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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, N o 72. Lima-Boston, 2 do semestre de 2010, pp. 21-41 UNA MIRADA A LA TESIS DOCTORAL DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS Luis Millones Universidad Nacional Mayor de San Marcos Resumen Se estudia el proceso formativo de Arguedas a partir de su investigación de campo en España para escribir su tesis doctoral en Antropología. El clima político y cultural del franquismo no le impidió al escritor encontrar importante información sobre las comunidades rurales españolas, que luego relacionaría con las comunidades andinas a las que daba preeminencia en su literatura. Palabras clave: etnografía andina, Bermillo, Zamora, comunidades de España y el Perú, trabajo de campo. Abstract This article looks at Arguedas’ formative process beginning with his fieldwork in Spain while writing his doctoral thesis in Anthropology. The political and cultural climate of Franquism didn’t prevent the author from collecting impor- tant information on Spanish rural communities, which he would later relate to Andean peoples, prominent in his literary works. Keywords: Andean ethnography, Bermillo, Zamora, communities of Spain and Peru, fieldwork. 1. Antecedentes En 1958, gracias a una beca de la UNESCO, Arguedas viajó a España con su esposa Celia Bustamante con el fin de recoger los materiales etnográficos necesarios para escribir su tesis doctoral. Su formación previa para este empeño tenía las características que él mismo describe: Creemos que nuestra intuición fue constantemente mejor que nuestros in- strumentos estrictamente universitarios; considerábamos entonces, por er- ror, la intuición como algo ajeno a lo universitario, y eso se afirma en las

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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA Año XXXVI, No 72. Lima-Boston, 2do semestre de 2010, pp. 21-41

UNA MIRADA A LA TESIS DOCTORAL

DE JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

Luis Millones Universidad Nacional Mayor de San Marcos

Resumen

Se estudia el proceso formativo de Arguedas a partir de su investigación de campo en España para escribir su tesis doctoral en Antropología. El clima político y cultural del franquismo no le impidió al escritor encontrar importante información sobre las comunidades rurales españolas, que luego relacionaría con las comunidades andinas a las que daba preeminencia en su literatura. Palabras clave: etnografía andina, Bermillo, Zamora, comunidades de España y el Perú, trabajo de campo.

Abstract

This article looks at Arguedas’ formative process beginning with his fieldwork in Spain while writing his doctoral thesis in Anthropology. The political and cultural climate of Franquism didn’t prevent the author from collecting impor-tant information on Spanish rural communities, which he would later relate to Andean peoples, prominent in his literary works. Keywords: Andean ethnography, Bermillo, Zamora, communities of Spain and Peru, fieldwork.

1. Antecedentes En 1958, gracias a una beca de la UNESCO, Arguedas viajó a

España con su esposa Celia Bustamante con el fin de recoger los materiales etnográficos necesarios para escribir su tesis doctoral. Su formación previa para este empeño tenía las características que él mismo describe:

Creemos que nuestra intuición fue constantemente mejor que nuestros in-strumentos estrictamente universitarios; considerábamos entonces, por er-ror, la intuición como algo ajeno a lo universitario, y eso se afirma en las

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últimas páginas de las casi doscientas cincuenta dedicadas a Bermillo. Es, pues, este irregular libro, una buena crónica, tiene, por tanto algo de novela y está salpicado de cierto matiz académico, perdonable y hasta amenamente pedantesco y temeroso a la vez (Arguedas, Las comunidades de España y del Perú 5).

Nadie podía exhibir tal franqueza al presentar el resultado de seis

meses de trabajo irregular, en territorio ajeno a su experiencia, querida y acogedora, de los Andes peruanos. Por lo demás, en sus años de estudiante le tocó vivir bajo la turbulencia de los gobiernos autoritarios de Sánchez Cerro y Benavides (1930 a 1939) hostiles ambos a los reclamos del quehacer universitario. José María se matriculó en San Marcos en 1931, que interrumpió su funciona-miento hasta 1935. Como joven estudiante participó en las activida-des de protesta, se vinculó al Partido Comunista y fue miembro del Comité de Defensa de la República Española, una causa que no parece haber entusiasmado a muchos peruanos, a pesar de que hoy no se puede dudar de que el triunfo de Francisco Franco oscureció la democracia de la Península de 1936 a 1939, y la condenó a más de treinta años de dictadura.

Este corto activismo llevó a Arguedas a sufrir prisión, de la que salió para trabajar fuera de la capital (en Cuzco) y, luego de pasar por varios empleos (entre otros, fue auxiliar de oficina de correos en 1932), finalmente volvió a Lima y asumió la docencia en el Colegio Guadalupe, de 1942 a 1944.

Los azares de este periodo no interrumpieron una temprana vocación literaria que se había mostrado en sus primeros cuentos, “Warma Kuyay” y “Los comuneros de Ak'ola”, entre otros, y en sus libros Yawar fiesta y Agua.

Desde 1931, año en que conoció a Luis E. Valcárcel, Arguedas lo asumió como mentor académico. Fue él quien le consiguió el puesto de profesor en el Colegio Mateo Pumacahua de Sicuani y le sugirió viajar a España para realizar “un estudio comparativo entre las comunidades hispanas y las comunidades indígenas peruanas”, luego de que se graduase de Bachiller en 1937, “bajo mi estímulo”, como nos lo recuerda don Luis (Memorias 372).

