TSA.Gesché.19.Salvación

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Tópicos sobre la cuestión de la salvación Adolphe Gesché * Vivida desde hace ya mucho tiempo como una evidencia, la idea de salvación plantea hoy algo más que reticencias. La palabra misma tiene ya algo de paradójico. Por un lado, evoca lo que puede haber de mas deseable en el mundo, en efecto, ¿a quién no le gustaría (en el caso de que lo necesitara) ser salvado? Por otra parte, provoca un gran malestar: ¿habrá caído sobre mi una especie de maldición o de destino trágico, cuya razón sin embargo se me escapa? Ciertamente –una paradoja más–, todos los hombres quieren tener, éxito en la vida y la idea de salvación parece ser un eco de este anhelo Pero, al mismo tiempo, ese impulso tan positivo va acompa- ñado de un discurso sombrío, que, además, es difí- cil de verificar. De este modo la idea de salvación ha entrado en una fase de desconcierto. Y sin duda conviene que nos sintamos primero sacudidos por esa idea, por ese freno y por esa resistencia. Se trata de una reacción de salud y de protección, de respeto a uno mismo. Si la idea de salvación se viera que es una idea que realmente no salva, habría que deshacerse de ella. Sin embargo –otra duda, otra resistencia–, esa idea tan profundamente arraigada en nosotros y en nuestro pasado, que hemos vivido basta ahora como una de las preocupaciones más importantes y más decisivas de nuestra vida, ¿es posible que sea tan engañosa? ¿No valdría la pena interrogarla de nuevo, intentar horadar el muro del sentido que en- cierra, por si oculta quizás un secreto que no es acaso tan temible como pudiera parecer? Por otro lado –y quizás radique en esto toda la cuestión– ¿no será acaso la salvación algo distinto de lo que acostumbramos a pensar y que hoy tanto nos repugna? Porque, en fin, con esa vieja palabra de «salvación», una palabra que casi ha desapareci- do del lenguaje, ¿no intentará quizás la teología ex- presar, aunque con escaso acierto, una idea que to- davía nos preocupa y que encuentra en nosotros un eco: la idea de la suerte y del sentido de nuestra existencia? A nadie le gustaría tener un día la im- presión de haber pasado al margen de su vida, de haber fracasado en ella. Ninguno de nosotros pien- sa que más le valdría no haber nacido. Creamos o no creamos en ese vocabulario «obsoleto», la fe, la religión, la teología tienen aquí, en definitiva, algo que decirnos sobre la felicidad y la desgracia, sobre el éxito y el fracaso, sobre el sentido de la vida y so- bre la suerte del ser. ¿Y no es todo eso lo que aquí está en juego? En el fondo, todo esto concierne al destino y a los fines del hombre. Se trata, pues, de palabras que no son necias. Y como tampoco son necias las objeciones que se hacen contra ellas, será conveniente dar razón cumplida de esta cuestión. Revisar todo el cuestio- namiento, para ver el sentido de todas las dificulta- des, pero quizás también para resituar y restituir sí la esperanza de la que ha querido hacerse portadora la palabra «salvación». Creemos que pueden redu- cirse a cuatro los puntos que urgen y solicitan en estos momentos una respuesta. 1. SALVADOS, PERO ¿DE QUÉ? He aquí la primera cuestión ¿De qué tengo que salvarme? ¿Por qué se dice que tenemos que sal- varnos? ¿De dónde nace esta convicción? ¿En qué se nota que es necesaria la salvación?. Se trata de un interrogante fundamental. ¿Por qué y cómo se lo planteó por primera vez al hombre la cuestión de la salvación? Para limitarnos a la tradición judeo-cristiana (podríamos extender el panorama a casi todas las religiones ya todas las ci- vilizaciones ya que la palabra «salvación» no es ex- clusivamente nuestra), ¿qué es lo que ha podido hacer decir a los hombres, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, tanto si se trata del Géne- sis, de Pablo o de Agustín, que hay una salvación, no sólo capaz de ser esperada y recibida, sino digna de ser anhelada, y cuyos beneficios es posible dis- frutar? ¿De dónde viese este «hallazgo»? El interrogante es tan fuerte que puede tomar la forma de una sospecha. Como a veces se ha sugeri- do, ¿no será la salvación un «invento de los curas», una invención basada a su vez en un supuesto más fundamental, el hecho de que somos pecadores? Una doble invención destinada a conducirnos a Dios por la fuerza y por el miedo 1 . Así lo harían sospechar algunos temas ambiguos. ¿No se dice muchas veces que ha sido la pérdida del sentido de pecado lo que ha hecho que se pierda el sentido de Dios? ¿Será acaso ése un camino obligado para lle- gar a Dios? Creemos que hay quien piensa así. ¿Y qué pensar de esas ideas, que parecen ser fórmulas categóricas (y lo son), como ésta: «Se buscan peca- dores», una fórmula más que sospechosa, forjada para invitar a una conciencia de culpabilidad y a una conversión que conducirían hasta Dios? El mal

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  • Tpicos sobre la cuestin de la salvacin

    Adolphe Gesch*

    Vivida desde hace ya mucho tiempo como una evidencia, la idea de salvacin plantea hoy algo ms que reticencias. La palabra misma tiene ya algo de paradjico. Por un lado, evoca lo que puede haber de mas deseable en el mundo, en efecto, a quin no le gustara (en el caso de que lo necesitara) ser salvado? Por otra parte, provoca un gran malestar: habr cado sobre mi una especie de maldicin o de destino trgico, cuya razn sin embargo se me escapa? Ciertamente una paradoja ms, todos los hombres quieren tener, xito en la vida y la idea de salvacin parece ser un eco de este anhelo Pero, al mismo tiempo, ese impulso tan positivo va acompa-ado de un discurso sombro, que, adems, es dif-cil de verificar.

    De este modo la idea de salvacin ha entrado en

    una fase de desconcierto. Y sin duda conviene que nos sintamos primero sacudidos por esa idea, por ese freno y por esa resistencia. Se trata de una reaccin de salud y de proteccin, de respeto a uno mismo. Si la idea de salvacin se viera que es una idea que realmente no salva, habra que deshacerse de ella. Sin embargo otra duda, otra resistencia, esa idea tan profundamente arraigada en nosotros y en nuestro pasado, que hemos vivido basta ahora como una de las preocupaciones ms importantes y ms decisivas de nuestra vida, es posible que sea tan engaosa? No valdra la pena interrogarla de nuevo, intentar horadar el muro del sentido que en-cierra, por si oculta quizs un secreto que no es acaso tan temible como pudiera parecer?

    Por otro lado y quizs radique en esto toda la

    cuestin no ser acaso la salvacin algo distinto de lo que acostumbramos a pensar y que hoy tanto nos repugna? Porque, en fin, con esa vieja palabra de salvacin, una palabra que casi ha desapareci-do del lenguaje, no intentar quizs la teologa ex-presar, aunque con escaso acierto, una idea que to-dava nos preocupa y que encuentra en nosotros un eco: la idea de la suerte y del sentido de nuestra existencia? A nadie le gustara tener un da la im-presin de haber pasado al margen de su vida, de haber fracasado en ella. Ninguno de nosotros pien-sa que ms le valdra no haber nacido. Creamos o no creamos en ese vocabulario obsoleto, la fe, la religin, la teologa tienen aqu, en definitiva, algo que decirnos sobre la felicidad y la desgracia, sobre el xito y el fracaso, sobre el sentido de la vida y so-bre la suerte del ser. Y no es todo eso lo que aqu est en juego? En el fondo, todo esto concierne al

    destino y a los fines del hombre. Se trata, pues, de palabras que no son necias.

    Y como tampoco son necias las objeciones que

    se hacen contra ellas, ser conveniente dar razn cumplida de esta cuestin. Revisar todo el cuestio-namiento, para ver el sentido de todas las dificulta-des, pero quizs tambin para resituar y restituir s la esperanza de la que ha querido hacerse portadora la palabra salvacin. Creemos que pueden redu-cirse a cuatro los puntos que urgen y solicitan en estos momentos una respuesta.

    1. SALVADOS, PERO DE QU? He aqu la primera cuestin De qu tengo que

    salvarme? Por qu se dice que tenemos que sal-varnos? De dnde nace esta conviccin? En qu se nota que es necesaria la salvacin?.

    Se trata de un interrogante fundamental. Por

    qu y cmo se lo plante por primera vez al hombre la cuestin de la salvacin? Para limitarnos a la tradicin judeo-cristiana (podramos extender el panorama a casi todas las religiones ya todas las ci-vilizaciones ya que la palabra salvacin no es ex-clusivamente nuestra), qu es lo que ha podido hacer decir a los hombres, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, tanto si se trata del Gne-sis, de Pablo o de Agustn, que hay una salvacin, no slo capaz de ser esperada y recibida, sino digna de ser anhelada, y cuyos beneficios es posible dis-frutar? De dnde viese este hallazgo?

    El interrogante es tan fuerte que puede tomar la

    forma de una sospecha. Como a veces se ha sugeri-do, no ser la salvacin un invento de los curas, una invencin basada a su vez en un supuesto ms fundamental, el hecho de que somos pecadores? Una doble invencin destinada a conducirnos a Dios por la fuerza y por el miedo1. As lo haran sospechar algunos temas ambiguos. No se dice muchas veces que ha sido la prdida del sentido de pecado lo que ha hecho que se pierda el sentido de Dios? Ser acaso se un camino obligado para lle-gar a Dios? Creemos que hay quien piensa as. Y qu pensar de esas ideas, que parecen ser frmulas categricas (y lo son), como sta: Se buscan peca-dores, una frmula ms que sospechosa, forjada para invitar a una conciencia de culpabilidad y a una conversin que conduciran hasta Dios? El mal

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    y el pecado son realidades que nadie discute, pero. puede instrumentalizarse de esta manera el mal y servirse casi de l, para justificar la necesidad de una salvacin en el camino hacia Dios?

    Sea lo que fuere de estas frmulas poco afortu-

    nadas, necias o perversas, desde lo ms profundo de las edades. y de las conciencias resuena sin em-bargo, incisiva y tenaz, la idea de que el hombre es pecador y debe ser salvado. Pero soy yo verdade-ramente una persona que tenga que desarrollar en una sospecha semejante sobre mi condicin? Una vez ms, de dnde viene todo esto? Soy yo real-mente portador de esa condenacin? Soy un ser perdido, que no puede esperar sino salvacin? Esta insistencia en el pecado y en la culpabilidad, no tiene algo de malsano y de exagerado? Por todo ello, algunos han propuesto una moral, pero una moral sin pecado2.

    Digmoslo claramente y sin rodeos. Es conve-

    niente, tambin en este caso, que sintamos en nuestro interior cierta resistencia ante la idea de la salvacin. Pudiera ser que la existencia de la cues-tin y de la sospecha se debiera al hecho de que la salvacin y el pecado estn ntimamente vincula-dos. Pero no est dicho ni escrito que en la idea de salvacin se trate esencial, nica, ni si-quiera prin-cipalmente, del pecado. No se habr moralizado de forma extrema, a lo largo de la historia,, la cuestin de la salvacin, siendo as que se trata de algo mu-cho ms vasto, que podra ser denominado como una cuestin de destino? Vale la pena estudiar de nuevo la nocin de salvacin para ver justo enton-ces que este anlisis se parece mucho a una feno-menologa.

