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1 Una cultura reformista para el Chile del siglo XXI: Libertad, justicia y democracia representativa

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Una cultura reformista para el Chile del siglo XXI: Libertad, justicia y democracia representativa

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El Estado que no cuenta con medios de cambio no cuenta con

medios de conservación.

Edmund Burke 1

Las reformas son las únicas que impiden las revoluciones.

José Victorino Lastarria Federico Errázuriz 2

Existen muchas y muy diversas causas para explicar el “malestar” que afecta a Chile, y todavía está por verse cuáles serán las utiliza-das por los historiadores del futu-ro cuando ensayen explicaciones relativamente racionales y convin-centes de lo que estamos viviendo como sociedad. Hay, sin embargo, dos cuestiones que todo análisis sobre la materia debería conside-rar: en primer lugar, que lo sucedi-do en el país hace ya casi dos años cambió estructuralmente nuestra convivencia política. Chile no será -no puede ser- igual a como era -o creíamos que era- hasta octubre de 2019, por lo que toda pretensión de retroceder el reloj al 17 de ese mes será un ejercicio infructuoso. Cual-quiera sea el resultado de las elec-ciones presidenciales y del proceso constituyente; cualquiera la visión que tengamos de lo que era o de-bió haber sido Chile, el resultado será diferente, novedoso, original. Similar a lo que sucede con los hí-bridos: el producto de la sumatoria entre A y B no es AB, sino A+B=C3. La pregunta que debemos hacer-nos, y esta es la segunda cuestión, es si acaso esa nueva sumatoria de-bería seguir el inexorable camino de la refundación. O, para ponerlo en términos más simples, ¿has-ta dónde es conveniente no sólo cambiar el “modelo”, sino también cada uno de sus elementos consti-tutivos, como la economía social de mercado, el sistema presidencial, la bicameralidad y un largo etcé-

1 Arturo Fontaine Talavera (editor), “Selección de Escritos Políticos de Edmund Burke”, en Estudios Públicos 9, 1983, p. 145. 2 José Victorino Lastarria y Federico Errázuriz, Bases de la reforma, Imprenta del Progreso Santiago, 1850, p. 9.3Serge Gruzinski, El pensamiento mestizo, Paidós, Barcelona, 2000.

tera? ¿Debemos renegar de nuestro pasado, instituciones y formas de re-lacionarnos? En este documento se plantea la siguiente hipótesis: con-cordando que el país no volverá a ser el mismo; aceptando las reflexiones más pesimistas surgidas al calor del llamado “estallido social” y que tien-den a ser más inculpatorias que ex-plicativas; reconociendo que el Chile del siglo XXI debe ser el resultado de un gran y profundo remezón, soste-nemos que la canalización de la crisis será más efectiva y perdurable en el tiempo si consideramos el aprendi-zaje acumulado a lo largo de nuestra historia republicana, en especial el objetivo reformista, más que revolu-cionario, de sus protagonistas. Vere-mos que hablar de “reforma” no le quita radicalidad ni profundidad a las modificaciones que habrán de intro-ducirse, como tampoco significa re-plicar las recetas utilizadas en déca-das anteriores. Más bien, implica que no es necesario ni verdaderamente útil comenzar el país todo de nuevo, como si nos encontráramos en 1810 y nos viéramos ante la necesidad de construir desde foja cero todo el en-tramado institucional.

Una hipótesis complementaria plan-tea que el reformismo del siglo XXI debe abarcar distintas tradiciones si

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es que pretende influir en la toma de decisiones y perdurar en el tiem-po. Conservadores, liberales, soci-alcristianos y comunitaristas están llamados a confluir en un proyecto que no se oponga a los cambios, sino que busque llevarlos a cabo de forma gradual y siempre dentro de la institucionalidad conocida. Dichas escuelas de pensamiento descreen de la ingeniería social, es decir, de la supuesta capacidad de los Estados o gobiernos de construir un modelo de sociedad de arriba hacia abajo y en nombre del “bien común”. En ese sentido, prefieren la moderación y la participación de la sociedad civil en la generación de políticas públicas de largo alcance, conscientes como son de la imposibilidad de carac-terizar bajo un concepto unívoco y monolítico una sociedad compleja y heterogénea como la chilena.

A continuación, presentaremos al-gunas causas generales del “males-tar”, para lo cual nos enfocaremos sobre todo en cómo ha afectado a la clase media chilena el “modelo de desarrollo” de los últimos treinta años. Luego, analizaremos los prin-cipales rasgos de la cultura refor-mista en Chile, la que se construye a partir de tres conceptos organi-zadores: “libertad”, “democracia re-presentativa” y “justicia”. El objetivo es comprender de qué manera la “reforma” se diferencia tanto de la “refundación” como del “inmovilis-mo reaccionario”. Finalmente, estu-diaremos con ejemplos concretos algunas áreas en que una posición con esas características podría ser adoptada por el amplio espectro que hoy pretende congregar a con-servadores, liberales, socialcristia-nos y comunitaristas.

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¿Cómo llegamos hasta acá?

Si bien la intención de este docu-mento no es ahondar en la crisis que atraviesa el país, vale la pena preguntarse por qué y cómo llega-mos hasta acá. Y dentro de dicha reflexión, examinar el papel de la dirigencia política de las últimas décadas con el fin de diagnosticar y avanzar hacia el futuro. Este ejerci-cio de autorreflexión es tanto valo-rativo como prospectivo.

Los cuatro gobiernos de la Concer-tación tuvieron como prioridad con-solidar las instituciones democráti-cas y resolver los problemas sociales que afectaban a los chilenos, como la pobreza, la escasez de viviendas, la cobertura escolar y la deficiente infraestructura. En el corazón de ese modelo de desarrollo se encontraba una combinación entre dinamismo económico y políticas sociales finan-ciadas fundamentalmente a partir del crecimiento. Bajo esta lógica se logró una exitosa reducción de la po-breza en términos porcentuales, así como también garantizar servicios mínimos a la población, de la mano de una fuerte expansión de la eco-nomía, de los salarios reales y de las oportunidades de empleo. Algo no muy distinto logró el primer gobier-no de Sebastián Piñera, quien en lo grueso siguió el mismo camino de la Concertación. Sin embargo, ni la cen-troizquierda ni la centroderecha ad-virtieron a tiempo las tensiones que venían creciendo y arrastrándose si-lenciosamente durante las últimas décadas, en especial al interior de las distintas capas de la clase media.

En efecto, la crisis social chilena es, en buena medida, una crisis econó-mica e institucional de las unidades domésticas de clase media. Ellas se encuentran sobrecargadas de fun-ciones y expectativas, a la vez que desprovistas de los apoyos básicos para sostener dichas cargas. La cla-se media chilena es demasiado rica

para lo que ofrece el Estado y de-masiado pobre para lo que ofrece el mercado. Esto significa que sus integrantes entran de manera des-ventajosa en todos los subsistemas sociales: no disfrutan ni de los meca-nismos estabilizadores de la pobreza ni de aquellos de la riqueza. La cre-ciente deuda es el reflejo económico de dicha integración deficiente.

