Un hombre de letras

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EDICIÓN 100 SEPTIEMBRE DE 2021 || POLÍTICAMENTE INCORRECTO || VALOR: CIVIL || @UNPASQUIN || www.unpasquin.com Caricatura de Vladdo Un hombre de letras EDICIÓN ESPECIAL NÚMERO 100

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EDICIÓN ESPECIAL NÚMERO 100

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EL PERIÓDICO DE LA O

VLADIMIR FLÓREZ —VLADD0—DIRECTOR / PROPIETARIO

Dibujan: Fontanarrosa, Caballero, Bacteria, Betto, Elena Ospina, Mheo y Marco Pinto. || Caricaturas de Vladdo, cortesía de El Papel Periódico y DW en Español. Escriben: Martha Alzate, Myriam Bautista, Felipe Bernabó, Juliana Bustamante, Olgahelena Fernández, Juliana González, Gonzalo Guillén, Santiago Londoño Uribe, Rodrigo Pombo, Ricardo Sánchez Ángel y Leopoldo Villar Borda.

Edición 100 — SEPTIEMBRE DE 2021

Asesor Gráfico: Gustavo del Castillo

Diseño de portada: Vladdo

Servicios de prensa: Agencia EFE

Producción: VladdoStudio

www.unpasquin.com

Mail: [email protected]

Twitter: @unpasquin

DERECHOS RESERVADOS © 2021 VLADDOSTUDIO

A T R A Z O

L I M P I OLa objetividad es un mito;la libertad, un derecho; la transparencia, un compromiso; la independencia, una obligación.

E D I T O R I A L

Un hombre de letras Hoy celebramos la vida de Antonio

Caballero, uno de los más grandes columnistas de la historia colombiana y adalid del periodismo independiente.

La muerte del escritor y periodista Antonio Caballero, un referente de la prensa colom-biana, causó un gran impacto en los medios; así como en el ámbito del arte y la cultura. Con el fallecimiento de Caballero se pierde

un auténtico hombre de letras, pero también de trazos, de ocurrencias y, sobre todo, de ideas claras y posiciones firmes frente a los problemas del país y del mundo.

Caballero fue un anticlerical con presencia de obispo: los políticos le temían, los periodistas veteranos le guardaban respeto y los más jóvenes, reverencia. Era uno de los esca-sos intelectuales que quedaban en la prensa colombiana; aunque muchos no lograron darse cuenta.

Proveniente de una familia infectada de inteligencia, Antonio era un hombre culto, talentoso, consistente y to-zudo en sus planteamientos. Algunos de sus detractores lo criticaban por repetitivo, pero muy pocos de ellos, por no decir ninguno, tendría la capacidad de repetirse con la lógica de sus argumentos ni la calidad de su pluma, afilada también al dibujar. Él mismo decía que cuando era niño pintaba mejor que su hermano Luis y quizás no sea una exageración. De hecho, fue un punzante caricaturista.

Caballero fue un escritor que el periodismo le robó a la literatura: sus textos, llenos de agudeza y mordacidad, abordaban con la misma lucidez temas como el arte o la fracasada guerra contra las drogas; la corrupción y la his-toria; los toros y la política; los conflictos y la gastronomía.

En esta edición, la número 100 de Un Pasquín, repa-samos y celebramos la vida de uno de los más grandes columnistas de la historia colombiana, que con su voz tenue se hacía oír tanto en los círculos del poder como en las esferas del conocimiento y la información.

Es nuestra forma de despedir a un periodista íntegro, cuya vida fue ejemplo de independencia y honestidad inte-lectual, virtudes muy lejanas de esa neutralidad que preten-den implantar algunos funcionarios del actual gobierno. Ca

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De tantas efemérides posibles en septiem-bre, decido hablar de lo siguiente: ¿puede una mandataria tras 16

años al frente del poder, terminar su gestión con más de un 80% de apro-bación? Angela Merkel, la «canciller de las crisis» lo ha demostrado.

El próximo 26 de septiembre se sella el fin de sus cuatro periodos de gobier-no. Un tiempo marcado por la estabi-lidad y salpicado de crisis profundas. Un breve repaso: la del euro que que casi deja por fuera de Europa a Grecia y amenazaba con un efecto dominó a Portugal, Italia y España. Merkel y su ministro de Finanzas en ese entonces, marcaron el derrotero de la austeridad

en el continente, con implicaciones en los sistemas sociales de muchos países. Luego llegaría la crisis de los refugiados. En 2015 se le llamó así a la apertura de las fronteras de Europa a quienes huían principalmente de Siria. Un cisma euro-peo generado por la frase de la Canciller “lo conseguiremos”, que inspiró a miles a movilizarse en favor de esas personas que habían tenido que dejarlo todo por la crueldad de sus mandatarios, pero que también sirvió de trampolín para que los proyectos más nacionalistas en-contraran una manera de canalizar las

insatisfacciones populares. Merkel dio municiones a los dos lados de la trinche-ra. Y por primera vez en la historia repu-blicana germana, el proyecto de ultrade-recha entró al parlamento. Un partido que agita las banderas de la exclusión, de la aporofobia y de la xenofobia. La pobreza si viene de afuera es doblemente fea. Europa como fortaleza, el retorno al concepto del estado-nación. El temor de Europa ante los extranjeros pobres y oscuros y las cuotas que los obligaban a repartírselos fue uno de los detonantes para el movimiento del bréxit, que ter-

minaría con la salida de Reino Unido de las estructuras del bloque europeo, con consecuencias aun incalculables. Y por último, la crisis global de covid-19, que le sirvió a ella misma como un acto de redención por su sobriedad y sus explica-ciones más científicas que oportunistas.

Y gran parte del secreto de Merkel al mando de la economía más sólidas del mundo, tiene que ver precisamen-te con su biografía. Mujer, del este de Alemania, separada, física y con docto-rado. Ella, encarna el cuerpo extraño en ese ecosistema católico y masculino del Rhin, llamado el partido de Democracia Cristiana, dentro del que se impuso a sus rivales. El mismo partido que ha gobernado a Alemania en más de dos tercios de su vida republicana. Muy se-guramente después de Merkel no habrá una nueva Canciller, por lo menos no en la línea directa de sucesión.

Estas elecciones generales solo tie-nen una certeza: Merkel no está. Y se plantean como las elecciones con final más inesperado en muchos años. El consenso y la estabilidad priman por sobre los experimentos para el elec-torado alemán. ¿Necesitan ejemplos? Adenauer, cabeza de partido de la demo-cracia cristiana ganó las elecciones con el slogan: “Sin experimentos” en 1957. O el excanciller Helmut Schmidt que en los ochenta se burlaba de quienes pro-metían fantasías en campaña: “Quien tenga visiones, que vaya al médico”. Hoy en 2021 el turno es para el actual vicecanciller que aspira a retirarse el “vice” del título. Olaf Scholz posa para uno de los medios más importantes del país, formando con sus manos el símbolo merkeliano por excelencia: el rombo. ¿Más pruebas de quien puede ser el heredero de la continuidad y del pragmatismo? Pocas. Tanto así que su poco carisma es ahora un sello de so-briedad. Su partido, que venía en picada en la intención de voto, hoy a pocas se-manas puntea las encuestas con el 25%, frente al candidato interno del partido de Merkel y a la candidata de Los Verdes que apenas si alcanzan entre el 20 y el 15 por ciento.

La Canciller Merkel se va. Deja unas cuentas pendientes en materia de cam-bio climático y el desastre de Afganistán, misión que nunca fue su prioridad. Pero su estatura política incluso hace que los rudimentarios y violentos talibanes la reclamen como interlocutora.

opinión de Juliana González Analista Política; Máster en Políticas Públicas y Economía para el Desarrollo. @JuliGo4

EL FIN DE LA ERA MERKEL

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El retiro del Ejército de Estados Unidos y sus alia-dos constituye una derro-ta al intervencionismo en Afganistán, de 775.000

soldados, con armamento de todo tipo, de los cuales murieron 2448, más 4000 contratistas. Del lado afgano, se calcula que murieron 100.000 personas, entre ci-viles y militares. Los heridos superan los 300.000. A la par, se habla del desperdi-cio de un billón de dólares. Es un fracaso de la dominación imperialista, que duró veinte años, con el pretexto de perseguir a Osama bin Laden y a Al Qaeda, respon-sables del atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001.

Considerar que la democracia oc-cidental ha sido derrotada, como insi-núan algunos analistas, constituye un eufemismo. Las intervenciones milita-res, geopolíticas, de dominio imperial

en el siglo XXI se hacen en nombre de los derechos humanos, como en Irak, Libia, Haití, Siria, para nombrar al-gunos casos. Son intervenciones con la bandera de la democracia, pero sus métodos y propósitos de control, sometimiento y explotación en su economía y sociedad responden a los intereses y lógicas de Estados Unidos y otras potencias.

Son los hechos crueles en Afga-nistán lo que vuelve a colocar en la escena y en los pensamientos una categoría tan potente en el análisis como la del imperialismo, que había sido desterrada de las ciencias sociales y el periodismo. Resulta plausible que los medios de comunicación insistan en el imaginario colectivo con la de-

rrota político-militar de los Estados Unidos en Vietnam. También en aque-llos tiempos la mea culpa, la ideologi-zación de la derrota, circularon entre las élites del poder. El triunfo de los vietnamitas descansó en que tenían razón; la derrota de Estados Unidos en Afganistán descansa en que no tienen razón.

Pero hay una diferencia de fondo entre Vietnam y Afganistán, aunque en ambas circunstancias fue derro-tado un imperio. En Vietnam, se dio una revolución con una guerra po-pular prolongada y un partido comu-nista dirigiendo la lucha, mientras en Afganistán se derrumbó el régimen de Kabul, colocado por los gringos como marioneta.

Ha quedado al desnudo un país productor del 90 % de la heroína y el opio del mercado legal e ilegal del mundo, lo que hace legítima la pregun-ta de si es otro capítulo de la guerra de las drogas. Un país empobrecido, con hambre, atrasado y con una co-rrupción generalizada, donde la ayuda norteamericana creó una casta de po-líticos profesionales del clientelismo, al igual que una nomenclatura de mi-litares incompetentes.

El régimen de Protectorado im-plantado por Estados Unidos fue eso: protección a los jefes tribales y feudales que negocian la droga, a los militares prestos a desertar, a gober-nantes apátridas y vividores. Esa es la democracia liberal implantada en el invernadero de la política afgana. Los talibanes demostraron que son una fuerza no solo terrorista, sino capaces de organizar una resistencia nacional que ha logrado el triunfo. Se trata, en lo político, de una restau-ración conservadora que impondrá, seguramente con disfraces, el fun-damentalismo islámico y los fanatis-mos. Esa fuerza demostró una gran capacidad diplomática y una habilidad negociadora que llevó al gobierno de Donald Trump y luego al de Joe Biden a firmar y cumplir un acuerdo de can-celación del intervencionismo. A Biden le tocó enterrar el cadáver insepulto de una política inmoral y lo hizo sin grandeza, convirtiendo la evacuación en una catástrofe humanitaria.

La derrota en Afganistán es un ca-pítulo del declive, lento, seguro y que se precipitará de la hegemonía nor-teamericana en el mundo. Los otros actores que se disputan la escena con China y Rusia a la cabeza aparecen como los beneficiarios de la debacle afgana, con la bandera de ser decisivos para que los talibanes no sigan un cur-so terrorista. Y como telón de fondo, Paquistán y los Saudíes.

El futuro de Afganistán es pesi-mista por la preponderancia de las flo-res del mal, de la heroína y el opio, y la fragmentación del país. El terrorismo de Isis-K ya hizo su presencia de horror en el Aeropuerto de Kabul, el pasado 26 de agosto, donde hubo más de ciento setenta muertos, incluyendo trece mi-litares estadounidenses. Lo positivo es que las mujeres están en las calles por sus derechos.

GOOD BYE, AFGANISTÁN

opinión deRicardo Sánchez Ángel Profesor emérito, Universidad Nacional. Profesor titular, Universidad Libre.

A Biden le tocó enterrar el cadáver insepulto de una política inmoral y lo hizo sin grandeza, convirtiendo la evacuación en una catástrofe humanitaria.

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En una mañana soleada de otoño, nueve años des-pués de que Fukuyama sentenciara que había llegado «El fin de la his-

toria», cuatro aviones piloteados por terroristas islámicos movieron, otra vez, con fuerza el motor y los engrana-jes invisibles del tiempo y la distancia. La democracia liberal original (1776) y el lado ganador de la Guerra Fría recibía, por primera vez desde la in-dependencia, un ataque coordinado y certero en su suelo continental. 2977 personas murieron ese 9 de septiem-bre de 2001. Ese día también murió la idea de un mundo unipolar y nació la «guerra contra el terrorismo».

