Tumba Común - unahistoriaa19voces.files.wordpress.com · Valentina por Luisa Escobedo ... no lo...
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Tumba común, 2016
Autores: Nairobi Valdez, Luisa Escobedo,
Andrés Rodríguez López, Adriana Rodríguez
Ilustrado: Eliasib Valdez
Edición: Maruja La Noche-Harris
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Índice
Mara por Nairobi Valdez……………………………………………………………………6
Valentina por Luisa Escobedo…………………………………………………………….8
Aarón por Adriana Rodríguez…………………………………………………………….10
Héctor por Andrés Rodríguez López…………………………………………………..12
6
Mara
Para Ricardo
Santiago duerme en tu cuarto, se lo dieron en cuanto
nuestros padres fueron capaces de dejarlo dormir solo. No sé qué
pasa dentro de sus cabezas. Las cosas que decían de ti, los planes,
la ropa, los juguetes, ahora todo es de Santiago, como si no
hubieras existido. Claro que te mencionamos, pero no cómo se
debería. Eso sí, al perro lo sacrificaron. Lo culparon por el
accidente, como si un pobre perro pudiera decidir entre quedarse
adentro o salir corriendo si tiene la oportunidad. Pero no
hablamos, no de verdad.
Mamá se enfocó en Santiago, lo cuida más de lo que alguna
vez nos cuidó a nosotros. Lo ve comer todas sus comidas, le pone
más chaquetas de las que debería, no lo deja acercarse a la cocina,
lo llama Santi y le cuenta cuentos todas las noches. A mí nunca me
dice nada, ya no tenemos nada para decirnos, a menos que tenga
que ver con su pequeño prodigio. Ese niño es lo único que le
importa.
Papá siempre juega con él, para nosotros nunca tenía
tiempo, pero para él sí, porque es su chiquito y va a crecer tan
pronto. Hace unos años le pedí que me enseñara a manejar, mis
compañeras ya habían tenido sus primeras lecciones, pero yo
estaba por cumplir dieciséis y aun no tenía idea de cómo
funcionaba un auto, pero no quiso, dijo que tenía mucho trabajo.
No tuvo tanto trabajo después, esa misma semana, cuando el
maravilloso Santi se subió a un triciclo por primera vez. Papá grabó
cada que se subió, mientras mamá lo seguía con una almohada
para prevenir que cayera al suelo y se lastimara.
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Nuestros padres dejaron de ser nuestros y se convirtieron
en los padres de Santi, sólo de Santi. No me importa, ya no me
importa. Lo triste es que no hablamos de ti, eres como un
fantasma en casa. Vienen a verte dos veces al año, en tu
cumpleaños y en tu aniversario luctuoso, el resto del tiempo no
existes. Nunca le han contado al niño de ti, no de verdad. Sabe que
existió un Martín, pero no sabe que te gustaban los videojuegos, ni
cómo se llamaba tu mejor amigo, ni la niña que te gustaba, ni por
qué hay tantos libros en tu cuarto.
Recuerdo ese día, quisiera no poder, pero está tatuado en
mí, cierro los ojos y veo tu cuerpo sin vida en el asfalto. Había
sangre y huesos rotos, tu cara no parecía un rostro. Los vecinos
salieron, todos estaban ahí, pero ellos no, ellos estaban en el
hospital con Santi, maldito Santi. Después de que llegó la policía
no recuerdo mucho, sólo son borrones. Cierro los ojos con fuerza y
trato de visualizar tu funeral, pero no hay mucho, sólo tristeza y
gente vestida de negro, pero a nadie le importaba. A la única que
le importó fue a mí, la única que viene a verte soy yo, los otros te
olvidaron.
Ya me voy, si llego a casa y despierto a Santiago se van a
enojar. Creo que sería más fácil si me enterraran aquí contigo, al
menos estaría a lado de alguien a quién le importo.
