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Dolor, derrota y liberación: Estudio sociológico sobre la terapéutica de adicciones. Milton Fabián Peña Gómez. Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Sociología. Bogotá, Colombia. 2016.

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Dolor, derrota y liberación:

Estudio sociológico sobre la terapéutica

de adicciones.

Milton Fabián Peña Gómez.

Universidad Nacional de Colombia.

Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Sociología.

Bogotá, Colombia.

2016.

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Dolor, derrota y liberación:

Estudio sociológico sobre la terapéutica

de adicciones

Milton Fabián Peña Gómez.

Tesis de investigación presentada como requisito parcial para optar al título de:

Magister en Sociología.

Directora:

Socióloga y Magister en Filosofía Luz Teresa Gómez de Mantilla.

Línea de Investigación:

Sociología política.

Grupo de Investigación:

Sociología de lo Simbólico.

Universidad Nacional de Colombia

Facultad de Ciencias Humanas, Departamento de Sociología.

Bogotá, Colombia.

2016.

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A mis padres, prueba viviente e irrefutable acerca

de la existencia terrenal del amor incondicional. Su

paciencia, devoción y cariño son un abierto desafío

a todo atisbo de escepticismo, ellos aparecen ante

mis ojos como la superación de las limitaciones

individuales a través de la unión fraterna. Sus

valores son hoy los míos, y su mejor legado el

enseñarme a elegir por cuenta propia; ante mis

constantes caídas no solo me ayudaron a

levantarme, sino que me iniciaron en el arte de

saber hacerlo por mí mismo.

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Aun cuando pluguiera al cielo ponerme a prueba el

dolor; aun cuando hubiera hecho llover sobre mi

cabeza desnuda toda clase de males y de

vergüenzas; aun cuando me hubiera sumergido en

la miseria hasta los labios; aun cuando me redujese

a la cautividad con mis últimas esperanzas, aún

habría podido encontrar en un rincón de mi alma

una gota de paciencia. Pero ¡ay! ¡Hacer de mí la

imagen fija que el escarnio del mundo señalará con

su dedo lento y móvil!... ¡Oh! ¡Oh! Sin embargo,

todavía aguantara esto; bien, muy bien. ¡Pero ser

arrojado del santuario en que depositó mi corazón;

del santuario donde tengo que vivir, o renunciar a

la vida; del manantial hacia donde se desliza mi

corriente para no secarse! ¡Ser arrojado de él o

conservado como una cisterna para que sucios

sapos se enlacen y engendren dentro!... ¡Paciencia,

tú, joven querubín de labios de rosa, cambia de

complexión! ¡Cambia, así, y adquiere una

fisonomía siniestra como el infierno!

William Shakespeare, Otelo: el moro de Venecia.

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Agradecimientos

Tal vez sea esta la más infame de todas las secciones que comprenden una obra estándar: no tener

en ella la posibilidad de mencionar a todos aquellos que, directa o indirectamente, aportaron con su

experiencia vital —a veces sin saberlo— para que ella fuera más que una densa bruma de ideas sin

ilación; padecer el horror —a veces balsámico deleite— del olvido, y por su ministerio dejar a otros

tantos dignos tributarios de elogiosas palabras inmersos en un ostracismo con sabor a culpa personal

del autor y represión del inconsciente; y con los pocos elegidos dudar, dudar una y otra vez, acerca

de cuál lugar asignarles o qué tipo de homenaje verbal deferirles. A título de defensa solo alegaré

que escribir es por principio selección; justificada en algunas ocasiones, en otras más bien

abiertamente caprichosa y exultantemente febril, pero innegablemente bien recibida como

reverberación de la lucha surtida entre aquel que escribe y eso que, expresado con algo de hieratismo,

cabe referir como “su tiempo”. Sea, pues, mi humana elección la siguiente:

A Fundación Génesis, y a las valiosas personas que en ella conocí, a quienes debo más que el haber

adelantado con éxito este estudio. Aclamo con júbilo todo cuanto compartí en ese espacio-tiempo,

el participar allí como testigo directo de la apoteosis en altos decibeles del drama humano, sentir una

vez más que investigar es, en sentido estricto, aprender. La confianza recibida de parte de ellos me

convirtió en su honroso confidente, y el cariño y el respeto que marcaron mi acogida me conducen

hoy día a sonreír en mis ratos de reflexión, a congraciarme con el recuerdo de tan maravillosa y

edificante experiencia.

A la Universidad Nacional de Colombia, y particularmente a la Facultad de Ciencias Humanas y al

Departamento de Sociología, por hacerme sentir durante todos estos años que no estaba solo. Merced

a su apoyo, y especialmente a la fraternidad sin medida deferida hacia mí por algunos de sus

integrantes, tuve acceso a lo mejor de ese ideal denominado academia. Mi vínculo con ella, mi alma

mater, no se remite a este período como maestrante, y ni siquiera basta con referirlo a mis inicios

como incauto estudiante de derecho. El nacer en esta sociedad, en este aquí-y-ahora, me unió

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X Dolor, derrota y liberación

inexorablemente a ella; siempre fui su hijo, orgulloso heredero de su tradición de pensamiento

crítico.

A mi maestra, Luz Teresa Gómez de Mantilla, experiencia intelectual por antonomasia en la Facultad

de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia. Con su dedicación sin par trasciende

el ya de por sí valioso vínculo docente-alumno; tal vez sin su ayuda y sus consejos yo habría

claudicado en mi empeño por hacerme investigador. Su amor por la sociología resulta, por decir lo

menos, inspirador, y su ética de preocupación por el bienestar de cada nueva generación de

estudiantes la hace, a mi juicio, digna de ser exaltada como auriga del saber científico-social

convertido en instrumento de transformación social.

A todos ellos y a todas ellas, a quienes olvido, a los que por temor, inseguridad o desazón no

menciono: ¡gracias!

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Resumen y Abstract XI

Resumen

Este escrito recoge los pormenores de una investigación sociológica sobre el fenómeno de

subjetivación efectuada en el año 2015 en Fundación Génesis, entidad de la ciudad de Bogotá en

donde son adelantados tratamientos para las adicciones. Se realiza aquí una exposición etnográfica

de los resultados obtenidos con dicho trabajo investigativo, ello a través de la presentación de tres

historias de vida de carácter típico-concretas. En ese sentido, y merced al establecimiento de una

relación de doble vía entre lo empírico y lo teórico, se ha analizado la terapéutica de adicciones

desde los siguientes aspectos: 1) la libertad y su trasfondo semántico y valorativo; 2) la

estructuración de una red de integración; 3) la conformación de una forma de creencia sobre la

raigambre patológica de la adicción; 4) la incidencia de los anteriores aspectos en la configuración

de una identidad adicta; y 5) la constitución de una ética de la recuperación. Este trabajo da lugar a

una nueva manera de abordar críticamente el encuentro terapeuta-paciente en dicho espacio de

interacción social, a la vez que impulsa una serie de reflexiones en torno a la teoría sociológica.

Palabras clave: Terapéutica de adicciones, subjetivación, etnografía, sociología, historias de vida,

interacción social, salud-enfermedad.

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XII Dolor, derrota y liberación

Abstract

In this paper are contained the details of a sociological investigation about subjectivation

phenomenon done in the year 2015 in Fundación Génesis, an entity located in Bogotá city in which

treatments for addictions are developed. It is done here an ethnographical exposition of obtained

results in that investigative work, it through the performance of three life stories of typical-concrete

character. In that sense, and with the support of a conformation of a two way relationship between

the empirical and the theoretical, the addiction therapy was analysed from the next aspects: 1) the

freedom and his semantical and appraise undertone; the structuring of an integration web; 3) the

conformation of a type of belief about the pathological feature of the addiction; 4) the incidence by

the previous aspects in the configuration of an addicted identity; and 5) the constitution of an ethic

recovery. This investigation results in a new way to study the encounter therapist-patient in that

space for social interaction, at the same time that propel a series of reflections around the sociological

theory.

Keywords: Addiction therapy, subjectivation, ethnography, sociology, life stories, social

interaction, health-sick.

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Contenido XIII

Contenido

Pág.

Resumen .......................................................................................................................................... XI

Lista de figuras ............................................................................................................................. XV

Prólogo .............................................................................................................................................. 1

1. Un anhelo de libertad. ............................................................................................................ 11 1.1 Conectando al “desviado” a la enajenada sociedad...................................................... 16

1.2 Creyendo en algo.......................................................................................................... 22

1.3 Identificándose a sí mismo ........................................................................................... 29

1.4 Un nuevo concepto sobre cómo vivir ........................................................................... 37

1.5 Y cómo volver a empezar ............................................................................................ 46

2. Integración y lazos que hacen comunidad ........................................................................... 55 2.1 Ingreso a un nuevo espacio de interacción ................................................................... 56

2.2 Formalidades del ingreso a un nuevo ritmo de cotidianidad ........................................ 60

2.3 Los trazos orientadores de la interacción ..................................................................... 66

2.4 Construyendo un lugar y ganando confianza ............................................................... 73

2.5 Rutinización, más que un saber automático ................................................................. 78

2.6 Homogeneizaciones de la rutina .................................................................................. 85

2.7 El despertar de algo llamado fraternidad ...................................................................... 93

2.8 Cadencia conversacional .............................................................................................. 97

2.9 Cadencia conversacional ............................................................................................ 103

2.10 Articulación en la comunidad de sentido en torno a la recuperación ......................... 109

2.11 Notas teóricas ............................................................................................................. 113

3. La creencia como principio de recuperación ..................................................................... 121 3.1 Enfocando opiniones .................................................................................................. 122

3.2 Mecanismos y canales: instancias transitorias ........................................................... 134

3.3 Las formas que dan materialidad a lo terapéutico ...................................................... 148

3.4 Derrota de sí ............................................................................................................... 158

3.5 El comienzo de una lucha vital .................................................................................. 170

3.6 Notas teóricas ............................................................................................................. 176

4. La configuración de la identidad adicta ............................................................................. 183 4.1 El comienzo de una nueva autoimagen ...................................................................... 186

4.2 Los instrumentos de una singular declamación .......................................................... 195

4.3 Discursividad sobre el ser que se transforma en el ser ............................................... 203

4.4 Emocionalidad a flor de piel ...................................................................................... 214

4.5 Construyendo otredad ................................................................................................ 218

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XIV Dolor, derrota y liberación

4.6 Terapeutas siendo ....................................................................................................... 225

4.7 Notas teóricas ............................................................................................................. 232

5. Ética y tragedia .................................................................................................................... 241 5.1 Organización de la casa: ética de la integración ........................................................ 251

5.2 Ética y creencia .......................................................................................................... 259

5.3 La ética convertida en corporeidad ............................................................................ 266

5.4 Los prolegómenos de la tragedia ............................................................................... 276

5.5 Notas teóricas: vivir… y nada más que ello ............................................................... 283

5.5.1 Entre ingobernabilidad y poder superior: siempre hay algo más ................... 286

5.5.2 Reencontrando la libertad, el sentido de la tragedia....................................... 294

6. Epílogo: Deus ex machina ................................................................................................... 303

A. Anexo: Información sobre observaciones .......................................................................... 315

B. Anexo: Entrevistas ............................................................................................................... 319

Bibliografía ................................................................................................................................... 321

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Contenido XV

Lista de figuras

Figura 2-1: Unidad de interacción A,B,C,D.. ............................................................................. 99

Figura 2-2: Ocasión social seccionada. ..................................................................................... 101

Figura 2-3: Curva de integración. ............................................................................................. 115

Figura 3-4: Disposición de los participantes en el inside. ......................................................... 167

Figura 4-5: Constitución de la identidad en torno a la adicción. .................................................. 194

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Prólogo

En un mundo cuya máxima es la mesura, y en donde además dolor y satisfacción son condenados a

permanecer recluidos en la interioridad del alma, la palabra “adicción” aparece como sinónimo de

temeridad, desenfreno y debilidad; lo que es más, se convierte a ojos de crudos censores en la

representación por excelencia de un mal “eminentemente” privado que, en su estulticia y egoísmo,

ha emprendido la más grave de las afrentas en contra del bien común y su impoluta preservación.

Tal mal sin naturaleza clara, acechante en las sombras y con trasegar apenas perceptible merced a la

estela de miles de seres atrapados en su miseria, es presentado con todos los ribetes de degeneración

de la sociedad, como el fantasma de un retroceso en la convicción y práctica de valores

imprescindibles, signo de una época que ha extraviado el rumbo hacia su magnificencia. En medio

del sinsabor de un “algo” inconfesable, clandestino y sórdido, todos callan sobre sí mismos y opinan,

a veces juzgan, sobre esa otredad concebida como extraña, pérfida e intolerable. A sus hijos quieren

a salvo de ella, a su avance trepidante por callejones, sombríos rincones y parques lo ven como

enfermedad que corroe cuanto toca y que amenaza una y otra vez con su inexorable metástasis. Tal

temor, no obstante, no tiene al mal mismo por objeto. La osadía vista en él no reside en su existencia,

como sí en que, siendo un asunto de “unos pocos”, se atreva en cada oportunidad a saltar de lo

privado a lo público.

En “honor” a los caídos en el abrazo de tal flagelo, en público se ofrecen preces por su recuperación,

aunque ante la intuición sobre su cercanía muestras inconfundibles de desconfianza y zozobra se

convierten en una constante. Apercibidos como vástagos de la desmesura, los adictos cargan sobre

sus hombros con un anatema de tolerancia hipócrita, rechazo fulminante, soledad progresiva y

enervante desarraigo. “Curarse” o seguir siendo parias atravesados en la senda hacia el éxito, son

estas las opciones impuestas frente a su situación: sin dubitaciones ni eclecticismos, sin posibilidad

alguna de efectuar cambios a medias. “¡Que dejen de ser viciosos!”, gritan algunos; “¡ellos no tienen

la culpa!”, responden otros, como aspirando a ser más comprensivos; los hay también que prefieren

desentenderse de lo visto, e incluso mostrarse imperturbables cuando la adicción les pasa frente a

los ojos; y a su vez están quienes culpan, rechazan y condenan, que prefieren tener el mal lejos de

sus vidas, y a los caídos en desgracia reducirlos a menos que recuerdo. Entre la disolución total y la

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2 Dolor, derrota y liberación

asunción irrestricta de una salvación a manos del retorno a la sociedad, lo que acontezca en medio

de ambos escenarios con los adictos a veces poco o nada importa. Trátese del camino de declive o

de aquel por el que estos últimos aspiran a la redención, uno y otro son pretermitidos por la exigencia

de resultados, por la conversión en últimas de la vida humana en dato estadístico binario requerido

para el buen andar de una administración con ínfulas de intemporalidad.

Pero, ¿cómo habitan en tal interregno los mismos adictos, que afrontan con el conjunto de su ser eso

que los ciudadanos de a pie catalogan sin más como una “falta de voluntad”, que luchan por

encumbrar su existencia hacia una forma de vida que les resulte digna? Con la esperanza de alcanzar

aquello que por sí mismos no pudieron: “parar”, muchos entran en contacto con un mundo de saberes

y técnicas dispuestos en pos de la en principio difusa meta de la recuperación; tales herramientas

constituyen en conjunto, como discurso y corporeidad, el andamiaje de una creencia que con asidero

en el presente, pero con destinación unívoca al cambio en el devenir, los unirá en lo sucesivo bajo la

etiqueta de pacientes. Algunos de ellos, al igual que muchos de los que desde el exterior opinan

acerca de este escenario, confían en poder obtener para sí salidas rápidas, cambios de la noche a la

mañana, soluciones que, en definitiva, contribuyan a reducir su adicción al papel de mero accidente

en su trayecto vital. Su ilusión resulta en el fondo una continuación de esa visión que, posicionando

la adicción como patología intolerable, destaca en sentido estricto como el anhelo sempiterno por

retornar o ser por fin parte de esa gran sección “incontaminada” de la sociedad instituida como rasero

de normalidad. Y ante ello ocurre el hallazgo, se develará la sorpresa que marcará sus vidas: entraron

a tratamiento buscando una respuesta rápida en sus efectos, efectiva en su alcance y, hasta cierto

punto, automática en su avance; y en lugar de ello se encontrarán con la problematización de la

globalidad de su existencia, su intervención como agentes activos de su recuperación y un plan de

cuidado sobre sí mismos con vocación de perennidad. Descubrirán, pues, que la adicción no es un

desfiladero en torno al cual, de forma nítida y más allá de toda duda, se posicionan aisladamente

adictos y no-adictos. Entenderán que no es sobre una esencia del consumo o la adicción que

gravitarán sus acciones en lo sucesivo, como sí sobre sobre lo que ellos han sido y lo que serán, y

también sobre esa sociedad que, otrora sentida como hermana, o cuando menos intuida en relativa

cercanía, ahora deberán apreciar con desconfianza.

Surge así para el análisis una discusión acerca de la forma en que la adicción adquiere connotaciones

particulares dentro de los espacios terapéuticos, algo que no parece congeniar del todo con la

prototípica imagen de una inserción de cuadros sintomáticos concretos dentro de esquemas

conceptuales de diagnóstico (es decir: identificar en cada caso una serie de síntomas y a partir de

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Prólogo 3

ellos tipificar la afección a la salud observada según las indicaciones plasmadas en un catálogo

oficial). Y es que si bien hoy día existe un consenso generalizado sobre el reconocimiento de la

problemática adictiva como enfermedad, su despliegue en la cotidianidad, junto con las

peculiaridades inherentes a los distintos tipos de tratamiento establecidos para hacerle frente, induce

a pensar que la cuestión no es tan simple como efectuar un diagnóstico y “recetar” un plan de

“curación”. Antes bien, un acercamiento más detenido sugiere la presencia de una tendencia de

subjetivación, concretamente el surgimiento de una forma de asociación entre la semántica de tal

afección y la persona del paciente. No obstante, tal subjetivación no corresponde a la estigmatización

de la cual suelen ser víctimas los adictos (al menos no considerablemente), y puede que tampoco

siga la forma de un etiquetamiento que conduce a reproducir la situación anómala. Se trata en cambio

del principio de una generación de autoconciencia, en este caso bajo el espectro del abordaje

disciplinar-profesional de la patología adictiva, orientada ex profeso hacia la creación de una

particular actitud de cambio, hacia la constitución de la bases de una administración-de-sí en pro de

la paulatina gestación de una nueva forma de vivir. No sería, en todo caso, una explicación de orden

psicológico a la que cabría apelar para comprender esta situación, sino que más bien sería preciso

resaltar las características del encuentro profesional-paciente en torno a la adicción como: 1) una

interacción social que, movilizando de uno y otro lado complejos culturales sobre salud, enfermedad

y expectativas recíprocas, convierte esta coincidencia espacio-temporal de dos individuos en una

instancia más de reproducción y transformación de la estructura social; y 2) un cruce recíproco de

acciones sociales que no acontece aislado en el tiempo y el espacio, y que en cambio tiene lugar

dentro de la red de significaciones y valoraciones de la cual es matriz el espacio terapéutico en su

conjunto.

Esta apreciación inicial, sugerida por los encuentros previos con aquel mundo de recuperación y

lucha en el día a día, y aun cuan difusa pueda resultar, fungió como punto de partida para la

formulación de una pregunta, de una inquietud sobre esa situación omitida por muchos,

ensombrecida con la exaltación de problemáticas colindantes (como la producción y distribución de

sustancias psicoactivas catalogadas como ilegales, las cifras en bruto sobre consumo, los debates

sobre legalización, la denominada ecuménicamente como “lucha antidrogas”), aplastada por las

opiniones simplistas: el devenir de los tratamientos para las adicciones. ¿Impulso a los pacientes en

la forma de práctica de liberación o su sometimiento a través de un poder normalizador? Ciertamente

un interrogante que funda un craso dualismo, y que a su vez resulta susceptible de ser evadido por

la polifonía de una pléyade de respuestas no concebidas por miradas simplistas, pero que no puede

menos que poner en evidencia los polos entre los cuales se ha movido la discusión sobre esta temática

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4 Dolor, derrota y liberación

a lo largo de los últimos años. Este maniqueísmo establecido con contundencia, y que de alguna

manera camufla la puesta en escena de tecnologías de transformación del propio-ser de los pacientes

a título de recuperación, abre las puertas a la necesidad de ver cómo los saberes científicos y

experienciales entran en contacto con el dato empírico, con la situación retratada en cada historia de

vida de los distintos pacientes, para así evidenciar a la luz de tal encuentro cómo se da paso en este

espacio de interacción a formas de verdad con asidero en el cuerpo, el alma y la espiritualidad.

Concretamente, es del caso centrar la atención en esa particular tensión entre doxa y episteme; pero

no como un mero choque o soporte mutuo de expresiones predominantemente discursivas, sino más

bien como sucesivos entrecruces de expresiones de actores sociales que, interviniendo desde

distintos planos de realidad, interactúan entre sí y crean un encadenamiento dialógico que

resemantiza en cada oportunidad la noción de adicción y sienta las bases para la constitución de un

plan de recuperación —con trasfondo valorativo— adecuado a las singularidades de cada caso.

Acercarse al devenir de la terapéutica de adicciones invita al instante a observar con detalle el

proceso de recuperación, y en la medida de lo posible apreciarlo en su desenvolvimiento desde el

momento en que los pacientes ingresan a tratamiento. De hecho, y correlativo a dicha insinuación,

tareas tales como la caracterización del escenario de interacción profesional-paciente, el estudio del

juego de poder surtido entre uno y otro, el abordaje de las significaciones que allí circulan y un

análisis sobre la intervención de elementos extra-terapéuticos (como valores, imaginarios y

creencias) se muestran de entrada pertinentes a propósitos de carácter sociológico. Sin embargo,

detenidas reflexiones sobre las condiciones de la recuperación hacen evidente que no hay elementos

de juicio suficientes para vincular el avance de la subjetivación con la temporalidad misma del

tratamiento, entre otras razones debido a que el desarrollo del segundo, aun cuando involucre el

compromiso activo del paciente, no es garantía de una “superación” de la condición adictiva, o mejor

aún, no es sinónimo de que el mensaje terapéutico, aunque erigido como verdad, sea efectivamente

interiorizado. De igual modo, resulta preciso tener en cuenta que esa “interiorización”, en función

de las características de cada paciente, puede seguir ritmos marcadamente diferentes de uno a otro

caso, y a su turno no corresponderse directamente con una transformación del propio-ser (al menos

no tan drástica como despreocupadamente se tiende a insinuar por algunos a título de opinión) o con

un encumbramiento efectivo de un estilo de vida asociado a la sobriedad. Sumando a lo anterior, una

complicación adicional supone el hecho de verificar que la relación profesional-paciente bien puede

distar de seguir la senda de ese tipo de antagonismo que en ocasiones la literatura crítica sugiere,

aspecto que invitaba a no caer en un reduccionismo de tales proporciones y, con ello, obnubilar la

realidad tras la imposición al objeto de categorías injustificadas. En definitiva, la cuestión de la

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Prólogo 5

terapéutica de adicciones emerge a cada momento con una complejidad sucesivamente mayor, algo

que sin duda insinúa con sugestivo encanto la posibilidad de enriquecer la discusión sobre esta red

de interacción social.

A la luz de lo anterior, se hace menester replantear el acercamiento crítico a estos tratamientos, y en

cierto modo meditar nuevamente sobre qué es aquello que aquí se está buscando por intermedio de

ellos. Así, pues, de entrada conviene aclarar que si bien no es el esquema terapéutico por sí mismo

el que ofrece pistas sobre la subjetivación, no hay que perderlo de vista por cuanto permite

vislumbrar el avance en el tiempo del fenómeno, lo que en últimas supone introducir un referente

temporal que marque la cadencia de la interacción profesional-paciente. Hacer tal aclaración

contribuye a no confundir la recuperación con el mero agotamiento de una serie de etapas

terapéuticas, básicamente con el propósito de comprender que de lo que se trata es de la

configuración de una forma de cotidianidad. Esto último, que es de sumo grado relevante, no solo

permite superar la visión de la interacción como un mero juego antagónico, sino que a su vez revela

tanto a pacientes como a profesionales como actores sociales que perfilan su accionar y su encuentro

con su “opuesto” a partir de la gestación de lazos semánticos de familiaridad más que meramente

instrumentales. Así las cosas, este enfoque rescataría en su singularidad e importancia los distintos

encuentros entre unos y otros, sin llegar a “aplastarlos” bajo el peso de un continuum de recuperación

y, en ese sentido, sin tener que incurrir en la falta de tacto de explicarlos en función de los

“resultados” obtenidos (X pacientes recuperados, Y pacientes con abandono prematuro, Z pacientes

que recayeron). De igual modo, aunque sigue mostrándose relevante el hecho de verificar

“transformaciones” de los pacientes a lo largo del tratamiento (signo tal vez de la “interiorización”

del mensaje terapéutico), el acento recaería particularmente en la configuración de una red discursiva

de carácter dialógico, su conversión en verdad con las sucesivas interacciones y, en esa vía, el

despliegue de formas de anuencia, resistencia y creencia en relación con ellas.

Resumiendo lo dicho hasta este punto, esta particular mirada sobre los tratamientos para las

adicciones, enmarcada para el efecto dentro del espectro sociológico, ofrece de entrada las siguientes

consideraciones:

1. Estos tratamientos no son un fenómeno social reductible al declive del adicto o a su

recuperación final (si bien colinda con una y otra situación), y en cambio deparan el

afrontamiento sucesivo de la disyuntiva salud-enfermedad;

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6 Dolor, derrota y liberación

2. Aunque parten del ser-del-adicto, su punto de inflexión está dado por la inserción

de una inquietud sobre lo humano;

3. En ellos la entidad terapéutica aparece como espacio de conversión de los roles

aparejados por relaciones sociales generalizadas (profesional-paciente) en

interacciones sociales de alcance particular, al tiempo que da paso a la configuración

de una comunidad de sentido y valorativa;

4. Allí la cadencia de tales interacciones está definida por el entrecruce de saberes

doxáticos y epistémicos sobre salud, enfermedad y cambio, al tiempo que da paso a

resemantizaciones tanto de la noción de adicción como de lo que ha de entenderse

por recuperación;

5. El ritmo de la recuperación no depende tanto del agotamiento lineal de las etapas

ínsitas en el esquema institucional de tratamiento, como sí de la conversión del juego

de interacciones en un devenir cotidiano; y

6. En este espacio cada quien asume posición en función de las características de su

participación en el juego de saber-poder, y en últimas en la intervención en la verdad

hecha cuerpo.

Como se puede observar, la identificación de este conjunto de circunstancias creó la necesidad de

buscar un espacio terapéutico de características muy particulares antes de emprender cualquier

intento de corroboración. Durante la época en que esta idea empezaba a hilvanarse el gobierno

distrital de la ciudad de Bogotá había impulsado la creación de los centros de atención móvil a la

drogadicción —conocidos por la sigla “CAMAD”—, los cuales, dado lo innovador que resultaron

por aquel entonces en este contexto, y merced al hecho de poner en primer plano la relación entre

salud, adicción e intervención estatal, en principio aparecían como una situación que era preciso

tener en cuenta para el análisis. No obstante, es claro que los CAMAD no fueron concebidos

propiamente para gestar prácticas de rehabilitación/recuperación (su enfoque era más bien el de

brindar ayuda a personas en condición de vulnerabilidad en el acceso al servicio de salud), amén que

en ellos el encuentro profesional-paciente resultaba por demás efímero y poco proclive a insertar

cambios sustanciales en la cotidianidad de sus usuarios. Antes bien, y para ser precisos, lo que había

que buscar era un espacio de interacción que deparara por cada jornada encuentros prolongados entre

pacientes y terapeutas, de tal forma que supusiera para unos y otros la conversión de sus respectivos

roles en principio de configuración de una cotidianidad terapéutica. Puesto en otros términos, se

buscaba una forma de interacción que no marcara discontinuidades ostensibles entre el desempeño

del rol (profesional, paciente) ante el “opuesto” de la interacción y lo que correspondería a escenarios

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Prólogo 7

preponderantemente marcados por una forma de despreocupación en el accionar (verbigracia, lo que

Erving Goffman concibe como tras escena, y que se corresponde con aquellas regiones en que el

actor social es más “sincero”). En ese orden de ideas, resultaba pertinente apelar a formas

terapéuticas que siguieran la modalidad de internamiento, entendiendo que, al estar literalmente

inmersos en ese mundo, los pacientes bien podrían avanzar en la conversión de los “consejos” de

recuperación en algo más que meras pautas de comportamiento.

Con todo, tampoco era la intención observar la recuperación como algo dependiente directamente

de la configuración de enclaves de saber-poder con tendencia hacia la dominación, muy al estilo de

instituciones totales con clara desventaja para los pacientes. En lugar de ello, pretendía reconstruir

la subjetivación en la forma de aquello que Michel Foucault concibe como tecnologías del yo, las

cuales versan específicamente sobre la generación de formas de autoconciencia que encauzan la

transformación individual en pos del alcance de determinadas finalidades. Para tal efecto, la unidad

de información (la entidad o las entidades terapéuticas), aunque ceñida a la fijación de reglas de

comportamiento para personal y pacientes, no debía depender del todo de la rigurosidad con que

estas fueran “impuestas” y exigidas dentro del tal espectro de interacciones, sino más bien marcar su

continuidad institucional al ritmo del alcance de consensos y el sostenimiento de diálogos

constantes1. Paralelo a ello, otros aspectos a tener en cuenta consistían en que el internamiento no

fuera sinónimo de aislamiento total —aspecto imprescindible a la hora de buscar una continuidad de

lo cotidiano—, y que a su vez vinculara mixturas con modalidades ambulatorias y diera paso a

intercambios entre pacientes de distinto tipo —internos, en fase ambulatoria, egresados—.

Al cabo de efectuar una revisión sobre entidades de este tipo que funcionaran total o parcialmente

en la ciudad de Bogotá, de preseleccionar en un primero momento dieciséis, y de posteriormente

tener un acercamiento directo con funcionarios de cinco de ellas, escogí a Fundación Génesis. Era

una candidata idónea para emprender el desarrollo de la idea en ciernes, en ella no solo eran visibles

las características consideradas como importantes para este análisis, sino que a su vez ofrecía

aspectos que no era del caso desconocer. 1) Su trabajo es efectuado a través de distintas sedes, de las

cuales para el trabajo fueron seleccionadas dos: una de carácter urbano y otra campestre. Resultaba

interesante ver que a pesar de seguirse en una y otra similares protocolos de atención y de contar con

1 Desde luego, esto no desconoce el surgimiento de desencuentros entre miembros de la comunidad, a la vez

que tampoco descarta la adopción de medidas de preservación del orden tales como la imposición de castigos.

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8 Dolor, derrota y liberación

rutinas terapéuticas equiparables, el hecho de que la segunda ofreciera unas mayores condiciones de

aislamiento respecto de la primera (no total, sea del caso aclarar), y que a su vez la primera no contara

con la misma disponibilidad de espacios que la segunda, introducía en la cotidianidad de

recuperación singularidades que contribuían a enriquecer las reflexiones efectuadas. 2) La Fundación

era de carácter mixto, por lo que, sin perjuicio del estricto seguimiento que hacía de las normativas

estatales sobre la separación de los internos por sexos y edades en dormitorios y baños2, daba paso

a que la cotidianidad de recuperación estuviera signada por la heterogeneidad temática en las

distintas interacciones surtidas entre terapeutas y pacientes, y particularmente entre estos últimos.

No era, pues, una homogeneización semántica lo que definía a esta comunidad, como sí el

acercamiento desde distintas perspectivas vivenciales a eso que al principio se antojaba a muchos de

ellos como el arcano de la recuperación. 3) Finalmente, este escenario ofrece para el análisis un

interesante entrecruce entre el empleo de herramientas explicativas y procedimentales de corte

cientifista y lo que cabría denominar como un trabajo de tipo espiritual. Para ser precisos, lo que

encontramos en Fundación Génesis es el desarrollo de prácticas terapéuticas que, teniendo como

punto de gravitación el esquema de doce pasos empleado por Narcóticos y Alcohólicos Anónimos,

involucran en todo momento el sostenimiento de un equilibrio entre la aplicación de formulaciones

derivadas de disciplinas como la psicología y la psiquiatría y los consejos emanados de una

experiencia vital conformada y transmitida por personas que, habiendo pasado por fases activas de

adicción, fungen ahora como voceros de una anhelada posibilidad de cambio.

Al intervenir toda esta serie de elementos en la unidad de información, cualificando por tanto a la

misma unidad de análisis (interacción terapeuta-paciente), ya no era necesario emprender un estudio

comparado entre lo ocurrido entre distintas entidades terapéuticas. De hecho, lo visto en Fundación

Génesis daba lugar a realizar un trabajo de campo detenido, concretamente orientado hacia la

constitución de una etnografía que sirviera a los propósitos de seguir los ritmos de una comunidad

de sentido y valorativa en torno a la recuperación, sin caer, por un lado, en la sobre exaltación de la

secuencialidad del tratamiento (si bien había que tenerla en cuenta), y, por el otro, sin perder de vista

esa conversión de saberes sobre adicción y recuperación en formas conscientes de conducción de la

existencia individual. Así, pues, no era un asunto de ver a terapeuta y paciente como actores que,

encerrándose en el consultorio y asilándose de todo lo demás, construyeran por su cuenta y riesgo el

2 Resolución 2003 del 28 de mayo de 2014, Ministerio de Salud y Protección Social. “Atención institucional

no hospitalaria al consumidor de sustancias psicoactivas”. Infraestructura. Numerales. 4 y 5. Pág. 169.

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Prólogo 9

sentido tanto de la enfermedad adictiva como del plan de trabajo frente a ella. Este acercamiento

revela su cariz sociológico al postular que la recuperación no es algo exclusivo de ellos dos, y que

ni siquiera queda hacia el final en manos exclusivamente del paciente. Fue aquí donde la pregunta

inicial sufrió su mayor transformación, pasando así a indagar por la forma en que el ingreso a este

ambiente comunitario, con rituales, semánticas y vivencias compartidas, deparaba para lo individual

una conversión en matriz de condensación de un viaje de ida y vuelta entre lo particular y lo genérico.

Cada paciente, hablando sobre sus anhelos de cambio, de libertad, aludía con tono particular a una

demanda colectiva. No era solamente el efecto de lo institucional adquiriendo forma a través del

paciente (lo que, en cierto modo, no es otra cosa que dar nuevo impulso al dualismo agente-

estructura), como sí la vivificación de “eso social” a través de cada práctica social de convivencia

surtida en la Fundación.

Todo lo anterior adquiere forma aquí a través de dos mecanismos de presentación. En primer lugar,

la metodología de historias de vida ha sido empleada en aras de lograr captar el fenómeno social de

la recuperación en su despliegue diacrónico, a la vez que se procura por su intermedio presentar los

matices de ese anhelo de cambio hipostasiado en la emotividad de personajes específicos. Sobre los

detalles referentes al empleo de tal herramienta se entrará en detalle más adelante, aunque por ahora

es del caso señalar que los nombres empleados para referenciarlos fueron escogidos de tal manera

que no coincidieran con ninguno de los escuchados a lo largo del periplo investigativo. En segundo

lugar, no hubiera bastado con simplemente presentar algunas consideraciones sobre el aterrizaje de

un corpus conceptual sociológico sobre la realidad de los tratamientos para las adicciones, dejando

en el aire la sensación de que la comunidad de Fundación Génesis fue meramente instrumentalizada

en “en favor de las ciencias sociales”. ¿Cómo no aspirar a lograr que lectoras y lectores alcanzaran

cierta empatía con pacientes y terapeutas, que se sintieran tentados a adentrarse en sus historias, y

de alguna manera sentir como propio ese relato sobre salvación? Siendo la constante la

incomprensión sobre lo acontecido con personas en condición de adicción, y quedando muchas veces

sumidas en el olvido sus luchas contra el deseo o siendo opacadas por la apelación constante a lugares

comunes a manera de “explicación docta” sobre la problemática, ¿por qué no asumir esta

presentación como una oportunidad para reivindicar lo que a la postre no es algo distinto que una

definición sobre lo humano? Tal vez allí nos resulte de ayuda el dar curso a formas de explicación

que jueguen con lo metafórico, que no cierren con respuestas los debates, y en cambio sí los dejen

abiertos a la espera de que aparezcan nuevos y sugestivos interrogantes. Intentemos, pues, a lo largo

de las siguientes páginas adentrarnos en las idas y vueltas surtidas dentro de esa comunidad que en

lo sucesivo cabrá denominar lacónicamente como “la Fundación”, entremos en contacto directo con

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10 Dolor, derrota y liberación

las expresiones viscerales sobre dolor y esperanza que allí se dan cita, y a través de ellas ganemos

en certidumbre empírica y sociológica sobre esa lucha que aquellos seres, aceptándose a sí mismos

como adictos, emprenden para retornar a ese “impoluto” bien de la sociedad llamado “mesura”, por

hacerlo parte de sí mismos. A la lucidez y capacidad de reflexión desean volver o ingresar por

primera, en sus mentes reverberan enseñanzas que suenan a la sentencia del coro de ancianos con el

que Sófocles concluye Antígona:

Con mucho, la sensatez es la primera condición de la felicidad. En las relaciones con los

dioses es preciso no cometer impiedad alguna. Las palabras jactanciosas de los soberbios,

recibiendo como castigo grandes golpes, les enseñan en su vejez a ser cuerdos.

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1. Un anhelo de libertad.

Por fortuna, esa fantasía interminable sólo dura un minuto, pues un

intervalo de lucidez os permite, mediante un gran esfuerzo, examinar el

reloj. Pero otra corriente de ideas os arrastra; os envolverá durante otro

minuto en su torbellino viviente, y ese otro minuto será otra eternidad.

Pues las proporciones del tiempo y de la existencia son completamente

alteradas por la multitud y la intensidad de las sensaciones y las ideas.

Parecería que se vive muchas vidas de hombre en el término de una hora.

¿No os parecéis entonces a una novela fantástica que viviera en lugar de

estar escrita? Ya no existe ecuación entre los órganos y los goces. Y de

esta consideración surge, sobre todo, la reprobación que se aplica a ese

peligroso ejercicio en el que la libertad desaparece.

Charles Baudelaire, Paraísos artificiales.

Un momento de descanso era todo lo que pedía, un respiro que transcurridas las dos primeras horas

de la jornada ya se le hacía acuciante. Con la excusa de ir al baño aprovechó justamente para eso:

respirar. En esta límpida casa de macilentas paredes se sentía atrapada, y el compartir cada espacio

de ella con sus compañeras y con el personal no hacía otra cosa que deprimirla. “¿Cómo fue que

vine a parar aquí?,” —pensaba— “¿por qué acepté que me encerraran en este sitio?” Ciertamente

esa sensación ya la venía acompañado desde el comienzo de su estadía, pero ese día, particularmente

en ese instante, experimentaba una frustración superlativa, invasiva, embotadora y ponzoñosa.

Intentaba mirarse al espejo, pero ni siquiera a sí misma podía sostenerse la mirada. Solo quería

quedarse allí, a la guarda de un olvido colectivo sobre su existencia; permanecer sola, sin pasado ni

futuro, simplemente a la espera de la nada. A través de la puerta solo murmullos y pisadas escuchaba,

con inquietante desespero aguardaba por el aplauso, ese indicador del final de lo que a sus ojos

constituía una mascarada. El grito unísono del auditorio rebosante de extraños se hacía esperar, la

inminente llegada del inicio de la parsimoniosa rutina la amedrantaba con el agrio sabor de la

incertidumbre. Segundos, tal vez minutos, cuánto llevaba allí ya no lo sabía. Temor al otro, temor

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12 Dolor, derrota y liberación

de sí misma, su ansiedad lejos estaba de ofrecerle una respuesta. Un golpe en la puerta, llamado

dubitativo de la enfermera y respuesta mecánica: “ya voy”. Su salida del baño coincidió con la

oración colectiva, como contando sus pasos se acercó lentamente al recinto. No se unió al abrazo

colectivo, tan solo se quedó absorta bajo en dintel de la puerta, contemplativa de algo que, por más

que lo intentaba, ese día se le antojaba tan ajeno y extraño como muy pocas cosas lo habían sido a

lo largo de sus más de tres décadas de existencia.

Guardándose sus prevenciones para sí misma, Susana encaró sus tareas de la mañana sin

musitar. Todo le resultaba igual… abrumadoramente igual, pero para sus adentros no quedaba más

remedio que distraerse barriendo y trapeando los pisos —que en su criterio ya se encontraban

limpios—. Fue allí cuando la presencia de dos individuos que no había visto antes en la Fundación,

una joven y un hombre ligeramente mayor que esta última, atrajo su atención. Conversaban

animadamente, la primera con una sonrisa recurrente que engalanaba su rostro, el segundo más bien

con ceño taciturno, aunque sin descuidar el uso de expresiones amables. A pocos metros de distancia,

y guarecida bajo las sombras aún no desnudadas por el sol, Susana escuchaba con algo de

arrobamiento a lo extraños; así estuvo por espacio de algunos segundos, la curiosidad la impulsaba

a saber sobre qué conversaban. Hablaban de consumo de psicoactivos, de algunos terapeutas, de

“solo por hoy”, de lo acontecido con sus familiares y, de forma particular, de agradecimiento: “le

debemos mucho a la Fundación”, “los terapeutas nos ayudaron resto”, “ellos son unos sabios”. Esto

último pareció activar algo dentro de Susana; era como si su frustración, a la luz de tales encomios,

tornara en decepción, y posteriormente en indignación. Palabras específicas proferidas en el

momento preciso: como acicateada por lo dicho por los foráneos, irrumpió en el coloquio con risa

sarcástica y una altivez ya conocida en su entorno.

Tengo rayes es con los terapeutas, porque ellos creen que todo lo que ellos dicen es... o sea,

es la ley absoluta, y no es así (Paciente B, 2015).

Los visitantes se miraron entre sí, como no dando crédito a lo sucedido. A los incómodos y largos

segundos que alcanzaron a transcurrir después de la interpelación de Susana siguió una indicación

del hombre, quien comentó:

—Los terapeutas solo tratan de ayudarnos.

—Así es —completó la joven—. Dinos, ¿discutiste con ellos?

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Un anhelo de libertad 13

Con la mirada fija en un punto impreciso, lejano de sus interlocutores, parecía como si Susana

meditara la respuesta. Apoyada en postura desafiante en el marco de la entrada, y cual si hablara

para sí misma, respondió:

Sí, he discutido con los terapeutas. Porque como tengo mi forma de ser, mis bases de ser,

entonces ellos toman ese sentido autoritario de que... O sea, yo sé que son estudiados, yo sé

que han atravesado un proceso para llegar hasta donde están, pero yo no tengo que... o sea,

hacer todo lo que ellos dicen o creerme lo que ellos dicen, porque no. O sea, yo sé quién soy,

yo no tengo por qué... porque ellos dicen que yo voy a recaer dentro de tanto tiempo, no, eso

no es para mí (Paciente B, 2015).

La conversación siguió así por espacio de unos minutos: Susana formulando preguntas de corte

inquisitivo, los extraños tratando de apelar a un tono moderado y a una argumentación persuasiva;

tan animado resultó para los tres el encuentro que olvidaron por completo que ni siquiera se habían

saludado o tan siquiera dicho sus nombres. Denuncias sobre prepotencia y falsedad del equipo

terapéutico fueron proferidas por la primera, a ello respondieron los otros dos con recomendaciones

sobre la necesidad de tener buena voluntad, receptividad y humildad. Quejas del funcionamiento de

la casa también salieron a relucir, ante lo cual apareció la mención sobre lo mucho mejor que es estar

en la Fundación respecto de seguir “metido en una olla”, así como que el tratamiento no es una

“salida a vacaciones”.

—Puede que sí —concluyó Susana—, pero eso de nada me sirve. Lo mejor será que me vaya

de este lugar, siento que no estoy haciendo nada aquí.

—¿Por qué no te das una oportunidad? —Respondió la joven mujer— Contra nuestro

problema no podemos solos, y lo cierto es que no hay lugar en el cual podamos escondernos de él.

—¡Así que ustedes dos también son adictos! ¿Y también estuvieron encerrados aquí? —

indagó Susana.

—No estábamos encerrados, vinimos por voluntad propia —contestó el hombre—. Aquí

aprendimos a valorar la posibilidad de contar con una guía, con una disciplina. Cada día aquí, cada

ejercicio, todo lo hice y lo sigo haciendo como si literalmente estuviera limpiando mi vida. No sé

qué sería de mi vida sin las enseñanzas que recibí en este lugar.

—Suena muy bonito —espetó Susana—, pero eso no aplica conmigo. Yo soy libre, yo

decido qué hacer con mi vida.

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14 Dolor, derrota y liberación

—Tal vez porque no eres libre es que te encuentras aquí —indicó la joven—. Ninguno de

nosotros es libre, eso debemos ganarlo cada día. Por cierto, me llamo Emilce. Mucho gusto.

—Yo soy Susana. ¿Y tú? ¿Tienes nombre?

—Me llamo Francisco.

—Ya veo… Son ustedes dos muy jóvenes. Me resulta curioso y adorable que hablen con

tanta seguridad, aunque puede que todavía tengan que vivir mucho más antes de venir a darme

consejos.

—Para la adicción no hay edad que valga, mucho menos experiencia suficiente —respondió

Francisco—. Eso lo tuvimos que aprender después de mucho sufrimiento.

—Ya veo… Debo seguir con mis funciones. Si siguen por aquí podríamos continuar

hablando sobre sus “consejos”. Nos vemos.

¿Cómo es la vida de una persona que, vista por los demás y —ocasionalmente— por sí misma como

adicta, recibe tratamiento a fin de poder conducirse de la mejor manera a pesar de cargar consigo

dicha afección? Desde los años 60 del siglo XX se ha venido avanzando en la categorización de esta

situación como una enfermedad (Escohotado, 1998; Gomart, 2002; Conrad & Schneider, 1992), y

aunque hoy día se trata de una temática que parece abandonar las fronteras de moralismos y

criminalizaciones, lejos está de constituir una discusión terminada. De hecho, es de anotar que hasta

la fecha la mayoría de problematizaciones (éticas, simbólicas, teóricas) a las que ha sido sometida la

cuestión de la adicción tienen que ver con su ontología (qué es la adicción) o, para ser más precisos,

con sus rasgos definitorios y su interrelación con aquello que grosso modo cabría caracterizar como

salud (individual, y en cierto modo colectiva). Por otro lado, y con menor profusión, encontramos

las indagaciones acerca de su “estructuración histórica” (cómo la adicción…), dentro de las cuales

son recurrentes los análisis sobre fenómenos tales como la producción y distribución de sustancias

psicoactivas, la extensión de la etiqueta de adicción (y, consecuentemente, la de adicto) a sucesivas

problemáticas otrora “eminentemente” sociales, los “males” de la sociedad que inciden en la

proliferación de prácticas adictivas, etc. Ambas perspectivas de análisis han ofrecido para la

posteridad importantes reflexiones sobre la cuestión de la adicción, aunque resalta el hecho de que

no ofrecen herramientas suficientes para explorar, verbigracia, una situación como el casual

encuentro de Susana, Emilce y Francisco. “La adicción es una enfermedad que…” y “una serie de

factores socio-culturales…” son los extremos de una situación que pareciera quedar explicada en

tales términos, pero que en el marco de aquello que podríamos denominar como cotidianidad

desborda en buen grado cualquier atisbo de previsión.

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Un anhelo de libertad 15

Ciertamente podría pensarse que algo así constituye algo eminentemente incidental, por lo que, en

esa medida, no ameritaría recibir apreciaciones detenidas de parte de la ciencia y la academia en

general. Se formulará por parte de algunos que los espacios terapéuticos entran en la esfera del saber

ya consolidado por disciplinas como la medicina (psiquiatría), la psicología, el trabajo social, la

enfermería y la bioquímica —por mencionar algunas—, lo cual daría para pensar que los eventuales

inconvenientes acontecidos en las esferas terapéuticas solo son “ruidos” de una maquinaria teórico-

práctica que, a la espera de ser “aceitada”, puede aún alcanzar mayores niveles de eficiencia. Con

todo, una suposición de tal jaez tiende a debilitarse al estar sustentada sobre dos premisas tácitas del

siguiente tipo: 1) la adicción y el adicto mismo constituyen “productos terminados”, razón por la

cual los saberes científicos, técnicos y experienciales sobre la adicción intervendrían como formas

meramente externas que, “imponiéndose” sobre el paciente, han de regir el curso de su recuperación;

y 2) que dichos saberes dan pie para que los profesionales que trabajan en este campo puedan en

todo momento efectuar tránsitos no-problemáticos de la “explicación” del fenómeno hacia su

“control”. Al respecto, habría que indicar que el avance en el estado de la cuestión sobre la adicción,

aunque marcado por el alcance de importantes resultados a partir de la vinculación de elementos

teóricos sobre bioquímica, comportamiento y traumas3, ofrece notorias dificultades a la hora de

convertir tales insumos en un diagnóstico efectivo y en la definición de un camino a seguir en cada

caso en la forma de tratamiento. Más todavía, el inicio de cada tratamiento no opera sobre una

realidad ya dada, predefinida por una especie de cuadro sintomatológico, dado que en su lugar

acontece una suerte de emergencia simbólica de matices de la adicción, en donde tanto la enfermedad

como el estado del paciente entrar a ser constituidos a partir de la interacción entre este último y el

profesional. Asimismo, preciso es destacar que dicha interacción no en pocas ocasiones resulta

convulsa, si no es que fracturada de forma prematura, circunstancia que complica todavía más el

panorama de la recuperación. En todo caso, quedaría pendiente verificar si tales “ruidos” son en

verdad situaciones meramente incidentales del saber-hacer sobre el tratamiento de las adicciones o

si, por el contrario, constituyen indicadores relativos a consideraciones mucho más profundas que

no es del caso soslayar. Pacientes que frecuentemente se oponen a las indicaciones terapéuticas, que

protestan y hacen sentir su inconformidad; terapeutas que a cada momento deben poner a prueba su

autoridad y su criterio para salir avante de tales réplicas: pareciera que la situación dice mucho más

de lo que los extremos “ontologista” y “contextualista” pudieran eventualmente ofrecer a título de

3 Para efectos prácticos, aquí no se emprenderá una revisión crítica de postulados de este tipo, ya que ello

escapa a los objetivos de la investigación adelantada.

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16 Dolor, derrota y liberación

explicaciones fundadas sobre el particular, e incluso no es descabellado aseverar que puede

desbordar el margen de previsibilidad del cual pudieran hacer gala uno y otro.

Enfrentados a dicho panorama, ¿qué pasaría si se prueba formulando una pregunta de cariz diferente?

¿Qué sucedería si nos aventuramos a navegar por los meandros simbólicos de la adicción, sin

entretenernos con la dilucidación de su naturaleza y sin aplastarla bajo el peso de las miradas

contextuales, procurando considerarla como un fenómeno en movimiento y a la luz de una condición

que la ha venido acompañando a lo largo de las últimas décadas: su transformación en problema de

salud y su afrontamiento desde el plano del individuo-adicto a partir de la puesta en escena de saberes

científico-técnicos orientados a estatuir un proceso de recuperación? Esto, como cabe esperar, nos

ha de conducir a abordar la adicción como una “situación” no dada; más aún, es la posibilidad de

ver que el tratamiento no es una instancia ajena a dicha afección o al paciente mismo, como sí un

elemento activo en la construcción y definición de uno y otro. ¿Sobre qué hablaban Susana, Emilce

y Francisco? ¿Aspectos “incidentales” del tratamiento y de la misma adicción? De momento dejemos

tal interrogante apenas formulado, confiando en que lo presentado a continuación nos ofrezca

mayores elementos de juicio para reflexionar al respecto.

1.1 Conectando al “desviado” a la enajenada sociedad

De acuerdo a lo señalado por Talcott Parsons (1984), la enfermedad constituye una forma de

desviación dentro del sistema social, siendo frente a ella que la medicina —y el personal médico, en

cuanto vocero de ella— aparece como mecanismo de control social. Siguiendo el hilo de la

explicación ofrecida por el sociólogo norteamericano, la cuestión no estribaría del todo en la

enfermedad misma, como sí en la “actitud” desplegada por la persona enferma y la reacción que

apareja su condición. Así las cosas, dentro de este enfoque interesaría ver: 1) cómo la presencia de

la enfermedad “inhabilita” al actor social para atender los derechos y las obligaciones legítimamente

inherentes a su posición dentro del sistema social; 2) la valoración que la persona enferma efectúa

sobre su condición —que oscilaría entre placer y displacer—, la cual entraría a acreditar su

inhabilidad una vez exteriorice una respuesta que sea consecuente con la expectativa cultural

respecto de lo que debe hacer alguien que esté aquejado por un estado patológico (no poder auxiliarse

a sí mismo, no desear permanecer enfermo, buscar ayuda profesional, etc.); y 3) el tipo de respuesta

desplegada por la institución médica, que apunta o bien a un restablecimiento del estado de salud del

paciente o bien a una morigeración de las consecuencias adversas del cuadro patológico, entrando

así esta respuesta a fungir como reacción social. Esta adecuación entre la “actitud” de la persona

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Un anhelo de libertad 17

enferma y las expectativas sociales que sobre él pesan es lo que Parsons denomina como sick role,

y constituye justamente la puerta de entrada para que opere en su conjunto el mecanismo de

normalización de la situación patológica —asumida concretamente como una desviación—.

De cualquier manera, es de anotar que esta perspectiva de análisis, si bien hoy día sigue siendo útil

a la hora de percibir el “carácter social” del encuentro médico-paciente a través de la configuración

del sick role, parece propicio exclusivamente para abordar aquellas situaciones en que: 1) el paciente

simplemente asume como dada la autoridad del profesional de la salud; y 2) la correspondencia entre

las expectativas recíprocas de médico y paciente prosigue sin mayores “traumatismos” a lo largo de

su interacción. En ese orden de ideas, y sin entrar en consideraciones sobre los efectos que la

creciente complejización de la institución médica pueda aparejar al respecto (Cox, 1977), convendría

ver que este modelo teórico podría resultar insuficiente a la hora de explicar la conversión de cada

vez más fenómenos sociales en patologías reconocidas y tratadas por la medicina, amén que da pie

para catalogar como “desviación problemática” (es decir: no susceptible de permitir la aplicación de

formas estandarizadas de control social para su resolución) toda situación que no se adecúe al

esquema del sick role. Así, pues, revisando la cuestión de la adicción, se observa que esta situación,

hoy día aún en carrera de medicalización, entra justamente a poner al límite las consideraciones

efectuadas al respecto. Por un lado, se encuentra que muchos de los tratamientos individuales

desarrollados frente a tal enfermedad tienen una culminación prematura, lo cual a partir del esquema

parsoniano bien podría ser catalogado como un fracaso particular en la extensión estandarizada de

las funciones de integración y, en cierto modo, de mantenimiento y cambio creativo de patrones

culturales (que serían las llamadas a coordinar el entendimiento y la suscripción de acuerdos entre

médico y paciente). Sin embargo, tal interpretación, abiertamente ensalzadora del fenómeno del

control social, parece posicionar el conflicto médico-paciente como una situación externa a la

configuración de la interacción, generando serias dudas sobre la manera como este esquema

explicativo aborda la cuestión de la movilidad del sistema social en el tiempo y el espacio4. De hecho,

esta suerte de tratamientos presenta un elemento más que amerita ser tenido en cuenta, y es el que

rara vez tienen una “conclusión definitiva”. Así, por ejemplo, en algunos de aquellos casos en que

hubo partidas prematuras, ello no marcó el distanciamiento definitivo del adicto respecto de los

entornos terapéuticos (una ruptura con formas estandarizadas de sociabilidad), como sí una especie

4 Sin que necesariamente se deba acoger un esquema dialéctico, bien se puede considerar que la conflictividad

constituye un demiurgo del cambio social.

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18 Dolor, derrota y liberación

lapsus (ocasionalmente acompañado por el fenómeno de la recaída) que terminaba por fungir como

preámbulo de sucesivos reingresos a tratamiento (en la misma entidad o en otras); y en otros, aunque

habían sido culminadas con éxito etapas iniciales del tratamiento, los pacientes recaían en el

consumo. Esto da para pensar que estos desfases en la configuración del sick role, que bien cabría

denominar como brotes de conflictividad, antes que ser una mera barrera del tratamiento —y en

últimas de la sociabilidad—, constituyen una eventual instancia de enriquecimiento simbólico del

mismo, apareciendo incluso como un referente a tener en cuenta por otros pacientes a fin de evitar

cometer los mismos errores.

Por el otro, es habitual observar que tratamientos de este tipo, aun cuando a la larga deriven en el

sostenimiento por parte del paciente de un estilo de vida de sobriedad, no son ajenos a la gestación

de discrepancias entre este y el profesional. Es más, habría que decir que se encuentra con frecuencia

que esta circunstancia, en lugar de minar la interacción, entra a dar paso a un enriquecimiento de la

explicación sobre la adicción en el caso concreto, al igual que del estilo de vida que debe ser asumido

en lo sucesivo a título de recuperación. La cuestión, en suma, ciertamente apareja la pregunta por la

manera como el enfermo-adicto, visto como un ser aislado de la sociedad, puede por ministerio de

la labor del profesional retornar a ella; es decir, es una pregunta por los fenómenos de integración y

control social. Pero hay que ver que a su turno se trata de una situación de frontera, traspaso y

transformación; ante ella los esquemas de interacción integradora —como el sick role— apenas si

fungen como marcos de conducción del variopinto encuentro de líneas de fuerza y discursivas tejidas

en torno a la adicción y la recuperación, siendo en realidad el cuerpo del paciente el límite asintótico

al que todas ellas apuntan. En tal sentido, resultan ilustrativas las indicaciones de Jacques Derrida

(1995) acerca de la “droga”, concretamente el hecho de que no sea algo que esté en la naturaleza,

sino que más bien opera como un concepto institucional que connota valoraciones de orden político

y moral. En su sentir, droga es una forma cultural que gravita entre el naturalismo (un artificio, para

ser precisos) y la represión, la cual interviene socialmente como una especie de pharmakon malo

(exterior) que parasitaría el pharmakon bueno (la interioridad). Así las cosas, el adicto entraría a ser

visto como alguien a quien no se le reprocha tanto el haber alcanzado un cierto placer a través de la

droga, como sí el hecho de alejarse de la “verdad” representada por la realidad. Estas indicaciones

de Derrida (1997), que vienen a recoger lo ya expresado por él sobre la escritura en los discursos

platónico y socrático, se sustentan sobre las cuestiones de la valoración y la otredad, siendo a partir

de ellas como logra posicionar el asunto de la integración social en el plano histórico y en relación

directa con aquello que aborda bajo el mote de “toxicomanía”. En todo caso, es de anotar que el

autor deja apenas insinuada la presentación de tal fenómeno como un convencionalismo, lo cual no

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Un anhelo de libertad 19

aclara hasta qué punto abarca la interacción entre agencias humanas (discursivas-institucionales, por

ejemplo) y no-humanas (Weinberg, 2008), al tiempo que no precisa qué tipo de juego tiene lugar

entre interioridad y exterioridad (o, lo que es lo mismo, el devenir del control social en el encuentro

entre tendencias culturales predominantes y aquello que es percibido como desviado).

La insinuación de Derrida sobre el placer taxicómano como “discrepante” respecto de la realidad

puede resultar aún más problemática si se tiene cuenta que su planteamiento, más bien corte político-

globalizante, toma distancia de aquello sugerido aquí como la cotidianidad de la adicción y la

recuperación, y por tanto oblitera toda mención a la situación de pacientes que, aludiendo a su

capacidad de reflexión, comentan que durante sus períodos de consumo activo muchas veces no

pensaban sobre ello, sino que simplemente lo hacían, maquinalmente, sin posibilidad de ejercer

resistencia, y en muchos casos sin romper justamente con esa realidad. ¿Cómo entonces un estilo de

vida fundado en un placer desbocado, en un goce esclavizador, puede dar paso a formas de

reapropiación en los términos insinuados por el filósofo francés? Esto, como se puede observar,

entraría a reforzar el hecho de que la adicción es básicamente una frontera de traspaso para sucesivas

contiendas de saber-poder, y no simplemente una situación desviada en sí misma. Mejor aún, es a

partir de tal estado de cosas que conviene concentrar la mirada en los tratamientos para las

adicciones, los cuales, en términos de lo expresado por Mike Hough (2002), ponen en juego toda

una serie de formas coactivas que demarcan el horizonte de significaciones que engloba las tentativas

en torno a la cuestión de la recuperación de los pacientes. El autor centra sus reflexiones en el

encuentro entre adicción y criminalidad, particularmente en el tipo de vínculo ocasional que media

entre ambos fenómenos, al tiempo que expone una serie de consideraciones sobre la articulación

entre las penas privativas de la libertad y la imposición de tratamientos obligatorios cuando en las

causas judiciales convergen ambos fenómenos sociales. En tal sentido, a partir de la pregunta sobre

la conveniencia o inconveniencia de tales formas obligatorias de tratamiento, y teniendo como

horizonte de análisis la convicción generalizada sobre los mejores resultados que pueden obtenerse

con formas terapéuticas marcadas por la presencia activa de la voluntad del paciente, Hough

concluye que es mejor imponer tratamientos obligatorios antes que simplemente no hacer nada.

Aunque no aporta un nutrido sustento empírico que respalde tal afirmación (que, por decir lo menos,

es un tanto superflua), resultan interesantes las indicaciones del autor acerca de la poca diferencia

que puede haber entre los tratamientos obligatorios y las distintas formas de coerción ejercidas dentro

de formas terapéuticas voluntarias. De hecho, pareciera sugerir que la diferencia es más bien corte

ideológico antes que empírico, redundando así tanto en que las cifras sobre pacientes con “procesos

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20 Dolor, derrota y liberación

exitosos” no sean del todo distantes como en que a la postre la metodología terapéutica no varíe más

que en leves aspectos.

Ahora bien, y sin perjuicio de reconocer que el planteamiento de Hough adolece de debilidades tales

como el no problematizar el encuentro entre criminalidad y adicción y el equiparar sin más distintas

formas terapéuticas, valdría la pena no pasar de largo sus apreciaciones entre líneas sobre la coerción,

concretamente su identificación como mecanismo de encauzamiento de la recuperación y su carácter

variado y de efectos diversos5. Esto, sumado a lo ya anotado, permite sentar algunas indicaciones

preliminares relativas al encuentro terapeuta-paciente con ocasión de la problemática adictiva, a

saber: 1) involucra un juego de tensionalidades en términos de la progresiva adecuación del estar-

siendo psíquico-somático del paciente dentro de la gramática del tratamiento (asunción del sick role);

2) revela que se trata de un asunto de integración social, concretamente de rechazo y normalización

de las desviaciones surtidas respecto de la realidad (laboral, económica, cultural, social); y 3)

adquiere vigencia espacio-temporal mediante la constitución e instrumentalización de formas

coactivas. Ejemplo claro de la convergencia de estos tres aspectos es aquello que Erving Goffman

(2007) ha dado en denominar como instituciones totales, y que en el caso de las adicciones ha tenido

como expresión privilegiada la conformación de formas de internamiento de duración definida,

caracterizadas por dar entrada a profesionales de disciplinas distintas a la medicina (como la

psicología y el trabajo social), y en algunos casos sustentadas sobre eclecticismos de distinto cariz

que funden orientaciones cientifistas y fundamentaciones religiosas. Al respecto conviene hacer

mención de la monografía efectuada sobre este tema por Yamid Puerto Laguna (2007), graduado del

programa de sociología de la Universidad Nacional de Colombia, quien logra describir con

considerable detalle la rutina terapéutica surtida dentro de una entidad cuyas características se

corresponden en buen grado con la noción de institución total. En este caso, lo que el autor saca a

relucir es lo que cabría denominar como una articulación planificada de aspectos que integran la

rutina de recuperación, destacando entre ellos lo concerniente a la realización de actividades de

trabajo productivo, una elevada exigencia de orden y limpieza, la vigilancia constante, el trastoque

de lo público y lo privado y particularmente sus efectos en la configuración del yo a través de los

procesos que Goffman califica como mutilación del yo (fragmentación de la imagen del paciente y

desecho de “partes” concebidas como indeseables) y contaminación del yo (interiorización de

5 Al respecto, Anthony Giddens (2011) comenta que la coerción no solo debe ser tenida en cuenta en el análisis

como un mecanismo limitante o represivo, sino también como “habilitante”. Esto se corresponde con su forma

de entender las reglas sociales, a las cuales ve como pistas que orientan al agente en su devenir social.

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Un anhelo de libertad 21

principios y normas inculcadas durante el internamiento, todo con miras a la conformación de un

nuevo estilo de vida). Las apreciaciones efectuadas por Puerto son interesantes, aunque por

momentos su presentación no goza de considerable profundidad ni problematiza lo suficiente todo

aquello encontrado en el desarrollo de su investigación. Esto se hace particularmente evidente al

abordar la cuestión de los ajustes secundarios (Goffman, 2007), los cuales de entrada (y tal vez

acríticamente) cataloga como formas eminentemente disruptivas del orden imperante dentro de las

entidades terapéuticas, en tanto que subrepticiamente sugiere que la “contaminación” del yo

finalizaría con el egreso del paciente del internamiento.

Tales afirmaciones no tienen otro efecto que el de sacralizar una exteriorización particular del orden

dentro de la institución total, de manera tal que mientras posiciona actividades “reglamentarias” de

la comunidad terapéutica como rasgos strictu sensu del tratamiento y su cotidianidad, todo lo demás

(conflictos y ajustes secundarios) lo sume implícitamente bajo la etiqueta de aspectos accidentales

del mismo. Dicho de otro modo, Yamid Puerto termina por simplemente exaltar un determinado

deber ser del tratamiento (concretamente, el que presenta la organización de la comunidad

terapéutica al público en general), al tiempo que relega a un segundo plano lo identificado a lo largo

del trabajo de campo. Esto debería conducirnos a considerar que los fenómenos de la integración y

el control social no son simplemente un ejercicio de fijación de reglas y sometimiento ellas, así como

que el orden social poco o nada tiene que ver con la identificación de formas normativas positivas

(como reglamentos, formulaciones de políticas institucionales, etc.) Llevando esto al plano de los

tratamientos para las adicciones, encontraríamos que si bien el terapeuta interviene como elemento

visible del control social, y que dentro de la esfera terapéutica la fijación de determinadas pautas de

conducta ha sido concebida para orientar de la mejor manera posible la recuperación de los pacientes,

uno y otro aspecto no son más que unos más de los tantos referentes discursivos que hacen parte del

proceso de integración del paciente-adicto con esa sociedad que, de una u otra forma, percibe como

ajena. Es sobre la marcha de la interacción profesional-paciente, al fragor de los acuerdos, las

disputas y los alejamientos, que el sick role va siendo estatuido en cada caso concreto, sin que en

ningún caso constituya una garantía de que el entendimiento entre uno y otro actor no padezca de

soluciones de continuidad. Surge en tales términos la visión del tratamiento como una instancia en

la que el paciente, en cuanto individuo cuyas acciones se corresponden con las expectativas sociales,

se va “formando” en lo sucesivo, y es justamente por cuenta de ello que va progresando en su

conexión con la comunidad terapéutica que por algún tiempo será su hogar, y a posteriori con la

enajenada sociedad. El tratamiento no construye una “cura”, sino que más bien es el comienzo de

redefinición del estilo de vida que el individuo, ahora en fase de recuperación, ha de asumir como

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22 Dolor, derrota y liberación

forma de conducir su vida en los distintos entornos que comprende y comprenderá su cotidianidad.

La integración no es allí algo presupuesto, sino más bien el proceso de escalamiento en el

entendimiento entre profesional y paciente sobre cómo entender y abordar el cuadro patológico que

aqueja a este último.

1.2 Creyendo en algo

Horas más tarde las pacientes de la Fundación, junto con Francisco y Emilce, se encontraban en una

sesión de terapia grupal dirigida por dos estudiantes de psicología, quienes a la sazón se encontraban

allí atendiendo una cita más con sus prácticas académicas. Como de costumbre, los que optaron por

intervenir en este espacio sacaron a relucir experiencias dolorosas y anhelos de cambio, siendo en

algunos casos conminados a ser más explícitos en sus narraciones. Algunos se veían visiblemente

mal con solo escuchar, en tanto que Francisco, como impulsado por algo que venía acumulando

dentro de sí desde hacía ya varios días, no se eximió de hablar sobre su pasado y sus preocupaciones

del presente, casi como si de una confesión se tratase. Consumo de drogas, alcoholismo, violencia,

fracasos familiares fueron apenas algunos de los problemas personales ventilados por cada quien, y

aunque todos ellos resultaban abiertamente disímiles entre, hábilmente fueron direccionados por las

practicantes hacia dos elementos típicos en la retórica del tratamiento: ansiedad y aceptación de sí

como alguien adicto. Emilce, por su parte, prefirió ser un tanto más reservada y prestar mayor

atención a lo que acontecía a su alrededor. Por alguna razón lo dicho por las pacientes y por Francisco

le resultaba inusual, cual si lo percibiera de una forma diferente; y de igual modo le resultaba

llamativa la actitud de Susana. El rostro de esta reflejaba acritud, soterrada hostilidad; durante mucho

tiempo estuvo sin proferir palabra, justo hasta que fue interrogada por una de las estudiantes acerca

de su ansiedad. Su respuesta le resultó inusual a Emilce. Habló sobre cuál podría ser a su juicio el

opuesto del “solo por hoy”, e indicó que era la ansiedad. Un anhelo problemático por el mañana, la

desazón con el presente, una suerte de inconformidad con el aquí-y-el-ahora. No dijo nada más, y

sobre sí misma nada mencionó. Todos guardaron silencio por un instante, en tanto que las

practicantes, sin la experticia propia de los terapeutas de la Fundación para dar curso a este tipo de

intervenciones, prefirieron proseguir con la formulación de preguntas a otra de las pacientes.

De vuelta en el patio Emilce buscó dialogar de nuevo con Susana.

—Sabes bastante sobre la adicción y los tratamientos.

—Solo algunas cosas.

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Un anhelo de libertad 23

—No entiendo. ¿Por qué entonces eres tan escéptica?

—¿Me preguntas acaso por qué no me comporto como tu amigo?... Francisco, ¿cierto? —

Emilce no pudo evitar que una expresión de abierta conmoción se dibujara en su rostro, era como si

Susana hubiera descubierto algo profundamente enterrado.

—No es eso —dijo Emilce al cabo de bajar la mirada.

—¿Entonces?

—No sé cómo decirlo.

—Tal vez no sea que no sepas cómo decirlo, sino que dudas en hacerlo —y Emilce repitió

el gesto de su rostro.

—¿En qué crees?

—¿Cómo así que en qué creo? —Susana acompañó su pregunta con una mirada inquisidora

que literalmente amedrantó a Emilce.

—Sí… Es que pareces de esas personas que solo cree en sí misma… en su libertad.

—Nosotros los adictos: tú, tu amigo Francisco, mis compañeras, yo, ninguno es libre.

El desenvolvimiento de la cotidianidad en los tratamientos para las adicciones goza para el

observador crítico de mayores bemoles al verificar que la noción liberal sobre la libertad, hoy día

receptora de toda una serie de fuertes críticas, literalmente resulta deleznable en sus terrenos. No es

infrecuente escuchar opiniones sobre la adicción que la categorizan como una “falta de voluntad”,

una especie de libre albedrío extraviado de la posibilidad de ejercer un autogobierno eficiente y

“saludable”. Pero, ¿hasta qué punto la cuestión se rige justamente por el grado de habilidad con que

una persona puede conducirse a sí misma? ¿Se trata acaso de un asunto de concebir la capacidad de

volición como un aspecto ajeno a influencias exteriores y a la propia emotividad y fisiología corporal

(como una interioridad)? Tomando como punto de referencia interrogantes de este jaez, Emilie

Gomart (2002) se adentró en el estudio de una forma terapéutica encaminada a tomar distancia de

tal inclinación ideológica. La autora pone de presente cómo desde los años 60 del siglo XX los

debates surtidos en torno a la preferencia entre tratamientos coercitivos (legales-judiciales-punitivos)

y los que apelan por la noción de cuidado (entidades terapéuticas y abordaje de la adicción como

una enfermedad), en apariencia pregoneros de formas diferentes de concebir “lo humano”, en el

fondo gravitaban sobre la misma noción de libertad; a saber, la de corte liberal. Esta circunstancia,

que como comenta Mauricio Sepúlveda Galeas (2011), se mantiene vigente a través de la noción

neoliberal sobre el hombre como alguien autónomo e independiente, es presentada por Gomart como

una forma discursiva que en muchos casos desconoce o niega la realidad. De esta manera, y poniendo

como ejemplo una situación habitual dentro de los tratamiento, se podría aludir a la sensación de

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24 Dolor, derrota y liberación

ansiedad y a los debates sobre autocontrol que suele suscitar. Por una parte, cada vez que es

mencionada por fuera de ámbitos terapéuticos tiende a ser tomada como sinónimo de descontrol o

inestabilidad del paciente —lo que se conoce como “falta de fuerza de voluntad”—. Por otra, están

los adictos, quienes, afectados por los embates de la ansiedad, acuñan frases del estilo “no me hallo”,

exasperan de irritación, gritan a los cuatro vientos que se sienten “ansiosos” y piden ayuda al personal

de la casa y a sus compañeros, apelando ocasionalmente los primeros al suministro controlado de

medicamentos y quedándole a los segundos meramente la opción de aconsejar “mantener la calma”

y “relajarse”.

El paciente adicto promedio no manifiesta creer abiertamente en la posibilidad del autocontrol

(referente por excelencia de la libertad liberal), y de hecho factores como la incertidumbre sobre sí

mismo son los que de continuo enmarcan su horizonte de sentido. Es sobre tal reconocimiento de la

“realidad” de la adicción que Gomart, partiendo del enfoque teórico del actor-red, plantea que el

paciente no es un producto terminado, sino que constituye un agente que se va construyendo a

medida que participa en redes de interacción con vocación práctica. Alude en concreto a su

participación en dispositivos (esto es, la noción foucaultina), a la vez que hace referencia a lo

limitado de las orientaciones terapéuticas que posicionan la abstención como objetivo primordial en

la recuperación. En otras palabras, el planteamiento de Emilie Gomart se caracteriza: 1) por hacer

evidentes las limitaciones de la creencia terapéutica en la libertad liberal; y 2) por resaltar las ventajas

de aquellas creencias apuntaladas dentro de la práctica terapéutica misma (en la red de interacción),

que son reconocedoras de las limitaciones que imperan tanto sobre el paciente como sobre el equipo

terapéutico, y que a su juicio serían el signo de dispositivos maleables a las condiciones de cada

caso. Esto último conduce a la autora a encontrar en la aplicación de medidas restrictivas, en la

negociación terapeuta-paciente y en la técnica de sustitución de fármacos herramientas que,

sustentadas sobre una apreciación constante de la realidad de la adicción, pueden conducir al paciente

a ser un administrador de sí y no un idealista de sí. ¿En qué cree el paciente? ¿En sus fortalezas en

general, y en concreto en la a veces intemporal y a-estructural capacidad de resistir? Gomart diría

que más bien se aprende a creer en el reconocimiento de la realidad sobre sí mismo, en la

identificación de las debilidades y en la adopción sucesiva de medidas encaminadas a generar a cada

momento una mejor calidad de vida.

Ahora bien, es de destacar que el planteamiento de Emilie Gomart deja varias dudas en el aire al

tratar de explicar cómo en la entidad objeto de su investigación tiene lugar el “entrenamiento” de los

pacientes para afrontar la vida extramuros. Según comenta la autora, la interacción entre estos y los

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Un anhelo de libertad 25

terapeutas sigue un esquema de negociación y persuasión, en donde es la labor del personal de la

entidad el idear constantemente formas creativas de coerción que, en apariencia dando un margen de

libertad al paciente para que elija, terminan por conducirlo por el camino de la recuperación. Sin

embargo, habría que indicar que una cosa es que a partir del tal juego de “coerciones generosas” se

alcancen resultados en el corto plazo (como que el paciente acuda a consulta, consuma su

medicación, etc.), y otra muy distinta el que ello revierta en la constitución de la gramática

terapéutica en una ética de recuperación para el paciente. De igual modo, resulta llamativo que

Gomart se ocupe de revelar los matices de los resultados que pueden ofrecer distintas “coerciones

generosas” (consecuentes hasta cierto punto con la falta de libertad del paciente), y que en cambio

profiera juicios de carácter más bien unilateral en lo que concierne a la herramienta de la abstención,

casi como si la concibiera como una derivación directa del ideal liberal de libertad. En ese sentido,

podría decirse que la autora francesa tiene un importante acierto al explicitar la creencia que subyace

a formas terapéuticas ortodoxas, aunque pagando un precio muy alto al no considerar otras creencias

que también intervienen en la recuperación y al no detenerse a analizar los alcances de su

intervención en el encauzamiento de estilos de vida de sobriedad a largo plazo. En esa medida,

conviene señalar que la gestación de esta forma de creencias en torno a la adicción rebasa con creces

el plano meramente instrumental (que pareciera ser el punto de interés de Gomart), apareciendo de

hecho como un reflejo de la necesidad del paciente y del terapeuta por entender lo que se ha vivido

y se puede llegar a vivir, siendo el asidero simbólico sobre el cual se estructurará la recuperación, y

fungiendo en el caso concreto como “explicaciones existenciales” que permiten atribuir un sentido

esperanzador a una enfermedad caracterizada justamente por dar al traste con casi todo tipo de lógica.

Desde luego, no hay lugar a desconocer que con frecuencia este tipo, “explicaciones existenciales”

marchan por sendas más o menos estandarizadas (traumas de infancia, egoísmo, arrogancia, etc.),

pero es, pues, con ocasión de ello que para el análisis resulta preciso insistir en que se trata apenas

del punto de partida en la configuración de gramáticas particulares de recuperación frente a la

situación de cada paciente. Verbigracia, una egresada de la Fundación, ajustando a la medida de su

historia de vida algunas de las formas estandarizadas de explicación, buscaba ofrecer explicaciones

alternativas sobre su situación en los siguientes términos:

Hay cosas que en realidad pues puede que tengan que ver con el dolor y todo eso que ellos

dicen que es la base como del inicio del consumo. Pero no... En realidad no creo... creo que

muchas de esas cosas se quedaron ahí. Y no tuvieron que ver o no influenciaron de cierto

modo mi consumo. Pero tal vez, por ejemplo, el hecho de que mi papá no estuvo y esa

ausencia que siempre me dijeron, el vacío y todo eso, tal vez eso sí fue una... como una razón

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26 Dolor, derrota y liberación

—podría llamarse— para el consumo. Pero lo que yo te digo, de pronto fue

inconscientemente. De pronto fue una razón inconsciente. No que yo la hubiera buscado y

hubiera dicho: "no, estoy sola, tengo un vacío porque mi papá me abandonó, entonces voy a

consumir". Tal vez... o sea, tal vez sí fue una razón, pero no consciente. Pero de resto hubo

muchas cosas que sí fueron fuertes en su momento, y pues me dolieron... me dolió

recordarlas y todo, pero no creo que hayan realmente influenciado a eso, porque son cosas

que ya quedaron en el pasado y son como que no... Ya, o sea, se cortó ese momento, y no

tienen que ver en este momento, o sea, ya no... (Paciente A, 2015)

Esta polisemia de la adicción, y concretamente del tratamiento, adquiere un importante impulso con

planteamientos como los efectuados por Jaime Carmona (1995). Teniendo como referente el

psicoanálisis, y siguiendo algunas insinuaciones de corte lacaniano, este autor se propone partir de

considerar la adicción como una forma de rebelión en contra del régimen del padre —concretamente

un rechazo de su ley del placer—, para así, en un segundo momento, presentarla en la forma de un

deseo perfecto sin objeto. Siguiendo este derrotero, Carmona logra marcar una clara diferenciación

entre droga y sustancia, atribuyendo a la primera el carácter de función objetual que condensa dicho

deseo “perfecto”, y entendiendo la segunda como significante susceptible de ser remplazado en cada

ocasión. Esta inclinación a la hora de abordar el problema de la adicción permite al autor explicar de

mejor manera esa prisión compulsiva que presenta Emilie Gomart como “realidad” de la adicción,

al tiempo que lo habilita para dar un paso más allá y superar los enfoques fenomenológicos que

tienden a concentrar su atención de manera exclusiva en elementos de corte bioquímico. Más aún,

se puede decir que Carmona, fungiendo como legatario de una importante tradición académica en

torno a las denominadas psicopatologías, alcanza el interesante resultado de avanzar en una

“desterritorialización” de la adicción, de manera tal que esta, en lugar de seguir apareciendo en

escena como una situación especial y “paradójica” empleada como estigma de segregación de las

personas embargadas por ella, ingrese como una más de las enfermedades psíquicas que integran la

vida cotidiana.

De cualquier modo, es menester indicar que el planteamiento de Carmona depende del hecho de

lograr fijar la posición de la adicción respecto de las necesidades humanas. El autor comienza por

recordarnos que con el avance de la cultura la auto-conservación —que es el referente principal de

las necesidades— suele ser desplazada a un segundo plano (adquiriendo realce fenómenos tales

como la sublimación y la configuración de ideales), por lo que la adicción, que constituye la

imposibilidad del autocontrol por excelencia, constituiría más bien una pseudo-necesidad, una

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Un anhelo de libertad 27

especie de negación de la falta, un deseo “perfecto” que no admite dilaciones ni carencias; y por su

ministerio el adicto, que no admite la falta, aparecería como sujeto sin amor, como alguien

constantemente desilusionado, como un no-sujeto. La propuesta explicativa de Carmona es bastante

sugestiva; sin embargo, no queda claro por qué motivo debe la adicción ser revisada a la luz de las

necesidades del sujeto, y menos claro resulta el que se parta de tal perspectiva de análisis para marcar

una diferenciación tajante entre pseudo-necesidades y necesidades strictu sensu. De hecho, parece

como si la tentativa de Carmona por impulsar la visión de la adicción como una psicopatología de la

vida cotidiana quedará trucada in limine, ello toda vez que el tratamiento diferenciador impulsado

por el autor podría no tener otro efecto que el de desconectar la condición adictiva del conjunto

psíquico-emocional dentro del cual cobra significación (manifiesta y latente) tanto para el adicto

como para el diseño del tratamiento.

Esto que hemos denominado hasta aquí como creencia, y que participa de la postulación de

“explicaciones existenciales” y su articulación con referentes disciplinares (psicoanalíticos,

psicológicos), juega a un tiempo con lo discurso y lo material. No se concentra prioritariamente en

uno u otro aspecto, tampoco hilvana eclecticismos entre ellos; más bien comporta el resultado

siempre variable de confrontaciones entre uno y otro. Es aludiendo a consideraciones de este tipo, y

retomando críticamente las indicaciones constructivistas sobre de la adicción que hallan en ella una

preeminencia de lo discursivo frente a su realidad, que Darin Weinberg (2008) parte de asumirla

como una enfermedad real, concretamente como un agente no-humano que goza de autonomía6. Para

el autor es claro que las afirmaciones que reducen la adicción a un mero nominalismo pecan por su

flamante racionalismo, situación que a su juicio impulsa a ver los tratamientos como instancias

meramente represivas7. En esa medida, Weinberg, asumiendo una postura post-humanista y los

planteamientos de la perspectiva del actor-red, considera que la adicción es un vehículo de

articulación de semánticas que, implicando aprendizaje y una conformación inacabada de la

subjetividad (self), juega a un mismo tiempo con condiciones socio-culturales, aspectos extra-

6 Siguiendo lo indicado por Peter Berger y Thomas Luckmann (2008), cabría señalar que esta autonomía hace

referencia al hecho de que el fenómeno sea ajeno a la voluntad, lo cual para dichos autores es la característica

distintiva de la realidad. 7 Parte de ese encuentro con lo real de la adicción parece quedar en evidencia cuando en medio de sesiones

grupales algunos pacientes, a veces tomados por carentes de convicción al preguntar una y otra vez por

aspectos de la recuperación que otros consideran “obvios” o “irrelevantes” (se les ve incluso como si ejercieran

resistencia), reflejan la incertidumbre que los invade acerca de cómo afrontar el dolor que los carcome, así

como el desespero por querer encontrar una respuesta que les brinde tranquilidad.

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28 Dolor, derrota y liberación

volitivos y las circunstancias inherentes a cada contexto práctico. En su sentir la adicción no es algo

que sea ajeno a la subjetividad, sino más bien es ese agente no-humano que reside en el cuerpo.

Weinberg, al posicionar la adicción en el cuerpo (no en la volición), logra evitar caer en un

sobredimensionamiento de la libertad (en los términos expuestos por Emilie Gomart), circunstancia

que a su vez contribuye a no descalificar a los adictos en recuperación que asumen actitudes

“colaboradoras” (sick role) a no verlos como individuos meramente sumisos respecto del dispositivo

terapéutico. Empero, es de aclarar que este planteamiento, aun cuando reivindica tanto la realidad de

la adicción como los posibles efectos benévolos de los tratamientos, parece introducir una barrera

simbólica entre una y otros, de forma tal que no se entendería cómo la realidad de la adicción (tratada

como un agente no-humano) podría verse afectada por lo surtido dentro del tratamiento. Es más, da

la impresión que Darin Weinberg “inmuniza” tal realidad adictiva de los efectos que pudieran surtir

en ella prácticas discursivas (como las terapéuticas, por ejemplo), lo cual negaría justamente esa

suerte de aprendizaje de recuperación al cual alude el autor, y que en teoría estaría más allá de la

generación de huellas mnémicas con el desarrollo de la adicción y con el sufrimiento que esta puede

deparar para el sujeto. En esa medida, habría que indicar que si bien la adición constituye de entrada

la organización de una específica relación del individuo adicto consigo mismo (con la agencia no-

humana que reside en su cuerpo), es a su turno la definición de la posición de este último en relación

con la sociedad y la cultura. La creencia que está en juego, y que define el punto de encuentro de la

contienda discursiva, es la libertad; pero en su satisfacción choca con los límites que le fija la propia

situación psíquico-somática y el interés colectivo con el que tiene contacto a cada momento. Como

lo comenta Weinberg, no se trata de una situación de exterioridad propiamente dicha, de imposición

sobre su “libre albedrío”, sino que más bien es una asunto de contienda, apoyo y distanciamiento en

la que, siendo el individuo adicto en sí mismo una expresión de la sociedad en el devenir, se escinde,

lucha, fracasa y retorna a su ser. Su libertad, esa que sueña retomar por ministerio del tratamiento,

tiene el sello de restricción necesaria; es el imaginario que se soporta sobre un reconocimiento de la

necesidad del horizonte normativo como presupuesto para una satisfacción “estable” del placer.

Herbert Marcuse (1973) recoge con gran precisión tal indicación en el siguiente fragmento:

La libertad en la cultura tiene sus limitaciones internas en la necesidad de obtener y conservar

en el organismo fuerza de trabajo —transformarlo de sujeto-objeto del placer en sujeto-

objeto del trabajo. Este es el contenido social de la superación del principio del placer por el

principio de la realidad, que desde la más temprana infancia es el proceso rector de los

procesos psíquicos. Únicamente esta transformación, que deja en los hombres una herida

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Un anhelo de libertad 29

incurable, les hace aptos socialmente, y por tanto, vitalmente, pues sin su cooperación

asegurada es imposible la supervivencia en un ambiente escaso y hostil. (…) Pero de aquí

resulta también que toda felicidad es sólo felicidad socialmente apta, y la libertad del hombre

crece en el terreno de la falta de libertad (pág. 49).

El anhelo de ser libres es el mito que suele estar en el comienzo y el devenir de la adicción, y a lo

largo del tratamiento perdura como referente. Pero en este caso, y ahora bajo el peso de una ética de

la prudencia y el autocontrol “saludable”, se convierte en una especie de adecuación con el deber

consigo mismo y con los demás. Aparece, pues, en escena el avance de una creencia que muta en la

medida en que el actor atraviesa distintas redes de interacción, enriqueciéndose o palideciendo, en

tanto sucesivos encuentros entre sí mismo y lo no-humano se van surtiendo en su cuerpo y se van

proyectando en su self. En este tránsito, nos enseña Emilie Gomart, las restricciones no solo fijan

límites, sino que a su vez son insumos para la construcción de alternativas de vida. No se trata de un

descarte definitivo de lo racional como guía del propio destino, sino más bien de la identificación de

su alcance real en el juego entre lo natural y lo social. Es allí donde conviene ver en qué medida los

tratamientos están en posibilidad de superar el fetichismo de la sustancia, y en esa medida desplegar

un accionar que, involucrando lo ajeno a la voluntad como elemento necesario para tejer

progresivamente una “buena voluntad” de cambio, puede contribuir a que el adicto, cansado de sufrir

con su existencia, convierta la libertad en un proyecto a la medida de su inmanencia y, sin más salida,

comience a vivir.

1.3 Identificándose a sí mismo

Antes solo pensaba en drogas, ahora no. Para mí eso no es todo, porque antes, como dicen

aquí, perdí mi sentido de vida. Mi sentido de vida era antes ser músico —y antes no; es ser

músico—. Pero me puse a pensar más en farra, más en fiesta, más en drogas, y para mí ya

no es eso. Para mí ahora es... quiero ser músico, otra vez. Quiero volver a tocar mi batería,

quiero volver a ser productor musical, quiero... tengo muchos proyectos que tenía, que los

había dejado olvidados, y ya los quiero retomar. O sea, en eso siento que he avanzado

(Paciente B, 2015).

Aunque se suele recomendar a los pacientes en recuperación no meditar demasiado acerca de su

futuro (proyectarse), en ocasiones hacen mención sobre aquellos cambios positivos que quieren para

su vida. Sueños aplazados y nuevas expectativas son algunos de los aspectos presentados como

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30 Dolor, derrota y liberación

elementos del cambio que, reservando lo mejor para el futuro, llenan al adicto de esperanzas sobre

la posibilidad de no seguir atrapado en su condición de dolor y desesperanza. “Ahora sí sé lo que

tengo que hacer” manifiestan algunos; los hay que no se amilanan y edifican grandes planes para su

vida, y también están aquellos que prefieren ser cautos e ir paso a paso. La reconstrucción de lazos

familiares y sentimentales destruidos o marchitados también tiende a ser una constante en la

formulación de propósitos de recuperación. Cada una de las menciones de este tipo goza de una

particularidad: no se trata de alusiones a meros “aditamentos” de su devenir, sino que más bien son

canalizaciones semánticas sobre la manera en que se perciben a sí mismos. Visto con detenimiento,

el énfasis en la integración, el buscar que la mayor parte de las actividades tengan un desarrollo

colectivo a fin de lograr que cada quien se refleje en el otro (Puerto Laguna, 2007) y la construcción

de una creencia sobre la recuperación son aspectos que dependen de la peculiar conexión que

alcanzan con el self. Pero no se trata de un mero efecto de “reflexión incidental”, y en cambio puede

que en muchos casos suponga la transformación misma del de ese self. ¿Acaso corresponde ello a

una abrupta ruptura del paciente con su pasado previo al ingreso a tratamiento? Tal vez… aunque

más apropiado podría ser hablar de una variación de la manera como el individuo adecúa su devenir

(su estar-siendo) en función del aprendizaje constante sobre su patología adictiva; en palabras de

Michel Foucault, podría hablarse de un cuidado de sí, aunque no solo como potenciador de su sentido

consciente de humanidad, sino a su vez, y de manera notable, como la constitución en el devenir de

una actitud de corte preventivo (Sepúlveda Galeas, 2011). Esto resulta claro al revisar las

apreciaciones efectuadas por John Steadman Rice (1992) sobre la co-dependencia y su relación con

la propuesta sobre la adicción que caracteriza al programa de A-A y N-A. Señala el autor que la co-

dependencia ha surgido discursivamente como una afección erigida en historia de vida del paciente,

siendo con base en ella que este constituye una identidad de recuperación. Con todo, remarca

Steadman que dicha afección, a diferencia de la adicción, sí incluye críticas de corte social hacia las

instituciones que han incidido en su gestación (familia, iglesia, escuela, etc.), al tiempo que se ha ido

posicionando como una enfermedad de orden primario (es decir: no derivada de otras enfermedades).

Este estudio, efectuado desde una perspectiva arqueológica y genealógica, destaca justamente por

revelar cómo los tratamientos de co-dependencia intervienen en primer lugar como instancias de

problematización del tipo de amoldamiento conductual y emocional que la personas realizan para

adaptarse a la cotidianidad de instituciones opresivas. Así, por ejemplo, en entornos familiares en

donde uno o más miembros son adictos, se observaría que los demás desarrollarían, a manera de

adaptación a tal perturbación, roles disfuncionales, en este caso marcados por la impotencia frente

al otro, el dejarse “controlar” y el albergar en segundo plano una obsesión por “controlar”: esta

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Un anhelo de libertad 31

adaptación disfuncional sería la co-dependencia. En ese orden de ideas, según relata Steadman,

representantes de tratamientos frente a tal enfermedad aluden al respecto a una especie de educación

ponzoñosa impartida en tales instituciones opresoras, para el efecto caracterizada por infundir

valores como la vergüenza y la sumisión y por ocultar una pretendida moral innata humana que, bajo

otras circunstancias, convertiría a cada integrante de la especie en un ser creador. Ahora bien, es del

caso resaltar aquí la manera como el autor, a través del análisis arqueológico, logra identificar las

reglas de producción discursiva que rigen los tratamientos al respecto, así como devela una serie de

contradicciones que subyacen a su discurso terapéutico. De entrada resulta notorio para Steadman

que si bien el programa reivindica la especificidad de cada individuo, en el fondo parece fundar un

determinismo en su “curación” al centrar su metodología en actividades tales como la necesidad de

compartir la intimidad con compañeros y terapeutas (a manera de confesión “catártica”) y al disuadir

actitudes “contrarias” al tratamiento al etiquetarlas como “síntomas” de la enfermedad. Más

importante todavía, encuentra el autor que la historia de vida fundada como principio de identidad

tiende a ser individualizadora, y por esa vía inculpadora, de manera tal que el paciente literalmente

queda atrapado entre su enfermedad y la culpabilidad que subrepticiamente le es achacada.

Ahora bien, hay que precisar que el trabajo efectuado por John Steadman parece centrarse en los

denominados grupos de autoayuda, razón por cual algunos de sus hallazgos pueden distanciarse de

lo que propiamente acontecería en tratamientos de corte mucho más personalizado (por ejemplo,

algunos de los que involucran internamiento). En esa medida, mientras él encuentra que el trabajo

surtido en los tratamientos de co-dependencia que estudió opera en la forma de una reducción de

cada problemática a una particular serie de principios generales (algo habitual en grupos de A-A y

N-A), en los que se estatuye en sentido estricto la relación profesional-paciente suele ocurrir que los

pormenores sobre la situación del segundo constituyen elementos que brindan tanto a su enfermedad

como a su recuperación un cariz específico (Castrillón Valderrutén, 2008). De hecho, cuando hace

referencia a la crítica social enarbolada dentro de los tratamientos de co-dependencia, Steadman no

precisa si ello parte de la identificación de problemáticas “contextuales” en el caso de cada paciente,

o si por el contrario simplemente se trata de juicios generales derivados de la “filosofía” terapéutica

de la co-dependencia. Más aún, el autor afirma que este aspecto (la crítica social) contribuye a marcar

diferencia entre el tratamiento de esta enfermedad y otras formas terapéuticas, siendo la primera más

abierta a la apreciación contextual y quedando las segundas en el plano de las tecnologías

individualizadoras de la responsabilidad. Sin embargo, hay que ver que el mismo autor termina por

ver en la co-dependencia una forma de individualización (si bien es cierto que camuflada), a la vez

que en formas más “personalizadas” de tratamientos, en la medida en que se aspira a obtener mejores

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32 Dolor, derrota y liberación

resultados, no resultaría del todo cierto el que haya una concentración casi exclusiva en la “unicidad”

del paciente. Como lo observó Yamid Puerto en su investigación, la indagación por el estado de los

vínculos familiares, y en general las distintas redes de interacción en las cuales se desenvuelve el

paciente, hace parte del “diagnóstico” y a la vez funge como referente en la definición del plan a

seguir al cabo de finalizar las fases iniciales del tratamiento (el internamiento). Sin embargo, cabe

anotar que esto conduce a revisar de mejor manera lo que se concibe con una reconfiguración del

self del paciente, entendiendo que si bien está sustentado sobre un principio de individualización,

ello no necesariamente es sinónimo de “apreciación aislada” respecto del contexto socio-cultural.

Antes bien, y como a esta altura ya puede inferirse, habría que ver que según el tipo de tratamiento

la perspectiva de apreciación de la problemática puede variar ostensiblemente, y en igual sentido

tener mayor o menor incidencia en la amoldamiento del self en función de la profundidad con que

el profesional trabaja con su paciente. En todo caso, conviene que previamente nos detengamos en

lo siguiente antes de sacar conclusiones.

Aludiendo a los posibles efectos de la medicalización frente al uso de sustancias psicoactivas, Robert

J. Levine (1991) presenta una serie de consideraciones en torno a la relación médico paciente, para

hacia el final concluir que esta, en aras de ser consecuente con el principio primum non nocere,

debería seguir el planteamiento sobre el sick role propuesto por Talcott Parsons. De hecho, el autor

estima que el encuentro médico no puede fungir simplemente como una forma de legitimar la

continuidad de la situación patológica, sino que más bien debe ser una escenario en el que el

profesional de la medicina pueda desplegar todos sus conocimientos y dar alcance a su deber ético:

curar al paciente de la enfermedad o cuando menos atemperar los efectos adversos de su condición.

De cualquier modo, resulta llamativo el que Levine ponga bastante énfasis en el papel del diagnóstico

médico, el cual posiciona como pivote entre un pretenso plegamiento del médico a los designios del

adicto (con la consecuente legitimación de la continuidad de su cuadro patológico) y la posibilidad

de entablar una interacción que en verdad posicione a la práctica médica como garante de la salud

—situación a la cual se refiere Levine como “negociación”—. Lo interesante está en ver que este

acuerdo médico-paciente acerca de la naturaleza de la adicción (su definición como una enfermedad)

y sobre el tratamiento a seguir puede que no resulte tan simple como el autor pareciera sugerir. En

primer lugar, y contario a lo que acontece con otra serie de enfermedades, el diagnóstico de la

adicción no se agota con la traducción de su definición oficial (la categorización bajo el síndrome de

dependencia) al caso concreto, ni mucho menos con las impresiones iniciales del profesional sobre

su paciente. En lugar de ello, se podría decir que es al cabo de prolongados períodos de interacción

que una imagen mucho más nítida sobre la condición del paciente va siendo construida, y de hecho

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Un anhelo de libertad 33

en ocasiones el contar con la posibilidad de profundizar en cada caso no es una garantía de éxito. En

segundo lugar, este proceso de constitución de la enfermedad en la particularidad, al ser básicamente

una problematización del self, bien puede chocar con la resistencia ofrecida por un paciente que

puede sentirse atacado. Otra serie de dificultades supone la puesta en marcha del tratamiento, las

cuales, como nos lo recuerda Emilie Gomart (2002), no ameritan ser vistas simplemente como una

cuestión de abstención. En suma, la disposición del paciente a colaborar con el médico no es un mero

acuerdo (al menos en lo que respecta a tratamientos “profundos”), y en cambio supone la

problematización del self, la progresiva inmersión del paciente en esa esfera de adquisición de

autoconciencia y la difícil variación de su estilo de vida como primer paso para avanzar en la

superación de su situación.

Es de precisar que, según lo veníamos adelantando, en la medida en que el acercamiento al paciente

sea mucho más profundo tanta mayor ha de ser la incidencia del tratamiento en su self.

Procedimientos de desintoxicación y de atención primaria, al igual que otros desarrollados de forma

esporádica, no dan lugar a un trabajo profundo sobre la “integridad” del problema adictivo (su

conexión con el self), y puede que en ocasiones no estén mediados por aquella negociación a la cual

alude Robert Levine (1991). A este propósito resulta interesante aludir a un trabajo de Alejandro

Zaballos y María Carmen Peñaranda-Cólera (2013), enfocado a estudiar los centros de atención

primaria en salud en Barcelona en cuanto enclaves de saber-poder con el papel de ejercer la función

de control social. Para estos autores, que parten de una perspectiva constructivista social, su

investigación pone de presente el cambio surtido en la filosofía médica desde los años 90 del siglo

XX, el cual supuso un desplazamiento desde la enfermedad como punto nodal del servicio médico

hacia el cuidado de la salud. En su sentir, esto ha incidido en una proliferación del saber sobre el

paciente —ya no solo el que se encuentra enfermo—, con el consecuente diseño de una ética de la

responsabilidad de sí. De hecho, y yendo un poco más allá, Zaballos y Peñaranda-Cólera se

aventuran a señalar que ello ha convertido a la población en progresivamente dependiente del

consejo médico, se le ha infantilizado; es el ámbito de interacción donde se surte la reducción del

discurso del paciente, o su incorporación, a la práctica médica. Se trata, según señalan, de un

“disciplinamiento” hacia la “vida sana”, con la consecuente conformación de sujetos moral, ética y

políticamente útiles.

La clave del trabajo de Zaballos y Peñaranda-Cólera reside en el hecho de identificar en el sistema

de atención primaria una diferenciación entre cuerpo y organismo, fungiendo el segundo como

registro estadístico que propende por operar sobre un plano “positivista”, en tanto que el primero

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34 Dolor, derrota y liberación

daría cuenta de una especie de rescate de la subjetividad del paciente en la conformación del

diagnóstico. Así las cosas, si mientras la enfermedad es presentada por los autores como una

regulación de la realidad que encasilla la diversidad del mundo de la vida (Schütz, 1972) entre los

cánones del cuadro sintomático, y si además esta forma de verdad es apuntalada con los resultados

obtenidos a partir de la práctica de una serie de pruebas químicas y de laboratorio en general, una

suerte de preocupación del profesional por su paciente lo conduciría a escucharlo, a tratar de ver al

ser humano que se encuentra detrás de la objetividad de sus síntomas. A partir de lo anterior los

autores, al contextualizar su investigación dentro del marco de la crisis económica por la que viene

atravesando desde hace algunos años el Estado español, señalan que la preeminencia queda

progresivamente en manos del tipo de tratamiento centrado en el organismo, en tanto que el cuerpo,

como síntesis de lo estadístico y lo subjetivo, se ve relegado merced, entre otros, a la falta de recursos

y a las políticas de optimización del gasto público.

Para Zaballos Y Peñaranda-Cólera esta suerte de infantilización de la población contribuye a revelar

la vulnerabilidad del paciente con respecto al profesional, quien, gozando de un carácter legitimador

a través de tecnologías tales como el diagnóstico y la posibilidad de “recetar”, es el llamado a marcar

el derrotero de la recuperación. Inclusive, su relevancia es tal que interviene como copartícipe de

una corriente de medicalización que da curso a nuevas formas de subjetividad, concretamente a la

conversión de la verdad médica en ética para el paciente, quien con su aquiescencia confirmará la

efectividad del control social propiciado por el dispositivo terapéutico. De cualquier modo, resulta

palmario que lo presentado por los autores explica de forma plausible los encuentros entre médico y

paciente transidos por un acervo cultural que perfila con precisión los contornos de sus respectivos

roles —a la vez que interviene en la legitimación de sus actuaciones recíprocas—, pero puede

presentar problemas en relación con fenómenos parcialmente medicalizados. En ese sentido, y

siguiendo lo expuesto en su momento por Antonio Gramsci (1967), bien se podría afirmar que frente

a situaciones como la adicción “la profundización del concepto “unidad de teoría y práctica” no

está sino en su fase inicial” (pág. 74), circunstancia que invitaría a pensar que lo que podría

concebirse como el campo terapéutico de la adicción8 no goza de la suficiente autonomía como para

8 Si bien empleo ex profeso este término para aludir a la propuesta explicativa esbozada por Pierre Bourdieu

(2005), no busco con ello instrumentalizar la teoría de campos para dar curso a la apreciación de los

tratamientos para las adicciones, como sí hacer evidente la relevancia de la independencia como indicador del

grado de autonomía con que cuenta una particular delimitación socio-cultural a la hora de regir sus prácticas

y estructurar sus relaciones con el exterior. De hecho, en esos mismos términos, también podría aludirse a la

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Un anhelo de libertad 35

marcar una frontera nítida entre el ámbito de la vida cotidiana (Heller, 1987) y la práctica médica-

terapéutica (como tienden a sugerirlo los autores en lo que concierne a los centros de atención

primaria en salud). Por otra parte, la comparación que efectúan Zaballos y Peñaranda-Cólera entre

la diversidad de la cotidianidad y la pretensa unilateralidad del saber médico expele un cierto aire

romántico, el cual hasta cierto punto parece reincorporar nociones sobre el poder y la producción

discursiva en términos eminentemente represivos. Sin desconocer que la práctica médica fija límites

semánticos con otras formas de conocimiento que integran la cultura, ¿hasta qué punto ello supone

un reduccionismo cuyas reglas de producción discursiva literalmente prescinden de lo que no se

“ajusta” a las adecuaciones nominales con las que trabaja la medicina? A fin de retratar este punto

resulta útil que revisemos la siguiente indicación de un terapeuta de la Fundación.

Todos los días uno tiene la enfermedad, entonces todos los días uno se debe derrotar ante

ella. ¿Yo cómo lo hago? Yo todos los días cuando me levanto lo primero que hago es rezar

la oración de la serenidad. ¿Por qué? Porque la oración de la serenidad representa mucho

más que lo que dice. Esa oración la aprendí estando acá, aprendiendo de mi enfermedad, y

digamos que me hace consciente de que soy adicto y por eso necesito lo que le estoy pidiendo

en esa oración al poder superior. Ahí yo hago un primer paso, porque ahí estoy aceptando

que si consumo drogas pues me destruyo. Lo acepto en cada momento, lo acepto cuando

vengo a trabajar. Porque si no vengo a trabajar es abrirle una ventana a mi enfermedad. Lo

hago cuando procuro tener sano juicio, tomando decisiones con sano juicio, porque entiendo

que si no me hago consciente de eso mi enfermedad puede que me haga daño (Terapeuta B,

2015).

La propuesta de Zaballos y Peñaranda, aunque se inclina por inscribir su investigación dentro de un

contexto neoliberal que, amén de apalancar una reducción del andamiaje del Estado, opera sobre la

base de una orientación de la cotidianidad hacia el cuidado de la salud (healthism), parece no estar

en posibilidad de mostrar cómo el encuentro médico-paciente puede alimentar ese ciclo de

transformación del día a día en un terreno de lucha discursiva entre la “diversidad” y el régimen bio-

político de la nueva filosofía de la medicina. Puede que en parte ello sea debido al objeto de estudio

seleccionado por los autores, el cual resulta más proclive para identificar el fenómeno en su

noción de sistema social presentada por Talcott Parsons (1974), concretamente a su concepto de zonas de

interpenetración como franjas de comunicación entre los distintos sistemas.

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36 Dolor, derrota y liberación

desenvolvimiento sincrónico antes que en el largo aliento de lo diacrónico. Mejores resultados

obtiene a este respecto John Steadman (1992) al abordar arqueológicamente la co-dependencia, ello

toda vez que con el concepto historia de vida logra posicionar la pregunta acerca de una constitución

progresiva de la identidad de recuperación. En resumen, lo que interesaría ver es cómo tiene lugar

una situación como la expuesta en el fragmento citado previamente; se trata de ver cómo alguien,

tras cada amanecer, se percibe a sí mismo de una determinada manera, trabaja en ello, y de hecho

procede como si se tratara de una tarea de nunca acabar. De momento puede indicarse que tal

situación de cuidado constante de sí, lejos de marcar una ruptura entre una instancia “estrictamente”

terapéutica y lo demás que integra la cotidianidad, entraría a jugar como un nuevo régimen de

conexión entre lo terapéutico y lo no-terapéutico, de manera tal que el adicto egresado de un

internamiento literalmente se vería impelido en cada momento a erigir un estilo de vida que articule

ambas esferas y le permita “sobrellevar” su condición. La enfermedad es convertida en una compañía

permanente del adicto, algo con lo que debe lidiar de continuo, una fuente de preocupaciones y de

alerta constante; pero ella no es algo externo, sino más bien, como lo plantea Darin Weinberg (2008),

consiste en el agente no-humano que reside dentro del propio sujeto. La enfermedad está en el

paciente, es el mismo paciente, y el cambio para su vida, que no es otra cosa que el cambio de sí

mismo, representa el punto culmen de la transformación de la práctica terapéutica negociada en

autoconciencia con ribetes de liberación. Una lucha consigo mismo marca la problematización de

aquello de que se concibe como libertad, y es en la reanudación del respeto por la normativa social

que el discurso sobre recuperación, cuan sibilino pudiera sonar en un comienzo, termina por

transformarse en cuerpo. Así lo comentaba un paciente de la Fundación.

El primer paso dice: "admita que usted es impotente, admítalo, usted es impotente porque a

usted le fascina meter y no puede dejar de meter". ¿Cuántas veces yo no lo intenté? ¿Yo no

intenté dejar de fumar marihuana con un método, con un psicólogo, fumando cigarrillos,

comiendo mentas, jartando, de todo? Y no pude porque esa era mi impotencia. Y yo vengo

acá, y conozco el programa y me dicen: "vea, usted tiene la libertad de decidir qué quiere

hacer; ¿quiere ir a meter?, vaya y meta, pero seguramente mañana se va a dar cuenta que usted

no es libre". ¿Por qué no es libre? Porque tiene que estar metiendo, y metiendo, y metiendo,

y metiendo, y metiendo y metiendo. En cambio acá le damos la libertad que decida y que haga

con su vida algo digno. (…) Me parece a mí que la libertad verdadera está en la sobriedad,

porque el sano juicio me provee a mí la libertad de tomar decisiones dignas para mi vida. En

cambio, cuando yo estoy en consumo activo no puedo tomar una buena decisión porque todo

gira en torno a lo mismo: al consumo (Paciente D, 2015).

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Un anhelo de libertad 37

1.4 Un nuevo concepto sobre cómo vivir

Cada jornada los pacientes de la Fundación se veían impelidos a luchar contra el transcurso del

tiempo. Lo que al principio parecía una rutina agobiante terminaba por ser la única salida frente al

adormilamiento del encierro. A lo largo de días enteros la ansiedad, el mutismo y el forzoso

encuentro con pensamientos aplazados eran todo cuanto aparecía como colofón de esta singular

enajenación. De pronto la sensación sobre lo efímero de la existencia individual quedaba en

evidencia; sin los distractores de la cotidianidad, sin subterfugios, sin la posibilidad transitoria de

acoger las rutinas desarrolladas extramuros, cada quien, atrapado dentro su propia y extraña intra-

temporalidad, no tenía otra opción más que enfrentar a su manera esa particular bruma de soledad y

embotamiento, desidia y resignación. Algunos lograban lidiar con ello durante su internamiento,

otros abandonaban el tratamiento en cuanto la desesperación se hacía más fuerte que su capacidad

para soportar tales embates con sabor a la nada. Con todo, no se trataba únicamente de lo vivido

dentro de la Fundación, sino que ahora era una incógnita que debían llevar a cuestas de forma

permanente. Ni cuarenta y cinco ni sesenta días; el tratamiento no culmina con el egreso del

internamiento, allí apenas comienza. No son pocos los que una vez “libres” se esfuerzan por dejar a

atrás este suceso, procuran olvidar, o cuando menos no volver a los ritmos de una agobiante rigidez;

pero los demás, temerosos de recaer en su adicción, transforman cada nuevo amanecer en la plaza

de una nueva batalla contra su entorno, contra sí mismos, contra su enfermedad, contra el paso del

tiempo. Ese es discursivamente el camino de la recuperación construido en la Fundación: un sinuoso

sendero que nunca se termina de recorrer, que a cada instante juega con la incertidumbre del

frustrante retroceso y la caída, que demanda entrega total y estado de alerta. Es allí donde la adicción,

fungiendo como función límite, adquiere materialidad y anclaje con la mismidad del paciente en

tanto y en cuanto se constituye en derrotero del equilibrio psíquico y corpóreo; y es sobre tal base

que la recuperación aparece, no como instancia conclusiva, sino como ética holística que demarca el

rumbo de proyectos de vida de sobriedad.

