TRONO DE CRISTAL. Micronovela 1: La asesina y el señor de ...

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Índice PortadillaÍndiceCapítulo 1Capítulo 2Capítulo 3Capítulo 4Capítulo 5Capítulo 6Capítulo 7Capítulo 8Capítulo 9Capítulo 10Sobre la autoraLee la novelaCréditos

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Grupo Santillana

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CAPÍTULO 1

Sentada en la sala de reuniones delcastillo de los asesinos, CelaenaSardothien se recostó en la silla.

–Son más de las cuatro de la mañana–dijo al mismo tiempo que se ajustabalos pliegues de la bata de seda roja ycruzaba las piernas desnudas por debajode la mesa–. Espero que sea importante.

–A lo mejor si no te hubieras pasadotoda la noche leyendo, no estarías tancansada –le espetó el joven que estaba

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sentado delante de ella.Celaena hizo caso omiso al

comentario y se quedó mirando a lasotras cuatro personas que ocupaban lamesa de la cámara subterránea.

Todos eran hombres, mucho mayoresque ella, y ninguno la miraba a los ojos.Un estremecimiento, que nada tenía quever con las corrientes de aire queenfriaban la sala, recorrió la espalda deCelaena. Toqueteándose las uñas, muycuidadas, adoptó un talante indiferente.Las personas allí reunidas –incluida ellamisma– eran cinco de los siete asesinosen los que más confiaba ArobynnHamel.

Saltaba a la vista que se trataba deuna reunión importante. Celaena lo había

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sabido desde el momento en que unacriada había llamado a su puerta y habíainsistido en que bajase sin vestirsesiquiera. Cuando Arobynn te convocaba,no le hacías esperar. Por fortuna, lasprendas que Celaena usaba para dormireran tan exquisitas como las que lucíadurante el día. De hecho, costaban casilo mismo. Pese a todo, solo teníadieciséis años, y no le apetecíademasiado exhibirse en una habitaciónllena de hombres. Su belleza era unarma –que cultivaba a conciencia– perotambién la hacía vulnerable.

Arobynn Hamel, rey de los asesinos,se sentó despacio a la cabecera de lamesa. La luz de la araña arrancó reflejos

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a su pelo rojizo. Los ojos grises del reyse posaron en los de Celaena con unaexpresión sombría. Tal vez se debiese alo avanzado de la hora, pero Celaenahabría jurado que su mentor estaba máspálido que de costumbre. A la asesina sele revolvieron las tripas.

–Han capturado a Gregori –anunciópor fin Arobynn. Bueno, aquelloexplicaba la ausencia–. La última misiónque le fue encomendada era una trampa.Está encerrado en las mazmorras reales.

Celaena resopló por la nariz. ¿Y poreso la habían despertado? Impaciente,golpeteó con el pie el suelo de mármol.

–Pues matadlo –dijo.De todas formas, Gregori nunca le

había caído bien. Cuando tenía seis

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años, Celaena había obsequiado alcaballo del hombre con una bolsa enterade golosinas y Gregori, enfadado, lehabía lanzado una daga a la cabeza. Laasesina había interceptado la daga,naturalmente, y desde entonces Gregoriguardaba una marca en la mejilla comorecuerdo; Celaena le había devuelto elregalo.

–¿Matar a Gregori? –preguntó Sam, eljoven que estaba sentado a la izquierdade Arobynn; un lugar tradicionalmentereservado a Ben, el segundo al mandodel rey de los asesinos. Celaena sabíamuy bien lo que Sam pensaba de ella. Elodio del chico se remontaba a lainfancia, cuando Arobynn la había

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declarado a ella –no a Sam– suprotegida y heredera. Desde aquel día,Sam aprovechaba cualquier ocasiónpara humillarla. El chico habíacumplido ya diecisiete años, uno másque ella, pero no había olvidado quesiempre sería el segundón.

Celaena se crispó al ver a Samocupando el sitio de Ben. Si Ben llegabaa enterarse, lo estrangularía. O quizásCelaena le ahorrase la molestia y loestrangulase ella misma.

La asesina miró a Arobynn. ¿Por quéno había reprendido a Sam por sentarseen el lugar de Ben? Sin embargo, elrostro de Arobynn, aún joven pese a lascanas que surcaban sus sienes, nomostraba irritación alguna. Celaena

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detestaba la máscara deimperturbabilidad de su amo, sobre todoporque a ella le parecía imposiblecontrolar su propia expresión… y sutemperamento.

–Si han capturado a Gregori –insistióCelaena con parsimonia mientras seapartaba un mechón de la melena larga ydorada–, atengámonos al protocolo:enviemos a un aprendiz a que le pongaalgo en la comida. Un veneno indoloro –añadió al reparar en que su comentarioera mal recibido entre los presentes–.Lo suficiente para impedir que hable.

Algo que Gregori seguramente haría,si lo habían encerrado en las mazmorrasreales. Los criminales que iban a parar

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allí casi nunca salían. Como mínimo, nocon vida. Y apenas reconocibles.

Nadie conocía la ubicación de laguarida de los asesinos, y Celaena habíaaprendido que debía mantener el secretohasta el último aliento. Pese a todo, sialgún día llegara a revelarlo, nadiecreería que aquel palacio situado en unade las calles más respetables deRifthold albergara a algunos de losasesinos más peligrosos del mundo.¿Qué mejor escondrijo que un caserónsituado en plena capital?

–¿Y si ya ha hablado? –le espetóSam.

–Si Gregori ya ha hablado –replicóCelaena–, habrá que matar a todos losque le han escuchado.

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Sam la fulminó con la mirada peroCelaena le respondió con una deaquellas sonrisillas que sacaban dequicio al chico. La asesina giró lacabeza hacia Arobynn.

–Pero no hacía falta que nosconvocarais para decidirlo. Ya habéisdado la orden, ¿verdad?

Arobynn asintió con los labiosapretados. Sam se guardó sus protestas yse volvió a mirar el fuego quechisporroteaba detrás de la mesa. Lasllamas proyectaron luces y sombras enlos rasgos delicados y elegantes de Sam;unas facciones que, por lo que sabíaCelaena, le habrían granjeado unafortuna de haber seguido los pasos de su

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madre. La mujer, sin embargo, habíaoptado por dejarlo al cuidado de losasesinos y no de las cortesanas antes demorir.

Se hizo el silencio, que se volvióinsoportable cuando Arobynn inspiró.Algo iba mal.

–¿Qué pasa? –preguntó Celaenaechándose hacia delante. Los demásasesinos tenían las miradas clavadas enla mesa. Fuera lo que fuese lo sucedido,ya lo sabían. ¿Por qué Arobynn no se lohabía dicho a ella primero?

Los ojos de Arobynn fulguraron comoacero.

–Ben ha sido asesinado.Celaena se aferró a los reposabrazos

de su butaca.

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–¿Qué? –exclamó. Ben… Ben, elasesino de la perpetua sonrisa, que lahabía entrenado con tanta asiduidadcomo Arobynn. Ben, que le había curadola mano cuando se la destrozaron. Ben,el séptimo y último miembro del círculode confianza de Arobynn. Celaenaenseñó los dientes–. ¿Qué queréis decircon «asesinado»?

Arobynn la miró y un rayo de tristezaasomó a su semblante. Arobynn, cincoaños mayor que Ben, se había criadocon él. Habían entrenado juntos. Ben sehabía asegurado de que su amigo fueseproclamado único rey de los asesinos.Había aceptado su posición de segundoal mando sin quejarse jamás. A Celaena

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se le hizo un nudo en la garganta.–Se suponía que era una misión de

Gregori –dijo Arobynn con voz queda–.No sé por qué Ben estaba implicado. Niquién los traicionó. Encontraron sucuerpo en las cercanías del castillo decristal.

–¿Habéis recuperado su cuerpo? –quiso saber Celaena.

Tenía que verlo una última vez,comprobar cómo había muerto, cuántostajos habían sido necesarios paramatarlo.

–No –repuso Arobynn.–¿Y por qué no, maldita sea?Celaena abrió y cerró los puños

varias veces.–Porque la zona estaba atestada de

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guardias –estalló Sam, y Celaena sevolvió bruscamente hacia él–. ¿Cómocrees que nos dimos cuenta de que algoiba mal?

¿Arobynn había enviado a Sam aaveriguar qué les había pasado a Ben y aGregori?

–Si hubiéramos cogido el cuerpo –repuso Sam, sosteniéndole la mirada–,nos habrían seguido hasta aquí.

–Sois asesinos –gruñó ella–. Sesupone que sabéis retirar un cuerpo sinque os descubran.

–Si tú hubieras estado allí, habríashecho lo mismo.

Celaena se levantó tan deprisa quederribó la silla.

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–¡Si yo hubiera estado allí, los habríamatado a todos con tal de recuperar elcuerpo de Ben!

Estampó las manos contra la mesa,con tanta fuerza que los cristales de lasventanas temblaron.

Sam se puso en pie a su vez y se llevóla mano a la espada.

–¿Pero tú te estás oyendo?Impartiendo órdenes como si estuvierasal mando de la cofradía. Pues todavíano, Celaena –negó con la cabeza–.Todavía no.

–Basta –ordenó Arobynnlevantándose de la silla.

Celaena y Sam no se movieron. Losotros asesinos guardaban silencio,

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aunque todos empuñaban ya las armas.Celaena había presenciado más de unapelea en el castillo; los hombresesgrimían las armas tanto por propiaseguridad como para evitar que Sam yella se hiriesen de gravedad.

–He dicho «basta».Si Sam daba un solo paso hacia ella,

si levantaba la espada un centímetrosiquiera, la daga que Celaena llevabaescondida en la bata se alojaría en sucuello.

Arobynn se movió primero. Cogió labarbilla de Sam con una mano y obligóal joven a mirarlo.

–Contente, muchacho, o yo lo haré porti –murmuró–. No seas tan necio comopara pelearte con ella en estos

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momentos.Celaena se tragó la réplica. Sabía

cómo manejar a Sam; aquella noche ycualquier otra, de hecho. Y si llegaban aenfrentarse, ganaría. Siempre derrotabaa Sam.

Sin embargo, el chico soltó laempuñadura de la espada. Al cabo de unmomento, Arobynn le liberó la barbilla,pero no se separó de él. Con la miradagacha, Sam se alejó al otro extremo dela sala. Se cruzó de brazos y se apoyócontra el muro de piedra. Aún estaba alalcance de la daga de Celaena. Un golpede muñeca, y la sangre manaría achorros de la garganta de Sam.

–Celaena –dijo Arobynn. La voz

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resonó en el silencio de la cámara.Ya se había derramado suficiente

sangre aquella noche; no necesitabanotro asesino muerto.

Ben. Ben se había ido para siempre.Celaena jamás volvería a cruzarse conél en los pasillos del castillo. Ben yanunca le curaría las heridas con susmanos frías y expertas, no volvería aarrancarle carcajadas con sus bromas ysus chistes verdes.

–Celaena –volvió a advertirlaArobynn.

–Me voy –espetó Celaena.Dobló el cuello y se pasó una mano

por la melena dorada. Se encaminó a lapuerta pero se detuvo ante el umbral.

–Solo para que lo sepáis –Celaena

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miró a Sam, aunque se dirigía a todoslos asesinos –. Voy a recuperar elcuerpo de Ben –un músculo tembló en lamandíbula del chico, aunque tuvo laprecaución de mantener la miradaapartada–. Y no esperéis que tenga lamisma deferencia con vosotros cuandoos llegue la hora.

Acto seguido, se dio media vuelta yremontó la escalera de caracol queconducía a las dependencias delcastillo. Cinco minutos después, cuandosalió por la puerta principal a lassilenciosas calles de la ciudad, nadie ladetuvo.

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CAPÍTULO 2

Dos meses, tres días y unas ocho horasdespués, el reloj de la repisa dio lasdoce del mediodía. El capitán Rolfe,señor de los piratas, llegaba tarde. Eraverdad que Celaena y Sam tambiénhabían llegado con retraso, pero latardanza de Rolfe era inexcusable, dadoque habían quedado hacía dos horas. Yen el despacho del pirata.

Celaena no había podido llegar antes.No podía controlar los vientos, ni a

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aquellos aprensivos marinos que tantose habían demorado por el archipiélagode las islas Muertas. Celaena no queríani pensar cuánto oro debía de habergastado Arobynn para reunir unatripulación que los llevase al corazóndel territorio pirata. En cualquier caso,la bahía de la Calavera estaba en unaisla, de modo que solo se podía accederpor mar.

Celaena, oculta tras una capademasiado abrigada, la túnica y unamáscara de ébano, se puso en pie ante elescritorio del señor de los piratas.¿Cómo se atrevía a hacerla esperar? Alfin y al cabo, Rolfe sabía muy bien quéhabían ido a hacer allí.

Tres asesinos habían perdido la vida

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a manos de los piratas, y Arobynn lahabía enviado a Rolfe como medida deamenaza para exigirle algún tipo deretribución –preferiblemente en oro–por los costes que aquellas muertessuponían para la cofradía de losasesinos.

–Pienso aumentar su deuda en diezmonedas de oro –le dijo Celaena a Samcon voz grave y apagada bajo lamáscara– por cada minuto que nos hagaesperar.

Sam, que no ocultaba sus hermososrasgos, se cruzó de brazos y frunció elceño.

–No harás nada parecido. La carta deArobynn está sellada y así va a seguir.

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La miró entornando los ojos.Ninguno de los dos había dado saltos

de alegría cuando Arobynn habíaanunciado que Sam acompañaría aCelaena a las islas Muertas. Sobre todoporque el cuerpo de Ben –que Celaenahabía recuperado– apenas llevaba dosmeses bajo tierra. No se habíanrecuperado precisamente del dolor de lapérdida.

El rey de los asesinos le había dichoa Celaena que Sam sería su escolta, peroella sabía lo que significaba supresencia: estaba allí como perroguardián. Celaena, sin embargo, nopensaba hacer ninguna tontería. Estaba apunto de conocer al señor de los piratas

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de Erilea. Era una oportunidad única enla vida. Aunque de momento aquella islaminúscula y montañosa no le parecíagran cosa, como tampoco la destartaladaciudad portuaria.

Celaena había creído que larecibirían en una mansión palaciegaparecida al castillo de los asesinos, ocomo mínimo en una antiguafortificación, pero el señor de lospiratas ocupaba la última planta de unataberna nada elegante. Los techos eranbajos, los suelos de madera crujían deviejos. Entre lo cargado del ambiente ylas asfixiantes temperaturas de las islassureñas, Celaena sudaba a mares bajo laropa. A pesar de todo, la incomodidadvalía la pena. Cuando los dos asesinos

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habían echado a andar por la bahía de laCalavera, las cabezas se volvían al pasode Celaena. La ondeante capa negra, laexquisita ropa oscura y la máscara laconvertían en un mal presagio. Un pocode intimidación nunca venía mal.

Celaena se acercó al escritorio demadera y cogió una hoja de papel. Ledio la vuelta en sus manos enguantadaspara leer el contenido. Un registro delclima. Vaya rollo.

–¿Qué estás haciendo?Celaena tomó otra hoja.–Si su alteza el rey pirata, sabiendo

que venimos, no se toma la molestia deordenar sus papeles, no veo por qué noiba a echar un vistazo.

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–Llegará en cualquier momento –susurró Sam.

Celaena cogió un mapa y examinó lospuntos y las marcas que salpicaban eldibujo de la costa del continente. Algopequeño y redondo brillaba bajo elmapa, y Celaena se lo metió en elbolsillo antes de que Sam se dieracuenta.

–Oh, calla –replicó la asesinamientras abría un arcón que descansabapegado a la pared–. Con lo que crujenestos suelos, lo oiremos llegar cuandoesté a un kilómetro de distancia.

El baúl contenía pergaminosenrollados, plumas, la calderilla yalgunas botellas de un coñac de aspecto

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añejo que debía de costar una fortuna.Sacó una botella e hizo girar el líquidoambarino a la luz del rayo de sol que secolaba por el ventanuco.

–¿Te apetece una copa?–No –replicó Sam, retorciéndose en

la silla para mirar la puerta–. Guárdalo.Ahora.

Celaena ladeó la cabeza, revolvió elcoñac una vez más en su botella decristal y lo dejó. Sam suspiró. Detrás dela máscara, Celaena sonrió.

–No debe de ser tan poderoso –comentó la asesina– si tiene un despachotan mugriento.

Sam ahogó una exclamación dedesesperación cuando Celaena se dejócaer en el enorme sillón del escritorio y

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empezó a hojear los libros decontabilidad del pirata y a inspeccionarlos documentos. La letra del pirata erapequeña, casi ilegible, la firma pocomás que una serie de lazos y picos.

Celaena no sabía qué buscabaexactamente. Alzó las cejas una pizca alver una hoja perfumada firmada por unatal «Jacqueline». Se recostó en el sillóny apoyó los pies en el escritorio paraleerla.

–¡Maldita sea, Celaena!Ella enarcó las cejas pero

comprendió que Sam no la veía. Lamáscara y las ropas constituían unaprecaución necesaria que la ayudaba aproteger su identidad. De hecho, todos

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los asesinos de Arobynn habían juradono revelar quién era ella… so pena demuerte precedida de infinitas torturas.