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Valentina
Por fin se había llegado el día de mudarnos de esta casa, a
pesar de que meses atrás lo consideraba una locura, todo a causa
del trabajo de papá. No me hacía a la idea de dejar a mis amigos,
mi escuela y a Martín; pero ahora sólo quiero irme, no quiero estar
ni un minuto más aquí, es una tortura el salir día a día a la calle,
todo me lo recuerda: la escuela, la plaza donde solíamos jugar
futbol por las tardes, su casa que da al frente de la mía y la imagen
en mi mente de su cuerpo sobre el asfalto. ¿Cómo puedo superar
esa tragedia si cada cosa me lo recuerda? Al cerrar mis ojos por las
noches siento escuchar aquel ruido que nos hizo salir a la calle a los
vecinos y a mí. No puedo evitarlo, siento impotencia al no haber
hecho algo para que eso no pasara. No logro entender por qué él
si era tan bueno, mamá dice que las cosas pasan por algo y que
Dios recoge las mejores flores del jardín, pero ¿por qué él? ¿Por qué
no alguien más? Aún le faltaba tanto por vivir, me arrepiento de no
haberle dicho que lo quería más que a un amigo. Tantas cosas que
viví a su lado, era mi héroe y ahora me quedé sin él y sin mi mejor
amiga, como si una parte de ella se hubiera marchado con él.
Las cosas cambiaron desde ese día. Mara, mi mejor amiga,
ya no volvió a ser la de antes, ya no solíamos ver películas en su
casa ni hacíamos la tarea juntas. Ella ya casi no asistía a la escuela
y yo no podía ir a su casa, el ambiente era muy escalofriante y todo
me recordaba a Martín. Cuando me animaba a ir mi cuerpo se
estremecía y en ocasiones me parecía escuchar el sonido de sus
videojuegos, Mara encerrada en su cuarto sin decir ni una sola
palabra, sus padres no le ponían atención, cada quien estaba en su
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mundo y yo no sabía qué hacer, con qué tema comenzar la plática,
me sentía tan mal de estar ahí que decidí no regresar.
Mi vida no volverá a ser la misma y no puedo borrar de mi
mente la imagen de su cuerpo destrozado. Frente a sus restos no
pude derramar ni una sola lágrima, pero no ha habido una sola
noche en que no lo haga. Ha pasado más del mes desde que Martín
murió y pareciera como si el tiempo se hubiera detenido. Lo que
me mantiene de pie es saber que los culpables de su muerte ya
fueron capturados, su imprudencia y alcoholismo terminó con la
vida de mi primer amor, el ser humano más increíble de este
mundo y tienen que pagar por ello.
Hoy me voy de esta ciudad dejando lo mejor y hasta ahora
lo peor de mi vida. Fui a despedirme de Mara y pareciera como si
no me hubiera escuchado. De Héctor no pude despedirme, no lo
veo desde días antes del accidente. Parece una pesadilla, sólo
quiero despertar y que las cosas sean como antes, cuando él
estaba, cuando el eco de la calle resaltaba nuestras risas y todo era
juego.
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Aarón
“No puedo fingir que él nunca vivió y que nada de aquel
maldito accidente pasó, entiéndeme”, reprochó Miriam mientras
lloraba. “Si hubiéramos estado aquí o al menos los hubiéramos
dejado a cargo de alguien nada…”. Aarón, ya harto de escuchar las
mismas palabras cada noche, salió de la habitación golpeando la
puerta, estaba enfadado no con Miriam sino con él mismo, pues
después de cinco años aún no lograba que su esposa superara la
muerte de Martín. Se dirigió al cuarto de Santiago, su hijo más
pequeño, estaba dormido, se acostó a su lado y miró hacia el
techo.
Él estaba trabajando cuando se enteró que su hijo ya iba a
nacer. En el hospital todo iba bien y en casa seguro sus hijos
esperaban que llegaran con el nuevo bebé. Horas más tarde,
cuando Santiago ya había nacido, entró una llamada a su celular.
Martín había sido atropellado. Los policías le dijeron que había
muerto al instante.
Las cosas empezaron a mejorar después de un año. El
recuerdo y el dolor por la muerte de Martín seguían, pero también
dos niños que necesitaban de sus padres. Con Santiago todo
marchaba bien, era un niño tan lleno de alegría que lograba
contagiarlos de ella, apenas tenía un año y ellos ya habían
planeado casi toda su vida, en cambio con Mara no todo era tan
fácil, la muerte de Martín la seguía afectando de tal manera que
hacía que se alejará de su familia, intentaba convivir con ellos el
menor tiempo posible, parecía que los culpaba por lo que había
pasado. Miriam por su parte había comenzado a sufrir crisis
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emocionales durante las noches, la doctora decía que con el
tiempo irían disminuyendo, pero no fue así.