Así como durante casi medio siglo la lucha contra la amenaza roja había atravesado todas las decisiones de po-

lítica exterior de los poderes de occi-dente, la guerra contra el terrorismo sería la escuela y el filtro que alimen-taría las relaciones internacionales y la geopolítica del inicio del siglo XXI. Una guerra muy sui generis, ya que por primera vez el enemigo no controlaba un territorio ni grandes ejércitos ni estructuras oficiales de poder. El te-rrorismo que atacó las Torres Gemelas y el Pentágono se había alimentado en la entraña misma de las democracias liberales y había actuado con sus pro-pias herramientas. La libertad de mo-vimiento, las comunicaciones abiertas y la tecnología (sellos del liberalismo occidental que había vencido al comu-

nismo) eran ahora utilizadas por los grupos que enfrentaban a gobiernos democráticos con un proyecto reli-gioso y fundamentalista.

A pesar de que la célula terrorista que había ejecutado los ataques tenía a la ciudad de Hamburgo, Alemania, como centro de operaciones, la pre-sencia de Osama Bin Laden, líder de Al Qaeda, en Afganistán fue la dis-culpa perfecta para lanzar un ataque que removiera a los líderes Talibán (en ese momento en el poder) y pre-parara una posterior invasión. El 7 de Octubre de 2001 empezaba la que sería la guerra más larga, y el fraca-so bélico más costoso, en la historia de Estados Unidos. Más de 800,000 militares participaron en operacio-nes. De esos, 2,352 (1,141 de la coali-ción) murieron y 20,666 resultaron heridos. 66,000 soldados y policías afganos y 47,245 civiles murieron en el enfrentamiento con la insurgen-cia Talibán. 2.2 billones (millones de millones) de dólares valió la factura de la aventura afgana, lo cual quiere decir que EE.UU. se gastó (desperdi-ció) en este esfuerzo más que lo que le costó reconstruir Europa después de la Segunda Guerra Mundial con el Plan Marshall. Se calcula que el 40% de los recursos quedaron en manos de los Talibán, los señores de la guerra y políticos corruptos dentro del gobier-no afgano apoyado por los norteame-ricanos. Todo un festival del peculado.

Las guerras, todas las guerras, son eventos complejos y cambiantes en los que se cruzan proyectos colectivos, intereses mezquinos y grandes ideales y en los que se enfrentan y matan per-sonas de muy diferentes procedencias e ideologías. Los conflictos bélicos, al fin de cuentas, suelen ser absurdas y

las pierden todos los participantes. El documental “Restrepo” de 2010 es una buena representación de lo que fue el conflicto armado en Afganistán. La película, llamada así por el soldado y médico colombiano nacionalizado, Juan Sebastián Restrepo, acompaña a los hombres de un pelotón del ejercito en su estadía en el Valle de Korangal en el oriente del país, quienes narran su vida allí y cómo la muerte en com-bate de Restrepo al inicio de la expe-dición los marca profundamente. A lo largo de un año de grabación vemos a los soldados combatiendo a un ene-migo invisible e intentando crear vín-culos de confianza con los habitantes del valle. Los soldados permanecen encerrados en su puesto de avanzada la mayor parte del tiempo y su gran “triunfo” es la construcción de otro pequeño puesto militar a 200 metros del existente. La historia gira alrede-dor de la relación de hermandad que se crea entre los soldados así como de las afectaciones psicológicas que sufren por la exposición constante al fuego enemigo. El documental termina con un aviso que dice: «En abril de 2010, el ejército de EE.UU. abandona el Valle de Korengal. 50 soldados murieron pe-leando allí.» Una frase premonitoria.

La semana pasada, casi 20 años después de su llegada, terminó la pre-sencia de EE.UU. en Afganistán y vol-vieron los Talibán al poder. La cons-trucción de una democracia liberal en el país fracasó rotundamente. En la improvisada y apresurada salida de los estadunidenses apareció un nue-vo grupo terrorista, ISIS-K (variante del extinto ISIS de Siria e Irak), que ya mató 170 personas en un atentado suicida cerca al aeropuerto de Kabul. Un personaje de Umberto Eco, en El péndulo de Foucault, pronuncia una frase que puede acompañar este ani-versario; «Todo se repite en un círculo. La historia es una maestra porque nos enseña que no existe.»

Felicitaciones al director y a todos los colaboradores de Un Pasquín por las 100 ediciones que hoy se cumplen. Que sean muchas más.

opinión deSantiago Londoño Uribe Abogado; magister en Derecho Internacional.

LA HISTORIA, ESA MAESTRA

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opinión deFelipe BernabóPeriodista, gestor cultural.

Este mes se cumplen veinte años del atenta-do a las Torres Gemelas que cambió el escenario geopolítico internacional

para siempre y dio pie a la invasión de Afganistán por parte de EE.UU. y la OTAN.

El costo en vidas y dinero de la aventura guerrerista ha sido astro-nómico, con muy poco que mostrar a cambio, aparte del paréntesis eman-

cipatorio que pudieron disfrutar las mujeres afganas y algunos otros avan-ces en materia de libertades civiles. Hoy los Talibanes -moderados según ellos- han vuelto como en el tango de Gardel, con la frente marchita y febril la mirada.

A las 8.46 a. m. del 11 de septiembre de 2001, en una macabra coinciden-cia numérica, el vuelo 11 de American Airlines que debía cubrir la ruta Boston–Los Ángeles, se estrelló como

un misil contra una de las torres del World Trade Center de Nueva York.

Recuerdo ese día como si fuese ayer. Me encontraba en Caracas de trabajo y partía esa misma noche a Inglaterra, viaje que por cuenta del pánico generalizado resultó ser toda una odisea.

Eran alrededor de las 9:00 a. m. y me disponía a desayunar en mi habi-tación cuando prendí el televisor para echar una ojeada a las noticias. Lo pri-mero que apareció en pantalla fue la aterradora escena del primer impac-to, acaecido sólo unos minutos antes. Era todo tan bizarro que pensé estar viendo por error alguna película de acción gringa. Aún medio somnoliento tuve que cerciorarme rápidamente de

haber sintonizado el canal de noticias.No, no era una película. El cereal

y los huevos quedaron intactos y el 11 de septiembre se transformó de re-pente en una tríada cronológica con la que he convivido por 20 años. Ese, que debía ser un día feliz debido al cuarto cumpleaños de mi hija menor, se trastocó en minutos en una jorna-da lúgubre. Exactamente cuatro años antes había celebrado agradecido la llegada de Luciana en esa fecha de in-

grata recordación, que hasta ahí sólo me recordaba el violento golpe militar en Chile, país donde residía en 1973.

Las historias de las víctimas del ataque al WTC fueron ampliamente desplegadas en la prensa mundial, un saldo de muerte cercano a tres mil vidas.

Muchas y serias consecuencias derivaron de esos trágicos minutos. Entre otras EE.UU. se embarcó en la guerra más larga de su historia, se desató una de las cacerías humanas más grandes que se recuerden para dar con los culpables, comenzó un ataque generalizado a los derechos civiles, en especial de los musulma-nes, y se instaló un pánico colectivo que perdura en diversos niveles hasta el día de hoy. La aviación civil jamás volvió a ser lo que era, con extensos y tediosos procedimientos de seguridad en todos los aeropuertos del mundo.

Las secuelas para el pueblo afgano sin embargo, merecen capítulo aparte, sus mujeres en especial, que por un par de décadas alcanzaron a rozar la libertad de ver el mundo a cara limpia y no a través de una burka, pudieron estudiar, conducir y salir a la calle so-las sin depender de ningún hombre como escolta obligada, hasta ahora.

Los talibanes no conocen el tango, la música occidental está absoluta-mente prohibida bajo la Sharia fanáti-ca, pero imagino a alguna joven afgana cantando hoy estos versos gardelianos de Volver:

«Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve, a enfrentarse con mi vida»; «vivir, con el alma afe-rrada, a un dulce recuerdo que lloro otra vez.»

Más de 100.000 muertos y mil millones de dólares después, el pue-blo afgano revive el drama de volver a las cavernas talibanas. Cuan cierta resultó ser la letra del tango de Carlos Gardel y Agustín Le Pera, que hace poco menos de un siglo nos contaban que es un soplo la vida, que veinte años no es nada...

VEINTE AÑOS NO ES NADA

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¿Estamos presenciando el final del imperio de Estados Unidos? La respuesta nos la ofrece el súbito y desordenado retiro de las tropas estadounidenses

de Afganistán, donde se puede aplicar adecuadamente una frase parecida a la muletilla que Álvaro Uribe usó hasta la saciedad en Colombia para asustar a la población: allá sí «les entregaron el país a los talibanes».

Claro está que el ejército imperial en retirada nunca debió entrar allá, como tampoco debió invadir a Vietnam hace cincuenta años y mucho antes a los países del ‘patio trasero’, incluido lo que quedó de la Gran Colombia. Pero ya es un ali-vio para el mundo que en Washington se decidiera dejar atrás la política de ‘nation-building’ (literalmente, «cons-trucción de países») a la manera estadou-nidense, que fue la columna vertebral de su política exterior durante dos siglos.

Le correspondió a Joe Biden des-mantelar esa política, como lo anunció él mismo al explicar a sus desconcertados compatriotas la decisión de ‘llamar los soldados a casa’, ampliamente criticada en los círculos políticos, las redes sociales

y los medios de comunicación de la Unión Americana. Según Biden, la prioridad para Estados Unidos en adelante deberá ser la competencia con China y Rusia, las potencias que considera sus rivales en los todos los campos y particularmente en el económico, el comercial y el tecnológico.

Los críticos de Biden sostienen que el retiro de Afganistán, que equivalió a aceptar la derrota en una guerra de 20 años (la segunda después de la de

Vietnam), puede alentar a los enemigos de Estados Unidos y provocar nuevos ataques terroristas como el de las Torres Gemelas, generar la disolución de alian-zas en las que ha sido dominante la pre-sencia estadounidense, como la OTAN, y acabar con la influencia internacional de Washington. La actitud de los aliados europeos y de otras partes del mundo, que ha sido favorable a Biden, indica que muy probablemente lo segundo no va a pasar. Sobre el peligro de nuevos ataques terroristas y la pérdida de influencia es-tadounidense en el mundo puede haber mucho de razón, aunque en el tablero internacional se está jugando ahora con muchas piezas diferentes al dinero, los cañones y las bombas.

De cualquier manera, la retirada de Biden marca un punto de quiebre en la larga historia de dominación protagonizada por Washington desde la adopción de la Doctrina Monroe en 1823. Circunscribiéndose a la coyuntu-ra actual, la columnista Jennifer Rubin, escribiendo en The Washington Post, re-sumió la lección del momento para los estadounidenses con estas palabras:

«Debemos entender que una gue-rra basada en pensar con el deseo y en la ignorancia cultural pudo prolongarse durante dos décadas porque nuestros servicios de inteligencia se han equi-vocado en los grandes temas, desde el no haber previsto la caída de la Unión Soviética hasta las inexistentes armas de destrucción masiva en Irak. Si no en-caramos los problemas de fondo, repeti-remos los errores de Afganistán, como en Afganistán repetimos los errores de Vietnam.»

Con una mirada más amplia, la con-clusión es que Estados Unidos ha sufrido un fracaso aceptado sin reservas por su gobierno al tirar la toalla en Afganistán y anunciar el fin de la modalidad de inter-vención más empleada por ese país hasta ahora. Tal vez en el futuro Washington se limite a aplicar otras modalidades me-nos peligrosas para sus ciudadanos y el resto del mundo, como las presiones di-plomáticas y comerciales. Pero el hecho inocultable es que ya la superpotencia no puede imponer su voluntad a placer en todas partes, incluyendo la América Latina (un tema aparte que habrá que analizar). No es aventurado decir que lo que estamos presenciando puede ser, en verdad, el comienzo del final del im-perio.

¿EL FIN DEL IMPERIO?

opinión deLeopoldo Villar Borda Periodista.

Los críticos de Biden sostienen que el retiro de Afganistán puede alentar a los enemigos de Estados Unidos y provocar nuevos ataques terroristas como el de las Torres Gemelas.

