as will consist with the public

good) of every person in it. This legislative is not only the supreme power of the

commonwealth, but sacred and unalterable in the hands where the community have once

placed it. Nor can any edict of anybody else, in what form soever conceived, or by what power

soever backed, have the force and obligation of a law which has not its sanction from that

legislative which the public has chosen and appointed; for without this the law could not have

that which is absolutely necessary to its being a law, the consent of the society, over whom

nobody can have a power to make laws but by their own consent and by authority received

from them; and therefore all the obedience, which by the most solemn ties any one can be

obliged to pay, ultimately terminates in this supreme power, and is directed by those laws

which it enacts. Nor can any oaths to any foreign power whatsoever, or any domestic

subordinate power, discharge any member of the society from his obedience to the legislative,

acting pursuant to their trust, nor oblige him to any obedience contrary to the laws so enacted

or farther than they do allow, it being ridiculous to imagine one can be tied ultimately to obey

any power in the society which is not the supreme.

135. Though the legislative, whether placed in one or more, whether it be always in being or

only by intervals, though it be the supreme power in every commonwealth, yet, first, it is not,

nor can possibly be, absolutely arbitrary over the lives and fortunes of the people. For it being

but the joint power of every member of the society given up to that person or assembly which

is legislator, it can be no more than those persons had in a state of Nature before they entered

into society, and gave it up to the community. For nobody can transfer to another more power

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than he has in himself, and nobody has an absolute arbitrary power over himself, or over any

other, to destroy his own life, or take away the life or property of another. A man, as has been

proved, cannot subject himself to the arbitrary power of another; and having, in the state of

Nature, no arbitrary power over the life, liberty, or possession of another, but only so much as

the law of Nature gave him for the preservation of himself and the rest of mankind, this is all

he doth, or can give up to the commonwealth, and by it to the legislative power, so that the

legislative can have no more than this. Their power in the utmost bounds of it is limited to the

public good of the society. It is a power that hath no other end but preservation, and therefore

can never have a right to destroy, enslave, or designedly to impoverish the subjects; the

obligations of the law of Nature cease not in society, but only in many cases are drawn closer,

and have, by human laws, known penalties annexed to them to enforce their observation. Thus

the law of Nature stands as an eternal rule to all men, legislators as well as others. The rules

that they make for, other men's actions must, as well as their own and other men's actions, be

conformable to the law of Nature- i.e., to the will of God, of which that is a declaration, and

the fundamental law of Nature being the preservation of mankind, no human sanction can be

good or valid against it.

136. Secondly, the legislative or supreme authority cannot assume to itself a power to rule

by extemporary arbitrary decrees, but is bound to dispense justice and decide the rights of the

subject by promulgated standing laws, and known authorised judges. For the law of Nature

being unwritten, and so nowhere to be found but in the minds of men, they who, through

passion or interest, shall miscite or misapply it, cannot so easily be convinced of their mistake

where there is no established judge; and so it serves not as it aught, to determine the rights and

fence the properties of those that live under it, especially where everyone is judge, interpreter,

and executioner of it too, and that in his own case; and he that has right on his side, having

ordinarily but his own single strength, hath not force enough to defend himself from injuries

or punish delinquents. To avoid these inconveniencies which disorder men's properties in the

state of Nature, men unite into societies that they may have the united strength of the whole

society to secure and defend their properties, and may have standing rules to bound it by

which every one may know what is his. To this end it is that men give up all their natural

power to the society they enter into, and the community put the legislative power into such

hands as they think fit, with this trust, that they shall be governed by declared laws, or else

their peace, quiet, and property will still be at the same uncertainty as it was in the state of

Nature.

(…)

138. Thirdly, the supreme power cannot take from any man any part of his property

without his own consent. For the preservation of property being the end of government, and

that for which men enter into society, it necessarily supposes and requires that the people

should have property, without which they must be supposed to lose that by entering into

society which was the end for which they entered into it; too gross an absurdity for any man to

own. Men, therefore, in society having property, they have such a right to the goods, which by

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the law of the community are theirs, that nobody hath a right to take them, or any part of

them, from them without their own consent; without this they have no property at all. For I

have truly no property in that which another can by right take from me when he pleases

against my consent. Hence it is a mistake to think that the supreme or legislative power of any

commonwealth can do what it will, and dispose of the estates of the subject arbitrarily, or take

any part of them at pleasure. This is not much to be feared in governments where the

legislative consists wholly or in part in assemblies which are variable, whose members upon the

dissolution of the assembly are subjects under the common laws of their country, equally with

the rest. But in governments where the legislative is in one lasting assembly, always in being, or

in one man as in absolute monarchies, there is danger still, that they will think themselves to

have a distinct interest from the rest of the community, and so will be apt to increase their own

riches and power by taking what they think fit from the people. For a man's property is not at

all secure, though there be good and equitable laws to set the bounds of it between him and his

fellow-subjects, if he who commands those subjects have power to take from any private man

what part he pleases of his property, and use and dispose of it as he thinks good.

139. But government, into whosesoever hands it is put, being as I have before shown,

entrusted with this condition, and for this end, that men might have and secure their

properties, the prince or senate, however it may have power to make laws for the regulating of

property between the subjects one amongst another, yet can never have a power to take to

themselves the whole, or any part of the subjects' property, without their own consent; for this

would be in effect to leave them no property at all. And to let us see that even absolute power,

where it is necessary, is not arbitrary by being absolute, but is still limited by that reason and

confined to those ends which required it in some cases to be absolute, we need look no farther

than the common practice of martial discipline. For the preservation of the army, and in it of

the whole commonwealth, requires an absolute obedience to the command of every superior

officer, and it is justly death to disobey or dispute the most dangerous or unreasonable of

them; but yet we see that neither the sergeant that could command a soldier to march up to the

mouth of a cannon, or stand in a breach where he is almost sure to perish, can command that

soldier to give him one penny of his money; nor the general that can condemn him to death

for deserting his post, or not obeying the most desperate orders, cannot yet with all his

absolute power of life and death dispose of one farthing of that soldier's estate, or seize one jot

of his goods; whom yet he can command anything, and hang for the least disobedience.

Because such a blind obedience is necessary to that end for which the commander has his

power- viz., the preservation of the rest, but the disposing of his goods has nothing to do with

it.

(…)

141. Fourthly. The legislative cannot transfer the power of making laws to any other hands,

for it being but a delegated power from the people, they who have it cannot pass it over to

others. The people alone can appoint the form of the commonwealth, which is by constituting

the legislative, and appointing in whose hands that shall be. And when the people have said,

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"We will submit, and be governed by laws made by such men, and in such forms," nobody else

can say other men shall make laws for them; nor can they be bound by any laws but such as are

enacted by those whom they have chosen and authorised to make laws for them.

(…)

CHAPTER 12. THE LEGISLATIVE, EXECUTIVE, AND FEDERATIVE POWER OF THE

COMMONWEALTH

143. THE legislative power is that which has a right to direct how the force of the

commonwealth shall be employed for preserving the community and the members of it.

Because those laws which are constantly to be executed, and whose force is always to continue,

may be made in a little time, therefore there is no need that the legislative should be always in

being, not having always business to do. And because it may be too great temptation to human

frailty, apt to grasp at power, for the same persons who have the power of making laws to have

also in their hands the power to execute them, whereby they may exempt themselves from

obedience to the laws they make, and suit the law, both in its making and execution, to their

own private advantage, and thereby come to have a distinct interest from the rest of the

community, contrary to the end of society and government. Therefore in well-ordered

commonwealths, where the good of the whole is so considered as it ought, the legislative

power is put into the hands of divers persons who, duly assembled, have by themselves, or

jointly with others, a power to make laws, which when they have done, being separated again,

they are themselves subject to the laws they have made; which is a new and near tie upon them

to take care that they make them for the public good.

144. But because the laws that are at once, and in a short time made, have a constant and

lasting force, and need a perpetual execution, or an attendance thereunto, therefore it is

necessary there should be a power always in being which should see to the execution of the

laws that are made, and remain in force. And thus the legislative and executive power come

often to be separated.

145. There is another power in every commonwealth which one may call natural, because it

is that which answers to the power every man naturally had before he entered into society. For

though in a commonwealth the members of it are distinct persons, still, in reference to one

another, and, as such, are governed by the laws of the society, yet, in reference to the rest of

mankind, they make one body, which is, as every member of it before was, still in the state of

Nature with the rest of mankind, so that the controversies that happen between any man of

the society with those that are out of it are managed by the public, and an injury done to a

member of their body engages the whole in the reparation of it. So that under this

consideration the whole community is one body in the state of Nature in respect of all other

states or persons out of its community.

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146. This, therefore, contains the power of war and peace, leagues and alliances, and all the

transactions with all persons and communities without the commonwealth, and may be called

federative if any one pleases. So the thing be understood, I am indifferent as to the name.

147. These two powers, executive and federative, though they be really distinct in

themselves, yet one comprehending the execution of the municipal laws of the society within

itself upon all that are parts of it, the other the management of the security and interest of the

public without with all those that it may receive benefit or damage from, yet they are always

almost united. And though this federative power in the well or ill management of it be of great

moment to the commonwealth, yet it is much less capable to be directed by antecedent,

standing, positive laws than the executive, and so must necessarily be left to the prudence and

wisdom of those whose hands it is in, to be managed for the public good. For the laws that

concern subjects one amongst another, being to direct their actions, may well enough precede

them. But what is to be done in reference to foreigners depending much upon their actions,

and the variation of designs and interests, must be left in great part to the prudence of those

who have this power committed to them, to be managed by the best of their skill for the

advantage of the commonwealth.

148. Though, as I said, the executive and federative power of every community be really

distinct in themselves, yet they are hardly to be separated and placed at the same time in the

hands of distinct persons. For both of them requiring the force of the society for their

exercise, it is almost impracticable to place the force of the commonwealth in distinct and not

subordinate hands, or that the executive and federative power should be placed in persons that

might act separately, whereby the force of the public would be under different commands,

which would be apt some time or other to cause disorder and ruin.

CHAPTER 13. OF THE SUBORDINATION OF THE POWERS OF THE COMMONWEALTH

149. THOUGH in a constituted commonwealth standing upon its own basis and acting

according to its own nature- that is, acting for the preservation of the community, there can be

but one supreme power, which is the legislative, to which all the rest are and must be

subordinate, yet the legislative being only a fiduciary power to act for certain ends, there

remains still in the people a supreme power to remove or alter the legislative, when they find

the legislative act contrary to the trust reposed in them. For all power given with trust for the

attaining an end being limited by that end, whenever that end is manifestly neglected or

opposed, the trust must necessarily be forfeited, and the power devolve into the hands of

those that gave it, who may place it anew where they shall think best for their safety and

security. And thus the community perpetually retains a supreme power of saving themselves

from the attempts and designs of anybody, even of their legislators, whenever they shall be so

foolish or so wicked as to lay and carry on designs against the liberties and properties of the

subject. For no man or society of men having a power to deliver up their preservation, or

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consequently the means of it, to the absolute will and arbitrary dominion of another, whenever

anyone shall go about to bring them into such a slavish condition, they will always have a right

to preserve what they have not a power to part with, and to rid themselves of those who

invade this fundamental, sacred, and unalterable law of self-preservation for which they

entered into society. And thus the community may be said in this respect to be always the

supreme power, but not as considered under any form of government, because this power of

the people can never take place till the government be dissolved.

150. In all cases whilst the government subsists, the legislative is the supreme power. For

what can give laws to another must needs be superior to him, and since the legislative is no

otherwise legislative of the society but by the right it has to make laws for all the parts, and

every member of the society prescribing rules to their actions, they are transgressed, the

legislative must needs be the supreme, and all other powers in any members or parts of the

society derived from and subordinate to it.

(…)

158. Salus populi suprema lex is certainly so just and fundamental a rule, that he who sincerely

follows it cannot dangerously err. If, therefore, the executive who has the power of convoking

the legislative, observing rather the true proportion than fashion of representation, regulates

not by old custom, but true reason, the number of members in all places, that have a right to

be distinctly represented, which no part of the people, however incorporated, can pretend to,

but in proportion to the assistance which it affords to the public, it cannot be judged to have

set up a new legislative, but to have restored the old and true one, and to have rectified the

disorders which succession of time had insensibly as well as inevitably introduced; for it being

the interest as well as intention of the people to have a fair and equal representative, whoever

brings it nearest to that is an undoubted friend to and establisher of the government, and

cannot miss the consent and approbation of the community; prerogative being nothing but a

power in the hands of the prince to provide for the public good in such cases which,

depending upon unforeseen and uncertain occurrences, certain and unalterable laws could not

safely direct. Whatsoever shall be done manifestly for the good of the people, and establishing

the government upon its true foundations is, and always will be, just prerogative. The power of

erecting new corporations, and therewith new representatives, carries with it a supposition that

in time the measures of representation might vary, and those have a just right to be

represented which before had none; and by the same reason, those cease to have a right, and

be too inconsiderable for such a privilege, which before had it. It is not a change from the

present state which, perhaps, corruption or decay has introduced, that makes an inroad upon

the government, but the tendency of it to injure or oppress the people, and to set up one part

or party with a distinction from and an unequal subjection of the rest. Whatsoever cannot but

be acknowledged to be of advantage to the society and people in general, upon just and lasting

measures, will always, when done, justify itself; and whenever the people shall choose their

representatives upon just and undeniably equal measures, suitable to the original frame of the

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government, it cannot be doubted to be the will and act of the society, whoever permitted or

proposed to them so to do.

CHAPTER 14. OF PREROGATIVE

159. WHERE the legislative and executive power are in distinct hands, as they are in all

moderated monarchies and well-framed governments, there the good of the society requires

that several things should be left to the discretion of him that has the executive power. For the

legislators not being able to foresee and provide by laws for all that may be useful to the

community, the executor of the laws, having the power in his hands, has by the common law

of Nature a right to make use of it for the good of the society, in many cases where the

municipal law has given no direction, till the legislative can conveniently be assembled to

provide for it; nay, many things there are which the law can by no means provide for, and

those must necessarily be left to the discretion of him that has the executive power in his

hands, to be ordered by him as the public good and advantage shall require; nay, it is fit that

the laws themselves should in some cases give way to the executive power, or rather to this

fundamental law of Nature and government- viz., that as much as may be all the members of

the society are to be preserved. For since many accidents may happen wherein a strict and rigid

observation of the laws may do harm, as not to pull down an innocent man's house to stop the

fire when the next to it is burning; and a man may come sometimes within the reach of the

law, which makes no distinction of persons, by an action that may deserve reward and pardon;

it is fit the ruler should have a power in many cases to mitigate the severity of the law, and

pardon some offenders, since the end of government being the preservation of all as much as

may be, even the guilty are to be spared where it can prove no prejudice to the innocent.

160. This power to act according to discretion for the public good, without the prescription

of the law and sometimes even against it, is that which is called prerogative; for since in some

governments the law-making power is not always in being and is usually too numerous, and so

too slow for the dispatch requisite to execution, and because, also, it is impossible to foresee

and so by laws to provide for all accidents and necessities that may concern the public, or

make such laws as will do no harm, if they are executed with an inflexible rigour on all

occasions and upon all persons that may come in their way, therefore there is a latitude left to

the executive power to do many things of choice which the laws do not prescribe.

(…)

CHAPTER 15. OF PATERNAL, POLITICAL AND DESPOTICAL POWER

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242

169. THOUGH I have had occasion to speak of these separately before, yet the great

mistakes of late about government having, as I suppose, arisen from confounding these

distinct powers one with another, it may not perhaps be amiss to consider them here together.

170. First, then, paternal or parental power is nothing but that which parents have over

their children to govern them, for the children's good, till they come to the use of reason, or a

state of knowledge, wherein they may be supposed capable to understand that rule, whether it

be the law of Nature or the municipal law of their country, they are to govern themselves by-

capable, I say, to know it, as well as several others, who live as free men under that law. The

affection and tenderness God hath planted in the breasts of parents towards their children

makes it evident that this is not intended to be a severe arbitrary government, but only for the

help, instruction, and preservation of their offspring. But happen as it will, there is, as I have

proved, no reason why it should be thought to extend to life and death, at any time, over their

children, more than over anybody else, or keep the child in subjection to the will of his parents

when grown to a man and the perfect use of reason, any farther than as having received life

and education from his parents obliges him to respect, honour, gratitude, assistance, and

support, all his life, to both father and mother. And thus, it is true, the paternal is a natural

government, but not at all extending itself to the ends and jurisdictions of that which is

political. The power of the father doth not reach at all to the property of the child, which is

only in his own disposing.

171. Secondly, political power is that power which every man having in the state of Nature

has given up into the hands of the society, and therein to the governors whom the society hath

set over itself, with this express or tacit trust, that it shall be employed for their good and the

preservation of their property. Now this power, which every man has in the state of Nature,

and which he parts with to the society in all such cases where the society can secure him, is to

use such means for the preserving of his own property as he thinks good and Nature allows

him; and to punish the breach of the law of Nature in others so as (according to the best of his

reason) may most conduce to the preservation of himself and the rest of mankind; so that the

end and measure of this power, when in every man's hands, in the state of Nature, being the

preservation of all of his society- that is, all mankind in general- it can have no other end or

measure, when in the hands of the magistrate, but to preserve the members of that society in

their lives, liberties, and possessions, and so cannot be an absolute, arbitrary power over their

lives and fortunes, which are as much as possible to be preserved; but a power to make laws,

and annex such penalties to them as may tend to the preservation of the whole, by cutting off

those parts, and those only, which are so corrupt that they threaten the sound and healthy,

without which no severity is lawful. And this power has its original only from compact and

agreement and the mutual consent of those who make up the community.

172. Thirdly, despotical power is an absolute, arbitrary power one man has over another, to

take away his life whenever he pleases; and this is a power which neither Nature gives, for it

has made no such distinction between one man and another, nor compact can convey. For

man, not having such an arbitrary power over his own life, cannot give another man such a

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power over it, but it is the effect only of forfeiture which the aggressor makes of his own life

when he puts himself into the state of war with another. For having quitted reason, which God

hath given to be the rule betwixt man and man, and the peaceable ways which that teaches,

and made use of force to compass his unjust ends upon another where he has no right, he

renders himself liable to be destroyed by his adversary whenever he can, as any other noxious

and brutish creature that is destructive to his being. And thus captives, taken in a just and

lawful war, and such only, are subject to a despotical power, which, as it arises not from

compact, so neither is it capable of any, but is the state of war continued. For what compact

can be made with a man that is not master of his own life? What condition can he perform?

And if he be once allowed to be master of his own life, the despotical, arbitrary power of his

master ceases. He that is master of himself and his own life has a right, too, to the means of

preserving it; so that as soon as compact enters, slavery ceases, and he so far quits his absolute

power and puts an end to the state of war who enters into conditions with his captive.

(…)

CHAPTER 16. OF CONQUEST

175. THOUGH governments can originally have no other rise than that before mentioned,

nor polities be founded on anything but the consent of the people, yet such have been the

disorders ambition has filled the world with, that in the noise of war, which makes so great a

part of the history of mankind, this consent is little taken notice of; and, therefore, many have

mistaken the force of arms for the consent of the people, and reckon conquest as one of the

originals of government. But conquest is as far from setting up any government as demolishing

a house is from building a new one in the place. Indeed, it often makes way for a new frame of

a commonwealth by destroying the former; but, without the consent of the people, can never

erect a new one.

(…)

177. But supposing victory favours the right side, let us consider a conqueror in a lawful

war, and see what power he gets, and over whom.

First, it is plain he gets no power by his conquest over those that conquered with him. They

that fought on his side cannot suffer by the conquest, but must, at least, be as much free men

as they were before. And most commonly they serve upon terms, and on condition to share

with their leader, and enjoy a part of the spoil and other advantages that attend the conquering

sword, or, at least, have a part of the subdued country bestowed upon them. And the

conquering people are not, I hope, to be slaves by conquest, and wear their laurels only to

show they are sacrifices to their leader's triumph. They that found absolute monarchy upon the

title of the sword make their heroes, who are the founders of such monarchies, arrant "draw-

can-sirs," and forget they had any officers and soldiers that fought on their side in the battles

they won, or assisted them in the subduing, or shared in possessing the countries they

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mastered. We are told by some that the English monarchy is founded in the Norman

Conquest, and that our princes have thereby a title to absolute dominion, which, if it were true

(as by the history it appears otherwise), and that William had a right to make war on this island,

yet his dominion by conquest could reach no farther than to the Saxons and Britons that were

then inhabitants of this country. The Normans that came with him and helped to conquer, and

all descended from them, are free men and no subjects by conquest, let that give what

dominion it will. And if I or anybody else shall claim freedom as derived from them, it will be

very hard to prove the contrary; and it is plain, the law that has made no distinction between

the one and the other intends not there should be any difference in their freedom or privileges.

178. But supposing, which seldom happens, that the conquerors and conquered never

incorporate into one people under the same laws and freedom; let us see next what power a

lawful conqueror has over the subdued, and that I say is purely despotical. He has an absolute

power over the lives of those who, by an unjust war, have forfeited them, but not over the

lives or fortunes of those who engaged not in the war, nor over the possessions even of those

who were actually engaged in it.

(…)

CHAPTER 17. OF USURPATION

197. As conquest may be called a foreign usurpation, so usurpation is a kind of domestic

conquest, with this difference- that an usurper can never have right on his side, it being no

usurpation but where one is got into the possession of what another has right to. This, so far

as it is usurpation, is a change only of persons, but not of the forms and rules of the

government; for if the usurper extend his power beyond what, of right, belonged to the lawful

princes or governors of the commonwealth, it is tyranny added to usurpation.

198. In all lawful governments the designation of the persons who are to bear rule being as

natural and necessary a part as the form of the government itself, and that which had its

establishment originally from the people- the anarchy being much alike, to have no form of

government at all, or to agree that it shall be monarchical, yet appoint no way to design the

person that shall have the power and be the monarch- all commonwealths, therefore, with the

form of government established, have rules also of appointing and conveying the right to those

who are to have any share in the public authority; and whoever gets into the exercise of any

part of the power by other ways than what the laws of the community have prescribed hath no

right to be obeyed, though the form of the commonwealth be still preserved, since he is not

the person the laws have appointed, and, consequently, not the person the people have

consented to. Nor can such an usurper, or any deriving from him, ever have a title till the

people are both at liberty to consent, and have actually consented, to allow and confirm in him

the power he hath till then usurped.

(…)

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CHAPTER 19. OF THE DISSOLUTION OF GOVERNMENT

(…)

240. Here it is like the common question will be made: Who shall be judge whether the

prince or legislative act contrary to their trust? This, perhaps, ill-affected and factious men may

spread amongst the people, when the prince only makes use of his due prerogative. To this I

reply, The people shall be judge; for who shall be judge whether his trustee or deputy acts well

and according to the trust reposed in him, but he who deputes him and must, by having

deputed him, have still a power to discard him when he fails in his trust? If this be reasonable

in particular cases of private men, why should it be otherwise in that of the greatest moment,

where the welfare of millions is concerned and also where the evil, if not prevented, is greater,

and the redress very difficult, dear, and dangerous?

241. But, farther, this question, Who shall be judge? cannot mean that there is no judge at

all. For where there is no judicature on earth to decide controversies amongst men, God in

heaven is judge. He alone, it is true, is judge of the right. But every man is judge for himself, as

in all other cases so in this, whether another hath put himself into a state of war with him, and

whether he should appeal to the supreme judge, as Jephtha did.

242. If a controversy arise betwixt a prince and some of the people in a matter where the

law is silent or doubtful, and the thing be of great consequence, I should think the proper

umpire in such a case should be the body of the people. For in such cases where the prince

hath a trust reposed in him, and is dispensed from the common, ordinary rules of the law,

there, if any men find themselves aggrieved, and think the prince acts contrary to, or beyond

that trust, who so proper to judge as the body of the people (who at first lodged that trust in

him) how far they meant it should extend? But if the prince, or whoever they be in the

administration, decline that way of determination, the appeal then lies nowhere but to Heaven.

Force between either persons who have no known superior on earth or, which permits no

appeal to a judge on earth, being properly a state of war, wherein the appeal lies only to

heaven; and in that state the injured party must judge for himself when he will think fit to

make use of that appeal and put himself upon it.

243. To conclude. The power that every individual gave the society when he entered into it

can never revert to the individuals again, as long as the society lasts, but will always remain in

the community; because without this there can be no community- no commonwealth, which is

contrary to the original agreement; so also when the society hath placed the legislative in any

assembly of men, to continue in them and their successors, with direction and authority for

providing such successors, the legislative can never revert to the people whilst that government

lasts: because, having provided a legislative with power to continue forever, they have given up

their political power to the legislative, and cannot resume it. But if they have set limits to the

duration of their legislative, and made this supreme power in any person or assembly only

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temporary; or else when, by the miscarriages of those in authority, it is forfeited; upon the

forfeiture of their rulers, or at the determination of the time set, it reverts to the society, and

the people have a right to act as supreme, and continue the legislative in themselves or place it

in a new form, or new hands, as they think good.

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BERNARD MANDEVILLE

LA FÁBULA DE LAS

ABEJAS

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INTRODUCCIÓN

Bernard Mandeville recibió el bautismo en Rotterdam el 20 de noviembre de 1670 y murió en

Londres el 21 de enero de 1733. Su libro más conocido es La fábula de las abejas o sobre los

beneficios públicos de los vicios privados (1714). Se trata de un breve poema en el que defiende a

grandes rasgos la idea de que el progreso de una sociedad obedece sobre todo a dos factores

fundamentales: la mayor libertad posible y la búsqueda del provecho personal por parte de sus

miembros. Es decir, contrario a la intuición generalizada —y que fue fundamental en la

filosofía política de la Antigüedad y la Edad Media— según la cual la mejor sociedad es la

sociedad conformada mayoritariamente por hombres virtuosos, Mandeville piensa que la mejor

sociedad posible no estará conformada por hombres que se caractericen por su virtud, sino

más bien por hombres bastante egoístas y hasta cierto punto maliciosos. El caso es que,

aunque tales hombres sólo busquen su propio beneficio, de manera indirecta contribuirán a la

conformación de una sociedad altamente competitiva, una sociedad industriosa, en la que se

perseguirá a cualquier precio el éxito.

¿Por qué, al final, esta sociedad será mejor que otra conformada por hombres más justos?

Entre otras razones, porque esta incesante búsqueda del éxito termina por crear un cierto

equilibrio político y social que la virtud nunca ha conseguido propiciar. Quienes depositan en

la virtud sus esperanzas —quienes suspiran, por ejemplo, por una clase política ejemplar— se

equivocan, según Mandeville, pues no han comprendido que la sociedad progresa impulsada

por el egoísmo de los individuos y no por la filantropía de sus mejores hombres.

Mandeville es heredero de una visión política propia de la Modernidad y que se puede

rastrear hasta Maquiavelo: la filosofía política de la Antigüedad partía del principio de que para

crear una sociedad más justa, había que hacer a los hombres más justos —y por ende, también

crear instituciones más justas, que sólo estos últimos podrían fundar y sostener—. Pero a partir

de Maquiavelo surge, paulatinamente, una visión mucho más pesimista, que trata más bien de

responder a esta pregunta: ¿cómo hacer que una sociedad conformada por hombres injustos

—o que muy fácilmente se corrompen— sea medianamente justa? Ya no se trata de mejorar a

los hombres, sino de hacer una sociedad más justa a pesar de ellos. En una sociedad altamente

organizada, sus miembros más egoístas serán capaces de cooperar y contribuir al bien común,

una vez que comprendan que la cooperación les beneficia también. Mandeville no tiene en

mente una sociedad conformada por puros rufianes embrutecidos e ingobernables, sino por

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hombres de carne y hueso que, aunque ciertamente no sean ejemplos de virtud, en ciertas

circunstancias serán capaces de cooperar, no tanto por una motivación de índole moral, sino

por el simple hecho de ser racionales.

La tesis de Mandeville fue mal recibida por la sociedad de su tiempo. A pesar de que intentó

ampliarla y matizarla —publicó en 1728 una segunda parte de la fábula, mucho más extensa, y

constituida por un prefacio y seis diálogos—, debió morir con la sensación de que muy pocas

personas habían comprendido lo que quería decir. A la larga, sin embargo, su pensamiento

tuvo una gran influencia en Adam Smith, Rousseau, Voltaire, Diderot, Kant, Herder, Gibbon,

Taine y Marx, entre muchos otros.

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Un espacioso panal, bien colmado de abejas

que vivían entre el lujo y el desahogo

—y sin embargo famoso por sus leyes y poderío,

además de sus numerosos enjambres precoces—,

era considerado el gran semillero

de las ciencias y la industria.

Jamás hubo abejas mejor gobernadas,

tampoco mayor frivolidad ni menor contento,

no eran esclavas de tiranía alguna

ni las regía tampoco la feroz democracia,

sino reyes, incapacitados para el atropello,

pues su poder estaba limitado por las leyes.

Estos insectos vivían como hombres

y todas nuestras acciones a escala las realizaban,

hacían todo lo que se hace en la ciudad

y lo que corresponde a la espada y a la toga,

aunque sus ingeniosas obras, por la sutil ligereza

de sus diminutos miembros, al ojo humano se le escapaban.

No tenemos, sin embargo, máquinas, trabajadores,

naves, castillos, armas, artífices,

arte, ciencia, taller ni instrumento

del que no tuviesen ellas equivalente,

a todo lo cual, ya que su lenguaje nos es extraño,

habremos de llamar con los mismos nombres.

Pongamos que, entre otras cosas,

no conocían los dados, mas ¿no tenían reyes

y éstos guardias? De lo cual bien podemos

concluir que algún juego tendrían,

a menos que se haya visto un regimiento

de soldados que ninguno practique.

Grandes multitudes pululaban en el floreciente panal

y esa vasta cantidad les permitía prosperar;

millones se empeñaban en satisfacerse

mutuamente la lujuria y la vanidad.

Mientras millones eran empleadas

para ver sus manufacturas consumidas

—y abasteciendo a medio mundo

tenían más trabajo que trabajadores—,

otras, con almacenes repletos y pocos obstáculos

emprendían negocios con enormes ganancias;

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pero otros más estaban condenados a la guadaña y al azadón,

y a todos esos duros y laboriosos quehaceres

con los que diariamente sudan los infatigables desdichados

hasta acabarse su fuerza y quedarse sin brazos para comer.

Mientras tanto otras se aficionaban a esos misterios

a los que poca gente sus aprendices consagra,

pues no requieren mayor capital que el hierro

y pueden encumbrarse sin gran esfuerzo,

como estafadores, parásitos, proxenetas y jugadores,

rateros, falsificadores, charlatanes, adivinos

y todos los que, enemistados

con el trabajo honorable, astutamente

convierten para su propio provecho el trabajo

del vecino incauto y de buen natural.

Éstos eran llamados granujas, pero allende el nombre,

los serios e industriosos no eran diferentes,

pues en todo oficio y puesto existía el ardid,

ninguna profesión desconocía el engaño.

Los abogados, de cuyo arte la base

consiste en crear litigios y dividir los casos,

se oponían a todo lo establecido,

pues los engaños dan más trabajo

cuando las haciendas están arruinadas,

como si fuera ilegal que lo propio

sin demanda de por medio pueda disfrutarse;

a propósito demoraban las audiencias

para echar mano del estimulante honorario,

y para defender una causa malvada

estudiaban y escudriñaban las leyes,

como hacen los ladrones con las tiendas y casas

para encontrar por dónde colarse.

Los médicos valoraban la fama y la riqueza

por encima de la salud del paciente aquejado

y de su propia habilidad; la mayoría

estudiaba, en lugar de las reglas de su arte,

graves actitudes absortas y conductas parsimoniosas

para ganarse del boticario el favor,

y la alabanza de parteras y curas, y de todos

los que asisten al parto o al funeral;

y eran indulgentes con la horda parlanchina

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y escuchaban a la comadre prescribir

con una sonrisa formal y un amable “¿Cómo está usted?”,

con tal de adular a toda la familia;

y también la peor de todas las maldiciones:

soportaban la impertinencia de las enfermeras.

Entre los muchos sacerdotes de Júpiter,

contratados para conseguir las bendiciones del cielo,

algunos eran instruidos y elocuentes,

pero irascibles e ignorantes otros miles;

no obstante superaban las inspecciones cuantos podían

ocultar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo;

por todo lo cual tenían la reputación de los sastres,

que ocultan los remiendos, como los marineros el ron.

Algunos, enclenques y harapientos,

mendigaban el pan con misticismo

queriendo una copiosa despensa,

sin recibir otra cosa que pan;

y mientras estos santos menestrales morían de hambre,

los flojos a los que servían

disfrutaban su comodidad, con todas las ventajas

de la salud y la abundancia en sus semblantes.

Los soldados, que eran obligados a pelear,

si sobrevivían, eran homenajeados; mas

algunos, para evitar el sangriento combate

se dejaban disparar en los miembros, que eran amputados.

Generales valientes había algunos, que enfrentaban al enemigo,

otros recibían sobornos para dejarle huir,

los que siempre se exponían en la refriega

perdían ora una pierna, ora un brazo,

hasta quedar impedidos; entonces eran hechos a un lado

y vivían con la mitad de su salario;

mientras que otros que nunca se batieron

se quedaban en casa cobrando el doble.

Sus reyes eran servidos, mas vilmente,

pues eran engañados por sus propios ministros,

y muchos, que eran esclavos de su propio bienestar,

se salvaban robando a la misma corona;

y aunque las pensiones eran pequeñas, la pasaban en grande,

siempre jactándose de su honestidad;

y cuando engrosaban sus retribuciones

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llamaban estipendios a los escurridizos trucos;

y cuando los hombres entendieron la jerga

cambiaron aquel nombre por el de emolumento,

no queriendo quedarse cortos ni ser simples,

en todo lo tocante a la ganancia.

Y no es que hubiera abeja que quisiera

recibir más, hay que decirlo, de lo acordado;

pero sí más de lo que se habría atrevido a confesar

que le había costado; como nuestros jugadores

que aun jugando honestamente jamás presumen

frente a los perdedores lo ganado.

¿Quién podría enlistar todos sus fraudes?

El mismo material que en la calle

se vendía como abono para fertilizar la tierra,

frecuentemente era descubierto por los compradores

adulterado con un cuarto

de inservibles piedras y mortero;

mas poca razón tenía el tramposo si se quejaba,

pues él también daba gato por liebre.

Y a la Justicia misma, célebre por su reparto equitativo,

la ceguera no le había hecho perder el tacto;

no era raro que, sobornada con oro,

su mano izquierda soltara la balanza que debía sostener;

y aunque parecía imparcial,

cuando se trataba de castigos corporales

aparentaba su curso regular

en los asesinatos y todos los crímenes violentos;

mas algunos, los primeros cuyas trampas eran expuestas,

eran ahorcados con cáñamo de su propia hechura;

se creía, sin embargo, que la espada que empuñaba

sólo ponía coto a desesperados y pobres,

que urgidos por la mera necesidad,

eran colgados en el árbol de los desventurados

por crímenes que no merecían tal desenlace,

salvo por la seguridad de los ricos y los grandes.

Cada parte estaba, pues, repleta de vicios,

mas el conjunto todo era un paraíso;

adulados en la paz, temidos en la guerra,

gozaban de la estimación de los extranjeros

y disipaban en su fortuna y vidas

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el equilibrio de los demás panales.

Tales eran las bendiciones de aquel Estado:

sus crímenes conspiraban para hacerlos grandes,

y la virtud, que de politiquerías

había aprendido mil astucias,

había, por su feliz influencia,

hecho migas con el vicio; y desde entonces

aun el peor de entre los de la multitud

hizo algo por el bien común.

Tal era el arte del Estado, que sostenía

el todo, aunque cada parte se quejara:

esto, como en música la armonía,

hacía concordar las disonancias;

facciones directamente opuestas

se ayudaban, a pesar suyo,

y la templanza con sobriedad

servía a la embriaguez y la glotonería.

La raíz del mal, la avaricia

—ese vicio maldito, perverso y pernicioso—,

era esclava de la prodigalidad,

noble pecado; y mientras que el lujo

daba trabajo a un millón de pobres

y el odioso orgullo a otro millón,

la envidia misma y la vanidad

eran ministros de la industria;

su amada, la insensatez —veleidad

en la dieta, el menaje y el vestido—,

hizo de ese vicio extraño y ridículo

la rueda misma que impulsaba el comercio.

Sus leyes y ropas eran por igual

objeto de mutabilidad;

porque lo que bien hecho estaba durante un tiempo,

en medio año se convertía en delito;

a pesar de ello, aunque alteraban sus leyes,

siempre buscando y corrigiendo sus defectos,

con la inconstancia enmendaban

las faltas que la prudencia no podía prever.

El vicio, así, nutría al ingenio,

que unido al tiempo y a la industria

había traído estos beneficios a la vida:

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sus verdaderos placeres, las comodidades y la holgura,

todo ello a tal grado que los más pobres

vivían mejor que antes los ricos,

y nada más podría añadirse.

¡Cuán vana es la felicidad de los mortales!

Si hubiesen conocido los límites de la bienaventuranza,

y que la perfección, aquí abajo,

es más de lo que los dioses pueden conceder,

los quejumbrosos brutos se habrían contentado

con sus ministros y gobierno.

Mas ellos con cada malandanza,

como criaturas perdidas sin remedio,

maldecían a sus políticos, ejércitos y flotas,

gritando cada uno ‘¡Malditos los bribones!’,

y aunque eran conscientes de sus fechorías,

ninguna toleraban rabiosamente en los otros.

Uno, que tenía apariencia principesca

por haber burlado al amo, al Rey y al pobre,

se atrevía a gritar ‘¡Húndase la tierra

por sus muchas infamias!’ Y ¿a quién creerían

que el pillo sermoneador reprendía?

A un guantero que daba borrego por chivo.

En la cosa más insignificante no se erraba

ni se afectaba al negocio público,

pero todos los bribones exclamaban sin vergüenza:

‘¡Por Dios, si tuviéramos un poco de honradez…!’

Mercurio sonreía ante tal impudicia

y otros decían que era insensatez

vilipendiar lo que amaban.

Pero Júpiter, movido de indignación,

juró airado librar por fin

del fraude al bullicioso panal, y lo hizo.

Y apenas lo hace el fraude se aleja

y la honradez colma sus corazones todos,

les muestra, como el Árbol de la Ciencia,

aquellos crímenes que se avergüenzan de ver,

y que ahora confiesan silenciosamente

ruborizándose de su fealdad,

como niños, que esconderían si pudieran sus faltas

y el color de sus mismos pensamientos,

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imaginando, que al verlos,

los otros sabrían lo que han hecho.

Pero ¡Oh, dioses, qué consternación!

¡Cuán vasta y súbita ha sido la transformación!

En media hora, en la nación entera,

bajó un penique la libra de carne,

la máscara de la hipocresía yace en el suelo,

la del estadista y también la del payaso;

Algunos, conocidos por todos con apariencias prestadas,

se hallan a sí mismos extraños ante las propias.

El tribunal quedó desde ese día en silencio,

porque ya muy a gusto pagan los deudores,

incluso si sus acreedores olvidan

quién ha liquidado y quién no.

Los que cometían agravios enmudecieron,

cesando los penosos y recurrentes pleitos,

con lo cual, ya que nadie puede prosperar menos

que un abogado en un panal honesto,

todos, excepto aquellos que ya tenían lo suficiente,

con sus cuernos de tinta en los hombros se han marchado.

La Justicia colgó a algunos y liberó a otros,

a otros más los puso tras las rejas,

y al no ser requerida más su presencia,

con su séquito y pompa se largó.

Encabezan el séquito herreros con cerrojos y rejas,

grillos y puertas con planchas de hierro,

después carceleros, torneros y asistentes:

delante de la diosa, a cierta distancia,

su fiel ministro supremo,

el verdugo, ejecutor de las leyes,

no blande ya su imaginaria espada,

sino sus propias herramientas, el hacha y la soga;

después, en una nube, el hada encapuchada,

la Justicia misma, impulsada por los aires

en torno de su carro; y detrás los sargentos,

holgazanes de toda clase,

alguaciles de vara, y todos los oficiales

que exprimen lágrimas para ganarse la vida.

Aunque la medicina vivirá mientras haya enfermos,

ahora sólo recetan las abejas facultadas para ello;

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y son tan abundantes en todo el panal,

que ninguna de ellas necesita viajar,

pues han abandonado sus viejas disputas y se esfuerzan

por librar de su miseria a los pacientes,

descartando las drogas de países deshonestos,

y usando en cambio los productos del suyo,

pues saben que los dioses no envían enfermedades

a naciones que carezcan del remedio.

El clero, sacudido de su letargo,

no pasa ya su carga a abejas jornaleras,

sino que se sirve a sí mismo, libre de vicios,

y a los dioses con ruegos y sacrificios.

Todos aquellos que eran ineptos o que sabían

que sus servicios no eran indispensables, se marcharon;

no hay ya trabajo para tantos

(si son los honestos quienes los necesitan).

Quedaron sólo algunos con el sumo sacerdote

a quien el resto tributaba obediencia,

y él mismo, ocupado en tareas sagradas

ha delegado a otros los asuntos de Estado.

No echa de su puerta a los hambrientos

ni regatea la paga de los pobres:

en su casa se alimenta al famélico

y ahí el jornalero halla abundante pan

y sustento y cama el viajero pobre.

Entre los grandes ministros del Rey

y todos los funcionarios inferiores

el cambio fue grande; pues frugalmente

de sus sueldos viven ahora.

Que una pobre abeja diez veces acuda

a reclamar lo suyo —una suma insignificante—,

y un burócrata le exija

soltar una corona para ser indemnizada,

se considera ahora una clara extorsión,

ya no un ‘emolumento’.

Todos los cargos, antes manejados por tres,

que mutuamente vigilaban sus fechorías,

y que a menudo, por camaradería,

promovían de uno y otro el robo,

ahora están felizmente en manos de uno;

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por lo cual otros miles se han ido.

De nadie el honor está ahora intacto

si vive debiendo lo que gasta;

las libreas de los prestamistas están colgadas,

cambian los coches por una canción,

y briosos caballos por tiros completos,

y sus casas venden para pagar deudas.

El derroche se evita tanto como el fraude;

no hay ya tropas en el extranjero,

la estima de los forasteros mueve a risa,

también la gloria vana obtenida en guerras;

luchan, sí, pero sólo por el bien de la patria,

cuando el derecho o la libertad peligran.

¡Contemplen ahora el glorioso panal, y vean

cómo congenian la honradez y el comercio!

El espectáculo se ha ido, rápido se esfuma,

y reaparece con aspecto muy distinto,

pues no sólo se han ido

aquellos que cada año gastaban enormes sumas;

también multitudes que de ello vivían

y que fueron forzadas a hacer lo mismo.

En vano se intenta cambiar de negocio,

pues todos se encuentran ya ocupados.

Los precios de las casas y tierras decaen,

palacios milagrosos, cuyos muros,

cual los de Tebas, fueron obra de la presunción,

están deshabitados; al tiempo que los otrora alegres

y bien establecidos lares, prefieren

perecer en las llamas antes que ver cambiadas

las ejecutorias que antes ostentaban

por indignas inscripciones en las puertas.

El arte de la construcción está casi muerto,

los artífices no encuentran empleo,

ningún dibujante encuentra fama con su arte,

ni hay canteros ni talladores renombrados.

Los sobrios que han quedado desean saber

no ya cómo gastar, sino cómo vivir,

y al pagar la cuenta en la taberna

deciden jamás volver a ella.

Ninguna buscona de figón, en todo el panal,

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puede ahora vestir telas de oro y prosperar;

ningún presumido puede avanzar grandes sumas

por vino de Borgoña y verderoles;

se ha ido el cortesano que con su amante

a diario cenaba en su casa un manjar navideño,

y gastaba tan sólo en dos horas

lo que cuesta por día una tropa de caballería.

La altanera Cloe, para darse la gran vida,

había hecho a su esposo robar al Estado;

ahora vende ese mobiliario,

por el que las Indias fueron saqueadas,

reduce su costosa lista de compras

y se pone todo el año un recio vestido:

ha pasado la época trivial y veleidosa,

ahora la ropa dura tanto como la moda.

Se han marchado los tejedores,

que urdían plata en ricas sedas,

y a quienes el resto de las industrias se subordinaba.

Empero, reinan la paz y la abundancia,

y todo es barato, aunque sencillo;

la amable naturaleza,

libre de la violencia del jardinero,

deja a cada fruto seguir su curso,

mas no se consiguen rarezas,

pues nadie paga el trabajo que cuestan.

A medida que el orgullo y el lujo disminuyen,

también se abandonan poco a poco los mares,

no ya sólo comerciantes, sino empresas enteras,

cierran completamente las fábricas.

Todas las artes y oficios yacen olvidados;

la saciedad, ruina de la industria,

les hace admirar la alacena casera

y no buscar nada más, ni desearlo.

Tan pocas abejas quedan en el panal,

que sólo pueden mantener la centésima parte

frente a los insultos de los numerosos rivales,

a quienes, no obstante, valientemente enfrentan,

hasta encontrar un encierro bien fortificado,

en el que mueren o se mantienen firmes.

No hay mercenarios en sus ejércitos,

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más bien luchan con bravura por lo suyo,

hasta que su coraje e integridad

son coronados al final con la victoria.

Pero su triunfo ha tenido un precio,

pues miles de abejas perecieron.

Curtidas de trabajos y ejercicio,

al propio descanso consideran vicio,

lo que acrecienta su templanza;

y para evitar extravagancias,

han volado a otro tronco hueco,

bendecidas de contento y honradez.

MORALEJA

Hagan pues a un lado las quejas; sólo los tontos se esfuerzan

por edificar un gran panal honrado.

Gozar de las comodidades del mundo

y ser famosos en la guerra, viviendo con holgura y

sin grandes vicios, es vana

utopía asentada en el cerebro.

El fraude, el lujo y el orgullo deben existir

para que recibamos sus beneficios.

El hambre es, no hay duda, una plaga terrible,

pero sin ella ¿quién se nutre y prospera?

¿No debemos la abundancia de vino

a la seca, torcida y deslucida vid?

La cual, mientras descuida sus sarmientos,

asfixia a otras plantas y se hace madera,

pero nos bendice con su noble fruto,

tanto pronto se ata y poda.

Así el vicio es provechoso

cuando la Justicia lo poda y limita;

y más aún, cuando un pueblo aspira a la grandeza,

es necesario el vicio para el Estado,

como lo es el hambre para comer;

la mera virtud no puede hacer que las naciones

vivan en esplendor; las que deseen revivir

la Edad de Oro, han de librarse

por igual de las bellotas como de la honestidad.

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IX. LA ILUSTRACIÓN

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IMMANUEL KANT

RESPUESTA A LA

PREGUNTA: ¿QUÉ ES LA

ILUSTRACIÓN?

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INTRODUCCIÓN

El pensamiento de Immanuel Kant (1724-1804) constituye la síntesis de su tiempo. Nacido

en Königsberg, ciudad prusiana progresivamente cosmopolita y culturalmente influyente por

su situación fronteriza con Rusia, Kant desarrolló, residiendo perpetuamente ahí, en diálogo

con racionalistas y empiristas, un sistema que hoy, a dos siglos de su desarrollo, sigue siendo un

referente obligatorio para entender nuestros tiempos tanto teórica como prácticamente. Sin

restringir su pensamiento al campo de la Ilustración, Kant realizó ricas observaciones en torno a

ésta como movimiento cultural de su tiempo y a los efectos que podría traer en el hombre y en

la sociedad en el breve pero ya clásico artículo periodístico Respuesta a la pregunta: ¿qué es la

ilustración? La Ilustración es un movimiento a tal grado complejo que se habla no de una sino

de varias ilustraciones. El texto de Kant no debe ser reducido exclusivamente al campo de la

rica Ilustración alemana sino, por encontrarse en él reflexiones en torno a las directrices comunes

a todos los movimientos ilustrados, como uno de los textos paradigmáticos de cualquier

ilustración. Ser ilustrado, Kant afirma, es atreverse a razonar por cuenta propia, en otras palabras, no

otra cosa que usar la propia razón.

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Ilustración es la salida del hombre de su culpable minoría de edad. 66 Minoría de edad significa

imposibilidad de servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro. Uno mismo es el

culpable de esta imposibilidad cuando la causa de ella no está en la falta de entendimiento, sino

en la falta de decisión y valor para por sí mismo usar de él sin la guía de otro. Sapere aude! “Ten

el valor de usar tu propio entendimiento”. Éste es el lema de la Ilustración.

La pereza y la cobardía son las causas por las cuales una gran parte de los hombres

permanece con gusto en minoría de edad a lo largo de la vida, no obstante que hace ya tiempo

la naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter maiorennes)67; y por eso es tan fácil que otros se

erijan en sus tutores. ¡Es tan cómodo ser menor de edad! Si tengo un libro que piensa por mí,

un director espiritual que suple mi conciencia moral, un médico que me prescribe la dieta, etc.,

entonces no tengo necesidad de esforzarme. Si puedo pagar, no tengo necesidad de pensar;

otros se encargarán por mí de esa necesidad tan fastidiosa. Aquellos tutores que tan

bondadosamente se encargan de supervisar, cuidan también de que pasar a la mayoría de edad

sea considerado como difícil, además de peligroso, por la gran mayoría de los hombres (y por

todo el bello sexo). Después de haber amaestrado sus animales domésticos y procurar con

cuidado que estas dóciles criaturas no puedan atreverse a dar un paso fuera del camino que se

les ha señalado, les muestran el peligro que les amenaza si tratan de caminar por sí solos. Sin

embargo, este peligro no es tan grande, pues lo cierto es que ellos aprenderían a andar por sí

solos después de algunas cuantas caídas; pero un ejemplo de esta índole les intimida y, por lo

general, los escarmienta para desistir de todo intento futuro.

Por lo tanto, es difícil para cada uno en lo individual lograr salir de esa minoría de edad,

convertida para él casi en estado natural. Incluso le ha tomado apego y se siente

verdaderamente incapaz de servirse de su propio entendimiento, porque nunca se le ha

permitido hacer la prueba. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos del uso racional —o

más bien, de abuso— de sus talentos naturales, son los grilletes de una perpetua minoría de

edad. Quien se desprendiera de ellos, apenas daría un inseguro salto sobre la más pequeña

zanja pues no está acostumbrado a semejante libertad de movimientos. Por ello, son pocos los

hombres que han logrado, con el esfuerzo de su propia mente, salir de esa minoría de edad y

proseguir con paso firme.

En contraste, es más posible que el público se ilustre a sí mismo y es casi inevitable en tanto

es dejado en libertad. Ciertamente siempre se encontrarán, incluso entre los tutores de la gran

masa, algunos pocos hombres que piensen por sí mismos, quienes después de haberse liberado

del yugo de la minoría de edad, diseminarán en su entorno el espíritu de estimación racional del

propio valor y de la vocación de todo hombre a pensar por sí mismo. Pero aquí es de señalarse

algo especial: ese público, al que anteriormente los tutores habían sometido bajo aquel yugo,

obliga, a su vez, a los propios tutores a someterse al mismo yugo; y esto es algo que sucede

66 Traducción y notas de Dulce María Granja. 67 Esta expresión latina se puede traducir como “mayores naturalmente”, es decir, como mayores desde el punto de vista de la naturaleza, la cual los vuelve adultos.

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cuando el público es incitado a ello por algunos de sus tutores incapaces de toda Ilustración.

Por eso es tan perjudicial propagar prejuicios, pues al final terminan vengándose de sus

mismos predecesores y autores. De aquí que el público pueda alcanzar sólo lentamente la

Ilustración. Acaso una revolución pueda derrocar el despotismo personal y la opresión

ambiciosa y dominante, pero nunca producirá una verdadera reforma del modo de pensar; sino

que los nuevos prejuicios, tanto incluso como los viejos, servirán de riendas para la gran masa

carente de pensamiento.

Para esta Ilustración se requiere únicamente libertad; y la libertad más inofensiva de cuantas

llevan ese nombre, a saber, la libertad de hacer siempre uso público de la razón en todos los

asuntos. Pero oigo en todas partes el grito: ¡No arguyas! El oficial dice: ¡No arguyas, disciplínate! El

funcionario de hacienda dice: ¡No arguyas, paga! El clérigo dice: ¡No arguyas, ten fe! (No hay más

que un solo señor en el mundo que dice: Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis,

pero obedeced68). Por todas partes encontramos limitaciones a la libertad. Pero ¿qué clase de

restricción obstaculiza a la Ilustración y qué, por el contrario, la promueve? Yo respondo: el uso

público de nuestra razón debe siempre ser libre; y solamente esto puede llevar Ilustración a los

hombres; en cambio, el uso privado puede ser con frecuencia estrechamente limitado sin que ello

sea un obstáculo para el progreso de la Ilustración. Entiendo por uso público de la propia

razón, aquél que hace alguien en su calidad de docto ante el gran público del mundo de los lectores.

Llamo uso privado de la razón al que está permitido en un determinado puesto civil o en una

función que se ha confiado. Ahora bien, en algunas tareas que afectan el interés de la

comunidad, se necesita cierto mecanismo por el cual algunos miembros de la república se

tienen que comportar de modo meramente pasivo, para que el gobierno los guie hacia fines

públicos mediante una unanimidad ficticia del gobierno, o al menos para que se impida la

destrucción de esos fines. En tal caso no está permitido razonar, sino que se tiene que

obedecer. Pero en la medida en que este elemento de la máquina es considerado como

miembro de la totalidad de un Estado o, incluso de la sociedad cosmopolita, y al mismo

tiempo, en calidad de docto se dirige mediante escritos a un público usando verdaderamente su

entendimiento, puede argüir sin que por ello se vean afectados los asuntos en los que es usado,

en parte, pasivamente. Por ejemplo, sería muy peligroso que un oficial que recibe una orden de

sus superiores quisiera argumentar en voz alta durante el servicio acerca de la pertinencia o

utilidad de dicha orden; él tiene que obedecer. Sin embargo, en justicia no se le puede prohibir

hacer observaciones, en tanto que docto, acerca de los errores del servicio militar y exponerlos

ante el juicio de su público. El ciudadano no puede rehusarse a pagar los impuestos asignados y

una crítica impertinente a tal carga, en el momento que debe ser pagada, puede ser castigada

como escándalo (susceptible de provocar actos de rebelión generalizada). En contraste, él

mismo no irá en contra de su deber de ciudadano si expone públicamente, en tanto que docto,

sus reflexiones sobre la inconveniencia o injusticia de tales impuestos. Del mismo modo, un

sacerdote está obligado a enseñar a sus catecúmenos y a su comunidad según el símbolo de la

68 Kant está haciendo alusión a Federico II, el Grande, rey de Prusia (1740-1786).

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fe69 de la Iglesia a la que sirve, puesto que ha sido admitido en ella bajo esa condición. Pero

como docto tiene plena libertad, incluso el deber, de comunicar al público sus pensamientos

cuidadosamente examinados y bienintencionados, acerca de los defectos de ese símbolo y

hacer propuestas para mejorar la institución de la religión y la Iglesia. Tampoco hay en esto

ningún cargo de conciencia, pues lo que enseña en virtud de su puesto de encargado de los

asuntos de la Iglesia, lo presenta como algo que no puede enseñar según que a su propio juicio

le parezca bien, sino que él está en su puesto para exponer según las prescripciones y el

nombre de otro. Dirá: Nuestra Iglesia enseña esto o aquello, éstas son las razones fundamentales de las que

se vale. En este caso. En ese caso, extraerá toda la utilidad práctica para su comunidad de

principios que él mismo no suscribirá con total convencimiento, a cuya exposición se obliga

porque no es del todo imposible que en ellos no se encuentre escondida alguna verdad o que,

al menos, no alberguen nada que contradiga la religión interior. Si él creyera encontrar esto

último en ellos, entonces, no podría, en conciencia, desempeñar su función; tendría que dimitir

a su cargo. Así pues, el uso que hace de su razón un predicador ante su comunidad, es

meramente privado, puesto que esta comunidad, por amplia que sea, siempre es una reunión

familiar, respecto a la cual, como sacerdote, no es libre ni le está permitido serlo, puesto que

ejecuta un mandato ajeno. En cambio, como docto, que por escrito habla al público auténtico,

es decir, al mundo, el clérigo goza de una libertad ilimitada para servirse de su propia razón y

hablar en nombre propio. En efecto, pretender que los tutores del pueblo (en asuntos

espirituales) sean otra vez menores de edad constituye un absurdo que desemboca en la

eternización de los insensateces.