Indicaciones sobre este particular son esbozadas por María del Carmen Castrillón (2008), quien, al

cabo de efectuar una etnografía con comunidades terapéuticas para las adicciones en la ciudad de

Cali, encontró una serie de importantes elementos en la configuración de estilos de vida de sobriedad.

De hecho, la autora descubrió que tales estilos de vida aparecen como una forma de control social

institucional respecto de la que viene a ser postulada como una identidad “drogadicta”, aquella vista

como un otredad inaceptable y que es instrumentalizada en el despliegue de formas de exclusión

social y de diferenciación al ritmo del establecimiento de formas de escisión entre “lo humano”

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38 Dolor, derrota y liberación

(legitimadas) y lo “no-humano” (portadoras de estigmas, anti-sujetos, bestialidad, etc.) Una

importante ventaja de este trabajo investigativo reside en el hecho de haber sido efectuado de manera

transversal a distintas formas terapéuticas, oscilantes entre la fundamentación religiosa y los

planteamientos laicos, lo cual condujo a Castrillón a poder describir con notorio detalle las

peculiaridades de cada construcción discursiva en torno a aspectos como la visión de la adicción

manejada en cada caso y los distintos tipos de recuperación propuestos. Así, verbigracia, en lo que

la autora denomina como “teoterapias” la enfermedad se encuentra emparentada con la constitución

de “sujetos infernales” y una visión pesimista sobre la sociedad (coincidiendo hasta cierto punto con

lo visto por John Steadman (1992) respecto de la co-dependencia), al tiempo que la “solución”

postulada en ese marco frente a la afección tiene origen en una “voluntad” exterior al individuo y de

corte trascendente. Por su parte, las “laicoterapias” aluden en cambio a sujetos disfuncionales

altamente vulnerables (son voceras por excelencia del lema “solo por hoy”), incluyendo dentro de

sus principios de acción la individualización de la responsabilidad y el ideal de sobriedad.

Bastante interesante resulta el ejercicio cuando Castrillón presenta los tratamientos de corte mixto,

los cuales, amén de la complementariedad discursiva que tienden a propiciar, son mostrados por la

autora como gestores de notorias dificultades para los pacientes a la hora de encumbrar el estilo de

recuperación. Por una parte, a los internos que tienden a ensalzar en demasía las creencias religiosas

se les suele ver con cierta desconfianza (como “fanáticos”), pero a su vez ocurre que los

planteamientos de corte científico no están en posibilidad de ofrecer bases sólidas que fortalezcan la

convicción en la recuperación, de manera tal que muchos de los egresados, si no es que recaen,

terminan por acudir a entidades de enfoque “teoterapéutico”. Para Castrillón el fenómeno de la

adicción pone de presente la cuestión del individualismo moderno, el cual en cierto modo sería

garante de la conexión de segmentos sociales (como las comunidades terapéuticas) con el sistema

social en su conjunto a través del control de cara a la preservación de la integración social y el

panoptismo. En los tres casos la autora no solo logra hacer evidente que la recuperación supone la

constitución de un estilo de vida de recuperación (una identidad opuesta a la “infernal” o

“disfuncional”), sino que a su vez destaca las complicaciones prácticas y adhesiones discursivas por

las que debe transitar el paciente en recuperación (entre las cuales incluso figura la recaída). No se

trata, en todo caso, de formas terapéuticas de alcance generalizado, sino que más bien, y como lo

señala Castrillón, su estudio se basó en lo visto en entidades cuya mayoría de población está

conformada por pacientes de estratos socio-económicos bajos. Esto bien puede dar lugar a preguntar

hasta qué punto tratamientos de este tipo, interviniendo como mecanismos de control social, pueden

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Un anhelo de libertad 39

aparecer como formas de reducción de conatos de resistencia más que como tecnologías

eminentemente empoderadoras, aunque sobre ello no se detiene la autora9.

De otro lado, habría que destacar que la propuesta explicativa plasmada por Castrillón podría

conducir a categorizar las comunidades terapéuticas como eminentemente funcionales al sistema

social, algo con lo cual marcaría un cisma no justificado entre la formación de identidades

socialmente aceptables y la crítica social que en ocasiones fue ventilada en algunos de los

tratamientos. De igual modo, su forma de concebir al individuo (su conformación, su vinculación

con grupos sociales) parece hasta cierto punto ser más bien de corte decimonónico, lo cual puede

resultarle adverso al tratar de abordar una problemática como la adicción, cuya discursividad y

expresión en la práctica tienden a ser un correlato de aspectos de mote posmoderno como la

desintegración social, el desdibujado de la unicidad como principio rector y la creciente

descentralización en la estructuración de la identidad. Ambos aspectos parecen dar al traste con la

intención de Castrillón por identificar las singularidades de cada forma terapéutica (teológica, laica

y mixta), ello merced a que siendo todas funcionales al sistema, y todas dando como resultado el

mismo tipo de individuo, las diferencias de corte empírico quedarían obnubiladas por la

homogeneización epistemológica que introduce de contrabando.

Algo adicional que resalta en el trabajo de Castrillón es el hecho de no resultar en él del todo nítida

la conexión entre el estilo de vida de recuperación propiciado por las comunidades terapéuticas y el

fenómeno de integración social, concretamente en lo que atañe al papel de saberes “especializados”

(psicología y demás) en la estructuración de los horizontes ético y moral que han de fincar la

reinserción del adicto en la sociedad. Así, por ejemplo, la interpretación que la autora efectúa de los

datos arrojados por su investigación sugiere que la ética de recuperación resulta más proclive a una

ruptura con elementos de corte cientifista (por cuanto en la práctica no ofrecen un sustento sólido a

la creencia en la recuperación) y, a su turno, tendencialmente vinculada con ideales de devoción

externos. Pareciera, en ese sentido, que Castrillón solo aprecia de forma parcial los efectos de

tratamientos laicos y mixtos en lo que atañe a sus saberes “especializados”, omitiendo desde el inicio

cualquier mención a fenómenos de alcance sistémico como la medicalización y el salutismo (este

9 Haciendo un paralelo con el dispositivo de la sexualidad, es de recordar que Michel Foucault (1995) encontró

que este fue en primer término aplicado por la burguesía sobre sí misma como mecanismo de depuración de

su linaje, y a posteriori sobre otros segmentos sociales (como el proletariado) como un instrumento de

disciplinamiento (y control social), concretamente de preservación de la división de clases.

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40 Dolor, derrota y liberación

último conocido en la lengua inglesa como “healthism” o “healthicization”), cuya incidencia en los

conceptos de salud y enfermedad y en la definición de rutinas de vida ha sido, cuando menos,

relevante a lo largo del siglo XX y lo que va corrido del presente. ¿Redundan, pues, los tratamientos,

directamente o indirectamente, en la incentivación de valores propicios para la constitución de éticas

de integración a lo sumo sectorial (por no decir: sectaria y marginal)? Tal pregunta, a decir verdad,

queda sin hallar respuesta en el artículo de Castrillón.

Importantes consideraciones sobre el papel de los “saberes especializados” han sido realizadas por

Peter Conrad (1992), quien, al retomar la pregunta sobre el papel de la medicina como instrumento

de control social, recuerda que discusiones al respecto empezaron a surtirse en los años 70 del siglo

XX con la obra de Talcott Parsons y el auge del paradigma de la reacción social en las ciencias

sociales. Introduciendo algunas aclaraciones de orden teórico, precisa este sociólogo norteamericano

que la medicalización no debe verse como una mera extensión de la medicina, ello toda vez que

constituye un complejo proceso socio-cultural cuyo despliegue abarca de forma diferenciada las

dimensiones conceptual, institucional y de interacciones, a la vez que comprende la atención tanto

de conductas desviadas como de “lo natural”. En esa medida, lo que cabría ver como una incidencia

del proceder médico sobre la identidad individual no seguiría propiamente la forma de una

imposición, sino que más bien sería un mecanismo de control con alcance variado (en el caso de la

adicción alude a un avance parcial de la medicalización), pudiendo tener un cariz ideológico,

colaborativo, tecnológico o de vigilancia. A su turno, advierte Conrad que es preciso no confundir

entre la medicalización, que plantea la extensión de lo moral sobre el plano médico, y el salutismo

(healthicization), que da cuenta del empleo de definiciones médicas en ámbitos no-médicos. Esto, a

su juicio, permite diferenciar con mayor precisión la función social que ejercen los miembros de los

cuerpos médicos de otra serie de fenómenos que, aunque con “ropajes” conceptuales propios de

dicha disciplina, corresponden a tendencias sociales a lo sumo indirectamente relacionadas con la

interacción médico-paciente.

Uno de los grandes aportes del planteamiento de Peter Conrad consiste en el hecho de no personalizar

el control social ejercido por la medicina (algo que, por ejemplo, tiende a ser la constante en la obra

de Erving Goffman (2007)), dándole así un vuelo estructural al fenómeno de la medicalización y

categorizándolo con notorio detalle. De hecho, la precisión de sus argumentos abre las puertas a la

identificación de una variedad de estados de avance de dicho fenómeno social, circunstancia que a

su vez facilita la labor de posicionamiento histórico de su desenvolvimiento en casos específicos

(por ejemplo, lo acontecido con la adicción en Colombia). De cualquier modo, es preciso decir que

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Un anhelo de libertad 41

Conrad postula sin mayor explicación el papel de la medicina como mecanismo de control social,

así como pareciera sugerir otro tanto frente a la medicalización, sin indicar si tal fenómeno puede

tener un despliegue distinto al eminentemente funcional, y sin que a su vez haga mención de los

casos en que ha tenido lugar una des-medicalización (Cox, 1977). De igual modo, podría no resultar

del todo clara la diferenciación que marca entre medicalización y salutismo, máxime si se tiene

presente que uno y otro bien podrían tener origen en una línea evolutiva social (Elias, 2010) común.

Poniendo lo anterior en perspectiva, se podría pensar que el efecto de disciplinas de corte científico

en ámbitos terapéuticos puede ser variable en lo que atañe a la configuración de la identidad de los

pacientes, con lo que resultados como los identificados por María del Carmen Castrillón (2008)

serían tan solo algunos de otros tantos verificables en la práctica. De igual modo, las dimensiones de

medicalización que identifica Conrad no solo supondrían el nivel en que la disciplina (y sus

profesionales) intervendrían en el control de desviaciones, sino que a su vez sería el signo del tipo

de incidencia que estarían teniendo en la estructuración de estilos de vida de recuperación. En tal

vía, al operar por períodos prolongados formas de control ideológico y colaborativo, podría

producirse un entrecruce con el fenómeno del salutismo en el tratamiento de pacientes, y en esa

medida propiciar en estos últimos una interiorización conceptual que funja como punto de referencia

a la hora de definir lo que está “bien” y lo que está “mal” (algo a lo que no hace referencia Castrillón).

El papel del médico, y el del profesional terapeuta en general, ciertamente goza de preeminencia en

la capacidad de legitimar, pero no únicamente en lo que concierne al reconocimiento de la presencia

de una enfermedad que exime del desempeño de las obligaciones inherentes al rol social que se

desempeña, sino a su vez en la conversión de los enclaves de saber-poder en torno a la salud en

referentes para la configuración de éticas del cuidado de sí que, más que borrar las dudas del camino,

las convierte en puntales del cuestionamiento que cada adicto de hacer de sí mismo.

—Andas muy distraída, ¿te ocurre algo?

—¿Eh?, ¿yo? No, no es nada.

—Ni siquiera has toca tu almuerzo.

—Es que no tengo mucha hambre. —Emilce procuro comer, aunque no pudo evitar

preguntar acerca de algo que la estaba inquietando desde la mañana—. Oye, Francisco, ¿nunca has

dudado de esto?

—¿De qué?

—De que el tratamiento funcione.

—¿Por qué lo preguntas?

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42 Dolor, derrota y liberación

—Es que hay muchas personas a las que no les ha funcionado, y a veces parece que nosotros

simplemente seguimos los consejos de nuestros terapeutas y de otros compañeros, pero nada más.

Además, hace unas horas, cuando te vi en la calle, tú mismo parecías andar confundido, como sin

saber qué hacer. Y hasta el momento no has dicho una sola palabra al respecto. —Francisco no pudo

evitar exteriorizar un gesto de contrariedad.

—Creo que tienes razón, algo por el estilo fue lo que me trajo hoy a este lugar. Pensaba que

con seguir las recomendaciones iba a bastar, pero con cada día que pasaba me sentía peor. La verdad

es que…

—¿Es qué, Francisco?

—Es que me da miedo volverme dependiente de esto. —Por unos segundos ambos se

miraron a los ojos, cual si pretendieran dilucidar el sentido de una conversación que hasta ese punto

les resultaba prohibida.

—Te entiendo… A mí me asusta lo mismo. —De pronto Emilce recordó algo—. Estuve

hablando con Susana, la interna que conocimos esta mañana. Parece saber mucho sobre esto.

Podríamos hablar con ella.

—¿Tú crees?

—Sí, solo debemos procurar buscarla después del almuerzo.

Hay que ver, en todo caso, que la medicalización no ha estado exenta de recibir críticas. Al respecto,

Renée Cox (1977) expone algunas consideraciones acerca de lo que concibe como un proceso de ida

y vuelta, al tiempo que introduce una serie de precisiones acerca del alcance de las posturas

escépticas sobre el particular. De entrada comenta que es preciso tener en cuenta la progresiva

extensión de la noción de salud en la cultura, situación que desde su punto de vista ha redundado

tanto en la conversión de esta en un derecho como en la disolución paulatina del aura de infalibilidad

y predominio ostentada por la disciplina médica en la escena social. En esa medida, señala que dicha

extensión no es algo que concierna exclusivamente a la disciplina médica, sino que más bien

constituye una discusión surtida en distintas áreas, derivando muchas veces en cuestionamientos

sobre el grado de objetividad del cual goza el proceso de constitución de problemas sociales en

enfermedades. Para Cox las críticas contra la medicalización corren paralelas en muchos casos con

la inconformidad con el funcionamiento del sistema médico. Así las cosas, más que apuntar a

defender una des-medicalización (un cambio estructural), lo que el autor identifica en muchos de los

cuestionamientos es la búsqueda de que los principios que orientan el sistema de salud se consoliden,

y en esa medida la prestación del servicio de salud sea mejor. Esto le da pie para mostrar que tanto

medicalización como des-medicalización no operan simplemente como formas racionalmente

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Un anhelo de libertad 43

dirigidas, y que en cambio suponen complejos procesos socio-culturales (y de alguna manera

“existenciales”) cuyo devenir no está atado al proceder consciente de determinados actores (como

los médicos, por ejemplo).

En el fondo es ventilada por Cox la cuestión del control social, aunque indica que ella va de la mano

con el carácter variable de la condición humana y su sucesiva problematización en la práctica. Esta

propuesta explicativa permite ir un poco más allá del planteamiento efectuado por Peter Conrad

(1992), básicamente en la medida en que identifica un mayor dinamismo en el fenómeno de la

medicalización, así como resulta proclive para caracterizar de mejor manera algunas de las

resistencias ofrecidas frente a la introducción del saber médico en la regulación de prácticas sociales.

No obstante, por momentos queda la impresión de que Renée Cox tiende a reducir la mayor parte de

las críticas a un asunto de inconformismo, y, lo que es más, parece apreciar este último en términos

estrictamente homogéneos. Así, por ejemplo, apelando a las indicaciones de este autor no sería del

todo factible explicar las eventuales dificultades de tratamientos de corte cientifista para poner en

práctica la función de control social (puestas de relieve por María del Carmen Castrillón (2008)), al

menos en lo que concierne a la falta de un peso específico de pautas simbólicas científicas en la

configuración de estilos de vida de recuperación. Cox acierta al indicar que esta situación tiene su

principal campo de despliegue en la práctica, pero resulta preciso echar mano de elementos de juicio

adicionales en aras de avanzar en la discusión acerca de si la ciencia, al encarar enfermedades como

la adicción, resulta en buen grado dependiente del apoyo emocional de ideas tejidas a la luz de

“inspiraciones trascendentes” (que sería lo que en principio podría derivarse del trabajo de

Castrillón).

Si bien la constitución de una ética de recuperación para el adicto surge de su lucha contra el tiempo,

su propósito no es simplemente el de llenar los “vacíos” del tiempo vital individual. Utilizando un

término psicoanalítico, se podría aceptar que la ética tejida a dos manos por terapeuta y paciente

tiene como objetivo resemantizar una falta existencial, con lo que contribuiría básicamente a

establecer un estilo de vida que encarrile al paciente hacia una realización constante de sí que lo

libere de la opresión de la adicción (preservación de la falta y resemantización a fin de hilvanar un

sentido de vida). Pero no es un llenado de lo que se trata, como sí de juego, de estimulación y control,

de trabajo sobre un miedo que, intuido y experimentado por el paciente como fuerza inefable, es

convertido a lo largo del tratamiento en concepto instrumental de cara a la recuperación. De

sentimientos que, como diría Sándor Márai (2005), “pueden atravesar el alma como el río

desbordado atraviesa zonas inundadas” (pág. 114), pasando por el desespero de un no-hacer-nada,

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44 Dolor, derrota y liberación

hasta arribar al resemantizado miedo de un no-poder-parar desbocado, la cadena simbólica que rige

la nueva ética parece tener como trasfondo un elemento identificado por Mauricio Sepúlveda Galeas

(2011): el riesgo. El autor, que realiza un análisis que trasciende las consideraciones sobre la

medicalización, señala que el riesgo constituye el aglutinante de las prácticas de gubernamentalidad

y biopoder en el neoliberalismo, a la vez que ha contribuido a articular lo tecnológico, lo moral y lo

epistémico en el gobierno de las poblaciones. En ese orden de ideas, comenta que a lo largo del siglo

XX la discursividad en torno la moralización y la definición de desviaciones ha seguido una senda

de variación de apreciaciones sobre el peligro: arrancando con el criterio de la responsabilidad, de

finales del siglo XIX, con una exaltación de la moral de cuidado individual y la benevolencia y la

particular inclinación hacia la previsión; pasando posteriormente hacia la profusión de la solidaridad

con el Estado de bienestar y el énfasis en el aumento de la base legal y en la prevención (se concibe

que el saber predomina sobre el poder); para llegar en las últimas décadas a la seguridad, en donde

prima la incertidumbre y la retórica de la precaución.

Dentro de este último estado, el cual es presentado como instancia histórica en la que prima el

escepticismo sobre el potencial de la ciencia y el conocimiento, así como resulta transida por la

diversificación tanto del corpus como del locus del saber, Sepúlveda posiciona al homo prudens,

aquel sujeto autónomo y libre que, con la probabilidad como principal herramienta, visualiza el

devenir como el reino de lo imprevisible. Para el autor se trata del estado de cosas en el que opera la

reducción de lo humano a la cifra, la economización del poder, la multiplicación y la dispersión de

los riesgos y la consolidación de la división de clases. Es también el escenario de una moralización

y una radicalización en la definición de las desviaciones; de hecho, y yendo más allá de lo expuesto

por Renée Cox (1977), Sepúlveda encuentra que antes que derechos, lo que hay son seguros y

aseguramiento de riesgos, y en lugar de “culpables” aparece la noción de “responsables”. El autor

presenta así una forma sumamente sugestiva sobre cómo concebir el riesgo y la incertidumbre dentro

de la configuración geo-política y la administración de la vida, para el efecto reconstruyendo su

genealogía en el transcurso de la modernidad. Es allí como logra dos resultados que no es del caso

desconocer: 1) permite ver la repotenciación del concepto liberal de libertad, el cual, sin

necesariamente deslindarse de las críticas de que ha sido merecedor (Gomart, 2002), ha encontrado

un nuevo aire a través del direccionamiento cada vez más asiduo de los dispositivos contemporáneos

(como la medicina y los tratamientos para las adicciones, por ejemplo) hacia la cuestión de la

prudencia-ante-la-incertidumbre; y 2) abre la posibilidad de explicar situaciones tales como el temor

constante de adictos en recuperación por la recaída y el privilegio de la filosofía del “solo por hoy”

(Castrillón Valderrutén, 2008) como derivaciones de un fenómeno de saber-poder de mayor

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Un anhelo de libertad 45

envergadura (o, si se quiere, de alcance estructural). Esto último resulta clave a la hora de

desnaturalizar lo que algunos conciben como un efecto de infantilización de los pacientes gestado

por determinados dispositivos terapéuticos (Zaballos Samper & Peñaranda-Cólera, 2013),

entendiendo que no se trata propiamente de una consecuencia directa de la aplicación de saberes

científicos y/o teológicos, sino que en buena medida es un resultado de la tensión con formas

globalizantes de poder.

De cualquier modo, preciso es destacar que en el planteamiento de Mauricio Sepúlveda brillan por

su ausencia consideraciones sobre las resistencias surtidas frente a tal avance discursivo del riesgo,

circunstancia que brinda a su explicación teórica un aire de unilateralidad histórica no del todo

justificado. Adicionalmente, al pasar por alto la manera como una ética del homo prudens alcanzaría

materialidad a través de las prácticas sociales se pierde de vista la complejidad del fenómeno, e

incluso da pie para concebirlo como una mera imposición de poder-saber sobre distintas poblaciones.

En ese sentido, puede que una visión más detenida sobre lo acontecido no solo revele los pormenores

de un proceso con giros discursivos y de poder variables y ocasionalmente incongruentes entre sí,

sino que además ofrecería nuevas pistas sobre la manera como a partir de la incertidumbre son

constituidos nuevos enclaves de poder-saber, y por tanto erigidas nuevas certezas —tal vez nuevas

naturalizaciones— acerca de la conducción moral del ser humano en sociedad. Los pacientes en

proceso de recuperación se adentran progresivamente en una forma de auto-conciencia que los hace

desconfiar de sí mismos, o, más exactamente, de esa parte de sí en la que simbólicamente concentran

las flaquezas y perversiones de su ser. No es tan solo una cuestión de lucha contra lo fortuito, sino

de renuncia ante lo insuperable; es el paso de lo incierto de lo por venir hacia la derrota ante una

certeza que marcará sus vidas de forma permanente. Ante ese encuentro con lo inevitable aparece la

creencia en una potencia igualmente superior, fuente de una voluntad que desborda el libre albedrío

y lo fortalece, que lo conduce por el camino de la recuperación. Es en medio de la lucha de ambas

potencias que la ética, producto discursivo transido por la disputa y la contrariedad de la

resemantización de los impulsos vitales, surge para ser luz y guía en un camino azaroso y peligroso.

Es esa incertidumbre, inherente al hecho de vivir en una sociedad pretensamente posmoderna,

aquello que alimenta el terreno de la recuperación; pero no es la misma recuperación, ni tampoco

produce sus efectos originales. Su formulación tiene el signo de la conversión de una debilidad

manifiesta en inspiración para el cambio; el estigma troca en principio fundacional de una identidad

redentora, es la expresión de una esperanza que solo surte efecto si se interpreta al ritmo del “solo

por hoy”.

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46 Dolor, derrota y liberación

1.5 Y cómo volver a empezar

—Todos los egresados son iguales. Primero llegan aquí vueltos nada, y cuando salen se

arreglan y vienen a mostrar que ya empezaron a cambiar. Así ocurre especialmente con los que hacen

su primer proceso; los recaídos son más cautos, aunque posiblemente por ello más dados a estrellarse

con mayor facilidad. Por ejemplo, a usted, Emilce, se le nota que solo una vez pasó por esto, mientras

que a usted, Francisco, ¿cierto?, lo veo diferente. ¿Cuántas veces ha estado internado?

—Dos veces, pero no pienso caer de nuevo.

—Eso dicen todos. ¡Póngale cuidado, Emilce!, para allá puede ir usted.

—¿Por qué dices eso? No queremos seguir sufriendo, todos los días hacemos lo necesario

para cambiar.

—Igual que casi todos los que pasan por aquí, y muchos vuelven a consumir.

—¿Y cuál es su historia, Susana? —Preguntó Francisco—. Habla mucho, nos critica, pero

aquí está, encerrada y sin mostrar deseos de cambiar.

—Soy adicta, así de simple. Mi historia no tiene importancia, no tiene por qué afectarles.

—¡Pero claro que nos afecta! —Espetó Emilce—. Sabes de esto, lo has sufrido, ¿por qué te

encierras de esa forma? ¿Acaso te gusta estar así?

—No es tan simple —intervino Francisco, como si la respuesta a ese interrogante entrara

directamente en el ámbito de su sensibilidad—. No es solo el deseo de cambiar. Por nosotros mismos

nunca podremos hacerlo, siempre necesitamos de nuestro poder superior. De nada sirven los

consejos de los terapeutas, ni la limpieza ni venir aquí si no creemos. A usted le falta algo, Susana,

usted está aquí buscando eso que no ha podido encontrar.

En el rostro de Susana se reflejó al instante esa misma expresión que tenía en la mañana,

justamente cuando se encontraba en el baño. Quiso retomar la palabra para defenderse, para quitarse

de encima ese sermón ciernes que ya empezaba a horadar en su estampa de acritud, pero Francisco

no le dio oportunidad.

—Usted cree que está por encima de sus compañeras, de nosotros dos, porque ha pasado por

muchos procesos. Pero ese vacío que tiende dentro la está matando, ni siquiera la deja moverse.

—¡¿Y es que acaso su poder superior le ayuda a dejar de sufrir?! —Susana había lanzado

este interrogante con desespero, como demandando la comprensión que sentía le había sido negada

por años.

—El dolor nunca desaparece —agregó serenamente Emilce—, siempre va a estar allí. Pero

no es por eso por lo que estamos acá. Vinimos a aprender a vivir con ello, a convertirlo en un motivo

para vivir de otra forma, vinimos para aprender cada día a ser libres…

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Un anhelo de libertad 47

En el tratamiento se aprende a resemantizar el dolor existencial a través de la adicción, a postularlo

como entidad objetiva y asible a través del epíteto de enfermedad; se trata, de algún modo, del

encuentro entre lo humano y lo no-humano a través del discurso y la sensibilidad. En cuanto

enfermedad, la adicción constituye una férula (Ronderos, 2007) que permite condensar, distinguir y

jerarquizar toda una serie de percepciones y conceptualizaciones sobre el cuerpo de cada sujeto (no

solo de su organismo); concretamente, es el punto de encuentro de expresiones valorativas sobre lo

deseable y lo indeseable, es el establecimiento de un deber ser destinado a regir la vida misma a lo

largo de sus encuentros y desencuentros con estándares cualitativos y cuantitativos del diagnóstico

que, siendo variables en función del avance científico-técnico y su entrecruce con ejercicios políticos

de base y globalizantes, se transforman en formas variadas de medida particular —y

particularizante— propias de las específicas franjas espacio-temporales que comprende el espectro

terapéutico. Al respecto, bien podríamos inclinarnos simplemente por seguir las apreciaciones

esbozadas por Emilio Durkheim (2001) sobre lo normal y lo patológico, y en esa medida concebir

lo primero como un tipo medio que recoge los caracteres y formas más frecuentes de una sociedad

en específico, en tanto que lo segundo aparecería como una suerte de compendio de las desviaciones

que en dicha sociedad se producen respecto de ese tipo medio. No obstante, salud y enfermedad

constituyen conceptualizaciones cuya “cristalización” en hechos sociales pone en evidencia las

flaquezas de tal modelo de análisis, mucho más si se tiene en cuenta que se trata de fenómenos que,

más que una cuestión de generalidad, plantean el convulso e inestable encuentro entre lo cultural y

lo natural. Ciertamente es necesario partir del vínculo entre salud y enfermedad y sociedad; es más,

podemos reconocer que una y otra son en cierto modo correlatos de formas institucionalizadas de

percepción cosmológica imperantes en determinadas localizaciones histórico-sociales (Austin

Alchon, 1995). Pero ello no es una idea conclusiva, sino más bien un comienzo, un interrogante

implícito sobre una cuestión irreductible a sus trasfondos semántico y biológico, el punto de partida

de una indagación que demanda de la inclusión de nuevos elementos gnoseológicos en el ejercicio

investigativo.

De entrada, conviene hacer énfasis en el hecho de que salud y enfermedad no son

conceptualizaciones que, cual si se tratase de ideas con vocación trascendente, puedan ser abordadas

críticamente en su forma estática. Antes bien, es en su dinamismo, particularmente en su

confrontación recíproca (no necesariamente dialéctica), como mejores resultados pueden ser

obtenidos para el análisis. Pero no basta simplemente con decir que una y otra cambian con el paso-

del-tiempo y de acuerdo a condiciones contextuales. Más aún, lo que habría que ver es cómo cada

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48 Dolor, derrota y liberación

práctica social, aterrizando en los marcos de referencia que enmarcan la dualidad salud-enfermedad

(ya sea por su catalogación previa como un ámbito de la competencia salud-enfermedad, por una

relación de conexidad indirecta o por una extensión de enclaves de saber-poder hacia su fuero),

activa a su vez el despliegue de toda una serie de tecnologías discursivas, económicas y de poder —

muchas de ellas emparentadas con variaciones de la función de control social—, las cuales, atadas a

racionalidades de diverso corte, dinamizan el acercamiento con la realidad “patologizada”; la

estimulan (la hacen “hablar”), la etiquetan, la convierten en nuevo saber (reducción al campo de

producción discursiva). Rara vez se trata una de mera imposición (y, por lo general, tampoco de

impostura “ideológica”), y a su turno dista de ser una “traducción” simplista de segmentos de la

realidad a formas universalizantes de detección y diagnóstico. Más preciso sería hablar de una

contienda entre sistemas de producción de verdad, una lucha entre instancias de legitimación, en

muchos casos el encuentro entre doxa y episteme. Es necesario reconocer que en relación con

situaciones de la realidad transidas por una considerable institucionalización esta contienda parece

quedar invisbilizada, oculta tras la naturalización del encuentro médico-paciente, al tiempo que sus

resultados ocasionalmente se pierden en la sedimentación de la legitimidad del sistema salud-

enfermedad, concretamente de los roles y las prerrogativas de cada uno de los actores sociales que

intervienen dentro de su esfera de influencia. Pero en el caso de aquellas situaciones que, en términos

de lo visto hasta este punto, se encuentran en un estado de parcial medicalización (Conrad, 1992;

Conrad & Schneider, 1992; Cox, 1977), ¿qué sucede concretamente? Mejor aún: ¿nuevas

problemáticas sociales patologizadas y en proceso de patologización suponen una mera re-

visibilización de la contienda?; ¿son simplemente la continuación de una progresiva extensión de

formas institucionalizadas de atención de enfermedades?; ¿cómo prácticas sociales y poderes de base

intervienen en su sedimentación discursiva y en la conformación de nuevos regímenes de verdad

sobre salud y enfermedad? Preguntas como estas permiten contextualizar el abordaje de la adicción,

que desde los años 60 del siglo XX ha avanzado en su conversión en enfermedad reconocida por el

gremio médico y, en concreto, por la Organización Mundial de la Salud (1992).

Estas inquietudes sobre la adicción, planteadas a la luz de la identificación de algunas

consideraciones preliminares sobre su devenir en los tratamientos (es decir: su carácter dinámico),

conducen al instante a preguntar por los actores que participan en su esfera, particularmente en lo

que respecta a los pacientes y su eventual “transformación” a lo largo del proceso. En ese sentido,

no bastaría con simplemente ver cómo tiene lugar el desenvolvimiento de los tratamientos para las

adicciones en la cotidianidad, sino que más bien habría que reconstruir su incidencia en la

configuración de la identidad de sus participantes. Después de todo, y como hemos venido

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Un anhelo de libertad 49

insistiendo de la mano de algunos de los autores citados, esta tensión particular entre salud y

enfermedad no opera en la forma de un saber-poder que domina sin más al destinatario de dicho

encuadre, y en cambio parece depender en buen grado del resultado de la interacción de actores con

roles activos. A su turno, el tratamiento no goza propiamente del carácter de una exterioridad, y en

cambio constituye un dispositivo para cuya perpetuación institucional depende de un entrecruce

entre tecnologías discursivas, económicas y de poder y tecnologías del yo (Foucault, 1991). Dicho

de otro modo, la recuperación frente a las adicciones involucra el despliegue de estrategias

encaminadas a la interiorización de la rutina de trabajo terapéutico por parte del paciente, resultando

por tanto vital que este último termine por asumirlo como parte de la fundamentación de su estilo de

vida. La cuestión, con todo, está en determinar si tal situación, más que un “aprendizaje”, da paso a

una transformación de su identidad. Hemos entrado en contacto con indicaciones sobre la

constitución de la desviación en principio de configuración de subjetividades (marcadas

precisamente por el estigma de la desviación), proceso que da cuenta tanto de una interiorización

por parte del “desviado” como de la reacción social que funge, junto con otros, como mecanismo de

control social. Asimismo, lo revisado hasta ahora parece apuntar hacia una visión del control social

como forma, prioritariamente, de subjetivación y de normalización, la cual propiciaría a través de la

administración del cuerpo la constitución de condiciones propicias para el alcance de determinadas

finalidades políticas. Presentamos nuestros reparos frente al mecanicismo con que en ocasiones son

tejidas estas explicaciones, y procuramos en esa medida dejar abiertos algunos interrogantes que nos

permitieran revisar la cuestión desde otra perspectiva. Para ser precisos, organizamos el discurso en

función de cuatro ejes que han resultado cruciales en la comprensión de los tratamientos de las

adicciones, y a partir de su puesta en discusión hemos intentado evidenciar que hablar de

subjetivación en ámbitos terapéuticos es algo más que una cuestión de sumas y restas. En concreto,

hemos establecido que:

1. Aludir a los tratamientos en términos de control social y a la enfermedad como desviación apareja

en el fondo la inquietud por el proceso de integración social. De esta manera, al retomar el

planteamiento de Talcott Parsons (1984) sobre el sick role y poner de relieve las complicaciones

ínsitas en algunas de las premisas tácitas que contiene dicho modelo explicativo, se puede apuntar a

avanzar hacia una revisión de procesos de homogeneización simbólica propiciados a partir del

encuentro entre prácticas y saberes estandarizados y situaciones concebidas en un primer momento

como “heterodoxas” —lo que Zaballos y Peñaranda-Cólera (2013) conciben como un

encasillamiento de la diversidad a manos del dispositivo—, sin incurrir en un reduccionismo tanto

de la integración como del orden a la homogeneización misma. Ya en el caso de los tratamientos

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50 Dolor, derrota y liberación

para las adicciones, la cuestión pasaría por la puesta en escena de formas móviles de constreñimiento

—que pueden ser tanto limitantes como habilitantes (Giddens, 2011)—, la sedimentación y paulatina

transformación del dispositivo terapéutico a partir de las prácticas sociales de recuperación y, en

definitiva, el juego de poder y discursivo surtido dentro de las fronteras del espacio terapéutico —y

las esferas alcanzadas por efecto de histéresis (Bourdieu & Wacquant, 2005)— del cual sería su

expresión sinecdóquica y por excelencia la interacción profesional-paciente. En suma, la cuestión

no es meramente la construcción de un sujeto a la luz del tratamiento, sino la de un sujeto que,

estando en proceso de recuperación frente a la adicción, está en lucha de continuidad y

discontinuidad con los círculos sociales que conforman su cotidianidad.

2. La enfermedad de la adicción es presentada como la condición llamada a poner contra las cuerdas

la noción de autocontrol; no consiste meramente en una anarquía de los instintos (como algunos

pudieran sugerir), sino que más bien aparece como la entrega a un deseo “perfecto”, sin objeto,

propio de un no-sujeto (Carmona P., 1995). Sobre esta realidad psíquica y somática es tejida una

elaboración simbólica guía, una conceptualización que troca el dolor y el anhelo de cambio en una

significación de doble vía, a un tiempo escéptica y redentora, realista (material) y ensoñadora. Esta

significación, aquí recogida bajo el epíteto de creencia, aparece de entrada como el salto justamente

de una convicción férrea en el autocontrol —rostro visible de la noción liberal de libertad (Gomart,

2002)— hacia una particular forma de autoconciencia: la del ser adicto. Esto no supone una renuncia

al anhelo de libertad, sino más bien su resemantización en el día a día.

3. Efecto de la integración y la adquisición de una particular autoconciencia es la configuración para

el paciente de una específica imagen de sí mismo, aquello que autores como Erving Goffman (1971)

conciben como el self. En primer término, esto plantea la explicitación de una historia de vida del

paciente y su conversión en un relato que para él pasa a hacer parte de la significación manifiesta de

su identidad; es, si se quiere, el paso de una forma práctica de conciencia a una de orden discursivo

(Giddens, 2011), y de allí a la estructuración sintáctica de la narración a la luz de la gramática de la

recuperación. En segundo lugar, la auto-imagen vendría a constituir dentro de tal gramática la

definición de un “plan de acción” en el adelantamiento de la recuperación, en donde no se aspira

tanto a marcar una ruptura con el “pasado” (esto es: los sucesos que a partir de la estructuración

sintáctica han sido asociados con fases críticas de la adicción en la historia de vida del paciente),

sino más bien a tender puentes de comunicación entre lo-vivido-por-el-paciente y su conciencia-en-

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Un anhelo de libertad 51

el-instante10. Es, pues, la transformación del “pasado” en luz del presente (y solo eventualmente del

futuro proyectado), guía de la actuación y, más aún, del conocimiento sobre sí; y a su turno constituye

una búsqueda constante de pistas en lo vivido, una reinterpretación que no abandona el pasado, y

que por el contrario lo erige en clave hermenéutica para dilucidar lo porvenir.

4. Por último, encontramos el andamiaje de la interiorización del tratamiento, el punto de articulación

de la integración y la creencia en el self: la ética de recuperación. ¿Cómo una angustia existencial,

exaltada a partir de una variación en el régimen cotidiano de placer-displacer propiciada con en el

tratamiento, es sorteada, opacada o tal vez controvertida con la interiorización por parte del paciente

de las enseñanzas de la recuperación? Es aquí donde el encuentro de formas de valoración, anejas a

líneas discursivas y de poder, da paso a una conversión del ritual terapéutico en una cuidada

pragmática del día a día. Esto adquiere las características de un arte de vivir, una forma consciente

de extender la intra-temporalidad en los tiempos de alcance estructural. Su expresión es la adopción

de un particular estilo de vida; no simplemente una réplica o reproducción simplista de los consejos

de terapeutas y compañeros de adicción, como sí una conversión del camino de doble vía entre

“pasado” y “presente” en contenido mnémico de las sucesivas prácticas sociales del adicto en

recuperación. Es aquí donde conviene seguir la huella del influjo de saberes científicos en la

configuración del estilo de vida, concretamente su tensión con los aspectos de orden simbólico que

integran la recuperación (como la creencia y la auto-imagen), así como su alcance más allá de la

relación terapeuta-paciente (es decir: el paso de la medicalización al salutismo). Se trata de la

administración de un temor, de un riesgo (Sepúlveda Galeas, 2011), pero a la vez de la constitución

de certezas de cambio para encarar cada día como si del último se tratase.

Apoyados en estos cuatro aspectos estamos ahora en posibilidad de acercarnos a la cotidianidad de

los tratamientos para las adicciones, y por su ministerio identificar nuevas pistas sobre el proceso de

subjetivación surtido en ellos. En todo caso, es de aclarar que una actividad de este tipo demanda en

principio de un acercamiento profundo y detenido, y no tanto de una consolidación de tendencias.

De hecho, y como pudimos observarlo, la mayor parte de los abordajes de la temática y sus

10 Al respecto resulta interesante traer a colación la siguiente indicación de Friedrich Nietzsche (2008): “¡Mira

ese portón! ¡Enano!, seguí diciendo: tiene dos caras. Dos caminos convergen aquí: nadie los ha recorrido

aún hasta su final. Esa larga hacia atrás: dura una eternidad. Y esa larga calle hacia adelante – es otra

eternidad. Se contraponen esos caminos; chocan derechamente de cabeza: -y aquí, en este portón, es donde

convergen. El nombre del portón está escrito arriba: ‘Instante’.” (pág. 230).

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52 Dolor, derrota y liberación

cuestiones conexas que tuvimos oportunidad de revisar han proseguido por la senda de la

generalización, sus tentativas siguen el derrotero de “explicaciones estructurales”, incluso en

relación con estudios de caso. Así, pues, y sin el ánimo de desconocer el valor de tales ejercicios

académicos, es de resaltar que las formulaciones efectuadas por algunos de los autores consultados,

al no ofrecer indicaciones claras sobre la manera como su “verificación sociológica” aterriza en la

realidad, parecieran simplemente ofrecer al lector una ilación de regularidades que en ocasiones

pueden redundar en exposiciones más bien planas. En esa medida, mucho podríamos ganar si,

además de profundizar en casos concretos, dinamizáramos el momento de la exposición a través del

estrechamiento entre la explicación teórica y su soporte empírico. La idea es, en ese orden de ideas,

ver la interacción de los protagonistas de la recuperación, identificar los flujos y producciones

discursivos surtidos en torno a la adicción y, más todavía, entrar en contacto con actores que no solo

“siguen indicaciones”, sino que desde sus formas de conciencia y desde sus anhelos perfilan la

superación de la adicción como una opción de vida. Así, pues, habremos de detenernos en un caso

concreto, en un espacio-tiempo específico de la interacción terapeuta-paciente; en el análisis de dicha

realidad el corpus conceptual sociológico será nuestra carta de navegación, principio de diálogo con

ese universo pletórico de significaciones, herramienta imprescindible para procurar captar con el

mayor rigor posible cómo el encuentro entre saberes científicos, experienciales y doxáticos sobre la

adicción, formas de valoración y manifestaciones políticas, por intermedio de interacciones sociales

mediadas por formas institucionalizadas que perfilan las condiciones de específicas ocasiones

sociales terapéuticas, pueden eventualmente incidir en la conversión de un sujeto en ser

autoconsciente en pos de la dignificación de su existencia. Se trata, en suma, de un relato sociológico

sobre un impostergable anhelo de libertad.

***

El final de la jornada había llegado, el grupo de la tarde se disolvía; los visitantes de a pocos ibas

despoblando la entrada de la Fundación, en tanto que sus residentes, sin más a la vista que

contemplar, eran testigos directos de cómo lo que hasta no hace mucho fuere bullicio ahora era

tragado por los ruidos sordos del comienzo de la noche. Dos egresados, aislados del conjunto

trashumante, parecían transitar su propio espacio-tiempo. No dialogaban entre sí, ni siquiera se

miraban; tan solo caminaban, sin rumbo fijo, sin un propósito. O tal vez solo uno: pensar, entender

por qué, hallar nuevas respuestas. Sus palabras, que deberían ser una voz de aliento para otros que

compartieran su condición, esta vez parecían haber generado un efecto adverso. “¿Continuará

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Un anhelo de libertad 53

luchando? ¿Se rendirá? ¿Habremos tenido la culpa en algo?” Preguntas sin respuesta era todo cuanto

rondaba los pensamientos de uno y otro.

Después de recorrer cierto tramo cada uno de los dos siguió por su propia cuenta, rumbo a sus

respectivas casas, a la espera de llegar a ese lugar que no les resultaba tan ajeno y sombrío como

todo lo visto durante este extraño día que, para su fortuna, se aproximaba a su final. La noción del

tiempo volvió a hacerse intensa, y junto con ella la pregunta: “¿y ahora qué?” Volver a grupo cada

mañana, seguir una rutina de control total de sus impulsos, y en medio de todo eso construir un

sentido de vida. ¡Otrora todo había sido tan distinto en este retorno esporádico al lugar que no hace

mucho llamasen “hogar”! Las reglas, los temas de conversación y las conversaciones mismas, la

sensación de abrigo que llegaron a experimentar en horas aciagas. Pero nada de ello había cambiado;

eran ellos dos, en cierto modo, los que ahora se habían vuelto peregrinos para ese mundo de

internamiento. Ahora debían seguir por su cuenta; el mundo les demandará desde ahora autonomía,

a su manera se ven impelidos a transitar por el extraño camino de la libertad.

Finalizó la jornada, y con ella sucumbió el recuerdo de dos extraños que, recordando con nostalgia

dicho lugar que llamaban “hogar”, quisieron volver a él y en su intento fracasaron. Lo que dijeron

quedó en el olvido, solo para una persona sus palabras fueron la señal de algo distinto a la

intrascendencia. Cayó la noche, y al cabo de ella, como si nada nuevo aconteciere para cambiar el

orden de los acontecimientos, una nueva rutina para las internas inició. Al mediodía hubo un

abandono; no hubo despedidas, tampoco la mediación de explicaciones, simplemente la partida y el

final de su vínculo contractual con la Fundación.

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54 Dolor, derrota y liberación

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2. Integración y lazos que hacen comunidad

Vos creés que hay una realidad postulable porque vos y yo estamos

hablando en este cuarto y en esta noche, y porque vos y yo sabemos que

dentro de una hora o algo así va a suceder aquí una cosa determinada. Todo

eso te da una seguridad ontológica, me parece; te sentís bien seguro en vos

mismo, bien plantado en vos mismo y en esto que te rodea. Pero si al

mismo tiempo pudieras asistir a esa realidad desde mí, o desde Babs, si te

fuere dada una ubicuidad, entendés, y pudieras estar ahora mismo en esta

misma pieza desde donde estoy yo y con todo lo que soy y lo que he sido

yo, y con todo lo que es y lo que ha sido Babs, comprenderías tal vez que

tu egocentrismo barato no te da ninguna realidad válida. Te da solamente

una creencia fundada en el terror, una necesidad de afirmar lo que te rodea

para no caer dentro del embudo y salir por el otro lado vaya a saber adónde.

Julio Cortazar, Rayuela.

¿Cómo de un instante a otro una vivencia individual, en cierto modo deviniendo al ritmo

parsimonioso de los vaivenes inherentes a la configuración de una situación de clase medianera —

o, lo que es lo mismo, sin todo el séquito de intensas contradicciones que marcan los extremos de

cualquier fenómeno social—, termina por convertirse en algo caótico, insufrible y enigmático, a la

vez que en objeto de las más descarnadas críticas? Hijos de una sociedad abigarrada y proclive al

anonimato colectivo, parias visibles de la nueva era, insertos en un encadenamiento de infortunados

acontecimientos —en apariencia enteramente atribuibles a ellos como si de expresiones puras

surgidas de su libre albedrío se tratase—, derivan en receptores de un desprecio sin medida, cargando

así y casi para siempre con el anatema de forajidos en ese camino colectivo al éxito que no admite

disensos ni dubitación. En un mundo en el que imperan sin tregua los conformismos con sabor a

suma cero, y cuan paradójico pueda resultar, terminan por ser juzgados al son de dualismos que de

entrada los conducen a ser categorizados como desviados, desadaptados, problemáticos y viciosos,

básicamente sin posibilidad de apelar a la “iluminación” de un plegamiento irrestricto a los códigos

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56 Dolor, derrota y liberación

de un estilo de vida con ribetes de normalidad. Adictos ellos son, a los ojos de sus congéneres pasan

por ser la muestra palmaria de la pérdida de la moral, las buenas costumbres y el respeto por la

dignidad colectiva; son tenidos por la hipóstasis de una extrañez con tono de amenaza para los demás,

ejemplo viviente de una afrenta al bienestar colectivo que inspira un delineamiento de otredad bajo

el signo de diferencia intolerable. Ante ese mundo ellos definen su postura, y en muchos casos, y

como procurando ser consecuentes con tal realidad de desprecio, como adictos se asumen.

Resignación, auto-derrota, principio de salvación o aceptación de esa valoración social, su camino

definen a la luz de una tensión constante con un control de impulsos tendencialmente irrefrenables:

la adicción. Escuchan atentos o con escepticismo a mensajeros portadores de buenas nuevas sobre

redención, de una u otra manera vislumbran un hálito de esperanza que se cuela por entre los poros

de un poder de exclusión otrora visto como infranqueable. Adictos y sociedad, una relación de

extrañamiento que lejos está de ser de absoluta exclusión; la presencia del uno pone en evidencia la

existencia de su opuesto, es el escenario en el que incluso los más audaces se aventuran a afirmar así

nada más que ambos se coproducen sobre la marcha. Pero ¿acaso la cuestión es así de simple?; y si

en efecto lo es, ¿qué claridad ofrece una indicación de tan crasa generalidad sobre esta situación de

escisión, normalización y, en concreto, de anormalización? Más aún: ¿en qué medida reflexiones de

este tipo guardan algún grado de vinculación con lo vivido y sentido por las personas inmersas en

este entramado de significaciones llamado adicción? Por un momento convendría invertir el orden

de los factores, para así, y tal vez jugando un poco a ser osados, ver cómo desde la cotidianidad se

puede dar un cierto alcance al discurso ilustrado-generalizador. Permitamos al sentido común

expresarse de otra manera, convertirse a sí mismo en guía de una forma alternativa de abordar el

problema. Partamos, pues, del supuesto de una realidad dada para generar reflexividad; veamos hasta

qué punto un experimento de estas dimensiones (que ni innovador ni infrecuente resulta en la historia

de las ciencias sociales) puede dar paso a apreciaciones de matiz singular en relación con las formas

científicas de conocimiento que le preceden.

2.1 Ingreso a un nuevo espacio de interacción

Crecimiento con afectos medios (es decir: oscilando entre carencias y excesos) y una satisfacción de

curiosidades bajo el signo de una templanza devenida inconscientemente en código de conducta, el

día a día de Emilce se correspondía bastante con aquello que sus docentes, amigos y familiares

calificarían como “normal”: una normalidad que pesaba sobre sus hombros cual moral

imperturbable, un mar de significación ante el cual los acontecimientos de los últimos meses

tornaban en arcanos ajenos a interpretaciones profanas. “¿Por qué yo?”; “¿en qué me equivoqué?”

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Como buscando una respuesta dentro de sí, Emilce se cuestionaba intensamente, algo que había

convertido en un hábito personal a lo largo de sus recientes ratos de soledad y que ahora se

intensificaba con su inminente llegada al que por sesenta días habría de ser su nuevo hogar: la

Fundación. Se trataba de un lugar desconocido, del cual apenas si tenía las escasas referencias

derivadas de las indicaciones que le hicieren sus padres. ¿Qué le podía esperar? ¿Se trataría acaso

de uno de esos tétricos lugares cuya imagen, extendida profusamente como representación colectiva,

es asociada de continuo con manicomios y lugares de rehabilitación de adictos? Sus prevenciones

ciertamente eran muchas, pero buena parte de ellas cayeron en un fondo de incertidumbre al llegar

allí, en esa fría mañana de un mes de febrero, y al cabo de descender del vehículo encontrarse con

una casa blanca que, salvo el gran número de personas congregado en ella, no distaba mucho de ese

estilo tan propio de los inmuebles familiares de la zona. Con paso dubitativo ella y sus padres

atravesaron el antejardín, al final del cual hallaron dos puertas de acceso: una, de gran tamaño, que

daba entrada a un garaje a la sazón rebosante de visitantes; y la principal, que solo podía ser abierta

mediante el accionamiento a distancia de un mecanismo electrónico o bien con las llaves que eran

portadas por la enfermera jefe de turno. Por la segunda de ellas entraron, y luego de sortear los

obstáculos humanos asentados como columnas en el corto corredor principal del inmueble, y de subir

un trecho corto de escalera, arribaron al mezzanine, espacio que para efectos prácticos asumieron

como la recepción de la casa. Mientras esperaban de pie en ese lugar, Emilce veía cómo varias

personas que en apariencia nada tenían que ver con lo que acontecía en el garaje también aguardaban

por algo; observando con algo de detalle descubrió que se trataba de visitantes que estaban

pendientes de ser recibidos en los consultorios. Uno tras otro, y en función de un orden ajeno a la

comprensión de la joven, cada uno de estos individuos en espera iba siendo remitido a distintas

estancias de la casa. Llegando el turno de ella y sus dos padres la enfermera y una terapeuta les

dieron la bienvenida, para a posteriori dar inicio al procedimiento de ingreso. No había tiempo para

lentas transiciones, así nada más Emilce ya pasaba por su primer acercamiento terapéutico. ¿Qué

pudo sentir en ese momento? Difícil era descifrarlo, tanto más si se tiene cuenta que dicho instante

depara para cada nuevo paciente un confuso encuentro de emociones. Al respecto, un interno de la

Fundación indicaba lo siguiente.

Y ya casi llegando acá sentía... sentía emoción por estar aquí, pero a la vez sentía como que

iba a estar encerrado. El aislamiento, lo lejos que estaba de Bogotá. Ya cuando llegamos mi

madre no sabía en dónde era, y yo le dije: "es ahí". Yo me bajé del auto, pregunté, y sí era

aquí. Entonces entramos. Bueno, entonces me dijeron que no podía acercarme al carro, o sea

que las cosas las tenían que sacar mis familiares, entonces las sacó mi novia y mi mamá.

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58 Dolor, derrota y liberación

Subimos al segundo piso, donde hay un cuarto, y empezaron a revisarme la ropa. Después

de que me revisaron la ropa me hicieron entrar a un baño y me hicieron desnudarme para

ver que no tuviera nada. Después de eso se revisó la ropa, organicé todo, me despedí de mi

familia y se fueron. Después ya estaba aquí dentro y ya estaban preguntándome que por qué

estaba aquí, qué drogas consumía, y nos pusimos a hablar de apología (Paciente B, 2015).

Sin perder de vista que el registro corporal constituye una exigencia de carácter estatal a la cual

deben ceñirse las entidades terapéuticas (Ministerio de Salud y Protección Social, 2014, pág. 170),

es de anotar que esta y las demás prácticas que integran los protocolos de ingreso constituyen algo

más que una situación meramente procedimental. Ciertamente algunos de los pacientes afirman

sentirse como “criminales” al tener que ser requisados y entregar sus objetos de valor y electrónicos,

empero, habría que ver que ello entra a fungir como un marcador de escena que da curso a la

inserción del nuevo paciente en la esfera de significación de la Fundación. En términos de lo señalado

por Erving Goffman (1971), podríamos aludir a la conexión entre el marco de referencia imperante

en este establecimiento social y las motivaciones de los nuevos pacientes, algo así como la

generación de una cadena de integración que da lugar a la vinculación entre los referentes semánticos

institucionalizados de la Fundación y aquellos que estructuran las formas de conciencia del actor

social que entra en escena. Muestra de esto sería que en buen número de casos los pacientes recién

llegados no tienen mayores problemas a la hora de propiciar intercambios lingüísticos con sus nuevos

compañeros y con el personal de la casa, logrando así alcanzar progresivos niveles de confianza en

su despliegue individual en cada espacio terapéutico.

En el caso de Emilce la situación tomó algo más de tiempo, sucediendo así que no sería antes de la

llegada del almuerzo que sostendría conversaciones fluidas con algunas de las personas que estaban

a su alrededor. En el fondo ella sentía que no había tenido participación en la decisión de internarse,

e incluso consideraba que su “problema” —que para ella no era tal— no ameritaba la adopción de

medidas de este tipo. Visto a contraluz frente a la generalidad de los casos, parecería que su situación

resulta más bien poco frecuente. Algunos de los pacientes, al dar cuenta de las conversaciones que

sostuvieron con sus familiares previas al ingreso, indican que la opción del internamiento fue acogida

de manera consensuada. Inclusive, en eventos en los que el ingreso tuvo lugar luego de pasos por

clínicas u hospitales (verbigracia, por cuenta de una pérdida de conciencia ante los efectos de la

sustancia psicoactiva) los pacientes parecían no mostrar mayor discrepancia en relación con su

estadía en la Fundación, si no es que simplemente refrendaban explícitamente las medidas adoptadas

por sus familiares. Conviene, en todo caso, no llevar la situación al otro extremo, y en esa medida

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 59

creer que la adaptación al entorno terapéutico se produce sin mayores problemas. Por ejemplo, sobre

su primer día de estadía en el internamiento una paciente indicaba lo siguiente:

Pues fue muy extraño porque como que no lo asimilaba... se sentía como si estuviera en un

sueño. Además yo pensaba mucho en cómo... qué estaría haciendo mi novio, y mis papás

qué estarían pensando, qué había pasado. Y entonces como que también era muy raro porque

estar ahí fuera de la realidad, sin nada de contacto con lo que pasaba allá. Me sentía muy

rara, con personas que yo no conocía. Al principio yo decía: "¡qué gente tan rara!" (Paciente

A, 2015)

Alguien más, siendo un tanto más explícito frente a lo que experimentó en ese instante, señalaba

que: “el primer día fue muy complicado, ¿no?, porque era algo a lo que yo no me había enfrentado

nunca. Era de expectativa, de miedo, de incertidumbre” (Paciente C, 2015). Tal vez en el caso de

Emilce lo que se veía era una manifestación un tanto más prístina sobre esa perplejidad que tiende a

agobiar a los nuevos pacientes, algo que, valga reiterar, no trunca la posibilidad de alcanzar empatía

con los demás integrantes de esta comunidad. Por ejemplo, resulta ilustrativo el hecho de la paciente

citada matizara sus afirmaciones iniciales agregando lo siguiente:

Pero no me sentí tan mal porque todos me recibieron bien —esa noche estaban tocando

guitarra—, entonces pues como que ya me integré. Y yo pues también pensaba antes de eso

como qué concepto la gente tiene de los internados; yo me imaginaba como un hospital, así

blanco, todo lleno de pasillos y que a uno lo controlaban todo. Pero entonces yo llegué y era

una casa como agradable, estaba el perrito, entonces me sentí más tranquila (Paciente A,

2015).

Este primer momento bien puede ser calificado como una fase crítica, aunque de ningún modo

definitiva en la definición de un curso estándar para los sucesivos acontecimientos terapéuticos. La

generación de lazos de confianza no estriba exclusivamente en este instante inicial, siendo así que

primeras impresiones asociadas a una sensación de desconfianza (verbigracia: algunos recién

ingresados se predisponen para evitar un eventual robo de sus pertenencias), al ser confrontadas con

una expectativa de confianza derivada de un primer surgimiento de formas activas de integración,

resultan desplazadas por cambios diametrales en las apreciaciones sobre el entorno; así, pacientes

que vivieran en carne propia una sensación de extrañamiento terminan por afirmar que se sienten

“parte de esto”. De otro lado, no es menos cierto que también hay personas que simplemente no

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60 Dolor, derrota y liberación

llegan a adaptarse a las condiciones de la casa (esta es la forma afectuosa con la cual pacientes y

personal de la Fundación se refieren a la comunidad conformada por ellos, así como a sus

instalaciones físicas), acogiendo a la postre la decisión de no continuar con su proceso terapéutico

en la Fundación. Aspectos sacados a relucir como motivantes de determinaciones en ese sentido

pasan por las dificultades para compaginar con los compañeros de internamiento, la no aceptación

de las rutinas fijadas en la casa y, en algunos casos, la discrepancia frente al proceder del equipo

terapéutico. La situación se complejiza mucho más si observamos que estas variaciones de opinión

no suelen tener lugar una sola vez a lo largo del período de internamiento, y de hecho resulta que

pueden producirse de forma súbita y con efectos adversos para la relación profesional-paciente. Esto

invita a considerar que no puede simplemente hablarse de una diferenciación entre pacientes

integrados y no-integrados, máxime si se tiene en cuenta que nociones de este tipo pueden derivar

en la introducción de imprecisiones conceptuales, al tiempo que redundarían en un ocultamiento de

toda la pléyade de variaciones que hay entre uno y otro extremo y que, en sentido estricto, no cabría

desechar a título de meras manifestaciones acontecimentales. ¿Cómo abordar entonces la cuestión

de la integración? ¿Convendría apelar a nociones sobre el etiquetamiento, en donde una

diferenciación entre desviados y no desviados (Becker, 2009) entraría a ofrecer una explicación

teórica plausible? Dejemos que el devenir del caso de Emilce nos lleve a identificar algunas pistas

al respecto.

2.2 Formalidades del ingreso a un nuevo ritmo de cotidianidad

Una vez se fueron sus padres, Emilce quedó sola en la recepción, sin trabar palabra con nadie ni

prestar atención a lo que acontecía a su alrededor. Experimentaba inseguridad, se mantenía con la

mirada gacha, no daba crédito a todo cuanto había ocurrido hasta ese instante. Cuando ya estaba ad

portas de sumirse una vez más en cavilaciones sobre su situación, la presencia de alguien que se le

acercaba literalmente la despertó de su trance en ciernes.

—Hola, me llamo Francisco —dijo ese alguien—. Soy el coordinador de la casa y me han

pedido que te lleve a tu habitación. Por favor, recoge tus cosas y sígueme.

Sin afanarse por ocultar el gesto de preocupación que se dibujó en su rostro, Emilce reaccionó como

pudo, recogió la maleta con sus pertenencias y siguió al individuo en cuestión hasta la segunda

planta, en donde una habitación con tres camas, sendos roperos, decoración sobria y una ventana con

revestimiento poroso que daba a la calle era todo cuanto cabía destacar. Francisco le solicitó que

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organizara su ajuar en uno de los roperos, así como que se mantuviera pendiente a las indicaciones

del equipo terapéutico y a los llamados colectivos. “¿Quién es este tipo?”, se preguntaba Emilce.

“Podría tratarse de un trabajador de la Fundación, pero ¿entonces por qué no lleva uniforme como

el terapeuta y la enfermera que vi hace un momento?” Por lo pronto, y al ver que Francisco se

ausentaba sin más de la habitación, optó por no darle mayor importancia a tal circunstancia, entre

otras porque con algo más de una hora de estar en ese lugar ya sentía que la depresión enervaba su

ya de por sí menguada tranquilidad. Una especie de efluvio asténico se apoderaba de ella, sin

mayores fuerzas para resistirse se tendió cuan larga era sobre una de las camas, para segundos

después quedar sumida en un profundo sueño.

Llamado a almorzar. Aún adormilada, Emilce baja las escaleras y se encamina al lugar desde el cual

salió el grito: “¡comedor!” Francisco vuelve a aparecer en escena, esta vez para indicarle su posición

en una de las mesas del lugar. Le recomienda que todavía no tome asiento, que aguarde a que se

haga la indicación expresa. De reojo observa a algunos de los comensales que ya se encuentran allí,

así como a otros que arriban progresivamente. “Ni raros ni normales”, pensaba. Francisco, sin mirar

a nadie, pregunta quién está ausente, y al corroborar que alguien hace falta lo llama en voz alta, a lo

cual el aludido responde: “ya voy”. A continuación tiene lugar algo que Emilce solo viere en la

televisión. Previo a sentarse a la mesa los asistentes al comedor recitan una oración:

Dios:

Concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar;

Valor para cambiar aquellas que sí puedo;

Y sabiduría para reconocer la diferencia.

Casi que todo alimento distribuido en la Fundación es recibido y consumido de manera conjunta.

Hay una conformación de comunidad que se inaugura con actos como la recitación de la composición

anterior, conocida como la oración de la serenidad, aunque bajo ciertas circunstancias se estila que

el coordinador de la casa (o un paciente que se postule para el efecto) se encargue previamente de

ofrecer algunas palabras de agradecimiento. La situación goza de tal nivel de rigurosidad que

constituyen normas de la Fundación al respecto: 1) que todos los pacientes internos se encuentren

aseados y con ropa adecuada antes de acudir al comedor(no se admite que lleven piyama, prendas

de carácter deportivo o que las que estés portando no reflejen limpieza y orden); 2) que se consuman

los alimentos entregados por el personal de cocina en horas específicas del día, sin posibilidad de

guardarlos para digerirlos a posteriori; y 3) no comenzar hasta tanto no se encuentren en el recinto

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62 Dolor, derrota y liberación

todos los pacientes. Con todo, esta ritualización del momento de alimentación, que es vigilada por

el coordinador de la casa y ocasionalmente por los terapeutas, no excluye la puesta en escena de toda

una serie de acomodamientos, los cuales dan a la situación un interesante cariz merced al entrecruce

de prácticas institucionalizadas y comportamientos que bien valdría denotar como informales. Se

observa, por ejemplo, que la cercanía en la mesa de pacientes con amplia confianza entre sí puede

derivar en el sostenimiento de conversaciones sumamente animadas, en donde bromas y risas van y

vienen. De igual modo, es de destacar el surgimiento de una especie de juegos de “contra-

tensionalidades” entre pacientes, de aparición y desvanecimiento intempestivos, de los cuales resulta

característico el que se expongan al instante las discrepancias existentes, que frente a ellas se

produzcan rápidas reacciones (explícitas en más de los casos) y que tengan lugar gestos de

conciliación de acción oportuna, todo lo cual generalmente deriva en que se continúe comiendo sin

más: sin dar paso a galimatías ni a guardar reproches para otro momento.

Ahora bien, es de anotar que a pesar de que en ocasiones el coordinador no ejerce una labor de

control y de que los terapeutas no siempre estén allí para vigilar lo que sucede, no hay lugar a pensar

que el orden en la mesa deja de imperar ante la ausencia inmediata de autoridad. En términos de un

efecto que cabría denominar como histéresis (Bourdieu & Wacquant, 2005), se aprecia que normas

de comportamiento en la mesa siguen funcionando, todo merced a formas sutiles de coerción que,

de continuo invisibilizadas por descuidos teóricos o por una minusvaloración del potencial de los

actores sociales (Certeau, 2007), operan como eficaces mecanismos de control. De esta manera, en

primera instancia cabe aludir a los intercambios de alimentos, situación habitualmente inaugurada

con un formulismo del tipo “¿quién quiere…?” Rara vez el intercambio de comida ocurre por

petición de alimento, el ofrecimiento del mismo es lo usual. A su vez, de este suceso se podrían

resaltar dos efectos muy importantes: por un lado, esta meticulosidad que acompaña el ofrecimiento,

la cual, aunque sencillamente podría ser catalogada como “adorno” del desprendimiento de una

cierta cantidad de alimento no apetecida, torna en una forma idónea para traspasar los espacios que

a cada quien compete en la mesa, algo que bajo otras circunstancias podría derivar en una

confrontación directa (lo que coloquialmente es calificado como “meterse en el plato del otro”). De

hecho, el que se surta la escena bajo este canal simbólico de intercambio invierte el orden emocional,

desembocando a la postre en la conformación de una comunidad de sentido que brinda seguridad y

permite tender lazos entre los distintos comensales. Por el otro, y no menos importante, habría que

ver que los intercambios aparecen a su vez como un instrumento que facilita el cumplimiento de la

norma sobre el consumo de alimentos. No es de extrañar que en un ámbito terapéutico, en donde

además operan en toda su intensidad nociones del sentido común que asocian la alimentación

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abundante (que no es lo mismo que excesiva) con un buen estado de salud personal, el cuidar la

imagen-de-sí como alguien que come-todo-lo-que-le-sirven puede ahorrarle al paciente un buen

número de llamados de atención en su contra. Adicionalmente, si se tiene presente que una de las

formas de hacerse un espacio en la Fundación consiste en tener buenas relaciones con el personal de

cocina, no parecería pertinente dejar los platos sin probar. Con todo, y como ya lo podrán intuir las

lectoras y los lectores, esto no pasa exclusivamente por una especie de cuidado del interés personal,

sino que a su vez se ve atravesado por todo un conjunto de sentimientos personales. No hacer sentir

mal a la cocinera11, procurar generarle a ella una sensación de satisfacción para a su vez experimentar

una especie de bienestar espiritual (lo que coloquialmente se conoce como alcanzar una “sensación

de paz” derivada del hecho de hacer lo correcto), brindar a compañeros y compañeras de mesa algo

que a ellos les resulta muy apetecido y sentirse bien con ello: todo ella entra a formar parte de lo que

de la mano de Michel Foucault (1991) podríamos denominar como el despliegue de una ética

personal.

En segunda instancia, se observa que determinadas faltas a los modales en la mesa no dejan

de generar una cierta reacción negativa entre el resto de los comensales, algo que, dependiendo del

grado de confianza que haya entre unos y otros, puede tener exteriorización —y, en consecuencia,

fungir como mecanismo de control— a través de canales semánticos encaminados justamente a

preservar ese aura de animosidad y confianza que allí impera. En ese sentido, la necesidad de efectuar

determinados actos rituales (como llevarse un pulgar a la frente y empinar el resto de la mano) al

cabo de incurrir en la falta, todo a fin de evitar la sanción (un ligero golpe en la frente, por ejemplo),

dan curso a un simbolismo de doble efecto: 1) de revitalización del código moral en la comunidad

conformada con ocasión del consumo del alimento; y 2) un reforzamiento de los vínculos de amistad

y/o compañerismo. Aquí tenemos, pues, nuevos ingredientes que complejizan aún más la cuestión

de la integración, los cuales no pueden menos que despertar dudas acerca de toda visión de tal

concepto que lo circunscriba dentro de categorías binarias (integrado – no-integrado, desviado – no

desviado, etc.), a la vez que pondrían de presente la preponderancia de la experticia de los actores

sociales para moverse tácticamente en estos no-lugares (Certeau, 2007). Efectuando precisiones

sobre lo estructural y lo normativo, Anthony Giddens (2011) llama la atención sobre el hecho de no

ver estas dimensiones como esferas que simplemente se imponen sobre el individuo, siendo en

cambio importante concebirlas como herramientas que adquieren vigencia espacio-temporal con su

11 Es de aclarar que en la Fundación ningún miembro del equipo de cocina es hombre, razón por la cual aquí,

y a efectos de ser prácticos, aludo directamente a “la cocinera”.

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64 Dolor, derrota y liberación

aplicación sucesiva en prácticas sociales. Esto plantea un vuelco en la manera como el vínculo

individuo-sociedad ha tendido a ser analizado, y en este caso nos lleva a revisar cuestiones como las

siguientes: 1) la norma no solo fija límites al actor social, sino que a su vez se convierte en referente

(en fórmula, si se quiere) para saber cómo orientar la conducta en determinados espacios; 2) más que

un asunto de normas atinentes a espacios sociales específicos (normas de mesa, normas de un aula

de clases, etc.), se trata de ver cómo los actores logran generar continuidades normativas entre los

distintos espacios, justamente en la medida en que de ello depende que alcancen una integración

efectiva; y 3) que estas normas, su identificación y conocimiento, y la identificación de sus posibles

efectos al ser empleadas en interacciones sociales (o, lo que es lo mismo, una forma de conciencia

sobre su funcionalidad en la relación beneficio-sentimiento) no son ajenas al saber de los actores.

Emilce se sentía satisfecha con el almuerzo, pero ello poco o nada contribuía en aminorar su anhelo

por regresar a casa. A esta altura seguía sin cruzar palabra con nadie, y de hecho durante el tiempo

que estuvo comiendo apenas si había atinado a mantener su mirada fija en el plato. De reojo pudo

ver cómo en la medida en que los comensales iban terminando su alimento se encaminaban hacia la

cocina, en donde efusivos intercambios de afectuosas palabras tenían lugar entre ellos y la cocinera.

Optó por imitar a los demás: recogió su salva mantel, lo limpio y lo dejó con los de los demás

pacientes; ordenó la silla juntándola contra la mesa; y se encaminó a la cocina con su menaje. Allí

fue recibida por una mujer de mediana edad, quien esbozando una cálida sonrisa le recibió la losa y

le preguntó por su nombre. Más allá de que no se hubiera sentido lo suficientemente segura para

trabar conversación, Emilce no podía negar que el trato que le dispenso esta mujer le inspiraba

tranquilidad, hasta cierto grado familiaridad. La situación, con todo, no se extendió demasiado

puesto que Francisco intervino para solicitarle algo.

—Ven, Emilce, necesitamos que estés en el patio para tu círculo de bienvenida—.

“¿Bienvenida?”, pensó Emilce. Sin tiempo para preguntar de qué se trataba —y de hecho, a esta

altura le resultaba que todo seguía en ese lugar un ritmo vertiginoso—, siguió a Francisco hasta el

patio interno de la casa, en donde a la sazón el resto de sus compañeros aguardaban dispersos por

todo el recinto. Francisco le acercó una silla y le pidió que se sentara en ella; sus nuevos compañeros

la rodearon en un semi-círculo. Cada uno de ellos procedió a presentarse, indicando a su vez una

norma de la casa y el nombre de una sustancia de la que afirmaban ser adictos, al tiempo que daban

cuenta de datos tales como el tiempo que llevaban sin consumir (no precisaban a qué hacían

referencia con ello, aunque Emilce intuía que se trataba del tiempo “sin meter”) y cuánto llevaban

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 65

de internos en la Fundación. Allí vino a descubrir que Francisco, a pesar de lo visto a lo largo de la

jornada, también era un paciente. El círculo de bienvenida constituye la forma institucional a través

de la cual los pacientes de la Fundación reciben a un nuevo compañero. Aun cuando pudiera pensarse

que tan solo representa un formalismo, por lo general ocurre que los internos le conceden especial

relevancia, al punto que procuran que todos estén presentes para darse a conocer al recién llegado.

Hay, con todo, que observar que este ritual no siempre es del todo riguroso en lo que atañe a la rutina

seguida por cada uno de sus participantes, sucediendo así que algunos de ellos omiten hacer mención

de determinados detalles. Verbigracia, y salvo en lo que atañe al nombre, no se detienen a precisar

detalles sobre su tiempo de estadía en la casa, dejan de mencionar otros aspectos, e incluso sucede

que al intentan hacer mención de unos u otros sencillamente llegan a olvidarlos. Algunos pacientes

de edad madura incurren en omisiones reiteradas de datos sobre su situación, algo ante lo cual no se

suelen efectuar reconvenciones por parte de los demás integrantes del grupo. Por lo demás, resulta

mucho más notorio que omisiones de igual naturaleza de parte de pacientes de menor edad sí pasan

a ser “corregidas” al instante, básicamente en la forma de solicitudes expresas para que se mencione

lo que hace falta.

En términos generales, se podría hablar del círculo de bienvenida como un espacio de inmersión

progresiva y alentadora del nuevo integrante al ritmo de interacción de la casa, el cual hasta cierto

punto resulta marcado por una especie de sensación generalizada de confianza. Suele ocurrir que

cosas dichas por los pacientes terminen despertando hilaridad en los demás, incluso sin que hubiera

una intención clara de que en ello desembocara la situación. Esto podría asumirse como una especie

de lapsus en el mecanismo de control, proclive a la consolidación de este espacio como instancia de

aprendizaje en la que las equivocaciones, los olvidos y las salidas en falso, exaltadas mediante la

hilarización, tornan en insumos para la interiorización de las normas de la casa. Comentarios sobre

el día a día de la casa pueden eventualmente ser sacados a relucir al final de la ronda de

intervenciones, siendo muchos de ellos efectuados por el mismo coordinador, tal vez como

aprovechando una de las pocas oportunidades del día en que todos los pacientes se encuentran

reunidos y en actitud de escucha.

Ahora bien, se observaría que con Emilce y otros pacientes un ritual de estas características bien

puede fungir como forma de aligerar el shock emocional propio de las instancias de transición,

sirviendo a su vez como oportunidad para generar un primer acercamiento con cada uno de sus

compañeros y compañeras. De hecho, podría hablarse aquí de la introducción de toda una economía

de las relaciones interpersonales, precisamente en la medida en que ya de entrada se administra el

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66 Dolor, derrota y liberación

reconocimiento entre pacientes con miras a facilitar el desempeño colectivo. No es, pues, gratuito

que esta presentación parta de aspectos como los tiempos de internamiento y abstención, la

predilección por ciertas sustancias psicoactivas y la normativa, ya que es sobre tales puentes

semánticos que ha de generarse un entendimiento mutuo en lo sucesivo. Se trata de una forma a

través de la cual Emilce puede empezar a ver en estos individuos, “ni raros ni normales”, a seres

similares a ella: unidos por la herramienta de la abstención, guiados por un conjunto de normas,

reconociéndose a sí mismos como adictos, apuntando todos hacia un fortalecimiento personal en

aras de alcanzar un mejor estilo de vida. La barrera de lo individual empieza a ceder, la generación

de lazos semánticos da paso a una identificación-de-sí-en-el-otro colectiva con signo de integración.

Terminada la presentación de los pacientes antiguos, es turno de que el recién llegado haga otro

tanto. Algunos —como Emilce— se inclinan por ser lacónicos en la mención de aspectos personales,

si bien mostrando en todo momento una actitud cordial y amigable; otros, como movidos por una

suerte de creencia en lo “ilustrativo” de su experiencia personal, se aventuran a ser más generosos

con su relato, acaparando así minutos enteros al contar pormenores sobre su trayecto previo al arribo

a la Fundación. Hacia el final la oración de la serenidad y un estrechamiento del círculo intervienen

como marcadores de cierre; la comunidad se refuerza, el recién llegado se convierte de a pocos en

uno más de los integrantes de la casa.

2.3 Los trazos orientadores de la interacción

La finalización del círculo de bienvenida fue seguida por la rápida dispersión de los pacientes.

Mientras una joven de edad cercana a la de Emilce se quedó intercambiando algunas palabras con

ella y dos más se dispusieron a fumar a pocos metros de distancia, los demás, azuzados por Francisco

con el grito “¡retoques!”, se encaminaron casi que en fila india hacia el rincón de ropas del patio

interior de la casa. Emilce veía que sus compañeros recogían escobas, trapeadores, bayetillas y

líquido para pisos y posteriormente se dirigían a diferentes sectores. Cada quien asumía la tarea de

asear una parte determinada del inmueble, voces de tedio y discrepancia no parecían caber en este

decorado de limpieza colectiva. Es de destacar el hecho de que estas tareas de mantenimiento, aun

cuando prefijadas y realizadas sin mayores problemas, son objeto de un escrutinio constante. En ello

el coordinador desempeña un papel importante, pero es sin duda la presencia de los terapeutas la que

dispersa en el ambiente ese aire de autoridad que reduce en grado considerable los comportamientos

“singulares”. Así las cosas, se encuentra que los terapeutas en general, y en concreto aquel que tiene

a su cargo la dirección general de la casa, se caracterizan por velar por el orden de cada rincón de la

misma, haciendo indicaciones pormenorizadas a cada interno respecto de sus funciones (nombre que

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 67

en la Fundación reciben las labores de limpieza efectuadas por los pacientes), las cuales

eventualmente se convierten en llamados de atención. No se dejan espacios libres de

disciplinamiento, hay vigilancia frente a cada detalle, se remarcan discursivamente los deberes que

atañen a los pacientes —como si de la noche a la mañana fueran olvidados— e incluso las enfermeras

de turno terminan en ocasiones siendo interrogadas acerca del trabajo de estos últimos. Con todo,

hay que decir que los terapeutas cuentan con modales indicados para hacer llamados de atención sin

despertar desazón. Con una indicación apenas insinuada imparten recomendaciones que son

acogidas al instante; peticiones moduladas al son del carácter de cada paciente, que en algunos casos

adquieren el tono de un trato comprensivo, deshacen eventuales resistencias; y a veces actividades

inusuales terminan por acercar a unos y otros en ocasiones distendidas y jocosas, casi como si se

tratara de una ruptura de la cotidianidad. Muestra de ello es que Emilce no observó ni una sola vez

que hubiera conversaciones entre terapeutas y pacientes que derivaran en vociferación, así como

tampoco que la impartición de órdenes se hiciera a través de gritos. Su desconcierto resultaba

mayúsculo, máxime teniendo en cuenta que en su propia casa ella no procedería tan solícitamente

en relación con actividades de limpieza de este tipo, amén que sus padres no habrían dudado en

mostrarse mucho más severos. Para sus adentros pensaba: “¿acaso no les aburre tener que hacer esto?

¡Qué jartera!”

En esta impartición de órdenes también intervienen los integrantes de los equipos de enfermería y

mantenimiento, aunque en su caso la cuestión tiene más bien el carácter de una solicitud de

colaboración. Recomendaciones efectuadas por ellos sobre la realización de actividades

determinadas en un cierto momento, salvo en los casos en que se trata de rutinas prefijadas (como el

consumo de medicamentos), tienden a ser justificadas a través de explicaciones sucintas

(verbigracia: pedir que se consuma la merienda antes de atender una actividad terapéutica de manera

tal que no la entorpezcan, solicitar a los pacientes que realicen una labor ajena a sus funciones con

el ánimo de poder servir el almuerzo sin retrasos, etc.). Ciertamente podría hablarse al respecto de

la prestación de favores, pero una explicación en esos términos resultaría en sumo grado simplista y

desconocedora de la complejidad que concierne a la red de recursos de asignación (Giddens, 2011)

de la Fundación. Analicémoslo de la siguiente manera. El primer intercambio que tuvo Emilce con

la trabajadora de la cocina estuvo marcado por una cierta empatía, algo que de hecho no es exclusivo

de ellas dos, sino que a su turno se hace palmario entre los distintos pacientes y los integrantes del

personal no terapéutico. Tratos afectuosos son muchas veces la base de la interacción entre pacientes

y personal —especialmente las mujeres—, resultando modismos como “mi amor”, “corazón”, “mi

vida” tantos más entre aquellos con los cuales se entablan conversaciones entre uno y otro bando.

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68 Dolor, derrota y liberación

Hay entonces una especie vinculación carismática (Weber, 2002) en la que, más que una cuestión

de liderazgo, se avanza en una generación tácita de acuerdos y una estructura “empática” de

cooperación. Elementos que enriquecen este juego de colaboración mutua son: 1) la realización de

bromas, que a doble banda también contribuyen a remarcar la diferenciación de posiciones y los

códigos de respeto que deben ser tenidos en cuenta; 2) la reducción del distanciamiento entre bandos,

sin que derive en una igualación; 3) el uso de diminutivos cariñosos en remplazo de los nombres de

pila (por ejemplo, a Francisco la cocinera le dice “Pachito”): y 4) el cruce de saludos fraternales y

preguntas que denotan preocupación por el otro. En otras palabras, este conjunto de acercamientos

carismáticos labra los canales simbólicos y de confianza sobre los cuales ha de fluir la cooperación

entre las partes, la cual por demás no abandona en ningún momento su curso institucional ni mucho

menos deja de lado la diferenciación que media entre los roles de los pacientes y el personal de

enfermería y mantenimiento. En todo caso, cabe aclarar que esto no siempre es el caso, pudiendo

suceder que ciertos pacientes, esgrimiendo una inconformidad manifiesta, se opongan abiertamente

a las órdenes impartidas, incluso si la trabajadora de turno está tan solo refiriendo un mandato

remitido por uno de los terapeutas.

Tenemos, pues, colaboraciones entre bandos (pacientes y personal) a efectos de facilitar el desarrollo

de la cotidianidad en la casa. La cuestión, con todo, no resulta tan escueta como afirmar que se trata

de casos aislados, ni mucho menos cabría verlos como una mera compensación de intereses

recíprocos. Lo que una mirada detenida revelaría es que en estas interacciones las “buenas maneras”

no son algo eminentemente formal, como sí un elemento constitutivo de una forma de vinculación

que, aun cuando sustentada en el trato dispensado mutuamente entre pacientes y personal, recala en

últimas en una suerte de conexión con la Fundación (sentimental, ideológica, emocional),

circunstancia que gesta interesantes repercusiones en la que cabría denominar como red de

integración. Como podría indicarlo Karl Marx (1968), más que la actividad o el trato dispensado, se

trata de la vinculación de uno y otro bando dentro del conjunto relaciones que conforman el universo

de la Fundación, las cuales a la postre inciden en un enriquecimiento semántico de sus respectivas

cosmovisiones a la luz de una significación de la vida que ancla a un mismo tiempo nociones sobre

la adicción, valoraciones, metas de cambio, intereses, temores y demás. En síntesis, las

colaboraciones de los pacientes lejos están de poder ser descritas en términos de un superficial

intercambio de favores (incluso en el caso de las situaciones emprendidas ex profeso con ese

propósito), adquiriendo toda su significación al ser puestas en el contexto de la integración que se

surte a diario en la casa. De hecho, esto mismo podría predicarse de los casos en los cuales el personal

realiza reconvenciones a los internos, siendo normalmente aceptadas al versar sobre asuntos de la

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rutina que están siendo descuidados (como no bañarse con prontitud, caminar por los pasillos de la

casa sin usar calzado, no acudir diligentemente a las consultas, no atender funciones, etc.), aunque

sin descartar que la respuesta de parte de estos últimos pueda tener la forma de crítica, réplica o

disidencia cuando intuyen que la ordenado no se corresponde con el sentido global de su

recuperación o, en cierto modo, resulta injusto.

En el caso de los terapeutas la situación se muestra un tanto más compleja. De entrada hay que decir

que en su caso resulta habitual la fijación de barreras más definidas entre ellos y los internos, algo

que para Emilce ya era evidente cuando se encontraba surtiendo el procedimiento de ingreso. Así,

por ejemplo, un psicólogo vinculado a la Fundación comentaba que era preciso definir distancias

con los pacientes, argumentando para el efecto que la personalidad puede verse afectada

considerablemente si no se tiene cuidado con ello. En tal vía, refería que en el trabajo con adictos se

está constantemente en contacto con problemáticas agudas, muchas de ellas marcadamente

dolorosas, por lo que podría ser inadecuado “llevarse a todas partes” lo allí experimentado. Es más,

esta diferenciación no solo concierne a la división entre espacios de trabajo y personales, sino que a

su vez se hace palmaria dentro de la misma Fundación. Una situación bastante ilustrativa sobre esto

puede ser percibida en el arribo sucesivo de pacientes y terapeutas al patio interno de la casa. Allí la

interacción varía en función de la forma y cantidad en que se hacen presentes unos y otros,

sucediendo que si bien en ocasiones este espacio sirve para que aparezcan atisbos de equiparación

entre pacientes y los terapeutas, esto siempre ocurre de manera incompleta. En esa medida, se podría

indicar que el rol que cada uno desempeña en la Función, presentificado muchas veces de forma

práctica antes que discursiva (Giddens, 2011), termina estructurando barreras para la interacción, las

cuales por demás son a su vez instrumentalizadas por los actores: o bien para conservar su posición

o bien para mantener estable su nivel de seguridad ontológica. En este orden de ideas, cuando

terapeutas y pacientes conversan en el patio con cierta afabilidad, no lo hacen con la misma

desenvoltura que por lo general atañe los grupos reunidos por separado (terapeutas por un lado,

pacientes por el otro). Como refuerzo de esto aparecen las expectativas sobre formas de respeto que

cada quien espera a para sí, siendo las de los terapeutas las que en mayor grado encauzan el rumbo

de la diferenciación. Al respecto, resulta interesante reseñar cómo en cierta ocasión una terapeuta

hacía alusión al “respeto a los mayores”, particularmente a la pérdida del mismo experimentada a lo

largo de años recientes, con lo cual buscaba poner de presente cómo algunos pacientes, al tratar con

ella, tendían a pasar por encima de esta forma de respeto (expresada en el empleo de apelativos como

“señora…”, “doctora…”, etc.), a la vez que, consecuentemente, dejaba en el aire la sensación de que

a la postre se trataba de un intento de equiparación no legítimo. Desde luego, esto podría perder

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70 Dolor, derrota y liberación

sustento al considerar que el respeto puede fluir a través de diversos cauces formales, pero es aquí

donde manifestaciones metonímicas (Beuchot, Blanco, & Sierra, 2011) de tal exigencia entran a

demarcar los contornos semánticos de la interacción. No es cuestión de respecto propiamente dicho,

como sí de la forma en que es expresado, ya que esta última incide justamente en la definición de

barreras de autoridad.

Para Emilce resultaba bastante curioso ver que Francisco, ese coordinador de actitud tan decidida

tanto frente a sus compañeros y compañeras de internamiento como ante la enfermera y el personal

de cocina, se mostrara en cambio tan diligente con los terapeutas, muy al punto que bien podría ser

tomado por sumiso. Lo cierto es que, más que él, se trata de un comportamiento que siguen tanto los

coordinadores como buena parte de los pacientes de la casa. De hecho, no resulta extraño ver que

ante los “pedidos de cuentas” efectuados por integrantes del equipo terapéutico los pacientes se

muestren hasta cierto punto temerosos, casi que incluso entrando a justificarse por las situaciones

ajenas a su control. Conexo a ello, tienen lugar a su vez formas de interiorización de autoridad por

vía de la aplicación de adjetivos a los terapeutas, sucediendo así que al llamar a estos por su nombre

de pila, los pacientes corrigen al instante y repiten el llamado encabezándolo con el apelativo de

“doctor” o “doctora”. Desde luego, no sería sensato dejar de lado el proceder de pacientes que se

aventuran a fomentar tratos mucho más cercanos con el equipo terapéutico, aunque habría que ver

que en ello interviene en buena medida el carácter de los integrantes de este último (puede que sean

dados a admitir tratos más informales), algo en función de lo cual el paciente establece tácticas de

interacción a la medida de su propio-ser (Giddens, 2007).

Cabría preguntarse si estas muestras de amabilidad de los pacientes hacia los terapeutas pueden ser

medidas de acuerdo a su sinceridad. En una ocasión uno de los terapeutas efectuó juicios

contundentes a un paciente, y este, a título de respuesta y como desafiando su suerte, apenas si asentía

de una forma en buen grado sumisa que, a decir verdad, daba la apariencia de ser un tanto teatralizada

y poco reveladora de una auténtica contrición: “Sí, señor”, “sí, señor don…”, “yo sé, don…12”, etc.

Todas estas “muletillas”, aun cuando formalmente asociadas a un código coloquial de respeto hacia

el otro, en el contexto pragmático de su expresión parecían más bien ser signo de una resistencia

soterrada, algo ante lo cual el terapeuta, haciendo gala de una experiencia construida por años, dio a

entender que no creía en lo dicho por el paciente. Con todo, la cuestión debería conducirnos a

12 Los puntos suspensivos (…) tienen aquí la función de remplazar el nombre del terapeuta.

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 71

preguntar por lo siguiente: ¿el que estas manifestaciones sean sinceras o no incide de alguna manera

en la red de integración? De hecho, y yendo un poco más allá: ¿la falta de sinceridad daría al traste

con la relación profesional-paciente y, en últimas, con la significación que enmarca el proceso

terapéutico? Detenerse a meditar sobre estos aspectos puede ser crucial, tanto más si se tiene en

cuenta que estos intercambios lingüísticos entre profesionales y pacientes son tan solo una de las

muchas instancias comprendidas dentro del procesos terapéutico. De hecho, preciso sería entender

que la apariencia de respeto por la autoridad, contrario a lo que se pudiera pensar, dista de ser una

mera tapadera de una pretendida “autenticidad” que subyacería a los intercambios semánticos. Para

el actor social la apariencia es justamente el primer elemento de georreferenciación respecto de su

entorno; como pudiera decirlo Kant: es la impresión sensible sobre la cual se hace posible el

concepto. Así las cosas, se observaría que estos tratos respetuosos —sinceros o no— intervienen

dentro de toda una cadena de legitimación del proceder profesional en el ámbito de la Fundación,

algo que no solo concierne a la convicción personal y momentánea del paciente en cuestión, sino

que a su vez se articula dentro de la trama institucional, en la percepción que tienen los demás

pacientes y en la creencia misma en la posibilidad de lograr desarrollar en lo sucesivo la recuperación

frente a la adicción. En suma, más que una cuestión de verdad esencial, habría que hablar de efectos

de realidad de las expresiones discursivas; una realidad que no es única ni inmutable, como sí

susceptible de variar en función del curso seguido por cada interacción y por la estructuración

simbólica surtida en su interior (Berger & Luckmann, 2008).

Esta generación de efectos de realidad apareja un buen número de complicaciones a los terapeutas,

quienes, impelidos a traducir (Latour, 1992) su conocimiento y experiencia a las condiciones

experienciales y cognoscitivas de cada paciente, deben dar paso al despliegue de estrategias con las

cuales se consolide un régimen de verdad que estructure las prácticas que han de tener lugar en lo

sucesivo. Sobre esta situación comentaba una terapeuta lo siguiente:

Es muy atractivo, es muy seductor el tema [de la adicción]; entender esto es muy seductor.

Además tiene algo de peligro, y algo de enredado, y algo de: juguemos al gato y al ratón. Es

una propuesta, para el adicto, interesante. Es como: "juguemos a que me descubres"; y yo le

digo: "listo, a que te descubro" (Terapeuta A, 2015).

Empero, se trata de una especie de dialéctica que también apareja decepciones, es la fuente de una

serie de emocionalidades que, como se comentaba previamente, resulta recomendable saber manejar

(distanciar). Es esos términos, indicaba esta misma terapeuta que:

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72 Dolor, derrota y liberación

Hay momentos en que siento mucho cansancio, hay momentos en que siento mucha

frustración, hay momentos en que siento mucha rabia, porque hay pacientes muy

traicioneros. Y tú le has entregado a un paciente mucho tiempo, incluso te has abierto, le has

entregado cosas tuyas para mostrarles ejemplos, y el paciente —no es el paciente, es el adicto

como tal— entra como en crisis y empieza con su pelea por consumir, busca cualquier cosa

para dañarte. Entonces te la voltea y prácticamente te culpa a ti: de que eres un mal

profesional, o de que no le pusiste atención como debía ser; en fin, te pueden culpar de

muchas formas. Y ahí hay frustración, y hay rabia incluso, y hay dolor. Pero cuando yo

entiendo que está actuando desde el adicto, pataleando y desesperado por poder consumir y

hacer lo que se le da la gana, digo: "no lo haga personal, es el adicto pataleando" (Terapeuta

A, 2015).

De cualquier manera, es de destacar que justamente esta traducción de intereses que opera entre

terapeuta y paciente es la que facilita que este último, encontrando en el primero alguien que sabe-

cómo-escucharlo, se articule de mejor manera con los ritmos de recuperación fijados en la

Fundación. Surge entonces un vínculo privilegiado entre ambos, el cual tiende a ser mantenido a lo

largo del internamiento y durante la posterior fase ambulatoria, sustentándose así tal interacción

sobre el profundo conocimiento que el primero tiene acerca de la situación del segundo, así como

sobre la confianza que el segundo deposita en el primero —de hecho, podría hablarse de confianza

recíproca—. En ese sentido, aunque ciertamente puede ocurrir que algunos de los pacientes pasen a

lo largo del internamiento sin que lleguen a ser recordados del todo por el conjunto de los terapeutas,

ello no hace otra cosa que corroborar que el tratamiento de cada paciente es responsabilidad de un

terapeuta en particular. Ahora bien, no hay que olvidar que este escenario de personalización de la

intervención no supone la ausencia de un trabajo en equipo entre los distintos integrantes del personal

terapéutico. Se observa así que conversaciones entre ellos a fin de no perder de vista ciertos detalles,

recomendaciones en general y solicitudes de apoyo para el desarrollo de determinadas actividades

terapéuticas están a la orden del día. Una franja de almuerzo puede ser el instante idóneo para la

estructuración de este tipo cooperaciones, así como una caminata por los alrededores de la casa o

una conversación de pasillo. En realidad, esto revelaría una suerte de considerable rutinización de

los ritmos terapéuticos, algo que, en sentido estricto, delimitaría no solo afinidades temáticas entre

terapeutas, sino que a su vez configuraría todo el espectro de cotidianidad imperante en la Fundación.

De esta manera, cuando los terapeutas aluden a una separación de espacios, no solamente ponen de

presente un cambio de actividades surtido con el atravesamiento de las fronteras que separan los

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ámbitos personal y laboral, sino que de hecho revelan el cambio de disposición psicológico-

pragmático que, consciente e inconscientemente, opera en sus modos de interpretación y acción

cuando atraviesan distintas franjas de interacción.

2.4 Construyendo un lugar y ganando confianza

Los pacientes habían terminado las labores de limpieza, con lo que ahora estaban enfocados en la

atención de asuntos personales. Emilce, sintiéndose un tanto más segura sobre su estadía en la casa

(el círculo de bienvenida algo había despertado en su interior), se aventuró a recorrer cada rincón de

la misma, aunque no sin sentir ese peculiar impulso de prevención que invade a todo aquel que se

adentra en territorios de terceros. El primer lugar al cual se dirigió fue el garaje, llamado aquí “salón

de uso múltiple” (SUM), el cual viere en la mañana rebosante de personas. Iluminado por el reflejo

solar que ingresaba por los ventanales de una gran puerta metálica, esta especie de garaje

refaccionado contenía algo más de treinta sillas, un televisor de notorias dimensiones, equipos

electrónicos, iluminación con lámparas halógenas y un tablero de acrílico. Fijando su atención en él

observó que allí estaban indicados algunos aspectos entre rutinarios y de reflexión, entre los cuales

destacaba: 1) coordinador; 2) fecha; 3) tema para las 24 horas; 4) sólo por hoy; 5) sugerencias; y 6)

tiempos especiales de abstención. Otros cuadros con lemas sobre la adicción engalanaban la estancia,

siendo el más llamativo para la joven uno que incluía un listado de doce indicaciones dichas en

primera persona. Regresando sobre sus pasos, Emilce llegó de nuevo a la recepción, y al cabo de

recibir un saludo de la enfermera: “hola, Emilce, ¿cómo te has sentido?”, se detuvo a contemplar

este espacio con detalle, al cabo de lo cual llegó a concluir que no resultaba lo suficientemente amplio

para atender el enorme flujo de personas que viere en las horas de la mañana. Se trataba, en síntesis,

de un cubículo rodeado por una zona rectangular de no más de doce metros cuadrados, el cual,

ubicado en el mezzanine, se encontraba flanqueado por los baños, el comedor, las habitaciones y los

consultorios. En ese instante se vino a percatar de que ese cubículo constituía la enfermería, un

espacio que merced a sus condiciones fungía como punto de confluencia de las distintas personas

que entraban en contacto con la Fundación.

Subió y bajo las escaleras que conectaban con el segundo piso, fue al patio, de allí se encaminó al

comedor y finalmente pasó por los baños. Así, y después de caminar por algo menos de cinco

minutos, optó por tomar asiento en el mezzanine y suspirar hondamente. El inmueble, sin duda,

resultaba ser con holgura mucho más grande que la casa de sus padres, y sin embargo ello no

atemperaba la sensación de encierro que la embargaba en ese instante. ¿Cómo podría Emilce soportar

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allí sesenta días? A esa altura no sabía qué hacer, e incluso sentía que la locura sería lo único que le

quedaría de todo esto. Y es que, después de todo, la casa es administrada de tal modo que constituye

aquello que cabe denominar como un internamiento cerrado, un escenario en el que tiene lugar una

abrupta separación entre los espacios ocupados por los internos y los visitantes (lo cual permite a los

terapeutas dar un direccionamiento autónomo a la rutina de la Fundación respecto de influencias

externas). Ilustrativo sobre este punto fue observar en cierta oportunidad cómo dos chicas que se

encontraban en la recepción, y que tiempo atrás hubieren estado internas en la casa, debieron

ausentarse de inmediato ante la conminación efectuada por la enfermera y uno de los terapeutas.

¿Acaso adquieren los egresados del internado una nueva condición a ojos del personal de la

Fundación, en cierto modo poco recomendable para los que se mantienen como internos? Visto con

detenimiento, ciertamente hay espacios que fungen precisamente como zonas de interacción entre

internos y visitantes (como el SUM), pero esto solo opera después del agotamiento de determinados

“rituales” de acercamiento. El resto del espacio clínico de la casa queda sometido a una escisión

funcional, resultado así vedada para todos aquellos que no cuentan con autorización expresa para

ingresar. Este es, pues, el panorama los de internos aislados del mundo en su cotidianidad, habilitados

para entrar en contacto con el resto de la sociedad únicamente si ha habido un agotamiento de

determinadas formalidades.

Cabe aclarar que la fijación de barreras de interacción no solo tiene lugar en relación con los

fenómenos externos al internado, ni mucho menos depende exclusivamente de las normativas fijadas

por el personal terapéutico y directivo de la Fundación. De entrada, sería preciso resaltar que los

pacientes son sometidos a una especie de control en cuanto a sus desplazamientos y estadías en

diferentes zonas de la casa se refiere, lo cual, sin ser del todo protuberante, al menos sí mantiene

vigente en ellos la sensación de estar bajo vigilancia. Por ejemplo, una permanencia prologada en el

SUM en momentos en que no están teniendo lugar actividades terapéuticas colectivas puede

despertar sospechas en el personal de la casa, y en esa medida suscitar en miembros de este el

impulso por cerciorarse respecto de lo que allí sucede. Asimismo, el acceso a espacios como la

enfermería y los consultorios resulta inviable para los internos salvo que expresamente sean

autorizados a ello por los terapeutas y el personal de enfermería, e incluso en ciertos momentos del

día las habitaciones son cerradas con llave para que no se pueda acceder a ellas. De otro lado, y no

menos importante, hay que decir que los pacientes también fijan dentro de la casa franjas espacio-

temporales de interacción restringida, las cuales se convierten en espacios privilegiados para las

congregaciones espontáneas y distendidas de estos. El patio interno, el mezzanine y ocasionalmente

el SUM sirven para este propósito, siendo allí donde emergen en mayor número manifestaciones

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 75

sinceras de parte de los internos (Goffman, 1971). Pero ¿cómo es que llegan a experimentar la

confianza suficiente para ello? Desde luego, no hay lugar a desconocer que algunos de los internos

no tienen mayores reparos frente a tal disposición “confesional”; sin embargo, y a efectos de hallar

un aspecto común a todas estas formas de restricción y uso del espacio, convendría replantear la

pregunta en los siguientes términos: ¿cómo se estructura el espacio para que funja como lugar de

desarrollo de regímenes de verdad? En efecto, más que hablar de limitaciones del uso del espacio y

de ver cómo estas intervienen como facilitadoras de la realización de determinadas motivaciones

(institucionales o personales), hay que ver que este juego de definición de fronteras demarca

condiciones de seguridad ontológica propicias para la puesta en escena de manifestaciones

discursivas determinadas. No es una cuestión de espacio sino de lugar (Certeau, 2007), es la

emergencia de este último por ministerio y para beneficio de encuentros sociales (Giddens, 2011),

los cuales, dependiendo en todo momento de la confianza depositada por los actores sociales

involucrados (confianza en que su discurso tendrá acogida, confianza en que al proferirlo no se será

acreedor de respuestas de reprobación), no fluirían del todo si en el ambiente pesara ese aura de

vigilancia que por momentos funge como rasgo definitorio de la casa.

En ese sentido, a Emilce le resultaba interesante ver que sus compañeros, hablando distendidamente

en el patio, de repente se inmutaran, bajaran el tono de voz e incluso se silenciaran ante la irrupción

en dicho recinto de alguien que no “inspira confianza” (como una enfermera o un terapeuta). Empero,

no se trata simplemente de un cambio de la situación, como sí de un cambio de lugar, algo de lo cual

también vienen a ser “víctimas” los mismos terapeutas. Así, verbigracia, cuando son ellos quienes

se encuentran conversando en el patio, resulta que con el sucesivo arribo de pacientes guardan

silencio estrepitosamente, pierden la mirada en la nada y solo poco tiempo después emigran hacia

sus respectivos consultorios. No así, es de aclarar que la situación resulta aún más compleja,

básicamente al observar que entre los mismos pacientes otro tanto puede llegar ocurrir, aunque con

la particularidad de que las pequeñas unidades de interacción tejidas —subgrupos de pacientes—

terminan por habitar en un mismo espacio-tiempo: todas ellas mediadas por niveles de confianza de

alcance restringido (es decir: que abarcan apenas a los pacientes que participan del subgrupo), y

caracterizadas por una volatilidad de conformación y disgregación marcada por el ritmo de ingreso

y salida de sucesivos intervinientes. ¿Qué es entonces el lugar? Vemos, pues, que no concierne

exclusivamente a la noción física de espacio (o del espacio-tiempo, en términos de la teoría de la

relatividad general), si bien con este último plantea una serie de relaciones de limitación,

aprovechamiento y construcción. En este caso la noción de sede esbozada por Anthony Giddens

(2011) podría ser oportuna, pero aún sería necesario complementarla con: 1) una caracterización de

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76 Dolor, derrota y liberación

esa sensación que, además de certeza, brinda a los interactuantes la impresión de ser dominadores

de la situación, muy al estilo de “dueños” del espacio de conversación; y 2) el análisis de la situación

de aquellos que en dichas situaciones pasan por ser “subalternos” de la interacción, muy al estilo de

lo que Michel de Certeau (2007) concibe como los consumidores en las relaciones de poder.

Emocionalidad, seguridad, dominio, confianza y espacialidad, todas estas dimensiones demarcan el

devenir de una cotidianidad que fluye con el tránsito de pacientes y personal de la Fundación por

lugares y no-lugares.

Ahora bien, la dirección de la Fundación debe procurar en todo momento que existan condiciones

necesarias para la creación de lugares adecuados para el encuentro entre terapeutas y pacientes, todo

como miras a que esta interacción redunde en una exitosa constitución de rutinas de recuperación.

En ello desempeña un papel clave la forma como son administrados los recursos de asignación13,

teniendo en todo momento presente la relación costo-beneficio. No hay que perder de vista que la

Fundación opera con recursos limitados, y que con los mismos debe procurar atender de la mejor

manera cada una de sus responsabilidades frente a los pacientes y frente al Estado. Verbigracia,

teniendo la necesidad de ajustar el esquema terapéutico sobre la marcha (precisamente en la medida

en que se busca propiciar condiciones adecuadas para el trabajo terapéutico), no solamente es preciso

seguir el derrotero que fija la experiencia institucional acumulada, sino que a su vez se debe proceder

a elegir entre opciones excluyentes, considerando que: por un lado, debe aspirarse a generar el mayor

beneficio terapéutico posible con cada paciente; y, por otro, que los recursos no sobran, y por tanto

hay que privilegiar las opciones juzgadas como más beneficiosas para la comunidad. Aquí sale a

relucir que más allá de los terapeutas, un conjunto de personas con otro tipo de formación brinda a

la Fundación un andamiaje administrativo-financiero sin el cual sencillamente no existiría. Es al

respecto que cabe hacer mención de las secretarías y la jefe de la sección administrativa, encargadas

a la postre del desempeño de actividades tales como el pago de nómina, la celebración de convenios,

los ejercicios contables y, en definitiva, todo aquello que cabría denominar como "burocrático". Así,

pues, una dimensión no del todo visible para los pacientes aparece para marcar un ámbito de

materialidad de los tratamientos; se trata, pues, de una división del trabajo que repercute en últimas

en la consolidación de un espectro de posibilidades para la Fundación, algo que plantea que, más

13 Término que Anthony Giddens emplea para referir las relaciones del actor social con otros más en relación

con lo material (por ejemplo, la propiedad privada), y cuyo objeto reside en la cualificación de las prácticas

sociales, y en últimas de la estructura social. Esto va de la mano con la forma en que autores como Karl Marx

y Max Weber aluden a la condición de clase, siendo uno de sus elementos estructurantes el grado de

probabilidad en la provisión de bienes.

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 77

que recibir una determinada remuneración por los servicios recibidos, la cuestión estriba en una

organización racional que ofrezca un soporte sólido a las motivaciones tanto de pacientes como de

terapeutas. No solo en la casa estos últimos gozan de un peso específico, sino también el personal

administrativo-financiero, el cual concita una actitud de respeto y notable afectación por parte del

equipo terapéutico. Con el equipo administrativo los padres de Emilce habían surtido los trámites de

su vinculación como paciente; no tiene este la última palabra en la Fundación, pero ciertamente es

merced a sus oficios que cualquier palabra puede adquirir allí el carácter de expresión terapéutica

institucional.

Hay que decir que en la configuración de los lugares la Fundación, a pesar de su privilegio en la

estructuración de encuadres de poder en relación con los pacientes, no llega a ostentar un control

omnímodo. Elementos de juicio que conducen a tal apreciación son: 1) su subordinación a las

prescripciones fijadas por el Estado; 2) la porosidad inherente a sus formas de control sobre los

internos; y 3) la misma voluntad de los pacientes. Si, verbigracia, pacientes de la Fundación llegan

a ser detenidos por orden judicial al transitar por la calle (lo que podría ocurrir cuando se efectúan

desplazamientos de la población para practicar actividades físicas en zonas recreativas cercanas),

esta última nada podría hacer al respecto, salvo buscar contactar a sus familiares para ponerlos al

tanto de lo sucedido; en las zonas y momentos de no vigilancia los internos pueden dar curso a

ajustes secundarios (Goffman, 2007), de manera tal que o bien omitan atender determinadas normas

de la casa o bien busquen la manera de alcanzar un beneficio no necesariamente asociado con su

recuperación personal; y finalmente los pacientes podrían tomar la decisión de abandonar la casa.

En ese sentido, es preciso señalar que la relación de poder, tejido sobre el que se sustentan las

relaciones sociales, constituye una instancia de juego en la que se apunta a reducir el margen de

elección del otro, algo en lo cual interviene el despliegue de estrategias de direccionamiento y/o

convencimiento. Sin embargo, para que ella opere preciso es que uno y otro extremo de dicha

relación interactúen sobre un terreno semántico común, terreno que en el caso de las deserciones al

tratamiento es sencillamente puesto en entredicho, si no es que desvirtuado en su conjunto. Este

terreno común no es, pues, otra cosa que la misma red de integración; aquella que brinda la

posibilidad de que haya entendimientos, instancia de comunicación entre formas de ver-y-valorar-

el-mundo. Un paciente que renuncia a seguir en la Fundación no solo da por terminada su vinculación

contractual con esta, sino que a su vez rompe —aunque no siempre de forma definitiva— con una

cadena simbólica y teleológica sobre cómo orientar la existencia individual según un conjunto de

rutinas institucionalizadas. No hay autoridad que no dependa de este acuerdo de entendimiento —

que rara vez se suscribe de forma explícita—, así como tampoco hay situación que, aconteciendo

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78 Dolor, derrota y liberación

dentro de los límites de la Fundación, no tenga como referente y guía para la práctica ese denso

entramado de significación. El grado de avance en la configuración de esta semántica puede incidir

profundamente en la partida prematura de muchos pacientes, y en el caso de Emilce redundaría en

que ese primer día, y a pesar del dolor que la embargaba, optara por resignarse a ver qué pasaba más

adelante en este lugar que pacientes y terapeutas llaman “casa”.