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El 11 de septiembre de 2001 llegué muy temprano a mi oficina en la Dirección de Asuntos Multilaterales del Ministerio de Relaciones

Exteriores. No había nadie todavía cuando recibí la llamada de una ami-ga que me dijo que en Nueva York se había estrellado un avión contra las torres gemelas; lo comentamos como un terrible accidente. Sin em-bargo, ella me dijo que en las noticias estaban empezando a hablar de un acto terrorista. Aunque no creí en un principio en esa teoría, decidí ir, en todo caso, a la oficina de prensa para ver si ahí estaban viendo las noticias y entender mejor lo que pasaba. Allí había mucho revuelo, tenían varios televisores prendidos que emitían en directo lo que estaba ocurriendo. Poco después de llegar, vimos el choque del segundo avión y entendimos que no se trataba de un accidente, pero tampoco dimensionábamos bien lo que pasa-ba. Siguieron las especulaciones, las

informaciones confusas sobre lo que pasaba ahí adentro, los análisis apresu-rados, los reportes de gente llamando a sus seres queridos, pero también el colapso de las comunicaciones. Ver en vivo a la gente desesperada ondeando pañuelos blancos en las ventanas, y luego tirándose al vacío huyendo de la conflagración, fueron imágenes pa-

vorosas de una situación que aún no podíamos descifrar. El desplome de las torres simbolizó terroríficamente una aparente derrota del capitalismo y el cambio para siempre de las relaciones internacionales en las que occidente y oriente quedaron confrontadas en otra forma de guerra mundial. A partir de ese día también, mi trabajo cambió totalmente, pues el tema de terrorismo internacional -que me habían asignado por azar un par de años atrás y que poco se movía- se volvió el centro de mis labores desde entonces por un buen tiempo.

La pérdida de más de tres mil vi-das, la tragedia económica y la per-plejidad mundial alteraron la forma como en adelante el mundo se rela-cionaría entre sí. La resolución 1373 del 28 de septiembre de 2001 del Consejo de Seguridad de la ONU fue el punto de partida de esa nueva rea-lidad. Se profundizó el seguimiento a las finanzas internacionales, la perse-cución de cualquier comportamiento que pudiera asociarse al terrorismo y la cooperación internacional en estos asuntos. La políticas de seguridad y lucha contra el terrorismo llevaron a la campaña de toma de Afganistán y también justificaron, en aras del mie-do a todo lo que pareciera islam, la invasión de Irak en el año 2003 con el argumento, jamás demostrado, de la existencia de armas de destrucción masiva en ese país bajo el liderazgo de Saddam Hussein.

La desconfianza como políti-ca internacional ha llevado desde

entonces a que los ciudadanos sea-mos sometidos en cualquier lugar del planeta a requisas, talanqueras, cámaras y cuestionarios intermi-nables como forma de prevenir la ocurrencia de algo similar. Incluso, por meses se inspeccionó la corres-pondencia en todas las agencias del Estado colombiano, al conocer-se las noticias sobre papeles espol-voreados con ántrax, un veneno en polvo que habría aparecido en do-cumentos que recibió el gobierno norteamericano por esa época.

Que la tragedia del 11 de septiem-bre hubiera sucedido bajo un gobier-no republicano en Estados Unidos, permitió que se fortalecieran los discursos en favor de la respuesta armada y la confrontación occidente contra oriente. Esto llevó a exacerbar la estigmatización de las personas islámicas, a facilitar los excesos que se presentaron en Guantánamo y, de paso, sirvió para cobijar a los países del patio de atrás como Colombia, en manos entonces de otro gobierno de derecha, alrededor del discurso an-titerrorista que soportaba la política de eliminación del enemigo por la fuerza y a toda costa.

Veinte años después de este epi-sodio que cambió al mundo para siempre, el balance es bastante des-alentador. La invasión a Irak fue un fracaso y nunca pudo demostrarse lo que se alegaba. Aunque se dio de baja a Osama Bin Laden, señalado como el principal responsable de los ataques, los cambios en las formas no parecen haber logrado transformacio-nes importantes en el fondo: el retiro de Estados Unidos de Afganistán ha demostrado que lo persiste es el dis-curso de señalamientos; que fracasó la pretensión de instalar una agenda occidental de derechos en ese país; que no se fortalecieron las institucio-nes; y que el riesgo de que un evento del mismo estilo ocurra, no ha desa-parecido. Por el contrario, el mundo se acostumbró a vivir bajo la tiranía del miedo y la sospecha, la división y el rechazo a la diferencia, y hoy se encuentra más vulnerable que antes al conflicto y a la violencia, ampara-do bajo las nuevas formas de hacer la guerra, de la mano de la tecnología y los algoritmos politizados, parcializa-dos y deshumanizados.

opinión deJuliana Bustamante Abogada; magister en Derecho Internacional y en Relaciones Internacionales y Derechos Humanos. @julibustamanter

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*Terminar intubado en una UCI tampoco.

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El anuncio de la candida-tura del Dr. Alejandro Gaviria es una de esas noticias que alegran, que generan una suerte de jú-

bilo interior en medio de la pesadum-bre. Le demuestra a los pesimistas que en Colombia hay gente de talla como también comprometida. Los genios no siempre se arropan con la cobija de la comodidad y el individualismo. La decencia no es camisa de fuerza que impida adentrarse en los inhós-pitos y desagradecidos vericuetos de la política. Lo del doctor Gaviria me tiene, tengo que confesarlo, dichoso.

A quienes vayan a votar por él se les debe llenar la boca de orgullo y optimismo. Un hombre culto, valiente, experimentado, tranquilo, profundo, audaz, dialogante, reflexivo. En fin, un hombre auténticamente exquisito. Su aproximación a los interrogantes pareciera tener la aureola de lo in-trépido; la forma de abordarlos suele ser descollante dentro de una inusual perspectiva.

Quisiera ser su amigo o, cuando menos, tenerlo como contertulio. Pero no le votaré, ni siquiera si pasa a la segunda vuelta contra el exterrorista Gustavo Petro. El voto es tan sagrado que merece sublime respeto. Por ello es que creo que a pesar del enorme y público reconocimiento que le profe-so, nuestras cosmogonías y nuestras cosmovisiones son diferentes, quizás, yuxtapuestas incluso.

A él le gusta la redistribución; a mí, en cambio, la creación de riqueza y oportunidades. Él cree en el Estado como medio para redistribuir los acti-vos materiales; yo creo en el mercado para garantizar la efectiva e indispen-sable movilidad social. A él le gustan las libertades individuales dentro de un Estado interventor, fisgón, pater-nalista y sobreprotector; yo estimo

que con un Estado así difícilmente se pueden potencializar las libertades personales.

Él ha contribuido con la edifica-ción de un Estado que dialoga tanto para forjar como para aplicar la ley, donde la triste consigna «usted no sabe quién soy yo» resulta inesquiva-ble. Yo aspiro a que la construcción de las reglas de juego pase por un diálogo horizontal, democrático, pluralista e incluyente, pero cuya aplicación se haga de manera objetiva, decidida y eficaz.

El doctor Alejandro Gaviria es un buen político, de los mejores, lo que no significa que cuente en su haber con las mejores políticas. Su vida personal es un digno ejemplo de extrapolación social pero su pensamiento político me asusta pues representa interven-ción estatal antes que libertad per-sonal.

Creo que los latinoamericanos deberíamos aprender a diferenciar entre los amigos y los políticos. Con mis amigos envalentono mi alegría y con ello mi existencia. Con quienes hago política, aseguro la pacífica y fructífera convivencia y, por qué no, el tan anhelado desarrollo.

opinión deRodrigo Pombo Cajiao bogado, analista político. @rpombocajiao

POR QUÉ SÍ Y POR QUÉ NOLa vida personal de Alejandro Gaviria

es un digno ejemplo de extrapolación social pero su pensamiento político me asusta pues representa intervención estatal antes que libertad personal.

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11 SEPTIEMBRE DE 2021 — UN PASQUÍN

Una de las preguntas que han retumbado desde marzo del 2020 hasta la fecha es si esta pan-demia –que pareciera

que llegó para quedarse– iba a modifi-car nuestra conducta y la de los demás.

En esos primeros meses, los siem-pre agoreros positivos reiteraron que una epidemia mundial como la que se vivía nos haría mejores personas y a los gobiernos más justos, solidarios y acertados.

Con el paso de los días y los meses, lo que se ha visto es que en términos generales las personas seguimos siendo tremendamente territoriales y egoístas y que, aunque se visibiliza-ron las enormes diferencias sociales y las carencias de las mayorías, en casi todos los países los gobernantes equi-vocaron las medidas y ahondaron las terribles grietas sociales y económi-cas que se cerrarán en décadas. Eso sí, solamente si los líderes cambian y se dedican a gobernar y no a robar o

a dejar que lo hagan sus subalternos, para hablar del caso de Colombia.

«Por el miedo a la muerte, les he-mos entregado a los gobiernos, a mu-chos poderes, unos espacios de control que, después, recuperarlos como for-mas de libertad puede ser complicado. Ya se sabe que cuando al poder le das la posibilidad de controlarte difícil-mente después regrese la libertad.» Palabras del escritor cubano Leonor Padura en una entrevista a la agen-cia española EFE en Portugal, donde presentaba su último libro.

Y tiene razón Padura. No más dar una mirada a nuestro alrededor. La mayoría de las instituciones bancarias y de servicios cambiaron sus normas como por ejemplos enviar los extrac-tos bancarios por correo; ahora no lo hacen ni lo harán en los próximos meses. Motivo: pandemia. Del mis-mo modo, redujeron los beneficios de

las tarjetas de crédito, como la póliza de salud para sus tarjetahabientes en viajes al exterior.

Los señores celadores averiguan en las porterías de edificios públicos y de servicios médicos si se tiene fie-bre, si se ha sentido mal, si viene solo o acompañado y ordenan no dar un paso más allá del que señalen, lavarse las manos, no quitarse la mascarilla, echarse el alcohol que cuelga de un dispensador y otra serie de obligacio-nes ya sean señaladas por sus superio-res o que a ellos se le ocurren y que se deben cumplir a la perfección a riesgo de trancar la entrada.

En las oficinas gubernamentales no se hacen trámites personales, sino que todos son electrónicos y desde cien pesos hasta miles de miles de deben pagarse por distintos sistemas y canales, haciendo más complicados los ya engorrosos trámites.

Las cartas en los restaurantes ya no son en papel sino mediante los teléfonos celulares y si no funciona o no se lleva el celular las peripecias para saber que ordenar pueden llevar varios minutos.

Y que hablar de nuestra Policía Nacional, aupada de manera directa y reiterativa por el presidente; en su mandato de orden a fuego indiscri-minado, ningún ciudadano puede contradecirle. No se aceptan razones. Tienen el uso de la fuerza y la utiliza-rán hasta que se les limite. Por ahora no hay quien pueda ni quiera hacerlo.

Los cerros de Bogotá, concre-tamente la quebrada de La Vieja, la

cierran y la abren a placer de unas autoridades ambientales ausentes en lo que respecta a la sanidad pública, y para acceder al sendero se debe hacer una inscripción en la página web del Acueducto, indicando la hora exac-ta del acceso, el lugar hasta el que se quiere caminar y otros datos. Se debe esperar en la puerta hasta media hora hasta que lleguen los miembros de la Policía Nacional conminados a chupar frío y a revisar en celulares o en hojas de papel el codiciado pase.

Las bicicletas, que antes del covid eran más bien escasas, se quintupli-caron y van a diez mil porque hacen domicilios en los que prima la rapidez y no les importa si se suben a los an-denes o si van en contravía. Es toda una prueba seguir siendo peatón ante su indiferencia, como la ya inveterada de los motoristas que entre los cascos y las mascarillas parecen aterradores seres de otros planetas.

Y, como para no dejar por fuera una situación repetida por estos me-ses, es necesario hablar de la doble moral que reina en la radio, la televi-sión y algunos medios escritos; por supuesto no en éste.

En los medios de comunicación se habla duro y se escribe de manera radical por el respeto a los derechos humanos, por la libre expresión de los huelguistas, de los manifestan-tes. Cuba, Venezuela y Nicaragua son monstruos. Las agencias internacio-nales no paran las detenciones, tortu-ras, desapariciones forzadas y muertes en esas tierras canallas donde man-dan dictaduras, que lo son; pero en Colombia, paraíso de la democracia, que desaparezcan, maten, torturen y dejen tuertos a los jóvenes que se han levantado contra la injusticia o a los centenares de líderes y lideresas de derechos humanos y medioambien-tales no importa. Colombia es diversa y muy acogedora.

Y podría seguir enumerando re-glas que se han impuesto y de las que no nos salvaremos porque quienes no tenían ningún poder ahora lo de-tentan y no lo soltarán de buenas a primeras.

Sea oportuno en este muro de las la-mentaciones felicitar a Un Pasquín y a su director–propietario, por la persis-tencia, resistencia e insistencia.

En casi todos los países los gobernantes equivocaron las medidas y ahondaron las terribles grietas sociales y económicas, que se cerrarán en décadas.

opinión deMyriam Bautista González Periodista.

¿CÓMO NOS HA CAMBIADO EL COVID?