    En la conciencia profunda y anterior, a toda

    conceptualizacin, la salvacin no es en primer lu-gar, una realidad negativa, un salvar de (una co-sa). Es ante todo una idea positiva muy bien reco-gida en palabras como salvus (fuerte, sano, slido, preservado) y salvare (hacer fuerte, guardar, con-servar). Salvar es llevar a una persona hasta el fon-do de s misma, permitir que se realice, hacer que encuentre su destino. Se trata pues de una aspira-cin unnime de los seres humanos. Todos tende-mos a ello, como algo que da sentido a nuestra vida. Todo hombre, as como toda sociedad humana, in-tenta realizarse y suea con ello, como con un bien que afecta a lo ms hondo de su ser y de sus aspi-raciones. El hombre, a quien se ha podido definir por otro lado como un ser inacabado, siente el de-seo de algo ms y mejor. As pues, la idea de salva-cin expresa esencialmente y en primer lugar, antes de que se hable de pecado o de falta, la nocin de cumplimiento. Se trata, por tanto, de una idea to-talmente positiva y que el Nuevo Testamento recoge en trminos religiosos (salvacin), haciendo preci-

    samente de ella una finalidad del creyente. El telos, el trmino y l final de nuestro ser es la vida (cf. Rm, 22); estamos llamados a esa vida como a nues-tro destino (1Cor 1,8; 15,24; Heb 6,11); la salvacin es telos tes pisteos; trmino y destino de la fe (cf. 1Pe 1,9), que hay que llevar hasta su plenitud (cf. Ap 2,26), para cumplir l designio para el que uno ha sido creado.

    Como vemos, se trata de una aspiracin que hay

    que descifrar independientemente de toda idea ne-gativa de falta o de cada. De un sentimiento que es de hecho mucho ms global, que implica tanto al corazn como a la inteligencia; al cuerpo y a la ac-cin. De una aspiracin que nos impregna corno un soplo y un aliento de vida: llegar al fondo de uno mismo, de sus propias posibilidades y dificultades, llegar a realizarse, a alcanzar esa profunda satisfac-cin y esa dicha de haber vivido una vida con senti-do, de no haber pasado al lado de nuestra vida y de nuestro ser, de haber conseguido esa profunda di-cha de una vida lograda y cumplida: [A pesar de los obstculos], el hombre llega a la salvacin; ha so-ado hasta el fondo uno de los grandes sueos. Esa era su tarea, Transformacin de la vida en profeca. Trayectoria tensa que ha alcanzado su objetivo3. Deseo; propensin, espera, que constituyen casi la definicin del hombre: un ser tenso hacia-, un Sein zu-, cuyas aspiraciones se cumplen en la lla-mada cristiana: Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud (Jn 10,10). No se habla an de pecado. La salvacin es conducir nuestra vida como cumplimiento de noso-tros mismas y de todas las cosas dentro de las fina-lidades que nos definen. En cuanto referida a Dios, la salvacin es, el gozo que acompaa a la idea de uno mismo4.

    No obstante y es aqu solamente donde asoma,

    pero en el fondo de forma secundaria, un aspecto negativo, el hombre tiene que pasar por la expe-riencia de no pocos obstculos y dificultades n este camino de cumplimiento de s mimo. Es aqu en-tonces pero slo aqu, y basndose siempre en el primer sentido positivo, donde puede empezar a comprenderse tambin la salvacin en trminos ne-gativos de salvar de. Es aqu pero se trata slo de un aspecto donde la palabra salvacin reviste esa connotacin que se le asocia habitualmente, pero, que no es la primera. La salvacin asume el aspecto de salvacin como liberacin, de una salvacin de los obstculos, porque hay obstculos en el camino de la salvacin-cumplimiento, En ese momento es cuando el hombre busca ser liberado de lo que constituye un obstculo para su realizacin. Visto de esta manera es como este sentido de la salvacin encuentra su sitio y alcanza toda su verdad y su justo valor. Porque, a quin no le gustara, si ha tenido que experimentarlos, vencer los obstculos y

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    verse libre de tropiezos? Por consiguiente, este as-pecto de la salvacin es esencial. Pero, aunque sea esencial, no deja de ser restringido y secundario respecto a la idea primera y ms amplia de la salva-cin como un cumplimiento positivo, como una ple-nitud.

    Es una pena, realmente lamentable, que en la

    conciencia comn de la gente no se haya retenido casi nada ms que este aspecto de las cosas, que se haya confundido e identificado prcticamente la no-cin de salvacin con lo que era slo un aspecto de la misma. De ah y podemos comprenderlo mejor ahora el nacimiento de ese malestar, que seal-bamos al comienzo de estas pginas, de una rela-cin estrecha y exclusiva entre la idea de salvacin y la idea de pecado, que acaba enturbiando la idea que pudiramos tener de nosotros mismos, al ver-nos ante todo como seres condenados en su mismo ser por una oscura maldicin.

    Pues bien, la salvacin no consiste en ver he li-

    berado de uno mismo, como si arrastrsemos una naturaleza mala y de suyo sospechosa (concepcin gnstica de la salvacin). Yo no tengo por qu libe-rarme de m, sino de lo que me impide ser lo que soy. As pues, lejos de basarse en un desprecio o en una desconfianza a propsito del hombre, la idea de salvacin se funda en una idea elevada del ser hu-mano, cuyo destino se ve precisamente en peligro, intentando entonces que l mismo se libere o se vea liberado por otro de lo que constituye un obstculo para que pueda asumir de nuevo y proseguir su destino. Por lo-dems qu sentido tendra una salvacin-de, si no fuera porque se trata de quedar libre para, salvado con vistas a un bien que jus-tifica esa liberacin de sus obstculos.

    Y en ese caso, quin no ve en este aspecto ne-

    gativo de la salvacin, situado en el lugar que le co-rresponde, una reaccin perfectamente sana? Nadie desea el fracaso; el hombre quiere salvar su vida, triunfar en ella, y por eso est dispuesto a hacer frente a todo lo que pueda impedirlo. Desde ese momento, la salvacin de- pertenece al dinamismo de la vida. El que pierda esa sed, que es el alfa y la omega de toda la vida, es justamente el que corre el riesgo de perderse, en el sentido fuerte de esta pa-labra, antnimo de salvarse. El sufrimiento ms profundo viene de que nos separamos de la salva-cin. Los conflictos morales no son ms que snto-mas de esta realidad. Es todo el conjunto del mun-do el que queda en entredicho, ya que tiene a nues-tra salvacin por fundamento5. La idea de salva-cin, que entonces no tiene ya nada que ver con un aadido crispado y ambiguo, se presenta ms bien como constitutiva del hombre. Representa su lucha y su aspiracin a hacer todo lo posible para llegar a

    ser lo que puede y quiere ser, superando los obs-tculos del destino que l se ha dado.

    Pero cules son esos obstculos que el hombre

    encuentra o experimenta en el camino de su cum-plimiento? Seguramente podran citarse muchos. Atendiendo a la historia de la humanidad, creo que podramos reducirlos a tres: el hombre se siente li-mitado en el cumplimiento de s mismo por la muerte, por el mal y por la fatalidad.

    La muerte nos hace experimentar nuestra, fini-

    tud, nuestras limitaciones, la ruptura irremediable que, como sabemos, va a marcar nuestra vida. Sig-nifica, fsica y sensiblemente, la brevedad del tiem-po. Nos recuerda que no llegaremos hasta el final. Es dentro de nosotros ese aguijn (cf. 1Cor 15,55-56) que nos desafa y que parece incluso reducir de antemano a la nada nuestros. anhelos de plenitud. En las imgenes que de ella se hacen los hombres, la muerte se representa tradicionalmente como la Enemiga (1Cor 15,26)6.

    El mal, bien sea el sufrimiento o el dao que nos

    toca padecer (el fracaso, la desgracia, el mal sufrido por los inocentes o el inmerecido), o bien el mal querido, el que nosotros cometemos y del que son responsables y hasta culpables (la injusticia, la fal-ta, el pecado) se presenta tambin como algo que pone obstculos a nuestra voluntad ms profunda de lograr nuestra realizacin como personas. Lo ex-pres Pablo con trminos inolvidables e indiscuti-bles para todos, espritus religiosos o no religiosos: No acabo de comprender mi conducta, pues no ha-go lo que quiero sino lo que aborrezco (Rom 7,15).

    Y por ltimo, la fatalidad, es decir, esa ausencia

    tan frecuente y clamorosa de libertad; todas esas constricciones (biolgicas, histricas, existenciales), todas esas impotencias de todo tipo que estn en continua contradiccin con mis anhelos y esfuerzos. Como si interviniera all (el Destino) una fuerza coactiva o unos hechos imparables que me impidie-ran llegar a m mismo7.

    Todo eso es lo que nos hostiga como otros tantos

    impedimentos y asechanzas: ese triple mundo de la finitud, de la culpa y de la fatalidad. Pero esto mis-mo es lo que nos facilita considerar la salvacin como salvar de-, lo que nos permite comprenderla en su lugar exacto. Lo que ahora descubrimos es que la idea de la salvacin como salvarse de- que, como ya hemos visto, no integraba todo lo que es salvacin no se identifica pura y simplemente con la cuestin del pecado, en contra de lo que espon-tnea y corrientemente se piensa. Es verdad que el pecado no es uno ms entre los obstculos, pero a la vez no es ms que uno, y no el nico. La cuestin de la salvacin, incluso en su aspecto negativo, no

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    se reduce al universo del pecado y de la falta. Los obstculos a la salvacin se encuentran en todo lo que impide al hombre acceder a lo que l puede lle-gar a ser. El panorama cristiano de la salvacin, in-cluso como simple salvarse de- es, por tanto, mu-cho ms amplio de lo que podra parecer; afecta a todo lo que hace fracasar el cumplimiento del hom-bre; no se limita al pecado. Volvamos ahora a los otros dos obstculos, para ver en ellos ms am-pliamente y sin obsesionarnos por una sola dimen-sin qu es lo que significa la salvacin8.

    En primer lugar est la muerte. Es verdad que la

    ciencia, la filosofa y la sensibilidad del hombre de hoy no nos la presentan con todos los excesos de antao. Sabemos que la muerte es natural y que la finitud es una condicin de nuestro ser que nos establece en nosotros mismos9. Y sin embargo, aunque esto es verdad, no logra convencernos de que la muerte sea sin ms ni ms un bien. La muerte nos asusta, ya que nos golpea en la preca-riedad de nuestro ser. El que todos busquemos c-mo escaparnos de ella o al menos retrasarla, es un elocuente testimonio de esta visin de la muerte como una realidad que no nos gusta. Al recordarnos incesantemente nuestra finitud, la perspectiva de la muerte nos permite ciertamente dar a nuestra vida un encuadramiento histrico, que no le daramos si viviramos en la ilusin del infinito. Pero tambin nos dice que no podremos nunca alcanzar todas las cosas bellas de este mundo y que nos tocar fraca-sar en muchos de los deseos que nos hemos formu-lado.

    Puesto que el cristianismo habla de salvacin,

    cmo nos veremos libres de este obstculo de la muerte? La solucin es misteriosa volveremos a hablar de ello ms detenidamente10, quizs la mas misteriosa de todas Pero sabemos que pertenece a la locura ms audaz de la fe, que nos dice que la muerte el ltimo enemigo (1Cor 15,26), ser ven-cida, y que adems nos habla de la, resurreccin. Y ciertamente tambin volveremos. sobre ello11, no se trata en todo esto de adoptar una concepcin vi-talista, en la que quedara abolida la muerte biol-gica. No es en este sentido como nos veremos salva-dos alguna vez de la muerte, sino en el sentido teo-logal, porque la muerte reviste un aspecto que tras-ciende la dimensin meramente fsica.

    En el discurso cristiano de la salvacin se afir-

    ma, por consiguiente, que la muerte no ser ese obstculo absoluto para nuestro cumplimiento Es verdad, el hombre muere, pero y desde una pers-pectiva cultural quizs sea esto lo ms importante que hay en el mensaje cristiano no debe creer que est hecho para la muerte (Sein zum Tode): el hom-bre est hecho para la vida. La muerte, por muy real que sea, no pertenece a la definicin del hombre. El

    hombre muere, pero esto es un hecho, no un dere-cho. La muerte no constituye su finalidad; no per-tenece al designio de su venida a este mundo, a su destino. El hombre no est hecho para la muerte, sino para la vida (Sein zu Leben). No se niega la muerte, pero la muerte no es la ltima realidad que cierra nuestro horizonte. No define al hombre. Este se define y debe definirse de otra manera, por algo ms, por otro designio.