Como veremos más adelante, la España de Franco tenía muy poco que ofrecer para los estudios antropológicos. Ya en sus bibliotecas, José María consultó con avidez los libros que a fines del siglo XIX y principios del XX escribió Joaquín Costa, autor que cita

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con frecuencia: Derecho consuetudinario (1879) y Colectivismo agrario en España (1915). Nicolás Sánchez Albornoz me sugirió que este último pudo ser especialmente influyente (comunicación personal, 2010). Otra obra indispensable, también conocida por Arguedas fue Los pueblos de España de Julio Caro Baroja, que describe la región estudiada por nuestro autor en un segundo tomo, con la habilidad que se le reconoce ahora (ver la ed. del 2003, II, 109-173). Caro Baroja se adelantó a su tiempo en la capacidad de manejar de mane-ra interdisciplinaria aquellos temas que hoy día son el punto de confluencia de diferentes especialidades. En la presentación de su libro, el propio autor da cuenta del estado de la investigación en España. Escribiendo en 1946, nos decía que

al estudiar Etnología e Historia antigua en Europa occidental, se nota la falta de libros que traten de ellas dentro de un amplio terreno de especu-lación desinteresada… Con constancia, buscando los rasgos que nos orgullecemos, en nuestros ascendientes posibles o supuestos. Y una técnica comparativa pobre, unida a razonamientos psicológicos también pobres, pretenden suplir la observación atenta e imparcial (Caro Baroja I, 28). La presencia de Joaquín Costa en la percepción del medio rural

español es mucho más notoria. Se trata de un jurista de fines del siglo XIX que dedica un tercio de su libro Colectivismo agrario en España a la discusión de los pensadores sobre la legislación de la tierra, desde épocas pre-romanas hasta los albores del siglo XX. Una vez establecido el proceso doctrinario, procede a ilustrarlo con casos concretos. Es entonces donde, en lo que hoy es la provincia de Zamora, llaman su atención la comarca (denominación actual) de Sayago y el municipio de Bermillo (Costa, Colectivismo agrario 324-348). Arguedas, siguiendo sus pasos, decidió concentrarse en ese lugar, y sumando otra sugerencia de Costa, se propuso comparar Sayago con la comarca de Aliste, aunque al redactar la tesis termina por dejarla de lado como área elegida (San Vitero de Aliste), y dedica su capítulo comparativo a otro municipio de Sayago: La Muga, muy próxima a Bermillo. Se trata de localidades vecinas a la frontera con Portugal, muy marcadas por la presencia de la hoya hidrográfica del Duero. A José María lo atrajo el manejo de las tierras comunales y la estructura social de los pueblos mencionados. Para decirlo con sus propias palabras:

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Confiábamos en que encontraríamos en España, especialmente en Castilla y Extremadura, supervivencias de muy antiguas formas de organización comunal; y que el buen conocimiento de esas supervivencias y de sus fun-damentos históricos iluminarían la historia y la realidad actual de la organi-zación y funcionamiento de nuestras comunidades (Arguedas, Las comuni-dades 7). Más adelante, remata su decisión afirmando que escoge a esta

región “porque fueron extremeños y castellanos los más de los conquistadores y colonizadores y porque la médula de España como país colonizador está en las dos regiones citadas” (Arguedas, Las comunidades 8).

El trasfondo de su elección se puede interpretar como el reconocimiento de que en Europa existe el sistema comunitario, que aun estando en proceso de deterioro, podría explicar una cierta identificación que los colonizadores encontraron en los Andes con el manejo agrario de los incas y sus antecesores. Costa lo aproxima a este razonamiento en su propio libro:

Los peruanos practicaban este género de comunismo para un efecto, para el pago de tributos, cultivando las chácaras del Inga, de los Guacas [sic] y del cacique; y hemos visto que habían discurrido particularizar el trabajo asig-nando a cada familia una “tarea” igual, apellidada suyu, porque los hol-gazanes no echaron la carga a los hacendosos, pues eran tan descuidados, que cada uno se diera la menos prisa por dejar el trabajo al compañero (Costa, Colectivismo agrario 421). Por encima de las imprecisiones históricas, Costa recurre a los

argumentos necesarios para sostener la vigencia de las tierras comu-nales y los riesgos de privatizarlas. En 1871, el Ayuntamiento de Bermillo de Sayago ya había solicitado que se exceptuasen sus tie-rras de la venta, así los terrenos de labor como de pasto, “por ser todo él… de aprovechamiento comunal y gratuito del vecindario” (Costa, Colectivismo agrario 380). Sobre este tema, que cautivó a José María, girará gran parte de su tesis. Hay que hacer notar que para la fecha de su estadía en 1958, Zamora ya mostraba cambios notables en la tenencia de la tierra, a unos quince años antes de su arribo se daban casos extremos frente a lo que pudieron aspirar sus munici-pios un siglo atrás. En Coomonte (Zamora, 1945), un propietario tenía 66 acres divididos en 394 fragmentos, y otro cuyos 4.3 acres se fragmentaban en 358 partes (Naylon 363). La disputa sobre la

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utilidad de las tierras comunales será uno de los ejes del libro de José María.

No es necesario resaltar que la Ley de Prensa que regía en España desde 1938 y que perduró hasta 1966, con algún maquillaje, hizo difícil que nuestro autor pudiese encontrar un diagnóstico valedero de la realidad rural española. Era una ley vinculada al Código Militar, que se inspiraba en los modelos de propaganda ideados por Mussolini en la Italia fascista, y por Goebbels en la Alemania nazi (Cisquella y otros 19). Tampoco Arguedas se sentía cómodo con el material documental, lo que reconoció abiertamente como su propia “falta de erudición histórica” (Arguedas, Las comu-nidades 7). A ello agregó en su “Prefacio” que había sido “tardía y débilmente instruido en la especialidad [de antropología]”, lo que hacía que emplease un “vacilante formulismo tanto [en] la termi-nología como los esquemas aprendidos en la utilización de los re-sultados de nuestros trabajos de campo” (Las comunidades 5).

Toda esta abierta sinceridad oculta los muchos logros en su mirada del campo español. El tema sobre el que tenía que actuar como pionero estuvo guiado por su formidable instinto de escritor, capaz de penetrar en sus fuentes orales, con una voluntad de escucharlas e interpretarlas que no podemos dejar de admirar. Fue su principal arma de comprensión de los pueblos andinos; en España, desprovisto de los conocimientos que le proporcionaba el ámbito académico peruanista, la tradición oral se convirtió en el instrumento único que pudo usar con comodidad.