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Lo inesperado, lo incierto, la buena y la mala fortuna, el azar: he ahí la base sobre la cual el pensador fran-cés hace un resumen de su

trayectoria, en el libro recientemente publicado cuyo título es “Lecciones de un siglo de vida”.*

De ascendencia judía, con raí-ces italianas y españolas, nacido en la Europa devastada por la primera gran guerra, huérfano de madre a los diez años; militante comunista por confusión y luego renegado de esa militancia para adherir a la fe en el universalismo del ser humano; a la vez ciudadano del mundo y definido por el poderío del medio intelectual

francés; amante y amado, padre, es-poso, y compañero permanente de al menos cuatro mujeres; Edgar Morin (a la vez Gaston Poncet, nombre fal-so usado en las épocas de la resisten-cia, y Nahoum, nombre de su familia judía) ha acumulado un recorrido vasto, producto de la permanente inquietud intelectual en una subsis-tencia longeva.

El punto de partida ha sido el humanismo, filiación asumida a Montaigne y a Spinoza. La sospe-cha, como gran guía, el deseo de comprenderse como una fracción de lo existente en la que pervive el Todo Universal:

«Yo no soy solamente una minús-cula parte de una sociedad y un efíme-ro momento del tiempo que pasa. La sociedad como un todo, con su lengua-je, su cultura y sus costumbres, está en mi interior. Mi tiempo vivido en los si-glos XX y XXI es al interior de mí. La especie humana es biológicamente al interior de mí. La línea de mamíferos, vertebrados, animales, policelulares están en mí. La vida, fenómeno terres-

tre, está en mí. Y como todo viviente está constituido de moléculas, que son a su vez ensambles de átomos, que son uniones de partículas, es todo el mundo físico y la historia del universo que están en mí. Soy un Todo para mí, siendo casi nada para el Todo.»

Esta afirmación, declaración de principios sobre su ubicación en el mundo, constituye el aporte más sig-nificativo de Morin al conocimiento. Alejado de la tendencia hiperespe-cializada del mundo contemporá-neo, sus trabajos han insistido una y otra vez en la necesidad de abordar los fenómenos y problemas relati-vos a la vida de una manera com-pleja, entendiendo cada parte como constituida al tiempo por infinitas porciones del conjunto universal y diverso de la existencia.

Difícil tarea en un modelo social que nos exige estar cada día más par-celados, obligándonos a ver la reali-dad exterior, y a nosotros mismos, como una sumatoria de múltiples saberes fragmentados.

Mirada reductora que nos ha em-pujado hasta el momento presente, el del preludio de la hecatombe medio ambiental, entre otras dificultades actuales, situación difícil de enfren-tar, y casi imposible de resolver si no cambiamos de paradigma para dar cabida a una formación plural, en donde las humanidades ocupen

un lugar preeminente al lado de las materias tradicionalmente conside-radas como científicas.

Con el deseo de despertar aún más el interés en el libro reciente-mente publicado, y en la obra com-pleta desarrollada por este filósofo, ampliamente celebrado en Francia por su centenario el pasado 8 de julio, transcribo aquí una de las re-flexiones más potentes encontradas en esta lectura:

«Una de las grandes lecciones de mi vida es la de dejar de creer en la pe-rennidad del presente, en la continui-dad del porvenir, en la previsibilidad del futuro. Sin cesar, siendo disconti-nuas, las irrupciones repentinas de lo imprevisto vienen a desestabilizar o a transformar, a veces de manera feliz a veces de manera triste, nuestra vida individual, nuestra vida de ciudada-nos, la vida de nuestra nación y la vida de la humanidad.»

La existencia, como afirmaba otro gran filósofo francés –Jean Luc-Nancy, fallecido el pasado 24 de agosto– se da como una serie de ad-venimientos.

Contrario a lo que nos han ense-ñado, nuestro transcurso vital no es una linealidad, proyectada hacia un futuro previsible y controlado. Lo que experimentamos son irrupcio-nes, que nos llevan en direcciones difícilmente predecibles, a veces inconexas, verdaderas rupturas, y para las cuales debemos estar pre-parados con una suerte de caja de herramientas lo más completa y universal posible.

La cantidad y diversidad de los uten-silios con los que nos hayamos equipado, harán la diferencia a la hora de hallar las mejores soluciones, las que nos generen menos impactos negativos y garanticen la mayor cantidad de estabilidad y fe-licidad, individual y colectiva, que sea posible.

*Leçons D’Un Siècle De Vie. Éditions Denoël 2021. Traducción libre del francés al español.

opinión deMartha Alzate Ingeniera civil, MBA, candidata a doctora en literatura. @MarthaAlzate_

EDGAR MORIN, CIEN AÑOS DE UNA VIDA PECULIAR

Contrario a lo que nos han enseñado, nuestro transcurso vital no es una linealidad, proyectada hacia un futuro previsible.

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13 SEPTIEMBRE DE 2021 — UN PASQUÍN

TRES EN UNOPor Gonzalo Guillén

Periodista

¿DEDesde el primer número de Un Pasquín Vladdo me expidió una credencial de periodista que sigo car-gando. La usé al día siguiente en una oficina pública a la que fui en solicitud de cierta información. La recepcionista llamó al burócrata que yo buscaba, le anunció que lo requería un periodista y él le ordenó preguntarme de qué medio procedía. «Dice que de un pasquín», le avisó ella leyendo mi carnet. Levantó la vista, tapó la bocina con la mano derecha y me repitió lo que el otro le exigió indagar: «Señor, ¿de cuál pasquín?».

CUÁLDurante unas vacaciones de verano que pasé en París con mi hijo descubrí que en los museos los periodistas no debíamos pagar la entrada ni hacer fila, así que en el Museo Picasso, sin más preám-bulos, un guardia anotó nuestros nombres, nos dio a cada uno un folleto y nos hizo seguir como re-presentantes oficiales de «Un Pasquín, Colombia, Suramérica». No me preguntó de cuál pasquín de Colombia. «Habiendo tantos allá», le comenté a mi hijo.

PASQUÍN?A lo largo de más de 10 años hemos podido llegar hasta aquí, al número 100. Hemos salido solamen-te cuando se ha podido porque somos un pasquín pobre, un ratón de ferretería. Hemos publicado in-vestigaciones poderosas. Una fue (obra de Claudia Julieta Duque) sobre la manera como el narcotra-ficante Carlos Castaño Gil escribía columnas en El Espectador bajo la firma del prófugo Yanmugre. También de Claudia Julieta, otra investigación sobre la guerra sucia del DAS de Uribe contra la Corte Suprema de Justicia a través de Enfermedad Hernández. O una mía sobre Orlando Pérez, un pe-riodista ecuatoriano corrupto, sanguinario y agente de la inteligencia cubana que voló con dinamita a su novia y al amante de ella en el momento exacto en el que se refocilaban. Tuvimos hasta su muerte al memorable Carlos Villar-Borda, para quien pido un minuto de silencio; la pluma impecable del doctor Enrique Parejo González o la del periodista que mejor escribe en el país: Antonio Caballero. Cada vez que nos repudian por lo que decimos nos lan-zan el epíteto más común: “son un pasquín”. Nada más cierto.

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L a publicación de este estudio, que busca analizar y entender la va-riedad de concepciones de paz en Colombia, llega en un momento clave, pero complejo. El contexto

de la pandemia no solo ha traído repercu-siones en la salud de la población colom-biana —Colombia se encuentra entre los 15 países a nivel mundial con mayor tasa de mortalidad por COVID-191—, sino que ha impactado la calidad de vida de los ho-gares. En el 2020, según cifras oficiales, la pobreza se ubicó en 42,5 % y el desempleo llegó a más del 20 %, afectando sobre todo a mujeres y jóvenes. Además, problemas estructurales históricos no resueltos como la desigualdad, la injusticia y las deficien-cias en los sistemas de salud y educación, llevaron a una movilización social —sobre todo de los más jóvenes— que duró más de dos meses y que se caracterizó por las reiteradas violaciones a los derechos humanos. En estas manifestaciones se presentaron solicitudes que hasta el mo-mento el Estado no da muestras de querer acoger, ni parece tener la capacidad para afrontar ni esta ni las múltiples crisis por las que atraviesa el país.

Si bien lo establecido en el Acuerdo de Paz firmado con la guerrilla de las Farc-EP se enfoca en resolver muchas de las causas de estos problemas estructurales históricos, el avance en su implementa-ción por parte del Gobierno Duque ha sido lento, tanto por inacción como por falta de destinación de recursos que garanti-cen su implementación. En los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial  (PDET), por ejemplo, se ejecutan al año tan solo el 1,89 % de los recursos nece-

sarios para cumplir con lo acordado. En consecuencia, la Reforma Rural Integral avanza muy lentamente²: se han incum-plido los compromisos con los campesinos que sustituyeron los cultivos de uso ilícito —el 92 % de las familias no cuentan con un proyecto productivo—; los firmantes del acuerdo aún exigen garantías para su reincorporación económica, política y social —el 48 % tampoco cuenta aún con un proyecto productivo—, y las víctimas siguen esperando la reparación que, al ritmo de atención actual, tardará 59 años en ser resuelta. Todo esto en medio de los ataques que ha recibido el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, y de un contexto en el que las condiciones de seguridad en los territorios más afectados por el conflicto han venido deteriorándose. A cinco años de la firma, la sociedad colombiana sigue atrapada y enredada en sus propios con-flictos a nivel nacional, regional y local, como bien lo describe este libro basado en investigaciones realizadas entre 2019 y 2020.

El Acuerdo de Paz colombiano, al sentar precedentes en varios aspectos, es reconoci-do como ejemplar por la comunidad inter-nacional: abrió paso a nuevas demandas y nuevos liderazgos sociales que impulsaron luchas por políticas más incluyentes y trans-formadoras, convirtiéndose en un poderoso factor de democratización de la sociedad colombiana. Es el primer acuerdo de este tipo con enfoque de género y con un capítulo étnico que reconoce la diversidad y la ne-cesidad de enfoques diferenciales; además, se destaca por la amplia participación de diversos sectores en su proceso de construc-

ción y por ser el primero en firmarse bajo la vigencia del Estatuto de Roma. Este es un acuerdo que pone en el centro a las víctimas, junto con la construcción de nuevas realida-des sociales y políticas, dejando un legado para futuras negociaciones y generaciones. Además, ha permitido una amplia delibe-ración ciudadana sobre el significado del conflicto armado y sus efectos en la sociedad colombiana, para reforzar la necesidad de avanzar en la implementación. Lo acordado en La Habana generó muchas esperanzas frente a transformaciones estructurales para la construcción de una paz profunda y duradera, con garantía de no-repetición del conflicto armado. Esas expectativas deben ser respetadas.

Los logros de las negociaciones que-daron plasmados en el Acuerdo de Paz, aunque a veces parece que sus efectos se olvidan o no se les da el reconocimiento que merecen: la dejación de las armas en un proceso serio y con acompañamien-to internacional, la reincorporación de 13.000 excombatientes, la disminución de la violencia política en muchas regiones del país, el Hospital Militar que por un periodo de tiempo se vio vacío, la crea-ción participativa de los Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial, los primeros resultados de una justicia transi-cional y la emergencia de agendas sociales y ambientales en muchos territorios del país son algunos de ellos.

Sin embargo, en el 2021 la implementa-ción del Acuerdo se encuentra en un con-texto de crecientes desafíos, violencia e indicadores preocupantes. Por ejemplo, según la ONU el desplazamiento forzado subió un 101 % —en comparación a 2020—, y son muy lentos los avances en las políti-cas de distribución de la tierra, de garan-tías para la protesta social, de participa-ción de las organizaciones sociales y de sustitución de cultivos. Además, la falta de implementación de medidas para prevenir que nuevos actores armados llenen los vacíos que dejaron las Farc-EP, y la falta de una política de seguridad territorial, han resultado en la creación de nuevos espacios de conflictos a nivel territorial.

Estudios como este, así como los recla-mos cotidianos de las y los ciudadanos en las calles, invitan a fortalecer este camino hacia la paz. A pesar de nuestras diferen-cias políticas, los firmantes de este prólogo hemos trabajado juntos por el bien común

DOCUMENTO

La paz: un camino complicadoPor IVÁN CEPEDA y JUANITA GOEBERTUS

Prólogo al libro Los enredos de la paz, obra que recoge ideas e insumos importantes para comprender, analizar y apoyar la construcción de una paz duradera en Colombia con poder de permanencia. Esta publicación también ayuda a reconocer que el sentido común requiere más tranquilidad, más justicia social y más respeto a los derechos humanos, así como mejo-res instituciones para transformar el país en uno más demo-crático, más pacífico, más equitativo e igualitario.