Un día de lento tránsito llegaba con parsimonia a su final, el nuboso crepúsculo traía consigo para

Emilce confusos pensamientos sobre un mañana de incierto bienestar. Y aunque no era este lugar

tan tétrico como hubiera podido entreverlo al comienzo, y sus compañeros y compañeras, amables

y tan normales con ella, cuando menos le inspiraban una suerte familiaridad, la desazón por seguir

creyendo que estaba allí injustamente la eximía de tan siquiera querer conciliar el sueño. La decisión

de estar allí no le competía, llorar en silencio era lo único que le quedaba. Así lo hizo por horas

enteras, abrazando con fuerza su almohada como si de ello dependiera que nadie más la escuchara.

Al final el cansancio pudo más, Emilce cayó en un sueño profundo, en sumo grado tranquilo, un

alivio apenas merecido para su atormentado corazón. La casa fue tragada por un silencio casi

insondable, y las penumbras, apoderándose de las habitaciones y otras estancias, solo retrocedían

ante la vigilia de la enfermera que atendía el turno de la noche.

2.5 Rutinización, más que un saber automático

Y después de todo Emilce se quedó. Con el paso de los días había afianzado un trato cercano con

sus compañeros y compañeras de internamiento, especialmente con dos de estas últimas, al tiempo

que ya tenía presentes las rutinas de la casa y las atendía sin protestar. De igual modo, había

descubierto que ese ambiente de cordialidad que la recibiera el primer día no suele ser la regla en la

casa, sucediendo así que conflictos de diverso tipo, incluso los de menor intensidad, pueden caldear

el ambiente en su conjunto. Al respecto, uno de sus compañeros le comentaba que ello sucede “por

el carácter de los internos” —Emilce empezaba a creer que en este lugar “adicto” era la explicación

para cualquier problema—, a la vez que daba cuenta sobre un momento, previo al ingreso de ella, en

el que al resolverse ciertos inconvenientes el grupo se había unido. En este punto resulta preciso

llamar la atención sobre el rol de los conflictos. Lejos estaban de configurar una situación anómica,

y de hecho es posible asumirlos como elementos inherentes a la normalidad de la Fundación

(Durkheim, 1967). Se producían peleas por motivos que bien cabría denominar como estandarizados

(no atender las funciones, no respetar ciertos espacios personales o lanzar insultos, por citar algunos

ejemplos), los cuales se convertían en un factor común a las distintas cohortes que atravesaban la

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 79

fase de internamiento. De las peleas a las reconciliaciones, y de estás últimas al refuerzo de

imaginarios comunitarios encaminados a la recuperación: esta era una secuencia conocida para las

personas que estaban en posibilidad de contemplar el paso del tiempo institucional en la casa (como

los terapeutas y el personal de mantenimiento, que podían ver el trasegar de una cohorte tras otra),

en la que solo excepcionalmente la situación redundaba en confrontaciones idas a los golpes o en

expulsiones de pacientes del programa. Se podría hablar aquí, en ese orden de ideas, acerca del

carácter funcional de estos conflictos en el fortalecimiento de la convivencia y las representaciones

colectivas, pero resulta más interesante ver cómo los pacientes configuran para sí una suerte de

creencia en la perfectibilidad del aquí-y-el-ahora en su paso por la Fundación. Siguiendo de cerca

aquello que Pierre Bourdieu (2011) denomina ilussio, se puede decir que una forma de creencia va

siendo construida en cada paciente a lo largo del internamiento, la cual no solo se caracteriza por

involucrar el abrazamiento de una esperanza de cambio personal, sino a su vez, y de manera

categórica, por aparejar una suerte de aprecio y reivindicación del presente como algo que puede ser

mejorado con las acciones inmediatas. En ese sentido, la cotidianidad de la casa no pasaba por ser

simplemente un “accidente” más en el camino a la recuperación, y de hecho alcanzaba una íntima

conexión con el conjunto de valores y de disposiciones que eran “inculcados” a los pacientes para

afrontar su vida una vez finalizado el internamiento. En suma, ellos no solamente no contaban con

una estadía lo suficientemente larga como para percibir esta reiteración de conflictos (sin perjuicio

de lo que acontece con los pacientes que han tenido varios internamientos), sino que además

aspiraban a alcanzar un momento en el cual los conflictos desaparecieran (y en esto el consenso era

mucho más generalizado, abarcando incluso a pacientes con más “experiencia”). El proceso de

recuperación es en primer término un cultivo de esperanza, siendo tal vez ese el sentido que gravitaba

tras las palabras sobre la unidad del grupo proferidas por el compañero de Emilce.

En todo caso, preciso es reconocer que no todos los internos llegan a perder de vista esta reiteración

de ciclos, viendo incluso en las mismas actividades terapéuticas una sucesión de lo mismo. En esa

medida, uno de ellos opinaba:

Pues como ya hay unas normas... hay unas... no normas, sino como estrategias establecidas,

entonces hacen actividades. O sea, vienen, hacen actividades y se van. Digamos, ese grupo

existencial, vienen, hacemos esa vaina y se van. Un terapeuta hace alguna actividad,

entramos, hacen llorar a alguien y se van. Y siempre le dicen a uno "¡usted está vuelto

mierda!, ¡usted está vuelto mierda!" Entonces... es chistoso (Paciente B, 2015).

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80 Dolor, derrota y liberación

Friedrich Nietzsche (2000) hablaría al respecto sobre una visión irónica de la historia, muy al estilo

de un pesimismo que solo encuentra reiteración de sucesos a lo largo del tiempo. De cualquier

manera, convendría empezar por no perder de vista ese “falso comienzo” en que incurrió el paciente

al ser entrevistado, puesto que, sin pensarlo, trajo a colación un aspecto sumamente relevante en

relación con la configuración de cotidianidad. En efecto, una cuestión normativa subyace a la

estructuración de rutinas, siendo ese el motivo por el cual la sociología centra buena parte de sus

esfuerzos en su estudio. En cualquier caso, y a fin de evitar confusiones, convendría que aclaráramos

lo siguiente. El paciente entrevistado señala al respecto (y esta vez de forma explícita) que:

Sí, claro, ya soy menos impulsivo. O sea, sigo mis impulsos, pero de una manera más

pausada, a sabiendas de que aquí se siguen unas normas. Ya cumpliendo esas normas pues

no hay lío (Paciente B, 2015).

Vemos, pues, que la definición de rutinas —que, operando sin mayor esfuerzo, constituyen un dar-

por-sentado lo que se hace día por día— atañe en primer término a una adecuación del proceder

individual a específicos esquemas de comportamiento, algo que no solo tiene lugar respecto de

expresiones normativas positivas (esto es: explicitadas y racionalizadas). Emilce, por ejemplo,

efectivamente tuvo a través del círculo de bienvenida la posibilidad de entrar en contacto con

manifestaciones explícitas sobre normas que operan dentro de los límites de la Fundación, pero lo

cierto es que ella —así como muchos de sus compañeros— no llegó a memorizar al instante cada

una de las indicaciones efectuadas por sus compañeros y compañeras, requiriendo de un período de

varios días para ir afianzando un somero conocimiento sobre algunas de ellas. En esa medida, cabría

apuntar que la experiencia normativa (es decir: la interiorización de las normas y su conversión en

insumos para el continuo despliegue de prácticas sociales) lejos está de seguir formas de

memorización precedidas por transmisiones discursivas abstractas, y en cambio se sustentaría en un

complejo fluir de expresiones emotivas, sentimentales y racionales que, entroncándose en

comunicaciones sucesivas de doble vía, va delineando en cada actor social (en este caso los

pacientes) pautas de referenciación, conscientes e inconscientes, acerca de cómo desenvolverse en

un escenario social en particular (la Fundación). En esa medida, situaciones tales como regaños y

reconvenciones se convierten en mecanismos privilegiados en la generación de formas de conciencia

sobre lo normativo, dando paso a un juego que, en cierto modo, toca las puertas de la configuración

de un Otro (Lacan, 1997) con forma de entidad terapéutica. No obstante, más que un asunto de

infracciones y respuestas a las mismas, es más usual ver en el ámbito de la Fundación un

“ceremonioso” proceder de parte de los pacientes, incluso en ausencia de la vigilancia. De hecho,

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otro tanto cabe ver cuando se encuentran ad portas de incurrir en trasgresiones a la normativa,

momento en el cual muchos de ellos resultan en sumo grado escrupulosos (solicitan permiso a los

terapeutas, preguntan a otros pacientes si habrá problema en actuar de tal manera, se cuidan de dejar

pistas que los delaten, etc.). Esto da para pensar que no cabría hablar propiamente de un aprendizaje

normativo “desde cero” que acontece una vez se ingresa como interno a la Fundación, revelándose

en su lugar una suerte de conexión entre actitudes normativas desplegadas por el paciente en otros

espacios sociales y las estandarizadas en el escenario terapéutico.

En segundo lugar, y retomando lo indicado por Anthony Giddens (2011), es preciso ver que las

normas constituyen pistas sobre cómo desenvolverse en espacios sociales específicos. Consideremos

lo siguiente: al cabo de transcurrida una semana desde su primer día en la casa, Emilce había variado

ligeramente su percepción sobre sí misma, llegando así a concebir que tal vez sí tenía un problema

que, grosso modo, se podía aventurar a categorizar como una adicción. Esta situación, que en otros

casos se produce incluso mucho antes (especialmente con los internos que ingresan voluntariamente

a tratamiento), plantea una fuerte incertidumbre, y es la relativa a si se podrá hallar una solución

frente a tal flagelo. Los adictos han estructurado un estilo de vida en torno a una forma de consumo

(ya sea de sustancias o de prácticas, sea del caso aclarar) que ha entrado en colisión con otras

instancias de su vida social en general; saben cómo desenvolverse en ese statu quo, pero ignoran por

completo cómo cambiar esa situación; como podría decirlo Jacques Lacan: hablan sin saber de lo

que hablan. Pues bien, ante ello la norma aparece justamente para brindar un principio de seguridad

en el seguimiento del nuevo rumbo —el de la recuperación—, es la línea-guía que, graficada por los

testimonios de otros que se han reconocido a sí mismos como adictos, se convierte en orientadora

del accionar individual. Así las cosas, más que un plegamiento “ceremonioso” a la normativa, o

incluso antes que una infracción de la misma por cuenta de una separación entre intereses personales

y finalidades institucionales (lo que Erving Goffman denomina ajustes secundarios, o lo que Robert

Merton (1980) concibe como actitudes desviadas innovadoras, ritualistas y demás), habría que

apuntar a centrar la atención en el análisis de formas particulares de reforzamiento de la seguridad

ontológica a través de la instrumentalización de complejos normativos.

Estos dos aspectos pueden, en todo caso, ser relativamente fáciles de asimilar. En realidad, la

cuestión puede redundar en fuertes polémicas si se considera que la visibilización de esta dimensión

normativa, en sentido estricto, puede apuntar a reivindicar la existencia de órdenes que rigen el

devenir de las formaciones sociales. Entre los sociólogos esta idea ha hecho correr bastante tinta

desde que Emilio Durkheim hiciera su aparición en la escena teórica, pero sobre la manera en que

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debe ser comprendida los acuerdos más bien han resultado escasos. De hecho, la situación deja de

ser clara al preguntarnos si lo normativo, y en últimas el orden, corre paralelo a fenómenos de

uniformización de los individuos. ¿Vivir en sociedad es acaso el primer paso para adentrarse en una

igualación de las conciencias, de manera tal que al actor social todo lo que le cabe esperar es sufrir

la suerte Winston Smith, el personaje postulado por George Orweel como protagonista de su distopía

literaria: 1984? Por lo pronto dejemos esta problemática teórica apenas esbozada.

Al tratamiento de Emilce hemos hecho referencia por vía de la enunciación de actividades tales como

la limpieza de la casa, el seguimiento de ciertos actos con un cariz ritualizado y concretamente con

la participación en sesiones terapéuticas; pero ¿qué decir respecto de los instantes en que, a falta de

algo que hacer durante las horas de vigilia, los pacientes se ven abrumados por un tedio que a lo

sumo con bastante esfuerzo logran sobrellevar? Suponiéndose que fuera preciso ingresar a un

internamiento, y que allí no se tuviere acceso a libros (no terapéuticos), prensa, internet, radio y/o

televisión, ¿qué hacer para pasar el tiempo? Pues bien, esta pregunta, sin que medien reflexiones

previas, debe ser afrontada por los pacientes a cada momento. Matan el tiempo llenando sudokus y

sopas de letras, van al baño, caminan por los pasillos y conversan; en algunos casos hablan con los

terapeutas y el personal de apoyo, preguntan algunos detalles y siguen su marcha sin finalidad

aparente. Esto es lo que caracteriza el ambiente de la estancia terapéutica en “horas muertas”; es un

barullo de parsimonia apenas turbado por los comentarios, la risa y, en general, el ruido producido

por el personal de la casa. Esperar la llegada de cada evento, reflexionar, tal vez recordar, o

simplemente negar cada cosa y buscar no sentir: esto es todo lo que a veces pareciera quedar en los

resquicios de las distintas actividades terapéuticas, algo que muchas veces, y a pesar de que medie

un fuerte sentido de compañerismo entre los pacientes, termina motivando fugas y deserciones. Un

compañero de Emilce no dudaba en afirmar lo siguiente:

Sí, el tedio es una cochinada, es horrible el tedio. Estoy aburrido. Me aburre ver lo mismo.

Siempre todos son la misma vaina, siempre. Llegamos... ellos vienen y trabajan y se van.

Las enfermeras vienen, trabajan, se queda una —la que se tiene que quedar— y luego se

van. En cambio nosotros seguimos aquí. O sea, los únicos que cambian son los que vienen

y se van, lo único que cambia aquí es el sol que aparece y que se va... De resto nada cambia,

todo es lo mismo (Paciente B, 2015).

Caminar por la casa durante las “horas muertas” puede ser desolador para el visitante, tanto más si

entre los internos no se encuentran personajes motivadores que procuren alegrar a la población. Esta

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situación preocupa en buen grado a los terapeutas, que a veces improvisan con actividades de último

momento para fomentar la ruptura de esta engorrosa distensión. En juego están tanto el equilibrio

emocional de los pacientes como la imagen misma de la Fundación; en síntesis: se trata de un

escenario poco o nada deseable para ambas partes. Pero el tedio no es algo que solo concierna a los

ratos en que “no se hace nada”, sino que de hecho se manifiesta durante la realización de actividades

como las anteriormente descritas. Así, pues, convendría reconocer que esta situación es tan cotidiana

como todo lo demás que acontece en la Fundación, por lo que, de hecho, cabría preguntar si hay

posibilidad de hallar una conexión entre ella y las formas normativas que operan dentro de este

ámbito de interacción. Después de todo, ¿será acaso que el tedio únicamente constituye una especie

de mácula en relación con el modelo que debería seguir el tratamiento de recuperación? Volviendo

al caso de Emilce, es de resaltar que ella no era la excepción a este aburrimiento, aunque no estaba

segura sobre lo que pensaban las demás personas al respecto. Un día se dirigió a la enfermera y le

preguntó si también se sentía aburrida, ante lo cual ella, sin en apariencia resolver el interrogante,

cariñosamente le sugirió que se distrajera atendiendo los ejercicios de reflexión asignados por el

equipo terapéutico. No era una salida “por la tangente”, como sí una respuesta que, surgida de una

forma práctica de conciencia, ponía en evidencia algo muy interesante: la percepción del paso del

tiempo que tienen los pacientes no es igual a la de los terapeutas y el personal de mantenimiento y

apoyo.

Terapeutas y otros trabajadores de la Fundación acuden allí día tras día con el objetivo de efectuar

una serie actividades más o menos estandarizadas, y lo hacen de tal manera que, incluso si su

vinculación con la entidad no es mayor a unos cuantos meses, desarrollan todo un esquema mental-

emocional que les brinda la sensación de gozar de un cierto grado de autonomía en relación con la

esfera normativa que rige más drásticamente a los pacientes. Ellos tienen presentes las limitaciones

que demarcan sus respectivos espacios de interacción rutinaria (económicas, morales, emocionales),

pero, más que sentirse atrapados por ellas, las convierten en un referente para su accionar personal,

lo cual otorga vigencia a la sensación de libertad de la que se convierten en voceros con el simple

hecho de llegar puntualmente a atender sus turnos de trabajo. Esto, proyectado en forma diacrónica,

se podría ver como una constante sedimentación de configuraciones cotidianas, en donde el trayecto

de vida de cada quien se va enriqueciendo con nuevas experiencias, va sufriendo cambios, pero rara

vez se ve sometido a variaciones intempestivas y abismales; es, pues, una estabilidad en la manera

como cada individuo interpreta el paso del tiempo, es la construcción de un imaginario que ayuda a

soportar la idea de estar presos en la finitud del tiempo terrenal (Nietzsche, 2008). Con los pacientes

la situación sigue otro sendero, puesto que ya el ingreso al internamiento apareja casi que por sí

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84 Dolor, derrota y liberación

mismo una ruptura ostensible con un estilo de vida sostenido hasta entonces. El tedio, visto en estos

términos, podría ser interpretado como un indicador de esta situación de descontrol sobre las propias

rutinas, como un desbarajuste en la apreciación del devenir personal a lo largo del tiempo, el cual

puede variar en intensidad en función de la manera como cada quien procura readaptar sus ritmos a

las exigencias normativas de la Fundación. Se observa, en este orden de ideas, que, por un lado, no

hay necesidad de incurrir en naturalizaciones de la rutina para explicar el fenómeno (es decir: creer

que el tedio es fruto de un menor o mayor número de actividades por fracción de tiempo, o que

depende del tipo de actividades), y que, por el otro, da nuevas pistas a la hora de tratar de comprender

la forma en que tiene lugar la integración en la Fundación.

En la superación de este duro tránsito en el paso de una a otra cotidianidad (algo que, de acuerdo con

las opiniones expresadas por algunos pacientes, pareciera no lograrse más que parcialmente) los

terapeutas desempeñan un papel crucial. Ellos asumen la labor de “traducir” al interno el conjunto

de saberes (científicos y experienciales) que atañen a la recuperación, al tiempo que se erigen en

referentes de moralidad que demarcan divisiones entre lo que es correcto y lo que es incorrecto en

la casa y en el conjunto de la sociedad. Explicaciones entonces tienen lugar en cada encuentro

terapeuta-paciente, con las cuales no solo se apunta a que este último vaya teniendo contacto con los

pormenores de una noción especializada sobre la adicción, sino que además —y tal vez mucho más

importante— avance en la identificación de conexiones entre estas nociones y su propia problemática

y, en consecuencia, descubra que sí existe un camino de recuperación. Esta forma profesional que

adquiere el proceder del terapeuta respecto de la situación del paciente torna en factor de

legitimación, tanto del saber y la idoneidad del primero como de dicho camino de recuperación, algo

que en últimas resulta vital para que el segundo acoja el estilo de vida de internamiento y

posteriormente el de sobriedad. No obstante, hay que decir que esto no estriba exclusivamente en el

esfuerzo del equipo terapéutico, sino que a su vez reposa en el resto de la convivencia acontecida

dentro de las fronteras de la Fundación. Para Emilce resultaba claro que convivir con otros pacientes

implicaba que su margen de acción dependiera en buena medida de los límites fijados por los

intereses y necesidades de ellos, situación que, más que limitaciones, implicaría la posibilidad de

identificarse en el otro y —yendo un poco más allá— ajustar su moralidad a una medida ya no

eminentemente narcisista. Con todo, no se trata de algo dejado exclusivamente al arbitrio de los

pacientes, interviniendo en cambio expresiones positivas de la normativa de la casa. En primer

término podría aludirse a la definición de un horario de actividades, el cual, existiendo expresamente

como un listado de tareas ordenadas por días y horas, demarca lo que ha de ser la rutina de los

pacientes. En segundo lugar, una estética y un régimen peculiar en las habitaciones se convierten en

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 85

un punto de articulación del discurso terapéutico con la cotidianidad de los pacientes. Recintos

sobrios, con hasta un máximo de tres camas por cada una de ellas, ofrecen la comodidad suficientes

para pernoctar en ellas y gozar de privacidad, pero no se encuentran concebidas para que los

pacientes permanezcan en ellas (en todo momento las habitaciones deben estar ordenadas, y, como

se comentaba previamente, son cerradas bajo llave en momentos prefijados del día). A Emilce le

resultaban extrañas estas prescripciones acerca de las habitaciones, tanto más teniendo presente que

en su primer día de estadía durmió durante horas en la que le fue asignada antes de ser llamada a

almorzar. Un paciente que fuere coordinador hace algún tiempo, haciendo justamente un llamado de

atención a sus compañeros de internamiento con ocasión de esta situación, incurría en el siguiente

absurdo: “los cuartos no son para dormir”. Ciertamente hacía alusión al hecho de no dormir en ellos

entre las 5:00 am y las 9:00 pm, pero, más que no conciliar el sueño, la medida revela una

preocupación de los terapeutas por evitar toda forma de aislamiento de los pacientes respecto de la

cotidianidad de la casa, constituyendo a su vez una forma de garantizar el seguimiento de los tiempos

fijados en el horario. Así se construye a diario cotidianidad en la Fundación; y por su ministerio, y

sin darse cuenta, Emilce se vio impelida a seguir un orden mucho más rígido que el que siguiere en

casa de sus padres.

2.6 Homogeneizaciones de la rutina

Desde luego, no está de más prestar atención a las ocasiones en que no hay una estricta obediencia

de la norma, pero antes que nada convendría orientar la mirada hacia un tipo de pacientes que,

merced al mayor margen de maniobra del cual gozan, pueden con sus acciones ofrecer interesantes

elementos para el análisis. Las conversaciones que Emilce sostenía con sus compañeros y

compañeras de internamiento no dejaban de resultarle estimulantes en medio del tedio de la casa,

pero por momentos sentía que las mismas tendían a caer cada día en las mismas temáticas. Era allí

donde pacientes de la modalidad hospital día, que no permanecían en la Fundación más que algunas

horas, entraban a revitalizar el ambiente de la Fundación. Ellos comentaban de continuo sobre lo que

veían en la calle, se explayaban en detalles acerca de lo visto y escuchado respectivamente en la

televisión y la radio; en últimas, hacían vívidas exposiciones respecto de todo el mundo de beneficios

que depara el atravesamiento de las barreras simbólicas del internamiento. Su misma forma de vestir,

los elementos que portaban consigo (como reproductores de audio, teléfonos celulares, libros no

terapéuticos y cigarrillos electrónicos) y su mayor posibilidad de movimiento marcaban un

considerable contraste con los pacientes en internamiento, situación que en principio era susceptible

de granjearles una mayor aceptación. Claro está, una vez estos pacientes de hospital día ingresan a

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la casa se convierten en destinatarios de la normativa allí imperante, debiendo en ese sentido atender

funciones, asistir a las sesiones terapéuticas y no vulnerar las restricciones fijadas al conjunto de la

comunidad. No obstante, cabe señalar que hay momentos en los cuales ellos, gozando justamente de

prerrogativas tales como no tener que compartir el almuerzo con los internos o poder marcharse

antes de que inicien las sesiones de reflexión colectiva de las tardes, sin pensarlo dan entrada al

espacio terapéutico a una especie de contrapunteo de las indicaciones terapéuticas. Su presencia

introduce alteraciones a la economía paradigmática (Ricoeur, 2004) de la cotidianidad de la casa,

dando paso, verbigracia, a rearticulaciones de las prácticas terapéuticas que contribuyen a mantener

el orden establecido a partir del aislamiento respecto del mundo exterior. Se observa, pues, que el

espectro normativo no solo concierne a una cuestión de obediencia-desobediencia, sino que, más

relevante aún, involucra la conformación de actitudes en relación con la definición de pautas de

normalidad (experiencia normativa).

Pero entonces, ¿cómo abordar la cuestión de la exigencia del cumplimiento de la rutina? Poco

sensato sería pensar que el equipo terapéutico no establece mecanismos de control al respecto, e

incluso bastante cándido resultaría el creer que los pacientes están en la disposición de seguir sin

más los códigos de comportamiento que demarcan el complejo normativo de la casa. En primer lugar

hay que decir que en la Fundación mecanismos de control y de interiorización normativa están a la

orden del día, pero debe precisarse que los mismos tienen un despliegue mucho más refinado de lo

que habitualmente se suele tomar por la imagen característica de internados y otra serie de

instituciones totales (Goffman, 2007). Por ejemplo, un día Emilce tenía a su cargo la tarea de asear

el SUM, pero al llegar allí con escoba y trapeador le pareció que este recinto no se encontraba

desordenado. Bien pudo simplemente retirarse y no hacer nada, pero una inusual sensación de

escrupulosidad la impulsó a buscar a Francisco para comentarle lo que había visto.

—Siempre hay que barrer y trapear, así esté limpio —fue lo que el coordinador, con un tono

más bien huraño, le respondió a la paciente.

Como entre regañada y confundida, Emilce se encaminó de nuevo al salón a seguir los mandatos de

una moral que en ocasiones le resultaba incomprensible. Se observa así que la rutina va más allá de

lo eminentemente utilitario, e incluso no parece de recibo pensar que su papel resida exclusivamente

en el refuerzo de la seguridad ontológica individual. En realidad, este y otros sucesos acontecidos en

la casa ponen de presente que la estructuración de órdenes en franjas espacio-temporales específicas,

antes que simplemente corresponder a una satisfacción de necesidades colectivas, constituye en

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 87

primera instancia un campo de batalla en donde cada quien propende por imponer determinados

saberes como verdad. Así las cosas, el ver que dentro de las fronteras de la Fundación surja una cierta

homogeneidad de comportamientos —sustentada sobre exigencias normativas tales como la

puntualidad en las actividades, el hieratismo atribuido a ciertos actos y la restricción en el acceso a

espacios concretos—, no debe ser tomada por el orden mismo, si bien la presencia de la primera

delata la existencia del segundo. No hacer esta diferenciación puede llevarnos a incurrir al menos en

dos imprecisiones: 1) ver los órdenes normativos como entramados atados a una suerte de inercia

conservadora (defecto que hasta cierto punto parece arrastrar la propuesta durkheimniana sobre las

instituciones), la cual reduce los cambios sociales a manifestaciones a lo sumo esporádicas y

periféricas; y 2) convertir determinados órdenes en formas monolíticas naturalizadas y, en

consecuencia, intemporales. En este sentido, podría ser mucho más útil asumir que manifestaciones

homogeneizadoras dentro de órdenes sociales corresponden al efecto de encuadres de poder que,

tejiendo complejas relaciones con determinadas líneas discursivas (Foucault, 2011) —complejas por

cuanto que no se trata de vínculos que impliquen mera instrumentalización, ni mucho menos una

armonía perdurable—, logran prolongar determinadas adecuaciones del lugar en función de intereses

particulares. Los terapeutas se esfuerzan día tras día en la labor de acompañar a los pacientes en el

desarrollo de una ética de la abstención, pero para ello deben apelar a la implementación de

estrategias que a un tiempo surcan por dimensiones discursivas y de poder; y los pacientes, que

distan de ser meros autómatas atenidos a la llegada de un terapéutica “salvadora”, hacen otro tanto

desde su propia experiencia de vida (algunos dirían aquí que lo hacen desde su experiencia de

consumo, pero este reduccionismo se deshace por su propia simpleza). Así, pues, aparece una tercera

imprecisión sobre la apreciación de los órdenes sociales, y es el hecho de creer que la definición de

finalidades comunes (en este caso la recuperación del paciente) y la fijación de acuerdos, aun cuando

en principio garantía de una homogeneización valorativa, redunda en una efectiva homogeneización

práctica del escenario terapéutico. Parece como si estas ideas sobre el orden social partieran de una

visión sumamente pobre de la individualidad humana, tal vez coartada por enfoques asociados a “la”

teoría del actor racional (Bourdieu & Wacquant, 2005). ¿Cuál es entonces el sustento de las

tendencias homogeneizadoras? ¿Dependen acaso exclusivamente de una cuestión de poder? Y si es

así, ¿qué sentido tendría entonces el aceptar someterse a las formas de poder imperantes en un

espacio social determinado? La satisfacción de intereses personales parece ser la respuesta adecuada

para atender estos interrogantes (si no es que la más obvia), pero por lo pronto detengámonos en una

indicación que hiciere un paciente al respecto.

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88 Dolor, derrota y liberación

El primer sentimiento es enojo a las cinco de la mañana, porque me tengo que levantar.

Después de eso siento más enojo porque me tengo que montar a Transmilenio, que es una

mierda, que vive lleno ese hijueputa, y yo soy tan cabrón que no me gusta irme parado,

entonces me toca esperarme a que venga uno vacío. Pero como yo vengo desde el portal es

sencillo, pero... pues igual es una putería porque es ver mucha gente y me fastidia tanto... o

sea, me fastidia mucho la gente —o sea, mucha gente me fastidia—. Después, cuando me

bajo me fumo un cigarrillo y me siento muy calmado. Entonces me empiezo a fumar el

cigarrillo y me digo: "bueno, mierda, ya voy pa' grupo a compartir el mierdero de mi vida

con gente que me va a entender". Apago el cigarrillo y ya voy llegando, y veo la Fundación

y digo como: "¡qué chimba!, ¡qué chimba poder hoy venir a grupo!, ¡qué chimba poder

disfrutar de esto sobrio!, ¡qué chimba tener otra vez veinticuatro horas de limpieza!" Y estar

adentro del grupo es... no sé, se ha convertido como en un templo; porque... es un espacio

para mí muy sagrado en el que comparto mi dolor, mi alegría, mi tranquilidad, mi estrés; me

entienden, y hasta me aconsejan. Entonces es para mí algo muy placentero (Paciente D,

2015).

Tenemos así que el orden no es en sentido estricto una homogeneización (si bien involucra luchas

por el establecimiento de homogeneizaciones), así como que a su vez depende de que individuos

alcancen conexión intersubjetiva por su ministerio. De hecho, se podría decir que esta vinculación

entre individuos (que, al unirse, enriquecen su individualidad con determinaciones de corte comunal-

societario) es la que da existencia en el tiempo y el espacio al orden, lo cual desdice de toda noción

que pretenda erigirlo en figura trascendente predispuesta para dar forma a las prácticas sociales. Es

aquí donde la noción de integración adquiere una marcada preponderancia, ya que es ella el

fenómeno que, resultando singular en cada interacción social, da paso a la reproducción de

homogeneizaciones normativas a lo largo del tiempo y el espacio, y a su turno la que incide en su

sedimentación y transformación. En el fomento de esta homogeneización normativa dentro de la

Fundación las formas restrictivas de la conducta (que cabría denominar como “acciones negativas”)

tienen una considerable vigencia, siendo por demás las expresiones que normalmente se asocian a

nociones coloquiales sobre el poder (Foucault, 2008b). Entre estas prácticas podrían destacarse las

inherentes al consumo de cigarrillos (exclusivamente en ciertas zonas y momentos de la jornada), el

régimen de alimentación y la obligación de comer tan solo aquello ofrecido por el personal de cocina

y la posibilidad de leer únicamente lo autorizado por el personal terapéutico. Con todo, hay dos

situaciones que resultan llamativas dentro de esta fijación de límites a los pacientes. En primer

término, habría que resaltar que cada vez que Emilce conversaba con otros pacientes debía cuidarse

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de no hacerlo con un tono de voz muy alto, y a su vez al reírse otro tanto debía procurar, ello toda

vez que en la casa resultaba bastante fácil escuchar lo que ocurría en cada uno de sus rincones. En el

caso de algunos de sus compañeros resultaba además notorio que el empleo que hacían de palabras

o expresiones groseras, situación que bien podría pasar por intrascendente en otros espacios, aquí

era objeto de una censura inapelable. En segundo lugar, interrupciones a la intimidad de

conglomerados de pacientes son una constante de la rutina, las cuales colindan en cierto modo con

el esquema de vigilancia desplegado dentro de la casa. En este caso se puede decir que, más que un

actuar específico, la observación por parte de enfermeras y terapeutas recae sobre la eventualidad

del actuar; su efecto sigue siendo el de una censura (restricción), pero sin que en este caso tenga una

nominación específica. Entrar intempestivamente en espacios en los que están los pacientes,

escucharlos mientras estos desarrollan actividades autónomas (como el círculo de bienvenida) o

incluso intervenir en los mismos marcan esta pauta de control negativo. Muestra de ello es que en

cierta ocasión Emilce, conversando muy animadamente con tres de sus compañeras, pudiera percibir

tal control restrictivo. Hablando con un tono de voz elevado y riendo a carcajadas, las cuatro

quedaron inmersas en un mutismo insondable cuando a la puerta de este recinto se asomó uno de los

terapeutas. Nadie cruzó palabra entre sí por espacio de unos segundos; con expresión ambigua él las

miraba fijamente, y ellas, como sin saber qué hacer, no atinaron más que a ensimismarse. Como

entró se fue el terapeuta, y tras ello vino una curiosa respuesta.

—¡Huich, el silencio, pues! —dijo Emilce. Todas rieron y comentaron jocosamente sobre el

suceso, como pretendiendo restablecer la continuidad de su diálogo.

Pero estas formas negativas, como nos lo ha de recordar Michel Foucault, no son más que una de las

tantas caras que adopta el poder. En la Fundación no solo las restricciones imperaban, ni únicamente

sobre ellas se daba continuidad a la normativa. Así, por ejemplo, las actividades terapéuticas se

centran más bien en el hacer del paciente, concretamente en la verbalización que efectúa sobre su

situación, algo ante lo cual el cometido de los terapeutas consiste en lograr que estos compartan y

reflexionen sobre sí, aspirando con ello a que un cambio fundado en sólidas bases éticas se vaya

surtiendo en aquel. Ejemplo de esto es una sesión denominada cuentería, en la que al comienzo se

le pide a los todos los participantes (tanto pacientes como terapeutas, a la sazón congregados en

círculo) que tomen sus respectivas vidas como una historia y les asignen un nombre. Al cabo de una

divulgación sobre los respectivos nombres dados por cada quien a su relato, y habiéndose surtido

una ronda de intervenciones acerca de eventuales sugerencias de unos a otros para cambiar dichos

nombres, se vota para elegir una de las historias. El paciente que obtiene la mayor votación (en este

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90 Dolor, derrota y liberación

caso se aspira a que ninguno de los terapeutas sea seleccionado) ha de pasar al centro del círculo e

iniciar una narración en tercera persona sobre su vida, debiendo ceder su posición a todos aquellos

que deseen intervenir. Por su parte, estos últimos, que para tomar la palabra deben solicitarlo

expresamente poniéndose de pie, entran a complementar el relato con aspectos que han percibido o

atribuyen al paciente elegido, sin que en ningún caso se pierda de vista que es sobre él y nadie más

que versa el ejercicio. En su segunda semana de internamiento Emilce tuvo oportunidad de participar

en una sesión de cuentería, sucediendo para su tranquilidad personal que no fue la seleccionada. Sí

fue el turno de una de sus compañeras más entrañables de la casa, una adolescente de apenas 14

años, que se mostró un tanto renuente a seguir el hilo de las sucesivas intervenciones de sus

compañeros. Su relato resultaba pesimista, tanto así que, uno tras otro, evadía los sucesivos

direccionamientos esperanzadores que los demás intentaban dar a su historia. Al principio la paciente

incurrió en circunloquios, sin justamente llegar a tocar el tema del consumo de sustancias

psicoactivas. Después fue interrumpida una y otra vez por los demás participantes, que hasta cierto

punto daban la impresión de querer fomentar en ella un abatimiento por cuenta de su situación. Con

todo, su expresión resultó en todo momento de acritud, y a lo sumo un gesto de disconformidad se

dibujaba en su rostro al tener que ponerse de pie. Emilce prefirió no intervenir, amén que no pudo

evitar experimentar algo de incomodidad al ver que este ejercicio, antes que fluir, más bien

desembocaba en un callejón sin salida en el que ninguna parte daba su brazo a torcer.

La sesión de cuentería y otras actividades grupales de la Fundación están concebidas para dar paso

a la constitución de formas de conciencia sobre la situación personal, por lo que cabría afirmar que

sus resultados se despliegan prioritariamente en la configuración de un estilo de vida de sobriedad.

Pero la cotidianidad de la casa también torna en objeto de problematización colectiva (es decir: no

solo a través de los llamados de atención personalizados efectuados por el personal terapéutico a

cada paciente), algo que resulta evidente en un espacio denominado el noticiero. Aquí los pacientes

son invitados a narrar con bastante creatividad los sucesos acontecidos a lo largo de la semana en la

casa, situación que en cada oportunidad depara actuaciones graciosas, particularmente llamadas a

crear un aire de distensión. De cualquier manera, y como todo lo que tiene lugar dentro de la

Fundación, esta actividad está encaminada a generar reflexión sobre lo acontecido y las

responsabilidades individuales. Hablar sobre sí se extiende a un nuevo espacio; allí muchos serán

intérpretes, pero solamente los terapeutas tendrán la posibilidad de reinterpretar lo visto. Una vez

esta actividad finaliza, estos últimos proceden a extender su opinión. Emilce supuso que de parte de

ellos recibirían una sentida felicitación, y aunque en parte así ocurrió, lo demás que fue dicho por

ellos le sonaba a reconvención. El primero de los dos terapeutas que presenciaron la obra procedió

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a preguntarle a cada interno e interna cómo se sentía, algo ante lo cual manifestaciones sobre

aprendizaje y reflexión fueron la constante. El segundo, enarbolando un tono más incisivo, se inclinó

por hacer algunas recomendaciones, resultándole a Emilce un tanto incrédulo con lo sucedido y por

momentos “regañón”. Habló sobre la necesidad de ver que a veces lo que hace sentir bien no es

precisamente lo mejor para cada quien (verbigracia: desempeñar en la representación un papel acorde

al carácter personal), siendo así que algo como experimentar incomodidad podría fungir como una

adecuada ayuda terapéutica. Aludió también a lo importante que es conservar la unidad grupal.

Vistas estas dos clases de actividades (una con vocación a crear las bases del estilo de vida de

sobriedad, la otra encaminada a problematizar la cotidianidad de la casa), y analizadas a luz de otra

serie de prácticas terapéuticas, se encontraría que la homogeneización propiciada por la Fundación

se estructura a partir de una suerte de inquietud de sí (Foucault, 2008a; 1987), en donde cada paciente

se ve impelido a verbalizar constantemente sobre sus acciones, pensamientos y emociones, obtener

a título de interpretación de sus relatos los comentarios efectuados por el equipo terapéutico y los

demás pacientes y, en últimas, interiorizar cada una de dichas enseñanzas en la forma de un mensaje

de recuperación. La red de integración dentro de la Fundación sigue entonces como derrotero esta

inculcación de un particular estilo de vida en los pacientes; la consolidación del orden

homogeneizador no tiene otro propósito que el preparar a cada interno e interna para poder “asumir

el reto de vivir”, gracias justamente a una serie de herramientas éticas adquiridas tanto en el paso

por el internamiento como en la fase de soporte. Dicho de otro modo, el tratamiento tiene el carácter

de una iniciación, la cual no dictamina cómo vivir en lo sucesivo, sino que tan solo ofrece

mecanismos para afrontar la ansiedad y delinear un estilo de vida de abstención a la medida de cada

quien.

Ahora bien, debe indicarse que la gestación de una homogenización del orden social dentro de la

Fundación no es sinónimo de una repetición sin cesar de actividades. La existencia de rutinas plantea

más bien una especie de certidumbre sobre cómo afrontar lo-que-ha-de-ser, lo cual solo en

situaciones sociales muy particulares alcanza formas taxativas, esquemáticas y racionalizadas (un

ejemplo de ello son las líneas de producción fabriles). El que se defina un horario de actividades no

constituye más que la fijación de referentes formales, pudiendo ocurrir dentro de cada franja horaria

toda una serie de situaciones que resultan en buen grado imprevisibles. En realidad, la rutina consiste

en la creación de predisposiciones frente a lo que puede pasar, y es en estos términos que interviene

en la facilitación de las prácticas sociales. En la Fundación suele ocurrir que los terapeutas propicien

cambios de última hora en el desempeño de actividades, fomentando eventualmente una afectación

anímica para los pacientes. Con todo, si la rutina dependiera de una repetición rigurosa para generar

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un refuerzo constante de la seguridad ontológica, entonces sería del caso observar considerables

desestabilizaciones entre la población de internos ante situaciones de este tipo, algo que en realidad

casi nunca ocurre. De hecho, se encuentra que lo que tiene lugar es la implementación de

adaptaciones de rápido despliegue, las cuales incluso inciden en una “revitalización” del estado de

ánimo de los pacientes. Por ejemplo, al realizarse cambios poblacionales la rutinización aparece

como un importante punto de apoyo para los pacientes que han alcanzado una disposición para

encarar el esquema terapéutico, algo que se hace palmario: 1) en la posibilidad de socializar

fácilmente con los nuevos compañeros; 2) la rapidez con que se produce una adaptación a los nuevos

ritmos de internamiento.; y 3) el optar por continuar con el proceso incluso a pesar de no gozar de

buenas relaciones con el conjunto de la casa.

De igual modo, los terapeutas van definiendo sobre la marcha la manera en que han de afrontar cada

acercamiento con los pacientes, entendiendo que cada caso plantea particularidades que no es del

caso soslayar. Por una parte, para ellos resulta vital poder alcanzar empatía con los pacientes, por lo

que su labor, antes que repetitiva, depende en cada momento de su pericia para saber entrar en

contacto con el conjunto de emocionalidades que marcan la vivencia de ellos. Sobre el particular una

terapeuta indicaba lo siguiente.

Y entonces empecé a trabajar libremente, desde mí, desde mi sentir, incluso más como adicta

que como psicóloga terapeuta, y empezó a funcionar. Me daba cuenta que cada vez que yo

les hablaba desde la adicta, sin olvidar que era profesional, la gente se tocaba mucho. Y

empecé a tener… digamos que cierto éxito. Porque sentía que el adicto que estaba frente a

mí —el paciente— se relajaba y confiaba; empezaba a confiar y empezaba a abrirse. Empecé

a entender que si yo hablaba desde la psicóloga ellos lo que veían era una profesional

trabajando desde su profesión, sin interés como ser humano. Pero si yo hablaba desde la

adicta, desde el ser humano —sin olvidar que era una profesional— ellos se dejaban tocar y

empezaban a confiar. Y eso me funcionó (Terapeuta A, 2015).

Por otra, no resulta menos cierto que el esquema terapéutico de la Fundación, aun cuando operando

sobre un conjunto de principios y criterios de intervención generales, no podría brindar a cada

paciente una respuesta oportuna y consistente si no tuviera en cuenta las particularidades inherentes

a su situación. De esta manera, mientras con Emilce y Francisco el proceso tendía a seguir una senda

metodológica más o menos cercana al criterio estándar, con un compañero de ellos de avanzada de

edad la secuencia de internamiento variaba en alcance y duración. Resultaba singular ver que él

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asumiera su proceso con una “tranquilidad” por lo general desconocida por los más jóvenes (de

hecho, a veces pareciera que no se refería a su estancia terapéutica en la Fundación como un

“proceso”), pero lo cierto es que no se trataba de algo que atañera exclusivamente a su estado de

ánimo, sino que de hecho involucraba un particular encauzamiento de su tratamiento: un tanto más

distendido y sin el mismo grado de profundización que el visto en otros casos. Ciertamente en la

Fundación se manejan derroteros prestablecidos en relación con determinados tipos de pacientes,

definiéndose así diferencias entre: adolescentes; personas que por primera vez ingresan a un espacio

terapéutico; los que han recaído en el consumo después de uno o más períodos previos de

internamiento; adultos mayores; personas sin una fuerte “formación en valores”; etc. Así y todo, esta

categorización no debe ser vista como una especie de férula que sesga el despliegue estratégico del

terapeuta o limita las posibilidades del paciente, sino que más bien fungiría como un principio de

acercamiento a una problemática que demanda de una revisión exhaustiva. Podría hablarse en esa

medida de una especie de “phrónesis”, inteligencia práctica que da movilidad y adecuación a lo

estructural con la cotidianidad, algo que, de acuerdo a la capacidad de recursos disponibles y la

idoneidad de criterio para su manejo, entra a marcar diferencias cualitativas entre entidades

terapéuticas (mayor o menor reconocimiento, calidad de los servicios prestados, etc.)

2.7 El despertar de algo llamado fraternidad

Sea como fuere, no sería del caso afirmar que el seguimiento de rutinas opera sobre una especie de

creencia ciega, sino que más bien involucra, además de lo comentado previamente, el despliegue de

esfuerzos encaminados a generar conexiones empáticas entre las personas que conforman la

comunidad de interacción, circunstancia con la que se apunta en últimas a propiciar un refuerzo de

la convicción personal sobre la recuperación. Así, y aunque la fijación de un horizonte teleológico y

la definición de roles ayudan en tal sentido, ello puede resultar insuficiente si no se alienta el

surgimiento de estímulos emocionales que brinden un plus de seguridad. Entre tales conexiones

empáticas el amor puede ser visto como un ejemplo prototípico de unión y convicción, pero en el

caso de la Fundación fue interesante encontrar un mecanismo muchas veces omitido por los

investigadores sociales: la risa y las bromas. Revisemos lo siguiente. Había días en que Emilce no

soportaba estar junto con sus compañeras, prefiriendo en cambio ensimismarse y sufrir en silencio.

No se trata de algo que solo le ocurra a ella, sino que a su vez afecta de diversas maneras a los

pacientes de la Fundación, muchas veces redundando en la creación de un corto circuito con los

terapeutas. ¿Cómo elevar el ánimo de los pacientes, aliviar tensiones y refundar la empatía? En

primer término se podría aludir a los lazos comunicativos entre grupos de pacientes a través de

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comentarios graciosos, situación que habitualmente deriva en articulaciones momentáneas y la

producción de formas de “espectáculo” que resultan llamativas y estimulantes. Algo tan simple como

contar un chiste congrega pacientes, rompe barreras y alivia tensiones. Entre ellos ocurre de forma

espontánea (tal vez en eso resida su principal riqueza), y se puede decir que constituye una situación

edificante de cotidianidad. Junto a los chistes las bromas resultan de una eficacia sorprendente a la

hora de fomentar unidad, sirviendo muchas veces como puente entre subjetividades en principio

irreconciliables y como forma de ablandar sólidas resistencias. Un instante de tensión puede variar

con un comentario jocoso lanzado en el modo indicado, abrir paso a la creación de amistades o a un

trato más cercano con el personal de la Fundación. En suma, se podría afirmar que las bromas y la

sumisión de los sucesos en la hilaridad es un mecanismo de construcción de cotidianidad por

excelencia. En estas situaciones también intervienen los terapeutas, quienes a veces ex profeso se

valen de ello para lograr precisamente armonizaciones del ambiente colectivo. Verbigracia, en una

ocasión se aventuraron a cambiar los papeles, de manera tal que, jugando los pacientes a ser los

terapeutas, el experimento desembocó al final en la aparición de risas desinhibidas, comentarios

jocosos y diversión. Allí queda puesto en evidencia el ingenio de algunos pacientes, esa facultad

para instrumentalizar sus recuerdos y convertirlos en herramienta de burla.

—Después de todo, esto no es tan malo —dijo Emilce a Francisco en medio de uno de esos

momentos de hilaridad colectiva.

Una especie de fraternidad la hacía sentir como algo más que una paciente de la Fundación, llegando

a su vez a ver en los terapeutas a aliados dispuestos a escucharla. Terminó así por encontrar que estos

ratos de distensión, cuan infrecuentes como pudieran parecerle, se apoyaban sobre algo que cada vez

se hacía más común en su rutina en la casa: una especie de comedimiento con los seres que gravitaban

a su alrededor, una disposición, pues, de apoyo mutuo que no caía escuetamente en las

colaboraciones de turno, y en cambio se soportaba en un sentimiento de hermandad que a sus 17

años no había experimentado. Escuchar al otro antes que ser su verdugo le iba resultando algo cada

vez más natural, tratos afectuosos con sus compañeras, y de un tiempo hacia acá con Francisco, le

surgían con una espontaneidad por la cual se preguntaba incrédula en sus ratos en solitario (que,

valga decirlo, ya no eran tantos). Era ahora Emilce un sinónimo de ternura para sus allegados en la

casa, esa misma que refería al personal de cocina y a su terapeuta de cabecera, y de la cual a su vez

era destinataria. De hecho, resultaba evidente que esta fraternidad, no solo experimentada por ella,

se colaba incluso por entre los intersticios de cualquier conflicto surgido entre los pacientes,

sucediendo así que discursos sobre salidas pacíficas a las inconformidades deshacían enconos, en

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tanto que ofrecimientos de disculpas llevaban a internos enfrentados a darse una nueva oportunidad

como compañeros y, en definitiva, como aliados.

¿Cómo es que esta situación se produce? En el caso de Emilce su proceder amable y tierno ya la

acompañaba de tiempo atrás, pero muchas veces el fraguado de alianzas distaba de ocurrir sobre una

mera adaptación de las fortalezas ostentadas por fuera del internamiento. Los roles desempeñados

extramuros no tienen vigencia aquí más que en aquello que pueden ser instrumentalizados —y eso

apenas parcialmente—, por lo que el gozar de determinadas condiciones favorables por fuera de la

Fundación no garantiza una adecuada socialización dentro de ella. Sobre el particular, cabe observar

que los pacientes comienzan por buscar alianzas temporales, tal vez procurando no involucrarse

demasiado, resultando en buen número de casos que personas que bajo otras circunstancias nunca

llegarían a dirigirse la palabra terminan en la casa bromeando mutuamente. Aquí ciertamente ayudan

las afinidades, pero son los focos de conversación surgidos espontáneamente los que presentan

mejores resultados en la congregación de participantes. No hay, en ese sentido, mayores restricciones

en términos de asociación; salvo casos extremos, las charlas entre unos y otros gozan de una

movilidad considerable. Con todo, el que surjan conversaciones de forma tan fácil no debe verse

como una especie de entrega de cada quien a una necesidad irresistible de socializar, ya que allí el

saber cuándo intervenir —y, en concreto, saber cómo hacerlo— marca diferenciaciones ostensibles

en la manera en que cada paciente es percibido por sus compañeros y compañeras. Por ejemplo, a

Emilce le llamaba la atención la habilidad que tenía una de sus amigas de internamiento (ya la

consideraba como tal) para tomar distancia en momentos específicos (tal vez aquellos en que el

leitmotiv de la conversación le resultaba poco atractivo), para después, y casi que sin ningún

traumatismo, articularse rápidamente a la comunidad de conversación apelando a comentarios

rápidos, graciosos y “diplomáticos”. Estas rápidas articulaciones son claves a su vez para afrontar

conjuntamente disidencias o problemáticas comunes, algo por demás evidente en un espacio como

las franjas de almuerzo. De esta manera, aunque en la mesa la discrepancia por los modales puede

dar lugar a tensiones, lo interesante resulta en las que previamente referenciamos como “contra-

tensionalidades”, igualmente de surgimiento y desaparición instantáneos. Se encuentra, pues, que la

variación rápida de estados de ánimo interviene como catalizador en la formación y disolución de

agrupaciones, pero afinidades de “mayor calado” son las que terminan transformando estas alianzas

transitorias en amistades duraderas. Allí resulta ilustrativa la situación de tres hombres de

considerable edad, internados más o menos por la misma época, que en sus ratos libres se reunían a

conversar con abierto desparpajo y jocosidad. En función de sus rasgos de carácter bien cabría pensar

que era apenas de esperar que terminaran por aliarse tan entrañablemente, pero la cuestión es que

más de tres semanas transcurrieron antes de que llegaran a interactuar entre sí de esa forma tan

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96 Dolor, derrota y liberación

cercana. ¿Por qué transcurrió tanto tiempo antes de que se aliaran? Pues bien, ante ello hay que

indicar que cada uno de estos tres individuos no es precisamente un ejemplo de efusividad y

“amiguismo”, lo cual incidió negativamente en la conformación de una asociación “inaugural” entre

ellos y con cualquier otro interno. En ese orden de ideas, podría pensarse que estaban tanteando el

terreno, sucediendo así que solo después de conocerse, y tal vez al cabo de ciertas situaciones

compartidas, terminaran por fraguar conformar ese grupo de conversación.

La fraternidad entre pacientes plantea a su vez ambivalencias, algo que a veces termina por

acentuarse por la falta de disposición para tolerar las diferencias de carácter de los demás. Dos

compañeras de Emilce llevaban una relación que en principio no había sido del todo cordial, la cual,

sin derivar en confrontaciones verbales, si suponía cuando menos disgustos temporales para cada

una de ellas. Revisando con detenimiento, se veía que en espacios compartidos con otros pacientes

una de ellas le destinaba un trato más bien plano a la otra (sin mayores variaciones entre uno y otro

encuentro), en tanto que esta tendía a responderle con un tono de voz consentidor. Sus desacuerdos,

en ese sentido, bien podrían ocurrir cuando no había injerencia de otros pacientes, aunque no hay

razón para pensar que sus actitudes no fueran sinceras en momentos específicos. Hacia el final daba

la impresión de que la relación entre ellas había mejorado, hecho visible en la buena disposición a

colaborarse entre sí que empezaba a hacerse rutinaria, así como en las palabras que se dispensaban

al cabo de cada ayuda recibida: “Gracias, mamita. Mi Dios le pague”. ¿Se trataba simplemente de

un asunto de trabajar coordinadamente para atender de la mejor manera las funciones (un lapsus

funcional que suspende la confrontación)? Tal vez, pero el que Emilce, al hablar por separado con

cada una de ellas, corroborara que la forma en que se referían entre sí había mejorado, daba para

pensar que, a fin de cuentas, habían terminado por tolerarse y respetarse.

En todo caso, las colaboraciones entre pacientes, aun cuando orientadas en ciertos sectores por la

sensación de hermandad, no se sustraen del alcance de una utilidad práctica en el proceso. Destacan

en este punto los intercambios de cigarrillos, que a falta de la circulación de moneda en la casa

fungen como un instrumento predilecto para efectuar transacciones. Aludiendo a momentos

específicos de esta situación, podría hacerse mención de lo siguiente. Primero: administración de

cigarrillos, almacenamiento en cajetillas recicladas y acumulación; indicio sobre una administración

de cada quien de su deseo de fumar. Segundo: intercambio de marcas de cigarrillos; especie de

diversificación del producto en términos de la satisfacción del gusto por probar uno u otro sabor en

momentos o días específicos. Tercero: el cobro de deudas en la forma de cigarrillos, algo que

generalmente ocurre cuando algunos pacientes agotan más rápidamente que otros sus reservas de

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tabaco y piden a sus compañeros que le regalen un poco mientras tiene lugar la redistribución del

mismo por parte del personal de enfermería; en este punto ya entraríamos en una suerte de

conformación de obligaciones personales susceptibles de ser sufragadas con un elemento con valor

de cambio progresivamente universalizado. Cuarto: intercambios de cigarrillos por comida, práctica

vetada por la Fundación pero que a veces ocurre; aquí resulta evidente que el cigarrillo alcanza cierto

grado de abstracción, dejando parcialmente de lado su valor de uso para ganar terreno en el ámbito

del valor de cambio (Marx, 1975). Quinto: realización de apuestas y el pago de las mismas con

cigarrillos; esto potencia aún más la diferenciación entre el tabaco y otros bienes que en la casa

resultan útiles, otorgando a los primeros una condición de privilegio y, hasta cierto punto,

convirtiéndolos en código de entendimiento más fácilmente generalizable. Sexto: intercambio de

cigarrillos por medicamentos; aquí el tabaco empieza a ganar autonomía incluso en relación con

códigos de moralidad.

Esta ordenación de momentos frente al intercambio de cigarrillos no debe apreciarse como una

secuencia cronológica, ni mucho menos cabría entrar a considerar que la misma rige el ritmo de

todos los fumadores internos en la Fundación. Para empezar, es necesario resaltar que el personal de

enfermería y los terapeutas cuidan en todo momento que los menores de edad no tengan acceso al

tabaco, lo cual in limine circunscribe lo previamente anotado a un grupo muy delimitado de

internos14. De otro lado, pacientes que no se sentían atraídos por el tabaco simplemente quedaban al

margen de esta circunstancia, la cual o bien omitían en su cotidianidad o bien le restaban importancia.

A su turno, hay el caso de pacientes que, si bien siendo fumadores conspicuos, veían estos

intercambios como algo a lo sumo curioso, opinando no obstante que entendían que “no todos tienen

las mismas necesidades”. El consumo de cigarrillos y su tráfico constituye algo cotidiano de la casa,

pero ello no supone que sea extensible al conjunto de la casa.

2.8 Cadencia conversacional

Los episodios con mayor vocación hacia la configuración de la cotidianidad de la Fundación están

dados por las conversaciones. Desde cuestionar determinadas creencias religiosas hasta salvar el

mundo, cada encuentro lingüístico entre pacientes depara un entrecruce de variadas temáticas que,

14 Es posible que se produzcan situaciones en las cuales menores de edad internos en la Fundación, actuando

de forma clandestina, lleguen a fumar ocasionalmente. Sin embargo, tal circunstancia, amén de no ser percibida

a lo largo del trabajo de campo, no será abordada en este documento.

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98 Dolor, derrota y liberación

muchas veces sin trascender la ocasión, terminan por intervenir en la configuración de una semántica

de entendimiento que a la postre incide en el fortalecimiento de la red de integración. Ellas pueden

deparar sonrisas, discusiones, elogios e incluso regaños, como le ocurriere a Emilce al comienzo de

sus conversaciones con Francisco. Ella preguntaba sin mayor reparo acerca de la posibilidad de

mantener un consumo “controlado”, aduciendo precisamente que el problema, tal y como indicaban

los terapeutas, no residía en la sustancia en sí misma. La respuesta de Francisco era en todo momento

contundente:

—Somos adictos, y si nos sentimos bien sin ingerir sustancias, ¿entonces para qué hacerlo?

—A Emilce no le quedaba más remedio que guardar silencio.

Pero no solamente el tema de la adicción connota conversaciones acaloradas, otro tanto sucede con

asuntos de política, eventos deportivos e historias personales, en donde cada parte ofrece lo mejor

de sí para sostener incluso lo insostenible. Conversaciones de dos personas se convierten en instantes

en un coloquio de varios en los que cada quien interviene para exponer lo que conoce sobre el tema,

o simplemente para resolver sus inquietudes. Aglomeraciones que crecen y se deshacen sin más,

basta con que lo tratado por dos pacientes (o puede que los dos pacientes más que el tema de su

conversación) resulte ligeramente atractivo para que sucesivos interlocutores y meros escuchantes

se sumen a la disertación colectiva. Pero más que la temática, es el acto mismo de conversar el que

resulta atrayente. Como lo indicáramos en su momento, en ocasiones la apariencia de multitud no

deja de ser justamente eso, ocurriendo que la ocasión social (Giddens, 2011) opera más bien como

una aglutinación en una única sede de encuentros sociales más pequeños que, variables en su

composición y número, quedan en todo momento sujetos a fusiones y divisiones surtidas en cortos

períodos. Con todo, allí es preciso reconocer que es la intervención de determinados pacientes la que

potencia las charlas colectivas (tal vez aquí podría hablarse de manifestaciones carismáticas de

dominio entre unos y otros miembros de la comunidad), razón por la cual al ausentarse ellos puede

tener lugar una disolución de las distintas congregaciones. Veamos un ejemplo de esta situación.

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Figura 2-1: Unidad de interacción A,B,C,D. ⬌: interacción original; ⬌: interacciones

subsecuentes.

A y B interactúan, desarrollando para el efecto una conversación en copresencia. C y D, que transitan

en cercanías de A y B sin proferir palabra, terminan generando una unidad de interacción con ellos

merced a un ligero comentario. De esta manera, D, al preguntar algo casual a B, se convierte en

demiurgo de una conversación grupal. Allí A y C cruzan palabras sobre cierto aspecto, polemizan,

bromean, todo sobre un asunto poco o nada relacionado con lo tratado originalmente en las

interacciones A-B y D-B (figura 2-1). En este caso “A” no tomó la iniciativa, pero al mostrar una

disposición activa frente a los demás interlocutores llegó a integrarse en estos juegos

conversacionales casi que de carambola. Esto bien puede dar lugar a establecer una diferenciación

entre una participación activa en unidades de interacción (generalmente facilitada por la mediación

y/o el aumento de la confianza entre los interlocutores) y una actitud de expectativa (verbigracia:

estar presente sin proferir palabra), pero de ninguna manera invita a desconocer que en el fondo una

y otra, al constituir acciones sociales, gozarían de una cierta motivación (Weber, 2002). Sobre este

punto conviene hacer mención al esquema weberiano de la intencionalidad de la acción social,

conforme al cual solo la forma activa gozaría de motivación (social, sea del caso precisar), mientras

que la pasiva quedaría al margen. Norbert Elias (1999), Alfred Schütz (1972) y otros autores elevaron

en su momento sendas críticas frente a esta indicación weberiana, pero es del caso adicionar una

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100 Dolor, derrota y liberación

apreciación que surge del análisis de esta interacción. De acuerdo a la propuesta de Max Weber,

resultaría incomprensible la situación de aquel que en una conversación simplemente-escucha —y

tanto más lo sería si, de hecho, no estuviera interviniendo en una unidad de interacción sino que

simplemente se encontrara solo—dado que su conducta no estaría en principio encaminada a ingresar

en el juego de influencia recíproca entre actores “propio” de la acción social —de aquí que haga

tanto énfasis el autor en que el sentido de la acción sea “mentado”—. Sin embargo, convendría

recalcar que la motivación para participar en una conversación, y en general para ser-y-estar-en-el-

mundo, no necesariamente supone el que directa o indirectamente se propicie con ella un intercambio

bidireccional de sensaciones y transformaciones semánticas y valorativas, y en cambio adquiriría la

forma de una sensación de confianza que articula racionalidad, actos reflejos, temores, instintos y

emociones (podría decirse que se trata de silencios que dicen bastante, no tanto de la psicología del

actor, como sí de su posicionamiento social en cada situación). Asimismo, esta motivación no

constituiría una especie de continuum que acompaña al actor a todas partes y que se ata de forma

uniforme con las distintas conductas que despliega —esto es: pensar que un tipo específico de

conducta apareja siempre o casi siempre una forma específica de significación—, siendo en cambio

proclive a sufrir variaciones sustanciales con el progresivo sostenimiento de encuentros sociales con

distintos actores.

De otro lado, convendría resaltar que esa motivación explayada en las conversaciones no solamente

redunda en una articulación grupal, pudiendo de hecho generar desestructuraciones de grupos. Al

respecto consideremos lo siguiente. Un hombre “tranquilo” de avanzada edad que fuere compañero

de Emilce se distinguía entre el conjunto de internos por un rasgo particular: su “vocación cognitiva

práctica”. Él, que gozaré de formación profesional y de una sabiduría hilvanada tras años de trabajo

constante, tenía la posibilidad de ofrecer explicaciones sumamente sencillas y prácticas para ayudar

a los demás. En cierta ocasión, al tiempo que le brindaba algunas recomendaciones a una terapeuta,

procuraba mantener un diálogo con alguien que había arribado a la casa y con la misma Emilce.

Graficando la disposición de los actores en este escenario se podría observar algo así:

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Figura 2-2: Ocasión social seccionada. ⬌: interacciones impulsadas por “A”; ⬌: interacciones

truncadas por “A”.

En el esquema este paciente está representando por “A”, correspondiendo los roles de la terapeuta,

Emilce y el recién llegado respectivamente a “B”, “C” y “D” (figura 2-2). En los intercambios de

palabras que por iniciativa propia “A” inauguró con cada uno de estos interlocutores, y que por lo

general siguieron una forma secuencial y generalmente no acumulativa, fue curioso ver que al

entablar interacción con alguien (por ejemplo “B”) subrepticiamente le impedía que gestara diálogo

con los demás, sucediendo otro tanto con los otros (verbigracia: conversaciones B-C, B-D, C-D). El

hombre “tranquilo”, pues, acaparaba el protagonismo de esta ocasión social, algo que redundó en

que no se conformara un único encuentro social, sino que de hecho se produjeran uno a la vez por

cada una de las conversaciones que sostenía. Ciertamente es de esperar que cada actor escuchara lo

que el hombre comentaba con los demás, pero el que no se produjera interacción colectiva (algo que

es característico de estos espacios terapéuticos, como se ha indicado previamente) ciertamente no

puede menos que revelar toda la complejidad que atañe a la red de integración. Revisemos las

complicaciones inherentes a la integración por vía de la conversación observando otra situación.

Dos pacientes, luego de saludarse, se disponen a conversar, y uno tercero, al verlos, se les une. Los

dos primeros hallan un tema en común para charlar, mientras que el que recién arribó, como si se

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102 Dolor, derrota y liberación

sintiera poco atraído por lo comentado, termina por ausentarse al cabo de unos pocos segundos. La

situación, que en principio tendería a parecerse a lo comentado previamente, da pie para analizar lo

referente a la conducción de rutinas a través del diálogo. Analicemos lo siguiente: ¿con qué objeto

una persona se aventura a contar sucesos inherentes a su día a día? Podría aludirse a una especie de

salto del yo hacia su conexión con la genericidad; es como jugar sobre un terreno cargado de

incertidumbre, lanzar “cuerdas” de significación para generar un tanteo del escenario y, en esa

medida, propender por ubicar y gestionar su posición en la interacción. De esta manera, cabría ver

que en esta conversación cada quien efectuó comentarios introductorios, aspirando justamente a

obtener un tipo de respuesta que les diera pistas sobre las condiciones del encuentro social. Podría

decirse entonces que los comentarios introductorios, anclados con los marcadores de escena, van

encaminados —previo a generar comunidad de sentido— a saber qué condiciones están

configurando el espacio-tiempo del encuentro social en ciernes. El que se retiró había “mostrado sus

cartas” sin obtener una respuesta satisfactoria; los otros dos encontraron una afinidad conversacional

(que podría decirse que no solo alude a lo temático), lo cual interpretaron como un indicador inicial

que les dio luz verde para explayarse con algo de comodidad. Si se pasara por este mismo tamiz

analítico el devenir de las sesiones terapéuticas, se vería que los inicios de las mismas constituyen

un momento crítico. El terapeuta, para “llegarle” al paciente, precisa no solo de saber “medir el

terreno”, sino a su vez de poder configurarlo a la medida de sus necesidades. Aquí interviene como

facilitadora la existencia de rutas de interacción, básicamente como proyecciones concretas de roles

sociales sistémicos, pero en determinados casos, ante la resistencia de determinados pacientes, el

despliegue estratégico debe hacerse más asiduo. En suma, es interesante corroborar que cada

terapeuta, adentrándose en sesiones colectivas, juega a un mismo tiempo a desplegar lo visto en los

tres casos analizados: 1) actuar como líder carismático, aunque sin atraer sobre sí el protagonismo

(que en el espacio terapéutico corresponde a los pacientes); 2) desestructurar interacciones entre los

demás e introducir un régimen unilateral de interacción (y de producción de verdad) acorde a sus

objetivos terapéuticos; y 3) tantear el escenario y erigir temáticas articuladoras del discurso

colectivo.

Volviendo al caso de los pacientes, ¿sobre qué conversan? Los temas son variados. Ciertamente el

consumo de sustancias o de prácticas es uno de ellos, pero no goza del “privilegio” que cabría

esperar. Lo visto hasta este punto da para pensar que, más que la temática o la forma que adopta la

conversación, lo que tendría mayor fuerza entre los pacientes es la generación del vínculo

interpersonal mismo. Una soledad con sabor a la nada parece conminarlos a no sumirse en el

ostracismo, allí es menester valerse de los recursos con que cuentan al alcance para no quedar al

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margen de las interacciones surtidas en la Fundación. En esa medida, comentar acerca de lo sucedido

en las actividades terapéuticas o sacar a relucir historias sobre el tráfico de drogas emergen como

situaciones comunes que facilitan los intercambios semánticos. Sin embargo, la aparición de

congregaciones marcadas por la amabilidad y los tratos afectuosos da para pensar que la fraternidad

es un asunto que, trascendiendo las temáticas del día a día y lo eminentemente utilitario, aterriza en

terrenos de una sentimentalidad que enaltece y fomenta la esperanza en la recuperación.

2.9 Cadencia conversacional

Emilce, a pesar del tedio que la agobiaba sin clemencia, no se sentía mal en la casa. Lo que más la

preocupaba era pensar en sus padres, concretamente en que cada fin semana debía encontrarse con

ellos. Se llenaba de angustia cada vez que su terapeuta le indicaba que el cambio en pro de la

recuperación no solo concernía a ella, sino que de hecho involucraba a los miembros de su hogar,

quienes, palabras más palabras menos, “no debían seguir alimentando las brasas de la adicción”. Tal

vez allí residía el mayor temor de la joven, que intuía que algo así podía resultar demasiado difícil,

si no es que imposible. “Mis, papás… ¡sí, claro! Ellos que creen que nunca se equivocan”, protestaba

la joven para sus adentros. Pero ¿qué sucedía con los demás pacientes? Justamente cada sábado

aparecía como una especie de laboratorio idóneo para analizar las reacciones del reencuentro entre

los internos y sus familiares y visitantes en general. Eran el espacio para una alegría que, al menos

en principio, parecía generalizada, tanto así que la sensación de sopor y hastío tendía a ceder sin

vacilaciones su lugar a manifestaciones de afecto entre los congregados, siendo una constante el ver

cómo muestras de cariño e indicaciones sobre comprensión y apoyo eran dispensadas sin empachos.

La rutina de la casa sufría entonces una variación en sus ritmos que ya era institucionalizada, pero

que de ningún modo implicaba una reducción de la exigencia normativa. Los pacientes se presentan

entre sí a sus padres, hermanos, compañeros sentimentales y demás, elogios van y vienen, nuevos

vínculos se crean, la confianza de los familiares termina por depositarse así en el conjunto de la casa

y no simplemente en el deseo de recuperación manifestado por el ser querido internado. Algunos

pacientes disfrutan al ser centro de atención entre sus visitantes; a otros, sin que nadie los haya ido

a buscar, solo les queda permanecer en silencio mientras con resignada indiferencia contemplan la

emotividad colectiva. El amor fluye como la muestra palmaria de un encuentro esperado durante

toda la semana, pero solo pocos llegan a intuir que estos encuentros, más allá de su efusividad, de

las promesas efectuadas y de los elogios intercambiados, son tan solo una arista más del intrincado

vínculo que cada interno tiene con una realidad exterior que por momentos percibe como hosca y

reducidamente halagüeña. Regresar antes de tiempo no es una opción, y puede que para muchos el

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104 Dolor, derrota y liberación

encuentro con sus familiares, aun cuando edificante y esperanzador, sea el mejor recordatorio de que

aún no están listos para volver a ese mundo hostil que en variadas oportunidades han sentido que ha

estado a punto de devorarlos. Su paso por el internamiento, diría una terapeuta, es un entrenamiento

para poder afrontar el retorno; pero también lo es para estos visitantes, los cuales, devenidos en

“mundo exterior para el adicto”, son impelidos a cambiar para ser parte de la recuperación y no del

problema.

Los visitantes se van, la casa vuelve a sus ritmos de entresemana. No obstante, no es la concurrencia

de cada sábado la única entrada en contacto de los pacientes con esa otredad vista con recelo. La

Fundación colinda con otros inmuebles, y las personas que viven en ellos, por más que se busque lo

contrario, terminan a la postre interactuando con la población de la casa. Miembros del personal

sostienen conversaciones con los vecinos; la llegada de pacientes en soporte a las consultas connota

la gestación de diálogos entre estos y los internos; y las salidas de estos últimos a zonas verdes para

realizar actividades físicas da paso a reencuentros momentáneos con el mundo exterior. No hay,

pues, aislamiento físico total, ni la Fundación apunta a que algo así ocurra. De hecho, revisando la

última de estas situaciones se observa que ocasionalmente tienen lugar intercambios rápidos de

palabras entre vecinos del sector y los pacientes, aunque sin que estas interacciones pasen de ser

esporádicas, casi como si no intervinieran en la escisión simbólica de la población con el resto de la

sociedad. En ese sentido, la cotidianidad de la Fundación no solo conduce a adoptar una cierta rutina

de interacción, sino que a su vez implica una transformación de la manera como se aprecia todo lo

que “no es terapéutico”.

En tal vía, pareciera que la Fundación, salvo ligeros inconvenientes, no tiene problemas a la hora de

estatuir una atmósfera de adecuado entendimiento entre exterioridad y pacientes, y particularmente

entre estos últimos. Pero lo cierto es que la red de integración allí tejida depara a su vez

confrontaciones de intensidad considerable (Beriain, 1996), algunas de los cuales derivan incluso en

expulsiones de pacientes. Un interno comentaba al respecto lo siguiente.

Al principio bien. Después tuve rayes con un muchacho porque de pronto teníamos el mismo

carácter. Entonces hubo rayes, enfrentamientos, grosería. Tiendo a estrellar con las personas

porque yo digo las cosas como se me vienen a la cabeza, y tiendo a herir a las personas.

Porque si veo que no me gusta algo voy y lo digo. Entonces mucha gente tiende a rayarse o

tiende a sentirse mal por las cosas en la forma en la que las digo (Paciente B, 2015).

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Desencuentros de caracteres personales pueden ciertamente incidir en la gestación de conflictos,

pero su presencia por sí sola resulta insuficiente a la hora de dar cuenta de estas situaciones. En su

lugar, podría ser más beneficioso analizar las tensiones desde una perspectiva performativa, de

manera tal que sea en el mismo fragor de las interacciones que sean identificados elementos

adicionales para el análisis. Tomemos como ejemplo un suceso acontecido en una sesión grupal. En

cierta oportunidad Emilce y sus compañeros y compañeras fueron convocados por una terapeuta

para participar en una competencia por equipos, la cual consistía en concluir una serie de ejercicios

lúdicos antes que los rivales. Conformadas dos agrupaciones, cada una se dispuso a atender las

labores asignadas, mientras la terapeuta se mantenía atenta a lo que sucedía a la vez que se acercaba

a cada equipo a fin de resolver inquietudes o formular sugerencias. Fue curioso ver que mientras el

equipo de Emilce avanzaba de forma tranquila, haciendo gala de una cierta armonía reflejada en

risas, comentarios cargados de optimismo y demás, en el otro la situación distaba de ser apacible.

Hacia el final la terapeuta propició una socialización acerca de lo que cada quien experimentó con

la actividad: Emilce y su grupo efectuaron comentarios con los que exaltaron las ventajas de trabajar

en equipo, y a su turno se permitieron exponer enseñanzas personales adquiridas en el proceso; en

el segundo las críticas fueron la constante, siendo todas encaminadas al unísono hacia uno solo de

sus integrantes, y girando en torno a juicios que denunciaban altivez y grosería. Emilce escuchaba

atenta a lo que se decía, y aunque imaginaba que tal vez dichos comentarios despectivos podían ser

ciertos, no podía dejar de pensar que el paciente recriminado no era alguien que precisamente se

caracterizase por ser tenido en buena estima por el conjunto de los internos de la Fundación. ¿Derivó

el asunto en el algo más? No ciertamente. Lo que es más, anécdotas como esta ponen de presente

una tendencia sobre la cotidianidad de la casa, y es justamente el hecho de que ella no es en modo

alguno un espacio sometido a alta presión, justamente a la expectativa de que cualquier roce se

produzca para que todo derive en caos colectivo. Encuentros de caracteres (similares u opuestos) se

producen todo el tiempo, y sin embargo la convivencia no se ve alterada más que esporádica y

localmente. Más aún, podría apuntarse que desencajes del comportamiento no acontecen de manera

inercial, sino que de hecho se sustentan sobre motivaciones que cada actor juzga para sí como

legítimas. El caso mencionado es un ejemplo de instrumentalización de la tensión a efectos de

descargar una serie de resentimientos acumulados, pero lo cierto es que conflictos pueden ocurrir de

forma más bien repentina. De esta manera, y volviendo al ejemplo de los modales en el comedor, un

desencuentro en cuanto a aspectos tomados por intolerables (como mover las manos con insistencia

mientras se está comiendo) puede dar paso a llamados de atención explícitos y discusiones de rápido

surgimiento y desaparición. Lo curioso, en todo caso, es que esto no siempre ocurre de la misma

forma, pudiendo suceder que ante circunstancias similares la respuesta sea mínima o inexistente.

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106 Dolor, derrota y liberación

Cada momento de la jornada, cada actividad, cada espacio: en efecto no hay sección espacio-

temporal de la Fundación que no sea idónea para la confrontación, pero la convivencia en su conjunto

dista de ser problemática, y en los momentos en que “encontronazos” detonan su efecto suele ser

rara vez perceptible.

En el fondo la motivación constituye un impulso vital para encararse unos a otros, algo que quedaría

puesto de manifiesto con las justificaciones que, o bien in situ o bien posteriormente, son proferidas

para dar sentido al accionar. Eso sí, sería prudente que precisáramos lo siguiente. Es claro que el

hecho de que alguien esté en capacidad de argumentar acerca de su conducta (esto es: exponer sus

motivaciones) no supone que necesariamente “tenga la razón” en la confrontación, pero quedarse

simplemente con ello y, en concreto, reducir el análisis a una diferenciación entre lo correcto y lo

incorrecto respecto de lo acontecido en la Fundación, podría conducir a que se soslaye la manera en

que este encadenamiento de acciones redunda en la configuración del orden en la casa, y en últimas

en la estructuración de su red de integración. Así, sería del caso ver que el hecho de expresar

motivaciones, al margen de que opere o no sobre un plano de sinceridad, revela mecanismos de

creencia del actor en relación con lo que tiene lugar en los espacios terapéuticos. Si no fuere este el

caso, cada quien procedería sin proferir una sola palabra y sin temer por eventuales represalias; pero

con los pacientes nada de eso ocurre, o por lo menos no en la gran mayoría de veces. Veámoslo

desde otra perspectiva.

Con cierta frecuencia se produce una especie de “corto circuito” entre el paciente que asume la

coordinación de la casa y el resto de internos, lo cual, sin ser del todo marcado, termina por

evidenciarse a través de aspectos tales como la disminución de ocasiones de hilaridad compartidos

por el primero y los segundos (la seriedad con que Francisco asume su cargo ya nos da algunas pistas

sobre este punto). Pero, ¿esto acaso es exclusivamente consecuencia de la diferenciación introducida

por la asignación del rol en cuestión? Al menos dos circunstancias dan para pensar que no es así. En

primer lugar, esta generación de aislamientos y tensiones resulta contingente, algo que sencillamente

se corrobora al ver que la situación no ha sido la misma para todos los pacientes que han fungido

como coordinadores. Así, mientras algunos llegan a malhumorarse y a efectuar en cada oportunidad

enérgicos llamados de atención por cuenta del control que despliegan durante la realización de

funciones y la preservación del orden, otros se desempeñan con más tranquilidad e incluso mantienen

su tendencia a reír y a compartir comentarios graciosos, básicamente sin que ello derive en una

pérdida de eficacia y eficiencia del trabajo colectivo. En segundo lugar, es común ver que los

coordinadores que llegan a experimentar esta suerte de tensión aisladora, antes que permanecer

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atados a ella, terminan por dejarla de lado cuando finalizan los espacios de trabajo colectivo (como

las funciones), retornando así y sin mayores traumatismos a las prácticas de fraternización con sus

compañeros. De esta manera, más importante que el cargo mismo, lo que destaca particularmente

para el análisis el hecho de que el paciente al que se le otorga este cargo se le hace acreedor de un

mayor grado de responsabilidad, circunstancia que, anclándose a su propio esquema moral en lo

atinente la valoración de la cotidianidad del internamiento como “algo que redunda en la

recuperación”, crea formas motivacionales con el signo de una dimensión teleológica que guía hacia

el cumplimiento de la norma. En ese sentido, no es casual encontrar que para muchos esa

considerable entrega y rigurosidad que despliegan como coordinadores no va de la mano

exclusivamente con el hecho de ser eventualmente sancionados por no velar por el buen desempeño

de sus comportamientos, sino que a su vez puede evidenciar una forma de convicción que, intuyendo

que cada aspecto del proceso terapéutico resulta vital, introyecta las normas de la casa como pautas

inexcusables a la hora de encumbrar cada día su recuperación.

En suma, observaríamos que al menos tres aspectos intervienen en la configuración de tensiones en

la casa.

1. El despliegue explícito de emociones de molestia, rencor o frustración hacia los compañeros

que explícita o soterradamente ya venían siendo destinatarios de ellas, circunstancia que

puede tomar una forma discursiva elaborada (indicación verbal clara sobre la emoción

experimentada y los motivos que la sustentan) o camuflarse bajo los pliegues de un llamado

de atención instrumentalizado para el efecto (como en el caso de la competencia por

equipos).

2. La apelación constante a formas discursivas de motivación, con las cuales se busca brindar

una significación de alcance genérico a la acción (es decir: traducirla a los demás en términos

de algo que amerita ser calificado como razonable). Su aparición desdice de nociones

mecanicistas sobre el conflicto (como su fomento por cuestiones estructurales, su atadura a

las pasiones, el ser resultado de la efervescencia incontenible de presiones, etc.) y rescata en

el proceder del actor una compleja dimensión emotiva, sentimental y racional que lo vincula

de manera variable al juego de interacciones (Bourdieu & Wacquant, 2005) desplegado en

la Fundación.

3. La adecuación del carácter personal al conjunto de exigencias y limitaciones inherentes al

espacio de interacción, lo cual plantea la imbricación de la dimensión valorativa-personal en

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108 Dolor, derrota y liberación

los instrumentos de conducción del conjunto de la comunidad y, particularmente, la

introyección de la normativa de la casa como pauta de recuperación.

De cualquier modo, esto no debe conducirnos a impulsar una especie de visión funcionalista de los

conflictos surgidos en la Fundación. Así, es menester observar que a pesar de que estos tienden a

perder intensidad con rapidez, ello no debe ser visto como el efecto de una especie de autopoiesis

estabilizadora inherente al sistema social de la casa. El tratamiento ciertamente se caracteriza por

impulsar una interiorización normativa afín a los objetivos de la recuperación, pero tal circunstancia,

ocasionalmente reflejada en formas de autocontención de las que participan los internos, de ninguna

manera habilita para hablar de una avance mecánico y no problemático de la tendencia

homogeneizadora impulsada por el equipo terapéutico en su conversión en ética individual para cada

paciente. ¿Cómo aludir entonces a esta disyuntiva orden-conflicto? Para empezar, preciso es insistir

en que los conflictos no constituyen una “exterioridad” del orden, sucediendo de hecho que es a

través del tanteo —la vulneración, si se quiere— de los límites fijados normativamente que se

estructura en buen grado la conciencia sobre los esquemas morales que orientan la recuperación (lo

que hemos dado en denominar como experiencia normativa). Así, pues, puede suceder que los

conflictos escalen en su intensidad, que de ser locales tornen en colectivos, y que en medio de la

tensión las finalidades y las prácticas terapéuticas entren en una suerte de epojé para los pacientes,

pero ello, más que fungir como una disrupción ex profeso del orden terapéutico, muchas veces

termina por seguir el camino de: 1) una verificación de la vigencia de las condiciones normativas en

un momento dado a través de la corroboración sobre el tipo e intensidad de la respuesta aparejada

(verbigracia, una sanción); y 2) un reacomodamiento de la convivencia dentro de la casa al ritmo de

los reposicionamientos que efectúan los pacientes con respecto a la creencia en la recuperación —

que ni es inamovible y aprehensible en un único instante, ni mucho menos resulta aislada de la

convivencia—. Al respecto, y aludiendo a un suceso de tales características, un paciente comentaba:

“¡Cómo cambió el ambiente de la casa! Y ayer que estábamos que nos estallábamos entre todos”.

Sus palabras dejaban sentir prima facie la mejoría que él y algunos más experimentaban en la

convivencia, pero a su vez remarcaban el hecho de que las tensiones no tienen por lo general un

carácter inercial, resultando en ocasiones su surgimiento y resolución colindantes con una

intencionalidad de cambio personal. En esa medida, aquel que inicia una confrontación y poco

tiempo después procura deshacerla (ofreciendo disculpas, buscando tender diálogos con la otra parte

de la confrontación) no solamente pone de presente con su accionar toda una serie de factores

emocionales, sentimentales y racionales que inciden en su conducta, sino que además, y

particularmente en el espacio terapéutico, está dando pistas sobre la presentificación en su conducta

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de esquemas valorativos que de a pocos van involucrándose en el encauzamiento de su voluntad por

sendas estandarizadas de comportamiento (en este caso asociadas a la creencia en la recuperación).

Este juego móvil de conflicto, respuesta, conciencia y corrección sigue hasta cierto punto la tensión

nietzscheana entre voluntad de poder y formas valorativas, algo que aplicado a la respuesta

“correctora” (sanciones, llamados de atención, ignorar a aquel que está buscando problemas) permite

entenderla a la luz de su participación homogeneizadora en el entramado de emociones, sentimientos

y racionalidad que da sustento a la voluntad individual, aunque sin convertirse por sí misma en plena

garantía hacia futuro del cumplimiento-de-la-norma. Esto permite comprender hasta cierto punto por

qué la respuesta ante lo normativo no siempre es la misma, y por qué además el surgimiento de

tensiones puede por momentos salirse de lo que resulta más o menos previsible.

2.10 Articulación en la comunidad de sentido en torno a la

recuperación

Parece, pues, que las tensiones en la comunidad de la Fundación no avizoran precisamente un quiebre

de la legitimidad de esta última, sino que en muchos casos corresponden a una lucha por lograr que

las motivaciones personales sean asumidas por los demás como significaciones válidas dentro de la

cotidianidad terapéutica y, especialmente, se presentan ocasionalmente como un enfrentamiento del

paciente consigo mismo con ocasión de su adaptación a la creencia en la recuperación. En esa

medida, podría preguntarse por aquellos que, en lugar de confrontar, optan por permanecer al

margen. Sobre el particular, muchos aluden justamente al papel de los adolescentes, vistos de una u

otra manera como pacientes sin posición definida respecto del proceso de recuperación. Así, por

ejemplo, un terapeuta comentaba que mientras en un adulto suele existir una suerte de pasado que

encauza la motivación por alcanzar la recuperación, en los adolescentes, amén de no ser del toda

clara la presencia de dicho pasado y su influencia en la definición de metas, se encontraría que no

sienten la necesidad de integrarse a la sociedad y que no perciben en el consumo algo problemático,

además que al agruparse tienden a vulnerar las normas de la Fundación. Emilce era destinataria de

esta noción (¿o prenoción?), aun cuando muchos opinaban que ella era la “juiciosa de la casa”. No

le resultaba extraño escuchar que compañeros suyos, entre ellos Francisco, profirieran frases del

estilo: “ustedes no tienen ganas más que de seguir metiendo y de joder” o “deberían separarnos de

los que todavía no saben qué hacen aquí”. De cualquier manera, y aun cuando en casos específicos

no haya efectivamente en el paciente una motivación de cambio, se encuentra que en buen número

de ocasiones estas acusaciones a los menores de edad tienen más que nada un carácter sinecdóquico

(Goffman, 1971). Para ejemplificar esto basta con observar lo que a veces sucede en las actividades

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110 Dolor, derrota y liberación

terapéuticas grupales, en donde risas soterradas, conversaciones a bajo volumen y entrada y salida

de internos del recinto, que aparecen como infracciones normalmente atribuidas por excelencia a los

adolescentes, son: 1) algo en lo que incurren pacientes de distintas edades; y 2) más que tendientes

a una subversión del orden de la Fundación, operan como formas de “oxigenación” frente al tedio.

Ahora bien, estas formas de distanciamiento del paciente respecto de la semántica colectiva, aunadas

a manifestaciones tales como el preferir estar solos, la falta de disposición y los incumplimientos de

deberes, no pasan allí por ser meras infracciones al orden de la Fundación. Una visión más detenida

revela que las mismas, y concretamente los grupos a los que les son endosadas cual si de rasgos

inherentes a su naturaleza se tratase (como los adolescentes), son sometidas a tal escarnio merced a

que se las aprecia como potenciales desencadenantes de la ruptura de la creencia en la recuperación.

Más todavía, es la imagen de fragilidad que acompaña al adicto en relación con la asunción y respeto

de compromisos de valor la que motiva al equipo terapéutico a manejar un alto grado de rigurosidad,

entendiendo a su vez que en algunos casos ha sido justamente la ausencia de un horizonte normativo

definido uno de los desencadenantes de la patología adictiva. Así las cosas, antes que “juegos de

niños” o “pequeños respiros ante la intensidad de la jornada”, lo que un terapeuta ve en un paciente

que se aleja en algún grado del protocolo de recuperación es un ataque a la recuperación misma, una

amenaza que, en su sentir disimulada como sutil desasosiego, puede truncar el anhelo individual por

cambiar y de paso infundir en sus compañeros serias dudas sobre el objeto de su estadía en la

Fundación. Su misión, en ese sentido, consiste en no correr riesgos.

La mejor amiga de Emilce en el internamiento pasaba por algo de ese estilo, lo cual la había

conducido a pelear de continuo con Francisco y otros internos, a impugnar la autoridad de su

terapeuta de cabecera y a querer salir de la casa. Lo que parecía haber empezado como un capricho

se transformó en una firme resolución; su postura resultaba inalterable e impasible, el mohín con que

respondía a todo comentario predisponía a los demás a no querer acercársele, y la misma Emilce, sin

saber qué decirle, tan solo guardaba distancia. Dos días transcurrieron desde el primero de los

altercados, y aun cuando llamadas a sus padres y la intervención de distintos terapeutas se produjo,

nada sirvió para contenerla. Solo hacia el final, y al cabo de haber empacado sus pertenencias, dijo

con cierto hermetismo: “tengo que ver a mi hija”. Firma de documentos, llamada a un taxi y partida

inmediata; a los terapeutas ni una palabra de despedida les dirigió, y a Emilce, a su entrañable amiga,

apenas una ambigua mirada se aventuró a deparar. En su caso detenerla se juzgó como lo menos

sensato, se prefirió así dejarla partir y evitar que con su actitud predispusiera negativamente a los

demás pacientes. Pero su situación no fue simplemente el resultado de una inconformidad con la

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terapéutica de adicciones, y tampoco resultaba enteramente atribuible a la preocupación que le

inspiraba el estado de su hija. Antes bien, uno y otro aspecto, sin ser meramente pretextos,

apuntalaron lo que en principio ya resultaba como una falta de conexión entre esa paciente y lo que

en la casa le invitaban a creer; su anhelo era dejar de ser prisionera de la adicción, pero a esta

enfermedad no pudo llegar a resemantizarla en la forma institucionalizada en la Fundación. Para ella

el choque entre exterioridad e interioridad nunca llegó a ser tal, y asimismo no sintió que poseyera

la fortaleza necesaria para propiciar una problematización de lo que en su sentir seguía siendo obvio

y natural, necesariamente obvio y ajeno de controversias: la necesidad de tener fuerza de voluntad.

Para sí cambiar, dejar de creer en el discurso de la fuerza de voluntad y más bien asumir el de la

buena voluntad, era el claro signo de una derrota que no quería asumir; era desde su perspectiva una

forma de resignación que imponía un rechazo injustificado sobre esa exterioridad a la que quería

volver sin retrasos. Su libreto era a su vez el de otros padres que, siendo el soporte de sus hogares,

se ven impelidos a alejarse de sus hijos por cuarenta y cinco días para iniciar un cambio positivo de

su estilo de vida, particularmente para ofrecer a estos últimos algo mucho mejor; el de hijos que,

contando con el apoyo y cariño de sus padres y allegados, buscan con la ayuda de la Fundación

reencontrar la senda de sus sueños, refundida tras las bambalinas de una situación que se les ha salido

de las manos; el de pacientes cuyos familiares parecen fantasmas, casi nunca presentes, pero que a

los ojos del resto del mundo se muestran como los más amorosos y comprensivos; el de adictos que

a nadie tienen en la vida, que a veces solo esperan a que la muerte se acuerde ellos cuanto antes, y

que aun así quieren ganar para sí valiosos momento de paz mientras continúan viviendo. Todos ellos,

incluida la amiga de Emilce, han tendido relaciones conflictivas con esa imagen de lo exterior a ellos

que, resultándoles sentimentalmente interior y procurando por esa vía controlarla (Steadman Rice,

1992), asumen como único criterio estructurante de su ser-y-estar-en-el-mundo. En silencio la

rememoran, bien con dolor o bien con añoranza; a ella demandan esa poca de esperanza que no los

deje caer en la disolución total. Ante ello Fundación procura marcar una frontera entre los ritmos de

dos estilos de vida: uno catalogado como problemático, el otro como redentor, aspirando con ello a

que los pacientes, afrontándose a sí mismos y a sus temores, aprendan un cómo-vivir que les ayude

a retornar de a pocos y con la frente en alto a esa exterioridad, al lado de los que puedan volver a

considerar sin prevenciones como seres amados.

La salida regular del internamiento apareja precisamente el encuentro con un mundo que en esta

oportunidad resulta tal vez más hostil que antes. Desprovistos algunos de la compañía que tiempo

atrás les era dada sin reparos (por familiares, amigos, etc.), los adictos en recuperación ahora se ven

impelidos a afrontar por cuenta propia los trajines de la existencia. Se las verán de frente con ese

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112 Dolor, derrota y liberación

dolor que a un mismo tiempo lo sienten como unicidad y enajenación, y de él ya no podrán

esconderse ni mucho menos usarlo como justificante para evadir el cambio. Es momento de empezar

a verse a sí mismos y a todo lo demás de otra manera, de desafiar mucho de lo que daban por sentado.

En estos términos lo refería un practicante que fuere paciente de la Fundación:

De lo que yo me pegue era de que... lo que para mí significó más y lo que me llevó a mí de

una u otra manera a consumir fue sentirme solo. ¿Sentirme solo por qué? Porque mi mamá

salía a las cuatro de la mañana a trabajar —por mí— y llegaba a las once de la noche de

trabajar —por mí—, y yo no la veía a ella. Yo sentía, o el significado que yo tenía en mi

cabeza, es que mi mamá me dejó acá viviendo un mierdero. Y yo inclusive en algún

momento cuando estuve un poquito más grande ya entendí cognitivamente que es que ella

sale para darlo todo por mí, que esa es su forma de mostrarme el amor. Pero emocionalmente

lo que yo sentía era que mi mamá me había abandonado, y que me dejó acá viviendo un

mierdero (Terapeuta B, 2015).

Esa noche Emilce lloró intensamente, pero esta vez no lo hizo sola. Francisco y su otra amiga, que

a la sazón procuraban consolarla, le indicaban que nada se podía hacer al respecto.

—Con los adictos así son las cosas —decía el primero de ellos.

—Ella va a estar bien —comentaba la segunda.

Emilce no los escuchaba, y tal vez era lo último que le interesaba. Su amiga se había ido, pero lo

cierto era que no solo por ella se sentía así. Esa incertidumbre del primer día volvía a asolarla, era

una extraña sensación que difícilmente hubiera podido explicar. “¿Y si ella regresara?”, pensaba. “A

otros pacientes les han dado una segunda oportunidad en la Fundación, es posible que con ella lo

mismo ocurra”. Pero no, no era eso, algo más la preocupaba; pero ¿qué era? La zozobra no era por

la que se fue, sino por sí misma. Se sentía tan frágil, tan sola, tan insegura. Estuvo sin dormir hasta

entrada la madrugada, y fue allí cuando una impresión, en cierto modo incongruente con todas las

ideas que había rumiado hasta ese instante, la sorprendió de lleno y sin darle lugar a dubitaciones.

No era miedo a sus padres, tampoco de no volver a ver a su amiga; era un intenso terror por volver

a consumir lo que la agobiaba. No era, pues, la misma sensación de su llegada, sino un espectro de

distinta naturaleza. Era como si ahora creyera en algo nuevo: activado de extraña forma por la partida

de su compañera, asociado a una intensa sensación de perderlo todo con extrema facilidad, de perder

ese descubrimiento, de perderse a sí misma. Al miedo siguió el adormecimiento, y con ello un sueño

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profundo y sin imágenes. Era un temor extraño, que en los momentos de ansiedad se hace gigante,

y que a muchos sume en un desespero sin medida. La fuerza flaquea, y la voluntad, en su inherente

convulsión, cede ante un instinto con tinte primal. Era la caída por primera vez para sí de las

promesas de cambio lanzadas al viento, el reconocimiento inicial y sincero que hace el consumidor

compulsivo acerca de que nunca tendrá una última vez, de que necesita ayuda. Allí, escuchando

como entre resignación y desespero, los susurros de una ayuda supra-individual, cada vez más

intensos y familiares, aparecen en el horizonte como única alternativa para paliar la frustración de

no poder encauzar un adecuado gobierno-de-sí. Emilce por fin tuvo miedo de algo que antes no

entendía ni intuía, y fue a partir de este instante, sin guardar para sí certezas ni seguridades, que se

sintió como una integrante más de esta familia unida en torno a la adicción.

2.11 Notas teóricas

Aludir a la integración no es otra cosa que indagar cómo en un camino de doble vía del yo se pasa

al nosotros (Elias, 1999), algo que en últimas representa la razón de ser de la sociología. Tal

fenómeno se sustenta sobre condiciones materiales y reservorios culturales, pero no es reductible a

unas y otros ni supone una reproducción de ambos en escalas particulares. En su lugar, podríamos

decir que la integración involucra un complejo proceso de articulación de conciencias individuales,

circunstancia que, entre otros, apareja: 1) el refuerzo de determinadas representaciones y el

enervamiento de otras; 2) seguridad para afrontar el diario encuentro con la cuestión del tiempo

(angustia); 3) instrucciones para abocar las distintas actividades que comporta una rutina social

(Giddens, 2011); y 4) resiliencia frente a cambios de la cotidianidad y crisis emergentes. En ese

sentido, se encontraría que la integración interviene en la formación individual desde la infancia

misma del ser-en-sociedad (o en-comunidad), por lo que no parece del todo adecuado afirmar frente

a determinadas comunidades, organizaciones o personas que, en casos de aislamiento, no se presenta

integración. De hecho, a ella podríamos hacer referencia como el efecto de haces de fuerza y

discursivos que atraviesan individuos, organizaciones, comunidades y sociedades, dejando en ellas,

en la forma de archivo (Deleuze, 1990; Foucault, 2011), una huella mnémica que no desaparece así

nada más. En cierto sentido, la noción de dispositivo resulta bastante útil para caracterizar este

fenómeno, entendiendo que su visión como una suerte de densa y enmarañada red (Geertz, 2005),

anclando lo discursivo y el poder, y recalando directamente en la construcción de nociones sobre lo

humano, permite: 1) identificar que la conexión entre el yo y el nosotros no solo estriba únicamente

en relaciones de cercanía (el caso de la familia, la escuela, el barrio y otra serie de núcleos de

interacción rutinaria), sino que a su vez es signo de vinculaciones de largo alcance espacio-temporal

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114 Dolor, derrota y liberación

(lo que Anthony Giddens concibe como el paso de una integración social a una sistémica); y 2) que

su estructuración lejos está de depender de la labor individual aislada (y lo de “aislada” habría que

revisarlo).

Ahora bien, esto no debe tomarse en un sentido resueltamente estructuralista, de manera tal que se

termine por reafirmar una especie de “aplastamiento” de lo individual por lo social. En realidad, al

considerar que eso “estructural” solo adquiere vigencia espacio-temporal merced a las prácticas

sociales, y al tener presente además que en el desempeño de estas los actores no proceden

simplemente cual autómatas guiados por una forma trascendente de conciencia, se encontraría que

la integración sigue más bien la forma de una georreferenciación de aquel en el devenir. Funciona

casi como un sonar, a través del cual se perciben las secuencias más menos perdurables dibujadas

por las vibraciones causadas por sucesivas prácticas sociales, siendo allí donde lo estructural emerge

como información “posicional”, como referente para seguir el camino. Así, más que tener acceso

directo a una acumulación de prácticas sociales equiparables entre sí, el actor observa a lo sumo la

sumatoria de los rastros que ellas dejan en la cultura, derivando de ello tendencias que de acuerdo a

su profundidad pueden convertirse en principios, y en función de su prolongación a lo largo del

espacio-tiempo tornar en instituciones (Giddens, 2011). Lo que cada actor hace por medio de ello es

propiciar un reconocimiento de las condiciones en conexiones con las cuales ha de dar curso a su

propia participación, aunque con la particularidad de que dicha exploración, al ser de por sí una

práctica social, introduce cambios (algunos sutiles, otros no tanto) en ese conjunto de tendencias

definido como estructura social. En ese orden de ideas, las líneas de significación que el actor lanza

para reconocer las características del terreno de interacción le ofrecen, por un instante, una forma de

conocimiento sobre un espacio-tiempo social concreto, la cual, entrando en íntima conexión con sus

acervos de su seguridad ontológica, termina por estar marcada por dos condiciones: 1) el ser de

carácter retrospectivo, y por lo general surgir como una reducción de cada nuevo dato a los esquemas

mentales que conforman la cotidianidad; y 2) tener una vigencia inversamente proporcional al grado

de densidad social del espacio-tiempo habitado (a mayor intensidad de cambios menor vigencia de

los reservorios de integración), de tal forma que tras cambios sustanciales debe ser reemplazada con

la revisión del efecto de nuevas prácticas que ofrezcan una luz por sobre la angustia de la existencia.

Esta metáfora funciona bien, pero requiere de una precisión. El actor no “descubre” un fondo marino

merced a la integración, sino que más bien lo presentifica; de ser un dato estéril lo convierte en

acción, se puede decir que lo recupera, lo sedimenta y finalmente lo transforma. Poniéndolo de forma

gráfica podríamos obtener algo por el estilo:

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Figura 2-3: Curva de integración.

Siendo la integración un prisma por el cual lo cultural se transforma en formas de conciencia

individual (práctica y discursiva, y a su vez en inconsciente), y en últimas en cotidianidad, es de

anotar que las variaciones surtidas en la primera que desborden ciertos márgenes de previsibilidad

impliquen movilidad, y por tanto marquen una variación de las condiciones de integración que

posibilitan la conexión del individuo con sus congéneres (figura 2-3). Esta forma de conocimiento

no llega a “cero” en ningún momento, surtiéndose sus variaciones por sobre un umbral que, lejos de

reducirse simplemente a una especie de mínimo-de-entendimiento-con-los-demás, constituye en el

fondo la certeza misma del actor sobre sí mismo, sobre su acontecer y sobre la continuidad de las

condiciones que le resultan básicas para su subsistencia física y emocional. Dicho de otro modo, la

integración no solo es referenciación, tampoco el conocimiento mismo acumulado, sino que es la

transformación por excelencia de la cultura en principio de identidad, autoestima, y certeza

existencial del actor. Claro está, la visión del gráfico propuesto puede conducir a generar algunas

impresiones si: 1) se llega a considerar que el actor social discurre con su accionar a lo largo de un

tiempo definido; y 2) que en dicho tiempo define una tendencia histórica de manera aislada. Sobre

lo primero, Anthony Giddens ofrece interesantes apreciaciones al mostrar cómo tiempo y espacio no

están simplemente dispuestos para la acción social, sino que es merced a su conversión en sedes de

interacción, tanto a través de su resemantización como de su revaloración en reiteradas

oportunidades, como entran a jugar como elementos integrales de aquella. Sobre lo segundo, la

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116 Dolor, derrota y liberación

Escuela de los Annales, y en sociología Norbert Elias (1999) a través de la explicación por

figuraciones —que en cierto modo sigue el camino abierto por Karl Marx (1973) y su crítica a las

que califica como robinsonadas—, abrieron el debate respecto de esas historias de héroes que,

erigidos en seres a-estructurales (y paradójicamente en a-históricos), simplemente parecían con su

semblanza desafiar toda alusión al rasgo social de su devenir. La discusión, en todo caso, no queda

cerrada, sino más bien definida en sus contornos a fin de ser profundizada. Es allí donde importa ver

que en el sempiterno encuentro agente-estructura no fija respuestas definitivas que expliquen cada

acción social habida y por haber, sino que más bien auxilian al investigador en la tarea de ver cómo

cada actor social, efectuando un interpretación vital de su entorno a la luz de una integración que

juega entre lo consciente y lo inconsciente, genera su posicionamiento particular en el espacio-

tiempo.

De cualquier modo, esta articulación entre actores sociales a través de percepciones espacio-

temporales compartidas no tendría lugar si no hubiera una forma de vinculación del devenir

existencial con los cursos de acción inherentes a la cultura. Es allí donde las formas de valoración

(inherentes a aquello denominado cultura), institucionalizadas dentro de determinados sistemas

sociales, resultan vitales para ofrecer un punto de gravitación a esta explicación. Max Weber brinda

a la capacidad de valoración la potencialidad para encauzar el accionar individual hacia metas

específicas, algo que a un mismo tiempo involucra la puesta en escena de formas éticas en cuanto a

la definición de lo humano, el establecimiento de relaciones fin-medios de corte racional y la

estructuración de conexiones trans-individuales. Sobre el surgimiento de estas formas de valoración

en momentos históricos específicos y su capacidad para fomentar orientaciones particulares de la

voluntad Friedrich Nietzsche (1991) entregó para la posteridad un análisis invaluable (en particular

sobre el papel del cristianismo), pero por ahora convendría ver si esa secuencia genealógica resulta

susceptible de ser apreciada en instancias mucho más circunscritas. De entrada, parece claro que

tales franjas valorativas, antes que homogéneas y extendidas sin problemas a lo largo del espacio-

tiempo, entran en una compleja relación con formas de valoración mucho más localizadas. De

continuo hay apoyos, desfases y contradicciones entre lo macro y lo micro, resultando de ello que lo

individual, antes que instancia accesoria de esta tensión entre lo global y local, funge como detonante

de esta heterogeneidad por vía de la puesta en escena de formas particulares de sentir y vivir. En esa

misma vía, se observaría que la integración y las formas de valoración renuevan su vigencia a través

de su performance: adquieren efectos de realidad por vía de las prácticas sociales y se definen por

inscribirse en la heterogeneidad de la vida cotidiana (Heller, 1987). Vemos así que lo denominado

como estructura alcanza materialidad (existencia) en la medida en que información de corte social

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(es decir: la memoria colectiva, existente en reservorios de información y las conciencias

individuales, que entra en el juego de la conformación de identidades colectivas) es presentificada

de continuo por los actores sociales. La integración parte del ser (en cuanto archivo), pero se reedita

en el presente y se proyecta hacia el futuro gracias al estar-siendo, al acontecimiento que con su

singularidad renueva la tensión entre la generalidad de “lo social” y la singularidad introducida tras

cada práctica social (Deleuze, 1990).

Los tratamientos para las adicciones, de acuerdo a una serie de opiniones que han hecho carrera, son

concebidos como mecanismos orientados a crear o restablecer lazos de integración social (Giddens,

2011). Tal afirmación, como puede verse, supone de entrada negar o poner en entredicho que

personas en condición de adicción hagan parte del proceso de integración, casi cual si su situación

los colocara en una especie de plano alterno de existencia social. En esa medida, habría que empezar

por señalar que los consumidores de estupefacientes o de prácticas adictivas catalogados como

adictos simplemente no se aíslan o se mantienen aislados de lo social, sino que más bien estructuran

sus lazos de integración bajo formas “no ortodoxas”. De esta manera, se puede afirmar que ellos

continúan interactuando en esa esfera de refuerzos y contradicciones de representaciones derivada

de la sinergia social, aunque merced a que con sus “pensamientos confesos” o sus acciones

controvierten zonas de la red de integración de mayor estabilidad y, ocasionalmente debido a ello,

terminan por ser destinatarios de la parte más visible (y a veces la más destructiva) de los

mecanismos de poder (Derrida, 1995). De igual modo, es preciso ver que la adicción no plantea una

ruptura abrupta del estilo de vida; no se trata de ver a partir de ella un antes y un después, y en cambio

habría que apuntar a indagar cómo discursos y relaciones de poder se entrecruzan en instancias

espacio-temporales construidas y habitadas por el protagonista de la situación (el adicto) y por los

demás individuos anejos a su red de integración. Así, pues, el hecho de que el individuo adicto

discrepe, tome distancia o rompa con aspectos “relevantes” del esquema de valoración social no

supone que esté haciendo otro tanto respecto del sistema social en su conjunto. En el fondo mantiene

compromisos de valor que le dan anclaje a lo social (Parsons, 1974), muchos de los cuales son

adicionalmente estructurantes de su experiencia de consumo de la sustancia. La eventual

disfuncionalidad del adicto no constituye un sinónimo de falta de integración, como sí el resultado

de una exaltación de los aspectos en que hay discontinuidad (o distanciamiento) entre el individuo y

la sociedad.

Pero afirmar que los tratamientos para las adicciones no son propiamente gestores de procesos de

construcción o de restablecimiento de condiciones de integración no es, pues, más que volver al

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118 Dolor, derrota y liberación

comienzo y dejar sin piso el vínculo individuo-sociedad. Empecemos por replantear la pregunta de

inicio en relación con la integración, no tratemos de identificar una esencia de los tratamientos o del

concepto en cuestión, y en cambio apuntemos a retomar las manifestaciones discursivas surtidas al

respecto en los espacios de socialización objeto de esta investigación. En ese sentido, no interesaría

comparar nociones sobre el concepto de integración y a partir del ejercicio establecer cuál es la más

acertada. En lugar de ello, sería mucho más valioso ver cómo se desarrollan formas de integración,

por vía del entrecruce poder-saber, en ámbitos particulares de interacción social. Así las cosas, en

materia de tratamientos para las adicciones la atención terminaría por centrarse en la visión de

terapeutas y pacientes, acompañados de familiares y otros personajes intervinientes, construyendo

discursos sobre formas “adecuadas” de reencauzar la vinculación individuo-sociedad. Los

tratamientos para las adicciones, en ese orden de ideas, entrarían en escena como dispositivos de

transvaloración (Nietzsche, 1991) de formas de integración, pero con un alcance circunscrito a la

cotidianidad de los actores inmersos en la interacción terapeuta-paciente (ellos dos y los que habitan

alrededor de su dialéctica de recuperación). Sea del caso precisar que la valoración no constituye un

mero acto anexo a un primado ontológico, el cual, residiendo tras toda significación, refulgiría como

realidad última inasible por el lenguaje. Ciertamente no hay razón para dejar de aludir a la realidad;

pero ésta, antes que sustantivo, debería ser abordada como verbo y, más aún, en términos de sus

efectos homogeneizadores de la realidad en medio de la discontinuidad del mundo (Foucault, 2011).

Los tratamientos para las adicciones introducen efectos de realidad en términos de integración toda

vez que arrastran valoraciones, generan apoyos entre ellas, así como propician contradicciones. El

sentido mismo de la vida es puesto sobre la mesa cada vez que terapeuta y paciente comparten sus

apreciaciones sobre la problemática de la adicción, aunque siempre teniendo como presente el espejo

de lo social. De cualquier manera, podríamos señalar que las valoraciones sobre formas de

integración no emergen de manera aislada, y en cambio dependen para su presentificación de

mecanismos de poder que les brinden asidero en las prácticas discursivas. La integración, en

resumen, brinda al actor social conexión con algunos de sus congéneres a través de la exaltación

semántica y valorativa de determinadas secciones de la cultura, ejercicio que en todo momento,

siendo retrospectivo y atado a las variaciones surtidas en lo cultural, se ve sometido una y otra vez a

ajustes por vía de la observación constante del devenir de la estructura social. Esta particular

comprensión sobre el fenómeno en cuestión, impulsada por el análisis de lo acontecido en la

Fundación, nos condujo a considerarlo en términos de una red de integración, aspirando con ello a

no caer en los lugares comunes que han marcado el tratamiento de este elemento gnoseológico por

excelencia de la sociología. Ya tenemos, pues, unas nociones básicas sobre las condiciones en que

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¡Error! No se encuentra el origen de la referencia. y lazos que hacen comunidad 119

se surte la interacción terapeuta-paciente con ocasión de la adicción; ahora es turno de profundizar

en ella y de explorar algunas de sus incidencias en la generación de una vinculación entre la

materialidad del paciente y la imagen que de él termina por ser construida en este espacio-tiempo.