2. La España que recibió a Arguedas

Si bien, sobre el papel, Sayago proporcionaba el espacio compa-

rativo conveniente, tenía también dificultades que recién pudieron comprobarse sobre el terreno. José María no apreció la primavera de Zamora; escribiendo en abril a Valcárcel se queja diciendo:

Sayago es una zona helada, pobre y hasta hace pocos años muy aislada. En este momento hay un sol pleno, pero sin embargo casi no se puede sudar en la calle a causa del frío y del viento. Me ha dicho el secretario del Ayun-tamiento que hace no menos de 10 grados… En un mes o 45 días creo que habré tomado una información suficiente que me permita enjuiciar las cosas. Por el momento me alienta la convicción que haré un trabajo sin

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duda útil para el mejor conocimiento y estudio de nuestras comunidades (en Pinilla 448-449). Revisando los archivos municipales y la bibliografía local,

Arguedas concluye que la pobreza de las tierras y lo primitivo de la tecnología han sido su mejor defensa contra el proceso general de cambios administrativos estatales impuestos por el gobierno del reino. Pero la supervivencia de la primitiva comunidad duró hasta fines del siglo pasado (Arguedas, Las comunidades 17). Justamente, esta condición de permanecer aislada, como tras de una muralla, de lentísima y frenada evolución histórica de la Península, la hace comparable con Puquio,

que también permaneció aislado y en poder de los naturales o indios hasta las postrimerías de la Colonia. La capital de la provincia fue hasta el siglo pasado el pueblo muy español de San Juan de Lucanas… Durante ese ex-tenso período en que Puquio permaneció aislado y como pueblo de indios, estuvo organizado en cuatro ayllus pre-incas a los cuales los españoles los reconocieron como comunidades con sus respectivos linderos de origen legendarios” (Arguedas, Las comunidades 19). Como se puede leer a lo largo de la tesis, las referencias a las

comunidades andinas no son extensas y tan generales como las que acabamos de consignar. Algo más numerosas en las primeras páginas, desaparecen cuando el libro culmina, y apenas asoman de manera débil en las conclusiones. Por suerte, la presencia de Arguedas en el medio rural zamorano y las conversaciones con los campesinos le abrieron espacios en la percepción de los mismos. A partir de sus entrevistas pudo notar el impacto que produjo en las municipalidades de Sayago la llegada del trigo como sembrío que no sólo ocupó espacios vacantes o de otros cultivos, sino que alteró las costumbres locales. Para ponerlo en sus palabras: “La parcelación de las tierras comunales en La Muga y la expansión de la propiedad privada en Bermillo, durante las últimas cinco décadas, hicieron posible la difusión del trigo cuyo cultivo requiere de tierra más abonada y mejor cuidada” (Arguedas, Las comunidades 18). En las páginas siguientes (20 y 21) nuestro autor trata de encontrar “una revolución [en tierras peruanas] semejante a la de Sayago”. La comparación no resulta concluyente, lo que en cierta forma explica que en adelante se concentre en el caso español.

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No era buen momento para la Península, las dictaduras de Salazar y Franco habían agotado su discurso autoritario que fracasa en el intento de reflejar una falsa bonanza económica. En 1958 el dictador español tenía 66 años y llevaba dos décadas en el poder, pero eso no hacía retroceder sus convicciones, sobre todo porque su entorno pensaba en las fórmulas que mantuviesen los privilegios conquistados por la Guerra Civil. Durante el tiempo en que nuestro autor vivió en España, se experimentaron algunos cambios con el afán de modernizar la retórica del control y buscar una salida a la crisis económica.

Desde inicios de la década de 1950, había una fuerte presión de los obreros. El Sindicato Estudiantil Universitario obligó incluso a cerrar por un tiempo la Universidad Complutense de Madrid y, en el interior del gobierno, la lucha entre la Falange, la Iglesia Católica y los oficiales veteranos de la Guerra Civil se hizo visible cuando, en 1957, Franco introdujo cambios en su propio gabinete ministerial. Si todo esto no fuera poco, estaba pendiente la sucesión mo-nárquica sobre la que el jefe de Estado evitaba pronunciarse. En principio había tres candidatos: el autodenominado regente, Javier de Borbón Parma; Juan de Borbón; y Carlos de Habsburgo y Bor-bón, que se hacía llamar “Carlos VIII”. Finalmente, Luis Carrero Blanco, hombre de confianza del dictador, recogiendo sus palabras (“que mientras tenga salud y facultades físicas y mentales no dejaré la jefatura del Gobierno”), a comienzos de 1959 envió a Franco el informe que decía “Si el Rey [cualquiera que fuese reconocido] recoge los poderes que tiene S.E. [su excelencia] es para sentirse alarmados porque cambiaría todo. Hay que ratificar, al mismo tiem-po, el carácter vitalicio de la magistratura de S.E., que es Caudillo más que Rey, porque funda la monarquía” (Riquer 423). Con esta premisa se mantuvo el poder en manos de Franco.

Muy poco de este devenir debió llegar a Sayago, a veces, un párrafo suyo nos permite inferir la turbulencia de la España de fines de los años 50: “Escuchamos en la villa [La Muga] vocear a un pregonero que pedía obreros para una mina en Asturias” (Las comunidades 295). La convocatoria era una respuesta a las sucesivas huelgas en las minas asturianas, como reacción a las medidas guber-namentales que congelaban los salarios y aumentaban las horas de trabajo. El conflicto mayor estalló en 1962, pero las protestas no descansaron después de un precario pacto (Riquer 417).

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De manera menos explícita, pero con mayor carga dramática, los campesinos de La Muga, hablando de la “quiñonización” o proceso de privatización de las tierras comunales y de sus consecuencias, se preciaban de un presente sin problemas mayores: “Aquí, métase usted en la memoria –le explicaban a Arguedas– como si fuera un clavo, aquí no hay otra tristeza que la que nos viene de la guerra; no hay más verdadera desgracia que ésa. Y estaría bien que los periódicos no la hiciesen recordar todos los días como lo hacen” (Las comunidades 279). La escondida aflicción de Sayago tiene que ver con lo sucedido durante y después del episodio bélico.