Pero ¿no debería estar autorizada una sociedad de clérigos, por ejemplo, un sínodo de la

Iglesia o una honorable classis (como la llaman los holandeses) a comprometerse, bajo

juramento, entre sí a un cierto símbolo de la fe inmutable a fin de instaurar así una tutela

continua y suprema sobre cada uno de sus miembros y, por medio suyo, sobre el pueblo,

perpetuándola de este modo? Afirmo que esto es absolutamente imposible. Un contrato

semejante, que consideraría excluida para siempre toda ulterior Ilustración del género humano,

es, sin más, nulo y sin efecto, aunque fuera confirmado por el poder supremo, el Congreso y

los más solemnes tratados de paz. Una época no puede obligarse ni juramentarse para colocar

a la siguiente en un estado en que sea imposible ampliar sus conocimientos (sobre todo los

muy urgentes), depurar los errores y, en términos generales, avanzar en la Ilustración. Sería un

crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino original consiste, precisamente, en ese

progresar. Por ende, la posteridad está en pleno derecho de rechazar todo acuerdo tomado de

forma incompetente y ultrajante. La piedra de toque de todo aquello que pueda decidirse como

ley de un pueblo reside en la siguiente pregunta: ¿podría un pueblo haberse dado a sí mismo tal

ley? Esto sería posible si tuviese la esperanza de alcanzar, en corto y determinado tiempo, una

ley mejor para introducir un nuevo orden que, al mismo tiempo, dejara libre a todo ciudadano,

en especial a los sacerdotes, para que en cuanto doctos pudiesen hacer públicamente, es decir,

69 Por “símbolo de la fe” se debe entender el credo de esa Iglesia.

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por escrito, observaciones acerca de las deficiencias de dicho orden. Entretanto el orden

establecido tiene que perdurar, hasta que la comprensión de estos asuntos se haya extendido y

confirmado públicamente, de modo que mediante un acuerdo alcanzado por votos (aunque no

sean todos iguales) se pudiese elevar al trono una propuesta para proteger aquellas

comunidades que se han unido para una reforma religiosa, conforme a los conceptos propios

de una comprensión más ilustrada, sin impedir que los que quieran permanecer fieles a la

antigua lo hagan así. Pero es absolutamente ilícito ponerse de acuerdo sobre una constitución

religiosa inmodificable, que públicamente no debería ser puesta en duda por nadie, ni tan

siquiera durante el breve lapso de la vida de un ser humano, pues con ello se destruiría un paso

de la marcha de la humanidad hacia su progreso, dejándolo estéril y perjudicial para la

posteridad. En lo que a su propia persona concierne, un hombre puede aplazar la Ilustración,

pero sólo por un corto tiempo en aquellas materias que está obligado a saber, pues renunciar a

ella, aunque sea en pro de su persona, y con mayor razón aún para la posteridad, significa

violar y pisotear los sagrados derechos de la humanidad. Si a un pueblo no le está permitido

decidir por y para sí mismo, menos aún lo podrá hacer un monarca en nombre de aquél;

porque su autoridad legisladora reside, precisamente, en que reúne la voluntad de todo el

pueblo en la suya propia. Si no busca otra cosa que todo mejoramiento, real o presunto, sea

compatible con el orden civil, no podrá menos que permitir que sus súbditos hagan lo que

consideren pertinente para la salvación de su alma. Esto no le concierne al monarca; si, en

cambio, evitar que unos y otros se obstaculicen violentamente en el trabajo para promover

todas sus capacidades. El monarca lesiona su propia majestad si se inmiscuye en estas cosas, en

tanto que somete a inspección gubernamental los escritos con los que los súbditos intentan

poner en claro sus opiniones, a no ser de que lo hiciera convencido de que su propia opinión

es superior, en cuyo caso se expone al reproche Caesar non est supra Grammaticos70, o bien a

rebajar su poder supremo hasta el punto de cobijar bajo su Estado el despotismo espiritual de

algunos tiranos contra el resto de los súbditos.

Si nos preguntamos si ahora vivimos en una época Ilustrada, la respuesta es no, pero sí en

una época de Ilustración. Tal como están las cosas, todavía falta mucho para que los hombres,

tomados en general, puedan ser capaces o estén en situación de servirse bien y con seguridad

de su propio entendimiento sin la guía de otro en materia de religión. Pero tenemos claras

señales de que se les ha abierto el campo para trabajar libremente en este empeño y percibimos

que disminuyen los obstáculos para una Ilustración en general, o para dejar atrás la culpable

minoría de edad. Desde ese punto de vista, nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el

siglo de Federico71.

Un príncipe que no se considera indigno al declarar que considera como deber no prescribir

nada a los hombres en materia de religión, antes bien dejarlos en ese aspecto en total libertad y

70 Esta expresión latina la podríamos traducir como “César no está por arriba de los sabios”, en otras palabras, la autoridad del soberano encuentra su límite en la autoridad de los sabios. 71 Kant está refiriéndose nuevamente a Federico II, el Grande.

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que incluso rechaza el pretencioso nombre de tolerancia, es un príncipe ilustrado y merece ser

ensalzado por el mundo y la posteridad como el primero que, al menos desde el gobierno, se

decidió a terminar con la minoría de edad y dejó libre a todos para servirse de su propia razón

en todas las cuestiones de conciencia moral. Bajo su gobierno, dignísimos clérigos, sin

menoscabo de los deberes de su misión, pueden exponer libre y públicamente al escrutinio del

mundo, en calidad de doctos, sus juicios y opiniones que se desvían del símbolo aceptado; con

mucha mayor razón esto lo pueden llevar a cabo quienes no están limitados por el

cumplimiento de alguna misión. Este espíritu de libertad se expande también hacia fuera,

incluso ahí donde debe luchar contra los obstáculos externos de un gobierno que malentiende

su misión. Este ejemplo nos aclara cómo, en régimen de libertad, no hay que temer lo más

mínimo por la tranquilidad pública y la unidad del Estado. Los hombres salen poco a poco,

por su propio trabajo, del estado de rusticidad siempre que no se trate de mantenerlos en esa

condición de modo adrede y artificial.

He puesto el punto central de la Ilustración, a saber, la salida del hombre de su culpable

minoría de edad, principalmente en asuntos religiosos, pues en lo que se refiere a las artes y las

ciencias nuestros dominadores no tienen ningún interés de ejercer como tutores sobre sus

súbditos. Además, la minoría de edad en cuestiones religiosas es, entre todas, la más perjudicial

y humillante. Pero el modo de pensar de un jefe de Estado que favorece la Ilustración va

todavía más lejos y comprende que no es peligroso permitir que sus súbditos hagan uso

público de su propia razón incluso en lo que se refiere a la legislación y que expongan

públicamente sus pensamientos sobre una mejor concepción de aquélla, incluso cuando

contienen una franca crítica a la existente. También en esto disponemos de un brillante

ejemplo, pues ningún monarca se anticipó al que nosotros honramos.

Pero sólo aquél que por ser ilustrado no teme a las sombras y también dispone de un

disciplinado y numeroso ejército para la tranquilidad pública de los ciudadanos, puede decir lo

que ningún Estado libre se atrevería a decir: ¡Razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero

obedeced! Se manifiesta aquí un extraño e inesperado curso de las cosas humanas pues, en

general y si lo consideramos con detenimiento, casi todo es paradójico. Un mayor grado de

libertad civil parece favorecer la libertad de espíritu del pueblo y también le fija límites

infranqueables. En cambio, un grado menor de libertad le proporciona el espacio necesario

para desarrollarse según todas sus facultades. Una vez que la naturaleza ha desarrollado, bajo

esta dura cáscara, la semilla que cuida con extrema delicadeza, es decir, la inclinación y

vocación al libre pensar, este hecho va repercutiendo gradualmente sobre el sentir del pueblo

(con lo cual se va haciendo cada vez más capaz de la libertad de actuar) y, finalmente, hasta llegar

a los principios del gobierno, al cual le resulta benéfico tratar al hombre, que es algo más que una

máquina, conforme a su dignidad.

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270

IMMANUEL KANT

SI EL GÉNERO HUMANO SE

HALLA EN PROGRESO

CONSTANTE HACIA LO MEJOR

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INTRODUCCIÓN

En el ensayo Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor —que fue publicado en

1798 como la segunda parte de El conflicto de las facultades—, Kant se ocupa de un tema típico de

la mentalidad moderna: el progreso. Numerosos intelectuales modernos, fascinados ante los

avances científicos y tecnológicos, y maravillados también ante los cambios políticos y sociales

de los siglos XVII y XVIII, llegaron a creer que la vocación de la humanidad era el progreso

mismo: que con el paso del tiempo se erradicarían la pobreza, la injusticia, la enfermedad, la

ignorancia y todos los males que aquejan a los hombres desde que comenzaron a existir. Kant

aborda esta tesis con un espíritu crítico, pero sin ser completamente inmune al entusiasmo

propio de su tiempo, que veía en la Revolución Francesa y en la independencia de Estados

Unidos dos signos del destino grandioso que la Historia deparaba a la humanidad.

Un año después de la publicación de este texto, Napoleón se alzaría con el poder en Francia

y daría inicio a uno de los períodos más turbulentos de la historia de Europa. Las así llamadas

Guerras Napoleónicas (1803-1815) terminaron con la vida de al menos cinco millones de

personas.

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¿QUÉ SE TRATA DE SABER?

Pedimos un fragmento de la historia de la humanidad, y no del tiempo pasado sino del

futuro; una historia predictiva entonces que, si no puede obtenerse según las leyes naturales

conocidas (como los eclipses de sol y de luna), de un modo vaticinador y, sin embargo, natural,

no podrá lograrse sino es por medio de la comunicación y ampliación sobrenaturales de la

propia visión del futuro, y se llamará entonces historia profética. Por lo demás, cuando se

plantea la pregunta de si el género humano (en general) avanza constantemente hacia lo mejor,

no se trata tampoco de la historia natural de los hombres (de saber si se originarán nuevas

razas humanas) sino de la historia de las costumbres, y no según el concepto de la especie

(singulorum), sino teniendo en cuenta a la totalidad de los hombres reunidos en sociedad sobre

la tierra y repartidos por pueblos (universorum).

¿CÓMO SE PUEDE SABER?

Como historia profética de lo que ha de suceder en el tiempo futuro, por consiguiente,

como una posible representación a priori de los hechos que han de acaecer. Pero, ¿cómo es

posible una historia a priori? Respuesta: cuando el mismo profeta hace y dispone los hechos

que anuncia con anticipación.

Para los profetas judíos era fácil profetizar que, en corto o largo plazo, su Estado no sólo

decaería, sino que terminaría en la ruina total. Porque los causantes de tal destino eran ellos

mismos. En su calidad de líderes de su nación habían abrumado su constitución con tan

grandes cargas eclesiásticas y civiles, que su Estado fue completamente incapaz de subsistir por

sí mismo, y no digamos en relación con los pueblos vecinos, y como es natural, las jeremiadas

de sus sacerdotes tenían que resonar vanamente en el aire; porque éstos obstinadamente se

mantenían en su propósito de una constitución insostenible, obra de sus manos, y así podían

prever, infaliblemente, el desenlace.

Nuestros políticos, tan lejos como su influencia se lo permite, hacen lo mismo, y resultan,

en sus profecías, igualmente afortunados. Uno debe tomar a los hombres, dicen, como son, y

no como los pedantes ignorantes del mundo o los soñadores de buen natural se imaginan que

deberían ser.

Pero cómo son debe ser descrito así: como los hemos hecho por medio de la coerción

injusta, por medio de los planes traicioneros que hemos sugerido al gobierno, esto es,

obstinados y con tendencia a la rebelión. Dada esta tendencia, las profecías de estos estadistas

supuestamente sagaces se confirman tan pronto se aflojan un poco las riendas, y entonces

sobrevienen consecuencias lamentables.

Incluso el clero ocasionalmente profetiza el declive total de la religión y la venida inminente

del Anticristo, mientras hace precisamente aquello que se requiere para que tal cosa suceda.

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Esto lo hace al no preocuparse por inculcar a su congregación principios morales que la

conducirían directamente al progreso moral; más bien convierte las observancias y la fe

histórica en un deber esencial que pretende conseguir tal progreso de manera indirecta. Así

surge una unanimidad mecánica, como en una constitución civil, pero no una basada en las

convicciones morales. Se quejan, sin embargo, de una irreligiosidad que han creado ellos

mismos y que podrían entonces predecir sin un talento particular para la profecía.

DIVISIÓN DEL CONCEPTO DE LO QUE SE QUIERE SABER

ANTICIPADAMENTE DEL FUTURO

Los casos que pueden permitir una predicción son tres. La humanidad está continuamente

retrocediendo hacia lo peor, o está constantemente progresando hacia lo mejor —en lo que

concierne a su vocación moral—, o está, entre los miembros de la creación, estancada

perpetuamente en el estadio actual de su valía moral —lo cual es por cierto lo mismo que rotar

eternamente alrededor del mismo punto—. La primera aseveración puede llamarse terrorismo

moral, la segunda eudemonismo (el cual, en vista de su amplia perspectiva de avance, puede

también ser llamado quiliasmo); la tercera, empero, abderitismo, porque, como un verdadero

estancamiento en el reino moral no es posible, una constante tendencia hacia arriba y un

relapso igualmente frecuente y profundo (como una oscilación eterna) equivalen a que el sujeto

permanezca reposando en el mismo lugar.

a) Del estilo terrorista de imaginarse la historia humana

La recaída en lo peor no puede continuar incesantemente en la historia humana, porque al

llegar a cierto punto acabaría destruyéndose a sí misma. Por eso, cuando las atrocidades y los

males derivados de ellas crecen como montañas, se dice: ahora las cosas no pueden estar peor,

el día del juicio está próximo; y el entusiasta piadoso sueña con la restauración de todas las

cosas y con un mundo nuevo, tan pronto el presente haya sido devorado por el fuego.

b) Del estilo eudemonista

Se puede conceder sin reparo que la masa de bien y de mal atribuida a nuestra naturaleza, en

el fondo, es siempre la misma y no se puede aumentar o disminuir en un mismo individuo. En

efecto: ¿cómo se podría aumentar la cantidad de bien a nuestra disposición, pues tal cosa

tendría que ocurrir en virtud de la libertad del sujeto, para lo cual éste tendría que disponer de

una cantidad mayor de bien del que ya dispone? Los efectos no pueden sobrepasar la potencia

de la causa actuante y tampoco la cantidad de bien mezclada en el hombre con el mal puede

sobrepasar cierta medida por encima de la cual podría elevarse y avanzar con sus propias

fuerzas hacia lo mejor. El eudemonismo, con sus esperanzas optimistas, parece insostenible, y

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parece prometer poco en una historia profética de la humanidad a favor del constante progreso

en la vía del bien.

c) De la hipótesis del abderitismo del género humano a la predeterminación de su

historia

Acaso esta opinión obtenga la mayoría de los votos a su favor. El carácter de nuestra

especie es activa necesidad: entrar rápidamente en la ruta del bien, pero no para perseverar en

ella, sino que, para no hallarse atada a un único fin, por mero amor al cambio, dar marcha atrás

al plan del progreso; edificar para derribar, y entregarse a la tarea más desesperada, a cargar la

piedra de Sísifo, imponiéndose a sí misma el esfuerzo desesperanzado de cargarla cuesta arriba

para dejarla rodar dentro de un momento. El principio del mal en la natural predisposición

humana no parece estar amalgamado con el bien, sino que se diría que uno neutraliza al otro;

lo que traería como consecuencia la inercia (que aquí se llama estancamiento): agitación vacía

en la que el bien y el mal se alternan, de modo que el juego de afanes de nuestra especie sobre

la tierra, se asemeja a una farsa de locos, lo que a los ojos de la razón no puede conferirle una

mayor estimación de la concedida a otras especies animales, que tienen a su favor conducirse

en el juego con menos costo y sin derroche de inteligencia.

NO ES POSIBLE RESOLVER DIRECTAMENTE CON LA EXPERIENCIA

EL PROBLEMA DEL PROGRESO

En caso de que se comprobara que la especie humana, considerada en conjunto, ha

avanzado y ha progresado durante cierto tiempo, tan largo como se quiera, nadie podría

asegurar a causa de la constitución física de nuestra especie, precisamente ahora entre ésta en

su época de retroceso. Y a la inversa, si se retrocede y con la caída acelerada se va hacia lo

peor, no se debe desesperar de no poder encontrar el punto de inflexión (punctum flexus contrarii)

justamente allí donde, gracias a la predisposición moral de nuestra especie, el curso de ésta se

vuelve de nuevo hacia lo mejor. Pues nos las habemos con criaturas que actúan libremente, a

los que, a decir verdad, se les puede dictar de antemano lo que deben hacer, pero de los que no

se puede predecir qué harán, y que del sentimiento del mal que ellos mismos se causaron,

saben extraer, al volverse éste muy grave, un impulso para conducirse mejor que antes de

hallarse ese estado. Pero "¡Pobres mortales!" (dice el abate Coyer), "entre vosotros nada hay

que sea constante, excepto la inconstancia"!

Quizá el curso de las acciones humanas nos parezca tan absurdo a causa de la mala elección

del punto de vista desde el cual las observamos. Vistos desde la tierra, los planetas parecen

retroceder unas veces, otras pararse, otras avanzar.

Pero, si trasladamos nuestro punto de vista al sol, cosa que sólo la razón puede hacer, su

curso se percibe regularmente, según la hipótesis copernicana. Pero hay algunos, que por lo

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demás no son torpes, que se aferran a su modo de explicar los fenómenos y a sus puntos de

vista ya adoptados, aunque tengan que embrollarse hasta el absurdo con los ciclos y epiciclos

ticónicos. Y en esto consiste el infortunio, en que no somos capaces de colocarnos en aquel

punto de vista cuando se trata de predecir las acciones libres. Pues sería el punto de vista de la

Providencia, que sobrepasa a toda sabiduría humana, que también abarca las acciones libres del

hombre, que éste puede muy bien ver, pero no prever (para el ojo divino no hay en esto

diferencia alguna) porque para esto necesita un encadenamiento según las leyes

naturales, indicación que de la que debe prescindir cuando se trata de las futuras acciones

humanas.

El hombre podría predecir con seguridad el progreso de su especie hacia lo mejor si

pudiéramos atribuirle una voluntad congénita e invariablemente buena, aunque limitada;

porque se trataría de un acontecimiento que él mismo puede producir. Pero no podemos

saber cuál será el resultado, pues hay una mezcla del bien y del mal en nuestras disposiciones,

en una medida que ignoramos.

PERO ES NECESARIO QUE LA HISTORIA PROFÉTICA DEL GÉNERO

HUMANO SEA ENLAZADA A ALGUNA CLASE DE EXPERIENCIA

Debe haber alguna experiencia en el género humano que, como hecho, nos refiera a una

constitución y facultad de esta especie, que sería causa de su progreso hacia lo mejor (dado que

ésta debe ser obra de un ser dotado de libertad) y de que la raza humana sea la autora de este

progreso; pero se puede predecir que un hecho es efecto de una causa dada, al producirse las

circunstancias que concurren para ello. Es fácil predecirlas en general, en tanto que deben

producirse en cualquier momento, como en el cálculo de probabilidades en el juego; pero no se

puede determinar si eso ocurrirá en mi vida y si de ello tendré la experiencia que confirme tal

predicción.

Hay, por lo tanto, que buscar un hecho que indique de manera indeterminada, en lo que

respecta al tiempo, la existencia de una causa semejante y también el acto de su causalidad en el

género humano, y que nos permita concluir el progreso hacia lo mejor como consecuencia

ineludible, conclusión que podríamos extender luego a la historia de tiempos pasados (es decir,

que siempre fue progresiva) pero de modo tal que aquel hecho tuviera que considerarse no

como causa de ese progreso, sino únicamente como si apuntara hacia él, como signo histórico

(signum rememorativum, demonstrativum, prognostikon), y podría demostrar así la tendencia del género

humano pensado en su totalidad, es decir, no según los individuos (pues esto nos conduciría

una enumeración y cálculo interminables), sino tal como se encuentra repartido en naciones y

Estados por toda la tierra.

DE UN HECHO DE NUESTRO TIEMPO QUE DEMUESTRA ESTA

TENDENCIA MORAL DEL GÉNERO HUMANO

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Este hecho no consiste en acciones u omisiones importantes, realizadas por los hombres y

por las cuales lo grande entre los hombres se vuelve pequeño o lo pequeño se vuelve grande, y

en virtud de las cuales desaparecen, como por arte de magia, antiguas y magníficas

edificaciones gubernamentales y en su lugar surgen otras, como del seno de la tierra. No, nada

de esto. Se trata solamente de la forma de pensar de los espectadores, que se traiciona

públicamente en ese juego de grandes transformaciones y que manifiesta, no obstante, un

interés tan general y a la vez tan desinteresado por los jugadores de un partido contra los del

otro, aun a pesar del peligro de los serios inconvenientes que podría crearle tal partidismo; y

que demuestra así (a causa de la generalidad) un carácter de la humanidad en general, y también

(a causa del desinterés) su carácter moral, por lo menos en su fondo, lo cual no sólo permite

esperar el progreso hacia lo mejor, sino que constituye el progreso mismo, en la medida en que

actualmente puede ser alcanzado.

Esta revolución de un pueblo lleno de espíritu, que estamos presenciando en nuestros días,

puede triunfar o fracasar, puede acumular tal cantidad de miseria horrores que un hombre

honrado, si pudiera realizarla exitosamente por segunda vez, jamás querría repetir un

experimento tan costoso, y, sin embargo, esta revolución, digo yo, encuentra en el ánimo de

todos los espectadores (que no están implicados en el juego) una participación de su deseo, que

raya en el entusiasmo, cuya manifestación, que lleva consigo un riesgo, no puede reconocer

otra causa que una disposición moral del género humano.

Esta causa moral que interviene aquí ofrece un doble aspecto, primero, el del derecho,

según el cual a ningún pueblo debe impedírsele el darse a sí mismo la constitución que

considere conveniente; segundo, el del fin (que es deber al mismo tiempo), ya que sólo será en

sí misma justa y moralmente buena aquella constitución que, por su índole, tienda a evitar, por

principio, la guerra agresiva —constitución que no puede ser otra, por lo menos en teoría, que

la republicana—, y a colocarse en aquella condición que pondrá fin a las guerras (fuente de

todos los males y de toda corrupción de las costumbres) y, de este modo, asegurar

negativamente a la especie humana, a pesar de sus flaquezas, el progreso hacia lo mejor o, por

lo menos, un progreso sin trabas.

Esto y la participación afectiva en el bien, el entusiasmo —aunque como todo afecto,

merece reproche y, por consiguiente, no puede ser aprobado por completo—, da, sin embargo,

por medio de esta historia, motivo para la siguiente observación, importante para la

antropología: que el verdadero entusiasmo tiene siempre como referencia lo ideal, lo

puramente moral, esto es, el concepto del derecho, y no puede ser empañado por el egoísmo.

A los enemigos de los revolucionarios no se les podía azuzar con recompensas monetarias,

para el celo y la grandeza de ánimo que el mero concepto del derecho insuflaba en aquellos; y

el mismo concepto del honor de la vieja nobleza militar (un análogo del entusiasmo) cedía ante

las armas de aquellos que se habían encandilado por el derecho del pueblo al que pertenecían.

¡Y cómo simpatizó entonces el público espectador desde fuera con tal exaltación, sin la menor

intención de participar!

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HISTORIA PROFÉTICA DE LA HUMANIDAD

Tiene que ser algo fundamentalmente moral aquello que nos presenta como pura a la razón

y que, al mismo tiempo, en virtud de su enorme influencia, hace época, como deber

reconocido por el alma de los hombres, que afecta al género humano en la totalidad de su

asociación (non singulorum, sed uriversorum), y cuyo esperanzado logro nos entusiasma con una

simpatía tan desinteresada y tan general.

Este hecho es el fenómeno no de una revolución, sino (como dice el señor Erhard) de la

evolución de una constitución iusnaturalista, que no se conquista sólo entre luchas salvajes —la

guerra intestina y la foránea destruyen todos los estatutos existente—, pero que nos lleva a

empeñarnos por una constitución que no es beligerante, a saber, la constitución republicana; la

cual puede serlo ya por la forma del Estado, ya por el modo de gobernar, cuando, por la

unidad del jefe supremo (el monarca), se rige el Estado por las mismas leyes que un pueblo se

daría a sí mismo según los principios generales del derecho.

Puedo asegurar a la especie humana, sin pretensión profética, por los aspectos y presagios

de nuestros días, que va a lograr este fin y que a partir de ahí su progreso hacia lo mejor nunca

tendrá una regresión total. Porque no se olvida un fenómeno como ese en la historia de la

humanidad, pues ha revelado una disposición en la naturaleza humana y una capacidad de

mejoramiento que ningún político hubiera podido deducir con absoluta sutileza a partir del

curso de los acontecimientos ocurridos hasta ahora, y que sólo la naturaleza y la libertad,

unidas en la especie humana según los principios jurídicos internos, podían prometer, pero, en

lo que se refiere al momento, sólo de una manera indeterminada y como un acontecimiento

azaroso.

Pero si tampoco se alcanzara ahora el fin propuesto por este acontecimiento, si fracasara a

fin de cuentas la revolución o reforma de la constitución de un pueblo, o si, habiendo regido

durante algún tiempo, las cosas volvieran a su antiguo cauce (como anuncian los políticos

ahora), no por eso pierde su fuerza aquella predicción filosófica.

Porque ese acontecimiento es demasiado grande, está demasiado ligado al interés de la

humanidad, está demasiado extendido por todas partes en virtud de su influencia sobre el

mundo, como para que los pueblos no lo recuerden en alguna ocasión propicia ni sean

incitados por esa evocación a repetir el intento; porque tiene que llegar algún tiempo por fin,

en un asunto tan decisivo para el género humano, en el que la enseñanza de frecuentes

experiencias no pueda menos que producir la constitución anhelada en el ánimo de todos.

Cuando decimos que el género humano se ha mantenido siempre en progreso y continuará

en él, se trata, pues, de un principio, no sólo bien intencionado y recomendable en la práctica,

sino también válido, a pesar de todos los incrédulos, hasta en la teoría más rigurosa. Si

esparcimos la mirada a todos los pueblos de la tierra que irán participando, uno tras otro, en

ese progreso, y no limitamos nuestra mirada a lo que acontece en un pueblo cualquiera, se nos

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abre la perspectiva de un tiempo ilimitado; a menos que, tras la primera época de una

revolución natural, que enterró (según Camper y Blumenbach), antes de que naciera el hombre,

sólo al reino animal y vegetal, le siga una segunda revolución que haga lo mismo con la

humana, para permitir que otras criaturas entren en escena, y así sucesivamente. Porque para la

naturaleza omnipotente o más bien, su causa primera, inaccesible para nosotros, el hombre no

es más que una insignificancia. Pero que también lo tomen por una pequeñez los que mandan

en el género humano y lo traten en consecuencia, imponiéndole cargas como a un animal y

volviéndolo instrumento suyo, o empleándolo como pieza de ajedrez en sus disputas, para que

se deje matar por ellos, esto sí que no es una pequeñez, sino genuina inversión de la causa final

misma de la creación.

DE LA DIFICULTAD QUE OFRECE LA PUBLICIDAD DE LAS MÁXIMAS

QUE APUNTAN AL PROGRESO DIRIGIDO HACIA EL BIEN UNIVERSAL

Ilustrar al pueblo es instruirlo públicamente en las obligaciones y derechos que le competen

frente al Estado al que pertenece. Sus propugnadores e intérpretes naturales ante el pueblo,

como se trata de derechos naturales derivados de la común razón humana, no son los

profesores oficiales de derecho, nombrados por el gobierno, sino los libres, esto es, los

filósofos, que justamente a causa de esta libertad que se permiten son motivo de escándalo

para el Estado, que quiere controlar siempre; y, con el nombre de ilustrados, éstos son

difamados como gentes peligrosas para él; aunque su voz no se dirige confidencialmente al

pueblo (que, en cuanto tal, poco o nada percibe de ella), sino confidencialmente al Estado,

implorándole que preste atención a las necesidades a las que éste tiene derecho; lo cual no

puede hacerse por otro camino que el de la publicidad, si todo un pueblo quiere elevar sus

quejas (gravamen). De ese modo, la prohibición de la publicidad impide el progreso de un

pueblo hacia lo mejor, incluso en aquello que concierne al mínimo de sus exigencias, a saber, a

su mero derecho natural.

Otro silenciamiento, fácilmente perceptible, mas ordenado legalmente, es el del verdadero

carácter de su constitución política. Sería herir la majestad del pueblo británico decir que vive

bajo una monarquía absoluta, así que se pretenderá que se trata de una constitución que limita

la voluntad del monarca por medio de las dos cámaras del Parlamento, que representan al

pueblo, cuando todo el mundo sabe que el influjo de esa voluntad sobre los representantes es

tan grande e indefectible que aquellas cámaras no resuelven nada que ella no quiera ni

proponga por medio de sus ministros; y que también, de vez en cuando, propone resoluciones

que sabe que suscitarán oposiciones (por ejemplo, la cuestión de la trata de negros), para así

dar una prueba aparente de la libertad del Parlamento. Esta figuración de la índole de la cosa

tiene de decepcionante en sí, que ya no se busque una constitución verdaderamente jurídica,

porque se cree haberla encontrado en un caso ya existente, y una publicidad engañosa embauca

al pueblo con el espejismo de una monarquía limitada por una ley que emana de él, cuando la

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realidad es que sus representantes, ganados por la corrupción, lo sometieron secretamente a un

monarca absoluto.

La idea de una constitución que concuerde con los derechos naturales del hombre, a saber,

aquella en la que los que deben, reunidos, dictar leyes, al mismo tiempo obedecen a la ley, se

halla a la base de todas las formas de organización política; y el ente común que, pensado con

arreglo a ella por puros conceptos de razón, llaman un ideal platónico (respublica noumenon), no

es una vana quimera, sino la norma eterna de toda constitución civil en general y que ahuyenta

todas las guerras. Una sociedad civil organizada en conformidad con esa idea es la

representación de la misma según las leyes de la libertad, mediante un ejemplo que la

experiencia provee (respublica phaenomenon) y puede lograrse con trabajo, sólo después de

múltiples luchas y guerras; y esta constitución, lograda una vez en grande, se califica como la

mejor si mantiene alejada la guerra, destructora de todo bien; por consiguiente, es un deber

trabajar por ella, y provisionalmente (puesto que no es realizable tan pronto) obligación de los

monarcas, aunque reinen autocráticamente, gobernar de un modo republicano (no

democráticamente), es decir, que deben tratar al pueblo según principios adecuados al espíritu

de las leyes de la libertad (como un pueblo de razón madura se las prescribiría a sí mismo)

aunque, a la letra, a ese pueblo no se le haya solicitado su consentimiento.

¿QUÉ RENDIMIENTO LE VA A APORTAR AL GÉNERO HUMANO EL

PROGRESO HACIA LO MEJOR?

No una cantidad siempre creciente de la moralidad en el sentir, sino un aumento de los

efectos de la legalidad de sus actos conforme al deber, cualesquiera sean los móviles que los

ocasionen; es decir, que habrá que buscar en los actos buenos de los hombres, que serán más

frecuentes y acertados, el rendimiento (el resultado) de su trabajo por mejorar; lo que quiere

decir, en los fenómenos de la condición moral del género humano. Porque no disponemos

más que de datos empíricos (experiencias) para fundar esta predicción; a saber, sobre la causa

física de nuestras acciones, en la medida que ocurren y son, por lo mismo, también fenómenos,

no sobre la causa moral, que contiene el concepto moral de lo que deberá ocurrir, concepto

que sólo puede ser establecido puramente a priori.

Poco a poco los poderosos emplearán menos la violencia, habrá mayor obediencia a las

leyes; surgirán en la comunidad más acciones benéficas, habrá menos discordias en los

procesos, más seguridad en la palabra dada, etc., ya sea por amor al honor, ya sea por el interés

propio bien entendido, y este comportamiento se extenderá, finalmente, a las reacciones

exteriores de los Estados, hasta la sociedad cosmopolita, sin que para ello tenga que aumentar

en lo más mínimo la base moral del género humano; para lo cual sería necesaria, en efecto, una

especie de nueva creación (una influencia sobrenatural). Porque tampoco debemos esperar

demasiado de los hombres en su progreso hacia lo mejor, para no ser objeto de la burla de los

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políticos, que muy a gusto tomarían las esperanzas humanas por sueños de una cabeza

exaltada.

¿EN QUÉ ORDEN EXCLUSIVAMENTE SE PUEDE ESPERAR EL

PROGRESO HACIA LO MEJOR?

La respuesta es la siguiente: no por el curso de las cosas de abajo hacia arriba, sino de arriba

hacia abajo. Esperar que mediante la educación de la juventud, bajo la dirección doméstica y

más tarde escolar, desde la escuela elemental hasta la superior, en una cultura intelectual y

moral fortalecida por la enseñanza religiosa, se llegase a formar no sólo buenos ciudadanos,

sino dados al bien, capaces de conservarse y progresar siempre, es un plan del que difícilmente

se puede esperar el logro deseado. Pues no sólo ocurre que el pueblo juzga que los gastos de

educación de la juventud no le corresponde a él, sino al Estado, y éste, por su parte, apenas si

tiene algo disponible para pagar a maestros activos y entregados a su oficio (como se lamenta

Büsching) pues lo necesita todo para la guerra; sino que también toda esta maquinaria de la

educación no exhibe unidad alguna si no es trazada concienzudamente desde arriba y puesta en

juego con arreglo a ese plan y mantenida con regularidad conforme a él; para lo cual también

sería necesario que el Estado de vez en cuando se reformase a sí mismo y, ensayando la

evolución en vez de la revolución, progresara continuamente hacia lo mejor. Pero son hombres

también los que tienen que llevar a cabo esta instrucción, seres, por lo tanto, que han debido

ser educados para esta finalidad; de modo que, tomando en cuenta la contingencia de las

circunstancias que pueden favorecer tal efecto, y la flaqueza de la naturaleza humana, no

podemos poner positivamente la esperanza de su progreso sino en una sabiduría que venga de

arriba (la que, cuando es invisible para nosotros, se llama Providencia); mientras que, por lo

que respecta a los hombres mismos puede demandarse y esperarse para el avance de este fin,

sólo una sabiduría negativa, esto es, que los obligue a que la guerra, el mayor obstáculo de lo

moral, pues no hace sino oponerse a su avance, se torne poco a poco más humana, luego cada

vez menos frecuente, y por último desaparezca por completo como guerra agresiva, para, así,

encaminarse hacia una constitución que por su naturaleza, sin debilitarse, apoyada en

auténticos principios de derecho, pueda progresar constantemente hacia lo mejor.

CONCLUSIÓN

Hubo un médico que consolaba a su paciente todos los días con la esperanza de una

curación inminente, hoy diciéndole que el pulso iba mejor, mañana que la excreción anunciaba

una mejoría, pasado que el sudor era más fresco, etc. El enfermo recibe cierto día la visita de

un amigo: "¿cómo va esa enfermedad?", le pregunta al entrar. "¡Cómo ha de ir! ¡Me muero de

mejoría!".

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A nadie le voy a reprochar que, en vista del estado deplorable que ofrece la cosa pública,

empiece a desanimarse por la salvación del género humano y de su supuesto progreso hacia lo

mejor; confío, sin embargo, en el remedio heroico citado por Hume y que promete una rápida

curación: "Cuando veo ahora (dice) las naciones en guerra, me imagino ver a dos borrachos

que se apalean en una tienda de porcelana. Además de tener que atender a la curación de sus

contusiones durante largo tiempo, habrán de pagar todos los daños que han causado en la

tienda. Sero sapiunt Phryges. Los dolores que seguirán a la guerra presente pueden obligar al

adivinador político a admitir un cambio inminente hacia lo mejor en la especie humana, un

cambio que por cierto ya se puede vislumbrar.

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X. EL SOCIALISMO

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KARL MARX

TESIS SOBRE

FEUERBACH

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INTRODUCCIÓN

La Modernidad y la Ilustración trajeron consigo una cantidad enorme de avances técnicos y

científicos. La máquina de vapor y las locomotoras facilitaron la industria y el comercio. Por

primera vez en la historia, la economía se convirtió en uno de los temas centrales de discusión.

Ciertos productos, al ser producidos por primera vez en masa, se volvieron más accesibles.

Bajo este esquema de progreso y crecimiento, las diferencias entre ricos y pobres fueron

todavía más notables. Al aumentar la velocidad productiva, aumentaron también las ganancias

de los patrones. Pero esto no se tradujo en una mejora en el nivel de vida de los obreros. Por el

contrario, los trabajadores se enfrentaron a condiciones inhumanas: jornadas laborales muy

extensas, entornos peligrosos de trabajo y salarios miserables.

Varios pensadores interpretaron la miseria de los obreros como el fracaso rotundo del

proyecto moderno. En efecto, no parecía que el progreso técnico hubiera mejorado en ningún

sentido las condiciones humanas de vida. Ante estos conflictos de la era moderna, Marx y

Engels trataron de proponer cambios radicales al ordenamiento social. Sus propuestas

resultaron en el cisma político más importante de la historia: la instauración del comunismo.

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1- El defecto fundamental de todo el materialismo anterior —incluido el de Feuerbach— es

que sólo concibe las cosas, la realidad, la sensoriedad, bajo la forma de objeto o de contemplación,

pero no como actividad sensorial humana, no como práctica, no de un modo subjetivo. De aquí

que el lado activo fuese desarrollado por el idealismo, por oposición al materialismo, pero sólo

de un modo abstracto, ya que el idealismo, naturalmente, no conoce la actividad real, sensorial,

como tal. Feuerbach quiere objetos sensoriales, realmente distintos de los objetos

conceptuales; pero tampoco él concibe la propia actividad humana como una actividad objetiva.

Por eso, en La esencia del cristianismo sólo considera la actitud teórica como la auténticamente

humana, mientras que concibe y fija la práctica sólo en su forma suciamente judaica de

manifestarse. Por tanto, no comprende la importancia de la actuación "revolucionaria",

"práctico-crítica".

2- El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva, no es

un problema teórico, sino un problema práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que

demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. El

litigio sobre la realidad o irrealidad de un pensamiento que se aísla de la práctica, es un

problema puramente escolástico.

3- La teoría materialista de que los hombres son producto de las circunstancias y de la

educación, y de que por tanto, los hombres modificados son producto de circunstancias

distintas y de una educación modificada, olvida que son los hombres, precisamente, los que

hacen que cambien las circunstancias y que el propio educador necesita ser educado. Conduce,

pues, forzosamente, a la sociedad en dos partes, una de las cuales está por encima de la

sociedad (así, por ej., en Roberto Owen). La coincidencia de la modificación de las

circunstancias y de la actividad humana sólo puede concebirse y entenderse racionalmente

como práctica revolucionaria.

4- Feuerbach arranca de la autoenajenación religiosa, del desdoblamiento del mundo en un

mundo religioso, imaginario, y otro real. Su cometido consiste en disolver el mundo religioso,

reduciéndolo a su base terrenal. No advierte que, después de realizada esta labor, queda por

hacer lo principal. En efecto, el que la base terrenal se separe de sí misma y se plasme en las

nubes como reino independiente, sólo puede explicarse por el propio desgarramiento y la

contradicción de esta base terrenal consigo misma. Por tanto, lo primero que hay que hacer es

comprender ésta en su contradicción y luego revolucionarla prácticamente eliminando la

contradicción. Por consiguiente, después de descubrir, v. gr., en la familia terrenal el secreto de

la sagrada familia, hay que criticar teóricamente y revolucionar prácticamente aquélla.

5- Feuerbach, no contento con el pensamiento abstracto, apela a la contemplación sensorial; pero no

concibe la sensoriedad como una actividad sensorial humana práctica.

6- Feuerbach diluye la esencia religiosa en la esencia humana. Pero la esencia humana no es

algo abstracto inherente a cada individuo. Es, en su realidad, el conjunto de las relaciones

sociales. Feuerbach, que no se ocupa de la crítica de esta esencia real, se ve, por tanto,

obligado: 1) A hacer abstracción de la trayectoria histórica, enfocando para sí el sentimiento

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religioso (Gemüt) y presuponiendo un individuo humano abstracto, aislado. 2) En él, la esencia

humana sólo puede concebirse como "género", como una generalidad interna, muda, que se

limita a unir naturalmente los muchos individuos.

7- Feuerbach no ve, por tanto, que el "sentimiento religioso" es también un producto social y

que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una determinada forma de

sociedad.

8- La vida social es, en esencia, práctica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el

misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esa

práctica.

9- A lo que más llega el materialismo contemplativo, es decir, el materialismo que no concibe

la sensoriedad como actividad práctica, es a contemplar a los distintos individuos dentro de la

"sociedad civil".

10- El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad civil; el del nuevo materialismo,

la sociedad humana o la humanidad socializada.

11- Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo

que se trata es de transformarlo.

Karl Marx, 1845

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KARL MARX & FRIEDRICH ENGELS

MANIFIESTO

COMUNISTA

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Un fantasma recorre Europa: el fantasma del comunismo. 74 Contra este fantasma se han

conjurado en una santa jauría, todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar,

Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.

¿Hay un solo partido de la oposición, al que el gobierno no califique de comunista? ¿Hay un

solo partido de la oposición, que no lance al rostro de la oposición más progresista, lo mismo

que a sus enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunista?

De este hecho se desprenden dos consecuencias:

La primera, que el comunismo ya se halla reconocido como un poder por todas las

potencias europeas.

La segunda, que ya es hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo

entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del

fantasma comunista, con un manifiesto de su partido.

Con este fin se han reunido en Londres los representantes comunistas de varios países y

han redactado el siguiente manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana,

italiana, flamenca y danesa.

BURGUESES Y PROLETARIOS

Hasta nuestros días, la historia de la humanidad ha sido una historia de luchas de clases.

Libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores feudales y siervos de la gleba, maestros y

oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos siempre frente a frente, enfrentados en una

lucha ininterrumpida, unas veces encubierta, y otras franca y directa, en una lucha que conduce

siempre a la transformación revolucionaria de la sociedad o al exterminio de ambas clases

beligerantes.

Desde el principio de la historia nos encontramos siempre la sociedad dividida en

estamentos, dentro de cada uno de los cuales hay a su vez una nueva jerarquía social con

grados y posiciones. En la Roma antigua eran los patricios, los équites, los plebeyos, los

esclavos. En la Edad Media eran los señores feudales, los vasallos, los maestros, los oficiales de

los gremios, los siervos de la gleba. Y dentro de cada una de estas clases, nos encontramos

también con matices internos.

La moderna sociedad burguesa, que ha surgido de las ruinas de la sociedad feudal, no ha

abolido los antagonismos de clase. Lo que ha hecho, sólo ha sido crear nuevas clases, nuevas

condiciones de opresión, nuevas modalidades de lucha; que han venido a sustituir a las

antiguas.

Nuestra época, la época de la burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos

antagonismos de clase. Hoy y cada vez más abiertamente, toda la sociedad tiende a separarse

74 Por razones didácticas eliminamos las notas a pie de página. Agradecemos a Santiago Gómez Crespo por

facilitarnos este material.

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en dos grandes grupos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la burguesía y el

proletariado.

De los siervos de la gleba de la edad media surgieron los villanos de las primeras ciudades y

estos villanos fueron el germen de donde brotaron los primeros elementos de la burguesía.

El descubrimiento de América o la circunnavegación de África, abrieron nuevos horizontes

e imprimieron nuevo impulso a la ascendente burguesía. El mercado de la China y de las indias

orientales, la colonización de América, el intercambio comercial con las colonias, el incremento

de los medios de cambio y de las mercaderías en general; dieron al comercio, a la navegación, a

la industria; un empuje jamás conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se

escondía en el seno de la sociedad feudal ya en descomposición.

El régimen feudal o gremial de producción que seguía imperando, no bastaba ya para cubrir

las necesidades que abrían los nuevos mercados. Vino a ocupar su puesto la manufactura. Los

maestros de los gremios se vieron desplazados por la clase media industrial y la división del

trabajo entre las diversas corporaciones profesionales fue sustituida por la división del trabajo

dentro de cada taller.

Pero los mercados seguían ampliándose y la demanda de productos crecía sin cesar. La

manufactura ya no era suficiente. La máquina de vapor revolucionó los sistemas de

producción. La manufactura cedió el puesto a la gran industria moderna y la clase media

industrial tuvo que dejar su puesto a los grandes magnates de la industria, a jefes de auténticos

ejércitos industriales, a los burgueses actuales.

La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado por el descubrimiento de América.

Este imprimió un gran impulso al comercio, a la navegación y a las comunicaciones por tierra.

A su vez, estos progresos redundaron considerablemente en provecho de la industria, y en la

misma proporción en que se acrecentaba la industria, el comercio, la navegación o los

ferrocarriles; se desarrollaba la burguesía. Crecían sus capitales e iba desplazando a un segundo

plano a todas las clases sociales heredadas de la Edad Media.

Vemos pues, que la moderna burguesía es como lo fueron en su tiempo las anteriores clases

sociales, el producto de un largo proceso histórico, fruto de una serie de transformaciones

radicales operadas en los sistemas de comercio y de producción.

A cada etapa histórica recorrida por la burguesía, le correspondió una nueva etapa en el

progreso político. Clase oprimida bajo el poder de los señores feudales, la burguesía forma en

la “comuna” una asociación autónoma y armada para la defensa de sus intereses. En unos

lugares se organiza en repúblicas municipales independientes y en otros forma el tercer estado

tributario de las monarquías. En la época de la manufactura es el contrapeso de la nobleza

dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento de las grandes monarquías en

general, hasta que por último, implantada la gran industria y abiertos los cauces del mercado

mundial, conquista la hegemonía política y crea el estado actual representativo. El poder

público es pura y simplemente, un consejo que gobierna los intereses colectivos de la clase

burguesa.

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La burguesía ha desempeñado en el transcurso de la historia un papel verdaderamente

revolucionario.

En donde ha conquistado el poder ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales o

idílicas. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus

superiores naturales y no dejó en pie más relación entre las personas, que el simple interés

económico, el del dinero contante y sonante. Echó por encima del santo temor a dios, de la

devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y de la tímida melancolía del buen burgués;

el jarro de agua fría de sus intereses egoístas. Enterró la dignidad personal bajo el dinero.

Redujo todos los innúmeros derechos del pasado, que hacía tiempo que se habían adquirido y

que estaban bien escriturados, a una única libertad: la libertad ilimitada de comerciar. Dicho en

pocas palabras, sustituyó un régimen de explotación casi oculto por los velos de las ilusiones

políticas y religiosas, por un régimen de explotación franco, descarado, directo y escueto.

La burguesía ha despojado de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable

y digno de piadoso respeto. Ha convertido en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al

poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.

La burguesía desgarró los velos emotivos y sentimentales que envolvían a la familia y puso

al desnudo la realidad económica de las relaciones familiares.

La burguesía ha demostrado que esos alardes de fuerza bruta de la Edad Media, que los

reaccionarios tanto admiran, sólo tenían su sustento en la más absoluta vagancia. Hasta que ella

no nos lo reveló, no supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha

producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, que los acueductos

romanos y que las catedrales góticas. Ha acometido movimientos de población, mucho

mayores que las antiguas migraciones de los pueblos o las cruzadas.

La burguesía no puede existir, si no es revolucionando permanentemente los instrumentos y

los medios de la producción, que es como decir, todo el sistema de la producción y con él todo

el régimen social. Todo lo contrario que las clases sociales que le precedieron, pues éstas tenían

como causa de su existencia y pervivencia, la inmutabilidad e invariabilidad de sus métodos de

producción. La época de la burguesía se caracteriza y distingue de todas las precedentes, por un

cambio continuo en los sistemas de producción, por los continuos cambios en la estructura

social, por un cambio y una transformación permanente. Se derrumban las relaciones

inconmovibles y mohosas del pasado, junto con todo su séquito de ideas y creencias antiguas y

venerables, y las nuevas envejecen ya antes de echar raíces. Se esfuma todo lo que se creía

permanente y perenne. Todo lo santo es profanado, y al final, el hombre se ve constreñido por

la fuerza de las cosas a contemplar con mirada fría su vida y sus relaciones con los demás.

La necesidad de encontrar permanentemente nuevos mercados espolea a la burguesía de

una punta o la otra del planeta. En todas partes se instala, construye, establece relaciones.

La burguesía, al explotar el mercado mundial, da un sello cosmopolita a la producción y al

consumo de todos los países. Entre los lamentos de los reaccionarios, destruye los cimientos

nacionales de la industria. Las viejas industrias nacionales caen por tierra, arrolladas cada día

por otras nuevas, cuya instalación es un problema vital para todas las naciones civilizadas. Por

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industrias que ya no transforman como antes las materias primas del país, sino las traídas de

lejanas tierras, y cuyos productos encuentran salida, no sólo dentro de sus fronteras, sino en

todas las partes del mundo. Brotan necesidades nuevas, que la producción del país no puede

satisfacer suficientemente, tal como lo hacía en otros tiempos, sino que se reclama para su

satisfacción, productos de tierras remotas y otros climas. Ya no reina aquel mercado local y

nacional autosuficiente, en donde no entraba nada de fuera. Actualmente, la red del comercio

es universal y están en ella todas las naciones, unidas por vínculos de interdependencia. Y lo

que acontece con la producción material, sucede también con la espiritual. Los productos

espirituales de las diferentes naciones, vienen a formar un acervo común. Las limitaciones y

peculiaridades del carácter nacional son cada día más raras, y las literaturas locales y nacionales,

confluyen todas en una literatura universal.

La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de todos los medios de producción y con las

facilidades increíbles de su red de comunicaciones, arrastra a la civilización hasta a las naciones

más bárbaras. El bajo precio de sus productos es la artillería pesada con la que derrumba todas

las murallas de la China, con la que obliga a capitular hasta a los salvajes más xenófobos y

fanáticos. Obliga a todas las naciones a abrazar el régimen de producción de la burguesía o a

perecer. Les obliga a implantar en su propio seno la llamada civilización, es decir, a hacerse

burguesas. Resumiendo: se crea un mundo a su imagen y semejanza.

La burguesía somete el campo al dominio de la ciudad y crea urbes enormes. Acrecienta en

una fuerte proporción la población urbana con respecto a la rural y rescata a una parte

considerable de la población de la estrechez de miras de la vida en el campo. Y del mismo

modo que somete el campo a la ciudad, somete a los pueblos bárbaros y semibárbaros a las

naciones civilizadas, a los pueblos campesinos a los pueblos burgueses, el oriente al occidente.

La burguesía va concentrando cada vez más los medios de producción, la propiedad y la

población del país. Reúne a la población, centraliza los medios de producción y concentra en

manos de unos pocos la propiedad. Por lógica, este proceso tenía que conducir a un régimen

de centralización política. Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses

distintos, distintas leyes, gobiernos autónomos y líneas aduaneras propias; se asocian y

refunden en una única nación, bajo un Gobierno, una ley, un interés nacional de clase y una

sola línea aduanera.

En el siglo escaso que lleva como clase dominante, la burguesía ha creado fuerzas

productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas.

Pensemos en el sometimiento de las fuerzas naturales al hombre, en la maquinaria, en la

aplicación de la química a la industria y la agricultura, en la navegación mediante el vapor, en

los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la roturación de continentes enteros, en los ríos

abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que brotaron de la tierra como por milagro…

¿Quién en los pasados siglos pudo sospechar siquiera que en el trabajo de la sociedad, yaciesen

ocultas tantas y tales energías, y tales capacidades de producción?

Hemos visto, que los medios de producción y de transporte sobre los cuales se desarrolló la

burguesía, brotaron en el seno de la sociedad feudal. Cuando estos medios de transporte y de

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producción alcanzaron una determinada fase en su desarrollo, las condiciones en que la

sociedad feudal producía y comerciaba, la organización feudal de la agricultura y la

manufactura, en una palabra, todo el régimen feudal de propiedad, ya no se correspondía con

el estado de desarrollo de las fuerzas productivas. Obstruía la producción en vez de fomentarla

y se había convertido en un impedimento. Era necesario destruirlo, y lo destruyeron.

Vino a ocupar su puesto la libre competencia, con la constitución política y social adecuada

para ello, mediante la hegemonía económica y política de la clase burguesa.

Actualmente, ante nuestros ojos, se está produciendo algo parecido. Las condiciones de

producción y de cambio de la burguesía, el régimen burgués de la propiedad, la sociedad

burguesa moderna, que ha sabido hacer brotar como por encanto tan fabulosos medios de

producción y de transporte, recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus que

conjuró. Desde hace varias décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la

historia de las fuerzas productivas modernas, que se rebelan contra el vigente régimen de

producción, contra el vigente régimen de propiedad, en el que residen las condiciones de vida y

de predominio político de la burguesía. Baste con mencionar las crisis económicas, cuyos ciclos

periódicos suponen un peligro cada vez mayor para la existencia de toda la sociedad burguesa.

Éstas, además de destruir una gran parte de los productos elaborados, aniquilan una parte

considerable de las fuerzas productivas existentes. En las crisis se desata una epidemia social,

que en cualquiera de las épocas pasadas hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia

de la sobreproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estado de barbarie

momentánea; se diría que una plaga de hambre o una gran guerra aniquiladora la han dejado

esquilmada, sin recursos para subsistir. La industria y el comercio parece que hubiesen sido

destruidos. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados

recursos, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone,

no sirven ya para fomentar el régimen burgués de propiedad; pues se han hecho demasiado

poderosas para servir a este régimen, restringiendo su desarrollo. Y tan pronto como logran

vencer este obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa, amenazando con dar al

traste con el régimen burgués de propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya

demasiado angostas para abarcar las riquezas que ellas mismas engendran. ¿Cómo se

sobrepone la burguesía a las crisis económicas? De dos formas: destruyendo violentamente una

gran masa de fuerzas productivas y conquistando nuevos mercados, a la par que procurando

explotar más concienzudamente los mercados antiguos. Es decir, que remedia unas crisis

preparando otras más profundas e importantes, y destruyendo los medios de que dispone para

prevenirlas.

Las armas con que la burguesía derribó al feudalismo, se vuelven ahora contra ella.

La burguesía no sólo forja las armas que han de provocarle la muerte, sino que además,

pone en pie a los hombres llamados a manejarlas. Estos hombres son los obreros modernos:

los proletarios.

En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, se desarrolla

también el proletariado, esa clase obrera moderna, que sólo puede vivir encontrando trabajo, y

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que sólo encuentra trabajo, en la medida en que éste alimenta el incremento del capital. El

obrero, obligado a venderse a plazos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta por tanto a

todos los cambios y modalidades del mercado, a todas las fluctuaciones del mercado.

La división del trabajo y la extensión de la maquinaria en la situación actual del proletariado,

le quitan al trabajo todo carácter autónomo, toda libre iniciativa y todo encanto para el obrero.

El trabajador se convierte en un simple resorte de la máquina, del que sólo se exige una

operación mecánica, monótona, de fácil aprendizaje. Por eso, el desembolso que supone un

obrero, se reduce poco más o menos, al mínimo que necesita para vivir y reproducirse. Pero el

precio de una mercancía, y como una de tantas el trabajo, equivale a su coste de producción.

Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún,

cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también el

trabajo para el obrero, bien porque se le alargue la jornada, porque se le intensifique el

rendimiento exigido, se le acelere la marcha de las máquinas u otras causas.

La industria moderna ha convertido el pequeño taller del maestro patriarcal, en la gran

fábrica del magnate capitalista. Las masas de obreros concentrados en la fábrica, son sometidas

a una organización y disciplina militares. Los obreros, soldados rasos de la industria, trabajan

bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos, oficiales y jefes. No son sólo esclavos de la

burguesía y del estado burgués, sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo

esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre todo, del industrial burgués dueño de la

fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino, más odioso, más indignante, cuanta mayor

es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.

Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el trabajo manual, es decir, cuanto

mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria, también es mayor la proporción en

que el trabajo de la mujer y del niño desplaza al del hombre. Socialmente, ya no rigen para la

clase obrera las diferencias de edad y de sexo. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros

instrumentos de trabajo, entre los que no hay más diferencia que la del coste.

Y cuando la explotación del obrero por el fabricante ya ha dado su fruto, y aquél recibe su

salario, caen sobre él los demás representantes de la burguesía: el casero, el tendero, el

prestamista, etc.

Toda una serie de elementos modestos que venían perteneciendo a la clase media, pequeños

industriales, comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos por el proletariado.

Unos, porque su pequeña fortuna no basta para alimentar las exigencias de la gran industria y

sucumben arrollados por la competencia con capitales más fuertes, y otros, porque sus

aptitudes profesionales quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la producción. Así,

todas las clases sociales contribuyen a nutrir las filas del proletariado.

La historia del proletariado va pasando por distintas etapas, pero su lucha contra la

burguesía se inicia ya en el momento en que comienza su existencia.

Al principio son obreros aislados, luego los de una fábrica, después los de toda una rama de

trabajo, los que se enfrentan en una localidad con la burguesía que personal y directamente les

explota. Sus ataques no van sólo contra el régimen burgués de producción, van también contra

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los propios instrumentos de producción. Los obreros sublevados destruyen las mercancías

ajenas que les hacen la competencia, destrozan las máquinas, prenden fuego a las fábricas,

pugnan por volver a la situación ya enterrada del obrero medieval.

En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada por todo el país y desunida

por la competencia entre ellos. Las concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto

de su propia unión, sino fruto de la unión de la burguesía, que para alcanzar sus propios fines

políticos, tiene que poner en movimiento, cosa que todavía logra, a todo el proletariado. En

esta etapa, los proletarios no combaten todavía contra sus enemigos, sino contra los enemigos

de sus enemigos. Contra los vestigios de la monarquía absoluta, de los grandes señores de la

tierra, de los burgueses no industriales, de los pequeños burgueses. La marcha de la historia

está toda concentrada en manos de la burguesía y cada triunfo así alcanzado es un triunfo de la

clase burguesa.

Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo nutre las filas del proletariado, sino que las

aprieta y concentra. Al tiempo que su fuerza crece, el proletariado se va dando cuenta de esta.

Y al paso que la maquinaria va borrando las diferencias y las categorías en el trabajo, y

reduciendo los salarios casi en todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, se igualan también

los intereses y las condiciones de vida dentro del proletariado. La competencia cada vez mayor

desatada entre la burguesía y las crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más

inseguro el salario del obrero. Los progresos incesantes y cada día más veloces del

maquinismo, aumentan gradualmente la inseguridad de su existencia. Las colisiones entre

obreros y burgueses aislados van tomando el carácter, cada vez más señalado, de colisiones

entre dos clases. Los obreros empiezan a coaligarse en contra de los burgueses. Se asocian y se

unen para defender sus salarios. Llegan incluso a crear organizaciones permanentes para

aprovisionarse en previsión de posibles enfrentamientos. De vez en cuando, estallan revueltas

y sublevaciones.

Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero siempre transitorio. El verdadero

objetivo de estas luchas, no es conseguir un resultado inmediato, sino el ir extendiendo y

consolidando la unión obrera. Ayudan a ello, los sistemas de comunicación cada vez más

asequibles, creados por la gran industria y que se utilizan para poner en contacto a los obreros

de las diversas regiones y localidades. Gracias a las comunicaciones, las múltiples acciones

locales, que en todas partes presentan un carácter idéntico, se convierten en un movimiento

nacional, en una lucha de clases. Y toda lucha de clases es una acción política. Las ciudades de

la Edad Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para coaligarse. El

proletariado moderno, gracias a los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos años.

Esta organización de los proletarios como clase, que tanto vale decir como partido político,

se ve minada a cada momento por la competencia desatada entre los propios obreros. Pero

avanza y siempre triunfa, a pesar de todo, cada vez más fuerte, más firme, más pujante. Y

aprovechándose de las discordias que surgen en el seno de la burguesía, impone la sanción

legal de sus propios intereses. Así nace en Inglaterra, la ley de la jornada de diez horas.

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Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua sociedad, imprimen nuevos

impulsos al proletariado. La burguesía lucha incesantemente, primero contra la aristocracia,

después contra aquellos sectores de la propia burguesía cuyos intereses chocan con los

progresos de la industria y siempre contra la burguesía de los demás países. Para librar estos

combates, no tiene más remedio que apelar al proletariado, reclamar su auxilio, arrastrándolo

así al escenario político. Y de este modo le suministra elementos de fuerza, es decir, armas

contra sí misma.

Además, como hemos visto, los progresos de la industria empujan hacia el proletariado a

sectores enteros de la clase dominante, o al menos amenazan su nivel de vida. Y estos

elementos suministran nuevas fuerzas al proletariado.

Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de clases está a punto de decidirse, es tan

violento y tan claro el proceso de desintegración de la clase gobernante latente en el seno de la

sociedad antigua, que una pequeña parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa

revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus manos el porvenir. Y así como antes una

parte de la nobleza se pasó a la burguesía, ahora una parte de la burguesía se pasa al campo del

proletariado. En este tránsito rompen la marcha los intelectuales burgueses, que han

conseguido una comprensión global de la historia.

De todas las clases que hoy en día se enfrentan con la burguesía, no hay más que una

verdaderamente revolucionaria: el proletariado. Las demás están pereciendo y desapareciendo

con la gran industria. El proletariado, en cambio, es su producto genuino y peculiar.

Los elementos de las clases medias, el pequeño industrial, el pequeño comerciante, el

artesano, el labriego, todos luchan contra la burguesía, para salvar de la ruina su existencia

como tales clases. No son pues revolucionarios, sino conservadores. Más todavía, son

reaccionarios, pues pretenden hacer retroceder el curso de la historia. Todo lo que tienen de

revolucionario, es lo que desemboca en su inminente tránsito hacia el proletariado. Con esa

actitud, no defienden sus intereses actuales, sino los futuros. Se despojan de sus puntos de

vista, para abrazar los del proletariado.

El lumpemproletariado, ese producto pasivo de la putrefacción de las capas más bajas de la

vieja sociedad, resultará en parte arrastrado al movimiento por la revolución proletaria, aunque

sus condiciones de vida lo hacen más propicio a dejarse comprar como instrumento de los

manejos reaccionarios.

Las condiciones de vida de la vieja sociedad, aparecen ya destruidas en las condiciones de

vida del proletariado. El proletario carece de bienes. Sus relaciones con su mujer y con sus

hijos, no tienen ya nada de común con las relaciones familiares burguesas. La producción

industrial moderna, el moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en Francia,

en Alemania que en Norteamérica, borra en el proletariado todo carácter nacional. Las leyes, la

moral, la religión, son para él otros tantos prejuicios burgueses, tras los que se ocultan otros

tantos intereses de la burguesía.

Todas las clases que le precedieron y conquistaron el poder procuraron consolidar las

posiciones adquiridas, sometiendo a la sociedad entera a su régimen de adquisición. Los

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proletarios, sólo pueden conquistar para sí las fuerzas sociales de la producción, aboliendo el

régimen adquisitivo al que se hallan sujetos, y con él todo el régimen de apropiación de la

sociedad hasta el momento. Los proletarios no tienen nada propio que asegurar o consolidar,

sino el destruir todo lo que hasta el presente ha asegurado y garantizado la propiedad privada.

Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido movimientos desatados por una

minoría o en interés de una minoría. El movimiento proletario es el movimiento autónomo de

la inmensa mayoría, en interés de una mayoría inmensa. El proletariado, la clase más baja y

oprimida de la sociedad actual, no puede levantarse ni alzarse, sin hacer saltar, hecho añicos

desde los cimientos hasta el tejado, todo ese edificio que forma la sociedad oficial, con todas

sus capas y estratos.

Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña del proletariado contra la burguesía

empieza siendo nacional. Es lógico que el proletariado de cada país ajuste ante todo las cuentas

con su propia burguesía.

Al esbozar en líneas muy generales las diferentes fases de desarrollo del proletariado, hemos

seguido las incidencias de una guerra civil más o menos disimulada, que se plantea en el seno

de la sociedad vigente, hasta el momento en que esa guerra civil desencadena una revolución

abierta y franca, y el proletariado derrocando por la fuerza a la burguesía, cimentará las bases

de su poder.

Como hemos visto, hasta hoy en día, toda sociedad ha descansado en el antagonismo entre

las clases oprimidas y las opresoras. Mas para poder oprimir a una clase, es menester asegurarle

por lo menos las condiciones indispensables para la vida, pues de otro modo se extinguiría y

con ella su esclavitud. El siervo de la gleba se vio aupado a miembro del municipio sin salir de

la servidumbre, del mismo modo que el villano convertido en burgués, siguió bajo el yugo del

absolutismo feudal. La situación del obrero moderno es muy distinta, pues lejos de mejorar

conforme progresa la industria, decae y empeora por debajo del antiguo nivel de su propia

clase. El obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en proporciones mucho mayores

que la población y la riqueza. He ahí una prueba palmaria de la incapacidad de la burguesía

para seguir gobernando la sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de su vida

como clase. Es incapaz de gobernar, porque es incapaz de garantizar a sus esclavos la

existencia, ni aun dentro de su esclavitud, porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una

situación tal de desamparo, que no tiene más remedio que mantenerlos, cuando son ellos

quienes debieran mantenerla a ella. La sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de

esa clase. La existencia de la burguesía se ha hecho incompatible con la supervivencia de la

sociedad.

La existencia y el predominio de la clase burguesa tiene como objetivo principal, la

concentración de la riqueza en manos de unos cuantos individuos, la formación e incremento

constante del capital, y éste a su vez, no puede existir sin el trabajo asalariado. El trabajo

asalariado origina inevitablemente la competencia de los obreros entre sí. Los progresos de la

industria, consecuencia de la acción de la burguesía, sustituye la desunión de los obreros, fruto

de la competencia que se establece entre ellos, por su unión revolucionaria mediante las

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asociaciones obreras. Así, al desarrollarse la gran industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus

pies las bases sobre las que produce y se apropia de lo producido. Y a la par que avanza, se

cava su fosa y crea a sus propios enterradores. Su muerte y el triunfo del proletariado, son

igualmente inevitables.

PROLETARIOS Y COMUNISTAS

¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?

Los comunistas no forman un partido distinto, enfrentado a los demás partidos obreros.

No tienen intereses propios que se distingan de los intereses generales del proletariado. No

profesan principios especiales, con los que aspiren a modelar el movimiento proletario.

Los comunistas sólo se distinguen de los demás partidos proletarios, en que reivindican

siempre, en todas y cada una de las luchas nacionales proletarias, los intereses comunes de todo

el proletariado independiente de su nacionalidad; y que cualquiera que sea la etapa histórica en

que se encuentre la lucha entre el proletariado y la burguesía, atienden siempre al interés del

movimiento obrero en su totalidad.

Los comunistas son pues, en la práctica, la parte más decidida de la totalidad del

movimiento obrero, la que siempre lo impulsa hacia adelante. En la teoría, aventajan a las

grandes masas del proletariado en su clara visión de las condiciones, la marcha y los resultados

generales a los que ha de abocar el movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al que persiguen los demás partidos

proletarios en general: formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el régimen de la

burguesía y llevar al proletariado a la conquista del poder.

Las teorías comunistas, por supuesto, no descansan en las ideas, en los principios forjados o

descubiertos por ningún redentor de la humanidad. Todas son expresión en general, de las

condiciones materiales, de una lucha de clases real y viva, de un movimiento histórico, que se

está desarrollando a la vista de todos. La abolición del régimen de propiedad vigente, no es

tampoco ninguna característica peculiar del comunismo.

Todos los sistemas históricos de propiedad han estado siempre sujetos a cambios históricos,

a alteraciones históricas constantes.

Así, por ejemplo, la revolución francesa abolió el sistema de propiedad feudal, para instaurar

sobre sus ruinas el sistema de propiedad burgués.

Lo que caracteriza al comunismo, no es la abolición de la propiedad en general, sino la

abolición del sistema de propiedad burgués. Este nuevo sistema de propiedad burgués, es la

más acabada y última expresión de la producción y de la apropiación de esa producción,

basándose esta apropiación en el enfrentamiento entre clases, en la explotación de unos

hombres por otros.

Así entendido, pueden los comunistas resumir su pensamiento en esa frase: abolición de la

propiedad privada.

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Se nos reprocha a los comunistas, que queremos destruir la propiedad personal

honradamente adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano. Esa propiedad que es para el

hombre la base de toda libertad, el acicate de todas las actividades y la garantía de toda

independencia personal.

¡La propiedad personal honradamente adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano!

¿Acaso os referís a la propiedad del humilde artesano o del pequeño labriego, antecedente

histórico de la propiedad burguesa? No, ésa no necesitamos destruirla, el desarrollo de la

industria ya lo ha hecho y lo continúa haciendo a todas horas.

¿O más bien os referís, a la moderna propiedad privada adquirida por la burguesía?

Pero decidnos, ¿es que acaso el trabajo asalariado, el trabajo del proletario, le reporta a éste

alguna riqueza? En modo alguno. Lo que genera es capital. Esa forma de propiedad que se

nutre de la explotación del trabajo asalariado, y que sólo puede crecer y multiplicarse, a

condición de engendrar nuevo trabajo asalariado, para hacerlo también objeto de su

explotación. La propiedad, en la forma en que hoy en día se presenta, genera un

enfrentamiento entre el capital y el trabajo asalariado.

Vamos a examinar ambos conceptos enfrentados.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la

producción. El capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha más que por la

cooperación de muchos individuos, y aún cabría decir que en rigor, esta cooperación abarca la

actividad común de todos los individuos de la sociedad. El capital, no es pues una propiedad

personal, sino un bien social.

Por lo tanto, si el capital se transforma en propiedad colectiva, perteneciente a todos los

miembros de la sociedad, la propiedad personal no se está transformando en propiedad social.

A lo único a lo que aspiramos, es a transformar su carácter nominal de propiedad privada, para

que nominalmente deje de ser propiedad de una clase social.

Vamos a hablar ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo posible. Es decir, el mínimo necesario

para que el obrero permanezca vivo. Todo lo que el obrero asalariado obtiene con su trabajo,

es pues, lo que estrictamente necesita para seguir viviendo y reproduciéndose. Nosotros no

aspiramos en modo alguno, a impedir los ingresos generados mediante el trabajo personal,

destinados a adquirir los bienes necesarios para la vida. Unos ingresos que no se originan

mediante la explotación de otros hombres, ni generan un capital para explotarlos

posteriormente. Sólo aspiramos a destruir el carácter ignominioso de la explotación burguesa,

en la que el obrero sólo vive para multiplicar el capital. Tan sólo vive en la medida en que es

beneficioso para la clase explotadora.

En la sociedad burguesa, el trabajo del hombre no es más que un medio para incrementar el

trabajo acumulado. En la sociedad comunista, el trabajo acumulado será por el contrario, un

simple medio para dilatar, fomentar y enriquecer la vida del obrero.

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Así pues, en la sociedad burguesa el pasado impera sobre el presente; en la comunista,

imperará el presente sobre el pasado. En la sociedad burguesa se reserva al capital toda

personalidad e iniciativa, el individuo trabajador, carece de iniciativa y personalidad.

¡Y a la abolición de este estado de cosas, la burguesía lo llama abolición de la personalidad y

la libertad! Y sin embargo, tiene razón. En efecto, queremos ver abolidas la personalidad, la

independencia y la libertad burguesas.

Por libertad se entiende, dentro del régimen burgués de producción, la libertad de tráfico y

de comercio, la libertad de comprar y de vender.

Desaparecido el trapicheo, forzosamente desaparecerá también el libre trapicheo. La

apología del libre trapicheo, como en general todos los ditirambos liberales que entona nuestra

burguesía, sólo tienen sentido y razón de ser, en cuanto que significaron la emancipación de las

trabas y de la servidumbre de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición comunista de

este trapicheo, del sistema burgués de producción, y de la propia burguesía.

Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡como si en el seno de la

sociedad actual, la propiedad privada no estuviese ya abolida, para nueve décimas partes de la

población! ¡Como si no existiese precisamente, a costa de no existir para la inmensa mayoría!

¿Qué es pues, lo que en rigor nos reprocháis? Querer destruir un régimen de propiedad que

tiene por necesaria condición, el despojo de la inmensa mayoría de la sociedad.

Nos reprocháis, para decir de una vez la verdad, que queremos abolir vuestra propiedad.

Pues sí, es precisamente a eso a lo que aspiramos.

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no puede convertirse ya en capital, en

dinero, en renta, en un poder social monopolizable; desde el momento en que la propiedad

personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona ya no existe.

Con eso confesáis, que para vosotros no hay más persona que el burgués, que el capitalista.

Pues bien, la personalidad así concebida, es la que nosotros queremos destruir.

El comunismo, no priva a nadie del poder adquirir bienes y servicios; lo único que no

admite, es que por estos medios, alguien se apodere del trabajo ajeno.

Se arguye, que abolida la propiedad privada, cesará toda actividad productiva y reinará la

más absoluta vagancia.

Según esto, ya hace mucho tiempo que se habría hundido en la vagancia una sociedad como

la burguesa, en la que los que trabajan no se enriquecen y los que verdaderamente se

enriquecen, son precisamente los que no trabajan. Vuestra objeción viene a reducirse, a fin de

cuentas, a una verdad que no necesita demostración, y que es, que al desaparecer el capital,

desaparecerá también el trabajo asalariado.

Las objeciones formuladas contra el régimen comunista de producción y obtención de la

riqueza, se hacen extensivas también a la producción y la apropiación de los productos

espirituales. Y así como para el burgués, el destruir la propiedad burguesa equivale a destruir la

producción; el destruir su cultura de clase, es para él, sinónimo de destruir la cultura en general.

Esa cultura, cuya pérdida tanto deplora la burguesía, es para la inmensa mayoría de las

personas, la cultura que les convierte en una máquina.

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Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la propiedad burguesa, partiendo de

vuestras ideas burguesas de libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta, de que esas

mismas ideas, son fruto del régimen burgués de propiedad y de producción. Del mismo modo

que vuestro derecho, no es más que vuestra voluntad de clase elevada al rango de ley. Una

voluntad que tiene su origen y encarnación, en las condiciones materiales de vida de vuestra

clase.

Compartís con todas las clases dominantes que han existido y perecieron, la idea interesada

de que vuestro régimen de producción y de propiedad, obra de condiciones históricas que

desaparecerán con el transcurso del tiempo, descansa sobre leyes naturales eternas y sobre los

dictados de la razón. Os explicáis que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que

pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis explicar, es que perezca vuestro sistema de

producción burgués.

¡Abolición de la familia! Hasta los más radicales se escandalizan, al mencionar tales

intenciones satánicas de los comunistas.

¿En qué se fundamenta el sistema familiar actual, la familia burguesa? En el capital, en el

lucro privado. Sólo la burguesía tiene una verdadera familia, en el pleno sentido de la palabra, y

esta familia se asienta en la forzosa carencia de relaciones familiares por parte de los proletarios

y en la prostitución pública.

Es lógico que la familia burguesa como institución desaparezca, al desaparecer la base sobre

la que se asienta, y que una y otra dejen de existir, al dejar de existir el capital que les sirve de

base.

¿Nos reprocháis, que aspiramos a abolir la explotación de los hijos por sus padres?

Efectivamente, nos declaramos culpables de ese horrendo crimen.

Pero decís que abolimos los vínculos familiares más íntimos, suplantando la educación

familiar por la social.

¿Acaso vuestra educación, no está también influida por la sociedad? ¿No está también

influida, por las condiciones sociales en que se desarrolla, por la intromisión más o menos

directa, de la sociedad a través de la escuela, etc.? No son los comunistas los que se inventan

esa intromisión de la sociedad en la educación; lo que hacen, es modificar el carácter clasista

que tiene actualmente y sustraerla de la influencia de la clase dominante.

Esas declamaciones burguesas sobre la familia y la educación, sobre la intimidad de las

relaciones entre padres e hijos, son tanto más repugnantes, cuanto más se desgarran los lazos

familiares de los proletarios debido a la gran industria, que va convirtiendo a los hijos en

simples mercancías y en meros instrumentos de trabajo.

¡Pero vosotros, los comunistas, nos grita la burguesía entera a coro, lo que pretendéis, es

colectivizar a las mujeres!

Como el burgués no ve en la mujer más que un simple instrumento de producción, al

oírnos proclamar que los instrumentos de producción deben ser explotados colectivamente, no

puede por menos que pensar, que este régimen colectivo de propiedad se hará extensivo

también a las mujeres.

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No advierte que de lo que se trata, es precisamente de acabar con la situación de la mujer,

como mero instrumento de producción.

Nada más ridículo, por otra parte, que esos alardes de grandísima indignación de nuestros

burgueses, henchidos de la más alta moral, al hablar de la colectivización de las mujeres por el

comunismo. Los comunistas no tienen por qué molestarse en implantar la comunidad de

mujeres, pues ésta ha existido casi siempre en la sociedad.

Por lo visto, a nuestros burgueses no les basta con tener a su disposición a las mujeres y a

los hijos de los proletarios ¡y no hablemos de la prostitución oficial!, sino que sienten una

grandísima complacencia seduciendo a las mujeres de los demás burgueses.

En realidad, ya el matrimonio burgués es verdaderamente una comunidad de las esposas. A

lo sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender sustituir la situación actual de la

mujer, hipócrita y aparentemente recatada, por una colectivización oficial, franca y abierta. Por

lo demás, es fácil comprender, que al abolirse el actual sistema de producción desaparecerá con

él la comunidad de las mujeres que engendra, por ejemplo, con la prostitución oficial y la

encubierta.

A los comunistas se nos reprocha también, que queramos abolir la patria, la nacionalidad.

Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. Puesto que el

proletariado debe conquistar primero el poder político, antes de elevarse hasta constituir la

primera clase nacional, constituyéndose a sí mismo como nación; resulta evidente que también

en él reside un sentido nacional, aunque esa concepción no coincide ni mucho menos con la

que tiene la burguesía.

Las diferencias nacionales entre los pueblos desaparecen cada día más con el desarrollo de

la burguesía, con la libertad de comercio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la

producción industrial y con las condiciones de vida que engendran.

El triunfo del proletariado acelerará su desaparición. La acción coordinada de los

proletarios, por lo menos en las naciones civilizadas, es una de las principales condiciones para

su emancipación. En la medida y a la par que vaya desapareciendo la explotación de unos

individuos por otros, desaparecerá también la explotación de unas naciones por otras.

Con el fin del antagonismo de las clases en el seno de cada nación, se borrará la hostilidad

de las naciones entre sí.

No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen contra el comunismo, desde el

punto de vista religioso-filosófico e ideológico en general.

¿Hace falta ser un lince para comprender, que al cambiar las condiciones de vida, las

relaciones sociales, la existencia social del hombre; se modifican también sus ideas, sus

opiniones y sus conceptos, en una palabra, su conciencia?

¿La historia de las ideas, no es una prueba evidente, de cómo cambia y se transforma la

producción espiritual, con la material? Las ideas imperantes en una época, han sido siempre las

ideas propias de su clase dominante.

Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con ello no se hace más que dar

expresión al hecho de que en el seno de la sociedad antigua, ya han germinado los elementos

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materiales necesarios para que se genere la nueva sociedad, y a la par que se esfuman o

derrumban las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las ideas antiguas.

Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las religiones antiguas fueron

vencidas y suplantadas por el cristianismo. En el siglo XVIII, cuando las ideas cristianas

sucumbían ante el racionalismo, la sociedad feudal pugnaba desesperadamente haciendo un

último esfuerzo contra la burguesía, entonces revolucionaria. Las ideas de libertad de

conciencia y de libertad religiosa, no hicieron más que proclamar el triunfo de la libre

conciencia en el mundo ideológico.

Se nos dirá que las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas, etc., aunque

sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan siempre un fondo de perennidad, y que por

debajo de esos cambios, siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política,

un derecho.

“Pero”, se seguirá arguyendo, “las ideas religiosas, morales, filosóficas, políticas, jurídicas,

etc. se modificaron, sin duda, en el curso de la evolución histórica, aunque la existencia de la

religión, la moral, la filosofía, la política o el derecho ha pervivido siempre, pese a los

cambios.”.

“Hay, además, verdades eternas, como la libertad, la justicia, etc., que son comunes a todas

las situaciones sociales. Pero el comunismo suprime las verdades eternas, deroga la religión o la

moral, en vez de darles una forma nueva, y por eso, está en contradicción con todas las

evoluciones históricas anteriores.”.

Veamos a qué queda reducida esta acusación.

Hasta hoy en día, la historia de todas las sociedades existentes, ha sido una constante

sucesión de antagonismos de clase, que revisten diversas modalidades, según las épocas.

Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la explotación de una parte de la

sociedad por la otra, es un hecho común a todas las épocas históricas. Nada tiene pues de

extraño, que la conciencia social de todas las épocas pasadas, pese a toda su enorme variedad y

a sus grandes difidencias, se atenga a ciertas formas comunes de conciencia, que sólo

desaparecerán, cuando desaparezcan totalmente los antagonismos de clase.

La revolución comunista viene a romper de la manera más radical con el régimen tradicional

de la propiedad; nada tiene pues de extraño, que según se vaya implantando vaya rompiendo

de la forma más radical, con las ideas más tradicionales.

Pero no queremos detenernos por más tiempo en los reproches de la burguesía contra el

comunismo.

Ya hemos dicho, que el primer paso de la revolución obrera será el ascenso del proletariado

al poder, la conquista de la democracia.

El proletariado se valdrá del poder, para ir despojando paulatinamente a la burguesía de

todo el capital, de todos los instrumentos de la producción, centralizándolos en manos del

estado, es decir, del proletariado organizado como clase gobernante, y procurando fomentar

por todos los medios y con la mayor rapidez posible, las energías productivas.

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Claro está que al principio, esto sólo podrá llevarse a cabo mediante una acción despótica

sobre la propiedad y el régimen burgués de producción, por medio de medidas, que aunque de

momento parezcan económicamente insuficientes e insostenibles, en el transcurso del

movimiento serán un gran resorte propulsor, y de las que no puede prescindirse, como medio

para transformar todo el régimen de producción vigente.

Naturalmente, estas medidas no podrán ser las mismas en todos los países.

Sin embargo, para los países más avanzados, se podrán emplear de forma casi generalizada

las siguientes:

1. Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos

públicos.

2. Fuerte impuesto progresivo.

3. Abolición del derecho de herencia.

4. Confiscación de la fortuna de todos los emigrados y rebeldes.

5. Centralización del crédito en el estado, por medio de bancos nacionales, con capital del

estado y régimen de monopolio.

6. Nacionalización de los transportes.

7. Aumento de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora

de terrenos con arreglo a un plan colectivo.

8. Proclamación del deber general de trabajar. Creación de ejércitos industriales,

principalmente en el campo.

9. Organización de las explotaciones agrícolas e industriales. Tendencia a ir borrando

gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.

10. Educación pública y gratuita para todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las

fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material,

etc.

Tan pronto como con el transcurso del tiempo, hayan desaparecido todas las diferencias de

clase y toda la producción esté concentrada en manos de la sociedad, los poderes públicos

perderán su carácter político. Ese poder político, que no es más que el poder organizado de

una clase para la opresión de otra.

Si en su lucha contra la burguesía se fuerza necesariamente al proletariado a organizarse

como clase; si después, gracias a una revolución se convierte en la clase dominante y como

clase dominante derriba por la fuerza el régimen vigente de producción; hará desaparecer junto

a estas relaciones de producción, las causas de los antagonismos de clase, las clases mismas y

por tanto, su papel como clase dominante.

Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus antagonismos de clase, le sustituirá una

asociación en la que el libre desarrollo de cada uno, condicione el libre desarrollo de todos.

LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA

1. Los socialismos reaccionarios

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a) El socialismo feudal

Por su posición histórica, la aristocracia francesa e inglesa, cuando ya no pudo hacer otra

cosa, se dedicó a escribir libelos contra la sociedad burguesa moderna. En la revolución

francesa de julio de 1830 y en el movimiento reformista inglés, volvió a sucumbir arrollada por

el odiado intruso. No pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le quedaba otra arma

que la escritura. Pero también en el escenario literario habían cambiado los tiempos. Ya no era

posible seguir empleando el lenguaje nobiliario de la época de la restauración. Para ganar

adeptos, la aristocracia finge olvidar sus verdaderos intereses y se dedica a atacar a la burguesía,

no teniendo más interés aparente, que el de defender los intereses de los obreros vilmente

explotados por ésta. Se da el gusto de componer canciones infamantes y difamatorias contra su

nuevo amo, y de susurrarle al oído profecías más o menos siniestras y catastróficas.

Así nació el socialismo feudal, una mezcla de lamentos, ecos del pasado y rumores sordos

sobre el porvenir. Un socialismo que de vez en cuando le asesta a la burguesía un golpe en el

corazón con sus razonamientos irrisorios y mordaces, aunque normalmente sus ridiculeces

sólo producen risa por su total incapacidad para comprender la marcha de la historia.

Para atraer al pueblo agitan como bandera el saco de las limosnas, con las que pretenden

atender a los proletarios. En cuanto el pueblo se agrupa a su alrededor, inmediatamente se da

cuenta de que aún llevan los blasones bordados en el culo, y se dispersa con una risotada

totalmente irrespetuosa.

Una parte de los legitimistas franceses y de la joven Inglaterra, han dado al público este

lamentable espectáculo.

Esos antiguos señores feudales, que insisten en demostrar que sus modos de explotación no

se parecían en nada a los de la burguesía actual, se olvidan de una cosa: de que las

circunstancias y condiciones en que ellos llevaban a cabo su explotación ya han desaparecido.

Y al enorgullecerse de que bajo su régimen no existía el moderno proletariado, no se dan

cuenta, de que la burguesía moderna a la que tanto desprecian, es un producto históricamente

necesario de su desaparecido orden social.

Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el sello reaccionario de sus doctrinas y

así se explica que su más rabiosa acusación contra la burguesía, sea precisamente la de crear y

fomentar bajo su régimen, una clase social que está llamada a derruir todo el orden social

actual.

Lo que más reprochan a la burguesía, no es el engendrar un proletariado, sino el engendrar

un proletariado revolucionario.

Por eso, en la práctica están siempre dispuestos a tomar parte en todas las acciones

violentas y actos represivos contra la clase trabajadora. En realidad, pese a toda su retórica

ampulosa, también se dedican a recoger sus huevos de oro y a cambiar la nobleza, el amor y el

honor caballerescos, por el vil comercio de la lana, la remolacha y el aguardiente.

De la misma forma que los curas y los nobles están siempre juntos, el socialismo feudal y el

socialismo clerical, también caminan juntos.

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Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un barniz socialista. ¿No combatió también el

cristianismo, contra la propiedad privada, contra el matrimonio, contra el Estado? ¿No predicó

frente al estado la caridad y la limosna, el celibato y la mortificación de la carne, la vida

monástica y la iglesia? El socialismo cristiano no es más el hisopazo, con el que el que clérigo

bendice el santo cabreo del aristócrata.

b) El socialismo pequeñoburgués

La aristocracia feudal no es la única clase derrocada por la burguesía, no es la única clase

cuyo sistema de vida ha sido destruido por la moderna burguesía. Los villanos medievales y los

pequeños labriegos fueron los precursores de la burguesía actual. En los países en que la

industria y el comercio no han alcanzado un elevado grado de desarrollo, esta clase permanece

eternamente inmovilista, pero aliada de la ascendente burguesía.

En los países en los que la civilización ha alcanzado un elevado grado de progreso, ha

venido a formarse una nueva clase pequeño burguesa, a medias entre la burguesía y el

proletariado, que aunque está muy ligada a la gran burguesía, no hace más que brindar nuevos

elementos al proletariado, arrojados a éste por la libre competencia. Al desarrollarse la gran

industria, llega un momento en que esa parte de la sociedad moderna pierde su razón de ser y

se ve suplantada en el comercio, en la manufactura y en la agricultura, por capataces,

asalariados y criados.

En países como Francia, en que los campesinos representan mucho más de la mitad de la

población, es natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del proletariado contra la

burguesía, tomen como norma para criticar el régimen burgués los intereses de los pequeños

burgueses y de los campesinos, simpatizando con la causa obrera mediante las ideas de la

pequeña burguesía. Así nació el socialismo pequeñoburgués. No sólo en Francia, sino también

en Inglaterra. Su principal representante es Sismondi.

Este socialismo ha analizado con una gran agudeza las contradicciones del moderno

régimen de producción y ha puesto al descubierto las hipócritas argucias de los economistas.

Ha puesto de relieve de modo irrefutable los efectos aniquiladores del maquinismo, la división

del trabajo, la concentración de los capitales, la propiedad inmueble, la superproducción, las

crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del

proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman ante

la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras y la

disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional y de las viejas nacionalidades.

Pero en su esencia, este socialismo no tiene más aspiración, que restaurar los antiguos

medios de producción y de cambio, y con ellos el régimen tradicional de propiedad y la

sociedad tradicional; cuando no pretende volver a encajar por la fuerza, los modernos medios

de producción y de comercio, dentro del régimen de propiedad antiguo, que forzosa y

necesariamente se autodestruyó mediante el progreso burgués. En uno y otro caso, peca a la

par de reaccionario y de utópico.

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En la manufactura, pretende la restauración de los viejos gremios. En el campo, la

implantación de nuevo del régimen patriarcal. Esas son sus dos grandes aspiraciones.

Actualmente, esta corriente socialista, ha venido a caer en un cobarde lloriqueo.

c) El socialismo alemán o socialismo “verdadero”

La literatura socialista y comunista de Francia, nacida bajo la presión de una burguesía

gobernante y expresión literaria de la lucha librada contra su opresión, fue importada por

Alemania en el mismo instante en que la burguesía empezaba a sacudirse el yugo del

absolutismo feudal.

Los filósofos, semifilósofos y grandes mentes del país asimilaron ansiosamente esa

literatura, pero olvidando que junto con estas doctrinas no habían pasado la frontera las

condiciones sociales que las originaron. Dada la situación social alemana, la literatura socialista

francesa perdió todo su significado práctico inmediato, para asumir un aspecto puramente

literario y convertirse en una especulación ociosa acerca del espíritu humano. Pasó lo mismo

que con los postulados de la primera revolución francesa, que fueron para los filósofos

alemanes del siglo XVIII los postulados de la “razón práctica” en general. Las aspiraciones de

la burguesía francesa revolucionaria representaban a sus ojos las leyes de la voluntad pura, de la

voluntad ideal, de una voluntad verdaderamente humana.

La única preocupación de los literatos alemanes era armonizar las nuevas ideas francesas

con su vieja conciencia filosófica, o por decirlo mejor, asimilar desde su punto de vista

filosófico aquellas ideas.

Esta asimilación se llevó a cabo por el mismo procedimiento con que se asimila una lengua

extranjera: traduciéndola.

Todo el mundo sabe que los monjes medievales se dedicaban a preservar los manuscritos

que atesoraban las obras clásicas del paganismo, mezclándolos con insubstanciales historias de

santos. Los literatos alemanes procedieron de modo inverso con la literatura francesa profana.

Lo que hicieron fue empalmar sus absurdas ideas filosóficas tras los originales franceses. Así,

donde el original desarrollaba la crítica de las relaciones monetarias, ellos pusieron después:

“expropiación del ser humano”; tras la crítica francesa del estado burgués, escribieron:

“abolición del imperio de lo general abstracto” y otras cosas parecidas.

A esta interpelación mediante locuciones y galimatías filosóficos de las doctrinas francesas

se le bautizó con diversos nombres como: “filosofía del hecho”, “socialismo verdadero”,

“ciencia alemana del socialismo”, “fundamentación filosófica del socialismo” y otros parecidos.

De este modo, castraron la literatura socialista y comunista francesa. Como en manos de los

alemanes ya no expresaba la lucha de una clase contra otra, el profesor alemán se hacía la

ilusión de haber superado la “parcialidad francesa”. En vez de defender verdaderas

necesidades, pregonaba la necesidad de la verdad y como no existían los intereses de un

proletariado inexistente, defendía los intereses del ser humano, del hombre en general, de ese

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hombre que no pertenece a ninguna clase social, que ha dejado de vivir en la realidad para

transportarse al cielo vaporoso de la fantasía filosófica.

Sin embargo, este socialismo alemán que se tomaba tan en serio sus burdos ejercicios

escolares y que tan solemnemente los cacareaba a los cuatro vientos, fue perdiendo poco a

poco su pedantesca inocencia.

En la lucha de la burguesía alemana, y principalmente de la prusiana, contra el régimen

feudal y la monarquía absoluta, el movimiento liberal fue tomando un carácter más serio.

Esto le permitió al “verdadero” socialismo, la esperada ocasión para contraponer las

reivindicaciones socialistas al movimiento político burgués, para lanzar los consabidos

anatemas contra el liberalismo, contra el estado representativo, contra la libre competencia

burguesa, contra la libertad de prensa, la libertad, la igualdad y el derecho burgueses;

predicando ante la masa del pueblo, que con este movimiento burgués no saldría ganando nada

y sí perdiendo mucho. El socialismo alemán olvidaba precisamente, que la crítica francesa, de

la que no era más que un eco sin vida, presuponía la existencia de la sociedad burguesa

moderna, con sus peculiares condiciones materiales de vida y su organización política, es decir,

una sociedad que aún no existía en Alemania, pues la burguesía estaba empezando a luchar

para implantarla.

Este “verdadero” socialismo, les venía de perlas a los gobiernos absolutistas alemanes, con

toda su cohorte de clérigos, maestros de escuela, hidalgüelos raídos y cagatintas; pues les servía

de espantapájaros contra la amenazadora y ascendente burguesía.

Constituyó el complemento dulzón de los feroces latigazos y de las balas de fusil, con que

esos gobiernos respondían a los levantamientos obreros.

El socialismo “verdadero” se convirtió de este modo en un arma en manos de los gobiernos

contra la burguesía alemana, pero además encarnaba de una manera directa otro interés

reaccionario: el de la pequeña burguesía alemana. Esa pequeña burguesía heredada del siglo

XVI, que desde entonces no ha cesado de reaparecer bajo diversas formas y modalidades,

constituye en Alemania la verdadera base social del orden vigente.

Para su supervivencia, sería necesaria la conservación de la actual situación económica

alemana, pues para evitar que desaparezca esta clase, es necesario conservar el orden

actualmente imperante. Teme su ruina segura si se produce el predominio industrial y político

de la gran burguesía, tanto por la concentración de capitales que ello significa, como porque

entraña la formación de un proletariado revolucionario. Consideró que el “verdadero”

socialismo podía matar estos dos pájaros de un tiro y por eso se propagó como una epidemia

por todo el país.

Este ropaje exagerado, tejido con telarañas especulativas, bordado con flores retóricas,

bañado por un rocío sentimental cálidamente amoroso, con el que los socialistas alemanes

envolvían sus deplorables “verdades eternas”, todo hueso y pellejo, sólo incrementó la venta

de su mercancía entre ese público.

Por su parte, el socialismo alemán comprendía cada vez más claramente, que su misión era

la de ser el pomposo representante de esta pequeña burguesía.

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Proclamó que la nación alemana era la nación modelo y al riquillo alemán como al hombre

medio de la calle. A todas las bajezas y villanías de éste les dio un sentido oculto, superior y

socialista, exactamente todo lo contrario de lo que eran. El socialismo “verdadero” fue

consecuente hasta el final y al levantarse contra todas las tendencias “brutalmente destructivas”

del comunismo, subrayando como contraste la total y sublime imparcialidad de sus propias

doctrinas, totalmente ajenas a toda lucha de clases, no hacía más que sacar las últimas

consecuencias lógicas de su sistema. Con muy escasas excepciones, toda la pretendida literatura

socialista y comunista que circula por Alemania, profesa estas doctrinas sucias e inmundas.

2. El socialismo burgués o conservador

Una parte de la burguesía desea mitigar los males sociales, para de este modo garantizar la

perduración de la sociedad burguesa.

Pertenecen a ésta los economistas, los filántropos y los humanitarios que pretenden mejorar

la situación de la clase obrera. Las organizaciones caritativas y de beneficencia, las sociedades

protectoras de los animales, las de la lucha contra el alcoholismo y todo tipo de reformadores y

predicadores de tercera. Este socialismo burgués, incluso ha llegado a elaborar sistemas sociales

completos y totales.

Por ejemplo: La filosofía de la miseria de Proudhon.

Los burgueses socialistas quieren perpetuar las condiciones de vida de la sociedad moderna,

pero sin las luchas y los peligros que necesariamente encierra. Su ideal es la sociedad existente,

depurada de los elementos que la corroen y revolucionan: una sociedad burguesa con

burguesía, pero sin el proletariado. Como es lógico, la burguesía se representa su mundo como

el mejor de los mundos posibles. El socialismo burgués eleva esta idea consoladora hasta

diseñar un sistema social completo o casi completo. Cuando invita al proletariado a que la

construya, tomando posesión de una nueva Jerusalén, lo que en realidad le está pidiendo es que

acepte perpetuar al actual sistema de sociedad, pero abandonando todas sus ideas hostiles o

contrarias a éste.

Una segunda modalidad de este socialismo, aunque menos sistemática bastante más

práctica, pretende ahuyentar a la clase obrera de todo movimiento revolucionario, haciéndole

ver que lo que le interesa, no son tales o cuales cambios políticos, sino simplemente

determinadas mejoras en sus condiciones materiales, económicas y de vida. Resulta evidente,

que este socialismo se cuida de no incluir entre los cambios que afectan a las “condiciones

materiales de vida”, la abolición del régimen burgués de producción, que sólo puede alcanzarse

por la vía revolucionaria. Sus aspiraciones se reducen a las reformas administrativas que se

pueden conciliar con el actual régimen de producción, y que por tanto, no afectan para nada a

las relaciones entre el capital y el trabajo asalariado, sirviendo solamente, en el mejor de los

casos, para abaratar a la burguesía los costes de su dominio y sanearle el presupuesto del

estado.

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Este socialismo burgués sólo encuentra expresión adecuada, allí donde se convierte en una

mera figura retórica.

¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! ¡En interés de la clase obrera, pedimos

aranceles protectores! ¡Pedimos prisiones celulares, en interés de la clase trabajadora!

He aquí la última palabra del socialismo burgués. Lo único que dice verdaderamente y su

única aspiración seria, pues el socialismo burgués se resume exactamente en esta frase: los

burgueses son burgueses, pero en beneficio de la clase trabajadora.

3. El socialismo y el comunismo crítico–utópico

No queremos hablar aquí sobre toda la literatura que en todas las grandes revoluciones

modernas ha expresado las reivindicaciones del proletariado (obras de Babeuf, etc.).

Las primeras tentativas del proletariado por imponer directamente sus intereses de clase en

una época de efervescencia general, en el periodo del derrumbamiento de la sociedad feudal,

tenían que tropezar necesariamente, por una parte con la falta de desarrollo del propio

proletariado, y por otra, con la ausencia de las condiciones materiales indispensables para su

emancipación, que son fruto y consecuencia del establecimiento de la sociedad burguesa. La

literatura revolucionaria que guía estos primeros pasos vacilantes del proletariado es

reaccionaria, si la juzgamos por su contenido. Estas doctrinas profesan un ascetismo universal

y un torpe y vago igualitarismo.

Los verdaderos sistemas socialistas y comunistas, los sistemas de Saint-Simon, de Fourier,

de Owen, etc., brotan en la primera fase embrionaria de las luchas entre el proletariado y la

burguesía, tal como más arriba la hemos esbozado. (Véase el capítulo “Burgueses y

Proletarios”).

Los autores de estos sistemas penetran ya en los antagonismos de clases y en los elementos

autodestructivos que germinan en el seno de la propia sociedad gobernante. Pero todavía no

aciertan a ver en la aparición del proletariado una acción histórica independiente, un

movimiento político propio y peculiar.

Como este antagonismo entre la burguesía y el proletariado se desarrolla siempre al mismo

tiempo que la gran industria, se encuentran con que aún les faltan las condiciones materiales

para la emancipación del proletariado, y en un esfuerzo baldío, buscan una ciencia social o unas

leyes sociales para crear dichas condiciones. Esos autores pretenden suplantar la acción social,

por su acción personal especulativa. Sustituyen las condiciones históricas que han de

determinar la emancipación proletaria, por condiciones fantásticas que ellos mismos se forjan.

Suplantan la gradual organización del proletariado como clase, por una organización de la

sociedad inventada a su antojo. Para ellos, el curso universal de la historia que ha de venir, se

basa en la propaganda y la puesta en práctica de sus doctrinas y planes sociales.

Es cierto que tienen la intención de defender los intereses de la clase trabajadora, pero por

ser la clase que más sufre. Su concepción del proletariado es el de la clase que más sufre y

padece.

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La forma embrionaria que todavía presenta la lucha de clases y las condiciones en que se

desarrolla la vida de estos autores, hace que se consideren ajenos a esa lucha de clases y como

situados en un plano muy superior. Aspiran a mejorar las condiciones de vida de todos los

individuos de la sociedad, incluso de los más acomodados. Por ello, no cesan de apelar a la

sociedad entera sin distinción e incluso se dirigen con preferencia a la propia clase dirigente.

Abrigan la seguridad de que basta conocer su sistema social, para percibir que es el plan más

perfecto posible para la mejor de las sociedades posibles.

Por eso, rechazan todo lo que sea acción política y muy especialmente la revolucionaria.

Quieren realizar sus aspiraciones por la vía pacífica e intentan abrir paso al nuevo evangelio

social predicando con el ejemplo, por medio de pequeños experimentos, en los que

naturalmente siempre fracasan.

Estas descripciones fantásticas de la sociedad del mañana, brotan en una época en que el

proletariado no ha alcanzado aún su madurez. En que por lo tanto, se forja todavía una serie

de ideas fantásticas acerca de su destino y posición social, dejándose llevar por los primeros

impulsos puramente intuitivos de transformar radicalmente la sociedad.

Sin embargo, en estas obras socialistas y comunistas hay ya un principio de crítica, puesto

que atacan todos los fundamentos la sociedad existente. Por eso, han contribuido

notablemente a ilustrar la conciencia de la clase trabajadora. Pero las doctrinas que predican

sobre la sociedad del futuro son de carácter especulativo. Predican, por ejemplo, que en ella se

borrarán las diferencias entre la ciudad y el campo, o proclaman la abolición de la familia, de la

propiedad privada, del trabajo asalariado, el triunfo de la armonía social, la transformación del

estado en un simple organismo administrativo de la producción, etc. Todas giran en torno a la

desaparición de la lucha de clases, de esa lucha de clases que empieza a dibujarse y que ellos

apenas conocen en sus primeras formas indistintas. Por eso, todas sus doctrinas y aspiraciones

tienen un carácter puramente utópico.

La importancia de este socialismo y comunismo crítico-utópico está en razón inversa al

desarrollo histórico de la sociedad. Al tiempo que la lucha de clases se define y acentúa, va

perdiendo importancia práctica y sentido teórico, esa fantástica posición de superioridad

respecto a ella, esa fe fantasiosa en su supresión. Por eso, aunque algunos de los autores de

estos sistemas socialistas fueron en muchos aspectos verdaderos revolucionarios, sus discípulos

forman hoy día sectas indiscutiblemente reaccionarias, que tremolan y mantienen impertérritas

las viejas ideas de sus maestros, frente a los nuevos derroteros históricos del proletariado. Son

pues consecuentes siguiendo las doctrinas de sus maestros, pues pugnan por mitigar la lucha de

clases y por conciliar lo que es irreconciliable. Siguen soñando con la realización experimental

de sus utopías sociales como la fundación de falansterios, con la colonización interior, con la

creación de una pequeña Icaria, edición en miniatura de una nueva Jerusalén. Para levantar

todos estos castillos en el aire, no tienen más remedio que apelar a la filantrópica generosidad

de los corazones y los bolsillos burgueses. Poco a poco van cayendo a la categoría de los

socialistas reaccionarios o conservadores, de los cuales sólo se distinguen por su sistemática

pedantería y por una fanática fe supersticiosa en los efectos milagrosos de su ciencia social.

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He ahí por qué se enfrentan rabiosamente contra todos los movimientos políticos a los que

se entrega la clase obrera, pues suponen que el error de ésta se encuentra en su falta de fe ciega

en el nuevo evangelio social.

En Inglaterra, los owenistas se alzan contra los cartistas y en Francia los reformistas tienen

enfrente a los discípulos de Fourier.

LA ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS DEMÁS PARTIDOS DE LA OPOSICIÓN

Después de lo que dijimos en el capítulo II, es fácil comprender la relación que guardan los

comunistas con los demás partidos obreros ya existentes, con los cartistas ingleses y con los

reformadores agrarios de Norteamérica.

Los comunistas luchan por alcanzar los fines e intereses inmediatos de la clase obrera, pero

representan dentro del movimiento y al mismo tiempo, su futuro. En Francia se alían con el

partido democrático-socialista contra la burguesía conservadora y radical, pero sin renunciar

por esto a su derecho de crítica frente a los tópicos y las ilusiones procedentes de la tradición

revolucionaria.

En Suiza apoyan a los radicales, sin ignorar que este partido es una mezcla de elementos

contradictorios: por una parte los demócratas socialistas a la manera francesa y por otra los

burgueses radicales.

En Polonia, los comunistas apoyan al partido que sostiene la revolución agraria como

condición previa para la emancipación nacional del país, al partido que provocó la insurrección

de Cracovia en 1846.

En Alemania, el partido comunista luchará al lado de la burguesía mientras ésta actúe

revolucionariamente, dando con ella batalla a la monarquía absoluta, a la gran propiedad feudal

y a la pequeña burguesía.

Pero este partido no olvida en ningún momento, el avivar entre los obreros una conciencia

de clase lo más clara posible, que les ilustre sobre el antagonismo hostil entre burguesía y

proletariado, para que llegado el momento, los obreros alemanes se encuentren preparados

para volverse contra la burguesía. Esas condiciones políticas y sociales que la burguesía, una

vez que triunfe, no tendrá más remedio que implantar, son otras tantas armas del proletariado,

para que en el instante mismo en que sean derrocadas las clases reaccionarias, comience

automáticamente la lucha contra la burguesía.

Las miradas de los comunistas convergen con un interés especial sobre Alemania, pues no

desconocen, que este país está en vísperas de una revolución burguesa y que esa sacudida

revolucionaria se va a desarrollar bajo las propicias condiciones de la civilización europea y con

un proletariado mucho más potente que el de Inglaterra en el siglo XVII y el de Francia en el

XVIII, razones abundantes para que la revolución alemana burguesa que se avecina, no sea

más que el preludio inmediato de una revolución proletaria.

Resumiendo: los comunistas apoyan en todas partes, como se ve, cuantos movimientos

revolucionarios se planteen contra el régimen social y político imperante.

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En todos estos movimientos, la cuestión fundamental que verdaderamente se dilucida, es el

régimen de posesión de la propiedad, cualesquiera que sean las formas más o menos

progresistas y avanzadas que revista.

Finalmente, los comunistas trabajan por llegar a la unión y el entendimiento de los partidos

democráticos de todos los países.

Los comunistas, no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones.

Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia

todo el orden social existente. Tiemblen si quieren las clases gobernantes, ante la perspectiva

de una revolución comunista. Con ella, los proletarios no tienen nada que perder, sino las

cadenas. Por el contrario, tienen todo un mundo entero que ganar.

¡Proletarios de todos los países, uníos!

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XI. EL CATOLICISMO FRENTE A LA

MODERNIDAD

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LEÓN XIII

RERUM NOVARUM

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INTRODUCCIÓN

El siglo XIX, colmado de guerras y crisis económicas y políticas, obligó a la sociedad

occidental a buscar nuevas soluciones a sus viejos problemas. La relación entre obreros y

patrones, cada vez más tensa, llevó a respuestas radicales como el socialismo. Por otro lado, la

búsqueda de una sociedad democrática y liberal parecía incompatible con la intervención

política en la industria.

La Revolución Industrial abarató la fabricación de bienes, pero también generó condiciones

inhumanas de trabajo y una gran injusticia económica. Los primeros socialistas acertaron al

denunciar la devaluación del trabajo humano, pero quedaba todavía por verse que el socialismo

despejara las injusticias.

La encíclica Rerum novarum, publicada en 1891, puso en cuestión los postulados socialistas.

El documento advierte los riesgos de una postura radical en torno a la propiedad privada. Sin

embargo, también toma en cuenta la responsabilidad de buscar la justicia social. Si bien en ella

hay un rechazo del socialismo en su forma radical, también se proponen enmiendas

importantes al liberalismo.

Este documento propone volver a la pregunta por el ser del hombre como clave para

resolver los problemas sociales decimonónicos. Ni el socialismo ni el liberalismo radicales

responden a las necesidades humanas. Por eso es necesario buscar un camino entre ambos y

responder a las auténticas necesidades humanas.

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CARTA ENCÍCLICA RERUM NOVARUM DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN

XIII SOBRE LA SITUACIÓN DE LOS OBREROS

1. Despertado el prurito revolucionario que desde hace ya tiempo agita a los pueblos, era

de esperar que el afán de cambiarlo todo llegara un día a derramarse desde el campo de la

política al terreno, con él colindante, de la economía. En efecto, los adelantos de la industria y

de las artes, que caminan por nuevos derroteros; el cambio operado en las relaciones mutuas

entre patronos y obreros; la acumulación de las riquezas en manos de unos pocos y la pobreza

de la inmensa mayoría; la mayor confianza de los obreros en sí mismos y la más estrecha

cohesión entre ellos, juntamente con la relajación de la moral, han determinado el

planteamiento de la contienda. Cuál y cuán grande sea la importancia de las cosas que van en

ello, se ve por la punzante ansiedad en que viven todos los espíritus; esto mismo pone en

actividad los ingenios de los doctos, informa las reuniones de los sabios, las asambleas del

pueblo, el juicio de los legisladores, las decisiones de los gobernantes, hasta el punto que

parece no haber otro tema que pueda ocupar más hondamente los anhelos de los hombres.

Así, pues, debiendo Nos velar por la causa de la Iglesia y por la salvación común, creemos

oportuno, venerables hermanos, y por las mismas razones, hacer, respecto de la situación de

los obreros, lo que hemos acostumbrado, dirigiéndoos cartas sobre el poder político, sobre la

libertad humana, sobre la cristiana constitución de los Estados y otras parecidas, que

estimamos oportunas para refutar los sofismas de algunas opiniones. Este tema ha sido

tratado por Nos incidentalmente ya más de una vez; ms la conciencia de nuestro oficio

apostólico nos incita a tratar de intento en esta encíclica la cuestión por entero, a fin de que

resplandezcan los principios con que poder dirimir la contienda conforme lo piden la verdad y

la justicia. El asunto es difícil de tratar y no exento de peligros. Es difícil realmente determinar

los derechos y deberes dentro de los cuales hayan de mantenerse los ricos y los proletarios, los

que aportan el capital y los que ponen el trabajo. Es discusión peligrosa, porque de ella se

sirven con frecuencia hombres turbulentos y astutos para torcer el juicio de la verdad y para

incitar sediciosamente a las turbas. Sea de ello, sin embargo, lo que quiera, vemos claramente,

cosa en que todos convienen, que es urgente proveer de la manera oportuna al bien de las

gentes de condición humilde, pues es mayoría la que se debate indecorosamente en una

situación miserable y calamitosa, ya que, disueltos en el pasado siglo los antiguos gremios de

artesanos, sin ningún apoyo que viniera a llenar su vacío, desentendiéndose las instituciones

públicas y las leyes de la religión de nuestros antepasados, el tiempo fue insensiblemente

entregando a los obreros, aislados e indefensos, a la inhumanidad de los empresarios y a la

desenfrenada codicia de los competidores. Hizo aumentar el mal la voraz usura, que,

reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por

hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no sólo la

contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan

sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de

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opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una

muchedumbre infinita de proletarios.

2. Para solucionar este mal, los socialistas, atizando el odio de los indigentes contra los

ricos, tratan de acabar con la propiedad privada de los bienes, estimando mejor que, en su

lugar, todos los bienes sean comunes y administrados por las personas que rigen el municipio

o gobiernan la nación. Creen que con este traslado de los bienes de los particulares a la

comunidad, distribuyendo por igual las riquezas y el bienestar entre todos los ciudadanos, se

podría curar el mal presente. Pero esta medida es tan inadecuada para resolver la contienda,

que incluso llega a perjudicar a las propias clases obreras; y es, además, sumamente injusta,

pues ejerce violencia contra los legítimos poseedores, altera la misión de la república y agita

fundamentalmente a las naciones.

3. Sin duda alguna, como es fácil de ver, la razón misma del trabajo que aportan los que se

ocupan en algún oficio lucrativo y el fin primordial que busca el obrero es procurarse algo

para sí y poseer con propio derecho una cosa como suya. Si, por consiguiente, presta sus

fuerzas o su habilidad a otro, lo hará por esta razón: para conseguir lo necesario para la

comida y el vestido; y por ello, merced al trabajo aportado, adquiere un verdadero y perfecto

derecho no sólo a exigir el salario, sino también para emplearlo a su gusto. Luego si,

reduciendo sus gastos, ahorra algo e invierte el fruto de sus ahorros en una finca, con lo que

puede asegurarse más su manutención, esta finca realmente no es otra cosa que el mismo

salario revestido de otra apariencia, y de ahí que la finca adquirida por el obrero de esta forma

debe ser tan de su dominio como el salario ganado con su trabajo. Ahora bien: es en esto

precisamente en lo que consiste, como fácilmente se colige, la propiedad de las cosas, tanto

muebles como inmuebles. Luego los socialistas empeoran la situación de los obreros todos, en

cuanto tratan de transferir los bienes de los particulares a la comunidad, puesto que,

privándolos de la libertad de colocar sus beneficios, con ello mismo los despojan de la

esperanza y de la facultad de aumentar los bienes familiares y de procurarse utilidades.

4. Pero, lo que todavía es más grave, proponen un remedio en pugna abierta contra la

justicia, en cuanto que el poseer algo en privado como propio es un derecho dado al hombre

por la naturaleza. En efecto, también en esto es grande la diferencia entre el hombre y el

género animal. Las bestias, indudablemente, no se gobiernan a sí mismas, sino que lo son por

un doble instinto natural, que ya mantiene en ellas despierta la facultad de obrar y desarrolla

sus fuerzas oportunamente, ya provoca y determina, a su vez, cada uno de sus movimientos.