    El segundo obstculo para nuestro cumplimien-

    to es el de la fatalidad. Es, verdad que no vivimos ya la fatalidad de manera tan sensible y tan teorizada filosficamente como se viva en la Antigedad. No-sotros tenemos ms experiencia y un mayor sentido de la libertad humana, amn de una concepcin menos mtica de las fuerzas del cosmos; no creemos ya en una fuerza del Destino tan poderosa que has-ta el mismo Zeus, el dios supremo, estaba sometido a ella. Sin embargo conocemos como los antiguos, y quizs ms vivamente que ellos, los lmites de la li-bertad el peso de la herencia, los diversos determi-nismos, las constricciones culturales, las desgracias planetarias; etc. Vivimos adems todas sus conse-cuencias: los problemas sociales, las enfermedades que no 1ogramos extirpar; las injusticias casi en-dmicas. Sabernos que el campo de esta libertad que tanto apreciamos es, a pesar de todo, muy res-tringido. Nuestra libertad no es tan amplia como quisiramos.

    Por otra parte, por muy sabios que seamos, nos

    ocurre que volvemos una vez ms a los acentos fa-talistas de ciertas pocas que creamos ya pasa-das12. Se multiplican los recursos a ciertas frmulas como estaba escrito, no hay nada que hacer, Dios lo ha querido as, eso tena que pasar, es mi destino, etc.; se recurre a los presagios y a los signos fatalista (astrologa horscopos, etc.). Todo esto supone una conviccin ms o menos confusa de que nuestra suerte est de algn modo determi-nada; resignacin a veces, y con frecuencia, resig-nacin desesperada, ante unas situaciones cada vez ms implacables, en las que no se puede hacer na-da. Hemos llegado a reservar al azar y al juego un lugar en nuestra vida, como si no pudiramos so-portar demasiada libertad, demasiadas opciones, demasiadas decisiones que tomar, y prefiriramos no optar ante los bienes que nos ofrece la libertad.

    Es verdad, por otro lado, que siguen influyendo

    en nosotros ciertos determinismos que no tienen nada de irreales e ilusorios. Que nuestra libertad es limitada lo sabemos, sobre todo por Sartre, pero tambin por los anlisis realizados en el campo de la psicologa (el poder del inconsciente) y de la so-ciologa (la fuerza de los mecanismos estructurales), as como por las investigaciones del estructuralismo y de sus crticas, quizs excesivas, de las pretensio-

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    nes del Sujeto (nos preceden unas estructuras so-ciales, psquicas, etc., que predeterminan a nuestro yo). Todo esto es pura nosotros fuente de humilla-cin, de irritacin y de angustia. Un terreno en el que nuestra sensibilidad se ve tocada en lo ms vi-vo, herida en el elevado sentimiento que nos gusta-ra tener de nuestra grandeza y de nuestro poder.

    La salvacin que nos ofrece el cristianismo, ha

    contribuido aqu o ha tenido la ambicin de contri-buir a superar este segundo obstculo en el camino del cumplimiento? El discurso cristiano sobre la salvacin se presenta en este caso menos claro y menos presente de como ocurra a propsito del pe-cado. y de la muerte. Sin embargo, mirando las co-sas ms de cerca, tambin aqu ocupa un lugar im-portante la idea cristiana de la salvacin.

    Los historiadores de la civilizacin y de las men-

    talidades han sealado que el cristianismo, como ellos dicen, ha desfatalizado la historia13, La anti-gedad pagana viva bajo el signo de-la fatalidad y de la necesidad Aunque Grecia, casi sola por otra parte, haba comenzado el largo, difcil y maravilloso aprendizaje de la libertad (en el terreno poltico y en el moral), vea sin embargo frenado su impulso por una mitologa (el demiurgo limitado por la anank), una potica (la tragedia), una moral de la resigna-cin (estoicismo), una ciencia de los determinismos (las primeras leyes de la astronoma) y un compor-tamiento que era casi una metafsica de la fatalidad (no hay nada nuevo bajo el sol, ley del eterno re-torno, etc.). En Grecia siempre estuvo irremedia-blemente presente la idea de que, por muchos he-rosmos y acciones sublimes que se intentaran rea-lizar (recordemos a la valiente y decidida jovencita Antgona), al final no hay nada que hacer.

    Paradjicamente, fue con su doctrina de la sal-

    vacin y del pecado como el cristianismo logr abrir una brecha en este mundo antiguo. En efecto y han, sido algunos no-creyentes los que han hecho este anlisis, hablar del mal considerndolo peca-do es tratarlo, no ya como un poder que se nos es-capa, sino como una culpa que de alguna manera se nos puede imputar a nosotros, Esto significa, de antemano, que el mal no se escapa (por entero) de la libertad y del dominio del hombre, como si el ser humano fuera impotente o estuviera colgado del destino. Aun cuando, justamente, se ha podido acusar al discurso cristiano de originar una culpa-bilidad excesiva, que tan profundamente ha marca-do a Occidente, no se puede negar al mismo tiempo que ha dado al hombre el sentido de la responsabi-lidad (y por tanto de la libertad) y la pasin por lu-char contra los fatalismos y determinismos que constituyen su grandeza y casi su definicin. La idea de progreso y de mejora, que supone una lucha

    permanente contra la fatalidad, marca con su flecha toda nuestra civilizacin.

    Pues bien, se nos dice que todo esto le debe mu-

    cho a la interpretacin del mal como pecado, es de-cir, justamente como no-fatalidad. Para decirlo con palabras ms sencillas: decirle al hombre que ha pecado es en el fondo decirle lo siguiente: Habras podido no pecar, podras haber obrado de otra ma-nera. Un reproche slo tiene sentido porque signifi-ca: Habras podido evitar esto, tu actuacin po-dra haber sido distinta. Hablar del mal como pe-cado es confesar que el mal depende en gran parte de nosotros y que no es absolutamente imparable. Mejor an de lo contrario no le haramos a nadie ningn reproche, es afirmar: T eres capaz de no pecar, de no actuar de ese modo. En una palabra, la insistencia en la idea de pecado ha hecho que el hombre tome conciencia de que el mal no es en to-dos sus aspectos una fuerza fatal ante la que no hay ms remedio que plegarse, que el mal es algo con lo que debemos acabar, en resumen, que el mal no es algo irremediable14.

    La idea de salvacin ampla esta conciencia y es-

    te comportamiento. En efecto, qu significa en el fondo la idea de salvacin sino que no hay nada irremediable, que no hay nada definitivo? Que todo puede volver a comenzar, que todo puede recupe-rarse, o sea, salvarse. No, t no eres un drogadicto; t no eres un ladrn, como si se tratase de tu natu-raleza o de una situacin irremediable. T has ro-bado o has tomado droga, pero t puedes salir de eso; la situacin no es definitiva. Toda la idea de la salvacin esta aqu, ilustrada por el relato del ma-yor milagro del evangelio, el de la mujer adltera, A esa mujer que era condenada por los dems (algo que no est bien, aunque se trata de algo normal), pero que sobre todo se condenaba a s misma, Je-ss le dice con autoridad que sigue siendo mujer, tan mujer como cualquier otra, que puede levantar-se y recuperar toda su dignidad: Vete! Y, por su-puesto, no peques ms! Pero sbete ante todo que tu destino no se ha detenido por tu pecado, como si se tratara de algo fatal!

    De momento, poco importa saber si la salvacin

    tiene que calificarse como redencin, como justifi-cacin o como santificacin, o si hay que buscar su origen en la pasin, muerte y resurreccin de Cris-to. Lo que significa la idea de la salvacin, a travs de todas estas palabras y de estas teologas, es que precisamente la palabra fatalidad, sobre todo en el terreno psquico, moral, interior y espiritual, es una palabra que no significa casi nada. Aquella tradi-cin que con tanta complacencia vio en los evange-lios la imagen de Cristo inclinndose sobre los hombres y mujeres encadenados y prisioneros en su cuerpo, pero tambin en su alma (aquellos po-

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    sesos, que ya no tienen libertad, que estn aliena-dos), esa tradicin presenta de forma simple y lu-minosa, tierna y compasiva el mensaje de Jess como mensaje de salvacin. Un hombre encadena-do, y sobre todo encadenado por s mismo y por sus demonios interiores, es un hombre profundamente desgraciado, no es ya un hombre libre. Pero Cristo viene a devolverle la fuerza, el derecho y el deber de su libertad, esa libertad precisamente que salva y que libera (cf. Jn 8,32), que da o que devuelve la soltura, interior y exterior, la confianza. en nuestros propios recursos, que nos hace capaces de tomar decisiones creadoras, de trasponer todas las limita-ciones do un destino ciego.

    Ocurre por desgracia, y la historia es elocuente,

    que el cristiano tiene miedo a la libertad. No cabe duda de que todos tenemos que pedir, en una de las plegarias ms cristianas y propiamente salvficas que pueda haber, que nos veamos salvados de ese miedo. Quizs sea sta una de las peticiones ms urgentes: pedir esa salvacin podramos aadirla al Padrenuestro: lbranos del miedo, porque el miedo es sin duda uno de los obstculos mayores que se han colado en el interior del hombre casi podramos ver en l la marca precisa de la figura del Demonio, para impedirle el camino de la confianza en s mismo y del deseo de tomar en sus manos su propio cumplimiento y su destino. Tuve miedo y me escond (Gn 3,10). Aunque despus se nos ha di-cho: Levantaos; no tengis miedo (Mt 17,7; cf. Mt 10, 26.31; 14,27; Mc 5,36; Lc 12,32; etc.), verdade-ro leit motiv del Nuevo Testamento.

    Esta superacin de la fatalidad es lo que consti-

    tua la audacia y el orgullo de los primeros cristia-nos: Estamos por encima de la suerte!, gritaba Ta-ciano a los astrlogos. Y ms tarde, la bsqueda del santo Grial la bsqueda de la salvacin del joven caballero Parsifal no tena que ver, con ese mismo impulso? Como ha escrito brillantemente un co-mentarista moderno de la novela de Christian de Troyes: Quien dice bsqueda, dice voluntad, histo-ria y libertad. El grito de liberacin que supuso en el cristianismo la eliminacin de la fatalidad, fue sustituido por otro grito, el de la salvacin. La ruta (la peregrinacin, la bsqueda) sustituye a la rueda. El destino humano se apoya hertico o no en un lecho sagrado. La vieja alma soadora engendra una vez ms sus smbolos, en los que expresa lo que ella sabe de s misma. Una angustia inherente a la condicin metafsica del ser humano, totalmen-te iluminada por la posibilidad de la redencin15.

    As pues, al no reducir nicamente la salvacin,

    como se cree espontneamente, a la salvacin del pecado, sino al considerarla tambin como una de-nuncia del mito de la fatalidad y como una supera-cin de la muerte, el cristianismo muestra que la

    salvacin es algo muy distinto de una cuestin de simple mora!, que se concibe y se piensa a s mismo como una buena nueva que afecta al destino del hombre. No solamente la salvacin es, en el primer sentido de la palabra, totalmente positiva (cumpli-miento del hombre), sino que, como en su segundo sentido (como salvacin de-), no se reduce a la cuestin del pecado (que, por otra parte, y como ve-remos ms adelante, tampoco se limita a una cues-tin de tica o de moral, sino de destino).

    2. SALVADOS, PERO POR QUIN? Supongamos que la primera cuestin (salvados,

    pero de qu?) ha quedado suficientemente aclara-da y hasta aceptada. Se reconoce que, al margen de cmo sea entendido, el hombre tiene que ser salva-do de los obstculos que se cruzan en su camino hacia el cumplimiento de s mismo, que es en lo que consiste positivamente la salvacin. Inmediatamen-te surge una nueva cuestin: por qu los cristianos atribuyen esa salvacin a Jesucristo? De dnde sacis vosotros se nos pregunta que esa salva-cin, cuya oportunidad y conveniencia acabamos de admitir en principio, ha sido realizada y se alcanza a travs de la persona y la obra de Jess? Por qu y en qu Cristo es el Salvador, esperado por los hombres y enviado por Dios, que responde precisa-mente a las necesidades o al deseo de salvacin que acabamos de reconocer?