Tampoco era fácil estar informado. Recién cuando Manuel Fraga Iribarne llega al Ministerio de Información y Turismo en 1962, y permanece en esa oficina hasta 1969, se abren ciertos espacios más aparentes que reales en la rígida censura existente. Aun así ya circulaban, desde fines de la década anterior, algunas publicaciones que, con habilidad y humor, burlaban la severidad de las condiciones. Tal es el caso de La Codorniz, revista fundada en 1941, pero cuyo auge era visible durante la estadía de Arguedas. Si la memoria no me es infiel, allí se publicó un recordado reporte meteorológico: “sopla un fresco general proveniente de las Galicias, con tendencia a permanecer”, que causó enorme disgusto a la Administración.

La actitud del gobierno con respecto a su intervención en la prensa y en las editoriales fue siempre abierta y contundente. Enri-que Thomas de Carranza, que fue Director de Cultura Popular y Espectáculos, llegó a declarar con cinismo que “la censura no existe”, y en otra ocasión: “este Régimen tiene derecho a defenderse de todas las ideologías porque no tienen ninguna” (Cisquella y otros 37).

El continente americano aparecía muy de tarde en tarde, como parte de la campaña propagandística del gobierno. En un noticiario exhibido obligatoriamente a principios de los 60 (NO-DO) antes de cada film, pudo apreciarse una escena muy comentada por la comunidad latinoamericana que paso a recordar. Se veía unos pobrísimos campesinos arando la tierra, uno de ellos, puesto en primer plano, levantaba un grueso terrón que con esfuerzo trataba de desmenuzar, en ese instante, una voz en off decía solemnemente: “esas manos que volverían a conquistar América”. El gobierno se engañaba a sí mismo.

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En estas circunstancias, José María muestra la voluntad de zam-bullirse en el paisaje que estudia, pero a partir de su propia visión, construida en los Andes. Sus motivos e incitaciones, que con tanto sentimiento describen el paisaje físico y emocional de los Andes, reaparecen con elementos hispanos. Tan es así que al describir el espacio en proceso de investigación, detiene su análisis para dedicar largos párrafos a “una higuera [que] apareció en la rajadura del muro del templo; la descubrí en abril, cuando apenas había logrado estirar una débil rama hacia el aire” (Arguedas, “Puquio, una cultura en proceso de cambio” 224). El árbol, cuya descripción poética sigue, le da pie para ocuparse de otro objeto de contemplación, el vuelo y canto de la tutubía: “Es un pequeño pájaro que vuela a golpes de ala, y va elevándose muy alto, a cada movimiento fuerte de sus alas, emite lo mejor de su canto. Estuve una vez, cerca de Villamor de la Ladre, cuarenticinco minutos oyéndolo cantar y embriagarse a mi parecer, entre música, velocidad y evoluciones aéreas” (ibid.).

3. El entrenamiento peruano para el trabajo de campo en

España Hacia 1946, Arguedas ya había tenido sus primeros contactos

formales con colegas nacionales y extranjeros que eran profe-sionales en el ejercicio de la antropología. Viajó en esa fecha a la hacienda de Vicos, situada en el valle interandino del Callejón de Huaylas, en el departamento de Ancash. Vicos fue la sede del Pro-yecto Perú-Cornell, que era parte de un programa de investigación “en la cultura y la ciencia social aplicada de la Universidad de Cornell, en colaboración con el Instituto Indigenista Peruano” (Holmberg 15). Para sus directores, Allan R. Holmberg y Carlos Monge M., la razón de este proyecto fue reforzar la idea de la “intervención participante en el campo” con la expectativa de logros visibles: en primer lugar la posibilidad de llevar a cabo estudios científicos de amplio aspecto experimental, por ejemplo, la aceptación y rechazo de innovaciones; también les permitió probar algunas hipótesis que habían sido derivadas de otros sistemas culturales, mediante distintos métodos de estudio. Esto les dio a los investigadores la capacidad de acelerar el proceso de cambio que en circunstancias normales se hubiesen desarrollado en varios años y finalmente hizo posible que pudieran verificar sus propias

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predicciones realizadas al inicio del Proyecto. De manera optimista, Holmberg pensaba “haber podido aislar, integrar y estudiar, de pri-mera mano, los factores relevantes de la transformación de un siste-ma sociocultural, como el de Vicos, el cual [estaba] constituyendo un anacronismo en el mundo moderno, hasta un nivel de madu-ración, en relación al elevado potencial de sus gentes y a la dignidad básica del hombre en el mundo entero” (Holmberg 23-24).

Hoy día, sería difícil que el juicio de los directores del proyecto pudiese ser compartido, incluso por quienes fueron los colegas norteamericanos del recién llegado José María. Pero esta inmensa hacienda (7,664 hectáreas), con una población de dos mil indígenas quechuahablantes, fue uno de los lugares donde tuvieron su primer entrenamiento muchos de los futuros docentes que serían parte del Instituto de Etnología de la Universidad de San Marcos. También sirvió de pista de lanzamiento para los entonces jóvenes estudiantes estadounidenses, cuyos trabajos son ahora clásicos de la antropo-logía peruanista. Citaremos algunos de ellos: William P. Mangin (al que Arguedas menciona repetidamente en su tesis), Paul L. Dough-ty, William W. Stein, entre otros. Como testimonio de su participa-ción en el proyecto, Allan Holmberg, Jorge Muelle (que fuera profesor de Arguedas en San Marcos), y Carmen Delgado de Thays (en ese tiempo estudiante, y luego colega de José María), figuran en una fotografía tomada en Vicos, en julio de 1948, durante otra visita que realizó nuestro autor.

En 1947, Arguedas fue nombrado Conservador General del Folklore en el Ministerio de Educación, lo que le dio la oportu-nidad de trabajar con Francisco (“Pancho”) Izquierdo Ríos, un formidable recopilador de la tradición oral amazónica, muy vincula-do a la Asociación Nacional de Escritores y Artistas, que en ese tiempo presidía Ciro Alegría. Ambos llevaron a cabo el proyecto de publicar el libro cuyo contenido está descrito en el título: Mitos, leyendas y cuentos peruanos, que se construyó a partir de cuestionarios distribuidos entre maestros de primaria de todo el país, del que se han hecho varias ediciones. La que alcanzó mayor difusión (2ª edición, 1970) apareció cuando Izquierdo Ríos pasó a dirigir el Departamento de Publicaciones de la Casa de la Cultura del Perú, antecedente del Instituto Nacional de Cultura.