Uno de esos instintos las impulsa a la conservación de sí mismas y a la defensa de su propia

vida; el otro, a la conservación de la especie. Ambas cosas se consiguen, sin embargo,

fácilmente con el uso de las cosas al alcance inmediato, y no podrían ciertamente ir más allá,

puesto que son movidas sólo por el sentido y por la percepción de las cosas singulares. Muy

otra es, en cambio, la naturaleza del hombre. Comprende simultáneamente la fuerza toda y

perfecta de la naturaleza animal, siéndole concedido por esta parte, y desde luego en no

menor grado que al resto de los animales, el disfrute de los bienes de las cosas corporales. La

naturaleza animal, sin embargo, por elevada que sea la medida en que se la posea, dista tanto

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de contener y abarcar en sí la naturaleza humana, que es muy inferior a ella y nacida para

servirle y obedecerle. Lo que se acusa y sobresale en nosotros, lo que da al hombre el que lo

sea y se distinga de las bestias, es la razón o inteligencia. Y por esta causa de que es el único

animal dotado de razón, es de necesidad conceder al hombre no sólo el uso de los bienes,

cosa común a todos los animales, sino también el poseerlos con derecho estable y

permanente, y tanto los bienes que se consumen con el uso cuanto los que, pese al uso que se

hace de ellos, perduran.

5. Esto resalta todavía más claro cuando se estudia en sí misma la naturaleza del hombre.

Pues el hombre, abarcando con su razón cosas innumerables, enlazando y relacionando las

cosas futuras con las presentes y siendo dueño de sus actos, se gobierna a sí mismo con la

previsión de su inteligencia, sometido además a la ley eterna y bajo el poder de Dios; por lo

cual tiene en su mano elegir las cosas que estime más convenientes para su bienestar, no sólo

en cuanto al presente, sino también para el futuro. De donde se sigue la necesidad de que se

halle en el hombre el dominio no sólo de los frutos terrenales, sino también el de la tierra

misma, pues ve que de la fecundidad de la tierra le son proporcionadas las cosas necesarias

para el futuro.

Las necesidades de cada hombre se repiten de una manera constante; de modo que,

satisfechas hoy, exigen nuevas cosas para mañana. Por tanto, la naturaleza tiene que haber

dotado al hombre de algo estable y perpetuamente duradero, de que pueda esperar la

continuidad del socorro. Ahora bien: esta continuidad no puede garantizarla más que la tierra

con su fertilidad.

6. Y no hay por qué inmiscuir la providencia de la república, pues que el hombre es

anterior a ella, y consiguientemente debió tener por naturaleza, antes de que se constituyera

comunidad política alguna, el derecho de velar por su vida y por su cuerpo. El que Dios haya

dado la tierra para usufructuarla y disfrutarla a la totalidad del género humano no puede

oponerse en modo alguno a la propiedad privada. Pues se dice que Dios dio la tierra en

común al género humano no porque quisiera que su posesión fuera indivisa para todos, sino

porque no asignó a nadie la parte que habría de poseer, dejando la delimitación de las

posesiones privadas a la industria de los individuos y a las instituciones de los pueblos. Por lo

demás, a pesar de que se halle repartida entre los particulares, no deja por ello de servir a la

común utilidad de todos, ya que no hay mortal alguno que no se alimente con lo que los

campos producen. Los que carecen de propiedad, lo suplen con el trabajo; de modo que cabe

afirmar con verdad que el medio universal de procurarse la comida y el vestido está en el

trabajo, el cual, rendido en el fundo propio o en un oficio mecánico, recibe, finalmente, como

merced no otra cosa que los múltiples frutos de la tierra o algo que se cambia por ellos.

7. Con lo que de nuevo viene a demostrarse que las posesiones privadas son conforme a la

naturaleza. Pues la tierra produce con largueza las cosas que se precisan para la conservación

de la vida y aun para su perfeccionamiento, pero no podría producirlas por sí sola sin el

cultivo y el cuidado del hombre. Ahora bien: cuando el hombre aplica su habilidad intelectual

y sus fuerzas corporales a procurarse los bienes de la naturaleza, por este mismo hecho se

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adjudica a sí aquella parte de la naturaleza corpórea que él mismo cultivó, en la que su persona

dejó impresa una a modo de huella, de modo que sea absolutamente justo que use de esa parte

como suya y que de ningún modo sea lícito que venga nadie a violar ese derecho de él mismo.

8. Es tan clara la fuerza de estos argumentos, que sorprende ver disentir de ellos a algunos

restauradores de desusadas opiniones, los cuales conceden, es cierto, el uso del suelo y los

diversos productos del campo al individuo, pero le niegan de plano la existencia del derecho a

poseer como dueño el suelo sobre que ha edificado o el campo que cultivó. No ven que, al

negar esto, el hombre se vería privado de cosas producidas con su trabajo. En efecto, el

campo cultivado por la mano e industria del agricultor cambia por completo su fisonomía: de

silvestre, se hace fructífero; de infecundo, feraz. Ahora bien: todas esas obras de mejora se

adhieren de tal manera y se funden con el suelo, que, por lo general, no hay modo de

separarlas del mismo. ¿Y va a admitir la justicia que venga nadie a apropiarse de lo que otro

regó con sus sudores? Igual que los efectos siguen a la causa que los produce, es justo que el

fruto del trabajo sea de aquellos que pusieron el trabajo. Con razón, por consiguiente, la

totalidad del género humano, sin preocuparse en absoluto de las opiniones de unos pocos en

desacuerdo, con la mirada firme en la naturaleza, encontró en la ley de la misma naturaleza el

fundamento de la división de los bienes y consagró, con la práctica de los siglos, la propiedad

privada como la más conforme con la naturaleza del hombre y con la pacífica y tranquila

convivencia. Y las leyes civiles, que, cuando son justas, deducen su vigor de esa misma ley

natural, confirman y amparan incluso con la fuerza este derecho de que hablamos. Y lo

mismo sancionó la autoridad de las leyes divinas, que prohíben gravísimamente hasta el deseo

de lo ajeno: «No desearás la mujer de tu prójimo; ni la casa, ni el campo, ni la esclava, ni el

buey, ni el asno, ni nada de lo que es suyo»(1).

9. Ahora bien: esos derechos de los individuos se estima que tienen más fuerza cuando se

hallan ligados y relacionados con los deberes del hombre en la sociedad doméstica. Está fuera

de duda que, en la elección del género de vida, está en la mano y en la voluntad de cada cual

preferir uno de estos dos: o seguir el consejo de Jesucristo sobre la virginidad o ligarse con el

vínculo matrimonial. No hay ley humana que pueda quitar al hombre el derecho natural y

primario de casarse, ni limitar, de cualquier modo que sea, la finalidad principal del

matrimonio, instituido en el principio por la autoridad de Dios: «Creced y multiplicaos»(2).

He aquí, pues, la familia o sociedad doméstica, bien pequeña, es cierto, pero verdadera

sociedad y más antigua que cualquiera otra, la cual es de absoluta necesidad que tenga unos

derechos y unos deberes propios, totalmente independientes de la potestad civil. Por tanto, es

necesario que ese derecho de dominio atribuido por la naturaleza a cada persona, según

hemos demostrado, sea transferido al hombre en cuanto cabeza de la familia; más aún, ese

derecho es tanto más firme cuanto la persona abarca más en la sociedad doméstica.

Es ley santísima de naturaleza que el padre de familia provea al sustento y a todas las

atenciones de los que engendró; e igualmente se deduce de la misma naturaleza que quiera

adquirir y disponer para sus hijos, que se refieren y en cierto modo prolongan la personalidad

del padre, algo con que puedan defenderse honestamente, en el mudable curso de la vida, de

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los embates de la adversa fortuna. Y esto es lo que no puede lograrse sino mediante la

posesión de cosas productivas, transmisibles por herencia a los hijos. Al igual que el Estado,

según hemos dicho, la familia es una verdadera sociedad, que se rige por una potestad propia,

esto es, la paterna. Por lo cual, guardados efectivamente los límites que su causa próxima ha

determinado, tiene ciertamente la familia derechos por lo menos iguales que la sociedad civil

para elegir y aplicar los medios necesarios en orden a su incolumidad y justa libertad. Y hemos

dicho «por lo menos» iguales, porque, siendo la familia lógica y realmente anterior a la

sociedad civil, se sigue que sus derechos y deberes son también anteriores y más naturales.

Pues si los ciudadanos, si las familias, hechos partícipes de la convivencia y sociedad humanas,

encontraran en los poderes públicos perjuicio en vez de ayuda, un cercenamiento de sus

derechos más bien que una tutela de los mismos, la sociedad sería, más que deseable, digna de

repulsa.

10. Querer, por consiguiente, que la potestad civil penetre a su arbitrio hasta la intimidad

de los hogares es un error grave y pernicioso. Cierto es que, si una familia se encontrara

eventualmente en una situación de extrema angustia y carente en absoluto de medios para salir

de por sí de tal agobio, es justo que los poderes públicos la socorran con medios

extraordinarios, porque cada familia es una parte de la sociedad. Cierto también que, si dentro

del hogar se produjera una alteración grave de los derechos mutuos, la potestad civil deberá

amparar el derecho de cada uno; esto no sería apropiarse los derechos de los ciudadanos, sino

protegerlos y afianzarlos con una justa y debida tutela. Pero es necesario de todo punto que

los gobernantes se detengan ahí; la naturaleza no tolera que se exceda de estos límites. Es tal la

patria potestad, que no puede ser ni extinguida ni absorbida por el poder público, pues que

tiene idéntico y común principio con la vida misma de los hombres. Los hijos son algo del

padre y como una cierta ampliación de la persona paterna, y, si hemos de hablar con

propiedad, no entran a formar parte de la sociedad civil sino a través de la comunidad

doméstica en la que han nacido. Y por esta misma razón, porque los hijos son «naturalmente

algo del padre..., antes de que tengan el uso del libre albedrío se hallan bajo la protección de

dos padres»(3). De ahí que cuando los socialistas, pretiriendo en absoluto la providencia de los

padres, hacen intervenir a los poderes públicos, obran contra la justicia natural y destruyen la

organización familiar.

11. Pero, además de la injusticia, se deja ver con demasiada claridad cuál sería la

perturbación y el trastorno de todos los órdenes, cuán dura y odiosa la opresión de los

ciudadanos que habría de seguirse. Se abriría de par en par la puerta a las mutuas envidias, a la

maledicencia y a las discordias; quitado el estímulo al ingenio y a la habilidad de los individuos,

necesariamente vendrían a secarse las mismas fuentes de las riquezas, y esa igualdad con que

sueñan no sería ciertamente otra cosa que una general situación, por igual miserable y abyecta,

de todos los hombres sin excepción alguna. De todo lo cual se sigue claramente que debe

rechazarse de plano esa fantasía del socialismo de reducir a común la propiedad privada, pues

que daña a esos mismos a quienes se pretende socorrer, repugna a los derechos naturales de

los individuos y perturba las funciones del Estado y la tranquilidad común. Por lo tanto,

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cuando se plantea el problema de mejorar la condición de las clases inferiores, se ha de tener

como fundamental el principio de que la propiedad privada ha de conservarse inviolable.

Sentado lo cual, explicaremos dónde debe buscarse el remedio que conviene.

12. Confiadamente y con pleno derecho nuestro, atacamos la cuestión, por cuanto se trata

de un problema cuya solución aceptable sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los

auspicios de la religión y de la Iglesia. Y, estando principalmente en nuestras manos la defensa

de la religión y la administración de aquellas cosas que están bajo la potestad de la Iglesia, Nos

estimaríamos que, permaneciendo en silencio, faltábamos a nuestro deber. Sin duda que esta

grave cuestión pide también la contribución y el esfuerzo de los demás; queremos decir de los

gobernantes, de los señores y ricos, y, finalmente, de los mismos por quienes se lucha, de los

proletarios; pero afirmamos, sin temor a equivocarnos, que serán inútiles y vanos los intentos

de los hombres si se da de lado a la Iglesia. En efecto, es la Iglesia la que saca del Evangelio

las enseñanzas en virtud de las cuales se puede resolver por completo el conflicto, o, limando

sus asperezas, hacerlo más soportable; ella es la que trata no sólo de instruir la inteligencia,

sino también de encauzar la vida y las costumbres de cada uno con sus preceptos; ella la que

mejora la situación de los proletarios con muchas utilísimas instituciones; ella la que quiere y

desea ardientemente que los pensamientos y las fuerzas de todos los órdenes sociales se alíen

con la finalidad de mirar por el bien de la causa obrera de la mejor manera posible, y estima

que a tal fin deben orientarse, si bien con justicia y moderación, las mismas leyes y la

autoridad del Estado.

13. Establézcase, por tanto, en primer lugar, que debe ser respetada la condición humana,

que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Los socialistas lo pretenden, es

verdad, pero todo es vana tentativa contra la naturaleza de las cosas. Y hay por naturaleza

entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, no la

habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota

espontáneamente la diferencia de fortuna. Todo esto en correlación perfecta con los usos y

necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, pues que la vida en común

precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al desempeño de los cuales se sienten

impelidos los hombres, más que nada, por la diferente posición social de cada uno. Y por lo

que hace al trabajo corporal, aun en el mismo estado de inocencia, jamás el hombre hubiera

permanecido totalmente inactivo; mas lo que entonces hubiera deseado libremente la voluntad

para deleite del espíritu, tuvo que soportarlo después necesariamente, y no sin molestias, para

expiación de su pecado: «Maldita la tierra en tu trabajo; comerás de ellas entre fatigas todos los

días de tu vida». Y de igual modo, el fin de las demás adversidades no se dará en la tierra,

porque los males consiguientes al pecado son ásperos, duros y difíciles de soportar y es

preciso que acompañen al hombre hasta el último instante de su vida. Así, pues, sufrir y

padecer es cosa humana, y para los hombres que lo experimenten todo y lo intenten todo, no

habrá fuerza ni ingenio capaz de desterrar por completo estas incomodidades de la sociedad

humana. Si algunos alardean de que pueden lograrlo, si prometen a las clases humildes una

vida exenta de dolor y de calamidades, llena de constantes placeres, ésos engañan

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indudablemente al pueblo y cometen un fraude que tarde o temprano acabará produciendo

males mayores que los presentes. Lo mejor que puede hacerse es ver las cosas humanas como

son y buscar al mismo tiempo por otros medios, según hemos dicho, el oportuno alivio de los

males.

14. Es mal capital, en la cuestión que estamos tratando, suponer que una clase social sea

espontáneamente enemiga de la otra, como si la naturaleza hubiera dispuesto a los ricos y a los

pobres para combatirse mutuamente en un perpetuo duelo. Es esto tan ajeno a la razón y a la

verdad, que, por el contrario, es lo más cierto que como en el cuerpo se ensamblan entre sí

miembros diversos, de donde surge aquella proporcionada disposición que justamente

podríase llamar armonía, así ha dispuesto la naturaleza que, en la sociedad humana, dichas

clases gemelas concuerden armónicamente y se ajusten para lograr el equilibrio. Ambas se

necesitan en absoluto: ni el capital puede subsistir sin el trabajo, ni el trabajo sin el capital. El

acuerdo engendra la belleza y el orden de las cosas; por el contrario, de la persistencia de la

lucha tiene que derivarse necesariamente la confusión juntamente con un bárbaro salvajismo.

15. Ahora bien: para acabar con la lucha y cortar hasta sus mismas raíces, es admirable y

varia la fuerza de las doctrinas cristianas. En primer lugar, toda la doctrina de la religión

cristiana, de la cual es intérprete y custodio la Iglesia, puede grandemente arreglar entre sí y

unir a los ricos con los proletarios, es decir, llamando a ambas clases al cumplimiento de sus

deberes respectivos y, ante todo, a los deberes de justicia. De esos deberes, los que

corresponden a los proletarios y obreros son: cumplir íntegra y fielmente lo que por propia

libertad y con arreglo a justicia se haya estipulado sobre el trabajo; no dañar en modo alguno

al capital; no ofender a la persona de los patronos; abstenerse de toda violencia al defender

sus derechos y no promover sediciones; no mezclarse con hombres depravados, que alientan

pretensiones inmoderadas y se prometen artificiosamente grandes cosas, lo que lleva consigo

arrepentimientos estériles y las consiguientes pérdidas de fortuna.

Y éstos, los deberes de los ricos y patronos: no considerar a los obreros como esclavos;

respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona, sobre todo ennoblecida por lo que

se llama el carácter cristiano. Que los trabajos remunerados, si se atiende a la naturaleza y a la

filósofa cristiana, no son vergonzosos para el hombre, sino de mucha honra, en cuanto dan

honesta posibilidad de ganarse la vida. Que lo realmente vergonzoso e inhumano es abusar de

los hombres como de cosas de lucro y no estimarlos en más que cuanto sus nervios y

músculos pueden dar de sí. E igualmente se manda que se tengan en cuenta las exigencias de

la religión y los bienes de las almas de los proletarios. Por lo cual es obligación de los patronos

disponer que el obrero tenga un espacio de tiempo idóneo para atender a la piedad, no

exponer al hombre a los halagos de la corrupción y a las ocasiones de pecar y no apartarlo en

modo alguno de sus atenciones domésticas y de la afición al ahorro. Tampoco debe

imponérseles más trabajo del que puedan soportar sus fuerzas, ni de una clase que no esté

conforme con su edad y su sexo. Pero entre los primordiales deberes de los patronos se

destaca el de dar a cada uno lo que sea justo.

Cierto es que para establecer la medida del salario con justicia hay que considerar muchas

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razones; pero, generalmente, tengan presente los ricos y los patronos que oprimir para su

lucro a los necesitados y a los desvalidos y buscar su ganancia en la pobreza ajena no lo

permiten ni las leyes divinas ni las humanas. Y defraudar a alguien en el salario debido es un

gran crimen, que llama a voces las iras vengadoras del cielo. «He aquí que el salario de los

obreros... que fue defraudado por vosotras, clama; y el clamor de ellos ha llegado a los oídos

del Dios de los ejércitos»(4).

Por último, han de evitar cuidadosamente los ricos perjudicar en lo más mínimo los

intereses de los proletarios ni con violencias, ni con engaños, ni con artilugios usurarios; tanto

más cuanto que no están suficientemente preparados contra la injusticia y el atropello, y, por

eso mismo, mientras más débil sea su economía, tanto más debe considerarse sagrada.

16. ¿No bastaría por sí solo el sometimiento a estas leyes para atenuar la violencia y los

motivos de discordia? Pero la Iglesia, con Cristo por maestro y guía, persigue una meta más

alta: o sea, preceptuando algo más perfecto, trata de unir una clase con la otra por la

aproximación y la amistad. No podemos, indudablemente, comprender y estimar en su valor

las cosas caducas si no es fijando el alma sus ojos en la vida inmortal de ultratumba, quitada la

cual se vendría inmediatamente abajo toda especie y verdadera noción de lo honesto; más aún,

todo este universo de cosas se convertiría en un misterio impenetrable a toda investigación

humana. Pues lo que nos enseña de por sí la naturaleza, que sólo habremos de vivir la

verdadera vida cuando hayamos salido de este mundo, eso mismo es dogma cristiano y

fundamento de la razón y de todo el ser de la religión. Pues que Dios no creó al hombre para

estas cosas frágiles y perecederas, sino para las celestiales y eternas, dándonos la tierra como

lugar de exilio y no de residencia permanente. Y, ya nades en la abundancia, ya carezcas de

riquezas y de todo lo demás que llamamos bienes, nada importa eso para la felicidad eterna; lo

verdaderamente importante es el modo como se usa de ellos.

Jesucristo no suprimió en modo alguno con su copiosa redención las tribulaciones diversas

de que está tejida casi por completo la vida mortal, sino que hizo de ellas estímulo de virtudes

y materia de merecimientos, hasta el punto de que ningún mortal podrá alcanzar los premios

eternos si no sigue las huellas ensangrentadas de Cristo. Si «sufrimos, también reinaremos con

El»(5). Tomando El libremente sobre sí los trabajos y sufrimientos, mitigó notablemente la

rudeza de los trabajos y sufrimientos nuestros; y no sólo hizo más llevaderos los sufrimientos

con su ejemplo, sino también con su gracia y con la esperanza del eterno galardón: «Porque lo

que hay al presente de momentánea y leve tribulación nuestra, produce en nosotros una

cantidad de gloria eterna de inconmensurable sublimidad»(6).

17. Así, pues, quedan avisados los ricos de que las riquezas no aportan consigo la exención

del dolor, ni aprovechan nada para la felicidad eterna, sino que más bien la obstaculizan (7); de

que deben imponer temor a los ricos las tremendas amenazas de Jesucristo(8) y de que pronto

o tarde se habrá de dar cuenta severísima al divino juez del uso de las riquezas.

Sobre el uso de las riquezas hay una doctrina excelente y de gran importancia, que, si bien

fue iniciada por la filosofía, la Iglesia la ha enseñado también perfeccionada por completo y ha

hecho que no se quede en puro conocimiento, sino que informe de hecho las costumbres. El

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fundamento de dicha doctrina consiste en distinguir entre la recta posesión del dinero y el

recto uso del mismo. Poseer bienes en privado, según hemos dicho poco antes, es derecho

natural del hombre, y usar de este derecho, sobre todo en la sociedad de la vida, no sólo es

lícito, sino incluso necesario en absoluto. «Es lícito que el hombre posea cosas propias. Y es

necesario también para la vida humana» (9). Y si se pregunta cuál es necesario que sea el uso

de los bienes, la Iglesia responderá sin vacilación alguna: «En cuanto a esto, el hombre no

debe considerar las cosas externas como propias, sino como comunes; es decir, de modo que

las comparta fácilmente con otros en sus necesidades. De donde el Apóstol dice: "Manda a los

ricos de este siglo... que den, que compartan con facilidad"» (10).

A nadie se manda socorrer a los demás con lo necesario para sus usos personales o de los

suyos; ni siquiera a dar a otro lo que él mismo necesita para conservar lo que convenga a la

persona, a su decoro: «Nadie debe vivir de una manera inconveniente»(11). Pero cuando se ha

atendido suficientemente a la necesidad y al decoro, es un deber socorrer a los indigentes con

lo que sobra. «Lo que sobra, dadlo de limosna»(12). No son éstos, sin embargo, deberes de

justicia, salvo en los casos de necesidad extrema, sino de caridad cristiana, la cual, ciertamente,

no hay derecho de exigirla por la ley. Pero antes que la ley y el juicio de los hombres están la

ley y el juicio de Cristo Dios, que de modos diversos y suavemente aconseja la práctica de dar:

«Es mejor dar que recibir» (13), y que juzgará la caridad hecha o negada a los pobres como

hecha o negada a Él en persona: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más

pequeños, a mí me lo hicisteis»(14). Todo lo cual se resume en que todo el que ha recibido

abundancia de bienes, sean éstos del cuerpo y externos, sean del espíritu, los ha recibido para

perfeccionamiento propio, y, al mismo tiempo, para que, como ministro de la Providencia

divina, los emplee en beneficio de los demás. «Por lo tanto, el que tenga talento, que cuide

mucho de no estarse callado; el que tenga abundancia de bienes, que no se deje entorpecer

para la largueza de la misericordia; el que tenga un oficio con que se desenvuelve, que se afane

en compartir su uso y su utilidad con el prójimo»(15).

18. Los que, por el contrario, carezcan de bienes de fortuna, aprendan de la Iglesia que la

pobreza no es considerada como una deshonra ante el juicio de Dios y que no han de

avergonzarse por el hecho de ganarse el sustento con su trabajo. Y esto lo confirmó realmente

y de hecho Cristo, Señor nuestro, que por la salvación de los hombres se hizo pobre siendo

rico; y, siendo Hijo de Dios y Dios él mismo, quiso, con todo, aparecer y ser tenido por hijo

de un artesano, ni rehusó pasar la mayor parte de su vida en el trabajo manual. «¿No es acaso

éste el artesano, el hijo de María?»(16)

19. Contemplando lo divino de este ejemplo, se comprende más fácilmente que la

verdadera dignidad y excelencia del hombre radica en lo moral, es decir, en la virtud; que la

virtud es patrimonio común de todos los mortales, asequible por igual a altos y bajos, a ricos y

pobres; y que el premio de la felicidad eterna no puede ser consecuencia de otra cosa que de

las virtudes y de los méritos, sean éstos de quienes fueren. Más aún, la misma voluntad de

Dios parece más inclinada del lado de los afligidos, pues Jesucristo llama felices a los pobres,

invita amantísimamente a que se acerquen a Él, fuente de consolación, todos los que sufren y

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lloran, y abraza con particular claridad a los más bajos y vejados por la injuria. Conociendo

estas cosas, se baja fácilmente el ánimo hinchado de los ricos y se levanta el deprimido de los

afligidos; unos se pliegan a la benevolencia, otros a la modestia. De este modo, el pasional

alejamiento de la soberbia se hará más corto y se logrará sin dificultades que las voluntades de

una y otra clase, estrechadas amistosamente las manos, se unan también entre sí.

20. Para los cuales, sin embargo, si siguen los preceptos de Cristo, resultará poco la amistad

y se unirán por el amor fraterno. Pues verán y comprenderán que todos los hombres han sido

creados por el mismo Dios, Padre común; que todos tienden al mismo fin, que es el mismo

Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; que,

además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la

dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto

entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos. De igual manera que los

bienes naturales, los dones de la gracia divina pertenecen en común y generalmente a todo el

linaje humano, y nadie, a no ser que se haga indigno, será desheredado de los bienes

celestiales: «Si hijos, pues, también herederos; herederos ciertamente de Dios y coherederos de

Cristo» (17).

Tales son los deberes y derechos que la filosofía cristiana profesa. ¿No parece que acabaría

por extinguirse bien pronto toda lucha allí donde ella entrara en vigor en la sociedad civil?

21. Finalmente, la Iglesia no considera bastante con indicar el camino para llegar a la

curación, sino que aplica ella misma por su mano la medicina, pues que está dedicada por

entero a instruir y enseñar a los hombres su doctrina, cuyos saludables raudales procura que se

extiendan, con la mayor amplitud posible, por la obra de los obispos y del clero. Trata, además

de influir sobre los espíritus y de doblegar las voluntades, a fin de que se dejen regir y

gobernar por la enseñanza de los preceptos divinos. Y en este aspecto, que es el principal y de

gran importancia, pues que en él se halla la suma y la causa total de todos los bienes, es la

Iglesia la única que tiene verdadero poder, ya que los instrumentos de que se sirve para mover

los ánimos le fueron dados por Jesucristo y tienen en sí eficacia infundida por Dios. Son

instrumentos de esta índole los únicos que pueden llegar eficazmente hasta las intimidades del

corazón y lograr que el hombre se muestre obediente al deber, que modere los impulsos del

alma ambiciosa, que ame a Dios y al prójimo con singular y suma caridad y destruya

animosamente cuanto obstaculice el sendero de la virtud.

Bastará en este orden con recordar brevemente los ejemplos de los antiguos. Recordamos

cosas y hechos que no ofrecen duda alguna: que la sociedad humana fue renovada desde sus

cimientos por las costumbres cristianas; que, en virtud de esta renovación, fue impulsado el

género humano a cosas mejores; más aún, fue sacado de la muerte a la vida y colmado de una

tan elevada perfección, que ni existió otra igual en tiempos anteriores ni podrá haberla mayor

en el futuro. Finalmente, que Jesucristo es el principio y el fin mismo de estos beneficios y

que, como de Él han procedido, a El tendrán todos que referirse. Recibida la luz del

Evangelio, habiendo conocido el orbe entero el gran misterio de la encarnación del Verbo y

de la redención de los hombres, la vida de Jesucristo, Dios y hombre, penetró todas las

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naciones y las imbuyó a todas en su fe, en sus preceptos y en sus leyes. Por lo cual, si hay que

curar a la sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y a las costumbres

cristianas, ya que, cuando se trata de restaurar la sociedades decadentes, hay que hacerlas

volver a sus principios. Porque la perfección de toda sociedad está en buscar y conseguir

aquello para que fue instituida, de modo que sea causa de los movimientos y actos sociales la

misma causa que originó la sociedad. Por lo cual, apartarse de lo estatuido es corrupción,

tornar a ello es curación. Y con toda verdad, lo mismo que respecto de todo el cuerpo de la

sociedad humana, lo decimos de igual modo de esa clase de ciudadanos que se gana el

sustento con el trabajo, que son la inmensa mayoría.

22. No se ha de pensar, sin embargo, que todos los desvelos de la Iglesia estén tan fijos en

el cuidado de las almas, que se olvide de lo que atañe a la vida mortal y terrena. En relación

con los proletarios concretamente, quiere y se esfuerza en que salgan de su misérrimo estado y

logren una mejor situación. Y a ello contribuye con su aportación, no pequeña, llamando y

guiando a los hombres hacia la virtud. Dado que, dondequiera que se observen íntegramente,

las virtudes cristianas aportan una parte de la prosperidad a las cosas externas, en cuanto que

aproximan a Dios, principio y fuente de todos los bienes; reprime esas dos plagas de la vida

que hacen sumamente miserable al hombre incluso cuando nada en la abundancia, como son

el exceso de ambición y la sed de placeres(18); en fin, contentos con un atuendo y una mesa

frugal, suplen la renta con el ahorro, lejos de los vicios, que arruinan no sólo las pequeñas,

sino aun las grandes fortunas, y disipan los más cuantiosos patrimonios. Pero, además, provee

directamente al bienestar de los proletarios, creando y fomentando lo que estima conducente

a remediar su indigencia, habiéndose distinguido tanto en esta clase de beneficios, que se ha

merecido las alabanzas de sus propios enemigos.

Tal era el vigor de la mutua caridad entre los cristianos primitivos, que frecuentemente los

más ricos se desprendían de sus bienes para socorrer, «y no... había ningún necesitado entre

ellos»(19). A los diáconos, orden precisamente instituido para esto, fue encomendado por los

apóstoles el cometido de llevar a cabo la misión de la beneficencia diaria; y Pablo Apóstol,

aunque sobrecargado por la solicitud de todas las Iglesias, no dudó, sin embargo, en acometer

penosos viajes para llevar en persona la colecta a los cristianos más pobres. A dichas colectas,

realizadas espontáneamente por los cristianos en cada reunión, la llama Tertuliano «depósitos

de piedad», porque se invertían «en alimentar y enterrar a los pobres, a los niños y niñas

carentes de bienes y de padres, entre los sirvientes ancianos y entre los náufragos»(20). De

aquí fue poco a poco formándose aquel patrimonio que la Iglesia guardó con religioso

cuidado, como herencia de los pobres. Más aún, proveyó de socorros a una muchedumbre de

indigentes, librándolos de la vergüenza de pedir limosna. Pues como madre común de ricos y

pobres, excitada la caridad por todas partes hasta un grado sumo, fundó congregaciones

religiosas y otras muchas instituciones benéficas, con cuyas atenciones apenas hubo género de

miseria que careciera de consuelo. Hoy, ciertamente, son muchos los que, como en otro

tiempo hicieran los gentiles, se propasan a censurar a la Iglesia esta tan eximia caridad, en cuyo

lugar se ha pretendido poner la beneficencia establecida por las leyes civiles. Pero no se

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encontrarán recursos humanos capaces de suplir la caridad cristiana, que se entrega toda

entera a sí misma para utilidad de los demás. Tal virtud es exclusiva de la Iglesia, porque, si no

brotara del sacratísimo corazón de Jesucristo, jamás hubiera existido, pues anda errante lejos

de Cristo el que se separa de la Iglesia.

Mas no puede caber duda que para lo propuesto se requieren también las ayudas que están

en manos de los hombres. Absolutamente es necesario que todos aquellos a quienes interesa

la cuestión tiendan a lo mismo y trabajen por ello en la parte que les corresponda. Lo cual

tiene cierta semejanza con la providencia que gobierna al mundo, pues vemos que el éxito de

las cosas proviene de la coordinación de las causas de que dependen.

23. Queda ahora por investigar qué parte de ayuda puede esperarse del Estado.

Entendemos aquí por Estado no el que de hecho tiene tal o cual pueblo, sino el que pide la

recta razón de conformidad con la naturaleza, por un lado, y aprueban, por otro, las

enseñanzas de la sabiduría divina, que Nos mismo hemos expuesto concretamente en la

encíclica sobre la constitución cristiana de las naciones. Así, pues, los que gobiernan deber

cooperar, primeramente y en términos generales, con toda la fuerza de las leyes e

instituciones, esto es, haciendo que de la ordenación y administración misma del Estado brote

espontáneamente la prosperidad tanto de la sociedad como de los individuos, ya que éste es el

cometido de la política y el deber inexcusable de los gobernantes. Ahora bien: lo que más

contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y

ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las

moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del

comercio, la floreciente agricultura y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales,

cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los

ciudadanos. A través de estas cosas queda al alcance de los gobernantes beneficiar a los demás

órdenes sociales y aliviar grandemente la situación de los proletarios, y esto en virtud del

mejor derecho y sin la más leve sospecha de injerencia, ya que el Estado debe velar por el bien

común como propia misión suya. Y cuanto mayor fuere la abundancia de medios procedentes

de esta general providencia, tanto menor será la necesidad de probar caminos nuevos para el

bienestar de los obreros.

24. Pero también ha de tenerse presente, punto que atañe más profundamente a la

cuestión, que la naturaleza única de la sociedad es común a los de arriba y a los de abajo. Los

proletarios, sin duda alguna, son por naturaleza tan ciudadanos como los ricos, es decir, partes

verdaderas y vivientes que, a través de la familia, integran el cuerpo de la nación, sin añadir

que en toda nación son inmensa mayoría. Por consiguiente, siendo absurdo en grado sumo

atender a una parte de los ciudadanos y abandonar a la otra, se sigue que los desvelos públicos

han de prestar los debidos cuidados a la salvación y al bienestar de la clase proletaria; y si tal

no hace, violará la justicia, que manda dar a cada uno lo que es suyo. Sobre lo cual escribe

sabiamente Santo Tomás: «Así como la parte y el todo son, en cierto modo, la misma cosa, así

lo que es del todo, en cierto modo, lo es de la parte»(21). De ahí que entre los deberes, ni

pocos ni leves, de los gobernantes que velan por el bien del pueblo, se destaca entre los

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primeros el de defender por igual a todas las clases sociales, observando Inviolablemente la

justicia llamada distributiva.

25. Mas, aunque todos los ciudadanos, sin excepción alguna, deban contribuir

necesariamente a la totalidad del bien común, del cual deriva una parte no pequeña a los

individuos, no todos, sin embargo, pueden aportar lo mismo ni en igual cantidad.

Cualesquiera que sean las vicisitudes en las distintas formas de gobierno, siempre existirá en el

estado de los ciudadanos aquella diferencia sin la cual no puede existir ni concebirse sociedad

alguna. Es necesario en absoluto que haya quienes se dediquen a las funciones de gobierno,

quienes legislen, quienes juzguen y, finalmente, quienes con su dictamen y autoridad

administren los asuntos civiles y militares. Aportaciones de tales hombres que nadie dejará de

ver que son principales y que ellos deben ser considerados como superiores en toda sociedad

por el hecho de que contribuyen al bien común más de cerca y con más altas razones. Los que

ejercen algún oficio, por el contrario, no aprovechan a la sociedad en el mismo grado y con las

mismas funciones que aquéllos, mas también ellos concurren al bien común de modo notable,

aunque menos directamente. Y, teniendo que ser el bien común de naturaleza tal que los

hombres, consiguiéndolo, se hagan mejores, debe colocarse principalmente en la virtud. De

todos modos, para la buena constitución de una nación es necesaria también la abundancia de

los bienes del cuerpo y externos, «cuyo uso es necesario para que se actualice el acto de

virtud»(22). Y para la obtención de estos bienes es sumamente eficaz y necesario el trabajo de

los proletarios, ya ejerzan sus habilidades y destreza en el cultivo del campo, ya en los talleres

e industrias. Más aún: llega a tanto la eficacia y poder de los mismos en este orden de cosas,

que es verdad incuestionable que la riqueza nacional proviene no de otra cosa que del trabajo

de los obreros. La equidad exige, por consiguiente, que las autoridades públicas prodiguen sus

cuidados al proletario para que éste reciba algo de lo que aporta al bien común, como la casa,

el vestido y el poder sobrellevar la vida con mayor facilidad. De donde se desprende que se

habrán de fomentar todas aquellas cosas que de cualquier modo resulten favorables para los

obreros. Cuidado que dista mucho de perjudicar a nadie, antes bien aprovechará a todos, ya

que interesa mucho al Estado que no vivan en la miseria aquellos de quienes provén unos

bienes tan necesarios.

26. No es justo, según hemos dicho, que ni el individuo ni la familia sean absorbidos por el

Estado; lo justo es dejar a cada uno la facultad de obrar con libertad hasta donde sea posible,

sin daño del bien común y sin injuria de nadie. No obstante, los que gobiernan deberán

atender a la defensa de la comunidad y de sus miembros. De la comunidad, porque la

naturaleza confió su conservación a la suma potestad, hasta el punto que la custodia de la

salud pública no es sólo la suprema ley, sino la razón total del poder; de los miembros, porque

la administración del Estado debe tender por naturaleza no a la utilidad de aquellos a quienes

se ha confiado, sino de los que se le confían, como unánimemente afirman la filosofía y la fe

cristiana. Y, puesto que el poder proviene de Dios y es una cierta participación del poder

infinito, deberá aplicarse a la manera de la potestad divina, que vela con solicitud paternal no

menos de los individuos que de la totalidad de las cosas. Si, por tanto, se ha producido o

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amenaza algún daño al bien común o a los intereses de cada una de las clases que no pueda

subsanarse de otro modo, necesariamente deberá afrontarlo el poder público.

Ahora bien: interesa tanto a la salud pública cuanto a la privada que las cosas estén en paz y

en orden; e igualmente que la totalidad del orden doméstico se rija conforme a los mandatos

de Dios y a los preceptos de la naturaleza; que se respete y practique la religión; que florezca la

integridad de las costumbres privadas y públicas; que se mantenga inviolada la justicia y que

no atenten impunemente unos contra otros; que los ciudadanos crezcan robustos y aptos, si

fuera preciso, para ayudar y defender a la patria. Por consiguiente, si alguna vez ocurre que

algo amenaza entre el pueblo por tumultos de obreros o por huelgas; que se relajan entre los

proletarios los lazos naturales de la familia; que se quebranta entre ellos la religión por no

contar con la suficiente holgura para los deberes religiosos; si se plantea en los talleres el

peligro para la pureza de las costumbres por la promiscuidad o por otros incentivos de

pecado; si la clase patronal oprime a los obreros con cargas injustas o los veja imponiéndoles

condiciones ofensivas para la persona y dignidad humanas; si daña la salud con trabajo

excesivo, impropio del sexo o de la edad, en todos estos casos deberá intervenir de lleno,

dentro de ciertos límites, el vigor y la autoridad de las leyes. Límites determinados por la

misma causa que reclama el auxilio de la ley, o sea, que las leyes no deberán abarcar ni ir más

allá de lo que requieren el remedio de los males o la evitación del peligro.

27. Los derechos, sean de quien fueren, habrán de respetarse inviolablemente; y para que

cada uno disfrute del suyo deberá proveer el poder civil, impidiendo o castigando las injurias.

Sólo que en la protección de los derechos individuales se habrá de mirar principalmente por

los débiles y los pobres. La gente rica, protegida por sus propios recursos, necesita menos de

la tutela pública; la clase humilde, por el contrario, carente de todo recurso, se confía

principalmente al patrocinio del Estado. Este deberá, por consiguiente, rodear de singulares

cuidados y providencia a los asalariados, que se cuentan entre la muchedumbre desvalida.

28. Pero quedan por tratar todavía detalladamente algunos puntos de mayor importancia.

El principal es que debe asegurar las posesiones privadas con el imperio y fuerza de las leyes.

Y principalísimamente deberá mantenerse a la plebe dentro de los límites del deber, en medio

de un ya tal desenfreno de ambiciones; porque, si bien se concede la aspiración a mejorar, sin

que oponga reparos la justicia, sí veda ésta, y tampoco autoriza la propia razón del bien

común, quitar a otro lo que es suyo o, bajo capa de una pretendida igualdad, caer sobre las

fortunas ajenas. Ciertamente, la mayor parte de los obreros prefieren mejorar mediante el

trabajo honrado sin perjuicio de nadie; se cuenta, sin embargo, no pocos, imbuidos de

perversas doctrinas y deseosos de revolución, que pretenden por todos los medíos concitar a

las turbas y lanzar a los demás a la violencia. Intervenga, por tanto, la autoridad del Estado y,

frenando a los agitadores, aleje la corrupción de las costumbres de los obreros y el peligro de

las rapiñas de los legítimos dueños.

29. El trabajo demasiado largo o pesado y la opinión de que el salario es poco dan pie con

frecuencia a los obreros para entregarse a la huelga y al ocio voluntario. A este mal frecuente y

grave se ha de poner remedio públicamente, pues esta clase de huelga perjudica no sólo a los

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patronos y a los mismos obreros, sino también al comercio y a los intereses públicos; y como

no escasean la violencia y los tumultos, con frecuencia ponen en peligro la tranquilidad

pública. En lo cual, lo más eficaz y saludable es anticiparse con la autoridad de las leyes e

impedir que pueda brotar el mal, removiendo a tiempo las causas de donde parezca que habría

de surgir el conflicto entre patronos y obreros.

30. De igual manera hay muchas cosas en el obrero que se han de tutelar con la protección

del Estado, y, en primer lugar, los bienes del alma, puesto que la vida mortal, aunque buena y

deseable, no es, con todo, el fin último para que hemos sido creados, sino tan sólo el camino y

el instrumento para perfeccionar la vida del alma con el conocimiento de la verdad y el amor

del bien. El alma es la que lleva impresa la imagen y semejanza de Dios, en la que reside aquel

poder mediante el cual se mandó al hombre que dominara sobre las criaturas inferiores y

sometiera a su beneficio a las tierras todas y los mares. «Llenad la tierra y sometedla, y

dominad a los peces del mar y a las aves del cielo y a todos los animales que se mueven sobre

la tierra»(23). En esto son todos los hombres iguales, y nada hay que determine diferencias

entre los ricos y los pobres, entre los señores y los operarios, entre los gobernantes y los

particulares, «pues uno mismo es el Señor todos»(24). A nadie le está permitido violar

impunemente la dignidad humana, de la que Dios mismo dispone con gran reverencia; ni

ponerle trabas en la marcha hacia su perfeccionamiento, que lleva a la sempiterna vida de los

cielos. Más aún, ni siquiera por voluntad propia puede el hombre ser tratado, en este orden,

de una manera inconveniente o someterse a una esclavitud de alma pues no se trata de

derechos de que el hombre tenga pleno dominio, sino de deberes para con Dios, y que deben

ser guardados puntualmente. De aquí se deduce la necesidad de interrumpir las obras y

trabajos durante los días festivos. Nadie, sin embargo, deberá entenderlo como el disfrute de

una más larga holganza inoperante, ni menos aún como una ociosidad, como muchos desean,

engendradora de vicios y fomentadora de derroches de dinero, sino justamente del descanso

consagrado por la religión. Unido con la religión, el descanso aparta al hombre de los trabajos

y de los problemas de la vida diaria, para atraerlo al pensamiento de las cosas celestiales y a

rendir a la suprema divinidad el culto justo y debido. Este es, principalmente, el carácter y ésta

la causa del descanso de los días festivos, que Dios sancionó ya en el Viejo Testamento con

una ley especial: «Acuérdate de santificar el sábado» (25), enseñándolo, además, con el ejemplo

de aquel arcano descanso después de haber creado al hombre: «Descansó el séptimo día de

toda la obra que había realizado» (26).

31. Por lo que respecta a la tutela de los bienes del cuerpo y externos, lo primero que se ha

de hacer es librar a los pobres obreros de la crueldad de los ambiciosos, que abusan de las

personas sin moderación, como si fueran cosas para su medro personal. O sea, que ni la

justicia ni la humanidad toleran la exigencia de un rendimiento tal, que el espíritu se embote

por el exceso de trabajo y al mismo tiempo el cuerpo se rinda a la fatiga. Como todo en la

naturaleza del hombre, su eficiencia se halla circunscrita a determinados límites, más allá de

los cuales no se puede pasar. Cierto que se agudiza con el ejercicio y la práctica, pero siempre

a condición de que el trabajo se interrumpa de cuando en cuando y se dé lugar al descanso.

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Se ha de mirar por ello que la jornada diaria no se prolongue más horas de las que permitan

las fuerzas. Ahora bien: cuánto deba ser el intervalo dedicado al descanso, lo determinarán la

clase de trabajo, las circunstancias de tiempo y lugar y la condición misma de los operarios. La

dureza del trabajo de los que se ocupan en sacar piedras en las canteras o en minas de hierro,

cobre y otras cosas de esta índole, ha de ser compensada con la brevedad de la duración, pues

requiere mucho más esfuerzo que otros y es peligroso para la salud.

Hay que tener en cuenta igualmente las épocas del año, pues ocurre con frecuencia que un

trabajo fácilmente soportable en una estación es insufrible en otra o no puede realizarse sino

con grandes dificultades. Finalmente, lo que puede hacer y soportar un hombre adulto y

robusto no se le puede exigir a una mujer o a un niño. Y, en cuanto a los niños, se ha de evitar

cuidadosamente y sobre todo que entren en talleres antes de que la edad haya dado el

suficiente desarrollo a su cuerpo, a su inteligencia y a su alma. Puesto que la actividad precoz

agosta, como a las hierbas tiernas, las fuerzas que brotan de la infancia, con lo que la

constitución de la niñez vendría a destruirse por completo. Igualmente, hay oficios menos

aptos para la mujer, nacida para las labores domésticas; labores estas que no sólo protegen

sobremanera el decoro femenino, sino que responden por naturaleza a la educación de los

hijos y a la prosperidad de la familia. Establézcase en general que se dé a los obreros todo el

reposo necesario para que recuperen las energías consumidas en el trabajo, puesto que el

descanso debe restaurar las fuerzas gastadas por el uso. En todo contrato concluido entre

patronos y obreros debe contenerse siempre esta condición expresa o tácita: que se provea a

uno y otro tipo de descanso, pues no sería honesto pactar lo contrario, ya que a nadie es lícito

exigir ni prometer el abandono de las obligaciones que el hombre tiene para con Dios o para

consigo mismo.

32. Atacamos aquí un asunto de la mayor importancia, y que debe ser entendido

rectamente para que no se peque por ninguna de las partes. A saber: que es establecida la

cuantía del salario por libre consentimiento, y, según eso, pagado el salario convenido, parece

que el patrono ha cumplido por su parte y que nada más debe. Que procede injustamente el

patrono sólo cuando se niega a pagar el sueldo pactado, y el obrero sólo cuando no rinde el

trabajo que se estipuló; que en estos casos es justo que intervenga el poder político, pero nada

más que para poner a salvo el derecho de cada uno. Un juez equitativo que atienda a la

realidad de las cosas no asentirá fácilmente ni en su totalidad a esta argumentación, pues no es

completa en todas sus partes; le falta algo de verdadera importancia.

Trabajar es ocuparse en hacer algo con el objeto de adquirir las cosas necesarias para los

usos diversos de la vida y, sobre todo, para la propia conservación: «Te ganarás el pan con el

sudor de tu frente» (27). Luego el trabajo implica por naturaleza estas dos a modo de notas:

que sea personal, en cuanto la energía que opera es inherente a la persona y propia en

absoluto del que la ejerce y para cuya utilidad le ha sido dada, y que sea necesario, por cuanto

el fruto de su trabajo le es necesario al hombre para la defensa de su vida, defensa a que le

obliga la naturaleza misma de las cosas, a que hay que plegarse por encima de todo. Pues bien:

si se mira el trabajo exclusivamente en su aspecto personal, es indudable que el obrero es libre

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para pactar por toda retribución una cantidad corta; trabaja voluntariamente, y puede, por

tanto, contentarse voluntariamente con una retribución exigua o nula. Mas hay que pensar de

una manera muy distinta cuando, juntamente con el aspecto personal, se considera el

necesario, separable sólo conceptualmente del primero, pero no en la realidad. En efecto,

conservarse en la vida es obligación común de todo individuo, y es criminoso incumplirla. De

aquí la necesaria consecuencia del derecho a buscarse cuanto sirve al sustento de la vida, y la

posibilidad de lograr esto se la da a cualquier pobre nada más que el sueldo ganado con su

trabajo. Pase, pues, que obrero y patrono estén libremente de acuerdo sobre lo mismo, y

concretamente sobre la cuantía del salario; queda, sin embargo, latente siempre algo de justicia

natural superior y anterior a la libre voluntad de las partes contratantes, a saber: que el salario

no debe ser en manera alguna insuficiente para alimentar a un obrero frugal y morigerado. Por

tanto, si el obrero, obligado por la necesidad o acosado por el miedo de un mal mayor, acepta,

aun no queriéndola, una condición más dura, porque la imponen el patrono o el empresario,

esto es ciertamente soportar una violencia, contra la cual reclama la justicia. Sin embargo, en

estas y otras cuestiones semejantes, como el número de horas de la jornada laboral en cada

tipo de industria, así como las precauciones con que se haya de velar por la salud,

especialmente en los lugares de trabajo, para evitar injerencias de la magistratura, sobre todo

siendo tan diversas las circunstancias de cosas, tiempos y lugares, será mejor reservarlas al

criterio de las asociaciones de que hablaremos después, o se buscará otro medio que

salvaguarde, como es justo, los derechos de los obreros, interviniendo, si las circunstancias lo

pidieren, la autoridad pública.

33. Si el obrero percibe un salario lo suficientemente amplio para sustentarse a sí mismo, a

su mujer y a sus hijos, dado que sea prudente, se inclinará fácilmente al ahorro y hará lo que

parece aconsejar la misma naturaleza: reducir gastos, al objeto de que quede algo con que ir

constituyendo un pequeño patrimonio. Pues ya vimos que la cuestión que tratamos no puede

tener una solución eficaz si no es dando por sentado y aceptado que el derecho de propiedad

debe considerarse inviolable. Por ello, las leyes deben favorecer este derecho y proveer, en la

medida de lo posible, a que la mayor parte de la masa obrera tenga algo en propiedad. Con

ello se obtendrían notables ventajas, y en primer lugar, sin duda alguna, una más equitativa

distribución de las riquezas.

La violencia de las revoluciones civiles ha dividido a las naciones en dos clases de

ciudadanos, abriendo un inmenso abismo entre una y otra. En un lado, la clase poderosa, por

rica, que monopoliza la producción y el comercio, aprovechando en su propia comodidad y

beneficio toda la potencia productiva de las riquezas, y goza de no poca influencia en la

administración del Estado. En el otro, la multitud desamparada y débil, con el alma lacerada y

dispuesta en todo momento al alboroto. Mas, si se llegara prudentemente a despertar el interés

de las masas con la esperanza de adquirir algo vinculado con el suelo, poco a poco se iría

aproximando una clase a la otra al ir cegándose el abismo entre las extremadas riquezas y la

extremada indigencia. Habría, además, mayor abundancia de productos de la tierra. Los

hombres, sabiendo que trabajan lo que es suyo, ponen mayor esmero y entusiasmo. Aprenden

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incluso a amar más a la tierra cultivada por sus propias manos, de la que esperan no sólo el

sustento, sino también una cierta holgura económica para sí y para los suyos. No hay nadie

que deje de ver lo mucho que importa este entusiasmo de la voluntad para la abundancia de

productos y para el incremento de las riquezas de la sociedad. De todo lo cual se originará

otro tercer provecho, consistente en que los hombres sentirán fácilmente apego a la tierra en

que han nacido y visto la primera luz, y no cambiarán su patria por una tierra extraña si la

patria les da la posibilidad de vivir desahogadamente. Sin embargo, estas ventajas no podrán

obtenerse sino con la condición de que la propiedad privada no se vea absorbida por la dureza

de los tributos e impuestos. El derecho de poseer bienes en privado no ha sido dado por la

ley, sino por la naturaleza, y, por tanto, la autoridad pública no puede abolirlo, sino solamente

moderar su uso y compaginarlo con el bien común. Procedería, por consiguiente, de una

manera injusta e inhumana si exigiera de los bienes privados más de lo que es justo bajo razón

de tributos.

34. Finalmente, los mismos patronos y obreros pueden hacer mucho en esta cuestión, esto

es, con esas instituciones mediante las cuales atender convenientemente a los necesitados y

acercar más una clase a la otra. Entre las de su género deben citarse las sociedades de socorros

mutuos; entidades diversas instituidas por la previsión de los particulares para proteger a los

obreros, amparar a sus viudas e hijos en los imprevistos, enfermedades y cualquier accidente

propio de las cosas humanas; los patronatos fundados para cuidar de los niños, niñas, jóvenes

y ancianos. Pero el lugar preferente lo ocupan las sociedades de obreros, que comprenden en

sí todas las demás. Los gremios de artesanos reportaron durante mucho tiempo grandes

beneficios a nuestros antepasados. En efecto, no sólo trajeron grandes ventajas para los

obreros, sino también a las artes mismas un desarrollo y esplendor atestiguado por numerosos

monumentos. Es preciso que los gremios se adapten a las condiciones actuales de edad más

culta, con costumbres nuevas y con más exigencias de vida cotidiana. Es grato encontrarse

con que constantemente se están constituyendo asociaciones de este género, de obreros

solamente o mixtas de las dos clases; es de desear que crezcan en número y eficiencia. Y,

aunque hemos hablado más de una vez de ellas, Nos sentimos agrado en manifestar aquí que

son muy convenientes y que las asiste pleno derecho, así como hablar sobre su

reglamentación y cometido.

35. La reconocida cortedad de las fuerzas humanas aconseja e impele al hombre a buscarse

el apoyo de los demás. De las Sagradas Escrituras es esta sentencia: «Es mejor que estén dos

que uno solo; tendrán la ventaja de la unión. Si el uno cae, será levantado por el otro. ¡Ay del

que está solo, pues, si cae, no tendrá quien lo levante!»(28). Y también esta otra: «El hermano,

ayudado por su hermano, es como una ciudad fortificada» (29). En virtud de esta propensión

natural, el hombre, igual que es llevado a constituir la sociedad civil, busca la formación de

otras sociedades entre ciudadanos, pequeñas e imperfectas, es verdad, pero de todos modos

sociedades. Entre éstas y la sociedad civil median grandes diferencias por causas diversas. El

fin establecido para la sociedad civil alcanza a todos, en cuanto que persigue el bien común,

del cual es justo que participen todos y cada uno según la proporción debida. Por esto, dicha

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sociedad recibe el nombre de pública, pues que mediante ella se unen los hombres entre sí

para constituir un pueblo (o nación) (30). Las que se forman, por el contrario, diríamos en su

seno, se consideran y son sociedades privadas, ya que su finalidad inmediata es el bien privado

de sus miembros exclusivamente. «Es sociedad privada, en cambio, la que se constituye con

miras a algún negocio privado, como cuando dos o tres se asocian para comerciar unido» (31).

Ahora bien: aunque las sociedades privadas se den dentro de la sociedad civil y sean como

otras tantas partes suyas, hablando en términos generales y de por sí, no está en poder del

Estado impedir su existencia, ya que el constituir sociedades privadas es derecho concedido al

hombre por la ley natural, y la sociedad civil ha sido instituida para garantizar el derecho

natural y no para conculcarlo; y, si prohibiera a los ciudadanos la constitución de sociedades,

obraría en abierta pugna consigo misma, puesto que tanto ella como las sociedades privadas

nacen del mismo principio: que los hombres son sociables por naturaleza. Pero concurren a

veces circunstancias en que es justo que las leyes se opongan a asociaciones de ese tipo; por

ejemplo, si se pretendiera como finalidad algo que esté en clara oposición con la honradez,

con la justicia o abiertamente dañe a la salud pública. En tales casos, el poder del Estado

prohíbe, con justa razón, que se formen, y con igual derecho las disuelve cuando se han

formado; pero habrá de proceder con toda cautela, no sea que viole los derechos de los

ciudadanos o establezca, bajo apariencia de utilidad pública, algo que la razón no apruebe, ya

que las leyes han de ser obedecidas sólo en cuanto estén conformes con la recta razón y con la

ley eterna de Dios (32).

36. Recordamos aquí las diversas corporaciones, congregaciones y órdenes religiosas

instituidas por la autoridad de la Iglesia y la piadosa voluntad de los fieles; la historia habla

muy alto de los grandes beneficios que reportaron siempre a la humanidad sociedades de esta

índole, al juicio de la sola razón, puesto que, instituidas con una finalidad honesta, es evidente

que se han constituido conforme a derecho natural y que en lo que tienen de religión están

sometidas exclusivamente a la potestad de la Iglesia. Por consiguiente, las autoridades civiles

no pueden arrogarse ningún derecho sobre ellas ni pueden en justicia alzarse con la

administración de las mismas; antes bien, el Estado tiene el deber de respetarlas, conservarlas

y, si se diera el caso, defenderlas de toda injuria. Lo cual, sin embargo, vemos que se hace muy

al contrario especialmente en los tiempos actuales: Son muchos los lugares en que los poderes

públicos han violado comunidades de esta índole, y con múltiples injurias, ya asfixiándolas

con el dogal de sus leyes civiles, ya despojándolas de su legítimo derecho de personas morales

o despojándolas de sus bienes. Bienes en que tenía su derecho la Iglesia, el suyo cada uno de

los miembros de tales comunidades, el suyo también quienes las habían consagrado a una

determinada finalidad y el suyo, finalmente, todos aquellos a cuya utilidad y consuelo habían

sido destinadas. Nos no podemos menos de quejarnos, por todo ello, de estos expolios

injustos y nocivos, tanto más cuanto que se prohíben las asociaciones de hombres católicos,

por demás pacíficos y beneficiosos para todos los órdenes sociales, precisamente cuando se

proclama la licitud ante la ley del derecho de asociación y se da, en cambio, esa facultad,

ciertamente sin limitaciones, a hombres que agitan propósitos destructores juntamente de la

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religión y del Estado.