Sea entonces nuestro propósito desde ahora el adentrarnos en el contenido de la red de integración

cuya sede se ubica en la Fundación.

.

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120 Dolor, derrota y liberación

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3. La creencia como principio de recuperación

En las barracas, Pedro comprendió, al contacto con los prisioneros, no con

su razón, sino con todo su ser, que el hombre ha sido creado para la

felicidad, que lleva ésta en sí, en la satisfacción de sus aspiraciones

naturales, y que toda desgracia le viene, más bien que de carencia, de

exceso; ahora, después de estas últimas tres semanas de marcha, había

conquistado una verdad nueva, consoladora; había descubierto que nada

hay en el mundo verdaderamente espantoso. Descubrió al mismo tiempo

que si hay en el mundo situación alguna en la que el hombre pueda ser

perfectamente feliz y libre, no existe ninguna en la cual sea totalmente

desgraciado y esclavo. Había comprendido que existe un límite al

sufrimiento y un límite a la libertad, y que estos límites se tocan.

León Tolstoi, Guerra y paz.

¡Cuánta falta le hacían sus partidos de fútbol! Los días sábado y domingo era poco lo que lograba

ver en el televisor de la casa, y eso no sin antes discutir por el dominio del control remoto con los

televidentes de turno. Al margen de eso le quedaba conversar con sus compañeros, traer a cuento

con ellos canciones, películas, series televisivas; aludir a historias rocambolescas sobre narcotráfico,

exaltar quimeras de lujo y distinción; soñar durante la vigilia con ciertas marcas de vehículos, con

top-models y artistas y con mansiones. Conversaciones con los hombres seguían esa senda entre ruda

y distendida, proclive a la inclusión constante de insultos —integradores, despectivos o

destructivos—, vinculada más bien con una inmediatez de la vida en la que lo no evidente, lo más-

allá del disfrute asequible y prístino, es achacado a “Dios” en cuanto ese “aquel” que sabe de cosas

por el estilo.

Y con las mujeres, ¿cómo hablaba con ellas? Saltos abruptos del “usted” al “tú” y al “ti” tenían lugar

cuando intuía al instante, como si de algo instintivo se tratase, que esa hechizante feminidad aparecía

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122 Dolor, derrota y liberación

en escena. Tratos afectuosos al comienzo, cortejos subrepticios a posteriori y, a veces, juegos de

dualidad pre-amatoria tenían lugar. Ese ser extraño, en el que no se confía plenamente, pero al que

sin mediar distancias y ocasiones todo se tributa. Así veía a las mujeres, y sobre tal cosmovisión se

apoyaba para referirse día tras día a sus compañeras. Sus tratativas, hilvanadas como ensoñaciones

diurnas, eran dignas de pasar por un relato de Ovidio, pero muchas de ellas no quedaban más que en

eso: en ensoñaciones. Extramuros contaba con novia, y muchos de sus pensamientos a ella como

protagonista la tenían. ¿El amor de su vida? ¿Valor sumamente preciado como para cederlo a la

vulgarización de los conciliábulos de la casa? ¿O tal vez una prevención por evitar problematizar

algo de lo cual dudas era lo último que deseaba? En fin. Sus padres, el fútbol, su novia y un “Dios”

que aparecía para abarcar lo incierto: ese era el “sólido” horizonte de las creencias de Francisco, ese

imperturbable coordinador: ajeno a todo lo que un tufillo a abstracción expeliere, aquel agobiado por

una enfermedad cuya comprensión escapaba de su-aquí-y-su-ahora.

Francisco se esforzaba, su terapeuta de cabecera no podía dar queja alguna acerca de su trabajo, pero

cosas como ingobernabilidad y poder superior le sonaban a física de partículas avanzada. ¿Era una

creencia en algo divino lo que se le exigía? ¿No bastaría entonces decir que él creía en “Dios” y

punto? Intensas cavilaciones asechaban a Francisco, querer cambiar era algo que daba tumbos en su

pensamiento como enorme convicción; su intención era trabajar arduamente en la casa para acceder

a través de la práctica a una certeza asible sobre su recuperación, pero no lo lograba. Rezar y proceder

con hieratismo no era su mayor predicamento en el tratamiento, como sí el entender cómo ello podría

ayudarle frente a algo que se le resistía sin remedio, que lo hacía su esclavo y lo torturaba con

ansiedad, recuerdos escabrosos y terror indescriptible. Ver más allá de sí mismo, separarse de la

inmediatez de sus pasiones, esa parecía ser la fórmula a la que este paciente tendría que ceñirse para

encontrar tanto la raigambre de su problema como “aquello” a lo cual encomendar su salvación. ¿Lo

conseguiría?

3.1 Enfocando opiniones

¿Qué es fe? Una palabra aplicada habitualmente para referir una cierta creencia que no llega a

certidumbre racionalmente fundada, y que sin embargo llena a algunos de una fuerza sustancial para

afrontar el devenir. Forma de conocimiento que dista de ser ciencia, indica Kant; baluarte de algo

acrítico, tal vez soportado sobre una arquitectura tradicional, podría señalar Nietzsche. La labor de

la modernidad ha sido reducirla a expresión falaz y mera entelequia, retirarle esa bruma de

misticismo tras la cual trajina lo que algunos ven como tergiversaciones signo de ideología (Marx,

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La creencia como principio de recuperación 123

2005). De cualquier modo, y sin caer en la manida indicación sobre la visión de cualquier forma de

conocimiento (incluso el científico) operando como fe (lo cual, hay que decirlo, muchas veces se

plantea como forma de justificación), más bien cabría preguntar qué revela el acto de tener fe.

Saltemos, pues, del contenido a la forma, invirtamos el acontecimiento para ver si podemos ofrecer

una apreciación alternativa de este fenómeno social, tan habitual, y a la vez tan vilipendiado con la

potenciación del proceder científico y el rampante positivismo.

“¿Tener fe o no tenerla?”: esta duda es en muchos casos la que ronda la toma de decisiones que de

entrada vislumbramos como eventuales alteradoras del orden paradigmático de nuestra rutina (“¿será

que me arriesgo a hacer esto?”; “¿y si le creo?”; “¿he de esperanzarme?”; etc.), pero la misma, lejos

de constituir una problematización del acto mismo de tener fe, generalmente se cierne sobre lo que

es materia de fe. Una vez la “iluminación” nos “alcanza”, y merced a sus ignotos mecanismos

encontramos en la idea (el contenido de la fe) una manifestación incuestionable de verdad, nos

abocamos con pocos o ningún miramiento a dar saltos por encima de la abierta incertidumbre que

nos embarga; en cierto modo —y casi que inconscientemente— asumimos que, reforzados en

nuestras convicciones por ese contenido que ahora nos arriesgamos a ver como fiable, simplemente

debemos tener fe y dejar que lo demás marche por-sí-mismo. Pero, ¿sobre cuántas premisas tácitas

se sustenta el desempeño de dicha práctica? ¿Se trata acaso de un ejercicio psicológico

eminentemente mecánico, muy al estilo de lo que Georg Simmel (1986) denomina instinto moral (es

decir: como un a priori)? Desde luego, poco acertado sería hablar al respecto de infundios propios

del sentido común, pero cuando menos tendríamos que reconocer que “tener fe” es una forma

particular del estar-siendo que, a decir verdad, nos es tan oscura como la “realidad” de la física

cuántica. En cierto modo la Crítica de la razón pura de Kant (1982) recoge parte de estas

preocupaciones, pero convendría ver si las mismas pueden ser atendidas desde un plano social

(evitando en todo caso caer en la trampa de empirismos). Para tal efecto, podríamos tener como

punto de partida dos preguntas:

1. ¿Cómo a partir de prácticas sociales se construye o se asume una sustancia de la fe (que de

forma burda hemos dado en denominar “contenido”)?; y

2. ¿Hasta qué punto y en qué forma el acto de tener fe es susceptible de ser aprendido a través

de dichas prácticas?

Cabe aclarar que la intención que se sigue con esto no es la de retomar el hilo de discusiones surtidas

entre defensores de la existencia de formas puras del entendimiento y adeptos del aprendizaje

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124 Dolor, derrota y liberación

experiencial exclusivista (empiristas, positivistas), sino que más bien se pretende poner de presente

algunas formas de construcción y legitimación que son gestadas cotidianamente por actores sociales

valiéndose de aquello que cabe denominar como universales. La fe, aun cuando muchas veces estriba

sobre lo concreto (una persona, una colectividad, la ocurrencia de un evento natural; en definitiva,

todo aquello que es síntesis de múltiples determinaciones (Marx C. , 1973), y por tanto inadecuado

para constituir una generalidad representativa de muchos concretos), parece depender lógicamente

de un soporte que va más allá de lo inmanente15. Sobre generalizaciones sustentamos mucho de que

lo constituye nuestra realidad, y en la práctica a algunas de ellas les atribuimos un valor semántico

que las transforma en absolutos. Hablar con desinhibición sobre “Dios”, “el” lenguaje o leyes físicas

podría tomarse como ejemplo de ello; pero no de la corroboración de su existencia esencial como

universales, como sí de una significación que, trascendiendo lo subjetivo, se transforma en símbolo.

En ese sentido, y procurando ser bastante humildes, en lugar de indagar por los universales mismos

o por su génesis, podríamos preguntar por su uso. Tal vez esto nos lleve a ver cómo con los mismos

es posible tender puentes explicativos entre formas de integración (lo que al instante alude a lo social)

y la configuración de formas del propio-ser (carácter individual), y en esa medida aspirar a ofrecer

una explicación sobre lo acontecido en la Fundación con ocasión de la creencia en la recuperación.

De entrada, cabría afirmar que preguntas escépticas sobre el acto de tener fe no son tan inusuales

como pudiera pensarse, e incluso podría sostenerse que merced a fenómenos como el

desencantamiento del mundo (Weber, 1998) se ponen cada vez más a la orden del día. En el caso de

los tratamientos para las adicciones se trata de algo visible con cierta frecuencia, y que de hecho

termina por gestar efectos nada despreciables en lo que atañe a la constitución del estilo de vida de

abstención. Dudas por el estilo rondaban la cabeza de Francisco (muy apegadas a la inmediatez de

su existencia, sea del caso recalcar) cuando, después de culminar los “grupos” (denominados en el

capítulo anterior como actividades terapéuticas colectivas), todos los asistentes empezaban a

abandonar el recinto mientras que él permanecía allí, solo, muy cerca de no dar crédito a lo

presenciado. Los demás pacientes, aun después de todo lo dicho y acontecido allí, a posteriori

15 Cuando creo en el otro, en cierto modo estoy fincando mis esperanzas en una especie de virtud trascendente

que, influyendo en el destinatario de la creencia, lo inspirará a realizar o dejar de hacer algo que se corresponde

con mis intereses; creer en una colectividad es suponer la incidencia de una suerte de idea que, siendo

perceptible y aceptada por todos o la mayoría de sus integrantes, ha de fungir como valor que oriente sus

motivaciones hacia un fin común a todos ellos; y esperar un evento natural es atribuirle a lo externo a mi

volición un régimen de causalidad que, con la mediación de determinados factores, puede desembocar en un

resultado que se ajuste a mi predicción.

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La creencia como principio de recuperación 125

actuaban como si nada hubiera pasado. Las lágrimas, las ofensas, las revelaciones sobre la

“corrupción” del ser del adicto, todo entraba en un oscuro paréntesis al recitarse la oración de la

serenidad; o, mejor todavía, cada una de esas expresiones se convertía en una pieza más de ese

complejo rompecabezas de la fe. A Francisco que le parecía que nadie cuestionaba esta compleja

práctica, ni tan siquiera la sometía a duda; y él, temeroso de pensar que no estaba haciendo lo

necesario para recuperarse, prefería guardar silencio y seguir las formalidades de algo que no sabía

cómo dimensionar.

A esta altura uno podría preguntarse qué era lo abarcado por dicha fe. Como lo observaba Francisco,

daba la impresión de que en la casa cada fenómeno seguía la senda hacia una curiosa rutinización,

la cual, como si se tratase de una especie de esfuerzo colectivo que dispersa un hálito de normalidad

entre pacientes y personal, daba a cada suceso su “justo” lugar en esa gran semántica de la

recuperación. Actividades, encuentros, separaciones, confrontaciones, alegrías, tristezas, atención de

labores del día a día y demás, era como si nada de esto ocurriera sin más, como si todo entrara en un

orden de integración establecido ex profeso como la cotidianidad de la casa, como si todo fuera en

últimas expresión terapéutica. De cualquier modo, la pregunta por el “qué va dentro de la fe” nos

conduce simplemente a enumerar situaciones catalogadas bajo el rubro terapéutico, lo cual podría

no aportar demasiado al momento de concebir una explicación plausible sobre lo visto en la

Fundación. Demos, pues, un paso un más, e indaguemos por el “cómo” de este llenado semántico de

la fe. En esa medida, habría que señalar que en buena medida esta rutinización tiene asidero en el

despliegue estratégico y táctico que efectúan terapeutas y pacientes, quienes, tanteando el terreno de

interacción, interpretan con cierto margen de maniobra los sucesos de cada día y los ajustan a sus

respectivas formas de conciencia (lo que cabría calificar como una sedimentación de su trayectoria

terapéutica). Pero la situación lejos está de quedarse en una mera definición racional y/o razonable

de formas de acción e interpretación, comprendiendo a su vez y de forma entrañable la

exteriorización de sentimientos y emociones. Como ocurre en otros espacios sociales, a través de

ellos cada actor que participa en la red de integración de la Fundación interpreta lo que percibe a su

alrededor y lo que él mismo es y hace allí. En los pacientes el dolor, el anhelo de cambio y la

frustración suelen ser ejemplos de esta emocionalidad base de la interpretación, pero ¿qué decir del

personal terapéutico? Algunos integrantes de este último aluden explícitamente a una especie de

deseo por querer ayudar, un particular impulso por erigirse en salvadores. De hecho, un terapeuta

señalaba lo siguiente:

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126 Dolor, derrota y liberación

Yo creo que es un tema de pasión; a mí esta vaina me apasiona. Yo me levanto pensando en

esta vaina, almuerzo pensando en cómo intervenir, en qué decirle a este paciente, en si él se

está manipulando, y este si está sintiendo, y este sí está movido, en qué pasó en el grupo, en

qué va a pasar en el siguiente grupo. En la universidad yo todo lo que aprendo, todo lo que

absorbo, procuro dirigirlo acá, a lo que yo trabajo. Y yo creo que es un tema como de eso

(Terapeuta B, 2015).

En todo caso, sería pertinente no ver estas adhesiones pasionales (que podrían no necesariamente ser

altruistas) de una manera simplista, muy al estilo de una emocionalidad por virtud de la cual se

arriesga todo y no se espera nada a cambio. Tal expectativa, que para muchos representaría el mejor

signo de una “sana pasión”, puede dar lugar a que imprecisiones sobre lo sentimental-humano

frustren la apreciación crítica del devenir práctico de los actores en la Fundación. Así, pues, podría

ser mucho más productivo ver cómo sentimientos altruistas de este tipo entran en una densa

conflictividad con otra serie de emociones, las cuales incluyen, entre otros, aspectos tales como

sueños de realización personal, preocupaciones por situaciones de corte material (como la necesidad

de obtener ingresos para cubrir los gastos personales y/o familiares) y temores. Una terapeuta, al ser

consultada sobre esta serie de motivaciones, ofrecía un claro ejemplo de esta complejidad de la

pasión del terapeuta por lo que hace:

Pero el propósito detrás de ese ni siquiera era ayudar, y te soy honesta. La idea era que como

habíamos montado una institución para adictos con él, la idea era que yo manejara la parte

científica. Cosa que no se dio porque después pasaron algunas cosas, y yo decido irme y

dejar la institución (…). Y en el recorrido de eso pues pasaron otras tantas cosas, hubo

situaciones muy fuertes en que no tenía ni siquiera con qué comer, y algún día El Director

se me acerca —el director de [la Fundación]— y me dice: "Oiga, china, ¿quisiera usted dar

un testimonio en [la Fundación]?" Y pues estaba sin hacer nada y le dije: "¡listo, de una!"

Un testimonio es venir a contar la historia, pero pues por eso no te pagan, eso es voluntariado.

Y cuando di el testimonio pasó lo mismo que pasaba en grupos: la gente quedó muy tocada,

y la gente quedó muy interesada. Y El Director me mira y me dice: "¡Chévere! ¿Quieres

venir dentro de ocho días nuevamente a hacer otra cosa?" Le dije: "listo", y fui. Cuando

terminé, El Director me dice: "¿te gustaría trabajar acá?" Y yo: "¡pero por Dios, claro!" Es

algo que le agradezco mucho, que, pues, me haya dado esa oportunidad (Terapeuta A, 2015).

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La creencia como principio de recuperación 127

Así como los pacientes proceden a generar conexiones entre sus formas de conciencia y las nociones

terapéuticas sobre la adicción (lo que, amén de una interiorización normativa, implica una

adecuación del propio-ser para la adopción y enriquecimiento del estilo de vida de sobriedad), los

terapeutas hacen otro tanto, aunque procurando estatuir una serie de derroteros de interacción que

den soporte a su proceder como profesionales. El despliegue de uno y otro rol, en tal vía, supone

algo más que representar un papel en este espacio de interacción; se trata en últimas de tener fe, y a

su vez de ayudar a otros a que también la tengan. Tal creencia no opera sobre formas de conciencia

ajenas al diario vivir, sino que más bien sobre estas últimas se sustenta, las toma como ejemplo y las

convierte en indicadores sobre cuán acertadamente se está dando curso al camino de recuperación o

de ayuda al prójimo. Ejemplo de esta situación es la participación de terapeutas con pasado de

adicción en sesiones grupales: o bien rindiendo testimonio sobre su situación o bien trayendo a

cuento pensamientos y experiencias personales surtidas en días previos. Expresiones desinhibidas y

revelación de anécdotas del día a día eran en algunos casos su forma de intervenir allí, maneras de

expresión que solían redundar: 1) en una equiparación entre su posición y la de los pacientes (cuando

menos momentánea), algo que contribuía a fortalecer los lazos de confianza entre unos y otros; y 2)

un rescate y exaltación de esa fase mucho más mundana de los tratamientos, algo que muchas veces

funge como una guía práctica acerca de cómo convertir el discurso terapéutico en una herramienta

al alcance de todo aquel que haga gala de buena voluntad.

Estos espacios de relativa distensión, orientados a la verbalización sobre la situación personal en

torno a la adicción y marcados por ese cierto grado de equiparación de los distintos participantes,

eran los preferidos por Francisco. Para sus adentros se preguntaba: “¿por qué el resto de lo que pasa

en la casa no puede ser así?” Allí entendía qué trataban de decirle los demás sobre su adicción, e

incluso adquiría la sensación de que sí podía encarar su problemática. Terminaba, pues, por descubrir

que los terapeutas, esos a quienes respetaba y a veces temía, también sentían, también sufrían.

Individuos que de lo humano extraen consideraciones netamente humanas, no se trataba de

profesionales que simplemente guardaran distancia de lo sucedido con sus pacientes, como sí de

seres que luchan a diario por hallar un sentido a las historias de consumo de estos a la luz de sus

propios referentes de vida. Así los veía Francisco en estas ocasiones sociales, y era así como podía

por fin identificarse con ellos. Con su propia cognición podía tejer el camino de su recuperación y,

en esa medida, dejar a un lado las razones para desistir de su tratamiento.

Pero creer supone muchas veces que no solo se acoja el discurso, sino que a su vez el mismo se

convierta en corporeidad. En cierta oportunidad una paciente fue cuestionada por cuenta de su

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128 Dolor, derrota y liberación

pretendida “no creencia en el tratamiento”. Con acento más bien timorato trataba de negarlo, lo cual

no bastó para evitar que se le endilgara el hecho de no dar muestras de estar convencida de su estadía

en la Fundación. Su juventud, su rápido avance en el consumo —“parece una aspiradora”, se le

dice— y el futuro que podría depararle ese camino fueron elementos que se le enrostraron sin

contemplaciones. Había algo que ella no reflejaba, una circunstancia que tal vez escapaba a lo que

podía captar, uno “no sé qué” que para los terapeutas era sinónimo de escepticismo. Hasta cierto

punto era su caso colindante con el de Francisco: una y otro no sabían qué esperaban los terapeutas

de ellos; y, lo que es más, ignoraban qué era lo que debían o no hacer para seguir un adecuado

tratamiento. ¿De qué se trataba? ¿No hacían todo lo que les era indicado? Resultaba frustrante para

ellos el ver que otros pacientes avanzaban más fácilmente, y no podían menos que mortificarse al

ver que inclusive algunos de aquellos que otrora se mostraran renuentes terminaban por ceder y

convertirse en adictos “modelo”. Estos últimos, adquiriendo conciencia sobre su transformación,

manifestaban agradecimiento por haber arribado al entorno terapéutico, particularmente

complacencia, al tiempo que daban la impresión de proyectar con su imagen corporal esa peculiar

“iluminación” que ahora los congraciaba. Los terapeutas ya no se detenían demasiado con ellos, era

como si dieran a entender que allí el trabajo ya casi estaba listo. Entra, pues, en escena la tendencia

homogeneizadora del orden en la casa, pero esta vez en relación con la actitud que cada quien debe

desplegar respecto a la creencia en la recuperación. Francisco veía que los pacientes “modelo”

optaban por recriminarse a sí mismos, y aunque él hacía otro tanto su terapeuta de cabecera le daba

a entender que no era sincero. Le había sido asignado el cargo de coordinador a fin de que adquiriera

una nueva visión sobre su estado, pero, salvo los sucesivos “dolores de cabeza” derivados del

cuidado de las funciones y el orden de la casa, no hallaba una respuesta. No era el único con ese

problema, así lo sabía. La paciente anteriormente mencionada y Emilce, una recién llegada, parecían

estar en la misma situación. No obstante, su obstinación lo llevaba a no consultar a los demás,

prefería seguir esforzándose por su cuenta, ya que, en su sentir, nadie distinto a sí mismo podría

ayudarle.

Para Francisco estas manifestaciones de redención no pasaban de ser gestos hipócritas, y de hecho

consideraba que sencillamente se trataba de formas de ocultar tras la imagen de pacientes “modelo”

su “verdadero” ser como adictos. Con todo, y sin negar que otros solían inclinarse a pensar de manera

similar, convendría ver que en muchos casos tales manifestaciones de afectación emocional

evidencian que se ha surtido un cambio en los pacientes que las exteriorizan. Las lágrimas vertidas

bien podían ser catalogadas como sinceras; eran signo de impotencia, tal vez el vestigio de ya no

poder exteriorizar los sentimientos de la manera como en otro momento se pudiera pensar que era la

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La creencia como principio de recuperación 129

“natural”. Los canales de comunicación han sido trastornados; en el fondo puede que todos los

internos sospechen que, para bien o para mal, ya no son los mismos que cuando recién ingresaron.

Ellos ahora tienen un nuevo horizonte de vida, y al él se aferran como lo único que les queda. Hablan

de enfrentarse a la vida, de aceptar el dolor y de disfrutar cada instante. Con seguridad afirman qué

significa para ellos “estar bien”, y dentro de ello incluyen aspectos tales como contar con un buen

trabajo, disfrutar de buenas relaciones familiares, sostener relaciones sentimentales estables, etc.

Pareciera a veces que la unidad grupal los empuja a seguir adelante, que esa sensación de hermandad,

sustentada justamente sobre esa creencia compartida, les da pie para no desfallecer. Algunos se

inclinan por exaltar esta unidad y reforzarla, pero al instante son recibidos por una paradójica

exigencia: cada quien debe preocuparse por sí mismo. Se trata de una creencia compleja, que funde

a los pacientes en una especie de conciencia colectiva (Durkheim, 1967) y a la vez propicia una

suerte de individualización de la responsabilidad. Los que se muestran escépticos son aislados sin

remedio, y a los que exceden un límite tácito de fraternidad terminan por ser aleccionados por sus

compañeros con comentarios del tipo “usted preocúpese por su propio proceso”. En el fondo una

cierta templanza marca los ritmos de esta creencia colectiva, jugando a un mismo tiempo con

individuación y fraternidad.

Esto no es algo propiciado exclusivamente por los terapeutas —al menos no directamente—. Allí

ciertos pacientes intervienen como líderes de la creencia en el tratamiento. Con la recuperación de

un deber ser para de la casa juegan a fijar un universal de comportamiento y moralidad,

constituyendo su accionar la puesta en marcha de un mecanismo que pone en entredicho la postura

del otro y legitima la personal. Entre iguales, y desempeñando implícitamente el papel de intérpretes

oficiales de los designios del equipo terapéutico, acuerdan lo que ha de ser la justicia en la casa

(Nietzsche, 1948): a un tiempo establecen el orden que ha de regir la fraternidad de adictos en la

Fundación y los contornos de aquello en lo que han de creer. Con sus bromas, con sus réplicas a los

comentarios de los demás y con las apreciaciones que ellos mismos efectúan van orientado la opinión

de algunos de los que los rodean. Se convierten sin pensarlo en guardianes, no solo de las normas de

la casa, sino de la misma fe. Participan sin empacho en la confrontación de los “disidentes”, con sus

opiniones con tono de sarcasmo ridiculizan las posturas diferentes. Para ellos, y en lo sucesivo para

todos los que se asuman como adictos “modelo”, “en todas partes el problema es el mismo”, por lo

que solo queda abanderar una homogenización de la creencia (la correcta), y a la postre emprender

(como colectividad y en la individualidad) una re significación de la vida para que se adecúe a la

“férula” terapéutica. Ante ello muchas veces ni las más férreas resistencias quedan inalteradas,

cediendo a la presión de ser diferentes en este espacio, terminando por admitir su falibilidad y

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130 Dolor, derrota y liberación

sufriendo cambios intempestivos en su postura. Los pacientes que han sido convencidos, si bien

admiten que el mensaje en que no creían sigue siendo el mismo, señalan que la manera como les fue

transmitido terminó por conmoverlos, por hacerles evidente su vulnerabilidad. Sin más remedio, y

sin alternativas a la vista, empiezan a ver el conjunto de su existencia a la luz de la creencia; a ella

se entregan, la asumen en lo sucesivo como su apoyo para sostener en lo sucesivo el estilo de vida

de abstención. “¿De qué le queda pegarse?”, preguntó un terapeuta a Francisco en medio de una

sesión colectiva. Él, al cabo de una ligera dubitación, respondió dirigiendo tímidamente la mirada al

cénit. Parecía la rendición ante una idea que, si bien inculcada desde su misma infancia, a esta altura

todavía le resultaba confusa. El terapeuta, maximizando el esplendor de su gesta, se arrodilla y

extiende las manos en señal de alabanza. Indicación en últimas de que el escepticismo nada puede

en su situación. ¿Qué mejor indicativo que este para poner de presente lo relevante que es en este

espacio la entrega a la fe?

Las interacciones cotidianas en el internamiento conducen a anclar las individualidades en este

entramado comunitario, pero son las sesiones grupales las que permiten ver con mejor detalle esta

orientación de las opiniones hacia el sentido de la recuperación. Desde pequeñas conformaciones

hasta aquellas que aglutinan a toda la población de pacientes de la casa, cada una se enfoca hacia la

verbalización en la forma de un “compartir”, manteniéndose vigente en todo momento la posibilidad

de que interpretaciones sobre lo narrado se hagan: por los terapeutas, por los compañeros y

compañeras, por el mismo interpelado. Salvo las reuniones de A-A y N-A16, en todas las sesiones

grupales se remarca la diferenciación entre terapeutas y pacientes, situación que de entrada perfila

la expectativa de acción de cada quien en estos espacios. Y aunque el proceder aquí pueda al

principio dar la impresión de ser una elaboración discursiva con alcance generalizador, el ver que

cada quien deba hablar allí desde su propia experiencia no puede menos que generar dudas acerca

del alcance que la tendencia homogeneizadora puede tener —ilustrativo al respecto es que los

pacientes, para tener voz en estos espacios, deban empezar por decir su nombre y aludir a su

condición de adicto—. Se auspicia así el que los pacientes se sientan como comunidad, que la unión

los ayude a vencer los temores derivados del afrontamiento de la recuperación, pero cada quien,

como se señaló previamente, “preocúpese por su propio proceso”. Esto bien puede dar lugar a pensar

que el planteamiento sobre una unificación de sentido dentro de la Fundación no tiene mayor

sustento, así que conviene que nos detengamos un momento en ello.

16 Respectivamente: Alcohólicos Anónimos y Narcóticos Anónimos.

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La creencia como principio de recuperación 131

Habría que empezar por señalar que en la Fundación los discursos (o “el mensaje”, poniéndolo en la

“gramática” de la recuperación) distan de tener una acogida por sí mismos, dependiendo para su fluir

interpersonal del empleo de estrategias de difusión que los lleven efectivamente a insertarse como

duda y enseñanza en el pensamiento de cada paciente. Aquí resulta, pues, necesario detenerse a

revisar ese histrionismo tan particular de cada terapeuta, el cual, antes que ser mero apéndice de la

transmisión de una “verdad”, interviene íntimamente en el delineamiento de esa verdad. Variación

en los tonos de voz según el objetivo que se persigue en la sesión, empleo de preguntas sucesivas y

en apariencia netamente casuales, cambios de postura y juego con las miradas, cada una de estas

técnicas es usada para sumir al interpelado en el discurso, lo cual da paso a una suerte composición

lingüística que, empezando con el suave ritmo de un adagio, y preparando el terreno a través de las

preguntas efectuadas, intempestivamente pasa a un allegro, instante en el cual el terapeuta toma la

palabra, realiza una reinterpretación de lo dicho por el paciente y transmite el mensaje de

recuperación de la jornada; con matiz particular al versar sobre la situación del interpelado, pero

erigido con toda la intención para que sea a su vez ejemplarizante para el resto. Se trata, en suma, de

un encadenamiento dialógico que, por ministerio de la técnica discursiva, trastoca al instante lo

universal y lo individual en particulares, pero en todo momento apuntando a volver a lo universal.

El ritmo discursivo varía según el tipo de sesión y el o los terapeutas que estén a cargo, pero casi

siempre adopta este esquema de interpretación y reinterpretación. Pero no solo es un histrionismo

de parte de los terapeutas el que marca la pauta, sino que a su vez la construcción del mensaje estriba

en la forma que adquiere allí el desempeño de los pacientes. Al cabo de una semana Francisco ya

tenía un trato más fluido con Emilce, siendo así que previo al inicio de ciertas sesiones bromeaba

con ella diciendo: “¡hoy va a estar bueno! ¡Te vas a asustar!” ¿Eran acaso sus palabras, así como

toda la serie de comentarios jocosos efectuados por otros pacientes previo al inicio de la sesión, un

mecanismo para amortiguar la ansiedad y el temor que a esta altura posiblemente les invade? En

cierto modo puede que sí, aunque también podrían sus manifestaciones ser tomadas como

indicadores del cambio de disposición que operaba en ellos y que, como en efecto cabía observar en

los grupos, marcaba los matices de su actuación en dicho espacio. Este hieratismo propio de los

grupos podría dar pie para concebir los mismos como rituales, pero ante sería preciso aclarar que,

más que una separación entre esferas sagradas y profanas, la asunción de determinadas actitudes gira

en torno a cómo se construye el mensaje en cada sesión colectiva. Los pacientes no solo necesitan

de esta disposición formal, sino que a su vez dependen del hecho de contar con cierto grado de

confianza que les permita hablar allí sin temor a ser juzgados. Y es que, por un lado, son aspectos de

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132 Dolor, derrota y liberación

su vida íntima los que eventualmente saldrán a la luz, razón por la cual el pensar que lo dicho allí va

a gozar de un alto grado de confidencialidad es vital para que se animen a ser parte de esta situación;

y, por el otro, esa confianza debe pesar a su vez sobre el hecho de que los demás (terapeutas y

pacientes) están preparados para escucharlos, para no burlarse de ellos, para brindarle a su narración

un abordaje terapéutico.

Ahora bien, y volviendo a las inquietudes que Francisco no lograba resolver sobre el abordaje

terapéutico de la adicción, es menester precisar que posiblemente él mismo no era consciente acerca

del cambio que cada sesión de este tipo producía en él. Si bien las actividades de la casa giraban en

torno a la creencia en el mensaje terapéutico, y este a su vez adquiría una caligrafía universalizante

que a veces le daba el aura de saber absoluto, todo ello no resultaba ajeno a esa cotidianidad

discursiva que dicho paciente reclamaba para facilitarle la comprensión sobre lo que son los

tratamientos. Para entender un poco mejor esta situación podemos apuntar a ver el mensaje como un

discurso que, antes que prístino y definido en sus contornos, constituye un relato inacabado y tejido

a varias manos, lo cual habría de permitirnos identificar momentos específicos en su producción y

distribución. En este orden de ideas, partamos de la relación terapeuta-paciente, e inscribámosla

como una del tipo analizante-autor y analista-lector. Encontraríamos que el primero entra a transferir

al segundo una abigarrada y casi inextricable secuencia de eventos, pensamientos y emociones, en

tanto el segundo apunta a efectuar un ejercicio de interpretación encaminado a dilucidar un doble

matiz semántico que subyace a lo expresado por el primero (Beuchot, Blanco, & Sierra, 2011). De

esta manera, y en consonancia con lo que podría expresar Paul Ricoeur (2012) en relación con el

psicoanálisis, de lo que se trataría es de ver que el sentido primario y manifiesto de lo narrado por el

paciente, antes que encerrado en su inmediatez, apunta hacia un “algo”, en últimas a una estructura

intencional de segundo grado que el terapeuta debe tratar de elucidar. Este último, entonces, efectúa

respecto de la situación del paciente una labor de interpretación dentro del marco del tratamiento

(interpretación entendida como identificación de la doble estructura de sentido), cuyo primer

objetivo ha de consistir en la proyección de un relato que articule sintagmáticamente lo expresado

por el paciente, que vincule los acontecimientos a partir de los saberes de base (científicos) y que

pueda a la postre convertirse en una herramienta que encauce la recuperación. Ahora bien, esta fase

de construcción del relato por parte del profesional, que supone el avance de la episteme en el

entendimiento de la doxa para alcanzar una solución, sigue una secuencia de triple mimesis (Ricoeur,

2004):

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La creencia como principio de recuperación 133

En la mimesis I (instancia prefigurada) el profesional debe efectuar una suerte de pre-comprensión

del mundo de la acción del paciente, algo relativo a la identificación de la estructura de conceptos,

las mediaciones simbólicas y la intratemporalidad de su ser-y-estar-el-mundo, y a la cual solo se

accede a través del relato que este último efectúa sobre su historia de vida (lo cual tiene lugar tanto

en las sesiones grupales como en el desarrollo de talleres personales en torno a la construcción de

una historia de vida). Este orden paradigmático de elementos, cuan variopinto y polisémico pueda

resultar, es sometido a un orden discursivo terapéutico en la mimesis II, instancia en la cual el

profesional articula los elementos identificados en el acercamiento al paciente (es decir, lo

prefigurado) a través de la conformación de una estructura diacrónica denominada trama. En otras

palabras, el profesional no hace otra cosa que construir una ficción, ordenada en sus aspectos

estructural, simbólico y temporal, partiendo tanto del conjunto de acontecimientos expresados por el

paciente (en las sesiones grupales y en los talleres) como de los saberes que estarían en posibilidad

de facilitar la comprensión y posterior explicación del fenómeno adictivo. Por último, y

considerando que la finalidad del tratamiento radica en la construcción de un camino de

recuperación, encontraríamos el desarrollo de la mimesis III, refiguración que actúa como

transmisión de la ficción del profesional hacia el paciente, o, si se quiere, como la lectura que este

último hace sobre las apreciaciones terapéuticas respecto de su caso. Esta transmisión de profesional

a paciente fungiría, en esos términos, como el avance hacia la identificación de un patrón de acción

que el segundo debe seguir para poder frenar el consumo de la sustancia psicoactiva (o de la práctica

adictiva).

La creencia aparece entonces como una trama construida por paciente y terapeuta, pero que apareja

una serie de singularidades que no es del caso soslayar. Así, pues, esta secuencia de triple mimesis

(que en materia de estética comporta lo concerniente a la imitación de la naturaleza y la superación

de la mera representación), concebida por el autor Paul Ricoeur para explicar la manera como son

construidos los relatos históricos, no sería del todo útil si se la viera exclusivamente como una

especie de agotamiento ordenado e irreversible de pasos. Ciertamente se parte de lo que el paciente

narra acerca de sí mismo, pero a tal instancia prefigurada se puede volver una y otra vez, e incluso

no necesariamente a cada narración sigue una estructuración discursiva por parte del terapeuta. La

secuencia en realidad es más sutil, depende de intercambios discursivos de ida y vuelta, y además

cuenta con la peculiaridad de que al final, y si el internamiento ha redundado en una iniciación

efectiva —que no es lo mismo que una “curación”—, será el paciente quien se encargue de transmitir

a los demás la narración estructurada sobre su problema de adicción —en la forma de testimonio—

. Los terapeutas se reservan para sí la última palabra, y en este entramado de interpretaciones sobre

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134 Dolor, derrota y liberación

un fenómeno con doble significación (se suele decir en la Fundación que “la sustancia no es el

problema”, y en ese sentido su consumo aparecería como síntoma de una problemática mucho más

profunda) ellos juegan a reinterpretar. De otro lado, en esta construcción dialógica de la creencia (en

la forma de trama) no solo paciente (voz de la doxa) y terapeuta (voz de la episteme) intervienen,

sino que a su vez compañeros y compañeras de adicción, otros terapeutas, familiares y personal de

mantenimiento participan en el enriquecimiento de esta definición del camino de la recuperación.

Esto ocurre así dado que el tratamiento, aun cuando incorporando un importante componente

científico, depende en la Fundación de que situaciones de la vida cotidiana sean integradas como

soportes de la recuperación. Así, y como se indicare en su momento, no hay en este espacio lugar a

identificar discontinuidades entre una pretendida esfera terapéutica strictu sensu y todo lo demás,

sino que más bien opera un juego de transversalidades discursivas que atraviesan cada instancia de

la cotidianidad de la casa. ¿Cómo se empieza a creer entonces? Puede que lo visto hasta aquí nos

brinde ya unas pistas sobre lo mundano de esta práctica, pero esperemos a adentrarnos un poco más

en la Fundación para ofrecer una respuesta mucho más sólida.

3.2 Mecanismos y canales: instancias transitorias

Pero mantener la convicción de los pacientes en la creencia no era algo para lo cual bastase con erigir

estos canales colectivos de semantización. Previamente hemos hecho mención de la construcción de

toda una cotidianidad como refuerzo del estilo de vida de abstención, lo cual estriba tanto en la

definición de una rutina colectiva e individual a partir de la estructuración de un orden particular

(esto es: la extensión de la tendencia homogeneizadora) como en la generación de lazos de confianza

entre los distintos miembros de la casa. Pues bien, esto no es algo que simplemente se efectúe a partir

de una suerte de “llenado” de la jornada de pacientes y personal con un sinnúmero de actividades,

sino que más bien plantea una inquietud relativa a la administración del tiempo. Francisco a su

manera también tenía que lidiar con el tedio, el cual en su caso, representado por ese consabido “no

hacer nada”, se convertía en una irrefrenable tendencia a trajinar destructivamente sobre los

recuerdos y las seguridades, llegando muchas veces a caer en un aturdimiento letárgico que con

bastante esfuerzo lograba camuflar como horas de sueño acumuladas. La convergencia de esta

circunstancia con la sensación de ansiedad (por consumir, dicen algunos) llevaba al límite la

capacidad de resistencia de los internos —con intensidad variable de uno a otro caso, sea menester

aclarar—, lo cual, amén de conducirlos a ver cada nuevo minuto de estadía en la casa como una

condena insoportable, amenazaba con romper la relación profesional-paciente y dar a pique con la

creencia en la recuperación. Lo cierto es que tras los bastidores de esta frustración aparece esa

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La creencia como principio de recuperación 135

peculiar noción que cada quien guarda para sí sobre la libertad. En cuanto elemento teleológico y

existencial del estar-siendo de los pacientes, esta especie de sentimiento, en cierto modo inefable,

los lleva a ver en la rutina no convertida en cotidianidad una imposición que no están dispuestos a

tolerar; es como si aquello a lo que accedieran voluntariamente se desprendiera de ese velo de Maya

que lo hacía pasar por una situación de bienestar y protección, y en esa medida tornara en ente amorfo

y espectral que consume sin marcha atrás cada instante de vida, llevando sin admoniciones a los

pacientes por un camino de tranquilo tránsito hacia la muerte.

En esa medida, es de observar que ciertos mecanismos entran en la Fundación a paliar esta sensación

de tedio, resultando en cierto modo bastante útiles en la restauración para cada paciente de la

sensación de dominio-sobre-la-situación. En primer lugar hay que hacer mención del consumo de

cigarrillos, el cual, más que un mero acto individual de satisfacción de una necesidad corporal o de

un capricho, amerita ser visto a la luz del conjunto semántico cobijado bajo la enseña “relajación”.

La Fundación no lo prohibía, aunque sí regulaba lo concerniente a su acceso y consumo. A cierta

hora del día el personal de enfermería se encargaba de distribuir entre los pacientes un número

determinado de cigarrillos, los cuales básicamente eran aportados o bien por los familiares de estos

o bien por los mismos pacientes previo a su internamiento. Se observaba, pues, que sin existir un

régimen taxativamente establecido acerca del consumo de tabaco en la casa, sí que imperaba toda

una serie de normas que entraban a regir su práctica. Ilustrativo al respecto fue que en cierta ocasión

la madre de un paciente, habiendo acudido a la Fundación para hacer una consulta a una trabajadora

social, aprovechó para saludar su hijo y llevarle algunos elementos para su cuidado personal. Al

recibir la enfermera dichos elementos le preguntó a la mujer sobre la cantidad de cigarrillos que

podían ser suministrados por día al paciente en cuestión, con lo que, al cabo de dirigirle una mirada

entornada a este, con voz de arrullo la madre accedió a aumentar la cifra de tres a cinco al paso que

indicaba: “más no se puede, mi amor”. Familiares y pacientes suelen coincidir en la apreciación de

esto como una suerte de “relajamiento” para el paciente, pero cabe preguntar si no se trata de algo

más. Así, pues, y dejando temporalmente de lado los efectos que esta sustancia produce en el

organismo de los fumadores, podríamos aventurarnos a ver la práctica en torno al tabaco como una

especie de construcción de espacios de “privacidad visible” en medio de la jornada, muy al estilo de

una epojé respecto a los ritmos terapéuticos surtidos en la casa. Solo o acompañado, cada vez que

un paciente enciende un cigarrillo parece predisponerse para disfrutar de un momento para sí mismo,

a veces aderezado con ese especial agrado que produce el hecho de sostener conversaciones con las

personas del entorno inmediato. Con todo, esto no puede ser tenido como un aislamiento irrestricto

entre franjas espacio-temporales cobijadas por la Fundación, sino más bien como una restructuración

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136 Dolor, derrota y liberación

de las relaciones de unidad y autonomía existentes entre el paciente en cuestión y las demás personas

a su alrededor. En sentido estricto, fumar no pone en suspenso la posibilidad de generar

interacciones, y de hecho en muchos casos produce el efecto contrario (por ejemplo, otros pacientes,

al ver a alguien fumando, podrían querer acercársele para “pedirle un plon” y conversar; y a la vez

los terapeutas y el personal de enfermería pueden tomar tal acción como un indicador de que se están

descuidando determinadas tareas, y por tanto puede que efectúen llamados de atención). La

sensación de distanciamiento parece entonces estribar exclusivamente en la psique del “fumador”,

pero un psicologismo así planteado, antes que ilustrativo, no hace otra cosa que dejar sumida la

cuestión tras un manto de incertidumbre.

Para salir de este callejón sin salida podríamos plantear una pregunta del siguiente tenor: ¿por qué

el consumo del cigarrillo no es explícitamente postulado en la Fundación como una más de las

herramientas de recuperación? De hecho, ¿es postulado cuando menos de forma implícita? La

respuesta que se obtendría al respecto sería negativa, e incluso no está de más indicar que muchos

de los que pasaron por tratamientos para las adiciones han procurado a su vez dejar de fumar

argumentando que ello “no es bueno para la salud”. Con todo, esto permite revelar algo más, y es el

hecho de que hablar de una “integralidad” del tratamiento (es decir: que abarque cada instancia de

la cotidianidad) no es tan simple como decir que todo lo que ocurre dentro de las fronteras de la

Fundación es funcional a la recuperación (y en últimas al fortalecimiento de la creencia). El consumo

de cigarrillo, oscilando entre lo prohibido y lo permitido, particularmente entre la recuperación y la

búsqueda de placebos, pone de presente una especie de templanza que orienta el comportamiento de

cada quien dentro del estilo de vida de abstención, en concreto: los contornos de esa ética que le da

razón de ser. “La adicción es algo para toda la vida”, afirman los terapeutas y los pacientes más

conspicuos; es algo ante lo cual se debe estar alerta, con lo que hay que lidiar de continuo, que no

admite salidas en falso. “No sabemos parar”; “un trago [o una cierta porción de la sustancia preferida

por el adicto] es demasiado, y mil no son suficientes”; “somos impotentes ante nuestra adicción”.

Estas y otras frases son recordatorios que personas en condición de adicción se hacen a diario,

revelación para ellos de la necesidad de no ceder en lo más mínimo al impulso por consumir. El

deseo sigue allí, y en momentos de crisis tiende a hacerse más intenso; no es su negación lo

propulsado por los terapeutas, como sí su control a través del fortalecimiento de su creencia. El

cigarrillo, pues, más que ser una forma de crear escisiones espacio-temporales con relación al

esquema terapéutico o un medio de alcanzar un estado de “relajación” (lo cual ciertamente ocurre),

constituye un instrumento con el cual se hace más llevadero el control del impulso de consumo. Pero

la cuestión, según se indica por pacientes y terapeutas, no reside en una suerte de remplazo de una

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La creencia como principio de recuperación 137

sustancia por otra. Vale la pena que volvamos sobre un fragmento citado previamente a fin de ilustrar

este punto.

Después de eso siento más enojo porque me tengo que montar a Transmilenio, que es una

mierda, que vive lleno ese hijueputa, y yo soy tan cabrón que no me gusta irme parado,

entonces me toca esperarme a que venga uno vacío. Pero como yo vengo desde el portal es

sencillo, pero... pues igual es una putería porque es ver mucha gente y me fastidia tanto... o

sea, me fastidia mucho la gente —o sea, mucha gente me fastidia—. Después, cuando me

bajo me fumo un cigarrillo y me siento muy calmado (Paciente D, 2015).

Puede que la ingesta de la sustancia psicoactiva (o de la práctica adictiva) haya sido efectuada por el

adicto como forma de alcanzar un estado de “relajación”, pero no por ello tal acción gozaría de las

mismas características que se atribuyen al consumo de cigarrillo. Sin adentrarnos en indicaciones

del común que establecen una diferenciación tajante entre la aceptación social de la que es

destinatario el segundo y el reproche de que se ha hecho merecedor la primera17, podría ser

interesante ver cómo el consumo de cigarrillos cae en una esfera de interpretación más bien difusa,

la cual, operando sobre el encuentro siempre diverso entre reacciones fisiológicas derivadas de la

ingesta (más o menos susceptibles de ser inscritas dentro de marcos de categorización formuladas

dentro de cánones epistemológicos como los de la neuroquímica, la psicofarmacología, etc.) y

postulados de deber ser, crea seguridades variables en la estructuración de una conciencia práctica.

Aquí no podría hablarse de una suerte de connivencia de los terapeutas, cual si fuera su obligación

“imponer” un régimen más drástico a los pacientes, como sí de la existencia de franjas de transición

en las que no es viable proceder simplemente fijando límites a la conducta. De hecho, se podría hacer

alusión a aquello que Talcott Parsons (1974) define como zonas de interpenetración, entendiendo

que la separación entre el no-consumo y el consumo activo no es meramente un asunto de acción e

inacción, sino que más bien representa una instancia porosa en la que formas simbólicas entran en

contienda constantemente. En muchos casos el adicto en recuperación (y la recuperación, según lo

afirmado, es algo para toda la vida) puede alcanzar una cierta tranquilidad en su día a día asumiendo

los ritmos de una vivencia catalogada como “normal”, pero en el control de sus impulsos se ve

17 Aquí aludir al reproche social puede resultar un tanto difuso, por lo que al menos podríamos empezar por

abordar la cuestión desde el punto de vista de la prohibición estatal frente a la distribución de determinadas

sustancias psicoactivas.

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138 Dolor, derrota y liberación

impelido a fungir como un experto navegador en medio de la incertidumbre. Así las cosas, el

cigarrillo, lejos de ser una “externalidad” del proceso de recuperación, es un fiel reflejo de esa lucha

que el adicto sostiene tras cada amanecer para no recaer; constituye justamente la materialidad de su

creencia, una muestra palmaria sobre la manera como lo trascendental aterriza en la inmanencia de

la cotidianidad18.

A la par de los cigarrillos, conviene hacer mención de la administración de medicamentos por parte

de la Fundación. La sensación de ansiedad (uno más entre los síntomas que acompañan el síndrome

de abstinencia), como ya lo comentaba en su momento Emilie Gomart (2002), no puede en muchos

casos manejarse simplemente a través de una puesta en escena discursiva, sino que a su vez demanda

una repuesta psicofarmacológica. La cuestión resulta bastante compleja en relación con la adicción

frente a sustancias como la heroína, caso en el cual se suele apelar a sustancias opiáceas como la

metadona que, si no se tiene cuidado, pueden derivar en una nueva dependencia. Ilustrativo era el

caso de un paciente al que, recibiendo rutinariamente una cantidad controlada de dicho fármaco, se

le fue reduciendo la dosificación (algo que se estila como la vía estándar de morigeración de los

síntomas del síndrome de abstinencia). Tal circunstancia incidió en que su ansiedad fuera en

aumento, lo cual derivó en su caso en un mayor consumo de alimento. El suceso deparó respuestas

negativas de parte de algunos de sus compañeros, quienes, ignorando lo que sucedía, se aventuraron

a tildarlo como egoísta. Allí su terapeuta de cabecera intervino, pero más que proceder a explicar a

los internos lo que estaba sucediendo, hizo hablar ante estos al paciente mismo, conminándolo de

continuo a que se explayara sobre lo que estaba pensando y sintiendo. Por un momento todos

parecieron ponerse en la posición de él, quedando en el ambiente la sensación de que lo acontecido,

más que un malentendido, debía aparecer como una enseñanza sobre comprensión y solidaridad que

era preciso acoger. Medicamentos y cigarrillo operan entonces como instrumentos de ayudan en la

conducción de una cotidianidad de abstención; y aunque unos y otro parecieran ocupar distintas

esquinas del tratamiento (los primeros como herramienta socialmente aceptada de intervención

terapéutica, el segundo gravitando en la esfera de indefinición comentada), ambos están destinados

a ceder su lugar a la interiorización de la ética de abstención (al menos a ello se suele apuntar). Así,

y al menos en principio, se procura por parte de los terapeutas que esa noción de libertad de la cual

algunos pacientes hacen gala, y que —señalábamos— puede intervenir en el quiebre de la creencia

18 De hecho, tal vez podría tomarse esto como punto de referencia para entender cómo el tabaco adquiere en

ocasiones tan importante valor en la casa.

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La creencia como principio de recuperación 139

en la recuperación, ceda su lugar aquella que va siendo tejida a lo largo del tratamiento. En este caso,

el hacerse libre significaría abocar una paulatina desnaturalización de la sustancia —y aquí cabe

englobar tanto la que es objeto de la adicción como los medicamentos y el cigarrillo—, algo que, en

últimas, supone quitarle su aura de “placentera por sí misma”, revelarla como uno más de los

significantes de lo que se vale esa particular cosificación del placer que confisca la libertad (Carmona

P., 1995).

Francisco, comparándose con los demás, consideraba que fumaba con moderación. De igual modo,

se sentía afortunado de no tener que consumir medicamentos, lo cual tomaba como un avance dentro

del que a su juicio era un “proceso sin pies ni cabeza”. En realidad, le preocupaba más bien lo que

acontecía en los grupos, ya que le parecía que allí podía encontrar las respuestas que buscaba. Era

así como no tenía reparos en levantarse temprano en la mañana y acudir a esas particulares sesiones

de las 6:30 am, en las que podía escuchar lo dicho por pacientes en soporte y demás visitantes, y con

los que adicionalmente procuraba sostener conversación. Su devoción por este espacio parecía no

tener medida, e incluso era resaltada por algunos de sus compañeros y compañeras, quienes en

algunos casos se aventuraban a bromear a su costa tildándolo de “fanático”. Era interesante verlo

hablar con Emilce sobre la emoción que le generaba el estar allí y poder compartir con los demás lo

que sentía, y lo era aún más el reparar en la expresión de sorpresa que ella no podía evitar hacer cada

vez que Francisco le hablaba con esa peculiar afectación. Esta sesión era la de Alcohólicos y

Narcóticos Anónimos, y a ella debían acudir de forma obligatoria los pacientes en internamiento,

por recomendación los que se encontraban en soporte y por voluntad propia todo aquel que deseare

asistir. Algunos parecían gozar de esa misma emotividad de Francisco por estar reunidos, otros, en

cambio, a veces no lograban articularse del todo al ambiente colectivo. Sobre el particular un

paciente señalaba que:

Desde que llegué al grupo como que no ponía cuidado, y decía: "¡mierda!, tengo que poner

cuidado, voy a dejar de salir a fumar tanto". Entonces ya no salía a fumar tanto, ya escuchaba

un poquito más. Solamente salgo por ahí una o dos veces a fumar. Antes salía todo el tiempo,

o si no ni siquiera ponía cuidado, sino que estaba afuera fumando o hablando mierda. Pero

le he cambiado mucho a eso. Intento que si estoy sentado es escuchando, no es sentado ahí

como: "¡marica, qué pereza estar acá!". No, sino haciendo la tarea, porque si no hago la tarea

nadie va a hacer la tarea por mí. La recuperación es personal e intransferible, entonces me

toca cuidar mi recuperación porque nadie más me la va a cuidar (Paciente D, 2015).

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140 Dolor, derrota y liberación

Pero con exactitud, ¿en qué consiste esta reunión de las mañanas? La sesión es inaugurada con la

oración de la serenidad, recitación que da paso a la instalación de una comunidad de conciencia

colectiva: entran individuos con sus respectivas problemáticas personales, oran y pasan a formar

parte de la unidad social allí erigida. La sesión prosigue con la lectura de una serie de fragmentos

predeterminados, los cuales, amén de “rememorar” ciertos aspectos que hacen parte de la “filosofía”

de la terapéutica de adicciones, sirven para inspirar a los intervinientes. Alguien se encarga de

coordinar esta ocasión social —asignando turnos, velando por el cuidado del tiempo, llevando la

asistencia—, mientras dos personas se ponen en la tarea de distribuir café entre los asistentes. Cada

quien se presenta diciendo su nombre y reconociéndose como adicto, sucediendo que la participación

de algunos de ellos es recibida con aplausos y vítores, en tanto que la de los demás apenas si inspira

un frío saludo entre el público. Una bolsa es puesta a circular a fin de recoger fondos para sufragar

la sucesiva realización de sesiones; hasta este punto no hay mayores diferencias con lo que se pudiera

ver en un culto religioso. Se pide la palabra para comentar aspectos personales sobre la experiencia

en torno a la abstención, particularmente cómo en los distintos escenarios del diario vivir se ha hecho

frente al impulso por consumir. En ocasiones los relatos revelan tristeza, por momentos frustración,

y eventualmente aparecen como una petición velada de ayuda respecto de algo que los desborda.

Para cada sesión se fija un tema, el cual en principio debería ser tenido presente por los intervinientes;

pero por lo general no ocurre así, siendo excepciones a ello la participación de los terapeutas que de

vez en cuando acuden. En todo caso, hay que aclarar que el espacio A-A – N-A no supone una suerte

de elegía colectiva ni mucho menos. Allí la risa, la esperanza y la alegría también tienen lugar, y en

muchos casos da pie para que la devoción entre en escena. Y es que si bien buena parte de la rutina

del internamiento es presentada como instancia de construcción personal y colectiva del estilo de

vida encaminado a la recuperación, son las reuniones terapéuticas (los grupos) las que entre los

miembros de la casa concitan esa peculiar sensación de estar integrando una comunidad de sentido

en torno a la problemática de la adicción. Háblese de la “carpa” o del SUM, el solo hecho de hacer

llamados para efectuar encuentros de este tipo ya detona en cada paciente una sensación específica.

No es de las mismas condiciones que el lugar de interacción entre el paciente y su terapeuta de

cabecera, ni mucho menos constituye una zona de encuentro irrelevante (si es que este término puede

ser aplicado en un escenario en el que casi todo es problematizado). En realidad, se trata del espacio

en el que cada quien puede quedar expuesto ante los demás; es el lugar de aprendizaje, una zona de

confrontación y refuerzo colectivo, sitio en el que las disidencias pasan a quedar aparentemente en

entredicho al ser puestas frente a frente con la semántica de la recuperación institucionalizada en la

Fundación. Algunas voces que expresan tedio se escuchan allí ocasionalmente, otras más denotan

temor e incertidumbre ante esta publificación de lo privado, pero todas coinciden (implícita o

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La creencia como principio de recuperación 141

tácitamente) en aceptar que el estar allí, reunidos junto con los terapeutas, constituye el acto por

excelencia de construcción de esa creencia que ha de conducirlos a encaminar su vida por la senda

de la abstención.

A veces Francisco se sentía un poco decepcionado al ver que sus compañeros no imprimían la misma

energía que él a los grupos, e incluso les endilgaba el hecho de proceder “mansamente” únicamente

cuando los terapeutas más “serios” eran los encargados de liderar las sesiones. Estos últimos,

conocidos por los pacientes por el hecho de saber uniformizar las colectividades, gozaban

ciertamente de experiencia suficiente para manejar los grupos, por lo que valdría la pena dedicar

algunas palabras para retratar algunas de sus técnicas retóricas. En las sesiones suelen empezar por

preguntar a ciertos pacientes, uno tras otro, cómo se encuentran, y a través de sucesivos interrogantes

ir conduciéndolos a verbalizar sobre determinados aspectos. Trátese de identificar problemáticas

individuales o de enrostrar entuertos de convivencia, de a pocos un mensaje homogeneizador va

siendo constituido como conclusión del encuentro, convirtiéndose el discurso en una especie de

llamado de atención que a la vez funge como enseñanza. Algunos de los interpelados responden

haciendo mención a situaciones que caen dentro de lo que en la Fundación podría concebirse como

lo “ortodoxo” —o, en otras palabras, consecuente con la semántica de la recuperación—, y en

consecuencia no son interrogados más allá de la pregunta inicial: “¿cómo estás?”. Con otros, incluso

a pesar de que llegaren a responder lo que se estila como adecuado en este espacio, son llevados al

límite, sometiéndoles a una suerte de “desnudamiento” existencial sobre el cual los terapeutas

construyen la enseñanza con la que concluyen la sesión. Así, y de manera paulatina, van expresando

el punto; homogenizan el grupo, separan disidentes, generan uniformidad. En esta labor intervienen

a su vez determinados pacientes, quienes, cual si hubieran sido encargados para ello, a punta de

réplicas van gestando un efecto normalizador entre la comunidad de pacientes. Francisco era uno de

esos pacientes “colaboradores”; veía tal accionar como algo apenas natural —si bien el mensaje de

recuperación aún se le resistía a su comprensión—. Cual si se tratare de Javert, el personaje de Los

miserables, su signo era una notoria obediencia de la norma sin una plena identificación de un

horizonte teleológico más allá del mismo cumplimiento. Era el perfecto coordinador de la casa, pero

tal vez uno de los pacientes con las dudas más profundas y ocultas. A los llamados secos e inapelables

a reunión respondía al instante, azuzaba a compañeras y compañeros a congregarse en el recinto,

controlaba incluso los murmullos que avizoraban el inicio de la terapia. Al profesional que se

acercaba a “corroborar” el estado del auditorio le rendía informe sobre los congregados y los

faltantes, constituía sin duda la mano derecha de los terapeutas a la hora de traducir a los pacientes

las determinaciones del equipo terapéutico. “Acatando sin cuestionar”, Emilce y otros tendían a ver

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142 Dolor, derrota y liberación

a Francisco de esa manera, preguntándose algunos sin con ello no hacía otra cosa que ocultar su

abismal incredulidad respecto del programa de recuperación.

Sea como fuere, es de destacar el que estos espacios grupales tienden justamente a convertirse en

algo muy preciado para ciertos pacientes. Al cabo de proceder con cierto recelo durante su etapa de

internamiento, en el soporte revelan complacencia con el hecho de compartir sus pensamientos y

vivencias, resultando llamativo su empeño por acudir con puntualidad a cada una de estas sesiones.

Era interesante escuchar a un paciente que comentaba lo siguiente.

Este es el único lugar que nos va a salvar la vida. Los grupos, cada grupo... cada grupo es un

pequeño paso, cada grupo suma, cada grupo le brinda a usted algo; desde que usted lo sepa

usar y lo sienta. Si usted va allá a calentar un puesto nomás, hermano, mejor ni entre, ¿sí?

Pero todo es importante, aparte que es gente profesional, terapeutas que son ex adictos, ¿sí?,

y que usted se ha sentado frente a ellos... con una persona que lleva cinco años [de

abstención], entonces usted se da cuenta que: "¡juepucha, oiga este man tiene cinco años

limpio, hermano, entonces sí se puede. Mire, ese man está hablando acá..." El trabajo en la

carpa es muy importante, (…) usted deja todo (Paciente C, 2015).

En algunos casos estos personajes se convierten en ejemplos a seguir para los que recién comienzan

su camino de recuperación, casi como si su “testimonio” pasara a ser un factor de contagio de la

esperanza de poder seguir un estilo de vida de sobriedad. Así las cosas, el espacio, que en principio

gozare exclusivamente de la condición de punto de encuentro para el sostenimiento de intercambios

semánticos, se transforma en lugar de configuración de la creencia misma. Al momento de reunirse

los pacientes no aluden por lo general a sus compañeros ni a la actividad, como sí al espacio: “vamos

a carpa”, “vamos a grupo”; un afecto por dicho espacio los lleva a sentirse inspirados, a ver en esta

delimitación espacio-temporal un referente de seguridad inicial para el resto de su cotidianidad. Lo

que van adentrándose en la creencia buscan dar lo mejor de sí para que en la “carpa” o en el “grupo”

el impulso vital alcance una vívida expresión, una especie de fuerza plástica que les infunda valor

cada vez que atraviesan los accesos que marcan la continuidad entre el resto del mundo y la

comunidad de sentido manifiesta en su creencia. Así, aparecen pacientes que, guiados por este

empeño, se abocan a la tarea de brindar a sus espacios de reunión un decorado acorde a las

dimensiones de su esperanza; y opuestos a ellos otros más, tal vez imbuidos por un sentido de

conservación, que destacan el efecto “inspirador” suscitado por un statu quo que prefieren mantener

inalterado. Se erige el espacio en un ente casi sagrado, uno frente al cual cada paciente busca ofrecer

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La creencia como principio de recuperación 143

su mayor entrega y creatividad; la entrega de ofrendas es el principio de materialización de un

horizonte teleológico, lo trascendente adquiere, pues, una imagen plástica que convoca importantes

hálitos de creación.

Esta contienda por el decorado del espacio tuvo ciertamente ocurrencia en la Fundación, y al final

en ella los gestores del cambio fueron quienes lograron la victoria. Del abigarrado entramado de

ilustraciones, dibujos y eslóganes se pasó a un diseño mucho más sobrio, con tonalidades claras que

parecían ser el mejor recordatorio de que este recinto, al igual que los demás rincones de la casa,

tiene una función terapéutica supervisada por el Estado. Francisco, con notoria efusividad, y Emilce,

con pensamientos más bien camuflados a la vista de los demás, coincidían al pensar que este lugar

había perdido algo de eso “inexplicable” que les generaba una sensación de acogimiento; tal vez

romántico, su sentimiento de nostalgia por algo que cambió de la noche a la mañana transfiguraba

la noción misma de lo estético. En efecto, una preocupación por la forma tenía lugar allí, pero que

implicaba algo más que el mero gusto o el conformarse con particulares diseños. Un entrecruce entre

la emocionalidad y lo plástico parecía ser el punto de encuentro de cada uno de los interesados en la

fisonomía de este espacio, circunstancia que en últimas revelaba que todos, con alcance e intensidad

variables, habían alcanzado conexión simbólica con una forma de vivir que representaba su don más

preciado. Algunos podrían apuntar al respecto que no se trata de la forma por la forma misma, pero

lo cierto es que una afirmación de tales características no ayuda precisamente a aclarar la cuestión,

además que reduce lo plástico a mera representación de pretendidos trasfondos reales. Convendría

efectuar un acercamiento distinto, y tal vez en ello nos ayude la siguiente indicación de uno de los

pacientes acerca de su estadía en la Fundación.

Es una burbuja, es una burbuja perfecta porque lo protege a uno como adicto de toda la

mierda que lo hace a uno cagarla; lo protege a uno de los problemas de la familia; lo protege

a uno de la sociedad en sí, porque la sociedad en sí para un adicto es un problema, porque la

sociedad ahora está muy marcada por el consumo de cualquier sustancia. Inclusive no hay

drogas ilegales, el mismo alcohol; está muy marcada. Porque ahora el popular es el que se

la pasa tomando todos los días y farrea, que se droga todo el tiempo. La sociedad está tan

vuelta mierda... la sociedad no, la cultura de nosotros... está tan hecha mierda que para ellos

es algo bueno. Entonces decir como: "¡jueputa!, es una burbuja hermosa". Estar allá

internado es una burbuja muy chimba. Extraño mucho eso; pero no lo extraño al nivel de

querer ir a internarme. Lo extraño al nivel de: “qué bonita etapa de mi vida fue estar internado

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144 Dolor, derrota y liberación

y aprendí mucho”, punto final. Extrañar de ir a meterme allá otra vez sesenta días... no, no,

no (Paciente D, 2015).

Este relato permite entrever algo importante respecto de los espacios de las Fundación, y es una

escisión entre el bienestar que brindan estos a los pacientes en recuperación y las amenazas que

atribuyen a lo exterior. En términos de lo señalado por Emilio Durkheim (1968), podría hablarse en

ese sentido de una separación entre instancias sagradas y profanas, en donde la entrada en contacto

y disfrute de las primeras exige del agotamiento de todo un ritual de iniciación. A su vez, esta

mención pone algo más de presente: se trata ciertamente de un espacio visto con agrado, tal vez con

añoranza, pero con el que se procura mantener un cierto distanciamiento. En el fondo una cuestión

de templanza sigue orientando el proceso de recuperación, esta vez en relación con la gestación de

un criterio individual para afrontar el curso personal del estilo de vida de abstención. Susceptible de

crítica es el proceder de aquellos que “no aprovechan” la estadía en la casa para recuperarse y

aprender, pero veladamente otro tanto se hace con aquellos que parecen no poder vivir sin la

omnisciente influencia de la Fundación. A ellos algunos aluden como “pacientes

institucionalizados”, individuos que a ojos de terapeutas y algunos pacientes definen su trasegar entre

sucesivas recaídas e internamientos. ¿Cómo entonces tiene lugar esta construcción de sacralidad? En

parte parece que la respuesta va por el lado de la constitución de “recuerdos inspiradores” (“qué

bonita etapa de mi vida fue…”), los cuales se ven reforzados con cada encuentro en un espacio

íntimamente asociado a la creencia de recuperación. Así, pues, la semántica de la Fundación opera

incluso como régimen de presencia y ausencia, apreciándose de esta manera su carácter estructural

en la configuración de prácticas sociales. La idea persiste a pesar de las discontinuidades espacio-

temporales, todo merced a que la creencia se mantiene en un considerable número de casos como

insumo de las prácticas de abstención, pero sin restar al paciente la posibilidad de definir

autónomamente el curso de su existencia. Alguien que en la tarde de un viernes ofreciera un

testimonio de recuperación señalaba: “No soy un fanático, estoy agradecido con la Fundación”; “el

espacio de la Fundación lo respeto”. Definición de un “justo medio” entre el fanatismo y la desidia,

allí parece residir el encanto de esta ética que sacraliza la comunidad de sentido.

Ahora bien, ¿hasta qué punto es una separación entre instancias sagradas y profanas una explicación

plausible en este caso? Este planteamiento durkheimniano sobre el papel de la religión en

comunidades “primitivas”, aunque bastante sugestivo a la hora de explicar la conformación de

representaciones colectivas y su contribución en el tejido de redes de solidaridad (lo que en últimas

es tomar ritos y creencias respectivamente como forma y contenido de aquello que en un sentido

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La creencia como principio de recuperación 145

idealista cabría denominar como “espíritu social”), no parece suficiente para explicar los pormenores

de una creencia (en la recuperación) que tiene como premisa básica la integralidad del estilo de vida

de sobriedad —es decir: la visión según la cual cada manifestación de la cotidianidad del adicto es

algo que debe ser problematizado y transformado en pos del alcance diario de la libertad frente a la

enfermedad—. No habría, pues, un sustento para la búsqueda de separaciones fenoménicas entre

instancias sagradas y profanas en la Fundación, y en su lugar prudente sería ver cómo “viajes” de

ida y vuelta entre tendencias sacralizadoras y desmitificadoras se entrecruzan en la ética de la

recuperación. Visto con detenimiento, el tratamiento apunta en primera instancia a desacralizar a la

sustancia psicoactiva —lo que denominamos “desnaturalización” —, revelándola en su nimiedad, y

a su turno plantea una revalorización de otras manifestaciones cotidianas, entendiendo que en ellas

reside la materialidad que ha de soportar la creencia. Como lo pudiera indicar Max Weber (2002;

2004), un juego de teodicea tiene lugar en este escenario, en donde a cada instante se procura crear

continuidad entre la perfección de una idea (¿un ideal?) y la abigarrada y prosaica heterogeneidad

de la existencia rutinaria. Era justamente esta continuidad la que constituía un dolor de cabeza de

Francisco, ya que seguía sin encontrar una conexión clara entre el hecho de dejar de consumir

sustancias psicoactivas (lo que era su principal preocupación) y el hecho de depositar la confianza

en algo que, cuando menos, le parecía etéreo. Una indicación sobre esta peculiar interdependencia

entre la materialidad del día a día y la idea se observa nítidamente en lo que dijere un compañero de

este paciente.

Me parece curioso que es tan lindo el programa de N-A. O sea, el programa de N-A para mí

es algo muy perfecto, porque se le mete a uno en la cabeza y le dice: "¿cierto que para usted

es una mierda dejar de meter? No lo haga por hoy, no meta por hoy, por hoy, solo por hoy,

y si le parece muy difícil no meta por ya". Porque yo he escuchado el solo por hoy, el solo

por doce horas, el solo por seis horas y el solo por ya. Porque tanta es la impotencia a veces

que a uno le toca decirse como: "marica, solo por este momento no me lo puedo meter". Y

hay gente para la que el solo por ya es una bendición la hijueputa. Para mí es una bendición

hijueputa en este momento, en este preciso instante, no estar fumándome un porro. Porque

seguramente si estuviera en consumo activo tendría que estar metiendo todo el sagrado día,

y para mí pasar aunque sea una hora sobrio... esto era una vaina muy hijueputa. Yo

sinceramente creo que solamente estaba sobrio cuando dormía, y sobrio no porque me

acostaba a dormir trabado. Yo nunca estaba sobrio, si yo no estaba fumando marihuana

estaba tomando, y si no estaba fumando ni tomando estaba tirando que es otra compulsión

que yo tengo; estaba jodiendo a mi familia, que es otra compulsión que tengo por joder a

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146 Dolor, derrota y liberación

todo el mundo. Entonces, me parece muy perfecto el programa de N-A, de verdad nunca

pensé conseguir algo tan... cómo decirlo... como tan... Es como una ficha de un

rompecabezas, y yo me pego al lado y quedo perfecto con ese programa. Entonces digo

como: "¡ah!, gracias a mi poder superior por haberme permitido conocer el programa y por

de verdad tener veinticuatro horas de limpieza", que para mí son veinticuatro horas de sano

juicio. Y eso me da a mí libertad (Paciente D, 2015).

La cuestión según muchos (Francisco entre ellos) consiste en no consumir, pero se trata de una

pretensión que termina por ser relativizada por la terapéutica de adicciones. “La sustancia no es el

problema”, se afirma; dentro de dicho marco “filosófico” se apunta a identificar aquello que

emocionalmente conduce a consumir. Las abruptas suspensiones del consumo (que dentro del argot

de la terapéutica se conocen como “para en seco”) generan dudas, e incluso llevan a pensar que solo

ha operado con el paciente una sustitución de la sustancia de preferencia. Una resolución de las

problemáticas internas es el camino seguido por muchos de los terapeutas para dar un adecuado

curso a la recuperación, aunque siempre teniendo como perspectiva orientadora una motivación que

a un mismo tiempo comporta una idea de bienestar personal y el hecho de llenarse de valor para

afrontar el cambio. No se trata, en todo caso, de algo que recaiga sobre la individualidad del paciente,

sino que más bien depende del hecho de que este se reconozca a sí mismo en la levedad de su ser, y

por tanto descubra lo frágil que resulta su voluntad frente a los designios de aquellas grandes

potencias que demarcan el curso de su existencia. Allí lo sagrado es entonces un factor clave en la

lucha contra esas grandes potencias, pero con la peculiaridad de no fincarse exclusivamente en lo

trascendente. En realidad, se puede decir que el tratamiento supone en principio un reencuentro con

la inmanencia, siendo sobre tal terreno del acontecimiento (el “solo por hoy”) que empieza a tejerse

la creencia en la recuperación. Puesto en otros términos, el tratamiento arranca con una restitución

(si no es que una construcción) de la capacidad de reflexión del adicto, seriamente comprometida

ante el aprisionamiento de la voluntad por cuenta de la enfermedad. Se habla, pues, de un estado que

un paciente denominó como “Mr. Hyde”, del cual algunos afirman que en él ni siquiera se piensa en

consumir, ni mucho menos se medita sobre el deseo, sino que simplemente se consume;

maquinalmente, sin posibilidad de ejercer resistencia. Ante dicha circunstancia aparece en toda su

extensión el papel de la Fundación, la cual a través del despliegue de su trabajo propende por “limpiar

al paciente” de todo eso que trae encima para así, y sólo después del internamiento, empezar a

construir esa capacidad de reflexión.

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La creencia como principio de recuperación 147

Muestras de agradecimiento a la Fundación van y vienen, algunas de las cuales incluyen comentarios

de exaltación sobre lo apropiado que resulta el tratamiento que se está recibiendo. Se habla de

acercamientos terapéuticos vivenciales, de experiencias colectivas que enseñan y que conducen a

adquirir conciencia sobre la historia de vida personal. De hecho, es de resaltar que algunos de los

pacientes, antes que dudar sobre lo que pueden recibir de la Fundación, tienden más bien a sentir

que no son merecedores de las distintas atenciones que les son deferidas a lo largo del internamiento

y la fase de soporte. “¿Y si yo estuviera más allá de lo que puede hacer narcóticos anónimos?”, “¿y

si yo soy una mala persona que no merece estar aquí?”: estos son algunos de los cuestionamientos

que se efectúan ciertos internos sobre sí mismos respecto del proceso terapéutico, los cuales —se

sugiere— van deshaciéndose en la medida en que “se aprende a aceptar las cosas”. Como se puede

observar, esto pone en evidencia el hecho de que la asunción de un estilo de vida de abstención,

amén de implicar el desempeño de un determinado rol en el entramado de relaciones que conforman

este espacio terapéutico, depende en sumo grado de que el individuo avance en la tarea de concebirse

a sí mismo como alguien susceptible de cambiar, de aprender y, en cierto modo, de progresar.

Consideremos lo siguiente: los pacientes acuden a la Fundación buscando una solución a su

problemática, y muchas veces es merced a ello que se colocan en disposición de aceptar la normativa

de la casa. Empero, tal circunstancia no supone que procedan de forma fingida, ni mucho menos que

lo que sucede en la casa no les resulte cuando menos sugestivo. Ciertamente es frecuente encontrarse

con pacientes que refieren críticas frente a la Fundación y sus compañeros y compañeras de

internamiento, tildando a una y otros como poco pertinentes para continuar un adecuado proceso de

recuperación. Pero esto, antes que deslegitimar, no hace otra cosa que poner de manifiesto esa

compleja sinfonía de sentimientos que, cobijados bajo la creencia, involucran aspectos tales como

entrega a ideales, confianza en el otro, miedo a continuar sufriendo y anhelos de cambio. Los

pacientes ven entonces en la Fundación un principio base de su creencia en la recuperación, pero,

como pudiera decirlo Erich Fromm (1985) respecto del amor, lo hacen justamente por encontrar en

ella “a toda la humanidad, a todo lo que vive” (pág. 58). Desde la inmanencia se construye un camino

de riguroso disciplinamiento hacia la trascendencia del ser; no es la idea hecha materialidad la que

se constituye en orientadora de la recuperación, sino un sueño de cambio compuesto con las grafías

del aquí-y-ahora el que circula por los pasillos de la Fundación. Un poder superior es invocado como

fuente de fortaleza para encarar cada día el flagelo de la adicción, pero en su pragmática resulta tan

terrenal, humano y social que bien podría conducirnos a pensar en una nueva especie de teodicea.

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148 Dolor, derrota y liberación

3.3 Las formas que dan materialidad a lo terapéutico

Desde unos muy jóvenes hasta otros con cabello cano, los asistentes a las reuniones terapéuticas no

parecen guardar mayor similitud entre sí, salvo en lo que atañe a los momentos de expresión

colectiva. Así, todos estos individuos, con historias de vida tan disímiles como pudieran resultar,

terminar por entenderse a la luz de una semántica que progresivamente van convirtiendo en bastión

colectivo. Con todo, y sin perjuicio de que allí cada quien se reconoce como adicto, pasar del

aislamiento individual a la comprensión mutua supone recorrer un trecho considerable y para muchos

impracticable. Otro tanto tiende a ocurrir con las congregaciones de familiares y pacientes durante

los días de visita en la Fundación, en donde los encuentros entre discursos vivenciales sobre la

adicción (los de los adictos y los terapeutas) y los efectuados desde la barrera (los de los familiares)

perfilan contrapunteos respecto de una temática que, a pesar de las tendencias homogeneizadoras,

tiene la virtud de romper moldes y develar a cada instante las limitaciones de las categorizaciones

empleadas. Algunos hablan sobre la creencia, plantean el asunto incluso en términos de fe religiosa;

otros responden, procuran ensalzar sus acciones terapéuticas como pasos efectivamente

encaminados hacia la construcción de una creencia de recuperación. Acuerdos los hay, pero junto a

ellos también se observan disidencias, críticas y confrontaciones. Ni siquiera los terapeutas quedan

exentos de este juego de tensionalidades, aunque a ellos su experiencia los dota de cierta maestría

para reducir esa posibilidad al máximo. Aquí también influye la composición del auditorio, por lo

que suele suceder que personas nuevas, presumiblemente sin ser conscientes de las reglas que

demarcan el trato profesional-paciente, procuren superar eventuales unidireccionalidades en el

intercambio de complejos simbólicos. Hay, pues, una cuestión de forma que se enlaza estrechamente

con la construcción del discurso terapéutico, la cual resulta irreductible a la condición de mero

formalismo. Para hacer explícita esta cuestión veamos lo siguiente:

—Es raro todo ese montón de olores que se sienten a esta hora —decía Emilce a Francisco

al cabo de una reunión de la mañana.

—¿Olores? —Preguntaba Francisco—. ¿Cuáles olores?

—Sí. Mira: un olor a distintos perfumes es lo que traen todos lo que llegan aquí. Más tarde

la casa va a estar oliendo a comida, y ahora mismo, cuando nos pongamos a atender las funciones,

va a oler a detergente, limpiador de pisos y de pronto a trapo sucio.

—Esas son bobadas.

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La creencia como principio de recuperación 149

—No, de verdad. Además, lo mismo sucede cuando estamos en el patio y sentimos el olor

de las plantas, de la jaula de los pájaros. Cuando llueve también se siente cierto olor, y lo mismo

cuando se van pacientes y queman sus cartas. Por ejemplo, eso a mí me sirve para ubicarme.

—Hay que estar muy desocupado para fijarse en eso. Como que mejor nos ponemos a

trabajar en lugar de perder el tiempo con esas tonterías.

—¡Ay! Con usted no se puede hablar. ¡Odioso!

Como pudieran señalarlo Anthony Giddens (2011) y Erving Goffman (1971), una serie de

marcadores de escena contribuyen a facilitar el inicio y cierre de interacciones sociales, pasando los

mismos muchas veces inadvertidos, pero resultando en todo caso útiles a los actores para adquirir

una especie de georreferenciación respecto de su entorno social. En otras palabras, estos marcadores

hacen parte predominantemente de formas prácticas de conciencia, y solo en casos muy específicos

de las de corte discursivo. Un ejemplo de ello es saludar a alguien, lo cual en buen número de

ocasiones constituye la señal para entablar una conversación; pero lo cierto es que estas señales a

veces no son tan explícitas o llamativas. Como lo comentaba Emilce, los olores percibidos en la casa,

y que de hecho aparecen en momentos específicos de la jornada (o de la semana), permiten merced

a su estandarización brindar a pacientes y personal de la Fundación una idea más o menos clara

acerca del tipo de situación que los está aguardando. Ahora bien, conviene aclarar que esto no debe

ser confundido con formas inconscientes o reflejas del proceder individual, ni mucho considerar que

se trata de algo susceptible de ser etiquetado bajo aquello que Pierre Bourdieu (2005) denomina

como el carácter autoevidente del mundo. En realidad, esta referenciación frente a las instancias de

interacción social es algo a lo que cada actor apela de continuo, cuya existencia le es notoria (y, por

ende, también lo sería su ausencia), pero sobre lo cual en más de los casos no llega a verbalizar —

como sí lo hace Emilce—. Así, verbigracia, el olor a productos de limpieza puede auxiliar a un

terapeuta o a una enfermera a que, sin estar viendo lo que ocurre, adquieran meridiana certeza sobre

si los pacientes estás atendiendo sus deberes (funciones); el olor a cocción da pistas a los internos

sobre cuán atrasados o adelantados están en la atención de sus deberes (el almuerzo empieza a ser

preparado a cierta hora de la mañana, y al cabo de una porción específica de tiempo empieza a

despedir olores que para el conjunto de la casa resultan característicos); y el olor a perfume

contribuye a diferenciar entre visitantes y pacientes (no se estila que estos últimos usen aromatizantes

de este tipo). Otro tanto ocurre con los sonidos ambientales, que, oscilando entre gritos, silencios,

conversaciones, cantar de aves y “voces” de otros animales y mecanismos de tonada estridente (como

puertas con traqueteo, trastes de cocina arrastrados sobre trazas ferrosas en los lavaplatos, etc.) dan

pie para ubicarse espacio-temporalmente.

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150 Dolor, derrota y liberación

Ya en lo que concierne a las reuniones, es del caso observar otra serie de marcaciones en el inicio y

la conclusión de las sucesivas intervenciones. El seguimiento de turnos, generalmente con ocasión

de un listado predefinido por el coordinador de la sesión, marca el orden de participación, al tiempo

que un saludo al conjunto de asistentes y la presentación de sí mismo con la indicación del nombre

y el reconocimiento expreso de ser adicto —respondidos con un saludo grupal al unísono— aparecen

como formas a través de las cuales se inauguran los discursos de cada quien. Muchos quieren decir

algo en el recinto, y como lo viéramos previamente a través del comentario que efectuare un paciente,

se trata de algo que tiende a ser concebido como un momento de disfrute, casi que catártico y

liberador. En esa medida, el coordinador administra los tiempos de participación, indicando para el

efecto con señales explícitas cuánto resta del tiempo que le ha sido asignado, todo en aras de que la

mayor cantidad de personas pueda tomar la palabra en un franja que muchas veces resulta

insuficiente para abarcar todas las expresiones. Algunas de las intervenciones finalizaban con una

indicación colectiva de agradecimiento, generalmente en un tono apenas audible; otras, en cambio,

son seguidas por estruendosos aplausos y vítores. Esta diferencia no parecía obedecer a una suerte

de respuesta a la mayor o menor empatía que despertaba el interviniente, y en cambio podía ser

interpretada como una manifestación de apoyo derivada de la recepción afable del mensaje

transmitido por el homenajeado. Así, indicaciones que revelaran disposición de lucha frente a la

adicción, alcance de metas u exultante optimismo tendían a ser las que detonaban esa suerte de júbilo

colectivo, en tanto que narraciones sobre el día a día (aquí es preciso resaltar que algunos tomaban

los grupos como un “diario” en el cual plasmar sus vivencias más significativas) eran recibidas con

moderación. Aplausos aparecen a su vez para culminar estos encuentros de patente fraternidad,

fungiendo por lo general como una felicitación colectiva por haber renovado por veinticuatro horas

la creencia en la recuperación, pero a veces cayendo para algunos en una suerte de rutinización vacía.

Al respecto podría preguntarse: ¿Los aplausos siempre eran sinceros? La expresión facial esbozada

ocasionalmente por algunos de los asistentes bien podría poner en entredicho toda aspiración en ese

sentido, si bien no es el del caso desconocer que para muchos el hecho de ser aplaudidos podía

resultar gratificante, en tanto que para otros —como Francisco— sencillamente se trataba de una

experiencia de la que nunca llegaron a ser destinatarios.

Las formas en la Fundación siguen en cierto modo una especie de hieratismo, lo cual resulta visible

tanto el seguimiento de las normas de convivencia como en el curso que siguen determinadas

interacciones sostenidas entre los mismos pacientes. Algo tan sencillo como desconocer una

determinada regla por cuenta del surgimiento de una situación extraordinaria (que, al menos en

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La creencia como principio de recuperación 151

principio, sería la que avalaría justamente la separación momentánea de la normativa) convoca todo

un proceder “ceremonioso” con el cual pareciera darse curso a un restablecimiento de la semántica

terapéutica al margen de la trasgresión. El papel en ocasiones vigilante de los terapeutas puede incidir

en esta hieratización de espacios; sin embargo, su presencia no resulta suficiente para explicar este

proceder cauteloso y medido en el seguimiento de las rutinas de internamiento y reunión. Los

pacientes coordinadores también indicen en la generación de una “cierta presión”, pero tampoco

basta ello para explicar el fenómeno. De hecho, si fuera el caso centrar la explicación en esa suerte

de espectro vigilante, sería inentendible el que los terapeutas, a pesar de su posición de dominio en

la Fundación, sean los abanderados del respeto y la exigencia de cumplimiento de las formas propias

de esa predisposición hierática. Ellos son los primeros en respetar cada espacio, todo merced a

acciones como evitar conversar durante las sesiones colectivas o no inmiscuirse en los grupos. La

situación es tan compleja que abarca incluso disposiciones normativas no positivas —esto es: las no

explicitadas pero igualmente susceptibles de ser abarcadas por la tendencia homogeneizadora—,

observándose así que la puesta en escena ritual se lleva a cabo a través del agotamiento de

determinados marcadores de escena (como asumir una determinada posición en la silla como reflejo

de estar en posición de escucha), el empleo de formas de entonación específicas a la hora de tomar

la palabra o responder interrogantes, el despliegue de ciertas posturas corporales y, en últimas, la

asunción de una predisposición para el intercambio lingüístico. Más aún, es del caso encontrar que

la situación cambia según el tipo de intervención que el paciente esté teniendo en el grupo, cabiendo

así la posibilidad de marcar nítidas diferenciaciones entre lo que narra a título de “compartir”, la

realización de comentarios sueltos y el afrontar interrogaciones directas efectuadas por los

terapeutas. Mientras en los primeros el paciente interviniente tiende a ser más generoso

discursivamente, a la vez que brinda a su cuerpo una posición más cómoda sobre la silla y lo libera

de tensiones, en la última suele acontecer todo lo contrario, e incluso da la sensación de que el

interpelado se acurruca cuanto puede (lo que algunos coloquialmente conciben como la postura del

“regañado”). Aquí ciertamente cabe hablar de una reafirmación de la autoridad de los terapeutas por

vía de su expresión como hexis corporal en los internos (Bourdieu & Wacquant, 2005), pero habría

que ver que todo ello, recogido en este análisis como hieratismo, entra muchas veces a marcar el

contenido mismo del mensaje terapéutico construido en cada sesión. Así, pues, y más que lo dicho,

se trata de cómo ha sido dicho. El seguimiento de rutinas bajo determinadas formalidades dista de

ser mera apariencia (o por lo menos debería conducirnos a repensar la cuestión de la apariencia), y

en cambio se convierte en pieza clave en la valoración o revaloración de específicas manifestaciones

discursivas. La forma es justamente la que permite comprender el salto de lo sagrado a lo profano, y

en últimas es la que conduce a explicar de forma mucho más plausible la adhesión entre esa

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152 Dolor, derrota y liberación

trascendencia que inspira el deseo de cambio y la inmanencia propia de una cotidianidad que

constituye la base de la recuperación. Sobre la forma y estas consideraciones Emilio Durkheim hizo

interesantes apreciaciones al abordar la cuestión de los ritos, pero a partir del caso de la Fundación

podríamos apuntar a identificar traspasos entre la creencia (lo que, grosso modo, algunos conciben

como el contenido) y las formalidades.

Para captar esto podría ser oportuno ver que, sin perjuicio de las situaciones en que no se observa un

proceder al estilo de lo que Erving Goffman (1971) concibe como sincero (verbigracia:, aplaudir sin

mayor convicción, asistir a los grupos y no prestar atención, etc.), el hieratismo no se explaya como

acción planeada, sino que más bien, al cabo de su interiorización (es decir: su conversión en registro

mental organizado y susceptible de ser rememorado), es presentificado de continuo como práctica

performativa. Al igual que sucede cuando se saluda a alguien, el seguimiento de estas formalidades

opera con un cierto automatismo, lo cual, aunque a veces pareciera ser signo de un acto reflejo, en

realidad es algo de lo cual el actor social tiende a ser consciente en su ejecución. De hecho, esto

resulta visible en los casos en que los terapeutas se quejan de los pacientes por repetir las oraciones

de la casa “sin sentirlas” (como la de la serenidad), dando a entender con ello que la creencia no se

está viendo reforzada, sino que más bien se está repitiendo un conjunto de fórmulas por el mero

hecho de mostrar un buen comportamiento. Tal vez en ciertos casos la situación colinde con tal

explicación, pero puede que al revisar el problema de la motivación la situación no resulte tan

sencilla como se pretende mostrar. Hemos afirmado que estas formalidades gozan de un carácter

performativo, pero ello no supone que su ejecución no convoque formas de conciencia por parte del

actor social (al menos no si se parte de considerar que no estamos tratando con autómatas). Pero

dicha conciencia no recae directamente sobre el acto en particular, como sí sobre una motivación

que, además de gozar de un alcance extenso, no resulta tan homogénea como algunos pretenden

concebirla. Sobre esta cuestión Alfred Schütz hizo importantes críticas al entender que la acción no

es una suma de actos (o, lo que es lo mismo, que el sentido de la acción no es el resultado de una

suma de pequeñas motivaciones), y otro tanto hizo Anthony Giddens (2011) al referirse a lo

intencional de la acción como “lo propio de un acto del que su autor sabe, o cree, que tendrá una

particular cualidad o resultado, y en el que ese saber es utilizado por el autor del acto para alcanzar

esa cualidad o ese resultado” (pág. 46). Empero, uno y otro planteamiento siguen viendo en la

intención algo prístino que de manera causal tiende conexiones entre lo pensado y lo hecho, cuando

en realidad una mirada detenida revela que tal esquema de procesos solo atañe a formas muy

particulares de planeación estratégica (por ejemplo, la definición de metas por parte de compañías o

la consolidación de planes desarrollo efectuada por los Estados). En lugar de ello podría ser más

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La creencia como principio de recuperación 153

productivo apelar a la diferenciación que realiza Jacques Lacan entre individuo y sujeto, entendiendo

que el primero, en cuanto unicidad y coherencia interna, constituye un imaginario a partir del cual

hablamos del “yo”, mientras el segundo comporta toda la complejidad de un ser que resulta inasible

por lo simbólico y lo mismo imaginario. Así las cosas, y a pesar de que los pacientes se fijan como

motivación el recuperarse (y los terapeutas el ayudar a estos en el alcance de tal propósito), no hay

motivos para pensar que cada acto desplegado en la Fundación, guiado por una específica y

circunscrita motivación, se ancla en el perfecto entramado de una gran motivación de la

recuperación. El hieratismo, como todo lo demás que acontece como fenómeno producido o

percibido por el paciente, se ve inserto en esta red semántica, pero de una forma tan compleja que, a

decir verdad, difícilmente se puede afirmar que se lleva a cabo por el simple hecho de hacerlo. El

hieratismo entra junto con contenidos valorativos sobre la adicción y la recuperación a perfilar el

posicionamiento del actor en esta red de interacción, redundando en la configuración de relaciones

tanto de apoyo como de distanciamiento y contradicción. Las formalidades estás perfiladas para

servir como cauce a la creencia, pero sobre la marcha terminan por convertirse en parte del mensaje

mismo. El conocimiento del hieratismo para el actor es clave en este espacio, ya que es en últimas

el que le brinda meridiana certeza sobre cómo desenvolverse. Su ignorancia en mucho casos plantea

reveses para los pacientes, que ante su flagrante impericia terminan por ser destinatarios de llamados

de atención por parte del personal de la casa. Percibir olores, tener tacto en las sesiones grupales,

reconocer las normas (tanto las implícitas como las positivas): todo hace parte de la formalidad que

traspasa la creencia y se convierte en canon de la recuperación.

Un nuevo sábado recibía a los pacientes de la Fundación, y con él la visita de familiares y la partida

de uno de los miembros esta comunidad.

—Te vas, mi pana —le decía Francisco a un compañero de internamiento—. ¿Y ahora con

quién voy a hablar de fútbol?

—Todo bien, mi hermano —respondía el aludido—. Ya falta poco para que salga de aquí.

¡Ánimo, compa!

—Sí, claro. Lo vamos a extrañar, cuídese mucho. ¡Y nada de meter!

— ¡No!, todo bien.

Empacar, resolver los últimos detalles y prepararse para partir: con una emotividad que en algunos

es visible a flor de piel, el final del internamiento depara el agotamiento de una despedida que invita

a esperanzare con el devenir de estos pacientes en egreso. Aquellos que antes de esto nunca habían

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154 Dolor, derrota y liberación

vivido un proceso de estas características son invitados a escribir una carta de despedida; no para sus

compañeras y compañeros de recuperación, ni siquiera respecto de la Fundación. Se despiden de la

sustancia, de los momentos que vivieron a su lado, así como de ese estilo de vida que en muchos

casos asumen como la ruina de su existencia. Pacientes y familiares reunidos escuchan a los nuevos

egresados leer sus epístolas; la ocasión se hace emotiva, algunos lloran, otros expresan palabras de

apoyo a los que, culminando esta iniciación, ahora deben seguir por su cuenta el sempiterno camino

de recuperación. Es este un ritual que funge como instancia de transición, refuerzo de

representaciones colectivas conformadas con ocasión del proceso terapéutico. Con nuevas “bajas”,

la casa retorna a la cotidianidad. El soplo frío de la mañana parece tener ímpetu suficiente para

extenderse por el resto del día. Los egresados han quemado sus cartas, el ritual alcanza su final y

ahora solo rezagos de conversaciones quedan como remate de una jornada que para los internos, cual

si nada hubiera sucedido, debe continuar. La pira se extingue de a pocos, casi como un recordatorio

de lo fácil que aquí se pasa de la alegría al dolor y de este último a la indiferencia. El olor a papel

quemado es lo único que queda, y esta vez Francisco, rememorando las palabras de Emilce, lo tiene

presente como señal inconfundible de la partida de su gran amigo en la casa. Lloró solo y en silencio,

sin duda para él la única forma en que podía permitirse esa “debilidad”. No había tristeza en su

corazón, sino más bien un profundo sentimiento de esperanza. Un atisbo de creencia germinaba en

su interior, algo que sí podía comprender y de lo que podía aferrarse.

Y, con todo, el sostenimiento de la creencia depende en buen grado del apoyo de escisiones. Hemos

hecho algunos apuntes sobre la diferenciación entre lo sagrado y lo profano, identificando para el

efecto algunos inconvenientes que apareja tal conjunto de nociones si son extrapoladas

arbitrariamente de uno a otro ámbito, máxime si se tiene en cuenta que el sentido del que son

portadoras puede introducir distorsiones en la argumentación que aquí se presenta. Así, pues, y aun

cuando la separación entre esferas de interacción es algo cotidiano en la Fundación, puede resultar

un tanto problemático sostener sobre la base de ello que allí una dialéctica entre formas sagradas y

profanas tiene lugar. Habrá algunos que, jugando tal vez con un tanto de audacia, se aventuren a

hablar en cambio de prácticas profilácticas, aunque ello, al igual que sucede con el anterior

planteamiento, puede generar el malentendido de que en la Fundación se busca proteger y/o rescatar

una instancia nuclear —un summum bonum— del bienestar del paciente respecto de la amenaza de

la adicción, lo cual en cierto modo no es otra cosa que fundar un esencialismo que, a decir verdad,

más bien aturde y poco clarifica la cuestión. Hablemos sencillamente de prácticas de escisión y

procuremos caracterizarlas.

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La creencia como principio de recuperación 155

El internamiento es por sí mismo una escisión del interno respecto de las rutinas que seguía previo

a su ingreso, lo cual plantea a su vez una reorientación de las relaciones que sostiene con sus

familiares y seres allegados. Un paciente comentaba en cierta oportunidad que por recomendación

terapéutica no debía recibir visitas, algo ante lo cual mostraba frustración y a la vez resignación.

“Tiendo a lastimarlos”, afirmaba; “por ahora es mejor así”. Lo cierto es que, más que un

distanciamiento, lo que opera es un cambio en la manera como se gestan interacciones entre internos

y familiares. Sigue habiendo contacto, información sobre la situación de unos llega a los otros, pero

ahora las formas que rigen tales intercambios lingüísticos son diferentes. No se trata de una puesta

en suspenso de los tratos entre ambas partes, y en su lugar lo que empieza a construirse es un curso

para los mismos que sea acorde a las exigencias del estilo de vida de abstención. Esto mismo podría

predicarse del resto de relaciones con el mundo exterior, que dentro de cada sesión terapéutica pasan

a ser objeto de problematización o, cuando menos, se postulan para que el paciente las revise con

detenimiento por su cuenta. Generar distancia es el primer paso para estrechar lazos, para revalorizar

aquello de ese mundo que, visto como espacio hostil y ominoso, puede a su turno deparar sublimes

experiencias vitales. En ese sentido, se puede afirmar que a la par de lo anterior, la escisión plantea

la gestación de particulares formas de valoración sobre ciertas dimensiones del ser-y-estar-en-el-

mundo, adquiriendo algunas de ellas el carácter de aspectos dignos de ser rescatados, y otras

convirtiéndose en candidatas para ser abandonadas sin mirar atrás. De hecho, la actitud de extrañar

el internamiento reflejada por algunos pacientes, antes que ser un anhelo por el encierro, podría ser

visto como un efecto de la carencia de esa forma eficiente de control y separación de instancias

vitales propiciada por la Fundación, la cual, quedando ahora en manos del propio paciente, resulta

por lo general más difícil de practicar. Aquí resuenan una vez más las indicaciones acerca del

internamiento como una suerte de iniciación, una que apenas brinda herramientas para afrontar en

lo sucesivo la lucha contra la adicción, pero que en modo alguno “realiza la tarea por el paciente”.

Esto marca la diferencia entre adictos que desarrollan criterio y pueden continuar autónomamente

su senda de recuperación y aquellos otros que, signados bajos el mote de “pacientes

institucionalizados”, terminan por retornar en sucesivas oportunidades a ese “paraíso perdido”

llamado Fundación.

De otro lado, las prácticas de escisión también lugar dentro de la misma casa. Como se había

comentado previamente, los terapeutas procuran mantener una cierta distancia con los pacientes,

algo que fuere explicado como un intento por no mezclar la vida personal con asuntos que conciernen

exclusivamente al trabajo. No obstante, no solo entre ellos se produce este fenómeno, sino que a su

vez se presenta entre los mismos pacientes. La situación pasa en primer término por la construcción

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156 Dolor, derrota y liberación

de una imagen de ese otro que se tiene por compañero, muy al estilo de un etiquetamiento (Becker,

2009), lo cual se postula a partir de aspectos tales como la manera como es valorada la disciplina de

cada quien en el seguimiento de las formas terapéuticas, la empatía y el grado hermandad que media

entre unos y otros. Francisco, por ejemplo, tenía un cierto talento para endilgar epítetos a sus

compañeros y compañeras de acuerdo con lo que veía de ellos en la atención de funciones (de Emilce

solía decir que era “perezosa”), situación que, antes que susceptible de ser apreciada en cuanto lo

fundada o infundada que resulta, abre la puerta para preguntar por el carácter funcional del cual goza

tal práctica en la Fundación. Es como si la imagen del otro, la de un “desviado”, contribuyera a

activar el conjunto de mecanismos de defensa de las representaciones colectivas (Durkheim, 1967)

sobre el tratamiento en la casa, redundando, pues, en un reforzamiento de la creencia en la

recuperación y, en ese sentido, gestando una mayor convicción de los pacientes frente a sus

respectivos procesos. Las escisiones de este tipo generalmente son transitorias y de baja intensidad,

a la vez que tienden a tener un alcance reducido (es decir: de un paciente hacia otro); pero en otros

pareciera que se estuviera ante auténticas medidas “profilácticas”, con todos los méritos para

constituir una segregación grupal, fungiendo en algunos casos como vaticinio sobre la partida

prematura de los juzgados de esta manera. Los pacientes, construyendo de continuo su creencia en

la recuperación, definen qué es bueno y qué no lo es para mantener su estilo de vida de sobriedad, y

en esa medida se inclinan por marcar distancia con aquellos compañeros que a su juicio no han de

resultar de utilidad para su proceso. Ocasionalmente los terapeutas intervienen en esta demarcación

entre pacientes, ya sea adoptando la decisión de expulsar a internos del programa de recuperación

(lo cual no es del todo frecuente) o dando órdenes de no permitir que interactúen en la casa,

circunstancia que pudiera dar la impresión de que se trata de una segregación normalizadora, como

si se buscara evitar que los “desviados” “contagien” a los demás.

El lunes siguiente a la partida del amigo de Francisco ambos volvieron a encontrarse en la sesión de

A-A y N-A de la mañana. El primero le contó al segundo algunos de los pormenores de su regreso a

casa, del recibimiento que tuvo por parte de sus padres y de algunas noticias deportivas que tanto

entusiasmaban al segundo.

—Oiga, ¿y no se le ocurrió buscar a la paciente que tenía una hija? Después de todo, a usted

le tramaba —preguntó Francisco.

—¿Cuál paciente? —respondió el otro.

—¿No se acuerda? Pues la que armó la escena y terminó yéndose hace una semana; la que

era amiga de Emilce.

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La creencia como principio de recuperación 157

—¡Ah, claro!, ya me acordé. ¡¿Pero yo qué voy a hacer con esa vieja?! Eso fijo siguió

metiendo y pues no me conviene. Usted sabe.

Al hablar con algunos pacientes y preguntarles sobre otros que, o bien abandonaron el tratamiento o

fueron expulsados o bien no siguieron el estilo de vida de abstención al cabo de su egreso, era

sorprendente ver cómo entraban a rechazarlos sin más. Fuertes críticas hacia ellos acaparaban la

conversación, una negación profunda de lo compartido se convertía en la mejor muestra de una

transformación de estos pacientes que algunos catalogarían como “sanos egoístas”. Las afinidades

eran dejadas en un segundo plano, si no es que entraban a ser abiertamente denostadas. La creencia

es colectiva, pero al mismo tiempo individualizante. Cada quien debe responder por sí mismo, y en

el camino de la recuperación ha de librarse de todo aquello que apareje una inercia a la vivificante

abstención. Siendo el internamiento un aprendizaje, la escisión aparece como uno de los mecanismos

a través de los cuales se enseña a marcar distancia con lo indeseable, a revalorar todo aquello que

integra la cotidianidad y definir un estilo de vida autónomo. Las medidas de organización

establecidas por la Fundación van orientadas a garantizar en sumo grado esta situación, e incluso,

como ya se había comentado, ni siquiera se hacen excepciones en relación con antiguos internos. En

cierta ocasión un visitante, que acudiere a consulta, solicitó a la enfermera de turno si podía acceder

al comedor a fin de adelantar un trabajo escrito que aún tenía pendiente. Ella, encogiéndose de

hombros y moviendo la cabeza de un lado a otro, le manifestó que no era posible. El individuo, al

cabo de ausentarse la enfermera, optó por encaminarse al patio interior y entablar conversación con

algunas de las internas. Transcurridos un par de minutos otro visitante se unió al coloquio, pero no

pasó mucho antes que la enfermera indicara a ambos que debían salir de allí. El primero acató el

mandato al instante; el otro individuo se tomó su tiempo, ante lo cual le fue reitera la prescripción,

aunque esta vez fungiendo como puente una expresión del tipo: “que le mandan decir que…” Lo

curioso es que con ciertos egresados la exigencia suele flexibilizarse, lo cual, visto con cierto

detenimiento, sugeriría que se trata de excepciones implícitas surtidas merced a la confianza que

ellos despiertan en el equipo terapéutico. Podría hablarse en concreto de la construcción premeditada

de un ambiente juzgado como propicio para el avance de la recuperación en la fase del internamiento,

el cual debe ser cuidado del efecto de determinados factores de desestabilización. La definición de

criterios para establecer cuándo ceder y cuándo exigir es algo que van efectuando los terapeutas

según el diagnóstico que realicen a cada momento, por lo que no es el del caso encontrar tendencias

de escisión con vocación de permanencia. En últimas, lo visto hasta ahora como tendencia

homogeneizadora se apoya en buena medida —al menos de comienzo— sobre estas prácticas de

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158 Dolor, derrota y liberación

escisión, ya que es por ministerio de ellas que los terapeutas pueden apuntalar con mayor eficacia la

creencia en la recuperación.

3.4 Derrota de sí

Intentar dejar de consumir y no lograrlo, sentir que el deseo puede más, e incluso que obra por sí

mismo cual si de acto reflejo de tratase, no hallar salida, sufrir con los remordimientos y las

constantes frustraciones: estas son algunas de las formas como algunos adictos se refieren a su

situación, a esa enfermedad que por momentos estarían dispuestos a cambiar por una de tipo

terminal. Es el punto en el cual el apoyo familiar, los consejos y la ayuda constante parecen inútiles;

es en donde, según comentara una terapeuta, pareciera que se produjera un desdoblamiento del

individuo en dos, uno de ellos el adicto, que progresivamente va devorando al otro: el que aún guarda

consigo esa parte de “humanidad” que podría salvarlo. Con todo, el sufrimiento que apareja esta

condición no supone un reconocimiento explícito de la misma. Sin hacer mención de los casos en

que pudiera hablarse de “consumo controlado”19, hay que decir que el trabajo de los terapeutas en la

Fundación durante la fase de internamiento, si bien encaminado a crear bases para que el paciente

edifique por su cuenta el estilo de vida de sobriedad, de nada serviría si en primer término no se

apuntara a: 1) problematizar la adicción, que no es otra cosa que erigirla en condición patológica

para la vida; y 2) delimitarla en sus contornos. El tratamiento contra las adicciones es una forma de

hacer visible al paciente qué es aquello que lo ha “hecho prisionero”, es sacar de la esfera de lo

autoevidente algo que, con el devenir vitalicio de la recuperación, progresivamente deja de serlo.

Adquirir esta forma discursiva de conciencia sobre la adicción aparece, pues, como algo que no

depende de la experiencia individual —si bien ella es clave para que el paciente avance en esta senda

de concienciación—, sino que más bien estriba en la posibilidad de ser integrante receptor y

sedimentador de esa red de integración denominada terapéutica de las adicciones. Esta es la creencia

en torno a la cual adictos de todo el mundo forman comunidad, es ese arte que les ayuda a seguir día

tras día un estilo de vida que los hace sentir libres. Que el paciente alcance un reconocimiento inicial

sobre los contornos de su situación es la finalidad del internamiento, siendo así como con las

19 Existe un considerable debate en torno a esta noción, ya que mientras algunos, partiendo o bien desde su

propia experiencia de vida o bien de reflexiones muy bien argumentadas, afirman que es posible llevar un

estilo de vida que involucre un consumo activo de sustancias sin que degenere en perjuicios para sí y los demás,

otros más, como algunos terapeutas e integrantes de programas de N-A, comentan que tal “consumo controlado

no es otra cosa que un primer escalón hacia la agudización de la adicción. No es la intención aquí entrar a

tomar postura en tal debate, ni mucho menos el propender por identificar puntos de encuentro entre una y otra

postura.

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La creencia como principio de recuperación 159

experiencias particulares se crea, sedimenta y transforma jornada tras jornada un universal, fuente

de entendimiento común para todos aquellos que, buscando ayuda frente a tal situación, acceden a

entrar en esta esfera de significación. De esta manera, el paciente va convirtiendo su propio discurso

en una forma institucionalizada de entender su situación; paulatinamente irá asumiendo su malestar

como el fruto de una enfermedad con la que debe convivir perpetuamente y, en últimas, la

transformará en su propio cuerpo. Lo somático será correlato directo de la versión compartida sobre

esta enfermedad, por su ministerio la creencia se hará carne y testimonio para todos aquellos que

también quieren —o no tienen más remedio— creer.

Ahora bien, la noción institucionalizada sobre la adicción, amén de entrar a problematizar la

condición psíquico-somática de cada paciente y definirla en sus contornos (esto es, según vimos

atrás: reinterpretar los aspectos paradigmáticos de la historia del paciente y a partir de los mismos

construir una ficción sintagmática), involucra un importante componente valorativo. Esta

diferenciación entre lo normal y lo patológico, que socialmente pudiera ser explicada por Emilio

Durkheim (2001) como la identificación respectiva de un término medio de los hechos sociales y de

las desviaciones frente al mismo, de hecho va más allá, adquiriendo así un profundo calado si se

presta atención a la manera como terapeutas y pacientes entran en un juego definiciones sobre lo que

es moralmente deseable y lo que no lo es dentro del estilo de vida de sobriedad. Es justamente en

términos ello que el proceder terapéutico se adentra en una lucha de legitimidad en poso de

posicionar la vida como objeto de sus discusiones y, más aún, de cálculos sobre bienestar. Esta

práctica de escisión que Michel Foucault (Foucault, 2008c) denomina como normalización, y que se

caracterizaría en principio por el despliegue de toda una serie de instrumentos discursivos y técnicas

encaminados a la segregación de la población (y aquí cabría aludir a finalidades tales como evitar

sediciones frente al orden, reducir al máximo los “contagios”, etc.), podría adquirir una dimensión

adicional si se tomara en cuenta esta fragmentación del sujeto según consideraciones de corte moral.