Aun como Conservador General, Arguedas continuaba dictan-do clases escolares, pero mantenía su condición de alumno de

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antropología. Fue así como visitó Tupe (Yauyos, Lima) en 1949, que era y sigue siendo notable por el uso del Cauqui, idioma que en nuestros días está en proceso de extinción. Allí volvió a encontrarse con Carmen Delgado de Thays, alumna que mencionamos líneas arriba. Estaba haciendo su excelente tesis doctoral (Religión y magia en Tupe, Lima, 1965), bajo la dirección de José Matos Mar, profesor de San Marcos y discípulo de don Luis E. Valcárcel. Ese mismo año, usando la experiencia que le daban las situaciones descritas, Arguedas continuó publicando el material de tradición oral que ya tenía recopilado. Así nace Canciones y cuentos del pueblo quechua (Lima, 1949), donde reunió y tradujo letras de huaynos que pertenecen al folclore de los departamentos de Cuzco, Apurímac y Ayacucho. En una segunda parte del mismo libro, publicó una selección de “cuentos” (así los llama él) en quechua y español.

Sus visitas profesionales al valle del Mantaro debieron comenzar a inicios de la década del 50, lo que resulta importante porque pudo ejercitar su reciente educación formal como etnólogo (todavía lejos del doctorado). Es así como lleva a cabo su Estudio etnográfico de la feria de Huancayo (publicado en Lima, 1957), a pedido del arquitecto Luis Dorich, para cumplir con las necesidades del Plan Regulador, solicitado por la Oficina Nacional de Planeamiento y Urbanismo (ONPU). El trabajo se aparta de manera drástica de sus publica-ciones literarias (son también los años en que publica los cuentos “Orovilca” y “Los hermanos Arango”) y muestra un perfil cuidado-samente apegado a los requerimientos de la ONPU, entidad que respondía al reordenamiento urbano de las ciudades costeras, en especial de Lima, que veía como amenaza la ola de migrantes que ya empezaba a desplazarse desde las ciudades serranas. Un año atrás había publicado un corto ensayo sobre las industrias populares de Huancayo, pero su aliento literario no descansaba, ya estaba por concluir Los ríos profundos, que haría posible que su prestigio rebasara las fronteras nacionales de manera visible.

Huancayo no era un lugar desconocido para Arguedas. Vivió allí un año completo (1928) cuando fue alumno del Colegio Nacional de Santa Isabel, donde concurrió a las clases del tercer año de secundaria. Es posible que allí hiciera sus primeros pasos como escritor: por lo menos la revista escolar Antorcha le publicó dos artículos. Pero si regresamos a sus antecedentes como antropólogo, su presencia en Huancayo fue fundamental. Para empezar, su tesis

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de Bachiller nació al costado de su labor para ONPU, aunque se trate de un estudio muy diferente, del que pasamos a dar noticia. En la bio-bibliografía elaborada por la Editorial Horizonte (Obras completas I, XV-XXVI), aparece que dicha tesis, “Evolución de las comunidades indígenas”, fue publicada en 1956. Nosotros citaremos una edición sin fecha, que apareció a mimeógrafo, publi-cada por la Universidad Nacional del Centro.

Aunque se ha prestado poca atención a este trabajo, en realidad sería imposible entender su tesis doctoral sin conocerlo. En sus páginas, Arguedas se abre al tema del mestizo, y en cierta forma rompe con el indigenismo primordial del que había sido líder don Luis Valcárcel. Es claro que su conexión con Lima hace de Huancayo una sociedad peculiar y muy diferente a la sierra sur del país, pero José María da un paso adelante a partir de esta verdad geográfica. Al describir la región nos dice que está caracterizada por

un cabal proceso de fusión de culturas que no habría sido posible, como no lo es en el sur, si las castas y culturas coetáneas hubieran estado divididas por irreductibles conceptos de superioridad y por la práctica de costumbres sustancialmente diferentes. No existió tal diferencia porque no se implan-taron las instituciones de servidumbre que en el sur fundaron un status rígido para castas y culturas. En el sur el mestizo es producto no de fusión sino de fuga, adolece, por lo mismo, de los trágicos caracteres psicológicos del individuo desajustado, en constante e insoluble búsqueda de patrones de conducta. Este borroso cuadro de la concultura [sic] del mestizo del sur hace que estudiosos del mismo personaje sostengan tesis tan contrarias res-pecto al problema, como las que han planteado los doctores Valcárcel y Uriel García y que un antropólogo joven y moderno [se refiere a Oscar Núñez del Prado], pero cuzqueño y con una experiencia y conocimientos muy bien adquiridos de la antropología del sur del Perú y sin la experiencia suficiente del caso especial del valle del Mantaro sostenga, con respecto a la cultura de Muquiyauyo, los siguientes conceptos: “Son algo intermediario entre las dos clases (indígenas y mestizos) y pueden más identificarse como cholos. Sus patrones indecisos y su status no bien definido, los hacen actuar alternativamente compartiendo en mayor o menor grado de las normas de ambos grupos (Arguedas, “Evolución…” 53-54).

La reacción de nuestro autor frente a los extremos de lo que más tarde se transformaría en la búsqueda de una definición de “lo indí-gena” está teñida por una larga diferencia con Richard N. Adams, uno de los más prolíficos especialistas en América Latina, que hizo sus primeras armas en Muquiyauyo, la región aludida por Arguedas.