Uno de los golpes de gracia a esta inestabilidad estructural está dado por el proceso demográfico: la jubi-lación precaria de los nacidos entre fines de la década de 1940 e inicios de la de 1960 es un tsunami gene-racional. El índice de fecundidad (hi-jos promedio por mujer) de aquellos años era de alrededor de 5, cayen-do a 3 a inicios de los años setenta (hoy ronda 1,5). ¿Qué implica esto? Que una pareja promedio de chile-nos de clase media nacidos en 1980 tendrá, cada cual, entre uno y dos hermanos. Cuando sus padres, naci-dos alrededor de 1955 y con una tra-yectoria laboral precaria, se jubilen, el cuidado de ellos, con costos cre-cientes, deberá ser distribuido en-tre esos hermanos durante 15 años. Cada uno de esos hermanos, a su vez, vive mucho mejor que sus pa-dres, pero fuertemente endeudado. El costo que supone ayudar a la ge-neración anterior simplemente des-carrila el presupuesto familiar.

Fue este tipo de problemas sociales que la dirigencia política no quiso o

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no pudo abordar política ni intelec-tualmente, consecuencia de lo cual fueron las fuertes movilizaciones en 2011 y luego en octubre de 2019. Más allá de las diferencias respecto del diagnóstico de sus líderes y de sus excesos retóricos, las movilizacio-nes encontraron eco en la ciudada-nía y se expresaron sin piedad ante un sistema que no supo descifrar el descontento que se escondía detrás de estos movimientos. Las causas de las movilizaciones son múltiples y muchas veces disímiles entre sí. Con todo, en la mayoría se repite un factor que las aglutina: las carencias materiales que día a día enfrentan millones de chilenos, y que se ven reflejadas en el endeudamiento, los precios de los medicamentos, las alzas del transporte público y la in-flación subterránea. Las consignas contras las AFPs, las Isapres y las colusiones refieren, en efecto, a esa nada despreciable cantidad de in-dividuos y familias que no cuentan con lo suficiente para llegar a fin de cada mes.

¿Cómo buscar un camino de salida? Lo primero es entender el ejercicio político de otro modo. No como un medio para enaltecer al soberano, sino como una herramienta tera-péutica. La política como curación del cuerpo social. No como una es-trategia de administración de pa-siones voraces, sino como una em-presa que busque su moderación. El tratamiento de males diversos, muchos de ellos crónicos, con la ar-monía como horizonte. Es momento de que volvamos a discutir pública-mente sobre los bienes humanos y su jerarquía. Sobre la antropología detrás de nuestras instituciones. No es otro “relato” el que los gobiernos necesitan para legitimarse, sino otro concepto de desarrollo, incluyen-do otra visión sobre lo que significa ejercer el poder.

Lo segundo es preguntarse dónde fallaron las dos grandes coaliciones que nos gobernaron desde el retor-no de la democracia. En su segundo gobierno, Michelle Bachelet reco-gió acríticamente la agenda de los movimientos sociales y quiso darles forma política, particularmente en educación, sin advertir que los voce-ros de los movimientos sociales no representaban necesariamente el sentir de la ciudadanía, la que mu-chas veces apoyó las protestas más como reacción a ciertos desconten-tos que por coincidir en las propues-tas específicas del movimiento estu-diantil. De algún modo, el segundo mandato de Bachelet se caracteri-zó por representar más el sentir de ciertos grupos de interés que el de la mayoría del país, quedando así nuevamente postergadas materias que son fundamentales para el de-sarrollo del país. Esta desconexión de la izquierda bacheletista podría explicar la fisonomía pluriclasista de las protestas que han azotado al país desde octubre de 2019.

Ahora bien, la obsesión de algunos sectores de derecha en cuanto a que el crecimiento económico soluciona las deficiencias e injusticias del mo-delo es sesgado y simplista. Los em-presarios y tecnócratas que renie-gan de la política han olvidado los dos principios fundamentales de un capitalismo en forma y dinámico: la inexistencia de privilegios y la com-petencia leal. Si la colusión es un me-canismo monopólico en el cual se refugian unos pocos privilegiados, el pago a 60 días es, a su vez, un abuso flagrante que cometen los grandes

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contra los pequeños y medianos. En ello no hay nada que nos recuerde a Adam Smith; muy por el contrario, hay un capitalismo irresponsable y anticompetitivo, que se parapeta en un discurso anti-estatal por conside-rar que cualquier tipo de regulación va en contra del crecimiento econó-mico. Como bien ha demostrado la historia política, cuando actúa im-parcialmente –fiscalizando las in-dustrias monopólicas y subiendo la carga impositiva cuando las circuns-tancias así lo requieren- el Estado puede transformarse en el mejor garante de la libertad.

Porque detrás de esto hay también una muy baja comprensión por par-te de la derecha de las distintas tradi-ciones liberales que se han dado cita en el país. Buena parte del sector se tragó el argumento de que para ser “liberal” bastaba con el laissez faire de los 90; que lo verdaderamente relevante era que el país creciera lo más posible, sin importar los efectos de una economía desregulada. Se han hecho esfuerzos para promo-ver una competencia más eficiente (la Fiscalía Nacional Económica, el Sernac y el Tribunal de Defensa de la Libre Competencia son tres buenos ejemplos de cómo una economía puede, sin dejar de ser capitalista, mejorar sus estándares competiti-vos). Pero todavía falta mucho para que el empresariado del país com-prenda que el Estado puede ser el principal defensor de la libertad in-dividual. Por de pronto, en todo lo que dice relación con la igualdad ante la ley y el emparejamiento de la cancha.

Por lo visto hasta aquí, se podría con-cluir que la clase política “binomi-nal” no fue suficientemente abierta

y reflexiva a la hora de reformar el sistema que tanto defendió desde 1990. Abundó más la inercia que la iniciativa y la acción, resultado de lo cual fue un modelo que, aun cuan-do generó prosperidad y avances significativos en la reducción de la pobreza, no logró resguardar de buena forma a grandes sectores de la población. Así, cuando el estallido social y la pandemia del COVID-19 tocaron a nuestra puerta y miles de chilenos perdieron sus empleos, em-prendimientos y avances educacio-nales, caímos en cuenta de que algo estaba mal; de que algo deberíamos haber hecho para mejorar las condi-ciones de sobrevivencia de las fami-lias chilenas, cansadas de vivir bajo la eterna promesa de lo imposible.

Esta ausencia de reformas opor-tunas ha generado, en resumen, un nivel de presión que cada vez se vuelve más difícil de someter a un ritmo de cambio equilibrado. Tal como el shock de la migración campo-ciudad a comienzos de la segunda mitad del siglo XX reventó la máquina institucional, la transi-ción masiva de la pobreza a la clase media amenaza con reventar nues-tro aparato administrativo.

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Buscando los orígenes del reformismo

Hay distintas razones históricas y de contingencia política que explican por qué hoy es un buen momento para que conservadores, liberales, socialcristianos y comunitaristas busquen construir un proyecto ma-yoritario de futuro. Muchas veces ri-vales a lo largo de la historia, tienen ahora la oportunidad de dejar sus diferencias de lado y abocarse a la preparación de un programa políti-co, social, económico y cultural que vaya más allá de la división taxativa entre derechas e izquierdas. Con el ánimo de ordenar el debate, vale la pena preguntarse por los elemen-tos que podrían unir a dichas tradi-ciones. Sobresale aquí un concepto muchas veces utilizado pero pocas veces definido de manera cabal: el de “reforma”. Un término que en las últimas décadas no ha gozado de buena salud entre los chilenos, para quienes la “reforma” (y sus sucedá-neos) ha terminado significando todo lo malo de la política local: la “cocina”, la “transaca”, los “no-cam-bios”. Como resultado de lo anterior, se ha perdido de vista la historia del reformismo chileno y sus distintos cultores, así como los objetivos de un tipo de visión de mundo que, pre-cisamente por ser reformista, no es ni “refundacional” ni “reaccionario”.