Celaena resopló, pero el alientocalentó horriblemente el interior de lamáscara. Lo único que el mundo sabíade Celaena Sardothien, asesina deAdarlan, era que pertenecía al sexofemenino. Y Celaena quería que siguierasiendo así. ¿Cómo si no iba a recorrerlas amplias avenidas de Rifthold y ainfiltrarse en fiestas eleganteshaciéndose pasar por un miembro de lanobleza extranjera? Y si bien le habríagustado que Rolfe pudiera admirar suprecioso rostro, reconocía que el disfrazle daba un aspecto imponente, sobretodo la máscara, que convertía su voz en

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un murmullo ronco.–Vuelve a tu asiento –Sam alargó la

mano hacia la espada, sin recordar queno estaba allí. Los guardias de la posadales habían quitado todas las armas a laentrada. Por supuesto, no se habían dadocuenta de que Celaena y Sam constituíanarmas en sí mismos. Podían matar aRolfe con las manos desnudas con tantafacilidad como si portaran espadas.

–¿Y si no qué? ¿Me obligarás tú? –Celaena tiró la carta de amor alescritorio–. No sé por qué, pero tengo lasensación de que eso no causaría muybuena impresión a nuestros huéspedes.

La asesina cruzó las manos por detrásde la cabeza y miró el trozo de mar azul

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turquesa que asomaba entre losdestartalados edificios de la bahía de laCalavera.

Sam se levantó a medias de la silla.–Tú vuelve a tu sitio.Celaena puso los ojos en blanco,

aunque Sam no podía verla.–He pasado diez días en el mar. ¿Por

qué iba a sentarme a descansar en unabutaca incómoda habiendo otra que seadapta mucho más a mis gustos?

El chico gruñó. Antes de que pudieradecir nada, la puerta se abrió.

Sam se quedó helado, pero Celaenase limitó a inclinar la cabeza a modo desaludo cuando el capitán Rolfe, señor delos piratas, entró en el despacho.

–Me alegra comprobar que ya os

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sentís como en casa.El hombre, alto y moreno, cerró la

puerta. Un gesto audaz, teniendo encuenta quién lo aguardaba en susdependencias.

Celaena se quedó donde estaba. Vaya,desde luego aquel pirata no se parecíaen nada a lo que ella se esperaba. Pocascosas sorprendían ya a Celaena pero…se lo había imaginado algo másmugriento y mucho más imponente.Habiendo oído las historias que corríanpor ahí de las salvajes peripecias deRolfe, le costaba creer que aquelhombre –delgado pero no fibroso, bienvestido pero no ostentoso, que andaríapor los veintitantos– fuera el legendario

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pirata. Tal vez él también mantuviese suidentidad en secreto para protegerse desus enemigos.

Sam se levantó e inclinó apenas lacabeza.

–Sam Cortland –se presentó.Rolfe tendió la mano y Celaena miró

la palma y los dedos tatuados queestrechaban la manaza de Sam. Elmapa… Aquel era el mítico mapa que lehabían tatuado en la mano a cambio desu alma. El mapa de los océanos delmundo; el mapa que cambiaba paraseñalar dónde se formaban lastormentas, dónde estaban losenemigos… y los tesoros.

–Supongo que vos no necesitáispresentación.

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Rolfe se giró hacia Celaena.–No –la asesina se arrellanó aún más

en la silla–. Supongo que no.Rolfe ahogó una risilla y una sonrisa

torva se extendió por su rostrobronceado. Se acercó al arcón, unmovimiento que proporcionó a Celaenala ocasión de examinarlo mejor.Espaldas anchas, cabeza alta, ciertaelegancia flemática que procedía de laseguridad de saberse el más poderosode por allí. Tampoco llevaba espada.Otro gesto audaz. E inteligente por suparte, puesto que los asesinos podríanhaberse apoderado de su armafácilmente.

–¿Coñac? –preguntó.

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–No, gracias –dijo Sam.Celaena notó los ojos de su

acompañante puestos en ella, como si leordenara en silencio que quitara los piesdel escritorio de Rolfe.

–Aunque con esa máscara puesta –murmuró Rolfe– tampoco podríais beber–se sirvió una copa y dio un buentrago–. Debéis de pasar mucho calor,con toda esa ropa.

Celaena bajó los pies y pasó lasmanos por el borde curvado delescritorio hasta desplegar del todo losbrazos.

–Estoy acostumbrada.Rolfe volvió a beber y la miró

durante un instante por encima del vaso.

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Tenía los ojos de un deslumbrante verdemar, tan brillantes como el agua que seextendía a pocas casas de allí. Mientrasbajaba la copa, se acercó al otro ladodel escritorio.

–Desconozco las costumbres delnorte, pero aquí nos gusta saber conquién estamos hablando.

Celaena ladeó la cabeza.–Como bien habéis dicho, no necesito

presentación. En cuanto al privilegio deadmirar mi hermoso rostro, me temo quemuy pocos hombres disfrutan de él.

Los dedos tatuados de Rolfeapretaron la copa.

–Levantaos de mi sillón.Al otro lado de la habitación, Sam se

crispó. Celaena volvió a examinar el

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contenido del escritorio de Rolfe. Hizochasquear la lengua con desprecio ynegó con la cabeza.

–Deberías ordenar este desastre.Advirtió que el pirata tendía la mano

hacia ella y se levantó antes de queRolfe pudiera aferrarle la lana negra dela capa. El señor de los piratas lesacaba una cabeza.

–Yo en vuestro lugar no haría eso –ronroneó.

Rolfe la fulminó con la mirada.–Estáis en mi ciudad y en mi isla –

apenas los separaba una mano dedistancia–. No os halláis en posición dedarme órdenes.

Sam carraspeó, pero Celaena miró a

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Rolfe directamente a la cara. Los ojosdel pirata escudriñaron la oscuridad quese agazapaba entre la capucha deCelaena; la máscara negra y lisa, lassombras que ocultaban cualquierinsinuación de sus rasgos.

–Celaena –advirtió Sam, y volvió acarraspear.

–Muy bien –la asesina suspirósonoramente y rodeó a Rolfe como si nofuera más que un mueble interpuesto ensu camino. Se sentó en la silla quedescansaba junto a Sam, quien le dedicóuna mirada tan incendiaria como parafundir la totalidad de los YermosHelados.

Celaena sabía que Rolfe estabapendiente de cada uno de sus

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movimientos, pero se limitó a ajustarselos pliegues de la capa azul marino. Sehizo un silencio, solo roto por loschillidos de las gaviotas que planeabansobre la ciudad y los gritos de lospiratas que se llamaban a gritos por lasapestosas calles.

–¿Y bien? –Rolfe apoyó losantebrazos en el escritorio.

Sam miró a Celaena. Le tocaba hablara ella.

–Sabéis muy bien por qué estamosaquí –dijo Celaena–. Pero quizás todoese coñac se os haya bebido elentendimiento. ¿Debo refrescaros lamemoria?

Rolfe le indicó que continuara con un

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gesto de aquella mano verde, azul ynegra, como un rey en su trono que sedispone a oír las quejas del populacho.Cerdo.

–Tres asesinos de nuestra cofradíahan aparecido muertos en Bellhaven. Elúnico que consiguió escapar dijo quehabían sido atacados por piratas –Celaena apoyó el brazo en el respaldode la silla–. Piratas de vuestra bahía.

–¿Y cómo supo el superviviente quelos piratas procedían de aquí?

Celaena se encogió de hombros.–Quizás los tatuajes los delataron.Todos los hombres de Rolfe llevan

una mano multicolor tatuada en lamuñeca.

Rolfe abrió un cajón del escritorio,

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sacó una hoja de papel y leyó elcontenido.

–En cuanto me llegaron voces de queArobynn Hamel me culpaba de tresmuertes, hice que el maestro astillero deBellhaven me enviara estos documentos.Parece ser que el incidente tuvo lugar enlos muelles, a las tres de la mañana.

Era el turno de Sam.–En efecto.Rolfe dejó los papeles y alzó los ojos

al techo.–Si eran las tres de la mañana y el

incidente sucedió en los muelles, quecarecen de iluminación, como sin dudaya sabéis –Celaena no lo sabía–, ¿cómoes posible que vuestros asesinos vieran

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los tatuajes?Celaena frunció el ceño.–Porque sucedió hace tres semanas,

en noche de luna llena.–Ah, pero apenas estamos en

primavera. Incluso allá en Bellhaven,las noches son frías. A menos que mishombres hubieran prescindido de losabrigos, es imposible que…

–Ya basta –ordenó Celaena–. Seguroque ese papel está lleno de excusasbaratas –la asesina cogió la cartera quellevaba consigo y sacó dos documentossellados–. Esto es para vos –los arrojóal escritorio–. De parte de nuestromaestro.

Los labios de Rolfe insinuaron unasonrisa, pero cogió los documentos de

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todos modos y examinó el sello. Loslevantó para mirarlos a la luz.

–Me sorprende que estén intactos.Una mirada maliciosa asomó a los

ojos del señor de los piratas. Celaenanotó que Sam se erguía satisfecho.

Con dos hábiles golpes de muñeca,Rolfe rasgó ambos sobres usando unabrecartas que, al parecer, Celaenahabía pasado por alto. ¿Cómo eraposible que no lo hubiera visto? Unerror estúpido.

Se hizo el silencio mientras Rolfe leíalas cartas. Entretanto, no dijo nada. Selimitó a hacer tamborilear los dedoscontra la superficie de madera. Hacía uncalor asfixiante, y el sudor caía a

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chorros por la espalda de Celaena. Sesuponía que debían pasar allí tres días;el tiempo suficiente para que Rolfereuniera el dinero que les debía. Quedebía de ser mucho, a juzgar por el ceñoque el pirata exhibía.

Al finalizar la lectura, Rolfe lanzó unlargo suspiro y agrupó los papeles.

–Las condiciones de vuestro maestroson duras –objetó el pirata, pasando lavista de Celaena a Sam–, pero elacuerdo que propone no me parecedescabellado. Quizás deberíais haberleído la carta antes de acusarnos a mí ya mis hombres. No habrá retribución poresos asesinos muertos. De cuyasmuertes, tal como vuestro amo reconoce,yo no tengo la culpa, en último término.

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Parece ser que Arobynn Hamel tienesentido común.

Celaena reprimió el impulso deacercarse a mirar. Si Arobynn no pedíauna retribución por la muerte deaquellos asesinos, ¿qué hacían allí? Leardía la cara de vergüenza. Habíaquedado como una tonta, ¿verdad?Como Sam hiciese amago de sonreír…

Rolfe volvió a golpetear la mesa conlos dedos tatuados y se pasó una manopor aquel pelo oscuro, que le llegaba ala altura de los hombros.

–En cuanto al acuerdo comercial quepropone… Le pediré a mi contable quecalcule las tarifas, pero tendréis quedecirle a Arobynn que no espere ningún

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beneficio, como mínimo, hasta elsegundo envío. Puede que el tercero. Ysi no le parece bien, que venga adecírmelo en persona.

¿Beneficios? ¿Envíos? Por una vez,Celaena se alegró de llevar la máscarapuesta. Por lo que parecía, los habíanenviado a cerrar una especie deinversión. Miró de reojo a Sam, queasintió como si supiera exactamente dequé hablaba el señor de los piratas.

–¿Y cuándo tendrá lugar el primerenvío? –preguntó.

Rolfe guardó las cartas en un cajóndel escritorio y lo cerró con llave.

–Los esclavos llegarán dentro de dosdías, justo a tiempo para vuestra partida.Estoy dispuesto a alquilaros mi propio

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barco, de modo que podéis decir a esatripulación vuestra tan melindrosa queson libres de regresar a Rifthold estamisma noche, si así lo desean.

Celaena se lo quedó mirando.Arobynn los había enviado a recoger…¿esclavos? ¿Cómo era posible quehubiera caído tan bajo? Y había mentidoacerca de la misión. Le temblaban lasaletas de la nariz. Sam conocía lostérminos del acuerdo, pero por algunarazón había olvidado mencionar elverdadero motivo de la visita… a lolargo de los diez días que había duradola travesía. En cuanto estuvieran a solas,se las pagaría. Pero de momento…Celaena no podía permitir que Rolfe se

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percatara de su ignorancia.–Espero que no haya incidentes –le

advirtió–. A Arobynn no le complaceríaque las cosas se torcieran.

Rolfe rio por lo bajo.–Tenéis mi palabra de que todo se

desarrollará según lo acordado. Poralgo soy el señor de los piratas.

Celaena se echó hacia delante yadoptó el tono tranquilo de uncomerciante solo interesado por suinversión.

–¿Cuánto tiempo lleváis en el negociodel tráfico de esclavos?

No podía ser mucho tiempo. Adarlanllevaba únicamente dos años capturandoy vendiendo esclavos, casi todosprisioneros de guerra que osaban

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rebelarse contra el conquistador.Muchos procedían de Eyllwe, perotambién había prisioneros de Melisandey Finnitierland, e incluso de la tribuaislada de las montañas del ColmilloBlanco. La mayoría iban a parar aCalaculla y a Endovier, los campos detrabajo más grandes y famosos delcontinente, a las minas de sal y demetales. Sin embargo, cada vez eran máslas casas nobles de Adarlan queadquirían esclavos. Y pensar queArobynn quería sacar tajada de unnegocio tan ruin… formar parte delmercado negro… Aquello mancillaría lareputación de toda la cofradía deasesinos.

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–Creedme –aseguró Rolfe cruzándosede brazos–. Tengo experiencia de sobra.En cambio, deberíais inquietaros porvuestro maestro. El tráfico de esclavoses un negocio seguro, pero puede quedeba invertir más recursos de los queimagina en impedir que nuestro acuerdollegue a los oídos equivocados.

A Celaena se le revolvieron lastripas, pero fingió desinterés y repuso:

–Arobynn es un comerciante sagaz.Sacará el máximo partido a la materiaprima que le proporcionéis, sea cualsea.

–Por su bien, espero que sea verdad.No quiero arriesgar mi nombre y mireputación en vano.

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Rolfe se levantó, y los dos asesinoshicieron lo mismo.

–Mañana os devolveré losdocumentos firmados. De momento… –señaló la puerta– os he preparado doshabitaciones.

–Solo necesitamos una –lointerrumpió Celaena.

Rolfe enarcó las cejas con ademáninsinuante.

Detrás de la máscara, Celaena seruborizó. Sam ahogó una risa.

–Una habitación, dos camas.Rolfe rio a su vez mientras se dirigía

a grandes zancadas hacia la puerta.–Como gustéis. También tenéis dos

baños preparados. –Celaena y Sam lo

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siguieron por un pasillo angosto yoscuro–. Aunque podéis usar solo uno –añadió con un guiño.

Celaena tuvo que recurrir a todo suautocontrol para no propinarle unapatada en las partes bajas.

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CAPÍTULO 3

Tardaron cinco minutos en inspeccionarla exigua habitación en busca de mirillaso señales de peligro, cinco minutos másen separar los cuadros de las paredesrevestidas de madera, revisar lostablones del suelo, sellar la rendija entrela puerta y el piso y tapar la ventana conla vieja capa negra de Sam.

Cuando Celaena tuvo la certeza deque nadie podía verlos ni oírlos, seretiró la capucha, se desató la máscara y

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se volvió furiosa hacia Sam.Este, sentado en una cama mínima, tan

estrecha que más parecía un catre, leenseñó las palmas de las manos.

–Antes de que me saltes a la yugular –explicó sin alzar la voz, por si acaso–,deja que te diga que sabía tan pococomo tú del verdadero motivo de estareunión.

Ella lo fulminó, saboreando entretantoel aire fresco en la cara, sudada ypegajosa.

–¿Ah, sí? ¿De verdad?–No eres la única que sabe

improvisar –Sam se quitó las botas y serecostó en la cama–. Ese hombre estátan enamorado de sí mismo como tú; nonos conviene que sepa que nos lleva

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ventaja.Celaena cerró los puños con fuerza.–¿Y por qué nos habrá hecho venir

Arobynn sin revelarnos el verdaderomotivo de la visita? Regañar a Rolfe…¡por un crimen en el que no ha tenidonada que ver! Puede que Rolfe nos hayamentido acerca del verdadero contenidode la carta –la asesina se irguió–. Esmuy posible que…

–No nos ha mentido sobre elcontenido de la carta, Celaena –replicóSam–. ¿Por qué iba a molestarse? Tienecosas más importantes que hacer.

Ella farfulló una retahíla de palabrasmalsonantes mientras paseaba de unlado a otro, taconeando sobre aquellos

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tablones irregulares. Menudo señor delos piratas. ¿Aquella era la mejorhabitación que podía ofrecerles? Ellaera la asesina de Adarlan, la manoderecha de Arobynn Hamel, ¡no unaramera de tres al cuarto!

–Sea como sea, seguro que Arobynntiene sus razones.

Sam se tendió en el lecho y cerró losojos.

–Esclavos –escupió ella mientras sepasaba la mano por el pelo recogido. Sele trabaron los dedos con la trenza–. ¿Enqué está pensando Arobynn paraimplicarse en el tráfico de esclavos?Estamos por encima de esas cosas. ¡Nonecesitamos ese dinero!