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Adams, que por muchos años fue la cabeza visible de la especialidad en la Universidad de Texas (Austin), comparó sus estudios iniciales (por ejemplo, el artículo “A Change from Caste to Class in the Peruvian Sierra Town”, 1953; y A Community in the Andes. Problems and Progress in Muquiyauyo, Seattle, 1959) con los llevados a cabo pos-teriormente en Guatemala, tratando de calificar los espacios grises entre los conceptos de indio y “blanco”, que preocupaban a los estudiosos de aquellos días. Aunque en la bibliografía de su tesis de Bachiller Arguedas cita a Adams, no aparece la referencia completa, ni en el texto, ni al final, con los otros autores. En todo caso, vuelve a citarlo en el libro que comentamos, pero estas menciones no refle-jan el profundo desacuerdo que se profesaron, a pesar de partir de informaciones recogidas en el mismo lugar y en fechas muy simila-res. Las objeciones del peruano repetían las mismas razones men-cionadas para criticar a Núñez del Prado. Para José María, la condición de indígena no se rompía por la “fusión de culturas”, la modernidad no modificaba la esencia de su cultura, que podía reaparecer en cuanto se diese la necesidad de salir a flote; los tonos grises no alteraban dicha condición, en realidad provienen de nues-tra incapacidad de distinguir lo indígena. Un desagradable debate entre ambos intelectuales, en 1966, hizo visible la mutua animo-sidad, en el Congreso de Americanistas de Mar de Plata.

Arguedas explica sus puntos de vista al describir Huancayo. Nos dice que este lugar

ofrece el ritmo de la ciudad moderna, y si bien carece de clubes nocturnos, existen clubes sociales bien equipados, como no ha de exigir más el ciuda-dano de provincia. Y el mestizo o indio encontrará barrios formados por individuos pertenecientes a todos los grados de cultura y condición econó-mica y social. Pasará desapercibido en la ciudad hasta cuando lo desee; pero podrá también abrigarse en la compañía de gente oriundos [sic] de su propio distrito o hacienda, entre gentes de la misma habla, de idéntico status, movi-dos exactamente por los mismos propósitos, arrojados a la ciudad por causas semejantes. Y llegada la oportunidad revivirá en la ciudad, sin ver-güenza y públicamente, las fiestas de su pueblo, y podrá bailar en las calles a la usanza de su ayllu nativo o sumarse a las fiestas y bailes indígenas de la propia ciudad, pues no será extraño a ellas (Arguedas, “Evolución…” 75).

No es así como lo vio Adams en 1949, que percibió a su objeto de estudio como un sistema de castas en proceso de disolución: “Comienza a emerger un grupo de gente quienes no se reconocen

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consistentemente en mestizos o indios, pero se ubican en algún lugar intermedio” (Adams 92). Desde esta perspectiva, los indios como tales han dejado de existir en un proceso complejo en el que las influencias del exterior, en lugares como Muquiyauyo, han jugado un rol definitivo, especialmente desde la existencia de los centros mineros y de la capacidad de migrar a otras partes del mundo que exhiben los muquiyauyinos (Adams 93).

Otro antecedente etnográfico previo a su experiencia española fue su trabajo en Puquio, publicado originalmente en 1956 y reco-gido por Valcárcel en Estudios de la cultura actual del Perú en 1964. Es interesante comprobar que casi todos los autores de esta compi-lación figuran en la corta bibliografía peruanística de la tesis. Entre ellos, Mangin, ya mencionado anteriormente, pero también José Matos Mar, Bernard Mishkin y Oscar Núñez del Prado. Nos deten-dremos en Gabriel Escobar Moscoso, antropólogo cuzqueño de larga trayectoria, al que José María guardó enorme respeto, y fue muy influyente en su pensamiento y tal como lo muestra la nutrida correspondencia que sostuvieron. Gabriel era una enciclopedia de conocimientos sobre el universo andino, estaba al tanto de la bibliografía norteamericana más actualizada para su tiempo, y tenía una formidable experiencia de trabajo de campo en Cuzco, Puno, Ayacucho y Junín. Como muchos otros científicos sociales perua-nos (por ejemplo Manuel Chávez Ballón, otro cuzqueño notable) publicó una ínfima parte de su saber, que compartió generosamen-te con sus colegas y alumnos. Su tesis doctoral, sobre Sicaya, que comenzó a escribir en 1945 y culminó en 1966, para publicarla recién en 1973, no refleja la vastedad de sus conocimientos. Arguedas se apoyó mucho en Escobar para sus planteamientos sobre la población mestiza, lo que se refleja en el texto de sus tesis (Bachiller y Doctor) y en sus cartas.

Arguedas nos presenta Puquio (Lucanas, Ayacucho) de dos maneras: como lugar de trabajo de campo (agosto de 1952; y setiembre y octubre de 1956), y al mismo tiempo nos advierte que allí pasó su niñez y adolescencia (Arguedas, “Puquio” 223). Para su tesis doctoral, esta experiencia lo empuja a comparar la estructura social de Puquio con lo que va descubriendo en Bermillo. La “revolución” que produjo en Zamora el cultivo intenso del trigo, Arguedas la equipara al impacto de la construcción de la carretera que unió Puquio a Nazca, Ica y Lima, es decir con la costa del

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Pacífico. Hay que tener en cuenta que el departamento de Ayacu-cho tiene bastante diferenciadas las dos mitades en que está dividi-do por el río Pampas. Puquio se ubica en la parte sur y la carretera a que alude el autor abre una conexión con la zona más occidenta-lizada del país. Al norte del río Pampas, se encuentra la capital del departamento, a la que los lugareños se refieren indistintamente co-mo Huamanga o Ayacucho (en realidad se trata de la provincia de Huamanga y el distrito de Ayacucho, que lleva el mismo nombre que el departamento). En 1964, para llegar a esa ciudad en automó-vil se tardaba entre 16 a 18 horas desde Lima, en el mejor de los ca-sos, aunque tenía el privilegio de la comunicación aérea, gracias a un cortísimo campo de aterrizaje, que concluía al borde de un abismo.