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en los últimos años. Con la Friedrich-Ebert-Stiftung en Colombia (Fescol) he-mos colaborado en varias instancias para la democracia y la paz en Colombia, desde nuestro rol como formadores de opinión al interior del Gobierno y del Congreso colombiano, siempre en colaboración con la sociedad civil, el apoyo de colombianos en el extranjero y de contrapartes y ami-gos internacionales.

En el movimiento Defendamos la paz participamos personas de 25 departamen-tos y de 26 países amigos, todos con el mismo propósito: asegurar que el Acuerdo de Paz se haga realidad. Las propuestas y reformas allí planteadas son el camino para avanzar y darle solución a problemas estructurales que trascienden al fin del conflicto con la guerrilla de las Farc-EP, y

que permiten empezar el largo camino de la reconciliación, el cierre de la brecha ru-ral-urbana y el desarrollo en nuestro país.

La violencia se dispara porque el Acuerdo no se implementa y porque no se fomentan los distintos procesos loca-les de paz, ni la participación ciudadana que caracterizó las fases iniciales de su implementación; el mismo patrón que se presenta actualmente frente a las protes-tas: intentos de acuerdos que bien no se fomentan o que son despreciados desde el Ejecutivo, lo que puede derivar en que se pierda aún más la confianza en la insti-tucionalidad, y con ello el debilitamiento de la democracia como sistema que per-mite tramitar las diferencias a partir de la deliberación, la tolerancia y el respeto por el otro.

Este libro recoge ideas e insumos im-portantes para comprender, analizar y apoyar la construcción de una paz dura-dera en Colombia con poder de perma-nencia. Ayuda a reconocer que el sentido común requiere más tranquilidad, más justicia social y más respeto a los derechos humanos, así como mejores instituciones para transformar el país en uno más de-mocrático, más pacífico, más equitativo e igualitario y con un profundo sentido de pertenencia por el interés común. Para la juventud, por ejemplo, el proceso de paz ha tenido un impacto favorable y el Acuerdo ha sido un horizonte de espe-ranza. ¡Hagámoslo para todos y todas! Este acuerdo constituye la base para un acuerdo nacional, no solo para poner fin al conflicto armado y a todas las formas de violencia que permean la realidad na-cional sino para construir una democracia más profunda.

El concepto de la paz glocal propuesto aquí por Sabine Kurtenbach, que enfatiza en la integridad física, la transformación constructiva de conflictos y los derechos fundamentales individuales y colecti-vos, es importante para desenredar los distintos factores que han bloqueado el camino en el pasado. Adicionalmente, el libro cuenta con mapas innovadores que detallan la situación conflictiva a nivel municipal, y con impactantes relatos fo-tográficos de artistas colombianos. Es un libro que puede ser de gran utilidad tanto a estudiantes como a organizaciones de la sociedad civil, a miembros de la ad-ministración que desarrollan políticas públicas, y a todas aquellas personas que trabajen por la paz.

Juntos, con los análisis y aportes de investigadores y autores nacionales e in-ternacionales y las propuestas prácticas desarrolladas por Fescol, con el apoyo constante de la Agencia Alemana para la Cooperación Internacional (GIZ), con-tinuaremos en la construcción de la paz como un proceso de mediano y largo pla-zo que, realmente, es posible realizarse en Colombia.

1 Colombia tiene una tasa de 215,7 por 100.000 habitantes. (Fuente: Universidad Johns Hopkins. Corte 2 de julio de 2021.)

2 Se está entregando el 0,4 % de lo que debería estar adjudicándose al año para cumplir con la meta del Fondo de Tierras de tres millones de hectáreas en 12 años. En cuanto al catastro multipropósito, se tiene un avance de solo el 2,3 % en los municipios PDET frente a la meta pro-puesta por el mismo Gobierno en su Plan Nacional de Desarrollo.

Escanee este código y descargue sin costo el libro, de la biblioteca virtual de Fescol.

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Sin AntonioNinguna nota será suficiente para la-

mentar la falta que nos hace Antonio Caballero, y que se sentirá aún más los

próximos meses, con todos esos agites, golpes ba-jos, coaliciones, traiciones y enredos propios de una campaña electoral en su recta final, y que Antonio siempre sabía interpretar con una maes-tría insuperable, para deleite de sus lectores.

Quienes lo seguíamos en los medios, echaremos de menos la cicuta de sus frases, la puntería de sus dardos, la acidez de su humor, la contundencia de sus planteamientos, la agudeza de su mirada y la potencia de su voz casi imperceptible.

Por eso, aunque deploramos su muerte, tam-bién queremos honrar la trayectoria de este au-téntico hombre de letras, cuyas columnas eran «fuegos artificiales de la inteligencia», como bien las describió Felipe López Caballero, fundador de la revista Semana, medio al que Antonio estuvo vinculado varias décadas, hasta el año pasado.

Con ese propósito, Un Pasquín convocó a un amplio grupo de colegas, académicos, políticos, amigos e incluso contradictores, para que con sus reflexiones, recuerdos y opiniones, despidieran a ese periodista inmenso; querido por unos, temido por otros y respetado por muchos aun en medio de las más profundas discrepancias.

Lo más curioso de este ejercicio es que pese a la diversidad de matices, todos estos testimonios llegan a la misma conclusión: se ha ido un grande.

¡Hasta siempre, Antonio!—Vladdo

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Habrá que acostumbrarseJuan Gabriel VásquezEscritor

De manera que así es: así es un mundo donde Antonio Caballero ya no escribe. A todos nos costará mucho acostumbrarnos, pero me temo que a algunos nos cos-

tará más que a otros; pues nosotros, los lectores y escritores y periodistas que nacimos a comienzos de los setenta, teníamos una relación particular con sus columnas y con su figura, y ahora nos quedará la tarea de averiguar en qué consistía esa relación. Por lo pronto, creo que muchos lo leímos como eso que los fran-ceses llaman un maître à penser: alguien que no sólo enseña a escribir, sino a pensar correctamente. Pues es verdad: sólo los que no lo hacen con frecuencia creen que todas las maneras de pensar valen lo mismo. Esto, claro, no tiene nada que ver con izquierdas ni con derechas, sino con la capacidad misteriosa para mantener la lucidez de la mirada bajo las presiones del mundo, o, en otras palabras, para quitarle al mundo los velos que lo cubren. El Caballero de la madurez –el del último cuarto de siglo, digamos– tenía esa lucidez, y muy bien calibrada.

Lo vi poquísimas veces en estos últimos años, pero recuerdo una de ellas con claridad. Yo había publicado Las reputaciones, una novela sobre un caricaturista político de mucho poder y destinatario de muchas amenazas; si bien armé el oficio de mi personaje con las informaciones que me donaron Vladdo o El Roto, el personaje en sí mismo siempre tuvo en mi imaginación una estrecha similitud con Caballero. Uno de sus comentarios,

cuando leyó la novela, fue: «El problema es que estas cosas no pasan. Ningún caricaturista tiene tanto poder. Y mucho menos reciben amenazas. A nadie lo matan por un dibujo». Y conclu-yó, con esa sonrisa sarcástica que sólo se le veía en los ojos: «Fíjese en Rendón: tuvo que matarse él mismo». En enero de 2015, después de que los fanáticos islamistas asesinaran a casi toda la redacción de Charlie Hebdo en París, me lo encontré en un acto de repudio que se organizó de manera espontánea frente a la embajada de Francia. “Pues parece que esas cosas sí pasan”, me dijo.

Las novelas ya no eran lo suyo. Las había dejado de leer al final de su vida, o por lo menos eso dijo una vez, y prefe-ría sus libros de historia o sus ensayos políticos. Escribió una sola, pero tan buena y tan pertinente que la seguimos leyendo mientras otras, de novelistas más constantes o más prolíficos, han quedado en el olvido. También seguimos y seguiremos leyendo sus ensayos de tamaño libro, y yo vuelvo de vez en cuando al tomo naranja y ya descuadernado de sus dibujos: Reflexionémonos. Pero el gran arte de Caballero, que tantas artes dominaba, seguirá siendo la columna de opinión. Nadie sabrá nunca cómo hacía para que un género que tiene vocación de efímero, que se escribe para que se olvide al día siguiente, se convirtió en su caso en una de las formas de la permanencia. Podemos aventurar unas cuantas razones: el buen idioma, la inteligencia viva, la mala leche siempre a la orden del día y las obsesiones, aun las malsanas, siempre dispuestas a dictarle el siguiente tema. Para ver todo eso en acción buscábamos su columna cada semana. Ya ha pasado una sin ella, y uno no sabe si logrará acostumbrarse.

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Traidor de claseAna Cristina Restrepo JiménezPeriodista

En 2011, el entonces presidente Juan Manuel Santos Calderón le mostró a la periodista Patricia Lara el libro que estaba leyendo: Traidor de su clase, la vida privilegiada

y la presidencia radical de Franklin Delano Roosevelt. En aquella entrevista reiteró su admiración por el presidente estadounidense artífice del New Deal y dejó claro que aquello de la «traición de su clase» antes que una ofensa era para él una aspiración. Pero un contemporáneo suyo, no muy lejano, ya lo había hecho mucho mejor que él, durante más tiempo y con más disciplina: Antonio Caballero Holguín.

Hablar de «traición de clase» implica la existencia de una «fi-delidad de clase» como un supuesto exigible a los ciudadanos de acuerdo con su origen social, como si se debiera honrar un estrato (en la factura de servicios, el plástico en la billetera, los ceros en las cuentas bancarias o la marca heráldica) y no unos principios y convicciones superiores a la arbitrariedad de la cuna: de ahí se desprende el corazón de la obra de Caballero.

Sus grandes batallas, como el rechazo al intervencio-nismo norteamericano o el permanente clamor por la legalización de la droga; sus ideas liberales de izquierda, no eran otra cosa que el producto la sensibilidad y la conexión con el dolor aje-no de un iconoclasta, tan tímido como vanidoso.

Y es que más allá de sus apellidos rimbombantes o de haber crecido al lado de quien, tal vez, fue el artista plástico más grande de la historia de Colombia (Luis y Antonio dedicaron su vida a desnudar, cada uno a su ma-nera), Caballero se dedicó a buscarse a sí mismo en el Otro.

Pero si a la aristocracia criolla le fue mal con la «traición» de Caballero, hay otra clase a la que le fue peor; una que se inscribe en el orden profesional, muy común en Colombia: la «clase» de pe-riodismo arrodillado a los poderosos. Antonio Caballero definió en cada una de sus co-lumnas el periodismo como contrapoder.

Jamás traicionó sus princi-pios. Y mucho menos cuando los mismos riñeron con sus fi-nanzas. Con su renuncia a la que fuera la revista más rele-vante de Colombia, más que una lección de periodismo, la de Antonio Caballero fue una permanente lección de dignidad.

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100 El caballero de

la hipérboleRodrigo PardoPeriodista

Antonio Caballero nos ayudó a entender a Colombia y nos deleitó con su visión sin equilibrios falsos ni contemplaciones inútiles.

Mucho se ha escrito sobre su labor como periodista. Sobre sus columnas de estilo único, sus caricaturas mordaces y sus libros eruditos. Una obra irrepetible y cuyo vacío se sentirá. Porque Antonio tenía características propias, inimitables y, sobre todo, inimitadas. La combinación de independencia sin matices, la coherencia impecable con el paso del tiempo y la valentía a toda prueba (paradójicamente, la audacia de un tímido) constituían un modelo único, brillante, sobresa-liente. Y un deleite para los lectores, por su humor negro, por el elegante uso de la exageración, por sus referencias y comparaciones históricas y con realidades de otros países, que a la vez producían en el lector una sonrisa interna y una preocupación profunda. Genial.

Los escritos de Antonio fueron un gran aporte para en-tender la realidad, que es una misión irrenunciable del pe-riodismo, y sobre todo del periodismo de opinión. Antonio lo entendió mejor que nadie y lo llevó a la práctica con una coherencia perfecta y duradera. Algún detractor llegó a criti-carlo por «escribir siempre la misma columna». En realidad, fue un maestro de la consistencia. Y, desde luego, implacable con todo el mundo por igual. También le cuestionaron su «ne-gativismo» cuando en realidad con su desdén por los matices descubrió –y les dio relevancia– a aspectos problemáticos de la realidad que, ante las dificultades para resolverlos, otros preferirían esconder.

Sus columnas se distinguían por ese estilo único, propio, sin contemplaciones. Incluso por su equilibrio, pues aunque era el más duro crítico, les aplicaba la misma receta a todos los actores de las noticias, sin contemplaciones. A todos por igual.