A menos que Arobynn hubiera

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mentido. A menos que tanto derroche seestuviera llevando a cabo con fondosinexistentes. Celaena siempre habíadado por supuesto que la riqueza del reyde los asesinos no tenía fin. Arobynnhabía gastado la fortuna de un rey encriarla; en su guardarropa, sin ir máslejos. Pieles, seda, joyas, la cantidadsemanal que dedicaba a embellecerse…Por supuesto, siempre había dejado bienclaro que era un préstamo, que sequedaría una parte de sus ganancias,pero…

Tal vez Arobynn solo pretendieraenriquecerse aún más. Si Ben hubieraestado vivo, no se lo habría permitido.Ben se habría sentido tan asqueado

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como ella. Asesinar a funcionarioscorruptos era una cosa, pero capturarprisioneros de guerra, maltratarlos hastaque dejasen de resistirse y luegocondenarlos a la esclavitud de porvida…

Sam abrió un ojo.–¿Te vas a bañar, o voy yo primero?Ella le lanzó la capa. Sam la cogió

con una sola mano y la tiró al suelo.Celaena dijo:

–Yo primero.–Cómo no.Celaena lo miró con rabia, se dirigió

al baño hecha una furia y cerró de unportazo.

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De todos los banquetes a los queCelaena había asistido en su vida, aquel,sin duda, fue el peor. No por culpa de lacompañía, que ofrecía cierto interés, pormal que le supiese admitirlo; ni tampocoa causa de la comida, que tenía unaspecto delicioso y olía de maravilla,sino porque aquella maldita máscara leimpedía llevarse nada a la boca.

Sam, como era de esperar, repetía unay otra vez para humillarla aún más.Celaena, sentada a la izquierda deRolfe, albergaba en parte la esperanzade que la comida estuviera envenenada.Por desgracia, Sam solo se servía de las

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carnes y estofados que Rolfe probabaantes que él, de modo que lasprobabilidades de que su deseo sehiciera realidad eran bastante escasas.

–Señorita Sardothien –se mofó Rolfecon las cejas muy arqueadas–, debéis deestar muerta de hambre. ¿O acaso micomida no es lo bastante exquisita paravuestro refinado paladar?

Bajo la capa, la capucha y la túnicanegras, Celaena no solo estaba muertade hambre, también acalorada ycansada. Además sedienta. Todo lo cual,unido a su fuerte temperamento,constituía una combinación letal. Perono podía dejarlo entrever.

–No tengo hambre –mintió mientrashacía girar el agua en la copa. Se

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deslizaba hacia los bordes tentándolacon cada giro. Tuvo que dejar dehacerlo.

–Tal vez si retiraseis la máscara lacomida os resultaría más agradable –prosiguió Rolfe al mismo tiempo quetomaba un bocado de jabalí asado–. Amenos que lo que se oculta tras lamáscara nos quite el apetito.

Los otros cinco piratas –todoscapitanes de la flota de Rolfe– se rieronpor lo bajo y Celaena se irguió.

–Seguid hablando así –la asesinacogió la copa por el tallo– y os daré avos motivos para llevar máscara.

Sam le dio una patada por debajo dela mesa y Celaena se la devolvió, un

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golpe directo a la espinilla, tan fuerteque Sam se atragantó con el agua.

Los capitanes perdieron el buenhumor pero Rolfe soltó una risilla.Celaena apoyó una mano enguantada enla mesa, cuya superficie estaba surcadade quemaduras y cortes. Sin duda elmueble había soportado más de unareyerta. ¿Acaso a Rolfe no le atraía ellujo? O tal vez no disfrutara de muybuena posición, si tenía que recurrir altráfico de esclavos. Arobynn, encambio… Arobynn era tan rico como elpropio rey de Adarlan. ¿Qué necesidadtenía de caer tan bajo?

Rolfe volvió los ojos hacia Sam, queuna vez más parecía enfurruñado.

–¿Alguna vez la habéis visto sin

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máscara?Sam, para sorpresa de Celaena, hizo

una mueca.–Una vez –la miró con un recelo la

mar de creíble–. Y fue suficiente.Rolfe escudriñó el rostro de Sam

apenas un instante, luego dio otrobocado a la carne.

–Bueno, ni no queréis enseñarme lacara, a lo mejor accedéis a contarmecómo llegasteis a ser la protegida deArobynn Hamel.

–Entrenando –replicó ella conindiferencia–. No todos tenemos lasuerte de llevar un mapa mágico tatuadoen la mano. Algunos debemos trabajarduro para llegar a lo más alto.

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Rolfe se crispó, y los capitanesdejaron de comer. El señor de lospiratas se la quedó mirando tanfijamente que Celaena quiso que se latragara la tierra. A continuación dejó eltenedor sobre la mesa.

Sam se acercó un poco más aCelaena, pero solo, advirtió ella, paraver mejor a Rolfe, que mostraba laspalmas sobre la mesa.

Juntas, sus manos formaban un mapadel continente; nada más.

–Este mapa lleva ocho años sincambiar –hablaba en tono ronco. Unescalofrío recorrió la espalda deCelaena. Ocho años. Exactamente eltiempo transcurrido desde que los seres

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mágicos habían desaparecido–. Novayáis a pensar –prosiguió Rolferetirando las manos–, que no he tenidoque abrirme paso con uñas y dientes,exactamente igual que vos.

Si tenía casi treinta años, seguramentehabría cometido más asesinatos que ella.Y a juzgar por las muchas cicatrices quele surcaban las manos y la cara, sin dudase había cruzado con muchos dientes yuñas en su camino.

–Me alegra saber que somos espíritusafines –replicó Celaena.

Si Rolfe estaba acostumbrado aensuciarse las manos, entonces el tráficode esclavos no lo acobardaba. Ahorabien, él era un pirata zarrapastroso.Ellos eran los asesinos de Arobynn

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Hamel; educados, ricos, refinados. Nose rebajaban a traficar con esclavos.

Rofe le dedicó una sonrisa torva.–¿Tenéis mal carácter por naturaleza

u os comportáis así porque os asustarelacionaros con los demás?

–Soy la asesina más peligrosa delmundo –Celaena levantó la barbilla–.No temo a nadie.

–¿De verdad? –se extrañó Rolfe–.Porque yo soy el pirata más peligrosodel mundo y temo a más de uno. Graciasa eso sigo vivo después de tanto tiempo.

Celaena no se dignó responder.Traficante bastardo. Él meneó la cabezade lado a lado, sonriendo del mismomodo que sonreía Celaena cuando

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quería sacar a Sam de sus casillas.–Me sorprende que Arobynn no os

haya enseñado a mantener a raya vuestraarrogancia –opinó Rolfe–. Vuestrocompañero sí que sabe cuándo debemantener la boca cerrada.

Sam tosió y se echó hacia delante.–¿Y cómo llegasteis vos a ser el

señor de los piratas?Rolfe pasó un dedo por una muesca

de la mesa.–Maté a todos los piratas que me

superaban –los otros tres capitanes,todos mayores, más curtidos y muchomenos atractivos que él, resoplaron,pero no lo negaron–. A todo aquel tanarrogante como para pensar que unjoven con una tripulación desigual y un

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solo barco a su mando no suponíaninguna amenaza. Pero todos cayeron,uno a uno. Cuando te labras así tureputación, la gente tiende a respetarte –Rolfe miró a Celaena y a Samalternativamente–. ¿Queréis un consejo?–le preguntó a la asesina.

–No.–Yo vigilaría a Sam. Tal vez seáis

mejor, Sardothien, pero siempre hayalguien esperando a que cometáis undescuido.

Sam, el muy bastardo traidor, noocultó una sonrisilla de suficiencia. Losotros piratas rieron por lo bajo.

Celaena fulminó a Rolfe con lamirada. Se le retorcían las tripas de

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hambre. Comería más tarde;escamotearía algo de las cocinas de lataberna.

–¿Queréis vos un consejo?Él agitó una mano invitándola a

proceder.–Meteos en vuestros asuntos.Rolfe la obsequió con una sonrisa

lánguida.–No me fío de Rolfe –musitó Sam

más tarde, en la oscuridad de lahabitación. Celaena, encargada de laprimera guardia, miró enfurruñada a sucompañero, que yacía en la cama.

–No me extraña –gruñó, disfrutandodel aire que le refrescaba la cara–. Teha dicho que me asesines.

Sam rió entre dientes.

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–Un sabio consejo.Ella se arremangó las mangas de la

túnica. Aun por la noche, aquel malditolugar era un horno.

–¿Ah, sí? Pues también sería sabiopor tu parte no dormir, no vaya a ser queno despiertes más.

El colchón de Sam chirrió cuando sedio la vuelta.

–Venga… ¿Es que no sabes aceptaruna broma?

–¿En lo que concierne a mi vida? No.Sam resopló.–Créeme, si no te llevara sana y salva

a casa, Arobynn me desollaría vivo.Literalmente. Si alguna vez te mato,Celaena, me aseguraré antes de que

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nadie me pueda encontrar.Celaena frunció el ceño.–Te lo agradezco.Se abanicó con la mano el rostro

sudoroso. Habría vendido su alma aldiablo por un soplo de aire fresco, perono podían abrir la ventana o no tardaríaen aparecer algún par de ojos deseosode averiguar qué aspecto tenía. Claroque, bien pensado, le habría encantadover la cara que se le quedaba a Rolfe alver su rostro. Seguramente ya habíadeducido que era joven, pero saber queestaba tratando con una muchacha dedieciséis años sería un golpe del que suorgullo jamás se recuperaría.

Solo pasarían allí tres noches; ambospodían prescindir de algunas horas de

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sueño si de ese modo protegían elsecreto de la identidad de Celaena… ypreservaban las vidas de ambos.

–¿Celaena? –le preguntó Sam en laoscuridad–. ¿Puedo dormirme sin miedoa no despertar mañana?

Ella parpadeó y luego rio por lo bajo.Como mínimo Sam se tomaba en seriosus amenazas. Ojalá pudiera decir lomismo de Rolfe.

–No –replicó–. Esta noche no.–Alguna otra pues –musitó él.Al cabo de pocos minutos, se quedó

dormido.Celaena apoyó la cabeza contra el

revestimiento de la pared y se quedóescuchando el susurro de la respiración

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de Sam mientras las horas nocturnas sealargaban hacia el amanecer.

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CAPÍTULO 4

Celaena no durmió en toda la noche, nisiquiera cuando Sam la relevó. A lolargo de toda la guardia nocturna, unpensamiento la había estado torturando.

Los esclavos.A lo mejor, si Arobynn hubiera

enviado a otras personas –y ella sehubiera enterado más tarde de losnegocios que Arobynn se traía entremanos, cuando hubiera tenido otrascosas en las que pensar– no le habría

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importado. Sin embargo, enviarla a ellaa buscar un cargamento de esclavos...personas que no habían hecho nada malosalvo luchar por su libertad y laseguridad de sus familias…

¿Cómo podía esperar el rey de losasesinos que fuera Celaena quien lostransportase? Si Ben hubiera estadovivo, habría contado con un aliado. Ben,a pesar de su profesión, era la personamás compasiva que había conocido ensu vida. Su muerte dejaba un vacío queCelaena jamás podría llenar.

Sudaba tanto que acabó por dejar lassábanas empapadas. Y durmió tan pocoque cuando amaneció se sentía como siuna manada de caballos salvajes lahubiera arrastrado por los pastos de

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Eyllwe.Por fin, Sam la despabiló, azuzándola

de mala manera con el pomo de laespada. La miró un momento y le dijo:

–Tienes un aspecto horrible.Comprendiendo que aquella iba a ser

la tónica del día, Celaena se levantó dela cama y cerró la puerta del baño de unportazo.

Cuando salió poco después, lo másaseada que pudo teniendo en cuenta quesolo contaba con una jofaina y suspropias manos, comprendió una cosacon absoluta claridad.

Jamás, ni en su peor pesadilla, iba atransportar a aquellos esclavos aRifthold. Rolfe se los podía quedar, por

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lo que a Celaena concernía, pero nosería ella quien los llevase a la capital.

Tenía dos días para discurrir el modode arruinar los planes de Arobynn y elseñor de los piratas.

Y salir viva del intento.Se ciñó la túnica a los hombros,

lamentando en silencio que las varas detela ocultaran gran parte de su preciosatúnica negra; en particular el hermosobordado dorado. Bueno, como mínimola capa también era exquisita. Aunqueestuviese algo rozada por culpa dellargo viaje.

–¿Adónde vas? –le preguntó Sam. Selevantó de la cama, donde estabatumbado limpiándose las uñas con lapunta de la daga.

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No podía contar con que Sam laayudase. Tendría que encontrar el modode arruinar aquel negocio ella sola.

–Quiero hacerle algunas preguntas aRolfe. A solas –se ató la máscara y sedirigió a la puerta a grandes zancadas–.Y espero tener el desayuno preparadocuando vuelva.

Sam se quedó de una pieza, con loslabios apretados.

–¿Qué?Celaena señaló al pasillo, en

dirección a la cocina.–Desayuno –dijo despacio–. Tengo

hambre.Sam abrió la boca y Celaena aguardó

su réplica, pero se quedó con las ganas.

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El asesino hizo una gran reverencia.–Vuestros deseos son órdenes para mí

–asintió.Intercambiaron gestos particularmente

vulgares mientras Celaena salía alpasillo.

Esquivando charcos de mugre, vómito ylos dioses sabían qué, Celaena teníaalgunos problemas para mantener ellargo paso de Rolfe. Las nubesanunciaban lluvia, y muchas de laspersonas con las que se cruzaban por lacalle –piratas andrajosos que setambaleaban, prostitutas que avanzaban

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a trompicones después de una larganoche, huérfanos descalzos que corríancomo locos– se disponían a buscarrefugio en los destartalados edificios.

La bahía de la Calavera no era unaciudad famosa por su belleza, y muchasde las casas, destartaladas y mediohundidas, parecían hechas de poco másque madera y clavos. Además de serfamosa por la escoria que la habitaba, laciudad era conocida sobre todo por elRompe-navíos, una cadena gigante quecruzaba en línea recta aquella bahía enforma de herradura.

Llevaba siglos allí, y era tan gruesaque, como su nombre indicaba, podíapartir en dos el mástil de cualquierbarco que chocase contra ella. Aunque

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estaba pensada sobre todo para disuadira los atacantes, también evitaba que losbarcos se escabullesen sin ser vistos. Ydado que el resto de las costas de la islaeran altos acantilados, no había muchosotros sitios donde los barcos pudiesenatracar con seguridad, de tal modo quecualquier nave que quisiese entrar osalir de la bahía debía aguardar a que lacadena fuera arriada por debajo de lasuperficie del agua… y estar dispuesta apagar un sustancioso impuesto.

–Tenéis tres calles para preguntar –lainformó Rolfe–. Será mejor que llevéisla cuenta.

¿Acaso el capitán pirata seapresuraba adrede para fastidiarla?

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Manteniendo a raya su mal genio,Celaena se concentró en las exuberantesy escarpadas montañas que rodeaban laciudad, en la rutilante curva de la bahía,en el leve dulzor del aire. Cuando habíaido a buscarlo, Rolfe estaba a punto deabandonar la taberna para dirigirse auna reunión, y había aceptado respondera las preguntas de Celaena mientrascaminaban.

–Cuando lleguen los esclavos –preguntó Celaena, intentando aparentarla mínima incomodidad posible–,¿podré examinarlos o debo confiar enque nos proporcionaréis material deprimera?

El pirata encajó la impertinencia conun ademán de incredulidad, y Celaena

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saltó sobre las piernas extendidas de unborracho dormido –o muerto– que ledificultaba el paso.

–Llegarán mañana por la tarde. Teníapensado inspeccionarlos yo mismo, perosi tanto os preocupa la calidad de lamercancía, dejaré que me acompañéis.Consideradlo un privilegio.

Celaena resopló.–¿Adónde? ¿A vuestro barco?Sería mejor que se hiciera una idea de

cómo funcionaba el asunto antes detrazar un plan. Era posible que el propioprocedimiento le diese alguna idea decómo sabotear el trato sin arriesgarsemás de lo imprescindible.

–He transformado un gran establo en

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una especie de barracón. Normalmenteexamino a los esclavos allí, pero puestoque está al otro lado de la ciudad y quezarpáis a la mañana siguiente, examinarélos vuestros en el mismo barco.

Celaena hizo chasquear la lengua contanta fuerza que el otro la oyó.

–¿Y cuánto tiempo nos llevará eso?Rolfe enarcó una ceja.–¿Tenéis mejores cosas que hacer?–Contestad a mi pregunta.Un trueno retumbó a lo lejos.Llegaron a los muelles, que eran con

mucho el lugar más imponente de laciudad. Barcos de todas las formas ytamaños se mecían junto a losdesembarcaderos de madera, y lospiratas correteaban de un lado a otro,

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amarrando las naves lo mejor posibleantes de que estallase la tormenta. Brillóun relámpago en el horizonte, justoencima de la atalaya solitaria que seerguía a la entrada norte de la bahía; latorre desde la cual se izaba y arriaba elRompe-navíos. A la luz del fogonazo,Celaena había visto también doscatapultas instaladas en lo alto de laatalaya. Si el Rompe-navíos no destruíaun barco, aquellas catapultas seencargaban de rematar la faena.