El reformismo tiene una larga tra-dición en el Chile republicano. De hecho, las épocas en que nuestro país más ha prosperado han estado marcadas por políticas reformistas que han posibilitado períodos de desarrollo y progreso. Al contrario, cuando se han intentado transfor-maciones refundacionales, han so-brevenido fuertes confrontaciones políticas y divisiones en la sociedad que han terminado en rupturas institucionales e incluso guerras civiles. El reformismo chileno se sustenta en la voluntad de llevar adelante transformaciones, incluso

estructurales, a través de la institu-cionalidad democrática, procuran-do acuerdos y con la gradualidad que imponen la realidad y las cir-cunstancias. Dicha postura descree a su vez de las certezas plenas y los modelos que todo lo explican. Por eso privilegia el cambio gradual, el aprendizaje paulatino, el prudente ensayo y error.

El concepto de reforma ha sido utili-zado por distintos sectores -primero por conservadores y liberales, luego por radicales, socialcristianos y so-cialdemócratas- con el propósito de enfatizar que los cambios pueden y deben realizarse en un esquema ins-titucional respetuoso de las distintas instancias y estructuras que confor-man el sistema político chileno. La historiografía clásica señala que el “régimen conservador” de Diego Portales impuso a revolucionarios y revoltosos el “peso de la noche”, ga-rantizando así el orden que, se creía, era prerrequisito insustituible de la construcción de la república. Una interpretación distinta -que com-partimos- enfatiza, por el contrario, que incluso durante las tres décadas de gobiernos conservadores (1831-1861) existió y se fue reforzando un consenso básico en torno a ciertos ideales liberales, como las libertades civiles y la noción de “progreso”.

Incluso las tendencias autoritarias de Manuel Bulnes y Manuel Montt tuvieron como horizonte la cons-trucción gradual de un régimen de libertad. En palabras del historiador inglés Simon Collier, “hay un sentido subyacente en que tanto la mirada conservadora como la liberal caen

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dentro de los límites del liberalis-mo del siglo XIX […] [que], como sa-bemos, era una congregación muy amplia”4. Esta convergencia permi-tió, después de 1861, la consolidación de una república cuya práctica po-lítica -y ya no sólo su discurso- era decididamente liberal. Sol Serrano e Iván Jaksic identifican tres hechos que marcaron esta manera de com-prender el liberalismo chileno du-rante el siglo XIX. Primero, todas las fuerzas políticas -y no únicamente las que se llamaban a sí mismas “li-berales”- estaban de acuerdo en que el sistema republicano era la mejor forma de gobierno para Chile. Se-gundo, la tensión central entre las distintas posiciones estuvo dada por la lucha entre el poder Ejecu-tivo y el Legislativo, buscándose el equilibrio entre ambos. Tercero, las transformaciones “de carácter libe-ral” se lograron a través de refor-mas y no revoluciones5.

De ahí, pues, que los conservadores no fueran los únicos arquitectos de la república. Enfrentado a la disyun-tiva de derogar o reformar la Cons-titución de 1833, ya en 1850 José Victorino Lastarria, junto a Federi-co Errázuriz, escribía: “Las reformas son las únicas que impiden las revo-luciones. Las reformas que nosotros creemos más adaptables a las cir-cunstancias presentes de Chile, las únicas que a nuestro juicio pueden facilitar su desarrollo y encaminar-lo a un alto grado de prosperidad y a la más perfecta realización en lo futuro del sistema democrático”6. Lastarria y la mayor parte de sus correligionarios optaron, en conse-cuencia, no por la ruptura sino por la mejoría de la Constitución, dan-do razón de ser a lo que sería una constante del liberalismo chileno: la cultura reformista7. 4Simon Collier, Chile: The Making of a Republic 1830-1865, Cambridge University Press, Cambridge, 2003, pp. 122-123.5Iván Jaksic y Sol Serrano, “El gobierno y las libertades. La ruta del liberalismo chileno en el siglo XIX”, Estudios Públicos, 118, 2010, p. 71.6José Victorino Lastarria y Federico Errázuriz, Bases de la reforma, Imprenta del Progreso Santiago, 1850, p. 9.7Cf. Juan Luis Ossa, Chile Constitucional, Fondo de Cultura Económica, Santiago, 2020.8Javier Fernández Sebastián, “Democracia”, en Javier Fernández Sebastián y Juan Francisco Fuentes (eds.), Diccionario político y social del siglo XIX espa-ñol, Alianza Editorial, Madrid, 2002; Joanna Innes y Mark Philp (eds.), Re-imagining democracy in the Age of Revolutions. America, France, Britain, Ireland 1750-1850, Oxford University Press, Oxford, 2013; y Gerardo Caetano, “Itinerarios conceptuales de la voz ‘democracia’ en Iberoamérica (1770-1870), en Javier Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. Democracia, Fundación Carolina, Sociedad Estatal de Conmemora-ciones Culturales, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2014; François Furet, Revolutionary France 1770-1880, Blackwels, Oxford, 1992; William Doyle, Origins of the French Revolution, Oxford University Press, Oxford, 1999; y Patrice Gueniffey, La Revolución Francesa y las elecciones. Demo-cracia y representación a fines del siglo XVIII, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2001.9Marcelo Casals, Andrés Estefane y Juan Luis Ossa, “From rejection to acknowledgement and dispute: four moments in the origins of Chilean representati-ve democracy, 1822–1851”, Journal of Iberian and Latin American Studies, volume 26, número 2, 2020.10Bernard Manin, Los principios del gobierno representativo, Alianza, Madrid, 1999.11El Elector Chileno, 3 de abril de 1840, número 1, pp. 1-412El Elector Chileno, 24 de abril de 1841, número 3, pp. 3-4. Véanse los comentarios de Constant sobre la libertad de los “antiguos” y de los “modernos” en su Principios de política aplicables a todos los gobiernos, Liberty Fund and Katz Editores, Buenos Aires, 2010, pp. 397, 398, 408, 412 y 415.13Casals, Estefane y Ossa, “From rejection to acknowledgement”..

En este ejercicio reformista y de aprendizaje paulatino sobresale, hasta la década de 1840, una visión negativa de la democracia, la cual era asociada tanto a los gobiernos de los “antiguos”, esencialmente pequeños territorial y demográfica-mente, como a la “anarquía” políti-ca de los revolucionarios franceses8. Como consecuencia, las constitu-ciones de 1828 y 1833 establecieron que el gobierno chileno se regiría mediante el sistema “representati-vo popular”, pero sin hacer mención a la democracia9. Fue a partir de los años cuarenta que la democra-cia comenzó a aparecer en térmi-nos positivos, aunque sólo una vez que a ella se le sumó el concepto de “representación”10. Intelectua-les como Pedro Félix Vicuña argu-mentaron que la democracia era la consecuencia lógica de la repúbli-ca, en la medida en que el “sistema democrático se ha establecido en-tre nosotros desde que hicimos la revolución de la independencia”11. Sin embargo, en comentarios que recuerdan a Benjamin Constant, Vi-cuña aclaró en 1841 que existía una diferencia fundamental entre la “democracia de los antiguos” y la de los “modernos”, siendo la segunda más adecuada a su contexto dado su carácter representativo12.