37. Efectivamente, el número de las más diversas asociaciones, principalmente de obreros,

es en la actualidad mucho mayor que en otros tiempos. No es lugar indicado éste para estudiar

el origen de muchas de ellas, qué pretenden, qué camino siguen. Existe, no obstante, la

opinión, confirmada por múltiples observaciones, de que en la mayor parte de los casos están

dirigidas por jefes ocultos, los cuales imponen una disciplina no conforme con el nombre

cristiano ni con la salud pública; acaparada la totalidad de las fuentes de producción, proceden

de tal modo, que yacen pagar con la miseria a cuantos rehúsan asociarse con ellos. En este

estado de cosas, los obreros cristianos se ven ante la alternativa o de inscribirse en

asociaciones de las que cabe temer peligros para la religión, o constituir entre sí sus propias

sociedades, aunando de este modo sus energías para liberarse valientemente de esa injusta e

insoportable opresión. ¿Qué duda cabe de que cuantos no quieran exponer a un peligro cierto

el supremo bien del hombre habrán de optar sin vacilaciones por esta segunda postura?

38. Son dignos de encomio, ciertamente, muchos de los nuestros que, examinando

concienzudamente lo que piden los tiempos, experimentan y ensayan los medios de mejorar a

los obreros con oficios honestos. Tomado a pechos el patrocinio de los mismos, se afanan en

aumentar su prosperidad tanto familiar como individual; de moderar igualmente, con la

justicia, las relaciones entre obreros y patronos; de formar y robustecer en unos y otros la

conciencia del deber y la observancia de los preceptos evangélicos, que, apartando al hombre

de todo exceso, impiden que se rompan los límites de la moderación y defienden la armonía

entre personas y cosas de tan distinta condición. Vemos por esta razón que con frecuencia se

congregan en un mismo lugar hombres egregios para comunicarse sus inquietudes, para

coadunar sus fuerzas y para llevar a la realidad lo que se estime más conveniente. Otros se

dedican a encuadrar en eficaces organizaciones a los obreros, ayudándolos de palabra y de

hecho y procurando que no les falte un trabajo honesto y productivo. Suman su entusiasmo y

prodigan su protección los obispos, y, bajo su autoridad y dependencia, otros muchos de

ambos cleros cuidan celosamente del cultivo del espíritu en los asociados. Finalmente, no

faltan católicos de copiosas fortunas que, uniéndose voluntariamente a los asalariados, se

esfuerzan en fundar y propagar estas asociaciones con su generosa aportación económica, y

con ayuda de las cuales pueden los obreros fácilmente procurarse no sólo los bienes presentes,

sino también asegurarse con su trabajo un honesto descanso futuro. Cuánto haya contribuido

tan múltiple y entusiasta diligencia al bien común, es demasiado conocido para que sea

necesario repetirlo. De aquí que Nos podamos alentar sanas esperanzas para el futuro,

siempre que estas asociaciones se incrementen de continuo y se organicen con prudente

moderación. Proteja el Estado estas asociaciones de ciudadanos, unidos con pleno derecho;

pero no se inmiscuya en su constitución interna ni en su régimen de vida; el movimiento vital

es producido por un principio interno, y fácilmente se destruye con la injerencia del exterior.

39. Efectivamente, se necesita moderación y disciplina prudente para que se produzca el

acuerdo y la unanimidad de voluntades en la acción. Por ello, si los ciudadanos tienen el libre

derecho de asociarse, como así es en efecto, tienen igualmente el derecho de elegir libremente

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aquella organización y aquellas leyes que estimen más conducentes al fin que se han

propuesto. Nos estimamos que no puede determinarse con reglas concretas y definidas cuál

haya de ser en cada lugar la organización y leyes de las sociedades a que aludimos, puesto que

han de establecerse conforme a la índole de cada pueblo, a la experiencia y a las costumbres, a

la clase y efectividad de los trabajos, al desarrollo del comercio y a otras circunstancias de

cosas y de tiempos, que se han de sopesar con toda prudencia. En principio, se ha de

establecer como ley general y perpetua que las asociaciones de obreros se han de constituir y

gobernar de tal modo que proporcionen los medios más idóneos y convenientes para el fin

que se proponen, consistente en que cada miembro de la sociedad consiga, en la medida de lo

posible, un aumento de los bienes del cuerpo, del alma y de la familia. Pero es evidente que se

ha de tender, como fin principal, a la perfección de la piedad y de las costumbres, y asimismo

que a este fin habrá de encaminarse toda la disciplina social. De lo contrario, degeneraría y no

aventajarían mucho a ese tipo de asociaciones en que no suele contar para nada ninguna razón

religiosa. Por lo demás, ¿de qué le serviría al obrero haber conseguido, a través de la

asociación, abundancia de cosas, si peligra la salvación de su alma por falta del alimento

adecuado? «¿Qué aprovecha al hombre conquistar el mundo entero si pierde su alma?»(33).

Cristo nuestro Señor enseña que la nota característica por la cual se distinga a un cristiano de

un gentil debe ser ésa precisamente: «Eso lo buscan todas las gentes... Vosotros buscad

primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (34).

Aceptados, pues, los principios divinos, désele un gran valor a la instrucción religiosa, de

modo que cada uno conozca sus obligaciones para con Dios; que sepa lo que ha de creer, lo

que ha esperar y lo que ha de hacer para su salvación eterna; y se ha de cuidar celosamente de

fortalecerlos contra los errores de ciertas opiniones y contra las diversas corruptelas del vicio.

Ínstese, incítese a los obreros al culto de Dios y a la afición a la piedad; sobre todo a velar por

el cumplimiento de la obligación de los días festivos. Que aprendan a amar y reverenciar a la

Iglesia, madre común de todos, e igualmente a cumplir sus preceptos y frecuentar los

sacramentos, que son los instrumentos divinos de purificación y santificación.

40. Puesto el fundamento de las leyes sociales en la religión, el camino queda expedito para

establecer las mutuas relaciones entre los asociados, para llegar a sociedades pacíficas y a un

floreciente bienestar. Los cargos en las asociaciones se otorgarán en conformidad con los

intereses comunes, de tal modo que la disparidad de criterios no reste unanimidad a las

resoluciones. Interesa mucho para este fin distribuir las cargas con prudencia y determinarlas

con claridad para no quebrantar derechos de nadie. Lo común debe administrarse con toda

integridad, de modo que la cuantía del socorro esté determinada por la necesidad de cada uno;

que los derechos y deberes de los patronos se conjuguen armónicamente con los derechos y

deberes de los obreros. Si alguna de las clases estima que se perjudica en algo su derecho, nada

es más de desear como que se designe a varones prudentes e íntegros de la misma

corporación, mediante cuyo arbitrio las mismas leyes sociales manden que se resuelva la lid.

También se ha de proveer diligentemente que en ningún momento falte al obrero abundancia

de trabajo y que se establezca una aportación con que poder subvenir a las necesidades de

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cada uno, tanto en los casos de accidentes fortuitos de la industria cuanto en la enfermedad,

en la vejez y en cualquier infortunio. Con estos principios, con tal de que se los acepte de

buena voluntad, se habrá provisto bastante para el bienestar y la tutela de los débiles, y las

asociaciones católicas serán consideradas de no pequeña importancia para la prosperidad de

las naciones.

Por los eventos pasados prevemos sin temeridad los futuros. Las edades se suceden unas a

otras, pero la semejanza de sus hechos es admirable, ya que se rigen por la providencia de

Dios, que gobierna y encauza la continuidad y sucesión de las cosas a la finalidad que se

propuso al crear el humano linaje. Sabemos que se consideraba ominoso para los cristianos de

la Iglesia naciente el que la mayor parte viviera de limosnas o del trabajo. Pero, desprovistos

de riquezas y de poder, lograron, no obstante, ganarse plenamente la simpatía de los ricos y se

atrajeron el valimiento de los poderosos. Podía vérseles diligentes, laboriosos, pacíficos, firmes

en el ejemplo de la caridad. Ante un espectáculo tal de vida y costumbres, se desvaneció todo

prejuicio, se calló la maledicencia de los malvados y las ficciones de la antigua idolatría

cedieron poco a poco ante la doctrina cristiana.

Actualmente se discute sobre la situación de los obreros; interesa sobremanera al Estado

que la polémica se resuelva conforme a la razón o no. Pero se resolverá fácilmente conforme

a la razón por los obreros cristianos si, asociados y bajo la dirección de jefes prudentes,

emprenden el mismo camino que siguieron nuestros padres y mayores, con singular beneficio

suyo y público. Pues, aun siendo grande en el hombre el influjo de los prejuicios y de las

pasiones, a no ser que la mala voluntad haya embotado el sentido de lo honesto, la

benevolencia de los ciudadanos se mostrará indudablemente más inclinada hacia los que vean

más trabajadores y modestos, los cuales consta que anteponen la justicia al lucro y el

cumplimiento del deber a toda otra razón. De lo que se seguirá, además, otra ventaja: que se

dará una esperanza y una oportunidad de enmienda no pequeña a aquellos obreros que viven

en el más completo abandono de la fe cristiana o siguiendo unas costumbres ajenas a la

profesión de la misma. Estos, indudablemente, se dan cuenta con frecuencia de que han sido

engañados por una falsa esperanza o por la fingida apariencia de las cosas. Pues ven que han

sido tratados inhumanamente por patronos ambiciosos y que apenas se los ha considerado en

más que el beneficio que reportaban con su trabajo, e igualmente de que en las sociedades a

que se habían adscrito, en vez de caridad y de amor, lo que había eran discordias internas,

compañeras inseparables de la pobreza petulante e incrédula. Decaído el ánimo, extenuado el

cuerpo, muchos querrían verse libres de una tan vil esclavitud, pero no se atreven o por

vergüenza o por miedo a la miseria. Ahora bien: a todos estos podrían beneficiar de una

manera admirable las asociaciones católicas si atrajeran a su seno a los que fluctúan, allanando

las dificultades; si acogieran bajo su protección a los que vuelven a la fe.

41. Tenéis, venerables hermanos, ahí quiénes y de qué manera han de laborar en esta

cuestión tan difícil. Que se ciña cada cual a la parte que le corresponde, y con presteza suma,

no sea que un mal de tanta magnitud se haga incurable por la demora del remedio. Apliquen la

providencia de las leyes y de las instituciones los que gobiernan las naciones; recuerden sus

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deberes los ricos y patronos; esfuércense razonablemente los proletarios, de cuya causa se

trata; y, como dijimos al principio, puesto que la religión es la única que puede curar

radicalmente el mal, todos deben laborar para que se restauren las costumbres cristianas, sin

las cuales aún las mismas medidas de prudencia que se estiman adecuadas servirían muy poco

en orden a la solución.

Por lo que respecta a la Iglesia, nunca ni bajo ningún aspecto regateará su esfuerzo,

prestando una ayuda tanto mayor cuanto mayor sea la libertad con que cuente en su acción; y

tomen nota especialmente de esto los que tienen a su cargo velar por la salud pública.

Canalicen hacia esto todas las fuerzas del espíritu y su competencia los ministros sagrados y,

precedidos por vosotros, venerables hermanos, con vuestra autoridad y vuestro ejemplo, no

cesen de inculcar en todos los hombres de cualquier clase social las máximas de vida tomadas

del Evangelio; que luchen con todas las fuerzas a su alcance por la salvación de los pueblos y

que, sobre todo, se afanen por conservar en sí mismos e inculcar en los además, desde los más

altos hasta los más humildes, la caridad, señora y reina de todas las virtudes. Ya que la ansiada

solución se ha de esperar principalmente de una gran efusión de la caridad, de la caridad

cristiana entendemos, que compendia en sí toda la ley del Evangelio, y que, dispuesta en todo

momento a entregarse por el bien de los además, es el antídoto más seguro contra la

insolvencia y el egoísmo del mundo, y cuyos rasgos y grados divinos expresó el apóstol San

Pablo en estas palabras: «La caridad es paciente, es benigna, no se aferra a lo que es suyo; lo

sufre todo, lo soporta todo»(35).

42. En prenda de los dones divinos y en testimonio de nuestra benevolencia, a cada uno de

vosotros, venerables hermanos, y a vuestro clero y pueblo, amantísimamente en el Señor os

impartimos la bendición apostólica.

Dada en Roma, junto a san Pedro, el 15 de mayo de 1891, año decimocuarto de nuestro

pontificado.

NOTAS

1. Dt 5,21.

2. Gén 1,28.

3. Santo Tomás, II-II q.10 a.12.

4. Sant. 5,4.

5. 2 Tim. 2,12.

6. 2 Cor. 2,12.

7. Mt 19, 23-24.

8. Lc 6, 24-25.

9. II-II q.66 a.2.

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10. II-II q.65 a.2.

11. II-II q.32 a.6.

12. Lc 11,41.

13. Hech 20,35.

14. Mt 25,40.

15. San Gregorio Magno, Sobre el Evangelio hom.9 n.7.

16. 2 Cor 8,9.

17. Rom 8,17.

18. Radix omnium malorum est cupiditas (1 Tim 6,10).

19. Hech 4,34.

20. Apol. 2,39.

21. II-II q.61 a.l ad 2.

22.Santo Tomás, De regimine principum 1 c.15.

23. Gén 1,28.

24. Rom 10,12.

25. Ex 20,8.

26. Gén 2,2.

27. Gén 3,19.

28. Ecl 4,9-12.

29. Prov 18,19.

30. Santo Tomás, Contra los que impugnan el culto de Dios y la religión c.l l.

31. Ibíd.

32. «La ley humana en tanto tiene razón de ley en cuanto está conforme con la recta razón

y, según esto, es manifiesto que se deriva de la ley eterna. Pero en cuanto se aparta de la razón,

se llama ley inicua, y entonces no tiene razón de ley, sino más bien de una violencia» (Santo

Tomás, I-II q.13 a.3).

33. Mt 16,26.

34. Ibíd., 6,32-33.

35. 1 Cor 13,4-7.

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JOHN HENRY NEWMAN

CARTA AL DUQUE DE

NORFOLK

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341

INTRODUCCIÓN

John Henry Newman (1801-1890) es quizá uno de los pensadores religiosos más lúcidos en

la historia del pensamiento. Nacido en la ciudad de Londres, fue admitido en Trinity College

de Oxford a los quince años y fue ordenado como sacerdote anglicano en 1825.

Posteriormente, tras varios viajes y años de estudio, se convirtió al catolicismo. Esta

conversión se debió, en gran medida, a sus estudios históricos.

En sus años como sacerdote anglicano, mostró una gran oposición al catolicismo, mientras

estudiaba la relación entre la iglesia anglicana y la romana. Finalmente, publicó en un periódico

local una retractación formal de todas sus discusiones en contra del catolicismo.

Tras su conversión, fue ordenado sacerdote católico y ofició su primera misa en 1847. En

1854 inauguró la Universidad Católica de Irlanda, en la que fungió como rector durante cuatro

años. En 1875 apareció la Carta al duque de Norfolk. Se trata de una de las apologías más

luminosas del cristianismo, contra las ofensas políticas en contra de los católicos. La Carta es

una de las defensas y exposiciones más lúcidas del cristianismo.

Después de santo Tomás y san Agustín, Newman es el autor más citado en documentos

eclesiásticos. Sus obras no buscan únicamente establecer los fundamentos para la fe, sino dar

razón de ella en forma integral. No se trata de obras puramente teológicas. Por el contrario,

Newman busca articular todos los aspectos de la vida humana.

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O HIS GRACE THE DUKE OF NORFOLK HEREDITARY EARL

MARSHAL OF ENGLAND

MY DEAR DUKE OF NORFOLK,

WHEN I yielded to the earnest wish which you, together with many others, urged upon me,

that I should reply to Mr. Gladstone's recent expostulation, a friend suggested that I ought to

ask your Grace's permission to address my remarks to you. Not that for a moment he or I

thought of implicating you, in any sense or measure, in a responsibility which is solely and

entirely my own; but on a very serious occasion, when such heavy charges had been made

against the Catholics of England by so powerful and so earnest an adversary, it seemed my

duty, in meeting his challenge, to gain the support, if I could, of a name, which is the special

representative and the fitting sample of a laity, as zealous for the Catholic Religion as it is

patriotic.

You consented with something of the reluctance which I had felt myself when called upon

to write; for it was {176} hard to be summoned at any age, early or late, from a peaceful course

of life and the duties of one's station, to a scene of war. Still, you consented; and for myself, it

is the compensation for a very unpleasant task, that I, who belong to a generation that is fast

flitting away, am thus enabled, in what is likely to be my last publication, to associate myself

with one, on many accounts so dear to me,—so full of young promise—whose career is before

him.

I deeply grieve that Mr. Gladstone has felt it his duty to speak with such extraordinary

severity of our Religion and of ourselves. I consider he has committed himself to a

representation of ecclesiastical documents which will not hold, and to a view of our position in

the country which we have neither deserved nor can be patient under. None but the Schola

Theologorum is competent to determine the force of Papal and Synodal utterances, and the exact

interpretation of them is a work of time. But so much may be safely said of the decrees which

have lately been promulgated, and of the faithful who have received them, that Mr.

Gladstone's account, both of them and of us, is neither trustworthy nor charitable.

Yet not a little may be said in explanation of a step, which so many of his admirers and

well-wishers deplore. I own to a deep feeling, that Catholics may in good measure thank

themselves, and no one else, for having alienated from them so religious a mind. There are

those among us, as it must be confessed, who for years past have conducted themselves as if

no responsibility attached to wild words and overbearing deeds; who have {177} stated truths

in the most paradoxical form, and stretched principles till they were close upon snapping; and

who at length, having done their best to set the house on fire, leave to others the task of

putting out the flame. The English people are sufficiently sensitive of the claims of the Pope,

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without having them, as if in defiance, flourished in their faces. Those claims most certainly I

am not going to deny; I have never denied them. I have no intention, now that I have to write

upon them, to conceal any part of them. And I uphold them as heartily as I recognise my duty

of loyalty to the constitution, the laws and the government of England. I see no inconsistency

in my being at once a good Catholic and a good Englishman. Yet it is one thing to be able to

satisfy myself as to my consistency, quite another to satisfy others; and, undisturbed as I am in

my own conscience, I have great difficulties in the task before me. I have one difficulty to

overcome in the present excitement of the public mind against our Religion, caused partly by

the chronic extravagances of knots of Catholics here and there, partly by the vehement

rhetoric which is the occasion and subject of this Letter. A worse difficulty lies in getting

people, as they are commonly found, to put off the modes of speech and language which are

usual with them, and to enter into scientific distinctions and traditionary rules of interpretation,

which as being new to them, appear evasive and unnatural. And a third difficulty, as I may call

it, is this—that in so very wide a subject, opening as great a variety of questions, and of

opinions upon them, while it will be simply necessary to take the objections made against us

and our faith, one by {178} one, readers may think me trifling with their patience, because they

do not find those points first dealt with, on which they lay most stress themselves.

But I have said enough by way of preface; and without more delay turn to Mr. Gladstone's

pamphlet.

1. INTRODUCTORY REMARKS

{179} THE main question which Mr. Gladstone has started I consider to be this:—Can

Catholics be trustworthy subjects of the State? has not a foreign Power a hold over their

consciences such, that it may at any time be used to the serious perplexity and injury of the

civil government under which they live? Not that Mr. Gladstone confines himself to these

questions, for he goes out of his way, I am sorry to say, to taunt us with our loss of mental and

moral freedom, a vituperation which is not necessary for his purpose at all. He informs us too

that we have "repudiated ancient history," and are rejecting modern "thought," and that our

Church has been "refurbishing her rusty tools," and has been lately aggravating, and is likely

still more to aggravate, our state of bondage. I think it unworthy of Mr. Gladstone's high

character thus to have inveighed against us; what intellectual manliness is left to us according

to him? yet his circle of acquaintance is too wide, and his knowledge of his countrymen on the

other hand too accurate, for him not to know that he is bringing a great amount of odium and

bad feeling upon excellent men, whose only offence is their religion. The more {180} intense

is the prejudice with which we are regarded by whole classes of men, the less is there of

generosity in his pouring upon us superfluous reproaches. The graver the charge which is the

direct occasion of his writing against us, the more careful should he be not to prejudice judge

and jury to our disadvantage. No rhetoric is needed in England against an unfortunate Catholic

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at any time; but so little is Mr. Gladstone conscious of his treatment of us, that in one place of

his Pamphlet, strange as it may seem, he makes it his boast that he has been careful to "do

nothing towards importing passion into what is matter of pure argument," pp. 15, 16. I venture

to think he will one day be sorry for what he has said.

However, we must take things as we find them; and what I propose to do is this—to put

aside, unless it comes directly in my way, his accusation against us of repudiating ancient

history, rejecting modern thought, and renouncing our mental freedom, and to confine myself

for the most part to what he principally insists upon, that Catholics, if they act consistently

with their principles, cannot be loyal subjects;—I shall not, however, omit notice of his attack

upon our moral uprightness.

The occasion and the grounds of Mr. Gladstone's impeachment of us, if I understand him,

are as follows:—He was alarmed, as a statesman, ten years ago by the Pope's Encyclical of

December 8, and by the Syllabus of Erroneous Propositions which, by the Pope's authority,

accompanied its transmission to the bishops. Then came {181} the Definitions of the Vatican

Council in 1870, upon the universal jurisdiction and doctrinal infallibility of the Pope. And

lastly, as the event which turned alarm into indignation, and into the duty of public

remonstrance, "the Roman Catholic Prelacy of Ireland thought fit to procure the rejection of"

the Irish University Bill of February, 1873, "by the direct influence which they exercised over a

certain number of Irish Members of Parliament," &c. p. 60. This step on the part of the

bishops showed, if I understand him, the new and mischievous force which had been acquired

at Rome by the late acts there, or at least left him at liberty, by causing his loss of power, to

denounce it. "From that time forward the situation was changed," and an opening was made

for a "broad political discussion" on the subject of the Catholic religion and its professors, and

"a debt to the country had to be disposed of." That debt, if I am right, will be paid, if he can

ascertain, on behalf of the country, that there is nothing in the Catholic Religion to hinder its

professors from being as loyal as other subjects of the State, and that the See of Rome cannot

interfere with their civil duties so as to give the civil power trouble or alarm. The main ground

on which he relies for the necessity of some such inquiry is, first, the text of the authoritative

documents of 1864 and 1870; next, and still more, the animus which they breathe, and the

sustained aggressive spirit which they disclose; and thirdly, the daring deed of aggression in

1873, when the Pope, acting (as it is alleged) upon the Irish Members of Parliament, succeeded

in ousting from their seats a ministry who, besides past benefits, were at that very {182} time

doing for Irish Catholics, and therefore ousted for doing, a special service.

Now, it would be preposterous and officious in me to put myself forward as champion for

the Venerable Prelacy of Ireland, or to take upon myself the part of advocate and

representative of the Holy See. "Non tali auxilio;" in neither character could I come forward

without great presumption; not the least for this reason, because I cannot know the exact

points which are really the gist of the affront, which Mr. Gladstone conceives he has sustained,

whether from the one quarter or from the other; yet in a question so nearly interesting myself

as that February bill, which he brought into the House, in great sincerity and kindness, for the

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benefit of the Catholic University in Ireland, I may be allowed to say thus much—that I, who

now have no official relation to the Irish Bishops, and am not in any sense in the counsels of

Rome, felt at once, when I first saw the outline of that bill, the greatest astonishment on

reading one of its provisions, and a dread which painfully affected me, lest Mr. Gladstone

perhaps was acting on an understanding with the Catholic Prelacy. I did not see how in honour

they could accept it. It was possible, did the question come over again, to decide in favour of

the Queen's Colleges, and to leave the project of a Catholic University alone. The Holy See

might so have decided in 1847. But at or about that date, three rescripts had come from Rome

in favour of a distinctively Catholic Institution; a National Council had decided in its favour;

large offers of the Government had been rejected; great commotions had been caused in the

political world; munificent contributions {183} had been made;—all on the sole principle that

Catholic teaching was to be upheld in the country inviolate. If, then, for the sake of a money

grant, or other secular advantage, this ground of principle was deserted, and Catholic youths

after all were allowed to attend the lectures of men of no religion, or of the Protestant, the

contest of thirty years would have been stultified, and the Pope and the Bishops would seem to

have been playing a game, while putting forward the plea of conscience and religious duty. I

hoped that the clause in the Bill, which gave me such uneasiness, could have been omitted

from it; but, anyhow, it was an extreme relief to me when the papers announced that the

Bishops had expressed their formal dissatisfaction with it.

They determined to decline a gift laden with such a condition, and who can blame them for

so doing? who can be surprised that they should now do what they did in 1847? what new

move in politics was it, if they so determined? what was there in it of a factious character? Is

the Catholic Irish interest the only one which is not to be represented in the House of

Commons? Why is not that interest as much a matter of right as any other? I fear to expose my

own ignorance of Parliamentary rules and proceedings, but I had supposed that the railway

interest, and what is called the publican interest, were very powerful there: in Scotland, too, I

believe, a government has a formidable party to deal with; and, to revert to Ireland, there are

the Home-rulers, who have objects in view quite distinct from, or contrary to, those of the

Catholic hierarchy. As to the Pope, looking at the surface of things, there is nothing to suggest

that he {184} interfered, there was no necessity of interference, on so plain a point; and, when

an act can be sufficiently accounted for without introducing an hypothetical cause, it is bad

logic to introduce it. Speaking according to my lights, I altogether disbelieve the interposition

of Rome in the matter. In the proceedings which they adopted, the Bishops were only using

civil rights, common to all, which others also used and in their own way. Why might it not be

their duty to promote the interests of their religion by means of their political opportunities? Is

there no Exeter Hall interest? I thought it was a received theory of our Reformed Constitution

that Members of Parliament were representatives, and in some sort delegates of their

constituents, and that the strength of each interest was shown, and the course of the nation

determined, by the divisions in the House of Commons. I recollect the Times intimating its

regret, after one general election, that there was no English Catholic in the new House, on the

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ground that every class and party should be represented there. Surely the Catholic religion has

not a small party in Ireland; why then should it not have a corresponding number of exponents

and defenders at Westminster? So clear does this seem to me, that I think there must be some

defect in my knowledge of facts to explain Mr. Gladstone's surprise and displeasure at the

conduct of the Irish Prelacy in 1873; yet I suspect none; and, if there be none, then his

unreasonableness in this instance of Ireland makes it not unlikely that he is unreasonable also

in his judgment of the Encyclical, Syllabus, and Vatican Decrees. {185}

However, the Bishops, I believe, not only opposed Mr. Gladstone's bill, but, instead of it,

they asked for some money grant towards the expenses of their University. If so, their obvious

argument was this—that Catholics formed the great majority of the population of Ireland, and

it was not fair that the Protestant minority should have all that was bestowed in endowment or

otherwise upon education. To this the reply, I suppose, would be, that it was not

Protestantism, but liberal education that had the money, and that, if the Bishops chose to give

up their own principles and act as Liberals, they might have the benefit of it too. I am not

concerned here with these arguments, but I wish to notice the position which the Bishops

would occupy in urging such a request:—I must not say that they were Irishmen first and

Catholics afterwards, but I do say that in such a demand they spoke not simply as Catholic

Bishops, but as the Bishops of a Catholic nation. They did not speak from any promptings of

the Encyclical, Syllabus, or Vatican Decrees. They claimed as Irishmen a share in the

endowments of the country; and has not Ireland surely a right to speak in such a matter, and

might not her Bishops fairly represent her? It seems to me a great mistake to think that

everything that is done by the Irish Bishops and clergy is done on an ecclesiastical motive; why

not on a national? but if so, such acts have nothing to do with Rome. I know well what simple

firm faith the great body of the Irish people have, and how they put the Catholic Religion

before anything else in the world. It is their comfort, their joy, their treasure, their boast, their

compensation for a hundred {186} worldly disadvantages; but who can deny that in politics

their conduct at times—nay, more than at times—has had a flavour rather of their nation than

of their Church? Only in the last general election this was said, when they were so earnest for

Home Rule. Why, then, must Mr. Gladstone come down upon the Catholic Religion, because

the Irish love dearly the Green Island, and its interests? Ireland is not the only country in

which politics, or patriotism, or party, has been so closely associated with religion in the nation

or a class, that it is difficult to say which of the various motive principles was uppermost. "The

Puritan," says Macaulay, "prostrated himself in the dust before his Maker, but he set his foot

on the neck of his king:" I am not accusing such a man of hypocrisy on account of this; having

great wrongs, as he considered, both in religious and temporal matters, and the authors of

these distinct wrongs being the same persons, he did not nicely discriminate between the acts

which he did as a patriot and the acts which he did as a Puritan. And so as regards Irishmen,

they do not, cannot, distinguish between their love of Ireland and their love of religion; their

patriotism is religious, and their religion is strongly tinctured with patriotism; and it is hard to

recognize the abstract and Ideal Ultramontane, pure and simple, in the concrete exhibition of

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him in flesh and blood as found in the polling-booth or in his chapel. I do not see how the

Pope can be made answerable for him in any of his political acts during the last fifty years.

This leads me to a subject, of which Mr. Gladstone makes a good deal in his pamphlet. I

will say of a {187} great man, whom he quotes, and for whose memory I have a great respect,

I mean Bishop Doyle, that there was just a little tinge of patriotism in the way in which, on one

occasion, he speaks of the Pope. I dare say any of us would have done the same, in the heat of

a great struggle for national liberty, for he said nothing but what was true and honest; I only

mean that the energetic language which he used was not exactly such as would have suited the

atmosphere of Rome. He says to Lord Liverpool, "We are taunted with the proceedings of

Popes. What, my Lord, have we Catholics to do with the proceedings of Popes, or why should

we be made accountable for them?" p. 27. Now, with some proceedings of Popes, we

Catholics have very much to do indeed; but, if the context of his words is consulted, I make no

doubt it would be found that he was referring to certain proceedings of certain Popes, when he

said that Catholics had no part of their responsibility. Assuredly there are certain acts of Popes

in which no one would like to have part. Then, again, his words require some pious

interpretation when he says that "the allegiance due to the king and the allegiance due to the

Pope, are as distinct and as divided in their nature as any two things can possibly be," p. 30.

Yes, in their nature, in the abstract, but not in the particular case; for a heathen State might bid

me throw incense upon the altar of Jupiter, and the Pope would bid me not to do so. I venture

to make the same remark on the Address of the Irish Bishops to their clergy and laity in 1826,

quoted at p. 31, and on the Declaration of the Vicars Apostolic in England, ibid. {188}

But I must not be supposed for an instant to mean, in what I have said, that the venerable

men, to whom I have referred, were aware of any ambiguity either in such statements as the

above, or in others which were denials of the Pope's infallibility. Indeed, one of them at an

earlier date, 1793, Dr. Troy, Archbishop of Dublin, had introduced into one of his Pastorals

the subject which Mr. Gladstone considers they so summarily disposed of. The Archbishop

says, "Many Catholics contend that the Pope, when teaching the universal Church, as their

supreme visible head and pastor, as successor to St. Peter, and heir to the promises of special

assistance made to him by Jesus Christ, is infallible; and that his decrees and decisions in that

capacity are to be respected as rules of faith, when they are dogmatical or confined to doctrinal

points of faith and morals. Others deny this, and require the expressed or tacit acquiescence of

the Church, assembled or dispersed, to stamp infallibility on his dogmatical decrees. Until the

Church shall decide upon this question of the Schools, either opinion may be adopted by

individual Catholics, without any breach of Catholic communion or peace. The Catholics of

Ireland have lately declared, that it is not an article of the Catholic faith; nor are they thereby

required to believe or profess that the Pope is infallible, without adopting or abjuring either of

the recited opinions which are open to discussion, while the Church continues silent about

them." The Archbishop thus addressed his flock, at the time when he was informing them that

the Pope had altered the oath which was taken by the Catholic Bishops. {189}

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As to the language of the Bishops in 1826, we must recollect that at that time the clergy,

both of Ireland and England, were educated in Gallican opinions. They took those opinions

for granted, and they thought, if they went so far as to ask themselves the question, that the

definition of Papal Infallibility was simply impossible. Even among those at the Vatican

Council, who themselves personally believed in it, I believe there were Bishops who, until the

actual definition had been passed, thought that such a definition could not be made. Perhaps

they would argue that, though the historical evidence was sufficient for their own personal

conviction, it was not sufficiently clear of difficulties to be made the ground of a Catholic

dogma. Much more would this be the feeling of the Bishops in 1826. "How," they would ask,

"can it ever come to pass that a majority of our order should find it their duty to relinquish

their prime prerogative, and to make the Church take the shape of a pure monarchy?" They

would think its definition as much out of the question, as the prospect that, in twenty-five

years after their time, there would be a hierarchy of thirteen Bishops in England, with a

cardinal for Archbishop.

But, all this while, such modes of thinking were foreign altogether to the minds of

the entourage of the Holy See. Mr. Gladstone himself says, and the Duke of Wellington and Sir

Robert Peel must have known it as well as he, "The Popes have kept up, with comparatively

little intermission, for well-nigh a thousand years, their claim to dogmatic infallibility," p. 28.

Then, if the Pope's claim to infallibility was so patent a fact, {190} could they ever suppose

that he could be brought to admit that it was hopeless to turn that claim into a dogma? In

truth, Wellington and Peel were very little interested in that question; as was said in a Petition

or Declaration, signed among others by Dr. Troy, it was "immaterial in a political light;" but,

even if they thought it material, or if there were other questions they wanted to ask, why go to

Bishop Doyle? If they wanted to obtain some real information about the probabilities of the

future, why did they not go to headquarters? Why did they potter about the halls of

Universities in this matter of Papal exorbitances, or rely upon the pamphlets or examinations

of Bishops whom they never asked for their credentials? Why not go at once to Rome?

The reason is plain: it was a most notable instance, with a grave consequence, of what is a

fixed tradition with us the English people, and a great embarrassment to every administration

in its dealings with Catholics. I recollect, years ago, Dr. Griffiths, Vicar Apostolic of the

London District, giving me an account of an interview he had with the late Lord Derby, then I

suppose Colonial Secretary. I understood him to say that Lord Derby was in perplexity at the

time, on some West India matter, in which Catholics were concerned, because he could not

find their responsible representative. He wanted Dr. Griffiths to undertake the office, and

expressed something of disappointment when the Bishop felt obliged to decline it. A chronic

malady has from time to time its paroxysms, and the history on which I am now engaged is a

serious instance of it. I think {191} it is impossible that the British government could have

entered into formal negotiations with the Pope, without its transpiring in the course of them,

and its becoming perfectly clear, that Rome could never be a party to such a pledge as England

wanted, and that no pledge from Catholics was of any value to which Rome was not a party.

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But no; they persisted in an enterprise which was hopeless in its first principle, for they

thought to break the indissoluble tie which bound together the head and the members,—and

doubtless Rome felt the insult, though she might think it prudent not to notice it. France was

not the keystone of the ecumenical power, though her Church was so great and so famous; nor

could the hierarchy of Ireland, in spite of its fidelity to the Catholic faith, give any pledge of

the future to the statesmen who required one; there was but one See, whose word was worth

anything in the matter, "that church" (to use the language of the earliest of our Doctors) "to

which the faithful all round about are bound to have recourse." Yet for three hundred years it

has been the official rule with England to ignore the existence of the Pope, and to deal with

Catholics in England, not as his children, but as sectaries of the Roman Catholic persuasion.

Napoleon said to his envoy, "Treat with the Pope as if he was master of 100,000 men." So

clearly did he, from mere worldly sagacity, comprehend the Pope's place in the then state of

European affairs, as to say that, "if the Pope had not existed, it would have been well to have

created him for that occasion, as the Roman consuls created a dictator in difficult {192}

circumstances." (Alison's Hist. ch. 35.) But we, in the instance of the greatest, the oldest power

in Europe, a church whose grandeur in past history demanded, one would think, some

reverence in our treatment of her, the mother of English Christianity, who, whether her

subsequent conduct had always been motherly or not, had been a true friend to us in the

beginning of our history; her we have not only renounced, but, to use a familiar word, we have

absolutely cut. Time has gone on and we have no relentings; today, as little as yesterday, do we

understand that pride was not made for man, nor the cuddling of resentments for a great

people. I am entering into no theological question: I am speaking all along of mere decent

secular intercourse between England and Rome. A hundred grievances would have been set

right on their first uprising, had there been a frank diplomatic understanding between two

great powers; but, on the contrary, even within the last few weeks, the present Ministry has

destroyed any hope of a better state of things by withdrawing from the Vatican the makeshift

channel of intercourse which had of late years been permitted there.

The world of politics has its laws; and such abnormal courses as England has pursued have

their Nemesis. An event has taken place which, alas, already makes itself felt in issues,

unfortunate for English Catholics certainly, but also, as I think, for our country. A great

Council has been called; and as England has for so long a time ignored Rome, Rome, I

suppose, it must be said, has in turn ignored England. I do not mean of set purpose ignored,

but as the natural consequence of our act, {193} Bishops brought from the corners of the

earth, in 1870, what could they know of English blue books and Parliamentary debates in the

years 1826 and 1829? It was an extraordinary gathering, and its possibility, its purpose, and its

issue, were alike marvelous, as depending on a coincidence of strange conditions, which, as

might be said beforehand, never could take place. Such was the long reign of the Pope, in itself

a marvel, as being the sole exception to a recognized ecclesiastical tradition. Only a Pontiff so

unfortunate, so revered, so largely loved, so popular even with Protestants, with such a prestige

of long sovereignty, with such claims on the Bishops around him, both of age and of paternal

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gracious acts, only such a man could have harmonized and guided to the conclusion which he

pointed out, an assembly so variously composed. And, considering the state of theological

opinion seventy years before, not less marvelous was the concurrence of all but a few out of so

many hundred Bishops in the theological judgment, so long desired at Rome; the protest made

by some eighty or ninety, at the termination of the Council, against the proceedings of the vast

majority lying, not against the truth of the doctrine then defined, but against the fact of its

definition. Nor less to be noted is the neglect of the Catholic powers to send representatives to

the Council, who might have laid before the Fathers its political bearings. For myself, I did not

call it inopportune, for times and seasons are known to God alone, and persecution may be as

opportune, though not so pleasant as peace; nor, in accepting as a dogma what I had ever held

as a truth, could I be {194} doing violence to any theological view or conclusion of my own;

nor has the acceptance of it any logical or practical effect whatever, as I consider, in weakening

my allegiance to Queen Victoria; but there are few Catholics, I think, who will not deeply

regret, though no one be in fault, that the English and Irish Prelacies of 1826 did not foresee

the possibility of the Synodal determinations of 1870, nor can we wonder that Statesmen

should feel themselves aggrieved that stipulations, which they considered necessary for

Catholic emancipation, should have been, as they may think, rudely cast to the winds.

And now I must pass from the mere accidents of the controversy to its essential points, and

I cannot treat them to the satisfaction of Mr. Gladstone, unless I go back a great way, and be

allowed to speak of the ancient Catholic Church.

2. THE ANCIENT CHURCH

{195} WHEN Mr. Gladstone accuses us of "repudiating ancient history," he means the

ancient history of the Church; also, I understand him to be viewing that history under a

particular aspect. There are many aspects in which Christianity presents itself to us; for

instance, the aspect of social usefulness, or of devotion or again of theology; but, though he in

one place glances at the last of these aspects, his own view of it is its relation towards the civil

power. He writes "as one of the world at large;" as a "layman who has spent most and the best

years of his life in the observation and practice of politics" (p. 7); and, as a statesmen, he

naturally looks at the Church on its political side. Accordingly, in his title-page, in which he

professes to be expostulating with us for accepting the Vatican Decrees, he does so, not for

any reason whatever, but because of their incompatibility with our civil allegiance. This is the

key-note of his impeachment of us. As a public man, he has only to do with the public action

and effect of our Religion, its aspect upon national affairs, on our civil duties, on our foreign

interests; and he tells us that our Religion has a bearing and behaviour {196} towards the State

utterly unlike that of ancient Christianity, so unlike that we may be even said to repudiate what

Christianity was in its first centuries, so unlike to what it was then, that we have actually

forfeited the proud boast of being "Ever one and the same;" unlike, I say, in this, that our

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action is so antagonistic to the State's action, and our claims so menacing to civil peace and

prosperity.

Indeed! then I suppose that St. Ignatius of Antioch, and St. Polycarp of Smyrna, and St.

Cyprian of Carthage, and St. Laurence of Rome, that St. Alexander and St. Paul of

Constantinople, that St. Ambrose of Milan, that Popes Leo, John, Sylverian, Gregory, and

Martin, all members of the "undivided Church," cared supremely and laboured successfully, to

cultivate peaceful relations with the government of Rome. They had no doctrines and precepts,

no rules of life, no isolation and aggressiveness, which caused them to be considered, in spite

of themselves, the enemies of the human race! May I not, without disrespect, submit to Mr.

Gladstone that this is very paradoxical? Surely it is our fidelity to the history of our forefathers,

and not its repudiation, which Mr. Gladstone dislikes in us. When, indeed, was it in ancient

times that the State did not show jealousy of the Church? Was it when Decius and Dioclesian

slaughtered their thousands who had abjured the religion of old Rome? or, was it when

Athanasius was banished to Treves? or when Basil, on the Imperial Prefect's crying out,

"Never before did any man make so free with me," answered, "Perhaps you never before fell

in with a Bishop"? or when Chrysostom was {197} sent off to Cucusus, to be worried to death

by an Empress? Go through the long annals of Church History, century after century, and say,

was there ever a time when her Bishops, and notably the Bishop of Rome, were slow to give

their testimony in behalf of the moral and revealed law and to suffer for their obedience to it?

ever a time when they forgot that they had a message to deliver to the world,—not the task

merely of administering spiritual consolation, or of making the sick-bed easy, or of training up

good members of society, or of "serving tables" (though all this was included in their range of

duty),—but specially and directly, a definite message to high and low, from the world's Maker,

whether men would hear or whether they would forbear? The history surely of the Church in

all past times, ancient as well as medieval, is the very embodiment of that tradition of

Apostolical independence and freedom of speech which in the eyes of man is her great offence

now.

Nay, that independence, I may say, is even one of her Notes or credentials; for where shall

we find it except in the Catholic Church? "I spoke of Thy testimonies," says the Psalmist,

"even before kings, and I was not ashamed." This verse, I think Dr Arnold used to say, rose up

in judgment against the Anglican Church, in spite of ifs real excellences. As to the Oriental

Churches, everyone knows in what bondage they lie, whether they are under the rule of the

Czar or of the Sultan. Such is the actual fact that, whereas it is the very mission of Christianity

to bear witness to the Creed and Ten Commandments in a {198} world which is averse to

them, Rome is now the one faithful representative, and thereby is heir and successor, of that

free-spoken dauntless Church of old, whose political and social traditions Mr. Gladstone says

the said Rome has repudiated.

I have one thing more to say on the subject of the "semper eadem." In truth, this fidelity to

the ancient Christian system, seen in modern Rome, was the luminous fact which more than

any other turned men's minds at Oxford forty years ago to look towards her with reverence,

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interest, and love. It affected individual minds variously of course; some it even brought on

eventually to conversion, others it only restrained from active opposition to her claims; but

none of us could read the Fathers, and determine to be their disciples, without feeling that

Rome, like a faithful steward, had kept in fullness and in vigour what our own communion had

let drop. The Tracts for the Times were founded on a deadly antagonism to what in these last

centuries has been called Erastianism or Cæsarism. Their writers considered the Church to be a

divine creation, "not of men, neither by man, but by Jesus Christ," the Ark of Salvation, the

Oracle of Truth, the Bride of Christ, with a message to all men everywhere, and a claim on

their love and obedience; and, in relation to the civil power, the object of that promise of the

Jewish prophets, "Behold, I will lift up My Hand to the Gentiles, and will set up My standard

to the peoples: kings and their queens shall how down to thee with their face toward the earth,

and they shall lick up the dust of thy feet." No Ultramontane (so called) could go beyond those

{199} writers in the account which they gave of her from the Prophets, and that high notion is

recorded beyond mistake in a thousand passages of their writings.

There is a fine passage of Mr. Keble's in the British Critic, in animadversion upon a

contemporary reviewer. Mr. Hurrell Froude, speaking of the Church of England, had said that

"she was 'united' to the State as Israel to Egypt." This shocked the reviewer in question, who

exclaimed in consequence, "The Church is not united to the State as Israel to Egypt; it is united

as a believing wife to a husband who threatened to apostatize; and, as a Christian wife so placed

would act ... clinging to the connexion ... so the Church must struggle even now, and save, not

herself, but the State, from the crime of a divorce." On this Mr. Keble says, "We had thought

that the Spouse of the Church was a very different Person from any or all States, and her

relation to the State through Him very unlike that of hers, whose duties are summed up in 'love, service,

cherishing, and obedience.' And since the one is exclusively of this world, the other essentially of

the eternal world, such an Alliance as the above sentence describes, would have seemed to us, not

only fatal but monstrous!" And he quotes the lines,—"Mortua quinetiam jungebat corpora vivis,

Componens manibusque manus, atque oribus ora: Tormenti genus!"

It was this same conviction that the Church had rights which the State could not touch, and

was prone to {200} ignore, and which in consequence were the occasion of great troubles

between the two, that led Mr. Froude at the beginning of the movement to translate the letters

of St. Thomas Becket, and Mr. Bowden to write the Life of Hildebrand. As to myself, I will

but refer, as to one out of many passages with the same drift, in the books and tracts which I

published at that time, to my Whit-Monday and Whit-Tuesday Sermons.

I believe a large number of members of the Church of England at this time are faithful to

the doctrine which was proclaimed within its pale in 1833, and following years; the main

difference between them and Catholics being, not as to the existence of certain high

prerogatives and spiritual powers in the Christian Church, but that the powers which we give

to the Holy See, they lodge in her Bishops and Priests, whether as a body or individually. Of

course, this is a very important difference, but it does not interfere with my argument here. It

does seem to me preposterous to charge the Catholic Church of today with repudiating ancient

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history by certain political acts of hers, and thereby losing her identity, when it was her very

likeness in political action to the Church of the first centuries, that has in our time attracted

even to her communion, and at least to her teaching, not a few educated men, who made those

first centuries their special model.

But I have more to say on this subject, perhaps too much, when I go on, as I now do, to

contemplate the Christian Church, when persecution was exchanged for {201} establishment,

and her enemies became her children. As she resisted and defied her persecutors, so she ruled

her convert people. And surely this was but natural, and will startle those only to whom the

subject is new. If the Church is independent of the State, so far as she is a messenger from

God, therefore, should the State, with its high officials and its subject masses, come into her

communion, it is plain that they must at once change hostility into submission. There was no

middle term; either they must deny her claim to divinity or humble themselves before it,—that

is, as far as the domain of religion extends, and that domain is a wide one. They could not

place God and man on one level. We see this principle carried out among ourselves in all sects

every day, though with greater or less exactness of application, according to the supernatural

power which they ascribe to their ministers or clergy. It is a sentiment of nature, which

anticipates the inspired command, "Obey them that have the rule over you, and submit

yourselves, for they watch for your souls."

As regards the Roman Emperors, immediately on their becoming Christians, their

exaltation of the hierarchy was in proportion to its abject condition in the heathen period.

Grateful converts felt that they could not do too much in its honour and service. Emperors

bowed the head before the Bishops, kissed their hands and asked their blessing. When

Constantine entered into the presence of the assembled Prelates at Nicæa, his eyes fell, the

colour mounted up into his cheek, and his mien was that of a suppliant; he would not sit, till

the Bishops bade him, and he kissed the wounds of the {202} Confessors. Thus he set the

example for the successors of his power, nor did the Bishops decline such honours. Royal

ladies served them at table; victorious generals did penance for sin and asked forgiveness.

When they quarrelled with them, and would banish them, their hand trembled when they came

to sign the order, and after various attempts they gave up their purpose. Soldiers raised to

sovereignty asked their recognition and were refused it. Cities under imperial displeasure

sought their intervention, and the master of thirty legions found himself powerless to

withstand the feeble voice of some aged travel-stained stranger.

Laws were passed in favour of the Church; Bishops could only be judged by Bishops, and

the causes of their clergy were withdrawn from the secular courts. Their sentence was final, as

if it were the Emperor's own, and the governors of provinces were bound to put it in

execution. Litigants everywhere were allowed the liberty of referring their causes to the tribunal

of the Bishops, who, besides, became arbitrators on a large scale in private quarrels; and the

public, even heathens, wished it so. St. Ambrose was sometimes so taken up with business of

this sort, that he had time for nothing else. St. Austin and Theodoret both complain of the

weight of such secular engagements, as were forced upon them by the importunity of the

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people. Nor was this all; the Emperors showed their belief in the divinity of the Church and of

its creed by acts of what we should now call persecution. Jews were forbidden to proselytize a

Christian; Christians were forbidden to become pagans; pagan rights were abolished, the books

of heretics and {203} infidels were burned wholesale; their chapels were razed to the ground,

and even their private meetings were made illegal.

These characteristics of the convert Empire were the immediate, some of them the logical,

consequences of its new faith. Had not the Emperors honoured Christianity in its ministers

and in its precepts, they would not properly have deserved the name of converts. Nor was it

unreasonable in litigants voluntarily to frequent the episcopal tribunals, if they got justice done

to them there better than in the civil courts. As to the prohibition of heretical meetings, I

cannot get myself quite to believe that Pagans, Marcionites, and Manichees had much

tenderness of conscience in their religious profession, or were wounded seriously by the

Imperial rescripts to their disadvantage. Many of these sects were of a most immoral character,

whether in doctrine or practice; others were forms of witchcraft; often they were little better

than paganism. The Novatians certainly stand on higher ground; but on the whole, it would be

most unjust to class such wild, impure, inhuman rites with even the most extravagant and

grotesque of American sectaries now. They could entertain no bitter feeling that injustice was

done them in their repression. They did not make free thought or private judgment their

watch-words. The populations of the Empire did not rise in revolt when its religion was

changed. There were two broad conditions which accompanied the grant of all this

ecclesiastical power and privilege, and made the exercise of it possible; first, that the people

consented to it, secondly, that the law of the Empire enacted {204} and enforced it. Thus high

and low opened the door to it. The Church of course would say that such prerogatives were

justly hers, as being at least congruous grants made to her, on the part of the State, in return

for the benefits which she bestowed upon it. It was her right to demand them, and the State's

duty to concede them. This seems to have been the basis of the new state of society. And in

fact these prerogatives were in force and in exercise all through those troublous centuries

which followed the break-up of the Imperial sway: and, though the handling of them at length

fell into the hands of one see exclusively (on which I shall remark presently), the see of Peter,

yet the substance and character of these prerogatives, and the Church's claim to possess them,

remained untouched. The change in the internal allocation of power did not affect the

existence and the use of the power itself.

Ranke, speaking of this development of ecclesiastical supremacy upon the conversion of the

Empire, remarks as follows:—

"It appears to me that this was the result of an internal necessity. The rise of Christianity

involved the liberation of religion from all political elements. From this followed the growth of

a distinct ecclesiastical class with a peculiar constitution. In this separation of the Church from

the State consists, perhaps the greatest, the most pervading and influential peculiarity of all

Christian times. The spiritual and secular powers may come into near contact, may even stand

in the closest community; but they can be thoroughly incorporated only at {205} rare

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conjunctures and for a short period. Their mutual relations, their positions with regard to each

other, form, from this time forward, one of the most important considerations in all

history."—The Popes, vol. i. p. 10, transl.

3. THE PAPAL CHURCH

{206} Now we come to the distinctive doctrine of the Catholic Religion, the doctrine which

separates us from all other denominations of Christians however near they may approach to us

in other respects, the claims of the see of Rome, which have given occasion to Mr. Gladstone's

Pamphlet and to the remarks which I am now making upon it. Of those rights, prerogatives,

privileges, and duties, which I have been surveying in the ancient Church, the Pope is

historically the heir. I shall dwell now upon this point, as far as it is to my purpose to do so,

not treating it theologically (else I must define and prove from Scripture and the Fathers the

"Primatus jure divino Romani Pontificis," which of course I firmly hold), but historically,

because Mr. Gladstone appeals to history. Instead of treating it theologically I wish to look

with (as it were) secular, or even non-Catholic eyes at the powers claimed during the last

thousand years by the Pope—that is, only as they lie in the nature of the case, and on the

surface of the facts which come before us in history. {207}

1. I say the Pope is the heir of the Ecumenical Hierarchy of the fourth century, as being,

what I may call, heir by default. No one else claims or exercises its rights or its duties. Is it

possible to consider the Patriarch of Moscow or of Constantinople, heir to the historical

pretensions of St. Ambrose or St. Martin? Does any Anglican Bishop for the last 300 years

recall to our minds the image of St. Basil? Well, then, has all that ecclesiastical power, which

makes such a show in the Christian Empire, simply vanished, or, if not, where is it to be

found? I wish Protestants would throw themselves into our minds upon this point; I am not

holding an argument with them; I am only wishing them to understand where we stand and

how we look at things. There is this great difference of belief between us and them: they do

not believe that Christ set up a visible society, or rather kingdom, for the propagation and

maintenance of His religion, for a necessary home and a refuge for His people; but we do. We

know the kingdom is still on earth: where is it? If all that can be found of it is what can be

discerned at Constantinople or Canterbury, I say, it has disappeared; and either there was a

radical corruption of Christianity from the first, or Christianity came to an end, in proportion

as the type of the Nicene Church faded out of the world: for all that we know of Christianity,

in ancient history, as a concrete fact, is the Church of Athanasius and his fellow Bishops: it is

nothing else historically but that bundle of phenomena, that combination of claims,

prerogatives, and corresponding acts, some of which I have recounted above. There is no help

for it then; we cannot {208} take as much as we please, and no more, of an institution which

has a monadic existence. We must either give up the belief in the Church as a divine institution

altogether, or we must recognize it at this day in that communion of which the Pope is the

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head. With him alone and round about him are found the claims, the prerogatives, and duties

which we identify with the kingdom set up by Christ. We must take things as they are; to

believe in a Church, is to believe in the Pope. And thus this belief in the Pope and his

attributes, which seems so monstrous to Protestants, is bound up with our being Catholics at

all; as our Catholicism is bound up with our Christianity. There is nothing then of wanton

opposition to the powers that be, no dinning of novelties in their startled ears in what is often

unjustly called Ultramontane doctrine; there is no pernicious servility to the Pope in our

admission of his pretensions. I say, we cannot help ourselves—Parliament may deal as harshly

with us as it will; we should not believe in the Church at all, unless we believe in its visible

head.

So it is; the course of ages has fulfilled the prophecy and promise, "Thou art Peter, and

upon this rock I will build My Church; and whatsoever thou shalt bind on earth, shall be

bound in heaven, and whatsoever thou shalt loose on earth shall be loosed in heaven." That

which in substance was possessed by the Nicene Hierarchy, that the Pope claims now. I do not

wish to put difficulties in my way: but I cannot conceal or smooth over what I believe to be a

simple truth, though the avowal of it will be very unwelcome to Protestants, and, as I fear, to

some {209} Catholics. However, I do not call upon another to believe all that I believe on the

subject myself. I declare it, as my own judgment, that the prerogatives, such as, and in the way

in which, I have described them in substance, which the Church had under the Roman Power,

those she claims now, and never, never will relinquish; claims them, not as having received

them from a dead Empire, but partly by the direct endowment of her Divine Master, and

partly as being a legitimate outcome of that endowment; claims them, but not except from

Catholic populations, not as if accounting the more sublime of them to be of every-day use,

but holding them as a protection or remedy in great emergencies or on supreme occasions,

when nothing else will serve, as extraordinary and solemn acts of her religious sovereignty.

And our Lord, seeing what would be brought about by human means, even had He not willed

it, and recognizing, from the laws which He Himself had imposed upon human society, that

no large community could be strong which had no head, spoke the word in the beginning, as

He did to Judah, "Thou art he whom thy brethren shall praise," and then left it to the course

of events to fulfill it.

2. Mr. Gladstone ought to have chosen another issue for attack upon us, than the Pope's

special power. His real difficulty lies deeper; as little permission as he allows to the Pope,

would he allow to any ecclesiastic who would wield the weapons of St. Ambrose and St.