Igual, si se quiere, de exageradas. Porque si algo carac-terizaba el muy propio estilo de Antonio Caballero era el uso perfecto de la hipérbole. Poner a un lado los matices le permitía resaltar lo importante y poner al descubierto la rea-lidad fundamental. Para lograr así una visión exquisitamente original de la realidad, por más dura que ella fuera. Era, al fin y al cabo, de esos pocos periodistas que en esta época se situaba en la frontera de la literatura. Lo cual era común en generaciones anteriores, pero en los que vinieron después más bien se impone un desdén por la forma.

Antonio, en fin, era erudito y sofisticado, sin duda, pero con el valor enorme de aportar una comprensión mejor de la realidad. Y comunicarla de una forma exquisita. Con muchos amigos hemos compartido el gusto por sus escritos sobre las corridas de toros, aun en esta época en la que reina la anti-tauromaquia. No era necesario ser aficionado a las corridas para gozar sus crónicas taurinas. Una muestra más de ese tipo de periodismo, lamentablemente en desuso, bien escrito y en la frontera con la literatura. Juan Esteban Constaín re-saltó en su columna de El Tiempo que nadie, como Antonio Caballero, sabe manejar los dos puntos, los paréntesis y las enumeraciones. Era único y genial, en el fondo y en la forma.

Hará mucha falta.

Campeón de las libertadesRicardo Sánchez ÁngelProfesor universitario

La muerte del escritor Antonio Caballero a los setenta y seis años, en pleno ejercicio de su oficio de opinar, nos priva a sus lectores, que somos una devota legión, de un defensor

de las libertades en toda su amplitud social, política y cultural, en perspectiva de la esquiva paz.

Sus artículos quedan como lo mejor de la literatura política colombiana de todos los tiempos: coherencia, profundidad, verdad y una espléndida prosa, en un contexto de cultura que les da una fuerza contundente a sus propósitos analíticos y de denuncia. Polémico, irreverente, y, a veces, arbitrario. En eso consiste su oficio de opinar, como tituló un libro suyo. Ese periodismo sin eufemismos, ni de ocasión, es muy escaso en Colombia por la autocensura y la censura disimulada, pero efectiva.

Antonio Caballero es ejemplar en su conducta insoborna-ble, haciendo valer, sobre todo, la alta calidad y la excelencia de su trabajo. Es también un crítico de arte y de literatura sobresaliente, un maestro de la caricatura y el dibujo, un gran novelista de una sola novela, que es algo así como nuestro Ulises: Sin remedio.

Su último libro, Historia de Colombia y sus oligarquías, es el resumen de su periplo intelectual por Colombia. Dice esto: “Este libro de historia, aunque vaya ilustrado con caricaturas, no va en chiste: va en serio. Y, como todos los libros serios de historia, es también un libro de opinión sobre la historia: entre todas las formas literarias, no hay ninguna más sesgada que la relación histórica”. Se trata de una historia a contrapelo, una ironía a las historias elitistas, “neutras”, que constituyen los relatos que la historiografía pretende presentar como correctos.

Hay un telón de fondo que acompaña su constante y áci-da crítica y es el poner en escena el papel imperialista de los Estados Unidos en el mundo y en este país. Son muchas las páginas esclarecedoras sobre las guerras regionales, Vietnam en primer lugar, sobre el mercado mundial de armas y la per-versa guerra contra las drogas, en la que Colombia padece de manera dramática. De allí, su apoyo a la legalización de las drogas malditas. Es una literatura de la dignidad.

Corrió a cabalidad todos los riesgos por sus compromisos con los derechos, un apasionado de la vida. Un escritor a con-tracorriente en una luminosa tradición libertaria y, al mismo tiempo, subversiva de la actual sociedad del espectáculo. Con un sentido de presente que incita a la indignación y a la acción para resistir en espacios de dignidad.

Antonio, una rara avis: viva moneda que nunca se volverá a repetir.

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Columna de Antonio Caballero

para la edición número 50 de

Un Pasquín, pu-blicada en enero de 2010. El texto, con las correccio-

nes y revisiones hechas a mano

por el autor, apa-rece tal y como salió de su vieja

máquinade escribir.

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EN OTRAS PALABRAS Por invitación de Un Pasquín,

reconocidos personajes del país comparten sus testimonios e impresiones sobre Antonio Caballero.

R ecuerdo perfectamente el día en que conocí a Antonio Caballero. Corría el año 1986, yo acababa de regresar de hacer un Máster en Periodismo en Estados Unidos, y era mi primer día como Editora

Internacional de Semana. Estaba en su oficina, pequeña y modesta, como todo el resto de la casa que era en aquella época la sede de la revista, en la calle 85 con carrera 9ª de Bogotá. Con un cigarrillo en la mano, golpeteaba las teclas de su máquina de escribir y, sin apenas levantar la mirada, me saludó con su voz gruesa y firme. Para alguien como yo, que apenas iniciaba mi paso por los medios, trabajar con al-guien como Antonio Caballero generaba una gran admiración, pero también algo de temor. Antonio, sin embargo, pronto se encargó de di-sipar mi aprehensión cuando al publicarse mi primer artículo, se acer-có y me dijo… «Bueno su artículo, pero está escribiendo en inglés. En Colombia no escribimos con verbos compuestos». Una sencilla lección que jamás olvidé y con la cual establecimos una relación de maestro y aprendiz de la cual, yo por lo menos, nunca pude desprenderme. En sus

conversaciones, sus escritos y columnas, siempre descubrí algo nuevo para aprender. Por su conocimiento profundo de nuestra historia, por su capacidad para ver más allá de dónde todos solemos ver, pero sobre todo por su particular mirada crítica –que rayaba en el pesimismo– y su determinada irreverencia ante el poder. Difícil encontrar en el pe-riodismo colombiano una figura más brillante, culta y mordaz. Somos muchos los que lo vamos a extrañar.

Pilar Calderón Periodista

D espués del “podéis ir en paz” de sus exequias hubo unos segundos de silencio que se rompieron por sorpresa con las notas del muy taurino pasodoble El gato montés. Alguien empezó a aplaudir y

todos los asistentes lo siguieron como si estuvieran celebrando una faena digna de vuelta al ruedo. Adoró las corridas de toros que hoy son objeto de rechazo por millones de personas. Con ese aire de pa-seíllo que cerró su ceremonia fúnebre, Antonio Caballero ratificó de manera póstuma su indeclinable independencia.

Daniel Coronell Periodista

S iempre que me vi con Antonio Caballero, que aquí estoy con-tando las veces, me sorprendió sin falta que yo no fuera el más tímido, el más reservado, el más niño de los dos. Mi estrategia

para salvar los silencios incómodos, en los que él se movía como pez en el agua, era hablarle de la gente que teníamos en común, pero sobre todo reconocerles la brillantez a los libros de su papá: siempre tuve la impresión de que su papá, que también fue un enorme escri-tor, era un tema justo y bueno si uno estaba con él. No le dije nunca «usted es el mejor» ni «qué buena es Sin remedio» ni «me encantó

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su Historia de Colombia y sus oligarquías». Creo que sí le dije en público, una vez, que no sólo era el gran columnista sino la columna del país: la cordura. Pero sobre todo me gustó ponerlo orgulloso por ser el hijo de aquel padre.

Ricardo Silva Romero Escritor

L a versatilidad de Antonio Caballero con la pluma, en las letras de opinión, en los trazos de la caricatura, en las palabras de la litera-tura, le labraron un lugar de privilegio. Se podía estar en desacuer-

do con varias de sus posturas, pero no en el hecho de que sus líneas tenían el peso de la influencia.

Andrés Mompotes Periodista

S i Antonio Caballero escribía siempre las mismas columnas, es-cribía, entonces por triplicado las mejores columnas de este país del déjà vu, en el que la corrupción, el desgreño, la sevicia y la po-

litiquería son endémicas. Gran ironía que le haga falta su fina pluma a todo el país, excepto al medio en que aprendimos a leerlo los de mi generación. Y que de los nuevos columnistas de esas páginas lluevan el veneno, el desdén y la ofensa a su memoria. País sin brújula.

Gustavo Gómez Periodista

A Antonio Caballero le importó lo que sabemos ser «políticamente correcto», como lo demostró en su intransigente defensa de la tauromaquia, tema que lo apasionaba y conocía a fondo. También

intransigente y reiterativo, a veces monotemático en sus críticas al es-tablecimiento colombiano y al abuso imperial de Estados Unidos en el mundo. Caballero no era un modelo de equilibrio ni de ecuanimidad.

Despreciaba lo neutro y se regocijaba en la sátira de valores conven-cionales con su prosa impecable. Erudito y sutil, timido y punzante, Antonio fue un personaje singular que combinó con genialidad todos los géneros periodísticos. Siempre llevando la contraria, siempre ironi-zando y siempre con argumentos originales.

Antonio Caballero deja una huella indeleble en el periodismo colombiano, que hoy bien podría inspirarse en el ejemplo de ética y honestidad intelectual que encarnó. Imagino como se burlaría de estos ditirambos.

Enrique Santos Periodista

C reo que Antonio Caballero ha sido el mejor columnista de Colombia. Ha habido grandes periodistas que además hacen grandes columnas, pero del prototipo del columnista, del hombre

que se dedica únicamente al exigente arte de confeccionar prendas de opinión, y por escrito, puede adueñarse únicamente Antonio Caballero. Cualquier persona que hubiera alcanzado su misma maes-tría pero en oficios mejor valorados por esta sociedad materialista, habría muerto asfixiada de dinero. Caballero dejó un legado también en su forma de morir: con la misma coherencia con que había vivido; sin hacer concesiones frente a nadie: crítico del poder, atento a la realidad, con la libreta de notas garabateada en la mesa de noche de la clínica mientras armaba en la cabeza la columna que seguía, se fue muriendo como si fuera un hecho lateral: porque el de centro conti-nuaba siendo la columna que seguía. Recibamos también ese legado. La coherencia de morir sin entregarse; la dignidad de dejar de ser siendo enteramente lo que es; el ejemplo final de haber logrado que vivir siempre sea ir pensando en la columna que sigue.

Daniel Samper Ospina Periodista

N o he conocido una persona más compleja y a la vez más sencilla. Neurótico redomado, sus gestos y respuestas ácidas y cortantes como navajas, ocultaban un alma noble y un corazón de algodón

de azúcar. Aparte de todo lo que se ha dicho sobre su inteligencia, su vasta cultura y su irrevocable vocación de cancerbero del poder, icono-clasta inclemente, vertical y coherente en sus posiciones, Antonio era, sobre todo, un hombre bueno en el más amplio significado del término. Amigo fiel como el Renault 4, siempre estaba ahí. En las buenas y, sobre todo, en las malas. Se fue un periodista excepcional y con él se fue un noble amigo.

María Elvira Samper Periodista

L o que tienen los grandes escritores como Antonio Caballero es que siguen hablando después de muertos. Duele sí, saber que pese a sus problemas de salud, Antonio estaba tan lúcido como

siempre, pensando en escribir nuevos libros y seguramente revi-sando notas para la siguiente columna. Esas letras nos harán falta, pero basta con mirar en su inagotable archivo para encontrar lo que está pensando Caballero sobre lo ocurrido la última semana en Colombia o en el mundo. En la recopilación de sus escritos: Quince años de mal agüero, editado por La Hoja en 1996, Antonio comien-za diciendo: «En primer lugar, un cierto asombro: estas columnas de prensa de hace cinco o quince años siguen siendo perfectamen-te actuales. En segundo lugar, un cierto orgullo: si siguen tenien-do actualidad es porque son muy buenas». Y tiene toda la razón Antonio: esas columnas siguen siendo actuales y son muy buenas; en 1985, en 1996 y en el 2028 también.

Félix de Bedout Periodista

D e Antonio se pueden decir tantas cosas que es difícil saber por donde empezar. Que si fue mejor columnista que escritor, que si fue mejor caricaturista que periodista, o que si fue mejor

crítico de arte que cronista taurino, solo refleja su dimensión in-telectual y la versatilidad de su pluma. Lo cierto es que se nos fue un gran humanista en momentos en que el mundo más necesita humanidad. La sensación de desamparo que muchos han sentido con su parti-da no solo refleja el símbolo que se había convertido Antonio para varias generaciones, sino que deja en evidencia las distintas crisis

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que estamos viviendo como sociedad. La crisis del periodismo, la crisis moral del país, la crisis de la historia, la crisis de la indepen-dencia y la crisis de la intelectualidad.

Su prosa prodigiosa, su espíritu siempre crítico y libertario y su erudición enciclopédica lograron convertirlo en un referente ético y en una voz de la conciencia de un país al que no le gusta mirase al espejo. Y su pluma siempre nos dibujaba el rostro de una reali-dad que no queríamos ver, que queríamos esconder.

