Una geografía íntima

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Salazar, Jezreel. "Una geografía íntima". Reseña de Irregular, de Ingrid Hernández, en Tierra Adentro, núm. 160, octubre-noviembre de 2009, pp. 82-84.

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En Les Robinsonades, de Marcel Coscat, por ejemplo, se narra la historia de un náufrago que llena su isla desierta de crea-ciones imaginarias, hasta que él mismo queda atrapado por las reglas de su propia ficción. Perycalpsis, de Joachim Fersen-geld, que parece una respuesta directa al “Fin del mundo del fin”, de Julio Cortázar (la imagen del mundo inundado de libros), plantea la destrucción de todas las obras culturales a fin de resolver su sobrepro-ducción y recuperar su calidad. Además, propone asignar una beca vitalicia a todos aquellos que no practiquen ninguna acti-vidad creadora:

Perycalpsis contiene un índice tabular completo de descuentos para todas las formas de creación. Quien haga un in-vento o edite dos libros al año, pierde todo derecho a cobrar. Si aumentamos la producción anual a tres títulos, en vez de cobrar, debemos pagar al Fondo una suma prevista. Gracias a este sistema, sólo cometerá un acto de creación un verdadero altruista, un asceta del espíritu que ama al prójimo y no a sí mismo, de-teniéndose automáticamente la produc-ción de la basura que se vende ahora.

De manera similar dialoga el Gigamesh, creación de un novelista irlandés que se propone ser más joyciano que Joyce, con Non serviam, que desde el título repite el tema joyciano, y con La Nueva Cosmo-

gonía, un supuesto discurso de aceptación de un Premio Nobel de Física que propone que todas las leyes del universo son en realidad parte de un juego.

Encontrar y disfrutar el resto de estos diálogos y contrastes corresponde, por su-puesto, a cada lector. No obstante, no hay que caer en el error de reducir esta refe-rencialidad a un mero juego literario. Va­cío perfecto es un texto sobre ideas, y la estructura está diseñada no sólo para ser un divertimento, sino para retar al lector. Cada una de las reseñas de textos inexis-tentes, junto con sus críticos, han sido ele-gidos para probar al lector, para que se atreva a cuestionar los planteamientos de las obras y formule sus propias soluciones a la problemática planteada en este libro. Cada nueva reseña, que puede leerse en el orden presentado o al gusto de cada quién, presentará una nueva visión de los problemas planteados y cuestionará de nueva cuenta las conclusiones sacadas por el lector. En este punto no puedo estar más de acuerdo con la introducción: “La lectura de este exiguo volumen, que se lee en tres tardes, equivale, en informa - ción y en tiempo mental, a tres meses de apasionante y dedicada lectura”. Vacío perfec to problematiza y ensaya sobre la creatividad del hombre y la forma en la que este genio se extiende y transmite por medio de la cultura.

En nuestra época, ya no queda duda de la calidad literaria de Stanisław Lem. La traducción del presente volumen, por Jad-wiga Maurizio, es practicamente impeca-ble. La presentación del libro, el cuidado de su edición, hacen de su lectura un goce. Mejor aún, todas las ideas vertidas en Va­cío perfecto son quizá más pertientes en la actualidad que cuando el texto fue edita-do por primera vez, en 1971. Si bien no puede calificarse como imprescindible, pocas lecturas se pueden encontrar como ésta que combinen con tal acierto el pleno disfrute con la reflexión profunda.

Stanislaw Lem, Vacío perfecto. Biblioteca del siglo XXI. Traducción de Jadwiga Maurizio.Introducción de Andrés Ibáñez. Madrid, Impedimenta, 2008. 320 pp.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .Una geografía íntima

Jezreel Salazar

Un objeto que comenta la pérdida,

destrucción, desaparición de objetos.

Que no habla de sí mismo. Que habla

sobre los demás. ¿Los incluirá?

Jasper Johns

No hay habitantes, pero sí señas que remiten a ellos. En la imagen se observa una habitación cuyas

paredes podrían ser de cartón o triplay. Dos sillas de plástico rojo bordean una mesa cubierta por un mantel blanco, de flores, bordado. Sobre él dos tazas de dis-tinto diseño, ambas desportilladas. A la espera, y frente a ellas, dos biscochos que insinúan el desayuno. Al fondo, una man-guera azul pende en una esquina y desa-parece de la toma, perdiéndose rumbo al suelo. La armonía de la imagen está dada por la repetición de los elementos (dos si-llas, dos tazas, dos panes) y la exaltación visual de un ámbito cotidiano, anónimo y que parecería no ofrecer sorpresas. Como si la propia realidad se caracterizara por sus emociones contenidas.

Así son las imágenes de Ingrid Her-nández, fotógrafa tijuanense, nacida a mediados de los años setenta. Su libro (cuyo título resulta muy significativo: Irre­gular) contiene retratos que, en principio, parecerían ser registros propios de cierto fotoperiodismo concentrado en los márge-nes urbanos: casas construidas con mate-riales de desecho, lonas, láminas, cajas de plástico, trozos de madera, cubetas… en suma, asentamientos irregulares, donde la precariedad es el personaje central y el deterioro el paisaje acostumbrado. No obstante, hay algo distintivo en estas fo-to grafías (un tono, es decir, un modo de mirar), que va en contra de la habitual exaltación de la miseria y de la denuncia fácil. Si no me equivoco, esa manera pa r-ticular de observar la realidad tiene que ver con la cercanía respecto al objeto re-tratado, revela la intimidad que la artista ha alcanzado y busca transmitir.