Augustine. That concentration of the Church's powers which history brings before us ought

not to be the simple object of his indignation. It is not the existence of a Pope, but of {210} a

Church; which is his aversion. It is the powers themselves, and not their distribution and

allocation in the ecclesiastical body which he writes against. A triangle is the same in its

substance and nature, whichever side is made its base. "The Pontiffs," says Mr. Bowden, who

writes as an Anglican, "exalted to the kingly throne of St. Peter, did not so much claim new

privileges for themselves, as deprive their episcopal brethren of privileges originally common

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to the hierarchy. Even the titles by which those autocratical prelates, in the plenitude of their

power, delighted to style themselves, 'Summus Sacerdos,' 'Pontifex Maximus,' 'Vicarius Christi,'

'Papa' itself, had, nearer to the primitive times, been the honourable appellations of every

bishop; as 'Sedes Apostolica' had been the description of every Bishop's throne. The ascription

of these titles, therefore, to the Pope only gave to the terms new force, because that ascription

became exclusive; because, that is, the bishops in general were stripped of honours, to which

their claims were as well founded as those of their Roman brother, who became, by the

change, not so strictly universal as sole Bishop." (Greg. VII. vol. i. p. 64.)

Say that the Christian polity now remained, as history represents it to us in the fourth

century, or that it was, if that was possible, now to revert to such a state, would politicians have

less trouble with 1800 centres of power than they have with one? Instead of one, with

traditionary rules, the trammels of treaties and engagements, public opinion to consult and

manage, the responsibility of great interests, and the guarantee for his behaviour in his

temporal possessions, there would be a legion of {211} ecclesiastics, each bishop with his

following, each independent of the others, each with his own views, each with extraordinary

powers, each with the risk of misusing them, all over Christendom. It would be the Anglican

theory, made real. It would be an ecclesiastical communism; and, if it did not benefit religion,

at least it would not benefit the civil power. Take a small illustration:—what interruption at this

time to Parliamentary proceedings, does a small zealous party occasion, which its enemies call a

mere "handful of clergy;" and why? Because its members are responsible for what they do to

God alone and to their conscience as His voice. Even suppose it was only here or there that

episcopal autonomy was vigorous; yet consider what zeal is kindled by local interests and

national spirit. One John of Tuam, with a Pope's full apostolic powers, would be a greater trial

to successive ministries than an Ecumenical Bishop at Rome. Parliament understands this well,

for it exclaims against the Sacerdotal principle. Here, for a second reason, if our Divine Master

has given those great powers to the Church, which ancient Christianity testifies, we see why

His Providence has also brought it about that the exercise of them should be concentrated in

one see.

But, anyhow, the progress of concentration was not the work of the Pope; it was brought

about by the changes of times and the vicissitudes of nations. It was not his fault that the

Vandals swept away the African sees, and the Saracens those of Syria and Asia Minor, or that

Constantinople and its dependencies became the creatures of Imperialism, or that France,

England, and {212} Germany would obey none but the author of their own Christianity, or

that clergy and people at a distance were obstinate in sheltering themselves under the majesty

of Rome against their own fierce kings and nobles or imperious bishops, even to the imposing

forgeries on the world and on the Pope in justification of their proceedings. All this will be

fact, whether the Popes were ambitious or not; and still it will be fact that the issue of that

great change was a great benefit to the whole of Europe. No one but a Master, who was a

thousand bishops in himself at once, could have tamed and controlled, as the Pope did, the

great and little tyrants of the middle age.

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3. This is generally confessed now, even by Protestant historians, viz., that the

concentration of ecclesiastical power in those centuries was simply necessary for the

civilization of Europe. Of course it does not follow that the benefits rendered then to the

European commonwealth by the political supremacy of the Pope, would, if he was still

supreme, be rendered in time to come. I have no wish to make assumptions; yet conclusions

short of this will be unfavourable to Mr. Gladstone's denunciation of him. We reap the fruit at

this day of his services in the past. With the purpose of showing this I make a rather long

extract from Dean Milman's "Latin Christianity;" he is speaking of the era of Gregory I., and

he says, the Papacy "was the only power which lay not entirely and absolutely prostrate before

the disasters of the times—a power which had an inherent strength, and might resume its

majesty. It was this power which was most imperatively required {213} to preserve all which

was to survive out of the crumbling wreck of Roman civilization. To Western Christianity was

absolutely necessary a centre, standing alone, strong in traditionary reverence, and in

acknowledged claims to supremacy. Even the perfect organization of the Christian hierarchy

might in all human probability have fallen to pieces in perpetual conflict: it might have

degenerated into a half-secular feudal caste, with hereditary benefices more and more entirely

subservient to the civil authority, a priesthood of each nation or each tribe, gradually sinking to

the intellectual or religious level of the nation or tribe. On the rise of a power both controlling

and conservative hung, humanly speaking, the life and death of Christianity—of Christianity as

a permanent, aggressive, expansive, and, to a certain extent, uniform system. There must be a

counter-balance to barbaric force, to the unavoidable anarchy of Teutonism, with its tribal, or

at the utmost national independence, forming a host of small, conflicting, antagonistic

kingdoms. All Europe would have been what England was under the Octarchy, what Germany

was when her emperors were weak; and even her emperors she owed to Rome, to the Church,

to Christianity. Providence might have otherwise ordained; but it is impossible for man to

imagine by what other organizing or consolidating force the commonwealth of the Western

nations could have grown up to a discordant, indeed, and conflicting league, but still a league,

with that unity and conformity of manners, usages, laws, religion, which have made their

rivalries, oppugnancies, and even their long ceaseless wars, on the whole {214} to issue in the

noblest, highest, most intellectual form of civilization known to man ... It is impossible to

conceive what had been the confusion, the lawlessness, the chaotic state of the middle ages,

without the medieval Papacy; and of the medieval Papacy the real father is Gregory the Great.

In all his predecessors there was much of the uncertainty and indefiniteness of a new dominion

... Gregory is the Roman altogether merged in the Christian Bishop. It is a Christian dominion

of which he lays the foundations in the Eternal City, not the old Rome, associating Christian

influence to her ancient title of sovereignty." (Vol. i. p. 401, 402.)

4. From Gregory I. to Innocent III. is six hundred years; a very fair portion of the world's

history, to have passed in doing good of primary importance to a whole continent, and that the

continent of Europe; good, by which all nations and their governors, all statesmen and

legislatures, are the gainers. And, again, should it not occur to Mr. Gladstone that these

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services were rendered to mankind by means of those very instruments of power on which he

thinks it proper to pour contempt as "rusty tools"? The right to warn and punish powerful

men, to excommunicate kings, to preach aloud truth and justice to the inhabitants of the earth,

to denounce immoral doctrines, to strike at rebellion in the garb of heresy, were the very

weapons by which Europe was brought into a civilized condition; yet he calls them "rusty

tools" which need "refurbishing." Does he wish then that such high expressions of

ecclesiastical displeasure, such sharp penalties, should be of daily use? If they are rusty, because

they have been {215} long without using, then have they ever been rusty. Is a Council a rusty

tool, because none had been held, till 1870, since the sixteenth century? or because there have

been but nineteen in 1900 years? How many times is it in the history of Christianity that the

Pope has solemnly drawn and exercised his sword upon a king or an emperor? If an

extraordinary weapon must be a rusty tool, I suppose Gregory VII.'s sword was not keen

enough for the German Henry; and the seventh Pius too used a rusty tool in his

excommunication of Napoleon. How could Mr. Gladstone ever "fondly think that Rome had

disused" her weapons, and that they had hung up as antiquities and curiosities in her celestial

armoury,—or, in his own words, as "hideous mummies," p. 46,—when the passage of arms

between the great Conqueror and the aged Pope was so close upon his memory! Would he like

to see a mummy come to life again? That unexpected miracle actually took place in the first

years of this century. Gregory was considered to have done an astounding deed in the middle

ages, when he brought Henry, the German Emperor, to do penance and shiver in the snow at

Canossa; but Napoleon had his snow-penance too, and that with an actual interposition of

Providence in the infliction of it. I describe it in the words of Alison:—

"'What does the Pope mean,' said Napoleon to Eugene, in July, 1807, 'by the threat of

excommunicating me? does he think the world has gone back a thousand years? does he

suppose the arms will fall from the hands of my soldiers?' Within two years {216} after these

remarkable words were written, the Pope did excommunicate him, in return for the

confiscation of his whole dominions, and in less than four years more, the arms did fall from

the hands of his soldiers; and the hosts, apparently invincible, which he had collected were

dispersed and ruined by the blasts of winter. 'The weapons of the soldiers,' says Segur, in

describing the Russian retreat, 'appeared of an insupportable weight to their stiffened arms.

During their frequent falls they fell from their hands, and destitute of the power of raising

them from the ground, they were left in the snow. They did not throw them away: famine and

cold tore them from their grasp.' 'The soldiers could no longer hold their weapons,' says

Salgues, 'they fell from the hands even of the bravest and most robust. The muskets dropped

from the frozen arms of those who bore them.'" (Hist. ch. lx. 9th ed.)

Alison adds: "There is something in these marvellous coincidences beyond the operations

of chance, and which even a Protestant historian feels himself bound to mark for the

observation of future ages. The world had not gone back a thousand years, but that Being

existed with whom a thousand years are as one day, and one day as a thousand years." As He

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was with Gregory in 1077, so He was with Pius in 1812, and He will be with some future Pope

again, when the necessity shall come.

5. In saying this, I am far from saying that Popes are never in the wrong, and are never to

be resisted; or that their excommunications always avail. I am not bound to defend the policy

or the acts of particular {217} Popes, whether before or after the great revolt from their

authority in the 16th century. There is no reason that I should contend, and I do not contend,

for instance, that they at all times have understood our own people, our natural character and

resources, and our position in Europe; or that they have never suffered from bad counsellors

or misinformation. I say this the more freely, because Urban VIII., about the year 1641 or

1642, seems to have blamed the policy of some Popes of the preceding century in their

dealings with our country.

But, whatever we are bound to allow to Mr. Gladstone on this head, that does not warrant

the passionate invective against the Holy See and us individually, which he has carried on

through sixty-four pages. What we have a manifest right to expect from him is lawyer-like

exactness and logical consecutiveness in his impeachment of us. The heavier that is, the less

does it need the exaggerations of a great orator. If the Pope's conduct towards us three

centuries ago has righteously wiped out the memory of his earlier benefits, yet he should have

a fair trial. The more intoxicating was his solitary greatness, when it was in the zenith, the

greater {218} consideration should be shown towards him in his present temporal humiliation,

when concentration of ecclesiastical functions in one man, does but make him, in the presence

of the haters of Catholicism, what a Roman Emperor contemplated, when he wished all his

subjects had but one neck that he might destroy them by one blow. Surely, in the trial of so

august a criminal, one might have hoped, at least, to have found gravity and measure in

language, and calmness in tone—not a pamphlet written as if on impulse, in defence of an

incidental parenthesis in a previous publication, and then, after being multiplied in 22,000

copies, appealing to the lower classes in the shape of a sixpenny tract, the lowness of the price

indicating the width of the circulation. Surely Nana Sahib will have more justice done to him

by the English people, than has been shown to the Father of European civilization.

6. I have been referring to the desolate state in which the Holy See has been cast during the

last years, such that the Pope, humanly speaking, is at the mercy of his enemies, and morally a

prisoner in his palace. That state of secular feebleness cannot last forever; sooner or later there

will be, in the divine mercy, a change for the better, and the Vicar of Christ will no longer be a

mark for insult and indignity. But one thing, except by an almost miraculous interposition,

cannot be; and that is, a return to the universal religious sentiment, the public opinion, of the

medieval time. The Pope himself calls those centuries "the ages of faith." Such endemic faith

may certainly be decreed for some future time; but, as far as we have the means of judging at

present, {219} centuries must run out first. Even in the fourth century the ecclesiastical

privileges, claimed on the one hand, granted on the other, came into effect more or less under

two conditions, that they were recognized by public law, and that they had the consent of the

Christian populations. Is there any chance whatever, except by miracles which were not

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granted then, that the public law and the inhabitants of Europe will allow the Pope that

exercise of his rights, which they allowed him as a matter of course in the 11th and 12th

centuries? If the whole world will at once answer No, it is surely inopportune to taunt us this

day with the acts of medieval Popes towards certain princes and nobles, when the sentiment of

Europe was radically Papal. How does the past bear upon the present in this matter? Yet Mr.

Gladstone is in earnest alarm, earnest with the earnestness which distinguishes him as a

statesman, at the harm which society may receive from the Pope, at a time when the Pope can

do nothing. He grants (p. 46) that "the fears are visionary ... that either foreign foe or domestic

treason can, at the bidding of the Court of Rome, disturb these peaceful shores;" he allows that

"in the middle ages the Popes contended, not by direct action of fleets and armies," but mainly

"by interdicts," p. 35. Yet, because men then believed in interdicts, though now they don't,

therefore the civil Power is to be roused against the Pope. But his animus is bad; his animus!

what can animus do without matter to work upon? Mere animus, like big words, breaks no

bones.

As if to answer Mr. Gladstone by anticipation, and to {220} allay his fears, the Pope made a

declaration three years ago on the subject, which, strange to say, Mr. Gladstone quotes without

perceiving that it tells against the very argument which he brings it to corroborate;—that is

except as the Pope's animus goes. Doubtless he would wish to have the place in the political

world which his predecessors had, because it was given to him by Providence, and is

conducive to the highest interests of mankind, but he distinctly tells us in the declaration in

question that he has not got it, and cannot have it, till the time comes, which we can speculate

about as well as he, and which we say cannot come at least for centuries. He speaks of what is

his highest political power, that of interposing in the quarrel between a prince and his subjects,

and of declaring upon appeal made to him from them, that the Prince had or had not forfeited

their allegiance. This power, most rarely exercised, and on very extraordinary occasions, it is

not necessary for any Catholic to acknowledge; and I suppose, comparatively speaking, few

Catholics do acknowledge it; to be honest, I may say, I do; that is, under the conditions which

the Pope himself lays down in the declaration to which I have referred, his answer to the

address of the Academia. He speaks of his right "to depose sovereigns, and release the people

from the obligation of loyalty, a right which had undoubtedly sometimes been exercised in

crucial circumstances," and he says, "This right (diritto) in those ages of faith,—(which

discerned in the Pope, what he is, that is to say, the Supreme Judge of Christianity, and

recognized the advantages of his tribunal in the great contests of {221} peoples and

sovereigns)—was freely extended,—(aided indeed as a matter of duty by the public law (diritto)

and by the common consent of peoples)—to the most important (i piu gravi) interest of states

and their rulers." (Guardian, Nov. 11, 1874.)

Now let us observe how the Pope restrains the exercise of this right. He calls it his right—

that is in the sense in which right in one party is correlative with duty in the other, so that,

when the duty is not observed, the right cannot be brought into exercise; and this is precisely

what he goes on to intimate; for he lays down the conditions of that exercise. First it can only

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be exercised in rare and critical circumstances (supreme circonstanze, i più gravi interessi). Next he

refers to his being the supreme judge of Christendom and to his decision as coming from a

tribunal; his prerogative then is not a mere arbitrary power, but must be exercised by a process

of law and a formal examination of the case, and in the presence and the hearing of the two

parties interested in it. Also in this limitation is implied that the Pope's definite sentence

involves an appeal to the supreme standard of right and wrong, the moral law, as its basis and

rule, and must contain the definite reasons on which it decides in favour of the one party or

the other. Thirdly, the exercise of this right is limited to the ages of faith; ages which, on the

one hand, inscribed it among the provisions of the jus publicum, and on the other so fully

recognized the benefits it conferred, as to be able to enforce it by the common consent of the

peoples. These last words should be dwelt on: it is no consent which is merely local, as of one

country, of Ireland or {222} of Belgium, if that were probable; but a united consent of various

nations of Europe, for instance, as a commonwealth, of which the Pope was the head. Thirty

years ago we heard much of the Pope being made the head of an Italian confederation: no

word came from England against such an arrangement. It was possible, because the members

of it were all of one religion; and in like manner a European commonwealth would be

reasonable, if Europe were of one religion. Lastly, the Pope declares with indignation that a

Pope is not infallible in the exercise of this right; such a notion is an invention of the enemy;

he calls it "malicious."

What is there in all this to arouse the patriotic anxieties of Mr. Gladstone?

4. DIVIDED ALLEGIANCE

{223} But one attribute the Church has, and the Pope as head of the Church, whether he

be in high estate, as this world goes, or not, whether he has temporal possessions or not,

whether he is in honour or dishonour, whether he is at home or driven about, whether those

special claims of which I have spoken are allowed or not,—and that is Sovereignty. As God

has sovereignty, though He may be disobeyed or disowned, so has His Vicar upon earth; and

farther than this, since Catholic populations are found everywhere, he ever will be in fact lord

of a vast empire; as large in numbers, as far spreading as the British; and all his acts are sure to

be such as are in keeping with the position of one who is thus supremely exalted.

I beg not to be interrupted here, as many a reader will interrupt me in his thoughts, for I am

using these words, not at random, but as the commencement of a long explanation, and, in a

certain sense, limitation, of what I have hitherto been saying concerning the Church's and the

Pope's power. To this task the remaining pages, which I have to address to your Grace, will be

directed; and I trust that it will turn out, when I come to the end of them, that, by first stating

fully what the Pope's {224} claims are, I shall be able most clearly to show what he does not

claim.

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Now the main point of Mr. Gladstone's Pamphlet is this:—that, since the Pope claims

infallibility in faith and morals, and since there are no "departments and functions of human

life which do not and cannot fall within the domain of morals," p. 36, and since he claims also

"the domain of all that concerns the government and discipline of the Church," and moreover,

"claims the power of determining the limits of those domains," and "does not sever them, by

any acknowledged or intelligible line from the domains of civil duty and allegiance," p. 45,

therefore Catholics are moral and mental slaves, and "every convert and member of the Pope's

Church places his loyalty and civil duty at the mercy of another," p. 45.

I admit Mr. Gladstone's premisses, but I reject his conclusion; and now I am going to show

why I reject it.

In doing this, I shall, with him, put aside for the present and at first the Pope's prerogative

of infallibility in general enunciations, whether of faith or morals, and confine myself to the

consideration of his authority (in respect to which he is not infallible) in matters of conduct,

and of our duty of obedience to him. "There is something wider still," he says, (than the claim

of infallibility,) "and that is the claim to an Absolute and entire Obedience," p. 37. "Little does

it matter to me, whether my Superior claims infallibility, so long as he is entitled to demand

and exact conformity," p. 39. He speaks of a third province being opened, "not indeed to the

abstract {225} assertion of Infallibility, but to the far more practical and decisive demand of

Absolute Obedience," p. 41, "the Absolute Obedience, at the peril of salvation, of every

member of his communion," p. 42.

Now, I proceed to examine this large, direct, religious, sovereignty of the Pope, both in its

relation to his subjects, and to the Civil Power; but first, I beg to be allowed to say just one

word on the principle of obedience itself, that is, by way of inquiring whether it is or is not

now a religious duty.

Is there then such a duty at all as obedience to ecclesiastical authority now? or is it one of

those obsolete ideas, which are swept away, as unsightly cobwebs, by the New Civilization?

Scripture says, "Remember them which have the rule over you, who have spoken unto you the

word of God, whose faith follow." And, "Obey them that have the rule over you, and submit

yourselves; for they watch for your souls, as they that must give account, that they may do it with

joy and not with grief; for that is unprofitable for you." The margin in the Protestant Version

reads, "those who are your guides;" and the word may also be translated "leaders." Well, as

rulers, or guides and leaders, whichever word be right, they are to be obeyed. Now Mr.

Gladstone dislikes our way of fulfilling this precept, whether as regards our choice of ruler and

leader, or our "Absolute Obedience" to him; but he does not give us his own. Is there any

liberalistic reading of the Scripture passage? Or are the words only for the benefit of the poor

and ignorant, not for the Schola (as it may be called) of political and periodical writers, not for

individual members {226} of Parliament, not for statesmen and Cabinet ministers, and people

of Progress? Which party then is the more "Scriptural," those who recognize and carry out in

their conduct texts like these, or those who don't? May not we Catholics claim some mercy

from Mr. Gladstone, though we be faulty in the object and the manner of our obedience, since

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in a lawless day an object and a manner of obedience we have? Can we be blamed, if, arguing

from those texts which say that ecclesiastical authority comes from above, we obey it in that

one form in which alone we find it on earth, in that one person who, of all the notabilities of

this nineteenth century into which we have been born, alone claims it of us? The Pope has no

rival in his claim upon us; nor is it our doing that his claim has been made and allowed for

centuries upon centuries, and that it was he who made the Vatican decrees, and not they him.

If we give him up, to whom shall we go? Can we dress up any civil functionary in the

vestments of divine authority? Can I, for instance, follow the faith, can I put my soul into the

hands, of our gracious Sovereign? or of the Archbishop of Canterbury? or of the Bishop of

Lincoln, albeit he is not broad and low, but high? Catholics have "done what they could,"—all

that anyone could: and it should be Mr. Gladstone's business, before telling us that we are

slaves, because we obey the Pope, first of all to tear away those texts from the Bible.

With this preliminary remark, I proceed to consider whether the Pope's authority is either a

slavery to his subjects, or a menace to the Civil Power; and first, as to his power over his flock.

{227}

1. Mr. Gladstone says that "the Pontiff declares to belong to him the supreme direction of

Catholics in respect to all duty," p. 37. Supreme direction; true, but "supreme" is not "minute,"

nor does "direction" mean "supervision" or "management." Take the parallel of human law;

the Law is supreme, and the Law directs our conduct under the manifold circumstances in which

we have to act, and may and must be absolutely obeyed; but who therefore says that the Law

has the "supreme direction" of us? The State, as well as the Church, has the power at its will of

imposing laws upon us, laws bearing on our moral duties, our daily conduct, affecting our

actions in various ways, and circumscribing our liberties; yet no one would say that the Law,

after all, with all its power in the abstract and its executive vigour in fact, interferes either with

our comfort or our conscience. There are numberless laws about property, landed and

personal, titles, tenures, trusts, wills, covenants, contracts, partnerships, money transactions,

life-insurances, taxes, trade, navigation, education, sanitary measures, trespasses, nuisances, all

in addition to the criminal law. Law, to apply Mr. Gladstone's words, "is the shadow that

cleaves to us, go where we will." Moreover, it varies year after year, and refuses to give any

pledge of fixedness or finality. Nor can anyone tell what restraint is to come next, perhaps

painful personally to himself. Nor are its enactments easy of interpretation; for actual cases,

with the opinions and speeches of counsel, and the decisions of judges, must prepare the raw

material, as it proceeds from the Legislature, before it can be rightly {228} understood; so that

"the glorious uncertainty of the Law" has become a proverb. And, after all, no one is sure of

escaping its penalties without the assistance of lawyers, and that in such private and personal

matters that the lawyers are, as by an imperative duty, bound to a secrecy which even courts of

justice respect. And then, besides the Statute Law, there is the common and traditional; and,

below this, usage. Is not all this enough to try the temper of a free-born Englishman, and to

make him cry out with Mr. Gladstone, "Three-fourths of my life are handed over to the Law; I

care not to ask if there be dregs or tatters of human life, such as can escape from the

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description and boundary of Parliamentary tyranny?" Yet, though we may dislike it, though we

may at times suffer from it ever so much, who does not see that the thraldom and irksomeness

is nothing compared with the great blessings which the Constitution and Legislature secure to

us?

Such is the jurisdiction which the Law exercises over us. What rule does the Pope claim

which can be compared to its strong and its long arm? What interference with our liberty of

judging and acting in our daily work, in our course of life, comes to us from him? Really, at

first sight, I have not known where to look for instances of his actual interposition in our

private affairs, for it is our routine of personal duties about which I am now speaking. Let us

see how we stand in this matter.

We are guided in our ordinary duties by the books of moral theology, which are drawn up

by theologians of authority and experience, as an instruction for our Confessors. {229} These

books are based on the three Christian foundations of Faith, Hope, and Charity, on the Ten

Commandments, and on the six Precepts of the Church, which relate to the observance of

Sunday, of fast days, of confession and communion, and, in one shape or other, to paying

tithes. A great number of possible cases are noted under these heads, and in difficult questions

a variety of opinions are given, with plain directions, when it is that private Catholics are at

liberty to choose for themselves whatever answer they like best, and when they are bound to

follow some one of them in particular. Reducible as these directions in detail are to the few

and simple heads which I have mentioned, they are little more than reflexions and memoranda

of our moral sense, unlike the positive enactments of the Legislature; and, on the whole,

present to us no difficulty—though now and then some critical question may arise, and some

answer may be given (just as by the private conscience itself) which it is difficult to us or

painful to accept. And again, cases may occur now and then, when our private judgment

differs from what is set down in theological works, but even then it does not follow at once

that our private judgment must give way, for those books are no utterance of Papal authority.

And this is the point to which I am coming. So little does the Pope come into this whole

system of moral theology by which (as by our conscience) our lives are regulated, that the

weight of his hand upon us, as private men, is absolutely unappreciable. I have had a difficulty

where to find a measure or gauge of his interposition. At length I have looked through

Busenbaum's "Medulla," {230} to ascertain what light such a book would throw upon the

question. It is a book of casuistry for the use of Confessors, running to 700 pages, and is a

large repository of answers made by various theologians on points of conscience, and generally

of duty. It was first published in 1645—my own edition is of 1844—and in this latter are

marked those propositions, bearing on subjects treated in it, which have been condemned by

Popes in the intermediate 200 years. On turning over the pages I find they are in all between

fifty and sixty. This list includes matters sacramental, ritual, ecclesiastical, monastic, and

disciplinarian, as well as moral, relating to the duties of ecclesiastics and regulars, of parish

priests, and of professional men, as well as of private Catholics. And these condemnations

relate for the most part to mere occasional details of duty, and are in reprobation of the lax or

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wild notions of speculative casuists, so that they are rather restraints upon theologians than

upon laymen. For instance, the following are some of the propositions condemned:—"The

ecclesiastic, who on a certain day is hindered from saying Matins and Lauds, is not bound to

say, if he can, the remaining hours;" "Where there is good cause, it is lawful to swear without

the purpose of swearing, whether the matter is of light or grave moment;" "Domestics may

steal from their masters, in compensation for their service, which they think greater than their

wages;" "It is lawful for a public man to kill an opponent, who tries to fasten a calumny upon

him, if he cannot otherwise escape the ignominy." I have taken these instances at random. It

must be granted, I think, that in the {231} long course of 200 years the amount of the Pope's

authoritative enunciations has not been such as to press heavily on the back of the private

Catholic. He leaves us surely far more than that "one fourth of the department of conduct,"

which Mr. Gladstone allows us. Indeed, if my account and specimens of his sway over us in

morals be correct, I do not see what he takes away at all from our private consciences.

But here Mr. Gladstone will object, that the Pope does really exercise a claim over the

whole domain of conduct, inasmuch as he refuses to draw any line across it in limitation of his

interference, and therefore it is that we are his slaves:—let us see if another illustration or parallel

will not show this to be a non-sequitur. Suppose a man, who is in the midst of various and

important lines of business, has a medical adviser, in whom he has full confidence, as knowing

well his constitution. This adviser keeps a careful and anxious eye upon him; and, as an honest

man, says to him, "You must not go off on a journey today," or "You must take some days'

rest," or "You must attend to your diet." Now, this is not a fair parallel to the Pope's hold

upon us; for the Pope does not speak to us personally, but to all, and, in speaking definitively

on ethical subjects, what he propounds must relate to things good and bad in themselves, not

to things accidental, changeable, and of mere expedience; so that the argument which I am

drawing from the case of a medical adviser is à fortiori in its character. However, I say that

though a medical man exercises a "supreme direction" over those who put themselves under

him, yet we do not {232} therefore say, even of him, that he interferes with our daily conduct,

and that we are his slaves. He certainly does thwart many of our wishes and purposes; and in a

true sense we are at his mercy: he may interfere any day, suddenly; he will not, he cannot, draw

any intelligible line between the acts which he has a right to forbid us, and the acts which he

has not. The same journey, the same press of business, the same indulgence at table, which he

passes over one year, he sternly forbids the next. Therefore if Mr. Gladstone's argument is

good, he has a finger in all the commercial transactions of the great trader or financier who has

chosen him. But surely there is a simple fallacy here. Mr. Gladstone asks us whether our

political and civil life is not at the Pope's mercy; every act, he says, of at least three-quarters of

the day, is under his control. No, not every, but any, and this is all the difference—that is, we

have no guarantee given us that there will never be a case, when the Pope's general utterances

may come to have a bearing upon some personal act of ours. In the same way we are all of us

in this age under the control of public opinion and the public prints; nay, much more

intimately so. Journalism can be and is very personal; and, when it is in the right, more

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powerful just now than any Pope; yet we do not go into fits, as if we were slaves, because we

are under a surveillance much more like tyranny than any sway, so indirect, so practically limited,

so gentle, as his is.

But it seems the cardinal point of our slavery lies, not simply in the domain of morals, but

in the Pope's {233} general authority over us in all things whatsoever. This count in his

indictment Mr. Gladstone founds on a passage in the third chapter of the Pastor æternus, in

which the Pope, speaking of the Pontifical jurisdiction, says,—"Towards it (erga quam) pastors

and people of whatsoever rite or dignity, each and all, are bound by the duty of hierarchical

subordination and true obedience, not only in matters which pertain to faith and morals, but

also in those which pertain to the disciplineand the regimen of the Church spread throughout the

world; so that, unity with the Roman Pontiff (both of communion and of profession of the

same faith) being preserved, the Church of Christ may be one flock under one supreme

Shepherd. This is the doctrine of Catholic truth, from which no one can deviate without loss

of faith and salvation."

On Mr. Gladstone's use of this passage I observe first, that he leaves out a portion of it

which has much to do with the due understanding of it (ita ut custoditâ, &c.) Next, he speaks

of "absolute obedience" so often, that any reader, who had not the passage before him, would

think that the word "absolute" was the Pope's word, not his. Thirdly, three times (at pp. 38, 41,

and 42) does he make the Pope say that no one can disobey him without risking his salvation,

whereas what the Pope does say is, that no one can disbelieve the duty of obedience and unity

without such risk. And fourthly, in order to carry out this false sense, or rather to hinder its

being evidently impossible, he mistranslates, p. 38, "doctrina" (Hæc est doctrina) by the word

"rule."

But his chief attack is directed to the words "disciplina" and "regimen." "Thus," he says,

"are swept {234} into the Papal net whole multitudes of facts, whole systems of government,

prevailing, though in different degrees, in every country of the world," p. 41. That

is, disciplina and regimen are words of such lax, vague, indeterminate meaning, that under them

any matters can be slipped in, which may be required for the Pope's purpose in this or that

country, such as, to take Mr. Gladstone's instances, blasphemy, poor-relief, incorporation, and

mortmain; as if no definitions were contained in our theological and ecclesiastical works of

words in such common use, and as if in consequence the Pope was at liberty to give them any

sense of his own. As to discipline, Fr. Perrone says, "Discipline comprises the exterior worship

of God, the liturgy, sacred rites, psalmody, the administration of the sacraments, the canonical

form of sacred elections and the institution of ministers, vows, feast-days, and the like;" all of

them (observe) matters internal to the Church, and without any relation to the Civil Power and

civil affairs. Perrone adds, "Ecclesiastical discipline is a practical and external rule, prescribed

by the Church, in order to retain the faithful in their faith, and the more easily lead them on

to eternal happiness," Præl. Theol., t. 2, p. 381, 2nd ed., 1841. Thus discipline is in no sense a

political instrument, except as the profession of our faith may accidentally become political. In

the same sense Zallinger: "The Roman Pontiff has by divine right the power of passing

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universal laws pertaining to the discipline of the Church; for instance, to divine worship, sacred

rites, the ordination and manner of life of the clergy, the order of the ecclesiastical regimen,

and the {235} right administration of the temporal possessions of the church."—Jur. Eccles.,

lib. i. t. 2, § 121.

So too the word "regimen" has a definite meaning, relating to a matter strictly internal to

the Church: it means government, or the mode or form of government, or the course of

government; and, as, in the intercourse of nation with nation, the nature of a nation's

government, whether monarchical or Republican, does not come into question, so the

constitution of the Church simply belongs to its nature, not to its external action. Certainly

there are aspects of the Church which involve relations toward secular powers and to nations,

as, for instance, its missionary office; but regimen has relation to one of its internal

characteristics, viz., its form of government, whether we call it a pure monarchy or with others

a monarchy tempered by aristocracy. Thus Tournely says, "Three kinds of regimen or

government are set down by philosophers, monarchy, aristocracy, and democracy."—Theol., t.

2, p. 100. Bellarmine says the same, Rom. Pont., i. 2; and Perrone takes it for granted, ibid. pp.

70, 71.

Now, why does the Pope speak at this time of regimen and discipline? He tells us in that

portion of the sentence, which, thinking it of no account, Mr. Gladstone has omitted. The

Pope tells us that all Catholics should recollect their duty of obedience to him, not only in faith

and morals, but in such matters of regimen and discipline as belong to the universal Church,

"so that unity with the Roman Pontiff, both of communion and of profession of the same

faith being preserved, the Church of Christ may be one flock under {236} one supreme

Shepherd." I consider this passage to be especially aimed at Nationalism: "Recollect," the Pope

seems to say, "the Church is one, and that, not only in faith and morals, for schismatics may

profess as much as this, but one, wherever it is, all over the world; and not only one, but one

and the same, bound together by its one regimen and discipline and by the same regimen and

discipline,—the same rites, the same sacraments, the same usages, and the same one Pastor;

and in these bad times it is necessary for all Catholics to recollect, that this doctrine of the

Church's individuality and, as it were, personality, is not a mere received opinion or

understanding, which may be entertained or not, as we please, but is a fundamental, necessary

truth." This being, speaking under correction, the drift of the passage, I observe that the words

"spread throughout the world" or "universal" are so far from turning "discipline and regimen"

into what Mr. Gladstone calls a "net," that they contract the range of both of them, not

including, as he would have it, "marriage," here, "blasphemy" there, and "poor-relief" in a third

country, but noting and specifying that one and the same structure of laws, rites, rules of

government, independency, everywhere, of which the Pope himself is the centre and life. And

surely this is what every one of us will say as well as the Pope, who is not an Erastian, and who

believes that the Gospel is no mere philosophy thrown upon the world at large, no mere

quality of mind and thought, no mere beautiful and deep sentiment or subjective opinion, but

a substantive message from above, guarded and preserved in a visible polity. {237}

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2. And now I am naturally led on to speak of the Pope's supreme authority, such as I have

described it, in its bearing towards the Civil Power all over the world,—a power which as truly

comes from God, as his own does, though diverse, as the Church is invariable.

That collisions can take place between the Holy See and national governments, the history

of fifteen hundred years sufficiently teaches us; also, that on both sides there may occur

grievous mistakes. But my question all along lies, not with "quicquid delirant reges," but with

what, under the circumstance of such a collision, is the duty of those who are both children of

the Pope and subjects of the Civil Power. As to the duty of the Civil Power, I have already

intimated in my first section, that it should treat the Holy See as an independent sovereign, and

if this rule had been observed, the difficulty to Catholics in a country not Catholic, would be

most materially lightened. Great Britain recognizes and is recognized by the United States; the

two powers have ministers at each other's court; here is one standing prevention of serious

quarrels. Misunderstandings between the two coordinate powers may arise; but there follow

explanations, removals of the causes of offence, acts of restitution. In actual collisions, there

are conferences, compromises, arbitrations. Now the point to observe here is, that in such

cases neither party gives up its abstract rights, but neither party practically insists on them. And

each party thinks itself in the right in the particular case, protests against any other view, but

still concedes. Neither party says, "I will not make it up with you, till you draw an intelligible

line between your domain and mine." I {238} suppose in the Geneva arbitration, though we

gave way, we still thought that, in our conduct in the American civil war, we had acted within

our rights. I say all this in answer to Mr. Gladstone's challenge to us to draw the line between

the Pope's domain and the State's domain in civil or political questions. Many a private

American, I suppose, lived in London and Liverpool, all through the correspondence between

our Foreign Office and the government of the United States, and Mr. Gladstone never

addressed any expostulation to them, or told them they had lost their moral freedom because

they took part with their own government. The French, when their late war began, did sweep

their German sojourners out of France, (the number, as I recollect, was very great,) but they

were not considered to have done themselves much credit by such an act. When we went to

war with Russia, the English in St. Petersburg made an address, I think to the Emperor, asking

for his protection, and he gave it;—I don't suppose they pledged themselves to the Russian

view of the war, nor would he have called them slaves instead of patriots, if they had refused

to do so. Suppose England were to send her ironclads to support Italy against the Pope and his

allies, English Catholics would be very indignant, they would take part with the Pope before

the war began, they would use all constitutional means to hinder it; but who believes that,

when they were once in the war, their action would be anything else than prayers and exertions

for a termination of it? What reason is there for saying that they would commit themselves to

any step of a treasonable nature, any more than loyal Germans, had {239} they been allowed

to remain in France? Yet, because those Germans would not relinquish their allegiance to their

country, Mr. Gladstone, were he consistent, would at once send them adrift.

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Of course it will be said that in these cases, there is no double allegiance, and again that the

German government did not call upon Germans in France, as the Pope might call upon

English Catholics, nay command them, to take a side; but my argument at least shows this, that

till there comes to us a special, direct command from the Pope to oppose our country, we

need not be said to have "placed our loyalty and civil duty at the mercy of another," p. 45. It is

strange that a great statesman, versed in the new and true philosophy of compromise, instead

of taking a practical view of the actual situation, should proceed against us, like a Professor in

the schools, with the "parade" of his "relentless" (and may I add "rusty"?) "logic," p. 23.

I say, till the Pope told us to exert ourselves for his cause in a quarrel with this country, as in

the time of the Armada, we need not attend to an abstract and hypothetical difficulty:—then

and not till then. I add, as before, that, if the Holy See were frankly recognized by England, as

other Sovereignties are, direct quarrels between the two powers would in this age of the world

be rare indeed; and still rarer, their becoming so energetic and urgent as to descend into the

hearts of the community, and to disturb the consciences and the family unity of private

Catholics.

But now, lastly, let us suppose one of these extraordinary cases of direct and open hostility

between the two {240} powers actually to occur;—here first, we must bring before us the state

of the case. Of course we must recollect, on the one hand, that Catholics are not only bound

by allegiance to the British Crown, but have special privileges as citizens, can meet together,

speak and pass resolutions, can vote for members of Parliament, and sit in Parliament, and can

hold office, all which are denied to foreigners sojourning among us; while on the other hand

there is the authority of the Pope, which, though not "absolute" even in religious matters, as

Mr. Gladstone would have it to be, has a call, a supreme call on our obedience. Certainly in the

event of such a collision of jurisdictions, there are cases in which we should obey the Pope and

disobey the State. Suppose, for instance, an Act was passed in Parliament, bidding Catholics to

attend Protestant service every week, and the Pope distinctly told us not to do so, for it was to

violate our duty to our faith:—I should obey the Pope and not the Law. It will be said by Mr.

Gladstone, that such a case is impossible. I know it is; but why ask me for what I should do in

extreme and utterly improbable cases such as this, if my answer cannot help bearing the

character of an axiom? It is not my fault that I must deal in truisms. The circumferences of

State jurisdiction and of Papal are for the most part quite apart from each other; there are just

some few degrees out of the 360 in which they intersect, and Mr. Gladstone, instead of letting

these cases of intersection alone, till they occur actually, asks me what I should do, if I found

myself placed in the space intersected. If I must answer then, I should say distinctly that did

the State tell me in {241} a question of worship to do what the Pope told me not to do, I

should obey the Pope, and should think it no sin, if I used all the power and the influence I

possessed as a citizen to prevent such a Bill passing the Legislature, and to effect its repeal if it

did.

But now, on the other hand, could the case ever occur, in which I should act with the Civil

Power, and not with the Pope? Now, here again, when I begin to imagine instances, Catholics

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will cry out (as Mr. Gladstone, in the case I supposed, cried out in the interest of the other

side), that instances never can occur. I know they cannot; I know the Pope never can do what

I am going to suppose; but then, since it cannot possibly happen in fact, there is no harm in

just saying what I should (hypothetically) do, if it did happen. I say then in certain (impossible)

cases I should side, not with the Pope, but with the Civil Power. For instance, let us suppose

members of Parliament, or of the Privy Council, took an oath that they would not

acknowledge the right of succession of a Prince of Wales, if he became a Catholic: in that case

I should not consider the Pope could release me from that oath, had I bound myself by it. Of

course, I might exert myself to the utmost to get the act repealed which bound me; again, if I

could not, I might retire from parliament or office, and so rid myself of the engagement I had

made; but I should be clear that, though the Pope bade all Catholics to stand firm in one

phalanx for the Catholic Succession, still, while I remained in office, or in my place in

Parliament, I could not do as he bade me.

Again, were I actually a soldier or sailor in her Majesty's {242} service, and sent to take part

in a war which I could not in my conscience see to be unjust, and should the Pope suddenly

bid all Catholic soldiers and sailors to retire from the service, here again, taking the advice of

others, as best I could, I should not obey him.

What is the use of forming impossible cases? One can find plenty of them in books of

casuistry, with the answers attached in respect to them. In an actual case, a Catholic would, of

course, not act simply on his own judgment; at the same time, there are supposable cases in

which he would be obliged to go by it solely—viz., when his conscience could not be

reconciled to any of the courses of action proposed to him by others.

In support of what I have been saying, I refer to one or two weighty authorities:—

Cardinal Turrecremata says, "Although it clearly follows from the circumstance that the

Pope can err at times, and command things which must not be done, that we are not to be

simply obedient to him in all things, that does not show that he must not be obeyed by all

when his commands are good. To know in what cases he is to be obeyed and in what not ... it

is said in the Acts of the Apostles, 'One ought to obey God rather than man:' therefore, were

the Pope to command anything against Holy Scripture, or the articles of faith, or the truth of

the Sacraments, or the commands of the natural or divine law, he ought not to be obeyed, but in

such commands is to be passed over (despiciendus)."—Summ. de Eccl., pp. 47, 48.

Bellarmine, speaking of resisting the Pope, says, {243} "In order to resist and defend

oneself no authority is required ... Therefore, as it is lawful to resist the Pope, if he assaulted a

man's person, so it is lawful to resist him, if he assaulted souls, or troubled the state (turbanti

rempublicam), and much more if he strove to destroy the Church. It is lawful, I say, to resist

him, by not doing what he commands, and hindering the execution of his will."—De Rom.

Pont., ii. 29.

Archbishop Kenrick says, "His power was given for edification, not for destruction. If he

uses it from the love of domination (quod absit) scarcely will he meet with obedient populations."—

Theolog. Moral., t. i. p. 158.

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When, then, Mr. Gladstone asks Catholics how they can obey the Queen and yet obey the

Pope, since it may happen that the commands of the two authorities may clash, I answer, that

it is my rule, both to obey the one and to obey the other, but that there is no rule in this world

without exceptions, and if either the Pope or the Queen demanded of me an "Absolute

Obedience," he or she would be transgressing the laws of human society. I give an absolute

obedience to neither. Further, if ever this double allegiance pulled me in contrary ways, which

in this age of the world I think it never will, then I should decide according to the particular

case, which is beyond all rule, and must be decided on its own merits. I should look to see

what theologians could do for me, what the Bishops and clergy around me, what my

confessor; what friends whom I revered: and if, after all, I could not take their view of {244}

the matter, then I must rule myself by my own judgment and my own conscience. But all this

is hypothetical and unreal.

Here, of course, it will be objected to me, that I am, after all, having recourse to the

Protestant doctrine of Private Judgment; not so; it is the Protestant doctrine that Private

Judgment is our ordinary guide in religious matters, but I use it, in the case in question, in very

extraordinary and rare, nay, impossible emergencies. Do not the highest Tories thus defend the

substitution of William for James II.? It is a great mistake to suppose our state in the Catholic

Church is so entirely subjected to rule and system, that we are never thrown upon what is

called by divines "the Providence of God." The teaching and assistance of the Church does

not supply all conceivable needs, but those which are ordinary; thus, for instance, the

sacraments are necessary for dying in the grace of God and hope of heaven, yet, when they

cannot be got, acts of faith, hope, and contrition, with the desire for those aids which the dying

man has not, will convey in substance what those aids ordinarily convey. And so a

Catechumen, not yet baptized, may be saved by his purpose and preparation to receive the rite.

And so, again, though "Out of the Church there is no salvation," this does not hold in the case

of good men who are in invincible ignorance. And so it is also in the case of our ordinations;

Chillingworth and Macau1ay say that it is morally impossible that we should have kept up for

1800 years an Apostolical succession of ministers without some breaks in the chain; and we in

answer say that, however true this {245} may be humanly speaking, there has been a special

Providence over the Church to secure it. Once more, how else could private Catholics save

their souls when there was a Pope and Anti-popes, each severally claiming their allegiance?

5. CONSCIENCE

{246} IT seems, then, that there are extreme cases in which Conscience may come into

collision with the word of a Pope, and is to be followed in spite of that word. Now I wish to

place this proposition on a broader basis, acknowledged by all Catholics, and, in order to do

this satisfactorily, as I began with the prophecies of Scripture and the primitive Church, when I

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spoke of the Pope's prerogatives, so now I must begin with the Creator and His creature, when

I would draw out the prerogatives and the supreme authority of Conscience.

I say, then, that the Supreme Being is of a certain character, which, expressed in human

language, we call ethical. He has the attributes of justice, truth, wisdom, sanctity, benevolence

and mercy, as eternal characteristics in His nature, the very Law of His being, identical with

Himself; and next, when He became Creator, He implanted this Law, which is Himself, in the

intelligence of all His rational creatures. The Divine Law, then, is the rule of ethical truth, the

standard of right and wrong, a sovereign, irreversible, absolute authority in the presence of

men and Angels. "The eternal law," says St. Augustine, "is the Divine Reason or Will of God,

commanding {247} the observance, forbidding the disturbance, of the natural order of

things." "The natural law," says St. Thomas, "is an impression of the Divine Light in us, a

participation of the eternal law in the rational creature." (Gousset,Theol. Moral., t. i. pp. 24, &c.)

This law, as apprehended in the minds of individual men, is called "conscience;" and though it

may suffer refraction in passing into the intellectual medium of each, it is not therefore so

affected as to lose its character of being the Divine Law, but still has, as such, the prerogative

of commanding obedience. "The Divine Law," says Cardinal Gousset, "is the supreme rule of

actions; our thoughts, desires, words, acts, all that man is, is subject to the domain of the law

of God; and this law is the rule of our conduct by means of our conscience. Hence it is never

lawful to go against our conscience; as the fourth Lateran Council says, 'Quidquid fit contra

conscientiam, ædificat ad gehennam.'"

This view of conscience, I know, is very different from that ordinarily taken of it, both by

the science and literature, and by the public opinion, of this day. It is founded on the doctrine

that conscience is the voice of God, whereas it is fashionable on all hands now to consider it in

one way or another a creation of man. Of course, there are great and broad exceptions to this

statement. It is not true of many or most religious bodies of men; especially not of their

teachers and ministers. When Anglicans, Wesleyans, the various Presbyterian sects in Scotland,

and other denominations among us, speak of conscience, they mean what we mean, the voice

of God in the nature and heart of man, as distinct from the voice of Revelation. {248} They

speak of a principle planted within us, before we have had any training, although training and

experience are necessary for its strength, growth, and due formation. They consider it a

constituent element of the mind, as our perception of other ideas may be, as our powers of

reasoning, as our sense of order and the beautiful, and our other intellectual endowments.

They consider it, as Catholics consider it, to be the internal witness of both the existence and

the law of God. They think it holds of God, and not of man, as an Angel walking on the earth

would be no citizen or dependent of the Civil Power. They would not allow, any more than we

do, that it could be resolved into any combination of principles in our nature, more elementary

than itself; nay, though it may be called, and is, a law of the mind, they would not grant that it

was nothing more; I mean, that it was not a dictate, nor conveyed the notion of responsibility,

of duty, of a threat and a promise, with a vividness which discriminated it from all other

constituents of our nature.

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This, at least, is how I read the doctrine of Protestants as well as of Catholics. The rule and

measure of duty is not utility, nor expedience, nor the happiness of the greatest number, nor

State convenience, nor fitness, order, and the pulchrum. Conscience is not a long-sighted

selfishness, nor a desire to be consistent with oneself; but it is a messenger from Him, who,

both in nature and in grace, speaks to us behind a veil, and teaches and rules us by His

representatives. Conscience is the aboriginal Vicar of Christ, a prophet in its informations, a

monarch in its peremptoriness, a priest in its {249} blessings and anathemas, and, even though

the eternal priesthood throughout the Church could cease to be, in it the sacerdotal principle

would remain and would have a sway.

Words such as these are idle empty verbiage to the great world of philosophy now. All

through my day there has been a resolute warfare, I had almost said conspiracy against the

rights of conscience, as I have described it. Literature and science have been embodied in great

institutions in order to put it down. Noble buildings have been reared as fortresses against that

spiritual, invisible influence which is too subtle for science and too profound for literature.

Chairs in Universities have been made the seats of an antagonist tradition. Public writers, day

after day, have indoctrinated the minds of innumerable readers with theories subversive of its

claims. As in Roman times, and in the middle age, its supremacy was assailed by the arm of

physical force, so now the intellect is put in operation to sap the foundations of a power which

the sword could not destroy. We are told that conscience is but a twist in primitive and

untutored man; that its dictate is an imagination; that the very notion of guiltiness, which that

dictate enforces, is simply irrational, for how can there possibly be freedom of will, how can

there be consequent responsibility, in that infinite eternal network of cause and effect, in which

we helplessly lie? and what retribution have we to fear, when we have had no real choice to do

good or evil?

So much for philosophers; now let us see what is the notion of conscience in this day in the

popular mind. {250} There, no more than in the intellectual world, does "conscience" retain

the old, true, Catholic meaning of the word. There too the idea, the presence of a Moral

Governor is far away from the use of it, frequent and emphatic as that use of it is. When men

advocate the rights of conscience, they in no sense mean the rights of the Creator, nor the duty

to Him, in thought and deed, of the creature; but the right of thinking, speaking, writing, and

acting, according to their judgment or their humour, without any thought of God at all. They

do not even pretend to go by any moral rule, but they demand, what they think is an

Englishman's prerogative, for each to be his own master in all things, and to profess what he

pleases, asking no one's leave, and accounting priest or preacher, speaker or writer, unutterably

impertinent, who dares to say a word against his going to perdition, if he like it, in his own

way. Conscience has rights because it has duties; but in this age, with a large portion of the

public, it is the very right and freedom of conscience to dispense with conscience, to ignore a

Lawgiver and Judge, to be independent of unseen obligations. It becomes a licence to take up

any or no religion, to take up this or that and let it go again, to go to church, to go to chapel, to

boast of being above all religions and to be an impartial critic of each of them. Conscience is a

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stern monitor, but in this century it has been superseded by a counterfeit, which the eighteen

centuries prior to it never heard of, and could not have mistaken for it, if they had. It is the

right of self-will.

And now I shall turn aside for a moment to show {251} how it is that the Popes of our

century have been misunderstood by the English people, as if they really were speaking against

conscience in the true sense of the word, when in fact they were speaking against it in the

various false senses, philosophical or popular, which in this day are put upon the word. The

present Pope, in his Encyclical of 1864, Quantâ curâ, speaks (as will come before us in the next

section) against "liberty of conscience," and he refers to his predecessor, Gregory XVI., who,

in his Mirari vos, calls it a "deliramentum." It is a rule in formal ecclesiastical proceedings, as I

shall have occasion to notice lower down, when books or authors are condemned, to use the

very words of the book or author, and to condemn the words in that particular sense which

they have in their context and their drift, not in the literal, not in the religious sense, such as

the Pope might recognize, were they in another book or author. To take a familiar parallel,

among many which occur daily. Protestants speak of the "Blessed Reformation;" Catholics too

talk of "the Reformation," though they do not call it blessed. Yet every "reformation" ought,

from the very meaning of the word, to be good, not bad; so that Catholics seem to be implying

a eulogy on an event which, at the same time, they consider a surpassing evil. Here then they

are taking the word and using it in the popular sense of it, not in the Catholic. They would say,

if they expressed their full meaning, "the so-called reformation." In like manner, if the Pope

condemned "the Reformation," it would be utterly sophistical to say in consequence that he

had declared himself against all reforms; yet this is how Mr. Gladstone {252} treats him, when

he speaks of (so-called) liberty of conscience. To make this distinction clear, viz., between the

Catholic sense of the word "conscience," and that sense in which the Pope condemns it, we

find in the Recueil des Allocutions, &c., the words accompanied with quotation-marks, both in

Pope Gregory's and Pope Pius's Encyclicals, thus:—Gregory's, "Ex hoc putidissimo

'indifferentismi' fonte," (mind, "indifferentismi" is under quotation-marks, because the Pope

will not make himself answerable for so unclassical a word) "absurda illa fluit ac erronea

sententia, seu potius deliramentum, asserendam esse ac vindicandam cuilibet 'libertatem

conscientiæ.'" And that of Pius, "Haud timent erroneam illam fovere opinionem a Gregorio

XVI. deliramentum appellatam, nimirum 'libertatem conscientiæ' esse proprium cujuscunque

hominis jus." Both Popes certainly scoff at the so-called "liberty of conscience," but there is no

scoffing of any Pope, in formal documents addressed to the faithful at large, at that most

serious doctrine, the right and the duty of following that Divine Authority, the voice of

conscience, on which in truth the Church herself is built.

So indeed it is; did the Pope speak against Conscience in the true sense of the word, he

would commit a suicidal act. He would be cutting the ground from under his feet. His very

mission is to proclaim the moral law, and to protect and strengthen that "Light which

enlighteneth every man that cometh into the world." On the law of conscience and its

sacredness are founded both his authority in theory and his power in fact. Whether this or that

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particular Pope in this bad world always kept {253} this great truth in view in all he did, it is

for history to tell. I am considering here the Papacy in its office and its duties, and in reference

to those who acknowledge its claims. They are not bound by the Pope's personal character or

private acts, but by his formal teaching. Thus viewing his position, we shall find that it is by the

universal sense of right and wrong, the consciousness of transgression, the pangs of guilt, and

the dread of retribution, as first principles deeply lodged in the hearts of men, it is thus and

only thus, that he has gained his footing in the world and achieved his success. It is his claim to

come from the Divine Lawgiver, in order to elicit, protect, and enforce those truths which the

Lawgiver has sown in our very nature, it is this and this only that is the explanation of his

length of life more than antediluvian. The championship of the Moral Law and of conscience

is his raison d'être. The fact of his mission is the answer to the complaints of those who feel the

insufficiency of the natural light; and the insufficiency of that light is the justification of his

mission.

All sciences, except the science of Religion, have their certainty in themselves; as far as they

are sciences, they consist of necessary conclusions from undeniable premises, or of

phenomena manipulated into general truths by an irresistible induction. But the sense of right

and wrong, which is the first element in religion, is so delicate, so fitful, so easily puzzled,

obscured, perverted, so subtle in its argumentative methods, so impressible by education, so

biassed by pride and passion, so unsteady in its course, that, in the struggle for existence amid

the various exercises and triumphs of the human intellect, {254} this sense is at once the

highest of all teachers, yet the least luminous; and the Church, the Pope, the Hierarchy are, in

the Divine purpose, the supply of an urgent demand. Natural Religion, certain as are its

grounds and its doctrines as addressed to thoughtful, serious minds, needs, in order that it may

speak to mankind with effect and subdue the world, to be sustained and completed by

Revelation.

In saying all this, of course I must not be supposed to be limiting the Revelation of which

the Church is the keeper to a mere Republication of the Natural Law; but still it is true, that,

though Revelation is so distinct from the teaching of nature and beyond it, yet it is not

independent of it, nor without relations towards it, but is its complement, reassertion, issue,

embodiment, and interpretation. The Pope, who comes of Revelation, has no jurisdiction over

Nature. If, under the plea of his revealed prerogatives, he neglected his mission of preaching

truth, justice, mercy, and peace, much more if he trampled on the consciences of his

subjects,—if he had done so all along, as Protestants say, then he could not have lasted all

these many centuries till now, so as to supply a mark for their reprobation. Dean Milman has

told us above, how faithful he was to his duty in the medieval time, and how successful.

Afterwards, for a while the Papal chair was filled by men who gave themselves up to luxury,

security, and a Pagan kind of Christianity; and we all know what a moral earthquake was the

consequence, and how the Church lost, thereby, and has lost to this day, one-half of Europe.

The Popes could not have recovered from so terrible a catastrophe, {255} as they have done,

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had they not returned to their first and better ways, and the grave lesson of the past is in itself

the guarantee of the future.

Such is the relation of the ecclesiastical power to the human conscience:—however, a

contrary view may be taken of it. It may be said that no one doubts that the Pope's power rests

on those weaknesses of human nature, that religious sense, which in ancient days Lucretius

noted as the cause of the worst ills of our race; that he uses it dexterously, forming under

shelter of it a false code of morals for his own aggrandisement and tyranny; and that thus

conscience becomes his creature and his slave, doing, as if on a divine sanction, his will; so that

in the abstract indeed and in idea it is free, but never free in fact, never able to take a flight of

its own, independent of him, any more than birds whose wings are clipped;—moreover, that, if

it were able to exert a will of its own, then there would ensue a collision more unmanageable

than that between the Church and the State, as being in one and the same subject-matter—viz.,

religion; for what would become of the Pope's "absolute authority," as Mr. Gladstone calls it, if

the private conscience had an absolute authority also?