    Y si esta cuestin de falta de evidencia adquiere

    el tono de una sospecha, se referir al carcter exorbitante de esa pretensin del cristianismo de creer que l tiene la clave de la salvacin16.La sos-pecha no se refiere a la persona de Jess, que es respetada por todos, sino a esa reivindicacin cris-tiana de ver en l al autor de la salvacin de Dios. Se preguntar: Se vio alguna vez Jess a s mismo como Salvador? Por qu razones y en qu funda-mentos se basan los cristianos para afirmar que la salvacin viene de Jesucristo?

    Ms all de este aspecto cristolgico de la cues-

    tin, la sospecha encuentra motivos ms serios donde fundarse. Critica la idea misma de tener que recurrir a Dios. Por eso, es en este nivel ms pro-fundo en el que nos gustara tratar ahora esta cues-tin, que aparece por otro lado, como un prembulo sobre la interrogacin que supone entender a Cristo como salvador17.

    El hombre de hoy se halla ante una seria obje-

    cin. La idea de ser salvado, es decir, de tener que realizarse y transcenderse, es totalmente digna de respeto, pero no el hecho de tener que debrselo a otro. El hombre quiere sin duda realizarse, pero por s mismo. No se descubre ni se comprende ms que

  • TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION 7

    en la afirmacin de su autonoma, nica definicin de la dignidad y del sentido de su ser. Pero recibir de otro su cumplimiento que es precisamente lo que connota la idea de salvacin es algo que choca con lo ms profundo de su ser y que provoca su re-pulsa.

    Esta rebelin aumenta ms an cuando, al ha-

    blar as de la salvacin, se evoca a Dios. Hoy hay muchos hombres que rechazan a Dios, no tanto por el hecho de estar o no probada su existencia, sino por se considera que su idea es funesta para el hombre. En esas condiciones, cmo asociar con l la idea de la salvacin? La idea de Dios sera funes-ta para el hombre precisamente porque le impide hacerse l mismo por s mismo, asumir su vida y su destino. Se reconoce aqu el pensamiento de Feuer-bach, de Merleau-Ponty, de Sartre. Este ltimo de-ca que, aun cuando se le convenciera de la existen-cia de Dios, no lo aceptara, y lo rechazara porque, al encontrarse entonces la existencia del hombre precedida por una esencia, no podra ser ya ese ser problemtico, es decir, ese ser que se determina a s mismo por s mismo (auto-noma), algo imposible si la respuesta est ya dada (por Dios); ni podra comprenderse como un ser histrico, es decir, co-mo alguien que asume personalmente el peso y la definicin de su historia. En una palabra, del sim-ple atesmo, que negaba sin ms la existencia de Dios, se ha pasado a un antitesmo, que niega el va-lor de la idea de Dios, de la que hay que desemba-razarse para que el hambre pueda ser l mismo.

    Esto es lo que el hombre contemporneo ha ex-

    presado al hablar de la muerte de Dios, llegando a veces incluso a hacer de esta muerte objeto de su filosofa y hasta de su misma teologa. Se trata de acabar deliberadamente con la idea de Dios, para que el hombre pueda finalmente inventarse a s mismo. Que muera Dios para que viva el hombre: as podra resumirse el argumento de este rechazo de Dios que, en definitiva, no es tanto una protesta contra Dios como una manifestacin en favor del hombre. Por esta razn suele hablarse de huma-nismo en sentido estricto18, de un humanismo ateo: no existe ms que el hombre; l es su propio sol (Feuerbach) y no puede venirle ninguna salva-cin ms que de l mismo. El hombre no puede pues soportar a Dios o la idea de Dios.

    Por qu? Precisamente porque toda idea de que

    es posible recurrir a otro distinto de l, sobre todo si se trata de Dios, parece una confesin de debilidad y de impotencia, una confesin totalmente injustifi-cada. Y es sobre todo una alienacin, ya que si no soy yo por m mismo, me veo desposedo de mi ser. Si Dios es el Absoluto, no habr que decir con Merleau-Ponty que la conciencia moral (el hombre) ni era en el contacto con lo absoluto? Que si la

    perfeccin ya existe, entonces todo est dicho y, li-teralmente, ya no hay otra cosa quehacer sino re-presentar e! papel que se nos dicta? El hombre no tendra ya el derecho, ms an, ni siquiera la posi-bilidad de inventar y de inventarse. No puede haber una relacin entre Dios y el hombre que no sea des-tructora de este ltimo.

    En la hiptesis de una salvacin por Dios, es

    precisamente esta cuestin de la relacin entre Dios y el hombre la que se plantea. Durante siglos, esta relacin se ha vivido como evidentemente favorable para el hombre. Miseria del hombre sin Dios, gran-deza del hombre con Dios (Pascal). Hoy, para mu-chos hombres, Dios se ha convertido en objeto de sospecha y bien podra darse la vuelta a la frase de Pascal: grandeza del hombre sin Dios, miseria del hombre con Dios. Esta heteronoma frente a m en este caso, esta teonoma, no me resulta fatal? El hombre tiene miedo de perder su ser y su identidad al creer en Dios, sobre todo en un Dios del que tu-viera necesidad para ser. Mi existencia se ve ame-nazada por una esencia amenazadora. Tengo que defenderme contra esa intrusin que me desarraiga de m mismo.

    Se comprende fcilmente esta objecin, que por

    otra parte nos afecta a todos, Pero conviene ver las cosas ms de perca y preguntarse si no habr en todo esto un malentendido que tiene que ver con el desconocimiento de la importancia de la alteridad. El hombre no es un ser que pueda prescindir de los dems. Es un ser que muere, podramos decir, en el contacto con su soledad. Encerrado en s mismo, pierde su ser. Es un error creer que puede cons-truirse l solo y que el otro constituye necesaria-mente (puede constituirlo a veces) una agresin. La alteridad, se nos dice hoy las filosofas contempo-rneas podran caracterizarse como filosofas de la alteridad (Ricoeur, Levinas, Julia Kristeva), es un factor constitutivo de la identidad. El otro es preci-samente aquel que, por su misma alteridad, me llama, me convoca, me hace salir de mi propio en-cierro y de esta manera me permite acceder a m mismo. El otro se convierte entonces para m en gracia y salvacin. Estas filosofas de la alteridad podran muy bien recibir el nombre de filosofas de la autonoma por la gracia del otro.

    El error o la ignorancia de las filosofas existen-

    ciales consisti quizs, no ya en haber protestado en favor de la autonoma era menester que lo hi-cieran, sino en haber pensado que sta se conquis-ta, como crey Prometeo, desde la soledad y el re-chazo. Se puede hablar en este punto, a propsito del existencialismo, de un error epistemolgico y antropolgico, que condujo por otro lado a concluir y esto es verdaderamente revelador que el hombre es una pasin intil y una libertad para nada.

  • 8 TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION

    Por eso ha sido criticado desde entonces lo que se ha llamado el a-cosmismo del pensamiento exis-tencialista, por su tendencia a pensar en el hombre por l mismo, ignorando cualquier otra realidad, como si el hombre slo estuviera suspendido de s mismo. Se puede hablar de una ignorancia de la al-teridad, ignorancia que conduce al sujeto lejos de s mismo. El existencialismo, filosofa del sujeto y de la existencia, se ha enfrentado, y ste es uno de sus inmensos mritos, contra las filosofas del objeto y de la esencia que arruinaban al hombre. Pero ha ido demasiado lejos en su manera de comprender los caminos y la naturaleza, de esta autonoma. Al exis-tencialismo se le puede comprender si se le sita en la euforia de los aos de la postguerra (los caminos de la libertad); pero es tan evidente que la inma-nencia sea la gracia suprema?19. No lo creemos. La alteridad, la exterioridad (la frase es de Levinas) no es una amenaza. Alteridad (alter, el otro) no es si-nnimo de alienacin (alienus, enemigo, intruso).

    Prevenidos de este modo, quizs tengamos la po-

    sibilidad de considerar de otra manera esa alteridad que es Dios. No es una equivocacin, al menos a priori, considerar que la presencia de Dios, de ese otro-del-hombre, constituye de suyo un obstculo para su autonoma y para su salvacin? El hombre no se construye en la tautologa: Narciso tuvo que aprenderlo en sus carnes. No fue esa misma la idea de la serpiente? Hacer que Adn y Eva creye-ran que la autonoma se conquista rechazando la Alteridad. Por eso se perdieron. Seris como dioses es decir, os toca a vosotros conquistaros solos, con-vertiros en dioses (realizaros) sin Dios. Sin embargo, algo as como Narciso, que encontr la muerte en el rechazo del otro, descubrieron los primeros padres en aquella desnudez que caus el alejamiento entre ellos.

    Ciertamente, ante esta necesidad de la alteridad

    que hoy ha recuperado el pensamiento filosfico, puede afirmarse que el hombre tiene que ser dos, como dice precisamente el Gnesis; tiene que for-mar una comunidad con su semejante y de este modo es como encontrar los caminos de su ser, de su ser salvado de la perdicin que representa la so-ledad y la inmanencia. No se trata de negar lo que constituye la hermosa aventura del hombre, llama-do a la fraternidad y al intercambio. Existimos (ek-sistere, salir de la nada y del anonimato), porque hemos sido llamados por otro. Ms an, yo no estoy seguro de ser amado por alguien ms que si all hay otro para decrmelo y para revelarme a m mismo. El ser humano es un ser que se despierta a s mis-mo cuando se le habla. Por consiguiente, tiene que ser dos.

    Sin embargo lo decimos sin querer molestar a

    nadie es verdad que esto basta? Tenemos que po-

    ner mucha atencin en este punto. Se basta real-mente el hombre a s mismo, es decir, no habr que poner en plural en algunas ocasiones la famosa in-dicacin del Gnesis y hacer una confesin del mismo tono: No es bueno que los hombres estn solos? No es bueno que, enfrentados slo con su alteridad comn, interhumana, pero una vez ms inmanente, acaben sumergindose de esta forma en ellos mismos. El hombre es un ser que siempre ha ido a llamar a la puerta de los dioses para com-prenderse y para buscar un poco de luz que le reve-le su misterio, un misterio que no lograba com-prender nicamente compartiendo el destino co-mn. Como si tuviera la oscura sensacin de que necesitaba un Dios que le atestiguara lo que era y una transcendencia que lo salvara de una reclusin en s mismo. Lo deca ya Homero: El hombre ha nacido en las rodillas de los dioses.

    Por qu vamos a dejar esta verdad solamente

    para el paganismo? La alteridad, cuando lleva el nombre de Dios, no podra considerarse tambin saludable? Pero dejmonos llevar por la tautologa. Es un filsofo, defensor cmo el que ms de la tica interhumana, E. Levinas, el que nos pone aqu en guardia contra un repliegue en nuestra inmanencia, que nos conducira a la negacin de la alteridad transcendente y que sera una prdida antropolgi-ca: Es probablemente el desconocimiento de la ori-ginalidad irreductible de la alteridad y de la trans-cendencia, una interpretacin puramente negativa de la proximidad tica, el empeo obstinado de de-cirlos en trminos de inmanencia, lo que hace que la idea del infinito pueda entenderse como el te-rreno de la incertidumbre de una humanidad preo-cupada de si misma, incapaz de abrazar el infini-to20.

    As pues, es tan seguro que el hombre tiene que

    morir en el contacto con lo absoluto, en presencia de lo infinito? No se conquistar quizs el hombre en su contacto con lo absoluto y lo infinito? Aqu es donde se perfila la idea de Dios, del Tercero-Transcendente, ms grande que nosotros (ms grande que nuestra conciencia: 1Jn 3,20), y por eso mismo alteridad que nos salva. La tristeza es el paso que da el hombre de una mayor perfeccin a otra menor (Spinoza). La idea de salvacin, incluso de salvacin infinita, adquiere aqu todo su sentido. El hombre ha comprendido que estaba de pie ante el infinito21.