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“Habitar es dejar huellas. El interior las acentúa.” Lo dicho por Walter Benjamin parece adquirir concreción en este álbum de restos urbanos. Irregular es una inmer-sión en la vida privada de los márgenes. La cámara nos permite ingresar a espacios domésticos a los cuales, sin este ejercicio de voyeurismo, no tendríamos acceso. La fotógrafa logró conseguir tal testimonio luego de haber pasado varios años reco-rriendo diversos cinturones de miseria, lo que en el discurso profiláctico de la mo-dernidad se denominan “ciudades perdi-das”. La exploración de lo que usualmente está reservado al ojo público no vuelve es-pectáculo —hay que enfatizarlo— la po-breza. Lo que la fotografía busca es, por el contrario, hacerla inteligible. Irregular, a contracorriente de la lógica de nuestra so-ciedad de masas, no invita a volvernos una humanidad de mirones; propone descu-brir un mundo ajeno en aras de entender-lo, de acercarlo a quienes lo desconocen o incluso lo desprecian.

Lo anterior sólo es posible gracias a la perspectiva que la artista elige: privilegia tomas cerradas, lo que ahonda la sensa-ción de ámbitos reducidos. En el universo visual de Hernández no es posible ver la in- tegridad de los paisajes, el mundo en su totalidad. Sólo podemos mirar las gaveta s de una antigua cajonera, el frag mento de un corredor o una estufa, los res quicios de un tablón en donde cuelgan tres cepi-llos de dientes. Además del ca rácte r ya de

por sí transitorio de las propias moradas, la realidad mostrada así se revela como aco-tada, confinada y frágil. De igual modo, la elección estética de establecer tomas res-tringidas erige al espectador como el pro-tagonista de la imagen y del lugar, como si se hallase justo ahí, en el espacio retra-tado, como si fuese configurando con su propia presencia la atmósfera del sitio, que no puede percibir de manera acaba-da, pero al que por esta ilusión de la lente, logra acceder. Su complicidad es lo que la fotógrafa busca: que sea capaz de restituir los contextos cifrados, la amplitud de los escenarios, la his toria implícita. Estamos ante un registro visual que tiene mucho de paradójico: tomas cerradas que propi-cian el diálogo, mirada limitada que busca la apertura.

Además de espacio acotado y reserva-do, lo íntimo se define como un ámbito excepcional. Si los afectos no pueden re-producirse, tampoco existen dos habi-taciones exactamente iguales. El libro explora aquello que aunque depende del há bito, adquiere vida propia y transmite, por ello mismo, una experiencia única: el cosmos de los objetos caseros. En ciertas fotografías de Irregular, tan cercanas a ese género de la pintura llamado “naturaleza muerta”, Ingrid Hernández muestra su fascinación por los objetos, una suerte de fetichismo que da origen a su impulso fo-tográfico y que establece una suerte de “historia emocional” de los objetos —enseres familiares, mobiliario ínfimo, ropa desperdigada sobre la cama, cuadros colgados en las paredes. “Testimonios ob-jetuales” es como ha nombrado a sus ex-perimentos visuales. Y en efecto, lo que lla ma más la atención es que en ninguno de esos ensayos fotográficos observemos figuras humanas. La decisión, por supues-to, no es inocente. Tiene que ver con la in -tención general de descontextualizar lo re tratado para potenciar la textura, el rui-do, el juego compositivo y la forma en sí de las cosas, los cables, las puertas…

Si la intimidad no puede reproducirse, sí puede encontrar gestos comunes. Las fotografías incluidas en Irregular fueron tomadas en Tijuana y Bogotá, dos ciuda-

des entre las cuales la autora halla y de-linea parentescos. Al intercalar imágenes de ambos lugares, confundiéndolos de manera premeditada, la artista busca crear vasos comunicantes con otros espacios en donde ocurren experiencias similares. El libro tiene por ello un sentido dialógico: retratar al otro (al desplazado, al que se encuentra en los bordes) y buscar que dia-logue con otros que se hallan en condicio-nes similares, viviendo una vida igual de marginal e irregular. Si es verdad que los elementos identitarios no desaparecen de las fotografías (por ejemplo, una bandera de México), también resulta cierto que este catálogo visual apunta a otro tipo de “aires de familia”, los cuales en todo caso corresponden a los efectos negativos del progreso, a las “señas particulares” que se reproducen y distribuyen por todas partes de manera no precisamente alentadora.