Habían pasado cuatro años y las cosas continuaban igual, o
peor. Durante el día podía compartir con su esposa el cuidado de
sus hijos. Ella era una mujer totalmente distinta a la que se
convertía horas después, parecía que estaba llena de vida y de
esperanza para el futuro de sus otros hijos, era cariñosa, hacía
bromas y reía por casi todo, pero de noche el cambio se notaba
drásticamente, despertaba durante la madrugada y era como si el
tiempo regresara hasta el día en que se enteró de la muerte de
Martín, no paraba de llorar y de echarse la culpa por su muerte,
hasta que se terminaba durmiendo. Él nunca podía controlarla, no
había nada que lo hiciera, y lo cierto es que ya estaba cansado de
estar viviendo la misma situación cada noche. Se tenía que
convertir en el adulto a cargo de tres niños. Por más que intentaba
no podía imaginar cuánto tiempo aguantaría, su familia no era la
única necesitando algo de atención y apoyo. Él también extrañaba
a Martín, después de todo era su hijo.
Sin que se diera cuenta las lágrimas habían empezado a
caer desde hace mucho tiempo sobre la almohada, quiso sentarse
para ir a lavarse la cara, pero un pensamiento invadió su mente, se
levantó lentamente de la cama para no despertar a Santiago, antes
de salir de la habitación le dio un beso en la frente y casi
susurrándole le dijo: “espero volver a verte algún día”.
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Héctor
Sonó el despertador. Salió de golpe de la cama, tomó su
camiseta y pantalones favoritos, una gran sonrisa aparecía en su
rostro. Héctor centró sus ideas en sus planes del día. Había juego
de baloncesto, y las porristas estrenaban uniforme. Ya con
camiseta, pantalones, reloj y cartera, abrió la puerta de su cuarto.
Su sonrisa despareció al momento que un recuerdo con una
rapidez impresionante se apoderó de su mente. La imagen de su
amigo muerto gobernó sus pensamientos. Su cuerpo se quedó
rígido, mientras aún se encontraba cerca de la puerta. Una
sensación de odio nacía en él. Apretó el pomo de la puerta, tomó
impulso y salió de su cuarto. Bajaba las escaleras buscando algo
con que distraerse. Sus padres habían salido de la ciudad, y la casa
se encontraba en silencio. Sus pasos resonaban en el lugar. El
recuerdo de Martín, su ex mejor amigo, le ardía en la mente. Fuiste
tú. Pensó. Sacudía la cabeza, intentaba deshacerse de ese
sentimiento, pero era inútil. ¡No la cerraste! Tomó las llaves del
automóvil, se dio un pequeño golpe en la cabeza, para
desconcentrarse. Recordó a las porristas. Formó una sonrisa y salió
de casa.
En el auto pasó por la casa de Martín, desde el accidente no
había querido ni estar cerca. Vivir en la misma colonia no ayudó. La
gente seguía dando condolencias a sus padres. Ya han pasado
meses desde el funeral. Héctor no fue, se negó. No le importaron
las peticiones. Sólo ignoró a todos. No fue difícil, o así lo mostraba.
Se mantenía en su mundo, alejado de la gente que le daba
compasión. Odiaba sentirse menos y ser tratado con tanto cariño.
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La lástima de los demás hacia él, la mirada de la gente, ser tratado
diferente únicamente porque su mejor amigo había muerto, le
daba cólera. No era lo mismo en la escuela, ahora sus compañeros
de clase se acercaban a él, siempre creyó que eran hipócritas y
desde el accidente lo comprobó, al ver cómo ellos lo trataban de
forma amistosa, ser invitado a fiestas, salidas al cine, etcétera. Lo
mejor que sacó de provecho fue la inclusión de un grupo de la red,
donde se pasaban fotos de las mujeres de la escuela. Al menos eso
lo sacaba de la cama, y lo mantenía de humor en la salida con sus
“amigos”.
Presionó el acelerador todo lo que pudo, en los momentos
oportunos. Se consideraba el mejor conductor del pueblo, hasta
del estado. Al mismo tiempo el más responsable. La paranoia lo
controlaba, pero le servía para hacer las cosas con cuidado.