I wish to answer this important objection distinctly.

1. First, I am using the word "conscience" in the high sense in which I have already

explained it,—not as a fancy or an opinion, but as a dutiful obedience to what claims to be a

divine voice, speaking within us; and that this is the view properly to be taken of it, I shall not

attempt to prove here, but shall assume it as a first principle. {256}

2. Secondly, I observe that conscience is not a judgment upon any speculative truth, any

abstract doctrine, but bears immediately on conduct, on something to be done or not done.

"Conscience," says St. Thomas, "is the practical judgment or dictate of reason, by which we

judge what hic et nuncis to be done as being good, or to be avoided as evil." Hence conscience

cannot come into direct collision with the Church's or the Pope's infallibility; which is engaged

in general propositions, and in the condemnation of particular and given errors.

3. Next, I observe that, conscience being a practical dictate, a collision is possible between it

and the Pope's authority only when the Pope legislates, or gives particular orders, and the like.

But a Pope is not infallible in his laws, nor in his commands, nor in his acts of state, nor in his

administration, nor in his public policy. Let it be observed that the Vatican Council has left

him just as it found him here. Mr. Gladstone's language on this point is to me quite

unintelligible. Why, instead of using vague terms, does he not point out precisely the very

words by which the Council has made the Pope in his acts infallible? Instead of so doing, he

assumes a conclusion which is altogether false. He says, p. 34, "First comes the Pope's

infallibility:" then in the next page he insinuates that, under his infallibility, come acts of

excommunication, as if the Pope could not make mistakes in this field of action. He says, p.

35, "It may be sought to plead that the Pope does not propose to invade the country, to seize

Woolwich, or burn Portsmouth. He will only, at the worst, excommunicate {257} opponents

... Is this a good answer? After all, even in the Middle Ages, it was not by the direct action of

fleets and armies of their own that the Popes contended with kings who were refractory; it was

mainly by interdicts," &c. What have excommunication and interdict to do with Infallibility?

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Was St. Peter infallible on that occasion at Antioch when St. Paul withstood him? was St.

Victor infallible when he separated from his communion the Asiatic Churches? or Liberius

when in like manner he excommunicated Athanasius? And, to come to later times, was

Gregory XIII., when he had a medal struck in honour of the Bartholomew massacre? or Paul

IV. in his conduct towards Elizabeth? or Sextus V. when he blessed the Armada? or Urban

VIII. when he persecuted Galileo? No Catholic ever pretends that these Popes were infallible

in these acts. Since then infallibility alone could block the exercise of conscience, and the Pope

is not infallible in that subject-matter in which conscience is of supreme authority, no

deadlock, such as is implied in the objection which I am answering, can take place between

conscience and the Pope.

4. But, of course, I have to say again, lest I should be misunderstood, that when I speak of

Conscience, I mean conscience truly so called. When it has the right of opposing the supreme,

though not infallible Authority of the Pope, it must be something more than that miserable

counterfeit which, as I have said above, now goes by the name. If in a particular case it is to be

taken as a sacred and sovereign monitor, its dictate, in order to prevail against the voice of the

Pope, must follow upon {258} serious thought, prayer, and all available means of arriving at a

right judgment on the matter in question. And further, obedience to the Pope is what is called

"in possession;" that is, the onus probandi of establishing a case against him lies, as in all cases of

exception, on the side of conscience. Unless a man is able to say to himself, as in the Presence

of God, that he must not, and dare not, act upon the Papal injunction, he is bound to obey it,

and would commit a great sin in disobeying it. Primâ facie it is his bounden duty, even from a

sentiment of loyalty, to believe the Pope right and to act accordingly. He must vanquish that

mean, ungenerous, selfish, vulgar spirit of his nature, which, at the very first rumour of a

command, places itself in opposition to the Superior who gives it, asks itself whether he is not

exceeding his right, and rejoices, in a moral and practical matter to commence with scepticism.

He must have no wilful determination to exercise a right of thinking, saying, doing just what he

pleases, the question of truth and falsehood, right and wrong, the duty if possible of

obedience, the love of speaking as his Head speaks, and of standing in all cases on his Head's

side, being simply discarded. If this necessary rule were observed, collisions between the

Pope's authority and the authority of conscience would be very rare. On the other hand, in the

fact that, after all, in extraordinary cases, the conscience of each individual is free, we have a

safeguard and security, were security necessary (which is a most gratuitous supposition), that

no Pope ever will be able, as the objection supposes, to create a false conscience for his own

ends. {259}

Now, I shall end this part of the subject, for I have not done with it altogether, by appealing

to various of our theologians in evidence that, in what I have been saying, I have not

misrepresented Catholic doctrine on these important points.

That is, on the duty of obeying our conscience at all hazards.

I have already quoted the words which Cardinal Gousset has adduced from the Fourth

Lateran; that "He who acts against his conscience loses his soul." This dictum is brought out

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with singular fullness and force in the moral treatises of theologians. The celebrated school,

known as the Salmanticenses, or Carmelites of Salamanca, lays down the broad proposition,

that conscience is ever to be obeyed whether it tells truly or erroneously, and that, whether the

error is the fault of the person thus erring or not. They say that this opinion is certain, and

refer, as agreeing with them, to St. Thomas, St. Bonaventura, Caietan, Vasquez, Durandus,

Navarrus, Corduba, Layman, Escobar, and fourteen others. Two of them even say this opinion

is de fide. Of course, if a man is culpable in being in error, which he might have escaped, had he

been more in earnest, for that error he is answerable to God, but still he must act according to

that error, while he is in it, because he in full sincerity thinks the error to be truth. {260}

Thus, if the Pope told the English Bishops to order their priests to stir themselves

energetically in favour of teetotalism, and a particular priest was fully persuaded that abstinence

from wine, &c., was practically a Gnostic error, and therefore felt he could not so exert himself

without sin; or suppose there was a Papal order to hold lotteries in each mission for some

religious object, and a priest could say in God's sight that he believed lotteries to be morally

wrong, that priest in either of these cases would commit a sin hic et nunc if he obeyed the Pope,

whether he was right or wrong in his opinion, and, if wrong, although he had not taken proper

pains to get at the truth of the matter.

Busenbaum, of the Society of Jesus, whose work I have already had occasion to notice,

writes thus:—"A heretic, as long as he judges his sect to be more or equally deserving of belief,

has no obligation to believe [in the Church]." And he continues, "When men who have been

brought up in heresy, are persuaded from boyhood that we impugn and attack the word of

God, that we are idolators, pestilent deceivers, and therefore are to be shunned as pests, they

cannot, while this persuasion lasts, with a safe conscience, hear us."—t. l, p. 54.

Antonio Corduba, a Spanish Franciscan, states the doctrine with still more point, because

he makes mention of Superiors. "In no manner is it lawful to act against conscience, even

though a Law, or a Superior commands it."—De Conscient., p. 138.

And the French Dominican, Natalis Alexander:—"If, in the judgment of conscience,

through a mistaken conscience, a man is persuaded that what his Superior {261} commands is

displeasing to God, he is bound not to obey."—Theol. t. 2, p. 32.

The word "Superior" certainly includes the Pope; Cardinal Jacobatius brings out this point

clearly in his authoritative work on Councils, which is contained in Labbe's Collection,

introducing the Pope by name:—"If it were doubtful," he says, "whether a precept [of the

Pope] be a sin or not, we must determine thus:—that, if he to whom the precept is addressed

has a conscientious sense that it is a sin and injustice, first it is duty to put off that sense; but, if

he cannot, nor conform himself to the judgment of the Pope, in that case it is his duty to

follow his own private conscience, and patiently to bear it, if the Pope punishes him."—lib. iv.

p. 241.

Would it not be well for Mr. Gladstone to bring passages from our recognized authors as

confirmatory of his view of our teaching, as those which I have quoted are destructive of it?

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and they must be passages declaring, not only that the Pope is ever to be obeyed, but that there

are no exceptions to the rule, for exceptions there must be in all concrete matters.

I add one remark. Certainly, if I am obliged to bring religion into after-dinner toasts, (which

indeed does not seem quite the thing) I shall drink—to the Pope, if you please,—still, to

Conscience first, and to the Pope afterwards.

6. THE ENCYCLICAL OF 1864

{262} The subject of Conscience leads us to the Encyclical, which is one of the special

objects of Mr. Gladstone's attack; and to do justice to it, I must, as in other sections, begin

from an earlier date than 1864.

Modern Rome then is not the only place where the traditions of the old Empire, its

principles, provisions, and practices, have been held in honour; they have been retained, they

have been maintained in substance, as the basis of European civilization down to this day, and

notably among ourselves. In the Anglican establishment the king took the place of the Pope;

but the Pope's principles kept possession. When the Pope was ignored, the relations between

Pope and king were ignored too, and therefore we had nothing to do any more with the old

Imperial laws which shaped those relations; but the old idea of a Christian Polity was still in

force. It was a first principle with England that there was one true religion, that it was inherited

from an earlier time, that it came of direct Revelation, that it was to be supported to the

disadvantage, to say the least, of other religions, of private judgment, of personal conscience.

The Puritans held these principles as firmly as the school of Laud. As to the Scotch

Presbyterians, {263} we read enough about them in the pages of Mr. Buckle. The Stuarts went,

but still their principles suffered no dethronement: their action was restrained, but they were

still in force, when this century opened.

It is curious to see how strikingly in this matter the proverb has been fulfilled, "Out of

sight, out of mind." Men of the present generation, born in the new civilization, are shocked to

witness in the abiding Papal system the words, ways, and works of their grandfathers. In my

own lifetime has that old world been alive, and has gone its way. Who will say that the plea of

conscience was as effectual, sixty years ago, as it is now in England, for the toleration of every

sort of fancy religion? Had the Press always that wonderful elbow-room which it has now?

Might public gatherings be held, and speeches made, and Republicanism avowed in the time of

the Regency, as is now possible? Were the thoroughfares open to monster processions at that

date, and the squares and parks at the mercy of Sunday manifestations? Could savants in that

day insinuate in scientific assemblies what their hearers mistook for atheism, and artisans

practise it in the centres of political action? Could public prints day after day, or week after

week, carry on a war against religion, natural and revealed, as now is the case? No; law or

public opinion would not suffer it; we may be wiser or better now, but we were then in the

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wake of the Holy Roman Church, and had been so from the time of the Reformation. We

were faithful to the tradition of fifteen hundred years. All this was called Toryism, and men

gloried in the name; now it is called Popery and reviled. {264}

When I was young the State had a conscience, and the Chief Justice of the day pronounced,

not as a point of obsolete law, but as an energetic, living truth, that Christianity was the law of

the land. And by Christianity was meant pretty much what Bentham calls Church-of-

Englandism, its cry being the dinner toast, "Church and king." Blackstone, though he wrote a

hundred years ago, was held, I believe, as an authority on the state of the law in this matter, up

to the beginning of this century. On the supremacy of Religion he writes as follows, that is, as I

have abridged him for my purpose.

"The belief of a future state of rewards and punishments, &c., &c., ... these are the grand

foundation of all judicial oaths. All moral evidence, all confidence in human veracity, must be

weakened by irreligion, and overthrown by infidelity. Wherefore all affronts to Christianity, or

endeavours to depreciate its efficacy, are highly deserving of human punishment. It was

enacted by the statute of William III. that if any person educated in, andhaving made profession of,

the Christian religion, shall by writing, printing, teaching, or advised speaking, deny the

Christian religion to be true, or the Holy Scriptures to be of divine authority," or again in like

manner, "if any person educated in the Christian religion shall by writing, &c., deny any one of

the Persons of the Holy Trinity to be God, or maintain that there are more gods than one, he

shall on the first offence be rendered incapable to hold any office or place of trust; and for the

second, be rendered incapable of bringing any action, being guardian, executor, legatee, or

purchaser of lands, {265} and shall suffer three years' imprisonment without bail. To give

room, however, for repentance, if, within four months after the first conviction, the delinquent

will in open court publicly renounce his error, he is discharged for that once from all

disabilities."

Again: "those who absent themselves from the divine worship in the established Church,

through total irreligion, and attend the service of no other persuasion, forfeit one shilling to

the poor every Lord's day they so absent themselves, and £20 to the king, if they continue such

a default for a month together. And if they keep any inmate, thus irreligiously disposed, in their

houses, they forfeit £10 per month."

Further, he lays down that "reviling the ordinances of the Church is a crime of a much

grosser nature than the other of non-conformity; since it carries with it the utmost indecency,

arrogance, and ingratitude;—indecency, by setting up private judgment in opposition to public;

arrogance, by treating with contempt and rudeness what has at least a better chance to be right

than the singular notions of any particular man; and ingratitude, by denying that indulgence

and liberty of conscience to the members of the national Church, which the retainers to every

petty conventicle enjoy."

Once more: "In order to secure the established Church against perils from non-conformists

of all denominations, infidels, Turks, Jews, heretics, papists, and sectaries, there are two

bulwarks erected, called the Corporation and Test Acts; by the former, no person can be

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legally elected to any office relating to the Government of any city or corporation, unless,

within a twelvemouth before, {266} he has received the sacrament of the Lord's Supper

according to the rites of the Church of England; … the other, called the Test Act, directs all

officers, civil and military, to make the declaration against transubstantiation within six months

after their admission, and also within the same time to receive the sacrament according to the

usage of the Church of England." The same test being undergone by all persons who desired

to be naturalized, the Jews also were excluded from the privileges of Protestant churchmen.

Laws, such as these, of course gave a tone to society, to all classes, high and low, and to the

publications, periodical or other, which represented public opinion. Dr. Watson, who was the

liberal prelate of his day, in his answer to Paine, calls him (unless my memory betrays me) "a

child of the devil and an enemy of all righteousness." Cumberland, a man of the world, (here

again I must trust to the memory of many past years) reproaches a Jewish writer with

ingratitude for assailing, as he seems to have done, a tolerant religious establishment; and

Gibbon, an unbeliever, feels himself at liberty, in his posthumous Autobiography, to look

down on Priestly, whose "Socinian shield," he says, "has been repeatedly pierced by the mighty

spear of Horsley, and whose trumpet of sedition may at length awake the magistrates of a free

country."

Such was the position of free opinion and dissenting worship in England till quite a recent

date, when one after another the various disabilities which I have been recounting, and many

others besides, melted away, like snow at spring-tide; and we all wonder how they {267} could

ever have been in force. The cause of this great revolution is obvious, and its effect inevitable.

Though I profess to be an admirer of the principles now superseded in themselves, mixed up

as they were with the imperfections and evils incident to everything human, nevertheless I say

frankly I do not see how they could possibly be maintained in the ascendant. When the

intellect is cultivated, it is as certain that it will develope into a thousand various shapes, as that

infinite hues and tints and shades of colour will be reflected from the earth's surface, when the

sunlight touches it; and in matters of religion the more, by reason of the extreme subtlety and

abstruseness of the mental action by which they are determined. During the last seventy years,

first one class of the community, then another, has awakened up to thought and opinion. Their

multiform views on sacred subjects necessarily affected and found expression in the governing

order. The State in past time had a conscience; George the Third had a conscience; but there

were other men at the head of affairs besides him with consciences, and they spoke for others

besides themselves, and what was to be done, if he could not work without them, and they

could not work with him, as far as religious questions came up at the Council-board? This

brought on a dead-lock in the time of his successor. The ministry of the day could not agree

together in the policy or justice of keeping up the state of things which Blackstone describes.

The State ought to have a conscience; but what if it happened to have half-a-dozen, or a score,

or a hundred, in religious matters, each different from each? I think Mr. Gladstone has {268}

brought out the difficulties of the situation himself in his Autobiography. No government

could be formed, if religious unanimity was a sine qua non. What then was to be done? As a

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necessary consequence, the whole theory of Toryism, hitherto acted on, came to pieces and

went the way of all flesh. This was in the nature of things. Not a hundred Popes could have

hindered it, unless Providence interposed by an effusion of divine grace on the hearts of men,

which would amount to a miracle, and perhaps would interfere with human responsibility. The

Pope has denounced the sentiment that he ought to come to terms with "progress, liberalism,

and the new civilization." I have no thought at all of disputing his words. I leave the great

problem to the future. God will guide other Popes to act when Pius goes, as He has guided

him. No one can dislike the democratic principle more than I do. No one mourns, for

instance, more than I, over the state of Oxford, given up, alas! to "liberalism and progress," to

the forfeiture of her great medieval motto, "Dominus illuminatio mea," and with a consequent

call on her to go to Parliament or the Heralds' College for a new one; but what can we do? All

I know is, that Toryism, that is, loyalty to persons, "springs immortal in the human breast";

that religion is a spiritual loyalty; and that Catholicity is the only divine form of religion. And

thus, in centuries to come, there may be found out some way of uniting what is free in the new

structure of society with what is authoritative in the old, without any base compromise with

"Progress" and "Liberalism."

But to return:—I have noticed the great revolution in {269} the state of the Law which has

taken place since 1828 for this reason:—to suggest that Englishmen, who within fifty years

kept up the Pope's system, are not exactly the parties to throw stones at the Pope for keeping

it up still.

But I go further:—in fact the Pope has not said on this subject of conscience (for that is the

main subject in question) what Mr. Gladstone makes him say. On this point I desiderate that

fairness in his Pamphlet which we have a right to expect from him; and in truth his unfairness

is wonderful. He says, pp. 15, 16, that the Holy See has "condemned " the maintainers of "the

Liberty of the Press, of conscience, and of worship." Again, that the "Pontiff has condemned

free speech, free writing, a free press, toleration of non-conformity, liberty of conscience," p.

42. Now, is not this accusation of a very wholesale character? Who would not understand it to

mean that the Pope had pronounced a universal anathema against all these liberties in toto, and

that English law, on the contrary, allowed those liberties in toto, which the Pope had

condemned? But the Pope has done no such thing. The real question is, in what respect, in

what measure, has he spoken against liberty: the grant of liberty admits of degrees. Blackstone

is careful to show how much more liberty the law allowed to the subject in his day, how much

less severe it was in its safeguards against abuse, than it had used to be; but he never pretends

that it is conceivable that liberty should have no boundary at all. The very idea of political

society is based upon the principle that each {270} member of it gives up a portion of his

natural liberty for advantages which are greater than that liberty; and the question is, whether

the Pope, in any act of his which touches us Catholics, in any ecclesiastical or theological

statement of his, has propounded any principle, doctrine, or view, which is not carried out in

fact at this time in British courts of law, and would not be conceded by Blackstone. I repeat,

the very notion of human society is a relinquishment, to a certain point, of the liberty of its

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members individually, for the sake of a common security. Would it be fair on that account to

say that the British Constitution condemns all liberty of conscience in word and in deed?

We Catholics, on our part, are denied liberty of our religion by English law in various ways,

but we do not complain, because a limit must be put to even innocent liberties, and we

acquiesce in it for the social compensations which we gain on the whole. Our school boys

cannot play cricket on Sunday, not even in country places, for fear of being taken before a

magistrate and fined. In Scotland we cannot play music on Sundays. Here we cannot sound a

bell for church. I have had before now a lawyer's authority for saying that a religious

procession is illegal even within our own premises. Till the last year or two we could not call

our Bishops by the titles which our Religion gave them. A mandate from the Home Secretary

obliged us to put off our cassocks when we went out of doors. We are forced to pay rates for

the establishment of secular schools which we cannot use, and then we have to find means

over again for building schools of our own. Why is not all this as much {271} an outrage on

our conscience as the prohibition upon Protestants at Rome, Naples, and Malaga, before the

late political changes—(not, to hold their services in a private house, or in the ambassador's, or

outside the walls),—but to flaunt them in public and thereby to irritate the natives? Mr.

Gladstone seems to think it is monstrous for the Holy See to sanction such a prohibition. If

so, may we not call upon him to gain for us in Birmingham "the free exercise of our religion,"

in making a circuit of the streets in our vestments, and chanting the "Pange Lingua," and the

protection of the police against the mob which would be sure to gather round us—particularly

since we are English born, whereas the Protestants at Malaga or Naples were foreigners. But

we have the good sense neither to feel such disabilities a hardship, nor to protest against them

as a grievance.

But now for the present state of English Law:—I say seriously Mr. Gladstone's accusation

of us avails quite as much against Blackstone's four volumes, against laws in general, against

the social contract, as against the Pope. What the Pope has said, I will show presently: first let

us see what the statute book has to tell us about the present state of English liberty of speech,

of the press, and of worship.

First, as to public speaking and meetings:—do we allow of seditious language, or of insult

to the sovereign, or his representatives? Blackstone says, that a misprision is committed against

him by speaking or writing against {272} him, cursing or wishing him ill, giving out scandalous

stories concerning him, or doing anything that may tend to lessen him in the esteem of his

subjects, may weaken his government, or may raise jealousies between him and his people.

Also he says, that "threatening and reproachful words to any judge sitting in the Courts"

involve "a high misprision, and have been punished with large fines, imprisonment, and

corporal punishment." And we may recollect quite lately the judges of the Queen's Bench

prohibited public meetings and speeches which had for their object the issue of a case then

proceeding in Court.

Then, again, as to the Press, there are two modes of bridling it, one before the printed

matter is published, the other after. The former is the method of censorship, the latter that of

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the law of libel. Each is a restriction on the liberty of the Press. We prefer the latter. I never

heard it said that the law of libel was of a mild character; and I never heard that the Pope, in

any Brief or Rescript, had insisted on a censorship.

Lastly, liberty of worship: as to the English restriction of it, we have had a notable example

of it in the last session of Parliament, and we shall have still more edifying illustrations of it in

the next, though certainly not from Mr. Gladstone. The ritualistic party, in the free exercise of

their rights, under the shelter of the Anglican rubrics, of certain of the Anglican offices, of the

teaching of their great divines, and of their conscientious interpretation of the Thirty-nine

Articles have, at their own expense, built churches for worship after their own way; and, on the

other hand, {273} Parliament and the newspapers are attempting to put them down, not so

much because they are acting against the tradition and the law of the Establishment, but

because of the national dislike and dread of the principles and doctrines which their worship

embodies.

When Mr. Gladstone has a right to say broadly, by reason of these restrictions, that British

law and the British people condemn the maintainers of liberty of conscience, of the press, and

of worship, in toto, then may he say so of the Encyclical, on account of those words which to

him have so frightful a meaning.

But now let us see, on the other hand, what the proposition really is, the condemnation of

which leads him to say, that the Pope has unrestrictedly "condemned those who

maintain the liberty of the Press, the liberty of conscience and of worship, and the liberty of

speech," p. 16,—has "condemned free speech, free writing, and a free press," p.42. The

condemned proposition speaks as follows:—

"Liberty of conscience and worship, is the inherent right of all men. 2. It ought to be

proclaimed in every rightly constituted society. 3. It is a right toall sorts of liberty (omnimodam

libertatem) such, that it ought not to be restrained by any authority, ecclesiastical or civil, as far

as public speaking, printing, or any other public manifestation of opinions is concerned."

Now, is there any government on earth that could stand the strain of such a doctrine as

this? It starts by taking for granted that there are certain Rights of man; Mr. Gladstone so

considers, I believe; but other deep thinkers of the day are quite of another opinion; {274}

however, if the doctrine of the proposition is true, then the right of conscience, of which it

speaks, being inherent in man, is of universal force—that is, all over the world—also, says the

proposition, it is a right which must be recognised by all rightly constituted governments.

Lastly, what is the right of conscience thus inherent in our nature, thus necessary for all states?

The proposition tells us. It is the liberty of every one to give public utterance, in every possible

shape, byevery possible channel, without any let or hindrance from God or man, to all his

notions whatsoever.

Which of the two in this matter is peremptory and sweeping in his utterance, the author of

this thesis himself, or the Pope who has condemned what the other has uttered? Which of the

two is it who would force upon the world a universal? All that the Pope has done is to deny a

universal, and what a universal! a universal liberty to all men to say out whatever doctrines they

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may hold by preaching, or by the press, uncurbed by church or civil power. Does not this bear

out what I said in the foregoing section of the sense in which Pope Gregory denied a "liberty

of conscience"? It is a liberty of self-will. What if a man's conscience embraces the duty of

regicide? or infanticide? or free love? You may say that in England the good sense of the

nation would stifle and extinguish such atrocities. True, but the proposition says that it is the

very right of every one, by nature, in {275} every well constituted society. If so, why have we

gagged the Press in Ireland on the ground of its being seditious? Why is not India brought

within the British constitution? It seems a light epithet for the Pope to use, when he calls such

a doctrine of conscience deliramentum: of all conceivable absurdities it is the wildest and most

stupid. Has Mr. Gladstone really no better complaint to make against the Pope's

condemnations than this?

Perhaps he will say, Why should the Pope take the trouble to condemn what is so wild? But

he does: and to say that he condemns something which he does not condemn, and then to

inveigh against him on the ground of that something else, is neither just nor logical.

7. THE SYLLABUS

{276} Now I come to the Syllabus of "Errors," the publication of which has been

exclaimed against in England as such a singular enormity, and especially by Mr. Gladstone. The

condemnation of theological statements which militate against the Catholic Faith is of long

usage in the Church. Such was the condemnation of the heresies of Wickliffe in the Council of

Constance; such those of Huss, of Luther, of Baius, of Jansenius; such the condemnations

which were published by Sextus IV., Innocent XI., Clement XI., Benedict XIV., and other

Popes. Such condemnations are no invention of Pius IX. The Syllabus is a collection of such

erroneous propositions as he has noted during his Pontificate; there are eighty of them.

What does the word "Syllabus" mean? A collection; the French translation calls it a

"Resumé;"—a Collection of what? I have already said, of propositions,—propositions which the

Pope in his various Allocutions, Encyclicals, and like documents, since he has been Pope, has

pronounced to be Errors. Who gathered the propositions out of these Papal documents, and

put them together in one? We do not know; all we know is that, by the Pope's command, this

Collection of Errors was sent by his Foreign Minister to the Bishops. He, {277} Cardinal

Antonelli, sent to them at the same time the Encyclical of December, 1864, which is a

document of dogmatic authority. The Cardinal says, in his circular to them, that the Pope

ordered him to do so. The Pope thought, he says, that perhaps the Bishops had not seen some

of his Allocutions, and other authoritative letters and speeches of past years; in consequence

the Pope had had the Errors which, at one time or other he had therein noted, brought

together into one, and that for the use of the Bishops.

Such is the Syllabus and its object. There is not a word in it of the Pope's own writing; there

is nothing in it at all but the Erroneous Propositions themselves—that is, except the heading

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"A Syllabus, containing the principal Errors of our times, which are noted in the Consistorial

Allocutions, in the Encyclicals, and in other Apostolical Letters of our most Holy Lord, Pope

Pius IX." There is one other addition—viz., after each Error a reference is given to the

Allocution, Encyclical, or other document in which it is proscribed.

The Syllabus, then, is to be received with profound submission, as having been sent by the

Pope's authority to the Bishops of the world. It certainly comes to them with his indirect

extrinsic sanction; but intrinsically, and viewed in itself, it is nothing more than a digest of

certain Errors made by an anonymous writer. There would be nothing on the face of it, to

show that the Pope had ever seen it, page by page, unless the "Imprimatur" implied in the

Cardinal's letter had been an evidence of this. It has no mark or seal put upon it which gives it

a direct relation to the Pope. {278} Who is its author? Some select theologian or high official

doubtless; can it be Cardinal Antonelli himself? No surely: anyhow it is not the Pope, and I do

not see my way to accept it for what it is not. I do not speak as if I had any difficulty in

recognizing and condemning the Errors which it catalogues, did the Pope himself bid me; but

he has not as yet done so, and he cannot delegate his Magisterium to another. I wish with St.

Jerome to "speak with the Successor of the Fisherman and the Disciple of the Cross." I assent

to that which the Pope propounds in faith and morals, but it must be he speaking officially,

personally, and immediately, and not anyone else, who has a hold over me. The Syllabus is not

an official act, because it is not signed, for instance, with "Datum Romæ, Pius P.P. IX.," or

"sub annulo Piscatoris," or in some other way; it is not a personal, for he does not address his

Venerabiles Fratres," or "Dilecto Filio," or speak as "Pius Episcopus;" it is not an immediate,

for it comes to the Bishops only through the Cardinal Minister of State.

If, indeed, the Pope should ever make that anonymous compilation directly his own, then

of course I should bow to it and accept it as strictly his. He might have done so; he might do

so still; again, he might issue a fresh list of Propositions in addition, and pronounce them to be

Errors, and I should take that condemnation to be of dogmatic authority, because I believe

him appointed by his Divine Master to determine in the detail of faith and morals what is true

and what is false. But such an act of his he would formally authenticate; he would speak {279}

in his own name, as Leo X. or Innocent XI. did, by Bull or Letter Apostolic. Or, if he wished

to speak less authoritatively, he would speak through a Sacred Congregation; but the Syllabus

makes no claim to be acknowledged as the word of the Pope. Moreover, if the Pope drew up

that catalogue, as it may be called, he would have pronounced in it some definite judgment on

the propositions themselves. What gives cogency to this remark is, that a certain number of

Bishops and theologians, when a Syllabus was in contemplation, did wish for such a formal act

on the part of the Pope, and in consequence they drew up for his consideration the sort of

document on which, if he so willed, he might suitably stamp his infallible sanction; but he did

not accede to their prayer. This composition is contained in the "Recueil des Allocutions," &c.,

and is far more than a mere "collection of errors." It is headed, "Theses ad Apostolicam Sedem

delatæ cum censuris," &c., and each error from first to last has the ground of its condemnation

marked upon it. There are sixty-one of them. The first is "impia, injuriosa religioni," &c.; the

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second is "complexivè sumpta, falsa," &c.; the third the same; the fourth, "hæretica," and so

on, the epithets affixed having a distinct meaning, and denoting various degrees of error. Such

a document, unlike the Syllabus, has a substantive character.

Here I am led to interpose a remark;—it is plain, then, that there are those near, or with

access, to the Holy Father, who would, if they could, go much further in the way of assertion

and command, than the divine Assistentia, which overshadows him, wills or permits; so {280}

that his acts and his words on doctrinal subjects must be carefully scrutinized and weighed,

before we can be sure what really he has said. Utterances which must be received as coming

from an Infallible Voice are not made every day, indeed they are very rare; and those which are

by some persons affirmed or assumed to be such, do not always turn out what they are said to

be; nay, even such as are really dogmatic must be read by definite rules and by traditional

principles of interpretation, which are as cogent and unchangeable as the Pope's own decisions

themselves. What I have to say presently will illustrate this truth; meanwhile I use the

circumstance which has led to my mentioning it, for another purpose here. When intelligence

which we receive from Rome startles and pains us from its seemingly harsh or extreme

character, let us learn to have some little faith and patience, and not take for granted that all

that is reported is the truth. There are those who wish and try to carry measures and declare

they have carried, when they have not carried them. How many strong things, for instance,

have been reported with a sort of triumph on one side and with irritation and despondency on

the other, of what the Vatican Council has done; whereas the very next year after it, Bishop

Fessler, the Secretary General of the Council, brings out his work on "True and False

Infallibility," reducing what was said to be so monstrous to its true dimensions. When I see all

this going on, those grand lines in the Greek Tragedy always rise on my lips—[Oupote tan Dios

harmonian thnaton parexiasi boulai],—{281} and still more the consolation given us by a Divine

Speaker that, though the swelling sea is so threatening to look at, yet there is One who rules it

and says, "Hitherto shalt thou come and no further, and here shall thy proud waves be stayed!"

But to return:—the Syllabus then has no dogmatic force; it addresses us, not in its separate

portions, but as a whole, and is to be received from the Pope by an act of obedience, not of

faith, that obedience being shown by having recourse to the original and authoritative

documents, (Allocutions and the like,) to which it pointedly refers. Moreover, when we turn to

those documents, which are authoritative, we find the Syllabus cannot even be called an echo

of the Apostolic Voice; for, in matters in which wording is so important, it is not an exact

transcript of the words of the Pope, in its account of the errors condemned,—just as is natural

in what is professedly an index for reference.

Mr. Gladstone indeed wishes to unite the Syllabus to that Encyclical which so moved him

in December, 1864, and says that the Errors noted in the Syllabus are all brought under the

infallible judgment pronounced on certain errors specified in the Encyclical. This is an

untenable assertion. He says of the Pope and of the Syllabus, p. 20: "These are not mere

opinions of the Pope himself, nor even are they opinions which he might paternally

recommend to the pious consideration of the faithful. With the promulgation of his opinions

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is unhappily combined, in the Encyclical Letter which virtually, though not expressly, includes the

whole, a command to all his spiritual children (from which command {282} we, the disobedient

children, are in no way excluded) to hold them," and Mr. Gladstone appeals in proof of this to

the language of the Encyclical; but let us see what that language is. The Pope speaks thus, as

Mr. Gladstone himself quotes him: "All and each of the wrong opinions and

doctrines, mentioned one by one in this Encyclical (hisce litteris), by our Apostolical authority, we

reprobate, &c." He says then, as plainly as words can speak, that the wrong opinions which in

this passage he condemns, are specified in the Encyclical, not outside of it; and, when we look

into the earlier part of it, there they are, about ten of them; there is not a single word in the

Encyclical to show that the Pope in it was alluding to the Syllabus. The Syllabus does not exist,

as far as the language of the Encyclical is concerned. This gratuitous assumption seems to me

marvellously unfair.

The only connexion between the Syllabus and the Encyclical is one external to them both,

the connexion of time and organ; Cardinal Antonelli sending them both to the Bishops with

the introduction of one and the same letter. In that letter he speaks to the Bishops thus, as I

paraphrase his words:—The Holy Father sends you {283} by me a list, which he has caused to

be drawn up and printed, of the errors which he has in various formal documents, in the

course of the last eighteen years, noted. With that list of errors, he is also sending you a new

Encyclical, which he has judged itapropos to write to the Catholic Bishops;—so I send you both

at once."

The Syllabus, then, is a list, or rather an index, of the Pope's Encyclical or Allocutional

"proscriptions," an index raisonné;—(not alphabetical, as is found, for instance, in Bellarmine's

or Lambertini's works,)—drawn up by the Pope's orders, out of his paternal care for the flock

of Christ, and conveyed to the Bishops through his Minister of State. But we can no more

accept it as de fide, as a dogmatic document, than any other index or table of contents. Take a

parallel case, mutatis mutandis: Counsel's opinion being asked on a point of law, he goes to his

law books, writes down his answer, and, as authority, refers his client to 23 George III., c. 5, s.

11; 11 Victoria, c. 12, s. 19, and to Thomas v. Smith, Att. Gen. v. Roberts, and Jones v. Owen.

Who would say that that sheet of foolscap has force of law, when it was nothing more than a

list of references to the Statutes of the Realm, or Judges' decisions, in which the Law's voice

really was found?

The value of the Syllabus, then, lies in its references; but of these Mr. Gladstone has

certainly availed himself very little. Yet, in order to see the nature and extent of the blame cast

on any proposition of the Syllabus, it is absolutely necessary to turn out the passage of the

Allocution, Encyclical, or other document, in which the {284} error is noted; for the wording

of the errors which the Syllabus contains is to be interpreted by its references. Instead of this

Mr. Gladstone uses forms of speech about the Syllabus which only excite in me fresh wonder.

Indeed, he speaks upon these ecclesiastical subjects generally in a style in which priests and

parsons are accused by their enemies of speaking concerning geology. For instance, the

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Syllabus, as we have seen, is a list or index; but he calls it "extraordinary declarations," p. 21.

How can a list of errors be a series of Pontifical "Declarations"?

However, perhaps he would say that, in speaking of "Declarations," he was referring to the

authoritative allocutions, &c., which I have accused him of neglecting. With all my heart; but

then let us see how the statements in these allocations fulfil the character he gives of them. He

calls them "Extraordinary declarations on personal and private duty," p. 21, and "stringent

condemnations," p. 19. Now, I certainly must grant that some are stringent, but only some.

One of the most severe that I have found among them is that in the Apostolic Letter of June

10, 1851, against some heretic priest out at Lima, whose elaborate work in six volumes against

the Curia Romana, is pronounced to be in its various statements "scandalous, rash, false,

schismatical, injurious to the Roman Pontiffs and Ecumenical Councils, impious and

heretical." It well deserved to be called by these names, which are not terms of abuse, but each

with its definite meaning; and, if Mr. Gladstone, in speaking of the condemnations, had

confined his epithet "stringent" to it, no one would have complained of him. And {285}

another severe condemnation is that of the works of Professor Nuytz. But let us turn to some

other of the so-called condemnations, in order to ascertain whether they answer to his general

description of them.

1. For instance, take his own 16th (the 77th of the "erroneous Propositions"), that, "It is no

longer expedient that the Catholic Religion should be established to the exclusion of all

others." When we turn to the Allocution, which is the ground of its being put into the

Syllabus, what do we find there? First, that the Pope was speaking, not of States universally,

but of one particular State, Spain, definitely Spain; secondly, that he was not noting the

erroneous proposition directly, or categorically, but was protesting against the breach in many

ways of the Concordat on the part of the Spanish government; further, that he was not

referring to any work containing the said proposition, nor contemplating any proposition at all;

nor, on the other hand, using any word of condemnation whatever, nor using any harsher

terms of the Government in question than an expression of "his wonder and distress." And

again, taking the Pope's remonstrance as it stands, is it any great cause of complaint to

Englishmen, who so lately were severe in their legislation upon Unitarians, Catholics,

unbelievers, and others, that the Pope merely does not think it expedient for every state from this

time forth to tolerate every sort of religion on its territory, and to disestablish the Church at once?

for this is all that he denies. As in the instance in the foregoing section, he does but deny a

universal, which the "erroneous proposition" asserts without any explanation. {286}

2. Another of Mr. Gladstone's "stringent Condemnations" (his 18th) is the Pope's denial of

the proposition that "the Roman Pontiff can and ought to come to terms with Progress,

Liberalism, and the New Civilization." I turn to the Allocation of March 18, 1861, and find

there no formal condemnation of this Proposition at all. The Allocution is a long argument to

the effect that the moving parties in that Progress, Liberalism, and New Civilization, make use

of it so seriously to the injury of the Faith and the Church, that it is both out of the power, and

contrary to the duty, of the Pope to come to terms with them. Nor would those prime movers

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themselves differ from him here; certainly in this country it is the common cry that Liberalism

is and will be the Pope's destruction, and they wish and mean it so to be. This Allocution on

the subject is at once beautiful, dignified, and touching: and I cannot conceive how Mr.

Gladstone should make stringency his one characteristic of these condemnations, especially

when after all there is here no condemnation at all.

3. Take, again, Mr. Gladstone's 15th—"That the abolition of Temporal Power of the

Popedom would be highly advantageous to the Church." Neither can I find in the Pope's

Allocution any formal condemnation whatever of this proposition, much less a "stringent"

one. Even the Syllabus does no more in the case of any one of the eighty, than to call it an

"error;" and what the Pope himself says of this particular error is only this:—"We cannot but

in particular warn and reprove (monere et redarguere) those who applaud the decree by which

the Roman Pontiff has been despoiled of all the {287} honour and dignity of his civil rule, and

assert that the said decree, more than anything else, conduces to the liberty and prosperity of

the Church itself."—Alloc., April 20, 1849.

4. Take another of his instances, the 17th, the "error" that "in countries called Catholic the

public exercise of other religions may laudably be allowed." I have had occasion to mention

already his mode of handling the Latin text of this proposition—viz., that whereas the men

who were forbidden the public exercise of their religion were foreigners, who had no right to

be in a country not their own at all, and might fairly have conditions imposed upon them

during their stay there, nevertheless Mr. Gladstone (apparently through haste) has left out the

word "hominibus illuc immigrantibus," on which so much turns. Next, as I have observed

above, it was only the sufferance of their public worship, and again of all worships whatsoever,

however many and various, which the Pope blamed; and further, the Pope's words do not

apply to all States, but specially, and, as far as the Allocution goes, definitely, to New Granada.

However, the point I wish to insist upon here is, that there was in this case no condemned

proposition at all, but it was merely, as in the case of Spain, an act of the Government which

the Pope protested against. The Pope merely told that Government that that act, and other

acts which they had committed, gave him very great pain; that he had expected better things of

them; that the way they went on was all of a piece; and they had his best prayers. Somehow, it

seems to me strange, {288} for anyone to call an expostulation like this one of a set of

"extraordinary declarations," "stringent condemnations."

I am convinced that the more the propositions and the references contained in the Syllabus

are examined, the more signally will the charge break down, brought against the Pope on

occasion of it: as to those Propositions which Mr. Gladstone specially selects, some of them I

have already taken in hand, and but few of them present any difficulty.

5. As to those on Marriage, I cannot follow Mr. Gladstone's meaning here, which seems to

me very confused, and it would be going out of the line of remark which I have traced out for

myself, (and which already is more extended than I could wish), were I to treat of them.

6. His fourth Error, (taken from the Encyclical) that "Papal judgments and decrees may,

without sin, be disobeyed or differed from," is a denial of the principle of Hooker's celebrated

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work on Ecclesiastical Polity, and would be condemned by him as well as by the Pope. And it

is plain to common sense that no society can stand if its rules are disobeyed. What club or

union would not expel members who refused so to be bound?

7. And the 5th, 8th, and 9th propositions are necessarily {289} errors, if the Sketch of

Church Polity drawn out in my former Sections is true, and are necessarily considered to be

such by those, as the Pope, who maintain that Polity.

8. The 10th Error, as others which I have noticed above, is a universal (that "in the conflict

of laws, civil and ecclesiastical, the civil law should prevail"), and the Pope does but deny a

universal.

9. Mr. Gladstone's 11th, which I do not quite understand in his wording of it, runs thus:—

"Catholics can approve of that system of education for youth which is separated from the

Catholic faith and the Church's power, and which regards the science only of physical things,

and the outlines (fines) of earthly social life alone or at least primarily." How is this not an

"Error"? Surely there are Englishmen enough who protest against the elimination of religion

from our schools; is such a protest so dire an offence to Mr. Gladstone?

10. And the 12th Error is this:—That "the science of philosophy and of morals, also the

laws of the State, can and should keep clear of divine and ecclesiastical authority." This too will

not be anything short of an error in the judgment of great numbers of our own people. Is

Benthamism so absolutely the Truth, that the Pope is to be denounced because he has not yet

become a convert to it?

11. There are only two of the condemnations which really require a word of explanation; I

have already referred to them. One is that of Mr. Gladstone's sixth Proposition, "Roman

Pontiffs and Ecumenical Councils, have departed from the limits of their power, have {290}

usurped the rights of Princes, and even in defining matters of faith and morals have erred."

These words are taken from the Lima Priest's book. We have to see then what he means by

"the Rights of Princes," for the proposition is condemned in his sense of the word. It is a rule

of the Church in the condemnation of a book to state the proposition condemned in the

words of the book itself, without the Church being answerable for those words as employed. I

have already referred to this rule in my 5th Section. Now this priest includes among the rights

of Catholic princes that of deposing Bishops from their sacred Ministry, of determining the

impediments to marriage, of forming Episcopal sees, and of being free from episcopal

authority in spiritual matters. When, then, the Proposition is condemned "that Popes had

usurped the rights of Princes;" what is meant is, "the so-called rights of Princes," which were

really the rights of the Church, in assuming which there was no usurpation at all.

12. The other proposition, Mr. Gladstone's seventh, the condemnation of which requires a

remark, is this: "The Church has not the power to employ force (vis inferendæ) nor any

temporal power direct or indirect." {291}

This is one of a series of Propositions found in the work of Professor Nuytz, entitled, "Juris

Ecclesiastici Institutiones," all of which are condemned in the Pope's Apostolic Letter of

August 22, 1851. Now here "employing force" is not the Pope's phrase but Professor Nuytz's,

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and the condemnation is meant to run thus, "It is an error to say, with Professor Nuytz, that

what he calls 'employing force' is not allowable to the Church." That this is the right

interpretation of the "error" depends of course on a knowledge of the Professor's work, which

I have never had an opportunity of seeing; but here I will set down what the received doctrine

of the Church is on ecclesiastical punishments, as stated in a work of the highest authority,

since it comes to us with letters of approval from Gregory XVI. and Pius IX.

"The opinion," says Cardinal Soglia, "that the coercive power divinely bestowed upon the

Church consists in the infliction of spiritual punishments alone, and not in corporal or

temporal, seems more in harmony with the gentleness of the Church. Accordingly I follow

their judgment, who withdraw from the Church the corporal sword, by which the body is

destroyed or blood is shed. Pope Nicholas thus writes: 'The Church has no sword but the

spiritual. She does not kill, but gives life, hence that well-known saying, 'Ecclesia abhorret a

sanguine.' But the lighter punishments, though temporal and corporal, such as shutting up in a

monastery, prison, flogging, and others of the same kind, short of effusion of blood, the

Church jure suo can inflict."—(Institut. Jur., pp. 167-8, Paris.) {292}

And the Cardinal quotes the words of Fleury "The Church has enjoined on penitent sinners

almsgivings, fastings, and other corporal inflictions ... Augustine speaks of beating with sticks,

as practised by the Bishops, after the manner of masters in the case of servants, parents in the

case of children and school-masters in that of scholars. Abbots flogged monks in the way of

paternal and domestic chastisement ... Imprisonment for a set time or for life is mentioned

among canonical penances; priests and other clerics, who had been deposed for their crimes,

being committed to prison in order that they might pass the time to come in penance for their

crime, which thereby was withdrawn from the memory of the public."

But now I have to answer one question. If what I have said is substantially the right

explanation to give to the drift and contents of the Syllabus, have not I to account for its

making so much noise, and giving such deep and wide offence on its appearance? It has

already been reprobated by the voice of the world. Is there not, then, some reason at the

bottom of the aversion felt by educated Europe towards it, which I have not mentioned? This

is a very large question to entertain, too large for this place; but I will say one word upon it.

Doubtless one of the reasons of the excitement and displeasure which the Syllabus caused

and causes so widely, is the number and variety of the propositions marked as errors, and the

systematic arrangement to which they were subjected. So large and elaborate a work struck the

public mind as a new law, moral, social, and ecclesiastical, {293} which was to be the

foundation of a European code, and the beginning of a new world, in opposition to the social

principles of the 19th century; and there certainly were persons in high station who encouraged

this idea. When this belief was once received, it became the interpretation of the whole

Collection through the eighty Propositions, of which it recorded the erroneousness; as if it had

for its object in all its portions one great scheme of aggression. Then, when the public mind

was definitively directed to the examination of these erroneous Theses, they were sure to be

misunderstood, from their being read apart from the context, occasion, and drift of each. They

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had been noted as errors in the Pope's Encyclicals and Allocutions in the course of the

preceding eighteen years, and no one had taken any notice of them; but now, when they were

brought all together, they made a great sensation. Why were they brought together, except for

some purpose sinister and hostile to society? and if they themselves were hard to understand,

still more so, and doubly so was their proscription.

Another circumstance, which I am not theologian enough to account for, is this,—that the

wording of many of the erroneous propositions, as they are drawn up in the Syllabus, gives an

apparent breadth to the matter condemned which is not found in the Pope's own words in his

Allocutions and Encyclicals. Not that really there is any difference between the Pope's words

and Cardinal Antonelli's, for (as I have shown in various instances) what the former says in the

concrete, the latter does but repeat in the abstract. Or, to speak {294} logically, when the Pope

enunciates as true the particular affirmative, "Spain ought to keep up the establishment of the

Catholic Religion," then (since its contradictory is necessarily false) the Cardinal declares, "To

say that no State should keep up the establishment of the Catholic Religion is an error." But

there is a dignity and beauty in the Pope's own language which the Cardinal's abstract Syllabus

cannot have, and this gave to opponents an opportunity to declaim against the Pope, which

opportunity was in no sense afforded by what he said himself.

Then, again, it must be recollected, in connection with what I have said, that theology is a

science, and a science of a special kind; its reasoning, its method, its modes of expression, and

its language are all its own. Every science must be in the hands of a comparatively few

persons—that is, of those who have made it a study. The courts of law have a great number of

rules in good measure traditional; so has the House of Commons, and, judging by what one

reads in the public prints, men must have a noviceship there before they can be at perfect ease

in their position. In like manner young theologians, and still more those who are none, are sure

to mistake in matters of detail; indeed a really first-rate theologian is rarely to be found. At

Rome the rules of interpreting authoritative documents are known with a perfection which at

this time is scarcely to be found elsewhere. Some of these rules, indeed, are known to all

priests; but even this general knowledge is not possessed by laymen, much less by Protestants,

however able and experienced in their own several {295} lines of study or profession. One of

those rules I have had several times occasion to mention. In the censure of books, which

offend against doctrine or discipline, it is a common rule to take sentences out of them in the

author's own words, whether those are words in themselves good or bad, and to affix some

note of condemnation to them in the sense in which they occur in the book in question. Thus

it may happen that even what seems at first sight a true statement, is condemned for being

made the shelter of an error; for instance: "Faith justifies when it works," or "There is no

religion where there is no charity," may be taken in a good sense; but each proposition is

condemned in Quesnell, because it is false as he uses it.

A further illustration of the necessity of a scientific education in order to understand the

value of Propositions, is afforded by a controversy which has lately gone on among us as to

the validity of Abyssinian Orders. In reply to a document urged on one side of the question, it

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was allowed on the other, that, "if that document was to be read in the same way as we should

read any ordinary judgment, the interpretation which had been given to it was the most

obvious and natural." "But it was well known," it was said, "to those who are familiar with the

practical working of such decisions, that they are only interpreted with safety in the light of

certain rules, which arise out of what is called the stylus curiæ." And then some of these rules

were given; first, "that to understand the real meaning of a decision, no matter how clearly set

forth, we should know the nature of the difficulty ordubium, as it was {296} understood by the

tribunal that had to decide upon it. Next, nothing but the direct proposition, in its nudest and

severest sense, as distinguished from indirect propositions, the grounds of the decision, or

implied statements, is ruled by the judgment. Also, if there is anything in the wording of a

decision which appears inconsistent with the teaching of an approved body of theologians,

&c., the decision is to be interpreted so as to leave such teaching intact;" and so on. It is plain

that the view thus opened upon us has further bearings than that for which I make use of it

here.

These remarks on scientific theology apply also of course to its language. I have employed

myself in illustration in framing a sentence, which would be plain enough to any priest, but I

think would perplex any Protestant. I hope it is not of too light a character to introduce here.

We will suppose then a theologian to write as follows:—"Holding, as we do, that there is

only material sin in those who, being invincibly ignorant, reject the truth, therefore in charity we

hope that they have the future portion of formal believers, as considering that by virtue of their

good faith, though not of the body of the faithful, they implicitly and interpretatively believe what

they seem to deny." Now let us consider what sense would this statement convey to the mind

of a member of some Reformation Society or Protestant League? He would read it as follows,

and consider it all the more insidious and dangerous for its being so very unintelligible:—

"Holding, as we do, that there is {297} only a very considerable sin in those who reject the

truth out of contumacious ignorance, therefore in charity we hope that they have the future

portion of nominal Christians, as considering, that by the excellence of their living faith,

though not in the number of believers, they believe without any hesitation, as interpreters [of

Scripture?] what they seem to deny."

Now, considering that the Syllabus was intended for the Bishops, who would be the

interpreters of it, as the need arose, to their people, and it got bodily into English newspapers

even before it was received at many an episcopal residence, we shall not be surprised at the

commotion which accompanied its publication.

I have spoken of the causes intrinsic to the Syllabus, which have led to misunderstandings

about it. As to external, I can be no judge myself as to what Catholics who have means of

knowing are very decided in declaring, the tremendous power of the Secret Societies. It is

enough to have suggested here, how a wide-spread organization like theirs might malign and

frustrate the most beneficial acts of the Pope. One matter I had information of myself from

Rome at the time when the Syllabus had just been published, before there was yet time to

ascertain how it would be taken by the world at large. Now, the Rock of St. Peter on its

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summit enjoys a pure and serene atmosphere, but there is a great deal of Roman malaria at the

foot of it. While the Holy Father was in great earnestness and charity addressing the Catholic

world by his Cardinal Minister, there were circles of light-minded men in his {298} city who

were laying bets with each other whether the Syllabus would "make a row in Europe" or not.

Of course it was the interest of those who betted on the affirmative side to represent the

Pope's act to the greatest disadvantage; and it was very easy to kindle a flame in the mass of

English and other visitors at Rome which with a very little nursing was soon strong enough to

take care of itself.

8. THE VATICAN COUNCIL

{299} In beginning to speak of the Vatican Council, I am obliged from circumstances to

begin by speaking of myself. The most unfounded and erroneous assertions have publicly been

made about my sentiments towards it, and as confidently as they are unfounded. Only a few

weeks ago it was stated categorically by some anonymous correspondent of a Liverpool paper,

with reference to the prospect of my undertaking the task on which I am now employed, that

it was, "in fact understood that at one time Dr. Newman was on the point of uniting with Dr.

Dollinger and his party, and that it required the earnest persuasion of several members of the

Roman Catholic Episcopate to prevent him from taking that step,"—an unmitigated and most

ridiculous untruth in every word of it, nor would it be worth while to notice it here, except for

its connection with the subject on which I am entering.

But the explanation of such reports about me is easy. They arise from forgetfulness on the

part of those who spread them, that there are two sides of ecclesiastical acts, that right ends are

often prosecuted by very unworthy means, and that in consequence those who, like myself,

oppose a line of action, are not necessarily opposed to the issue for which it has been adopted.

{300} Jacob gained by wrong means his destined blessing. "All are not Israelites, who are of

Israel," and there are partisans of Rome who have not the sanctity and wisdom of Rome

herself.

I am not referring to anything which took place within the walls of the Council chambers;

of that of course we know nothing; but even though things occurred there which it is not

pleasant to dwell upon, that would not at all affect, not by a hair's breadth, the validity of the

resulting definition, as I shall presently show. What I felt deeply, and ever shall feel, while life

lasts, is the violence and cruelty of journals and other publications, which, taking as they

professed to do the Catholic side, employed themselves by their rash language (though, of

course, they did not mean it so), in unsettling the weak in faith, throwing back inquirers, and

shocking the Protestant mind. Nor do I speak of publications only; a feeling was too prevalent

in many places that no one could be true to God and His Church, who had any pity on

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troubled souls, or any scruple of "scandalizing those little ones who believe in" Christ, and of

"despising and destroying him for whom He died."

It was this most keen feeling, which made me say, as I did continually, "I will not believe

that the Pope's Infallibility will be defined, till defined it is."

Moreover, a private letter of mine became public property. That letter, to which Mr.

Gladstone has referred with a compliment to me which I have not merited, was one of the

most confidential I ever wrote in my life. I wrote it to my own Bishop, under a deep sense of

the {301} responsibility I should incur, were I not to speak out to him my whole mind. I put

the matter from me when I had said my say, and kept no proper copy of the letter. To my

dismay I saw it in the public prints: to this day I do not know, nor suspect, how it got there;

certainly from no want of caution in the quarter to which it was addressed. I cannot withdraw

it, for I never put it forward, so it will remain on the columns of newspapers whether I will or

not; but I withdraw it as far as I can, by declaring that it was never meant for the public eye.

1. So much as to my posture of mind before the Definition: now I will set down how I felt

after it. On July 24, 1870, I wrote as follows:—

"I saw the new Definition yesterday, and am pleased at its moderation—that is, if the

doctrine in question is to be defined at all. The terms are vague and comprehensive; and,

personally, I have no difficulty in admitting it. The question is, does it come to me with the

authority of an Ecumenical Council?

"Now the primâ facie argument is in favour of its having that authority. The Council was

legitimately called; it was more largely attended than any Council before it; and innumerable

prayers from the whole of Christendom, have preceded and attended it, and merited a happy

issue of its proceedings.

"Were it not then for certain circumstances, under which the Council made the definition, I

should receive that definition at once. Even as it is, if I were called upon to profess it, I should

be unable, considering it came from the Holy Father and the competent local {302}

authorities, at once to refuse to do so. On the other hand, it cannot be denied that there are

reasons for a Catholic, till better informed, to suspend his judgment on its validity.

"We all know that ever since the opening of the Council, there has been a strenuous

opposition to the definition of the doctrine; and that, at the time when it was actually passed,

more than eighty Fathers absented themselves from the Council, and would have nothing to

do with its act. But, if the fact be so, that the Fathers were not unanimous, is the definition

valid? This depends on the question whether unanimity, at least moral, is or is not necessary

for its validity? As at present advised I think it is; certainly Pius IV. lays great stress on the

unanimity of the Fathers in the Council of Trent. 'Quibus rebus perfectis,' he says in his Bull of

Promulgation, 'concilium tantâ omnium qui illi interfuerent concordiâ peractum fuit, ut consensum

plane a Domino effectum esse constiterit; idque in nostris atque omnium oculis valdè mirabile

fuerit."

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"Far different has been the case now,—though the Council is not yet finished. But, if I

must now at once decide what to think of it, I should consider that all turned on what the

dissentient Bishops now do.

"If they separate and go home without acting as a body, if they act only individually, or as

individuals, and each in his own way, then I should not recognize in their opposition to the

majority that force, firmness, and unity of view, which creates a real case of want of moral

unanimity in the Council.