La democracia representativa, me-diante la cual la ciudadanía elige a sus “representantes” en elecciones periódicas con el fin de que sus in-tereses sean “representados” nacio-nalmente, comenzó a abrirse paso entre las opciones políticas en jue-go, e incluso los sectores conserva-dores la hicieron suya a partir de la elección presidencial de 184613.

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14Samuel Valenzuela, Democratización vía reforma: la expansión del sufragio en Chile, IDES, Buenos Aires, 1985. 15Timothy Scully, Los partidos de centro y la evolución política chilena, CIEPLAN, Santiago, 1992. 16Joaquín Fernández, Regionalismo, liberalismo y rebelión. Copiapó en la Guerra Civil de 1859, Ril Editores, Santiago, 2016. 17Francisca Echeverría, “El rediseño de Chile. La crítica de Góngora a las planificaciones globales”, Punto y Coma 4, Instituto de Estudios de la Sociedad, Santiago, marzo, 2021, p. 37. 18Mario Góngora, Ensayo sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX, Editores La Ciudad, Santiago, 1981. 19Friedrich A. Hayek, El Mercurio, 19 de abril de 981. Citado en Góngora, Ensayo, p. 137.

De ese modo, la competencia elec-toral14, sumada a la creación de los partidos políticos15 y del auge de los grupos provinciales durante el go-bierno de Manuel Montt16, valoraron y dieron contorno a la incipiente de-mocracia representativa chilena. Un tipo de gobierno que puede ser ca-talogado al mismo tiempo de liberal y conservador, en tanto sus bases fundantes -la igualdad ante la ley, la constitucionalización de la toma de decisiones y el equilibrio de po-deres- se consolidaron a través de reformas graduales más que de mo-vimientos revolucionarios.

Esa cultura reformista experimentó una fuerte ruptura en 1891, cuando las diferencias en el ámbito consti-tucional y otras referidas al rol del Estado y de la economía hicieron imposible que los sectores políticos en pugna llegaran a un acuerdo. El resultado fue una sangrienta guerra civil cuyas consecuencias se hicieron sentir hasta bien entrada la tercera década del siglo XX. A partir de en-tonces, se pueden reconocer nuevos períodos en que volvió a primar una cultura reformista, sobre todo en la experiencia de los gobiernos radi-cales y hasta el gobierno de la De-mocracia Cristiana. Durante el de-nominado “Estado de compromiso” (1938-1970), la sociedad chilena vivió una importante transformación mo-dernizadora, cuando gobernó una coalición de partidos de izquierda que, bajo el liderazgo de los radica-les, mantuvo una actitud de respeto a la institucionalidad democrática y conciliadora con los grupos domi-nantes. Lo mismo puede decirse del gobierno de la Democracia Cristiana que, aún en un contexto de extre-ma ideologización, representó una alternativa reformista –inspirada en la tradición socialcristiana- frente al espíritu revolucionario que recorría América Latina después de la Revo-lución Cubana.

Lamentablemente, a fines de los años sesenta este espíritu “refor-mista” terminó cediendo ante posi-

ciones maximalistas que dividieron al país en tres tercios excluyentes y totalizantes. Si bien de distinto sig-no político, compartían el mismo denominador común: “la convicción de que es posible construir una so-ciedad desde arriba mediante un diseño abstracto, sin mayor consi-deración por la realidad cultural y social”17. La ingeniería social que su-pone esta posición es quizás la prin-cipal característica de lo que Mario Góngora denominó como “planifi-caciones globales”, y que pueden resumirse en que todo cambio está llamado a refundar los cimientos históricos de la convivencia política, social y económica de un país de-terminado. Es a lo que apuntaron el proyecto desarrollista de la CEPAL, la Unidad Popular a principios de los setenta y la dictadura militar a partir de 197318. En todos esos casos, sobre-sale el convencimiento “de que se puede construir una estructura so-cial concebida intelectualmente por los hombres, e impuesta de acuerdo a un plan, sin tener en consideración los procesos culturales evolutivos”19.

Así, a diferencia de los proyectos constructivistas y de la ingeniería social, la cultura reformista no as-pira a refundar de arriba a abajo lo conocido, sino a introducir modifi-caciones graduales en la realidad material. Esto no debe confundirse, sin embargo, con el “inmovilismo reaccionario”, una posición que, tal como dice su nombre, nubla toda posición de cambio. Pensando en el siglo XXI, conviene concentrar la mirada en dos conceptos comple-mentarios para comprender el tipo de reformismo al que deberían en-caminarse conservadores, liberales, socialcristianos y comunitaristas: li-bertad y justicia.

Las sociedades modernas requie-ren libertad para emprender, crear y expresar opiniones; libertad para educar a nuestros hijos según crite-

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rios propios y no impuestos; libertad para elegir nuestro credo religioso (o simplemente libertad para elegir no tener un credo); libertad de movi-miento; libertad para disentir; liber-tad para desarrollar distintos tipos de vida sin ser castigados ni repren-didos por ello. Es decir, cuotas equi-valentes de lo que el pensador bri-tánico Isaiah Berlin denominó como “libertad negativa” y “libertad posi-tiva”; la primera entendida como el deseo de no ser coartado u obligado por alguien o algo, la segunda como la capacidad de autorrealización (o el “para” algo). Al estar la vida huma-na llena de ejemplos en los que indi-viduos y colectivos buscan tanto en-sanchar su libertad individual como mejorar sus condiciones materiales, ambas libertades pueden coexistir y no son excluyentes20.

Del mismo modo, la justicia no se contrapone a la libertad, en especial cuando esta es entendida desde la perspectiva de la “libertad positiva”. Las injusticias pueden asemejarse a las desigualdades, pero no necesa-riamente significan lo mismo. Bien sabemos que una “desigualdad” puede ser culturalmente explicada; no obstante, una “injusticia” suele llevar aparejada la intervención ar-tificiosa de un tercero. Para que eso no ocurra, al Estado le cabe la misión de emparejar la cancha con el obje-tivo de que la igualdad ante la ley se transforme en una verdadera y per-durable igualdad de oportunidades. Su objetivo es generar las acciones, redes y estructuras necesarias para conseguir que los que comienzan con desventaja puedan llegar más lejos, en base a sus esfuerzos y al propio mérito, y para que las des-igualdades inmerecidas, propias del origen y el estatus, desaparezcan.

¿Es posible abrazar las ideas de jus-ticia y al mismo tiempo reconocer que el libre mercado y la propiedad privada tienen valor en la sociedad? Por supuesto: es lo que histórica-mente se ha llamado como econo-mía social de mercado y que en Chi-le se manifestó, al menos durante

los primeros treinta años después de 1990, en el binomio “crecimiento/igualdad” heredero de la Concerta-ción. Refiere a un tipo de economía que, reconociendo e impulsando el papel de cada persona y grupo in-termedio en la sociedad, entrega una base común solidaria para que nadie quede desamparado. Para que ello ocurra, el Estado no sólo debe ser visto como un “generador de oportunidades” y un “eliminador de abusos”, sino como un procura-dor de políticas públicas cuyo fin es crear mayores espacios de justicia y mejores políticas de crecimiento. Tanto Estado como sea necesario, tanto mercado y sociedad civil como sea posible.