    Lo sabemos ya por la experiencia simplemente

    humana. Cuanto mayor es el otro, en el sentido fuerte y verdadero de la palabra, ms engrandecidos nos sentimos en nuestro contacto con l. La autori-dad en sentido de auctoritas) es precisamente, seamos o no conscientes de ello, el comportamiento de ese otro que me aumenta (augere), que me ele-

  • TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION 9

    va (e-levare), que me hace subir cada vez ms alto, que me educa (e-ducere), que me engrandece. De aquel que, cuanto ms grande es (augustus, el que me hace crecer), mejor me conduce de la mano por el camino de mi identidad: La presencia del ms grande puede convertirse incluso en la posibilidad del ejercicio de mi ser que, gracias a la fuerza de es-ta presencia, se siente autorizado (auctoritas, au-gere), lejos de todos sus temores y desconfianzas. Nunca es nadie ms grande que cuando se mide con alguien mayor que l. Esto es lo que quiere sig-nificar el simbolismo del combate de Jacob con el ngel.

    Y sta es precisamente la cuestin del Tercero-

    Transcendente que aqu est en discusin. El Terce-ro-Transcendente no es aquel que engloba y aplasta (como en la lgica del tercero excluido, y hasta ex-cluyente), sino precisamente el que hace transcen-der. Entendamos bien esta palabra, recurriendo a su origen latino: transcendente (participio activo) es no slo el que transciende por s mismo y para s, sino tambin el que hace transcender, el que me hace subir, traspasar, transgredir (trans-gredi, su-perar, ir ms all, atravesar, transcender) el estado en que me encuentro para ir ms all, para alcan-zar algo superior. Si se hubiera negado a medirse con el ngel, Jacob habra faltado a su grandeza y en ese acto de rendicin habra perdido la posibili-dad de alcanzar su identidad suprema. Sin embar-go, l fe justamente definido por su grandeza, por-que se midi con Dios (cf. Gn 32,29). Si es impo-sible medirse con el inconmensurable, entonces el hombre no ha justificado para riada su existen-cia22.

    En la idea de una grandeza que nos supera, por-

    que nos hace superarnos a nosotros mismos, se es-conde el germen de una altsima concepcin del hombre. Ese coram Deo, ese delante-de-Dios, no ser eso que parece ser escribe Julia Kristeva una exigencia psquica e histrica de la poca, pero que nos falta a nosotros? Y aade precisando esta idea: Estamos llamados a dar inspiraciones a nues-tros Moiss que no creen ya en Yahv23.

    El hecho de que no podamos bastarnos a noso-

    tros mismos (en el plano individual, porque necesi-tamos del otro para no sumergirnos en nosotros mismos; y en el plano colectivo, porque precisamos salir de eso que podra ser algo as corno un, encie-rro en lo idntico, y nos es preciso encontrar algo que nos haga crecer a todos), es lo que hoy no debe-ramos tener ningn reparo en afirmar que es la fuente de nuestra salvacin. No se trata ni siquiera podemos plantearnos esa hiptesis de denigrar a la comunidad humana y de echarle en cara sus insu-ficiencias. Pero hemos de ser leales y reconocer que esa comunidad es complicada y que a veces nos de-

    cepciona. Por lo dems, se trata ms bien de captar y percibir en el corazn de ella misma, incluso cuando se siente satisfecha y hasta ahta, la llama-da o la presencia, la revelacin o el reconocimiento de una luz o de una llama que le viene de otra par-te, de arriba, desvelando una exigencia secreta en el fondo de su ser. Estabas t, y yo, y ese nosotros que no era exactamente yo ms t, y que estaba a punto de nacer, hasta superarnos a los dos y con-tenemos dentro de s24.

    Este es sin duda el secreto profundo del hombre,

    el que est encerrado desde siempre en el nombre salvfico de Dios: Aquel que es precisamente el Otro de los hombres (lo mismo que cada uno es el Otro de otro hombre), esa Alteridad, ese Otro que nos permite descubrirnos a nosotros mismos, y no slo individualmente, sino tambin en comunin frater-na. Lo mismo que el otro me salva de mi soldad conmigo mismo, el Otro-de-los-hombres (es casi la definicin de Dios) nos salva de nuestra semejanza comn, en donde no seramos ms que incesantes espejos de nosotros mismos, unos Narcisos clni-cos: Una multitud innumerable de hombres seme-jantes e iguales que giran continuamente alrededor de s mismos (Tocqueville). Dios, el otro, es exac-tamente lo que yo no soy, pero tambin lo que l otro no es suficientemente para m. As pues, Dios es para m, como para el otro, esa alteridad que no permite que cualquiera de nosotros se pierda en ese nosotros mismos, plural o singular. Quizs sea eso precisamente la salvacin; quizs no tenga otro nombre. El rostro de Aquel que es nuestro Otro, el Otro de todos, se perfila ahora ante nuestra vista, no ya para sacudirnos y amenazarnos, sino para hacer que su aliento, que empez a soplar desde el comienzo del mundo, se mezcle con el nuestro y lo reavive. Nuestro pensamiento se empea en espe-rar que los momentos de dicha de que a veces dis-frutamos, entre los dos, no son ms que el anuncio la promesa quizs de una felicidad menos fugiti-va. As lo confirman ciertos signos sin significado, ciertas metforas indescifrables. Su mismo vaco nos brinda la idea de una plenitud. Su nombre des-de entonces es transcendencia25.El hombre es un ser visitado.

    Desde distintos puntos de nuestra actualidad,

    como han comprobado los ejemplos que hemos aportado, el hombre est reclamando sobre todo fuera del circulo cristiano una transcendencia. No cabe duda de que la fe tiene que escuchar al mun-do, pero tambin sucede en ocasiones, cada vez ms, que el mundo escucha a la fe y se interroga con inters por lo que ella puede decirle sobre la salvacin del hombre26. No est dicho, como si se tratara de una evidencia, que el hombre aspire slo a ser lo que es. Lo ha escrito el mismo Sartre: El existencialismo no tomara nunca al hombre como

  • 10 TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION

    fin. No hemos de creer que haya una humanidad a la que tengamos que rendir culto. El culto a la hu-manidad desemboca en el humanismo cerrado so-bre s mismo de Augusto Comte27.

    Ciertamente, como cristianos, hemos hecho muy

    bien, en aprender, en estos tiempos que son los nuestros, a no desertar de los caminos de la tierra, como quizs en otros tiempos tendamos a hacer. Pero puede ser que los hayamos recorrido tantas veces que nos hemos olvidado del otro camino. En este sentido, quizs sea hora de que nos acordemos de que somos cristianos y de que, descubriendo que el mundo vuelve a llamar a Dios, al infinito o a la transcendencia, encontremos nosotros mismos, a ese Dios y volvamos a hablar de l a quien nos lo pida. El hombre no encuentra su yo ms que atra-yendo hacia s al infinito del ser, ensanchando su ser hasta el infinito (Giordano Bruno). Constata-mos de nuevo que ha desaparecido el malentendido de un Dios que constituye una amenaza par el hombre. Se nos, ha confiado la suerte de Dios (Nabert). En esta frase vemos una vez ms que al-guien se atreve a proponer que Dios viva para que el hombre viva. La grandeza de! hombre puede haber radicado en haberse medido con Dios y hasta en haberlo rechazado creyendo ver en ella su propia muerte, pero desde luego su grandeza no ha estado en no saberlo encontrar antes o en que nunca se le haya hablado de l. Extrao silencio a veces el de los cristianos!

    As pues, es preciso que no nos engaemos ya

    sobre Dios, sobre lo que l es. Porque, de lo contra-rio, correramos el riesgo de dar la razn a los que protestaban contra Dios en favor del hombre. Si Dios es ese Absoluto (ab-solutus) desligado de noso-tros, perdido en medio de sus inmensidades y de sus poderes, entonces ese Dios oscurece nuestra grandeza y nos quema con su incandescencia. Ten-dramos razn de ser ateos de ese Dios, que no exis-te. Pero si Dios es el que Pablo ha definido curiosa-mente como el Dios de la knosis, del vaciamiento, del anonadamiento; si es el Dios que, a diferencia del dios de Prometeo, no se aferra a lo que tiene como si fuera una presa (cf. Flp 2, 6) cuando se tra-ta de acercarse al hombre, ese Dios tiene una indis-cutible grandeza, con la que dice s a nuestra exis-tencia y nos da la confianza suficiente para que tambin nosotros nos digamos s a nosotros mis-mos. Por consiguiente, puede ser que la salvacin nos venga de otro y que Nietzsche se equivocara al pensar que el hombre tiene que esperar de s mismo la salvacin que en otros tiempos esperaba de otro.

    Puesto que nos mueve una respiracin mayor

    que la nuestra, deca Proclo, nos sentimos autori-zados a no tener que construir sin cesar nuestra propia estatua. Y eso precisamente porque toda au-

    tonoma comienza vindose provocada por una alte-ridad, porque todo comienzo supone una inaugura-cin. Si Dios es el Dios de la gratuidad y del don, de la vida y de la sobreabundancia (cf. Jn 10,10; 1Tim 1,14), no es justo pensar que su afirmacin vaya en perjuicio de nuestra grandeza. Incluso podra suce-der que el hombre que rechazase esa salvacin que le viene de Dios, por ver en ella un insoportable re-curso a otro distinto para construirse y salvar su propio ser, acabase siendo un error objetivo, aun-que mantuviese el derecho de responder personal-mente de otra manera tal como se lo permite la li-bertad que se le ha concedido.

    Ese hombre del que hablbamos al comienzo de

    estas lneas, que acepta la idea de una salvacin, pero niega la mediacin de otro, se preguntaba es-pecialmente por la increble pretensin cristiana de que Cristo sea esa mediacin de una alteridad que salva28. Aqu hemos querido sobre todo sentar los fundamentos mismos del derecho a afirmar una al-teridad transcendente, que se presenta al hombre como salvacin. Y de esta manera vemos ya lo que puede muy bien llamarse el genio de la intuicin cristiana, cuando dice al hombre que tiene que ha-cerse cargo de su destino, pero que al mismo tiempo le recuerda que no est perdido en la tautologa, en el desierto de toda orientacin y de toda referencia. Y que Cristo, que se denomina tambin el Verbo de Dios, es quizs y precisamente por ello el que ha in-troducido la gloria de Dios entre nosotros. Lo mismo que algn da el Espritu Santo introducir nuestra gloria en Dios.

    El comienzo, escribe Platn, es [como] un dios

    que, mientras reside entre los hombres, salva todas las cosas (Leyes VI, 775e). Texto extrao ste, ya que en l encontramos casi al pie de la letra el pr-logo de nuestro evangelio (Jn 1,1-18). Dios salva, en su Verbo, porque ste ha puesto su morada entre los hombres; y esto porque se encuentra en su propia casa (in propria venit); y desde siempre, al principio. La tierra est impregnada de una gloria (cf. Jn 1,14), es decir, de un ofrecimiento de salva-cin que la conduce a ella misma y a su cumpli-miento. Cristbal Coln, altivo y solitario en medio del Atlntico encrespado, mandaba que se le leyera el prlogo de san Juan. Y la tempestad desencade-nada escuchaba al Logos, lo mismo que el Ocano primordial al ser visitado por el Soplo de Dios y el lago de Galilea cuando fue amonestado por su Se-or que ordenaba cesar al viento.

    3. SALVADOS, PERO PARA QU? Supongamos ahora que, al final del examen de

    estas dos primeras cuestiones no evidentes, se ad-mite que hemos de ser salvados (1) y que en esa

  • TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION 11

    salvacin no hay por qu tener miedo de la alteridad de un Dios (2). Inmediatamente surge una tercera cuestin: Qu aporta en el fondo esta salvacin cristiana? Es decir, en qu consiste? cul es su contenido? Qu es en el fondo la salvacin?