Checaba la puerta de su casa al menos tres veces antes de irse. En
horas de receso escondía su mochila en el casillero por miedo a que
se la robaran. Él sabía de sus problemas y los aceptaba. Su madre
le aconsejó llevarlo a un lugar donde podían ayudarle. Héctor se
negó totalmente, odiaba ser ayudado. Tú no fuiste de mucha
ayuda. Pensó mientras conducía. Se dio un pequeño golpe en la
pierna para concentrarse en algo distinto. La razón por la que se
consideraba el mejor al conducir era por su concentración. El único
momento donde no se acordaba de su gran culpa era al tener las
manos en el volante.
Le ayudó a mantenerse apartado. Hasta para estar lejos de
todo, ponía su móvil en el asiento de atrás. Aunque esta vez no fue
así; lo tenía en la pierna. Los partidos de baloncesto significaban
fotos nuevas de las animadoras y las mamás del público. No bajaba
la vista, sólo en semáforos rojos. Condujo con prisa, sintió el
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teléfono vibrar. Las ganas de bajar la mirada eran enloquecedoras.
A todos sus contactos, que eran pocos, los mantenía en silencio;
excepto el grupo de fotos. El auto iba realmente veloz, no tanto
para romper la ley, pero lo suficiente para llegar a tiempo al
partido. Al final de la calle pudo ver un semáforo en verde.
Comenzaba a tintinear. Cuando cambió a rojo sus ánimos se
transformaban en rabia. Sintió el móvil temblar, y el enojo
desapareció. Supo que una nueva imagen le había llegado.
Presionó con cuidado el freno, mientras tomaba el celular para ver
sus mensajes. Su concentración estaba dividida. Cada cuatro
segundos observaba el camino y luego hacia la pantalla del
aparato. Sus pensamientos más morbosos le controlaban la
mente, su atención se quedó en las nuevas adquisiciones. Recordó
voltear hacia enfrente y en menos de un segundo, una niña con
uniforme de algún deporte estaba a unos pocos centímetros del
carro. Héctor aplastó el pedal y sintió la inercia empujándolo. El
celular cayó de su regazo, mientras el chirrido de las llantas
espantaba a él y a la niña. Los rostros pálidos de ambos se vieron,
y ella se rompió en lágrimas. La gente del vecindario fue en auxilio
de la pequeña. Él se quedó en el auto, petrificado. ¡Fuiste tú! Todos
saben que fue tu culpa. Tú dejaste la reja abierta y el perro salió.
Gracias a ti Martín está muerto. Por tu culpa él fue atropellado
mientras buscaba a su perro. ¡Por no poner atención, desgraciado!
Una mujer, con los ojos enrojecidos, golpeaba fuertemente
el vidrio del auto. Héctor salió de éste, le temblaba el cuerpo. La
mujer parecía ser familiar de la niña que casi atropelló. Casi matas
a alguien más. Pensó. La mujer le puso una mano el hombro y
mencionó las palabras más odiadas por Héctor. «¿Estás bien?».
Héctor se llenó de ira. Casi mataba a quien podría ser su hija y ella
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se preocupaba por él. No entendía nada al respecto. La confusión
le azotaba la mente. Sabía que algo estaba mal. Héctor la miraba
a los ojos y veía el miedo, el odio y las ganas de lastimarlo. Pero
ésta se preocupaba por él. Hipócrita, pensó. Apretaba los dientes,
impedía soltar todo su enojo. Ella se quedó mirándolo, esperando
una respuesta. Él quería gritar, golpearla, darle dolor para que
sintiera el sufrimiento, el castigo de casi quitar una vida. «No». Ella
lo observó y quitó la mano de su hombro. Héctor sintió las lágrimas
recorrer su cara. Entró de nuevo al auto, y quiso hacerse el fuerte y
mirar con dureza a la gente. La niña seguía llorando. Condujo lejos
de ahí. El partido empezaría pronto.
El estacionamiento estaba repleto; al igual que su galería
de fotos. Se aparcó con cuidado, sin mirar su celular. Apagó el
motor y observó hacia el vacío por su parabrisas. Casi matas a
alguien más. Apretó el volante con fuerzas. Su piel le empezó a
doler, mientras ese pensamiento le quemaba la conciencia.
Escuchó a la gente dentro del estadio gritar y aplaudir a las
porristas. Concentró su mente en una nueva idea, forzó una
sonrisa y se bajó del auto. Al mismo tiempo que su mente resonaba
la palabra: Hipócrita. Por cada paso que daba hacia el evento.