Al respecto, debemos recordar que el Estado y el mercado se necesitan mutuamente. Autores como Luigi Zingales han señalado la conve-niencia de encaminarse hacia una suerte de capitalismo compasivo, es decir, un capitalismo más humano, idea que ya aparecía en el famoso libro Salvando al capitalismo de los capitalistas21. Las implicancias de esta perspectiva saltan a la vista: las empresas no deben enfocarse sólo en generar utilidades, sino que tie-nen la responsabilidad de jugar un rol social, asegurando la prosperidad de sus empleados y protegiendo las comunidades en las que se desa-rrollan22. Esta suerte de “liberalismo social” tiene su correlato político en lo que Miguel Ángel Centeno ha re-sumido como los dos grandes pro-pósitos del liberalismo del siglo XXI: proteger los derechos de propiedad, por una parte, y los derechos de ciu-dadanía, por otra. Es esta combina-ción la que permite la interacción entre mercados y democracia, entre acumulación de riqueza e igualdad política; cada tipo de derecho actúa como freno o cortapisa del otro23.

20Isaiah Berlin, “Two Concepts of Liberty”, en Four Essays On Liberty, Oxford University Press, Oxford, 1969. 21Raghuram Rajan y Luigi Zingales, Saving capitalism from the capitalists: how open financial markets challenge the establishment and spread prosperity to rich and poor alike. Currency, 2003. 22Luigi Zingales, A capitalism for the people: Recapturing the lost genius of American prosperity. Basic books, 2012. 23Miguel Ángel Centeno, Liberalism and the Good Society in the Iberian World, The ANNALS of the American Academy of Political and Social Science, 610, 2007, pp. 45-72.

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Resaltan, en definitiva, tres elemen-tos cuando se estudia el reformis-mo en clave histórica: en primer lu-gar, la convicción de que el cambio gradual y constante en sociedades complejas no sólo es inevitable, sino también conveniente. “Las reformas tempranas son arreglos amistosos con un amigo que detenta el po-der”, decía Edmund Burke, mientras que “las reformas tardías son tér-minos impuestos al enemigo con-quistado”24. El reformista se distan-cia tanto del maximalista que cada cierto tiempo comparece ante la ne-cesidad de refundar el sistema polí-tico-económico a través de posturas revolucionarias, como del inmovi-lista reaccionario que, por temor a lo desconocido, opta por aferrarse al statu quo. En segundo lugar, la cultura reformista desconfía de las planificaciones globales y la inge-niería social, demostrando con ello una inclinación que es conservadora y liberal al mismo tiempo. Conserva-dora, ya que se opone a la demoli-ción de las instituciones conocidas o tradicionales por el mero hecho de que un grupo o facción política así lo estipule. Liberal, pues al oponerse al estatismo desmedido, promueve la libertad individual y la limitación del poder. Ahora bien, y este es el tercer elemento, el reformista deposita en la “libertad negativa” y en la “liber-tad positiva” una confianza similar, a sabiendas de que el individuo vive en comunidad y le entrega al Estado parte de su libertad con el objeto de contar con instituciones públicas le-gítimas y perdurables en el tiempo. En ese sentido, libertad y justicia no son polos opuestos, a diferencia de

lo que sostendrían diversos liberta-rios. Por el contrario, ambas se com-plementan y se enriquecen mutua-mente. Mientras más justicia exista en una sociedad determinada, más libre serán sus componentes para desarrollar sus respectivas formas de vida.

Si es cierto que vivimos una crisis so-cial y que hay demasiadas reformas que no se hicieron a tiempo, estar dispuestos a desperdiciar años an-tes de emprenderlas es suicida. La mejor perspectiva de lo que viene es pensar que muchas reformas socia-les e institucionales son necesarias para el ajuste entre estructura insti-tucional y política.

24Arturo Fontaine Talavera (editor), “Selección de Escritos Políticos de Edmund Burke”, en Estudios Públicos 9, 1983, p. 146.

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Una cultura reformista para el siglo XXI El estallido social fue una sorpre-sa para toda la clase política. Con el triunfo de Sebastián Piñera en la última elección presidencial, parte importante de la derecha asumió que con ello se confirmaba que el malestar que inspiró las reformas del último gobierno de Michelle Ba-chelet era un invento de la izquier-da. Vino así un primer gabinete sin complejos, aunque rápidamente fue posible anticipar el tipo de dificulta-des que se presentarían en el futuro: la derecha carecía de diagnóstico y propuesta para el Chile actual y para la magnitud de sus conflictos.

Una candidatura reformista debe hacerse cargo de este vacío, ofre-ciendo un proyecto de transfor-mación y cambio que enfrente los problemas de las grandes mayorías. Aunque estos tienen múltiples aris-tas y abarcan diversas dimensiones, podríamos resumirlos en un eje cen-tral: las personas en Chile experi-mentan un malestar que se expresa fundamentalmente en una inseguri-dad respecto al funcionamiento de la vida, marcada por la fragilidad y la incertidumbre. Frente a todo el es-fuerzo que ha permitido mejorar las condiciones presentes respecto de las generaciones anteriores, las per-sonas sienten que no cuentan con apoyos de ningún tipo para asegurar todo lo que se ha conseguido. Y que las instancias ofrecidas por el Estado (y no mediadas por la capacidad de pago) sólo perpetúan o profundizan esa situación de precariedad.

A esa experiencia es que debemos apuntar conservadores, liberales, so-cialcristianos y comunitaristas: plan-tear una agenda reformista orienta-da a entregar mayor seguridad a las personas para poder llevar a cabo sus propios proyectos de vida. Que las instituciones sean espacio de cer-teza y buen trato, y que las políticas públicas consideren a las personas en las decisiones que las involucran

directamente. No hay oferta en esos términos en el presente: la izquierda ha asumido que las mayorías bus-can transformaciones radicales (y un Estado omnicomprensivo) y la dere-cha, por su parte, se ha atrinchera-do. Lo que muestra la evidencia, en cambio, es que la radicalidad reside en la forma de hacer política y no en el contenido específico de las trans-formaciones, lo que se expresa en un “ímpetu estabilizador” que permita contar con apoyos para asegurar el mantenimiento e incremento de lo que se ha conseguido. El mérito de hecho, como principio, está lejos de haber desaparecido.

La exigencia de “ímpetu estabiliza-dor” ofrece una guía para pensar dicha agenda. Si lo que se deman-da es asegurar el funcionamiento frágil de la vida, hay que apuntar a los distintos frentes que gatillan esa incertidumbre: salud, pensiones, educación son los más evidentes, pero también una política de vivien-da integradora (y respetuosa de las formas de vida de las personas), re-ducción de la segregación urbana, cuidado del medioambiente (otra relevante fuente de angustia y que inspiró un número importante de votos en la Convención Constitucio-nal), mejoramiento de las condicio-nes de trabajo (aumento de salarios y fortalecimiento de los sindicatos), cuidado de la familia. Son sólo ejem-plos de las áreas prioritarias y el tipo de énfasis que debiera inspirar a una cultura reformista pensada para otorgar a la ciudadanía mayores es-pacios de libertad, pero también mayores grados de justicia.

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El estallido posicionó la consigna del “no tenemos nada que perder” para legitimar las versiones más violentas de las manifestaciones y represen-tar la profundidad del malestar. Sin embargo, lo que la evidencia mues-tra es que la hipótesis es equivoca-da: las personas tienen mucho que perder y eso explica su “paciencia colmada”, su angustia, sus temores y, también, sus esperanzas en las posibles transformaciones futuras, sobre todo las vinculadas al proceso de cambio constitucional. Es a ese deseo de cuidar lo que se tiene y de ofrecer transformaciones que esta-bilicen y den certezas, asegurando la participación de los destinatarios de la acción del Estado, que debe apuntar el proyecto reformista. Lo anterior exige ser capaces además de apropiarse de lo avanzado en los últimos treinta años, sin que signifi-que (como ha hecho Chile Vamos) desconocer la magnitud de los con-flictos y problemas que nos aquejan.