    La cuestin, tanto en este caso como en los otros

    dos, puede convertirse en una sospecha cuando se cree ver en los cristianos una oscilacin entre dos polos representados por aquellos que ven la salva-cin en unos bienes del ms all (inmortalidad, eternidad, reino de Dios en el cielo, etc.)29 y quienes la ven en un cumplimiento en este mundo (libera-cin, justicia, reino de Dios en la tierra, etc.)30. Vuestra deliberacin y vuestra vacilacin en este punto, podran decirnos, no denota en definitiva una profunda ignorancia, en todo caso una incohe-rencia, que se debe justamente a que vuestra afir-macin sobre la salvacin es totalmente gratuita, una invencin sin verificacin alguna? No ser esto el resultado de esa angustia, de ese miedo y de esa culpabilidad difusas que parecen acompaar siem-pre a la conciencia cristiana?

    Qu nos ofrecis entonces como buena nueva

    para el hombre? Nos salva de unos obstculos, co-mo hemos visto, pero con vistas a qu? Qu apor-ta la salvacin a nuestro destino? Porque se trata precisamente de eso, de lo fundamental que hay de-trs de la palabra salvacin. Esta palabra evoca la suerte misma del hombre, su lugar en el universo, el significado y, el logro (o el fracaso) de su existen-cia. Esta palabra tiene algo de existencial, que transciende las meras cuestiones de conocimiento, de tica o de sentido. Semejante afirmacin con-cierne al destino del hombre y se comprende perfec-tamente que se quiera ver claro qu se esconde en esta pretensin cristiana. Salvados, pero para qu?

    Para situar la cuestin de la salvacin a la altura

    de un interrogante sobre el destino, Kant puede iluminarnos y permitirnos superar la formulacin puramente cristiana, ayudndonos as a ver en ella una cuestin de todo ser humano. Hay tres grandes cuestiones, dice Kant, que penetran al hombre y lo constituyen: Qu puedo saber? Es el terreno de la ciencia, de la sabidura, del saber. Qu tengo que hacer? Es el terreno de la moral, de la accin, de la vida en sociedad Qu me est permitido esperar? Es el terreno de las religiones, de las finalidades, de las cuestiones sobre el destino del hombre.

    Esta tercera cuestin que es la que aqu nos in-

    teresa afecta al hombre en sus aspiraciones ms profundas, aunque sean a veces las menos visibles. Est marcado por ella en su ser ms profundo, ms definitivo y decisivo. Al hombre no le basta saber (primera cuestin de Kant), ni le basta obrar (se-gunda cuestin); necesita conocer el sentido, el sig-

    nificado ltimo de lo que sabe y de lo que hace, te-ner ante s una esperanza, una ruta, una finalidad que imprima una direccin y una orientacin a todo lo que emprende.

    El hombre se pregunta en el fondo qu es lo que

    se le concede y lo que se le exige que sea. Por enci-ma de lo cotidiano y de lo inmediato no le bastan las finalidades demasiado bruscas o demasiado cor-tas, se interroga por esa aspiracin secreta que le anima o inquieta y que, por otra parte, explica su intento de superar los obstculos que encuentra en su camino para poder salir a mar abierto. El hom-bre no tiene el ms mnimo deseo de que su libertad y su accin resulten ser una libertad para nada o una pasin intil, una especie de molinete que da vueltas y ms vueltas sobre s mismo, pero sin lle-gar jams a ningn sitio. El hombre quiere que su libertad y la que l da a quienes transmite su vida, responda a un para qu. Y justamente la palabra destino o salvacin suscita en su interior la idea de que la intencin y la finalidad de su ser tienen un sentido ms all de.

    No es aqu donde la idea de salvacin est en

    lnea con esa tensin que anima al hombre por en-cima de lo inmediato hacia lo ltimo, en donde se juega el sentido de los sentidos? La idea de un des-tino que d sentido y orientacin es constitutiva de nuestro ser; aporta algo a la edificacin del ser y del mundo. Por eso Kant vea ah una cuestin para el hombre. El hombre est hecho para algo ms de lo que ve (Qu me est permitido esperar?). Su transcendencia, real ya en este mundo, va al en-cuentro de los lmites: de unos lmites que sin duda son lo suyos, pero que amplan y confirman, si es que puede esperar algo ms, el sentimiento que tie-ne ya de su libertad, de sus poderes y de sus de-seos. El hombre es un animal metafsico que se ha preguntado si su ser tiene que leerse en un simple destino que lo encierra por completo en una reali-dad ya hecha, o si tiene la posibilidad y los medios para emprender, aunque sea parcialmente, los ca-minos de un destino donde pueda desplegar y ates-tiguar todo lo que es. En el fondo, el trmino pro-fano de destino (y el trmino, religioso, de salvacin) evocan una existencia en la que el hombre es invi-tado a buscar el fundamento de su ser y de su liber-tad ms all del horizonte de las certezas cortas.

    As es el hombre al que tan bien comprendi

    Kant en su tercera cuestin. Ernst Bloch, poco sos-pechoso en esta materia, denuncia vivamente la te-sis milenaria del miedo como origen de la religin. Para l, el hombre est guiado por una esperanza invencible y constitutiva31. Al expresarse as, no dice implcitamente que la cuestin de la salvacin es una verdadera cuestin y que se plantea, no co-mo una cuestin de angustia y de incertidumbre,

  • 12 TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION

    sino como una cuestin de sentido y de destino? Por consiguiente, la cuestin cristiana encuentra ecos en lugares distintos de los nuestros.

    As pues, en nosotros se encuentra una dimen-

    sin oculta, que me gustara llamar un mapa del cielo, como el que se dice que tienen las aves mi-gratorias que trazan en el cielo su camino. El hom-bre necesita un cielo; necesita la bveda de una larga frase por encima de la existencia32. Si esto es as, no cabe duda de que es importante que volva-mos a aprender a descifrar este mapa o esta frase, como si se tratara quizs de nuestro ms profundo secreto. Y que, aunque sin saberlo, nos comunica la vida, encerrado dentro de nuestro corazn, como si fuera la lamparilla trmula, pero indudable, del santuario. Lamparilla vacilante, pero cuyo temblor nos indica precisamente su importancia; lamparilla sometida a todos los riesgos, pero que tenemos que amparar y proteger con nuestras manos, ya que ha sido colocada en nosotros por Aquel que ha hecho de nosotros una maravilla casi insospechable a nuestros propios ojos, pero a quien tenemos el de-recho de creer y el deber de amar. Lo que vamos buscando a travs de todas nuestras peregrinacio-nes y de nuestras experiencias, y hasta en nuestras mismas ilusiones, es algo as como una armona l-tima. Quizs el verdadero acorde, que tanto espe-ramos, no pueda darse ms que en una historia ca-paz de alcanzar a nuestra existencia en su movi-miento ms ntimo, en una historia en la que pueda tener la posibilidad de cumplirse precisamente nuestro destino, en lo ms virtualmente personal que hay en l. Evocar esa historia es evocar la di-mensin de la salvacin, que tiene su propia opor-tunidad y sus propios caminos de realizacin33.

    El hombre no puede comenzar a salvarse ms

    que cuando tiene una idea de ello, y cuando esa idea no le parece sencillamente posible, sino excesi-vamente posible, porque le podra venir de un Dios que no crea en vano (cf. Is 45,18) El hombre es un ser hecho de infinito y de absoluto34. Me atrevera a decir que, se trata en esos casos de unos verdade-ros existenciales de nuestro ser. No sera posible arrancrselos sin violencia, a pesar de las dificulta-des de percepcin que experimentamos. Para desci-frar este mapa del cielo que hay en nosotros mis-mos, deberamos acordarnos seguramente de que todos, en la medida en que somos se es el mapa sagrado que nos define, estamos hechos a imagen y semeja de Dios. Con un vocabulario muy cercano al de la metafsica y al de la antropologa de los an-tiguos, podemos afirmar que somos una chispa de ese infinito, que por otro lado ha puesto su morada entre nosotros (cf. Jn 1,14). El hombre, vecino in-mediato de la Transcendencia35, es un ser llamado a consentir en su origen (Brulle). Est en nues-tras manos el creer o no creer en ese mapa ulterior.

    Pero sera realmente una pena que no intentse-mos, por un instante, volver a soar hoy en l.

    Nos atrevemos a decir que, en ciertos aspectos,

    estamos saliendo de una edad de hierro: nos hemos puesto en guardia contra todo lo que pueda dis-traernos de nuestras tareas de aqu abajo y se nos ha dicho que no miremos demasiado al cielo. Lo hemos hecho as: el cristiano no tiene por qu poner mala cara a esta tierra Pero no nos habremos pa-sado de la raya? Hemos terminado por poner mala cara a la otra parte de nosotros mismos, a la que tambin necesitamos. Es la que haca gritar a Agus-tn: Nos has hecho, Seor, para ti; y ese grito si-gue sacudiendo nuestra memoria viva. Adivino y percibo muy bien el peligro que implica una evasin de nuestras tareas terrenales. Pero tambin adivino y percibo el peligro contrario y no estoy seguro de que el hombre pueda sobrevivir a s mismo si no se pone en manos del infinito que lo habita y que nos constituye a todos, aunque slo sea como cuestin. Las cuestiones tambin construyen. Vayamos a buscar lo que es nuestro, por muy lejos que tenga-mos que ir (Hlderlin).

    La misma salvaguardia de esta dimensin de

    nuestro ser es ya una cuestin que tiene que ver con la salvacin. Por lo dems, no hay ningn moti-vo para que nos quedemos en esta oposicin entre el cielo y la tierra, entre salvar esta vida o salvar aquella. Creo ms bien que ambas se salvan, la una por la otra. Pero se ha insistido tanto en estos lti-mos tiempos en una sola de ellas, que no ser intil airear de nuevo el rincn olvidado del cielo. Junto al velo de la Vernica que nos ensea que tenemos que amar al mundo, se habl tambin aquel da, de otro velo, del velo del templo, que nos invita a mirar hacia arriba.

    Miremos cara a cara nuestra dignidad. Eso

    mismo es tambin nuestra salvacin. Qu es lo que somos? No somos simplemente unas criaturas (tambin lo son las plantas, las piedras y los lagar-tos), ni somos simplemente hombres y mujeres (que ya es mucho!); somos, esencialmente, hijos e, hijas de Dios (tekna Theou: 1 Jn 3,1), hechos a imagen y semejanza del Hijo. Nuestro misterio es trinitario. En nuestro bautismo no se invocaron sobre nuestra cabeza los nombres de Einstein o de Platn, (que ya habra sido mucho!), sino el de la Trinidad, el de Dios. Somos acaso conscientes de esta desconcer-tante e infinita grandeza que quizs nos arrastra hacia la eternidad de Dios? O, por el contrario, nos amamos tan poco a nosotros mismos que no nos atrevemos de veras a creer en ello, cometiendo qui-zs entonces una injuria inconsciente al mismo tiempo contra Dios y contra nosotros?

  • TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION 13

    Templos del Espritu Santo (Pablo), lugares de una liturgia totalmente divina (Juan Crisstomo), cobijo de Dios mismo (Eckhart): esto es lo que nos dice locura y profundsima sabidura la antropo-loga cristiana. Desde nuestro bautismo, la Trinidad no vive solamente en el cielo, sino en nosotros. Aqu es importante recordar que los cristianos de Oriente, lo mismo que en Occidente el pensamiento franciscano, han desarrollado una teologa de la salvacin totalmente positiva, a la que aludamos al comienzo de este captulo. Segn esta teologa, aunque no hubiera pecado el hombre, se habra en-carnado el Verbo de Dios, ya que se haba sido desde toda la eternidad el deseo de Dios para l mismo y para nosotros: encontrarse a s mismo en nosotros y encontrarnos a nosotros en l. Para l, porque el Padre quera contemplar a su Hijo en esa otra imagen de s mismo que es el hombre (su otro yo, su alteridad), como si no le bastase contemplar-lo en la gloria divina. Y para nosotros, porque deseaba hacernos algn da plenamente partcipes de su vida, que es lo que la teologa oriental llama la thesis, la deificacin: Dios se ha hecho hombre para que el hombre pudiera hacerse Dios36.