Así, se encontraría que el despliegue de una ética de sobriedad —aquí, volviendo a Foucault (1991;

2008a), convendría preguntar si no se trata de una suerte de epimeleia heatou que interviene como

una tecnología del yo— no pasaría simplemente por la interiorización de una serie de preceptos sobre

el “vivir limpio”, sino que de hecho comportaría para el paciente la escisión de su propio-ser

(Giddens, 2011) para así, y antes que apuntar a la supresión de la “parte” sojuzgada con los epítetos

denigratorios (mr. Hyde), propiciar su conservación en aras de brindar legitimidad a las líneas

discursivas y de fuerza que integran la práctica terapéutica. Con todo, y antes de adentrarnos en

consideraciones de tal jaez, habría que ver que tal conservación sempiterna de la división entre un

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160 Dolor, derrota y liberación

doctor Jekyll y Mr. Hyde pone de presente el comienzo del camino de los pacientes en esta senda de

recuperación. Dejemos que sea uno de ellos quien con sus palabras nos ilustre sobre tal situación.

Yo creo que estoy en un primer paso perpetuo, por el momento, porque aún tengo problemas

con el tema de aceptar lo de la bebida. O sea, yo admito que soy alcohólico, yo entiendo que

me hace daño, pero no acepto que no me pueda tomar una cerveza en toda mi vida. Estoy

luchando todavía contra esa idea porque mi cabeza está muy frita, hijueputa, de tanto chorro

y marihuana que le metí, entonces es como complicado todavía el tema para mí de la bebida.

Entonces todavía estoy en el primer paso. Pero, ¡ah, jueputa!, estar en un primer paso es tan

chimba, porque es como la etapa de reconocimiento. Entonces en la etapa de reconocimiento

no solamente reconozco mis fallas, sino que también reconozco mis habilidades, mis

aptitudes, mis fortalezas. A mí el primer paso me ha durado yo creo que desde el momento

en que yo me despedí de mi mamá para irme a internar. Porque fue, hijueputa, ese momento

para mí fue... de verdad yo creo que ese fue mi primer paso: fue la derrota. Para mí mi primer

paso fue despedirme de mi mamá el día que me interné el 15 de febrero. Porque sentía que

se estuvieran despidiendo de mí como si se estuvieran despidiendo de un muerto. Toda mi

familia era como rodeándome, diciéndome: "cuídate mucho, que te vaya bien". Y yo decía:

"¡no sea hijueputa!, pero yo no me estoy muriendo, ¿por qué se despiden de mí como si yo

fuera un muerto, marica?". Y fue como darme cuenta que ese fue mi primer paso. Ahí admití

la derrota, ahí admití mi derrota y mi verdadero problema; ahí fue cuando yo dije:

"¡hijueputa!, fue tan grande esta maricada que me llevó a un internado". Yo de verdad tengo

un problema muy serio con la adicción, de verdad esto sí es un problema para mi vida

(Paciente D, 2015).

El trasfondo valorativo del tratamiento, como se puede observar, trasciende lo semántico. No supone

el mero acto de ilustrar al paciente sobre los pormenores de su enfermedad, categorizados según el

saber científico, y esperar a que por su cuenta funjan como elemento guía de la recuperación. En

realidad, el internamiento soporta todo su peso en el hecho de lograr que el paciente asuma que esa

enfermedad llamada adicción, que previamente hubiera podido ver como algo extraño y ajeno a su

vivencia individual, es algo que le atañe íntimamente; es revelar que la enfermedad reside en él

mismo, que de hecho es él mismo es esa parte objeto de demonización (mr. Hyde). El paciente no

solo aprende qué es la adicción, sino que a su vez la identifica como algo que hace parte de sí mismo,

que lo categoriza y lo convierte en un peligro para sí mismo y para los demás. Este sentimiento de

no poder parar, que se ancla justamente a sensaciones somáticas tales como el síndrome de

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La creencia como principio de recuperación 161

abstinencia y la mayor tolerancia a la dopamina, adquiere una nueva dimensión simbólica al pasar

por el internamiento. Es allí donde el paciente se define como alguien aquejado por la enfermedad

adictiva; y es en este punto donde, bajo el esquema discursivo-técnico de la Fundación, y por vía de

la inserción en la red de integración que ella comporta, que se descubre ante al mundo como un

adicto. La etiqueta de adicto, como pudiera indicarlo Howard Becker (2009) en relación con los

outsiders, más que una definición, es una aceptación de las reglas del otro, las cuales inciden

especialmente en la definición sobre lo que es cada quien. Pero en este caso no se trata de la

configuración de una disidencia (es decir: un desviado que ex profeso va en contra de las reglas del

otro, que es el ejemplo por excelencia manejado por Becker), como sí de un principio de rendición

para retornar a esa sociedad vista como enajenada de sí (si no es que ingresar por primera vez a ella).

Dicho de otro modo, dentro del campo discursivo de la Fundación y de A-A y N-A no sería adicto

aquel que simplemente incurre en prácticas adictivas, como sí aquel que, habiendo sido iniciado, ha

empezado a definir su propio-ser en función de una enfermedad catalogada como degenerativa,

progresiva e incurable. Ese es el adicto, aquel que, como Francisco y el paciente cuyas palabras han

sido citadas textualmente, reconoce que ha perdido ante la adicción y entra en la tarea inacabable de

asumir un estilo de vida de sobriedad que le brinde la posibilidad de prolongar su existencia con

dignidad. Esta derrota, este reconocimiento de impotencia, es el propósito del internamiento en la

Fundación; a ella se le concibe como ingobernabilidad.

Hoy decía algo el doctor, y es verdad: "los únicos individuos que no se recuperan son

aquellos que no pueden o no quieren ser honestos consigo mismos". Y el primer paso dice:

"marica, admita que usted es impotente, admítalo, usted es impotente porque a usted le

fascina meter y no puede dejar de meter". ¿Cuántas veces yo no lo intenté? ¿Yo no intenté

dejar de fumar marihuana con un método, con un psicólogo, fumando cigarrillos, comiendo

mentas, jartando, de todo? Y no pude porque esa era mi impotencia (Paciente D, 2015).

Francisco recordaba con nitidez estas palabras, y a ellas se remitía mentalmente cada vez que se

preguntaba qué hacía interno en la Fundación. Cuando recién llegó alguien se las dijo, y aunque ese

alguien no era un terapeuta ni un paciente con bastante tiempo de abstención, era como si lo dicho

algo en él despertase. Después de todo, esto era aquello en lo que lograba estar de acuerdo con las

demás personas que habían habitado con él por cerca de un mes en la casa, y particularmente le

representaba su mayor certeza en este intricado camino de recuperación. “Todos los días uno tiene

la enfermedad, entonces todos los días uno se debe derrotar ante ella” (Terapeuta B, 2015), le decía

uno de los terapeutas. Su disciplina en la casa, esa por la cual había sido designado como

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coordinador, era su cortapisa frente al temor que lo invadía cada vez que rememoraba sus momentos

de consumo; y cada vez que apologías y remembranzas retumbaban a su alrededor no podía menos

que procurar distraerse con los trabajos terapéuticos y la atención de funciones. “No hay lugar en el

que de tu adicción te puedas esconder”, parecía decirle su “otro yo”. Vino Francisco a la Fundación

para querer escapar de sus problemas de consumo, pero a la vuelta de cada nuevo rato de soledad

quedaba de frente con una sensación de ansiedad que difícilmente podía controlar. “No sé en qué

creen ellos”, se decía, “pero sí que entiendo que con esto no puedo luchar”.

Es de aclarar que la creencia en la recuperación auspiciada por la Fundación, aun cuando soportada

sobre un enfoque que podríamos denominar “colectivista”, no se caracteriza precisamente por dar al

tratamiento un cariz colectivo. Y a su turno la adicción, que merced al abordaje de que es objeto

tiende a ser explicada merced a la puesta en escena de toda una serie de circunstancias emocionales,

acontecimientos del pasado del adicto y relaciones interpersonales, tampoco es presentada como una

patología de corte contextual. En otras palabras, y como lo señalase John Steadman (1992), ni la

enfermedad ni la recuperación son entendidas como manifestaciones de las cuales es unilateralmente

responsable la colectividad (llámese familia, escuela, comunidad, sociedad, etc.), y en cambio son

atribuidas directamente al paciente como asuntos con lo que debe lidiar por su propia cuenta. No se

trata ciertamente de un abandono del paciente a su suerte, como sí de su inserción en la creencia en

la recuperación a través de la entrega a un esfuerzo que en primera instancia ha de tener repercusión

en sí mismo. En algunas sesiones grupales se suele recitar: “nadie es culpable de su enfermedad,

pero sí responsable de su recuperación”, frase que en primera instancia pareciera no decir mucho,

pero que puesta a trasluz del contexto terapéutico sugiere bastante acerca de la manera como es

planteada esta individualización. Puede que el siguiente comentario de parte de un paciente nos

aclare un poco más esta cuestión.

Pues [los principios personales] no desaparecen. Como le digo, hay situaciones en las que

vuelve a mí como ese impulso y esa negligencia de creer que yo soy el único que tengo la

palabra, pero es que dejan de ser tan confiables para mí porque a medida que voy explorando

y entendiendo voy viendo que esos principios, que parecían tan reales y tan propios, fueron

manipulados por mí mismo. Yo mismo los empecé a manipular para poder continuar con un

proceso de adicción que tenía. Entonces, en cierto punto me dieron mucha estabilidad, pues

era lo que yo necesitaba; yo los había tenido para generar una estructura propia. Y me

servían, yo los creía como algo totalmente mío y sobre lo que yo actuaba y vivía, y algo con

lo que... sin lo que... —bueno, no sé cómo se diga...— bueno, que si los perdía pues iba a

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La creencia como principio de recuperación 163

perder parte de mi identidad. Pero igual empiezan a verse también un poco como falsos y

tergiversados al ver que muchas de las cosas que hacía, supuestamente en base a esos

principios —o pensaba o iba creando— estaban únicamente encaminadas hacia la adicción.

O sea, en primera instancia podía yo decir: "no, es que mi libertad está por encima de esto y

debo buscar lo que yo quiero para poder seguir experimentando mi... como mi existencia en

el mundo y seguir cultivando eso que yo soy y que sin mí no se puede ver". Pero si yo miraba

al fondo —y eso era algo que yo sabía desde antes pero es difícil como verlo y aceptarlo—,

simplemente quería ir a fumar, simplemente quería ir a meterme algo. No había otra razón,

la estaba adornando un montón y hasta sonaba bonito con palabras —no le digo que no—,

sonaba chimba, pero pues en últimas no; era solamente una excusa. Entonces también

empiezan a perder como veracidad para mí y ya no son tan confiables. Pasa algo muy extraño

y es como que a medida que usted se va dando cuenta de que eso... de que usted mismo se

manipuló a usted mismo, usted deja de ser confiable para usted. Entonces reaparecen, pero

de una u otra manera ya siempre hay también una duda sobre eso; cuando llegan a mí, cuando

empiezo a razonar y a tratar de orar en base a esos mismos principios que tenía, ya hay una

incógnita que antes no estaba. Antes me daba yo la razón y lo hacía. Ahora por lo menos hay

una incógnita de pensar si lo que yo estoy haciendo es lo que creo que estoy haciendo, por

la razón que yo lo estoy haciendo o por la razón que estoy creyendo, o si está bien para mí o

si no está bien. Ya hay como otro campo que se me abrió que me permite como

contraponerme a eso. Antes no (Paciente E, 2015).

Esta problematización sobre la manera en que se venía viviendo hasta el momento de ingreso al

tratamiento, y, que hemos visto, parte de la una escisión valorativa del individuo para sí mismo

(efecto Jekyll-Hyde), depende a su vez de la inserción de una valoración sobre los acontecimientos

interpretados como potenciadores de la adicción. Conflictos familiares, abandonos, fracasos

amorosos, pérdidas económicas, etc., cada uno de estos antecedentes, si bien ya asumidos por el

paciente (que los ha vivido) como signo de tristeza y desolación, ingresan en la creencia en la

recuperación bajo un nuevo cariz semántico. Por una parte, los acontecimientos pasan a ser incluidos

dentro de la gran semántica de la adicción —que en la práctica resulta problemática, pero que como

elemento ideal, como universal, funge como creencia unificadora—, lo cual es posibilitado gracias

a que la enfermedad, en sentido estricto, no es reducida al consumo (o al desempeño de la práctica

adictiva), sino que, antes bien, se aborda como una expresión multidimensional de la psique

individual que se finca en los sentimientos de resentimiento, temor e impotencia concitados por la

rememoración (explícita o inconsciente) de ciertos traumas (situación que, por ejemplo, y como

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164 Dolor, derrota y liberación

veíamos en capítulo 1, no es tenida en cuenta por Steadman (1992)). Por otra, la construcción de esta

semántica es manejada con cuidado por los terapeutas para que no se convierta en un justificante

para el paciente, procurándose así evitar que, so pretexto de haber tenido un infausto pasado, siga

atado al estilo de vida adictivo. En ese orden de ideas, ciertamente se puede afirmar que el

tratamiento funge como un mecanismo de individualización de la responsabilidad (Foucault, 1995),

pero que resulta más complejo de lo que pudiera parecer. En primer término una tendencia histórico-

contextualizadora permite convertir la particular historia de vida del paciente en algo: 1) susceptible

de ser explicado; 2) categorizable bajo la etiqueta de adicción; y 3) meritorio de ser anclado en la

creencia. Y, en segundo lugar, la introducción de una ruptura con dicho pasado, que pudiera verse

como un “nuevo comienzo”, aparece como instancia a-estructural que: 1) simbólicamente sustrae al

paciente de esa suerte de “cadena de causalidad” que lo ata a continuar consumiendo; y 2) apunta a

restaurar progresivamente su libre albedrío, llevándolo así al paciente a hacerse responsable sobre

su devenir (Kant, 2015). La individualización de la responsabilidad funge como nueva instancia de

escisión, siendo uno de los factores que posibilita el ingreso del paciente en el colectivismo de la

creencia en la recuperación. Demostrativo sobre esto era ver cómo algunos de los internos, aludiendo

por ejemplo a maltratos recibidos tiempo atrás, indicaban que era preciso dejar atrás los rezagos de

remordimiento que pudieran quedar. De hecho, sorprendía ver que, al revelar el fruto de sus

reflexiones, ellos presentaran justificaciones de la conducta lesiva u ofensiva de otros en términos

de “sus motivos tendrían” o “debo mirar mi responsabilidad”.

En la Fundación se estimula constantemente esta práctica de individualización, lo cual resulta

palmario cuando algunos de los pacientes elevaban quejas sobre sus compañeros o sobre el

funcionamiento de la casa. “Mirar en primer lugar la viga clavada en el propio ojo” era una

recomendación que hacía carrera en las terapias grupales, algo que a su vez era reforzado merced a

las intervenciones en tal sentido que hacían pacientes más adentrados en la creencia en la

recuperación. Un comentario ligeramente crítico que no hiciera parte de lo “estandarizado en la casa”

—pues había determinadas críticas que eran recibidas con afabilidad y otras que no— detona al

instante otros más bien “controladores”, encaminados precisamente a poner en su lugar al que ha

opinado. Otro tanto sucede a veces con sugerencias acerca de mejorar el “ambiente” anímico de la

casa en su conjunto, las cuales por momentos tienden a ser sucedidas por indicaciones respecto de

la necesidad de que cada quien tiene de preocuparse por su propio proceso. Los terapeutas

puntualizan sobre la exigencia de que cada quien asuma las consecuencias de sus decisiones,

resaltando en ocasiones que, de hecho, ello es uno de los puntos de inconformidad que suelen

aparecer durante el internamiento. Se produce entonces el despliegue de un juego discursivo moral

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La creencia como principio de recuperación 165

que en primera instancia indica que hay que hacerse responsable, pero que a posteriori resalta el

hecho de no ser prisionero del pasado; hay que afrontar el resultado derivado de las acciones

realizadas, pero a su vez emprender un nuevo camino. Esta individualización, que pudiera ser tomada

como rasgo par excellence de la modernidad, adquiere en la Fundación una complejidad que resulta

cuando menos interesante, al tiempo que abre la puerta a nuevas formas de entender esa relación que

media entre la materialidad del día a día y la creencia en ser-algo-más. Se trata, pues, de una

recuperación que finca sus esfuerzos en la inmanencia del “solo por hoy” para dar continuo alcance

a una tranquilidad vista como libertad.

Claro está, esta secuencia de individualización de la responsabilidad no fluye de manera armónica

en todo momento, e incluso su despliegue a través de líneas discursivas y de fuerza sobre el accionar

individual supone sortear las vicisitudes que este último, en la forma de resistencia, le opone de

continuo. Así, el tratamiento para las adicciones constituye un campo de lucha en el que valoraciones

sobre la vida chocan sucesivamente, y en donde además el despliegue de estrategias está a la orden

del día. El equipo terapéutico de la Fundación cuenta con aspectos importantes a su favor para lograr

difundir la creencia de la recuperación, entre ellos la institucionalidad que los respalda y el hecho de

que buena parte de los pacientes acuda a ellos justamente para ser partícipes de tal creencia —este

encuentro entre tecnologías de dominio y tecnologías del yo es lo que Michel Foucault concibe como

gouvernementalité—; pero ello no asegura que la tendencia homogeneizadora se extienda como

efectiva representación colectiva frente a cada uno de los integrantes de la Fundación. Sin perder de

vista que las relaciones de poder operan justamente sobre el margen de libertad del otro, y que por

ende son por principio porosas y sujetas a un juego siempre móvil de estrategias (Foucault, 1988),

existen al menos dos circunstancias más que entran a reforzar tal consideración: 1) hablar de “los”

terapeutas o de “equipo” terapéutico no es sinónimo de homogeneidad en la aplicación de criterios

de intervención y conocimientos científicos, sino que más bien constituye una forma de hacer

referencia a la existencia de una serie de profesionales en psicología, psiquiatría, trabajo social y

enfermería que están vinculados laboralmente con la Fundación, que gozan conjuntamente de ese

aura de legitimación de su saber y que comparten reflexiones en momentos específicos de la jornada

de trabajo, pero que bien pueden aplicar en las consultas y en las sesiones grupales enfoques

metodológicos y epistemológicos relativamente diferentes entre sí (sin desbordar las fronteras de ese

corpus conceptual institucionalmente aceptado como idóneo para el desempeño de prácticas

terapéuticas frente a las adicciones). 2) Aquella “disposición del enfermo a ayudar en el

restablecimiento de su salud” de la que habla Talcott Parsons (1984) con el denominado sick role, si

bien indudablemente presente en muchos de los casos, en lo que concierne a su “ejecución” no deriva

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166 Dolor, derrota y liberación

en algo tan sencillo como decir que el paciente ha de seguir al pie de la letra las recomendaciones

del equipo terapéutico. Al respecto se recordarán las indicaciones de una de las terapeutas sobre los

desencuentros que tenía en ocasiones con los pacientes, y cómo explicaba ello a partir del

desdoblamiento entre el ser humano y el adicto (siendo el segundo el responsable de los cortos

circuitos entre la práctica terapéutica y su desarrollo por parte del paciente); pero lo cierto es que

problemas de este tipo son algo con lo que los terapeutas deben lidiar de forma cotidiana. Es aquí

donde una sesión grupal en particular ofrece a estos últimos la posibilidad de introducir con mayor

énfasis la tendencia homogeneizadora: los inside. Francisco guardaba un profundo respeto por este

espacio, aunque en buena medida su sentimiento era una forma de camuflar ese temor que a él y

otros pacientes les inspiraba el hecho de eventualmente ser sometidos allí a una confrontación verbal

directa. A la fecha él era uno de los pocos que no había sido interrogado en un inside, algo que

ciertamente lejos estaba de ansiar. Un paciente, comentando de soslayo acerca de la sensación que

le infundía el estar allí, afirmaba: “Depende del evento, porque, por ejemplo, si era un inside sí era

pegado a esa silla, hijueputa, escuchando todo lo que decía ese man, porque... es que don (…) le

sabe hablar a uno” (Paciente D, 2015). Pero, ¿en qué consistía esta sesión? Alguien más señalaba

lo siguiente.

Sí sabía qué era inside, pero no sabía que era de esa manera. Pensé que era más bien una

terapia de choque. Lo vi como una terapia de choque, pero una terapia de choque es más

guache. Tranquilo, realmente tranquilo, no... Pues sí, le dicen a uno las vainas en la cara, a

nadie le gusta que le digan la verdad en la cara. Eso es bueno, es muy bueno que le digan la

verdad en la cara a uno (Paciente B, 2015).

Un número plural de terapeutas dirige la sesión grupal. Dispuestas las sillas en formación cerrada

(figura 3-4), los pacientes se colocan contiguamente a un costado, mientras aquellos, ingresando al

tiempo minutos después por un acceso específico, se ubican en el lado opuesto. Al comienzo todos

se ponen de pie, recitan la oración de la serenidad y luego toman asiento. Uno de los terapeutas hace

aclaración expresa al auditorio sobre la reserva del contenido de la reunión, advirtiendo que la

revelación de lo dicho dentro en ella puede constituir motivo de expulsión. No es esta simplemente

una advertencia, sino que a su vez constituye un marcador de escena. Es la señal que demarca la

inserción colectiva en un ritual de indagación, oficiando casi que como una trámite de transición

para que los asistentes, aun cuando experimentando una sensación de incomodidad por presenciar

algo que no debieran, un arcano vedado a sus sentidos, alcancen la legitimidad para hacer parte de

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La creencia como principio de recuperación 167

este espacio, tanto para escuchar como para intervenir. Uno a uno, los seleccionados para ser

interrogados van siendo conducidos a verbalizar con sucesivas preguntas.

Figura 3-4: Disposición de los participantes en el inside.

—¿Cómo estás? —pregunta un terapeuta a uno de los pacientes, en apariencia escogiéndolo

al azar.

—Pensativo, doctor —responde el interpelado.

—Ese no es un estado; dime: ¿cómo estás? —continúa el terapeuta. A ello sigue un silencio

de algunos segundos; el paciente clava la mirada en el piso, se encoge en la silla, se muestra nervioso.

—¿Cómo estás? —reitera el terapeuta.

—Estoy bien, doctor —contesta el paciente al cabo de un par de segundos más de silencio.

—¿Qué es “bien”? —agrega el terapeuta. Prosigue otro silencio. Algunos pocos miran de

soslayo a los interlocutores, otros más reflejan en su expresión incertidumbre, posiblemente angustia.

El interpelado se encuentra solo ante la indagación.

—Pues que me siento tranquilo, sin problemas; agradecido por estar aquí. —La respuesta

fue lanzada rápidamente, como si el paciente buscara mostrar un ímpetu que a estas alturas ni como

apariencia subsistía en sus ademanes y en su tono de voz.

—“Tranquilo”, “sin problemas”, “agradecido”. ¿Te sientes agradecido por estar encerrado

en este lugar? —Esta vez el tono de la pregunta es un tanto sarcástico. El paciente intenta levantar

la mirada, pero al instante vuelve a parapetarse en su postura. Crispa las manos y se encoge de

hombros.

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168 Dolor, derrota y liberación

—Respóndeme —reitera el terapeuta. — ¿Te sientes agradecido por estar encerrado aquí

una vez más? Ya habías estado aquí antes, ¿tanto te gustó que quisiste regresar?

Tendía a suceder otro tanto con los demás pacientes interpelados. Daba la impresión de que se

buscaba hacerlos sentir mal, llevarlos a verbalizar sobre sus acciones, invocar confesiones. Consumo

de drogas, alcoholismo, violencia, fracasos familiares suelen ser algunos de los problemas personales

ventilados en el inside, aunque todos, a pesar de su heterogeneidad, son hábilmente conducidos por

los terapeutas para que deriven en el reconocimiento por parte del paciente de dos circunstancias: la

sensación ansiedad y la condición de adicción. La escena en su conjunto resulta tensa. Lo dicho, los

métodos de los terapeutas, el aire que allí se respiraba. No se guardan nada en esta terapia grupal.

Incluso, en los casos en que lo consideran preciso, toman a otros pacientes y sus experiencias como

herramientas para sostener la recriminación efectuada a los seleccionados para ser interrogados.

Algunos de los pacientes, a pesar de ofrecer resistencia, terminar por abdicar, algo que por lo menos

se reflejaría en el mutismo en el quedan inmersos y, en ocasiones, en las lágrimas que dejan escapar.

Hay quienes, en cambio, desde la primera pregunta se muestran sumisos, aceptando las

recriminaciones y a lo sumo profiriendo frases lacónicas de asentimiento: “sí, señor”, “sí, doctor”,

“tiene usted razón”, “eso es correcto”.

Emilce le preguntó en alguna ocasión a Francisco por qué a él no lo ponían a hablar en los inside, en

tanto que ella sí había tenido que pasar por esa traumática experiencia. No le dio una respuesta

concreta, sino que más bien hizo algunos rodeos en torno a lo que pensaba sobre el particular. Indicó

así que la primera vez que estuvo en un inside, dos días después de su arribo a la Fundación, vio que

este espacio era dirigido por uno de los terapeutas más “temidos”. Le contaba a Emilce que le parecía

muy fuerte el ver cómo algunos de sus compañeros llegaron a llorar en esa ocasión, por lo que para

sus adentros agradecía no haber sido sometido a tal experiencia de “terapia de choque”.

—¿Habrías llorado? —le preguntó Emilce.

—No —respondió Francisco—. Sencillamente no habría reaccionado de la mejor manera.

Tiendo a ser explosivo.

—¿Y no lloras en ningún momento? —insiste Emilce.

—Pues sí, pero no en frente de todos. Una vez, después de otro inside, me puse a llorar junto

con un amigo al pensar en lo que habíamos escuchado esa vez.

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La creencia como principio de recuperación 169

En todo caso, es de aclarar que en los inside todo tiende a ser moderado de continuo. Desde el tono

de la voz hasta los comentarios, toda la serie de expresiones empleadas allí van encaminadas a hacer

verbalizar al otro y llevarle a tomar conciencia sobre una situación particular, pero de ningún modo

entran en terrenos de la ofensa. De hecho, lo interesante está en ver cómo lo tenso de esta terapia

estriba más bien en dos elementos de forma: 1) la estructuración de un régimen de verdad (“decir la

verdad en la cara”, se leía líneas atrás en la citación de lo dicho por un paciente), lo cual dista de ser

una suerte de presentación pública sobre aspectos “esenciales” de la vida y proceder del paciente, y

en cambio corresponde a la configuración de un discurso de reinterpretación sobre la situación de

este último, ejercicio en el cual se encuadran las acciones y pensamientos recriminados como

manifestaciones propias de la adicción; y 2) el empleo de un ciertas pautas retóricas a la hora de

presentar tal reinterpretación, marcadas principalmente por la generación de una sensación de

distanciamiento y de falta de empatía (merced a ello cabe suponer que la ubicación que cada bando

ocupa en el recinto no es gratuita). Sumando a ello el que la presentación, antes que lineal, se va

construyendo sobre la comunicación en doble vía del terapeuta y el paciente “protagonista” (a través

de las preguntas y las respuestas), así como que ello se hace ante un auditorio nutrido y expectante

frente a lo que ocurre (los demás pacientes y los otros terapeutas), no puede ser menos que dar paso

a una sensación opresiva para el interrogado. Se trata ciertamente de un terreno de confrontación, de

puesta en escena de estrategias que dan materialidad al juego de poder, pero que se sustenta

preponderantemente sobre formas eminentemente discursivas. Se podría hablar al respecto de una

ritualización del espacio, pero siempre y cuando se tenga presente que este formalismo, más que un

adorno de la interacción, constituye un elemento estructurante de la misma. Como lo habrían de

indicar Peter Berger y Thomas Luckmann (2008), los entendimientos intersubjetivos, en la medida

en que alcanzan mayor generalización, se transforman en signos y finalmente en símbolos. Pero estos

no solo aparecen como condensaciones semánticas, sino que a su vez revisten el papel de

manifestaciones formales sobre las cuales se construye la discursividad cotidiana. En ese orden de

ideas, podría señalarse que lo expresado y construido en el inside no simplemente fluye por vía del

cauce ritual, sino que de hecho es a partir del entrecruce de lo formal y lo vivencial (esto es: lo

verbalizado por los pacientes como parte de su historia de vida) que una forma específica de discurso

terapéutico es configurada. Hablar de rituales es una forma de poner de presente la mayor rigurosidad

visible en ciertas franjas espacio-temporales, la cual, en sentido estricto, correspondería a la adopción

de medidas —implícitas y explícitas— con las cuales se apunta a circunscribir el margen de

creatividad discursiva dentro de parámetros de producción lingüística más o menos estandarizados.

Esto se explica mejor si, en definitiva, se observa que los símbolos: 1) si bien son generalizaciones,

tienen alcance a lo largo y ancho de prolongadas extensiones de espacio y tiempo por cuanto se

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170 Dolor, derrota y liberación

vinculan íntimamente con el propio-ser de actores, en muchos casos constituyendo mecanismos de

presentificación de recuerdos ligados a la seguridad ontológica; y 2) que tienen la posibilidad de

fungir a un mismo tiempo como pautas semánticas y formales en el diario vivir. La explicitación de

tales símbolos (normalmente manejados bajo formas prácticas de conciencia) es, en últimas, aquello

que cabría denominar como ritualización.

En cuanto ritual, el inside es un instrumento de generación de homogeneización en torno a la creencia

en la recuperación, siendo por tanto el espacio por excelencia para que las disidencias sean ventiladas

(¿o tal vez denunciadas?) y deshechas. Allí no se parte de generalidades, y en consecuencia no hay

una reiteración de determinadas fórmulas con la esperanza de que tengan aplicación en cada caso

(sin perjuicio de los rituales de apertura y cierre). De una sesión a la siguiente los cambios pueden

ser significativos, así como hay lugar a variaciones de los destinatarios de las prácticas de indagación.

Para ser exactos, sobre este punto habría que resaltar la experticia de los terapeutas para saber

conducir estas sesiones según los recursos discursivos con que cuentan. De esta manera, la que cabría

denominar como continuidad institucional de este espacio no reside en una dimensión teleológica

predefinida (aquí se podría aludir a la creencia en la recuperación como finalidad, pero plantearla en

ese términos es dejarla aislada del contexto material para su performance y, por tanto, sin una

determinación clara), sino que más bien tiene un carácter formal y pre-semántico. Hay una

significación generalizada acerca de lo que cabe esperar de un inside, lo cual se hace evidente en los

comentarios y expresiones de angustia que tienen lugar en los instantes previos a la sesión. Pero es

en el espacio mismo donde se construye la semántica; allí el mensaje, en la forma de enseñanza,

moraleja, reconvención, etc., es construido sobre la marcha. Después de todo, no hay que desconocer

que lo acontecido en este espacio se alimenta con una selección de las anécdotas de convivencia de

la casa, así como de la particular disposición del terapeuta de turno, siendo por tanto digna de resaltar

la técnica a través de la cual este último logra convertir esa pre-semántica en el mensaje final.

3.5 El comienzo de una lucha vital

Habían sido atendidas las funciones de la tarde (los retoques), por lo que ahora muchos de los

pacientes, como haciendo todavía la digestión de ese suculento almuerzo consumido hace algo más

de una hora, se sentían en libertad de yacer cómodamente en el patio y disfrutar de un momento de

estimulante lasitud. Allí también estaba Emilce, quien adoraba explayarse sobre la silla, cerrar los

ojos y soñar despierta con lo primero que llegase a su mente. No así, quiso privarse por un momento

de la compañía de sus compañeros y compañeras para ir a cruzar algunas palabras con la cocinera y

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La creencia como principio de recuperación 171

la enfermera, a la espera tal vez de que le dispensaran ese trato consentidor que tanto le agradaba.

En ese instante ellas se encontraban ocupadas, por lo que optó por seguir su marcha hacia el SUM,

confiando en que la soledad de ese recinto mejorara aún más esa particular delectación que le

infundía la tranquila contemplación del paso del tiempo. Pero el recinto no estaba desocupado; allí

estaba Francisco, quien, cabizbajo y sumido en sus pensamientos, no se dio cuenta de que ella se

acercaba. Emilce dudo en entrar, sentía que tal vez no era prudente importunar a su compañero,

quien posiblemente deseara permanecer solo. Fue en todo caso más grande su curiosidad, así que se

decidió a conversar con él.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Emilce. Francisco pareció asustarse un poco al escuchar a

su compañera, quien sin dudas lo había sacado de un trance.

—¿Yo? Esto, no nada. ¿Por qué lo preguntas?

—Es que casi nunca te veo así, como pensativo.

—En este lugar es difícil no hacer otra cosa; lo que pasa es que lo hago cuando estoy solo.

—De eso me doy cuenta. Pero, ¿por qué estás tan pensativo?

—Mi terapeuta me dijo que mañana será mi primer paso.

—Dicen que es algo difícil, algunos salen llorando de eso. ¿Te preocupa eso?

—Pues sí, pero no es solo eso.

—¿Entonces?

—Lo que pasa es que no me siento listo. Es como pensar que si saliera mañana voy a recaer

de una vez, como que no sé si ya sea momento para esto.

Un terapeuta se refería al primer paso como el momento más sagrado de una persona en

recuperación, instancia en la cual el paciente experimenta una especie de apertura. Así, y de la mano

de los principios de la honestidad, la receptividad, la buena voluntad y la humildad, comienza a

prepararse para asumir como visión propia la escisión de su propia vida, identificando en ella los

propios actos y asumiendo progresivamente las consecuencias derivadas de los mismos. Algunos

afirman que después de cruzar por esta etapa llegan a recapacitar en relación con sus errores del

pasado, aquellos que particularmente pueden conducirlos a recaer. En cierto modo esto opera como

un redescubriendo de sentimientos, generalmente de rencores, de aspectos que han sido

invisibilizados tras años de aparente impasividad frente al dolor; con todo, no es menos cierto el que

llegar a ese punto de sinceridad-consigo-mismo, más que algo que acontece en un instante, es algo

que solo ocurre merced a la progresiva inserción del paciente en la creencia en la recuperación. Creer

en el cambio personal supone algo más que adoptar un conjunto de pautas como estilo de vida hacia

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172 Dolor, derrota y liberación

el futuro; en realidad, es un asunto de crear una disposición frente a la vida y la sociedad, en donde

los cuatro principios del tratamiento mencionados (honestidad, receptividad, buena voluntad y

humildad) intervienen como elementos estructurantes de la configuración diaria de un estar-siendo

consciente y orientado hacia una meta, no concebida para ser alcanzada algún día, como sí

dependiente del trabajo-sobre-sí que el adicto en recuperación efectúa jornada tras jornada. De

hecho, esta instancia grupal del internamiento, que solo tiene lugar una vez durante dicho período,

aparece más bien como una fase que inaugura en el paciente el nuevo estilo de vida. La

ingobernabilidad es el punto central de esta instancia, así lo señala de dodecálogo de A-A y N-A:

Admitimos que éramos impotentes ante nuestra adicción, que nuestra vida se había vuelto

ingobernable.

Una paciente, al ser consultada sobre lo que había significado para ella este ritual, comentaba lo

siguiente:

Pues yo creía que no iba a ser tan fuerte porque en algunos primeros pasos que yo había visto

decían cosas re fuertes que le había pasado a la persona, y esa persona se destruía, y a veces

les daban duro y les decían que: "no, que esto no es así, y usted sabe que tiene que afrontarlo

y...", cosas así, ¿sí? Entonces pues a mí me intrigaba mucho el hecho, o sea, cómo iba a ser

mi primer paso, porque yo en realidad no había tenido... o pues, no… como que no tenía

mucha conciencia acerca de las cosas graves que me habían sucedido. Pero entonces como

el primer paso es desde que uno nace — prácticamente—, hay cosas que uno olvida, que

uno deja atrás, que ya uno no cree que puedan hacer parte de estos momentos, estas

situaciones. Entonces, pues yo las había dejado atrás; yo las había mencionado en las terapias

y todo, pero eran cosas como que yo no creía que iban a salir ahí. Y fueron cosas que pues

sí me tocaron mucho y... como que sí me sentí muy movida por esas cosas porque no sabía

que podían tener alguna relación con lo que estaba pasando en este momento. Y eran cosas

que yo ya... pues me había dolido en su momento, pero ya prefería como no recordarlas.

Entonces el recodarlo me hizo hacer como... como sentir mucho dolor y muchas cosas

extrañas que no pensé que se pudieran sentir (Paciente A, 2015).

Pacientes convocados a este evento, al igual que Francisco, lucen nerviosos en los instantes previos,

sorteando a un mismo tiempo su propia ansiedad y las bromas que ocasionalmente efectúan algunos

de los compañeros (que, hay que decirlo, parecen encaminadas a ayudar a superar ese duro trance).

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La creencia como principio de recuperación 173

Es un momento clave en la recuperación del paciente, pero nunca terminado. Comentaba un

terapeuta que lo relevante de ello reside en la adquisición de conciencia, al tiempo que aclaraba que

el primer paso es una lucha de todos los días. Concretamente señalaba:

La presentación del primer paso no es como el grado; a veces pareciera que sí, pero no es

así. La presentación del primer paso es como el culminar, hacerle como entender al paciente

cómo es su enfermedad, qué ha pasado en su enfermedad y en dónde está el dolor de su

enfermedad. Y ahí es en donde llega el primer paso. El que se lo cuenta a otro ni siquiera es

por él, es por los otros, para que los otros vean, para que los otros se identifiquen, para que

los otros sientan. O por lo menos así lo veo yo. Por eso inclusive hay pacientes que no

realizan su primer paso o digamos que no sentimos que realmente lo hagan, y aun así salen.

¿Por qué? Porque, pues, un primer paso no es eso, un primer paso no es sentarse frente a

quince cristianos; se le da ese nombre, pero no es eso. El primer paso es hacer esa conexión

de todo lo que ha pasado con esa parte espiritual (Terapeuta B, 2015).

Todos los días el adicto en recuperación “modelo” se derrota ante su enfermedad; su “solo por hoy”

funge como reconocimiento y autoconciencia y a la vez como fortaleza para vivir sobrio un instante

más. Es aquí, como lo comentábamos previamente, cuando en efecto aparece el adicto; y es tal vez

la inauguración de esta condición personal la que motiva el que cada paciente, llegando a un punto

crucial durante su internamiento, atraviese por esta sesión grupal. Es el espectáculo de su derrota,

enseñanza para sus compañeras y compañeros, nueva vida para la creencia en la recuperación a

través de su expresión en práctica social terapéutica y catártica. El turno era ahora para Francisco,

quien poco durmió en la noche, y ahora se veía ante las puertas de una indagación por la que nunca

había pasado. En medio de su auditorio tomó asiento, y al cabo de decir su nombre completo y recitar

una composición ritual propia de este espacio, procedió a realizar un relato de su vida en torno al

sufrimiento y el resentimiento que embargaba su ser. Muestras claras de acendrado hieratismo han

de marcar el proceder del paciente, su actitud ante los demás y ante sí mismo debe reflejar abierto

compromiso con la derrota de sí y la intención de cambio. Ciertamente risas pasajeras y pequeños

comentarios tienen lugar, pero solo en la medida en que logran ser compaginados con el ritmo de las

normas que configuraban esta ocasión. En varias oportunidades Francisco fue interrumpido por el

terapeuta, ese mismo que lo hubiere guiado a lo largo de su estadía en la Fundación; aquel que en un

momento de exultante emotividad había considerado como un segundo padre.

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174 Dolor, derrota y liberación

—¡Deje de escudarse en su dolor! Eso de nada le sirve. ¡Afronte lo que hizo!, ya es hora —

decía el terapeuta, a la sazón posicionado en el centro del recinto. En postura desafiante, expresión

facial irascible, y con una de sus manos apuntando a su paciente.

—¡¿Qué es lo que quiere de mí?! ¡¿No le basta con verme sufriendo?! —respondía

vociferante Francisco, tomándose tenso la cabeza con las manos.

—¡¿Y acaso cree que usted es el único que ha sufrido?! ¿Qué me dice de sus papás, de su

novia, de todos aquellos a los que les dio la espalda? ¿Qué me dice además de todos aquellos que,

aunque sufriendo, nunca se rindieron? ¿Hasta cuándo se va a seguir valiendo de su dolor para meter?

—¡Yo no sé, maldita sea! —decía Francisco entre gimoteos. Lloraba sin medida, era la

primera vez que muchos de los presentes lo veían en ese estado. Nadie decía nada, algunos preferían

no mirar, otros, cual si estuvieran en estado catatónico, a lo sumo parpadeaban ante lo desgarrador

de la escena.

—¡¿Quién tomó la decisión de consumir?!

—¡Yo no sé nada!

—¡¿Quién tomó la decisión de consumir?!

—¡No quiero saber nada! Solo sé que no pude con esta maldita enfermedad, que todo lo que

hago no sirve de nada, que por más que me esfuerzo me siento impotente... —Aquí sus palabras se

perdían entre sollozos.

—¡Eso es correcto! —Dijo el terapeuta—. Es por ahí por donde tiene que empezar. Ese

dolor, el que lo lleva a confesarse como impotente, es el que lo puede ayudar a cambiar; no aquel

con el que se excusa para meter cada vez que se le da la gana.

Algunos de los presentes lloraban; un paciente decía para sí mismo: “esta es una enfermedad

sobrehumana”.

—Ese es el primer paso, Francisco —concluyó el terapeuta—. Creer empieza por sentir, he

allí la respuesta a su pregunta. Hoy ha sentido, y por tanto ya se le puede encomendar al poder

superior. Los que deseen hacerlo, pueden abrazar a Francisco.

Emilce se le abalanzó en cuanto pudo, también lloraba. Ella y Francisco se miraron a los ojos, y

como si el uno hubiera visto en el otro algo que le resultara familiar, se fundieron en un abrazo que

parecía no terminar. Los otros no interrumpieron su gesto, y en cambio optaron por rodearlos.

Congregados así los pacientes, sin mirarse entre sí, y cuan estrechamente unidos como les era

posible, recitaron bajo la guía de uno de los internos la oración de la serenidad. Muestra de una

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La creencia como principio de recuperación 175

sensación compartida de fraternidad ante la adversidad, eximia expresión de esa representación

colectiva que ahora, y después de mucho tiempo, por fin empezaba a serle clara a Francisco, fue un

instante en el que cada quien entró en contacto con la calidez de una esperanza que se hacía terrenal

y humana. Nadie dejó de ser sí mismo, no hubo un “gran espíritu” que los absorbiera a todos; era

algo más bien sutil, perceptible apenas por cuenta de la nueva sensibilidad adquirida por aquellos

que habían pasado por este camino de recuperación. Algo que fluye de uno a otro paciente, es un

mensaje que se convierte en cuerpo, que destaca como individualidad surgida desde lo colectivo; es

la creencia en sí mismo a través de la inserción de su humanidad en el gran ciclo de destrucción y

creación. Entre un poder superior y la ingobernabilidad frente a la adicción, allí se posiciona el

paciente que ha dado su primer paso; es la lucha entre potencias que desbordan su capacidad de

acción, y ante las cuales, antes que ser arrogante, se precisa rendirse, hacerse parte de ellas. No hay

escisión entre el individuo y estas potencias, como sí la fusión entre una y otra que ancla lo inmanente

en la proyección trascendente.

—Gracias —dijo Francisco a Emilce tiempo después de culminado su primer paso.

—¿Por qué me agradeces? —contestó ella.

—Supongo que por estar allí.

—¡Qué bobo! ¿Pensaba acaso que lo iba a dejar solo? De hecho, todos estuvimos allí para

acompañarte.

—Puede que sí, pero me parece que tú me entiendes mejor.

—¡Esto hay verlo! El coordinador ogro tiene sentimientos.

Ambos rieron, siguieron conversando. Estando allí uno de los terapeutas se les acercó.

—Francisco, por favor convoque en el patio a todos los internos que necesito comunicarles

algo —indicó el terapeuta.

Uno a uno fueron llegando.

—El equipo terapéutico ha tomado la determinación de introducir un cambio en la población.

Las mujeres se van quedar en esta casa, mientras los hombres serán llevados a la sede campestre

ubicada en las afueras de la ciudad. Dejen todo empacado, mañana será la partida.

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176 Dolor, derrota y liberación

Esto fue todo cuanto dijo el terapeuta, quien sin más se retiró hacia su consultorio. La mayoría quedó

en silencio, algunos, apenas en voz baja se preguntaban qué había pasado. Emilce y Francisco se

miraron entre sí sin entender lo que sucedía. La fría noche cayó un poco antes de lo habitual, ese día

la cena solo fue un espectáculo de rostros taciturnos y platos a medio terminar.

3.6 Notas teóricas

La fe que infunde serenidad, valor y sabiduría a los pacientes de la Fundación, como se veía

previamente, se caracteriza por posicionar lo individual-humano como instancia de transición que

media entre dos potencias que lo desbordan: la adicción y el poder superior. Frente a ninguna de

ellas el libre albedrío puede hacer nada, e incluso cualquier atisbo de confrontación con alguna de

las dos supone la auto-negación. Por una parte, el recorrido diario que efectúa un adicto en

recuperación por el primer paso, que supone la derrota-de-sí frente a la adicción, constituye el

reconocimiento de la imposibilidad de luchar individualmente frente a dicha enfermedad,

partiéndose justamente de considerar que no se trata de algo moral (“no se trata de un vicio”,

afirmaba un terapeuta), como sí de una condición patológica, reconocida oficialmente por la OMS e

institucionalizada como afección a la salud, que invita a desvirtuar afirmaciones simplistas sobre

fuerza de voluntad y resistencia frente a las pasiones y que enerva progresivamente la capacidad de

razonamiento. Por otra, el poder superior supone, palabras más palabras menos, la creencia en un

“algo” considerado como desborda las capacidades del individuo, lo cual funge como la principal

fuente de “inspiración” para que este último mantenga el empeño en su recuperación a lo largo de

toda la vida. Este “poder” es concebido de tal manera que no constituye algo en particular, sino que

más bien cuenta con la peculiaridad de estructurarse en función del propio-ser del paciente. Puede

ser algo divino, la madre Tierra, un grupo de personas, etc.; da cabida a todo, pero con nada de ello

forja alianzas definitivas. Ante la adicción el paciente es impotente, incluso minúsculo, y a cuenta

de ello se entrega a la salvación que pueda dispensarle una fuerza igualmente superior. En cualquier

caso, y considerando que en la Fundación se argumenta en favor de la “laicidad” de esta cosmovisión

(que no es sinónimo de una negación tajante de lo profesado por uno u otro rito religioso), habría

que anotar que si bien no es la intención aquí poner en entredicho la sinceridad depositada al respecto

por los defensores de este planteamiento, sí que resulta preciso indagar si en el fondo tal fenómeno

puede ofrecernos nuevas pistas acerca de aquella vinculación entre lo terrenal y lo trascedente que

Max Weber denominara teodicea. De entrada podríamos traer a colación lo indicado por un paciente

al respecto.

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La creencia como principio de recuperación 177

Entonces estaba yo ahí con ese debate, de cómo carajos hago para creer en algo, cómo

carajos hago para involucrarlo en mi recuperación. En un momento empecé a sentarme y a

orar y pues a tratar de meditar; por lo menos hablar conmigo mismo. Al principio me causaba

gracia, me sentía como un loco, me sentía muy raro, es como: "a quién le estaba hablando".

Y dentro, pues, de esa confusión me llegó una lectura —un solo por hoy tal vez, no

recuerdo— que hablaba precisamente del caso de un agnóstico que había llegado a

recuperación, y decía pues que esas personas escépticas siempre igual empiezan a poner

muchas trabas frente al poder superior y dicen: "no, pero el poder superior es muy injusto”;

“no, pero el superior cómo va a estar afuera”; “no, pero el poder superior cómo ve tantas

desgracias en el mundo y no hace nada”; “¿cómo va a existir?" Y él decía: "está bien, o sea,

no tiene por qué ponerle nombre al poder superior, no tiene por qué ser de iglesia, no tiene

que tener color ni bandera. Si usted no logra asimilar ninguno de los que nosotros

proponemos invéntese el suyo; a su manera, que rija, que esté acá en el mundo, que

intervenga en los asuntos que usted tiene, que tenga presencia en su vida". Y pues yo, cuando

leí eso, dije: "pues, o sea, cuando se propone algo así, ¿qué argumento en contra tiene uno,

si me están diciendo: hágalo a su manera, pero hágalo”? Todos los argumentos se empiezan

a derrumbar. Y no es como que haya aparecido una clara imagen de un poder superior; lo

que pasó fue que ya por lo menos no estaban las contradicciones que tenía y ya no podía

poner resistencia, sino que sencillamente empecé a darle crédito a las cosas que tenía en

frente y a tratar de creer en ellas. Entonces mi poder superior se empezó a convertir en esas

personas con las que convivía todos los días y de las que me hacían caer en cuenta de mis

errores, o las personas que me mostraban un dolor tan real que yo no podía creer que era

mentira eso, que yo no podía decir que yo era el único poder superior que habitaba en el

mundo, sino que eso era algo en lo que yo no podía desconfiar. (…) Yo no lo busqué en

últimas, sino que sencillamente llegó a mi camino. Entonces, como que mi real cambio no

fue nunca darle una imagen concisa a un poder superior, sino perder como todo ese

escepticismo; y ni siquiera en su totalidad porque no puedo decir que a veces no me llegan,

pues, ataques de "¡oh todopoderoso!, y nadie tiene razón ni nada". Pero en general como que

pude encontrarme con cosas reales que para mí son las que logran transformar igual la misma

realidad, esa que me incumbe y esa que yo mismo transformo. Y eso para mí empezó a ser

mi poder superior (Paciente E, 2015).

No hay que desconocer que en la práctica muchos terapeutas y pacientes terminan por posicionar su

poder superior en la imagen que guardan de un ente divino, supra terrenal e intemporal —aquí la

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178 Dolor, derrota y liberación

alusión más frecuente es “Dios”, la deidad monista judeocristiana—. No obstante, aparece un

elemento en común entre esta pragmática generalizada de la creencia en la recuperación y lo citado

un párrafo atrás respecto del paciente mencionado, y es el hecho de que tal entrega a esa potencia

supraindividual tiene como corolario la adquisición o el fortalecimiento de una suerte de convicción

sobre el devenir, en este caso marcada por la esperanza de mantener en lo sucesivo un estilo de vida

de abstención. Es más, se puede decir que para unos y otros la cuestión no estriba propiamente en la

identificación de una especie de salvación que los ha de aguardar allende la temporalidad humana,

y en cambio fincan sus esfuerzos en la ordenación del aquí-y-el-ahora en pos de alcanzar un bienestar

individual y social en ese mismo aquí y en ese mismo ahora. ¿Qué tipo de convicción es esa? Citando

una vez más lo indicado por el paciente en cuestión, obtendríamos lo siguiente:

No es como una iluminación religiosa en tanto pongo esa devoción en algo exterior, sino

que para mí es otorgarle como ese sentimiento de verdad a las cosas que suceden a mi

alrededor. Porque dentro de ese escepticismo tan loco que tenía era no poder darle la verdad

a nada, era que nada de lo que sucedía por fuera de mí tenía la razón, era que nada de lo que

sucedía, lo que otras personas dijeran o lo que otras personas aseguraban tenía la razón. Si

ellos lo aseguraban estaba muy bien, pero a mí no me importaba; podían quedarse

asegurando o peleando donde fuera, para mí no era real, y no le iba a dar la razón a nadie.

Entonces es igual descargar un peso muy grande que uno empieza a sentir por creerse como

el único dueño de eso, y darse cuenta de que igual en el día que sale, en la persona que se

levanta al lado suyo, en la persona con la que usted comparte el tinto por la mañana, en la

persona que le comenta que está jodida, en la persona que le comenta que está muy bien, en

la persona que le comenta que extraña a su hijo, más allá de la persona que diga: "existe

cielo o el infierno", para mí viene más como eso, a poder igual otorgarle como esa veracidad

a las cosas que suceden, y yo quitarme ese peso de que solamente yo tengo la verdad.

Entonces empiezo a tener una confianza igual alrededor de lo que pasa, y eso me genera, tal

vez no el no sentirme solo, pero sí el sentirme como parte de algo, y de algo que, disfuncional

o funcional, por lo menos está pasando. Y no es algo... cómo se dice eso... ajeno a mí

(Paciente E, 2015).

Verdad: esta noción, que ha corrido paralela a las distintas justificaciones que ha ofrecido el ser

humano respecto de su presencia en este plano existencial, es el principio de definición de una

ordenación de la materialidad inmediata en pos de una proyección de nosotros mismos más allá, en

cierto modo, de nosotros mismos. Históricamente este efecto de trascendencia ha guardado una

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La creencia como principio de recuperación 179

estrecha relación con una suerte de denigración o minusvaloración de la inmediatez, percibida en

algunos casos como mera apariencia, en pos de la exaltación de una verdad intemporal concebida

como el propósito de vida por excelencia. Algo que está más allá de los individuos y de su

cotidianidad, ese estado (si es que cabe denominarlo de tal forma), por momentos imaginado como

la realización de la dicha máxima concebible —y también la no concebible, la que escapa al

entendimiento pero que igual se anhela (o tal vez por eso mismo se anhela)—, pasa por ser la

recompensa a las acciones desplegadas en este mundo; la justificación de nuestros sufrimientos, la

luz de esperanza que impulsa a muchos a vivir día tras día. Con todo, conviene preguntar: 1) ¿la

visión sobre lo inmediato de la existencia ha sido siempre la misma?; y 2) ¿la cuestión de la

trascendencia ha estado de continuo emparentada con esa suerte de escatología? Frente al primer

interrogante autores como Friedrich Nietzsche (1991) y Bertrand Rusell (1963) han ofrecido análisis

detallados y bastante profundos, con los cuales quedan puestas de presente algunas fases del moderno

desencantamiento del mundo y el reposicionamiento del poder creador humano como capacidad

independiente de la “inspiración divina”. En lo que atañe al segundo, en cambio, pareciera quedar

en el aire la sensación de que las consideraciones sobre lo trascendente, si bien no del todo

esclarecidas, al menos sí que han sido relegadas a un segundo plano en la escena teórico-intelectual.

Muchos han optado por concentrarse en la inmanencia, prefiriendo así no involucrarse con asuntos

que asumen como devenidos en “discusiones bizantinas”, con lo que en la práctica no han hecho otra

cosa que introducir un punto y aparte en las reflexiones académicas al respecto. Pero, ¿y si la cuestión

de la trascendencia, cuan recluida estuviere en la práctica en lo escatológico, pudiera por su

ministerio revelarnos algo más? Una reflexión seria sobre tal asunto podría requerir de un amplio

esfuerzo —que posiblemente ya esté siendo emprendido por otros—, por lo que aquí podríamos

aspirar a simplemente esbozar algunas consideraciones generales. Para tal efecto, podríamos

empezar por ver que la “trascendencia” es algo que resulta más cercano a nuestra experiencia

cotidiana de lo que solemos admitir, y que, en cierto sentido, es recogido y expresado comúnmente

en aquello que cabría denominar como anhelo de perfectibilidad.

La perfectibilidad es el propósito que orienta a cada quien a dar un curso particular a su inmediatez

por vía del despliegue de acciones que, siendo más o menos estandarizadas socialmente, han sido

entendidas en momentos específicos de la historia como las más idóneas para tal propósito. En ese

sentido, y hasta cierto punto, esto puede concebirse como un ejemplo de racionalidad y, más aún, de

historicidad, en donde la preocupación de cada individuo por alcanzar la trascendencia marca

tendencias histórico-sociales presentificadas mediante prácticas sociales. Ahora bien, este encuentro

entre la inmediatez y la finalidad trascendente ha sufrido variaciones sustanciales en cada época,

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180 Dolor, derrota y liberación

pudiéndose resaltar entre ellas las surtidas en Occidente con el proceso modernizador, y que fueren

retratadas con fino detalle por Max Weber (1998). Aludiendo a la influencia del protestantismo en

la conformación del espíritu capitalista, señala este autor que el ansia por alcanzar una cierta certeza

sobre la gracia individual, inserta en el juego de la tensión entre la salvación por la fe y la salvación

por las obras, derivó con el protestantismo en una ordenación racional de los comportamientos

personales, de sistematicidad considerable, con la cual se fincarían las bases éticas y el carácter del

hombre económico que darían sustento a tal sistema de producción. Posteriormente —indica

Weber— la riqueza producida se secularizaría; el sentido del mundo, devastado por la avasallante

ciencia (Weber, 2004), dejaría sobre la palestra una serie de instrumentos de producción material sin

un contenido teleológico definido. Weber entrecruza el vacío teológico con el proceder casi

automático de un Estado, una ciencia y un sistema económico guiados por la racionalidad para aludir

a un desencantamiento del mundo, escenario en el cual lo trascendente, al menos dentro de lo que

cabría denominar como moderno, pareciera quedar reducido a mero adorno circunstancial de una

cotidianidad laica, si no es que convertido en reflejo de revisionismos.

El mundo ya no tiene “un” sentido, ahora su significación ha de depender de lo que cada quien, desde

su propia inmediatez, esté en posibilidad de otorgarle. Y sin embargo el anhelo de perfectibilidad, a

pesar de lo anterior, sigue presente. No se trata simplemente de afirmar que ritos religiosos siguen

teniendo vigencia hoy día, como sí de ver que ese automatismo y conformismo, que parecieran ser

la conclusión de este desencantamiento, no resultan ser un signo del todo generalizado. Ciertamente

parece que el siglo XX ha traído consigo una revalorización del aquí-y-el-ahora, y que con él masas

cada vez mayores han empezado a concebir su paraíso como algo susceptible de ser aprehendido

dentro de su temporalidad; pero ello, más que desvirtuar la trascendencia, la revelaría en su potencial

como instancia también sometida a secularización. En efecto, mientras la trascendencia de corte

religioso de los siglos precedentes tendía a depender de particulares encuadres entre una

perfectibilidad terrenal (obras para ganar la gracia divina, o bien prosperidad en los negocios que

interviene como indicador de que se hace parte del grupo de los cobijados por dicha gracia) y la

perfectibilidad alcanzada en el más-allá (la recompensa intemporal), con la modernidad consolidada

en el siglo XX se avanzó hacia una nueva noción conforme a la cual el proyecto humano: 1) si bien

nunca acabado, puede dar pie a un disfrute constante individual con lo hecho jornada tras jornada; y

2) reestructura la relación entre inmanencia y trascendencia, de manera tal que la primera se

convierte en insumo de una resemantización constante de la segunda, la cual, convertida en prisma

de observación de la vida en su conjunto, permite a su vez valorar positivamente eso inmanente en

cada oportunidad. Identificar esto resulta crucial a la hora de entender el surgimiento del programa

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La creencia como principio de recuperación 181

de doce pasos en los años 30 del siglo XX y del modelo Minnesota dos décadas después. El primero

fedatario de la inserción de lo individual entre las esferas de la ingobernabilidad y del poder superior,

y el segundo relevante en la constitución de la adicción en una enfermedad incurable (García

Galarza, 2011), ambos dan pie a la estructuración de la cotidianidad individual a la luz de estilos de

vida que, llamados a revalorar y recuperar la vivencia en el presente, la proyectan hacia el futuro en

la forma de una perfectibilidad atada a las vicisitudes del día a día. No se trata de algo que ataña

exclusivamente a los tratamientos para las adicciones que siguen esta orientación, sino que más bien

constituye una tendencia propia del contexto socio-económico en que se produjo su surgimiento.

Dentro de ese capitalismo que resurgía mediante el auspicio del consumo de la clase media, esta

nueva concepción de la trascendencia se convertía en la creencia que parecía impulsar un

reencantamiento del mundo. La proyección que cada quien hacía de sí mismo en términos del alcance

de la felicidad, por más alejada que pudiera estar del instante, quedaba en todo caso inserta dentro

de tiempos vitales; no era ya una cortapisa que frustrara el disfrute rutinario, sino que más bien

entraba a potenciarlo y auspiciarlo. Mujeres y hombres viviendo felices en su inmediatez, y en todo

caso participando de una perfectibilidad constante, esta situación marcó tanto a ciudadanos

estadounidenses como a todos aquellos que, conectándose paulatinamente a través del mercado y la

denominada globalización, encontraban en esta peculiar trascendencia un modo viable de vivir.

Siendo una creencia soportada sobre la materialidad del día a día, y en todo caso constituida como

forma trascendente que impulsa hacia la perfectibilidad del ser, la fe en la recuperación encuentra su

lugar en este contexto económico-social occidental de la posguerra, aunque apareciendo con las

características propias de una instancia de transición. El poder superior, al no estar definido en su

alcance y contornos de manera general, y por tanto al no intervenir en el delineamiento de rituales

para la exaltación de su gracia, libera a los pacientes de la tarea de tener que tributarle acciones

particulares a modo de ofrendas. Él brinda “inspiración”, es fuente de fortaleza, serenidad y

sabiduría, pero no exige de nadie más que la entrega al deseo por querer cambiar; y aunque pareciera

que los clamores que le son elevados de continuo son los que impulsan a los pacientes a seguir una

determinada ética de la sobriedad, lo cierto es que es por ellos mismos, y para ellos mismos, que se

pliegan a tal arte de vivir. Esta característica otorga a los tratamientos de doce pasos ese toque

secularizador que les permite no tener que fincar sus esperanzas en el alcance de una Arcadia

intemporal y a-estructural, circunstancia que se puede predicar incluso en el caso de aquellos que

optan por aludir a “Dios” como hipóstasis de dicho poder superior. Empero, una actitud de

incertidumbre sobre el día a día, el temor constante ante la potencia destructora de la adicción y el

plegamiento a una ascesis salvadora muestran que los tratamientos arrastran mucho de aquella idea

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182 Dolor, derrota y liberación

trascendente de antaño. Así, pues, esa inmanencia, rescatada como elemento vital de construcción

de esa felicidad diaria, pasa a ser sometida a una revisión constante, básicamente a la manera de una

epojé que restringe su alcance en la estructuración de la seguridad ontológica individual. La creencia

se convierte así en la constitución de una tecnología del yo con efecto vigilante, que infunde zozobra

y encierra la trascendencia en la finitud de un tiempo que funge como prisión de la creatividad.

Haciendo un paralelo con el planteamiento efectuado por Georg Simmel (1986) respecto de la

pobreza, podría decirse que estas metodologías en el tratamiento de las adicciones se insertaron en

el enervamiento de enfoques moralistas que, centrados en la persona del adicto, lo concebían como

el “culpable” de su condición, abriendo la brecha para que saberes categorizados como científicos

se centraran propiamente en el estudio y problematización de la adicción, y de paso fundaran una

nueva conexión entre el individuo adicto y la sociedad (Gómez de Mantilla, 2011). Del individuo al

fenómeno en su generalidad, los doce pasos y el modelo Minnesota mostraron una nueva luz,

rompiendo con perspectivas sostenidas de antaño al respecto; pero habría que ver si su

planteamiento, oscilando entre la moderna perspectiva científica y una orientación ética con tinte

decimonónico, mantiene su vigencia en un mundo que, como lo señala Jacques Lacan, se caracteriza

por la complejización de los procesos mentales que a título de imaginario encasillamos en el yo. La

creencia en la recuperación se erige en una verdad para los pacientes, la cual se inserta en sus cuerpos

y transfigura sus aspiraciones respecto de un mañana percibido como ominoso; en el fondo lo que

hacen es aprender a creer, a asumir una ética que pudiera, en cierto modo, conducirlos a quedar

relegados frente al frenético ritmo de la contemporaneidad societaria.

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4. La configuración de la identidad adicta

Hay algo que he estado haciendo mucho en los últimos días. Mirarme

largos ratos al espejo. Algunas veces, me parece que no soy un ser humano

real. Me parece, de pronto, que no es el reflejo de mi cara a unos

centímetros de distancia, y me veo obligada a desviar la vista, confundida

y hasta un poco asustada. Después, vuelvo a mirarme todo el rostro: los

ojos, la boca, la nariz. Trato de descifrar lo que dicen mis ojos. Lo que soy

realmente. El porqué de mi permanencia aquí.

Todo eso se debe a que me siento muy sola. Necesito mirar una cara

inteligente. Cualquiera que haya estado encerrada como yo, se percatará

de eso. Uno se vuelve muy real para sí mismo, pero de una manera extraña.

Como no lo ha sido nunca. ¡Es que hay tanto de una que se ha dado a gente

común, o negado, en la vida ordinaria…! Estudio mi cara, y la veo

moverse, como si fuese de alguna otra persona.

Estoy sentada conmigo misma.

Algunas veces es algo así como un hechizo, y no tengo más remedio que

sacarle la lengua a mi imagen, y hacerle unas muecas para romperlo.

Me siento aquí, en el absoluto silencio, ante la reproducción de mi cara en

el espejo, sumida en una especie de misterio.

Como en un estado hipnótico, un arrobamiento.

John Fowles, El coleccionista.

Es como si tuvieras una doble personalidad. Esta la personalidad como consciente, y es una

bacana, es muy, muy linda esa persona. Pero está la bruja —como yo la llamo—, que es la

adicta, la bruja. Y esa bruja es una caspa, es una caspa, creo que tiene algo de rasgo

antisocial; y le gusta el reto, le gusta jugar. Cuando yo paro, lo que yo hago es... yo no la

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184 Dolor, derrota y liberación

niego —porque eso fue lo que yo hice siempre, ella estaba berraca conmigo por eso—. Y lo

que hago con ella, que soy yo misma, es hacer un pacto. No peleen con su bruja interior,

conózcanla, escúchenla. ¿Qué quiere? ¿Por qué está molesta? ¿Por qué está tan brava? Ella

hace daño porque está molesta, está cansada de que no la escuchen, de que no la respeten; y

está cansada de haber aprendido a irrespetarse. Pero si ustedes la escuchan y la respetan, y

la dejan ser, ella puede ser su mejor aliada. Entonces hagan un pacto de no agresión y más

bien de volvernos muy amigas. Esta que vez aquí es ¡muy tonta!, muy inocente, pero la bruja

me protege. Ella sale, ella es mala, ella es caspa, y sale: "¡qué hubo!" Y se para, y no le da

miedo, y agrede. Ya cuando termina le digo: "ya, fresca". Y me quedo tranquila. ¿Sí

entiendes? Claro que sí entiendes. Es como si fuéramos dos. Cuando estoy tranquila puedo

ser lo más dulce de este mundo; me puedo derretir, puedo ser lo más amoroso de este mundo.

Pero si alguien se mete conmigo sale ella y ¡pumm!, ¡y no le da miedo! Y esa me cae bien

también porque me protege. Y es mi amiga, hoy es mi amiga. Antes era mi enemiga, yo la

volví mi enemiga. ¿Cómo? Porque yo la negaba, y ella se llenó de rabia. Y me dijo: "listo,

entonces vamos a probar cocaína, bazuco, alcohol y te voy a volver mierda por haberme

negado". Es una pelea muy brava aquí adentro entre ella y yo (Terapeuta A, 2015).

En sus momentos de ira Emilce tendía a recordar estas palabras. Con ellas su terapeuta en la

Fundación le había mostrado que el camino para los adictos no podía ser el de la negación,

entendiendo que de hecho, más que ignorar lo que se siente o se piensa, la cuestión pasa por tratar

de comprenderlo y verlo como algo que hace parte de la personalidad. Ahora más que nunca

necesitaba de dicha comprensión; había sido designada como coordinadora de la casa, de ser la niña

consentida del tratamiento había pasado a velar porque sus compañeras atendieran en debida forma

sus deberes; sin pensarlo, la simpleza de su diario vivir había sido remplazada por los menesteres de

la caracterización del papel de “hermana mayor” respecto de pacientes que en algunos casos la

triplicaban en edad. Desde la madrugada hasta la puesta del sol, no podía cejar en el desempeño de

tal función vigilante, la cual debía complementar con una suerte de constante rendición de cuentas

al personal de enfermería y terapéutico. Esto agobiaba a Emilce, que nunca en su vida había

desempeñado un cargo de tales características, ni mucho menos tenía experiencia sobre cómo liderar

o ejercer el mando. Con todo, lo peor para ella residía en el hecho de pensar que tal vez se esperaba

que con su esfuerzo se llenara el vacío que había quedado en la casa desde hacía algunos días.

“Extraño a ese tonto de Francisco”, se decía a sí misma cuando nadie estaba presente. “Yo no sirvo

para esto; él debería estar aquí y cumplir con lo que le corresponde”.

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La configuración de la identidad adicta 185

Esta aceptación de sí mismo, que para los pacientes comienza con la creencia inicial que depositan

en el tratamiento, constituye de hecho todo un proceso de transformación de la imagen que tienen

de sí mismos y de sus compañeros de lucha contra el flagelo de la adicción. Concebirse como adictos

para toda la vida, vivir continuamente preocupados por evitar al máximo el peligro de la recaída,

asumir los ritmos inherentes a un estilo de vida de prevención: estas características, que viéramos

surtir efectos en lo concerniente a la gestación de formas de integración y en la construcción de una

particular creencia, resultarían ser piezas sueltas si no encontraran adhesión en esa imagen del

paciente, la cual, lejos de ser una mera apariencia, constituye la estampa de sus formas práctica y

discursiva de conciencia. “El problema no es la sustancia, soy yo mismo y mi locura”, indicaba un

terapeuta en cierta ocasión. Ante esa suerte de identificación de una parte reprochable del ser aparece

en toda su extensión la Fundación, la cual, en palabras de algunos, propende por “limpiar al paciente”

de todo eso que trae encima para así, y solo después del internamiento, empezar a construir o

reconstruir su enajenada capacidad de reflexión. Pero no es un restablecimiento absoluto lo que se

impulsa con el tratamiento, ni tampoco puede verse como la búsqueda de una liberación total frente

a la adicción. En realidad, lo que se procura es ofrecer una serie de pautas sobre cómo vivir con un

problema vitalicio; como podría decirse de la mano de la terapeuta citada líneas atrás: de lo que se

trata es de efectuar un pacto con ese mr. Hyde o esa bruja con la cual compartimos nuestro yo.

Insinuábamos que el reconocimiento de esta problemática por parte de los adictos, que en la mayoría

de los casos es la que los impulsa a querer ingresar a tratamiento, no representa por sí misma la

aceptación de la etiqueta de adicto. Alguien que no puede parar de consumir, y que además padece

con los problemas derivados o colindantes respecto de dicha situación, puede llegar a afirmar que es

adicto, y en consecuencia ingresar a la Fundación, pero tal reconocimiento tiende a resultar

insuficiente para llevarlo a adoptar un estilo de vida de abstención. Siguiendo lo planteado por

Michel Foucault (1995) sobre la exacerbación de la producción discursiva acerca del ser humano

surtida a finales del siglo XIX —propiciada para el efecto por el entrecruce de esquemas disciplinares

de poder y saberes cientifistas a través de dispositivos—, podría preguntarse si el adicto, antes que

el fruto individual de un conjunto de experiencias categorizadas bajo tal apelativo, constituye en

cambio un proceso de subjetivación surtido a lo largo del tratamiento. Para responder tal interrogante

no bastaría con afirmar que, cual si se tratare de un efecto estructural, una determinada forma de

apreciar lo humano, concebida dentro de círculos ajenos a la interacción profesional-paciente, es

impuesta como criterio de orientación de los tratamientos. Antes bien, convendría recordar que estos

últimos alcanzan un notorio éxito en la medida en que logran ser tejidos sobre el conjunto de

particularidades que apareja cada caso de adicción (es decir: en tanto alcanzan cierto grado de

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186 Dolor, derrota y liberación

autonomía simbólica), y que a su vez tal producción discursiva con ocasión del caso del adicto —lo

que denominamos previamente como ficción científica— de nada serviría si no fuera interiorizada

por el paciente. Este, al acudir a la Fundación, no solo se hace receptor de una serie de consejos

sobre cómo vivir en sobriedad, sino que, más aún, entra en el juego de una reestructuración del

conjunto de su psique a la luz de una problemática individual y social de la cual se le hace

responsable en lo que concierne a la recuperación —en este caso, al definirse la adicción como una

enfermedad, se la extrae de inmediato del alcance de la moral, convirtiéndola así en un asunto

objetivo del cual el paciente solo responde en lo que tiene que ver con la decisión de ponerle freno—

. ¿Cómo tiene lugar dicha reestructuración? ¿Se trata de una suerte de interiorización de un estilo de

vida que cala hondo en una especie de esencia del particular-adicto? A fin de tener una idea más

clara sobre tal asunto procuremos, pues, a lo largo de las siguientes páginas identificar cómo la

integración y la adopción de una creencia intervienen como herramientas de trasformación del

propio-ser; tal vez así encontremos que en los ámbitos terapéuticos no se enseña propiamente a

luchar contra la enfermedad, sino que más bien se produce al adicto mismo.

4.1 El comienzo de una nueva autoimagen

Meditar sobre sí mismo es algo que no resulta del todo habitual para casi cualquier persona, e incluso

podría decirse que solo ante situaciones particulares tal actitud tiene un despliegue explicitado a

través de la palabra. Desde luego, no es del caso afirmar que las personas no tienen una apreciación

sobre sí mismas en el día a día, ya que, de una u otra manera, esa autopercepción entra en el

perfilamiento que toman sus acciones en la cotidianidad. No obstante, y apelando una vez más a la

diferenciación que realiza Anthony Giddens (2011) entre las formas práctica y discursiva de

conciencia, se encontraría que la imagen sobre nosotros mismos tiene como asidero privilegiado la

primera, constituyendo para el efecto un reservorio de información que convertimos en insumo de

las prácticas sociales. Ahora bien, el paso de lo práctico a lo discursivo, que es a la postre una

realización de ejercicios de verbalización acerca de nuestras motivaciones para actuar —o, en este

caso, una verbalización sobre lo que creemos que somos—, no puede ser visto simplemente como

un “volcado” en la palabra de toda la información sobre la que sustentamos nuestro

desenvolvimiento en el mundo, puesto que ello resulta ciertamente impracticable. Y es que, amén

de considerar que existen aspectos de nuestro yo que gravitan en la esfera de lo inconsciente y a los

cuales normalmente no es fácil acceder, hay que tener presente que la cantidad de información que

eventualmente podemos presentificar en el desempeño de una actividad es bastante, y además puede

que no sea la misma en cada oportunidad de presentificación. Aquello que se suele denominar como

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La configuración de la identidad adicta 187

motivación es en realidad una forma de referir esa densa red de conexiones psicológicas que vinculan

la realización de acciones con procesos mentales, las cuales a través de herramientas como el

lenguaje y el empleo de categorías logramos estandarizar a efectos de alcanzar entendimientos

intersubjetivos (Hughes & Sharrock, 1999). Así, pues, en el desempeño de una acción es a través de

formas prácticas de conciencia que se suerte este tránsito de lo pensado a lo actuado, lo cual

normalmente ocurre sin deparar traumatismos para el actor, y sin que ello en modo alguno suponga

que se está procediendo “mecánicamente”.

Ya en el momento en que debemos dar explicaciones sobre nuestras acciones —algo que, por

ejemplo, puede adquirir la forma de una explicitación de motivaciones o finalidades—, nos vemos

precisados a someter esa conciencia práctica a epojé, para así procurar representarla a través de

símbolos (Schütz, 1972). Como cabe esperar, esta representación siempre supone una reducción

ostensible de la densidad de la conciencia práctica a formas susceptibles de ser aprehendidas por el

entendimiento de aquellos a quienes buscamos transmitirlas (y esto nos abarca a nosotros mismos,

ya sea que pretendamos dar explicaciones a otros o que reflexionemos en solitario), fenómeno que

tiene lugar al menos en dos niveles: 1) una especie de guion, al cual podríamos referirnos como

temática, constituye el centro de gravitación de la transmisión discursiva y a su vez funge como el

criterio de selección de los elementos que serán anclados a la explicación; y 2) los elementos que

han de ser presentificados en el discurso, a luz de la “gramática” introducida con la temática, deben

ser traducidos a códigos que posibiliten el vuelo intersubjetivo del mensaje, lo cual estriba tanto en

el empleo de signos comunes a los interactuantes (o cuando menos conocidos por aquel que efectúa

la meditación) como en el anclaje con valores con las cuales se apunte a alcanzar legitimidad ante el

otro. Justificar una acción es, pues, someter nuestra conciencia práctica a un régimen de ordenación

del discurso en aras de obtener receptividad, algo que alcanza notoria facilidad cuando se apoya

sobre formas estereotipadas de explicación (construidas socialmente). Pero la cuestión se complica

cuando no es de nuestras acciones sino de nosotros mismos que debemos “dar explicaciones”, no

solo porque el volumen de información que debe ser presentificada discursivamente es mayor, sino

a su vez porque esta reconstrucción de nuestra imagen va de la mano con aquello denominado como

autoestima. El yo, en cuanto instancia imaginaria en la cual centramos nuestras ilusiones, sueños,

frustraciones, temores y demás emociones y sentimientos, es el primer bastión del actor social a la

hora de encarar el mundo, este último que, a raíz del proceso de formación en que se ve inserto desde

la infancia, tiende a ser erigido progresivamente en alteridad y, a la postre, en realidad (Freud, 1988).

Señala Norbet Elias (1999) que aludir al “yo” es al instante referirnos al “tú”, al “él” o “ella”, al

“nosotros”, etc., razón por la cual nociones como mismidad resultarían en cierto modo inadecuadas

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188 Dolor, derrota y liberación

al sugerir separaciones tajantes entre lo individual y la alteridad. Empero, cabría ver si tal escisión

entre lo individual y lo social, que tendería a acentuarse con el aumento de la densidad social20,

constituye algo más que un mero equívoco del sentido común.

La situación de una de las compañeras de Emilce resulta propicia para reflexionar sobre lo anterior.

De carácter dulce y a veces dado a “mimar” a los demás, esta paciente la paciente en cuestión había

sido caracterizada por su terapeuta como alguien con baja autoestima, a la vez que le atribuía un

carácter tendencialmente autoritario. En ese sentido, parecía insinuarse que el hecho de que ella se

mostrara tan afectuosa con los más cercanos podía ser signo de una forma de control paternalista, la

cual —según se indica— se hacía palmaria en los momentos en que era contrariada. Era

característico de ella el hablar de sí misma en tercera persona; verbigracia: no decía “yo era así” o

“yo pienso que”, sino “K21 era así”, “K piensa que”. Al sentirse en confianza hablaba sobre su pasado,

refiriendo para el efecto cruentos tratos recibidos durante su infancia y posteriormente al conformar

su propio hogar, a la vez que indicaba que durante años tuvo que fungir como el único sostén de su

familia. Como tratando de brindar una explicación sobre su carácter, señalaba que el tener que luchar

en medio de ese mundo de sufrimiento y abnegación por los suyos la llevó a ocultar sus sentimientos,

debiendo por tanto mostrarse fuerte y acostumbrándose en últimas a “ser mandona”. Ahora bien, en

su caso cabe resaltar que la adicción no apareció durante tal época aciaga, sino más bien cuando su

situación pareció mejorar. De esta manera, mientras algunos de sus familiares fueron adquiriendo

cierta independencia económica, al tiempo que su esposo fue dispensándole un trato mucho más

cordial, ella empezó a incurrir en comportamientos categorizados en la Fundación como adictivos.

Con cierta resignación ella le decía a Emilce: “mi marido cambió y ahora K fue la que se puso a

tomar y jugar”. Preocupada por el futuro de sus hijos, optó por ingresar voluntariamente a la

Fundación.

Es corriente escuchar apreciaciones que sin más son efectuadas sobre la autoestima de una u otra

persona, sucediendo que, de hecho, de las mismas se parte en ocasiones a la hora de crear una imagen

sobre los demás (“él es arrogante”, “aquel otro es más bien inseguro”, etc.) Autoestima alta o

autoestima baja constituyen, en efecto, las valoraciones más frecuentes al respecto, y aunque ambas

20 En este caso, el mismo Elias precisa que lo que ocurre a su vez que la noción del yo puede ir sufriendo

variaciones a lo largo de la línea evolutiva de la densificación social, de manera tal que de representar

colectividades enteras (algo así como “todos nosotros somos yo”) pasa a adquirir anclaje exclusivo en el

organismo biológico individual, concretamente aquel que en un momento dado es el “hablante”. 21 La letra “K” reemplaza el nombre de la paciente mencionada.

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La configuración de la identidad adicta 189

nos sirven bastante bien para “defendernos” en la vida cotidiana, con ellas se incurre en la

imprecisión de ver un “amor de sí” al margen del entorno social. Creemos que amarnos a nosotros

mismos es un asunto personal, pero no tenemos en cuenta que: 1) tal acción depende en buena medida

de los procesos de aprendizaje por virtud de los cuales concepciones como el individuo (la

mismidad), la erótica-de-sí y la auto-valoración son interiorizadas y se hacen corporeidad, mente y

espiritualidad; y 2) que esa auto-referenciación que plantea la autoestima se configura a su vez a

partir de las interacciones que sostenemos a diario y que enriquecen las formas consciente e

inconsciente que estructuran nuestro propio-ser. En esa medida, puede que la diferenciación entre

alta y baja autoestima, antes que depender de una medida solipsista, sea un indicador de la manera

como el actor social ha tejido sus relaciones con las personas con las que interactúa frecuentemente.

En el caso de la paciente mencionada podría afirmarse que ese amor-de-sí estaba presente, pero

estructurado a partir de su posicionamiento como sostén imprescindible para sus familiares. La

paciente asumía para sí (y puede que fuere cierto) que sin su presencia los integrantes de dicha

familia se derrumbarían; el objetivo de su ser estaba en brindarles a ellos una esperanza de futuro,

en velar porque cada mañana contaran con alimento, ropa y un techo. Puede incluso que esta

particular imagen-de-sí, asociada en buen grado al rol de mártir, se viera reforzada con las

interpretaciones que ella hacía de los vejámenes de los cuales fue víctima, recibiéndolos para el

efecto como pruebas de “su propósito” en la vida. Ahora bien, ¿supone esto una “baja autoestima”?

Más bien, podríamos pensar que su amor-de-sí se conformó alrededor de su cotidianidad de entrega

y sufrimiento por los suyos. Como lo plantea Nietzsche (2007), dicha posición, a la postre

inspiradora de compasión, permite experimentar la sensación de poder sobre el otro, y en esa medida

regocijarse con el placer derivado de ello. La paciente se amaba más y más a sí misma en la medida

en que se hacía más importante para los suyos, pero cayendo posiblemente en una situación en la

que su yo quedaba atrapado y confundido con el otro —de aquí que no resulte gratuito el hecho de

que hablare sobre sí misma en tercera persona—. Su seguridad ontológica se había formado bajo el

auspicio de ese específico espacio de interacción, y terminó por irse a pique al ir desvaneciéndose

su condición redentora. Sin personas por las cuales velar, sin los sufrimientos de antaño y dejando

sus hijos de ser los niños frágiles de tiempo atrás, era como si su vida perdiera sentido; ahora le

quedaba vacío, y al mismo intentó llenarlo con la bebida y el juego. Yendo más allá, algunos se

aventurarían a afirmar que en la antípoda de esta paciente se encuentran los concebidos por la

psicología y el psicoanálisis como caracteres narcisistas, y que entre uno y otro extremo han de

residir aquellos sujetos que han alcanzado una cierta madurez emocional (¿los normales?). En todo

caso, esta situación nos permite vislumbrar que el acto de amar (a sí mismo, a los demás), como lo

indicare Erich Fromm (1985), es la principal herramienta al alcance del ser humano para superar la

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190 Dolor, derrota y liberación

separatividad, a través de él “me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos,

descubro al hombre” (pág. 37).

Esto podría conducirnos a pensar que la mismidad no es simplemente una apariencia que oculta un

entramado social “subyacente” a la categoría “yo”, como sí un complejo mecanismo que,

involucrando las formas de recordación del actor social (formas de conciencia y lo inconsciente),

brinda al ser social una posición ante sí mismo y ante los demás. De hecho, podría señalarse que no

introduce una ruptura entre el individuo y la sociedad, sino que más bien plantea una reestructuración

de las relaciones discursivas y de fuerza que tienen encuentro en el sujeto, siguiendo en buen número

de casos los derroteros de formas racionales de transformación o enriquecimiento del propio-ser

(aquí se puede recordar lo dicho previamente sobre la perfectibilidad). Así, por ejemplo, en casos

como el de esta paciente en cuestión se observa que el trabajo de la Fundación, aunque en buena

medida orientado hacia un “aumento” de la autoestima, en el fondo lo que prioritariamente hace es

gestar un fomento de la autoconciencia, lo cual involucra a un mismo tiempo la identificación de los

contornos de la personalidad y la problematización de eso identificado en aras de definir el camino

que se ha de seguir con el estilo de vida de abstención. A esto en los tratamientos para las adicciones

se le suele denominar trabajo de sentido de vida, lo cual en cierto modo cabría concebir como el

despliegue de labores reflexivas sobre el propio-ser encaminadas a desplazar el punto de gravitación

de la autoestima desde los otros hacia sí mismo.

Pero como anotábamos al comienzo, tal identificación de los contornos de la personalidad del

paciente —de la cual uno de los elementos es la formulación de apreciaciones sobre su estado de

autoestima— está condenada a ser siempre incompleta, así como a variar con cada ocasión en que

se produce el salto de la conciencia práctica y de lo inconsciente hacia su verbalización en la forma

de conciencia discursiva. Citando a Foucault (1995), podría verse que esa indagación y creación de

saberes sobre el ser humano en entornos disciplinares (sobre su cuerpo, sus pensamientos, sus

emociones, etc.), aun cuando exhaustiva y en apariencia omnicomprensiva, entra en tensión con

formas de racionalidad que entran a demarcar su horizonte de despliegue. En esa medida, se puede

afirmar que el paso de lo práctico y lo inconsciente a lo discursivo no es tan libre como se pudiera

imaginar, sino que en ello hay que tener presente el entrecruce de tales líneas discursivas con

relaciones de poder, viendo así cómo en ese entrecruce móvil y heterogéneo refuerzos,

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La configuración de la identidad adicta 191

contradicciones, escisiones y demás se presentan entre unas y otras22. Tales formas de racionalidad

tienden a tener un carácter más o menos estereotipado, circunstancia que permite marcar barreras

entre distintas ocasiones sociales (Giddens, 2011) según el tipo de discursividad allí imperante, y

que en el caso de la Fundación se anclan directamente con aquello que previamente denominamos

como tendencia homogeneizadora. Allí el empleo de rituales entra justamente a jugar como

herramienta empleada por los terapeutas para introducir un orden de emergencia del discurso, de

manera tal que lo que los pacientes “compartan” sobre sí mismos más o menos fluya por los canales

semánticos institucionalizados en el tratamiento.

Si se preguntara por las reglas que rigen este campo de producción de saber, y que demarcan esa

configuración de autoconciencia bajo unos estándares particulares, en primer término saldría a

relucir lo concerniente a la verbalización sobre el dolor experimentado. En una sesión denominada

“grupo existencial” era interesante ver que una vez el terapeuta encargado cedía la palabra a los

pacientes, aclarando previamente que en ese espacio no se buscaba dar soluciones, muchos de los

que intervenían tendían a recriminarse a sí mismos, al tiempo que hacían vívida con sus palabras la

sensación de dolor e incertidumbre que los embargaba. A Emilce esto le había costado mucho al

principio, e incluso después de transcurridas algunas semanas desde su ingreso al internamiento aún

no llegaba a acostumbrarse del todo. Hablar sobre lo que sentía no era su fuerte, por lo que cada vez

que en una sesión grupal el terapeuta buscaba saber cómo se sentía tenía que formularle preguntas

sucesivas a fin de fuera más precisa con lo que comentaba. “Estoy pensativa”, contestaba a veces.

“Eso no es un estado”, replicaba el terapeuta. No había posibilidad de incurrir en vaguedades a la

hora de caracterizar el estado de ánimo, además que era preciso expresarse de tal forma que todos

los presentes pudieran entender. Hacer expresable lo que muchas veces no lo es, convertir el dolor

en concepto y luchar por darle un alcance intersubjetivo, así transcurría el esfuerzo de muchos

pacientes de la Fundación para ofrecer un primer bosquejo de sí mismos desde su sufrimiento. Sobre

el particular, vale la pena revisar lo que un paciente comentaba sobre su situación:

22 Sea del caso aclarar que esto no es algo que ocurra exclusivamente en espacios terapéuticos, sino que de

hecho constituye un mecanismo empleado por los actores sociales en diferentes espacios. Por ejemplo, cuando

alguien nos pide que nos presentemos, damos paso a un proceso de selección respecto de elementos residentes

en nuestro propio-ser (de información memorizada, para ser precisos), los cuales ofrecemos a la vista de una

u otra forma en función de nuestras intenciones y de la habilidad que tengamos. Cabría, pues, afirmar que ello

no lo hacemos con candor, sino que de hecho allí nos convertimos en parte activa de la relación de poder,

aspirando a través de su ministerio alcanzar determinados propósitos.

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192 Dolor, derrota y liberación

Yo tengo algo claro, y es que cuando yo me metí en la piscina de mierda de la adicción me

unté hasta acá, pero salpiqué a todo el mundo, a todos los que estaban alrededor mío. Era

una piscina de mierda gigante; nadie se metió conmigo a la piscina, pero cuando yo me metí,

me metí de bomba y ¡paaah!, rocié de mierda a todo el mundo (Paciente D, 2015).

Si menciones sobre el dolor personal constituyen la puerta de entrada a la verbalización sobre el

propio-ser en la Fundación, habría que ver a su vez que a ello siguen dos reglas más de enunciación.

1) Los pacientes ciertamente son conminados a hablar in extenso sobre sentimientos de tal jaez, a

“hacerlos visibles”, pero siempre cuidando de que la constitución de la conciencia discursiva no

verse exclusivamente sobre ellos ni mucho menos los erija en una patente de corso para proseguir

“naufragando”. Un paciente que cursaba la sesión del primer paso, al ir narrando con marcada

afectación aspectos dolorosos de su vida, fue interrumpido abruptamente por su terapeuta de

cabecera con una frase del estilo: “¡pobrecito! ¿¡Cuándo va a reconocer que usted tuvo mucho que

ver en todo eso?!” El reconocimiento del dolor puede en buen grado catalogarse como instrumento

catártico, pero en últimas en la Fundación no pasa de ser eso mismo. A esta regla cabría denominarla

como el rescate del libre albedrío —y aquí habría que destacar la notoria cercanía de dicho concepto

con su noción ilustrada (Gomart, 2002)—, el cual es presentado como factor antecedente y

consecuente respecto de la adicción al intervenir respectivamente en su producción (es decir: el haber

tomado toda la serie de decisiones que condujeron a desarrollar la adicción) y en su recuperación.

De hecho, alusiones sobre la pérdida de la capacidad de razonar y su progresiva regeneración a través

del tratamiento no son otra cosa que imágenes especulares de tal exaltación del libre albedrío, todo

lo cual incide en últimas en la posibilidad de gestar una vinculación individualizada frente a la

adicción que en el fondo hace responsable al paciente tanto de su pasado como de las decisiones que

tome en lo sucesivo respecto de su condición patológica (lo cual, al menos en la práctica, pondría en

entredicho la afirmación: “no se es culpable de la enfermedad, pero sí responsable de la

recuperación”).

De otro lado, hablar sobre el dolor personal y convertirlo en una consecuencia de las propias

decisiones perdería vigencia en el proceso de un paciente en recuperación si no se anclara a su

propio-ser de forma permanente y vívida. Es aquí donde la otra regla de enunciación tiene lugar. 2)

El dolor, que es presentado como el fruto de las elecciones personales, se convierte en una mácula

imborrable. Ciertamente esto es algo que bien podría predicarse de casi cualquier recuerdo humano

(sea consciente o inconsciente), e incluso es el punto de partida de aquello que en disciplinas como

la psicología y la psiquiatría es denominado como trauma. No obstante, es del caso observar que

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La configuración de la identidad adicta 193

aquí no se apunta precisamente a superar tal aflicción emocional, sino que más bien se procura

estimularla de continuo para que, interviniendo como huella mnémica, incite con contundencia al

adicto a continuar con su camino de recuperación. El dolor participaría entonces no solo como el

mejor maestro, sino que a su vez actuaría como elemento del universo paradigmático que,

extrapolado y resemantizado a la luz del orden discursivo terapéutico, es constituido en pilar

fundamental en la estructuración de la imagen del paciente. De hecho, en este orden discursivo

terapéutico el dolor se encuentra franqueado por: 1) la creencia en el tratamiento (en posición

medianera, como vimos, respecto de la ingobernabilidad y el poder superior); y 2) la integración de

la comunidad de adictos y de las personas inmediatamente cercanas (aquí adquiere mayor relieve la

afirmación del paciente citado: “me unté hasta acá, pero salpiqué a todo el mundo, a todos los que

estaban alrededor mío”). Ello da pie para que las caracterizaciones efectuadas dentro del tratamiento

sobre dicho sufrimiento conduzcan a que el paciente, asumiendo el estilo de vida de abstención, entre

en una secuencia inacaba de definición de su identidad23, a un mismo tiempo funcional y vivencial,

y a la vez con el potencial para dar nuevos y sucesivos carices semánticos al dolor, a su individuación

y la mácula que llevará por siempre. Veamos esto de una forma gráfica (figura 4-5), confiando en

que la continuidad de nuestro contacto con el caso de la Fundación nos permita explicar con más

detalle lo sugerido.

23 Tomando distancia de nociones que aluden a la identidad como algo “esencial” del individuo, podría decirse

que cada integrante de la especie humana en realidad no constituye un “algo” único ni mucho menos estable.

Desde luego, habría que tener presente que tal heterogeneidad de la identidad podría en cierto modo ser una

consecuencia de la mayor dinámica social inherente a la mayor parte de las sociedades modernas, pero sobre

este punto, dado el objeto de este trabajo, no nos detendremos.

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194 Dolor, derrota y liberación

Figura 4-5: Constitución de la identidad en torno a la adicción.

Emilce pensaba constantemente sobre sí misma; era uno de sus hábitos más arraigados, tal vez su

único refugio. A ello se dedicaba previo al ingreso a la casa, y allí —posiblemente recibiéndolo ella

como un consuelo para sus adentros—, a ello se le estimulaba. Pero lo cierto es que con sus

reflexiones no solía aspirar a sacar conclusiones, algo que en su trabajo terapéutico sí era fijado como

un imperativo. Así, pues, más que por el hecho de pensar, Emilce se veía contrariada por el hecho

de no saber qué extraer de lo pensado; en últimas, por no saber qué decir sobre sí misma. Como la

mayor parte de sus compañeras y compañeros, se preocupaba por hacer sus quehaceres terapéuticos

de la mejor manera en aras de poder encumbrar un buen proceso de recuperación, pero en el fondo

sentía que algo adicional la hacía cavilar más de la cuenta. Era como si lo que expresara a través de

palabras, refiriéndose en apariencia sobre sí misma, pudiera volverse en su contra. Palabras que

servirían para categorizarla, que se atarían a su nombre y la llevarían a asumir para siempre la

etiqueta de adicta. “Emilce” sería desde entonces el signo de su enfermedad, de su sino, de su deber

ser en este mundo. Francisco, sus amigas y otros más reflejaban haber aceptado sin más su condición

de adictos, mientras que a ella, a la joven y meditabunda Emilce, una duda que no podía verbalizar

la hacía sentir zozobra. En silencio reincidía en la sensación de encierro que la embargara en esa fría

mañana de febrero en que ingresó a la Fundación, pero ahora tenía la intuición de que tan ominosa

experiencia nunca había desaparecido, y en cambio sí la había ocultado tras el velo de una

rutinización con cariz de supervivencia.

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La configuración de la identidad adicta 195

4.2 Los instrumentos de una singular declamación

A mediana velocidad viajaban por una carretera intermunicipal. El sol tímidamente asomaba sobre

las montañas, el día era aún frío y la niebla, más espesa que en otras oportunidades, no permitía ver

más allá de unos cuantos metros de distancia. Algunos se aventuraban a cruzar palabra, otros, como

entre adormilados y estupefactos por lo repentino de los acontecimientos, a lo sumo atinaban a mirar

hacia la nada a través de los cristales del vehículo. Las moles de cemento habían quedado atrás; el

casi totalizante dominio verde de las praderas y las franjas boscosas comprendía la mayor parte de

cuanto podía verse, algo apenas interrumpido por el transitorio y difuso encuentro con colosales

edificaciones, presumiblemente fabriles, e inmuebles que en lontananza insinuaban un bucolismo

que concitaba delectación. Algo más de veinte minutos de trayecto, el desvío por un camino

secundario franqueado por tapias de barro, cercas y árboles, el raudo sobrepaso a caminantes que

como inmersos en un tiempo alterno transitaban por los alrededores: finalmente estaban allí. Una

reja los separaba de su nuevo hogar, imperturbable hasta el accionamiento del claxon y la aparición

de la que presumiblemente era una enfermera. El descenso del vehículo los recibió con el frío efluvio

de aromas silvestres mezclados con los despedidos desde la cocina, el ambiente en su conjunto

sugería que la familiaridad dejada kilómetros atrás debería ser empezada desde ceros. Los

anfitriones, a la sazón ocupados con la realización de actividades físicas, parecían no reparar en los

recién llegados. Con premura cada quien fue enviado a las habitaciones asignadas, en la

reestructuración de esta cotidianidad no había un solo minuto que perder.

Transcurrido el desayuno aún debieron pasar varios minutos antes de que los pacientes recién

llegados entraran en diálogo con los radicados aquí de tiempo atrás. El primero en acercase fue

Francisco, quien no dudó en hablar de fútbol para encontrar afinidad con los demás. A él lo siguieron

otros, y así, hacia el mediodía, lo que eran dos comunidades fue redundando en un gran

conglomerado con segregaciones reducidas y esporádicas. El arribo de la tarde y el consumo del

almuerzo marcaron los hitos de un día que para algunos avanzaba a pasos dobles, a ello seguiría la

primera actividad colectiva de la jornada. Desde los consultorios un grito secó fue proferido:

“¡carpa!” Los antiguos se encaminaron sin dilaciones hacia una parte de la casa guarecida por una

tela impermeable de considerables extensiones; los nuevos, sin entender muy bien lo que ocurría, se

inclinaron timoratamente por imitar a sus compañeros. Se trataba del primer paso de uno de los

internos que ya se encontraba en esta sede. Allí él, siguiendo la rutina de esta sesión terapéutica,

refería con marcada afectación aspectos íntimos de su vida; dudaba mucho, y a menudo era

interrumpido por el terapeuta encargado de la sesión. A Francisco le parecía curioso ver que algunos

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196 Dolor, derrota y liberación

de los presentes se mostraran dispersos, e incluso a uno de ellos el terapeuta le hizo un fuerte llamado

de atención. La reunión no tenía ritmo, el terapeuta no estaba conforme, cuestionaba al paciente

centro de esta reunión por su presunta falta de convicción frente al trabajo terapéutico. “Pero si está

llorando”, pensaba Francisco. “¿No muestra eso acaso que está siendo sincero?” El terapeuta toma

la decisión de suspender el evento, le indica al paciente en cuestión que no está listo para afrontar el

primer paso. Este último, con la mirada gacha, simplemente guarda silencio.

Señala Erving Goffman (1971) que en la transmisión de un mensaje, aun cuando procedamos de

manera sincera (es decir: que creamos verdaderamente en lo que presentamos a nuestro auditorio),

si no damos un adecuado manejo a las formas a través de las cuales nos ponemos en comunicación

con los demás bien puede suceder que generemos la sensación contraria. Situaciones tales como reír

mientras transmitimos noticias que aluden a un acontecimiento que reviste seriedad para uno de los

interactuantes, el decir que nos sentimos de una manera cuando nuestra expresión facial refleja algo

distinto o el tener voz temblorosa y no sostener la mirada cuando se nos formula un pregunta pueden

ser tomados, junto con muchísimos más, como ejemplos habituales de tal discrepancia entre lo

expresado y su forma de expresión en términos de su credibilidad. En la interacción terapeuta-

paciente esto adquiere especial relevancia, ello toda vez que incide directamente en el grado de

legitimación que alcanza lo compartido por uno y otro. Por una parte, el terapeuta, aun cuando dotado

del conocimiento y la experiencia necesarios para asumir el rol de profesional en este espacio, debe

dar curso al despliegue de una serie modales que permitan a su contraparte (el paciente) tener

meridiana certeza sobre lo que ha de ser el contenido de su actuación. Seriedad, seguridad, sabiduría

y, en últimas, carisma son aspectos que terminan incidiendo ostensiblemente en el grado de

receptividad del mensaje terapéutico, y que a su vez permiten en ciertos casos diferenciar entre

terapeutas con amplio recorrido en espacios de este tipo y aquellos que recién comienzan (como los

estudiantes de enfermería, psicología y demás que acuden a la Fundación a hacer sus prácticas). Por

otra, los pacientes no aparecen como meros portadores de una historia sobre adicción, sino que es

través de sus palabras, concretamente de su performance, que dan vida a ese denso entramado de

significación del que son protagonistas y sobre el que ha de recaer la hermenéutica terapéutica. De

hecho, no solo es cuestión de una verbalización sobre el pasado, como sí sobre la voluntad de cambio

(llamada aquí “buena voluntad”) que tal performance es medida en su sinceridad a cada instante,

algo en lo cual muestras de aflicción, actitud de cambio y afable disposición respecto de las rutinas

del día a día son apenas algunos de los modales a partir de los cuales los terapeutas efectúan

valoraciones en tal sentido. Una paciente, cuestionada tiempo atrás justamente por algo de este tenor,

comentaba lo siguiente:

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La configuración de la identidad adicta 197

Tal vez como [que] yo no lo expresaba como ella esperaba. Que llorando le contara todas

mis cosas: "no, fue terrible", y llorara, o que le contara así todo lo que ella esperaba que yo

le dijera. Entonces ella pensaba que no lo estaba haciendo bien porque a mí no me importaba;

ella pensaba que a mí no me importaba. Pero en realidad era pues que a mí obviamente sí

me dolían las cosas y todo, pero no era buena para expresarme. Como que me costaba...

siempre me ha costado mucho expresar las cosas y tampoco nunca había hablado sobre esas

cosas, entonces era complicado (Paciente A, 2015).

En todo caso, situaciones de este tipo deben ser manejadas con cuidado en aras de evitar caer en dos

extremos que suelen sumir debates al respecto en radicalizaciones que poco o nada aportan a la hora

de brindar luces sobre el fenómeno: 1) considerar la verdad como una suerte de sustrato real

subyacente a toda apariencia, del cual sería preciso partir al momento de establecer el grado de

legitimidad que cabe atribuir a lo expresado por el actor social (si no es que al actor mismo); y 2)

concebir que el mensaje (o su significación, para ser precisos) está marcado irrestrictamente por las

condiciones inherentes al medio de transmisión, lo cual daría a la cuestión de la verdad un carácter

eminentemente acontecimental y por tanto la limitaría en su posibilidad de tener amplio alcance

espacio-temporal por vía de su entrecruce con instituciones, principios y valores. La verbalización

del paciente sobre sí mismo, así como cualquier otra especie de acción social, ciertamente pone de

presente este encuentro entre forma y contenido, y a la vez trae a cuento la pregunta por los juicios

sobre “sinceridad” o “cinismo” efectuados en determinados casos, pero en su abordaje no nos da pie

para privilegiar uno u otro extremo de la balanza. De hecho, es menester destacar cuán complejo

torna el análisis cuando la cuestión de la verdad y la falsedad sale a relucir en relación justamente

con esta suerte de ejercicios auto-reflexivos, al menos si se tiene en cuenta que verbalizaciones de

ese tipo: 1) al entrar en tensión con aspectos que en algunos casos dieran la impresión de residir en

las fronteras del lenguaje, o al versar sobre sensaciones polimorfas y variables, están condenadas a

ser en grado considerable parciales, imprecisas y rápidamente obsolescentes; 2) no constituyen

juicios imparciales con los que se alude con meridiana precisión a una “esencia” espiritual, sino que

más bien quedan atados al juego contextual de fuerzas, intereses, temores y demás que marcan la

escena de verbalización (verbigracia: decir a alguien en privado lo que se piensa o se siente dista de

tener el mismo carácter de una verbalización efectuada en público y que se produce al cabo de una

conminación expresa a responder); y 3) no cuentan con garantías sobre una correspondencia entre lo

que el paciente “quiso decir” y lo que el terapeuta (o los demás compañeros) haya “entendido”.

Ahora bien, si de quien transmite el mensaje saltamos hacia quien lo interpreta veremos que las

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198 Dolor, derrota y liberación

complicaciones no son menores. Amén de considerar que el terapeuta siempre tendrá que vérselas

con un cierto margen de incertidumbre sobre la “veracidad” o “falsedad” de lo dicho por el paciente,

es de anotar que dentro de su manera institucionalizada de entender la adicción no puede

simplemente elegir las manifestaciones “sinceras” y desechar las “cínicas”, ya que tanto las unas

como las otras intervienen como exteriorizaciones del propio-ser de este último y, por tanto, como

elementos potencialmente explicativos de la enfermedad. Asimismo, y tal vez más importante, las

apreciaciones sobre “verdad” y “falsedad” que pudieren efectuarse en un momento dado no revisten

por sí mismas un carácter relevante en la definición del perfil del paciente, sino que más bien

participan en el ejercicio terapéutico como datos que pueden usarse, desecharse e incluso

reinterpretarse.

¿Resta lo anterior toda importancia a los juicios sobre veracidad y falsedad atribuidos de continuo

en la Fundación? En realidad, podríamos afirmar que ahora tenemos la posibilidad de desplazar la

preocupación por la verdad y su vínculo con el propio-ser del paciente, conduciéndola de lo que la

adicción pudiera representar “en-sí-misma” (si es que algo representa en tales términos) hacia la

estructuración de un régimen de verdad dentro del marco de las interacciones surtidas en el espacio

terapéutico. “La” verdad sigue interviniendo como un factor simbólico de legitimación en la

estructuración de relaciones de poder, pero ello toda vez que alcanza traducción en la cotidianidad

y, en definitiva, porque constituye o bien una fuente de seguridad en el día a día o bien una

herramienta para el alcance de finalidades concretas. Circunstancial o generalizada, cada

interviniente en este escenario constituye el pregonero de una verdad sobre el cuerpo, la libertad y

el deseo de cambio, y a la medida de su ritmo vital y sus modales la presenta a los demás. Algunos,

en ese sentido, se inclinan por considerar que en la Fundación literalmente “actúan”, que despliegan

un proceder que a su juicio se diferencia de aquel mostrado en otros espacios; pero, antes bien, tal

vez esto entre a revelar que la sinceridad, más que un asunto de congruencia entre comportamientos,

pasa en cambio por las conexiones que median entre lo emocional, lo racional y la acción,

circunstancia que depara en muchos casos un denso juego de entrecruces, contradicciones y

distanciamientos, y en consecuencia supone un desafío a la aplicabilidad cándida del binarismo

verdad-mentira. Procuremos, pues, hablar en lo sucesivo de efectos de verdad, entendiendo que una

noción en tales términos nos posibilita movernos sobre la gama cromática de la relación contenido-

forma, particularmente sobre sus efectos en la definición de una identidad del adicto.

De entrada, convendría señalar que a pesar de que el tratamiento estriba sobre aquello que el paciente

comenta sobre su vida, lo cual a la postre se encuentra referido al dolor que lo embarga, ello no

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La configuración de la identidad adicta 199

supone que tal narración acontezca así nada más. De hecho, se podría tender a pensar que el paciente,

al tener que referir recuerdos que para sí seguramente resultan “nítidos”, desde el primer día del

internamiento podría predisponerse para compartir su experiencia de vida y los pormenores del

consumo. En realidad, lo común suele ser lo contrario, e incluso no es extraño escuchar afirmaciones

como la siguiente:

Al principio no me agradaba sentarme frente a una persona que no conocía y contarle toda

mi vida, mis secretos más íntimos, cosas que me daban vergüenza, cosas que llegué a hacer

por el consumo, cosas que ahorita en este momento pienso que hice y me dan vergüenza, me

dan pena, me causan dolor porque uno sabe el ser compacto que tiene adentro, que estaba

escondido detrás de la coraza de la droga —en este caso la cocaína—. Entonces verse así,

cerrar los ojos y mirar de reojo al pasado y verse sentado en la calle, sin nada de comer ni

nada, creo que es berraco. Entonces contar todas esas cosas, abrirme, fue difícil. Nunca tuve

problema ni nunca puse en tela de juicio el programa, ¿sí? Lo que era esto, lo que es la

Fundación, nunca. Pero pues sí es muy incómodo a veces sentarse al frente de mucha gente

y empezar a expresar todo lo que sentía, llorar y abrirse, abrir el corazón. Sí me molestaba

un poco, pero después me di cuenta que era lo necesario, era lo que tocaba hacer (Paciente

C, 2015).

Ciertamente hay excepciones a esta situaciones, sucediendo que algunos recién ingresados no

muestran mayores reparos en confiar anécdotas personales en torno a su adicción casi que a todo

aquel que se encuentre a su alrededor. Con todo, se trata de una excepción apenas aparente. No es el

hecho de simplemente revelar aspectos personales lo que marca esta configuración del “ser” del

adicto, ni siquiera es suficiente el que tales relatos estén acompañados por expresiones de dolor

manifiesto. En ese sentido, resulta sugestivo la siguiente indicación que efectuare un terapeuta sobre

uno de sus pacientes:

Se estaba era justificando a través de su historia, justificándose a través de su consumo, a

través de que se sentía solo, a través de que las cagadas que hacía era por su consumo, pero

no se asumía en su propio dolor. No asumía... Y además porque algo particular de él es que

aún no logra dimensionar esa conexión con el alma (…). Entonces uno deja de estar

conectado allá, y creo que él, si no es en ese momento, pues se ha venido desconectando con

esa parte espiritual (Terapeuta B, 2015).

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200 Dolor, derrota y liberación

El caso de Francisco resulta bastante ilustrativo sobre esta situación, ello toda vez que en su trayecto

por el internamiento literalmente fue aprendiendo una particular disposición frente a su tratamiento.