En cuanto al horizonte de las refor-mas, se requerirá realismo político y tiempo. Hay requisitos materiales y políticos que deben ser tomados en cuenta. En particular, que debere-mos responder a criterios de respon-sabilidad económica y de pluralismo institucional. Si la izquierda insiste en aplastar la autonomía de los cuerpos intermedios y en plantear cambios rápidos que no podemos financiar, el destino es la violencia. Lo mismo si la derecha sigue insistiendo en un Estado mínimo. ¿Cuál es el objetivo? Universalizar de a poco algunos ser-vicios básicos, articulando la tríada Estado, mercado y sociedad civil de manera inteligente y respetuosa de sus propias lógicas. De ir creciendo en cobertura en la medida en que se va ganando experiencia y capa-cidad institucional. De proponernos, de aquí a 20 o 30 años, ser un país con garantías educacionales, sanita-rias y laborales adecuadas a las ex-pectativas de la nueva clase media.

Y que esa promesa, que ese horizon-te, aunque se avance lento hacia él, y aunque izquierdas y derechas dis-puten su mejor interpretación, sea tan creíble como compartido.

Este objetivo es económica y políti-camente exigente. Demanda des-plazar el centro gravitacional del bienestar y la tranquilidad desde los segmentos acomodados de la clase alta hacia la esfera de la clase me-dia. Con esto nos referimos a lograr que la vida de un segmento impor-tante de la sociedad chilena no esté marcada por el miedo a caer en la pobreza, así como una disminución sustantiva del terror de los sectores acomodados a caer en la clase me-dia. Hoy, lamentablemente, estos miedos confrontan los intereses de ambas clases: la lucha de la clase media por mejores condiciones en-cuentra oídos sordos en una élite sobrepoblada y polarizada inter-namente, atravesada por amargas luchas por la distribución de pocos cargos y posiciones de influencia, ri-queza y control.

En términos concretos, este proyec-to reformista debería concentrarse en cuatro grandes objetivos: 1) recu-perar y profundizar la democracia representativa; 2) modernizar el Es-tado para que esté al servicio de la ciudadanía; 3) aspirar a un desarro-llo con mayor justicia territorial; y 4) potenciar el crecimiento económico, pero nunca a costa del medioam-biente. En lo que sigue se analizan brevemente estos objetivos.

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1. Recuperación y profundización de la democracia representativa

No es exagerado decir que la demo-cracia chilena está peligro; o al me-nos lo que históricamente hemos entendido por democracia, con la representación como eje articulador de su funcionamiento. ¿Por qué? En primer lugar, por los devaneos soberanistas que han aparecido en el último tiempo y que tienen por objeto refundar cada unos de los pi-lares políticos y económicos en los que se ha sostenido el país desde 1990. Ocurre tanto en buena parte del Frente Amplio como en diversos miembros de la Convención Cons-titucional, para quienes cualquier tipo de “poder constituido” debe ser aniquilado bajo la promesa de que el “poder constituyente originario” todo lo puede. El problema con esta forma de entender el proceso cons-tituyente es que puede terminar justificando la arbitrariedad contra todo aquel que piense distinto, tal como ha ocurrido cuando, en nom-bre del supuesto “pueblo” que dicen representar, distintos gobiernos han barrido con todos los límites “im-puestos por la historia, la moral, la religión, la economía”25. Ocurrió, por ejemplo, durante el Terror en la Re-volución Francesa, así como durante el nazismo en la década de 1930.

La segunda razón de por qué la de-mocracia representativa atraviesa aguas turbulentas está relacionada con la anterior, aunque tiene que ver con una cuestión más normativa: cuando una parte del cuerpo políti-co se arroga el poder constituyente sin mediar más que una declaración de intenciones (como la de los “34”), es altamente probable que el auto-denominado “constituyente sobera-no” se salte las reglas del juego para hacer valer su posición26.

Esto encierra una profunda parado-ja, ya que los constituyentes chile-nos han sido elegidos gracias a que existen tales reglas (en este caso la reforma constitucional de diciem-bre de 2019 que habilitó el proceso constitucional), y cualquier inten-to por desentenderse de ellas irá a contrapelo de la institucionalidad democrática que quedó refrenda-da en el plebiscito del 25 de octubre de 202027. Atribuirse la soberanía en nombre del “pueblo” en una instan-cia como la Convención es descono-cer el resultado electoral (es decir, el ejercicio soberano por excelencia) que, entre otras cosas, dispuso que los constituyentes deben actuar a través de un mandato “derivado”, no “originario”. Nadie resumió mejor este tipo de dilemas que el pensador inglés Michael Oakeshott: “los juga-dores en el curso de un juego podrán considerar nuevas tácticas, impro-visar nuevos métodos de ataque y defensa, considerar cualquier estra-tegia para derrotar las expectativas de sus oponentes, excepto inventar nuevas reglas”28. Eso es exactamen-te lo que están intentando hacer los “34”: en nombre de la “democracia”, están inventando nuevas reglas.

25Joaquín Trujillo, “Amor propio II”, en La Tercera, 16 de junio de 2021.26Véase la declaración del 8 de junio de 2021 de la “Vocería de los pueblos de la revuelta popular constituyente”, firmada por 34 constituyentes represen-tantes de la “Lista del Pueblo” y de algunos pueblos originarios.27Jorge Contesse, “La paradoja del poder constituyente”, en La Tercera, 10 de junio de 2021.28Michael Oakeshott, “On being Conservative”, p. 6. En http://www.geocities.com/Heartland/4887/conservative.html.

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Bien sabemos, sin embargo, que la democracia no puede ser entendida de manera subjetiva; existen reglas e instituciones que permiten su exis-tencia y garantizan su sobrevivencia. Si cada grupo o facción entiende la práctica democrática a su antojo, entonces el edificio institucional tiene serias posibilidades de colap-sar. Estuvimos cerca de presenciar su caída en octubre/noviembre de 2019, pero la institucionalidad repre-sentativa terminó rescatándola. La pregunta ahora es hasta qué punto la izquierda estará dispuesta a reto-mar la senda de la representación o si, por el contrario, se rendirá ante las posiciones maximalistas de los sec-tores violentistas. Antes de que ello ocurra, será preciso defender el valor histórico de la representatividad, al tiempo que será necesario introdu-cir algunas reformas profundas con el objeto de hacer de nuestra demo-cracia un régimen más participativo. La cultura reformista del siglo XXI no le teme, en ese sentido, a la partici-pación, aunque sí es consciente de sus alcances y límites.

Sobresalen aquí dos reformas es-tructurales que habrán de imple-mentarse con miras a recuperar y profundizar nuestra democracia re-presentativa: la de los partidos polí-ticos y la del régimen electoral. Sin

entrar en el detalle de cada una, es importante que los cambios tomen en cuenta dos fines com-plementarios: la gobernabilidad y la representatividad. Sólo de esa forma retomaremos el equilibrio perdido durante los últimos tres años, pero sin que ello signifique regresar al duopolio binominal. Los partidos son insustituibles en una democracia representati-va, pues en ellos descansa buena parte del ejercicio representativo, ya sea en el Congreso, los minis-terios o las municipalidades. Sin embargo, los millones de inde-pendientes que no militan en los actuales partidos son igualmente relevantes a la hora de pensar y ejecutar las políticas públicas. Es, pues, responsabilidad del sistema político re-encantar a la ciudada-nía con propuestas novedosas y representativas de la diversidad cultural que existe en el país. Para eso, lo primero es moderni-zar profundamente las institucio-nes del Estado para que, de una vez por todas, estén al servicio de los ciudadanos.