Tuve el privilegio de conocer a Antonio de cerca. Como pe-riodista, como director de Semana y como amigo. Y en medio de tanta gritería vacía, de tantos egos que se inflan artificialmente, de líderes de opinión postizos con miles de seguidores, o de influen-ciadores orgullosos pero patéticos, el poder de Antonio radicaba exactamente en lo opuesto: su humildad como ser humano, su honestidad intelectual, su independencia pétrea y, sobre todo, su fuerza arrolladora que sentíamos en una pluma mágica, erudita e inquisidora al servicio de los que más lo necesitan.

Alejandro Santos Periodista

Un hombre sin remedio. Sin remedio para su timidez, para sus soni-dos de voz en tono bajo (casi imperceptible), para su profundidad arrogante en el silencio del que sabe más. El Antonio que en bue-

na hora conocí por su amigo Enrique Santos Calderón nos enriqueció con sus opiniones en el programa radial Hora 20, con sus caricaturas que poco entendí, por su sofisticación. Te fuiste, Antonio, sin alcanzar a escuchar mi deseado pódcast con los cuentos infantiles de tu padre Eduardo Caballero Calderón, La historia en cuentos, que mi marido, Rafael Pardo, me regaló en colección para los niños que espero hacer fascinarse sintiéndose los hijos del sol. Resiento tanto no haber ha-

blado más contigo, mandar a buscarte más noches y cumplir con tu puntualidad; pero estoy casi, no totalmente segura, de que abrazaste la muerte cuando ya no podías vivir la vida como te gustaba vivirla. Gracias, Enrique, por presentarme a un ser auténtico y coherente, que dicen los que no lo conocieron que se ganaba 200 millones de pesos por escribir, sin saber, sin capacidad siquiera para imaginar lo que es entregar el alma cada semana en una columna, como lo hacen quienes escriben por un propósito más universal, más humanista, y no desde la nueva generación del espectáculo.

Diana Calderón Periodista

A ntonio Caballero no fue amigo. Tampoco puedo decir que trabajé con él aunque coincidimos en las revistas Cambio16 y Semana; él como columnista y caricaturista, a veces cronista o analista, y yo

como redactor. Fue una persona que me cohibía mucho. Su timidez, combinada con la mía, hacían difícil el diálogo. Además, como desde siempre saupe de su inteligencia y erudicción, cuando yo le hablaba y él me miraba a los ojos sentía que analizaba cada sílaba de las que yo decía. Oírlo, en cambio, era un placer. Con ese vozarrón de locutor de emisora de FM y esa facilidad para expresarse (no sólo por escrito, tam-bién al hablar) era como escuchar a un poeta en prosa o un cantante al que no le hace falta la poesía. Tuve el placer (y el pánico escénico) de hablar con él algunas pocas veces. La mejor ocasión fue cuando lo entrevisté para la revista Bocas, pues con el paso de los minutos me fui relajando y fueron un par de horas que resultaron maravillosas. De lo otro (su manera impecable de escribir, su talento para dibujar, su habilidad para argumentar) ya han hablado y escrito muchas personas. Sólo quisiera agregar que, aunque no fui su alumno en ninguna sala de redacción, Antonio Caballero fue un maestro que me guió a través de su ejemplo escrito, dibujado y hablado a lo largo de muchos momentos de mi vida.

Eduardo Arias Periodista

P ara Antonio Caballero, lo que más definía a Colombia era la lam-bonería, esa palabra autóctona inventada por la clase alta bo-gotana. Un lambón es una especie de parvenu, término francés

para los que pretenden obtener favores que no corresponden a su clase social. En Colombia es lo mismo: lambón es aquel que se acer-ca de forma sumisa al poderoso o al de clase más alta con el fin de obtener aquello a lo que naturalmente no tendría derecho por haber nacido en cuna modesta. Antonio era de clase altísima. Sus apellidos Caballero Holguín son parte de la nobleza del altiplano. El Calderón de su papá es el mismo de los Santos Calderón y del barrio Calderón Tejada de Bogotá, y por la vía del Caballero estaba emparentado con los López. ¡Nada menos! Una oligarquía que, curiosamente, se insta-ló en el periodismo, y por eso los corresponsales extranjeros decían que en Colombia era más fácil obtener una cita con un ministro que con un director de medios. Para esa clase social, nada peor que las personas que aspiran a favores, canonjías, dádivas, privilegios, re-comendaciones, influencias o distinciones que no les corresponden, y que en cambio en ellos son tan naturales. En suma: un lambón es un usurpador, alguien que pretende lo que, en una sociedad de castas como la colombiana, no merece por falta de linaje. Como es lógico, lambón es sobre todo un insulto. Una palabra hiriente en la que el aristócrata que la pronuncia proyecta sobre el clasemediero de turno todo su desprecio y su clasismo: “¡No sea tan lambón!”. Hay algunas derivaciones menos fuertes: igualado, nuevo rico, levanta-do. Pero lambón es la precursora y esto Antonio Caballero, que des-cribió y criticó desde adentro las oligarquías colombianas, lo sabía muy bien.

Santiago Gamboa Escritor

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A ntonio Caballero fue quizás el mejor prosista de la prensa colombia-na en toda su historia. Llevaba en las venas la sangre ––la tinta–– de esa estirpe de magníficos escritores que descendían de don Julio

Caballero: Eduardo, su papa; Klim, su tío; Enrique, primo de su papa; Beatriz, su hermana... En fin: una literatura más que una familia. Pero Antonio tenía una voz que era deslumbrante, casi perfecta desde el punto de vista literario. Él decía que era el metrónomo que le dio la poe-sía: la música y el ritmo de un estilo que brillaba por igual en el análisis político y la crítica social, las notas fúnebres, las crónicas taurinas, los ensayos históricos, la reflexiones estéticas, los perfiles, y así. Vuelvo a leer esto y pienso en todo lo que le debo a Antonio Caballero; todo lo que aprendí leyéndolo desde chiquito, hasta saberme de memoria sus manías y sus guiños y sus formas como un modelo insuperable a la hora de escribir. Leerlo era no solo un placer insuperable, algo cada vez más raro y escaso en la prensa colombiana, sino también una lección de es-critura: una exhibición semanal de dominio literario, de lucidez, de hu-mor y de gracia, de ironía y fino pesimismo. Un poco como en su magis-tral novela, Sin remedio, cuyo título él sacó de un ensayo de Henry de Montherlant que se llama así y que al final es una exaltación de la des-esperanza como la forma más alta del optimismo. Así veía la realidad Antonio Caballero, un poco como el filósofo que también era. Filósofo y caricaturista, digamos, aunque sé que es una redundancia. Era un ri-tual ya tan antiguo leerlo (y no solo mío, de todos) que pensé que nunca se iba a acabar; nunca me imaginé un mundo sin Antonio Caballero, y es muy triste. También lo es que él ya no esté aquí para escribir su pro-pia necrología, pues solo su pluma podía hacerle justicia a su grandeza como escritor. Hasta siempre, querido maestro. Gracias por tanto.

Juan Esteban Constaín Escritor

L amento el fallecimiento de Antonio Caballero. Pierde Colombia a un destacado analista de la realidad nacional. En no pocas oca-siones estuve en desacuerdo con sus opiniones. En algunas otras

tuve la impresión de que privilegiaba en su escritura la forma sobre el fondo. Y en ciertos casos me parecieron injustas o superficiales sus críticas. Pero siempre su pluma reflejaba su inteligencia, su vasta cultura, su honestidad intelectual y su independencia absoluta. Por varias décadas sus columnas fueron para mí lectura imprescindible. Aprendí mucho de Caballero y se lo agradezco. Me hará falta.

Mauricio Rodríguez Periodista

A ntonio Caballero es el típico hidalgo español, pausado, imper-turbable y todo lleno de esa bellísima palabra castellana que es sosiego. Los italianos, que vieron en los españoles nobles

del siglo XVI esta actitud de sosegada distancia le dan al término (sussiego) una acepción que también se adapta a Caballero: altivez, orgullo (que es algo distinto y mejor que la vanidad). Tal vez el so-siego consiste en que la persona centra su interés en su propia se-renidad y bienestar sin preocuparse demasiado por los avatares del mundo. Uno se los imagina saliendo de la casa sin ninguna prisa en medio del griterío, el terror y los afanes de un cataclismo. Eso admira y da rabia, como puede admirar o dar rabia cada desplante (desprecio ante la muerte) de un torero. Hay en él, taurófilo, cierto desdén de torero: los demás somos bichos, bestias, toros brutos. Él se enfrenta al peligro sin mostrar jamás el miedo: impertérrito, lo cual sin duda tiene una antigua elegancia.

Quizás las personas se acaben pareciendo a sus nombres y sus apellidos. Este Antonio persononifica a la perfección al caballero español. Quiero decir, al hidalgo... Dios mío: ¡que yo no sea nunca como un abad, pingüe y satisfecho de sí mismo, te lo ruego!

Héctor Abad Faciolince Escritor

De los diarios del autor (octubre de 1999), en el libro Lo que fue presente.

L a partida de Antonio Caballero marca una de esas ausencias que dejan un vacío enorme y difícil de llenar pues en la Colombia de hoy son cada vez más escasas las posturas que van contra la corriente y

plantean puntos de vista que molestan e incluso ponen en evidencia a los poderosos. Y cuando estas voces se expresan con una inteligencia aguda y un lenguaje exquisito resultan aún más insoportables para quienes se han encargado de envilecer el país impunemente y de mane-ra sistemática.

Hace exactamente 40 años, en 1981, también nos dejó Lucas, otro Caballero, tío de Antonio y más conocido como Klim. Al igual que lo haría su sobrino, dedicó buena parte de su actividad intelectual a fus-tigar sin piedad a la ya decadente clase política colombiana, haciendo gala de un humor ácido y demoledor del que no se salvaron ni siquiera los más encumbrados personajes de la vida nacional.

¡Qué falta nos han hecho las columnas de Klim y qué falta nos harán las de Antonio!

Gabriel Iriarte Núñez Editor

C on Antonio Caballero me sucedió algo muy extraño. Éramos ami-gos, pero me daba palo sin misericordia y mientras más crítico más lo admiraba; como periodista y como buen escritor. Mucha falta le

hará su genial e implacable pluma a nuestra democracia.Juan Manuel Santos

Expresidente de la República

L a vida de Antonio Caballero fue una vida ejemplar. En el sentido de que se esforzó por tomársela en serio, disfrutándola, además, como debe ser. Estudioso de la historia, la literatura y el arte. Erudito, in-

cluso. Pero también de la tauromaquia, así fuera impopular defenderla. Y siempre actuó con el norte de tener una visión democrática sobre el mundo y sobre Colombia, de no someterse a los poderes establecidos, a los que no les rindió pleitesía y de los que por su origen le hubiera que-dado muy fácil aprovecharse, pero que no se tragó porque los conocía. Valiente, entonces, también, como tanto gusto nos hizo sentir con su es-critura de gran calidad. Y consecuente con una decisión de vida: nunca dejó de señalar cómo las grandes y crecientes miserias del mundo han tenido y tienen en sus orígenes a los grandes poderes globales.

Jorge Enrique Robledo Senador

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C uando me invitaron a escribir este artículo para Un Pasquín, tras el lamentable fallecimiento de Antonio Caballero, lo primero que se me vino a la cabeza fue que él pertenecía a una categoría muy

especial de personas, con las que se puede estar en desacuerdo frente a algunas de sus publicaciones, pero a las que se admira y respeta.

No tuve el placer de conocer a Caballero personalmente, pero me hubiera gustado alguna vez hablar con él sobre sus columnas, con ese pulcro manejo del lenguaje así como la visión sin ambages y descarna-da de la realidad colombiana y mundial; sus caricaturas, que eran un editorial en sí mismas; su pasión por los toros (en la que no coincido); el profundo amor por su hija Isabel (tengo tres hijos que son mi resor-te), y el hecho de que Sin Remedio hubiera sido el libro que me ayudó a acercarme a Bogotá.

Con su gruñona forma de ser, que recuerdan todas las personas cercanas, probablemente me habría dicho: otro costeño que quiere ser cachaco, o algo similar.

Lo cierto es que, pensándolo bien, coincidíamos en diversos temas. Su lucha por tener un país mejor, más justo, tolerante con la diferencia, inclu-yente, con respeto por el ambiente, solidario, equitativo, en paz, y en gene-ral una democracia de mas fácil acceso.

Disentía en ocasiones en la forma de su crítica. Entiendo que su función como columnista era enmarcar a toda persona que está dentro del «poder» como un engranaje más para perpetuarlo.

Pero como he estado (y estoy) trabajando en distintas instancias públi-cas y privadas y a la vez alternando con muchas personas que han ejercido funciones para el gobierno, creo tengo una visión menos binaria de la valo-ración de «el régimen».