–No os preocupéis, señoritaSardothien –dijo Rolfe, que avanzaba agrandes zancadas junto a las diversastabernas y posadas que se alineaban enlos muelles. Faltaban dos calles para

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llegar–. No perderéis el tiempo. Aunquetardaremos un buen rato en examinar acien esclavos.

¡Cien esclavos en un barco! ¿Dóndelos iban a meter a todos?

–Siempre y cuando no intentéisengañarme –replicó ella–, consideraréel tiempo bien empleado.

–Para que no tengáis motivos de queja(aunque estoy seguro de que haréis loposible por encontrarlos), esta mismanoche me propongo inspeccionar otrocargamento de esclavos en el almacén.¿Por qué no me acompañáis? De esemodo, mañana tendréis algo con lo quecomparar.

A Celaena le pareció una ideaexcelente. De ese modo, tal vez pudiese

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alegar que los esclavos no estaban a laaltura del primer cargamento y negarse ahacer negocios con él. Y luegomarcharse, sin que nadie salieseperjudicado. Tendría que enfrentarse aSam –y luego a Arobynn–, pero… yapensaría en ello más tarde.

Se encogió de hombros y agitó lamano con desdén.

–Muy bien. Enviad a alguien abuscarme cuando llegue el momento –lahumedad era tan intensa que Celaena sesentía como si estuviera nadando en elaire–. Y una vez haya concluido lainspección de los esclavos deArobynn… –cuanta más informaciónpudiese reunir, más posibilidades

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tendría después de utilizarla contraRolfe–. ¿Seré yo la encargada devigilarlos en el barco o vuestroshombres los vigilarán por mí? Vuestrospiratas podrían pensar que los esclavosson para aquel que los encuentre.

Rolfe apretó la empuñadura de suespada, que destelló a la luz mortecina.Celaena admiró el elegante puño, querepresentaba la cabeza de un dragón demar.

–Si doy órdenes de que nadie lostoque, nadie los tocará –declaró Rolfeentre dientes. Era un placer verloenojado para variar–. Sin embargo,apostaré unos cuantos hombres en elbarco, si eso os ayuda a dormir mejor.No me gustaría que Arobynn pensara

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que no me tomo en serio sus inversiones.Se aproximaban a una taberna pintada

de azul, a cuya puerta haraganeabanvarios hombres ataviados con túnicasoscuras. Al ver aproximarse al señor delos piratas, se irguieron y lo saludaron.¿Sería su guardia personal? ¿Y por quénadie lo escoltaba por las calles?

–Me parece bien –aceptó ella consequedad–. No quiero pasar aquí mástiempo del necesario.

–Estoy seguro de que estáis ansiosapor regresar con vuestros clientes deRifthold –Rolfe se detuvo delante de ladesvaída puerta. Sobre la misma,colgada sobre unos goznes quechirriaban al viento de la tormenta,

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colgaba un cartel que rezaba: ELDRAGÓN MARINO. Así se llamabatambién el afamado barco del pirata, queestaba amarrado a poca distancia y quetampoco era gran cosa. Quizás aquellataberna fuese el cuartel general delseñor de los piratas. Y dado queobligaba a Celaena y a Sam a alojarse acierta distancia de allí, cabía suponerque el pirata se fiaba de ellos tan pococomo los asesinos confiaban en él.

–Más bien estoy ansiosa por volver ala civilización –replicó Celaena condulzura.

Rolfe soltó un gruñido y cruzó elumbral de la taberna. En el interior, todoeran sombras y murmullos, además de unfuerte tufo a cerveza rancia. Aparte de

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eso, Celaena no pudo ver nada.–Algún día –dijo Rolfe en voz muy

baja–, alguien os hará tragar toda esaarrogancia –un rayo lejano arrancó unfulgor a sus ojos–. Solo espero estar allípara verlo.

Dicho eso, le cerró a Celaena lapuerta de la taberna en las narices.

Celaena sonrió, y su sonrisa seensanchó aún más cuando los goteronesde lluvia salpicaron el suelo coloróxido, refrescando el bochorno alinstante.

La conversación había ido demaravilla.

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–¿Está envenenada? –preguntó Celaenaa Sam mientras se dejaba caer en lacama.

Un trueno sacudió la taberna hasta loscimientos. La taza de té tintineó contra elplato. Mientras se echaba la capuchahacia atrás y se quitaba la máscara,Celaena aspiró el aroma a pan reciénhorneado, salchichas y gachas.

–¿Quién te preocupa exactamente,ellos o yo?

Sam estaba sentado en el suelo, con laespalda contra la cama.

Solo para pincharlo, Celaena husmeóla comida.

–¿Es… belladona ese olor quedetecto?

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Sam la miró con indiferencia, yCelaena sonrió mientras daba un bocadoal pan. Guardaron silencio durante unosminutos. Solo se oía el roce de loscubiertos contra los platos mellados, elgolpeteo de la lluvia en el tejado y elrumor ocasional de un trueno a lo lejos.

–¿Y bien? –preguntó Sam por finmientras Celaena se tomaba el té–. ¿Mevas a contar lo que estás tramando odebo advertirle a Rolfe que se preparepara lo peor?

La asesina sorbió el té condelicadeza.

–No tengo la menor idea de a qué terefieres, Sam Cortland.

–¿Qué tipo de preguntas le has hecho?

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Celaena dejó la taza en el plato. Lalluvia que azotaba las contraventanasahogó el tintineo.

–Preguntas muy educadas.–¿Ah, sí? No sabía que conocieras el

significado de la palabra «educado».–Puedo ser muy educada cuando me

lo propongo.–Cuando te interesa, querrás decir.

¿Qué te interesa exactamente de Rolfe?La asesina se quedó mirando a su

compañero. No parecía que Samalbergase escrúpulos morales enrelación al tráfico de esclavos. Aunqueno confiaba en Rolfe, no le preocupabaque doscientas personas inocentesestuvieran a punto de ser vendidas como

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ganado.–Quería saber más del mapa que lleva

tatuado en las manos.–¡Maldita sea, Celaena! –Sam

estampó el puño contra el suelo demadera–.¡Dime la verdad!

–¿Por qué? –preguntó ella con unmohín–. Además, ¿cómo sabes que noestoy diciendo la verdad?

Sam se levantó y empezó a pasear deun lado a otro por el cuartucho. Sedesabrochó el botón superior de latúnica y se dejó la piel del pecho aldescubierto. El gesto comportaba unaextraña intimidad y Celaena apartó lamirada a toda prisa.

–Nos hemos criado juntos –Sam sedetuvo a los pies de la cama de la

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asesina–. ¿Crees que no me doy cuentacuando tramas algo? ¿Qué quieres deRolfe?

Si Celaena se lo contaba, él haríacuanto estuviera en su mano porimpedirle que arruinara el trato. Y conun enemigo tenía bastante. Mientras notuviera un plan, debía mantenerlo almargen. Además, si las cosas salían mal,era muy posible que Rolfe asesinara aSam por haber participado. Osencillamente por ser su compañero.

–A lo mejor no me puedo resistir a suencantos –dijo.

Sam se quedó de una pieza.–Te lleva veinte años.–¿Y qué?

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Sam no pensaría que hablaba en serio,¿verdad?

El asesino lanzó a Celaena unamirada tan incendiaria que podríahaberla reducido a cenizas allí mismo.Luego se acercó a la ventana y arrancóla capa que la cubría.

–¿Qué haces?Sam abrió de par en par las

contraventanas a un cielo henchido delluvia y relámpagos.

–Me estoy asfixiando. Y si tanto teinteresa Rolfe, en un momento u otrotendrá que averiguar el aspecto quetienes, ¿no? ¿Por qué pasar tanto calor?

–Cierra la ventana.Sam se cruzó de brazos.

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–Ciérrala –le gritó Celaena.Al ver que el chico no hacía ademán

de obedecer, Celaena se puso en pievolcando la bandeja en la alfombra y loempujó con tanta fuerza que Sam dio unpaso hacia atrás. Con la cabeza gacha, laasesina cerró las dos hojas y luego tapóel cristal con su propia capa.

–Idiota –susurró–. ¿A qué ha venidoeso?

Sam se le acercó tanto que Celaenanotó su aliento cálido en el rostro.

–Estoy harto de todo el melodramaque se organiza cada vez que te ponesesa estúpida máscara. Y aún estoy másharto de que me mangonees.

De modo que ese era el problema.

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–Pues ve acostumbrándote.Celaena se giró para volver a la cama

pero Sam la cogió de la muñeca.–Sea lo que sea lo que estás

maquinando, sea cual sea el embrollo alque estás a punto de arrastrarme,recuerda que aún no eres la jefa de lacofradía de los asesinos. Todavía debesresponder ante Arobynn.

Ella puso los ojos en blanco y se zafóde su mano.

–Vuelve a tocarme –lo amenazómientras se dirigía a la cama, cogiendoel tenedor caído al pasar– y te arrancoesa mano.

Después de eso, Sam no volvió ahablarle.

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CAPÍTULO 5

La cena transcurrió en silencio. Rolfeapareció a las ocho de la noche parallevarlos al barracón. Sam ni siquierapreguntó adónde iban. Se limitó aacompañarlos, como si lo supieraperfectamente.

El barracón era un enorme almacén demadera. Aun a buena distancia, el lugardesprendía algo siniestro; el instinto legritaba a Celaena que no entrara allí. Elfuerte hedor de los cuerpos no la

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alcanzó hasta que estuvo dentro.Parpadeando para proteger los ojos delbrillo de las antorchas y de las lámparasde aceite, Celaena tardó unos instantesen distinguir lo que tenía delante.

Rolfe, que avanzaba decidido pordelante de ellos, no titubeó mientraspasaba ante celdas y más celdas repletasde esclavos. En cambio, se dirigió haciaun gran espacio abierto al fondo delalmacén, donde un hombre de Eyllwe depiel aceitunada permanecía en pie entrecuatro piratas.

Junto a Celaena, Sam ahogó un grito ypalideció. Por si el olor no bastara, laspersonas que se apiñaban en el interiorde las celadas cogidas a los barrotes,encogidas contra los muros o aferrando

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a sus hijos –niños– rompían el corazón.Aparte de algún sollozo ahogado, los

esclavos –una mezcla de prisioneros detierras diversas– guardaban silencio.Algunos ojos se abrieron como platos alverla. Celaena había olvidado elaspecto que ofrecía: sin rostro, con lacapa ondeando tras ella, caminando agrandes zancadas como la muerte enpersona. Algunos esclavos dibujaronincluso signos invisibles en el aire,como para protegerse de aquel diablocon el que la hubieran confundido.

La asesina se fijó en los cerrojos delas celdas y contó la cantidad depersonas que se apiñaba en cada una.Parecían proceder de todos los reinos

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del continente. Distinguió incluso elpelo anaranjado y los ojos grises de loshombres de las montañas; tipos deaspecto feroz que observaban conatención los movimientos de Celaena. Ymujeres, algunas no mucho mayores queella. ¿Eran rebeldes también o solo lashabían sorprendido en el lugarequivocado en el momento inapropiado?

El corazón de Celaena se aceleró. Apesar de los años transcurridos, la genteseguía desafiando al imperio deAdarlan. Sin embargo, ¿qué derechotenía Adarlan –o Rolfe o cualquiera– atratarlos así? Conquistar sus tierras nobastaba; no, Adarlan tenía quedestrozarlos.

Por lo que ella sabía, Eyllwe se había

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llevado la peor parte. Aunque su reyhabía cedido el poder al soberano deAdarlan, los soldados de Eyllwe aúnluchaban en grupos de rebeldes quemermaban las fuerzas del imperio. Pordesgracia, las tierras de Eyllwe erandemasiado preciosas como para queAdarlan renunciase a ellas. Aquel reinose jactaba de poseer las dos ciudadesmás prósperas del continente; suterritorio –rico en cultivos, ríos ybosques– era una arteria crucial en lasrutas de comercio. Ahora, por lo queparecía, Adarlan había decidido sacarpartido también a sus gentes.

Los hombres que rodeaban alprisionero de Eyllwe se separaron

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cuando Rolfe se aproximó y losaludaron con una inclinación de cabeza.Celaena reconoció a dos de ellos de lacena de la noche anterior; el capitánFairview, bajo y calvo, y el capitánBlackgold, tuerto y grandullón. Celaenay Sam se detuvieron junto a Rolfe.

El hombre de Eyllwe estaba desnudo,un cuerpo musculoso magullado yensangrentado.

–Este se ha resistido un poco –explicó el capitán Fairview.

Aunque el sudor le brillaba en la piel,el esclavo mantenía la barbilla alta, losojos fijos en algún recuerdo lejano.Debía de tener unos veinte años.¿Tendría familia?

–Lo hemos encadenado. Pagarán un

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buen precio por él –prosiguió Fairviewa la vez que se secaba la cara en elhombro de la túnica escarlata. Elbordado dorado se había deshilachado yla tela, de un color vivo en su día,estaba manchada y desvaída–. Yo loenviaría al mercado de Bellhaven.Acuden muchos hombres ricos allí enbusca de manos fuertes para trabajar enla construcción. Y también mujeres quedesean algo totalmente distinto.

Guiñó un ojo en dirección a Celaena.Una rabia incontenible invadió a la

asesina, tan repentina que la dejó sinaliento. No se dio cuenta de que habíacogido la espada hasta que Samentrelazó los dedos con los suyos. Fue

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un ademán casual, y cualquierobservador externo lo habría tomadopor un gesto de afecto. Sin embargo,Sam apretó los dedos de la asesina confuerza. Se había dado cuenta de lo queCelaena estaba a punto de hacer.

–¿Cuántos de esos esclavos seránútiles en la práctica? –preguntó Sam altiempo que liberaba los dedosenguantados de su compañera–. Losnuestros irán todos a Rifthold pero, ¿estelote lo vais a dividir?

Rolfe respondió:–¿Creéis que vuestro amo es el

primer rufián con el que hago negocios?Las condiciones son distintas en lasdiversas ciudades. Mis socios deBellhaven me dicen lo que buscan los

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ricos, y yo se lo proporciono. Si no sédónde vender algún esclavo, lo envío aCalaculla. Si a vuestro amo le sobraraalgo, enviarlos a Endovier sería unabuena opción. Adarlan suele apretar elpuño cuando compra esclavos para lasminas de sal, pero mejor eso que nada.

De modo que Adarlan no soloarrancaba prisioneros del campo debatalla y de sus hogares; tambiéncompraba esclavos para las minas de salde Endovier.

–¿Y los niños? –preguntó Celaena enun tono tan indiferente como le fueposible–. ¿Adónde van a parar?

Los ojos de Rolfe se ensombrecieronun poco ante aquella pregunta, y dejaron

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entrever tanto sentimiento de culpa queCelaena se preguntó si no se habríarebajado al tráfico de esclavos comoúltimo recurso.

–Procuramos no separar a los niñosde sus madres –repuso con voz queda–,pero no podemos controlar lo que hacenen las subastas.

Celaena se mordió la lengua para noreplicar y dijo:

–Ya veo. ¿Son difíciles de vender?¿Cuántos niños calculáis que habrá ennuestra remesa?

–Tenemos unos diez aquí –contestóRolfe–. Vuestra remesa incluirá más omenos los mismos. Y no son difíciles devender, si sabes dónde hacerlo.

–¿Dónde? –preguntó Sam.

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–Algunas casas acomodadas buscanniños para las cocinas o los establos –aunque no le tembló la voz, Rolfemiraba el suelo–. A veces, las señorasde los burdeles asoman la cabeza porlas subastas también.

Sam se puso blanco de rabia. Si habíaalgo que lo sacaba de sus casillas, untema que –Celaena lo sabía– le hacíahervir la sangre, era aquel.

Su madre había sido vendida a unburdel a la edad de ocho años y a lolargo de sus escasos veintiocho años devida había pasado de ser una huérfanaen las calles de Rifthold a convertirse enuna de las cortesanas más solicitadas dela ciudad. Sam solo tenía seis cuando su

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madre había muerto; asesinada por uncliente celoso. Y si bien la mujer habíaacabado por reunir algo de dinero con elpaso de los años, no le había bastadopara abandonar el burdel; ni paraasegurar el futuro de Sam. No obstante,había sido una de las favoritas deArobynn, y cuando el rey de los asesinosse enteró de que la madre de Sam queríaque entrenara a su hijo, había aceptado.

–Lo tendremos en cuenta –apuntó Samen tono brusco.

A Celaena no le bastaba con arruinaraquel negocio. No, ni de lejos. No sihabía tantas personas allí prisioneras.La sangre le hervía en las venas. Lamuerte, como mínimo, era rápida. Sobretodo cuando alguien como ella se

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encargaba de administrarla. Laesclavitud, en cambio, condenaba a unapersona a un sufrimiento sin fin.

–Muy bien –dijo Celaena alzando labarbilla. Tenía que salir de allí; y sacara Sam antes de que él también estallase.Un brillo mortal asomó a los ojos de laasesina–. Estoy deseando ver nuestraremesa. –inclinó la cabeza hacia lasceldas–. ¿Para cuándo está prevista lapartida de estos esclavos?