La carretera a Puquio hizo posible, interpreta Arguedas, que los comuneros puquianos incrementaran

considerablemente sus ingresos, como los de Sayago por la difusión del trigo; construyeron escuelas y decidieron que sus hijos dejaran de ser indios y tomaron el poder político o lo compartieron con los mestizos y señores, mediante las posibilidades de promoción que la movilidad social y espacial y la educación escolar les promete ahora… Tales posibilidades no existen para los comuneros de Bermillo… (Arguedas, Las comunidades 22). Las comparaciones van más allá. Al describir las diferencias

sociales nos explica que es el tipo de educación lo que levanta la valla, lo que delimita los dos mun-dos sociales de Bermillo: quien labra la tierra es vecino, comunero; per-tenece a la clase baja; quien se dedica a otra clase de actividad que no sea el campo –desde el abogado y el médico hasta el portapliegos del Banco– es “señorito”. Los artesanos no aceptan ser incluidos en esa categoría y, de hecho, no se comportan como tales. Constituyen un pequeñísimo y na-ciente grupo intermedio (Arguedas, Las comunidades 97). Establecida esta clasificación, Arguedas la refuerza buscando su

origen: teóricamente todo hombre casado con residencia en Bermillo es para el Ayuntamiento un vecino y, precisamente para los efectos del reparto de tierras del común. Formalmente pues, Bermillo es, como todos los demás pueblos de Sayago, una comunidad de vecinos, es decir de labradores. La burocracia “aristocrática” surgió en Bermillo con el aparato administrativo

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que requería el gobierno del Partido, cuando éste fue creado (Arguedas, Las comunidades 98).

Le toca entonces, forzar la comparación: En Puquio, por ejemplo… existen comuneros, es decir indios, que tienen tierras y ganados en cantidad apreciable y son económicamente mucho más poderosos y más ricos que muchos “señores” vecinos mistis o weraqochas; sin embargo, y por las mismas causas determinantes que en el caso del comunero de Bermillo, ocupan el grado más bajo en la escala social (Ar-guedas, Las comunidades 98-99). La intención del autor es manejar los elementos que le eran

conocidos para componer un cuadro de estratificación social que hiciera coherente la información española. La elección de Puquio como modelo se apoya en su familiaridad con el medio al que ha llegado desde niño, y no necesariamente a través de la aplicación de alguna metodología. Eso no significa que Arguedas no reconozca que el marco de referencia que está adoptando no encaja con la nueva información. Cuando eso sucede, apila los datos de ambas sociedades, dejando al costado toda comparación que no le resulta posible. Tal sucede, por ejemplo, cuando tropieza con el catolicismo a toda prueba de las gentes de Sayago. Advierte la contradicción, que recoge por boca de sus informantes, que se quejan de que “quien se dedica al verdadero y único trabajo que cristianamente puede llamarse tal [‘el del músculo, la labranza’] ocupa el último lugar en la escala social” (Arguedas, Las comunidades 99). Pero aquí, como en otros descubrimientos en el campo español, no encuentra la forma de elaborar paralelos con la complejidad del sistema de creencias que le era conocido. Resulta irónico que, con todo el enorme valor de los aportes de José María sobre la religiosidad andina, quede desarmado ante lo que le ofrecía la fe concluyente de los campesinos de Sayago. Frente a esto, sólo le queda intercalar lo recogido en Zamora, en contraste con un apurado resumen de los dioses y demonios de los Andes.

4. Del reporte etnográfico al relato literario

En otra ocasión (Millones, vol. 2) escribí que tuve la afortunada

ocasión de concurrir a varias reuniones de ciencias sociales en las

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que Arguedas era ponente. Recordé en esa publicación, que a pesar de que las presentaciones lidiaban con temas de esas disciplinas, José María se las arreglaba para leer alguno de sus relatos, que si bien tenían como protagonistas a la población indígena, y habían sido inspirados por la tradición oral, estaban lejanos al carácter de las otras ponencias. Es posible que este recurso molestase a los o-tros integrantes de la sesión a la que acudía nuestro autor, pero con seguridad, con su intervención se ganaba al público. Así escuché co-mo ponencia “El sueño del pongo” y “La agonía de Rasu Ñiti”, en distintas ocasiones, al lado de sesudas ponencias sobre clases so-ciales en Latinoamérica o la historia social de la esclavitud, entre o-tros temas, que de manera bromista Arguedas calificaba de “sabias”, mientras, decía él, sólo se interesaba en darnos un rato ameno.

No es necesario recorrer toda su obra para percibir el aliento autobiográfico que tiñe su producción, en el que la niñez y ado-lescencia son inspiradoras de páginas de extraordinaria calidad. Dicho esto, tampoco nos sorprende que en Sayago, al tratar el ciclo vital, aproveche el marco “antropológico” para describir el modelo de infancia, no sé si real, pero absolutamente deseable: “El niño es feliz, creo que verdaderamente feliz, en Bermillo” (Arguedas, Las comunidades 111). La premisa se basa en la percepción que las familias zamoranas tienen de sus infantes, y es posible, que también tenga como origen sus recuerdos personales:

Los niños de 5 y 6 años se supone que todavía no tienen “malos instintos”, que son “angelillos” y que pueden, por tanto jugar entre ellos, libremente, sin peligro de ninguna clase para la pureza del alma. Se inicia el conoci-miento de la calle, de las pequeñas plazas y de los campos adyacentes, en forma personal y sin reglamentos exteriores rígidos que los opriman o los limiten. Los niños toman contacto con la naturaleza en compañía íntima, con toda la intimidad que es posible a esa edad, entre varones y mujeres (Arguedas, Las comunidades 109). La narración en adelante se torna más fluida en cuanto el

escenario de los mozos y mozas españoles se traslada a los salones de baile, donde el autor presencia la apertura de un lugar nuevo, sin ingreso para los niños. Por encima del incidente, el comportamiento de jóvenes y mayores, en los salones mencionados y en el café, son páginas notables en las que su capacidad de observación permite al lector trasladarse a esa circunstancia. Además, da una entrada al

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folclor musical de su trabajo de campo. Al comprobar que los bailes tradicionales habían sido

desplazados por el vals, el pasodoble, el tango y el bolero, es decir por los bailes “agarrados”, antes prohibidos o considerados como inaceptables, in-compatibles con los mandatos de Dios en lo que se refiere a las formas de contacto entre hombres y mujeres, en público (Arguedas, Las comunidades 117). Dada esta circunstancia, el escritor vuelca su mirada en los jue-

gos de las niñas, donde se había conservado “la gracia de los anti-guos bailes” y a los informantes de mayor edad. Arguedas copia la letra de las canciones que son parte de estos juegos infantiles. No parece reparar que muchas de ellas eran parte indisoluble de las tra-diciones limeñas en las décadas de los años 1930-1940. Versos como:

Tengo una muñeca vestida de azul

con su sobrefalda y su canesú. La llevé a paseo y se me constipó la metí a la cama con mucho dolor.