Animarse a hablar sobre su problema y caracterizarlo como dolor, verlo de continuo a la luz de su

libre albedrío y asumir que con ello se ha de lidiar permanentemente son “competencias” que en este

espacio terapéutico se van adquiriendo a medida que el paciente va entrando en contacto directo con

la creencia en la recuperación. Michel Foucault (1995; 1991) habla al respecto sobre el mecanismo

pastoral de la confesión, revelando cómo durante la época victoriana tuvo un papel relevante en la

constitución de conocimientos cientifistas sobre el cuerpo (como la sexualidad). En este caso podría

indicarse que ocurre otro tanto, aunque haciendo la salvedad previamente anotada sobre la

“cualificación” por la que atraviesa el paciente para entrar a compartir detalles a través de la puesta

en marcha de un instrumento discursivo que, hasta cierto punto, sigue la secuencia de una captación

del deseo. En este orden de ideas, es de anotar que in limine el tipo de tratamiento desarrollado en la

Fundación incide en la gestación de una subjetivación respecto de sus pacientes, lo cual no solo

supone la circunstancia de interiorizar formas específicas de transmisión de recuerdos,

pensamientos, sentimientos y emociones, sino que, más aún, es el principio de la configuración de

una actitud de vida que ha de ser asumida en lo sucesivo como estructurante de la recuperación. El

tratamiento, en últimas, no instituye mecanismos que-deben-ser-utilizados; el tratamiento es más

bien una instancia de moldeado de la identidad de cada paciente, siendo a través del dolor —ante el

cual el adicto se derrota cada día de su vida— que alcanza una relación de trascendencia con respecto

a su creencia en la posibilidad de vivir en un estado de “saludable” sobriedad. Pero con tal dolor no

se hace referencia a ese sufrimiento que, resultando más bien difuso en su alcance y contornos, es

visto como “acompañante” del adicto a lo largo de su trasegar. En este caso, como lo indica Juan

David Nasio (2007), menester es diferenciar entre tal afecto generalizado llamado “sufrimiento” y

el dolor propiamente dicho, pero aclarando que este último no aparece en la terapéutica de adicciones

simplemente como manifestación consciente de la producción de una tensión extrema en el

inconsciente (Nasio, 2007, pág. 26). En lugar de ello, consiste en un dolor simbólico, que ciertamente

recoge el trasfondo afectivo, pero que discursivamente opera como una resemantización de ese

trasfondo y su postulación como insignia del estilo de vida de sobriedad. No es el propósito a través

de dicho dolor el propiciar una suerte de inmovilidad del propio-ser del paciente, sino que más bien

se apunta por su ministerio a estimular una recuperación del presente para así, y solo después de

fincar sólidas bases en el instante, ir-más-allá y avanzar por el camino de la perfectibilidad. Así, esa

creencia, que en principio tendría el signo de una opresión del individuo (entre la ingobernabilidad

y el poder superior), puede a su vez ir transformándose, de manera tal que en lo sucesivo, e

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La configuración de la identidad adicta 201

implicando siempre para el adicto la necesidad de rememorar su dolor en el presente24, se convierta

en signo de esperanza y en bastión para el alcance de sueños rotos, aplazados o surgidos a lo largo

de esta lucha contra la adicción. Es, pues, en la relación de trascendencia entre el dolor y la creencia

que la derrota de sí —que tiene lugar día tras día— se transforma a su vez en una victoria sobre ese

sí mismo adicto y sobre ese pasado de adicción al que los pacientes han de volver, cual huella

mnémica imborrable, al cabo de cada amanecer. Pero a su vez es una relación entre creencia y dolor

que, aun cuando brindando a la lucha personal del paciente la posibilidad de erigirse en símbolo, en

testimonio para otros que avancen por la senda de la recuperación, también lo escinde, lo hace

paciente-individual. No es el reconocimiento con otros a través del dolor el comienzo de

comunitarismo que disuelve las conciencias individuales en una colectiva (Durkheim, 1967), y en

cambio constituye el principio de una práctica de sí que soporta la inserción del adicto en una forma

subjetiva que renueva para aquel su deber consigo mismo de cuidarse, de velar por su recuperación

autónomamente.

En todo caso, conviene que no perdamos de vista la relación que el tratamiento propicia con el dolor

en el terreno del instante. Si bien lo visto hasta este punto nos revela que tal dolor desempeña un

papel relevante en el acceso a la verdad de la recuperación (por vía de la relación de trascendencia),

no resulta menos interesante encontrar que no es el dolor en sí mismo lo rescatado en el discurso

terapéutico, sino más bien una forma de interpretarlo. Hay de fondo una individualización de la

responsabilidad, y es a través de la misma como se tienden puentes entre el pasado adictivo y el libre

albedrío del paciente; pero ello no es erigido en relación con el dolor en una forma de remordimiento

constante ni tampoco explicativa por sí misma. No se apela a lo confesado por el paciente por ser

“verdadero”, como sí porque comporta particulares conexiones mentales, emocionales y afectivas

en su psique, lo cual propicia condiciones adecuadas para entablar una confrontación de regímenes

de verdad (el del paciente y el terapéutico, al menos para empezar) y, a la postre, una conexión más

profunda del discurso terapéutico con el propio-ser del adicto en recuperación. Es allí donde una re-

significación de la vida en términos del “ser” del adicto tiene lugar, la cual depara la conversión del

dolor en una marca que, como precisábamos en su momento, es mantenida perpetuamente. Al

respecto, Erving Goffman (2006) alude a aquellos atributos personales que, merced al sentido que

les es otorgado socialmente, inciden en una minusvaloración de su portador. Se trata, pues, de

24 El recuerdo es doloroso en tanto lo hacemos presente, en tanto lo presentificamos; el sentimiento no tiene

tiempo, o, mejor aún, reside perpetuamente en el presente.

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202 Dolor, derrota y liberación

estigmas, de marcas que intervienen en la alteración de las expectativas normativas que unas

personas pueden tener acerca de otras, algo que en últimas influye en la creación y reproducción de

diferenciaciones a partir de las cuales se habla de personas “normales” y personas “estigmatizadas”

(o anormales). La cuestión, señala el autor, se complejiza al tener en cuenta que el estigma no solo

atañe a las consecuencias derivadas de los actos de minusvaloración y posiblemente de rechazo que

despliegan las primeras sobre las segundas, sino que a su vez involucra la manera como el portador

del estigma, siendo consciente de la potencial diferenciación a la que puede ser sometida, tiende a

interiorizar su condición y a convertirla en parte de su identidad. En el caso de la adicción esto resulta

patente en el rechazo social del que suelen ser víctimas las personas aquejadas por dicho flagelo

(expectativa normativa que Goffman concibe como derivada de la interpretación sobre ese otro

adicto como alguien embargado por un defecto de carácter), circunstancia que de forma ostensible

incidiría en el acrecentamiento de la sensación de dolor. Sin embargo, tal “mácula” adquiere una

nueva serie de determinaciones a medida que se va asumiendo la creencia en la recuperación, y hasta

cierto punto cabría afirmar que su efecto individual sufre un trastoque. Al respecto una terapeuta

comentaba lo siguiente:

Entonces la pregunta que me hace es: "¿cómo es con ustedes los adictos?" Y la respuesta

que yo le doy es: "para que tú lo sepas, para que lo puedas entender, tendrías que vivirlo. No

te lo puedo explicar, hay que vivirlo, no se puede explicar. Es un modo de ser, es una forma

de ser, es una forma de pensar y de sentir". (…) Un ser humano normal no entiende cómo se

comporta un adicto ni por qué hace tantas cosas a pesar del dolor del alma. (…) Somos

diferentes, somos diferentes. Alguien me dijo: "es que los de tu especie...", alguna vez. Y

yo, pues, me molestó, pero después dije: "tiene razón, somos una especie diferente, rara,

raros, somos raros". Como los autistas, como los esquizofrénicos, somos raros (Terapeuta

A, 2015).

El estigma marca diferencia, genera singularidad, pero a su vez, y por ministerio de la creencia,

interviene como instrumento de asunción de una actitud específica en el aquí-y-el-ahora. El “solo

por hoy”, visto a trasluz de tal circunstancia, ofrece una nueva consideración: el dolor, que, en su

actualidad e intensidad resemantizadas, funge como el mayor impulso del adicto para no querer

consumir de nuevo y para orientar su ser a la luz de una ética que percibe como redentora. Decir

“solo por hoy” no es, pues, meramente una petición que el adicto se hace a sí mismo, sino que

constituye la expresión manifiesta de tal singularidad convertida en identidad personal. La creencia

no solo propicia la proyección del ser en el tiempo y el espacio, sino que a su turno comporta una

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La configuración de la identidad adicta 203

relación de inmanencia que, al igual que con la creencia, también marca una escisión entre el “yo” y

el “nosotros”. Para muchos de los que acogen para sí el programa de la Fundación, lo que buscan es

algo tan del aquí-y-el-ahora como adquirir con cada amanecer una reconfortante seguridad sobre lo

que se está siendo en el instante, ver que su camino en ese específico punto es halagüeño; y es solo

a partir de tal seguridad, sometida a examen a cada instante, que ocasionalmente se permiten

ilusionarse con el porvenir y, con toda la mesura del caso, soñar.

Había una práctica en la Fundación que a Francisco no le agradaba del todo, la cual consistía en

plasmar diariamente en un trozo de papel lo que se estaba sintiendo. Cada paciente debía hacerlo,

quedando en manos de uno de ellos recoger todos esos “pensamientos” y fijarlos en una cartelera

destinada para tal efecto. “Huellas de sentido” era el nombre que recibía esta actividad, y si bien

muchas veces no parecía guardar mayor importancia para los pacientes, no podemos menos que

destacar su capacidad para recoger esbozos de la tensión inmanencia-trascendencia. “¿Qué escribir

en esta oportunidad?”, se preguntaba Francisco cada día. Contrario a su consabido pragmatismo, esta

actividad le resultaba un tanto molesta, monótona y sin propósito. Para salir de su lapsus imaginativo

optaba por ver los que sus compañeros escribían, encontrando así mensajes de agradecimiento a

Dios, expresiones simplistas, comentarios efusivos, indicaciones “destinadas a criptógrafos

profesionales”, manifestaciones de tristeza. Deseos de cambios, relatos sobre lo acontecido en el día

y el uso de metáforas eran también tendencias evidentes en las huellas de sentido, pero en ocasiones

indicaciones sobre pesimismo se imponían por sobre las demás. Las frustraciones derivadas tanto de

la situación personal como de los reparos expresados frente al régimen de internamiento eran en

ocasiones plasmadas en las huellas, algo que en ciertas ocasiones llamaba la atención de los

terapeutas y los conducía a efectuar reconvenciones. Tal vez aquí quedaba puesto de presente que

ese dolor, cuan dúctil pudiera resultar en el discurso terapéutico, muchas veces iba en contravía de

los propósitos terapéuticos.

4.3 Discursividad sobre el ser que se transforma en el ser

De ser el emblemático coordinador en la otra sede, ahora Francisco se convertía en un observador

del mando de otros más. En cierto modo extrañaba el hecho de guiar a sus compañeros, pero a su

vez advertía que el liberarse de tal responsabilidad le daba algo más de tiempo para —

paradójicamente en su caso— pensar. En sus ratos de soledad, que ahora veía con algo más de

agrado, aprovechaba para recorrer los rincones de la finca. Un prado ampliamente extenso, con

diferencia la zona más grande del predio; árboles, jardines y plantas que brindaban a la estancia un

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204 Dolor, derrota y liberación

aspecto acogedor; consultorios claramente separados del resto de los recintos; un parqueadero; una

amplia cocina, en este caso sin acceso para personal no autorizado (es decir: restringido para los

pacientes); y la casa, de amplias entradas de luz, espaciosa y confortable. El lugar era para él algo

que mucho se acercaba al sueño de casa propia que en ocasiones compartía en las conversaciones

con su novia, sensación que le duraba hasta que recordaba que allí estaba para proseguir con su

tratamiento. No se trataba de un predio totalmente aislado, ya que a menudo era posible escuchar la

actividad humana que acontecía en las fincas vecinas; y sin embargo la ruptura respecto de su estadía

en la sede de la ciudad era patente. Francisco no se había hecho solitario; conversaba con quien

podía, reía cuando sentía el impulso de hacerlo, pero ya no encontraba un suplicio en el hecho de

meditar. Esto a su vez le había permitido aprender a escuchar a los demás, a la vez que ser más

observador respecto de lo que acontecía a su alrededor. Fue así como pudo percibir en mejor forma

el protagonismo que algunos pacientes adquirían en este espacio con relación a los demás. En primer

término esta justamente el coordinador, a la sazón un individuo de edad madura que hasta cierto

punto contaba con dotes para orientar a los otros. Hacía llamados de atención, interpelaba, su voz se

hacía se sentir y por lo general recibía como respuesta un silencioso asentimiento. Es el primero en

dar consejos sobre cómo acometer las funciones, aquel que ante las eventuales desobediencias debe

sin miramientos presentar reportes al equipo terapéutico, así transcurre el día a día de este personaje:

siendo un referente del orden prefijado para el funcionamiento de la casa, alguien que debe hacer

gala de un carisma especial para ser escuchado por los demás y no ser convertido en el acto en un

otro visto con signo de enajenación. En todo caso, era habitual observar en la Fundación que algunos

pacientes no compaginaran del todo con la función de coordinación, ya fuere porque no eran del todo

escuchados o porque incurrían en roces frecuentes con algunos de sus compañeros y compañeras.

Era allí donde otros más, dotados del carisma antedicho, aparecían como personificaciones de

credibilidad entre la comunidad de pacientes. Casualmente una terapeuta, que en el pasado también

iniciare un proceso de recuperación, señalaba lo siguiente:

Yo le preguntaba a él porqué me había sugerido que hiciera eso, y él me decía que si no me

había dado cuenta que cuando yo hablaba en grupo la gente me ponía mucha atención. Y

[con] eso quería decir que yo tenía unas características que me convertían como en una líder

—digámoslo así—, y decía que yo nunca me había dado cuenta de eso. Desde mi baja

autoestima yo creí que me ponían cuidado en grupo por ser una vieja —como dicen los

muchachos— buena, que estaba buena y me paraban bolas. Porque era un concepto que tenía

muy arraigado en mí: que simplemente me miraban por la estatura o porque estaba buena.

Pero nunca creí que de verdad tuviera para dar (Terapeuta A, 2015).

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La configuración de la identidad adicta 205

Había pacientes que gozaban de una particular facilidad para granjearse la atención de los demás.

Congregando nutridos auditorios a su alrededor, extrayendo risas sonoras u obteniendo la aprobación

colectiva merced a sus palabras interpretadas como portadoras de sabiduría, tenían incluso la

posibilidad de sobreponerse a las diferencias de edad y conmover a personas mayores y menores que

ellos. Tanto así era la situación que los coordinadores, encontrándose a su lado, parecían

simplemente diluirse como uno más en el mar de los adeptos a ese líder carismático. Ocasionalmente

ocurría que con sus acciones brindaban a la creencia terapéutica un refuerzo adicional, lo cual por lo

general constituía una condición de la cual eran conscientes. Así, verbigracia, en eventos en que el

juego convulso de emergencia de inconformidades alcanzaba elevada intensidad, al punto que

terminaba por demarcar con nitidez posiciones, agrupaciones y segregaciones —desafiando

precisamente toda aspiración a una homogeneización normativa—, pacientes carismáticos, a partir

de sus bromas, réplicas y comentarios, iban orientado la opinión de algunos de los que los rodean y

silenciando disidencias. Con todo, este liderazgo debe ser visto con algo de detenimiento, ya que su

inadecuada apreciación puede dar lugar a imprecisiones sobre aquello que cabe denominar como

interiorización de la creencia en la recuperación (es decir: su anclaje en el propio-ser del paciente).

Por una parte, es preciso destacar que tal aceptación generalizada de estos “líderes” del tratamiento

no se produce en todo momento, ni mucho menos apunta exclusivamente a un refuerzo de la

representación colectiva denominada recuperación. Hay momentos en los cuales las acciones del

líder no son del todo bien recibidas, e inclusive pueden llegar a ser repelidas al no ser congruentes

con el tono de una ocasión social específica dentro del internamiento. Una falta de tacto, la incursión

en la desmesura o inclusive excesiva prudencia pueden producir un efecto adverso en la vinculación

entre el líder carismático y el conjunto de los pacientes, o, para ser precisos, enervar aquellos

referentes de orden simbólico que apuntalan su posición en este espacio de relaciones.

Por otra, aunque los esfuerzos del líder tendrían en apariencia una inclinación hacia la exaltación de

los principios que sustentan la creencia en el tratamiento (honestidad, buena voluntad, receptividad

y humildad), puede que muchas veces no sigan otro propósito que el de evitar sanciones colectivas

de parte del equipo terapéutico o el de alcanzar con mayor facilidad determinados favorecimientos

de parte de terapeutas y compañeros25. De cualquier modo, habría que ver cómo tal actitud de

25 Conviene recordar que sobre la cuestión de la sinceridad habíamos efectuado algunas indicaciones,

resaltando así lo fácil que puede ser el hecho de darle un peso desbordado en el análisis, y señalando

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206 Dolor, derrota y liberación

liderazgo, incluso en los casos en que adquiere la forma de un ajuste secundario (Goffman, 2007),

entra en una relación directa con la configuración del propio-ser del paciente en aras de dar un

despliegue continuo y sempiterno al estilo de vida de sobriedad. Y es que si bien un paciente podría

a través de la actitud de liderazgo camuflar segundas intenciones, y si además ello tal vez le depare

la obtención de una mejor posición en la casa (Puerto Laguna, 2007), ¿asumir ello como explicación

suficiente del fenómeno no nos llevaría acaso a incurrir en una visión inmediatista y reduccionista

de la acción? Un propósito de tal alcance bien puede ser establecido racionalmente por el paciente

(es decir: definido en una relación de medios y fines), pero ello poco o nada indica acerca de cómo

tal circunstancia entra a jugar en el resto de esferas que comprenden su mismidad. No hay que perder

de vista que en el marco de este espacio de interacción la finalidad establecida como primordial

consiste en la inserción del paciente en el estilo de vida de abstención, algo que, además de la

adopción de una serie de códigos de conducta y de una creencia, involucra particularmente la manera

como aquel entra a concebirse a sí mismo como sujeto capaz de encarar el reto de la recuperación

(lo que de la mano de Foucault podríamos denominar como una problematización de la sustancia

ética). En ese sentido, la actitud de liderazgo, particularmente vista como una suerte de

protagonismo, bien podría entrar a reforzar la confianza del paciente en sí mismo, la cual no es un

asunto de mera mismidad, como sí de la manera como estructura su propio-ser dentro del conjunto

de relaciones sociales dentro de las cuales ha de configurar su estilo de vida de sobriedad. Siendo

consciente sobre su posición de protagonismo, un paciente comentaba:

Yo creo que ahí tiene que ver un poco la religiosidad en mí, porque yo creo que a mí la

religión me dio bases muy fuertes. Entonces, creo que tengo un beneficio sobre todos, y es

que conozco mucho sobre Dios, y acoplarme a sus normas me ayuda a tomar buenas

decisiones en la vida, y tener conocimiento de esas normas es de pronto lo que me hace ver

maduro. Yo, la verdad, no diría que soy muy maduro; de verdad siento que a veces soy muy

inmaduro para muchas cosas. Pero eso me parece algo bueno porque me dice como: "mierda,

en esto estás fallando, tienes que trabajar más en esto". Y me ayuda mucho, la verdad.

Entonces es como que de pronto es eso. (…) Ese viernes por la noche que K se iba le dijo

una palabra a todos; a todos les dijo una palabra, y a mí me dijo: "en ti veo fortaleza. Te

conozco hace ocho días, pero veo que tienes la fortaleza para parar de consumir". A mí no

particularmente que lo que a veces se juzga inadecuadamente como “fútil apariencia” tiene una enorme

importancia en la configuración de redes de integración.

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La configuración de la identidad adicta 207

se me va a olvidar eso, yo creo, porque en ese momento sentía que no tenía fuerza, y me di

cuenta que de pronto es que yo me... me... cómo decirlo... como que me subestimo mucho,

como que no me doy cuenta de pronto de las facultades que tengo, de las fortalezas que

tengo, y tengo que tener más conocimiento de mí mismo. Y eso solo lo adquiero con sano

juicio, y el sano juicio solo me lo da la sobriedad. Porque si yo tuviera la cabeza llena de

humo seguramente no podría ver mis cualidades porque no podría sentir nada (Paciente D,

2015).

Aquí es preciso aclarar que algunos terapeutas pueden discrepar frente a lo anterior, entendiendo que

lo que el paciente está haciendo no es otra cosa que aferrarse a sus defectos de carácter y, como

consecuencia de ello, colocar inercias a su proceso de recuperación. En ese orden de ideas, lo que a

primera vista aparecería como carisma para el liderazgo puede, al cabo de la reinterpretación

profesional —surtida respecto de la historia de vida del adicto en cuestión—, convertirse en un

ejemplo de egoísmo, soberbia y ceguera espiritual, y por tanto ser sometido a un drástico ejercicio

de corrección. La cuestión, en todo caso, no nos invita a conformarnos con elegir uno u otro extremo

(creer en la existencia de un liderazgo como factor del propio-ser o deslegitimar toda afirmación

sobre el particular al catalogarla como defecto de carácter), y en cambio puede dar pie para que

indaguemos hasta qué punto puede haber una conexión entre el ser del paciente, su rol dentro del

esquema terapéutico y el dolor que lo “inspira” a interactuar en este espacio. Para tal efecto, debemos

empezar por entender que el ser-un-paciente-en-la-Fundación no supone aludir a una suerte de

etiqueta homogeneizadora que opera respecto de las personas que son receptoras de los servicios

ofrecidos por la entidad, sino que más bien debe verse como una forma de catalogación que recoge

bajo su seno una pléyade de personalidades singulares dentro de las cuales el liderazgo, en sentido

estricto, es tan solo una más. Esto nos lleva un paso más allá en el abordaje de la tendencia

homogeneizadora propiciada con el ordenamiento normativo surtido en la Fundación, y es el hecho

de que lejos está de constituir una igualación de pacientes. En realidad, la cuestión nos acerca mucho

más a la manera como Agnes Heller (1987) se refiere a la cotidianidad, vista justamente bajo el

carácter de la mundana heterogeneidad, aunque con la peculiaridad de que aquí podemos efectuar su

análisis desde la esfera del individuo. Si bien hemos planteado que una determinada noción sobre el

dolor personal es la que permite al adicto asumir progresivamente la creencia en la recuperación, es,

pues, su aprendizaje a lo largo del proceso el que posibilita una conexión intersubjetiva entre el

individuo en cuestión, los demás pacientes y el equipo terapéutico. Se trata en cierto modo de una

propedéutica, pero que tan solo habilita para seguir aprendiendo cada día sobre la adicción y, más

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208 Dolor, derrota y liberación

todavía, sobre sí mismo. Una paciente aludía en los siguientes términos a las complicaciones que le

había deparado esta situación.

Pues al principio no sabía como de qué se trataba el proceso o qué era lo que pasaba.

Entonces, pues, como que a veces me sentía frustrada porque yo pensaba que no lo estaba

haciendo bien, entonces que debía decirles [a los terapeutas] otras cosas para que ellos

pensaran que yo lo estaba haciendo bien. Porque entonces ellos me hacían creer, me hacían

sentir que no lo estaba haciendo bien, entonces me frustraba. Pero después como que me

empecé a abrir y a soltar, y ya como que entendí pues que solamente tenía que hacerlo y ya;

o sea, sin saber si estaba bien o no. Pero al principio sí me sentía frustrada, porque digamos

yo veía el proceso de los otros y veía que ellos se expresaban resto y decían un montón de

cosas por allá y salían llorando de las terapias, o salían todos felices: "que no, que la terapeuta

me dijo, que no sé qué". Pero yo no sentía eso, entonces yo me sentía como: "huy, ¿será que

lo estoy haciendo mal o por qué no puedo? ¿Por qué a mí no me pasa eso?" Pero no, después

pues me di cuenta que no, pues solamente empecé a soltar las cosas así, y ya como que fue

más... más relajado. Y pues me di cuenta que igual pues yo creo que a mi manera sí lo hice

bien, pero no igual a los demás (Paciente A, 2015).

Este aprendizaje, como se puede ver, no es precisamente una forma de simplemente amoldar el

carácter del adicto a las exigencias de la creencia, sino que en su lugar comporta un juego de

tensionalidades, tanto discursivas como de fuerza, de resultado variable y nunca definitivo. Personas

ajenas a estos espacios de interacción, e incluso algunas que han atravesado por los mismos, se

inclinan por asociar lo ocurrido allí con una especie de “lavado de cerebros”, muy al estilo de

instituciones totales que encontrarían su mayor éxito en el sometimiento físico y mental irrestricto

de sus pacientes. No obstante, y sin perjuicio de la veracidad histórica que ataña a afirmaciones de

tal jaez, es menester aclarar que la subjetivación no opera precisamente como una especie de

transformación radical de la psique, ni mucho menos plantea una supresión definitiva de las tensiones

surtidas con ocasión del encuentro entre posturas doxáticas (expresadas, por ejemplo, en la historia

de vida del paciente) y epistémicas (refrendadas por el saber científico-profesional esgrimido por los

terapeutas). El éxito del dispositivo terapéutico radica más bien en la posibilidad de propiciar el

traslado de tales tensiones de la esfera de interacción a la individual, de manera tal que sea el mismo

adicto quien sostenga una lucha permanente consigo mismo respecto al debate de cada día sobre

cómo conducir su existencia. Tales tensiones, que interiorizadas siguen gozando de movilidad e

imprevisibilidad en sus sucesivos resultados, revelan que el aprendizaje no crea un estado de cosas

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La configuración de la identidad adicta 209

definido y estandarizado, sino que en su lugar constituye una forma de predisposición existencial

frente al consumo y frente a las demás esferas del ser-y-estar-en-el-mundo. Es así como resulta

posible explicar el que para las personas en recuperación la derrota frente a su adicción sea algo de

nunca acabar, así como que en tal confrontación —en la cual el decir “solo por hoy no consumo”

sea la mayor victoria en la inmanencia y el punto de partida para alcanzar la trascendencia— pueda

tener resultados diferentes (que mantenga el estilo abstención, que se recaiga en el consumo, que no

se consuma pero ser viva mortificado, etc.) El aprendizaje es en últimas la adquisición de una

herramienta de auto-problematización, la cual en muchos casos es vista como la identificación de un

camino de redención. Un paciente hacía palmaria tal situación al expresar lo siguiente:

Sabe que dentro del dolor, de mi mamá, el mío, dentro de volver a recaer, ¿sabe qué es lo

bueno? Que ahora sí sé lo que tengo que hacer, ahora sí sé lo que tengo que hacer. ¿Y sabe

qué es lo mejor? Que estoy dispuesto a hacerlo, a hacer lo que sea necesario, hermano, para

de una vez por todas cambiar mi rumbo, cambiar mi camino, darle un sentido a mi vida,

hermano; de una vez por todas. Y cuando usted sabe lo que tiene que hacer hágalo; listo, ya,

fácil (Paciente C, 2015).

Adquirir tal predisposición no allana el camino de la recuperación. Tan solo inserta una duda vívida

y duradera sobre lo que se está siendo y lo que se aspira a ser; saca de las tinieblas de la autoevidencia

del mundo (Schütz, 1972; Bourdieu & Wacquant, 2005) la condición personal o, mejor aún, la

convierte en conciencia discursiva en la forma de signo de interrogación. A partir de este punto las

alternativas a seguir son varias, una de las cuales constituye precisamente el camino de la

recuperación. ¿Cómo entonces esta última termina en algunos casos siendo la seleccionada? Al

respecto se podría afirmar que el deseo de cambio y el anhelo por vivir mejor pueden entrar a inclinar

la balanza del costado de la abstención, pero ello sería desconocer que motivaciones de ese tipo, a

decir verdad, son otras más de las tantas que intervienen en el juego convulso de la emocionalidad

humana. La asunción de determinados criterios de valor, así como su priorización con respecto a

otras dimensiones de la voluntad, depende en todo momento de que ello alcance conexión con la

seguridad ontológica del individuo, algo frente a lo cual la creencia desempeña un papel relevante.

Sin embargo, la asunción del esquema valorativo de la recuperación representa a su vez una

definición sobre lo-que-se-es-y-lo-que-será, es esa ética que se convierte en cuerpo y se expresa

como identidad. Ella no es solo individual, su sentido es colectivo y social, y es por su ministerio

que el adicto, viendo en ese otro también adicto un reflejo de sí mismo, puede identificarse con sus

compañeras y compañeros de sufrimiento y aceptar como propia una imagen de sí que lo refuerza

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210 Dolor, derrota y liberación

en sus convicciones con el sonoro apoyo de la hermandad. Se cualifica, pues, el vínculo entre el

particular-adicto y la colectividad a través de una imagen compartida por todos sobre el dolor, el

cual tiene el carácter de una identificación, de una construcción de identidad de ida y vuelta. El

internamiento y la creencia brindan tan solo un primer empujón al paciente en recuperación, siendo

el sucesivo refuerzo del ideal de “vivir limpio” aquello que con alcance apenas acontecimental

encadena la voluntad en el camino inacabado de la abstención.

Pero esta identificación, como lo precisábamos previamente, no supone que por cuenta de la

integración la responsabilidad sobre la recuperación adquiera un alcance colectivo. De hecho, lo que

se observa es que encontrar una suerte de afinidad en el otro es en este espacio un comienzo de

generación de una forma de conciencia discursiva sobre el propio-ser marcada por la individuación.

Francisco, caminando por los alrededores de su nuevo lugar de internamiento, con cada compartir,

con cada momento de exaltación del ideal de hermandad, en definitiva: con cada conexión

intersubjetiva, se hacía a su vez más “consciente” sobre sí. ¿Pero qué características tenía dicha

forma de conciencia? ¿Guarda alguna diferencia con la manera en que una persona se concibe a sí

misma en otros espacios? ¿Se trata del paso de una inconsciencia-sobre sí, camuflada tras el velo de

la autoevidencia del mundo, hacia un reconocimiento explícito sobre “lo que se es”? ¿Cuál es la

relación entre esta forma de autoconciencia y la individuación de la responsabilidad respecto de la

enfermedad de la adicción? Por la mente de Francisco cruzaba un recuerdo:

—Creo que no tuve suficiente fuerza de voluntad. Mis papás siempre me reprochaban por

eso; tal vez tenían razón.

—No es fuerza de voluntad. Para nosotros los adictos eso no existe.

—No te entiendo, ¿qué quieres decir?

—¿Acaso nosotros podemos parar de meter? —Transcurrió un silencio que pareció eterno—

¡No!, ¿verdad? Nosotros somos impotentes, eso es lo primero que debemos meternos en la cabeza.

—Pero Francisco, ¡¿acaso nos tenemos que resignar a esto?! ¡Entonces, ¿para qué estamos

acá?! ¡Yo me quiero curar!

—Para nosotros no hay cura.

—¡¿Entonces?!

—¿Es que no le pones cuidado a los terapeutas? Honestidad, receptividad y buena voluntad:

eso es todo lo que podemos hacer, Emilce. —Siguió otro silencio.

—No sé cómo puedes decirlo tan tranquilo. ¿Es que no dudas?

—Todo el tiempo.

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La configuración de la identidad adicta 211

Estos tres principios son presentados en la Fundación como un aspecto básico de la recuperación,

entendiéndose que esta solo puede tener un avance sucesivo en la medida en que el paciente crea en

ella; en otras palabras, proceder honestamente, ser receptivo respecto del mensaje reproducido,

sedimentado y enriquecido en las reuniones de adictos y ofrecer buena voluntad frente al desempeño

de las tareas fijadas para seguir con el estilo de vida de abstención constituyen en conjunto una

forma de tender puentes sólidos entre el ser del paciente y la creencia en la recuperación. Sin

embargo, es de destacar que tales principios, a pesar de que de entrada pudieran parecer

eminentemente instrumentales, alcanzan en la práctica una importancia tal que a la postre terminan

por constituirse en los referentes más claros del proceso de subjetivación surtido en el tratamiento.

Para comprender esto empecemos por analizar la cuestión de la honestidad.

No mentirse a sí mismo y a los demás es una premisa básica a lo largo del tratamiento, ya que es por

su ministerio que tanto el terapeuta como el mismo paciente pueden adquirir una visión mucho más

precisa sobre el estado de este último. De hecho, y raíz de lo comentado previamente sobre la

dependencia del diagnóstico de la adicción respecto de la constitución de flujos discursivos de ida y

vuelta entre terapeuta y paciente, es viable afirmar que la honestidad constituye una característica

sine qua non del tratamiento. El profesional puede, en efecto, llegar a sospechar que su paciente no

está siendo sincero, y en esa medida procurar persuadirlo para que verbalice sobre aquello que

“verdaderamente siente”; pero si este último, a pesar de que eventualmente se muestre dispuesto a

cambiar, no “abre su corazón”, entonces la relación terapéutica queda truncada ab initio. Ahora bien,

y a fin de evitar malentendidos, conviene que no caigamos en la visión simplista de la honestidad

como una suerte de correspondencia entre lo surgido de la conciencia discursiva y la realidad. En

una ocasión una paciente comentaba que si bien estaba avanzado con su proceso de recuperación,

ello era producto más bien de su esfuerzo personal que del apoyo terapéutico recibido. Para ser

precisos, con un cierto aire de ironía ella indicaba que no le encontraba utilidad al hecho de tener

que redactar una autobiografía y leerla en cada consulta con su terapeuta, algo con lo cual parecía

dar a entender que lo verdaderamente importante a su juicio era trabajar en sí misma más que

simplemente reflexionar sobre lo que había hecho, lo que sentía y lo que pensaba. Ciertamente

afirmaciones de este tipo no eran frecuentes en la Fundación, pero no es tanto por su singularidad

por lo que vale la pena traerla a cuento, como sí porque ayuda a poner de presente algo que a veces

pasa desapercibido. No se trata de rescatar el conjunto de acontecimientos que integran la historia

de vida un paciente la que resulta relevante, como sí el hecho de visibilizar las conexiones de orden

emotivo-sentimental que los mismos aparejan en su psique; es una relación existencial, en todo

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212 Dolor, derrota y liberación

momento cambiante e inabarcable en su totalidad, que revela ese acervo informacional denominado

pasado en su condición de instancia estructurante del propio-ser. Los terapeutas, siendo conscientes

de tal circunstancia, se aventuran incluso a marcar diferenciaciones entre verbalizaciones meramente

justificativas (“justificarse a través de la propia historia”, veíamos previamente) y aquellas que

resultan sinceras (léase: “honestas”). Sobre tal conexión entre lo verbalizado y lo emotivo-

sentimental una terapeuta señalaba:

Cuando la niña llora enseguida yo me toco y los ojos se me llenan de lágrimas; y eso me

pasa muy a menudo. Pero hoy aprendí a utilizarla —en el buen sentido de la palabra— esa

sensibilidad que me queda como adicta; como saber qué es lo que está sintiendo y me duele;

aprendí a utilizarlo como un sensor. Me explico: cuando yo siento eso, eso me ayuda a

identificar si el paciente está diciendo o está sintiendo de verdad, ¿me hago entender?

Cuando ella siente eso, casi siempre —diría que un 99.9—, el paciente está siendo honesto

cuando está diciendo que siente dolor. Hay unos pacientes muy hábiles que pueden llorarte

y hacerte el show, pero tú no los sientes, tú no te tocas, no te conmueves. Cuando me pasa

eso yo sé que el paciente está haciendo show, está queriendo hacer un papelón para

mostrarme lo que yo quiero ver, lo que él cree que yo quiero ver (Terapeuta A, 2015).

La honestidad bien puede partir de una diferenciación entre verdad y mentira, pero va más allá.

Dentro de la técnica terapéutica, de lo que se trata es de identificar tales contenidos semánticos que

guardan una profunda interconexión emocional dentro de la sentimentalidad del paciente, ello toda

vez que es trabajando sobre los mismos que resulta posible ir anclado los postulados del estilo de

vida de sobriedad dentro del propio-ser del paciente. Puesto en otros términos, la honestidad es el

principio básico de conversión de lo inconsciente y la conciencia práctica en conciencia discursiva,

es el comienzo de una verbalización sobre el propio-ser que con claro tinte emotivo, y al sustentarse

sobre recuerdos y pensamientos que el paciente concibe para sus adentros como “absolutamente

reales”, facilita el que este último vaya asumiendo progresivamente como verdad tal caracterización

sobre su devenir como una forma de vida problemática, concretamente: la de un adicto. Pero esto

pone de presente algo más, y es que la honestidad, incluso cuando se trata de “no mentirse a sí

mismo”, es una cuestión relacional de alcance intersubjetivo. Volviendo al caso del escepticismo

mostrado por una de las paciente a la hora de escribir su autobiografía en torno al consumo de

sustancias, habría que anotar que no es precisamente lo recordado por ella lo que se convierte en

materia de honestidad, como sí el giro semántico que ella y otros actores de la Fundación le van

dando a sus verbalizaciones a medida que atraviesa por el tratamiento. Como pudiera indicarlo

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La configuración de la identidad adicta 213

Friedrich Nietzsche (1996), meditar con algo de prudencia sobre la verdad nos exige de entrada

entender que vamos a vérnoslas con metáforas; más todavía, que es un asunto de verla como “una

suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y

retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y

vinculantes” (pág. 28). La verbalización sobre el ser dista de ser circunstancial, y puede que en

ningún caso sea efectuada por mera “liberalidad”. Por una parte: lo que el paciente ha de contar sobre

sí está mediado por sus propias motivaciones, deseos, alegrías y temores; y, por otra, el terapeuta

persigue algo particular en el relato de aquel, su tarea es la de rastrear o reconstruir por su ministerio

indicios sobre el desenvolvimiento que la adicción ha tenido en el caso analizado. Hay entonces un

encuentro de órdenes discursivos (el del paciente y el del terapeuta), transido a su vez por la serie de

sedimentaciones, transformaciones y contradicciones gestadas por los intervinientes colaterales en

esta interacción, cuyo resultado es una noción sobre el ser del paciente. La honestidad no es, pues,

una adecuación del discurso a la naturaleza, tampoco constituye un consenso. La honestidad es una

declaración de aceptación del fruto de una lucha discursiva que, más que hablar sobre el propio-ser

del paciente, se erige en esta instancia dialógica como el mismo propio-ser.

El resultado de tal confrontación puede variar en su significación y alcance, por lo que será el

objetivo de cada una de la partes de esta relación de poder el desplegar estrategias encaminadas a

lograr que dicho resultado se produzca dentro de las fronteras de sus respectivos propósitos. Con

todo, a favor del equipo terapéutico están los principios de receptividad y buena voluntad, los cuales,

erigidos en formas éticas que definen cuán dispuesto se encuentra el adicto a recuperarse —lo que,

en últimas, los convierte en factores de legitimación social dentro del espacio terapéutico—, se

transforman en el principio de derrota del paciente frente al orden discursivo del terapeuta.

“Aprender a escuchar y sentir” y “hacer lo que se tiene que hacer”, respectivamente manifestaciones

de uno y otro principio, son las formas con las que el interno de la Fundación va convirtiendo el

discurso de ese otro en su propio cuerpo. Pero hay un principio adicional que si bien muchas veces

no es del todo explicitado, termina convirtiéndose en un derrotero de la subjetivación: la humildad.

Un terapeuta lo hacía explícito al comentar sobre uno de sus pacientes:

Por eso no lo sentía, y por eso de alguna u otra manera yo también le decía que si él hoy no

está de rodillas la vida lo va a poner de rodillas, y la enfermedad lo va a poner de rodillas. Y

ahí es donde tal vez se conecte con esa parte espiritual para que logre hacer un verdadero

primer paso (Terapeuta B, 2015).

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214 Dolor, derrota y liberación

Se indica en algunas reuniones que la puerta de la recuperación es lo bastante ancha como para que

cualquiera pueda pasar por ella, pero de una altura tan reducida que para hacerlo primero es menester

agachar la cabeza. La receptividad y la buena voluntad encuentran materialidad a través de la

humildad, que es en últimas la forma de desestimular actitudes defensivas frente al orden discursivo

terapéutico. Estos cuatro principios, en suma, demarcan el camino de una producción discursiva

constante sobre el propio-ser del adicto, la cual: 1) permite englobar toda una serie de fenómenos

psíquicos, pautas de comportamiento y formas de interpretación de acontecimientos dentro de una

construcción imaginaria que, palabras más palabras menos, podríamos catalogar como el yo del

adicto; 2) crear escisiones entre el yo de uno y otro adicto, algo que, más que un aislamiento, plantea

la estructuración de relaciones de unidad y autonomía entre el individuo-paciente y la comunidad de

la que ahora va a formar parte; y 3) el establecimiento de un vínculo de responsabilidad entre el yo

del adicto y su estado de salud, en primer término en relación con la adicción, y a posteriori en lo

que atañe al hecho de llevar un estilo de vida saludable en general. La identidad del paciente se teje

así desde el punto de vista de su individualidad y su relación con la representación colectiva que

apareja la recuperación (la creencia), algo que le brinda un rol especial en términos de su integración

con los terapeutas y otros pacientes. En otros términos, el formar su identidad a la luz del discurso

terapéutico le otorga una relación de posicionamiento con respecto a esta comunidad y a otras más;

por virtud de ella se siente parte de un conglomerado de personas afectadas por una enfermedad

progresiva e incurable, y a su vez como persona que trabaja día tras día para “volver” a la sociedad

como alguien que ya no será una carga para los demás. Se habla por parte de algunos de aceptación

de la vida tal cual se ha recibido, con el placer y el dolor que le son inherentes; reconocen la dificultad

que a ello atañe, admiten sentirse mal y experimentar frecuentemente ganas de llorar. Dicen hacer la

tarea a diario, su meta es mantenerse limpios para permanecer en sano juicio. En el proceso sufren;

día tras día pelean consigo mismos. Su lucha no es la simple interiorización de un catálogo de

recomendaciones para vivir bien; en el fondo, y muchos de ellos lo saben, se trata de la

transformación de su vida en conjunto.

4.4 Emocionalidad a flor de piel

El dolor es en la Fundación un punto de conexión entre el individuo y la comunidad que allí tiene

sede, y es por virtud del mismo que cada quien entra en fases de conciencia discursiva sobre su

propio-ser. Pacientes que en principio parecieran poder salir airosos de confrontaciones terapéuticas

terminaban pensativos, cabizbajos y presas del insondable mutismo, algo que era interpretado por

algunos terapeutas como una consecuencia del hecho de haber quedado al descubierto, tanto ante los

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La configuración de la identidad adicta 215

demás como ante sí mismos. Un paciente que se había mostrado un tanto reacio a exteriorizar sus

sentimientos a lo largo del internamiento comentaba lo siguiente:

Una vez sí hizo un trabajo el terapeuta y sí me hizo sacar de... me puse a llorar. Porque me

preguntó quién era yo, y cada vez que me preguntan eso arranco a chillar. Porque en ese

momento estaba —digamos— más receptivo a esas cosas; ahorita estoy más calmado. O de

pronto, como dicen por ahí, como me dice él, que yo tengo una barrera, un escudo, con el

cual me defiendo; una espada y un escudo, y no me dejo atacar (Paciente B, 2015).

En todo caso, y como lo precisamos previamente, hay que decir que este dolor no versa precisamente

sobre la sensación que cada quien alberga dentro de sí, sino que más bien comporta la relación de tal

emocionalidad con formas de categorización colectiva de emociones estandarizadas en la Fundación.

En esa medida, dentro del tratamiento no basta con que el paciente luzca afectado por su situación

personal y social en general con ocasión de su problemática de adicción; la cuestión reside en que

tal afectación sea traducida a los códigos de entendimiento manejados en este espacio terapéutico.

Esto, como se podrá imaginar, no supone meramente una suerte de transliteración de las emociones;

en realidad, es algo que incide directamente sobre la manera como el paciente se concibe a sí mismo

a través de la emoción traducida. Más que una emoción explicitada, es el paciente mismo el que,

presentificándose ante los demás de una forma discursiva específica, se ofrece como destinatario de

la hermenéutica terapéutica. Tal circunstancia, amén de la necesidad de tener que referirse a sí mismo

y a sus acciones, pensamientos, emociones y sentimientos de una manera determinada —la

estandarizada—, supone a su vez el hecho de tener que resignar el uso de formas habituales de

defensa (como el reír sardónicamente, apelar a la ironía, polemizar, no escuchar, etcétera). Queda,

pues, el paciente en un estado de considerable indefensión que, intuido desde el inicio, lo deja casi a

merced de las indicaciones que se realicen en su contra. Algunos irrumpen en llanto, aceptan que se

han equivocado y piden consuelo; otros parecen imperturbables, pero en todo caso sin desafiar la

dirección adoptada por la discursividad surtida en estos espacios. Otros más, al rememorar

momentos tristes de su pasado, lloran desconsoladamente, sucediendo que compañeros y

compañeras se le acercan; nada de palabras de consuelo, simplemente compañía ante un dolor que,

sea lo que fuere, no puede ni debe aquí ser silenciado.

En todo caso, no es solamente sobre el dolor que tal “dietética” (Foucault, 1986) de las emociones

tiene lugar en la Fundación, ya que de hecho abarca una serie de manifestaciones sentimentales que

brindan a la ética de la sobriedad un alcance considerable. Visto con detenimiento, el tratamiento

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216 Dolor, derrota y liberación

involucra un trabajo constante sobre los sentimientos personales, los cuales, sometidos a

verbalización, entran a ser analizados en función de su pertinencia o impertinencia dentro del estilo

de vida de recuperación. En algunos casos la revisión pasa simplemente por evitar propiciar formas

nocivas de sentimientos en principio loables (verbigracia: no alentar formas de amor opresivas), pero

en otras el ataque es directo y no admite variaciones. Un claro ejemplo de ello es lo que ocurre con

la arrogancia, la cual posiblemente constituye en la Fundación el principal defecto de carácter objeto

de crítica. Por la manera que pacientes y terapeutas se refieren a él, pudiera quedar en el aire la

sensación de que se trata de una amenaza amorfa, omnicomprensiva del diario vivir, principal

motivante de recaídas y la mayor fuente de ceguera del adicto respecto de sí mismo. Sobre tal

sentimiento un paciente comentaba:

La soberbia, el mal humor. Yo cometí un grave error, muy grave error. Primero, de no

considerar que la recaída era una opción, y muy grande; segundo, de estar sobre confiando

de que solo sin consumir ya estaba todo bien. Pero no, hermano. Imagínese que yo no

consumía, pero peleaba con mi mamá; no consumía, puteaba a todo el mundo; no consumía,

seguía diciendo mentiras; no consumía, y me peleaba con la persona en el bus que me

empujó; no consumía y era orgulloso; no consumía y mi ego lo tenía por las nubes. Entonces

yo hablo de un cambio; es que realmente es un cambio. Es un cambio de esos

comportamientos que nos llevaron un día a ser un adicto, esos comportamientos adictivos.

Dejar de consumir es muy fácil, ¡es muy fácil! ¡Cambiar es difícil, querer hacerlo es difícil!

Eso es lo complicado, y nunca hice nada para hacerlo. Y lo sé, y mire que yo sé lo que le

estoy diciendo... Yo le hablo de mis problemas, pero no tengo ni idea de cómo hacer para

cambiarlos. Tengo las herramientas en mi mano, pero no sé cómo usarlas; tengo un martillo,

un destornillador, pero no tengo ni idea de cómo usarlas (Paciente C, 2015).

Si dentro de la discursividad terapéutica el dolor es la fehaciente expresión de la problemática que

agobia al adicto, la arrogancia constituiría el mecanismo a través del cual este último niega su

situación. De hecho, bien se podría afirmar que el encuentro de ambas emocionalidades constituye

dentro de la Fundación la representación idílica26 del choque entre el ser del adicto (“mr. Hyde”,

26 Al respecto, algunos podrían considerar oportuno aludir al esquema metodológico de tipos ideales concebido

por Max Weber (1973). No obstante, es de destacar que esta confrontación entre arrogancia y dolor, que en

sentido estricto es una tensión entre imaginarios, sí opera dentro de la Fundación como hipótesis y sí interviene

como instancia de subsunción de la realidad, aspectos que no se corresponden con la propuesta weberiana

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La configuración de la identidad adicta 217

según vimos previamente) y la propuesta de recuperación de la que son abanderados los terapeutas

y los pacientes que creen en ella. Cuando se alude a la arrogancia, aun cuando se la aborda como un

defecto de carácter, en realidad parece que se habla del adicto en su conjunto, de aquel individuo

que, apoyado en toda la complejidad de su ser, se opone de forma infranqueable a aceptar consejos

sobre cómo orientar su vida; y al dolor —que rescatamos como instancia central de inserción del

individuo en la creencia y en la red de integración— se aludiría expresamente como la representación

del ser humano anhelante de redención. Se muestra, pues, que cada paciente nuevo que ingresa a

tratamiento en la Fundación, de uno u otro modo, es “pre-diagnosticado” a la luz de esta

confrontación emocional idílica, la cual en últimas sería una representación sinecdóquica de su ser

bicéfalo. En cierto modo, se podría decir que el trabajo terapéutico con el paciente se orienta a poder

erigir tal tensionalidad en su pensamiento, de manera tal que día tras día, y de forma ininterrumpida,

pueda analizar cada aspecto de su vida a través de la confrontación entre arrogancia y dolor,

respectivamente las manifestaciones más viscerales de Hyde y Jekyll; la primera como afrenta a las

limitaciones corporales y sociales, la segunda como auto-reconocimiento de la nimiedad ante la

embriagante apoteosis del cosmos. El tratamiento no privilegia una arista sobre la otra, sino que más

bien constituye el arte del frágil equilibrio entre ambas esferas. Como lo señala el paciente citado,

no basta con tener las herramientas, sino que además es preciso saber usarlas. En la Fundación apenas

se insinúa una alternativa, pero saber cómo transitar por ella es algo que cada quien debe aprender

por su propia cuenta. Allí aparece en todo su esplendor la individuación, creación por excelencia de

un vínculo de responsabilidad entre el paciente y su porvenir.

—¿Cómo está, señor Pacho?

—¡Huy, doctor! No me diga que a usted también lo transfirieron a esta sede.

—Así es. La idea es que haya continuidad en el trabajo que los pacientes vienen realizando

con sus terapeutas de cabecera. ¿Por qué no está jugando con sus compañeros? Creí que el fútbol era

su pasión.

—No me siento de ánimo.

—¿Qué le preocupa?

—Es que mañana me voy, y aunque antes sentía ansiedad, ahora ya no estoy tan seguro.

—Eso es bueno.

(Gómez de Mantilla, 1988). En ese sentido, se opta aquí por apelar simplemente a la expresión

“representaciones idílicas”.

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218 Dolor, derrota y liberación

—Pero, ¿por qué dice eso?

—Algunos salen de aquí creyéndose victoriosos, gritando a los cuatro vientos que lo

lograron. Cuando menos se dan cuenta terminan estrellándose contra el mundo, recayendo y

volviendo aquí. Las victorias de un adicto nunca son definitivas; todos los días hay que luchar, todos

los días se duda, a cada paso hay que derrotarse para poder avanzar. No olvide eso, Pacho.

—Gracias, doctor.

—Muy bien, ahora aproveche su último día y comparta con sus compañeros. Vaya y haga

algunos goles.

—¡Sí, listo! Pero juegue usted también.

—Vamos entonces.

4.5 Construyendo otredad

El esquema dolor-arrogancia, parafraseando lo planteado por Sören Kierkegaard (1984) respecto del

yo, es el principio de estructuración de la relación del paciente consigo mismo, constituye el ethos

de aquella lucha que el adicto habrá de sostener contra sus impulsos adictivos —contra sí mismo—

por el resto de su existencia; y sin embargo resulta insuficiente a la hora de perfilar los contornos del

estilo de vida de sobriedad. Es allí donde destaca el papel de la creencia como relación de inmanencia

y trascendencia a partir del dolor y la mácula, y particularmente de esta última como fuente

privilegiada de sedimentación del conocimiento que cada quien debe conformar acerca de cómo

sobrellevar su enfermedad. En este caso lo “terrenal” no aparece como instancia accesoria de una

especie de guía trascendente, y en cambio es el elemento que brinda sentido a un mensaje terapéutico

de redención que bajo otras circunstancias sonaría a letra muerta. Dicho de otro modo, se podría

decir que el tratamiento parte de la materialidad de la existencia, a ella vuelve de continuo y sobre

su dominio construye el sentido de una vida saludable. Más aún, es sobre la cotidianidad que las

nociones terapéuticas operan; su vocación es la reinterpretación de ese mundo de la vida, pero en su

construcción de saberes sobre el ser del adicto sigue siendo tan inmanente como lo fueren los relatos

de los pacientes al comienzo de su periplo por la recuperación. Esto tiene efectos nada despreciables

en lo atinente a la imagen que cada paciente empieza a hilvanar sobre sí mismo, en donde situaciones

del día a día se convierten en los referentes principales de una ética con claro signo de inmanencia.

Tal proceso de autoconciencia, en todo caso, parte en primera instancia de lo que otros más observan

en el individuo; por una parte los compañeros y compañeras de internamiento, por otra, y con un

mayor peso específico en este espacio, los terapeutas.

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La configuración de la identidad adicta 219

Se observa así que los terapeutas, aun cuando sustentado sus apreciaciones sobre los pacientes en

toda una serie de elementos científicos y prácticos propios de su oficio, mucho construyen a partir

de las opiniones que profieren a cada momento respecto de ellos. De hecho, bien puede suceder que

los terapeutas tiendan a proferir opiniones acerca de los pacientes de la Fundación que contrasten

con lo mostrado por estos en los distintos espacios terapéuticos. Verbigracia: alguien que se

caracterice por estar convencido sobre su internamiento, y que de igual modo participe

constantemente en las actividades grupales, puede, tal vez sin saberlo, llegar a ser concebido como

falto de sinceridad, sucediendo muchas veces que es la opinión y no lo observado la que termina por

orientar el curso del tratamiento. En esa medida, las opiniones sobre los pacientes no quedan

simplemente como indicaciones derivadas del ser del adicto, sino que de hecho se convierten en

cualidades propias de dicho ser; pasan a ser los referentes prístinos que ayudan a perfilar la

identificación de la tensión dolor-arrogancia, a darle una base material que la reafirme en la práctica.

Una terapeuta comentaba sobre este punto:

Para leer defectos de carácter en los otros yo leo los míos primero. Entonces, si por ejemplo

estamos hablando de la manipulación, al paciente le hago ciertas preguntas y él me empieza

a hablar de cómo manipula. Pero me lo dice pasito, decoradito. Y yo empiezo a preguntarme

a mí misma: "¿usted cómo era que manipulaba? Y usted se movía así porque es que sentía

esto y entonces actuaba así". Y yo se la boto al paciente, yo le digo: "mentiras, usted hacía

esto, y esto y esto para hacer esto". Y el paciente termina riéndose y me dice: "sí, así es"

(Terapeuta A, 2015).

Otro tanto hacen los compañeros y compañeras de internamiento, quienes a partir de las interacciones

del día a día van dando paso a la estructuración de rasgos definitorios del paciente ante la comunidad

terapéutica, algo que en ocasiones redunda en la asignación de apodos. En todo caso, conviene ver

que esto revela cuando menos dos aspectos sobre la cotidianidad de los tratamientos que no es del

caso perder de vista: 1) las apreciaciones de orden valorativo sobre los pacientes adquieren vigencia

en este espacio únicamente si van formuladas como caracterizaciones del yo del adicto (y no como

como si se tratare de aspectos accidentales que pudieran desaparecer con el tratamiento), lo cual es

el sustento básico para aludir a la adicción como una enfermedad incurable; y 2) este juego de

construcción de imágenes sobre el ser del paciente constituye una juego de lucha entre el destinatario

del etiquetamiento y los demás miembros de la Fundación, en donde solo después del despliegue de

una estrategia terapéutica aquel termina por asumirse como adicto, aunque nunca de manera

completa y/o definitiva. El que un terapeuta desconfíe de un paciente no debe ser apreciado

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220 Dolor, derrota y liberación

exclusivamente como una confrontación de verdad y falsedad; más que eso, esta circunstancia pone

de manifiesto que seres multidimensionales, que sienten, sufren y anhelan, que valoran y creen,

ponen sobre la mesa sus expectativas frente al tratamiento, y en tal juego convulso muchas veces

terminan entrando en confrontación. El ofrecimiento de una respuesta profesional por parte del

terapeuta y la vívida expresión de una problemática de consumo por parte del paciente no son meras

apariencias en esta interacción, y en cambio arrastran consigo toda una serie de manifestaciones

emotivas y demás cuyo terreno de lucha termina siendo el propio-ser del paciente.

Como lo adelantamos en su momento, el proceso de subjetivación surtido en la Fundación tiene en

cierto modo las condiciones de aquello que Michel Foucault (2008c; 2008) denomina normalización.

No es simplemente el encasillamiento de la heterogeneidad humana dentro de los rígidos esquemas

de la ley (Freud, 2007), como sí la exacerbación de las prácticas de producción de saberes sobre el

otro, lo cual en ocasiones termina adquiriendo anclaje con formas de poder que marcan escisiones

entre normalidad y anormalidad. Así las cosas, no es una cuestión de partir de apreciaciones

generales para uniformizar la realidad; de lo que se trata es de ver cómo discursos sobre el otro son

construidos en el terreno mismo del acontecimiento, y cómo estos, entrecruzados con formas de

poder globalizantes, pueden eventualmente intervenir en el establecimiento de esquemas de

administración de la humanidad27. Pero ¿qué es la normalización?; más aún: ¿en qué medida resulta

visible en la Fundación? Si se trata de una forma de escisión de la población humana, y si además

opera con base en la instrumentalización de acervos de saberes que, legitimados merced a su

creciente cientifización, entran a problematizar manifestaciones particulares de nuestra especie (por

ejemplo: la sexualidad, la salud mental, la criminalidad, etc.), habría que ver que la misma no apareja

una tranquila relación entre poder y saber, ni mucho menos que los puntos de concordancia entre

uno y otra tienden a gozar de una estabilidad tan extendida como a veces se suele pensar. La

27 Es de aclarar que lo señalado por Foucault resulta en buen grado preciso refiriéndose a formas de poder

disciplinar —propias de lo acontecido en ciertas franjas de Occidente entre el siglo XVII y hasta casi

comienzos del siglo XX—, pero podría ser insuficiente al revisar lo acontecido en la época actual. En ese

sentido, autores como Michael Hardt y Antonio Negri (2005) se inclinan por describir el escenario

sociopolítico actual en términos de control, forma de poder caracterizada por recoger los insumos del poder

disciplinar —es decir: extraerlos de sitios tales como cárceles, manicomios, esquemas fabriles decimonónicos,

etc.— y extenderlos al conjunto de la sociedad mundial por vía del anclaje funcional de Estados,

organizaciones transnacionales y demás en la gran red globalizada de la revolución informacional. Allí la

vigilancia, al igual como sucediere con la forma disciplinar, constituye un factor clave, y de igual modo sus

efectos se ciernen en principal medida sobre el cuerpo de los gobernados. Este último se convierte en la

instancia susceptible de ser moldeada es pos de finalidades políticas generalizadas, y es allí donde

racionalidades de corte singular dan paso a lo que los autores citados conciben como biopoder.

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La configuración de la identidad adicta 221

normalización fija barreras, establece distinciones y de continuo introduce valoraciones, pero en el

práctica, más que un fenómeno de consenso, constituye un campo de batalla en donde asumir la

etiqueta de anormalidad nunca es el cierre de la discusión, como sí el comienzo de una confrontación

para el anormal, tanto con su opuesto —el normal— como consigo mismo. Como lo pudiere señalar

Howard Becker (2009), el outsider (en este caso el anormal) no es aquel que simplemente acepta la

caracterización de su ser que otros más le imponen, sino que a su vez, y valiéndose justamente de tal

escisión minusvalorativa que pesa sobre sí, repotencia su autoestima y replantea la relación de

confrontación con los “normales”; no procede con sumisión, también lucha, despliega tácticas, da

curso a su voluntad y, en últimas, aspira a convertir su condición en nuevo criterio de normalidad

(lo que podríamos concebir como la contradicción entre poder y saber). La adicción sigue la senda

de una escisión normalizadora, y de hecho resulta palmaria en la manera en que personas agobiadas

por tal enfermedad se conciben a sí mismas y se comparan con las “normales”:

Mientras que la gente normal piensa digamos que así, yo pienso así. Es totalmente diferente

como se mueve mi cerebro, creo que es... Yo a veces creo que es una vaina del cerebro, de

química; mientras los neurotransmisores van hacia allá —o la química—, la de nosotros

viene hacia acá; es como si fuéramos siempre en contravía. (…) Tú puedes saber mucho de

adicción, tú puedes leer, puedes documentarte, puedes verlo, puedes estar ahí viendo, pero

para saber de adicción no solamente hay que saber de adicción; hay que saber de adictos, y

para saber de adictos hay que ser un adicto. Porque es que es muy difícil entenderlo porque

lo que para mí es normal como adicta para ti es totalmente anormal, como ser normal, ¿me

entiendes? Es diferente. Mientras los normales van así nosotros vamos así. Eso es un caos

(Terapeuta A, 2015).

En escena aparece la singularidad de los adictos, algo que los hace especiales ante el resto de

personas; es el sustrato de aquella relación consigo mismos que los conmina a cargar sobre sus

hombros con una condición de la cual nunca podrán desprenderse. Se trata de su auto-imagen, su

identidad, una forma de autoconciencia en función de la cual día tras día —recuérdese que dentro de

este mundo prima el “solo por hoy” — se posicionan ante el resto de la sociedad, es la reafirmación

de la centralidad de su ser de acuerdo a una diferenciación entre aquello que estiman pertinente para

su sobriedad y aquello que se esfuerzan por desechar, siendo así como, en definitiva, estructuran su

sentido de vida. En ese orden de ideas, es preciso señalar que la auto-imagen de adicto no es algo

que siempre haya acompañado al consumidor compulsivo de sustancias o prácticas, y en cambio

constituye el producto del tránsito del paciente por la red de líneas de fuerza y discursivas enmarcada

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222 Dolor, derrota y liberación

dentro de las fronteras de la Fundación. De aquí que quepa hablar al respecto de una subjetivación,

ya que no es aisladamente sobre los hábitos, los comportamientos o los deseos que opera la

terapéutica de adicciones, sino sobre el ser mismo del paciente. Y es, pues, merced a ello que se

puede llegar a considerar que adicto no es aquel que ha llegado a buscar ayuda a la Fundación, sino

más bien la persona que ha empezado a perfilar el sentido de su vida a la luz de la red de integración

terapéutica y la creencia en la recuperación. No obstante, el esbozo de una paradoja se dibuja en los

pliegues de este espacio de subjetivación. Se observa que mucho de lo que orienta el estilo de vida

de sobriedad marca una continuidad con algunos hábitos seguidos extra muros, es como si esa

singularidad se construyera a partir de elementos que integran la cotidianidad de los “normales”. Lo

acontecido en la convivencia de la casa no dista de parecerse a lo visto en espacios no terapéuticos,

e incluso algunas de las exigencias normativas efectuadas dentro de ella —como a esta altura ya se

ha de haber identificado— son en cierto modo otras más de las tantas inherentes a parámetros de

moralidad transversales a la sociedad. Esto puede resultar más claro si nos detenemos un momento

sobre lo siguiente.

Los primero meses de la recuperación implican todo un esfuerzo por recuperar o formar

hábitos importantes: para algunos implicará hasta bañarse de la forma adecuada, venciendo

la pereza y la comodidad de sentirse medio dormidos todo el día, acostumbrados a cargar

ese clima interno de pesadumbre y tristeza o de revivir cierta asociación con la marihuana.

Para otros será muy importante volver a restaurar los hábitos de sueño y los horarios, superar

esa atracción por la oscuridad y el rechazo por la luz; para las personas con problemas de

adicción es importante que puedan comprender que los primeros meses de abstención

requieren de un contexto que ayude a estabilizar la química cerebral que las drogas ha

alterado; dormir mucho o dormir poco genera un desbalance importante en

neurotransmisores que tienen directa relación con el consumo de drogas, retomar el ciclo de

sueño no es un capricho de los terapeutas, es una necesidad para la recuperación. La

alimentación y sus horarios juegan un papel vital en el momento de cambiar: algunas

personas no comen en horarios, no tienen regularidad, otras comen compulsivamente y

desbordan su ansiedad por esta ruta; comer en horarios y en cantidades razonables ayuda en

la estructuración del autocontrol, tan necesario para la recuperación. No es posible dividir el

día en los golpes alimenticios que se tendrán, la vida es mucho más que eso y, por supuesto,

nuevamente no es este un capricho terapéutico; la comida tiene relación directa con los

circuitos de placer y neurotransmisores como la dopamina, los primeros meses necesitan una

vida equilibrada y balanceada, ni dietas extremas que aumenten la ansiedad y cambien el

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La configuración de la identidad adicta 223

estado de ánimo, ni atracones de comida que impidan el desarrollo de habilidades para

manejar mejor la ansiedad (Martínez Ortiz, 2009, pág. 51).

El anterior fragmento figura en un texto de consulta recomendado a los pacientes que han culminado

su fase de internamiento en la Fundación. Es interesante ver que tal dietética, guardadas las

proporciones y excluyendo las menciones directas a la adicción y las sustancias psicoactivas, resulta

consonante con indicaciones sobre templanza dirigidas por padres a hijos en el día a día, e incluso

se corresponde con lo indicado en textos que de manera elaborada recogen enseñanzas en ese sentido.

Verbigracia, el mismo Platón (2006) pone en boca de Sócrates algo del siguiente tenor:

Pero cuando un hombre observa una conducta sobria y arreglada; cuando antes de entregarse

al sueño reanima la antorcha de su razón, alimentándola con reflexiones saludables,

conversando consigo mismo; cuando sin saciar a la parte animal le concede lo que no puede

rehusarle, para que se tranquilice y no turbe con su alegría o su tristeza la parte inteligente

del alma, sino antes bien la deje sola, desprendida de los sentidos, para continuar en sus

curiosas observaciones sobre lo que ignore de lo pasado, de lo presente y de lo venidero;

cuando este hombre, apaciguada así la parte en que reside la cólera, se acuesta tranquilo y

sin resentimiento contra nadie; en fin, cuando todo duerme en él menos su razón, que se

mantiene despierta, entonces el espíritu ve más en claro la verdad, se intima con ella, y no

se siente turbado por fantasmas impuros y sueños criminales (pág. 347).

Mantener limpias las estancias, seguir un régimen de alimentación balanceado y organizado en

tiempos predeterminados, mantener una rutina de aseo y apariencia personal, mostrar respeto a los

demás, proceder con sinceridad, mostrar buena voluntad en cada oportunidad, apelar al diálogo de

manera privilegiada, etcétera: estas y otras exigencias no han de resultar extrañas para ninguna

persona que haya vivido o viva en sociedades modernas con posterioridad a la época victoriana, e

incluso algunas pueden pasar por ser tan evidentes en el hoy por hoy de cada quien que su mera

explicitación no puede menos que generar asombro. El estilo de vida de abstención sigue, pues, las

pautas de una cotidianidad que coloquialmente es concebida como saludable; no parece introducir

nuevas recomendaciones, e incluso el hecho de no consumir sustancias o prácticas tendencialmente

adictivas es algo que muchas personas no adictas estiman como recomendable. No es este entonces

el aspecto que ha de conducirnos a identificar la singularidad del adicto. ¿Se trata acaso de los efectos

de orden químico-neuronal derivados de la ingesta compulsiva de sustancias o de traumas

psicológicos no resueltos? Ciertamente sí, aunque no hay que perder de vista que no es un asunto de

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224 Dolor, derrota y liberación

las reacciones psíquico-somáticas en sí mismas, sino más bien de la manera como las mismas son

convertidas en insumos del discurso de recuperación. En realidad, lo que la revisión detenida del

dispositivo terapéutico revela es que la normalización surtida en la Fundación no se caracteriza tanto

por la creación de escisiones entre formas de normalidad y anormalidad, y en cambio depende de la

existencia de una comunicación constante entre una y otra. Poniéndolo en otros términos, los adictos

navegan junto con el resto de seres humanos en ese denso océano de lo normal, y dentro de sus

fronteras luchan de continuo como lo hace cada quien: guiados por determinadas metas, viéndose

inspirados o amedrantados por sus sentimientos, valorando de una u otra forma cada instancia de su

vida, creyendo a veces que hay algo allende lo inmediatamente presente. Y es allí donde ellos

mismos, impulsados por el anhelo de poder sobrevivir con ese flagelo que los carcome, e

introyectando formas tradicionales de discriminación que históricamente han pesado sobre sus

hombros, se erigen en adictos.

Al escuchar hablar a alguien que se asume como adicto puede quedar la sensación de que de sus

palabras se desprende una cierta añoranza por la normalidad; empero, tal percepción puede resultar

en sumo grado imprecisa. En muchos casos esa normalidad puede tener para un adicto el signo de la

hostilidad, el desprecio, la corrupción y podredumbre; la miseria de su situación, aquello que lo

convierte en monstruo, individuo incorregible y en portador de un mal del que todos saben y sufren

pero casi nadie comenta (Foucault, 2008c), tuvo su origen en esa misma normalidad. Retomando lo

planteado en el capítulo anterior, podríamos afirmar que el mundo exterior, que a la postre es una

forma de referir dicha normalidad, constituye la instancia profana, siendo allí donde la interiorización

de la etiqueta de adicto aparece como forma “sagrada” de protección de su portador. Él, siendo

normal como cualquier otro, se protege a sí mismo escindiéndose de los ritmos sociales que a su

juicio constituyen lo perverso de la normalidad. Pero la escisión no supone una ruptura, la

normalización no extrae al individuo del seno social. Como lo vimos en su momento, lo que ocurre

aquí es una suerte de exaltación de ciertas franjas de la red de integración, lo cual incide en que el

espacio terapéutico adquiera autonomía en el otorgamiento de sentido a la acción. Es por ello que

muchas de las prácticas terapéuticas, si bien siendo similares a las desplegadas en otros espacios

sociales (por ejemplo: las que conforman su dietética), adquieren para los adictos una connotación

que las hace propias y definitorias de su identidad. Los pacientes de los tratamientos para las

adicciones se encuentran en una relación de ida y vuelta con la normalidad, de la cual la sensación

de alienación respecto de ella es solo una de sus facetas. Su puesta en escena en el proceso de

recuperación de cada paciente bien puede ser catalogada como una forma de transvaloración, en

donde la sucesiva adopción del estilo de vida de abstención perfila en el cuerpo de aquel formas

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La configuración de la identidad adicta 225

cambiantes de afrontar esa exterioridad. De la autoevidencia de ese mundo exterior a su

descubrimiento como instancia de peligro, para finalmente verlo como un lugar al que se puede

retornar (siguiendo la dietética, claro está) y del que mucho hay todavía que aprender: en estos

términos el adicto surge como identidad protectora y redentora, como una renovación del pacto entre

el individuo y la sociedad, como legado para otros adictos de una lucha que, como todo lo que se

asocia con la vida, solo se ve interrumpida por la muerte.

4.6 Terapeutas siendo

Viernes por la mañana: como de costumbre, trapeadores eran pasados por los brillantes pisos de

habitaciones y pasillos, pacientes corrían llevando consigo escobas y aromatizante a cada rincón, en

cuestión de apenas minutos la casa había quedado reluciente. “¡Ya llegó el profe!”, indicaba la

enfermera. Emilce se apresuró cuanto pudo para cerciorarse de que todo estuviera en perfecto orden;

del patio al comedor, y de allí a las distintas estancias, no había lugar a descuidar un solo detalle si

no quería que su tiempo al aire libre se viera reducido. Entre gritos, carcajadas y suaves empellones

ella y sus demás compañeras se acomodaron ante el recién llegado, quien como podía le respondía

el saludo a todas y trataba de comentar lo que se haría en la jornada. Revisión de último minuto por

parte de una terapeuta, advertencias de rutina y conminación para partir sin dilaciones; al abrirse la

puerta principal la tromba multicolor, parapetada con aros, lazos, pértigas y balones, sale en

parsimoniosa desbandada a respirar un aire que se antoja más fresco que el percibido en la

Fundación. Ríen, conversan o simplemente escuchan, cada quien hace lo propio mientras prosiguen

su marcha; el visitante dirige, bromea y explica, a su manera trata de hacer sentir de la mejor manera

a aquellas que ahora lo acompañan. Un serpenteante camino por entre inmuebles variados, rieles de

ferrocarril y zonas verdes, más de quince minutos de camina, y al final un parque de agradables

vistas los recibe. Allí, como en cada semana, las pacientes amenizan por un instante su estadía en el

internado.

—¿Hoy sí va a esforzarse, doña Emilce?

—¡Ay, profe! No me diga “doña”. Además, mire que yo siempre hago los ejercicios.

—¡Huy, sí! Se la pasa sentada. ¿Así es con los terapeutas?

—Bueno, con ellos es diferente.

—¿Y eso por qué?

—Es que ellos a veces parecen confiar en uno, pero el resto del tiempo andan como serios y

entonces como que uno no sabe qué hacer o qué decir.

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226 Dolor, derrota y liberación

—Pero ellos son buena gente. Al menos eso opino yo.

—Pues sí, pero cuando estamos en grupo cambian. Y ni qué decir cuando están de mal genio.

—Lo que pasa es que usted es como que muy consentida.

—¡Ay, profe! ¿Sí ve? Con usted no se puede conversar.

Se puede afirmar que los terapeutas de la Fundación son expertos en demarcar espacios de confianza

y distanciamiento, de tal suerte que las personas a su alrededor intuyen rápidamente cuándo es viable

intercambiar palabras con ellos, e incluso observaciones jocosas, y cuando resulta menester guardar

silencio. Les basta con el tono con que formulan una pregunta o un comentario para dar a entender

al otro el tipo de interacción que se ha de configurar entre ambos en esa específica franja espacio-

temporal, por lo general siguiendo a ello una respuesta circunscrita dentro de los márgenes de

previsibilidad que orientan al terapeuta en cuestión. En el caso de los pacientes recién ingresados

esta correspondencia en la interacción suele ser un tanto diferente y diversa, aunque no en tal medida

que de entrada oponga barreras de entendimiento entre los interactuantes. Así, por ejemplo, algunos

pacientes recién llegados tienden a promover conversaciones un tanto distendidas con miembros del

equipo terapéutico, pero a medida que van “aclimatándose” a las condiciones de la casa terminan

por asumir una posición mucho más cauta —que no es lo mismo que sumisa—; en tanto que otros,

como si vinieran predispuestos para tal efecto, desde el primer instante se inclinan por mostrar un

trato mucho más ceremonioso. El papel de los terapeutas conjuga saber y legitimidad; su autoridad

ante pacientes, miembros de enfermería y personal de mantenimiento va de la mano con esa verdad

que guía a lo largo del camino hacia la creencia en la recuperación. Ante los ojos de unos y otros

ellos son los llamados a ver más allá de lo evidente, a ser incrédulos ante lo que resulta obvio, a

encontrar en lo fenoménico una tergiversación que obnubila el dolor que embarga a cada paciente.

Ellos son los aurigas en el comienzo de este camino de redefinición y reestructuración del propio-

ser; como decía una terapeuta: "si tú quieres, yo voy hasta el infierno por ti, te abro la puerta, pero

tú eres el que tiene que salir, yo no te saco de ahí. Y te muestro un camino solo si tú lo quieres ver"

(Terapeuta A, 2015).

Físicamente, el ejercicio de vigilancia no recae del todo ni directamente sobre los terapeutas, y sin

embargo ellos constituyen el principal referente de esta técnica en la casa. De lo que se hace y de lo

que no ellos son censores; su papel les impele a no dejar espacios libres de disciplinamiento, a vigilar

cada detalle, a preguntar a los responsables (coordinadores, equipo de enfermería, personal de

mantenimiento) por el orden de los acontecimientos. En las sesiones grupales no se dan el lujo de

permitir distracciones, de manera que al detectar alguna se aprestan a ser más incisivos y a encarar

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La configuración de la identidad adicta 227

directamente a aquellos que a su juicio no se encuentran concentrados en la actividad de turno.

Revelan ante los demás una convicción reforzada con respecto a la creencia en la recuperación; no

es que procedan de forma irreflexiva, como sí que la manera en que afrontan su rol como

profesionales en la cotidianidad de la casa los erige en el principal bastión de un estilo de vida que,

ante todo, exige tan férreas seguridades como la que ellos brindan. Son personas que viven en el solo

por hoy, que no desesperan con las labores inacabadas y que, en cierto modo, han aprendido a

disfrutar del tránsito por el camino. A diario tratan de vivir sin el agobio del peso de una meta

inalcanzable, parecen enfocados en lo que pueden hacer en el-aquí-y-el-ahora, dejando así las

planeaciones sobre su futuro allende las fronteras de la Fundación. Pero, ellos, al igual que los

pacientes, también son partícipes directos de las formas de aprendizaje inherentes a la terapéutica de

adicciones, algo que de continuo incide en la manera en que ajustan su accionar profesional en el

ámbito de la casa. Ciertamente una mirada superficial puede arrojar como resultado una aparente

inmovilidad de los terapeutas de mayor recorrido, contrastante de hecho con el despliegue de los que

recién inician en este mundo de los tratamientos; pero puede que la situación no sea así de simple.

Para efectos de explicitar esta situación sería pertinente tener en cuenta dos aspectos.

En primer lugar cabe hacer referencia a una suerte de encadenamiento instructivo. Practicantes

universitarios que tenían la posibilidad de tener un primer acercamiento profesional al mundo

terapéutico a través de la Fundación intervienen aquí como la muestra más evidente de este

fenómeno. De mostrarse inseguros, precavidos, un tanto nerviosos e incluso desmedidos en eso que

cabría denominar como “entrega al otro”28, con el paso de sus turnos en la atención de pacientes, y

en la medida en que lograban “conectarse anímicamente” con las rutinas de la Fundación, iban

adquiriendo una cierta experticia de enriquecimiento asintótico. Esto a su vez tenía efectos en la

empatía que alcanzaban con los internos, llegando en algunos casos a recibir de estos una creciente

28 La relación profesional-paciente no solo comprende el que cada uno caracterice ante el otro una disposición

inherente a su rol, y que por cuenta de ellos se ofrezcan recíprocamente una serie de complejos simbólicos que

posibiliten la prosperidad de la interacción (el paciente y su “historia de vida”, el terapeuta y sus

conocimientos), sino que a su vez involucra un juego de templanza en esa entrega. Verbigracia, un terapeuta

con experiencia no se inclina por agobiar en el primer momento a su paciente con la exposición de todo un

conjunto de saberes científicos sobre la adicción, prefiriendo más bien escuchar e ir estableciendo sobre la

marcha cómo puede tender puentes entre lo verbalizado por este último y sus saberes profesionales. De igual

modo, los pacientes no hablan sobre sí mismos sin mayor reparo, sino que de hecho lo hacen de forma

paulatina. Este juego de templanza, como se puede observar, apareja toda una serie de aspectos entre los cuales

la razón es uno más. Confianza en el otro y en sí mismo, experiencia, seguridad, necesidad de ayuda, cálculo

son algunos de ellos. Tal templanza no opera de manera abstracta, y en cambio depende en buena medida del

particular posicionamiento que el actor social efectúa de sí en una interacción concreta.

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228 Dolor, derrota y liberación

aceptación, pudiendo a su vez ganar cierta legitimidad para efectuar observaciones, críticas y

reconvenciones y a cambio obtener respuestas con cariz de receptividad. De cualquier modo, este

encadenamiento no es el corolario de una actitud pasiva, ni mucho menos conduce a un

posicionamiento pasivo una vez se ha alcanzado un cierto umbral de legitimación ante los distintos

integrantes de esta comunidad. Y es que si bien los tratamientos surtidos en la Fundación gozan de

un considerable grado de estandarización en cuanto a su forma se refiere, en un muy poco reduce el

margen imprevisibilidad que pareja cada caso y que, en sentido estricto, es el que impulsa al

terapeuta a no caer en el anquilosamiento de sus técnicas y saberes. Para algunos pacientes la ironía

de este espacio reside en que todo marcha igual todos los días, en que los terapeutas se muestran de

continuo como los mismos seres sapientes que desde la distancia los conminan a ellos a sentirse mal

consigo mismos. En parte es así, pero ello, más que poner de presente una pretendida inmovilidad,

en realidad invita a plantear la pregunta acerca de cuánto esfuerzo es necesario para que jornada tras

jornada ese esquema de interacción se mantenga como una institución. Al mejor estilo de El

gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, el equipo terapéutico bien podría indicar: “si

queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”. Se trata, pues, de la faceta de un

poder que lejos está de simplemente de ser negativo, y que para su ejercicio concita un esfuerzo

continuado y en esencia disruptor de todo lo que insinúa aletargamiento. Era interesante ver cómo

algunos terapeutas respondían al saludo que les era dirigido, particularmente a la pregunta “¿cómo

está?”: “¡súper!”, “construyendo mi sentido de vida”, “muy bien, gracias”. A sus palabras las

acompañaban inspiradoras sonrisas, algo que no parecía quedar como mero prólogo de lo que habría

de acontecer el resto del día, sino que más bien pasaba a ser una representación de la disposición con

que buscaban desenvolverse en cada porción de la jornada. Mantener legitimidad y conducir con el

mejor ánimo su trato con los pacientes y personal de la casa exige de los terapeutas ir más allá de lo

mecanizado por la reiteración; lograr conexión con el otro es algo para lo cual precisaban poner

constantemente a prueba su conocimiento, romper una y otra vez con esa comodidad que invita a

conformarse con lo que se es en un momento y lugar dados.

En segundo lugar, hay que ver que la relación entre terapeuta y paciente rara vez resulta unilateral,

y en cambio comporta un intercambio constante que, en palabras de algunos, es genuina expresión

de un crecimiento mutuo. A través de la guía del terapeuta el paciente encuentra una manera de dar

expresión a su problemática, de hacerla asible para sí —como dolor—, y, de igual modo, por su

ministerio vislumbra un primer atisbo de fe que, otorgándole conexión con un sentido intersubjetivo

y trascendente de vida, le inspira a seguir en la práctica los principios del estilo de vida de sobriedad.

Y aquel, por su parte, encuentra en ese otro, ajeno por principio, ignorado por incomprensión y

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La configuración de la identidad adicta 229

minusvalorado por costumbre, el referente privilegiado de un conocimiento con vocación para dar

trascendencia a su saber disciplinar, nuevos aires a su disciplina y nuevas preguntas sobre todo

aquello que de sí mismo pudiera haber resultado tan elemental y prístino hasta ese momento.

Comentaba al respecto un terapeuta:

Sí, claro, uno todos los días crece acá, todos los días; y además porque esto es una vaina de

tome y deme. A veces pareciera que uno solamente da y da y no es así. Los pacientes sacan

frases, dicen cosas, muestran sentimientos que es imposible uno echar a la basura. A uno

siempre se le quedan digamos que ahí grabados, y a veces se... no a veces, sino casi siempre

uno procura plasmarlo en la vida de uno. Porque igual en la vida de uno sigue estando la

enfermedad, y uno debe estar pendiente de ella. Entonces no, es una retroalimentación

constante. El ver todos los días la enfermedad, el dolor, el miedo, la tristeza, la zozobra me

permite a mí darme cuenta de que el camino es este o que no es ese (Terapeuta B, 2015).

En este caso no es lo similar-a-sí-mismo lo que conduce a crecer, sino lo diferente. Pero no se trata

de una relación de complementariedad entre la mismidad y la otredad, tampoco de equiparación, ni

siquiera de tolerancia. En lugar de ello, la cuestión pasa por el desafío, por la confrontación de formas

de ver y entender la vida, por la puesta en escena de la lucha entre aquello que se concibe como la

verdad personal, muchas veces erigida en “la” verdad, y lo que el otro presenta como una alternativa

a aquello que se creía omnicomprensivo. El terapeuta se ve a diario de frente con la cuestión de la

adicción: escenificada en la historia de vida de cada uno de sus pacientes, convertida en metáfora de

ruptura respecto del orden establecido. Para él el diagnóstico, que es su forma de presentar la

adicción como un problema, en últimas como una enfermedad, solo es un comienzo, un prolegómeno

que resulta incipiente ante la red de significación que presentifica el paciente con su verbalización y

su performance y que desborda lo previsto y lo previsible por parte del profesional. Es en medio de

esa lucha, de ese encuentro entre un paciente problematizado en el conjunto de su ser y un terapeuta

que se esfuerza por hacer comprensible, explicable y tratable la vida misma, que este último,

deslumbrado por la magnanimidad de la naturaleza humana, herido en su autoestima e imbuido de

proceloso ímpetu, asume algo de eso nuevo doxático como punto de partida para el enriquecimiento

de su acervo epistemológico. Día a día, encuentro tras encuentro, desilusión tras desilusión, en ese

siempre caótico proceso de aprender, en el que lo nuevo a menudo es visto con desconfianza

(Foucault, 2008), el terapeuta crece. Pero no simplemente adquiere saberes o profundiza los ya

adquiridos, sino que a sí mismo se subjetiva. En el acto de confrontar y aprender, en medio de la

inmanencia, se inserta en la cadena de creación; en la misma cotidianidad “las palabras más

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230 Dolor, derrota y liberación

silenciosas son las que traen la tempestad” (Nietzsche, 2008, pág. 219), y es allí, en el fragor de la

terapéutica, que el individuo renueva y construye el sentido de su vida, es allí donde se hace

terapeuta.

El encuentro con esa otredad se hace peculiarmente manifiesto en la interacción surtida entre

terapeutas que se reconocen como adictos y aquellos que no han padecido ese problema. En este

caso, lo que se concibe como el tipo de conocimiento que se ostenta respecto de dicha enfermedad

demarca la diferencia entre unos y otros, y en cierto modo interviene como un factor que potencia

discrepancias entre unos y otros. Una terapeuta comentaba lo siguiente:

Hay una pelea muy jarta con eso. No es una pelea que se diga, pero es una pelea que se

siente. Ellos, obviamente —como yo los llamo: los psicólogos “sencillos”—, no están de

acuerdo. Es más, alguna vez me hicieron una entrevista para un trabajo, y el que me

entrevistaba era un psiquiatra. Obviamente, aparentemente sano —pues no adicto, más

bien—, y el tipo me hace una pregunta y me dice, muy agresivamente y muy

despectivamente: "¿y tú crees que por ser adicta puedes ayudar mejor a los adictos?" Y yo

me quedé mirándolo y le dije: "estoy totalmente convencida". Y no me dieron el trabajo. ¿Sí

me entiendes? Hay esa pelea; pues de parte de ellos. Siento que ellos saben, ellos saben, y

no es porque seamos... simplemente porque es que la vida nos... Hoy lo veo como un regalo...

nos regaló esas herramientas a nosotros los adictos; y si estudiamos psicología pues mucho

mejor, muchísimo mejor (Terapeuta A, 2015).

Por su parte, algunos terapeutas sin pasado de adicción tienden a indicar que tal experiencia adictiva,

aunque muy importante a la hora de alcanzar un considerable entendimiento con el paciente, puede

en ciertos casos conducir a una especie de conformismo que impide enriquecer los planteamientos

personales. En este caso no se alude al terapeuta-adicto en sí mismo, como sí al hecho de que algunos

de ellos tiendan a conformarse con lo que han vivido para tratar de ayudar a los demás, con lo que a

la postre —según este argumento— comunidades conformadas exclusivamente por adictos tenderían

a quedar encerradas en circunloquios que, más que darles fuerza para proseguir, los harían

dependientes de la inmanencia a fin de no recaer. Sea como fuere, es de destacar que estas dos

posiciones, más que caracterizaciones precisas de lo acontecido en la Fundación, representan los

extremos de una tensión entre doxa y episteme que en cada caso plantea disyuntivas, apoyos y

contradicciones particulares. De hecho, su expresión práctica pone de presente cómo estas formas

discursivas en torno a la adicción no simplemente subsisten como argumentaciones, sino que de

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La configuración de la identidad adicta 231

hecho son defendidas en cuanto proyecciones del propio-ser del terapeuta. Personas que no se

vinculan del todo con el tema de las adicciones suelen pasar por espacios de interacción social de

este tipo sin preocuparse demasiado, mientras que las que por una u otra circunstancia llegan a

encontrar en esta actividad un principio de fundamentación o complementariedad de su sentido de

vida suelen rebasar la barrera de la imparcialidad y convertirse en abanderados de la creencia. Desde

luego, ello no involucra el hecho de que el terapeuta deshaga la barrera con que la escinde sus asuntos

personales de los “laborales”, sino que más bien supone la conversión de lo discursivo terapéutico

en símbolo personal, su transformación en parte de su propio-ser, en instancia de definición de su

ser y su devenir. “Ser feliz haciendo lo que se hace”, “estar tranquilo con el desempeño rutinario de

algo que brinda significación”, “poder ayudar a otros, aunque sea de forma parcial”, “devolver los

favores recibidos en el pasado”: frases de este tipo, mutatis mutandi, son entonadas por terapeutas

que intentan verbalizar acerca de algo que presentan como enriquecedor. Ellos también se ven

impelidos a convertir sus pensamientos, sentimientos y emociones en concepto; con el mismo salen

a la caza de una significación que subyace a las palabras de sus pacientes, y sobre esa base procuran

tender nuevos puentes de significación que trasciendan el aquí-y-el-ahora y funjan como símbolo

inspirador. Al intervenir como voceros de la creencia en la recuperación asumen de igual modo el

papel de guardianes mismos de un estilo de vida redentor; la expresan en la forma de hexis, la hacen

parte de su cuerpo, leitmotiv de sus actuaciones y corolario de cada función. Llegadas las 5:00 pm

el turno termina, los terapeutas empacan sus pertenencias y emprenden la marcha de regreso a sus

hogares. Atrás dejan la máscara que los distingue como “doctores”, y ahora, como cualquier

ciudadano, en transporte público o vehículos propios, tornan en anónimos entre los ríos de personas

que pueblan las calles, y posteriormente en los integrantes de familias que dejaron en suspenso por

espacio de algunas horas. En apariencia hogar y trabajo quedan separados, pero en el fondo las

continuidades discursivas aparecen como huellas de un aprendizaje no solo instrumental, sino a su

vez emotivo y vivencial. Terapeutas son, su meta es ayudar a otros a vivir mejor; en ello no solo

aprenden día tras día las filigranas inmanentes a su arte como recuperadores, sino que a su vez se

crean a sí mismos como actores de diverso anclaje en aquello llamado “sociedad”. La máscara nunca

queda colgada en el perchero de los consultorios, ni es tan pobre en decoración como para afirmar

que solo sirve para caracterizar el rol de terapeutas. La máscara no es un simulacro, sino el signo de

una realidad representada desde distintas perspectivas en tiempos y espacios variables.

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232 Dolor, derrota y liberación

4.7 Notas teóricas

El yo es el punto de partida de la conexión social del humano con la exterioridad, se trata de la

objetivación a través de la cual su ser entra en una siempre conflictiva traducción hacia una peculiar

dimensión significante, la cual lo vuelve particular y, por tanto, lo convierte ante sí mismo y ante

los demás en un “ente” social diferenciado y susceptible de ser caracterizado en términos semántico-

descriptivos y valorativos. De igual modo, el yo constituye para tal particular el principio de

gravitación de sus pensamientos, sentimientos, emociones y demás, es el imaginario referencial en

el cual concentra el dominio de su voluntad. En ese sentido, el yo no constituye la particularidad del

ser social en sí misma, sino que, en cierto modo, interviene como el referente que condensa sus

determinaciones corpóreas, psíquico-emocionales y su historia de vida en una expresión

aprehensible, en un fenómeno. Desde luego, esto no da pie para hablar del yo en términos de mera

representación, pero al menos sí que conduce a plantear la pregunta acerca del tipo de relación que

media entre la “densidad” emotivo-cognitiva-racional que cada quien “encierra” dentro de sí y su

transmisión performativa y discursiva en la forma de yo. Así, pues, al menos de entrada tres aspectos

se convierten en dignos de mención: 1) el yo no es una suerte de situación que “reside” en el

particular, básicamente en la forma de una esencia estática y basilar respecto de sus comportamientos

y pensamientos en general, sino que más bien es fruto de las interpretaciones y reinterpretaciones

efectuadas respecto de la presentación performativa y discursiva del particular ante el mundo, las

cuales no solo otorgan sentido a dichas acciones, sino que, en muchos casos, son el comienzo de la

estructuración de una significación y una valoración sobre aquel; 2) al estar mediado por las

condiciones imperantes en los respectivos espacios de la expresión performativa-discursiva, así

como por la emocionalidad, los cálculos racionales y demás procesos psíquicos del particular, la

presentación del particular ante el mundo siempre será parcial, lo cual ha de redundar en una

conformación del yo no justamente caracterizada por la exhaustividad, sino más bien asociada a

ejercicios sinecdóquicos (es decir: la parte tomada por el todo); y 3) derivado en cierto modo de lo

anterior, tal relación entre el ser y su presentificación está marcada por la movilidad. Conviene ver

que estas tres características entran en juego con el grado de densidad social imperante en el espacio

en el que el particular desarrolla su cotidianidad, de manera tal que: 1) en formaciones sociales poco

complejas las interpretaciones y reinterpretaciones sobre su ser pueden resultar en buen grado

congruentes con la forma en que se percibe a sí mismo, mientras que en otras más complejas la

brecha entre uno y otro ámbito tendería a ampliarse progresivamente; 2) en las formaciones sociales

simples el acervo psíquico-experiencial del particular, sin ser reducido, puede que en la media de los

casos intervenga como una continuación semántica incondicionada de lo social, y por tanto no brinde

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La configuración de la identidad adicta 233

pistas claras acerca de ese quantum del particular que está siendo presentificado, mientras que sería

exclusivamente con el aumento de la dinámica social que se haría posible ver en el yo una instancia

de clara diferenciación entre lo social y lo individual; y 3) la variabilidad del yo puede ser reducida

en formaciones sociales simples, y a su vez considerable en formaciones mucho más complejas.

De cualquier modo, hay que aclarar que esta indicación sobre la conformación histórica del yo no es

sinónimo de afirmar del modo más craso que lo social se “vierte” en la particularidad, ni mucho

menos que eso social brinda canales para la exteriorización de la singularidad. Ciertamente lo

particular “es” en términos sociales, y a su vez esto último, a través de instrumentos de objetivación

—el lenguaje entre los principales— posibilita a la singularidad del particular alcanzar vuelo

intersubjetivo; no obstante, un planteamiento de tal jaez parece apropiado exclusivamente a efectos

de explicar los momentos de coordinación entre lo social y lo particular, quedando, pues, los desfases

entre uno y otro reducidos a una descripción: a) anómica, b) patológica, c) de inadaptación o d)

proto-revolucionaria. De hecho, es preciso ver que en las explicaciones de tales relaciones

“anómalas” se suele apelar a caracterizaciones de dos tipos: 1) que dan cuenta de una suerte de

desequilibrio de lo social, el consecuente efecto perturbador sobre los seres sociales y una especie

de incertidumbre sobre el devenir de la sociabilidad (por ejemplo, lo afirmado respecto de la

posmodernidad); y 2) perturbación del ser social aislado, lo cual tiende a ser explicado como el fruto

de problemas adaptativos, psíquicos, emocionales e incluso corporales. En uno y otro caso la

problemática es explicada como una perturbación del yo, observándose así que toda la serie de

nuevas caracterizaciones aparejadas por el desfase individuo-sociedad se toman por lo general como

nuevas determinaciones que marcan la identidad del sujeto en cuestión. Un ejemplo de ello es la

estigmatización de que son víctimas personas en espacios sociales concretos, pero a su vez otra serie

de matizaciones de la particularidad delimitan tal ida y vuelta entre esto último y lo social. En este

punto las relaciones más visibles suelen ser las de homogeneización (particular adaptándose a ritmos

sociales estandarizados) o reestructuración social (práctica social que da paso a sedimentaciones o

transformaciones del acervo cognitivo social); empero, considerarlas como las únicas supone

privilegiar en exceso todo aquello que ha mostrado “vocación” histórico-institucionalizante

(perennidad espacio-temporal de lo social) o, poniéndolo en términos de la particularidad, las

expresiones que redelimitan el yo en su caracterización vitalicia. Con esto se corre el riesgo de ver

lo social y el yo como “entes” de tendencia anquilosante, de variación irreversible y, en últimas,

deslegitimadoras de lo coyuntural y acontecimental.

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234 Dolor, derrota y liberación

Así las cosas, valdría la pena centrar nuestras reflexiones en lo concerniente a la movilidad del yo.

Por una parte, hemos indicado que con la complejización de la formación social este fenómeno se

hace más intenso, sucediendo así que lo que tomamos por rasgos “definitorios” de un particular —y

que a la postre inscribimos dentro del referente con el cual dicho particular se ve a sí mismo y es

visto por los demás de una determinada manera— varían en grado entre una y otra presentación, ya

sea que sean remplazados por otros o que los mismos sufran cambios en el camino. Por otro, es de

destacar el hecho de que, salvo casos que juzgamos extraños (aquí resultan ilustrativos los eventos

en que decimos de alguien más: “él o ella es bipolar”, “aquel sujeto es raro”, etc.), respecto de

personas que integran nuestra cotidianidad solemos inclinarnos por identificar las continuidades de

su carácter más que por las eventuales variaciones. De hecho, es de anotar que esto se hace más

evidente cuando con dichas personas tenemos encuentros frecuentes (por ejemplo: compañeros y

compañeras de trabajo y estudio, miembros del núcleo familiar inmediato), siendo a partir de

separaciones prolongadas que se adquiere una especie de mayor conciencia sobre los cambios

surtidos en el otro. En uno u otro caso, la identificación de continuidades sigue estando en primer

orden, y en concreto nos lleva a concluir que “mi amigo A”, al cabo de un día, una semana o varios

años, sigue siendo “mi amigo A”, de tal forma que las variaciones en su carácter no entran a romper

esa unidad imaginaria, e incluso pueden resultar inanes frente al recuerdo que albergo sobre él.

Excepciones a esta regla son los casos que catalogamos como inusuales, por ejemplo: que asumamos

que alguien en un comienzo no fue sincero con nosotros (aquí no hablaríamos de cambios, como sí

de la revelación de lo que es “auténtico” en el otro), o que los cambios surtidos desborden la

continuidad, conduciéndonos así a pensar que ese particular ya no es el mismo que conocimos tiempo

atrás. Todas estas situaciones se caracterizan por entrar en la baraja de posibilidades que asumimos

como viables dentro de nuestra cotidianidad, todo lo cual alcanza fluidez en el día a día merced a las

conexiones que tendemos entre ese juego de conservación y transformación y nuestra seguridad

ontológica. Así, las variaciones, al igual que hiciéremos con las ahora concebidas como

continuidades29, las rutinizamos y convertimos en insumos de nuestras formas de conciencia que

presentificamos con nuestro accionar social. Es, pues, en esta secuencia de ida y vuelta, de

variaciones comportamentales, interpretaciones y reinterpretaciones, que el yo aparece como

referente de estabilidad en el tránsito constante y reiterado del particular hacia el “nosotros”. Y es

29 Es de advertir que el hecho de que determinadas generaciones humanas adquieran conciencia sobre los

cambios no supone que los mismos se produzcan en períodos cortos. En muchos casos se trata de formas

gestadas al cabo de períodos de larga duración (Elias, 2010).

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La configuración de la identidad adicta 235

por su ministerio que cada quien, entendido como particular, y en cuanto expresión de lo social o de

una aspiración teleológica sobre lo social, configura tras cada despertar su identidad.

Ahora bien, habría que precisar que el paso histórico de formaciones sociales simples a complejas

no apareja en sí mismo la introducción de heterogeneidades en las condiciones de conformación del

yo —si bien agudiza el juego de tensiones entre homogeneidad y heterogeneidad cultural—, sino

que más bien supone la estructuración de regímenes concretos de ordenación social en relación con

formas institucionales o individuales de comprensión del tiempo. Así, pues, lo que algunos conciben

como una desordenación de las rutinas en fases coyunturales podría ser interpretado como un cambio

de tal régimen, el cual, al enervar justamente elementos íntimamente conectados con formas de

seguridad ontológica, tiende a ser visto como ominoso. En tal orden de ideas, lo que en sentido

estricto ocurre es el tránsito de una regularidad a otra en la ordenación de lo social en el tiempo, sin

que ello vaya en detrimento de la función de brindar estabilidad al proceder de los particulares.

Entender esto resulta clave a la hora de poder diferenciar entre situaciones abiertamente dinámicas

—al respecto, Santiago Castro-Gómez (2009) hablaría de sujetos cinéticos— y aquellas que, debido

a una desestructuración súbita del régimen temporal sin un remplazo a la vista, se convierten en

lesivas frente a la estructuración del yo y su continuidad en el tiempo y el espacio. Muestras de esto

suelen ser la separación abrupta del particular respecto de su espacio de habitabilidad (encierro en

campos de concentración, privación de la libertad, desplazamiento forzado y destierro, etc.), pérdida

de seres queridos sin que haya un trabajo de duelo, crisis económicas; en definitiva, todo aquello que

entra dentro de la categoría de anomia (Durkheim, 1967). En suma, se trata de situaciones con el

potencial necesario para introducir desestabilizaciones en el corto plazo en el yo, concretamente en

lo que concierne a las continuidades que representan un bastión de seguridad para el particular y para

aquellos que entran en contacto con él de manera rutinaria, y que a su turno pueden dar paso a la

generación de nuevas formas de estabilidad30. Pero aún habría que precisar si tales abruptas

variaciones del yo, que algunos convendrán en catalogar como estructurales, pueden ser algo más

que un producto aleatorio del cambio de regímenes temporales y si, a su vez, pueden apuntar a

“mejorar” al particular, tanto para sí mismo como ante la sociedad. Los procesos educativos son

presentados recurrentemente como una forma de lograr objetivos de tal cariz, pero habría que resaltar

30 Comentando una serie de apreciaciones efectuadas por Bruno Bettelheim sobre campos de concentración

nazis, Anthony Giddens (2011, pág. 97) pone de presente cómo prisioneros antiguos terminaban por

reconstruir su personalidad a la luz de los ritmos de interacción surtidos en el espacio de su encierro, en algunos

casos introyectando los valores normativos de los soldados de las SS.

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236 Dolor, derrota y liberación

que ellos se caracterizan más bien por generar un enriquecimiento cognitivo y ético de estudiantes,

aprendices y demás a lo largo de períodos prolongados. La duda sigue entonces sin resolver, aunque

tal vez sea por su ministerio que podamos abordar con detenimiento la cuestión de los tratamientos

para las adicciones, entendiendo que los mismos operan sobre la síntesis de múltiples

determinaciones representada por el yo de cada paciente —las cuales, en concreto, son las que

apuntan precisamente a generar variaciones sustanciales del yo—. Entre la conflictividad individual

y social que suele ser inherente a la situación de aquellos que ingresan a tratamiento, los desfases

con una sociedad que en ocasiones los niega y vilipendia y en otras los escucha, y los anhelos por

alcanzar dentro del tiempo vital lo vislumbrado por cada quien como sueños, el ser-y-estar-en-el-

mundo sube a la palestra a ser sometido a examen. No son lisa y llanamente los comportamientos,

las percepciones, los sentimientos o la moral del paciente los aspectos que tornan en objeto de

problematización dentro del tratamiento, como sí el conjunto de su ser y su devenir, lo que ha sido,

lo que es y lo que será.

Hay un elemento adicional que debe ser observado en esta reflexión, y es la conciencia que la persona

alberga sobre su yo. Parafraseando a Ágnes Heller (1987), podría hablarse de una conciencia del

particular sobre sí mismo y sobre la sociedad atrapada en el ámbito de su cotidianidad (conciencia

en sí) y de otra que, haciéndose crítica, trasciende la inmediatez e interviene como principio de

historicidad (conciencia para sí). En ese orden de ideas, y según lo indicado previamente, el

tratamiento para las adicciones aparece como un instrumento de generación de autoconciencia, el

cual, por demás, está orientado a inducir al paciente a “ver” desde una perspectiva diferente su propia

situación. Según lo afirmado por algunos de los afectados por dicha enfermedad, la capacidad de

reflexión, que en cierto modo supone una especie de epojé respecto de la cotidianidad, queda negada

por principio con la adicción, resultando de ello que situaciones tales como la capacidad de decidir

quedan puestas en entredicho. Y es, pues, frente a tal circunstancia que el despliegue de toda la serie

de técnicas dietéticas, moralizantes e instructivas surtidas dentro de la Fundación, y enarboladas en

la forma de un entrenamiento, tiene no solo la función de restablecer o construir tales capacidades

reflexivas, sino que a su vez está concebido como el comienzo de una cualificación del particular

que le permita, a través del reconocimiento de sí mismo por intermedio del dolor, trascender su

cotidianidad de consumo y alcanzar una vida mejor dentro de la mundanidad del día a día. En todo

caso, habría que preguntar: ¿qué tipo de conciencia sobre sí genera el tratamiento? Terapeutas

señalan con frecuencia que la cuestión va más allá del mero consumo, y que de hecho bien puede no

residir en aquello que es percibido a simple vista; en otras palabras, su tarea es la de ver más allá de

aquello que aquí hemos caracterizado como el yo. No obstante, es de anotar que su trabajo,

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La configuración de la identidad adicta 237

consistente en el establecimiento de un contacto profesional y fraternal con el paciente, depende

precisamente de que a través de instrumentos de generación de saberes sobre ese otro adicto —tales

como el diligenciamiento de historias de vida— se adquiera un mayor conocimiento sobre eso

aparente, tal vez inmediato, que hace del particular un “ente” social diferenciado. ¿Acaso el

tratamiento da palos de ciego en la búsqueda de una esencia que a lo sumo resulta susceptible de ser

inferida a partir de lo expresado por el paciente? En realidad, esta cuestión puede ser explicada si

tenemos en cuenta lo expresado previamente.

Si entendemos que el yo no es simplemente un molde de la interioridad del particular (es decir: si

superamos el dualismo forma-contenido), encontraremos que a su vez no es una mera apariencia tras

la cual se oculta la “realidad” del particular, sino que de hecho es por su intermedio que esa

interioridad adquiere realidad31. En palabras de Karl Marx (1968), la esencia humana se realiza a

través de lo social, siendo, pues, el grado y condiciones en que el particular se encuentra frente a la

sociabilidad aspectos que inciden en que su yo adquiera características específicas. Lo anterior

adquiere sentido si de igual modo aceptamos que el yo no se construye únicamente a partir del acervo

psíquico del particular, sino que más bien constituye un proceso de ida y vuelta, enriquecido,

obstaculizado o contradicho por los distintos encuentros semánticos y valorativos surtidos a lo largo

de cada interacción social, cuya vocación de cambio no desaparece con el pasar del tiempo. De igual

modo, es de observar que siendo el yo algo connatural al particular, no cabe hacer una diferenciación

exclusiva entre una forma atrapada en la cotidianidad y otra que, fungiendo como signo de liberación

y reapropiación de la capacidad de elección, intervenga como “auténtica” autoconciencia. Antes

bien, es de destacar que tal salto de una fase “cotidiana” a otra de “criterio” puede tomar diferentes

cursos, muchos de los cuales bien pueden distar de corresponderse con una suerte de ruptura respecto

de la formación social en que se habita. Todas esas tomas de conciencia, sea cual sea la forma u

horizonte teleológico que adquieran, tienen la potencialidad de representar para el particular una

especie de “despertar”, algo así como si por fin, saliendo de los espejismos de la inmediatez de la

31 Anthony Giddens (Giddens, 2011) critica el uso del yo como categoría de análisis sociológica, destacando

entre otros su carácter más bien referencial respecto de la complejidad que él atribuye a una noción como el

propio-ser. En esa medida, y como quedó comentado previamente, el autor incluye dentro de esta categoría lo

inconsciente y las formas prácticas y discursivas de conciencia, anclándolas a formas de memorización que les

permiten emerger (presentificarse) con el desarrollo de prácticas sociales. No es la intención aquí entrar a

criticar tal planteamiento del sociólogo inglés, aunque sí he de insistir en que el yo, en cuanto forma de

autoconciencia de alcance y condiciones variables, puede, bajo otra mirada, ofrecer nuevas posibilidades de

análisis, algunas de las cuales han guiado este trabajo investigativo.

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238 Dolor, derrota y liberación

vida, hubiera entrado en contacto con el “trasfondo” inmaculado, prístino y real que rige el devenir

de cada ser humano habido y por haber sobre la faz de la Tierra. Este es el efecto simbólico de la

subjetivación con el yo, y aunque su análisis pudiera en principio revelarla ante nosotros como una

entelequia que nos conmina a otorgarle “un” sentido a nuestra existencia, no conviene

menospreciarla. En ese sentido, lo interesante está en el hecho de ver cómo tales construcciones

simbólicas sobre la unicidad, la mismidad, “lo que he sido, estoy siendo y seré”, dan curso a la

estructuración de proyectos de vida. En ese punto tanto la cotidianidad como la autoconciencia

desempeñan papeles similares (y a veces de manera conjunta, como lo recuerda Ágnes Heller),

aunque con la diferencia de que la segunda —sea cual sea su forma y características de realización

en el día a día— incluye de forma reflexiva un importante componente racional que, al mejor estilo

de las postulaciones decimonónicas, se caracteriza por convertir al hombre en dueño de su destino.

El yo es, pues, el mejor recordatorio de que bien puede que no haya una esencia que esté literalmente

“rigiendo” nuestro ser, y que aun si la hubiere tal vez no tendría la incidencia y características que

incluso hoy día le solemos atribuir. El yo que construye el adicto para sí a fin de contender tras cada

amanecer con su adicción (con esa parte de su yo que alberga toda su negatividad, sea del caso

recalcar), al igual que aquel que construye históricamente para sí aquella comunidad agrupada como

proletariado (conciencia de clase), sigue planteamientos que a su respectiva medida establecen qué

es y cómo se alcanza el sueño terrenal de la libertad. No se trata entonces de aludir a un mensaje de

redescubrimiento de una identidad perdida, resida esta en el pasado como paraíso perdido o aguarde

en el futuro como recompensa intemporal a una vida de sufrimiento redentor, sino a la forma como

el ser humano, particular en su cotidianidad, puede osar a desafiar su aquí-y-su-ahora, y por tanto

experimentar a construirse a sí mismo en función de sus anhelos. En el camino algunos desisten,

otros encuentran seguridades pasajeras que convierten en permanentes, y hay quienes no cejan en su

marcha. En el fatídico encuentro con una enfermedad mortal, que más que destruirlos amenaza con

dejarlos atrapados en el limbo de una existencia sin propósito (Kierkegaard, 1984), se ven impelidos

a luchar o a volverse inertes ante sí mismos y ante aquella sociedad que les resulta enajenada. ¿Que

con ello pueden terminar por remplazar una cotidianidad con otra, y por tanto camuflar tras su alivio

rutinario su miedo irrefrenable a buscar la trascendencia? Con algunos así ocurre, e incluso sin que

lleguen a recaer terminan por hacerse prisioneros de la incertidumbre. Pero también los hay que

optan por proseguir, aun cuando el camino no les brinda seguridades. Tal vez son ellos quienes

terminan por descubrir que la Fundación y el internamiento eran tan solo un comienzo, o, más bien,

un recordatorio. Su reconocimiento en el dolor no es un lamentarse, sino más bien un reconciliarse

con la eternidad a través del instante. Hombre y naturaleza vuelven a ser uno, y en la vida —que

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La configuración de la identidad adicta 239

nunca está-allí sino que con sensualidad nos tienta a vivir—, más que a ser, se aprende a estar-siendo.