"Again, if the Council continues to sit, if the dissentient {303} Bishops more or less take

part in it, and concur in its acts; if there is a new Pope, and he continues the policy of the

present; and if the Council terminates without any reversal or modification of the definition, or

any effective movement against it on the part of the dissentients, then again there will be good

reason for saying that the want of a moral unanimity has not been made out.

"And further, if the definition is consistently received by the whole body of the faithful, as

valid, or as the expression of a truth, then too it will claim our assent by the force of the great

dictum, 'Securus judicat orbis terrarum.'

"This indeed is a broad principle by which all acts of the rulers of the Church are ratified.

But for it, we might reasonably question some of the past Councils or their acts."

Also I wrote as follows to a friend, who was troubled at the way in which the dogma was

passed, in order to place before him in various points of view the duty of receiving it:—

July 27, 1870.

"I have been thinking over the subject which just now gives you and me with thousands of

others, who care for religion, so much concern.

"First, till better advised, nothing shall make me say that a mere majority in a Council, as

opposed to a moral unanimity, in itself creates an obligation to receive its dogmatic decrees.

This is a point of history and precedent, and of course on further examination I may find

myself wrong in the view which I take of history and {304} precedent; but I do not, cannot

see, that a majority in the present Council can of itself rule its own sufficiency, without such

external testimony.

"But there are other means by which I can be brought under the obligation of receiving a

doctrine as a dogma. If I am clear that there is a primitive and uninterrupted tradition, as of the

divinity of our Lord; or where a high probability drawn from Scripture or Tradition is partially

or probably confirmed by the Church. Thus a particular Catholic might be so nearly sure that

the promise to Peter in Scripture proves that the infallibility of Peter is a necessary dogma, as

only to be kept from holding it as such by the absence of any judgment on the part of the

Church, so that the present unanimity of the Pope and 500 Bishops, even though not

sufficient to constitute a formal Synodal act, would at once put him in the position, and lay

him under the obligation, of receiving the doctrine as a dogma, that is, to receive it with its

anathema.

"Or again, if nothing definitely sufficient from Scripture or Tradition can be brought to

contradict a definition, the fact of a legitimate Superior having defined it, may be an obligation

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in conscience to receive it with an internal assent. For myself, ever since I was a Catholic, I

have held the Pope's infallibility as a matter of theological opinion; at least, I see nothing in the

Definition which necessarily contradicts Scripture, Tradition, or History; and the "Doctor

Ecclesiæ" (as the Pope is styled by the Council of Florence) bids me accept it. In this case, I do

not receive it on the word of the Council, but on the Pope's self-assertion. {305}

"And I confess, the fact that all along for so many centuries the Head of the Church and

Teacher of the faithful and Vicar of Christ has been allowed by God to assert virtually his own

infallibility, is a great argument in favour of the validity of his claim.

"Another ground for receiving the dogma, still not upon the direct authority of the Council,

or with acceptance of the validity of its act per se, is the consideration that our Merciful Lord

would not care so little for His elect people, the multitude of the faithful, as to allow their

visible Head, and such a large number of Bishops to lead them into error, and an error so

serious, if an error it be. This consideration leads me to accept the doctrine as a dogma,

indirectly indeed from the Council, but not so much from a Council, as from the Pope and a

very large number of Bishops. The question is not whether they had a right to impose, or even

were right in imposing the dogma on the faithful; but whether, having done so, I have not an

obligation to accept it, according to the maxim, 'Fieri non debuit, factum valet.'"

This letter, written before the minority had melted away, insists on this principle, that a

Council's definition would have a virtual claim on our reception, even though it were not

passed conciliariter, but in some indirect way; the great object of a Council being in some way or

other to declare the judgment of the Church. I think the Third Ecumenical will furnish an

instance of what I mean. There the question in dispute was settled and defined, even before

certain constituent portions of the Episcopal body had made their appearance; and this, with a

protest of sixty-eight of the Bishops then present {306} against the opening of the Council.

When the expected party arrived, these did more than protest against the definition which had

been carried; they actually anathematized the Fathers who carried it, and in this state of

disunion the Council ended. How then was its definition valid? In consequence of after events,

which I suppose must be considered complements, and integral portions of the Council. The

heads of the various parties entered into correspondence with each other, and at the end of

two years their differences with each other were arranged. There are those who have no belief

in the authority of Councils at all, and feel no call upon them to discriminate between one

Council and another; but Anglicans, who are so fierce against the Vatican, and so respectful

towards the Ephesine, should consider what good reason they have for swallowing the third

Council, while they strain out the nineteenth.

The Council of Ephesus furnishes us with another remark, bearing upon the Vatican. It was

natural for men who were in the minority at Ephesus to think that the faith of the Church had

been brought into the utmost peril by the definition of the Council which they had

unsuccessfully opposed. They had opposed it on the conviction that the definition gave great

encouragement to religious errors in the opposite extreme to those which it condemned; and,

in fact, I think that, humanly speaking, the peril was extreme. The event proved it to be so,

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when twenty years afterwards another Council was held under the successors of the majority at

Ephesus and carried triumphantly those very errors whose eventual success had been predicted

by the minority. But Providence is {307} never wanting to His Church. St. Leo, the Pope of

the day, interfered with this heretical Council, and the innovating party was stopped in its

career. Its acts were cancelled at the great Council of Chalcedon, the Fourth Ecumenical,

which was held under the Pope's guidance, and which, without of course touching the

definition of the Third, which had been settled once for all, trimmed the balance of doctrine by

completing it, and excluded forever from the Church those errors which seemed to have

received some sanction at Ephesus. There is nothing of course that can be reversed in the

definitions of the Vatican Council; but the series of its acts was cut short by the great war, and,

should the need arise (which is not likely) to set right a false interpretation, another Leo will be

given us for the occasion; "in monte Dominus videbit."

In this remark, made for the benefit of those who need it, as I do not myself, I shelter

myself under the following passage of Molina, which a friend has pointed out to me:—

"Though the Holy Ghost has always been present to the Church, to hinder error in her

definitions, and in consequence they are all most true and consistent, yet it is not therefore to

be denied, that God, when any matters have to be defined, requires of the Church a

cooperation and investigation of those matters, and that, in proportion to the quality of the

men who meet together in Councils, to the investigation and diligence which is applied, and

the greater or less experience and knowledge which is possessed more at one time than at

other times, definitions more or less perspicuous are drawn up and matters are defined more

exactly and completely at one {308} time than at other times ... And, whereas by disputations,

persevering reading, meditation, and investigation of matters, there is wont to be increased in

course of time the knowledge and understanding of the same, and the Fathers of the later

Councils are assisted by the investigation and definitions of the former, hence it arises that the

definitions of later Councils are wont to be more luminous, fuller, more accurate and exact

than those of the earlier. Moreover, it belongs to the later Councils to interpret and to define

more exactly and fully what in earlier Councils have been defined less clearly, fully and

exactly." (De Concord. Lib. Arbit., &c., xiii. 15, p. 59.) So much on the circumstances under

which the Vatican Council passed its definition.

2. The other main objection made to the Council is founded upon its supposed neglect of

history in the decision which its Definition embodies. This objection is touched upon by Mr.

Gladstone in the beginning of his Pamphlet, where he speaks of its "repudiation of ancient

history," and I have an opportunity given me of noticing it here.

He asserts that, during the last forty years, "more and more have the assertions of

continuous uniformity of doctrine" in the Catholic Church "receded into scarcely penetrable

shadow. More and more have another series of assertions, of a living authority, ever ready to

open, adopt, and shape Christian doctrine according to the times, taken their place."

Accordingly, he considers that a dangerous opening has been made in the authoritative

teaching of the Church for the repudiation of ancient truth and the rejection of new. However,

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as {309} I understand him, he withdraws this charge from the controversy he has initiated

(though not from his Pamphlet) as far as it is aimed at the pure theology of the Church. So far

it "belongs," he says, "to the theological domain," and "is a matter unfit for him to discuss, as it

is a question of divinity." It has been, then, no duty of mine to consider it, except as it relates

to matters ecclesiastical; but I am unwilling, when a charge has been made against our

theology, unsupported indeed, yet unretracted, to leave it altogether without reply; and that the

more, because, after renouncing "questions of divinity" at p. 14, nevertheless Mr. Gladstone

brings them forward again at p. 15, speaking, as he does, of the "deadly blows of 1854 and

1870 at the old, historic, scientific, and moderate school" by the definitions of the Immaculate

Conception and Papal Infallibility.

Mr. Gladstone then insists on the duty of "maintaining the truth and authority of history,

and the inestimable value of the historic spirit;" and so far of course I have the pleasure of

heartily agreeing with him. As the Church is a sacred and divine creation, so in like manner her

history, with its wonderful evolution of events, the throng of great actors who have a part in it,

and its multiform literature, stained though its annals are with human sin and error, and

recorded on no system, and by uninspired authors, still is a sacred work also; and those who

make light of it, or distrust its lessons, incur a grave responsibility. But it is not every one that

can read its pages rightly; and certainly I cannot follow Mr. Gladstone's reading of it. He is too

well informed indeed, {310} too large in his knowledge, too acute and comprehensive in his

views, not to have an acquaintance with history, far beyond the run of even highly educated

men; still when he accuses us of deficient attention to history, one cannot help asking, whether

he does not, as a matter of course, take for granted as true the principles for using it familiar

with Protestant divines, and denied by our own, and in consequence whether his impeachment

of us does not resolve itself into the fact that he is Protestant and we are Catholics. Nay, has it

occurred to him that perhaps it is the fact, that we have views on the relation of History to

Dogma different from those which Protestants maintain? And is he so certain of the facts of

History in detail, of their relevancy, and of their drift, as to have a right, I do not say to have an

opinion of his own, but to publish to the world, on his own warrant, that we have "repudiated

ancient history"? He publicly charges us, not merely with having "neglected" it, or "garbled" its

evidence, or with having contradicted certain ancient usages or doctrines to which it bears

witness, but he says "repudiated." He could not have used a stronger term, supposing the

Vatican Council had, by a formal act, cut itself off from early times, instead of professing, as it

does (hypocritically, if you will, but still professing) to speak, "supported by Holy Scripture and

the decrees both of preceding Popes and General Councils," and "faithfully adhering to the

aboriginal tradition of the Church." Ought any one but an oculatus testis, a man whose

profession was to acquaint himself with the details of history, to claim to himself the right of

bringing, on his own authority, so {311} extreme a charge against so august a power, so

inflexible and rooted in its traditions through the long past, as Mr. Gladstone would admit the

Roman Church to be?

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Of course I shall be reminded that, though Mr. Gladstone cannot be expected to speak on

so large a department of knowledge with the confidence decorous in one who has made a

personal study of it, there are others who have a right to do so; and that by those others he is

corroborated and sanctioned. There are authors, it may be said, of so commanding an

authority from their learning and their honesty, that, for the purposes of discussion or of

controversy, what they say may be said by anyone else without presumption or risk of

confutation. I will never say a word of my own against those learned and distinguished men to

whom I refer. No: their present whereabout, wherever it is, is to me a thought full of

melancholy. It is a tragical event, both for them and for us, that they have left us. It robs us of

a great prestige; they have left none to take their place. I think them utterly wrong in what they

have done and are doing; and, moreover, I agree as little in their view of history as in their acts.

Extensive as may be their historical knowledge, I have no reason to think that they, more than

Mr. Gladstone, would accept the position which History holds among the Loci Theologici as

Catholic theologians determine it; and I am denying not their report of facts, but their use of

the facts they report, and that, because of that special stand-point from which they view the

relations existing between the records of History and the enunciations of Popes and Councils.

They seem to me to expect from History more than {312} History can furnish, and to have

too little confidence in the Divine Promise and Providence as guiding and determining those

enunciations.

Why should Ecclesiastical History, any more than the text of Scripture, contain in it "the

whole counsel of God"? Why should private judgment be unlawful in interpreting Scripture

against the voice of authority, and yet be lawful in the interpretation of history? There are

those who make short work of questions such as these by denying authoritative interpretation

altogether; that is their private concern, and no one has a right to inquire into their reason for

so doing; but the case would be different were one of them to come forward publicly, and to

arraign others, without first confuting their theological præambula, for repudiating history, or

for repudiating the Bible.

For myself, I would simply confess that no doctrine of the Church can be rigorously proved

by historical evidence: but at the same time that no doctrine can be simply disproved by it.

Historical evidence reaches a certain way, more or less, towards a proof of the Catholic

doctrines; often nearly the whole way; sometimes it goes only as far as to point in their

direction; sometimes there is only an absence of evidence for a conclusion contrary to them;

nay, sometimes there is an apparent leaning of the evidence to a contrary conclusion, which

has to be explained;—in all cases there is a margin left for the exercise of faith in the word of

the Church. He who believes the dogmas of the Church only because he has reasoned them

out of History, is scarcely a Catholic. It is the Church's dogmatic use of History in which the

Catholic believes; and she uses other informants also, {313} Scripture, tradition, the

ecclesiastical sense or [phronema], and a subtle ratiocinative power, which in its origin is a divine

gift. There is nothing of bondage or "renunciation of mental freedom" in this view, any more

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than in the converts of the Apostles believing what the Apostles might preach to them or

teach them out of Scripture.

What has been said of History in relation to the formal Definitions of the Church, applies

also to the exercise of Ratiocination. Our logical powers, too, being a gift from God, may claim

to have their informations respected; and Protestants sometimes accuse our theologians, for

instance, the medieval schoolmen, of having used them in divine matters a little too freely. Still

it has ever been our teaching and our protest that, as there are doctrines which lie beyond the

direct evidence of history, so there are doctrines which transcend the discoveries of reason;

and, after all, whether they are more or less recommended to us by the one informant or the

other, in all cases the immediate motive in the mind of a Catholic for his reception of them is,

not that they are proved to him by Reason or by History, but because Revelation has declared

them by means of that high ecclesiastical Magisteriumwhich is their legitimate exponent.

What has been said applies also to those other truths, with which Ratiocination has more to

do than History, which are sometimes called developments of Christian doctrine, truths which

are not upon the surface of the Apostolic depositum—that is, the legacy of Revelation,—but

which from time to time are brought into form by theologians, and sometimes have been

proposed to the {314} faithful by the Church, as direct objects of faith. No Catholic would

hold that they ought to be logically deduced in their fullness and exactness from the belief of

the first centuries, but only this,—that, on the assumption of the Infallibility of the Church

(which will overcome every objection except a contradiction in thought), there is nothing

greatly to try the reason in such difficulties as occur in reconciling those evolved doctrines with

the teaching of the ancient Fathers; such development being evidently the new form,

explanation, transformation, or carrying out of what in substance was held from the first, what

the Apostles said, but have not recorded in writing, or would necessarily have said under our

circumstances, or if they had been asked, or in view of certain uprisings of error, and in that

sense being really portions of the legacy of truth, of which the Church, in all her members, but

especially in her hierarchy, is the divinely appointed trustee.

Such an evolution of doctrine has been, as I would maintain, a law of the Church's teaching

from the earliest times, and in nothing is her title of "semper eadem" more remarkably

illustrated than in the correspondence of her ancient and modern exhibition of it. As to the

ecclesiastical Acts of 1854 and 1870, I think with Mr. Gladstone that the principle of doctrinal

development, and that of authority, have never in the proceedings of the Church been so

freely and largely used as in the Definitions then promulgated to the faithful; but I deny that at

either time the testimony of history was repudiated or perverted. The utmost that can be fairly

said by an opponent against the theological decisions of those {315} years is, that antecedently

to the event, it might appear that there were no sufficient historical grounds in behalf of either

of them—I do not mean for a personal belief in either, but—for the purpose of converting a

doctrine long existing in the Church into a dogma, and making it a portion of the Catholic

Creed. This adverse anticipation was proved to be a mistake by the fact of the definition being

made.

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3. I will not pass from this question of History without a word about Pope Honorius,

whose condemnation by anathema in the Sixth Ecumenical Council, is certainly a strong primâ

facie argument against the Pope's doctrinal infallibility. His case is this:—Sergius, Patriarch of

Constantinople, favoured, or rather did not condemn, a doctrine concerning our Lord's Person

which afterwards the Sixth Council pronounced to be heresy. He consulted Pope Honorius

upon the subject, who in two formal letters declared his entire concurrence with Sergius's

opinion. Honorius died in peace, but, more than forty years after him, the Sixth Ecumenical

Council was held, which condemned him as a heretic on the score of those two letters. The

simple question is, whether the heretical documents proceeded from him as an infallible

authority or as a private Bishop.

Now I observe that, whereas the Vatican Council has determined that the Pope is infallible

only when he speaks ex cathedrâ, and that, in order to speak ex cathedrâ, he must at least speak

"as exercising the office of Pastor and Doctor of all Christians, defining, by virtue of his

Apostolical authority, a doctrine whether of faith or of morals for the acceptance of the

universal Church" {316} (though Mr. Gladstone strangely says, p. 34, "There is no established

or accepted definition of the phrase ex cathedrâ"), from this Pontifical and dogmatic explanation

of the phrase it follows, that, whatever Honorius said in answer to Sergius, and whatever he

held, his words were not ex cathedrâ, and therefore did not proceed from his infallibility.

I say so first, because he could not fulfill the above conditions of an ex cathedrâ utterance, if

he did not actually mean to fulfill them. The question is unlike the question about the

Sacraments; external and positive acts, whether material actions or formal words, speak for

themselves. Teaching on the other hand has no sacramental visible signs; it is an opus operantis,

and mainly a question of intention. Who would say that the architriclinus at the wedding-feast

who said, "Thou hast kept the good wine until now," was teaching the Christian world, though

the words have a great ethical and evangelical sense? What is the worth of a signature, if a man

does not consider he is signing? The Pope cannot address his people East and West, North

and South, without meaning it, as if his very voice, the sounds from his lips, could literally be

heard from pole to pole; nor can he exert his "Apostolical authority" without knowing he is

doing so; nor can he draw up a form of words and use care and make an effort in doing so

accurately, without intention to do so; and, therefore, no words of Honorius proceeded from

his prerogative of infallible teaching, which were not accompanied with the intention of

exercising that prerogative; and who will dream of saying, be he Anglican, Protestant,

unbeliever, or on {317} the other hand Catholic, that Honorius on the occasion in question

did actually intend to exert that infallible teaching voice which is heard so distinctly in

the Quantâ curâ and the Pastor Æternus?

What resemblance do these letters of his, written almost as private instructions, bear to the

"Pius Episcopus, Servus Servorum Dei, Sacro approbante Concilio, ad perpetuam rei memoriam,"

or with the "Si quis huic nostræ definitioni contradicere (quod Deus avertat),

præsumpserit, anathema sit" of the Pastor Æternus? what to the "Venerabilibus fratribus,

Patriarchis primatibus, Archiepiscopis, et Episcopis universis, &c., with the "reprobamus,

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proscribimus, atque damnamus," and the date and signature, "Datum Romæ apud Sanctum

Petrum, Die 8 Dec. anno 1864, &c., Pius P.P. IX." of theQuantâ curâ?

Secondly, it is no part of our doctrine, as I shall say in my next section, that the discussions

previous to a Council's definition, or to an ex cathedrâutterance of a Pope, are infallible, and

these letters of Honorius on their very face are nothing more than portions of a discussion

with a view to some final decision.

For these two reasons the condemnation of Honorius by the Council in no sense

compromises the doctrine of Papal Infallibility. At the utmost it only decides that Honorius in

his own person was a heretic, which is inconsistent with no Catholic doctrine; but we may

rather hope and believe that the anathema fell, not upon him, but upon his letters in their

objective sense, he not intending personally what his letters legitimately expressed. {318}

4. And I have one remark to make upon the argumentative method by which the Vatican

Council was carried on to its definition. The Pastor Æternus refers to various witnesses as

contributing their evidence towards the determination of the contents of the depositum, such as

Tradition, the Fathers and Councils, History, but especially Scripture. For instance, the Bull,

speaks of the Gospel ("juxta Evangelii testimonia," c. 1) and of Scripture ("manifesta S.S.

Scripturarum doctrina," c. 1: "apertis S.S. Literarum testimoniis," c. 3. "S.S. Scripturis

consentanea," c. 4.) And it lays an especial stress on three passages of Scripture in particular—

viz., "Thou art Peter," &c., Matthew xvi. 16-19; "I have prayed for thee," &c., Luke xxii. 32,

and "Feed My sheep," &c., John xxi. 15-17. Now I wish all objectors to this method of ours,

viz. of reasoning from Scripture, would view it in the light of the following passage in the great

philosophical work of Butler, Bishop of Durham.

He writes as follows:—"As it is owned the whole scheme of Scripture is not yet

understood, so, if it ever comes to be understood, before the 'restitution of all things,' and

without miraculous interpositions, it must be in the same way as natural knowledge is come at,

by the continuance and progress of learning and of liberty, and by particular persons attending

to, comparing, and pursuing intimations scattered up and down it, which are overlooked and

disregarded by the generality of the world. For this is the way in which all improvements are

made by thoughtful men tracing on obscure hints, as it were, dropped us by nature

accidentally, or which {319} seem to come into our minds by chance. Nor is it at all incredible

that a book, which has been so long in the possession of mankind, should contain many truths

as yet undiscovered. For all the same phenomena, and the same faculties of investigation, from

which such great discoveries in natural knowledge have been made in the present and last age,

were equally in the possession of mankind several thousand years before. And possibly it might

be intended that events, as they come to pass, should open and ascertain the meaning of

several parts of Scripture," ii. 3, vide also ii. 4, fin.

What has the long history of the contest for and against the Pope's infallibility been, but a

growing insight through centuries into the meaning of those three texts, to which I just now

referred, ending at length by the Church's definitive recognition of the doctrine thus gradually

manifested to her?

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9. THE VATICAN DEFINITION

{320} Now I am to speak of the Vatican definition, by which the doctrine of the Pope's

infallibility has become de fide, that is, a truth necessary to be believed, as being included in the

original divine revelation, for those terms, revelation, depositum, dogma, and de fide, are

correlatives; and I begin with a remark which suggests the drift of all I have to say about it. It is

this:—that so difficult a virtue is faith, even with the special grace of God, in proportion as the

reason is exercised, so difficult is it to assent inwardly to propositions, verified to us neither by

reason nor experience, but depending for their reception on the word of the Church as God's

oracle, that she has ever shown the utmost care to contract, as far as possible, the range of

truths and the sense of propositions, of which she demands this absolute reception. "The

Church," says Pallavicini, "as far as may be, has ever abstained from imposing upon the minds

of men that commandment, the most arduous of the Christian Law—viz., to believe obscure

matters without doubting". To co-operate in this charitable duty has been one special work of

her theologians, and rules are laid down by herself, by {321} tradition, and by custom, to assist

them in the task. She only speaks when it is necessary to speak; but hardly has she spoken out

magisterially some great general principle, when she sets her theologians to work to explain her

meaning in the concrete, by strict interpretation of its wording, by the illustration of its

circumstances, and by the recognition of exceptions, in order to make it as tolerable as

possible, and the least of a temptation, to self-willed, independent, or wrongly educated minds.

A few years ago it was the fashion among us to call writers, who conformed to this rule of the

Church, by the name of "Minimizers;" that day of tyrannous ipse-dixits, I trust, is over: Bishop

Fessler, a man of high authority, for he was Secretary General of the Vatican Council, and of

higher authority still in his work, for it has the approbation of the Sovereign Pontiff, clearly

proves to us that a moderation of doctrine, dictated by charity, is not inconsistent with

soundness in the faith. Such a sanction, I suppose, will be considered sufficient for the

character of the remarks which I am about to make upon definitions in general, and upon the

Vatican in particular.

The Vatican definition, which comes to us in the shape of the Pope's Encyclical Bull called

the Pastor Æternus, declares that "the Pope has that same infallibility which the Church has": to

determine therefore what is meant by the infallibility of the Pope we must turn first to consider

the infallibility of the Church. And again, to {322} determine the character of the Church's

infallibility, we must consider what is the characteristic of Christianity, considered as a

revelation of God's will.

Our Divine Master might have communicated to us heavenly truths without telling us that

they came from Him, as it is commonly thought He has done in the case of heathen nations;

but He willed the Gospel to be a revelation acknowledged and authenticated, to be public,

fixed, and permanent; and accordingly, as Catholics hold, He framed a Society of men to be its

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home, its instrument, and its guarantee. The rulers of that Association are the legal trustees, so

to say, of the sacred truths which He spoke to the Apostles by word of mouth. As He was

leaving them, He gave them their great commission, and bade them "teach" their converts all

over the earth, "to observe all things whatever He had commanded them;" and then He added,

"Lo, I am with you always, even to the end of the world."

Here, first, He told them to "teach" His revealed Truth; next, "to the consummation of all

things;" thirdly, for their encouragement, He said that He would be with them "all days," all

along, on every emergency or occasion, until that consummation. They had a duty put upon

them of teaching their Master's words, a duty which they could not fulfill in the perfection

which fidelity required, without His help; therefore came His promise to be with them in their

performance of it. Nor did that promise of supernatural help end with the Apostles personally,

for He adds, "to the consummation of the world," implying that the Apostles would have

{323} successors, and engaging that He would be with those successors as He had been with

them.

The same safeguard of the Revelation—viz. an authoritative, permanent tradition of

teaching, is insisted on by an informant of equal authority with St. Matthew, but altogether

independent of him, I mean St. Paul. He calls the Church "the pillar and ground of the Truth;"

and he bids his convert Timothy, when he had become a ruler in that Church, to "take heed

unto his doctrine," to "keep the deposit" of the faith, and to "commit" the things which he had

heard from himself "to faithful men who should be fit to teach others."

This is how Catholics understand the Scripture record, nor does it appear how it can

otherwise be understood; but, when we have got as far as this, and look back, we find that we

have by implication made profession of a further doctrine. For, if the Church, initiated in the

Apostles and continued in their successors, has been set up for the direct object of protecting,

preserving, and declaring the Revelation, and that, by means of the Guardianship and

Providence of its Divine Author, we are led on to perceive that, in asserting this, we are in

other words asserting, that, so far as the message entrusted to it is concerned, the Church is

infallible; for what is meant by infallibility in teaching but that the teacher in his teaching is

secured from error? and how can fallible man be thus secured except by a supernatural

infallible guidance? And what can have been the object of the words, "I am with you all along

to the end," but to give thereby an answer by anticipation to the spontaneous, silent alarm of

the feeble company of fishermen and {324} labourers, to whom they were addressed, on their

finding themselves laden with superhuman duties and responsibilities?

Such then being, in its simple outline, the infallibility of the Church, such too will be the

Pope's infallibility, as the Vatican Fathers have defined it. And if we find that by means of this

outline we are able to fill out in all important respects the idea of a Council's infallibility, we

shall thereby be ascertaining in detail what has been defined in 1870 about the infallibility of

the Pope. With an attempt to do this I shall conclude.

1. The Church has the office of teaching, and the matter of that teaching is the body of

doctrine, which the Apostles left behind them as her perpetual possession. If a question arises

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as to what the Apostolic doctrine is on a particular point, she has infallibility promised to her

to enable her to answer correctly. And, as by the teaching of the Church is understood, not the

teaching of this or that Bishop, but their united voice, and a Council is the form the Church

must take, in order that all men may recognize that in fact she is teaching on any point in

dispute, so in like manner the Pope must come before us in some special form or posture, if he

is to be understood to be exercising his teaching office, and that form is called ex cathedrâ. This

term is most appropriate, as being on one occasion used by our Lord Himself. When the

Jewish doctors taught, they placed themselves in Moses' seat, and spoke ex cathedrâ; and then,

as He tells us, they were to be obeyed by their people, and that, whatever were their private

lives or characters. "The {325} Scribes and Pharisees," He says, "are seated on the chair of

Moses: all things therefore whatsoever they shall say to you, observe and do; but according to

their works do you not, for they say and do not."

2. The forms, by which a General Council is identified as representing the Church herself,

are too clear to need drawing out; but what is to be that moral cathedrâ, or teaching chair, in

which the Pope sits, when he is to be recognized as in the exercise of his infallible teaching?

the new definition answers this question. He speaks ex cathedrâ, or infallibly, when he speaks,

first, as the Universal Teacher; secondly, in the name and with the authority of the Apostles;

thirdly, on a point of faith or morals; fourthly, with the purpose of binding every member of

the Church to accept and believe his decision.

3. These conditions of course contract the range of his infallibility most materially. Hence

Billuart speaking of the Pope says, "Neither in conversation, nor in discussion, nor in

interpreting Scripture or the Fathers, nor in consulting, nor in giving his reasons for the point

which he has defined, nor in answering letters, nor in private deliberations, supposing he is

setting forth his own opinion, is the Pope infallible," t. ii. p. 110. And for this simple reason,

because on these various occasions of speaking his mind, he is not in the chair of the universal

doctor.

4. Nor is this all; the greater part of Billuart's negatives {326} refer to the Pope's utterances

when he is out of the Cathedra Petri, but even, when he is in it, his words do not necessarily

proceed from his infallibility. He has no wider prerogative than a Council, and of a Council

Perrone says, "Councils are not infallible in the reasons by which they are led, or on which they

rely, in making their definition, nor in matters which relate to persons, nor to physical matters

which have no necessary connection with dogma." Præl. Theol. t. 2, p. 492. Thus, if a Council

has condemned a work of Origen or Theodoret, it did not in so condemning go beyond the

work itself; it did not touch the persons of either. Since this holds of a Council, it also holds in

the case of the Pope; therefore, supposing a Pope has quoted the so called works of the

Areopagite as if really genuine, there is no call on us to believe him; nor again, if he

condemned Galileo's Copernicanism, unless the earth's immobility has a "necessary connexion

with some dogmatic truth," which the present bearing of the Holy See towards that philosophy

virtually denies.

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5. Nor is a Council infallible, even in the prefaces and introductions to its definitions. There

are theologians of name, as Tournely and Amort, who contend that even those most

instructive capitula passed in the Tridentine Council, from which the Canons with anathemas

are drawn up, are not portions of the Church's infallible teaching; and the parallel

introductions prefixed to the Vatican anathemas have an authority not greater nor less than

that of those capitula. {327}

6. Such passages, however, as these are too closely connected with the definitions

themselves, not to be what is sometimes called, by a catachresis, "proximum fidei;" still, on the

other hand, it is true also that, in those circumstances and surroundings of formal definitions,

which I have been speaking of, whether on the part of a Council or a Pope, there may be not

only no exercise of an infallible voice, but actual error. Thus, in the Third Council, a passage of

an heretical author was quoted in defence of the doctrine defined, under the belief he was

Pope Julius, and narratives, not trustworthy, are introduced into the Seventh.

This remark and several before it will become intelligible if we consider that neither Pope

nor Council are on a level with the Apostles. To the Apostles the whole revelation was given,

by the Church it is transmitted; no simply new truth has been given to us since St. John's

death; the one office of the Church is to guard "that noble deposit" of truth, as St. Paul speaks

to Timothy, which the Apostles bequeathed to her, in its fulness and integrity. Hence the

infallibility of the Apostles was of a far more positive and wide character than that needed by

and granted to the Church. We call it, in the case of the Apostles, inspiration; in the case of the

Church, assistentia.

Of course there is a sense of the word "inspiration" in which it is common to all members

of the Church, and therefore especially to its Bishops, and still more directly to those rulers,

when solemnly called together in Council, after much prayer throughout Christendom, and in a

frame of mind especially serious and earnest by {328} reason of the work they have in hand.

The Paraclete certainly is ever with them, and more effectively in a Council, as being "in Spiritu

Sancto congregata;" but I speak of the special and promised aid necessary for their fidelity to

Apostolic teaching; and, in order to secure this fidelity, no inward gift of infallibility is needed,

such as the Apostles had, no direct suggestion of divine truth, but simply an external

guardianship, keeping them off from error (as a man's good Angel, without at all enabling him

to walk, might, on a night journey, keep him from pitfalls in his way), a guardianship, saving

them, as far as their ultimate decisions are concerned, from the effects of their inherent

infirmities, from any chance of extravagance, of confusion of thought, of collision with former

decisions or with Scripture, which in seasons of excitement might reasonably be feared.

"Never," says Perrone, "have Catholics taught that the gift of infallibility is given by God to

the Church after the manner of inspiration."—t. 2, p. 253. Again: "[Human] media of arriving

at the truth are excluded neither by a Council's nor by a Pope's infallibility, for God has

promised it, not by way of an infused" or habitual "gift, but by the way of assistentia."—ibid p.

541.

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But since the process of defining truth is human, it is open to the chance of error; what

Providence has guaranteed is only this, that there should be no error in the final step, in the

resulting definition or dogma.

7. Accordingly, all that a Council, and all that the Pope, is infallible in, is the direct answer

to the {329} special question which he happens to be considering; his prerogative does not

extend beyond a power, when in his Cathedra, of giving that very answer truly. "Nothing," says

Perrone, "but theobjects of dogmatic definitions of Councils are immutable, for in these are

Councils infallible, not in their reasons," &c.—ibid.

8. This rule is so strictly to be observed that, though dogmatic statements are found from

time to time in a Pope's Apostolic Letters, &c., yet they are not accounted to be exercises of

his infallibility if they are said only obiter—by the way, and without direct intention to define. A

striking instance of this sine qua non condition is afforded by Nicholas I., who, in a letter to the

Bulgarians, spoke as if baptism were valid, when administered simply in our Lord's Name,

without distinct mention of the Three Persons; but he is not teaching and speaking ex cathedrâ,

because no question on this matter was in any sense the occasion of his writing. The question

asked of him was concerning the minister of baptism—viz., whether a Jew or Pagan could

validly baptize; in answering in the affirmative, he added obiter, as a private doctor, says

Bellarmine, "that the baptism was valid, whether administered in the name of the three

Persons or in the name of Christ only." (De Rom. Pont., iv. 12.)

9. Another limitation is given in Pope Pius's own conditions, set down in the Pastor Æternus,

for the exercise of infallibility: viz., the proposition defined will be without any claim to be

considered binding on the belief of Catholics, unless it is referable to the Apostolic depositum,

through the channel either of Scripture or {330} Tradition; and, though the Pope is the judge

whether it is so referable or not, yet the necessity of his professing to abide by this reference is

in itself a certain limitation of his dogmatic action. A Protestant will object indeed that, after

his distinctly asserting that the Immaculate Conception and the Papal Infallibility are in

Scripture and Tradition, this safeguard against erroneous definitions is not worth much, nor do

I say that it is one of the most effective: but anyhow, in consequence of it, no Pope any more

than a counsel, could, for instance, introduce Ignatius's Epistles into the Canon of Scripture;—

and, as to his dogmatic condemnation of particular books, which, of course, are foreign to

thedepositum, I would say, that, as to their false doctrine there can be no difficulty in

condemning that, by means of that Apostolic deposit; nor surely in his condemning the very

wording, in which they convey it, when the subject is carefully considered. For the Pope's

condemning the language, for instance, of Jansenius is a parallel act to the Church's

sanctioning the word "Consubstantial," and if a Council and the Pope were not infallible so far

in their judgment of language, neither Pope nor Council could draw up a dogmatic definition

at all, for the right exercise of words is involved in the right exercise of thought.

10. And in like manner, as regards the precepts concerning moral duties, it is not in every

such precept that the Pope is infallible. As a definition of faith must be {331} drawn from the

Apostolic depositum of doctrine, in order that it may be considered an exercise of infallibility,

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whether in the Pope or a Council, so too a precept of morals, if it is to be accepted as from an

infallible voice, must be drawn from the Moral law, that primary revelation to us from God.

That is, in the first place, it must relate to things in themselves good or evil. If the Pope

prescribed lying or revenge, his command would simply go for nothing, as if he had not issued

it, because he has no power over the Moral Law. If he forbade his flock to eat any but

vegetable food, or to dress in a particular fashion (questions of decency and modesty not

coming into the question), he would also be going beyond the province of faith, because such

a rule does not relate to a matter in itself good or bad. But if he gave a precept all over the

world for the adoption of lotteries instead of tithes or offerings, certainly it would be very hard

to prove that he was contradicting the Moral Law, or ruling a practice to be in itself good

which was in itself evil; and there are few persons but would allow that it is at least doubtful

whether lotteries are abstractedly evil, and in a doubtful matter the Pope is to be believed and

obeyed.

However, there are other conditions besides this, necessary for the exercise of Papal

infallibility, in moral subjects:—for instance, his definition must relate to things necessary for

salvation. No one would so speak of lotteries, nor of a particular dress, nor of a particular kind

of food;—such precepts, then, did he make them, would be simply external to the range of his

prerogative. {332}

And again, his infallibility in consequence is not called into exercise, unless he speaks to the

whole world; for, if his precepts, in order to be dogmatic, must enjoin what is necessary to

salvation, they must be necessary for all men. Accordingly orders which issue from him for the

observance of particular countries, or political or religious classes, have no claim to be the

utterances of his infallibility. If he enjoins upon the hierarchy of Ireland to withstand mixed

education, this is no exercise of his infallibility.

It may be added that the field of morals contains so little that is unknown and unexplored,

in contrast with revelation and doctrinal fact, which form the domain of faith, that it is difficult

to say what portions of moral teaching in the course of 1800 years actually have proceeded

from the Pope, or from the Church, or where to look for such. Nearly all that either oracle has

done in this respect, has been to condemn such propositions as in a moral point of view are

false, or dangerous or rash; and these condemnations, besides being such as in fact will be

found to command the assent of most men, as soon as heard, do not necessarily go so far as to

present any positive statements for universal acceptance.

11. With the mention of condemned propositions I am brought to another and large

consideration, which is one of the best illustrations that I can give of that principle of

minimizing so necessary, as I think, for a wise and cautious theology: at the same time I cannot

insist upon it in the connection into which I am going to introduce it, without submitting

myself to the correction {333} of divines more learned than I can pretend to be myself.

The infallibility, whether of the Church or of the Pope, acts principally or solely in two

channels, in direct statements of truth, and in the condemnation of error. The former takes the

shape of doctrinal definitions, the latter stigmatizes propositions as heretical, next to heresy,

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erroneous, and the like. In each case the Church, as guided by her Divine Master, has made

provision for weighing as lightly as possible on the faith and conscience of her children.

As to the condemnation of propositions all she tells us is, that the thesis condemned when

taken as a whole, or, again, when viewed in its context, is heretical, or blasphemous, or

impious, or whatever like epithet she affixes to it. We have only to trust her so far as to allow

ourselves to be warned against the thesis, or the work containing it. Theologians employ

themselves in determining what precisely it is that is condemned in that thesis or treatise; and

doubtless in most cases they do so with success; but that determination is not de fide; all that is

of faith is that there is in that thesis itself, which is noted, heresy or error, or other like peccant

matter, as the case may be, such, that the censure is a peremptory command to theologians,

preachers, students, and all other whom it concerns, to keep clear of it. But so light is this

obligation, that instances frequently occur, when it is successfully maintained by some new

writer, that the Pope's act does not imply what it has seemed to imply, and questions which

seemed to be closed, are after a course of years re-opened. In discussions such as {334} these,

there is a real exercise of private judgment and an allowable one; the act of faith, which cannot

be superseded or trifled with, being, I repeat, the unreserved acceptance that the thesis in

question is heretical, or the like, as the Pope or the Church has spoken of it.

In these cases which in a true sense may be called the Pope's negative enunciations, the

opportunity of a legitimate minimizing lies in the intensely concrete character of the matters

condemned; in his affirmative enunciations a like opportunity is afforded by their being more

or less abstract. Indeed, excepting such as relate to persons, that is, to the Trinity in Unity, the

Blessed Virgin, the Saints, and the like, all the dogmas of Pope or of Council are but general,

and so far, in consequence, admit of exceptions in their actual application,—these exceptions

being determined either by other authoritative utterances, or by the scrutinizing vigilance,

acuteness, and subtlety of the Schola Theologorum.

One of the most remarkable instances of what I am insisting on is found in a dogma, which

no Catholic can ever think of disputing, viz., that "Out of the Church, and out of the faith, is

no salvation." Not to go to Scripture, it is the doctrine of St. Ignatius, St. Irenæus, St. Cyprian

in the first three centuries, as of St. Augustine and his contemporaries in the fourth and fifth.

It can never be other than an elementary truth of Christianity; and the present Pope has

proclaimed it as all Popes, doctors, and bishops before him. But that truth has two aspects,

according as the force of the negative {335} falls upon the "Church" or upon the "salvation."

The main sense is, that there is no other communion or so called Church, but the Catholic, in

which are stored the promises, the sacraments, and other means of salvation; the other and

derived sense is, that no one can be saved who is not inthat one and only Church. But it does

not follow, because there is no Church but one, which has the Evangelical gifts and privileges

to bestow, that therefore no one can be saved without the intervention of that one Church.

Anglicans quite understand this distinction; for, on the one hand, their Article says, "They are

to be had accursed (anathematizandi) that presume to say, that every man shall be saved by (in)

the law or sect which he professeth, so that he be diligent to frame his life according to that

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law and the light of nature;" while on the other hand they speak of and hold the doctrine of

the "uncovenanted mercies of God." The latter doctrine in its Catholic form is the doctrine of

invincible ignorance—or, that it is possible to belong to the soul of the Church without

belonging to the body; and, at the end of 1800 years, it has been formally and authoritatively

put forward by the present Pope (the first Pope, I suppose, who has done so), on the very

same occasion on which he has repeated the fundamental principle of exclusive salvation itself.

It is to the purpose here to quote his words; they occur in the course of his Encyclical,

addressed to the Bishops of Italy, under date of August 10, 1863.

"We and you know, that those who lie under invincible ignorance as regards our most Holy

Religion, and who, diligently observing the natural law and its precepts, {336} which are

engraven by God on the hearts of all, and prepared to obey God, lead a good and upright life,

are able, by the operation of the power of divine light and grace, to obtain eternal life".

Who would at first sight gather from the wording of so forcible a universal, that an

exception to its operation, such as this, so distinct, and, for what we know, so very wide, was

consistent with holding it?

Another instance of a similar kind is suggested by the general acceptance in the Latin

Church, since the time of St. Augustine, of the doctrine of absolute predestination, as

instanced in the teaching of other great saints besides him, such as St. Fulgentius, St. Prosper,

St. Gregory, St. Thomas, and St. Buonaventure. Yet in the last centuries a great explanation

and modification of this doctrine has been effected by the efforts of the Jesuit School, which

have issued in the reception of a distinction between predestination to grace and

predestination to glory; and a consequent admission of the principle that, though our own

works do not avail for bringing us under the action of grace here, that does not hinder their

availing, when we are in a state of grace, for our attainment of eternal glory hereafter. Two

saints of late centuries, St. Francis de Sales and St. Alfonso, seemed to have professed this less

rigid opinion, which is now the more common doctrine of the day. {337}

Another instance is supplied by the Papal decisions concerning Usury. Pope Clement V., in

the Council of Vienne, declares, "If any one shall have fallen into the error of pertinaciously

presuming to affirm that usury is no sin, we determine that he is to be punished as a heretic."

However, in the year 1831 the Sacred Pœnitentiaria answered an inquiry on the subject, to the

effect that the Holy See suspended its decision on the point, and that a confessor who allowed

of usury was not to be disturbed, "non esse inquietandum." Here again a double aspect seems

to have been realized of the idea intended by the word usury.

To show how natural this process of partial and gradually developed teaching is, we may

refer to the apparent contradiction of Bellarmine, who says "the Pope, whether he can err or

not, is to be obeyed by all the faithful" (Rom. Pont. iv. 2), yet, as I have quoted him above, p.

52-53, sets down (ii. 29) cases in which he is not to be obeyed. An illustration may be given in

political history from the discussions which took place years ago as to the force of the

Sovereign's Coronation Oath to uphold the Established Church. The words were large and

general, and seemed to preclude any act on his part to the prejudice of the Establishment; but

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lawyers succeeded at length in making a distinction between the legislative and executive action

of the Crown, which is now generally accepted.

These instances out of many similar are sufficient to show what caution is to be observed,

on the part of private and unauthorized persons, in imposing upon the consciences of others

any interpretation of dogmatic {338} enunciations which is beyond the legitimate sense of the

words, inconsistent with the principle that all general rules have exceptions, and unrecognized

by the Theological Schola.

12. From these various considerations it follows, that Papal and Synodal definitions,

obligatory on our faith, are of rare occurrence; and this is confessed by all sober theologians.

Father O'Reilly, for instance, of Dublin, one of the first theologians of the day, says:—

"The Papal Infallibility is comparatively seldom brought into action. I am very far from

denying that the Vicar of Christ is largely assisted by God in the fulfilment of his sublime

office, that he receives great light and strength to do well the great work entrusted to him and

imposed on him, that he is continually guided from above in the government of the Catholic

Church. But this is not the meaning of Infallibility ... What is the use of dragging in the

Infallibility in connexion with Papal acts with which it has nothing to do,—papal acts, which

are very good and very holy, and entitled to all respect and obedience, acts in which the Pontiff

is commonly not mistaken, but in which he could be mistaken and still remain infallible in the

only sense in which he has been declared to be so?" (The Irish Monthly, Vol. ii. No. 10, 1874.)

This great authority goes on to disclaim any desire to minimize, but there is, I hope, no real

difference between us here. He, I am sure, would sanction me in my repugnance to impose

upon the faith of others more than what the Church distinctly claims of them: and I {339}

should follow him in thinking it a more scriptural, Christian, dutiful, happy frame of mind, to

be easy, than to be difficult, of belief. I have already spoken of that uncatholic spirit, which

starts with a grudging faith in the word of the Church, and determines to hold nothing but

what it is, as if by demonstration, compelled to believe. To be a true Catholic a man must have

a generous loyalty towards ecclesiastical authority, and accept what is taught him with what is

called the pietas fidei, and only such a tone of mind has a claim, and it certainly has a claim, to be

met and to be handled with a wise and gentle minimism. Still the fact remains, that there has

been of late years a fierce and intolerant temper abroad, which scorns and virtually tramples on

the little ones of Christ.

10. CONCLUSION

{341} I have now said all that I consider necessary in order to fulfill the task which I have

undertaken, a task very painful to me and ungracious. I account it a great misfortune, that my

last words, as they are likely to be, should be devoted to a controversy with one whom I have

always so much respected and admired. But I should not have been satisfied with myself, if I

had not responded to the call made upon me from such various quarters, to the opportunity at

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last given me of breaking a long silence on subjects deeply interesting to me, and to the

demands of my own honour.

The main point of Mr. Gladstone's charge against us is that in 1870, after a series of

preparatory acts, a great change and irreversible was effected in the political attitude of the

Church by the third and fourth chapters of the Vatican Pastor Æternus, a change which no state

or statesman can afford to pass over. Of this cardinal assertion I consider he has given no

proof at all; and my object throughout the foregoing pages has been to make this clear. The

Pope's infallibility indeed and his supreme authority have in the Vatican capita been declared

matters of faith; but his prerogative of infallibility lies in matters speculative, and his

prerogative of authority is no infallibility in laws, commands, or measures. His infallibility bears

upon the domain of thought, not directly of action, and while it may fairly {342} exercise the

theologian, philosopher, or man of science, it scarcely concerns the politician. Moreover,

whether the recognition of his infallibility in doctrine will increase his actual power over the

faith of Catholics, remains to be seen, and must be determined by the event; for there are gifts

too large and too fearful to be handled freely. Mr. Gladstone seems to feel this, and therefore

insists upon the increase made by the Vatican definition in the Pope's authority. But there is no

real increase; he has for centuries upon centuries had and used that authority, which the

Definition now declares ever to have belonged to him. Before the Council there was the rule

of obedience and there were exceptions to the rule; and since the Council the rule remains, and

with it the possibility of exceptions.

It may be objected that a representation such as this, is negatived by the universal

sentiment, which testifies to the formidable effectiveness of the Vatican decrees, and to the

Pope's intention that they should be effective; that it is the boast of some Catholics and the

reproach levelled against us by all Protestants, that the Catholic Church has now become

beyond mistake a despotic aggressive Papacy, in which freedom of thought and action is

utterly extinguished. But I do not allow that this alleged unanimous testimony exists. Of course

Prince Bismarck and other statesmen such as Mr. Gladstone, {343} rest their opposition to

Pope Pius on the political ground; but the Old-Catholic movement is based, not upon politics,

but upon theology, and Dr. Dollinger has more than once, I believe, declared his

disapprobation of the Prussian acts against the Pope, while Father Hyacinth has quarrelled

with the anti-Catholic politics of Geneva. The French indeed have shown their sense of the

political support which the Holy Father's name and influence would bring to their country; but

does anyone suppose that they expect to derive support definitely from the Vatican decrees,

and not rather from the prestige of that venerable Authority, which those decrees have rather

lowered than otherwise in the eyes of the world? So again the Legitimists and Carlists in

France and Spain doubtless wish to associate themselves with Rome; but where and how have

they signified that they can turn to profit the special dogma of the Pope's infallibility, and

would not have been better pleased to be rid of the controversy which it has occasioned? In

fact, instead of there being a universal impression that the proclamation of his infallibility and

supreme authority has strengthened the Pope's secular position in Europe, there is room for

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suspecting that some of the politicians of the day, (I do not mean Mr. Gladstone) were not

sorry that the Ultramontane party was successful at the Council in their prosecution of an

object which those politicians considered to be favourable to the interests of the Civil Power.

There is certainly some plausibility in the view, that it is not the "Curia Romana," as Mr.

Gladstone considers, or the "Jesuits," who are the "astute" party, but that rather they {344}

themselves have fallen into a trap, and are victims of the astuteness of secular statesmen.

The recognition, which I am here implying, of the existence of parties in the Church

reminds me of what, while I have been writing these pages, I have all along felt would be at

once the primâ facie and also the most telling criticism upon me. It will be said that there are

very considerable differences in argument and opinion between me and others who have

replied to Mr. Gladstone, and I shall be taunted with the evident breakdown, thereby made

manifest, of that topic of glorification so commonly in the mouths of Catholics, that they are

all of one way of thinking, while Protestant bodies are all at variance with each other, and by

reason of that very variation of opinion can have no ground of certainty severally in their own.

This is a showy and serviceable retort in controversy; but it is nothing more. First, as

regards the arguments which Catholics use, it has to be considered whether these are really

incompatible with each other; if they are not, then surely it is generally granted by Protestants

as well as Catholics, that two distinct arguments for the same conclusion, instead of

invalidating that conclusion, actually strengthen it. And next, supposing the difference to be

one of conclusions themselves, then it must be considered whether the difference relates to a

matter of faith or to a matter of opinion. If a matter of faith is in question I grant there ought

to be absolute agreement, or rather I maintain that there is; I mean to say that only one out of

the statements put forth can be true, and that the other statements will be at once withdrawn

by {345} their authors, by virtue of their being Catholics, as soon as they learn on good

authority that they are erroneous. But if the differences which I have supposed are only in

theological opinion, they do but show that after all private judgment is not so utterly unknown

among Catholics and in Catholic Schools, as Protestants are desirous to establish.

I have written on this subject at some length in Lectures which I published many years ago,

but, it would appear, with little practical effect upon those for whom they were intended. "Left

to himself," I say, "each Catholic likes and would maintain his own opinion and his private

judgment just as much as a Protestant; and he has it and he maintains it, just so far as the

Church does not, by the authority of Revelation, supersede it. The very moment the Church

ceases to speak, at the very point at which she, that is, God who speaks by her, circumscribes

her range of teaching, then private judgment of necessity starts up; there is nothing to hinder it

… A Catholic sacrifices his opinion to the Word of God, declared through His Church; but

from the nature of the case, there is nothing to hinder him having his own opinion and

expressing it, whenever, and so far as, the Church, the oracle of Revelation, does not speak".

In saying this, it must not be supposed that I am denying what is called the pietas fidei, that

is, a sense of the great probability of the truth of enunciations made by the Church, which are

not formally and actually to be considered as the "Word of God." Doubtless it is our {346}

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duty to check many a speculation, or at least many an utterance, even though we are not bound

to condemn it as contrary to religious truth. But, after all, the field of religious thought which

the duty of faith occupies, is small indeed compared with that which is open to our free,

though of course to our reverent and conscientious, speculation.

I draw from these remarks two conclusions; first as regards Protestants,—Mr. Gladstone

should not on the one hand declaim against us as having "no mental freedom," if the

periodical press on the other hand is to mock us as admitting a liberty of private judgment,

purely Protestant. We surely are not open to contradictory imputations. Every note of triumph

over the differences which mark our answers to Mr. Gladstone is a distinct admission that we

do not deserve his injurious reproach that we are captives and slaves of the Pope.

Secondly, for the benefit of some Catholics, I would observe that, while I acknowledge one

Pope, jure divino, I acknowledge no other, and that I think it a usurpation, too wicked to be

comfortably dwelt upon, when individuals use their own private judgment, in the discussion of

religious questions, not simply "abundare in suo sensu," but for the purpose of anathematizing

the private judgment of others.

I say there is only one Oracle of God, the Holy Catholic Church and the Pope as her head.

To her teaching I have ever desired all my thoughts, all my words to be conformed; to her

judgment I submit what I have now written, what I have ever written, not only {347} as

regards its truth, but as to its prudence, its suitableness, and its expedience. I think I have not

pursued any end of my own in anything that I have published, but I know well, that, in matters

not of faith, I may have spoken, when I ought to have been silent.

And now, my dear Duke, I release you from this long discussion, and, in concluding, beg

you to accept the best Christmas wishes and prayers for your present and future from

Your affectionate Friend and Servant,

JOHN HENRY NEWMAN

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CALENDARIO DE LECTURAS

Esta antología está pensada como libro de texto para un curso de 13 semanas de

clase. A continuación se detalla la calendarización de las lecturas:

Semana 1 Edipo rey

Semana 2 Critón

Semana 3 Hechos de los apóstoles

Semana 4 Diálogo con Trifón

Semana 5 Confesiones, La ciudad de Dios

Semana 6 El libro de la Orden de Caballería

Semana 7 La libertad cristiana

Semana 8 Carta a la gran duquesa Cristina

Semana 9 Ensayo sobre el gobierno civil, La fábula de las abejas

Semana 10 Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?, Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor

Semana 11 Tesis sobre Feuerbach, Manifiesto comunista

Semana 12 Rerum Novarum

Semana 13 Carta al duque de Norfolk

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PROCEDENCIA DE LAS

INTRODUCCIONES Y LOS TEXTOS

AUTORÍA DE LAS INTRODUCCIONES

TODAS LAS INTRODUCCIONES FUERON ESCRITAS POR HÉCTOR ZAGAL ARREGUÍN,

EXCEPTO LA DEL LIBRO DE LA ORDEN DE CABALLERÍA, ESCRITA POR VICENTE DE HARO

ROMO, Y LA DE LA FÁBULA DE LAS ABEJAS, ESCRITA POR JOSÉ MARÍA LLOVET ABASCAL.

TRADUCCIONES UTILIZADAS

SÓFOCLES

La traducción de Edipo rey es de José Alemany Bolufer, Madrid, 1921.

PLATÓN

La traducción de Critón es de Patricio de Azcárate, Obras completas de Platón, tomo 1, Madrid

1871, pp. 87-110.

NUEVO TESTAMENTO

La traducción de Hechos de los apóstoles es de Félix Torres Amat. Fue tomada de La Sagrada

Biblia, traducida por Félix Torres Amat, Imprenta de Don León Amarita, Madrid, 1824, pp.

285-368.

JUSTINO MÁRTIR

La traducción al inglés del Diálogo con Trifón es de Gabriel González Nares.

AGUSTÍN DE HIPONA

La traducción de las Confesiones es de Eugenio Zeballos, Imprenta de Pablo Riera, Barcelona,

1859.

La traducción de la Ciudad de Dios es de Joseph Cayetano Díaz de Beyral, Imprenta Real,

Madrid, 1793.

RAIMON LLULL

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La traducción de El libro de la Orden de Caballería es de Vicente de Haro Romo.

MARTÍN LUTERO

La traducción de La libertad cristiana es de Rodolfo Olivera Obermöller, a quien agradecemos

profundamente por la autorización para utilizarla.

GALILEO GALILEI

La Carta a la gran duquesa Cristina fue tomada del sitio http://www.wikisource.org el 3 de

julio de 2014.

JOHN LOCKE

El texto del Ensayo sobre el gobierno civil es el texto original en inglés.

BERNARD MANDEVILLE

La traducción de la Fábula de las abejas es de José María Llovet Abascal.

IMMANUEL KANT

La traducción de Respuesta a la pregunta ¿qué significa ser ilustrado? es de Dulce María Granja, a

quien agradecemos su apoyo no sólo por compartir su traducción con nosotros, sino

también por facilitarnos el material de Kant.

La traducción de Si el género humano se halla en progreso constante hacia lo mejor es de José María

Llovet Abascal.

KARL MARX

Tesis sobre Feuerbach fue tomado del sitio http://www.marxist.org (11/07/2014) y lo

reproducimos con la autorización del administrador de la versión española del sitio, Juan

Fajardo.

La traducción del Manifiesto comunista es de Santiago Gómez Crespo, a quien agradecemos

por permitirnos utilizarla para esta antología.

LEÓN XIII

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La traducción de Rerum novarum fue tomada del sitio oficial de la Santa Sede:

http://w2.vatican.va (11/07/2014).

JOHN HENRY NEWMAN

El texto de la Carta al duque de Norfolk es el texto original en inglés.