Una pregunta peligrosa y estúpida.Rolfe miró al capitán Fariview, que

se rascó la mugrienta cabeza.–¿Estos? Los dividiremos y los

cargaremos en un barco mañana,seguramente. Apuesto a que zarpan al

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mismo tiempo que los vuestros. Aúntenemos que reclutar tripulación.

Rolfe y él empezaron a discutirposibles candidatos y Celaenaaprovechó la ocasión para marcharse.

Lanzando una última mirada alesclavo Eyllwe, Celaena salió a todaprisa de aquel almacén que hedía amiedo y a muerte.

–¡Celaena, espera! –gritó Sam, jadeandomientras intentaba alcanzarla.

Celaena no podía esperar. Habíaechado a andar y ya no se habíadetenido. Al llegar a la playa vacía que

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se extendía lejos de las luces de labahía, siguió caminando hasta llegar alagua.

No muy lejos de allí, la atalaya seerguía como un centinela solitario. ElRompe-navíos pendía a lo largo de labahía como medida de seguridad durantela noche. La luna llena iluminabaaquella arena fina como polvo yconvertía la superficie del mar en unaespejo de plata.

Celaena se quitó la máscara de lacara y la tiró tras ella. Luego se arrancóla capa, las botas y la túnica. La brisahúmeda le besó la piel desnuda y agitósu delicada enagua.

–¡Celaena!Unas olas cálidas como un baño

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caliente rozaron los tobillos de Celaenamientras la asesina se internaba en elagua chapoteando. Antes de que sehundiera hasta las pantorrillas, Sam lacogió del brazo.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó.Celaena intentó zafarse, pero Sam laaferró con fuerza.

Con un movimiento rápido, Celaenase giró sobre sí misma para golpearlocon el otro brazo, pero Sam conocía elmovimiento –lo había practicado conella cientos y cientos de veces– y lecogió la otra mano.

–Basta –pidió Sam.Celaena recurrió al pie para

golpearlo por detrás de la rodilla y

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derribarlo. Sam no la liberó, y amboscayeron al suelo entre salpicaduras deagua y arena.

La asesina cayó encima del chico,pero él no perdió un instante; para evitarque le propinara un codazo en la cara, lahizo girar estampándola en el suelo.Celaena se quedó sin aire. Sam sedispuso a agarrarla pero la asesina sepuso en pie a toda prisa y propinó unapatada a Sam en todo el estómago.Maldiciendo, Sam cayó de rodillas. Laespuma saltó a su alrededor, una lluviade plata.

Celaena se acuclilló de un salto. Laarena susurró bajo sus pies cuando sedispuso a atacar.

Pero Sam, que estaba esperando, la

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esquivó justo a tiempo y la cogió por loshombros para derribarla.

Celaena supo que había perdido antesincluso de que el asesino acabara deempujarla contra la arena. Él le ciñó lasmuñecas y le clavó las rodillas en losmuslos para evitar que Celaena cogieraimpulso.

–¡Basta!Sam le clavó los dedos con fuerza en

las muñecas. Una ola solitaria los lamióy los empapó.

Ella se retorció, curvó los dedos paraarañarlo, pero no pudo alcanzar lasmanos del chico. La arena se desplazólo suficiente como para que ellaencontrara una superficie firme en la que

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apoyarse para poder tirar de él. PeroSam la conocía bien; conocía losmovimientos que hacía, los trucos a losque solía recurrir.

–Basta –dijo él sin resuello–. Porfavor.

A la luz de la luna, los hermososrasgos de Sam estaban crispados, losojos abiertos de par en par.

–Por favor –repitió con voz ronca.El pesar –la derrota– que irradiaba su

voz la hizo detenerse. Un jirón de nubepasó por delante de la luna, queiluminaba los pómulos de Sam, la curvade sus labios; aquella singular bellezaque había otorgado a su madre tantapopularidad. Muy por encima de lacabeza del asesino, las estrellas

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parpadeaban débilmente, casi invisiblesal fulgor de la luna.

–No te soltaré hasta que prometas quedejarás de atacarme –dijo Sam. Surostro estaba a pocos centímetros del deCelaena y la asesina notó en la cara elsoplo de cada una de sus palabras.

Celaena suspiró entrecortadamente;una vez, luego otra. No tenía motivospara hostigar a Sam. No si le habíaimpedido que atacara a aquel pirata enel almacén. No si se había irritado tantoal descubrir niños entre los esclavos. Letemblaron las piernas de dolor.

–Lo prometo –musitó.–Júralo.–Lo juro por mi vida.

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Sam la observó durante un segundo yluego la liberó despacio. Celaenaaguardó hasta que él estuvo de pie yentonces se levantó. Ambos estabanempapados y cubiertos de arena. Laasesina imaginó que tan mojada ydespeinada debía de parecer unalunática peligrosa.

–Bueno –empezó a decir él mientrasse quitaba las botas y las tiraba haciaatrás, a la arena–. ¿Te vas a explicar?

Sam se arremangó los pantaloneshasta las rodillas y se internó unoscuantos pasos en el agua.

Celaena echó a andar con él. Las olasle bañaban los pies.

–Yo solo… –quiso explicarse, pero

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hizo un gesto de impotencia con el brazoy sacudió la cabeza con fuerza.

–¿Tú qué?El rumor de las olas casi ahogó la

pregunta de Sam.Celaena se volvió a mirarlo.–¿Cómo soportas mirar a esa gente y

no hacer nada?–¿A los esclavos?Celaena siguió caminando.–Me pone mala. Me pone… me pone

tan furiosa que podría…No pudo acabar la frase.–¿Podrías qué? –la asesina oyó un

chapoteo. Al mirar por encima delhombro, vio que Sam se acercaba. Secruzó de brazos, dispuesta a discutir–.¿Hacer algo tan idiota como atacar a los

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hombres de Rolfe en su propio almacén?Ahora o nunca. Celaena no había

querido involucrarlo pero… ahora quehabía cambiado de planes, necesitaba suayuda.

–Algo tan idiota como liberar a losesclavos –declaró.

Sam se quedó tan inmóvil como unaestatua.

–Sabía que tramabas algo; peroliberarlos…

–Lo voy a hacer, con tu ayuda o sinella.

Al principio, se había propuestoarruinar el trato, pero nada más entrar enel almacén había comprendido que nopodía dejarlos allí.

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–Rolfe te matará –afirmó Sam–. Y sino lo hace Rolfe, lo hará Arobynn.

–Tengo que intentarlo –insistió ella.–¿Por qué? –Sam se acercó tanto que

Celaena tuvo que echar la cabeza haciaatrás para verle la cara–. Somosasesinos. Matamos gente. Destruimosvidas a diario.

–Podemos elegir –dijo ella entredientes–. Quizás cuando éramos niñosno. Entonces las opciones eran Arobynno la muerte. Pero ahora… Ahora tú y yotenemos la posibilidad de decidir lo quehacemos. Esos esclavos fueronapresados. Luchaban por su libertad,quizás sencillamente vivían cerca delcampo de batalla o algunos mercenarios

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pasaron por su ciudad y se los llevaron.Son personas inocentes.

–¿Y nosotros no lo éramos?Algo helado atravesó el corazón de

Celaena cuando un recuerdo asomó a sumemoria.

–Asesinamos a funcionarios corruptosy a esposas adúlteras; lo hacemos deforma rápida y limpia. Ellos destrozanfamilias enteras. Cada una de esaspersonas tenía una vida.

Los ojos de Sam ardieron.–Entiendo lo que dices. Y todo este

asunto no me gusta lo más mínimo. Nosolo el tráfico de esclavos; tampoco elhecho de que Arobynn quieraimplicarse. Pero solo somos dospersonas… rodeadas de piratas.

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Celaena esbozó una sonrisa torva.–Por eso es una suerte que seamos los

mejores. Y –añadió– es una suerte quele haya formulado a Rolfe tantaspreguntas sobre lo que planea hacer a lolargo de los dos próximos días.

Sam parpadeó.–Te das cuenta de que es lo más

temerario que has hecho en tu vida,¿verdad?

–Tal vez sea temerario, pero tambiénes lo más importante.

Sam se la quedó mirando tanto ratoque a Celaena le ardieron las mejillas,como si el asesino pudiera ver su fuerointerno, como si lo supiera todo de ella.El corazón se le aceleró cuando

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comprendió que no le desagradaba loque veía.

–Supongo que si vamos a morir, másvale que sea por una causa noble –accedió.

Celaena resopló, usando el gestocomo excusa para apartarse de él.

–No vamos a morir. No si seguimosmi plan.

Sam gimió.–¿Ya tienes un plan?Ella le sonrió y luego se lo contó

todo. Cuando hubo terminado, Sam serascó la cabeza.

–Bueno –reconoció sentándose en laarena–. Supongo que podría funcionar.Habrá que programarlo muy bien,pero…

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–Pero podría funcionar.Celaena se sentó junto a Sam.–Cuando Arobynn se entere…–Déjame a mí a Arobynn. Puedo

manejarlo.–Siempre podríamos… no volver a

Rifthold –sugirió Sam.–¿Qué quieres decir? ¿Escapar?Sam se encogió de hombros. Aunque

tenía los ojos puestos en la olas,Celaena habría jurado que un leve ruborteñía las mejillas del asesino.

–Es capaz de matarnos.–Si escapamos, nos perseguirá

durante el resto de nuestras vidas.Aunque cambiáramos de nombre, nosencontraría –¡y ella no pensaba

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renunciar a su vida así como así!– Hainvertido muchísimo dinero ennosotros… y aún tenemos que pagarle ladeuda. Nos consideraría una malainversión.

La mirada de Sam se desvió hacia elnorte, como si pudiera ver el desplieguede la capital y el inmenso castillo decristal.

–Creo que aquí hay más en juego queun mero acuerdo comercial.

–¿Qué quieres decir?Sam dibujó círculos en la arena.–Quiero decir, ¿por qué nos ha

envidado a nosotros dos precisamente?Las razones que nos dio eran falsas. Nosomos piezas claves para la firma delacuerdo. Podría haber enviado a otros

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dos asesinos que no estuvieran siemprecomo el perro y el gato.

–¿Adónde quieres ir a parar?Sam se encogió de hombros.–Puede que Arobynn nos quisiera

lejos de Rifthold en estos momentos. Talvez necesitara mantenernos apartados dela ciudad durante un mes.

Un escalofrío recorrió a Celaena.–Arobynn no haría algo así.–¿Ah, no? –preguntó Sam–. ¿Acaso se

preocupó por averiguar qué hacía Benallí la noche que capturaron a Gregori?

–Si estás insinuando que Arobynnenvió a Ben a…

–No estoy insinuando nada. Solo digoque hay algo que no encaja. Y que hay

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muchas preguntas sin respuesta.–Se supone que no podemos dudar de

Arobynn –murmuró ella.–¿Y desde cuándo obedecemos todas

la órdenes?Celaena se levantó.–Vamos a ver qué pasa durante los

próximos días. Luego ya pensaremos enesa teoría tuya de la conspiración.

Sam se puso en pie al instante.–No tengo ninguna teoría de la

conspiración. Solo formulo laspreguntas que tú también deberíashacerte. ¿Quería Arobynn quepasáramos un mes lejos de la ciudad?

–Arobynn es de fiar.Aun mientras pronunciaba las

palabras, Celaena se sintió una tonta por

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hacer semejante afirmación.Sam recogió las botas.–Me vuelvo a la taberna. ¿Te vienes?–No. Me quedo aquí un rato más.Sam la miró con desconfianza, pero

asintió.–Mañana, a las cuatro de la tarde,

tenemos que examinar a los esclavos deArobynn en el barco. Procura noquedarte aquí toda la noche.Necesitamos descansar cuanto podamos.

Celaena no respondió. Se alejóandando sin quedarse a mirar cómo Samse encaminaba hacia las luces doradasde la bahía de la Calavera.

Caminó siguiendo la orilla hastallegar a la atalaya solitaria. Tras

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observarla desde las sombras –las doscatapultas encaramadas a unaplataforma, la gigantesca cadena ancladaen la cúspide– siguió paseando. Anduvohasta que no quedó nada en el mundosalvo el siseo de las olas, la extensiónde arena a sus pies y el reflejo de la lunaen el agua.

Continuó caminando hasta que unabrisa sorprendentemente fría la azotó.Entonces se detuvo en seco.

Despacio, Celaena se volvió a miraral norte, hacia el lugar de dondeprocedía la brisa, empapada del olor deunas tierras que no había visto desdehacía ocho años. Pinos y nieve; unaciudad todavía presa del frío delinvierno. Inhaló el aroma mientras

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miraba los kilómetros y kilómetros denegro océano que se desplegaban anteella, como si, allá al fondo, pudiera verla ciudad lejana que un día, hacía muchotiempo, fuera su hogar. Orynth. Unaciudad de luz y de música, custodiadapor un castillo de alabastro con su torrede ópalo, tan brillante que era visible envarios kilómetros a la redonda.

La luz de la luna desapareció tras unnubarrón. En la súbita oscuridad, lasestrellas brillaron con más fuerza.

Celaena se sabía todas lasconstelaciones de memoria, einstintivamente buscó el ciervo, el Señordel Norte, y la estrella inmóvil que lacoronaba.

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En aquel momento no había tenidoopción. Cuando Arobynn le ofrecióaquel camino, la única alternativa era lamuerte. Pero ahora…

Respiró entrecortadamente. No, susopciones eran tan limitadas en estosmomentos como entonces, cuando teníaocho años. Era la asesina de Adarlan, laprotegida y heredera de ArobynnHamel… y siempre lo sería.

Emprendió el largo camino de vueltaa la taberna.

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CAPÍTULO 6

Después de pasar otra noche horrible,muerta de calor y sin pegar ojo, Celaenadedicó la mañana siguiente a pasear conSam por las calles de la bahía de laCalavera. Caminaban tranquilamente,deteniéndose en los puestos callejeros yentrando en alguna que otra tienda, peroen realidad estaban repasando el planpaso por paso, examinando cada detallede un esquema que debían ejecutar a laperfección.

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Gracias a los pescadores del muelle,descubrieron que los botes atados a losembarcaderos no pertenecían a nadie enparticular y que al día siguiente la mareasubiría justo después del amanecer. Unahora no demasiado favorable, peromejor que el mediodía.

Flirteando con las prostitutas de lacalle principal, Sam se enteró de que, devez en cuando, Rolfe pagaba rondas atodos los piratas a su servicio, y que lajuerga se prolongaba varios días.Ofrecieron también a Sam algunos otrosdetalles que él se guardó de compartircon Celaena.

Y hablando con un pirata medioborracho que se pudría en un callejón,

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Celaena averiguó cuántos hombresprotegían los barcos de esclavos, dóndeconfinaban a los prisioneros y qué tipode armas llevaban los guardias.

Cuando por fin dieron las cuatro,Celaena y Sam ya estaban a bordo delbarco que Rolfe les había prometido,inspeccionando y contando a losesclavos que subían a trompicones a lacubierta principal. Casi todos varones,la mayoría jóvenes. Las edades de lamujeres abarcaban un abanico de edadmás amplio y solo había un puñado deniños, tal como Rolfe había dicho.

–¿Se ajusta el material a vuestrasrefinadas pretensiones? –preguntó Rolfecuando Celaena se acercó.

–Creí que habíais dicho que habría

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más –replicó ella con frialdad, sinseparar los ojos de los esclavosencadenados.

–Alcanzaban el centenar, pero sietehan muerto durante la travesía.

Celaena reprimió la ira que ardió ensu interior. Sam, que la conocíademasiado bien para su gusto, intervino:

–¿Y cuántos calculáis que perderemosen el viaje a Rifthold?

Su rostro apenas delataba emociónalguna, aunque los ojos marronescentelleaban de rabia.

Bien. Era un buen mentiroso. Tanbueno como ella, quizás.

Rolfe se pasó la mano por el pelooscuro.

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–¿Es que vosotros dos nunca oscansáis de hacer preguntas? Esimposible calcular cuántos esclavosperderéis. Aseguraos de que tengan aguay alimento.

Celaena gruño entre dientes, peroRolfe ya se acercaba a sus guardias. Losasesinos lo siguieron mientras losúltimos esclavos llegaban a cubierta aempellones.

–¿Dónde están los esclavos quevimos ayer? –preguntó Sam.

Rolfe agitó la mano con un ademándesdeñoso.

–Casi todos se encuentran en esebarco. Mañana zarparemos.

Señaló una nave cercana y ordenó a

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uno de los capataces que diese comienzoa la inspección.

Aguardaron hasta que hubo revisado aunos cuantos esclavos. El hombre hacíacomentarios sobre lo fuerte que era el demás acá o lo bien que se vendería el demás allá, cada palabra más repugnanteque la anterior.

–¿Me garantizáis que el barco estaráprotegido esta noche? –preguntóCelaena al señor de los piratas. Rolfesuspiró sonoramente y asintió–. Encuanto a los vigías de la atalaya –siguiópreguntando–, ¿supongo que también sonresponsables de vigilar el barco?

–Sí –replicó Rolfe. Celaena abrió laboca, pero él la interrumpió–. Y antesde que preguntéis, dejad que os diga que

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el cambio de guardia tiene lugar justoantes del alba.