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2. Un Estado moderno al servicio de los ciudadanos

Nos hemos acostumbrado a hablar del Estado como si se tratara de una entelequia; como si tuviera vida pro-pia y bastara con utilizar el concepto para saber de qué hablamos cuando hablamos “del Estado”. Por supues-to, en estas pocas páginas no agota-remos una discusión interdisciplina-ria que podría llenar la más grande de las bibliotecas. No obstante, es importante preguntarse cuál debe-ría ser el rol de un Estado en el siglo XXI; sólo así estaremos en condicio-nes de comprender su función, sus alcances y la manera en que las re-particiones estatales afectan la vida cotidiana de los chilenos.

Podría decirse que el Estado es el medio que permite que los ciudada-nos vivan en sociedad, para lo cual es necesario respetar ciertas reglas establecidas legalmente, así como entregar parte de nuestra libertad y propiedades a una autoridad cuya legitimidad está dada por los pro-pios gobernados que se pretende gobernar. La gran diferencia entre un Estado de Antiguo Régimen y un Estado moderno es que, al menos en teoría, el mandato de las autori-dades en este último caso surge de la voluntad popular, la que puede expresarse electoral o normativa-mente (a través, por ejemplo, de una Constitución u otro tipo de entra-mado legal). Los Estados modernos existen en buena medida para hacer respetar las leyes que ellos mismos, a partir de la separación de poderes, diseñan y generan. En una demo-cracia representativa, las leyes sue-len estar pensadas para que nadie ejerza un poder desmedido sobre el otro; es decir, para que haya justicia en un ambiente de libertad.

Pero para que nada ni nadie ejerza un poder desmedido sobre el otro es necesario que las reparticiones públicas respeten e incentiven la misma legitimidad de la que son de-

positarias. O, en otras palabras, que estén al servicio de los ciudadanos que han jurado, a través del mono-polio de la violencia, defender y pro-teger. Al Estado le cabe, entonces, un papel de primera importancia en el diseño y desarrollo de políticas públicas que vayan en directo bene-ficio de la ciudadanía, en especial de los más desposeídos. Aquellas políticas públicas se financian ge-neralmente con medidas redistri-butivas provenientes de impuestos y aranceles. Sin embargo, el nivel de autonomía de la autoridad para sol-ventar sus gastos dependerá de su propia capacidad de justificación: el Estado, en efecto, no puede hacer y deshacer a su antojo, pues se debe a la sociedad que lo compone. De ahí que la discusión sobre “más o menos Estado” sea poco sustanciosa: al ser las necesidades variadas y múltiples, no es útil decretar verticalmente la extensión o la disminución de lo es-tatal, como si el Estado se comporta-ra monolíticamente y las diferencias -geográficas, demográficas, cultu-rales- no importaran. ¿Más o menos subsidiariedad? ¿Más o menos soli-daridad? Dependerá de cuál sea el objetivo y cuáles las herramientas para lograr aquel objetivo.

Para que el Estado realmente esté al servicio de las personas, se hace ur-gente diferenciar entre lo estatal y lo gubernamental. Un Estado es mu-cho más que un gobierno: éstos se eligen cada cuatro años y tienen, en consecuencia, fecha de caducidad. Los Estados están (o deberían estar) por sobre la contingencia política, propósito para lo cual es clave con-tar con una burocracia civil (pareci-

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da al civil service británico) que esté compuesta por hombres y mujeres cuya contratación dependa exclusi-vamente de su mérito. De lograrlo, estaríamos en condiciones de en-frentar dos males complementarios: por un lado, el problema que signi-fica que las instituciones estatales estén cooptadas por el clientelismo de los operadores políticos. Por otro, que los departamentos y oficinas públicas se llenen (y vacíen) a partir de consideraciones que más tienen que ver con cuotas y repartijas de poder que con el profesionalismo de los postulantes. Modernizar la buro-cracia estatal es un imperativo ad-ministrativo, pero también, y quizás más relevante, un deber moral.

Detrás de la modernización del Esta-do se encuentra el convencimiento de que a la sociedad civil (confor-mada por los millones de personas que día a día -y muchas veces de forma anónima- habitan, estudian y trabajan en Chile) le cabe una gran responsabilidad en la comunidad política. Muchas veces se sostiene que la sociedad civil se encuentra en las antípodas del Estado y los parti-dos. Esta visión no es necesariamen-te correcta, ya que la sociedad civil y sus prácticas asociativas pueden constituirse en grupos más o menos organizados para demandar la in-tervención del Estado, ya sea “para activar una mayor acción guberna-mental en áreas específicas o exigir reformas políticas de mayor alcan-ce”29. Ahora bien, existen cientos de espacios no gubernamentales y pa-raestatales que merecen ser fomen-tados en una sociedad diversa como la chilena para que, de esa forma, las soluciones a problemas concretos no sean entorpecidas por la burocracia estatal. Esto no significa restar im-portancia a la futura modernización del Estado ni quitar prerrogativas a las instituciones y oficinas estatales que funcionan; más bien, significa depositar en el ciudadano común y corriente la responsabilidad de velar

por el bienestar de su comunidad más cercana, la que puede ser de ín-dole doméstico (como una junta de vecino) o laboral (como un sindicato o un gremio).

El futuro de la cultura reformista dependerá en buena medida de la libertad con la que la sociedad civil pueda llevar a cabo sus diferentes programas de vida. De las muchas áreas en las que los privados están llamados a aportar con sus conoci-mientos y vitalidad emprendedora, sobresalen la educación primaria, la salud, la seguridad social y la vivien-da; en todas ellas el objetivo es habi-litar la “participación activa de la so-ciedad civil y el sector privado en la cooperación con el Estado en estos bienes sociales fundamentales, ga-rantizando también un contrapeso democrático fundamental”30.

Se puede ejemplificar este tipo de provisiones mixtas con la liber-tad de enseñanza, un derecho que, desde el siglo XIX, se ha entendido bajo la premisa de que los padres pueden escoger libremente el es-tablecimiento educacional de sus hijos, para lo cual deben existir tan-to colegios públicos como privados (religiosos o no). Los miles de soste-nedores y fundaciones que han ayu-dado a educar a la sociedad chilena lo han hecho con el convencimien-to de que el ejercicio libre y diverso de la educación es el mejor antídoto ante los intentos de adoctrinamien-to. Si bien es de esperar que el Es-tado continúe garantizando, entre otras cuestiones, que todos los niños tengan acceso a la educación, no es conveniente que una comunidad multicultural como la nuestra sea uniformada mediante un proyecto educacional único, tal como voces

29Andrés Baeza, “El asociacionismo político en Chile. Trayectorias de organización, reivindicación y resistencia en el Chile republicano, 1808-1980”, en Iván Jaksic y Juan Luis Ossa (editores), Historia Política de Chile. Tomo Prácticas Políticas, Fondo de Cultura Económica, Santiago, 2017, p. 118.30Horizontal, “Evolución constitucional. Bases conceptuales y propuestas para pensar la nueva Constitución”, Santiago, 2020, p. 40.

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de izquierda vienen planteando des-de hace décadas. Nuevamente nos enfrentamos aquí al viejo dilema so-bre la libertad y la justicia: mientras más opciones educacionales existan, más oportunidades tendrán nues-tros hijos de desarrollar sus talentos justa y oportunamente.