La trascendencia es creación, y es en ella que se mide la alienación. Como diría Friedrich Nietzsche

(2008):

¡Tu plenitud mira por encima de mares rugientes y busca y aguarda; el anhelo de la

sobreplenitud mira desde el cielo de tus ojos sonrientes!

¡Y, en verdad, oh alma mía! ¿Quién vería tu sonrisa y no se desharía en lágrimas? Los

ángeles mismos se deshacen en lágrimas a causa de la sobrebondad de tu sonrisa.

Tu bondad y tu sobrebondad son las que no quieren lamentarse y llorar; y, sin embargo, oh

alma mí, tu sonrisa anhela las lágrimas, y tu boca trémula los sollozos.

“¿No es todo llorar un lamentarse? ¿Y no es todo lamentarse un acusar?” Así te hablas a ti

misma, y por ello, oh alma mía, prefieres sonreír a desahogar tu sufrimiento (pág. 312).

***

—¿Ya te despediste de tus amigas? —preguntó la terapeuta.

—No sé, doctora. Es que de seguro nos pondremos a llorar, y pues no quiero.

—Hace ya un buen tiempo que no lo haces.

—¿Será que estoy mejorando? A lo mejor ya no soy tan débil como antes.

—Recuerda que la cuestión no es negarte a ti misma; eso no sirve para nada.

—Estando a su lado me siento como en el primer día: que no sé nada.

—Cuando yo estaba en tu posición me pasaba algo similar. Solo fue con el tiempo que

aprendí a amarme, y para ello hace faltar entender que hay cosas de ti misma que no puedes cambiar;

de hecho, son cosas que te hacen única.

—¡Sí, lo sé!: yo, Emilce, siempre seré una adicta.

—No es solo eso. Esa “bruja” que tienes dentro de ti, y a la que demonizas cada vez que

puedes, eres tú misma luchando. Ella no es tu enemiga, sino la fuerza en la que debes confiar cada

vez que sientes que no puedes.

—Pero me da miedo. A mis papás casi nunca les discuto nada, hago lo que ellos dicen; y

con los demás a veces prefiero desentenderme. Como que me da lo mismo.

—¿Estás segura de que te da lo mismo? ¿No sientes algo más cuando guardas silencio?

—Pues… yo…

—¡¿Pues tú qué?! ¡Anda, dilo!

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240 Dolor, derrota y liberación

—¡Pues que me da rabia! —Lágrimas corrían por las mejillas de Emilce. Por un momento

quedo reducida a sollozos. Ni ella ni su terapeuta hablaban.

—Esa rabia, así como el dolor, son signo de nuestra impotencia. Hay cosas que no podemos

cambiar, y muchas de ellas están en nosotros mismos. Pero ellas nos dan fuerza, nos permiten no

tener que rendirnos. Nos dan fuerza para cambiar aquello que sí podemos.

—Pero igual los demás van a estar allí.

—Cierto, pero tu vida no es la de ellos. Tus papás tendrán que aceptar que tú tienes derecho

a elegir; y más importante, tú tendrás que reconocer que tienes esa posibilidad. De otra manera

seguirás negándote toda la vida, complaciendo a los demás para evitarte problemas, te negarás a

vivir.

—¿Y usted cree que yo puedo hacer eso?

—No lo creo. Estoy totalmente convencida. —A esta altura ella también lloraba—. ¿Acaso

no te has dado cuenta de lo maravillosa que eres? Lo mejor de todo es que tienes un camino para

construir por tu cuenta, escuchándote a ti misma y sin que los demás te impongan cosas.

—Voy a reescribir mi carta de despedida; hay muchas cosas más que quiero decir.

—Vale, ve juiciosa. Pero antes déjame darte un abrazo.

—Debo confesarle que antes la veía como un ogro.

—Esa es la idea.

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5. Ética y tragedia

Estaba decidido. Joachim se marcharía. Rhadamante le había dado

permiso, no según el rito, no como si le hubiera encontrado bien, sino

aprobando a medias y rindiendo homenaje a su valor. Descendería por el

ferrocarril de vía estrecha hasta Landquart, después a Romanshorn y luego,

más allá del lago profundo y vasto que el caballero del poema franqueaba

sobre su montura, a través de toda Alemania, regresaría a su casa. Viviría

allá abajo; en el mundo de la llanura, entre hombres que ignoraban el modo

de cómo era preciso vivir, que no sabían nada del termómetro, del arte de

empaquetarse, del saco de pieles, de los tres paseos diarios, de… era difícil

de decir, era difícil de enumerar todo lo que en la llanura ignoraban por

completo; pero la idea de que Joachim, después de haber vivido aquí arriba

más de un año y medio, debía vivir entre los ignorantes, esa idea, que no

concernía más que a Joachim y que no atañía a Hans Castorp más que

desde lejos y en cierto modo a título de hipótesis, le turbaba de tal manera

que cerró los ojos e hizo con la mano un gesto desdeñoso, «imposible,

imposible», pensó.

Thomas Mann, La montaña mágica.

Dormía intranquilamente. Los sueños que tenía eran confusos, esporádicos y a cada uno de ellos

seguía un despertar estrepitoso. Cada nada con sus movimientos arrítmicos arrojaba los tendidos de

la cama al suelo, y su sudor, que de su cuerpo manaba copiosamente, sobre la sabana quedaba

esparcido como frío testigo de su fatigosa incomodidad. Al final prefirió permanecer despierto; los

párpados le pesaban, se sentía agotado, y sin embargo hacer el esfuerzo por encumbrar la vigilia le

resultaba más llevadero que la tortuosa lucha por tratar descansar. En la habitación, salvo el bermejo

refulgir de los números rectilíneos de su reloj-despertador, reinaba la oscuridad. Estaba

completamente estático, no hacía el menor ruido, tampoco escuchaba nada a su alrededor. El reloj

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242 Dolor, derrota y liberación

marcaba las 4:43 am. Se quedó mirándolo fijamente, contemplando con algo de embotamiento el

titilar que marcaba el curso de cada segundo, estuvo así expectante al cambio de segmentos rectos

que delataba el salto de un minuto al siguiente. Ese intenso rojo lo hipnotizaba, le jugaba tretas con

forma espejismo, se encontraba pérfidamente cautivado por lo que se le antojaba como la

deformación paulatina de esa luz, con su extraña dispersión a través de las tinieblas. Tenía frío, el

cuello le dolía debido a lo inapropiado de su postura, y no obstante seguía allí, atento a la medida

del tiempo. 4:51, 4:52, 4:53… 5:00 am. ¡Sonó la alarma! Saliendo parcialmente de su letargo

extendió una mano y a tientas, casi que mecánicamente, puso fin al estridente sonido. Así como

estaba cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y aspiró profundo. ¿Quedarse allí o incorporarse?

¿Qué sentido tenía? ¿Cuál era la diferencia? Exhaló al cabo de unos segundos, procurando con ello

tomar impulso para incorporarse. Le dolía la cabeza, estaba adormilado; necesitaba descansar, pero

quedarse allí significaba verse martirizado por sus pensamientos, sus recuerdos, sus frustraciones…

Se vistió con algunas prendas deportivas que tenía al alcance, y sin encender ninguna luz pasó

fugazmente por el baño para mojarse el rostro y después salir a la calle. Caminó suavemente para no

hacer ruido, no quería ser visto. Un ligerísimo resplandor de indescifrable proveniencia le ayudó a

sortear los obstáculos que había en su camino, de allí siguió escaleras abajo, apoyándose con una

mano en la baranda y con la otra como tanteando en medio de la nada. Ya se enfilaba hacia la puerta

cuando un susurro secó lo detuvo.

—¿A dónde vas, hijo? —El interpelado, sin voltear a mirar, respondió.

—Voy al parque. Regreso más tarde.

—¿Y qué vas a hacer?

—Voy a hacer ejercicio —respondió con algo de molestia.

—¿Quieres que llame a tu hermano para que te acompañe? —Algunos segundos de espeso

silencio siguieron a la pregunta de la mujer. Como impulsado por un acceso de cólera, el individuo

respondió.

—¡No voy a meter!, no necesito que me cuiden. —Sin decir más, Francisco se marchó; ni

siquiera se despidió.

Por el camino no podía evitar sentir una cierta desazón, era como si cada persona con la que se

cruzara por la calle lo mirara de reojo, como si lo señalara. En su casa la situación le resultaba similar

en otro tanto, e incluso en ocasiones había tenido disputas con sus padres por eso que él calificaba

con una falta de confianza. Con todo, y he aquí lo paradójico, al cabo de cada impasse de estos

terminaba por arribar a la misma conclusión: “Yo me lo busqué, es normal que no crean en mí”.

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Ética y tragedia 243

Como para alejarse de sus pensamientos, y siguiendo lo aprendido en la Fundación, Francisco se

refugiaba en la realización de actividades físicas. En las mañanas iba a un parque cercano a su

residencia, y sin más compañía que la música de su reproductor corría sobre el césped. Ciertamente

ya no era lo mismo. Le hacía falta escuchar las bromas de sus compañeros, el tono tendencialmente

castrense de las indicaciones del instructor de la casa; para sus adentros la diversión de ese instante

de distensión, que era en cierto modo —aunque no demasiado— un lapsus del régimen disciplinar

de la Fundación, ahora le resulta una rutina; tediosa, sí, pero por alguna razón pertinente a sus

propósitos actuales. Bien podría optar por aligerar la tensión nerviosa de su madre quedándose en

casa, y desde allí tratar de retomar esa vida dejada en suspenso con el internamiento. Pero

sencillamente no podía. Había un vacío en su interior, algo que se le aparecía para enrostrarle de

“su” cotidianidad eso que le hedía a enfadosa banalidad. Quedarse en casa lo deprimía, conversar

con personas que no habían pasado por su misma experiencia lo hacía experimentar inseguridad y

carencia de empatía. Impulsado por ello prefirió terminar la relación sentimental con su novia,

alejarse de sus antiguos amigos y no establecer nuevos contactos; de alguna manera sentía que era

más fácil lidiar con la soledad que batallar sin sentido por hacerse entendible al resto del mundo.

Correr y no detenerse, luchar contra sus pensamientos, esquivar con afán los repentinos impulsos

por querer consumir y, sin nada más, seguir corriendo. La cabeza le dolía más que antes, y solo con

mucho esfuerzo podía evitar trastabillar tras reiteradas zancadas erráticas que daba a cada momento,

pero no se detenía. En el ejercicio físico concentraba ahora sus esfuerzos; y al cansancio resultante,

lejos de reprocharlo, lo veía con el agrado que inspira la posibilidad de dormir más fácilmente. Era

el silenciamiento pasajero de preocupaciones que no desaparecían.

Era llamativo observar en la Fundación que las prácticas de ejercicio físico no concitaban

precisamente asiduidad por parte de la generalidad de los pacientes. Exceptuando algunos casos, era

frecuente encontrar que algunos de ellos preferían no participar, al tiempo que había otros más que

sin mayor convicción y esfuerzo hacían “a regañadientes” lo que era prescrito por el instructor. Como

oscilando entre la obediencia y la desidia, los habitantes de este espacio parecían hallar un punto de

inflexión en la drástica rutina de la casa. Y es que si bien se advertía de continuo por parte de los

terapeutas que esta, como casi todo lo demás en la Fundación, constituye una actividad terapéutica,

siendo por tanto era de obligatorio cumplimiento, había algo que le brindaba una cierto aire de

flexibilidad. ¿A qué se debía? Algunos podrían indicar que era una consecuencia del carácter

tendencialmente benevolente de los instructores, o incluso que podría deberse a que allí no estuvieran

presentes los terapeutas para vigilar lo que acontecía. En efecto, aspectos de este tipo ejercen notoria

influencia, no hay lugar a desconocerlo, pero una mirada detenida sugiere algo más que una suerte

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244 Dolor, derrota y liberación

de mayor o menor visibilidad de lo que cabría denominar como recursos de autoridad (Giddens,

2011). Para empezar, hay que señalar que los pacientes no ingresan a internamiento simplemente

para seguir indicaciones (aunque algunos pensaban que eso era lo que en sentido estricto ocurría), y

de hecho en la Fundación se busca que esas rutinas, vistas frecuentemente con tedio, sean

interiorizadas autónomamente como principio de organización de la vivencia personal. Así las cosas,

más que un asunto de las calidades de la persona que esté dirigiendo la sesión de turno (lo cual, desde

luego, resulta ciertamente importante), cada encuentro terapeuta-paciente entra a fungir como un

“medidor” del grado y tipo de apropiación que este último hace del espacio terapéutico,

particularmente de su convicción frente a la recuperación. Más aún, se podría afirmar que las

prácticas de acondicionamiento físico no solo no distan de seguir la gramática de la recuperación,

sino que a su vez son un escenario de mayor margen de maniobra que permite al paciente verificar

para sí mismo el grado de su esfuerzo de lucha en contra de su enfermedad. No es, pues, este un

espacio de disminución de la tendencia homogeneizadora analizada en secciones anteriores, como sí

una instancia en la que la aparente porosidad de la normativa da paso a que cada quien, teniendo a

su disposición un conjunto de reglas de la casa convertidas en pistas frente a la incertidumbre, su

propia voluntad y ese otro representado por sus compañeros y compañeras de internamiento, vaya

estilando lo que va a ser su estilo de vida de sobriedad. En suma, este aparente relajamiento terminaba

por instaurar —tal vez como una consecuencia no buscada— un laboratorio en el que cada quien

podía “mediarse” a sí mismo, contrastarse con los demás, jugar en últimas a establecer niveles de

certeza sobre su disposición para dar lo mejor de sí, aunque no pocas veces sin dejar de convertirse

este espacio en un no-lugar idóneo para el despliegue de ajustes secundarios. Esta situación, que en

apariencia podría resultar superflua, es la que contribuye a identificar una conexión teleológica entre

las distintas facetas de la dietética terapéutica, y en esa medida las visibiliza como algo más que un

mero compendio de recomendaciones. Resulta entonces de su puesta en práctica para los pacientes

una advertencia tácita: el imperativo de sortear los peligros de un timorato encierro en los

instrumentos de construcción de su nuevo estilo de vida. Para el adicto en recuperación es menester

no habituarse a escapar del anhelo de consumir refugiándose —o, mejor, haciéndose prisionero—

en las herramientas de su transformación. Él, en cambio, debe procurar cada día ser en sí mismo un

individuo autónomo, ser alguien que, inspirado tanto por su dolor como por sus ilusiones, luche a

cada instante por ser libre y para ser libre de sí mismo.

Ahora bien, y como lo indicamos previamente, el adentramiento de un adicto en la creencia de la

recuperación plantea en primer término, y en un grado considerable, una “reorganización” del

conjunto de relaciones comprendidas dentro de su cotidianidad. No se trata en concreto de una

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Ética y tragedia 245

ruptura con esa “vida” que se venía llevando hasta el instante de ingreso al internamiento, y en su

lugar comporta una suerte de puesta en suspenso —epojé— de muchas de dichas relaciones. Esto no

significa que la virtud de la cotidianidad para permitir la reproducción del particular en el tiempo y

el espacio (Heller, 1987) desaparezca, tampoco que entre a ser cuestionada de forma directa, pero sí

que empiece a someterse a un nuevo régimen normativo cuya incidencia se produce en zonas

específicas y a veces periféricas de dicha cotidianidad. En ese orden de ideas, encontramos que el

tratamiento no supone un cese de esta en su “totalidad”, además que su efecto varía en grado y

duración según las características de cada caso y en función de las recomendaciones efectuadas por

los terapeutas (eso sí, en tanto que estas sean aceptadas por el paciente). En estos términos, aspectos

tales como los “defectos de carácter” intervienen como referentes de toda una serie de circunstancias

cotidianas sometidas a epojé, las cuales, en relación con procesos de recuperación “exitosos”, se

constituyen en punta de lanza de una reorientación de los ritmos personales de conducción de la

existencia.

Pero el éxito del tratamiento (es decir: un avance continuado que trascienda el primer paso de A-A

– N-A) implica ir más allá de la epojé; es continuar en cada “solo por hoy” la marcha por la senda

de la reestructuración de la cotidianidad, siendo justamente tal circunstancia la que marca la

diferencia entre un “encierro” en los esquemas de la terapéutica y su instrumentalización en pos del

desarrollo de un criterio de recuperación. Para aclarar este punto, cabría aludir analíticamente a dos

instancias de motivación: 1) aquella que al comienzo invita a aceptar la epojé; y 2) la construida con

el tratamiento, la cual va constituyéndose en últimas en la creencia en la recuperación y en la

asunción del estilo de vida de sobriedad. En la Fundación era frecuente encontrar casos de pacientes

que, impelidos por su “impotencia”, aceptaban la epojé, pero que en el transcurso de su situación no

llegaban a alcanzar la segunda instancia de motivación. Resultante de ello solía ser una suerte de

reforzamiento de la creencia en el estilo de vida “original” (el que en principio cabría considerar

como el estado psíquico-fisiológico “previo” al ingreso al espacio terapéutico), lo cual, en cierto

modo, entraba en escena como una afirmación ontológica de lo que-he-sido-y-seguiré-siendo, una

suerte de retorno a lo asumido como terreno conocido. ¿Cómo se reflejaba esto en la práctica? En

abandonos prematuros del internamiento y el pronunciamiento de frases del tenor “yo puedo hacer

esto por mi cuenta”, “no necesito de la Fundación”, “no creo en lo que aquí me dicen”. En todo caso,

conviene aclarar que los abandonos y las recaídas no necesariamente eran auspiciados por el no

acceso a la segunda instancia de motivación. Había pacientes que profesaban un profundo respeto

por la Fundación y por el esquema de recuperación manejado por ella, y que, sin embargo,

terminaban recayendo y retornando al internamiento, pasando en ocasiones a convertirse ante los

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246 Dolor, derrota y liberación

demás en pacientes “institucionalizados”. En este caso la consecuencia simbólica resultaba ser en

buen grado perversa, ya que implicaba para este tipo de pacientes la interiorización de un sentimiento

de culpa individualizada, opresora y auto-discriminadora, representada en la configuración de una

imagen de sí como alguien “no merecedor de la ayuda terapéutica”, “negativamente diferente” y/o

“condenado por el destino”.

Sobre esto aludimos en su momento al considerar el efecto de estigmas (Goffman, 2006) y la

asunción de identidades desviadas (Becker, 2009), pero ahora sería del caso ver tales manifestaciones

a la luz de la constitución de una ética de la recuperación. Para adentrarnos en su análisis preciso

será que veamos hasta qué punto el tratamiento, partiendo de una puesta “entre paréntesis” de

instancias más bien circunstanciales de la cotidianidad, puede propiciar una reconfiguración de

aspectos nodales del estar-siendo. Es allí donde se muestra pertinente traer a cuento aquello que

Anthony Giddens caracteriza bajo el rótulo de seguridad ontológica, y que para el efecto funge como

la primera línea de defensa y acción del ser social ante la incertidumbre del día a día. Tal seguridad

se estructura desde la misma infancia, pero a su vez se sedimenta con el tránsito del individuo por

los sucesivos entrecruces surtidos entre líneas discursivas y de fuerza inherentes a cada espacio de

socialización, algo que redunda en una reconfiguración constante de su cotidianidad. Puesto en

términos del presente objeto de estudio, habría que indicar que nuestro objetivo no es simplemente

identificar un cambio en el horizonte normativo del actor social, sino más bien apreciar hasta qué

punto y en qué forma la terapéutica de adicciones gesta una readecuación de la seguridad ontológica

del paciente, y en esa medida revierte en una eventual transformación del ser social, todo merced al

fraguado de las bases de una ética de recuperación, de un arte de vivir en cuanto práctica de libertad

(Foucault, 1991; 2000). Tal situación, como puede dilucidarse, adquiere en la práctica la forma de

una problematización constante sobre lo que se es y lo que se hace; es un discernimiento que oscila

entre una valoración de ciertos aspectos de la cotidianidad como “rescatables” y de otros como

“inherentes” al problema de adicción. En tal vía un paciente comentaba lo siguiente:

Yo incluso en algunos momentos me sentía como un farsante. Entonces sí había como

nociones, pero a pesar de sentirme como un farsante pues en el momento de estar como en

adicción uno dice: "sí, soy un farsante, pero igual voy a seguir". ¿Sí? Y sigue, y sigue, y

sigue, y sigue, y sigue. Después de —o sea, después de poder como contraponer, de entrar

al tratamiento y formarme— encuentro que puedo como decantar; no todo lo que pensaba y

no todo lo que creía era una farsa, no, tampoco lo puedo poner en esos términos. Porque

muchísimas cosas fueron reales, y así estuviera bajo los efectos del consumo seguía siendo

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Ética y tragedia 247

mi realidad, y siguieron siendo cosas que hice, y hay cosas que rescato que para mí son muy

puras, que igual nacieron... eso: muy puras, no tan contaminadas. Bajo el consumo o bajo el

no consumo, pero cosas que para mí fueron reales. Sin embargo, lo que le digo: es una

probabilidad de decantar y empezar a ver que esto que sí creía que era una farsa como que

sí va siendo una farsa, y esto que no pues como que no. Entonces sí investigaba, como que

sí me generaba curiosidad, sí lograba cuestionarme y solucionar incluso algunas dudas, pero

siempre igual desde el mismo punto. No me movía igual desde el mismo razonamiento de…

como… de la adicción activa y de la compulsión, ni de la en parte ingobernabilidad que le

trae a uno eso. Entonces, pues tengo la duda, empiezo a investigar, empiezo a ver, pero de

una u otra manera siempre sigo por el mismo camino; siempre sigo, siempre sigo, siempre

sigo, siempre sigo. Entonces eso me generaba muchos problemas para poder como poner un

alto, abstraerme y poder ver la situación desde fuera y empezar como a sopesar, ver otros

puntos de vista; eso no era posible antes de... (Paciente E, 2015)

Es claro que en la mayor parte de los casos discernimientos de este tipo tienen lugar como aspectos

motivadores previo al ingreso a tratamiento. El que alguien se perciba a sí mismo como perturbado

por un problema y, sumado a ello, el que busque ayuda frente a ello delata muchas veces el efecto

de una autoimagen que reivindica en el sí-mismo elementos valorados (por él o por otros) en términos

loables o —en palabras de algunos miembros de la Fundación— dignos de ser rescatados32. En el

tratamiento se tiende a instrumentalizar tal diferenciación, aunque, más que un cuestionamiento

abstracto, lo que ocurre es que tal ataque a los elementos percibidos como negativos tiene lugar en

el desarrollo de las actividades que integran la rutina de la recuperación. Es aquí cuando resulta

viable identificar una “materialización” del discurso de recuperación, tanto a través de la tendencia

homogeneizadora como mediante el seguimiento de principios básicos de convivencia. Es así como

cabe afirmar que estamos ante las puertas de una forma ética con vocación eminentemente práctica,

conformada sobre la rutina del día a día, cuya mayor fortaleza reside en la epojé con miras a una

resemantización del diario vivir. De hecho, acciones que bajo otras circunstancias podrían resultar

baladís, en la casa adquieren destacado realce, mayor margen para una reacción social desfavorable

y, en especial, una peculiar inserción en la construcción del sentido de vida toda vez que entran en

el juego de una dinamización de tal crítica de sí. Volviendo sobre nuestros pasos, podemos

32 Sobre esto hicimos referencia cuando aludimos a la escisión del propio-ser del paciente en esferas

diferenciadas valorativamente y erigidas en instancias antagónicas: Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

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248 Dolor, derrota y liberación

simplemente a título de ejemplo citar situaciones tales como el ritual erigido en torno al lavado y

preservación que a cada paciente (y a veces a los terapeutas) atañe respecto de la tasa en que consume

sus bebidas durante el internamiento (pocillos), las desgastantes y ocasionales actividades de trabajo

comunitario (a veces asignadas como castigos) por las que deben responder todos los pacientes que

comparten internamiento en una sede en un momento específico, los momentos de esparcimiento y

ocio que podrían ser tomados como “tiempo muerto” del régimen terapéutico, e incluso los reportes

(denuncias) realizados por los pacientes al equipo terapéutico y la asignación de sanciones. Cada una

de tales actividades interviene en ese moldeado de un ideal trascendente en la arcilla de la

inmanencia, es su finalidad la transformación del aquí-y-el-ahora según los cánones de la idea de

una vida digna. A cada acción rutinaria sigue una máxima que la erige en pequeño paso de una

propedéutica en pos de la recuperación; ante ello algunos extienden sus dudas, en tanto que otros,

como si vieran en ello un nítido reflejo de su redención, se entregan con lo que tienen para dar, tanto

en sí como para sí.

¿Qué es libertad? Una terapeuta contestaba: “hacer lo que tengo que hacer”. Esta respuesta, empleada

por ella y otros miembros de la comunidad de forma rutinaria, condensa bastante bien ese peculiar

vínculo entre el deber-en-el-instante y la proyección hacia una idea de redención, al tiempo que da

curso a afirmaciones del sentido “el adicto en recuperación es alguien que debe andar a todo

momento en alerta” y “debemos cuidarnos siempre”. A su manera, cada paciente va adaptándose a

esta específica forma de conducción comportamental que en considerable medida, y en términos de

lo planteado por Michel Foucault (1986), goza de las condiciones de una administración que: por un

lado, actúa como una económica que rige los actos colectivos en su duración, intensidad y alcance,

a la vez que plantea un régimen de encuentro entre lo individual y colectivo a partir de la

estandarización de ocasiones sociales, expresadas en formas de intercambio (lingüístico, material,

etc.), y representativas de la red de integración; y, por el otro, funge como una dietética que inserta

la idea sobre la salud del cuerpo como corolario de las rutinas sobre-sí y para-sí dentro de la

Fundación, convirtiendo así el discurso ético en una “extensión” de la mismidad y, en esa medida,

en componente de la imagen-de-sí. Liberación del ser a través de la adopción de un régimen de

cuidado de sí que replantea los vínculos sociales, este peculiar orden, exaltado de continuo, se revela

en últimas como un cuidado de tipo estético que dentro de la cotidianidad de la Fundación plantea:

1) formas de amonestación que encauzan homogenizaciones estéticas (preservación de una cierta

imagen institucional y adecuación de pacientes y personal a ella); 2) la conexión entre dichas

estéticas, el uso que se da de cada franja espacio-temporal de la casa y ciertas formas de valoración

(por ejemplo, los espacios públicos deben ser reflejo de orden y pulcritud, y no ser usados para

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Ética y tragedia 249

dormir en ellos o efectuar actividades que competen a lo juzgado en la Fundación como íntimo); y

3) el “ensamble” de un deber-ser a través de la interacción terapeuta-paciente el atravesamiento por

líneas discursivas atinentes a los anteriores puntos y, a la postre, el forjamiento de adhesiones

simbólicas. La ética, amén de aterrizar en la mundanidad, se expresa en la casa, tanto en la obediencia

como en la desobediencia, a través de la forma, y es a partir de la estandarización de esta última

(uniformización de la apariencia) que se crean condiciones para la continuación institucional de la

tendencia homogeneizadora. La forma se cuela en los recintos, se apropia de las expresiones verbales

y escritas y adecúa los cuerpos; en esta tensión por la búsqueda de consonancia simbólica entre

interioridad y exterioridad, vista a ojos de los más asiduos defensores del tratamiento como óptima

estrategia de superación en la cotidianidad del impulso por consumir, ética y estética tienden a ser

fundidas en unidad homogeneizadora, pero fracasan una y otra vez en su fusión merced a las

sucesivas discontinuidades que dinamizan la terapéutica de adicciones.

Si bien durante el internamiento resulta evidente la dificultad con la cual los pacientes avanzan en

esa adecuación ética y estética de cara a la constitución de un estilo de vida de sobriedad, es de

aclarar que este proceso atraviesa una de sus fases más críticas con el retorno de aquellos a sus

núcleos de sociabilidad originarios. Por una parte, cuando los familiares del paciente también han

recibido el apoyo terapéutico de la Fundación (en esto destacada la atención ambulatoria, el

denominado Al-Anon y los tratamientos frente a la codependencia), y particularmente cuando de

entrada tienen la posibilidad de fijar una serie de parámetros de convivencia (algo que no solo

implica el acto de instituir reglas, sino que a su vez supone el que estas sean aceptadas), aquel puede

sentir al comienzo que las nuevas exigencias son excesivas, aun cuando más adelante termine por

valorarlas positivamente al considerar que por su ministerio se reafirma cada día en su recuperación.

Verbigracia:

Eso sí, el primer día lo primero que hicieron fue plantearme de una vez por todas las normas

de la casa. De hecho hubo unas en las que yo no estuve de acuerdo, pero entiendo que las

debo aceptar porque son para mi bien. Y no es como antes que por ejemplo mi mamá me

decía: " la llegada a la casa es a las ocho de la noche" y yo decía: "¡puta!, ¿por qué a las ocho

y no a las doce? No es justo conmigo, esta vaina no está bien". Llegué y no me dijeron que

es a las ocho: "de ahora en adelante llega a la casa a las siete". Yo digo: "tengo veinte años,

he comido la mierda que muy pocas personas han comido a mis veinte años, y me toca llegar

a la casa a las siete de la noche; ¡qué gonorrea!" Dije: "no es justo". (…) Me sobresalté, un

poquito de mí (...) y me dije a mí mismo: "¿esto me conviene o no me conviene?". Marica,

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250 Dolor, derrota y liberación

me conviene. Porque es cierto que he sido muy irresponsable por la libertad que me han

dado, entonces lo mejor es tener un poco de control. Y la acepté, y de hecho me ha parecido

muy comprensible. Porque seguramente si me hubieran dicho desde el primer día: "puede

llegar a la hora que se le dé la puta gana a la casa" pues... no llegaba (Paciente D, 2015).

Por el otro, no es menos cierto que los egresados del internamiento pueden llegar a experimentar de

parte sus familiares una abierta falta de comprensión y de tacto frente a su problema de adicción.

Así, por ejemplo, un paciente señalaba que:

Pues mi mamá no sabía que mi consumo era tan grave, que era en serio que yo necesitaba

ayuda. Los dos primeros meses no hicimos nada, y mi mamá: "ay, que vaya a la universidad,

que aquí, que allá", hasta que empecé a hacer cagadas y ya nos dimos cuenta de que

necesitaba estar acá (Paciente C, 2015).

La recuperación, al suponer para el paciente la necesidad de ser bastante escrupuloso en el

seguimiento de su rutina de sobriedad, puede dar paso a desencuentros entre lo que para él empieza

a ser parte de su día a día y lo que en su hogar, en síntesis, resulta normal e incuestionado. En esa

medida, aunque esta especie de corto circuito en los tratos entre el adicto en recuperación y sus

allegados bien puede ser preexistente al ingreso a tratamiento, no habría que perder de vista que a su

turno puede ser algo potenciado por la adopción de la creencia en la recuperación. Así, cambios en

el esquema de valores, adquisición de nuevos modales y asociación de rutinas familiares con la

experiencia adictiva suelen estar a la orden del día entre las circunstancias que producen desfases

(conscientes o no) en las interacciones otrora sostenidas sin mayor problema. Fue esto justamente lo

que condujo a Francisco a retornar a las reuniones de A-A – N-A realizadas en la Fundación en las

mañanas. Como intuyendo que allí encontraría aquello que llenaría ese vacío que lo embargaba desde

su egreso, se predispuso para afrontar lo que fuera menester. Tal vez recibiera reconvenciones de

compañeros y terapeutas por alejarse de la comunidad, tal vez se le viera como alguien de presencia

no grata o, peor aún, puede que no encontrara a nadie conocido: todo ello pasaba por la mente de

Francisco mientras se desplazaba hacia la que hasta hace unos meses fuera su casa. Iba tarde a la

reunión, por lo que bien podría suceder que no encontrara sillas disponibles, además que se vería

precisado a ser observado por todos en su llegada y, de algún modo, experimentar prima facie esa

suerte de juzgamiento con la mirada ante el cual todas las palabras sobran. Después de más de una

hora de viaje, al estar a una cuadra de distancia sintió temor; se detuvo, miró hacia atrás y no supo

qué hacer. ¿Por qué dudaba? ¿Qué lo asustaba? Ya ni siquiera no lo intuía. Una extraña presión

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Ética y tragedia 251

invadía su pecho, sostenerse en pie se le hacía difícil; el aire, frío y húmedo a esa hora, se le hacía

irrespirable. Quiso rendirse, volver a su casa y encerrarse en su habitación para no salir nunca más,

entregarse a la soledad como único remedio para su insalubre pesadumbre. Como pudo intentó

regresar sobre sus pasos, pero al avanzar un par de metros, y como traída por el gélido viento, una

voz conocida lo retuvo: “Te extrañaba, Pacho. ¿Dónde habías estado?” Era Emilce…

5.1 Organización de la casa: ética de la integración

Decir lo que se piensa, generar adecuaciones personales respecto de la normativa de la casa y,

gozando de la legitimidad derivada del hecho de ser alguien respetuoso-de-las-reglas, formular

quejas a los demás e incoarlos a proceder de forma “correcta”. Día tras día, los pacientes de la

Fundación han de vérselas con este peculiar protocolo de interacción, y es por su ministerio que cada

uno debe tanto identificar los contornos de su posición en la casa como ir perfilando las pautas de

acción que han de regir su estilo de vida de sobriedad. Los conformismos y los silencios quedan

descartados in limine, e incluso ante ello las indicaciones sobre la necesidad de que cada quien se

concentre en su propio proceso parecen quedar en segundo plano. Como si se tratara de conservar el

equilibrio homeostático de la cotidianidad de la recuperación, es imbuido a todos el deber de velar

por la continuidad de un orden que no admite disidencias. Así, en primer término se estila efectuar

menciones generales sobre asuntos objeto de desaprobación, en donde no solo se hace referencia a

las reglas quebrantadas, sino que a su vez se alude al hecho de asumir cada tarea como un gesto hacia

el respeto de la colectividad. En este punto se juega bastante con la posibilidad de despertar formas

de empatía a través del discurso, muy al estilo de una sensibilización que propende por poner de

presente el esfuerzo y la dedicación de los demás como un límite “natural” al egoísmo individualista.

Se implora apoyo, se exige respeto, se demanda entrega por una causa a un tiempo individual (la

recuperación) y colectiva (las condiciones para dicha recuperación). Esta ventilación de

inconformidades, en apariencia meramente instrumental y referida más que nada a cuestiones de la

convivencia cotidiana, se convierte por antonomasia en el primer punto de atenuación del conflictivo

encuentro del paciente-adicto con la otredad, con aquella realidad con la que, de acuerdo a la

terapéutica de recuperación, ha quebrado relaciones.

Los denominados círculos de convivencia, en especial el concebido para expresar conformidades e

inconformidades, son los espacios definidos ex profeso con tal propósito de verbalización. No se

trata en modo alguno de “arenas de confrontación” (si bien ocasionalmente se surten disputas

verbales entre sus participantes), como sí de espacios escucha, aprendizaje y aceptación. Allí lo que

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252 Dolor, derrota y liberación

en ocasiones no resulta tan evidente en la casa, o incluso lo insospechado, pasa a convertirse en

materia de discusión y, más todavía, de colectivización. En su ámbito las confrontaciones personales

generalmente se convierten al instante en problemática colectiva; una discusión entre dos personas

no suele ser un asunto exclusivo de ambas (si es que al menos parcialmente lo es), al tiempo que la

explicación ofrecida respecto de ella entra a depender en buen grado del devenir del grupo. En esa

medida, puede suceder que las tensiones surgidas en el día a día sean tomadas por el reflejo de una

inestabilidad de la casa, y que en consecuencia las indicaciones compartidas tengan prioritariamente

el signo de una reconvención colectiva antes que el de un llamado de atención individual. Desde

luego, es preciso reconocer que en el específico desenvolvimiento que adquiere esta semántica

colectivista de convivencia desempeñan un papel importante los terapeutas, siendo en ocasiones los

que hacen insinuaciones directas sobre cómo sopesar lo ocurrido en cada caso. Sin embargo, esto no

plantea en sentido estricto una orientación vertical de la toma de decisiones y la conformación de

juicios de valor sobre el devenir de la casa y sus integrantes, y en cambio parece revelar los contornos

de un juego semántico en el que la individualización de la responsabilidad, a decir verdad, no se

exhibe más a que a través de una variada gama de colectivizaciones valorativas.

Muestra de tal movilidad discursiva resulta palpable en el hecho de que incluso los conflictos

valorados de una determinada forma pueden, a lo largo de las distintas interacciones, variar

drásticamente su sentido, y con ello la manera en que son percibidos los “involucrados” en ellos.

Verbigracia, en cierta ocasión las intervenciones surtidas en el círculo de conformidades e

inconformidades tuvieron como punto de partida la discrepancia de varios internos con respecto a

una paciente, con el agravante de que ella no se hizo presente en la reunión para “rendir cuentas” por

lo acontecido. Llegando el suceso a oídos de los terapeutas, todos aguardaban a que en el “inside”

estos últimos se encargaran de reconvenir a la endilgada por lo sucedido, pero la situación tomó otro

curso. No hubo llamados de atención particularizados, y en cambio se hizo hablar a cada interno e

interna acerca de aquello en lo que personalmente estaba fallando. Nadie fue protagonista en la

sesión, y muchos terminaron cabizbajos. De una situación percibida al principio como algo derivado

de la conducta “problemática” de alguien particular, se pasó, al cabo de este encuentro con los

terapeutas y sucesivos intercambios lingüísticos, a la identificación de un “síntoma” de una tensión

colectiva. ¿Es el contenido del conflicto en cuestión el que perfila el tipo de medida adoptada por el

grupo? No precisamente. Lo que habría que resaltar en mayor medida es la forma en que tiene lugar

tal encuentro con el otro, concretamente cómo en el curso verbal de la exigencia de obligaciones

interviene, no solo como instrumento de preservación de la tendencia homogeneizadora erigida

dentro de la Fundación como criterio de orden, sino particularmente como reencauzamiento de

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Ética y tragedia 253

determinadas pautas de acción desde lo colectivo hacia lo individual, y desde este último plano hacia

la creencia en la recuperación. Esto, que parece ser obvio, presenta en realidad una serie de aspectos

que bien vale la pena tener en cuenta. Por una parte, es por ministerio de la impartición de

instrucciones sobre el deber ser de la casa, del encuentro con la otredad y de la adaptación del

comportamiento personal en función de uno y otro que la adicción, asumida en principio por el

paciente como una problemática “fuera de control”, comienza a tener aristas semánticas que la hacen

susceptible de ser dimensionada por el entendimiento de cada quien. Como lo vimos en su momento,

las apreciaciones que recaen sobre la paciente lejos están de concernir a su “libre albedrío” (Gomart,

2002), y en cambio se centran en su estar-siendo como adicto, concretamente en su enfermedad en

cuanto aquella “entidad” que gobierna a voluntad en su interior (Weinberg, 2008). De allí que cada

consejo, cada reconvención, cada recordatorio, cada llamado de atención, antes que fungir como una

especie de mera indicación de lo que se debe o no se debe hacer, aparece como una contextualización

semántica de la adicción, como un contrapunteo que desde diferentes flancos de una cotidianidad

sometida a problematización la saca de la densa bruma de su omnipotencia para así, y siempre de

forma inacabada, convertirla en una forma temporal y cosificada. Convertida en objeto, en

materialidad que habita tiempos y espacios mundanos, la adicción se transforma en cotidianidad

(Carmona P., 1995), siendo en ese terreno donde puede pasar a adherirse al régimen de verdad

terapéutico sobre cómo vivir.

Ahora bien, no hay que olvidar que este “aterrizaje” semántico de la adición en terrenos de la

cotidianidad —esto es: la posibilidad de controlarla— no siempre alcanza efectividad, y de hecho

en reiteradas ocasiones esta tecnología se ve limitada por cuenta de las resistencias que aparecen a

lo largo del proceso. De esta manera, un conflicto entre dos o más pacientes, aun cuando recriminado

de forma pública por salirse del “conducto regular”, y en principio instrumentalizado en aras de

reforzar las enseñanzas terapéuticas, puede desbordar transitoriamente los parámetros de

previsibilidad y contribuir a poner en entredicho la idoneidad del tratamiento de cara a la lucha contra

la adicción. Asimismo, aquellas situaciones que tienen un alcance mucho más generalizado bien

pueden no derivar en su amortiguamiento a través de la aplicación de medidas de contención de

índole colectiva (como los trabajos comunitarios), pudiendo eventualmente dinamizar la aparición y

crecimiento de manifestaciones de descontento. Sea como fuere, y si bien es cierto que la aparición

de conflictos de convivencia es algo inherente a cualquier escenario social, en la Fundación ninguno

de ellos queda fuera de la esfera práctica de explicitación. En el diálogo, en los encuentros terapeuta-

paciente, en las terapias grupales y en cada “compartir”—todos ellos ejemplos claros de

verbalización sobre la conflictividad de la casa— se fincan las esperanzas del cambio en-el-instante;

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254 Dolor, derrota y liberación

son los espacios previstos para que los principios de receptividad, buena voluntad, honestidad y

humildad perfilen el marco dentro del cual cada quien debe actuar, tanto ante los demás como ante

sí mismo, y de esa manera configurar para sí el sentido de su enfermedad y de su recuperación.

De otro lado, la apelación a denuncias y los llamados de atención entre pacientes presentan para el

análisis elementos dignos de destacar. En el primer caso ya no se trata simplemente del hecho de

poner de presente la vulneración de la reglamentación de la casa, sino que, más aún, es el escenario

en que formas de ostensible convicción en el tratamiento detonan la salida de la conflictividad de

manos de los pacientes, para así entrar dentro del margen de decisión del equipo terapéutico. Es

habitual encontrar que los coordinadores son quienes más apelan a esta práctica, aunque en el fondo

es fomentada para que cualquiera, o bien ante una reiteración de faltas o bien ante una que dentro de

la Fundación sea valorada como “grave”, apele a ella si resulta necesario. Empero, el hecho de que

en ocasiones los pacientes que emiten denuncias no sean precisamente los más destacados por el

equipo terapéutico en términos de su buen comportamiento (inclusive, bien puede ser que ocurra

todo lo contrario) conduce a considerar que esta situación, a decir verdad, dista de poder ser

explicada a través de lo que algunos podrían concebir como una adhesión “neurótica” a la normativa

de la casa. Operando en una escala similar, aunque sin desbordar el área de influencia de los

pacientes, los llamados de atención no solo parecen encaminados a reconvenir a los que han

quebrantado la normativa por parte de sus iguales, sino que a su vez tienen el potencial para detonar

tensiones entre la comunidad de internos. Indudable resulta que uno y otro mecanismo intervienen

como formas de control social, así como que su aparición resulta en ocasiones casi que automática,

pero no es del todo clara su relación con la creencia en la recuperación y, más todavía, con una

interiorización de la normativa y su transformación en ética. Es aquí donde con frecuencia aparecen

discontinuidades (por no decir choques) entre el discurso terapéutico y el devenir de las

interacciones, redundando en cierto modo la cuestión en un asunto de confrontación entre el saber y

el poder (Foucault, 2008). Claro está, las líneas de fuerza en este punto no solo están orientadas por

la relación terapeuta-paciente, sino que en buen número de casos son fiel reflejo de las tensiones

surtidas dentro de estos últimos, conduciendo así a preguntarnos hasta qué punto situaciones de este

tipo (y otras más, verbigracia: los ajustes secundarios) intervienen meramente como formas

soterradas de desviación frente a la ética de recuperación. No así, ¿resulta válido plantear el problema

en tales términos? Después de todo, habría que ver que, en primer lugar, si bien esta y otras

situaciones ejemplifican los desencuentros entre saber (verdad) y poder, ello no desdice en modo

alguno de los momentos en que la relación entre ambos componentes del dispositivo terapéutico

acontece de manera coordinada (o cuando menos no contradictoria), al tiempo que no brinda

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Ética y tragedia 255

elementos suficientes para entrar a evaluar en casos concretos “cuánta” convicción guarda el paciente

frente a la recuperación. Y en segundo lugar, conviene advertir que la ética de recuperación no resulta

reductible a la producción discursiva, sino que más bien parece desplegarse a lo largo de toda una

serie de dimensiones, figurando entre ellas la percepción crítica del actor social sobre sí mismo, la

definición de escalas de perfectibilidad, la expresión de uno y otro aspecto en su accionar, los ajustes

de su ser a condiciones de carácter general, etc.

Hay, con todo, un primer aspecto que sí emerge con cierta nitidez de lo visto hasta ahora, y es que

la ética, aun cuando en apariencia siendo el signo por excelencia de una “convergencia” entre

tecnologías del poder y tecnologías del yo —gubernamentalidad—, depende en todo momento de

su exteriorización, sedimentación y transformación a través de las prácticas sociales. Más aún, habría

que ver que es a partir de la potenciación de determinadas franjas de la red de integración, cuyo

alcance es tanto semántico como valorativo, que cada interviniente en este espacio de interacción va

convirtiendo parámetros sobre una forma de vivir en su propio código de vida. Puesto en otras

palabras, la ética va de la mano con la gestación de determinadas formas de sociabilidad, aunque

esto no debe ser apreciado bajo la forma de una relación de complementariedad. No se trata

simplemente de afirmar que el individuo interioriza una serie de pautas de conducta aprehendidas a

lo largo de la recuperación, y que ello irrefragablemente lo conduce a insertarse en la red de

integración como una pieza de rompecabezas. Antes bien, el asunto tiene mucha más relación con

una especie de discrepancia constante entre el estar-siendo de ese individuo y las formas semánticas

y valorativas en que tiene lugar a cada momento su participación en la comunidad. De hecho, sería

preciso entrar a problematizar nociones sobre la sociabilidad que planteen la relación entre el “actor

social” y “lo social” en la forma de una escueta “emergencia del primero dentro del segundo”, ello

toda vez que preconiza únicamente los “acuerdos” entre uno y otro al tiempo que desdibuja y

caricaturiza los conflictos (lo cual, en cierto modo, expele cierto tufo a explicación totalitaria). La

relación es, pues, de discrepancia, y tal vez la caracterización más precisa con que contamos al

alcance para hacerla entendible a nuestros propósitos es la de individuos enfrentados entre sí por el

encuentro con una inabarcabilidad. Así, pues, más que un individuo “naciendo dentro” de la

sociedad, convendría hablar de una aprehensión vitalicia de herramientas simbólicas que dan forma

a eso social, lo hacen cercano y lo convierten en cotidianidad. En la medida en que tales procesos de

aprehensión sean ostensiblemente compartidos entre varias personas hay lugar a hablar de

comunidades (verbigracia: la familia, clanes, grupos de reducida dinámica social), cabiendo esperar

que en ellas la forma en que “lo social” está integrado en la cotidianidad sea más o menos homogénea

entre sus distintos integrantes. Pero en el fondo, y pesar de lo “compacta” que pueda ser la

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256 Dolor, derrota y liberación

comunidad, ligeros reductos, inabarcables por la homogeneización, y que surgen de cada encuentro

particular entre un individuo concreto y “lo social”, demarcan un horizonte proclive a la

heterogeneidad. “Lo social” es, pues, el significante a través del cual cada actor social, dentro de su-

aquí-y-su-ahora, logra hacer entendible a su medida el amplio mundo cultural y de interacciones que

bajo otras circunstancias lo desgarraría sin remedio. Como pudiera indicarlo Henri Bergson al aludir

a la evolución de la vida (1985), “el espíritu humano nada tiene que decir del camino que iba a ser

recorrido, pues el camino ha sido creado al par del acto que lo recorre y no es más que la dirección

de ese mismo acto” (pág. 56).

Pero los procesos de aprendizaje por los que pasamos desde la infancia no solo nos ayudan a

formarnos una idea de esa “exterioridad”, sino que a su vez nos auxilian en la tarea de no desfallecer

de angustia en cada encuentro con ella. Con todo, esa significación y valoración, ese escudo con que

nos protegemos de continuo, y con el que a su vez erigimos aquella falta estructurante de nuestra

identidad, sufre los embates sucesivos de la amenaza de revelación de esa verdad incómoda. Lo que

es más, es justamente a través del encuentro con los demás actores sociales, particularmente con sus

propias “cosmovisiones”, que descubrimos las flaquezas de nuestra cotidianidad. La inabarcabilidad

queda puesta de manifiesto con cada interacción, y con ello surge una paradoja: siendo los demás

los que nutren nuestra cotidianidad, ellos constituyen asimismo el principio de quiebre de nuestra

seguridad ontológica. Cada quien lidia a su manera con lo inabarcable y con los desencuentros que

con ello tiene, e incluso convierte en cotidianos aquellos de estos últimos que no alcanzan

considerable intensidad. Esto, claro está, no resulta tan evidente bajo condiciones estandarizadas de

interacción, pero en relación con los cambios abruptos se convierte en una constante. Así, por

ejemplo, el ingreso por primera de pacientes a internamiento tiende a detonar toda una serie de

desencuentros entre la visión de la sociedad que ostenta cada quien y la que sigue curso de

institucionalización dentro de los márgenes de influencia de la Fundación. El introducir cambios en

dicha “visión”, el “adecuarla” a las nuevas condiciones que plantea la participación en nuevas franjas

de interacción social, es el avance de la ética. Se trata, en resumen, de ver la ética en su forma

dinámica, como un fruto del juego de constantes tensiones entre “lo social” y “lo individual”. Así

las cosas, los conflictos no constituirían meros accidentes que frustran la tendencia

homogeneizadora, y en cambio serían parte integral del juego móvil de conformación sucesiva de

códigos de vida. En concreto, ellos son la manifestación par excellence de la tensión surtida entre

actores sociales que, explayando a través de su accionar sus cosmovisiones, reafirman su postura o

introducen cambios en ella, básicamente en la forma de una lucha entre visiones que gravitan en

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Ética y tragedia 257

torno a la inabarcabilidad de lo social, y que la reivindican como propia desde sus respectivas

interpretaciones y valoraciones.

En todo caso, hay que aclarar que este juego de adecuación no solo tiene lugar a través de las

tensiones manifiestas. En la Fundación los consejos, los apoyos y las muestras de fraternidad, tanto

las que se surten entre pacientes como las acontecidas entre estos y el personal y el equipo

terapéutico, intervienen en la conformación y dispersión de enclaves de saber asociados a la

discursividad de la Fundación. Por ejemplo, una terapeuta, refiriéndose a la manera como entablaba

conversación con las personas que le pedían consejo, comentaba lo siguiente:

Eso lo haces como amiga, los escucho, y me pongo en el nivel de adicta, hablamos [como]

adictos. Ellos me cuentan sus cosas para que yo... Entre nosotros decimos es: “para que yo

les patee el trasero”. ¿Patearles el trasero qué es? Decirles la verdad, lo que yo siento, lo que

yo percibo. Y ellos a mí me escuchan porque saben que yo, cuando se los digo a ellos, lo

hago con mucho amor, así sea fuerte (Terapeuta A, 2015).

Este fragmento nos permite acercarnos a las confrontaciones entre visiones sobre lo inabarcable, y

entender que en el fondo es un encuentro entre formas de verdad. De hecho, y siguiendo de cerca lo

señalado por Michel Foucault (2011), esto conduce a ver que la verdad aparece como una expresión

legitimadora derivada del campo de producción discursiva, siendo a través de las relaciones de poder

como tal verdad puede adquirir mayor alcance o en cambio verse restringida. Esto no solo establece

una serie de condiciones acerca de la manera como la ética, compartida en la forma de creencia en

la recuperación, ha de transformarse en discurso, sino que a su vez plantea como exigencia la

adecuación de los individuos que han de ser destinatarios de dicha verdad terapéutica, de manera tal

que en su sucesiva “inmersión” en ella la conviertan en signo de seguridad en el devenir antes que

en comienzo de incertidumbre. A su turno, las muestras de afecto producen otro tanto, aunque sin

seguir la senda de la confrontación. En lugar de ello, entran en escena como herramientas que o bien

refuerzan lo aprendido o bien intervienen en fases de dubitación (como cuando alguien afligido

recibe apoyo emocional), propiciando así condiciones óptimas para que medie un entendimiento

sobre cómo cohabitar y alcanzar finalidades comunes. Desde luego, no es del caso afirmar que el

cariño manifestado de unos a otros en la Fundación no es sincero, sino más bien que acciones de ese

tipo, como todas las demás allí acontecidas, intervienen como aspectos estructurantes de una

cotidianidad de cariz terapéutico. Operando sobre los terrenos de la red de integración, que

presupone la cultura como instancia de entendimiento, el trabajo terapéutico exalta determinadas

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258 Dolor, derrota y liberación

significaciones y valoraciones, en tanto que a otras las ensombrece, y así procura gestar una

transformación del estilo de vida adictivo en uno de recuperación, construyendo de tal forma una

ética para vivir en el presente el cuidado de un futuro que no debe ser proyectado.

Se puede decir, en suma, que es en tales términos como comienza el tratamiento. En la progresiva

conversión del adicto en paciente, en la aceptación de una determinada interpretación sobre su

historia de vida como verdad, y en el convencimiento de que más que negarla su cometido es

transformarla en inspiración para su porvenir: allí reside el primer paso de la recuperación. Aquí

tiene comienzo la edificación del nuevo estilo de vida; es a partir del contacto con el nuevo espacio

de sociabilidad, con una nueva forma de afrontar la angustia del encuentro con lo inabarcable, que

la ética redentora empezará a erigirse en autoconsciencia de cambio y trascendencia. Dos pacientes,

esperanzados con la posibilidad de cambiar, habían atravesado por esta etapa iniciática. Sesenta y

cuarenta y cinco días estuvieron cada uno dentro de las fronteras de la Fundación, en el primer caso

entrando en contacto con un universo de significación inusual en su existencia, en el segundo

retornando a aquello que años atrás fue para sus adentros lo único que le permitió vivir con dignidad.

Dudaron, lloraron y denunciaron; a su vez creyeron, pusieron en suspenso mucho de sí mismos y se

entregaron a una nueva visión de la vida. Su tránsito por la recuperación nunca fue sinónimo de un

convencimiento progresivo, como sí de una lucha constante contra sí mismos para, en cierto modo,

dejar un poco de ser sí mismos. El egreso del internamiento fue un momento de alivio, aunque

también el paso a nuevas incertidumbres. Fue así que buscando no perder de vista el mensaje de

esperanza regresaron a esa casa, a su Fundación, y en ella, esperando escuchar sabias palabras de

aliento y orientación, permanecieron por unas cuantas horas. Sin embargo, en lugar de ello

encontraron algo inusual a sus propósitos: un saber que, hecho experiencia, se había convertido en

escepticismo, si no es que en negación. Contra ello los dos héroes, Emilce y Francisco, opusieron

cuanto a su alcance tuvieron. Sin las certezas que tanto anhelaban, pero como si de su victoria

dependiera su propio bienestar, lucharon y vencieron. Pero no hubo celebración, tampoco

recompensa. Con su victoria pírrica la dudas más bien crecieron, y con ellas el temor de la recaída.

Como si lo hecho hasta ahora no hubiera servido, como si el “solo por hoy” no pudiera ocultar la

frustración de ser prisioneros de sí mismos, cada uno quedó a merced de su tristeza y resentimiento.

Se odiaron a sí mismos, se odiaron recíprocamente, y al final odiaron a Susana, aquella paciente que,

tal vez sin pensarlo, les recordó que en el fondo seguían siendo adictos.

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Ética y tragedia 259

5.2 Ética y creencia

—¿Qué haces despierta a esta hora, hija?

—No tengo sueño, mamá.

—¿Sigues pensando en tu salida de la Fundación? Ya tendrás otra oportunidad, no debes

desanimarte.

—¡¿Otra oportunidad?! ¡Pero si esta es la cuarta vez que ingreso a tratamiento, y otra vez

fracasé! Ya no sé qué pensar.

—¿Quieres que hablemos sobre eso?

—No lo sé, a veces pienso que no me entiendes.

—Recuerda lo que nos dijeron los terapeutas. No se trata un problema solamente tuyo.

—¡Es que no sé qué me pasa! Me esfuerzo, sigo por un tiempo las recomendaciones y

después… —No pudo decir más. Un nudo se le formó en la garganta, al tiempo que algunas lágrimas

rodaban por sus mejillas. La madre no dijo nada, simplemente miraba a su hija con desconsuelo, sin

poder hacer nada, al menos no más que sentir como propio el dolor de ese ser que a pesar de la

cercanía se le antojaba sumamente lejano. La joven siguió:

—¡¿Por qué fracaso en todo?! El día antes de venir para acá me encontré con dos

muchachitos que se estaban recuperando, que creían en lo que hacían, y yo en cambio, ya toda una

vieja, no he podido con esto.

—Tu situación no es la misma de ellos…

—¡No! Tú siempre me apoyaste, y papá no me dejó sola… ¿Por qué entonces me pasa esto?

¡Yo no debería ser así! Soy un fracaso…

—No digas eso. Tu papá estaría muy orgulloso de ti. Las dos podremos con esto, pero antes

debes creer…

—Pero mamá, ¡¿en qué debo creer?! Yo no soy como ustedes, soy escéptica, no tengo nada

más que a mí misma y a ti. Y a papá lo perdí desde que era una niña.

—Tu padre siempre ha estado a tu lado, nunca te dejó sola. Tal vez deberías empezar por

eso: por ver que no estás sola. De otra manera, mi querida Susana, nunca vamos a poder luchar contra

tu adicción. Por favor, déjanos ayudarte.

Hemos precisado que dentro de la discursividad terapéutica la adicción aparece como una condición

irreductible al consumo —trátese de sustancias o de prácticas—, y en cambio es tratada como una

enfermedad que solo puede ser explicada a la luz de la historia de vida del paciente (Steadman Rice,

1992). En ese sentido, es frecuente que el proceso de diagnóstico siga el camino de una búsqueda de

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problemas psíquicos, anímicos o experienciales, y que a partir de los mismos se propenda por

estructurar la ficción científica sobre la situación analizada. Con todo, es preciso tener presente que

esta metodología de trabajo seguida por los terapeutas no tiende a establecer una relación de

necesidad entre el fenómeno adictivo y lo que cabría denominar como rasgos psicopatológicos,

circunstancia que queda patente en al menos dos situaciones: 1) no todos los problemas de adicción

están precedidos por problemas de este tipo, viéndose incluso que en casos como el de Susana tal

causalidad resulta inexistente; y 2) aunque habiendo “un pasado” sobre el cual tienda a soportarse la

desestabilización individual que condujo a la adicción, los terapeutas suelen manejar tal historia con

cautela, muy al punto que se esfuerzan para que el paciente no se incline a “justificarse a través de

ella”. La labor de psicólogos, psiquiatras y trabajadores sociales aparece, pues, como punto de

partida para la sedimentación de la explicación sobre la adicción con sus respectivos conocimientos

disciplinares, pero rara vez al punto de reducir la primera a los segundos. Antes bien, de lo que cabría

hablar es de una relación de orden contingente, siendo así que entre los aspectos esbozados por el

profesional como puntales preliminares de la valoración y el diagnóstico sobre la adicción la

diferencia resulta cuando menos notable. En el fondo la situación tiene las características de una

tensión entre el avance de conocimientos disciplinares sobre un fenómeno determinado y el

surgimiento, dentro de la práctica terapéutica, de técnicas y saberes que, articulados dentro de un

campo discursivo particular, demandan a cada momento autonomía y la hacen vigente en los

sucesivos acercamientos que hacen a la historia de vida de cada paciente. Así las cosas, vemos que

la creencia propiciada en la Fundación, y que recoge a un mismo tiempo la exaltación de la

ingobernabilidad y del poder superior redentor, es la cara visible de la conformación de un corpus

con vocación de independencia, cuya tensión con formas disciplinares de conocimiento queda

retratada, verbigracia, en las disputas que en ocasiones surgen entre terapeutas adictos y no-adictos.

La creencia de los pacientes en su recuperación personal no es entonces un aspecto accesorio de la

terapéutica de adicciones, y en cambio se revela como una pieza del engranaje explicativo de esta

enfermedad dentro de la Fundación.

En todo caso, es menester observar que la apariencia de separación entre la creencia personal del

paciente y el funcionamiento en general del tratamiento, aunque en principio de jaez artificioso, en

modo alguno es gratuita. De hecho, por su ministerio queda puesto de manifiesto algo que ya

veníamos tratando en la sección anterior, y es la manera como la visión individual sobre la

inabarcabilidad, sometida a problematización en el tratamiento, va dando paso a una apropiación de

los elementos de la creencia en la recuperación, a la vez que prefigura la necesaria y progresiva

adquisición de autonomía del paciente respecto de los ámbitos terapéuticos, de manera tal que no se

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Ética y tragedia 261

convierta en dependiente de ellos —como si sustituyera el fármaco de su adicción por otro—. De lo

colectivo se salta a lo individual, en tanto que la creencia, convirtiéndose a perpetuidad en un código

de entendimiento para aquellos que se asumen como hermanos en la adicción, ha de marcar el camino

para una individualización de la responsabilidad sobre lo que ha de ser el devenir. En suma, la

creencia aparece como la discursividad que: 1) plantea condiciones particulares de entendimiento

sobre lo que es la adicción, la forma de afrontarla y el tipo de cuidados que han de ser tenidos en

cuenta día tras día; y 2) brinda a cada actor social un papel especial en relación con las potencias de

la ingobernabilidad y el poder superior, deslindando su responsabilidad de las condiciones

contextuales, de su pasado y de las personas que hacen parte de su cotidianidad, y configurando las

bases del estilo de vida de sobriedad. El arte de vivir, la ética de la recuperación, ya no es

simplemente la participación en la sección de la red de integración “agitada” por los enclaves de

saber-poder asociados al discurso terapéutico sobre la adicción, sino que ahora estructura una

relación mucho más directa entre dicho discurso y el propio-ser del paciente. Es allí donde aquel

adquiere efectivamente la condición de creencia, convirtiéndose así para la ética de la recuperación

en un nuevo escalón de ascenso hacia su anclaje en la inmanencia.

Pero el paso de una acomodación a los ritmos de integración hacia la participación en una creencia

demanda, como ya lo vimos, de una “visibilización” del self del paciente para sí mismo, de la

adquisición de una forma de autoconciencia, lo cual no supone una revelación omnicomprensiva de

su ser, sino más bien la estructuración de una imagen de sí a la luz de los planteamientos sobre

adicción y recuperación. De entrada una problematización de los sentimientos va abonando el terreno

del cambio, propiciándose así el que toda rememoración de acontecimientos tormentosos para el

paciente, más que brindar pistas sobre la adicción, sirva tanto para cuestionar formas de afecto

asumidas como conflictivas (por ejemplo, expresiones del amor asociadas con la opresión, la

sumisión, la desconfianza, etc.) como para resemantizar ese dolor que ha de ser soporte de la

motivación para cambiar. Ese dolor, reconstituido progresivamente y convertido en sustrato

explicativo de la adicción, es reivindicado como “realidad” —en cuanto instancia externa a la

volición— que el paciente debe asumir para poder encauzar su proceso, sin que ello suponga vivir

siendo presa de la culpa; vivirlo en el presente, en el “solo por hoy”, saber que allí estará día tras día,

como recordatorio de la incurabilidad de la adicción. Es en tales términos como empieza a ser

constituida “una verdad” (una verdad descubierta, se dirá en las sesiones terapéuticas), aquella que,

en palabras de terapeutas y de algunos pacientes, estaba oculta tras las bambalinas de la entrega

irresoluta a una forma ilusoria de escape: la adicción. Mucho de lo vivido es erigido en mentira, en

engaño mantenido a punta de estulticia; pero no simplemente se le desecha, y en cambio sí se le

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“trasvasa” al dolor, pasando así a ser parte del principio de una explicación plausible (ajustada a las

reglas de producción discursiva) sobre la situación de cada paciente. Este proceder estructura una

relación íntima entre corporeidad y discurso; a través del “vaciamiento del alma”, y en la medida en

que su emocionalidad encuentre para sí en “el mensaje” un llamado al cambio, su accionar adquirirá

un nuevo sentido. Sus acciones tendrán un nuevo alcance, de ser alguien prisionero de la adicción y

sin salvación posible, se cuestionará a sí mismo, asumirá su adicción como significación de la

corrupción que habita en su interior, será tal creencia la que potencie su anhelo de cambio. Sobre

este particular, un paciente, después de cursar el internamiento, aludía a la adicción en los siguientes

términos:

La droga no es el problema, la droga es un síntoma y es la solución para el adicto. Es una

enfermedad compulsiva, es decir, que tenemos compulsión hacia las cosas. Entonces si yo

dejo de fumar marihuana pero me tengo que comer un Tic Tac cada segundo es una muestra

clara de mi enfermedad, de mi compulsión. Entonces yo no puedo sustituir la marihuana o

el trago por comida, por sexo, por pornografía, por lo que sea, porque no estoy haciendo

nada. Es como saber que tengo diabetes. Entonces, tengo diabetes, estoy enfermo, no puedo

comer azúcar. Pero entonces, como no puedo comer azúcar voy a comer miel. ¡No tiene

sentido! O sea, no tiene ningún sentido. Es como… lo que le digo, la droga para nosotros los

adictos es una solución porque tenemos un problema. "Vea, peleé con mi novia, mi problema

es la droga entonces no la tomo". ¡No! Mi solución es la droga. "¿Peleé con mi novia?, voy

y me fumo un bareto". Entonces, la droga es solamente un síntoma de la adicción, del

trastorno que tenemos compulsivo en la cabeza. Porque es una compulsión hacia las cosas,

¿sí? Hacia la comida, hacia las personas, el sexo. Porque uno no solamente consume drogas

y alcohol. Uno consume personas, comportamientos (Paciente D, 2015).

Como a esta altura ya se puede imaginar, la conexión entre ética y creencia pasa por la noción que

el paciente construye para sí mismo sobre la adicción, sobre su adicción. De entrada la exigencia de

la abstención se fija como pauta inamovible, e incluso supone una deslegitimación de toda discusión

al respecto. Oscilar entre las potencias supra-humanas de la impotencia y el poder superior, además

de tener como certeza en el día a día la sensación de alerta frente a los “impulsos adictivos”, supone

dar curso en la cotidianidad a una creencia que “redime” y “reconforta” con el cálido aliento de una

“lúcida” y “limpia” sobriedad, es ajustar los ritmos vitales y los sueños a las exigencias que impone

el hecho de cargar perpetuamente con una enfermedad progresiva e incurable. No se trata, en todo

caso, de una certeza que despeja las dudas, como sí de la convicción de tener que proseguir, de vivir

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Ética y tragedia 263

y no desfallecer, y de esas mismas dudas aprender. Para los adictos en recuperación el aprecio por

su presente es la clave para poder aterrizar en su cotidianidad el sentido de su creencia; allí donde la

desesperanza por el encuentro con lo imposible parece doblegarlo, él, apelando a algo igualmente

imposible y trascendente, convierte su existencia, terrenal y mundana, en la rutina del disfrute de lo

mejor que puede dar de sí mismo para sí mismo. Aquí aparece a su vez el hecho del aislamiento

como factor que potencia la conexión entre el individuo y su recuperación. Vimos en su momento

que el ingreso al internamiento no es propiamente una separación entre el paciente y su cotidianidad,

como sí una reestructuración de las relaciones entre uno y otro con vocación de permanencia. Sin

embargo, ello no concierne exclusivamente al encuentro individuo-sociedad, sino que a su vez

supone el vínculo del individuo consigo mismo. Más todavía, de lo que se trata es de ver cómo la

creencia, erigiéndose en estatuto de la vida-en-la-recuperación, y propiciando por tanto una

reconfiguración de las interacciones cotidianas dentro de las cuales el drama del adicto venía

desenvolviéndose, torna a su turno en regulación de la actitud de aquel consigo mismo, en una ética

que depende en todo momento de la escisión y crítica de pensamientos, sentimientos y emociones.

Esta forma de autocontrol, que a un mismo tiempo juega con la negación fenoménica y la

estimulación discursiva, pareciera subsistir y tiene asidero en buen número de pacientes dado que

parte del reconocimiento de una “verdad” que para todos ellos es innegable: nada de lo que hagan

cambiará las sensaciones que les despierta el encuentro con la sustancia o la práctica adictiva —entre

ellas el placer—. Así, el régimen de escisión que introyectan como mecanismo de ayuda no solo

supone el tenerse en cuarentena, sino que, más allá de ello, es la enseñanza sobre cómo luchar

consigo mismo en los distintos terrenos del día a día. Cada emoción, cada experiencia, cada suceso

altera el “equilibrio” de pulsiones, y es ante ello que el abrigo continuo bajo la creencia, que nunca

es definitiva sino más bien enriquecida sucesivamente, puede propiciar que cada práctica social sea

no solo de abstención, sino particularmente de sobriedad. Vemos, pues, que la abstención dista de

ser tan plana como parecen sugerirlo autores como Emilie Gomart (2002), resultando en cambio el

comienzo de toda una lucha contra la “exterioridad” y la “interioridad” cuyo resultado muchas veces

es incierto.

El encadenamiento de los ritmos vitales sigue la secuencia de la filosofía terapéutica, y en la

Fundación su estructuración va de la mano con el programa de doce pasos. Es por su ministerio que

cada medida adoptada por los terapeutas, cada consejo y cada acción en pos de la recuperación

encuentra su norte en una forma de trabajo que, merced a su institucionalización a lo largo de

décadas, alcanza hoy por hoy una expresión sólida en las prácticas que convocan el encuentro entre

profesionales y pacientes en este específico espacio-tiempo de interacción. Se trata en cierto modo

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de un esquema dentro de cuyo espectro cada acción se convierte en puntal de un plan de vida, aunque

sin que ello suponga necesariamente una demanda de obtención de resultados en tiempos precisos,

como sí el compromiso constante con el proceso personal. A título meramente ilustrativo, conviene

trascribir a continuación el conjunto de etapas que integran este programa.

1. Admitimos que éramos impotentes ante nuestra adicción, que nuestra vida se había vuelto

ingobernable.

2. Llegamos a creer que un Poder superior a nosotros mismos podía devolvernos el sano

juicio.

3. Decidimos poner nuestra voluntad y nuestra vida al cuidado de Dios, tal como lo

concebimos.

4. Sin miedo hicimos un detallado inventario moral de nosotros mismos.

5. Admitimos ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano la naturaleza exacta

de nuestras faltas.

6. Estuvimos enteramente dispuestos a dejar que Dios eliminase todos estos defectos de

carácter.

7. Humildemente le pedimos que nos quitase nuestros defectos.

8. Hicimos una lista de todas aquellas personas a quienes habíamos hecho daño y estuvimos

dispuestos a enmendarlo.

9. Enmendamos directamente el daño causado a aquellas personas siempre que nos fuera

posible, excepto cuando el hacerlo perjudicaría a ellas o a otras.

10. Continuamos haciendo nuestro inventario personal y cuando nos equivocábamos lo

admitíamos rápidamente.

11. Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con

Dios, tal como lo concebimos, pidiéndole solamente conocer su voluntad para con nosotros

y la fortaleza para cumplirla.

12. Habiendo obtenido un despertar espiritual como resultado de estos pasos, tratamos de

llevar este mensaje a los adictos y de practicar estos principios en todos los aspectos de

nuestra vida (Narcóticos Anónimos, 1995, pág. 1).

Cada paciente asume a su propio ritmo el trasegar por la escala de la recuperación. El avance de un

paso al siguiente no es algo que se rija justamente por la premura del tiempo, sino que más bien va

de la mano con la sensación del individuo de estar preparado para hacerlo. Se trata de un avance que

no admite saltos, y que sin embargo ante la recaída puede implicar la necesidad de volver a comenzar

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Ética y tragedia 265

(suceso que, en cierto modo, puede ser interpretado como el resultado de un trabajo hecho sin

sinceridad, y por tanto como la carencia auténtica de un avance en el programa). Como lo

indicábamos previamente, pueden pasar varios años antes que un adepto al programa dé un salto de

un paso al siguiente (e, incluso, puede no hacerlo), y sin embargo ello de ninguna manera da a

entender para él o para la comunidad de adictos que no esté llevando de la mejor manera su

recuperación. Antes bien, esta filosofía estila una forma de realización en el instante como premisa

de trabajo personal, dejando toda suerte de entregas a metas futuras en un segundo plano. Pero, de

otro lado, cada paso, convertido a través del encuentro entre la creencia y la rutina en una expresión

mucho más plástica que conceptual, supone a su vez un pequeño avance por los demás. Verbigracia,

el admitir día tras día la impotencia (primer paso) es a su vez entregarse a la redención de un poder

superior (pasos segundo y tercero); apareja de igual modo el hecho de evaluar el devenir de la

existencia personal a cada momento e identificar defectos (pasos cuarto y quinto); conlleva un

esfuerzo en el-aquí-y-el-ahora por ir cambiándolos (sexto paso); y es a la vez una forma de procurar

auxiliar a otros que estén inmersos en su misma situación (duodécimo paso). Así una y otra vez, con

cada nuevo amanecer, retrocediendo sobre el camino recorrido para fortalecer un andar que no sigue

metas preestablecidas.

Es la recuperación en la Fundación un elogio de la vida en su actualidad, en algunos casos dando la

apariencia de rayar en el conformismo con el presente; teniendo el futuro por eventualidad que

simplemente “se va dando”, no transformando el pasado en una forma que suponga un encierro en

la culpa. Se trata de un mensaje que pregona como máxima el que “cada quien importa

privilegiadamente para sí mismo”. Bajo su enseña la intratemporalidad de cada quien, potenciada

por la creencia, admite a los hermanos en la recuperación como “espejos” de la situación de adicción,

básicamente como referentes a través de cuyo testimonio se accede a nuevas manifestaciones de

dicho mensaje, pero sin llegar en ningún momento a confundirlos con el mensaje mismo. Allí ayudar

a los demás es la forma más práctica de socorrerse a sí mismo, de decir “hoy no meto”. Ante la

frustración por querer cambiar y no poder lograrlo, y buscando una respuesta que le permita superar

la condición adictiva, cada quien que ha ingresado y seguirá ingresando a la Fundación, que ha

habitado en ella, en su discurso terapéutico y en sus interacciones y ha “encajado”, ha ido

aprendiendo a direccionar su emocionalidad en torno a la adicción —particularmente la

verbalizada— en dolor basilar que funge como demiurgo del cambio en el presente para el presente.

Ellos, que pusieron a prueba los límites de su humanidad, y que como castigo por su desmesura

recibieron a cambio el peso del implacable designio de la derrota ante la adicción, han pasado con

su recuperación a convertirse en guardianes del régimen de verdad al que deben su nueva

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autoconciencia. Su existencia es ejemplo visceral de la redefinición constante a que se ve sometida

la noción de libertad. Puede que ellos nunca antes en su vida, y de manera tan profunda, hubieran

tenido que vérselas con tan drástica confrontación con el mundo y consigo mismos para determinar

cuál es su propósito en este plano existencial.

5.3 La ética convertida en corporeidad

Había algo de lo cual Susana era plenamente consciente, un interrogante en el que apenas empezaban

a reparar Francisco y Emilce: ¿qué significaba aquello de sentirse bien al estar en sobriedad? Muchos

de los pacientes que pasaban por la Fundación no ofrecían reparos al categorizar el consumo activo

como algo nocivo para sus vidas, siendo así que por intermedio del hallazgo de “afinidades

dolorosas” acerca de tal particular entre las distintas historias de vida sobre adicción se generaban

consensos sobre los cuales alcanzaba extensión el discurso terapéutico. Sin embargo, en

determinados momentos efectos adversos de la abstención se hacían sentir con fuerza para algunos

de ellos, sucediendo que incluso en ocasiones las afirmaciones sobre las bondades de la abstención

venían a menos al contrastar con los embates de un desasosiego que destaca por desfilar allende de

las fronteras de la palabra. En cierto modo, no era gratuito el que los terapeutas se empeñaran en

tratar de desvelar aquello que, desde su punto de vista, se ocultaba tras las respuestas de pacientes

del tipo “estoy bien”, “me siento bien”, las cuales eran juzgadas como subterfugios de estos últimos

para salir del paso y no entrar en detalles. Probablemente algo ocultaban, pero no precisamente

relativo a su historia de vida, sino más bien al sinsabor de una cura que a veces se les antoja más

ardua que la enfermedad. Para la mayor parte de las personas en condición de adicción resulta claro

cuánto han sufrido con su enfermedad, pero al momento de encarar la abstención como una opción

de vida las dudas lejos quedan de terminar resueltas con tal corroboración, siendo allí donde lo-que-

parece-lógico choca contra un vacío existencial que de ningún modo es aplacado por el tratamiento.

Con la obra de María del Carmen Castrillón (2008) tuvimos oportunidad de abordar someramente

esta situación, y en esa medida ver cómo tratamientos que incluyen componentes “teológicos”

lograban mejores resultados en ese sentido que los de carácter eminentemente “laico”. Pero, ¿qué se

puede derivar con exactitud de tal comprobación? La respuesta, claro está, tiene que ver con el grado

de vinculación que la creencia ha tenido en la psique del paciente, la cual muchas veces encuentra

un refuerzo importante y con alcance generalizador al apoyarse sobre formas comunitarias de

construcción simbólica. Pero esto no siempre tenía resultado, observándose así discusiones entre

pacientes que creían en el programa y en lo que podía ofrecerles y aquellos que, cuando menos, se

mostraban pesimistas frente a la posibilidad de dejar de consumir. Uno preguntaba al otro: “¿qué

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Ética y tragedia 267

sentido tiene seguir metiendo si me siento bien?”, a lo cual el otro contestaba: “la sensación de

bienestar que se alcanza, es un plus de placer, es algo que está más allá de lo normal”. Estas disputas

no quedaban “olvidadas” con el egreso, y en cambio aparecían una y otra vez como recordatorios de

que ante la adicción las certezas solo tienen vigencia en el “solo por hoy”.

Luchando contra su irracional condición, Susana hizo lo necesario para volver a tratamiento. Pero

esta vez no fue tanto la insistencia de su madre la que la hizo tomar la decisión, ni mucho menos esa

molesta sensación de remordimiento por estar vulnerando la memoria de su padre fallecido años

atrás. Se trataba de esperanza, de la entrega a un sentimiento que, resultando a la medida de sus

temores e insatisfacciones —y por tanto no conduciéndola a negarse a sí misma—, podía auxiliarla

en la tarea de alcanzar una dignidad que anhelaba con lo más profundo de su corazón. No se puso en

la tarea de ajustar su sentimiento al discurso terapéutico, simplemente, y por primera vez en años, se

aventuró a creer. Tal vez fue lo persuasivo de sus palabras, o posiblemente lo crítico de su estado, el

caso es que fue nuevamente recibida en la Fundación para continuar con su proceso. Por primera vez

tomó conciencia de que esto era apenas el comienzo, de que el camino a recorrer le tomaría la vida

entera y que a cada instante tendría motivos de sobra para volver a abandonar: pero aun así lo intentó.

Asumió para sus adentros que no era contra algo externo que debía luchar, ni que sería sin entrega

total que podría lograr sucesivas recompensas anímicas en cada jornada. Era ella misma, con sus

frustraciones del pasado, la nimiedad de su presente y el desencanto de su futuro, lo que debía

someterse a un duro examen. ¿Qué quedaría de todo esto? ¿A dónde iría a parar? Estas, a decir

verdad, ya no eran sus preguntas. Volvió al baño de la que volvió a ser su casa, se miró al espejo, y

se vio así, igual a como cuando abandonó todo con la nueva sensación de fracaso. Para sí su rostro,

sus expresiones y el brillo de sus ojos eran los mismos. No estaba allí el cambio, no era ese tampoco

su propósito. En realidad, su intención era encarar la inmovilidad de su ser, aceptar a este último en

la forma en que se le apareciera, y, únicamente en el transcurso del eterno instante, “parar”. Sobre

lo demás no tenía control, y ciertamente no quería detenerse en ello. Vivir el momento, no desesperar

por lo incierto. Su lucha estaba en el-aquí-y-el-ahora, y era ello a lo que le quedaba aferrarse, aun

sin saber si tal entrega a la inmediatez podría conducirla a introducir un cambio en su vida. Las

palabras de un paciente que pasaba por su segundo internamiento reflejan mucho de eso que

embargaba a Susana; él, asumiendo que no tenía más opción que esta, reflejaba su visión sobre el

tratamiento en los siguientes términos:

Cuando mi mamá me trajo acá era como... Sabíamos a lo que veníamos, pero sabía que la

que se iba por esa puerta era ella, y yo me quedaba acá. Entonces pues fue un poco brutal,

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268 Dolor, derrota y liberación

fue un poco fuerte, y un reencuentro de sentimientos y de emociones, momentos que parecen

fotografías que se pasaban por la mente de todo lo que había vivido. Y estar sentado... yo

estaba sentado justo en esa mesa, ahí me despedí de mi mamá. Y fue muy duro, fue un

momento muy duro. Pero pues estaba seguro de que esto era lo que me iba a servir; estoy

seguro todavía de que esto es lo único que me va a salvar la vida (Paciente C, 2015).

Pensar en todo momento en la recuperación personal, seguir a cada instante las indicaciones

terapéuticas, cuestionarse de continuo por los atisbos de actitud escéptica que se puedan

experimentar: este era el camino que se surtía desde la integración a la comunidad de sentido de la

Fundación hacia el adentramiento en la creencia de una recuperación con asidero en el aquí-y-el-

ahora. Pero ello, explícito en lo acontecido con Susana y en la versión del paciente cuyas palabras

trascribimos previamente, ¿constituye acaso una suerte de resignación del adicto? Para el observador

externo, e incluso para personas en condición de adicción ajenas a la creencia en la recuperación —

situación que abarca tanto a los que nunca han entrado en contacto con discursos terapéuticos de este

tipo como a los que, atravesando distintas fases de la recuperación, no pueden llegar a vencer su

desconfianza frente a lo acontecido con agrupaciones que siguen formas de trabajo colindantes con

aquella imperante en la Fundación—, el hecho de saber que el tratamiento comienza justamente con

la construcción de la propia derrota frente a la enfermedad les inspira un aire de incertidumbre, para

sus adentros no más halagüeño que la adicción misma, y en cierto modo a cada actividad terapéutica

no pueden evitar asociarla con una sensación de enervante encierro en un credo de sumisión.

Mientras los que empiezan a “creer” van convirtiendo de a pocos la recuperación en la liberación de

la miseria inherente a su estado “patológico”, los escépticos tienden a no ver en ello algo distinto del

cambio de una prisión por otra. La asunción del discurso sobre recuperación como forma de alcanzar

la salvación, por un lado, y la desconfianza respecto del mismo, por el otro; una y otra visión

aparecen, pues, como formas opuestas entre las que tiende a debatirse el rumbo de pacientes e

interesados en superar la dolencia adictiva, siendo en uno y otro caso la perennidad de la enfermedad

adictiva el punto de inflexión en torno al cual se surte su tensión. Con todo, esta cuestión no pasa

simplemente por una discrepancia de orden lingüístico, y en cambio resulta sometida a un convulso

devenir merced a la visceralidad con que cada quien debe vérselas con la cuestión adictiva. Así, tanto

la “entrega” a la creencia como la discrepancia frente a ella —aquí solo nos referimos a personas en

condición de adicción que discrepan, y no a los observadores externos escépticos— no son

meramente posturas asumidas dentro del conjunto relacional tejido alrededor de la recuperación

frente a la adicción (Bourdieu & Wacquant, 2005), y en cambio aparecen como expresiones

simbólicas que condensan los flujos emocionales que marcan el estar-siendo de cada quien en el

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Ética y tragedia 269

encuentro siempre heterogéneo entre displacer, placer, dolor, esperanza, confianza y decepción. En

ese sentido, habría que considerar que el tratamiento no aparece como un mero “remplazo” de

emocionalidades y una ruptura de mecanismos psíquicos de relación displacer-placer-dolor, sino

que, más aún, es una forma de trabajo y “aprovechamiento” de dichas emocionalidades y, a su turno,

una reorientación de dichas conexiones de satisfacción y protección del yo —lo que de la mano del

psicoanálisis cabría denominar como sublimación—.

Interpretar el fenómeno de la recuperación en estos términos nos permite, por una parte, entender

que no opera —y, en sentido estricto, no alcanzaría cierto éxito— siguiendo la forma de una

“impartición” de consejos de vida, de manera tal que el terapeuta, apoyándose desde un plano de

omnisciencia, propenda por simplemente “entregar” una solución de vida a su paciente y esperar a

que este la obedezca sin reservas33. De hecho, y como lo precisamos en su momento, el trabajo parte

en cambio de la constitución de una imagen del paciente sobre sí mismo, la conversión de ella en

autoconciencia de este último, y la generación sobre dicho terreno de flujos de ida y vuelta entre lo

doxático (la historia de vida en torno a la adicción) y lo epistémico (saberes terapéuticos) que den a

la recuperación una inserción y transformación en lo que cabe concebir como corporeidad. Es, pues,

a través de tal gramática inmanentista que las enseñanzas sobre el “buen vivir” de la recuperación

mutan en algo más que moralejas del día a día, pasando así a fungir como manifestaciones

“viscerales” del deseo de vivir y no simplemente sobrevivir, y quedando así recogidas con nítido

detalle en las declamaciones de adictos que ensalzan la recuperación cual si de la vida misma se

tratase —y puede que para muchos de ellos, en efecto, así lo sea—. Por otra, ganamos bastante al no

caer en el simplismo de disgregar la “entrega” a la creencia de las formas escépticas y de negación,

las cuales, al no tener garantizada una duración considerable y al ser colindantes en muchos aspectos

con su “opuesto”, no brindan en la práctica elementos de juicio para marcar un dualismo de tales

proporciones. Y es que, observando la dinámica de la recuperación, salta a la vista que muchos

pacientes oscilan con frecuencia entre uno y otro extremo, circunstancia que incluso tiene lugar en

33 Aunque no recayendo sobre este punto, por momentos queda la sensación de que la tensión entre terapeutas

adictos y no adictos roza en buena medida la cuestión de la separación entre ellos y el paciente. Así,

verbigracia, mientras los primeros tienden a defender su mayor “empatía” con el adicto en terapia como forma

de lograr mejores resultados en el encauzamiento de la recuperación, en los segundos suele ser más

pronunciada la apelación a formas disciplinares de conocimiento y el enriquecimiento de la terapia con

elementos que dinamicen la comprensión del paciente sobre su situación. Desde luego, no es del caso

desconocer que la situación bien puede en casos concretos invertirse, aunque en el fondo siempre ha de plantear

la cuestión de la configuración de regímenes de verdad sobre salud y enfermedad a partir del encuentro

terapeuta-paciente.

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fases avanzadas de la recuperación (es decir: después de surtido el egreso del internamiento). En ese

orden de ideas, y sin de momento abandonar la visión de “entrega” y “discrepancia” como extremos

—que es como son concebidos dentro de la Fundación—, habría que ver que su intervención como

condensadores de emocionalidades contribuye a que el juego de la creencia, tanto en su aceptación

como en su rechazo, alcance más y más adhesión con la “interioridad” del paciente, y por tanto surta

sus efectos inclusive en el ámbito de las pasiones. Partiendo del reconocimiento que el recién

ingresado va efectuando del orden normativo sobre el que fluye la tendencia homogeneizadora en la

Fundación, para pasar después a una adquisición de conciencia sobre la vinculación de tal orden con

aspectos tales como finalidades específicas y su valoración en términos útiles (“esto me sirve

para…”, “entiendo que esto es necesario si quiero…”), hasta arribar a una forma de convicción que

exalta determinadas formas valorativas como puntales privilegiados de saber-vivir, el trepidante

avance de pacientes por la senda de la recuperación va tomando el cariz de una ética del cuerpo, la

cual gobierna sus movimientos, su discurso y sus modales, y hasta cierto se convierte en macilla de

sus nuevos (o renovados) sueños e ilusiones. En apariencia el ejemplo claro de este avance en la

creencia (su conversión en corporeidad) está dado por aquellos tildados con el remoquete de

“fanáticos”, pero la situación, a decir verdad, dista de ser tan sencilla como esa categorización tiende

a sugerirlo.

Para verlo con algo más de detalle, vale la pena que agreguemos una apreciación adicional a lo

concerniente a la interiorización de la creencia y la tensión entre “entrega” y “discrepancia”. El hecho

de avanzar en la creencia en la recuperación, y por ende ir “entregándose” progresivamente a ella,

de ningún modo es la asunción de una postura irrestricta en relación con las dudas que pudieran

surgir, y mucho menos constituye por sí mismo el estilo de vida de sobriedad. En lugar de ello, es

del caso afirmar que: 1) tal avance dista de ser lineal, y en cambio tiene la forma de una secuencia

que apareja constante ebullición, tensión y tranquilidades esporádicas, la cual incluso en medio de

estas últimas solo sigue una tendencia asintótica con respecto a un convencimiento total sobre el

conjunto de la recuperación; y 2) no representa la crasa transliteración de la gramática terapéutica a

la vida cotidiana, cual si sus conceptos tuvieran la potencialidad de regir el conjunto del día a día del

paciente. Si bien hemos venido insistiendo en que los efectos del tratamiento sobre la adicción, en

la medida en que logren calar en la psique del paciente, tienden a trascender el entorno terapéutico

mismo para convertirse en estandarte de una determinada forma de vivir —una ética—, parecen

centrar sus efectos más en una reorganización de aspectos puntuales de la materialidad de la vida

cotidiana, y no tanto en la necesidad de gestar reemplazos o resemantizaciones de dicha materialidad.

Poniéndolo en otros términos, el avance por la senda de la recuperación constituye un demiurgo de

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Ética y tragedia 271

la transformación y no la transformación misma, sedimentando a lo sumo esa materialidad con

pequeños atisbos de nueva materialidad que intervienen como derroteros orientadores del camino a

seguir. La recuperación problematiza determinados componentes de la vivencia individual y social,

pone otros en suspenso y a otros los exalta y redescubre en su riqueza, pero su papel no es nunca el

“entregar” al paciente la trascendencia de su ser (lo que podemos catalogar como la idea popular

sobre la “cura” de la adicción), como sí darle un particular impulso hacia otro horizonte de vida y

fijar algunas pistas para que él mismo, sobre su materialidad y emocionalidad, establezca su camino

de recuperación y defina a la medida de su ser las condiciones de su trascendencia.

Es en este punto donde la confusión en el papel de la creencia en la recuperación puede dar lugar a

situaciones tales como la de los catalogados como “fanáticos” —y al respecto no habría que olvidar

las indicaciones de María del Carmen Castrillón (2008) sobre los adictos que atraviesan por

entidades “teoterapéuticas” —, quienes parecen tender a erigir a aquella en catálogo

omnicomprensivo sobre todo lo atinente al buen vivir. De cualquier modo, es preciso destacar que

esta reducción fetichista de la vida cotidiana a lo terapéutico, que despierta desconfianza entre

terapeutas y algunos pacientes, no simplemente representa un “accidente” de los ritmos terapéuticos,

sino que más bien es consecuencia de los movimientos adaptativos del adicto a una creencia que

intenta asumir para sus adentros como redentora. Así, por ejemplo, si bien cabe pensar que tal

“fanatismo” puede ser una forma de encubrir (ante sí mismo y ante los demás) una falta de

convicción, y hasta cierto punto una debilidad manifiesta, no resulta menos cierto el que: 1) tales

emociones son en buen grado transversales al conjunto de las personas aquejadas por la adicción; y

2) justamente sobre el reconocimiento de esa debilidad es que empieza a construirse el estilo de vida

de sobriedad. De hecho, el que formas de “fanatismo” se observen en pacientes que ingresan por

primera vez a tratamiento, y que se haga patente en los que han recaído, permitiría sostener que no

se trata de algo precisamente indeseable dentro de la recuperación, sino que más bien constituye un

mecanismo que en ciertos casos impide que la recuperación fracase ante la aparición de dudas. El

encuentro de Francisco y Emilce con Susana, verbigracia, puso en evidencia no solo en qué medida

los dos primeros seguían apelando a una forma de creencia “ciega” para evitar un retroceso en su

recuperación, sino que a su vez reveló cómo la confrontación de adversidades —en este caso una

forma discursiva de “discrepancia” — puede deparar crisis que o bien plantean la necesidad de

introducir variaciones en la conversión de la creencia en ética corporal o bien pueden derivar en

resultados adversos (como la recaída). No hay que perder de vista que el paso de un estilo de vida

de adicción a uno de sobriedad y, en concreto, la constitución de una nueva ética de vida no son

cambios fáciles de propiciar, sino que demandan de toda una propedéutica que, en cuanto

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272 Dolor, derrota y liberación

aprendizaje, siempre será inacabada. En este mundo, en donde la perfectibilidad del ser es la meta

para dejar de ser prisionero del consumo, no solo el cuerpo se somete a transformación, sino a su vez

la idea. Más todavía, es en el encuentro entre cuerpo e idea que uno y otra alcanzan nuevas

condiciones, amoldándose, negándose o apoyándose recíprocamente al son de cada encaramiento

con la realidad, marcando el paso de una producción discursiva sobre recuperación de enunciación

general a una particular y materializada en el estar-siendo del paciente.

Tenemos, pues, una idea, una visión sobre la recuperación derivada del campo discursivo de la

Fundación, la cual ofrece al observador los contornos de una ética que impulsa la articulación entre

la autoconciencia sobre la adicción y la actitud en el instante en aras de la construcción de autonomía

para el paciente, y que, por tanto, dista de ser escenario de entrega a salutismos (Conrad, 1992;

Zaballos Samper & Peñaranda-Cólera, 2013). Sin embargo, contra esta imagen algunos bien podrían

oponer lo acontecido con muchos pacientes que parecen “fanáticos” de la creencia en la

recuperación, el respeto del que en ocasiones ellos se hacen acreedores entre algunos de sus

compañeros y, más aún, la inclinación de algunos terapeutas por exaltar ideas que, en cierto modo,

parecen poner en entredicho la potencialidad del individuo respecto de su enfermedad y del poder

superior. Así, pues, se suele citar como ejemplo el hecho de que buen número de terapeutas y

pacientes asocien su poder superior con deidades (especialmente en este contexto la judeocristiana),

que algunas de las prácticas terapéuticas tengan las características de rituales religiosos y que, sin ir

más lejos, en cada conversación que sostienen se den muestras de no querer otra cosa más que

glorificar a cada momento a sus fuentes de “buena voluntad”. Ciertamente esto ocurre con una

frecuencia considerable, y en ocasiones puede llevar a notables confusiones en la manera en que

debería categorizarse lo acontecido en la Fundación — “teoterapias”, “laicoterapias” o “mixturas”

de una y otra, indicaría Castrillón (2008)—; empero, el encontrar discontinuidades entre los ámbitos

discursivo y práctico no parece suficiente para entrar a suponer que lo primero es mera apariencia

que encubre a lo segundo, máxime si se tiene en cuenta que esta vinculación entre poder superior y

una deidad en particular, además de contingente y a veces de carácter más bien nominativo (se dice

“Dios” casi que como una muletilla en cada oportunidad), en la práctica tiende a quedar las más de

las veces como un elemento de apoyo a lo largo de la recuperación, eso sin mencionar que por sí

mismo tiende a resultar insuficiente. De otro lado, y siguiendo lo anotado hasta aquí, habría que

anotar que la creencia no es una idea concebida con independencia de los contextos vivenciales, sino

que más bien prospera, se extiende y se enriquece sobre la base del convulso juego de interacciones,

con su traducción a la psique de cada paciente y en el fragor de la lucha contra la enfermedad. Es en

el encuentro con las inercias contextuales que la recuperación, la idea, adquiere nuevos bemoles, y

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Ética y tragedia 273

en esa medida puede gestar traspasos entre inmanencia y trascendencia. Ejemplo de esta movilidad

de la creencia tiende a quedar retratada en el siguiente comentario de un paciente:

Me frustra no poder tomarme una cerveza, porque sé que me hace daño, ¡hijueputa!, y sé

que soy un alcohólico de mierda. Pero es que el hecho de, ¡hijueputa!, una pola, marica, es

como, yo lo pienso a veces, digo: "bueno, me tomo una cerveza, ¿qué pasa si me tomo una

cerveza?" ¡Mando a la basura mi tiempo de abstinencia, o sea, muchas cosas! Y digo como:

"¡hijueputa, no vale la pena!" Pero es frustrante decir como: "¡¿por qué putas hay tanta gente

en el mundo que sí puede con esa mierda, y preciso yo no puedo si me fascina?!" Entonces

digo: "ay, ya sé por qué, porque me fascina, entonces no lo controlo". Es frustrante eso a

veces. [Con] el tema con las drogas (...) sí tengo una conciencia la hijueputa que eso sí me

hace mucho daño, y que yo eso sí no lo controlo; pero con el alcohol sí es más frustrante.

Por ejemplo, que me den ganas de fumarme un porro o algo así, no; pero de tomar, ¡cosa

bárbara! Me dan muchas ganas de jartar. Y es frustrante no poder darle a mi cuerpo lo que

pide porque mi cabeza y mi corazón me dicen: "sí, marica, se lo está pidiendo el cuerpo pero

no es lo que usted necesita. Lo que usted necesita es estar bien en este momento de su vida.

¡Recupérese!" Pero, por ejemplo, no me hago el pajazo mental de: "no, tranquilo, recupérese

unos añitos y dentro de unos añitos se pega su borrachera". ¡Las güevas! Eso es un pajazo

mental que yo no me puedo hacer. Entonces yo digo como: "no, marica, hay que hacer las

cosas bien, huevón". Así me duela, me frustre, voy a hacer las cosas bien (Paciente D, 2015).

Si de acuerdo a lo visto de la mano de Jaime Carmona (1995), la adicción tiene curso en el plano de

las necesidades —como una pseudo-necesidad, indica dicho autor—, habría que ver que el

tratamiento, en la medida en que surte el tránsito desde la integración hasta la interiorización de la

creencia en la forma de ética (siendo un paso intermedio entre ambas la constitución de dicha

creencia), se va convirtiendo también en una necesidad. No obstante, y como pudiera indicarlo Karl

Marx (1968), no se trataría de una que meramente atiende a la auto conservación, y probablemente

tampoco de aquella conforme a la cual “todo hombre especula con crear al otro una nueva necesidad

para obligarle a un nuevo sacrificio, para colocarlo en una nueva relación de dependencia” (pág.

131). Y es que si se tiene en cuenta que el tratamiento no se agota con el internamiento, y ni siquiera

con la fase de soporte, habría que ver entonces que es su continuidad, en la forma de una ética vital,

la que ayudaría al paciente a construir día tras día la bitácora de su sobriedad. Con las personas que

llevan varios años siguiendo el proceso de recuperación suele ser más fácil evidenciar esta

circunstancia. Algunos de ellos, asumiendo con abierta convicción el duodécimo paso de Narcóticos

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274 Dolor, derrota y liberación

Anónimos (…tratamos de llevar este mensaje a los adictos…), estudian y se desempeñan como

nuevos terapeutas. Su entrega resulta llamativa e inspiradora para pacientes y colegas, y aunque en

apariencia ellos no requerirían de tal vinculación con el ámbito de recuperación, sus conversaciones

de pasillo y sus intervenciones en las actividades terapéuticas dejan entrever que para ellos se trata

en sentido estricto de una necesidad. Su autoestima se ha construido en los últimos años a partir del

desempeño de su rol de auxiliadores de otros adictos. No es un simple asunto de atención de deberes,

como sí la autoafirmación de su ser; es la continuación en la cotidianidad de un estilo de vida que

conciben como salvador. Para ellos lo más fácil sería volver a consumir, y con ello abandonar todo

el esfuerzo realizado por años. Allí la recuperación aparece como el arte de luchar contra esa

facilidad, de alcanzar sentido mediante el esfuerzo y la dedicación constantes por encumbrar una

existencia que para sus adentros han ido convirtiendo en valiosa y digna. “¿Por qué no consumir si

eso es tan fácil?”, preguntan unos adictos a otros; nadie responde, pero todos, merced a una intuición

que desborda las palabras y solo surge con la cruda experiencia, conocen la respuesta: para no seguir

atrapados en ese dolor del que se valen para inspirar su anhelo de cambio. Es allí, en suma, donde

empieza a verse que volver a consumir ya no es tan fácil como se creía en un comienzo.

Ahora bien, aquí es menester tener en cuenta que la adhesión a la creencia en la recuperación, a pesar

de lo analizado hasta este punto, no parece estribar del todo en una adecuada configuración de la

relación terapeuta-paciente. No era infrecuente encontrar casos de pacientes que seguían las pautas

del tratamiento, que particularmente mostraban considerable disposición por cambiar sus hábitos en

pos de gozar del alcance de una mejor calidad de vida (sin el consumo, sea del caso agregar), y que,

sin embargo, eran críticos frente a la manera como “los” terapeutas y sus compañeros orientaban la

recuperación. Desde luego, esta situación presentaba diversos matices, de tal forma que algunos de

estos pacientes “escépticos” terminaban por ceder ante las recomendaciones del equipo terapéutico,

otros abandonaban prematuramente el tratamiento y otros más, como previendo las complicaciones

que podrían derivarse de su situación, optaban por mantener en silencio los motivos de su

inconformidad. Con todo, más que un escenario de “resistencia” frente a la omnisciencia y

omnipresencia del dispositivo terapéutico, esta comprobación visibiliza la diversidad de

apreciaciones que pueden desprenderse como formas estables de constitución de la ética de

recuperación, siendo para el efecto estos tres ejemplos casos llamativos de lo que en sentido estricto

sería toda una polivalencia en el saber-hacer-contra-la-adicción. Volviendo a la situación de los

denominados “fanáticos”, podría decirse que estos últimos, en lo que atañe a la desconfianza que

despiertan entre los miembros de la comunidad de la Fundación, no son vistos de tal manera por su

vinculación “irrestricta” con la creencia, como sí porque en el fondo su proceder no es otra cosa que

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Ética y tragedia 275

una osificación de la metodología terapéutica. Para ellos la recuperación solo es posible por una vía,

sucediendo así que, al paso que tornan en individuos obnubilados por la estulticia, terminan por

convertir la forma en contenido, y al producto resultante erigirlo en nueva deidad que remplaza a la

sustancia adictiva. ¿Se agota entonces la recuperación en el conjunto de enseñanzas transmitidas a

los largo del tratamiento, en las reuniones de soporte y en las conversaciones? Cambiando el tono

de la pregunta: ¿resulta reductible la recuperación a lo acontecido en tales espacios? Parece, pues,

que la respuesta es negativa. La recuperación, en ese orden de ideas, no solo no constituye una mero

traslape de categorías y saberes disciplinar-institucionales a la vida cotidiana —salutismo—, sino

que a su vez dista de ser ese “delgado camino” bordeado por las amplias sendas de la recaída. La

dificultad no residiría para el adicto en recuperación entonces tanto en la estrechez del camino, como

sí en el hecho de desarrollar autónomamente criterio para avanzar por él.

***

“¿Contra qué estoy luchando? Trato de aceptar lo que llega a mi vida, tanto la alegría como el dolor,

porque todo ello me enseña cosas nuevas. ¡Pero es tan difícil!… Quiero llorar… Trato de estar limpia

cada día, de tener el juicio necesario para tomar buenas decisiones… ¿Estoy haciéndolo bien?” Estas

y otras frases eran escritas por Emilce en uno de los ejercicios asignados por su terapeuta de cabecera.

A diferencia de días previos, cuando se sentía fortalecida por lo hecho por sí misma, ahora no podía

dejar de experimentar una especie de vacío en su interior, cual si nada de lo acontecido hasta ahora

estuviera dándole resultados. Tenía ganas de poder decir esto ante sus compañeras de internamiento,

de encontrar en ellas la comprensión que en la casa de sus padres, en la cual se sentía extraña, a su

juicio no recibía. Escribió hasta pasada la hora que había pactado con ellos para irse a la cama; el

espacio de la cartilla no le alcanzó, tuvo que buscar más papel para proseguir. Quiso plasmarlo todo,

se arrepentía por momentos, tachaba y remprendía su labor. A nadie más, sino a su terapeuta podía

contarle todo esto. Cuando el cansancio pudo más que su afán de escribir se detuvo, pero aun así

horas pasaron antes de poder conciliar el sueño. Pensaba en tantas cosas, y muchas de ellas tenían

relación con el miedo de encontrarse con los compañeros de colegio con los que había entrado al

mundo de la droga. “¿Qué haré si los vuelvo a ver? Tengo miedo de regresar… Tengo miedo de mí

misma. Tal vez no resista”. Recordó sus conversaciones con Francisco, la necesidad de aceptarse

como era, de derrotarse ante la adicción. También se acordó de Susana, de su escepticismo, de su

debilidad subyacente. Entre pensamientos y temores quedó dormida. Sueños extraños que olvidó al

ser despertada por su madre, realización maquinal de las labores del día y desplazamiento a la

Fundación para seguir con su proceso: el cansancio se reflejaba en su rostro, pero, más que eso, era

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276 Dolor, derrota y liberación

una suerte de desarraigo lo que se hacía patente en su desgano. Ver lo mismo, hacer lo mismo y, a

título de respuesta, escuchar lo mismo. ¿Esa era la recuperación? ¿Esa sería su rutina por el resto de

su existencia? ¿Cuál era entonces la diferencia de fondo con el consumo activo, si en últimas una y

otra parecían prisiones de su alma? Quiso salir corriendo, sin rumbo fijo ni medición de fuerzas. La

puerta principal de la Fundación estaba abierta, nada la detenía. Cerró los ojos, se dispuso a

levantarse y algo la detuvo.

—Hola, Emilce. Quería hablar contigo.

Era una voz conocida. Abrió los ojos, se trataba de Susana. Allí estaba, vestida con ropa deportiva,

escoba en mano y con una sonrisa que no le conocía. Sin saber cómo ni por qué, la abrazo y empezó

a llorar. Los demás solo vieron pasivamente, y la terapeuta, que a la sazón esperaba a Emilce en

consulta, quedó conmovida con la escena y prefirió simplemente dejar que, como ella misma lo decía

de continuo, en el dolor ambas se identificaran y volvieran recordar.

5.4 Los prolegómenos de la tragedia

Hemos corroborado que la recuperación es mucho más que un mero no-hacer (no consumir), que

resulta irreductible a la abstención y que, en ese sentido, convoca toda una serie de disposiciones y

acciones tejidas en torno a una creencia con asidero en el instante. De igual modo, es de anotar que

la conversión de la creencia en ética, en tanto gesta efectos de orden eminentemente práctico —no

se trata de una simple contemplación, como sí de una expresión activa del ser—, lleva a formular la

pregunta por aquello que cabría referir como sustrato intencional, algo frente a lo cual nos detuvimos

someramente en el tercer capítulo. Precisamos, pues, que no se trata de una expresión motivacional

de la conducta orientada exclusivamente por la racionalidad, como sí de un complejo volitivo que

articula, junto con aquella, actos reflejos, angustia, temores, instintos, emociones y esperanza. De

hecho, y viéndolo con detalle, se encuentra que el tratamiento para las adicciones es, ante todo, una

administración de sentimientos, una matriz de relaciones proclive a su estimulación, exaltación y

producción, siendo así, sobre el terreno fértil de tal emocionalidad derivada, que el mensaje de

recuperación adquiere corporeidad y expresión continua a través de las prácticas sociales

terapéuticas. Casi que cada espacio dentro de la casa tiene tal vocación, pero lo que resultaba

particularmente llamativo es ver cómo después de compartir momentos desgarradores la mayoría de

los pacientes sonreía de nuevo, casi como si nada hubiera pasado. Llevar el dolor por siempre, como

recordatorio para no recaer, y, a pesar de lo vivido, tener esperanza en el cambio personal. Al final

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Ética y tragedia 277

muchos, incluso entre los más escépticos, terminaban por ceder; más aún, asumían como suya la

verdad terapéutica redentora, esa cuya revelación a través de la ofrenda del dolor del alma los

convertía en nuevos legatarios del mensaje de recuperación, en miembros de la familia de adictos

cargados del impulso de una buena voluntad de cambio. Con lágrimas en los ojos aceptaban su sino,

su tarea vital se convertía en lo sucesivo en velar por sí mismos y difundir la buena nueva de

esperanza.

En ocasiones, mientras la casa desbordaba de risas, comentarios graciosos y situaciones jocosas,

pacientes que escribían sobre su historia de vida lloraban desconsolados. No solo de la alegría se

pasaba al instante al dolor, sino que a su vez este último terminaba viéndose tragado por la

efervescencia colectiva. Al instante el apoyo de algunos compañeros se hacía sentir; pero no para

proferir palabras de consuelo ni mucho menos para minimizar la sensación de dolor, como sí para

brindar al afectado por el recuerdo una compañía frente a ese dolor en su tránsito de la emoción

inefable al símbolo de la recuperación. Ni siquiera la frustración parecía detener a los internos. Con

una animosidad que negaba toda alusión a resignación, en cuestión de segundos se sobreponían a las

adversidades de la jornada. De discutir con vehemencia a cantar al unísono en las mañanas, a veces

quedaba la impresión de que en este camino nada podía ser excusa para dejar de sentir y, de la mano

de ello, para continuar con el tratamiento. Algunos pacientes sobrellevaban su situación manteniendo

un nivel “medio” en sus emociones, de manera tal que, sin incurrir en los extremos de la tristeza y

la alegría desbordadas, procuraban seguir su proceso sin contratiempos. Pero con otros,

especialmente los más jóvenes, el giro de emociones adquiría esa notoria convulsión naturalizada en

la casa. Recordar era a veces el comienzo de un sufrimiento que contextualizaba cada sesión de

tratamiento; si se quiere, aparecía como el principio de comunión y entendimiento en virtud del cual

las problemáticas de cada quien, cuan disímiles resultaran entre sí, se homogenizaban en la gramática

de la adicción. El paciente era puesto en cada oportunidad contra sus sentimientos, se le conducía a

confrontar las narraciones viscerales de sus familiares, era sometido a recibir los comentarios críticos

de compañeros y terapeutas, y en ningún caso tenía la posibilidad de replicar. ¿Qué curioso camino

era este, en donde la exteriorización de emociones, variables en naturaleza e intensidad, marcaba el

curso del tratamiento en su conjunto? Revisando la cuestión con algo de detenimiento, se encuentra

que constantemente las recomendaciones derivadas de saberes disciplinares (psicología, trabajo

social psiquiatría, etc.) parecían no gozar de la misma preeminencia que la recibida por este juego

de emocionalidades, e incluso se podría decir que los primeros alcanzaban vinculación con la

corporeidad del paciente en la medida en que seguían los canales abiertos por el segundo. Con todo,

pobre resultado sería el concluir que este ejercicio constituye una suerte de sumisión en el dolor, o

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278 Dolor, derrota y liberación

incluso que es fiel legatario de formas judeocristianas de alcance en lo trascendente de justicia y

verdad a través del dolor en la mundanidad (Nietzsche, 1991). Ciertamente no hay lugar a desconocer

que formas discursivas de este tipo ejercen en ocasiones una cierta influencia (por ejemplo, no

resultan gratuitas las continuas ocasiones en que poder superior y la idea cristiana de “Dios” son

asociadas), así como que a través de las prácticas de ciertos pacientes y terapeutas alusiones de este

tipo suelen “filtrarse” en las prácticas terapéuticas. Sin embargo, no está de más insistir en que la

labor en la Fundación tiene como objetivo primordial gestar una revalorización del presente; no

simplemente justificarlo, como sí rescatarlo en cuanto instancia directa y pertinente para un disfrute

que, en el sentir de los miembros de esta comunidad, no hay lugar a postergar parar un más-allá

inasible.