En ese caso, tendrían que ocuparse delos centinelas de la mañana, para evitarque dieran la alarma al amanecer. Nopodrían zarpar hasta entonces, cuandosubiese la marea. Lo cual complicabauna pizca el plan, pero nada que no sepudiera arreglar fácilmente.

–¿Cuántos esclavos hablan nuestralengua? –quiso saber Celaena.

Rolfe enarcó una ceja.–¿Por qué?La asesina notó que Sam se ponía en

guardia, pero ella se encogió dehombros.

–Podría aumentar su valor.

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Rolfe se la quedó mirando conatención y luego se giró hacia unaesclava que aguardaba allí cerca.

–¿Hablas la lengua común?Ella abrió los ojos de par en par,

miró a su alrededor y se ciñó losharapos; una mezcla de pieles y lanasque sin duda servían para resguardarladel frío en los gélidos pasos de lasmontañas del Colmillo Blanco.

–¿Entiendes lo que digo? –siguiópreguntando Rolfe.

La mujer mostró las palmas de lasmanos engrilletadas. Alrededor delhierro, la piel estaba en carne viva.

–Creo que quiere decir que no –apuntó Sam.

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Rolfe lo fulminó con la mirada yluego caminó entre los prisioneros.

–¿Alguno de vosotros habla la lenguacomún? –repitió, y estaba a punto de darmedia vuelta cuando un anciano deEyllwe, con la piel enrojecida ysalpicada de cortes y magulladuras, dioun paso adelante.

–Yo –dijo.–¿Ya está? –ladró Rolfe a los

esclavos–. ¿Nadie más?Celaena se acercó al hombre que

había hablado con la intención dememorizar su cara. Él retrocedió ante lamáscara y la capa.

–Bueno, al menos conseguiremos unprecio más alto por él –le dijo Celaena

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a Rolfe por encima del hombro. Samreclamó a Rolfe con una pregunta sobrela montañesa a la que el pirata habíainterrogado en primer lugar con elobjeto de distraerlo.

–¿Cómo te llamas? –preguntó Celaenaal esclavo.

–Dia.Los dedos del anciano, largos y

frágiles, temblaban ligeramente.–¿Hablas con fluidez?Él asintió.–Mi… mi madre era de Bellhaven.

Mi padre era un mercader de Banjali.Crecí hablando ambas lenguas.

Y probablemente no había trabajadoen su vida. ¿Cómo alguien como él habíaacabado capturado por unos tratantes de

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esclavos? Los demás se manteníanaparte, apiñados entre sí, incluso loshombres y mujeres más fuertes, cuyascicatrices y magulladuras los señalabancomo luchadores; prisioneros de guerra.¿Acaso el tiempo que llevaban en laesclavitud había bastado para hundirlos?Por el bien de ellos y el suyo propio,Celaena esperaba que no.

–Bien –respondió, y se alejó agrandes zancadas.

Algunas horas más tarde, nadie advirtió–y si lo hicieron no les importó– quedos figuras encapuchadas ocupaban

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sendos botes y remaban hacia los barcosde esclavos que flotaban a varioskilómetros de la costa. Algunos farolesescasos iluminaban los cargueros, perola luna brillaba lo suficiente como paraque Celaena distinguiese con facilidadel Lobo Dorado mientras se acercaba alnavío.

A su derecha, Sam remaba lo mássigilosamente posible hacia el Sin Amor,donde estaban confinados los esclavosdel día anterior. El silencio era su solaesperanza, su único aliado, aunque lasbrumas del desenfreno ya envolvían elpueblo que dejaban atrás. No habíatardado mucho en correr la voz de quelos asesinos de Arobynn Hamel pagabanrondas en la taberna. Celaena y Sam se

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dirigían ya hacia los muelles mientraspiratas de todo el pueblo se cruzabancon ellos de camino a la posada.

Jadeando en el interior de la máscara,Celaena remaba con esfuerzo. No lepreocupaba el pueblo sino el vigíasolitario que hacía guardia a suizquierda. El fuego que ardía en laderruida torre iluminaba apenas lascatapultas y las antiguas cadenas queatravesaban la estrecha bahía de lado alado. Si los sorprendían, la primeraalarma procedería de allí.

Habría sido más fácil escapar enaquel momento –abatir al vigía, abordarlos barcos de esclavos e izar velas–,pero la cadena constituía solo la primera

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de una larga línea de defensas. Las islasMuertas resultaban impracticables en lasoscuridad y con marea baja…Navegarían unos cuantos kilómetros yembarrancarían en un banco de arena.

Celaena recorrió a la deriva losúltimos metros hasta el Lobo Dorado yluego se cogió a un travesaño del cascopara evitar que el bote chocase condemasiada fuerza.

Sería preferible salir con las primerasluces del alba, cuando los piratasestuvieran durmiendo la mona y lamarea alta los ayudase.

Sam hizo brillar un espejo de bolsillopara indicar que había llegado al SinAmor. Celaena capturó la luz con supropio espejo en respuesta y luego lo

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hizo brillar dos veces, señalando queestaba lista.

Momentos después, recibió dosdestellos de Sam. Celaena inspiró afondo para serenarse. Había llegado elmomento.

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CAPÍTULO 7

Ágil como un gato y sigilosa como unaserpiente, Celaena trepó por lostravesaños de madera clavados en elcasco del barco.

El primer centinela no advirtió supresencia hasta que notó las manos de laasesina alrededor del cuello. Celaena leapretó el cuello en dos puntos que losumieron en la inconsciencia. (Al fin yal cabo, era una asesina, no unacriminal.) Antes de que el hombre se

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desplomase en la cubierta, Celaena letensó la mugrienta túnica para suavizarla caída. Callada como un ratón, sigilosacomo el viento, silenciosa como unatumba.

El segundo centinela, apostado juntoal timón, la vio subir la escalera. Se lasarregló para emitir un grito ahogadoantes de que el pomo de la espada seestrellara contra su frente y lo dejaratambién sin sentido. Una maniobra notan limpia y no tan silenciosa: cayó alsuelo con un golpe que llamó la atencióndel tercer vigilante, que hacía guardia enproa.

Sin embargo, reinaba la oscuridad yvarios metros de eslora los separaban.Celaena se agachó cuanto pudo y tapó el

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cuerpo del centinela caído con la capa.–¿Jon? –llamó el tercer guardia desde

el otro lado de la cubierta.Celaena se encogió al oírlo. Cerca de

allí, en el Sin Amor, reinaba el silencio.El tufo del cuerpo hediondo de Jon learrancó una mueca.

–¿Jon? –volvió a decir el guardia, yCelaena oyó unos pasos que seaproximaban. Cada vez más cera. Prontose toparía con el primer centinela.

Tres… Dos… Uno…–¿Pero qué diablos?El guardia tropezó con el cuerpo

postrado de su compañero.Celaena avanzó.Saltó por encima de la barandilla tan

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deprisa que el centinela no alzó la vistahasta que la asesina aterrizó a suespalda. Bastó un rápido golpe a lacabeza para abatirlo. Acto seguido,Celaena dejó caer el cuerpo sobre el delprimer guardia. Con el corazón a puntode saltarle del pecho, Celaena corrióhacia la proa del barco. Hizo brillar elespejo tres veces. Tres guardiasabatidos.

Nada.–Venga, Sam.Repitió las señales.Un larguísimo momento después, un

destello le respondió. El aire corrió porlos pulmones de Celaena en cuanto soltóel aliento que había contenido sin darsecuenta siquiera. Los guardias del Sin

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Amor también estaban inconscientes.Celaena hizo una señal. La atalaya

seguía en silencio. Si los vigías estabanallí, no habían visto nada. Tenían queser rápidos y estar de vuelta antes deque su desaparición fuera advertida.

El guardia que vigilaba el camarotedel capitán se las arregló para patear lapared tan fuerte como para despertar alos muertos antes de que lo abatiese,pero el aviso no impidió que el capitánFairview gritara cuando Celaena entróen su despacho y cerró la puerta.

Cuando Fairview estuvo encerrado enel calabozo, amordazado, atado yplenamente consciente de que solo si ély sus guardias cooperaban conservaría

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la vida, Celaena bajó a la bodega.A pesar de la estrechez del pasillo,

los dos guardias que vigilaban la puertano advirtieron su presencia hasta queCelaena se tomó la libertad de dejarlosinconscientes.

Con el máximo sigilo, cogió elfarolillo que pendía de una clavija de lapared y abrió la puerta.

El techo era tan bajo que casi lorozaba con la cabeza. Los esclavosestaban sentados, encadenados al suelo.Sin letrinas ni la más mínimailuminación, sin comida ni agua.

Los esclavos murmuraron yentrecerraron los ojos cuando el súbitobrillo de una linterna se filtró desde elpasillo.

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Celaena cogió la anilla de llaves quehabía robado del camarote del capitán yse internó en la bodega.

–¿Dónde está Dia? –preguntó.Nadie respondió, bien porque no la

entendían, bien por solidaridad.Celaena suspiró y se adentró aún más

en la cámara. Algunos de los salvajesmontañeses murmuraron entre sí. Si bienhacía poco tiempo que se habíandeclarado enemigas de Adarlan, lasgentes de las montañas del ColmilloBlanco eran famosas por su encendidoamor a la violencia. Si alguien lecausaba problemas, sería por iniciativade los montañeses.

–¿Dónde está Dia? –preguntó en voz

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más alta.Una voz temblorosa se alzó

procedente del fondo.–Aquí. –Celaena forzó la vista para

distinguir aquellos rasgos marcados yelegantes a través de la oscuridad–.Estoy aquí.

Celaena avanzó con cautela por laatestada negrura. Los esclavos estabantan apretados que no tenía sitio parapasar y apenas aire para respirar. Noera de extrañar que hubieran muertosiete durante la travesía hasta la bahía.

Sacó la llave del capitán Fairview yliberó los pies de Dia, luego las manos,antes de tenderle la suya para ayudarle alevantarse.

–Tú te encargarás de traducir.

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Las gentes de las montañas yquienquiera que no hablase la lenguacomún ni la de Eyllwe tendrían quededucir el sentido de sus palabras.

Dia se frotó las muñecas, sangrantes yencostradas.

–¿Quién eres?Celaena retiró las cadenas de la

delgadísima mujer que estaba sentadajunto a Dia y luego le tendió las llaves.

–Una amiga –respondió–. Dile quedesencadene a todo el mundo, pero queles pida que no salgan de la bodega.

Dia asintió y habló en Eyllwe. Lamujer, con la boca entreabierta, miró aCelaena y tomó las llaves. Sin unapalabra, procedió a liberar a sus

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compañeros. Dia se dirigió entonces alconjunto de los presentes, con voz suavepero intensa.

–Los guardias están inconscientes –dijo Celaena. Dia tradujo sus palabras–.El capitán está encerrado en el calabozoy mañana, si decidís escapar, os guiarápor entre las islas Muertas hasta lalibertad. Sabe que la pena por ofrecerosindicaciones falsas será la muerte.

Dia tradujo, con los ojos cada vezmás abiertos. Hacia el fondo, uno de losmontañeses empezó a traducir también.Y luego dos más, uno a la lengua deMelisande y otro a un idioma queCelaena no reconoció. ¿Había sido laastucia o la cobardía lo que les habíaimpedido hablar la noche anterior,

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cuando la asesina había preguntadoquién sabía hablar la lengua común?

–Cuando haya acabado de explicarnuestro plan de acción –prosiguió presade un ligero temblor al comprender loque les esperaba exactamente–, tendréisque salir de la bodega, pero no subáis acubierta bajo ningún concepto. Hayvigías en la atalaya, y guardias quevigilan el barco en tierra. Si os ven encubierta, darán la alarma.

Dejó que Dia y los demás terminarande traducir antes de proseguir.

–Mi compañero ya está a bordo delSin Amor, otro carguero de esclavos quetenía previsto zarpar mañana –Celaenatragó saliva–. Cuando termine aquí, los

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dos volveremos al pueblo ydistraeremos a los piratas el tiemposuficiente para que, al romper el alba,abandonéis la bahía. Tendréis que haberdejado atrás las islas Muertas antes deque oscurezca. En caso contrario,quedaréis atrapados en un laberinto.

Dia tradujo, pero una voz habló porallí cerca. Una mujer. Dia volvió lacabeza hacia Celaena con el ceñofruncido.

–Tiene dos preguntas. ¿Qué pasa conla cadena que atraviesa la bahía? ¿Ycómo tripularemos el barco?

Celaena asintió.–Nosotros nos encargaremos de la

cadena. La habremos arriado antes deque la alcancéis.

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Cuando Dia y los demás tradujeron, lamultitud estalló en murmullos. Lasmanillas seguían golpeando el suelomientras los esclavos, uno tras otro, eranliberados.

–En cuanto a tripular el barco –Celaena alzó la voz para hacerse oír–,¿hay algún marino entre vosotros?¿Pescadores?

Algunas manos se alzaron.–El capitán Fairview os dará

instrucciones concretas. Sin embargo,tendréis que salir de la bahía a remo.Todo aquel que posea la fuerzanecesaria tendrá que ponerse a losremos, o no podréis dejar atrás losbarcos de Rolfe.

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–¿Y qué pasa con su flota? –preguntóotro hombre.

–Dejádmela a mí.Sam ya debía de estar remando hacia

el Lobo Dorado. Tenían que regresar ala costa ya mismo.

–No importa que la cadena siga izada.Da igual lo que pase en el pueblo. Encuanto el sol asome por el horizonte,empezad a remar con todas vuestrasfuerzas.

Unas cuantas voces pusieronobjeciones cuando Dia tradujo, pero élreplicó con brusquedad antes devolverse hacia Celaena.

–Nosotros discutiremos los detallesconcretos.

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La asesina levantó la barbilla.–Hablad entre vosotros el resto.

Ahora vuestro destino os pertenece. Sealo que sea lo que decidáis, yo arriaré lacadena e intentaré conseguiros lamáxima ventaja posible a partir delalba.

Inclinó la cabeza a modo dedespedida y abandonó la bodega, si bienantes le indicó por signos a Dia que lasiguiera. La discusión empezó en cuantosalieron; en voz baja, como mínimo.

En el pasillo, advirtió lo delgado ymugriento que estaba el anciano.Celaena señaló al otro lado delcorredor.

–El calabozo está allí. En el interior

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encontraréis al capitán Fairview.Sacadlo justo antes del alba, y no temáisatizarle un poco si se niega a hablar.Hay tres guardias inconscientes atadosen cubierta, otro junto al camarote deFairview y estos dos. Haced lo quequeráis con ellos. La decisión esvuestra.

–Enviaré a alguien a que los lleve alcalabozo –repuso Dia rápidamente. Sefrotó una barba de varios días–. ¿Cuántotiempo tendremos para alejarnos?¿Cuánto tardarán los piratas en repararen nosotros?

–No lo sé. Intentaré inutilizar susbarcos. Puede que eso los retrase –llegaron al estrecho tramo de escalerasque conducía a la cubierta superior–.

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Necesito que hagas una cosa más –prosiguió, y el anciano levantó la miradahacia ella, con los ojos brillantes–. Micompañero no habla Eyllwe. Necesitoque vayas en bote al otro barco, lesexpliques lo que os he dicho y lesdesates las cadenas. Tenemos queregresar a la costa cuanto antes, demodo que tendrás que ir solo.

Dia dio un respingo, pero asintió.–Lo haré.Después de que pidiera a su gente que

llevaran a los guardias inconscientes alcalabozo, Dia salió con Celaena a lacubierta desierta. Se encogió al ver a losvigilantes atados, pero no pusoobjeciones cuando la asesina le ciñó la

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capa de Jon a los hombros y le escondióel rostro en los pliegues de la capucha.Tampoco cuando le entregó la espada yla daga del vigilante.

Sam ya esperaba junto al barco, alresguardo de los ojos de los vigías. Elasesino ayudó a Dia a embarcar en elprimer bote antes de saltar al segundo yaguardar a que Celaena subiera a bordo.

La sangre brillaba en la oscura túnicade Sam. Por suerte, ambos habíanllevado una muda consigo. En silencio,Sam cogió los remos pero Celaenacarraspeó. Dia se volvió a mirarla.

Ella inclinó la cabeza hacia el oeste,en dirección a la entrada de la bahía.

–Recuerda que debéis empezar aremar con la aurora, aunque la cadena

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siga izada. Debéis aprovechar la mareaal máximo.

Dia cogió los remos con fuerza.–Estaremos listos.–Entonces, buena suerte –le deseó

Celaena.Sin añadir nada más, Dia empezó a

remar hacia el segundo carguero, conunos golpes de remo algo ruidosos parael gusto de la asesina, pero no lobastante como para que alguien pudieraadvertirlos.

Sam se puso en marcha también.Trazó una curva para rodear la proa y sedirigió hacia los muelles a un ritmotranquilo, como de paseo.

–¿Nerviosa? –preguntó con voz

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apenas audible por encima del chapoteode los remos en la bahía en calma.

–No –mintió ella.–Yo también.A lo lejos brillaban las luces doradas

de la bahía de la Calavera. Lascarcajadas y los vítores resonaban en laplaya. Sin duda había corrido la voz deque había cerveza gratis.