En resumen, hay espacio en una cul-tura reformista para construir una fuerte y perdurable alianza públi-co-privada. Si logramos sacarnos las anteojeras ideológicas de los últimos años -esas que dividen el mundo en una lucha taxativa entre el mercado y el Estado- estaremos en condicio-nes de retomar la antigua idea que permitió, durante el siglo XIX y buena parte del XX, una complementarie-dad fecunda entre las instituciones particulares y estatales31.

3. Desarrollo con justicia territorial

La descentralización ha sido una pre-ocupación constante de los chilenos a lo largo de la historia. La exclusión territorial, la falta de participación en la toma de decisiones y la distancia entre las necesidades locales y las po-líticas públicas de carácter nacional son algunas de las percepciones más comunes entre las regiones del país. El objetivo de la descentralización es redistribuir el poder de manera res-ponsable y lograr una mayor justicia territorial, estrechando los lazos en-tre el Estado y las familias para iniciar un proceso de redemocratización de la institucionalidad pública y privada. Para ello, es indispensable reevaluar cuatro conceptos clave: descentrali-zación política, descentralización ad-ministrativa, descentralización fiscal y desarrollo integral.

Respecto a lo primero, es fundamen-tal fortalecer el desarrollo institucio-nal y afianzar el poder de decisión de las regiones, provincias y comunas. Los esfuerzos políticos deberían con-centrarse en dos puntos: a) fomentar la participación de más y mejores

líderes para lograr una descentra-lización concreta y perdurable en el tiempo; b) consolidar la idea de que a la ciudadanía le cabe un rol relevante en la implementación de las reformas que se han introduci-do a lo largo del país en materia de gobierno local.

La descentralización administrati-va, por su parte, dice relación con el papel específico de las munici-palidades y gobiernos regionales, los que deben contar con compe-tencias que modernicen la flexibili-dad administrativa, la fiscalización y la gestión financiera. En ambos casos, las autoridades comunales y regionales están llamadas a pro-poner proyectos estructurales que no dependan del gobierno central, sino de las necesidades de cada co-muna y región. Es importante, a su vez, afianzar la gestión municipal y regional en áreas fundamentales

31 Juan Luis Ossa, “El Estado y los particulares en la educación chilena, 1888-1920”, Estudios Públicos 106, Santiago, 2007.

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como la salud y la educación. Para cumplir ese objetivo, se requieren recursos nacionales que fortalezcan al municipio y a las regiones a través de estrategias anuales de desarrollo local. Todo eso debe ir acompañado de una mayor transparencia y parti-cipación vecinal.

Ahora bien, la descentralización po-lítico-administrativa no es posible de materializar sin una efectiva des-centralización fiscal: las regiones, primero, y los municipios, después, requieren mayores recursos para enfrentar las desigualdades locales. Es importante fomentar la inversión local a través de proyectos de largo alcance, así como encaminarse ha-cia una progresiva autonomía finan-ciera. Algunas propuestas concretas son: a) bonificar por parte del go-

4. Crecimiento económico y cuidado del medioambiente

bierno central a aquellas comunas y regiones que generen un desarro-llo industrial respetuoso del medio ambiente; b) redistribuir los ingre-sos municipales y regionales a nivel nacional para acortar las brechas de desigualdad en el país.

Finalmente, tenemos el desarrollo integral. La tarea aquí es velar por una planificación urbana respon-sable, que considere tanto la crea-ción de nuevas y mejores viviendas sociales como la construcción ar-moniosa de edificios públicos y pri-vados. Esto debe ir en sintonía con las necesidades culturales de los habitantes regionales y comunales, única manera de equilibrar las ur-gencias materiales básicas con un desarrollo sustentable.

¿Cómo congeniar el crecimiento eco-nómico y la creación de más y me-jores empleos con el respeto por el medioambiente? Un gobierno refor-mista debe proponer un modelo de desarrollo sostenible que estimule el crecimiento económico, el cuidado del entorno natural, la competencia justa, la inexistencia de monopolios y la participación de los emprende-dores en la generación de recursos, bienes y servicios.

En una primera aproximación, es fun-damental asociar la idea de desarro-llo sostenible con otros dos concep-tos: armonía y educación. Respecto a lo primero, el desarrollo sostenible busca armonizar los aspectos econó-micos y sociales con los medioam-bientales. Es importante proponer estrategias de desarrollo que apun-ten a cambiar la visión actual de una economía lineal (basada en producir, utilizar y eliminar) a una economía circular (los recursos y materiales se deben mantener en el ciclo produc-tivo para que conserven su vida útil), en la que la responsabilidad indivi-

dual y empresarial sea una constante. Tenemos una oportunidad única de integrar a las comunidades y empre-sas locales en un proyecto anclado en decisiones económicas compro-metidas con el cuidado del entorno y el respeto de la biodiversidad. Con ese fin, es urgente generar nuevos recursos que fortalezcan institucio-nes para solucionar problemas coti-dianos, como los vertederos ilegales, el colapso de los rellenos sanitarios, la deforestación y la falta de recursos hídricos, entre otros.

La educación, por su parte, dice re-lación con la formación e inclusión integral de todos los actores de la sociedad. En primer lugar, habrá que organizar programas de estudio que enseñen y difundan, desde la educa-ción básica, prácticas e ideas sobre el cuidado del medioambiente. Es clave hacer parte a los vecinos en este pro-ceso, remarcando que la preserva-ción del territorio es responsabilidad de todos. Asimismo, hay que diferen-ciar e identificar las distintas indus-trias que existen a lo largo del país,

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así como cuál es su impacto y apor-te en temas como la conservación, reparación, compensación y mitiga-ción del medioambiente. Lo relevan-te es tener una sociedad informada y participativa.

Esta responsabilidad social en la estructuración de una economía circular está relacionada también con el emprendimiento. En efecto, a diferencia de lo que ocurría en los años noventa, hoy la mayor parte de los empleos son generados por em-presas medianas y pequeñas. No podemos, en consecuencia, omitir su aporte al progreso, a la innova-ción y al bienestar social, razón por la cual es imperioso que un pro-grama reformista fomente los em-prendimientos actuales y futuros. ¿Cómo hacerlo?

Por de pronto, resguardando y fo-mentando el derecho a emprender libremente. La libertad económica es consustancial al mundo moderno y a la democracia representativa, por lo que no es conveniente poner trabas a un derecho tan preciado. No obs-tante, es cada vez más urgente con-tar con un Estado dinámico y moder-no que asegure el orden público y el buen funcionamiento de las peque-ñas empresas. Por otro lado, el Esta-

do debe garantizar la conectividad digital como un servicio básico, ade-más de establecer mecanismos que permitan contar con leyes tributarias que no asfixien al emprendedor. Asi-mismo, tiene la misión de velar por el correcto desarrollo de los merca-dos, fortaleciendo a las instituciones que hoy castigan el abuso, la colu-sión y otras prácticas que afectan la competencia limpia y justa. Esta es la principal manera de robustecer el vínculo entre el Estado y el mundo privado, facilitando la gestión de los servicios que prestan derechos socia-les y las actividades burocráticas rea-lizadas por los particulares.

En definitiva, un futuro gobierno de cultura reformista está llamado a con-geniar la libre iniciativa económica con la labor de instituciones estata-les que ayuden a cuidar el medioam-biente y el bienestar de los pequeños y medianos emprendedores.