Convengamos, pues, en que el aprendizaje sobre sí mismo —auto-conciencia de adicción—, la

estructuración de la creencia en la recuperación y la interiorización de la misma, al convertirse en

ética, fungen como elementos que reafirman la vinculación entre el adicto y la vida. No es la mera

supervivencia, tampoco la entrega de sí por otros o por una causa, como sí el rescate de la mismidad

por ella misma y en aras de su disfrute. Este reencuentro con la vida, cuya exaltación constante pasa

por la configuración en la cotidianidad de una forma de vivir extática, pone en una nueva dimensión

los sentimientos, convirtiéndolos para el efecto en baluartes del redescubrimiento de la valiosa

humanidad extraviada tras la adicción (Steadman Rice, 1992), y tomando entre ellos el dolor —aquel

que pivota en torno suyo la creencia y la subjetivación de cambio— como el llamado a poner en

evidencia en cada instante el extrañamiento padecido frente a esa vida ahora vista con adoración.

Siguiendo de cerca la elogiosa interpretación que Friedrich Nietzsche (2000) realiza sobre la tragedia

ática, podría traerse a cuento aquí ese dolor fundamental, derivado de la escisión del individuo

respecto de lo Uno primordial, que brinda redención y anhelo por la vida con el encuentro entre la

desgarradora potencia dionisiaca y el bálsamo de la apariencia de moderación apolínea. Así, el placer

de la adicción que todo lo destruye, de objeto perfecto e imposible, junto con aquel deseo que sin

medir distancias lo busca sin cesar (Carmona P., 1995), se transfigura mediante la apariencia

terapéutica en dolor que justifica la vida, la convierte en digna del estar-siendo, y torna al paciente

en su amante incondicional. El juego de la recuperación, que no prescinde de la inteligencia y de su

expresión a través del concepto, despliega su mayor intensidad en la recaptura siempre inacabada y

apenas parcial de la intuición (Bergson, 1985), único atisbo para el humano de su conexión con esa

energía vital que, atravesando la materialidad y dándole forma en cada contienda con ella, añora

reencontrar como expresión de su ser en cada paso por la terrenidad. La recuperación no aparece,

pues, como un borrado de la adicción y sus correlatos vivenciales, sino más bien como su

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Ética y tragedia 279

transfiguración en las grafías de la vida. ¿Cómo aparece esa significación buscada con afán y

desesperación a través de la sustancia adictiva, ese Dionisos que augura placer en el desgarramiento

por el retorno a la Unidad, y que en el tratamiento, viéndose sometida previamente a la catarsis de

la templanza terapéutica, torna en edificante amor a la vida y entrega al “solo por hoy”? La respuesta,

que sigue el hilo de un mito sobre la vida misma, no es otra que la transfiguración de las potencias

opuestas y, a través de su cambiante encuentro en los momentos de dolor y sublimidad, la conversión

de la vida en el más precisado de los valores.

Y con esto el engaño apolíneo se muestra como lo que es, como el velo que mientras dura la

tragedia recubre el auténtico efecto dionisíaco: el cual es tan poderoso, sin embargo, que al

final empuja al drama apolíneo mismo hasta una esfera en que comienza a hablar con

sabiduría dionisíaca y en que se niega a sí mismo y su visibilidad apolínea. La difícil relación

que entre lo apolíneo y lo dionisíaco se da entre la tragedia se podría simbolizar realmente

mediante una alianza fraternal de ambas divinidades: Dionisos habla el lenguaje de Apolo,

pero al final Apolo habla el lenguaje de Dionisos: con lo cual se ha alcanzado la meta

suprema de la tragedia y del arte en general (Nietzsche, 2000, pág. 182).

—¿Qué pasa, mi hermano? Lo veo raro.

—No lo sé… No es nada, no importa.

—Parcero, ¿qué la pasa? Ya terminó el internamiento, y en su casa sus cuchos los han tratado

bien.

—Pues sí, viejo, pero… ¡Ahh! No me ponga cuidado, no es nada.

—La otra vez lo vi en grupo, y ni más. ¿No será que usted está metiendo otra vez?

—¡No, nada! Yo a eso no vuelvo.

—¿Entonces?

—Es que no sé si estoy haciendo bien las cosas, como que a veces siento que esta vaina es

pura carreta.

—¿No será que usted lo está racionalizando?

—¿Cómo así? No le entiendo.

—Póngale cuidado, Pacho. ¿No se acuerda de lo que nos decía el terapeuta? Que esto no es

de pensarlo, sino de sentirlo. A nosotros no nos sirve de nada saber de adicción, lo que importa es lo

que está por dentro.

—¡Ahh! ¡Siempre esa vaina! Todo el rato sufriendo, a todas horas declarándome impotente.

¡Yo no quiero más esto, yo quiero ser libre!

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280 Dolor, derrota y liberación

—Pues así no va para ningún lado, parce. ¿O acaso se le olvidó que a nosotros nos fascina

la droga, y que por eso no podemos ser libres? Ahí pensar no ayuda en nada, lo que nos toca es

aceptar que no pudimos con esta mierda.

La conversión de la creencia en la recuperación en parte de la corporeidad del paciente, más que

simple aprendizaje, plantea una pregunta de enunciación constante por la manera de vivir. Su

gramática, con todo, parece cabalgar a medio camino entre las reflexiones de corte metafísico y la

evidente materialidad del día a día, encontrándose a considerable distancia de uno y otro extremo, y

sin tener en ocasiones la fuerza suficiente para aspirar tan siquiera a fundar un eclecticismo entre

ambos, y mucho menos para prescindir de ellos. Así, por ejemplo, los referentes de corte científico

resultan en buen número de ocasiones insuficientes a la hora de brindar a la relación profesional-

paciente un apoyo decisivo en la contienda contra la adicción, y sin embargo son esenciales para

otorgar una base estable a lo que, de otra forma, no sería más que un encuentro entre subjetivismos

en torno a dicha problemática; y las formulaciones de jaez más bien reflexivo-existencial (como las

colindantes con expresiones religiosas, para no ir muy lejos), aun cuando en ocasiones vistas con

desconfianza (asociadas a veces con subterfugios de los “fanáticos”), no podían menos que ser

retomadas con el propósito de dinamizar los trasfondos anímico-emocionales de cada quien en la

Fundación. ¿Cuál era entonces el camino a seguir en medio de uno y otro referente de la

recuperación? Se puede decir que allí entraba en escena el trabajo en la espiritualidad. Ser más y ver

más allá del espectro de la razón, lograr identificar entre los intersticios de la mundanidad un sentido

vivificante para el día a día, verse desbordado por el encuentro con lo irreductible y, a veces, inefable

de la vida misma: frases de este tenor intervenían como referentes en la práctica sobre la manera en

que cada quien, lidiando con su proceso de recuperación y esforzándose por reencontrar su

extraviada conexión con la vida, procuraba traducir a su cotidianidad eso espiritual que a un tiempo

era el paciente-en-sí-mismo (su mismidad negada con su existencia de desorden) y su proyección en

la trascendencia. No así, lo cierto es que este planteamiento, al ser directo receptor de las vicisitudes

del camino terapéutico acogido por la Fundación, no parecía estar en mejor posición a la hora de

brindar una guía clara a los pacientes acerca de lo que, en sentido estricto, constituye el estilo de vida

de abstención. Así las cosas, no resultaba extraño encontrarse allí con pacientes que atravesaran por

el internamiento y continuaran por el período de soporte ambulatorio sin, al menos en apariencia,

verse mayormente “afectados” por lo vivido en su paso por el tratamiento. Y, de igual modo, otro

tanto parecía revelar la manera en que algunos afrontaban las diferentes sesiones terapéuticas,

adecuándose a ellas más bien por su forma que por lo que pudieran aprender en ellas. Desde luego,

no está de más recordar las aclaraciones que hemos efectuado en relación con las complicaciones

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Ética y tragedia 281

que apareja el hecho de tratar con una enfermedad tan compleja como la adicción —la cual es

presentada por terapeutas y pacientes como una situación con el potencial para socavar el anhelo del

individuo por cambiar—. No obstante, sentar el conjunto de la explicación sobre la naturaleza de la

patología adictiva no parece del todo sensato, tanto más si consideramos que es justamente sobre un

plano oscilación discursiva, entre las pocas certezas que la ciencia brinda sobre el particular y el

panorama evanescente de la intuición, que la espiritualidad define su alcance en la recuperación

frente a la adicción, erigiéndose para el efecto en una instancia enriquecida al ritmo de la tensión

entre lo objetual-positivo de la enfermedad y la reivindicación de un sentido de vida que trascendería

la inmediatez de la materialidad.

De cualquier modo, y a fin de evitar inconvenientes, preciso es cambiar el punto de análisis a fin de

identificar con mayor precisión el devenir de la terapéutica de adicciones, concretamente su

constitución en estilo de vida. Así, pues, de entrada resulta llamativo encontrar que si bien muchos

pacientes, desconociendo el alcance y características del tratamiento, parecen ingresar esperando

respuestas rápidas y efectivas frente a su situación (visiones que pecan por un optimismo desmedido,

podría decirse), ello no plantea necesariamente una limitación o una puesta en entredicho del trabajo

de los terapeutas, y en cambio constituye uno de los aspectos con los que lidian de forma rutinaria y

que instrumentalizan en aras de reforzar el mensaje de recuperación. De hecho, estos últimos no se

mueven dentro del campo terapéutico sin tener conciencia sobre las vicisitudes de dicho mensaje de

recuperación del que son pregoneros, sino que, por el contrario, es practicando un juego a doble

banda entre lo científico y lo intuitivo que propenden por avanzar en el trabajo con cada paciente.

Su tarea plantea en buen grado el empleo de toda la serie de herramientas conceptuales inherentes a

su quehacer como profesionales de distintas disciplinas, pero en últimas apunta a la conversión del

discurso terapéutico en ética a través de la difusión de la creencia en la recuperación, interviniendo

en ello tanto la integración, las formas de vigilancia y la disciplina como la estimulación de la

emotividad a través de la constante verbalización. En este proceso, por el cual apenas pueden velar

durante la fase de internamiento, y de manera parcial durante la fase soporte, la existencia de

protocolos de atención abre la posibilidad de brindar cierta estandarización al trabajo con cada

paciente, pero dentro de los márgenes de la duración del tratamiento, de la disciplina, de las sesiones

grupales y personalizadas y de las rutinas de trabajo y atención de funciones mucho queda pendiente

por ser discutido, precisado y apuntalado como enseñanza. Inmergir a cada paciente en la

espiritualidad, en el reencuentro del amor por sí mismo, parece, pues, no ser tanto un asunto de seguir

recetas, sino más bien de pericia, tacto y conocimiento; es una labor que opera entre amplios

márgenes de incertidumbre, que a veces implica experimentación a través del ensayo y el error, y en

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282 Dolor, derrota y liberación

cuyo oficio la experiencia del terapeuta marca la diferencia entre ser escuchado por el paciente o en

cambio ser tomado por diletante en un mundo en donde todos, en medio de la inmanencia y

mundanidad, son expertos en la adicción. Allí la espiritualidad, en palabras de Foucault (2000),

aparece en definitiva bajo la forma del camino a seguir en la transformación del ethos personal. Se

trata, pues, de un arte, del despliegue de un saber-poder profesional que choca contra formas

viscerales también de saber-poder, y que sobre el terreno de la contienda destruye para el instante

volver construir; es el mundo de los artistas de la recuperación, de aquellos que tienen que mantener

el equilibrio entre la materialidad y la intuición, que a diario deben vérselas de frente contra la

potencia destructora con rostro de adicción, de forma tal que, en lugar de negarla, intenten auspiciar

su transfiguración en dolor resemantizado que redima al paciente, que lo ate al presente, al “solo por

hoy”, para que así, y en medio de esa reivindicación de la inmanencia, este último construya un

sentido de vida con signo de libertad.

El telón de la representación de la tragedia de la recuperación, que a la postre está dado por el

establecimiento de un régimen de aislamiento respecto del mundo extramuros, oficia como coro con

cuya polifonía discursiva y de poder demarca los linderos de esa realidad que acontece en la casa.

Allí, a ojos de cada uno de los participantes, el dolor, no en la forma de “oscilaciones regulares de

la tensión inconsciente, sino [como] un trastorno de la cadencia pulsional” (Nasio, 2007, pág. 27),

atravesando por el espectro de la gramática terapéutica, se va convirtiendo en impulso de cambio; es

la tensión de lo positivo buscando adhesión en lo moral, una lucha constante que tiene su primer

encuentro en el internamiento y que se prolonga a lo largo de la vida del adicto. En el proscenio

terapéutico los héroes, algunos queriendo recuperar sus recuerdos, otros aspirando a tener por

primera vez una existencia digna, se aventuran a debatir conscientemente contra ese mundo ajeno

en su estética y su devenir, ese mismo al que por ahora muchos sienten que no es pertinente regresar.

En esa realidad, en donde la adicción termina hablando el lenguaje terapéutico y la positividad se ve

desplazada a lo incomprensible de la vida, los que empiezan a creer se adhieren con fuerza a su

designio de redención, lo aceptan y lo retienen con todas sus fuerzas, lo verbalizan con una

convicción que no admite dubitaciones. Esta ética, oblitera la preocupación por el futuro, en tanto

que al instante lo erige en terreno de lucha entre la ingobernabilidad del placer y el auxilio de un

poder superior con ribetes de justicia y mesura en el “solo por hoy”. Caído el telón, y regresando a

esa cotidianidad puesta en suspenso, nuevas luchas vendrán para cada quien. Los terapeutas

proseguirán su trabajo con nuevos pacientes, en tanto que los egresados, sin nada asegurando, habrán

de arriesgarse a vivir y, muy en el fondo, a creer. Es ahora la tarea convertir el mundo en hogar, y

en él seguir luchando: contra las tentaciones que expelen el aroma del retorno al dolor inasible, contra

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Ética y tragedia 283

sí mismos y la debilidad que ahora certifican en sus cuerpos como redescubrimiento de su

humanidad. La tragedia ha sido actuada, pero la función no culmina; de la efervescencia de dolor y

placer seguirán siendo fedatarios, y a la sociedad entera vívido testimonio de recuperación ofrecerán.

5.5 Notas teóricas: vivir… y nada más que ello

En cierta ocasión un paciente de la Fundación exponía cierta disyuntiva que en su sentir apareja la

filosofía de aquella frente a la recuperación, y de la cual él mismo, cuan crítico resultaba de lo

acontecido en tal entorno, no podía eximirse de manifestar como parte integral de su problemática.

—Esto sirve para regresar a un mundo de porquería, para no criticar esa sociedad egoísta y

clasista que sume a millones en la pobreza. Y, sin embargo, nosotros mismos, como adictos, estamos

inmersos en la miseria, y no podemos sencillamente darle la espalda a la realidad. O aceptamos ese

mundo tal cual es, y así tratar de vivir con algo de dignidad, o nos pudrimos en la adicción.

Este paciente culminó su internamiento con éxito, y durante el período de soporte —por lo menos

de la parte que fue posible seguir durante la investigación— prosiguió con el trabajo terapéutico.

Hacia el final (que no es lo mismo que un resultado final, sino más bien la comprobación de una

forma de pensar en él en un momento específico de su devenir, coincidente precisamente con el

término del trabajo de campo), y al cabo de oscilar a lo largo de los últimos meses entre la

racionalidad científica y la necesidad de hallar una “inspiración” de cambio (lo que ha sido

denominado como poder superior), se había fijado como tarea para el corto plazo empezar una

revisión crítica del programa de doce pasos, de manera tal que, sin perder de vista las ventajas que a

su juicio conlleva (lo cual reconoció constantemente), pudiera, eso sí, librarlo de las connotaciones

de orden teológico que desde su punto de vista no daban paso más que al reemplazo de la sustancia

adictiva por la creencia en lo trascendente, sin que efectivamente hubiera una superación de la

enfermedad. Ciertamente, la formación académica de este paciente —así como su agudeza— le

permitía apreciar con una perspectiva más amplia lo acontecido dentro de las fronteras de la

Fundación. Sin embargo, su verificación sobre esta disyuntiva distaba de ser un descubrimiento

exclusivo de él, y en cambio resultaba patente en las conversaciones sostenidas por distintos

integrantes de esta comunidad. Menciones expresas, comportamientos y discrepancias parecían

revelar en su problema adictivo, y en general en su proceder, insinuaciones de disidencia o resistencia

frente a un mundo que en muchos casos concebían como ajeno. No era, por cierto, la expresión de

actitudes rebeldes ex profeso (al menos no de forma mayoritaria), como sí la desazón frente a un

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284 Dolor, derrota y liberación

estilo de vida que bien podría resultarles opresivo, injustificado y pertinente para propósitos que

ellos no compartían. Pero este resultado no era simplemente un efecto de una actitud “en sí misma”,

sino que a su vez, y siguiendo el efecto de una reacción social, comprendía la manera como su

proceder era etiquetado y estandarizado por el equipo terapéutico y ciertos pacientes (como los

coordinadores y aquellos que fungían como abanderados del tratamiento), pasando en ocasiones a

convertirse en outsiders de la recuperación (Becker, 2009). Esto se hacía palmario especialmente en

los pacientes más jóvenes, frentes a quienes el tratamiento incluso sufría variaciones en pos de la

“dificultad” que entraba su situación, y adquiría matices peculiares cuando a esa condición de

juventud se unía el hecho de que la persona receptora del etiquetamiento fuera mujer —la visión de

“Eva” como impulsora del pecado original no resultaba del todo ajena al espacio terapéutico—.

Pero este encuentro entre la disidencia y la tendencia homogeneizadora, sea del caso reiterarlo, no

operaba precisamente sobre una abierta confrontación entre uno y otro extremo, ni mucho menos era

sinónimo de falta de entendimiento. De hecho, es aquí donde la otra fase de dicha disidencia: el

anhelo de cambio, aparece como aspecto que marca el punto de partida de la relación terapeuta-

paciente, aunque sin deparar en ningún caso una reducción de la complejidad de la recuperación.

Philippe Bourgois (Bourgois, 2010), al presentar los resultados de una etnografía que efectuó en

Harlem (Nueva York) con expendedores puertorriqueños de crack, justamente ponía de presente esta

situación, en apariencia paradójica, aunque con el particular acierto de evidenciar cómo la exclusión

de orden social de que era víctima esta población —acuciada para el efecto por una brecha de orden

económico y cultural— dinamizaba este ir y venir entre el anhelo de integrarse a la sociedad y el

deseo recurrente de prescindir de ella. Así, por un lado, el autor en cuestión presenta el siguiente

fragmento de una conversación que da cuenta de la primera situación:

Lo que me jodió cuando yo tenía trabajo limpio es que yo fumaba pipa. Eso fue lo único que

me jodió.

Porque, en serio, yo estoy feliz con mi vida. [Aspira] Nadie me fastidia. Recuperé el respeto.

Abuela me quiere mucho. Tengo una mujer. Tengo un hijo. Yo me siento completo. A la

verdá no necesito más nada. Tengo chavos pa arrebatarme [aspira de nuevo]. Todos los días

yo bajo al primer piso y trabajo para Pops, y no me llevo nada de lo que gano pa mi casa

porque al día siguiente los chavos no me hacen falta. Así que voy y me pongo high pero

mañana no me hacen falta chavos, porque vuelvo al Salón de Juegos, trabajo, me gano los

chavos y eso me permite fumar pipa otra vez [le hace una señal a Primo, que hunde la llave

otra vez en el montón de cocaína] (Bourgois, 2010, pág. 140).

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Ética y tragedia 285

Por el otro, y citando páginas más adelante otra conversación del mismo personaje, Bourgois (2010)

nos permite acceder a la situación opuesta:

Yo todavía no le he dicho nada a Abuela. No le voy a decir a nadie hasta que llegue a casa

con un sueldo semanal [choca el puño contra la palma de la mano y se agacha para inhalar

de la llave con heroína que Primo acaba de preparar].

No me quiero salar, pero yo creo que esto es lo único que me va a funcionar. Voy a dejar las

drogas fuertes [inhala una vez más heroína y sonríe]. Bueno, excepto el perico y la manteca,

tal vez.

Y mi carrera aquí va a mejorar, porque mientras más chavos gane la tienda, más chavos voy

a ganar yo, porque yo soy el encargado de los sánguches. Eso quiere decir que seguramente

vaya a tener que trabajal dos turnos.

Esto es bueno pa nosotros; esto es bueno pa Primo; ya estamos cerca. Hasta aquí llegó el

relajo (pág. 154).

Se podría decir que esta tensión entre disidencia y anhelo de cambio hace parte del día a día de

personas en condición de adicción, sucediendo que a ella hacen referencia con frecuencia los

terapeutas de la Fundación. Para ellos, y para los mismos pacientes, resulta claro que estas

afirmaciones de cambio son otros tantos de los intentos desesperados por dejar de ser prisioneros del

consumo, redundando por lo general en una sucesión de fracaso tras fracaso y, en su sentir, no

llegando nunca a ser más que paños de agua tibia frente a una problemática cuyo calado es en sumo

grado profundo y denso. Es más, la ida y vuelta entre “paradas en seco” y consumo activo no quedaría

por fuera de la explicación de la adicción como esa “peculiar locura” que, a pesar de dejar a veces

filtrar luces de cordura en medio de la miseria, y por tanto dar cabida al anhelo de cambiar y vivir

(no solamente sobrevivir), envuelve al adicto en una inextricable, sórdida e inexpugnable cadena de

sufrimiento y automatismos de consumo. Pareciera este, pues, un terreno idóneo para proseguir la

sempiterna discusión filosófica sobre necesidad y libertad, eventualmente entre causalidad y libre

albedrío, pero esta vez a la luz de la cromática complejidad que inserta el problema de la existencia

humana en contextos donde la opresión, la esperanza y la sumisión, más que aspectos límite,

intervienen como expresiones mundanas problematizadas y redefinidas en medio de la lucha

constante por la vida. En todo caso, no ha sido aquí la intención el vérnoslas con el relato de un

individuo adicto luchando contra el mundo, aquel que por sí mismo busca cambiar y fracasa. Ha sido

este más bien el análisis de una experiencia de recuperación a través de la interacción, concretamente

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286 Dolor, derrota y liberación

mediante la configuración de prácticas sociales terapéuticas, la gestación de formas de valoración de

recuperación dentro de sus fronteras espacio-temporales y la eventual conversión de estas en un

estilo de vida de sobriedad. Así, pues, el asunto no ha pasado aquí tanto por asociar indistintamente

la adicción con una serie de imposiciones sobre la conciencia, y a esta última con el libre albedrío

refundido tras los pliegues de un placer desbocado, y en cambio ha supuesto la apreciación crítica

de la abierta movilidad que caracteriza a este fenómeno merced al entrecruce de diversas tecnologías

terapéuticas en el cuerpo adicto (entre ellas las de individuación y las relaciones de poder). No han

sido entonces la adicción (en sí misma) y las sustancias o prácticas adictivas las erigidas en objetos

de estudio; antes bien, he procurado abordar con cierto detalle una de las tantas formas de

estructuración social tejidas con ocasión, a lo largo y a través de ellas: la recuperación. Procurando

evadir funcionalismos y naturalismos, y teniendo como premisa básica el hecho de que en escena

intervienen actores sociales y no meros autómatas, nos adentramos en una red de significación,

valoración y transformación que toma la vida misma y las expresiones vitales en objeto de la terapia,

apuntando a ver cómo en medio del variable encuentro con formas doxáticas y epistémicas de saber

el ser social puede entrar en contienda, discutir y/o asumir finalidades de cambio que rijan su ser-y-

estar-en-el-mundo, y por su ministerio ingresar en el juego cambiante de fijación de eso que

sibilinamente llamamos “futuro”.

5.5.1 Entre ingobernabilidad y poder superior: siempre hay algo más

En seguimiento de este camino nos hemos apoyado en lo sucedido con Emilce, Francisco y Susana.

A través del entrecruce de sus anécdotas y de lo visto en la Fundación tuvimos la oportunidad de ver

cómo la enfermedad de la adicción, antes que un estado predefinido en sus contornos, es el producto

discursivo que solo por intermedio del juego de poder en la interacción profesional-paciente termina

erigiéndose en verdad sobre la vida y, en esa medida, en principio rector de sucesivas prácticas

sociales terapéuticas en cada caso. Para lograr esto era preciso revisar con detenimiento el paso de

una tensión psicológica entre disidencia y anhelo de cambio hacia el anclaje en los ritmos sociales

del dispositivo terapéutico, siendo allí donde el fenómeno sociológico de la integración nos fue de

vital apoyo. Había, con todo, algo que previamente era preciso tener en cuenta, y era el hecho de que

el tratamiento para las adicciones se resiste a ser apreciado como una especie de matriz de integración

de individuos desviados. En ese sentido resultan válidas las alusiones de Michel Foucault sobre

prisiones, manicomios y demás como instituciones asociadas a técnicas de escisión de la población

(y no tanto de resocialización), las indicaciones de Howard Becker sobre la constitución de la

desviación como etiqueta moldeadora de los sometidos por la dialéctica de la reacción social y las

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Ética y tragedia 287

apreciaciones de Erving Goffman (2006) sobre las brechas introducidas con los estigmas sociales.

No obstante, y a pesar de su pertinencia, era menester trascender tales planteamientos, ello toda vez

que no era una cuestión de mera escisión lo que aparecía en la Fundación, y en cambio sí un juego

móvil de ida y retorno entre lo que para muchos representa una dualidad infranqueable en este

ámbito: salud y enfermedad. Impulsados por tal dificultad, nos dimos a la tarea de abordar la

integración de una forma diferente. La relacionamos directamente con la noción de cultura como red

de significación (de la que son principales exponentes Max Weber y Clifford Geertz), y de esa

manera tuvimos oportunidad de ver más allá de la escisión y la comunión. La integración, en ese

orden de ideas, no sería ya algo que meramente aparece o desaparece en función de la agencia

particularizada de individuos o comunidades, y en cambio sería la emergencia en prácticas sociales

de esos lazos de entendimiento y valoración que integran la cultura y gestan a cada paso el tránsito

de lo psicológico a lo social. Verbigracia, cuando Emilce ingresó a la Fundación, no simplemente

“aprendió” una serie de pautas de conducta y entendimiento que al instante procuró poner en práctica

para desenvolverse sin complicaciones en tal espacio de interacción. Ciertamente el aprendizaje tiene

lugar para los pacientes en su paso por el internamiento, pero el fenómeno dista en buen grado de

seguir la secuencia aprender-interiorizar-aplicar-interactuar34. En lugar de ello, la integración tendría

la forma de una exaltación y sedimentación de determinados sectores de la red cultural previamente

compartidos por el actor social (en este caso el paciente), de tal forma que, más que efectuar un

comienzo “desde ceros”, tan solo se vería abocado a presentificar determinados recuerdos ínsitos de

su memoria (Giddens, 2011), y en esa medida establecer un terreno de interconexión para que las

nuevas “lecciones” sean apropiadas por su registro reflexivo —en otras palabras: aprendemos a partir

de lo que ya conocemos, nos integramos con base en la cultura que nos une—.

Al respecto, se podría objetar que con ciertos pacientes, al provenir de entornos sumamente críticos

en los que no recibieron una adecuada formación en valores (como aquellos que han pasado la mayor

parte de su vida viviendo en condiciones de indigencia, por ejemplo), literalmente habría que iniciar

todo un proceso de aprendizaje con ellos. El planteamiento resulta interesante, aunque peca por el

simplismo con que trata el fenómeno de la sociabilidad. Para empezar, resulta claro que la

integración no solo propicia formas de vinculación a través de la exaltación de determinados canales

34 Al respecto resultan llamativas las críticas efectuadas a posturas de corte positivista sobre el aprendizaje,

ironizando por ejemplo sobre el símil del balde vacío (mente) que poco a poco se va llenando de agua

(conocimiento).

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semánticos y valorativos, sino que a su vez se refleja en la constitución de fronteras de influencia.

Esto, empero, desborda lo meramente significante, vinculando a su vez el juego de fuerzas entre los

actores que hacen parte del esquema de integración terapéutico. En esa medida, aunque las metas

del tratamiento pueden resultar comunes a cada uno de los integrantes de la comunidad de la

Fundación, el recorrido que cada quien hace en este espacio termina por estar marcado en buen grado

por sus finalidades personales, sus apreciaciones y su forma de entenderse con el otro, con lo que la

integración no seguiría strictu sensu la senda de un “plegamiento” semántico y valorativo a la

tendencia homogeneizadora impulsada por el equipo terapéutico, y en cambio sería el punto de

partida para el despliegue de un accionar variopinto en su alcance y efectos35. En segundo lugar, es

de anotar que la preexistencia de un reservorio cultural no es sinónimo de un rápido avance en la

integración, sucediendo en cambio que en la mayor parte de los casos (y la excepción está dada por

aquellos que ya han pasado previamente por la fase de internamiento) resulta preciso ir

“aclimatando” al nuevo paciente a los ritmos de interacción y trabajo, sin que ello asegure que no

habrá un abandono prematuro del tratamiento.

Más importante todavía, hay que observar que el entendimiento y las coincidencias valorativas de la

integración en la Fundación no se producen justamente con base en formas abstractas de

conocimiento o de ética, sino que, como lo vimos previamente, se fundamentan sobre el trasfondo

emotivo que embarga a cada uno de los participantes, concretamente en el dolor. No se trata de decir

que los sentimientos y emociones de cada uno de ellos resulten equiparables entre sí, ni tampoco

que, al tener conexión con un problema común a todos (la adicción), aparezcan como derivaciones

epifenoménicas de la situación compartida. En lugar de ello, preciso sería entender que los distintos

trabajos terapéuticos, el compartir experiencias en torno al consumo, el incentivo de la unidad grupal

y las consultas privadas profesional-paciente intervienen como formas de constitución y

direccionamiento de la sentimentalidad de cada quien hacia ese dolor percibido como sustrato común

de la adicción. Hay, entonces, una dimensión sentimental identificada y exaltada en el tratamiento,

pero no es sobre ella misma que se propicia la integración, sino más bien sobre su conversión en

semántica y valoración susceptible de englobar la historia de vida de todo aquel que, buscando ayuda

o por el efecto de presiones en su contra, pone un pie en la Fundación. Esta identificación con el otro

35 El hecho de ir-a-tratamiento-a-recuperarse no apareja el seguir un camino estrechamente circunscrito por

los protocolos terapéuticos. Como tuvimos oportunidad de apreciarlo, si bien hay un efecto homogeneizador

que impulsa el camino de la recuperación, esta última, para convertirse en ética, no depende tanto del

plegamiento del paciente a la creencia terapéutica (lo que se suele calificar por algunos como “fanatismo”),

como sí del hecho de que el paciente se someta a un “diálogo” constante con su realidad.

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Ética y tragedia 289

en el dolor, la posibilidad de encontrar en el compañero de adicción un reflejo sobre la propia

situación, no es algo de un único momento, ni mucho menos se agota con el internamiento. Su suerte

corre paralela a la duración de la enfermedad, siendo así que cada uno de ellos, en el

redescubrimiento constante de su sentimentalidad y de su vínculo fraternal con los que también viven

aquejados por esta problemática, luchará día tras día, y de forma perenne, por fundir su cotidianidad

con esa peculiar gramática en torno a la cual se crea comunidad. Allí la lucha no será exclusivamente

contra su enfermedad, sino a su vez será consigo mismo. De frente se tendrá una nueva tentación: el

sentir que ya está “curado”, que ya no necesita ser parte de tal congregación de adictos. La tensión

entre libertad y necesidad volverá a hacerse explícita, pero esta vez como indagación sobre el nuevo

papel de la ética terapéutica en la estructuración de una nueva forma de vivir. La ética redentora

seguirá allí, y a ella continuará debiendo la sobriedad presente, pero a su turno resonará en su

conciencia el estribillo de una reconciliación con el placer demonizado. Entre la inseguridad y la

renovación de la confianza deberá jugar a ser equilibrista el paciente en recuperación, en tanto que

su integración a una comunidad en torno a la adicción, esgrimida como orgullo de cambio y en

ocasiones ocultada a los profanos de la creencia en cuanto secreto motivo de vergüenza, no será un

mero vínculo con sus “iguales”, como sí la relación de sí mismo consigo mismo: por la edificación

de su liberación, por el cuidado frente a la volatilidad de sus ansias, pero en uno u otro caso como la

promesa de retorno a la sociedad, esa que nunca pudo dejar de ver con dosis cambiantes de añoranza,

resignación y discrepancia.

En una de sus cartas a Felice Bauer, Franz Kafka hacía mención de la postura vertical, manera con

la cual marcaba una barrera entre el ser del hombre y los demás animales. En cierto modo, a través

de tal indicación plástica ponía de presente una especie de seguridad ontológica del humano en su

devenir, su cotidianidad, un avance no problemático por la existencia. Contrapuesta a ella está la

postura horizontal a la que alude Thomas Mann, esa en la que por años vivió su héroe Hans Castorp

y los demás pacientes del sanatorio Berghof. Esta postura, por el contrario, es el sinónimo de la

autoconciencia y el cuidado de sí, la entrega del cuerpo a la medición, una especie de reducción del

adormilamiento en el instante —del impasible trasegar— en pos de la expectativa por la llegada de

una mejoría con plazo incierto. Verticalidad y horizontalidad, reductibles en cierto modo y de manera

respectiva a salud y enfermedad, no son ciertamente opuestos irreconciliables, como sí variables que,

gravitando sobre un mismo plano de normalidad, demarcan la transformación para el individuo en

la medida en que ingresa en formas distintas de conciencia sobre su corporeidad. En el fondo ambos

estados, estratificados y caracterizados en función de formas estáticas a través de las cuales son

comprendidos (sus imágenes), son el corolario del encuentro con el tiempo, del paso bidireccional

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290 Dolor, derrota y liberación

de su implicitud (o su ocultamiento) en el obrar hacia su exaltación con la interrupción de lo-

asumido-como-habitual. Pero el tránsito de uno a otro no es el resultado de un cambio

eminentemente bioquímico. De la mano de Talcott Parsons (Parsons, 1984) tuvimos oportunidad de

ver esto a través de la configuración del denominado sick role, entendiendo que en ello interviene la

posibilidad para el enfermo de eximirse de la atención de las obligaciones inherentes a su posición

en la estructura social, lo cual entra a ser legitimado por la intervención del profesional médico en la

certificación y atención de su condición. No es solo un asunto de enfermedad, sino a su vez un

encadenamiento de determinadas expectativas y reacción sociales, lo cual en el caso de la adicción

adquiere unas condiciones muy especiales. Por un lado, no es una enfermedad que dependa tanto del

diagnóstico, sino que más bien se define a partir de los rasgos inherentes a la historia de vida de cada

paciente (sin perjuicio del trasfondo de dolor que permite pasar de la singularidad a la comunidad).

Por el otro, y esto fue notorio al abordar la situación de Francisco, la separación espacio-temporal

que se marca entre salud y enfermedad en cada caso resulta más bien inestable. No es, desde luego,

un asunto de afirmar que el tratamiento para las adicciones no finca barreras sólidas entre curación

y recaída —lo cual es algo que, como vimos, sencillamente no aplica dentro de la gramática de

recuperación de la Fundación—, como sí que en los saltos de la enfermedad en activo a la sobriedad

(propios, estos sí, de esta gramática) la creencia del paciente resulta crucial.

La creencia en la enfermedad, y concretamente en la posibilidad de poder vivir con ella, parte de la

puesta en escena de dos formas que desbordan la capacidad del individuo: ingobernabilidad y poder

superior. La primera es la conversión de las frustraciones constantes del paciente por dejar de

consumir en una certeza; de ser intentos faltos de “fuerza de voluntad”, accidentes del libre albedrío,

tornan en ejemplos claros de una condición insuperable y perpetua para el adicto. Y es ante tal

condición, que de ser experimentada como expresión visceral torna en símbolo de identidad, que el

segundo, un poder superior sin nombre ni forma, brinda el paliativo de “poder parar” en el “solo por

hoy” y vivir con sano juicio. El camino de conformación de la ficción científica sobre la adicción es,

a la postre, el tránsito del paciente desde su escepticismo o su ignorancia hacia la visión de sí mismo

como adicto, como alguien en posición medianera entre ingobernabilidad y poder superior, lo cual

termina por traducirse en una forma de desconfianza que lo conmina a vivir en estado de alerta a

cada momento. La mediación entre ambas potencias solo puede lograrla a través de los principios de

honestidad, receptividad, buena voluntad y humildad, siendo de hecho y en muchas ocasiones las

únicas guías con que cuenta para navegar en la incertidumbre de su estado. En todo caso, no son

ingobernabilidad y poder superior los elementos estructurantes de esta creencia, de esta fe, y puede

que ni siquiera lo sea esa especie de encierro timorato en el presente a fin de protegerse frente a la

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Ética y tragedia 291

adversidad de un placer imborrable. La creencia arranca con la adicción misma, resemantizada en su

invencibilidad y perdurabilidad, y sigue por el camino de la renovación de la esperanza y la

posibilidad de redención con la profilaxis frente a sí mismo, pero en el fondo gravita sobre la

pregunta por la posibilidad de cambiar, de retomar el encuentro con el tiempo, de convertir el cuerpo

en territorio de perfectibilidad. Al respecto, ¿cuál es el principal reproche que entre la comunidad de

adictos en recuperación pueden recibir los denominados “fanáticos”? El que, por vivir presos en el

temor, aplastados a voluntad entre ingobernabilidad y poder superior, prefieren anquilosar su

creencia y defenderla férreamente. No solo temen volver a la adicción activa, sino que no saben

cómo arriesgarse a vivir. Ese miedo que invadiera a Francisco y Emilce, y que al primero le costaré

tanto al dar su primer paso, sume a muchos en el encierro de una recuperación sin avances ni

retrocesos; en cierto modo dejaron de ser prisioneros de la droga o de las prácticas adictivas para

pasar a manos de un constreñimiento de su querer. Les abruma el paso del tiempo, les abruma el

volver a vivir. Pero convertir la creencia en designio personal pareciera para algunos, tal vez los más

osados, insinuar algo más. Para ellos no quedaría meramente en el presente y el cuidado en él, sino

que plantearía el desafío de crecer, de reconciliarse con la vida, de afrontar lo que venga con sus

alegrías y tristezas. Probablemente seguirán luchando contra el tiempo, pero ya no como meros

espectadores de una realidad que se les escurre entre las manos, y en cambio sí como seres insertos

en el devenir, amantes de la vida, pudiendo así volver a mirar en lontananza hacia ese futuro que

otrora apreciaban con desconfianza.

¿Cuál era el paso a seguir para lograr no ser devorado por las llamas de la impotencia, y a su turno

para convertir el poder superior en impulso hacia el devenir y no en opresiva salubridad? A su

manera, cada quien lo intentaba: Emilce, pensativa por momentos y exultante de ternura en otros

más, parecía más propensa a esperar y ser metódica, siendo su anhelo de cada instante el llegar a

comprender para avanzar con seguridad; Francisco seguía impulsos, quería respuestas rápidas y

seguridades perdurables, aunque sin poder evitar sentirse acometido por enseñanzas que ponían en

entredicho la pretendida perfección de su sencillo y pragmático proceder; y Susana, tropezando una

y otra vez, se había empeñado por años en imponer su libertad por sobre la necesidad, aunque

temiendo a cada momento el encuentro consigo misma en el espejo. Los tres deambulaban por un

camino que a pesar de lo vivido les resultaba desconocido, y, lo que era peor, todo elemento externo

de seguridad, todo aquel que les brindaba una pista sobre cómo transitar, terminaba convirtiéndose

en otra parte más de esa extraña vivencia que buscaban dejar atrás. “Nosotros seguimos el mensaje

y no a los mensajeros”, esa frase la terminaban por recordar a punta de dolor, básicamente después

de ver cómo otros que estuvieron a su lado, incluso con años enteros de abstención acumulados,

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292 Dolor, derrota y liberación

terminaban por recaer y dejar en vilo todos los consejos que ofrecieron como desprendimiento

directo de su “sapiencia” sobre las idas y vueltas de la adicción. ¿Cómo orientarse entonces, de qué

manera seguir el extraño camino de la recuperación, sin caer de nuevo en el consumo, y a su vez sin

encerrarse en las costas de falsa seguridad del anquilosamiento? Por mucho tiempo miraron hacia

afuera buscando una respuesta, y aunque obtuvieron alivio y apoyo, les era preciso continuar por sí

mismos; ahora a sus preguntas debían darle el sentido de un cuestionamiento personal. Eran ellos

mismos, solos y a partir de sus respectivas experiencias, quienes debían responder a ello. No podían

simplemente aspirar a hallar soluciones, su tarea era en cambio, hoy, mañana y por el resto de los

días, construir su destino.

Debían comenzar, pues, por conocerse a sí mismos, para, con posterioridad, proceder a algo más.

Michel Foucault (1991; 2008a) reconstruye con fino detalle la conformación en la antigua Grecia de

tecnologías del yo de este tipo, a la vez que muestra que el gnóthi seautón (γνῶθι σεαυτόν: “conócete

a ti mismo”) entra en la esfera más comprensiva del epimeleia heautou (επιμέλεια εαυτού: “cuidado

de sí), abarcando así 1) la actitud frente al mundo, 2) el direccionamiento de la mirada hacia sí mismo

y 3) una forma de actuar que también va orientada al sí mismo. Este retorno del individuo sobre sí,

autogobierno que pasa por fases dietética, económica y erótica (Foucault, 1986), parece en buen

grado proclive para acercarnos a la manera como los pacientes de la Fundación procedían a

someterse a sí mismos a problematización. Para empezar, recordemos que en el tratamiento el libre

albedrío, aunque sometido a constantes matizaciones en su encuentro con la ingobernabilidad y el

poder superior, no resultaba descartado. Era, pues, de esta manera como el dolor subyacente a la

enfermedad de la adicción no era tomado por un “justificante”, sino que más bien se le apreciaba a

la luz de la diada contextual-individualizante. En esa medida, el comienzo de visbilización de cada

quien para sí mismo no quedaba en el mero recuento de su historia de vida, y en cambio fungía como

un instrumento que auspiciaba: 1) la gestación de los principios de una identidad personal; 2) el

establecimiento de relaciones de unidad y autonomía frente a la comunidad de adictos y otras

agrupaciones sociales; y 3) la fijación de un régimen de tránsitos de doble vía entre la inmanencia

de su dolor y su mácula (estigma) y la trascendencia a través de la adopción de la creencia en la

recuperación. Se acierta, en efecto, al afirmarse que los tratamientos intervienen como mecanismos

de escisión de la población, pero ello solo muestra una cara de la moneda. Aunque el estigma de

adicción persiste, y con la creencia se erige en condición vitalicia, no solo propicia una separación

entre personas “sanas” y “enfermas”, o cuando menos no gesta sus principales efectos en las franjas

visibles de las interacciones sociales extra-muros. Muchos pacientes logran retornar a la sociedad,

seguir rutinas no problemáticas y rendir en el estudio, el trabajo o el desempeño de actividades

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Ética y tragedia 293

físicas, y a su vez gozar de buenas relaciones afectivas con sus seres más allegados. Antes bien, la

diferenciación, la identidad de adicción, alcanza su mayor intensidad en la reflexión en solitario, en

los momentos en que, encontrándose consigo mismo, el paciente tiene nuevamente de frente el

impulso hacia lo incontrolable. Algunos, bien sea por precaución o por vergüenza, mantienen oculta

su desazón al tiempo que buscan los grupos de autoayuda para poder expresar lo que, bajo otras

circunstancias, deben mantener en silencio. Otros van exteriorizando lo crítico de su situación en sus

rutinas, entrando ocasionalmente en conflicto con su entorno. Ambas situaciones, aun cuan disímiles

puedan parecer entre sí, tienen una fuente común. Una y otra revelan que la escisión no reside tanto

en el exterior, sino prioritariamente en ellos mismos. La interiorización de la creencia los ha

convertido en temerosos de sí mismos, concretamente de esa parte de sí que asumen como fuente de

su “maldad”. Emilce y su inseguridad, Susana y su egoísmo y Francisco y su arrogancia, ellos y

otros pacientes toman “defectos de carácter” que asumen como representativos de sus falencias,

proyectan en ellos los rasgos negativos de su adicción y los mantienen allí, gravitando como amenaza

constante a su sobriedad. “Bruja”, “Sr. Hyde” o “Demonio”, ese ser interior, ya no trascendental

como la impotencia o el poder superior, sino inmanente y eminentemente visceral, no solo es su

némesis; él también es inspiración, impulso de cambio y desacato frente a la resignación. Para

afrontar su enfermedad no pueden andarse con delicadezas, y es allí donde eso negativo, con nombre

propio y presencia en su temporalidad, aparece como adalid de fortaleza para vencer a la imposible

enfermedad.

No es, entonces, la recuperación, en su contacto con el cuerpo del paciente, un simple conocerse.

Los mensajes de esperanza que circulan por los pasillos de la Fundación a veces parecen dar la

impresión de pregonar y defender formas contemplativas de la vida, más bien ligadas a una

“conservación” de lo no afectado por la adicción que a un reencuentro activo con la vida. Sin

embargo, su expresión no agota el sentido práctico de la recuperación, y su significación no depende

tanto de su enunciación abstracta como sí de su entrecruce con la experiencia misma de trabajo

terapéutico. Aunque osado, tal vez no resulte infundado afirmar que es este un punto de inflexión en

la recuperación de todos los pacientes de la Fundación, y que de hecho es en el afrontamiento del

mismo que se termina midiendo la probabilidad de encumbrar la recuperación como estilo de vida.

Ser-más-que-el-mensaje, de la inmanencia trascender, no a la creencia en lo imposible, sino a la vida

más allá de las limitaciones del aquí-y-el-ahora. Es, pues, en este punto donde la noción de libertad

empieza a adquirir fuerza, dejando de lado el simplismo de “hacer lo que se me da la gana”, para en

cambio entrar en escena como un reencuentro de voluntad y necesidad en el destino. Corolario de

tal circunstancia en el caso que nos ocupa fue Emilce siguió, a punta de desencuentros y reflexiones,

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294 Dolor, derrota y liberación

viendo más allá, y Susana, que a la sazón se había hecho su mejor amiga, empezaba a sentir que los

límites, eso que otrora observase con desprecio, no simplemente eran constreñimientos sino a su vez

oportunidades. Por tal camino de espiritualidad siguieron ambas, sin la seguridad de alcanzar una

meta, pero asumiendo pasado, presente y futuro como perspectivas de lo que ellas siempre quisieron

alcanzar. Lo suyo fue —volviendo sobre nuestros pasos— una reconciliación con el tiempo, una

fuente de esperanza. Lo que sería de sus vidas no era justamente su preocupación —o al menos no

en los términos de una carrera contra el desvanecimiento de la existencia en la eternidad—, ¿y de

nosotros? Digamos que tuvimos la oportunidad de acompañarlas por momentos valiosos para

nuestros propósitos, y que ahora es justo que las dejemos acceder al revitalizante abrazo del

hundimiento en el anonimato. No diremos que vivieron felices, como sí que siguieron un camino

incierto ajeno a nuestras preocupaciones. ¿Y Francisco? ¿También empezó a tratar de hacerse uno

solo con su destino? Ciertamente no, y tal vez atendiendo a su suerte podamos aprender unas últimas

enseñanzas.

5.5.2 Reencontrando la libertad, el sentido de la tragedia

Francisco no regresó a casa esa noche; se quedó donde su amigo, aunque no porque la compañía de

este le inspirase en ese momento alguna especie de confort, sino más bien porque no se sentía en

condiciones de ver a sus padres. De hecho, no quería ver a nadie conocido, no quería cruzar palabra

con otros. Temprano en la mañana tomó rumbo por su cuenta, despidiéndose lacónicamente, no

dando detalles sobre lo que se proponía. Mejor aún, nada se proponía. Caminar, ir de un lado a otro,

trasegar sin mortificaciones, sin por una vez ocuparse de sí mismo. ¿Qué quería? Tal vez la nada, o

al menos no eso con lo que comúnmente a la nada era asociaba, y que para sus adentros siempre, sin

excepciones, era sinónimo directo de liberación. Atravesó barrios, caminó por horas, ya sin

obstáculos ni quimeras de redención. Por primera vez en meses quiso ceder, abandonarse a lo que le

pedía su cuerpo, experimentar una vez más que el tiempo no existía. Todo lo vivido hasta ese instante

se le antojaba ¡tan opresivo!, y por el contrario ¡tan liberadora la entrega a lo negado!; la lógica más

elemental, su lógica, lo impulsaba a seguir lo segundo, a entregarse al placer, a no luchar por una

meta que resultaba imposible de alcanzar: “Al menos en eso tenían razón”, decía para sí, “soy

impotente ante esto. Pues bien, ¡que así sea!” Nada lo detenía, y sus padres, ignorantes de su suerte,

no estaban allí para retrasar su recaída. Tanteó sus bolsillos en busca de dinero, si bien incluso con

su ropa podría pagar por lo que necesitaba. Estando en esas con algo tropezó: era una medalla blanca,

una mención que le fuere entregada una semana atrás por alcanzar tres meses de abstención. El verla

entre sus manos literalmente lo conturbó, casi que le robaba el aliento. ¿Cuándo la había recibido?

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Ética y tragedia 295

¿Cómo? Como ráfagas los recuerdos llegaban, en la confusión destellos de mnémica iridiscencia lo

asediaban. Fue justamente la última vez que se sintió así, ese mismo día en que Emilce, entre el frío

y la niebla, lo detuvo. La vio a ella, recordó su aspecto exacto de esa mañana, sintió a través del

tiempo y el espacio una vez más la calidez de su mirada. Fue ese el mismo día en que, confrontado

con Susana, recordó por qué había hecho tantas cosas por cambiar. En ese día, el que había sido el

de su mayor desespero hasta entonces, contrario a lo que sus temores le insinuaban, fue recibido con

aprecio por compañeros de lucha y por otros que, aunque desconocidos, le resultaban tan familiares

como el reflejo de sí mismo en el espejo. Entre aplausos fue recibido; no era el hijo pródigo, sino

aquel que muchos tomaban como un ejemplo a seguir. Sin darse cuenta el llanto lo hizo suyo, el

dolor le atragantó el pecho, y no tuvo más remedio que tenderse en la acera, en medio de los

impávidos transeúntes, y llorar. Ahora recordaba, ahora sentía. Esta vez encontró un principio de

respuesta por su cuenta, pero quería escuchar algo más que ahora mismo necesitaba con lo más

profundo de su alma.

¿Qué había recordado Francisco? Que su esfuerzo no era una exaltación de la forma por sí misma;

que a pesar de la fama de “fanático” que se había ganado entre sus compañeros y compañeras de

internamiento, sus sueños eran los que lo impulsaban a seguir. Vivir era su aspiración, y por ella

había luchado día tras día; lo olvidó cuando más lo necesitaba, y por cuenta de ello estuvo rondando

la recaída. Es aquí donde se encuentra que la recuperación no es una propedéutica, aunque comienza

con ella; no es una rutina, si bien a través de sus serialidades brinda pautas de acción para el diario

vivir; no es una suma de medios de adecuación del cuerpo a la rutina (prácticas de sí), aun cuando

es por su intermedio que el mensaje de perfectibilidad se manifiesta en la adecuación consciente de

la corporeidad. La recuperación, más que todo lo anterior, constituye una ética, su signo es el de una

reconducción de la vida a lo largo del desarrollo de una cambiante relación con el discurso. En su

despliegue la fuerza, el poder, no resulta ajeno, pero tampoco es el factor determinante. Se trata de

un efecto de interiorización, de aprendizaje y conversión en insumo para acción, es la perfectibilidad

que a un mismo tiempo apunta a la perfectibilidad del paciente y de la misma sociedad. Su efecto,

ante todo, es el de una explicitación de lo vital, incluyendo lo psíquico y lo emocional, siendo por

ello que parte de una adquisición de autoconciencia. Ágnes Heller (1987), haciendo eco de lo

expuesto sobre la naturaleza humana por Karl Marx, señala que el paso de una particularidad

atrapada en la cotidianidad hacia la individualidad, esta última depositaria de la esencia humana

enriquecida por una sociabilidad no enajenada, se hace posible merced al descubrimiento de las

objetivaciones genéricas de dicha esencia, lo cual no supone otra cosa que “abrir los ojos” frente al

papel que se ocupa en el plano de la historia y, desde él, hacer historia —historicidad—. En parte lo

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296 Dolor, derrota y liberación

acontecido en la Fundación sigue tal senda de redescubrimiento, aunque sería preciso anotar que su

efecto es más bien el de la adquisición de una autoconciencia con perspectiva, un despertar en

función de las nociones sobre la recuperación36. Vimos previamente que los pacientes van

construyendo una imagen de sí mismos a la medida de su enfermedad, en relación directa y

permanente con ella, siendo así como terminan por direccionar casi que todo acto de toma de

decisiones hacia la cuestión de preservarse, permanecer en alerta y evitar al máximo el riesgo de la

recaída. Resulta claro que esto termina configurando un estilo de vida de sobriedad, el cual puede o

no ser seguido de forma permanente, pero abre la puerta al surgimiento de dudas sobre si ello

constituye en sentido estricto una forma ética. ¿En qué medida se podría afirmar que el individuo ha

hecho una apropiación del discurso sobre su situación adictiva si, paradójicamente, termina por

hacerse prisionero de una expresión fetichizada de la recuperación? La finalidad, en este caso, no

sería el mero hecho de orientar el cuidado terapéutico hacia unas metas específicas (lo cual, hasta

cierto punto, es algo que caracteriza la mera adhesión a la creencia para no recaer), como si la

posibilidad de abrir la existencia a la vida, a su expresión en la forma de creación. Así, pues, la

perfectibilidad a que se aspira no sería tanto un asunto de proyección, como sí de inmersión

progresiva en lo ignoto. Aquí las dudas aparecen, la seguridad con lo alcanzado gracias a la creencia

invita a ser conservador, a tener cautela con lo que está más allá de lo conocido, y por ende de lo

controlable. ¿Estar a salvo en la inmediatez, aunque contando con una certeza bastante limitada y un

inconformismo que bien puede conducir a lanzarlo todo por la borda, o arriesgar y luchar, y

consecuentemente correr el riesgo de la desilusión? La decisión no es sencilla, y para las personas

que se encuentran en recuperación las vicisitudes de una y otra alternativa se magnifican. La

disyuntiva parte en apariencia de lo discursivo, pero en su encuentro con la mismidad de

recuperación, y en el choque con las líneas de fuerza a lo largo de las cuales se mueve e interactúa

el paciente, aterriza en terrenos de la vida; de allí que, siguiendo a Foucault, el fenómeno adquiera

las condiciones de un arte de vivir.

Francisco ya estaba por llegar a la sede campestre de la Fundación. Era tarde, y posiblemente no

encontraría allí a su “doctor”, pero su inquietud era más intensa que la prudencia. Agotado, y con el

rostro descompuesto, estuvo por fin ante las puertas de la casa. A la distancia vio a pacientes

36 De hecho, esto nos llevaría a pensar si la existencia de distintas formas éticas ligadas a la generación de

autoconciencia, entre ellas la marxista, es la regla, y no precisamente la espera por un despertar único soportado

sobre contenidos de pensamiento que “impugnen el pragmatismo y las experiencias antropocéntricas surgidas

en este ámbito, pero también las necesidades del hombre singular cotidiano” (Heller, 1987, pág. 103).

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Ética y tragedia 297

dispersos entre los prados y la terraza; el personal no era visible en ese momento, no había más que

la mancha multicolor conformada por los atuendos de sus compañeros de enfermedad. Dudo al

llamar al timbre; sabía que tenía que estar allí, que necesitaba una respuesta, pero algo lo detenía.

Inseguridad, tal vez temor, o posiblemente el no tener precisión acerca de lo que precisaba escuchar,

el caso es que allí estuvo esperando, sin decidirse a llamar, meditando sobre la posibilidad de

regresar. Hacia el final una enfermera lo reconoció a la distancia, y sin dilaciones lo hizo pasar. Se

saludaron con afecto, y aunque Francisco procuró ser lo más cortés que pudo, no logró evitar

camuflar su ansiedad.

—Buscas al doctor, ¿no es así?

—Sí, aunque no quiero molestar.

—No te preocupes. De todas maneras alcanzaste a encontrarlo, ya estaba por irse. Dame un

momento que voy a buscarlo.

Allí estuvo algunos minutos, sin saber cuántos, aunque a su juicio angustiantes en su transcurrir.

Sudaba, crispaba las manos, solo mira al suelo. ¿En qué pensaba? En muchas cosas, ninguna de ellas

más determinante que las otras. Tal y como había seguido el impulso de llegar hasta allí, así mismo

yacía sobre el sillón: sin una idea fija en mente. Algo, en todo caso, sí surgió en ese momento: ¿Y si

el doctor, antes que depararle el trato cercano de su época como interno, le dirigía la palabra en

términos más bien distantes? Ese pensamiento dejó a Francisco aterido en sus articulaciones; ya no

sabía qué hacer, de pronto quiso salir de ese lugar. Entre sus manos tomó su cabeza, cerró los ojos y

se aisló de todo. La voz del terapeuta lo sacó del trance, para sí tenía ese tono inquisidor que le

resultaba tan familiar.

—No creí que volviera a verlo, joven Francisco.

—Doctor, yo… —No supo qué decir, miró al terapeuta en silencio, con rostro suplicante,

como esperando que él terminara la frase, y así ocurrió.

—Aunque, debo confesarlo, me parece que no todo quedó dicho. —Francisco, sin

mediaciones, soltó en una sola exhalación todo cuanto se le ocurrió.

—¡Doctor!, llevo días sin dormir bien, intento seguir con mi recuperación, pero no sé… Me

siento vacío —sus palabras se fundían con leves gemidos, las lágrimas le brotaban a borbotones—.

Yo quise consumir…

—Pero no lo hizo.

—¿Cómo lo sabe? —Preguntó Francisco incrédulo.

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298 Dolor, derrota y liberación

—¿Ha hablado con sus compañeros, con los que compartió internamiento?

—Hace unos días vi a Emilce.

—Ella no, me refiero a los demás.

—No sé a qué se refiere…

—De ellos, al menos de la mayoría, no volví a saber nada. —Se giró hacia la ventana, y

como si se tratare de un soliloquio prosiguió sin turbaciones con su discurso—. Uno podría pensar

que están siguiendo sus procesos en la ciudad, que se han preocupado por mantenerse limpios, que

trabajan todos los días por su vida. Sí, eso podría pensar, pero la realidad es otra. Cada mes, por esa

misma puerta, salen personas que juraron no volver a las drogas, ¡y al mes, a veces menos!, están

regresando porque no pudieron con esto. Así sucede una y otra vez; así ha sido por años, y lo triste

es que muchas veces no podemos hacer nada.

Francisco miraba con ojos desorbitados al terapeuta. Ya no lloraba, pero sí que se preguntaba por el

propósito de eso que aquel hombre le comentaba. Prosiguió el terapeuta:

—¿Quiere que le diga por qué sé que usted no consumió? —Y esta vez tomó asiento y miró

fijamente a Francisco—. Porque llegó a sentir; para usted esto no fue un escampadero, tampoco una

verdad revelada, contrario a lo que muchos piensan.

—No entiendo… —respondió Francisco con un leve susurro.

—¿Nunca se preguntó por qué mientras otros parecían avanzar tan “fácilmente” por esto,

usted, en cambio, tuvo que recaer, y aun después de eso seguir padeciendo?

—Doctor, sabe que yo no soy bueno para esto. Yo no sirvo para ser profundo —ahora

clavaba la mirada en el piso.

—¡Déjese de eso! Esa es su excusa para no ir más allá. Le da miedo al pensar en lo que

podría descubrir, y por eso se niega. Cree que no podrá con todo lo que siga, ¡le tiene miedo a vivir!,

se resignó a ser como sus compañeros cuando en el fondo sabe que no es como ellos.

—Pero yo me esfuerzo, sigo las recomendaciones y… —fue interrumpido súbitamente por

el terapeuta.

—¡¿Y usted cree que con eso basta?! Por favor, con eso no engaña a nadie. De hecho, usted

aquí, sentado en esa silla, justamente por eso: porque sabe que hay más.

Francisco quedó paralizado, nuevas lágrimas derramó, pero esta vez sin gimotear ni contraer

su rostro.

—¡Carpe diem! ¿Le suena?

—Vivir el día… —respondió Francisco.

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Ética y tragedia 299

—Aquí repiten esa frase mucho, casi tanto como la oración de la serenidad. Y pasa lo de

siempre: repiten sin saber qué están diciendo. La gente piensa que aquí les lavamos el cerebro, que

los convertimos a ustedes en máquinas que rezan. Pero la verdad es que lo que hacemos no da para

tanto. ¡¿Y sabe por qué?! Porque nosotros, “los terapeutas”, no somos muchas veces más que un

pequeño accidente en la historia de adicción de ustedes. ¡Son años, Francisco, años completos en las

drogas, el alcohol o los comportamientos!, y eso no se cambia con uno o dos meses de internamiento

y otros más de soporte ambulatorio. Para muchos es toda una vida, es sufrimiento perpetuo, es

tristeza, y eso no se borra por simplemente dormir aquí y escuchar a otros hablar sobre la adicción.

—¡Pero nosotros aprendemos mucho aquí! ¡¿Cómo puede decir eso?! —Francisco fue esta

vez enérgico en su reivindicación.

—Eso no sirve de nada si afuera, cuando estén frente al mundo, no lo aplican. Nosotros

tratamos de ayudarlos cuanto podemos, pero realmente es poco. El esfuerzo más grande, el que de

verdad puede introducir un cambio, corresponde a ustedes. Y eso no es cuestión de seguir las rutinas

de recuperación, de quedar atrapado por ellas. Esto es vivir, Francisco, y eso solo lo puede hacer

cada quien por su cuenta. Era eso lo que quería escuchar, ¿no es así?

Francisco asintió con un movimiento de cabeza. Ahora estaba más sereno, expectante a lo demás

que pudiera decirle el terapeuta.

—¿Cree que la droga va a dejar de gustarle algún día, Francisco?

—No… y ese es exactamente el problema de todos nosotros.

—Y allí va a estar, contra eso no hay nada que hacer. Pero no es para eso que sirve esta

vaina. La cuestión es que ustedes no simplemente deben sobrevivir a punta de abstención, eso no

sirve más que para ser cobardes. Ustedes tienen que aprender a vivir, y es allí donde está lo

complicado.

—Pero, ¿cómo vivir? ¿Y los consejos terapéuticos? ¿Para qué entonces todo esto?

—Esto sirve, pero solo es un comienzo. En el fondo el fuego de la vida está en ustedes, y a

los que quedan atrapados en esto los termina por consumir. La vida no es un montón de consejos,

sino un extraño encuentro con lo que sentimos; es encontrarnos a nosotros mismos en todo momento,

cambiando y luchando, y de allí afrontar lo que venga, la mayoría del tiempo sin saber qué será.

Volviendo al punto, ¿quiere que le diga por qué sé que no consumió?

—Sí, por favor.

—Lo sé, porque usted nunca pudo engañarse sobre la vida. Usted ve que ella es entrega, que

nos coquetea y nos rechaza, que ella demanda todo de nosotros, con ella no sirve andar con

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300 Dolor, derrota y liberación

mediocridades. Para usted volver a consumir era renunciar a eso, a esa verdad, quedar como al

principio. Sabía que el consumo no le iba a mostrar eso que quería ver, lo que está más allá de nuestra

moral. Allí no hay respuestas, y a veces parece como si la recuperación y vivir fueran

irreconciliables; pero gente como usted, inquieta y anhelante por ir más allá, puede a veces ver más

allá.

Francisco escuchó atentó, sin dar crédito a eso que para otros podría ser vedado. Estaba confundido,

no sabía qué responder, y de hecho no estaba seguro sobre si era oportuno hablar en ese instante. No

así, se aventuró a opinar.

—Doctor, no estoy seguro de lo que dice. Sigo creyendo que mi forma de pensar es muy

simple, que yo no sirvo para…

—Es posible que me equivoque, Francisco. Tal vez usted tiene razón, tal vez todo es más

simple de lo que parece, pero no puede negar que vino aquí buscando una respuesta, que por alguna

razón no volvió a consumir a pesar de que todo estaba servido para ello y que, más aún, ya no se

siente igual que hace algunos minutos.

—Eso es cierto. Pero entonces, ¿qué debo hacer?

—No lo sé, Francisco. Y esa es la gracia: que nadie sabe qué debe hacer el otro.

—Entiendo, doctor.

—Ya es tarde, ¿desea que lo lleve a su casa?

—No gracias, doctor. Quiero caminar un poco. Aunque, eso sí, le pediría que me prestara el

teléfono para llamar a mis papás.

La ética es una proyección racional de las potencialidades humanas, existentes y en gestación, hacia

metas de expresión más bien ambigua. En su estructuración la valoración juega un papel relevante,

ya que es por su ministerio que la perfectibilidad del ser en el presente adquiere contornos

particulares. Mas su constitución no es eminentemente racional, y en cambio va a atada al juego

globalizante de relaciones de poder y acumulaciones discursivas que hacen eclosión con cada salto

histórico de transvaloración. Su uso ha sido por generaciones el de gestación de condiciones de

diferenciación, las preservación y constitución de linajes, de ruptura, de distinción (Elias, 2010).

Siguiendo lo planteado por Karl Marx (1973), podría indicarse que esta mirada retrospectiva del

actor social sobre su historia, sobre sí mismo, no es posible más que a partir del apoyo que le brindan

las condiciones materiales que enmarcan su posición en el devenir histórico-social. Más todavía, es

en el enfrentamiento, en la contienda histórica (en la lucha de clases, diría Marx), que la crítica de

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Ética y tragedia 301

ideologías se produce, sobreviviendo únicamente aquellas que alcanzan adhesión con las

necesidades propias de cada período histórico (Gramsci, 1967). Sociedades enteras han seguido el

devenir de este ir y venir de nuevas formas valorativas devenidas en ética, siendo trasfondo de todas

ellas la inquietud por el acontecer de los gobernados. La modernidad nos ha puesto a las puertas de

un entrecruce entre la ética y la racionalidad ínsito en la noción de la población, cerniendo sus efectos

directamente sobre la vida, convirtiéndola en el objeto político por excelencia. Guiados por estas

corroboraciones me pregunté por los tratamientos por las adicciones, y concretamente quise ver qué

acontecía en uno de ellos, acercarme a través de la apreciación de las interacciones surtidas en tal

espacio-tiempo concreto. Me encontré una ética, o al menos un germen de ella. No establecida para

fungir como canon de crianza (asumamos, pues, para efectos prácticos, que el acceso a la ética no es

tanto un acontecimiento como sí un proceso vital, y que por ende comporta una inculcación a lo

largo de la experiencia vital de cada individuo en sociedad), sino como instrumento de reencuentro

con formas de sociabilidad que contribuyan a gestar un reingreso no problemático a círculos de

interacción cotidianos (o el ingreso por primera vez, si es del caso), pareciendo así ser el caso de una

forma más bien popularizada de socialización antes de que distinción. Es un control de la vida misma

por la vida misma, es la posibilidad de sobrellevar perpetuamente la problemática de la adicción que

arranca, en muchos casos, con la pregunta sobre cómo vivir. Complicaciones aparejadas por ello

vimos suficientes a lo largo de este escrito, pero apenas hacia el final, y merced al caso de Francisco,

pudimos entrar en contacto con una que resulta crucial. La vida, en cierto modo, resulta inaprensible,

y a veces incatalogable. De hecho, y retomando lo planteado por Henri Bergson (1985), de ella solo

captamos sus imágenes, lo estático que proyecta en la materia, pero no su movimiento. Es tras su

búsqueda que nos arriesgamos, que nos ilusionamos; y a su vez que odiamos, desesperamos y lo

reintentamos, así, reiteradamente, hasta el final de nuestros días. Friedrich Nietzsche (2008) lo

plasma con gran deleite en el siguiente fragmento:

Con miradas sinuosas — me enseñas senderos sinuosos; en ellos mi pie aprende — ¡astucias!

Te temo cercana, te amo lejana; tu huida me atrae, tu buscar me hace detenerme: — yo sufro,

¡mas qué no he sufrido con gusto por ti!

Cuya frialdad inflama, cuyo odio seduce, cuya huida ata, cuya burla — conmueve:

— ¡quién no te odiaría a ti, gran atadora, envolvedora, tentadora, buscadora, encontradora!

¡Quién no te amaría a ti, pecadora inocente, impaciente, rápida como el viento, de ojos

infantiles!

¿Hacia dónde me arrastras ahora, criatura prodigiosa y niña traviesa? ¡Y ahora vuelves a huir

de mí, dulce presa y niña ingrata! (pág. 315)

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302 Dolor, derrota y liberación

La ética nos brinda un propósito en el relevo constante entre inmediatez y proyección futura; nos

convierte a nosotros mismos en proyecto sometido a medida. Pero el vivir, específicamente el anhelo

de vivir, nos funde con el dolor originario en la búsqueda de un reencuentro que en todo momento

sentimos como pérdida. He allí la tragedia, el mito griego que pregona la vigencia perpetua de un

despertar constante de la humanidad hacia nuevas costas, el paliativo de la forma como redención

frente al desgarramiento, y entre esos movimientos la vida y la ética, impulso ciego el primero y

racionalidad domesticadora la segunda. En medio de esa tensión, magnificada por los

tendencialmente irrefrenables ansiedad, deseo y frustración, los adictos definen su rumbo en la

recuperación. Un autogobierno del que por momentos desconfían, al que se entregan no obstante por

ser su única salida; y un impulso vital que los seduce y mortifica, al que confunden con su adicción

misma, o al que prefieren ignorar para no caer por desilusión. ¿Cuál es entonces el camino a seguir?

Emilce y Susana siguieron viviendo, no sabemos cómo ni bajo qué condiciones; y Francisco, una

vez colgó la bocina del teléfono, marchó rumbo a su casa sin mirar atrás. A ninguno de ellos tres

nada les depara el final de la historia; para aprender esa lección debieron pasar un sinnúmero de

experiencias, y sentir con varias de ellas que la entrega total, entre placer, displacer y dolor, era la

única opción a seguir. Seguir siendo, seguir viviendo, y con ello convertir la libertad, ya no

meramente ideológica o enajenada, en principio y propósito de ser-y-estar-en-el-mundo; esbozarla,

pues, como práctica de libertad (Foucault, 2000), como signo de autoconciencia y práctica de

transformación.

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6. Epílogo: Deus ex machina

Llama la atención Francis Godard (1996) acerca de lo ilusorio que puede resultar el hecho de

convertir las historias de vida en formas de acceso directo a la realidad. Se trata, pues, de la crítica a

una postura que, so pretexto de no sobredimensionar el efecto de los metalenguajes, y en esa medida

evitar un ocultamiento del devenir de los actores sociales tras un manto de especulaciones teóricas,

termina por convertir la palabra surgida espontáneamente en la cotidianidad en nueva fuente de

verdad. ¿Qué caracteriza a la postura criticada? Entendiendo que no corresponde a un movimiento

uniforme, y que a su vez ha ido de la mano con cambios económicos, sociales y políticos

diferenciados que le han brindado un soporte para su surgimiento (Feixa, 2011), parece lo más

oportuno citar cuando menos algunos referentes de su aparición y consolidación en la escena de la

investigación en ciencias sociales.

Con el desarrollo que tuvieron en los Estados Unidos estas últimas durante el siglo XX, y siendo

destacados los casos de la escuela de Chicago y el denominado interaccionismo simbólico, parecía

que se abría una nueva posibilidad de generar formas de conocimiento que, sin dejar de ser

científicas, tuvieran mucho más en cuenta a los individuos y sus expectativas (que otrora parecían

ser concebidos como mera fuente de información para el análisis). En este punto son llamativas las

obras de Clifford Geertz y Erving Goffman: el primero en el campo de la antropología poniendo de

presente las particularidades de las redes de significación inherentes a cada espacio de habitabilidad;

el segundo invitando a ver con mejor detalle esa microfísica de la vida cotidiana que, aun cuan rica

en detalles puede resultar, muchas veces quedaba (y aun hoy queda) invisbilizada tras la lente

académica y su afán por abordar problemáticas “más relevantes”. Destaca también la participación

de Alfred Schütz en el reposicionamiento de la cotidianidad como marco de referencia para el

análisis, ello básicamente al retomar la propuesta comprensiva de Max Weber y señalar que entre

dicha cotidianidad y la intelectualidad de la ciencia la diferencia recae en la conformación de niveles

hermenéuticos de alcance específico, siendo por tanto la labor de la investigación el generar canales

de comunicación entre uno y otro. De forma paralela, en Brasil Paulo Freire, al centrar su

preocupación en la educación como instrumento de liberación de los sectores marginados de la

sociedad, exponía argumentos que iban en una línea similar. Con todo, este autor no aludía

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304 Dolor, derrota y liberación

simplemente a que había la necesidad de “elevar” al pueblo a un nivel intelectual que le brindara el

acceso a la anhelada civilización —rimbombante ideal impulsado con el más estricto sentido

moderno, y del cual es reflectante Talcott Parsons cuando alude a la revolución educativa acontecida

en territorio norteamericano—, sino que más bien apunta a ver cómo los procesos educativos,

enfocados ciertamente a mejorar la calidad de vida de extensos sectores sociales, antes que hacer

tabula rasa, deberían propiciar encuentros de diverso alcance con esas cosmovisiones tejidas dentro

de los contornos particulares forma de habitar en el mundo. En Colombia otro tanto sucedía con la

obra de Orlando Fals Borda, quien no solo había reivindicado esa perspectiva sobre el rescate del

curso de vida de las poblaciones, sino que a su vez emprendió un gran esfuerzo de cara al

acercamiento entre los saberes populares y los de la academia (lo cual, entre otros, exigía replantearse

el papel del metalenguaje), a la vez que buscó que estos acercamientos derivaran en transformaciones

sociales de las cuales fueran protagonistas las comunidades en cuestión (aquí sale a relucir la

concebida por él como investigación-acción-participación).

Estos avances supusieron una puesta en entredicho del carácter omnicomprensivo del conocimiento

gestado por las ciencias sociales, lo cual significó un duro revés para el estructuralismo y las nociones

positivas en este ámbito, aunque a su turno contribuyó a que la brecha que las separaba de las

“ciencias exactas” se hiciera cada vez mayor. De igual modo, el redescubrimiento sucesivo de la

complejidad de aquello denominado como “social” tuvo como contrapartida la problematización del

rol del investigador, quien, al igual que el conocimiento del cual es representante, ya no estaba en

posición de analizar impasiblemente la realidad desde una zona espacio-temporal de no incidencia.

Amén que en muchos aspectos esa realidad también le es propia —lo cual, por ejemplo, a veces se

hace manifiesto en las justificaciones que cada quien formula al momento de proponer un problema

de estudio—, no resulta menos cierto el que su labor de investigación termina, de una u otra manera,

propiciando variaciones significativas en el “objeto de estudio”. La sensación de proeza —y a veces

de frustración— experimentada por los físicos con la identificación del principio de Heisenberg ha

sido una constante de la labor de los científicos sociales, quienes no solo no pueden evitar producir

alteraciones en esa realidad pretendidamente abordada como otredad, sino que a su vez, y por cuenta

de una mezcla variable de moralidad, empatía y la pretensión de satisfacer intereses de diverso orden,

se sienten abocados a participar deliberadamente en dicha transformación.

La cuestión, en todo caso, queda una vez más expuesta en términos de la relación investigación-

realidad y, partir de ella, del anhelo por alcanzar la verdad. Es claro que cada individuo que asume

el rol de impulsor de la ciencia, en atención a su deber más elemental, no puede menos que salir de

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Epílogo: Deus ex Machina 305

su campo de significación en aras de poner a prueba sus hipótesis de trabajo (que, de otra forma, no

quedarían más que en elucubraciones elegantemente hilvanadas), y con ello aspirar a desentrañar los

misterios de ese mundo que en su inmensa mayoría le resulta ajeno y sibilino. Con cada viaje de ida

y vuelta nuevas conclusiones obtendrá, y de la mano de ellas enriquecerá la arquitectura de saberes

integrados en la transcultural empresa científica (Latour, 1992), pero, ¿bajo qué criterios plantea ese

acercamiento? ¿Es su labor acaso la de un coleccionista que, procurando preservar la realidad cuan

bien es le posible, la expone a la vista de expertos y curiosos a la espera de que ella hable sobre sí

misma y, si es del caso, se explique a sí misma, casi como si esa fuera su finalidad manifiesta? Esta

presunción ha marcado de especial manera a disciplinas como la arqueología y la antropología —

ensombreciendo así su potencialidad explicativa y, por esa misma vía, de construcción de

conocimiento—, a la vez que pareciera ser la principal expectativa de muchos individuos que día

tras día convierten la investigación en parte importante de sus respectivos proyectos de vida. De

hecho, y sin el ánimo de desconocer que tal vez esta discusión está en el fondo de la distinción que

dentro de la división del trabajo académico efectúa Pierre Bourdieu (2005) entre investigadores (los

que se “ensucian las manos”) y los teóricos (los que trabajan sentados al escritorio), esta

circunstancia conduce a pensar que el juego entre realidad y representación (a través del

metalenguaje) no resulta tan simple como podría pensarse, y que, asimismo, no hay lugar en ello a

optar por salidas relativistas y simplistas tales como afirmar que “no hay verdad”. Por un momento

supongamos que cada exposición sobre la realidad, al atravesar por complejos de significado

marcados por la variabilidad constante y el juego de subjetividades, no sufre alteraciones; en esa

medida, aventurémonos a pensar que la ciencia puede operar como coleccionista de fragmentos de

realidad, y que por tanto está en posibilidad de ofrecerlos a cualquier observador como la realidad

misma (ni siquiera como evidencia de ella). Si así ocurriera, ¿cuál sería entonces el propósito de la

ciencia? ¿Es, pues, su función intervenir como extensión de la cotidianidad, desempeñar con ella

labor de reproducir en el tiempo y el espacio la particularidad (Heller, 1987), y en ese orden de ideas

devenir también en cotidianidad? De hecho, ¿cuál es el objeto de cualquier forma de conocimiento,

si partimos de considerar que todo aquello que se precie de ser tal no puede menos que ofrecer

explicaciones sobre los fenómenos que engloban la totalidad del ser-y-estar-el-mundo? Dicho de

otro modo, si la idea es rescatar la importancia de las formas de conocimiento distintas de la científica

—lo que apareja el no abordarlas como meras manifestaciones folklóricas—, ¿cómo sustentar

entonces el hecho de invertir la balanza completamente, y en esa vía convertir la ciencia en mero

accesorio de la práctica cotidiana?

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306 Dolor, derrota y liberación

Reflexiones de este tipo estuvieron a la orden del día a la hora diseñar esta investigación. Fue mi

intención adentrarme en un mundo de significación transido por la intimidad de sus participantes;

eran sus luchas, sus debilidades y sus anhelos aquello con lo que habría de encontrarme de frente, la

tarea que había elegido consistía en últimas en avanzar por un terreno allanado por décadas por otras

formas de conocimiento, básicamente a la espera de observar desde un punto de vista distinto una

particular conversión del dolor personal en forma de autoconciencia con vocación a la

transformación. Quería entrar en contacto con tal ámbito de significación, compartir con sus

integrantes, aprender, pues, sobre una forma de sociabilidad muchas veces ensombrecida por el

desconocimiento, por las comparaciones sin criterio ni medida y por el desprecio y la desconfianza

que de continuo se ciernen sobre las personas que acuden a estos espacios terapéuticos buscando

ayuda. Pero era a su vez mi intención poder dar curso allí a una mirada crítica, no conformarme con

lo visto ni adoptarlo como expresión exclusiva de la realidad. Como apoyo para el alcance de tal

pretensión conté con el corpus conceptual de la sociología, el cual no solo me condujo a formular

preguntas inusuales en un espacio marcado por las indagaciones sobre procesos psíquicos y

emocionales, sino que también me llevó a indagar con mayor detenimiento sobre las complejidades

de la relación individuo-sociedad. Siendo mi objeto el estudiar la construcción dialógica de la

adicción y la recuperación a través de la interacción profesional-paciente, y aspirando a ver tal

construcción a la luz de un desenvolvimiento cotidiano, me incliné por adoptar la etnografía como

metodología de análisis y de presentación. Quería ingresar en una comunidad de sentido, ver allí

cómo cada quien, en el fragor de la rutinización de un conjunto de pautas de recuperación, se movía

por la senda de la transformación del discurso terapéutico en subjetividad de redención.

No pretendía alcanzar a través del ejercicio una cierta clase de identificación con terapeutas,

pacientes o personal de mantenimiento. Antes bien, consideré que el primer paso a seguir era más

bien hacer explícita mi diferenciación, confiando en que esta situación me permitiera manejar una

especie de equilibrio entre el hecho de despertar una suerte de empatía con la situación investigada

y la total ruptura que hubiera podido gestar el encerrarme tras el metalenguaje con que contaba a mi

favor. Adicional a ello, estimé oportuno apelar a la realización de observaciones, sostener

conversaciones con pacientes, terapeutas y personal y efectuar entrevistas a aquellos cuya

experiencia de vida (conocida en rasgos básicos a través de los dos anteriores instrumentos) pudiera

resultar relevante a la hora de explicar el paso de lo social-terapéutico hacia una ética-corporeidad.

Esto, aunado a los objetivos de investigación propuestos, me impelía a realizar el trabajo de campo

a través de visitas periódicas, cada una de ellas con una duración promedio de cinco horas, y que

además la labor pudiera extenderse por al menos cuatro meses (cifra acorde con la media de duración

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Epílogo: Deus ex Machina 307

del tratamiento en distintas entidades consultadas). Allí, sin lugar a dudas, la confianza que en mí

depositaron el equipo terapéutico y los pacientes de Fundación Génesis resultó vital, máxime si se

tiene en cuenta que me dieron acceso a espacios en los que se ventilaba información sometida a

estricta reserva (eso sí, asumiendo pactos de confidencialidad).

En una investigación de alcance similar efectuada en Brasil, Bruno José Barcellos, Guilherme

Arantes, Marcelo Marcos Piva y Egberto Riveiro (2008) habían propendido por rastrear las

percepciones que personas en condición de adicción, internadas en entidades terapéuticas, tenían

sobre el síndrome de dependencia. Hacía el final del artículo en que recogen los resultados de dicho

trabajo, y básicamente como conclusión, los autores comentaban que no guardaban mayor certeza

sobre la veracidad de lo dicho por los pacientes entrevistados, apuntando para el efecto que tal vez

la desconfianza que su presencia generaba podría haber incidido en contra del análisis. Sobre el

particular, y obviando el hecho de que dichos investigadores parecen “extraer” las apreciaciones de

los pacientes de su ámbito de su significación, y a partir de ello sentar la duda sobre su valor de

verdad, habría que señalar que no hay razones de peso para suponer que tal juego de alteridad incida

necesariamente en la gestación de actuaciones no sinceras37, sucediendo en cambio que pueda revelar

aspectos interesantes sobre el devenir de las interacciones en un espacio dado. Así, por ejemplo, en

mi caso reafirmar la alteridad y, sumado a ello, el desempeñarme como observador no asociado con

algunos de los distintos componentes de la comunidad (pacientes, terapeutas y personal) derivó en

una ventaja significativa: no ser destinatario de la desconfianza o la prevención que en ocasiones se

hace patente en medio de esas interacciones entre personas con roles contrapuestos (de los pacientes

hacia los terapeutas y/o el personal y viceversa). Más aún, la curiosidad por saber cuál era el objeto

de mi presencia prolongada y periódica en las instalaciones de la Fundación, y el ánimo de conocer

qué era lo que anotaba en mi diario de campo, llevaba a muchos de ellos a buscarme, a querer

conversar conmigo y de paso contarme algunas anécdotas sobre su vivencia en torno a la adicción y

la recuperación. Con todo, el que no asumiera postura en favor de uno u otro bando no me eximía

de participar, sucediendo que ocasionalmente, cuando así se me lo solicitaba, exponía mis puntos de

vista. He de admitir que me preocupaba de continuo el hecho de estar interviniendo más de la cuenta

en la cotidianidad de la Fundación, pero también era cierto que no estaba buscando acceder a una

37 Erving Goffman (1971) referiría esta circunstancia como la significación que un actor transmite a su

auditorio sin estar convencido de ella, pero que igualmente acompaña con una serie de modales que la hagan

creíble.

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308 Dolor, derrota y liberación

suerte de sinceridad subyacente al accionar de los actores sociales de este espacio, y en cambio sí

apreciar su inteligencia práctica, su capacidad de adaptarse, en muchos casos de desplegar aquello

que Michel de Certeau (2007) perfila como tácticas del “consumidor dentro de la relación de poder”.

Consecuencia de esto fue que en muchas ocasiones tenía la posibilidad de suspender la toma de notas

y, con amplio placer, interactuar. Conversaciones colectivas se conformaban en instantes, cada quien

buscaba opinar, e incluso yo mismo intervenía. La relación de alteridad se había marcado ab initio

para prefijar las condiciones del acercamiento, y fue merced a ella que en mi labor como investigador

en este espacio pude entrar en contacto con la cotidianidad de la recuperación y, en los momentos

de tomar apuntes, reflexionar sobre lo acontecido.

Una gran inspiración en el diseño de esta forma de acercamiento fue la obra de Philippe Bourgois

(2010): En busca de respecto. La etnografía adelantado por este antropólogo estadounidense me

pareció muy sugestiva, básicamente al lograr adentrarse en la comunidad de significación estudiada,

al rescatar la versión de los actores dentro de su propio mundo y, particularmente, al alcanzar un alto

grado de empatía que, no obstante, no desdibujaba la diferencia, y en cambio la convertía en un

impulso para propiciar nuevas formas de discursividad. Mucho de esto busqué proyectarlo en esta

investigación, aunque con la peculiaridad de tener presente constantemente el argumento sociológico

sobre el cual me estaba apoyando. Retomando las indicaciones efectuadas previamente sobre la

distinción que establece Anthony Giddens (2011) entre conciencia práctica y conciencia discursiva,

se podría señalar que para los integrantes de la Fundación el ver a alguien ajeno a su cotidianidad de

recuperación compartiendo su espacio, y que ese alguien además se mostrara dispuesto a escucharlos

y a no responder con indicaciones que les resultaban habituales (verbigracia: dar consejos o proferir

explicaciones que en este espacio hacían carrera), era algo que los invitaba a dar saltos de la primera

forma de conciencia hacia la segunda, debiendo así no solo explicitar a ese otro y a sí mismos los

contornos de su situación, sino a su vez tratar de explicarla en términos que para una persona ajena

a su significación fueran entendibles. Más todavía —y esto pareció ser omitido en la investigación

brasilera mencionada—, el generar contrapunteos entre lo comentado por pacientes y terapeutas y lo

identificado en las observaciones daba lugar a que la interpretación no se viera sesgada de uno otro

lado, amén que el apoyo de la conceptualización sociológica me ayudó reiteradamente a tomar

distancia cuando era preciso, y en ese sentido estar en condiciones de formular nuevas inquietudes.

En lo atinente a las entrevistas, he de decir estas fueron realizadas solo después de haber alcanzado

cierta familiaridad con la comunidad de sentido congregada en la Fundación. Resultaba claro que

para las mismas era preciso contar previamente con cierto nivel de conocimiento sobre la manera en

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Epílogo: Deus ex Machina 309

que se surtía la cotidianidad de recuperación, a la vez que no había lugar a solicitar el apoyo de

terapeutas y pacientes si era simplemente para corroborar aspectos susceptibles de ser verificados

mediante las observaciones y las conversaciones. De igual modo, había que identificar lo que cabría

denominar como informantes clave, personajes que, dada la trayectoria que de ellos percibía durante

mi estadía en la Fundación, se insinuaban como actores susceptibles de ser tenidos en cuenta como

fuente de información que o bien a esa altura no conocía o bien no me resultaba del todo precisa. En

total entrevisté a siete personas, cinco de ellas pacientes, una psicóloga que se desempeñaba como

terapeuta y un practicante universitario que años atrás había estado internado en la Fundación.

Siguiendo con el tipo de proceder manejado a lo largo del trabajo de campo, me incliné por no utilizar

cuestionario —si bien ya tenía algunas preguntas definidas para formular a cada uno de los

entrevistados—, y en lugar de ello organicé estos encuentros con ellos en la forma de conversaciones,

cada una de las cuales versó sobre una temática en particular. No puedo desconocer que en algunos

casos pareció hacerse evidente cierta prevención al ver en funcionamiento el dispositivo electrónico

de grabación, pero ello lo compensaron ampliamente con la generosidad con que respondieron a mis

interrogantes. En total fueron más de trescientas horas de trabajo de campo, las cuales depararon

para mí no solo la obtención de una serie de conclusiones en torno a la terapéutica de adicciones,

sino que a su turno, y de manera especial, me condujeron a crecer como investigador y como ser

social.

A pesar de que no quería centrar mi atención en el agotamiento preclusivo de etapas del tratamiento,

no podía menos que tenerlo en cuenta a la hora de observar en forma diacrónica la conversión del

discurso de recuperación en ética. En ese punto resultaba sugestiva la idea de apelar a las historias

de vida, entendiendo que así tendría la posibilidad de observar a partir de casos específicos las

vicisitudes que apareja la sucesiva inmersión en el estilo de vida de sobriedad. Sin embargo, al

término del primer mes del trabajo de campo corroboré que con cada paciente de la Fundación los

aspectos susceptibles de ser descubiertos eran en sumo grado singulares, situación que, de haberme

inclinado por trabajar únicamente con dos o tres de ellos (cifra establecida en el proyecto de

investigación), hubiera caído en un segundo plano o, a lo sumo, habría aparecido como elemento de

contextualización. Más todavía, las críticas acerca del sobredimensionamiento que en ocasiones se

cae al exaltar la cotidianidad de los actores sociales (Bourdieu, 2011) eran demasiado contundentes

como para simplemente omitirlas, mucho más admitiendo que no estaba buscando propiamente

“acercarme” a la realidad y ver en qué forma “acomodaba” en ella la conceptualización sociológica,

como sí construir una forma de discurso que fuera a un mismo tiempo crítica tanto de aquello

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310 Dolor, derrota y liberación

estudiado como de los referentes conceptuales que me habían servido de base. En suma, había

cuando menos tres aspectos que me invitaban a revisar mi enfoque de análisis.

1. Era claro que mi tarea no consistía en presentar a lectoras y lectores una versión sobre

la terapéutica de adicciones “tal cual es”. No podía de entrada incurrir en

naturalizaciones, ni mucho menos en miradas románticas.

2. No solo era del caso reconocer que mi presencia en la Fundación iba a generar

variaciones en su cotidianidad, y a su vez que al momento de presentar la información

otro tanto iba a ocurrir, sino que de hecho era preciso hacer explícita esa situación,

mostrarla como un punto de tensión entre dos esferas de significación ocasionalmente

distantes entre sí. En últimas, era la reivindicación de la actividad investigativa como

principio de crítica.

3. Era relevante no perder de vista el principio de neutralidad valorativa, y de su mano

entender que, más que ocultar mis impresiones personales en la entrada en contacto con

esa realidad de dolor y esperanza, era preciso hacerlas evidentes.

Esta serie de inquietudes me condujo a proseguir con el trabajo de observaciones, conversaciones y

entrevistas en su forma original, y en esa medida convertir la preocupación por lo diacrónico en un

referente del momento de presentación. De esta manera, estimé que podía dar a la metodología de

historias de vida un alcance distinto, no ya centrado propiamente en la reconstrucción sintagmática

de los pormenores cotidianos de uno o más individuos, sino más bien orientado al momento

expositivo como hilo conductor de la presentación de los resultados obtenidos a lo largo de las etapas

de trabajo de campo y análisis de la información. Tuve, pues, la “suspicacia” de crear la historia de

tres personajes, y a partir de ellos exponer mediante el traspaso entre lo empírico y lo teórico una

nueva visión sobre los tratamientos para las adicciones. Las complicaciones inherentes a esta

tentativa eran varias, y de hecho para materializarla en este escrito fue preciso organizar muy bien

la organización y someterla a una revisión contante. En concreto, los desafíos eran los siguientes:

1. El orden de presentación no debía estar definido por la secuencialidad del tratamiento,

y en cambio debía partir de la exposición organizada de los componentes de libertad,

integración, creencia, subjetivación y ética. Así, aunque los relatos mostraran

superficialmente la linealidad del tratamiento, en el fondo habrían se servir tanto para

georreferenciar a lectoras y lectoras como para hacer fluir una trama que, en sentido

estricto, jugaba con el tiempo.

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Epílogo: Deus ex Machina 311

2. La información recabada durante el trabajo de campo, en vista de lo anterior, debía ser

sometida a una organización particular. No sería el orden con que fui percibiéndola, y

tampoco era del caso esperar que hubiera una especie de indicador externo que definiera

cuál debía de ser ese orden. El apoyo en el marco conceptual sociológico fue importante

para gestar esta ficción (Ricoeur, 2004), pero a su vez tenía que apelar a mi intuición,

cualificada por esa experiencia de vida que supuso para mí el compartir durante meses

con los integrantes de la Fundación.

3. La estructura del escrito no podía manejar una secuencia del tipo: exposición teórica,

exposición empírica, análisis y conclusiones. Amén de que habitualmente ha sido mi

inclinación el fundir en todo momento lo empírico y lo teórico en cada presentación

escrita, necesitaba lograr que la misma fluyera como una narración, de tal forma que de

comienzo a fin gozara de una trama coherente y más o menos homogénea38. Por ejemplo,

el primer capítulo, que en sentido estricto corresponde a la presentación del estado de la

cuestión sobre el tema, debía tener un estilo literario y entrar de una vez con la

presentación de los personajes protagonistas, pero sin perder de vista las discusiones que

enmarcaban la investigación. De otro lado, no buscaba extractar de cada sección una

serie de ideas generales y proyectarlas en un capítulo final a título de conclusiones, ya

que quería que las mismas emergieran al ritmo en que iban desenvolviéndose los relatos

sobre Susana, Emilce y Francisco; es decir: dentro de su propia gramática.

4. El argumento sociológico no podía quedar ensombrecido por la retórica literaria. Ello

supuso la necesidad de explicitarlo en cada momento, y a su vez me inspiró a desarrollar

al final de los capítulos dos a cinco una sección denominada “notas teóricas”.

5. La trama, aunque entrando en detalles sobre la convivencia en la Fundación, no podía

revelar aspectos íntimos que quedaron plasmados en el diario de campo y las

grabaciones de las entrevistas. La inmersión de lectoras y lectores en la terapéutica de

adicciones no debía, pues, tener la forma de una “comidilla”, y en cambio debía apuntar

cautivar mediante el variable encuentro entre la emotividad y la argumentación, entre el

pathos y la reflexión crítica.

38 Si bien Pierre Bourdieu (2011a) se muestra crítico frente a esta pretensión de coherencia y sentido conjunto

que en ocasiones se hace palmaria en la metodología de historias de vida, habría que señalar que: por un lado,

ex profeso buscaba apelar a tal efecto a fin de explicitar toda una serie de situaciones inherentes a la

cotidianidad de la terapéutica de adicciones; y, por otro, no manejé un esquema de presentación propiamente

“lineal”, sino más bien atado al eje temático propuesto para el análisis.

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312 Dolor, derrota y liberación

En medio de esta triada entre realidad, representación y explicación orquestada por el empleo de las

historias de vida, imprescindible era emprender una organización del material que implicara

jerarquización y selección39. En su momento Max Weber (1973) inauguró una herramienta

metodológica de apoyo en la labor investigativa: el tipo ideal. Tiempo después Norbert Elias (1999)

criticaría esta noción, y en su reemplazo aludiría a tipos concretos, poniendo el énfasis en la

necesidad de que la disciplina sociológica no siguiera una senda especulativa. Sea como fuere, en

uno u otro caso queda puesto de presente como primer paso el acercamiento del investigador a la

realidad y, ante su estudio preliminar, desarrollar una suerte de extracción de elementos que a

posteriori han de ser incrustados en un nuevo orden de significación (Gómez de Mantilla, 1988).

Ciertamente, en sus etapas posteriores esta herramienta sufre variaciones sustanciales de uno a otro

caso —por ejemplo: Weber lo utiliza como punto de partida para probar hipótesis de trabajo y

evaluar unilateralidades postuladas a título explicativo, en tanto que Elias se inclina por introducirlo

en una cadena inductiva que plantee un estrechamiento constante entre dato empírico y referente

teórico—, pero, en todo caso, resulta claro que en ambos es menester contar con un acervo

conceptual que contribuya a direccionar la mirada y a hacerla mucho más selecta en relación con lo

que se pretende encontrar. A mi favor contaba con los contornos teórico-conceptuales definidos en

el proyecto de investigación, siendo tal circunstancia la que en el trabajo de campo derivó en la toma

de anotaciones y la formulación de preguntas sobre aspectos muy específicos de la convivencia

terapéutica. Esto vino a adquirir un nuevo nivel en el momento expositivo de la investigación (la

redacción de este escrito), ya que ahora no solo era preciso seleccionar y jerarquizar, sino que a su

vez había que tender relaciones explicativas entre los diferentes hallazgos efectuados y las

reflexiones hilvanadas de continuo, todo ello al ritmo de un orden de significación que iba

desarrollando a medida que avanzaba la investigación.

¿Qué resultó de esto? Una construcción tipo, efectivamente, pero que no tenía los ribetes de un

andamiaje ideal de puesta a prueba de hipótesis —la hipótesis que plantee en su momento había

fijado un camino, pero, más que demostrarla, resultaba preciso trascenderla—, y que, por otra parte,

tampoco habría de enmarcarse escuetamente en el encadenamiento de un sistema de demostración

inductivo. En concreto, apunté a instituir historias de vida tipo, orientadas ex profeso a dinamizar y

39 Para facilitar esta tarea de organización y categorización de la información fue relevante el uso del programa

informático N-Vivo.

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Epílogo: Deus ex Machina 313

dar cierta cadencia al momento expositivo, y en esa medida proclives a dar una articulación especial

a los resultados de la investigación. No pretendía con ello crear narraciones ejemplarizantes sobre

los distintos escenarios que se pueden presentar en torno a la terapéutica de adicciones, ello toda vez

que no había razón para que este trabajo tomara la forma de una mera descripción; de igual modo,

tampoco buscaba convertir la “linealidad del “tiempo” en un elemento que por sí mismo justificara

el cambio, aunque en cierto modo quería presentar el devenir de la recuperación como una lucha

contra y por el tiempo; mucho menos estaba interesado en reivindicar una especie de receta del día

a día como plan asegurado para vencer la adicción. Lo que quería era de convertir esa realidad,

transida ahora por la explicación sociológica, en el principio de una trama que fuera complementada

por las lectoras y lectores al sentirse tentados a hacer parte de ella. El tipo, erigido sobre la base del

devenir de tres héroes, no era una forma de reafirmar la “singularidad” de los adictos, sino más bien

un intento por convertir su alteridad semántica y axiología de liberación en un relato cercano a

cualquiera; era la tentativa por revelar que su lucha, a la postre, es la de humanos viviendo en

sociedad y atravesando por disyuntivas que para nuestros adentros bien podríamos asumir como

familiares, si no es que inconfesablemente íntimas y parte integral de nuestra cotidianidad de

normalidad. Desde luego, ante este ejercicio se puede afirmar que he incurrido en una tergiversación,

que en lugar de analizar una problemática social puse a desfilar mi subjetividad. Con todo, una

afirmación en tales términos sería el perfecto reflejo de una visión de la ciencia como mero apéndice

de la realidad, como cristal por el que trasluce esa verdad subyacente tras los bastidores del lenguaje.

¿Funcionan acaso la historia de vida como metodología eminentemente reconstructiva de una

realidad hipostasiada en el devenir de individuos concretos? Si así fuera, ¿qué utilidad reportaría un

trabajo de tales características? En cierto modo, puede que esta discusión ponga de presente que aún

no hemos problematizado lo suficiente el paso de las impresiones sensibles hacia la formación de

conceptos, y que, después de todo, sigamos fincando nuestras esperanzas en la exaltación exclusiva

de uno y otro aspecto; pero a su vez, y como lo señala Yves Clot (2011), tal vez se trate de la

unilateralidad con la que pretendemos percibir el acto humano y la subjetividad, olvidando que uno

y otra no son una suma de condiciones sociales, como sí la puesta en escena de un campo de

posibilidades que impelen al actor a esforzarse, a luchar, a decidir.

La etnografía concluye con el paso de las experiencias adquiridas durante la investigación hacia su

transformación en palabra. En esta la reconstrucción de la discursividad de recuperación en la

Fundación pudimos presenciar la lucha de individuos que, a veces sin otra salida, asumen esto como

un estilo de vida de salvación. No entramos a discutir sobre la realidad o no de la adicción como

enfermedad; antes bien, fue nuestro objeto el ver cómo en torno a ella, respecto de la certeza sobre

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314 Dolor, derrota y liberación

ella erigida como significación de dolor y frustración, la esperanza se construye día tras día. Muchos

que acuden a buscar esta forma de ayuda literalmente deben aprender desde ceros sobre aspectos que

para otros más bien resultan cotidianos, en tanto que hay quienes, sintiendo que lo que les ha ocurrido

ha sido el fruto de haber extraviado momentáneamente el camino, se encontrarán de frente con la

problematización del conjunto de sus experiencias y emociones. Tratamos de no extractar

conclusiones generales, y sin embargo una, desafiando los propósitos que me guiaron a lo largo del

último año, aparece como signo de una inquietud que aún debe ser meditada. El despertar de la

autoconciencia no es único, mucho menos definitivo, y no borra en el ser social la huella de la

angustia. Asimismo, de los caminos de cambio aparejados a ella van quedando en evidencia

sucesivas limitaciones en tanto y en cuanto las condiciones que posibilitaron su formación van

mutando. El aceptarse como adictos fue a lo largo del siglo XX la única salida que muchos hallaron

para poder hacer “lo imposible” en el solo por hoy, y a ella, entre convicción y fanatismo, la han

defendido como su bien más preciado. Hija de una sociedad que dejaba atrás el recalcitrante

ascetismo y creía cada vez más en el ideal de convertir el aquí-y-el-ahora en instancia de disfrute de

lo que otrora era reservado para una eternidad ajena a nuestra temporalidad —la sociedad moderna

capitalista, siendo de ella representante el pueblo estadounidense—, la terapéutica de adicciones no

puede entenderse sin ese impulso sociocultural que, de la mano con lo político y lo económico,

convirtió el cuerpo en el punto de partida del alcance de la felicidad. Pero la duda, manifestación

humana par excellence, horada sin clemencia la estilística del discurso, los anquilosamientos del

poder y las significaciones devenidas en cánones sobre el buen vivir. Lo que antes fuera una ilusión

de certeza hoy día deja en muchos un sinsabor que difícilmente logran evadir. Así, pues, no se trata

propiamente de un recordatorio sobre la vocación de perdurabilidad de la obra humana —social por

impulso, individual en su apropiación e inspiración—, sino más bien de la volatilidad de sus

comodidades y de la necesidad de crear continuamente, de descubrirnos constantemente mientras

estamos siendo; es, pues, una apreciación acerca de que no solo somos un sempiterno encuentro

entre necesidad y libertad, sino a su vez, y por cuenta de los avatares de nuestras idas y vueltas en el

encuentro con eso amorfo denominado “los social”, una tensión viviente entre unicidad y diferencia.

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A. Anexo: Información sobre

observaciones

Listado de observaciones realizadas.

No. Fecha

(dd/mm/aaaa). Día de la semana.

Sede. Hora de inicio.

Hora de cierre.

Tiempo de observación

(hh:mm).

Número de palabras en el diario de

campo.

1 16/02/2015 lunes Ciudad 7:58 a. m. 12:42 p. m. 4:44 3.381

2 20/02/2015 viernes Campestre 8:11 a. m. 3:17 p. m. 7:06 4.899

3 23/02/2015 lunes Ciudad 6:29 a. m. 11:31 a. m. 5:02 3.667

4 27/02/2015 viernes Campestre 7:45 a. m. 1:11 p. m. 5:26 2.785

5 02/03/2015 lunes Ciudad 8:15 a. m. 11:08 a. m. 2:53 3.032

6 06/03/2015 viernes Campestre 8:11 a. m. 3:25 p. m. 7:14 4.094

7 09/03/2015 lunes Ciudad 7:37 a. m. 12:40 p. m. 5:03 3.559

8 13/03/2015 viernes Campestre 8:46 a. m. 3:57 p. m. 7:11 4.165

9 16/03/2015 lunes Ciudad 7:04 a. m. 10:26 a. m. 3:22 2.281

10 20/03/2015 viernes Campestre 8:09 a. m. 3:57 p. m. 7:48 4.241

11 28/03/2015 sábado Campestre 9:17 a. m. 4:44 p. m. 7:27 3.926

12 30/03/2015 lunes Ciudad 8:04 a. m. 11:56 a. m. 3:52 1.966

13 01/04/2015 miércoles Campestre 8:16 a. m. 4:41 p. m. 8:25 2.312

14 06/04/2015 lunes Ciudad 8:08 a. m. 9:28 a. m. 1:20 1.744

15 10/04/2015 viernes Campestre 7:55 a. m. 6:08 p. m. 10:13 3.616

16 13/04/2015 lunes Ciudad 8:30 a. m. 2:22 p. m. 5:52 2.243

17 17/04/2015 viernes Campestre 8:10 a. m. 5:34 p. m. 9:24 2.618

18 20/04/2015 lunes Ciudad 7:00 a. m. 8:52 a. m. 1:52 506

19 24/04/2015 viernes Campestre 7:51 a. m. 5:49 p. m. 9:58 3.830

20 27/04/2015 lunes Ciudad 6:35 a. m. 1:11 p. m. 6:36 2.783

21 30/04/2015 jueves Campestre 8:38 a. m. 5:35 p. m. 8:57 3.810

22 07/05/2015 jueves Campestre 8:47 a. m. 4:46 p. m. 7:59 3.925

23 14/05/2015 jueves Campestre 8:32 a. m. 3:35 p. m. 7:03 2.655

24 15/05/2015 viernes Ciudad 6:38 a. m. 6:09 p. m. 11:31 2.521

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316 Dolor, derrota y liberación

25 21/05/2015 jueves Campestre 8:26 a. m. 2:20 p. m. 5:54 1.948

26 22/05/2015 viernes Ciudad 9:44 a. m. 3:49 p. m. 6:05 2.406

27 28/05/2015 jueves Campestre 8:55 a. m. 4:39 p. m. 7:44 2.347

28 29/05/2015 viernes Ciudad 8:52 a. m. 4:12 p. m. 7:20 2.778

29 05/06/2015 viernes Ciudad 8:33 a. m. 5:54 p. m. 9:21 3.193

30 11/06/2015 jueves Campestre 8:41 a. m. 2:35 p. m. 5:54 1.897

31 12/06/2015 viernes Ciudad 7:44 a. m. 4:18 p. m. 8:34 2.080

32 18/06/2015 jueves Campestre 9:07 a. m. 1:52 p. m. 4:45 1.230

33 19/06/2015 viernes Ciudad 8:15 a. m. 4:05 p. m. 7:50 2.322

34 26/06/2015 viernes Ciudad 7:08 a. m. 4:05 p. m. 8:57 3.192

35 03/07/2015 viernes Ciudad 7:54 a. m. 2:32 p. m. 6:38 2.411

36 04/07/2015 sábado Campestre 8:22 a. m. 1:31 p. m. 5:09 2.592

37 06/07/2015 lunes Campestre 8:21 a. m. 3:53 p. m. 7:32 3.473

38 10/07/2015 viernes Ciudad 7:30 a. m. 1:50 p. m. 6:20 2.637

39 13/07/2015 lunes Campestre 9:04 a. m. 5:07 p. m. 8:03 2.308

40 17/07/2015 viernes Ciudad 8:08 a. m. 3:26 p. m. 7:18 3.293

41 18/07/2015 sábado Ciudad 9:26 a. m. 1:07 p. m. 3:41 1.179

42 24/07/2015 viernes Ciudad 8:12 a. m. 4:03 p. m. 7:51 3.340

43 27/07/2015 lunes Campestre 9:05 a. m. 4:15 p. m. 7:10 2.433

44 31/07/2015 viernes Ciudad 8:08 a. m. 4:43 p. m. 8:35 3.237

45 03/08/2015 lunes Campestre 8:15 a. m. 2:26 p. m. 6:11 2.714

46 07/08/2015 viernes Ciudad 8:36 a. m. 11:32 a. m. 2:56 1.882

Tiempo de observación por sede

(hh:mm).

Promedio de inicio de observación por sede.

Ciudad 143:33 Ciudad 7:56 a. m.

Campestre 162:33 Campestre 8:29 a. m.

Total 306:06 Conjunto 8:12 a. m.

Promedio duración observación por

jornada por sede (hh:mm).

Promedio de cierre de observación por sede.

Ciudad 5:58 Ciudad 1:55 p. m.

Campestre 7:23 Campestre 3:52 p. m.

Conjunto 6:39 Conjunto 2:51 p. m.

Anotaciones en diario de campo por

número de palabras. Observaciones por sede.

Ciudad 61.633 Ciudad 24

Campestre 67.818 Campestre 22

Total 129.451 Total 46

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Anexo A. Observaciones 317

Relación entre número de anotaciones, sede y fecha.

Relación entre duración de observaciones, sede y fecha.

0

1.000

2.000

3.000

4.000

5.000

6.000

16/02/2015 16/03/2015 16/04/2015 16/05/2015 16/06/2015 16/07/2015

Campestre Ciudad

0:00

2:24

4:48

7:12

9:36

12:00

14:24

16/02/2015 16/03/2015 16/04/2015 16/05/2015 16/06/2015 16/07/2015

Campestre Ciudad

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B. Anexo: Entrevistas

Entrevistados y temática de conversación.

Fecha. Pseudónimo. Duración. Tema.

20/04/2015 Paciente A. 0:33:07 Problematizando lo que parecía normal.

21/05/2015 Paciente B. 0:35:34 Autonomía de lucha.

28/05/2015 Paciente C. 0:20:44 Esperanza en el cambio.

09/06/2015 Paciente D. 0:38:23 Reasumiendo normas de convivencia.

18/07/2015 Terapeuta A. 0:41:28 De la desconfianza sobre sí hacia la conversión en experto.

24/07/2015 Paciente E. 0:28:29 Escepticismo y principios personales.

27/07/2015 Terapeuta B. 0:20:18 Siguiendo los pasos de los maestros.

Duración de entrevistas.

0:00:00

0:07:12

0:14:24

0:21:36

0:28:48

0:36:00

0:43:12

0:50:24

Paciente A. Paciente B. Paciente C. Paciente D. Terapeuta A. Paciente E. Terapeuta B.

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320 Dolor, derrota y liberación

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