Celaena insinuó apenas una sonrisa.–Prepárate para abrir las puertas del

infierno.

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CAPÍTULO 8

Aunque los piratas gritaban y cantaban asu alrededor, Rolfe y Sam cerraban losojos con expresión concentrada mientrassus gargantas subían y bajaban, subían ybajaban al tragar la cerveza fría.Celaena, que lo miraba todo por detrásde la máscara, no podía parar de reír.

No les costaba nada fingir que Samestaba borracho y que Celaena y él se loestaban pasando en grande. En partegracias a la máscara pero también

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porque Sam representaba su papel a lasmil maravillas.

Rolfe estampó la jarra contra la mesay soltó un «¡Ah!» satisfecho mientras sesecaba la boca con la manga. Lamultitud lo vitoreó. Celaena rio acarcajadas, con la máscara empapada desudor. En la taberna, como en toda laisla, hacía un calor sofocante, y el olor acerveza y a cuerpos sucios impregnabacada grieta, cada piedra.

La taberna estaba abarrotada. Unconjunto formado de acordeón, violín ypandereta tocaba una tonada estridenteen un rincón, junto al hogar. Los piratasintercambiaban historias y pedían suscanciones favoritas mientras loscampesinos y los vagabundos bebían

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hasta la inconsciencia y apostaban enjuegos de azar amañados. Las rameras,por su parte, merodeaban entre lasmesas buscando algún regazo en el quehacerse un hueco.

Sentado frente a Celaena, Rolfesonreía mientras Sam apuraba el final desu jarra. O eso creía el pirata. Como ellíquido salpicaba y se derramabaconstantemente de las jarras nadiereparó en la cerveza encharcada junto alvaso de Sam, y el agujero que el asesinohabía practicado en el fondo delrecipiente era demasiado pequeño comopara ser detectado.

El público se dispersó y Celaena rioa carcajadas levantando una mano.

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–¿Otra ronda, caballeros? –preguntó ala vez que hacía gestos al tabernero.

–Bueno –dijo Rolfe–. Debo reconocerque me caéis mucho mejor en la tabernaque cuando hacemos negocios.

Sam se inclinó hacia delante con unasonrisa conspiradora en el rostro.

–Oh, a mí también. Es horrible lamayor parte del tiempo.

Celaena le atizó un puntapié, confuerza, porque sabía que en parte decíala verdad. Sam aulló y Rolfe se rio entredientes.

La asesina le arrojó a la tabernera unamoneda de cobre mientras la mujerrellenaba las jarras de Rolfe y de Sam.

–Así pues, ¿tendré el honor de ver el

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rostro de la legendaria CelaenaSardothien?

Rolfe se echó hacia delante paraapoyar los brazos en la mesa empapada.El reloj de detrás de la barra dio las tresy media de la madrugada. Tendrían quedarse prisa. Teniendo en cuenta loconcurrida que estaba la taberna y elestado de embriaguez de los piratas, eraun milagro que aún quedara cerveza enla bahía de la Calavera. Si Arobynn yRolfe no mataban a Celaena por liberara los esclavos, el señor de los piratas laasesinaría por dejar pendiente unacuenta tan elevada.

La asesina se acercó más a Rolfe.–Si mi amo y yo ganamos tanto dinero

como habéis prometido, os enseñaré mi

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cara.Rolfe miró brevemente el mapa que

llevaba tatuado en las manos.–¿De verdad vendisteis vuestra alma

a cambio de ese mapa? –preguntóCelaena.

–Cuando os quitéis la máscara, osdiré la verdad.

Ella tendió la mano.–Trato hecho.El pirata se la estrechó. Sam levantó

la jarra, que ya había perdido al menosun centímetro de líquido por el agujerodel fondo, y brindó por la promesa antesde beber. Rolfe se unió al brindis.

Celaena se sacó una baraja de naipesdel bolsillo de la capa.

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–¿Os apetece jugar a los reyes?–Si aún os queda alguna moneda para

cuando amanezca –dijo Rolfe– osgarantizo que la perderéis a las cartas.

Celaena hizo chasquear la lengua condesdén.

–Oh, lo dudo mucho.Cortó, barajó tres veces y repartió los

naipes.Las horas fueron pasando entre

brindis, partidas, canciones desafinadase historias de tierras lejanas y cercanas.La interminable música silenciaba elreloj, y Celaena acabó recostada contrael hombro de Sam, riendo a carcajadasmientras Rolfe finalizaba un relatogrosero y absurdo acerca de la mujer de

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un granjero y sus purasangres.Celaena golpeó la mesa con el puño,

aullando de risa; no todo era cuento.Cuando Sam le deslizó una mano por lacintura y un calor súbito la recorrió pordentro se preguntó si Sam seguiríafingiendo o se habría dejado llevartambién por el ambiente.

En lo que concernía a las cartas, alfinal fue Sam quien se quedó con todo, ypara cuando las manillas del relojseñalaron las cinco, Rolfe estaba de muymal humor.

Por desgracia para él, su humor noiba a mejorar en las horas siguientes.Sam asintió en dirección a Celaena yella le hizo la zancadilla a un pirata, quederramó la cerveza sobre el enfurruñado

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capitán. Cuando Rolfe fue a darle unpuñetazo en la cara, no golpeó alofensor sino al hombre que estaba a sulado. En aquel momento, una carta cayóde la manga del hombre, una prostitutaabofeteó a un joven pirata y una pelea entoda regla estalló en la taberna.

La gente golpeaba a sus vecinos y lospiratas sacaron espadas y dagas paraabrirse paso. Algunos saltaron desde elentresuelo para unirse a la lucha.Brincaban por encima de la barandillacon la intención de aterrizar en lasmesas o de cogerse a la lámpara dehierro para columpiarse, pero todosfracasaban estrepitosamente.

La música seguía sonando, pero los

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músicos se retiraron aún más al rincón.Rolfe, poniéndose en pie, se llevó lamano a la empuñadura y Celaena le diopermiso con un gesto antes de sacar supropia espada y unirse a la reyerta.

Con diestros golpes de muñeca,hundió la hoja en un brazo y abrió unapierna en canal, pero no llegó a matar anadie. Solo pretendía mantener viva lapelea y enardecerla lo suficiente comopara mantenerlos a todos distraídos.

Cuando intentaba escabullirse,alguien la cogió por la cintura y laempujó contra una columna de maderacon tanta fuerza que notó la magulladuraantes de que apareciera. Celaena seretorció en los brazos del pirataborracho y sintió arcadas cuando el

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aliento agrio del hombre la alcanzó através de la máscara. Consiguió liberarun brazo el tiempo suficiente paraestamparle el pomo de la espada entrelas piernas. El pirata cayó al suelo comouna piedra.

Celaena apenas había dado un pasocuando un puño peludo le golpeó lamandíbula. El dolor la cegó como unrayo y notó el sabor de la sangre en laboca. Se palpó la máscara rápidamentepara comprobar que no se hubiera roto oestuviera a punto de caer.

Esquivando el siguiente golpe, pateóal hombre por detrás de la rodilla y esteperdió el equilibrio estampándosecontra un grupo de rameras espantadas.

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Celaena no sabía dónde se había metidoSam, pero si se había atenido al plan, notenía que preocuparse por él.Abriéndose paso entre los gruñidos delos piratas enzarzados, Celaena sedirigió a la salida parando las hojas deunas cuantas espadas poco diestras.

Un pirata con el ojo tapado levantó elpuño con torpeza para golpearla, peroCelaena se lo cogió y lo pateó en elestómago con tanta fuerza que elbucanero empujó a otro hombre al caer.Ambos se estrellaron contra una mesa,rodaron por la superficie y empezaron aluchar entre ellos. Animales. Celaena seescurrió entre la multitud y salió por lapuerta principal de la taberna.

Alborozada, descubrió que las calles

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no tenían mejor aspecto. La pelea sehabía propagado con una rapidezsorprendente. Por toda la avenida, lospiratas luchaban a puñetazos o a golpesde espada. Al parecer, Celaena no era laúnica que se moría por presenciar unabuena pelea.

Disfrutando del tumulto, habíarecorrido la mitad de la calle endirección al punto de encuentroacordado con Sam cuando la voz deRolfe resonó a su espalda.

–¡BASTA!Todo el mundo levantó lo que tenía en

la mano –una taza, una espada, unmechón de pelo– para saludar.

Y de inmediato reanudaron la lucha.

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¿Qué esperaba Rolfe?Riendo para sí, Celaena corrió calle

abajo. Sam ya estaba allí, con la narizensangrentada pero la mirada alegre.

–Diría que todo va sobre ruedas –opinó.

Celaena lo miró con ojos brillantes.–No sabía que fueras un jugador

experto –lo contempló de arriba abajo.Sam no se tambaleaba–. Ni queaguantases tanto la bebida.

Él sonrió con suficiencia.–Hay muchas cosas que no sabes de

mí, Celaena Sardothien –la cogió por elhombro, de repente más pegado a ella delo que a Celaena le habría gustado–.¿Lista? –preguntó, y ella asintió,mirando la luz incipiente del alba con el

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corazón desbocado.– Va mo s –Celaena se zafó del

contacto, se quitó los guantes y se losguardó en el bolsillo–. La guardia de latorre ya debe de haber cambiado.Tenemos hasta el alba para inutilizar esacadena y las catapultas.

Intercambiaron unas palabras sobre sino sería más conveniente destruir lacadena por el lado opuesto, libre devigilancia. Pero aunque lo hiciesen, detodos modos tendrían que ocuparse delas catapultas. Mejor enfrentarse a losguardias y desmontar la cadena y lascatapultas a la vez.

Sam se la quedó mirando un momento.–Si sobrevivimos a esto, Celaena –

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dijo antes de echar a andar por la calleadyacente que conducía a los muelles–,recuérdame que te enseñe a jugar bien alas cartas.

Celaena lo insultó con palabras tanmalsonantes que Sam se echó a reír.Salieron corriendo.

Acababan de doblar por una calledesierta cuando alguien salió de entrelas sombras.

–¿Vais a alguna parte?Era Rolfe.

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CAPÍTULO 9

Al final de la cuesta, Celaena podía verperfectamente los dos navíos deesclavos flotando –todavía inmóviles–en la bahía. Y la cadena que quebrabalos mástiles no mucho más lejos. Pordesgracia, desde su posición, Rolfetambién los veía.

Una luz grisácea empezó a teñir elcielo. La aurora.

Celaena saludó al señor de los piratascon una inclinación de cabeza.

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–No quería ensuciarme las manos enel jaleo.

Los labios de Rolfe dibujaron unafina sonrisa.

–Qué raro, teniendo en cuenta quehabéis sido vos quien ha hecho caer alhombre que ha provocado la pelea.

Sam la fulminó con la mirada.¡Celaena podía haber disimulado unpoco, maldita sea!

Rolfe sacó la espada, y sus ojos dedragón brillaron a la luz del alba.

–Y también me extraña que, despuésde andar varios días buscando pelea, osesfuméis precisamente cuando todo elmundo está distraído.

Sam levantó las manos.

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–No queremos problemas.Rolfe rio entre dientes sin la menor

alegría.–A lo mejor vos no, Sam Cortland,

pero ella sí –Rolfe dio un paso haciaCelaena con la espada aferrada a uncostado–. Ella lleva buscando camorradesde que llegó. ¿Qué os proponéis?¿Robar un tesoro? ¿Obtenerinformación?

Por el rabillo del ojo, Celaena vioque algo se movía en los barcos. Comoun pájaro que despliega las alas, habíaaparecido una fila de remos a cadacostado de los navíos. Estaban listos. Yla cadena seguía tendida.

No mires, no mires, no mires…

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Por desgracia, Rolfe miró, y Celaenacontuvo el aliento mientras el señor delos piratas observaba los barcos.

Sam se crispó a su lado y dobló lasrodillas una pizca.

–Os voy a matar, Celaena Sardothien–musitó Rolfe. Y lo decía en serio.

Los dedos de Celaena apretaron laempuñadura de la espada, y Rolfe abrióla boca como si cogiera aire para gritaruna advertencia.

Rápida como un látigo, Celaena hizolo único que podía hacer para distraerlo.

La máscara tintineó contra el suelo yse quitó la capucha. La melena doradabrilló a la luz creciente.

Rolfe se quedó de una pieza.

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–Eres… eres… ¿Qué clase deartimaña es esta?

Más allá, los remos empezaron amoverse surcando el agua hacia lacadena… rumbo a la libertad queaguardaba detrás.

–Ve –murmuró Celaena a Sam–.Ahora.

Sam se limitó a asentir antes de echara correr calle abajo.

A solas con Rolfe, Celaena levantó laespada.

–Celaena Sardothien, a vuestroservicio.

El pirata la miraba atónito, con lacara pálida de rabia.

–¿Cómo te atreves a engañarme?

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Ella insinuó una reverencia.–No he hecho nada parecido. Os dije

que era hermosa.Antes de que pudiera detenerlo, Rolfe

gritó:–¡Ladrones! ¡Quieren robarnos los

barcos! ¡A los botes! ¡A la atalaya!Un rumor se desató a su alrededor, y

Celaena rezó para que Sam pudierallegar a la atalaya antes de que lospiratas lo alcanzasen.

Celaena empezó a trazar círculos entorno al señor de los piratas. Élprocedió a rodearla también. Estabatotalmente sobrio.

–¿Cuántos años tienes?Rolfe se movía con cautela, pero

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Celaena advirtió que dejaba el costadoizquierdo desprotegido.

–Dieciséis.Celaena no se molestó en adoptar un

tono bajo y grave.Rolfe maldijo.–¿Arobynn envía a una niñata de

dieciséis años a hacer tratos conmigo?–Ha enviado lo mejor de lo mejor.

Consideradlo un honor.Con un gruñido, el señor de los

piratas atacó.Celaena se echó hacia atrás y alzó la

espada para detener el mandoble, queiba dirigido a su garganta. No queríamatarlo enseguida, solo distraerlo eltiempo necesario para que no pudieraorganizar a sus hombres. Y mantenerlo

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alejado de los barcos. Tenía queconseguirle a Sam los minutossuficientes para que destensara lacadena y las catapultas. Los barcos ya sedirigían hacia la entrada de la bahía.

Rolfe volvió a atacar y Celaena ledejó golpear dos veces su propia espadaantes de esquivar el tercer golpe parapoder atacarlo. Le dio una patada yRolfe se tambaleó hacia atrás. Sinperder un instante, Celaena sacó sucuchillo de caza y lo blandió hacia elpecho del pirata. Dejó que elmovimiento se quedara cortó y le rasgóen cambio la tela azul de la túnica.

Rolfe se tambaleó hacia la pared deledificio que tenía detrás, pero recuperó

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el equilibrio y esquivó el mandoble quele habría cortado la cabeza. Lavibración de la espada al chocar contrala piedra debilitó la mano de Celaena,pero aferró la empuñadura con fuerza.

–¿Cuál era el plan? –el jadeo deRolfe destacaba entre el rugido de lospiratas que corrían hacia los muelles–.¿Robar mis esclavos y quedarte contodos los beneficios?

Celaena se rio a la vez que hacía unafinta a la derecha blandiendo la dagahacia el costado izquierdo del pirata.Para su sorpresa, Rolfe esquivó ambosmovimientos con una maniobra rápida ysegura.

–Liberarlos –respondió ella.Más allá de la cadena, pasada la

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entrada de la bahía, las nubes delhorizonte empezaban a teñirse con la luzde la aurora incipiente.

–Necia –escupió Rolfe, y en estaocasión hizo una finta tan hábil queCelaena no pudo evitar el roce de laespada en el brazo. La cálida sangreempapó la tela de su túnica negra. Ellasiseó y se alejó unos cuantos pasos. Unerror estúpido.

–¿Crees que liberando a doscientosesclavos vas a arreglar algo? –Rolfe dioun puntapié a una botella caída endirección a Celaena. Ella la desvió conla hoja de la espada, pero un fuertedolor le recorrió el brazo. El cristal seestrelló a su espalda–. Hay miles de

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esclavos por ahí. ¿Vas a tomar Calacullay Endovier para liberarlos también?

Tras él, el chapoteo rítmico de losremos impulsaba a los barcos hacia lacadena. Sam tendría que apresurarse.

Rolfe negó con la cabeza.–Niñata estúpida. Si yo no acabo

contigo, tu amo lo hará.Restándole valor a la advertencia,

Celaena se abalanzó contra él. Seagachó y lo rodeó en el último momento.Antes de que Rolfe tuviera tiempo adarse la vuelta, le estampó el pomo dela espada en la parte trasera de lacabeza.

El señor de los piratas cayó al suelojusto cuando un nutrido grupo decorsarios mugrientos y ensangrentados

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doblaban la esquina. A Celaena solo ledio tiempo a cubrirse la cabeza con lacapucha, con la esperanza de que lassombras le ocultaran el rostro, antes deechar a correr.

No tardó mucho en dejar atrás a aquelgrupo de piratas enardecidos y medioborrachos. Solo tuvo que zigzaguear porunas cuantas callejuelas para perderlosde vista. Sin embargo, la herida delbrazo le dificultaba mucho el avancemientras corría hacia la atalaya. Sam lellevaba mucha ventaja. Ahora, solo élpodía arriar la cadena.