Huellas, restos, ruinas, son las pala- bras que se vienen a la mente al mirar el mundo de la imagen creado por Hernán-dez. Si damos crédito a Baudrillard, “un objeto fotografiado no es más que la hue-lla dejada por la desaparición de todo el resto”. Aquí, tal definición adquiere po-tencia y hondura. Fotografiar lo irregular: fijar lo que sobrevive al pasado, lo que persiste a pesar del cambio y el deterioro. Pero, ¿de qué sirve ese retrato de lo fu - gi tivo?, ¿para qué fijar lo que de cualquier manera no puede asirse de manera ob- je tiva? Si la fotografía es el testimonio

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durable de lo perdible, Ingrid Hernández se presenta en estas páginas como la cro-nista que desea dejar constancias del pre-sente antes de que éste se desvanezca. Más que crear un retrato cabal de la peri-feria, desea discurrir sobre las ruinas de lo moderno, transmitiendo no información fría y objetiva sino la experiencia subjetiva y viva de quienes las han habitado. Su “historia emocional” de los objetos trata de compartir vivencias y visiones, sin susci-ta r lástima y sin necesidad de glorificar el horror. Aunque en ocasiones parecería que estamos tratando con un realismo cru do, las imágenes conte nidas en el libro apelan a la capacidad de discernimiento del espec-tador: se trata de asumir que más allá de la realidad retra tada existe una experiencia irregular del mundo que sólo puede perci-birse al ser insinuada desde el ámbito de lo íntimo, esa geografía en donde realidades y deseos luchan a muerte sin cansancio.

Ingrid Hernández, Irregular. Prólogo de Alejan-dro Navarrete. México, Conaculta (Fondo Edi-torial Tierra Adentro y Centro Cultural Tijuana), 2008. 79 pp.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .Una escritura como encubrimiento

Jorge Solís Arenazas

Hacia 1981, Eduardo Chirinos (Li-ma, 1960) publicó Los cuadernos de Horacio Morell. La recepción

de este libro estuvo acompañada por al-gunas notas de desconcierto. Se llegó a creer que se trataba de una edición póstu-ma que recogía el trabajo de un joven poeta suicida. En consecuencia, la aproxi-mación a aquellos textos estuvo marcada por la idea de que se asistía al cierre pre-maturo de una apuesta literaria, cuando en realidad se trataba justo de lo contrario: la construcción de una primera tentativa poética. A casi tres décadas, recordar este malentendido resulta fértil, pues permite comprender uno de los aspectos medula-res en el trabajo de Chirinos, es decir, la

formulación de la escritura como un en­mascaramiento.

Entre comentaristas y críticos (José Mi-guel Oviedo, Miguel Ángel Zapata, Rai-mundo Corsa, etcétera) se ha insistido en este aspecto. Hablar de esta poesía como de un “juego de máscaras” ha sido una constante frente a títulos como Abeceda­rio del agua (2000), Breve historia de la música (2001), No tengo ruiseñores en el dedo (2006) y en especial El equilibrista de Bayard Street (1998). Sin embargo, es necesario matizar esta cuestión, en espe-cial para acabar con otro equívoco que, con más facilidad que paciencia, ve en es-ta obra una raigambre culterana. Pues de la concepción de la escritura como un proceso de construcción de personajes, o desdoblamiento del escritor en una multi-

plicidad de voces o máscaras provenientes de cierta tradición poética, no se colige forzosamente un guiño a “lo literario”.

En Humo de incendios lejanos es don-de se despliegan de manera más clara las distintas versiones de dicho enmascara-miento. En las trece secciones que lo com-ponen es palpable la dispersión de los ha-blantes poéticos. La enunciación es refractaria a la definición unívoca y, para diversificarse, se apoya en referencias in-tertextuales: glosas, citas, escolios, reescri-turas… Lejos de explicar esto como un gesto culterano, hay que entenderlo como un acto de recelo frente a los automatis-mos de un “yo lírico” devorado por el te-dio y las flaquezas de sus necesidades ex-presivas. Cuando Chirinos convoca una línea de Leopardi o la tira cómica de Elzie C. Segar donde aparece Popeye el Mari-no, en realidad cuestiona la posibilidad de estos referentes para puntuar la zona efí-mera y balbuciente de la experiencia o la traza de realidad con la que los poemas buscan dialogar (reproducir, registrar, criti-car, interrogar, etc.). No hay inmediatez en el hablante; éste forja su propia genea-logía al elegir, dentro de un corpus canóni-co, motivos, estímulos o residuos con los cuales operar.

Gracias a lo anterior, los poemas de Hu m o de incendios lejanos se salvan de ser re cuentos emocionales privados. Apelan a un repertorio formal porque se esmeran en crear una tensión significativa en lugar de suponer que es posible comu-nicar la experiencia o encarnar un instante de manera automática. Interpelan al lec-tor, no para solicitar de él un ejercicio in-terpretativo, sino la asunción de la lectura como un reconocimiento. En otras pala-bras, la cognición asociada con la lectura de estos poemas se presenta en los térmi-nos de la memoria. De ahí la importancia de di solver una imagen estática de autor (del binomio autoría-autoritas) a través de presencias tutelares expresas (la santa de Ávila en la sección “El libro de la vida o mis conversaciones con Teresa de Jesús”, el poeta griego en “Teoría de la visión al pie de un poema de Seferis” o la pintura L’Hor tensia ou Les deux soeurs en “Flores

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