De pronto, este hubiera sido un interesante tema para conversar con Caballero, con el deseo de que al final aprendiéramos el uno del otro.

Sergio Díaz–Ganados Presidente, CAF

E n 1997, durante la presidencia de Samper, le escribí a Antonio Caballero, a la sazón columnista de la Revista Semana, una diatri-ba de ciudadano apabullado por la desvalorización de las palabras,

pervertidas por la retórica oficial. Caballero respondió con una nega-tiva escueta porque, según dijo, no se publicaban opiniones de los lec-tores. Todo en él me parecía escueto por ese entonces. Después descu-brí lo prolijo que era cuando escribía de toros, con términos, mezclas de palabras, acentos y símiles que provenían, imagino, de la región entre Toledo, Segovia y Sevilla, pero no de Cundinamarca, Valle o Caldas. Su gusto taurino provenía de otro lado, pero su devastación se aplicaba a los astados aborígenes, y los toreros, peninsulares o lo-cales que se arriesgaban en la Santamaría. Después, por insistencia de una compañera de universidad, que lo consideraba el hombre más inteligente de Colombia, me dediqué a leerlo semanalmente. Luego de un par de años me agoté, pues tenía demasiadas reiteraciones de que el imperio era el culpable de todo, y de aquello que no, lo eran los políticos de esta colonia tropical. Pero, sobre todo, porque su pensar hegeliano encontraba la verdad de cada cosa en su exacto contrario. Fue un método que no abandonó en ninguna de sus columnas. Creo que a todos nos pasó o nos va a pasar: agotaremos a nuestro escaso público por reiterar hasta el agotamiento lo que somos y cómo vemos las cosas. Por supuesto considero una fortuna que lo haya hecho y que su severidad hegeliana y taurina y anti-imperialista haya excedido el medio siglo. Va a hacer falta, así haya dejado de leerlo hace rato. Necesitamos a un nuevo Antonio Caballero. Ya no será taurinófilo, por que fueron aplastados, pero de seguro sí será antiimperialista. Lo importante es que sea severo, incluso si no es hegeliano. Al altiplano, a sus toros y toreos que ya no torean, y a sus lectores (incluidos los de antaño), nos vendría como un bálsamo ese nuevo Caballero.

Juan Carlos Echeverry Expresidente de Ecopetrol

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L a noche que canté con Antonio Caballero. Una noche, hace más de quince años, estábamos invitados a donde Roberto Pombo. Había una orquesta o algo similar. Y después de de-

partir con Caballero de cualquier tema, decidimos cantar a dueto. Digo impropiamente departir. Es mejor echar m…. sobre política o el gobierno o el país o el mundo. Con varios tragos de más, los dos decidi mos cantar. El problema, el gran problema era que ninguno de los dos sabía cantar. Escogimos cuidadosamente una mexicana: ‘Se me olvidó otra vez’, después de haber pasado por un innumerable listado de canciones. Las repasábamos. Antonio decía yo no me la sé y yo respondía yo no me la sé. Hasta que encontramos una que nos supiéramos ambos. Era de Maná. La cantamos hasta el final y no fueron pocos los aplausos que nos llevamos. Dos tímidos cantando sin saber cantar. Recuerdo mucho a Antonio cantando «Probablemente ya de mí te has ol-vidado…» Compartimos como Antonio sabía hacerlo. Sin duda escribía mucho mejor de lo que cantaba y vamos a extrañar leerlo; pero hay que releerlo ahora y siempre.

Rafael Pardo Rueda Exministro

U n ejemplo a seguir. Para quienes no éramos cercanos la ida de Antonio Caballero fue una dolorosa sorpresa. Su presencia per-manente en Los Danieles nos llevó pensar que permanecería

para siempre. Hoy somos conscientes de que se fue cuando más lo necesitábamos, en medio de una Colombia que nos duele y que requiere más que nunca esa crítica informada, irreverente, inteli-gente y aguda que su pluma lograba. Gran parte de los miembros de nuestra generación necesitó llegar a adultos para poder rebe-larse, pero Antonio fue la excepción porque nació, creció y murió rebelde. Como el mismo se definió, fue el gran crítico de todo y de todos, pero especialmente de esa élite privilegiada de esta sociedad colombiana injusta a la cual perteneció. Tenía toda la autoridad para criticar ese ma-nejo del poder de quienes siempre lo han ostentado y la usó de manera libre y sin tapujos. Con el convencimiento de que ese tipo de análisis es lo que requiere este país en crisis como es la Colombia de hoy, es conveniente pasar del lamento por su ida a la decisión de algunos de nosotros de seguir su ejemplo. No lo podremos reemplazar porque como algunos de sus amigos lo anotan, varias generaciones pasarán antes de tener otro Antonio Caballero. Pero lo que sí es evidente es que, sin su erudición, todos los que en la medida de nuestras capacidades sentimos que esta sociedad se merece un futuro mejor, unos líderes de verdad, debemos com-prometernos a seguir su línea de independencia, su deseo de mostrar la realidad dolorosa de un país capturado por muchos males. Su valor para afron-tar sin inquietarse la reacción de quienes creen que nacieron con el derecho a manejar a sus anchas esta sociedad tan llena de injusticias. Cuando la com-placencia con las decisiones del poder parece ser la nota dominante, precisamente por eso, como un ho-menaje a su memoria, el mensaje para algunos debe ser claro: Antonio Caballero, un ejemplo a seguir.

Cecilia López Montaño Exministra Ca

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Por Catón

HORIZONTALES1. Decidir y caminar torcida y deliberadamente.2. Salas desconectadas por cuenta del MinTic. • Jajá.3. No más Álvaro. • Muchos escogen gracias al tamal.4. Indicadores de covid. • Lazo tipo corbata.5. Estilo literario que impone el presidente (inv.). • Tuyos.6. Cociente intelectual. • Desagradable aroma de la corrupción.7. Iniciar la acción contra Centros Poblados. • Carlos, el de la Cancillería.8. Fallecimiento (inv.). • Invita a la generosidad.9. Se usa para matar al rey o a la reina. • Girase en U (inv.). 10. Corrupto de antes.

VERTICALES1. Jugaditas en las que ponen a los alfiles y peones del gobierno.2. Información para confundir y buscar el no. • Conjugación del delator. 3. Principio político que

CRUCIDRAMA

permite todo. • Intente (inv.).4. Acude. • Maquillaje que se hace las reformas fallidas (inv.).5. Póngase cuerdo. • Vuestra Señoría (inv.).6. Amigo mexicano que nos ruboriza (inv.). 7. Huella ocular. • Hermano

cortico (inv.).8. Óvulos fertilizados. • Nota.9. Según dicen, con su prima le metieron el gol a la MinTic y su corte.10. No se deben confundir con los sapos. • Bruto depurado.

Si usted está más o menos al tanto de lo que se hace y deshace en Colombia, este crucidrama puede resultarle muy sencillo –y hasta entretenido–. Si se da por vencido, busque las respuestas en: www.unpasquin.com/crucigrama

neopatriotismo (mal llamado nepotismo) m. Tendencia a preferir a parientes o amigos a la hora de adjudicar cargos o empleos públicos; sobre todo aquellos cuyas condiciones laborales son ventajosas.

—Uribiccionario. Nueva edición; cooptada y aumentada.

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TRINO

Iván Duque @ivanduque

Agradezco al senador @ChrisCoons el reconocimiento que nos hace al entregarnos el ICCF Teddy Roosevelt International Conservation Award, otorgado por @TheICCFGroup que reconoce nuestro compromiso de proteger medioambiente y biodiversidad. Es un incentivo para esta tarea ambiental10:49 PM · Sep 20, 2021 · Twitter Media Studio

TRUENO

¿En serio? ¿Un premio medioambiental para Iván Duque? ¿Y habrá una medalla para Vladimir Putin en derechos humanos, o una condecoración para

Nicolás Maduro por sus aportes a la democracia? ¿O un trofeo para Xi Jinping por defender la libertad de expresión?

TRINO

Gustavo Petro @petrogustavo

En la constitución de 1991 defendimos con fuerza y así quedó como mandato constitucional, la libertad de cultos. Nadie será perseguido por sus creencias. Fui coherente con ese principio en la alcaldía de Bogotá y lo seré si el pueblo quiere que sea presidente.9:49 AM · Sep 15, 2021 · Twitter Web App

TRUENO

En resumen, así le abre Petro las puertas a cualquier líder religioso –por muy troglodita que sea–, siempre y cuando consiga votos.

TRINO

Andrés Pastrana A @AndresPastrana_

Hoy entrego en la @ComisionVerdadC una carta firmada por Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela donde ellos indican que Samper sí sabía de los ingresos de los dineros del narcotráfico en la campaña. #EnVivo3:15 PM · Aug 31, 2021 · Twitter for Android

TRUENO

Con ese sencillo pero evasivo acto ante la Comisión de la Verdad, Andrés Pastrana convirtió a los capos del Cartel de Cali en autenticadores de la historia,

sin llegar a imaginar que casi de inemdiato los Rodríguez Orejuela iban a hacer pública una nueva comunicación en la que él mismo iba a resultar salpicado. Esa sí no le gustó...

T R I N O S

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Cuando recibí el mail en el que nos recordaban a quie-nes acá escribimos que ésta sería la edición número 100, me dio la pensadera...

¿Habré escrito 100 columnas en este periódico? Creo que si no son 100, deben ser 99, pues he estado en casi todas... pero, ¿qué otras cosas he hecho 100 veces?

Obvio que he comido en más de cien oportunidades... ¿Pero he comi-do 100 veces ajiaco? Pienso que sí, ¿y frijoles?, seguro que sí. ¿Y acelgas?, claro que no. ¿Me habré comido más de 100 buñuelos en la vida? Debo ir como por 80... En cambio el número de pandeyucas me da pena confesarlo.

¿Será que he viajado 100 veces en avión? En carro por supuesto que sí, ¿pero en tren?

Entre los de antes y los de ahora, ¿habré tenido 100 amigos en mi vida?

Seguramente he hecho muchas cosas más de 100 veces... Algunas de buena gana , otras no tanto.

Al colegio fui más de 100 ve-ces, casi siempre medio obligada.

Renegaba y sufría, pero hoy volvería 500 veces más a ese lugar en el que tanto padecí y tanto gocé.

Con lo que me gusta bailar y can-tar, seguro que lo he hecho más de cien veces. No sé cuantos karaokes he tenido en mi casa, pero les asegu-ro que he cantado Agua Caliente de Fausto en más de 100 ocasiones (o tal vez más de 1.000). ¿Por qué diablos

le puede producir a uno tanto placer cantar?

¿Le habré dicho a mi hermana suficientes veces cuánto la extraño cuando no estoy con ella ? ¿Y a mi novio cuántas veces le habré dicho que lo quiero?

Hay cosas que pasan del centenar fácilmente; como ir a cine, nadar o escribir reportajes... Pero tengo du-das con otras actividades. ¿Cuántas veces habré pisado un hospital (no solo por mi estado de salud, sino para ir a visitar a otros). ¿Cuántas veces me habré peleado con la gente ? (Con los call center más de 100, con toda seguridad).

Estoy viendo en este momento un partido de tenis por tv. ¿Cuántos en-cuentros de este deporte habré visto? ¿Habrá valido la pena o fue tiempo perdido? ¿Y cuántas veces he salido a comer con mis sobrinos?

Qué angustia. ¿Será que le he dedicado el tiempo justo a las cosas que más me interesan? ¿Estaré sien-do extremadamente generosa con mi tiempo para algunas personas y tacaña con otras? ¿Habré abrazado lo suficiente a los que quiero?

Aunque ‘solo’ tengo 56 años, puedo decir, con toda certeza, que he festejado mi cumpleaños más de 100 veces; en cambio, creo que solo he celebrado la Navidad 20 .

¿Cuántos conciertos habré goza-do? ¿Y cuántas veces habré padecido la dentistería? (sean las veces que sean, ojalá hubieran sido menos).

Hay cosas que solo he disfrutado dos o tres veces durante mi existen-cia en este planeta, pero que quisiera repetir 99 veces más... Ver despegar un cohete, oír un concierto de música clásica en una arena romana, ir a unos olímpicos y a un mundial de fútbol, reírme hasta el amanecer con dolor de estómago, tomar Lassi (una bebida de la India a base de mango y yogurt), volar en globo y ver más lluvias de estrellas.

Claro que lo importante a estas al-turas no es lo recorrido sino el tiem-po que me queda por recorrer. ¿Será que me alcanza para hacer otras 100 veces lo que tanto me gusta? Espero poder contarles en la edición 200 de Un Pasquín, si me comí otros 100 paquetes de chitos y si bailé hasta ampollarme los pies.

opinión deOlgahelena Fernández Periodista.

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