    Este es el mapa del cielo que llevamos en noso-

    tros mismos. La antropologa cristiana dice que el hombre es un ser transcendido por arriba. Que no basta medir su grandeza en funcin del lugar de donde es sacado, desde abajo, sino tambin en fun-cin de lo que le saca por arriba. Ser de transcen-dencia, el hombre es habitado por un aliento que le viene de arriba (cf. Gn 2,7 y Rom 8,1), al que nece-sita tanto como al pan. Por eso se vuelve a sentir y experimentar como verdadera la palabra: No slo de pan vive el hombre (Mt 4,4), aunque se haya abusado de ella. Cul es entonces esa aspiracin a una realidad invisible de la que nos habla Pla-tn? En el momento actual, la imaginacin liberal y pragmtica, tiene la sospecha de que cualquier sed de absoluto podra ser infantil y dogmtica. Se trata de ideas que estoy intentando poner a prueba Para ello, es preciso franquear una etapa que vaya ms all del sentido comn en el terreno moral. Se trata de una etapa embarazosa, por encima de todo cuanto podamos decir de ella. Este embarazo debe entenderse como la aprehensin de una certeza que supera las palabras. Nos ayuda a comprenderlo Dante, cuando habla de volver la proa hacia la ma-ana, a peer de que esto puede suponer un folle vo-lo, un vuelo loco e insensato. Pero es que existe otro?37.

    El hombre se descifra tambin en la transcen-

    dencia, al norte del futuro, por utilizar las pala-bras de Paul Celan38. Homo natus est elevari super se: el hombre ha nacido para elevarse sobre s mis-mo (Bernardo de Claraval: In II Sententiarum). Los tres obstculos a que aludimos ms arriba (la

    muerte, la fatalidad, el pecado) lo son precisamente porque ponen en nosotros trabas para percibir esta transcendencia. La fatalidad erigida en Destino, no es acaso lo que nos empequeece incluso por deba-jo de nuestra altura? La finitud vivida como nega-cin de todo horizonte, no llevara a convertirnos en unos necesitados de la vida? El mal y el pecado, no ser precisamente lo que nos impide llegar has-ta nosotros mismos? El pecador, es injusto consigo mismo, dice una tradicin cornica. En efecto, el error del pecado est en renunciar a la imagen de Dios que somos. Somos vecinos del Absoluto. Y cuando, por el pecado, somos injustos con nosotros mismos, no es esa idea de absoluto la que nos puede salvar? Los antiguos franceses llamaban al jueves santo el jueves absoluto, por, ser el da de la absolucin: nicamente el Absoluto es el que puede absolver.

    El hombre supera infinitamente al hombre, de-

    ca Pascal. Y ya Platn, cuando recoga, no sin cier-ta vacilacin, el famoso dicho de Protgoras de que el hombre es la medida de todas las cosas (Teeteto, 15 le), haca decir al Ateniense que aparece en su obra las Leyes (716c) mucho ms: Para nosotros, el dios debe ser la medida de todas las cosas, en el grado ms alto. No estamos pues ante un puro y simple invento de los curas!

    4. SALVADOS, PERO EN QU SE NOTA? Si el hombre est de acuerdo en que ha sido sal-

    vado (1), que ha recibido esa salvacin de Dios (2) y que encontrar en esa salvacin lo infinito de su ser (3), inmediatamente se plantear una cuarta y lti-ma cuestin que no le resulta evidente: en qu se nota que se ha sido salvado? De dnde viene la se-guridad de que efectivamente se est salvado o de que, en todo caso, se va por el camino que os con-duce a ello? En qu se verifica que lo que se ha prometido ha sido ya de alguna manera dado, ates-tiguado y confirmado?

    Una cuestin tremenda, en la que podemos re-

    conocer el famoso apstrofe de Nietzsche a los cris-tianos: Yo creera en vuestro Dios si tuvierais cara de personas salvadas. Una cuestin tremenda, ya que se refiere a la verdad, terica y prctica, de esa salvacin, cuyo sentido se desea aceptar sin duda alguna y cuyo acceso se presenta como posible, pe-ro de la que cabe dudar que produzca los efectos que anuncia. Y entonces nos acucia una cuestin imposible de orillar: no estaremos engaados? El creyente desea con toda su alma que su yo creo sea tambin un es verdad.

    Esta cuestin es ciertamente la ms tremenda,

    pues choca con la ausencia de toda prueba de lo

  • 14 TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION

    que se anuncia. Adems, esto no es una cosa que nos afecte de refiln, sino de lleno, en el plano exis-tencial: all donde se tiene clara conciencia de es-tarse jugando la vida en este asunto. Por eso tam-bin aqu se agrava la cuestin cuando empieza a rondar la sospecha de que uno se ha engaado o le han engaado los dems. Porque hay que reconocer que, de entre todas las cuestiones religiosas, que tantas dificultades presentan a la evidencia, sta es la menos verificable de todas.

    Puede uno dudar a la hora de reconocer, como

    dice la fe, que el mundo ha sido creado por Dios; pero en definitiva la creacin est ah, y aunque se la explique cientficamente, la referencia a un Dios sigue siendo posible y no absurda. Se puede dudar tambin de la existencia del Dios del que nos habla la fe, pero se sabe que muchos filsofos, y no de los de menos nivel, han credo que podan establecer las pruebas de esa existencia. Podramos multipli-car los ejemplos en los que la fe no est sola en sus aspiraciones y en las que puede contar con la ra-zn. Pero en este punto concreto la situacin es muy distinta. Qu apoyo, qu huella, aunque slo sea secular y simblica, puede encontrarse para es-ta afirmacin? No es la ms incontrolable, la ms incontrolada (en todos los sentidos del trmino)? Y si, creyendo en Dios o en la creacin, uno puede a pesar de todo vivir engaado (aunque yo no exista, el cosmos sigue estando delante de m), la convic-cin de que uno tiene que salvarse no acaba de compaginarse con ese verdadero desafo que supone no tener ningn signo de ello.

    Por otro lado, la cuestin o la sospecha pueden

    tomar un giro casi cnico, pero que no tiene nada de puramente gratuito. No solamente no hay nada que indique o pruebe que hemos sido salvados, sino que todo parece indicar justamente lo contrario: que no hemos sido salvados. No se trata pues de una falta de pruebas, sino de que incluso parece haber prue-bas en sentido contrario. Si hay algo que parezca estar bien verificado, no es el hecho de que no es-tamos salvados? El espectculo del mundo y la ob-servacin de nosotros mismos, no tienen una tr-gica elocuencia? La pregunta pasa entonces de ser una cuestin de verdad a una cuestin de sinceri-dad, de sinceridad con nosotros mismos y con los dems. As, en qu puedo yo decirme o sentirme salvado? Por qu puedo afirmar que: he tenido una experiencia de salvacin? No deber ms bien, confesar en este caso el fracaso de la gracia?

    An es posible resituar y constituir de nuevo la

    esperanza? Acaso se pueden verificar los ttulos que se nos han dado de ella? El tema es muy deli-cado, pero cabe la posibilidad o al menos la cues-tin lo merece, y hasta lo exige de intentar plan-

    tearlo y proponerlo a la reflexin. Sobre este tema, pues, pueden afirmarse varias cosas.

    La primera y fundamental toca a una verdad an-

    tropolgica general. Es tan seguro que todo lo que pensamos puede verificarse plenamente y que todo lo que hacemos se asienta sobre bases seguras? No lo creo. Y aadira que es muy conveniente que as sea. En todo caso, interesa mucho que lo sea desde el momento en que se trata, no ya de algo cotidiano, inmediato y material, en donde resultan necesarias unas seguridades casi absolutas para nuestra mis-ma supervivencia, sino de todas esas grandes e im-portantes cuestiones que nos definen verdadera-mente. Pienso en el amor, en la fidelidad, en el na-cimiento de un hijo, en la educacin: a quin se le ocurrir en este caso hablar de certezas y de prue-bas? Puede incluso pensarse que nadie quiera te-nerlas en absoluto, o al menos tenerlas en demasa. Tendra sentido el amor solamente si se basase en una seguridad dada de antemano, si no incluyese esa parte de aventura, de enigma y de riesgo que corren dos personas, eso que hace que el amor pro-voque precisamente ese placer? Y los padres que se deciden a tener un hijo, no conocen acaso los ries-gos que esto comportar para ellos?

    Ah est la fuerza de la vida para darnos la sufi-

    ciente confianza frente a todas las negaciones. La vida, en su mismo sentido, lleva consigo el enigma y la ignorancia, sobre todo cuando se trata de las co-sas ms importantes, de esas cosas en las que po-nemos el sentido ms profundo de nuestro ser. Na-die comprueba el amor, o la fidelidad del otro, una vocacin o las grandes opciones de la vida, de la misma manera que se asegura de las cosas mensu-rables y cuantificables. No se verifica a un hijo an-tes de tenerlo. Se verifica alguna vez a un ser? Hay incluso ciertas bsquedas de garantas que pa-ralizan y condenan de antemano toda experiencia. La fe podra entenderse entonces como una seguri-dad de naturaleza bien diferente: aquella que abre al descubrimiento (y a su deseo). A un descubrimien-to que, de otro modo, no podra llevarse a cabo.

    Tan slo un acto de fe, incluso en el sentido me-

    ramente profano de la palabra, puede hacernos em-prender ciertos caminos, que sin l seran imposi-bles. Su ausencia nos privara de las experiencias ms densas de la existencia humana. Por eso, con esta palabra de fe hemos pronunciado una palabra capital. Porque puede imaginarse cualquier cosa que tenga cierta importancia sin un mnimo de esa fe que nos hace saltar por encima de las zonas de sombra y de lo desconocido? La palabra fe es una palabra que no pertenece nicamente al vocabulario religioso. Hay mil expresiones (tengo fe en l, he dado fe a sus palabras etc.) que ponen ritmo a nuestra vida cotidiana. No podemos verificarlo todo

  • TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION 15

    por nosotros mismos y en todo instante; nos es in-dispensable creer en la palabra y en la buena fe de los otros. Tenemos que descentramos de nosotros mismos, renunciar a nuestras pretensiones e ilu-siones de poder controlarlo todo por nosotros mis-mos. Ante tantas cosas en parte opacas y precisa-mente inverificables; tenemos que tender una vez ms, sobre todo en los actos ms existenciales un puente de confianza en nosotros mismos, en los otros y en la vida, no slo para superar la incerti-dumbre paralizante, sino para poder realizar algo y para realizarnos a nosotros mismos. Muchas veces, por el hecho de pasar ms all de la verificacin, la fe, al hacer posible el acto, asegura de ese modo la verificacin que se esperaba. La fe es verificadora; hay en ella un carcter verificante que, como en el amor, revela y manifiesta veri-fica l fundamento slido y la verdad de una decisin en donde la razn sigue estando incierta de sus opciones39. Esta transcendencia de la verificacin caracteriza todos los aspectos esenciales de la existencia humana40.

    Ciertamente, esto no prueba todava que exista esa salvacin que la sospecha calificaba de inverifi-cable. Pero todo eso muestra que en la realidad hay siempre una parte inabarcable de enigma, ante la cual no tenemos ms remedio que forzar los lmites de la simple razn si queremos entrar dentro de ciertas experiencias decisivas. La de la salvacin podra ser una de ellas. Para ello no sera necesario abandonar, los caminos de una antropologa total-mente profana del acto de fe. Un ser de fe: sa po-dra ser por otra parte una de la definiciones del hombre (como cuando se dice: un ser de razn). El hombre avanza razonando, pero avanza tambin creyendo, credendo. Las aventuras ms grandes se han basado muchas veces en el riesgo, ese hermo-so riesgo del que nos habla Platn. El hombre est all por entero, siendo en la creacin ese ser que se atreve, que inventa, que va ms all de la evidencia, que da vida a otros seres, que se niega a seguir tan slo las evidencias, la inmediatez tranquilizante y las pruebas palpables. Por el contrario, es la des-confianza la que encierra hombre en el muro de su soledad y hace enfermiza su vida: hay algo en defi-nitiva menos humano, algo ms triste y pattico? Lo que esa fuerza viva de la fe (incluso en el simple ni-vel de una fe profana) libera y desata en nosotros es esa capacidad de abrirnos y de determinarnos por encima de lo que se puede verificar, para que nos atrevamos a intentar una aventura de hombres.