O también diálogos, entre el grupo y una niña ubicada en el centro de un círculo:

¿Cuántos panecitos tiene el horno? Veinte y cinco y un quemao. ¿Quién lo quemó? La puntica de la hornita…

(Arguedas, Las comunidades 21-22). En Lima, esta última línea variaba: “Ese pícaro ladrón”. Pero, por lo menos, estos dos ejemplos prueban que la tradición

había viajado y estaba presente en Lima, mucho antes de que el autor tomase nota de ellas en Zamora.

Este ingreso a la tradición oral de Arguedas le permite ofrecernos sus mejores páginas. Hacia el final del libro se reafirma en sus apreciaciones: “[En la Muga] como en Bermillo no hay artesanía artística de ninguna clase. Se ha extinguido más que en Bermillo, la música y los bailes tradicionales…” (Las comunidades 317). Luego de enfatizar esto, ingresa a otro tema muy relacionado,

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con intensa pasión. Como cualquier otro andinista, el autor prestó atención al conjunto musical unipersonal que constituye el mínimo para que un ceremonial pueda llevarse a cabo: el tambor y la flauta. Su búsqueda lo llevó a propiciar y ser testigo del renacimiento, quizá por última vez, de una tradición perdida, el “tamborilero” al que acudió en Sayago. Accediendo a su pedido, tocó la gaita y los vecinos que acudieron a curiosear se pusieron a bailar, como solían hacerlo mucho tiempo atrás.

José María no pudo evitar la comparación entre el músico de la Muga y los que había visto en los Andes. Para decirlo con sus propias palabras: “La atenta observación de la gaita sayaguesa y del tamboril, la forma en que el músico, uno solo, toca ambos instrumentos, acrecentó en nosotros [se refiere a Josafat Roel Pineda, etnomusicólogo que solía acompañarlos] la sospecha” (Las comunidades 322). Tal sospecha se refiere a “que muchas variedades de flautas de pico andinas pudieran ser de origen español” y por extensión queda flotando la insinuación que los ejecutantes únicos de ambos instrumentos también deriven de Europa.

Consultado nuestro colega Manuel Arce (comunicación personal, 2010) nos pide aclarar que

la gaita sayaguesa a la que se refiere Arguedas es en realidad una flauta [de pico] y que nada tiene que ver con la gaita tipo escocesa, la cual es un in-strumento más bien emparentado con el oboe. Esta gaita de Zamora es un tipo de flauta (que posee generalmente tres orificios) […] que se toca en otros países como Inglaterra, los Países Bajos, Francia, Italia y Europa Ori-ental. Todas tienen la particularidad de ser ejecutadas con la mano izquierda del músico (o brazo u hombro izquierdos) que a la vez sostiene el tamboril, el cual a la vez es percutido con la baqueta que es sostenida con la mano derecha del mismo instrumentista […] Esta técnica es muy diferente a otro tipo de flautas verticales como la quena. En estas flautas andinas el soplo del instrumentista es dirigido al cuerpo del instrumento directamente, por la muesca practicada en la boquilla. En resumen, a diferencia de las flautas del tipo flageolet (o flautas de pico), las quenas no poseen canal de insuflación ni ventana biselada, y el instrumento está fabricado en una sola pieza. Hasta aquí Manuel Arce. Arguedas propone que el conjunto se denomina a partir del

membranófono, y eso identifica a Sayago con su experiencia andina, hipótesis que conviene estudiar en detalle. Otro de mis colegas, Ladislao Landa, ha encontrado que en otras regiones de la sierra

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peruana se le llama flautero o flavitero; y pensando en la variedad de flautas de pico, Arce nos recuerda que en Caral (centro arqueológico en el departamento de Lima) se han encontrado 32 flautas con una antigüedad de 2,500 años, que poseen un único orificio situado en el medio del instrumento, a manera de embocadura, lo que indicaría que el tema musical está inconcluso, y da para mucho estudio en el futuro. José María abrió un espacio de investigación que todavía estamos lejos de conocer.

5. Reflexiones finales

La música siempre fue un lugar querido de Arguedas, que no va-

ciló en grabar su voz cantando en quechua, que gozó de la amistad de músicos y danzantes, y que a su pedido, se le hizo un funeral festivo.

Pero nos interesa concluir repensando el total de su tesis como relato. Landa (118-154) argumenta convincentemente que los infor-mantes pueden verse como personajes de un relato de ficción y que el propio Arguedas usa más de uno, para aparecer en el texto dando fuerza a su declaración en el prólogo de su libro “que tiene por tanto algo de novela”, como se dijo al principio de este ensayo. Aun aceptando esta propuesta, hay que reconocer en nuestro escritor la intención de construir en éste y otros trabajos, una alternativa a la creación de los universos paralelos que se desprenden de la fantasía del autor. Si las comunidades de Zamora no eran los espacios sociales propicios para una comparación con las andinas, importa menos. A José María, inseparable del cepo de su nostalgia, recuerdo y la fortaleza de sus vivencias, le sirvió y nos sirve a nosotros para repensar en la experiencia poco común de no estudiar nuestra propia tierra. Al atreverse a hacerlo, caminó sobre terreno inédito, aceptando las irrupciones de su imaginación que asociaba libremente los campos y personas de Sayago con el paisaje, animales y gentes que seguían gritando en su mente desde la lejanía.

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