    Por eso mismo, no ser tambin una aventura

    eso a lo que Dios nos invita cuando se nos habla de la salvacin? Se tratara en este caso de esas gran-des cosas en las que nadie penetra, que nadie veri-fica, que no se construyen y que no toman forma y existencia (ek-sistencia) ms que en la fe y por la fe. Cuando Jess se preguntaba si podra encontrar

    todava fe en este mundo (cf. Lc 18,8), no querra, acaso que despertramos y prestramos atencin a esa dimensin oculta, pero indispensable, de noso-tros mismos? A esa fe es a la que se le confiara la sa1vain.

    Se dir, sin embargo, que, aqu el desmentido es

    demasiado grande, demasiado evidente. Ya en otro tiempo los paganos, llenos de irona (o se debe ha-blar mejor de amargura, de una cruel desilusin?), apostrofaban a Agustn dicindole que los cristianos haban suprimido ciertamente a los dioses falsos, pero que el mal segua estando presente en la tierra, que las cosas no haban mejorado (nihil in melius) y que incluso pareca que todo iba cada vez peor (om-nia in peius mutata sunt). No deberamos reconocer que el espectculo que el mundo nos ofrece nos dice con demasiada claridad que no hay salvacin, que el mal y la infelicidad estn presentes entre noso-tros, que no hay ninguna victoria que permita se-guir creyendo en esas bonitas ilusiones que propone el evangelio?

    Me gustara avanzar aqu una hiptesis teolgi-

    ca. Podemos decir que s, efectivamente, que Dios no nos ha librado todava del mal (la cosa es palpa-ble; el mal sigue existiendo, est ante nosotros); pe-ro que nos ha liberado de la tirana del mal. Y en es-to consiste aqu abajo, propiamente hablando, la salvacin. Pablo nos describe el mal, y en concreto el pecado, como una cautividad (Rm 1,18; 7,23), como una esclavitud (Rm 6,6.16; Tit 3,3; cf. tam-bin Jn 8,34; 2Pe 2,19). Para l, la salvacin consis-te en una liberacin (eleuthersis), en la redencin de una esclavitud (Rom 8,2.21; Gl 5,1). Liberacin y redencin, no an del mal (el mal sigue estando ah: Tambin nosotros, los que poseemos las pri-micias del Espritu, gemimos en nuestro interior suspirando porque Dios nos haga sus hijos y libere nuestro cuerpo. Porque ya estamos salvados, aun-que slo en esperanza, Rom 8,23-24), sino de su ti-rana, del miedo que ejerce, del sentimiento de im-potencia, de angustia y de perdicin al que nos conduce. Y sta es la victoria de la salvacin: que el mal no solamente ser vencido algn da, sino que ya desde ahora no tenemos que someternos a ese poder que intenta tiranizamos y quitamos todas nuestras. Fuerzas La figura del Demonio (cf. 2Tim 2,26) le permite a Pablo ilustrar esta idea. Dios nos libra, no an del pecado, sino de! Demonio, del ti-rano, del prncipe del pecado (cf. Ef 6,12), en una palabra, de la servidumbre del mal y del pecado, como si todava fusemos sus prisioneros. El De-monio no es ya el seor del pecado. Dios es el Se-or. Y nosotros no somos ya siervos del mal y del pecado. Cristo nos salva entonces efectivamente de la servidumbre frente al mal, de todo lo que, en esa experiencia del mal, nos hunde y nos pierde, porque no creemos ya en una salvacin posible.

  • 16 TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION

    En este sentido es, como debemos entender las

    palabras de Cristo: Tened nimo, yo he vencido al mundo! (Jn 16,33). 0 las de Juan: Esta es la fuer-za victoriosa que ha vencido al mundo: nuestra fe (1Jn 5,4). O tambin las de Pablo, cuando dice que Cristo nos ha liberado de la maldicin (de la tira-na) de la ley (Gl 3,13). La, ley sigue estando ah (el pecado ha desplegado su fuerza con ocasin de la ley, 1 Cor 15,56), pero hemos sido liberados de su dominio, del miedo que ella ejerce, y en este sen-tido hemos sido rescatados de la ley del pecado (Rom 8,2). De esto es de lo que estamos salvados en el presente. Ut sine timore, que libres de nuestros enemigos, podamos servirle sin temor, con santidad y justicia, en su presencia toda nuestra vida cf. Lc 1,74-75). As pues, ms all de las apariencias (Heb 11,1), ms all de las realidades que siguen todava contradiciendo a la salvacin en los hechos, la fe nos dice que no tenemos por qu ceder a la intimi-dacin del mal y creernos esclavos, cautivos del miedo. Hemos de preguntarnos si no se tratar esencialmente de eso, pues el miedo es quizs la ex-trema malicia del mal. En este sentido, no podra-mos prolongar as la oracin del Padrenuestro y lbranos del miedo? No es ste el sentido de aque-llos innumerables no tengis miedo pronunciados por Jess, como antes hemos visto? No consisti en esto el inmenso sentimiento de liberacin y de sal-vacin que conocieron precisamente Pablo, Agustn, Lutero, Pascal y tantos otros (quizs nosotros mis-mos)? Quin os har mal si buscis con entu-siasmo el bien? No temis las amenazas ni os de-jis amedrentar si es que de verdad tenis fe en es-te Jesucristo que, ascendido al cielo, est a la de-recha de Dios, y tiene sometidos a ngeles, potesta-des y dominaciones (1Pe 3,13.14.22).

    Volvemos de esta forma a la idea de que es a la

    fe, y an no a la visin, a la que est confiada la salvacin. Qu significa esto? Creer es tomarle la palabra a uno (Mauriac). En tu palabra, echar las redes (Lc 5,5). No, desde luego, tomarle la palabra a cualquiera, sino a uno que es eminentemente digno de fe, que nada tena que ver con los pesimis-tas de la vida, que saboreaba sus gozos y conoca sus penas, que nunca se sinti crispado o derrotado ante la vida. Que era totalmente para Dios y para los hombres, plenamente filial y fraternal. Digno de fe.

    Pues bien, este hombre digno de fe nos habl de

    una salvacin, y pag precisamente su convenci-miento de que exista esta salvacin con su vida y con su muerte. Nos habl de ella serenamente, sin nada de esa excitacin que seala a los testigos sospechosos, ni con esa seguridad que caracteriza a los que prometen utopas. Aquel Padre, si es posi-ble, aparta de m este cliz; aquel grito que es sufi-

    ciente por s mismo para que creamos en l: Dios mo, Dios mo, por qu me has abandonado: todo esto muestra el precio de aquella fe que l segua teniendo, por l mismo y por nosotros, en la salva-cin del Padre. Es acaso una locura y una actitud absurda intentar la aventura que l nos propone, tomndole la palabra? La fe es la prueba (la razn) de lo que no se ve (Heb 11,1), pero que est ya ah como si-existiese. El llama a la existencia a las co-sas que no existen (creacin) y da vida a los muer-tos (resurreccin) (Rom 4,17). Ella existe porque la amo, asegura, reledo por Unamuno, el sublime caballero de Cervantes a propsito de su amada, a la que todos se empean en no ver. Salva reverentia, no nos autoriza el Cantar de los cantares a esta-blecer relaciones semejantes?

    Si esto es as, entonces, la cuestin que se plan-

    teaba (pero, en qu veis vosotros que estis salva-dos?) y la verificacin que se nos peda, no estar precisamente en nuestras manos? Verificar, aqu, no es controlar; es hacer verdad (cf. Jn 3,21), hacer verdadera, hacer real y verdica una promesa, un testimonio y una confianza que alguien nos ha dado y que nos corresponde a nosotros hacer que existan (ek-sistan), creer en ellas. Como en otros muchos te-rrenos, la fe precede al descubrimiento e incluso es lo nico que lo hace posible. La fe precede a lo veri-ficable (lo mismo que en la ciencia, la razn y la teo-ra preceden de alguna manera a la experiencia) e incluso permite lo que de otro modo no sera posible y jams llegara a hacerse realidad. Nos gustara de antemano verificar nuestra vida, pero acaso la fe no es una manera de verificar la vida en este caso la salvacin, hacindola verdadera (verum facere), posible y real?

    Qu es lo que se nos pide en esta aventura de

    la salvacin? Que vayamos ms all de lo inverifica-ble, que venzamos la resistencia aparente de los he-chos y que construyamos el Reino. Los frutos de es-te esfuerzo por abrirnos a la salvacin y he aqu que nos encontramos de pronto con lo verificable y lo visible, con algo que es todo lo contrario de las falsas apariencias, esos frutos son: el amor, el go-zo, la paz, la esperanza, la amabilidad, la concordia, el dominio de uno mismo, la confianza; y no hay ley frente a esto (Gl 5,22-23); frente a esto no hay constriccin ni tirana, sino salvacin bienaventu-rada; seguridad dichosa (cf. Gl 5,22-33).

    As pues, no se encontrar aqu por completo la

    respuesta a Nietzsche? Es a nosotros a quienes co-rresponde replicar al filsofo, poniendo cara de per-sonas salvadas. Y seguramente sabremos aadir a esos frutos tan visibles de los que no habla Pablo, aquellos otros que forman hoy particularmente el objeto de nuestra esperanza (la justicia, la libera-cin, la lucha contra las exclusiones, el perdn, la

  • TOPICOS SOBRE LA CUESTION DE LA SALVACION 17

    compasin). Como creyentes, se nos ha confiado la salvacin de Dios y su revelacin, su casi-visibilidad. Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida, porque amamos a los hermanos (cf. 1 Jn 3,14). La prueba de Dios est en manos del hombre.

    CONCLUSIN La idea de salvacin, que nos pareca tan invia-

    ble, merece ser escuchada de nuevo, como una de aquellas viejas palabras que vuelven a resonar en nosotros porque todava tienen algo que decirnos. No resulta extraa esa afirmacin de Th. W. Adorno: El nico modo que an le queda a la filoso-fa de responsabilizarse a la vista de la desespera-cin es intentar ver las cosas tal como aparecen desde la perspectiva de la redencin. El conocimien-to no tiene ninguna otra luz41. As pues, la idea de salvacin no es entonces tan arcaica, del mismo-modo que Platn haca observar a sus jvenes oyen-tes a propsito de otra idea, la de Dios (Leyes X, 888 a-d).

    Puede ser que esta idea de salvacin aparezca

    hoy como una estructura creada por nosotros por-que la necesitamos, como una de esas ideas que pueden parecer locas y utpicas, pero que como otras tantas, ms o menos seculares o racionales, pertenecen a lo que constituye el fundamento del hombre Poda decirse de este requerimiento del hombre lo que se ha dicho de la paz Si la paz tiene que ser una bendicin para todos, es preciso que se base lgicamente en unos principios (esto le corres-ponde a la filosofa), y teolgicamente en unas pala-bras de salvacin42.

    Antropologa de origen religioso. La antropologa

    de la salvacin ofrece un valor para todo ser hu-mano para ese hombre de tareas infinitas con quien soaba Husserl. La idea de la salvacin no tiene nada que ver con una antropologa de la des-confianza. Ms an, revela en el hombre la presen-

    cia de una aspiracin totalmente positiva. Es verdad y en ello radica su valor que no ignora las reali-dades sombras. Por eso tambin la hemos visto to-talmente enfrascada en una lucha contra los obs-tculos y las tiranas. Incluso es un honor para ella no basarse en fantasas ni cerrar el paso a la reali-dad. Por lo dems, tambin aqu est ms cerca de la modernidad de lo que podra creerse. Existe una posibilidad de apropiarse de esta dogmtica (del pe-cado y de la salvacin) como de un conocimiento acertado del indi