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Los piratas bramaban mientrascorreteaban por los muelles. Aquelhabía sido el tramo final del viaje deCelaena de la noche anterior: inutilizarlos timones de todos los barcosamarrados en los muelles, incluido el deRolfe, el Dragón del mar (que,sinceramente, merecía que loestropeasen, dada la deficienteseguridad a bordo). Pese a lasdificultades, algunos piratas se lasarreglaron para encontrar botes y seapiñaron en el interior blandiendoespadas, alfanjes o hachas y gritandoblasfemias contra los cielos. Losruinosos edificios se emborronaronmientras Celaena corría hacia la atalaya.

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La noche en vela le estaba pasandofactura; el aire le quemaba en lagarganta. Dejó atrás a los piratas quecorrían por los muelles, demasiadoocupados en lamentarse del estado desus barcos como para reparar en ella.

Los esclavos seguían remando haciala cadena como si los diablos delinfierno les pisaran los talones.

Celaena corrió por la carretera haciael final del pueblo. Desde lo alto de laamplia carretera en pendiente, vio a Samcorriendo muy por delante, seguido decerca por un nutrido grupo de piratas. Elcorte del brazo le dolía horrores, peroCelaena se obligó a sí misma a corrermás deprisa.

Sam apenas tenía unos minutos para

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dejar caer la cadena. En caso contrario,los barcos de los esclavos seestrellarían contra ella. Y aunque losnavíos pudieran detenerse antes delchoque, había suficientes botes remandohacia ellos como para que los pirataslos redujesen. Los corsarios teníanarmas. Y al margen de lo que pudierahaber en el barco, los esclavos estabandesarmados, aunque muchos de ellosfueran guerreros y rebeldes.

Celaena vio un movimiento en la torremedio derruida. El acero destelló, y allíestaba Sam, subiendo por la escaleraque rodeaba la torre por fuera.

Dos piratas bajaron a toda prisa,esgrimiendo espadas. Sam esquivó a uno

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y luego lo derribó con un mandobledirecto a la columna vertebral. Antes deque el pirata alcanzase el suelo, elasesino ensartó la hoja en mitad delvientre del otro.

Sin embargo, aún tenía que soltar elRompe-navíos, además de las doscatapultas y…

Y la docena de piratas que lo seguíahabía llegado ya al pie de la atalaya.

Celaena maldijo. Aún estabademasiado lejos. Jamás llegaría atiempo de inutilizar la cadena; losbarcos chocarían contra ella muchoantes de que ella llegara hasta allí.

Olvidó el dolor que le atenazaba elbrazo y se concentró en la respiraciónmientras corría como el viento sin

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atreverse a apartar los ojos de la torreque se erguía a lo lejos. Sam, una figuraminúscula en la distancia, llego a lo altode la atalaya, donde una plataforma depiedra sostenía el anclaje de la cadena.Aun desde donde estaba, a tantadistancia, Celaena advirtió que erainmenso. Y mientras Sam toqueteaba elmecanismo, cortando cuanto podía,empujando con todas sus fuerzas laenorme palanca, ambos comprendieronla horrible verdad, lo único que Celaenahabía pasado por alto: la cadena pesabademasiado como para que la moviera unsolo hombre.

Los barcos de los esclavos estaban yamuy cerca. Tan cerca que no podrían…

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no podrían detenerse.Iban a morir.A pesar de todo, los esclavos no

dejaron de remar.Los piratas ya remontaban las

escaleras. Sam estaba entrenado paraluchar contra un enemigo múltiple, perouna docena de piratas… ¡Malditos Rolfey sus hombres por haberla retrasado!

Sam miró las escaleras. Sabía que lospiratas estaban subiendo.

A menos de un kilómetro de distancia,Celaena lo veía todo con espantosaclaridad. Sam en lo alto de la torre.Debajo, sobre una plataforma quesobresalía hacia el mar, las doscatapultas. Y en la bahía, los dos barcosque remaban cada vez más deprisa.

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Libertad o muerte.Sam se dejó caer a la tarima de la

palanca y Celaena retrocedió un pasocuando lo vio colgarse de la plataformagiratoria sobre la que descansaba lacatapulta. Empujó y empujó hasta que lacatapulta empezó a girar sobre sí misma,no en dirección al mar sino a la propiatorre, hacia el anclaje de la cadena.

Celaena no se atrevió a desviar laatención de la torre cuando Sam colocóla catapulta en posición. Ya estabacargada con un pedrusco, y al fulgor delsol naciente Celaena distinguió lacuerda tendida para asegurar lacatapulta.

Los piratas casi habían alcanzado

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aquel nivel. Los dos barcos remaba cadavez más deprisa, tan cerca de la cadenaque la sombra ya se proyectaba sobreellos.

Celaena contuvo el aliento cuando lospiratas alcanzaron la plataforma de lacatapulta blandiendo las armas.

Sam levantó la espada. La luz del solnaciente destelló en la hoja, brillantecomo una estrella.

Un grito de advertencia brotó de loslabios de la asesina cuando la daga deun pirata voló hacia Sam.

Doblándose sobre sí mismo, Samabatió la espada contra la cuerda de lacatapulta. La ligadura saltó tan deprisaque Celaena apenas atisbó elmovimiento. El pedrusco se estrelló

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contra la torre haciendo añicos piedra,madera y metal en una enorme nube depolvo.

Y con una explosión que resonó portoda la bahía, la cadena cayó y se llevóconsigo un trozo de torre; justo la partedonde estaba Sam.

Celaena, que por fin había alcanzadola atalaya, se detuvo a mirar cómo losnavíos de los esclavos desplegaban lasvelas blancas, que brillaron doradas a laluz del alba.

El viento soplaba en popa y losempujaba a toda vela hacia la entrada dela bahía, rumbo al océano que seextendía detrás. Para cuando los piratasrepararan sus naves, los esclavos

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estarían demasiado lejos para que losalcanzasen.

Murmuró una oración rogando alcielo que llegaran a buen puerto y,gritando las palabras al viento, lesdeseó lo mejor.

Un bloque de piedra se estrelló a sulado. El corazón de Celaena se encogió.Sam.

No podía estar muerto. No podíahaberlo matado aquella daga, ni lospiratas, ni la catapulta. No, Sam nopodía haber sido tan estúpido como paradejarse matar. Celaena lo… lo… lomataría si se había muerto.

Sacando la espada pese a lo muchoque le dolía el brazo, corrió hacia latorre medio derruida, pero una daga

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apretada contra el cuello la detuvo enseco.

–Me parece que no –le susurró Rolfeal oído.

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CAPÍTULO 10

–Un solo movimiento y te rajo lagarganta –la amenazó Rolfe mientras learrancaba la daga de la vaina y laarrojaba a los arbustos con la manolibre. Luego le quitó la espada también.

–¿Y por qué no me matas ahoramismo?

La risa de Rolfe le hizo cosquillas enla oreja.

–Porque quiero tomarme todo eltiempo del mundo para matarte.

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Celaena seguía mirando la torremedio derruida y el polvo que aúnflotaba tras el derrumbamiento. Eraimposible que Sam hubiese sobrevividoa aquello.

–¿Sabes cuánto me van a costar tusansias de hacerte la heroína? –Rolfeapretó la hoja con más fuerza y la hojareventó la piel del cuello de Celaena–.Doscientos esclavos, dos barcos, lassiete naves que has inutilizado en elpuerto e incontables vidas.

Celaena gruñó.–No olvidéis la cerveza de anoche.Rolfe hundió la hoja aún más y

Celaena hizo un gesto de dolor a pesarde sí misma.

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–Eso también me lo cobraré ensangre, no os preocupéis.

–¿Cómo habéis dado conmigo?Celaena necesitaba tiempo.

Necesitaba algo de lo que servirse. Sihacía un solo movimiento en falso,acabaría degollada.

–Sabía que seguirías a Sam. Alguientan compasivo con los esclavos no va adejar que su compañero muera solo.Aunque me parece que has llegado algotarde para eso.

Los graznidos de los pájaros y losgritos de los animales volvían a sonar enla selva, tímidos al principio. La atalayapermanecía en silencio, interrumpido tansolo por el siseo de la piedra al

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desmoronarse.–Vas a volver conmigo –dijo Rolfe–.

Y cuando haya acabado contigo, avisaréa tu maestro para que venga recoger lostrozos.

Rolfe dio un paso para obligarla a darmedia vuelta, justo la ocasión queCelaena estaba esperando.

Se tiró de espaldas contra el pechodel pirata y, con una llave del pie, lohizo perder el equilibrio.Tambaleándose, el pirata tropezó con lapierna de Celaena, y ella metió la manoentre la daga y su propio cuello justocuando el pirata se acordó de poner enpráctica su amenaza de cortarle elcuello.

La sangre de la mano empapó la

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túnica de Celaena, pero olvidó el dolory le hundió a Rolfe el codo en elestómago. El pirata, sin aire, se doblósobre sí mismo, pero la rodilla deCelaena estaba esperando paraestamparse en su cara. La rótula de laasesina impactó contra la nariz delpirata con un fuerte crujido. Cuando loempujó contra el suelo, había sangre enlas calzas de Celaena. Sangre de Rolfe.

Celaena cogió la daga del señor delos piratas mientras este intentabaalcanzar su propia espada. Mientras, sepuso de rodillas para apartar a Celaena,pero ella envió el arma al suelo de unapatada. Rolfe alzó la cabeza justo atiempo para que Celaena le golpeara la

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espalda. Se acuclilló encima de él y lesostuvo la daga contra la garganta.

–Bueno, esto sí que no te loesperabas, ¿eh? –preguntó la asesina. Sequedó un momento escuchando paraasegurarse de que no se acercaranpiratas por la carretera. Los animalesseguían chillando, los insectoscontinuaban zumbando. Estaban solos.Casi todos los bucaneros debían deseguir peleándose en la ciudad.

Cuando Celaena agarró a Rolfe por elcuello de la túnica para que la mirara alos ojos, le seguía saliendo sangre de lamano.

–Muy bien –dijo la asesina, y susonrisilla irónica se ensanchó al ver queRolfe sangraba por la nariz–. Os voy a

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explicar lo que va a pasar –soltó lacamisa del señor de los piratas y se sacódos papeles de entre los pliegues de latúnica. Comparada con el dolor quesentía en la mano, la herida del brazoapenas la molestaba–. Vais a firmarestos dos papeles y vais a estamparvuestro sello en ambos.

–Me niego –replicó Rolfe entredientes.

–Si ni siquiera sabéis lo que dicen –apuntó a la jadeante garganta con lapunta de la espada–. De modo que os lovoy aclarar. Uno es una carta para mimaestro. Dice que el trato se cancela,que no volveréis a enviarle esclavos, yque si os enteráis de que intenta hacer

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ese tipo de negocios con cualquier otrapersona, enviaréis a toda vuestra flotapara castigarlo.

Rolfe se atragantó.–Estás loca.–Puede ser –reconoció Celaena–,

pero aún no he terminado. Esta otra… lahe escrito en vuestro nombre. Heintentado adaptarme a vuestro tonohabitual, pero me temo que estáredactada con un estilo algo máselegante del que vos soléis emplear –Rolfe se debatió, pero Celaena le hundióla hoja con más fuerza y el pirata sedetuvo–. En esencia –prosiguió laasesina con un dramático suspiro– diceque vos, capitán Rolfe, portador delmapa mágico tatuado en las manos, os

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comprometéis a no volver a vender unesclavo en vuestra vida. Y que sisorprendéis a algún pirata vendiendo,transportando o traficando con esclavos,lo colgaréis, lo quemaréis o lo ahogaréisvos mismo. Y que a partir de ahora labahía de la Calavera será un puertoseguro para cualquier esclavo huido deAdarlan.

Rolfe prácticamente echaba humo porlas orejas.

–No voy a firmar nada de eso, niñataestúpida. ¿Acaso no sabes quién soy?

–Muy bien –repuso Celaena mientrascambiaba el ángulo de la daga para quele fuera más fácil clavarla–. Memoricévuestra firma aquel primer día, cuando

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estuve en vuestro despacho. No mecostará mucho falsificarla. En cuanto avuestro sello… –se sacó un anillo delbolsillo–. También me llevé esto aquelprimer día, por si lo necesitaba. Yresulta que tenía razón –Rolfe lanzó unaexclamación ronca mientras ella lemostraba el anillo con la mano libre. Laluz arrancó reflejos al granate–.Supongo que no me costará nada volveral pueblo y decirles a vuestros amigotesque habéis zarpado en pos de losesclavos y que pueden esperar vuestroregreso para dentro de… no sé, ¿seismeses? El tiempo suficiente como paraque no reparen en la sepultura que hecavado aquí cerca. A decir verdad, mehabéis visto la cara y debería mataros

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por ello. Pero considerad mi gesto unfavor personal. Y os prometo que si noseguís mis órdenes, cambiaré dedecisión respecto a lo de perdonaros lavida.

Rolfe entornó los ojos hastaconvertirlos en dos rendijas.

–¿Por qué?–Tendréis que especificar más.El señor de los piratas inspiró.–¿Por qué tomarse tantas molestias

por unos esclavos?–Porque si nosotros no luchamos por

ellos, ¿quién lo hará? –se sacó unapluma del bolsillo–. Firmad los papeles.

Rolfe enarcó una ceja.–¿Y cómo sabrás que cumplo mi

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palabra?Celaena le apartó la daga de la

garganta y usó la hoja para apartarle elpelo de la cara.

–Tengo mis fuentes de información. Ysi me entero alguna vez de que estáistraficando con esclavos, por mucho queos escondáis, por muy lejos que vayáis,os encontraré. Ya es la segunda vez queos perdono la vida. A la tercera notendréis tanta suerte. Os lo juro comoque me llamo Celaena Sardothien. Aúnno he cumplido los diecisiete y ya soycapaz de machacaros. Imaginad lopeligrosa que seré dentro de unos años –negó con la cabeza–. No creo quequeráis ponerme a prueba ahora… ydesde luego no entonces.

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Rolfe se la quedó mirando unosinstantes.

–Si alguna vez vuelves a poner el pieen mi territorio, te garantizo queperderás la vida –guardó silencio uninstante y luego murmuró–. Que losdioses ayuden a Arobynn –cogió lapluma–. ¿Alguna otra petición?

Celaena se separó de él pero no seguardó la daga.

–Vaya, pues sí –dijo–. Un barco mevendría bien.

Rolfe la fulminó con la mirada antesde coger los documentos.

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Cuando Rolfe hubo firmado, sellado ytendido los documentos a Celaena, setomó la libertad de volver a tumbarlo.Dos golpes rápidos en dos puntosconcretos del cuello lo dejarían sinsentido el tiempo necesario para lo quetenía que hacer: encontrar a Sam.

Remontó las escaleras en ruinas de latorre, saltó sobre cadáveres de piratas ytrozos de piedra, sin parar hastaencontrar los cuerpos machacados delos doce piratas que habían caído en lazona donde estaban Sam y las catapultas.Sangre, huesos y vísceras machacadasque no le apetecía demasiado mirar…

–¡Sam! –gritó mientras pasaba por unmontón de escombros. Tiró a un lado un

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tablón y escudriñó la plataforma enbusca de alguna señal de sucompañero–. ¡Sam!

Le volvía a sangrar la mano, que ibadejando rastros a su paso mientraslevantaba piedra, madera y metal.¿Dónde estaba el asesino?

Celaena había ideado el plan. Si unode los dos tenía que morir, deberíahaber sido ella. No él.

Llegó a la segunda catapulta, cuyaestructura estaba partida en dos,aplastada por un trozo de torre caída.Una losa de piedra sobresalía del lugardonde se había estrellado. Era lobastante grande como para ocultar uncuerpo machacado. Celaena corrió haciaella y, patinando, empujó y empujó para

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levantarla. No se movió.Gruñendo y jadeando, la embistió con

más fuerza. La piedra era demasiadogrande.

Maldiciendo, golpeó la superficiegris con el puño. Un fuerte dolor lerecorrió la mano herida. El dolor quebróalgo en su interior, y Celaena golpeó lapiedra una y otra vez apretando lasmandíbulas para acallar el grito quenacía en su garganta.

–Me parece que así no vas aconseguir mover la roca –dijo una voz, yCelaena se dio media vuelta.

Sam emergió por el otro lado delrellano. Iba cubierto de polvo gris de lacabeza a los pies, y le salía sangre de un

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corte en la frente pero estaba…Celaena levantó la barbilla.–Te estaba llamando.Sam se encogió de hombros y caminó

despacio hacia ella.–He supuesto que podrías esperar

unos minutos, teniendo en cuenta que hesalvado la situación.

Enarcó las cejas en aquel rostrocubierto de ceniza.

–Menudo héroe –Celaena señaló conun gesto la torre en ruinas–. Jamás en mivida había visto un trabajo tanchapucero.

Sam sonrió, y sus ojos marrones sevolvieron dorados a la luz de la aurora.Aquel gesto era tan típico de Sam, laexpresión traviesa, una pizca

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exasperada, aquella amabilidad quesiempre, siempre haría de él unapersona mucho mejor que ella.

Antes de saber lo que estabahaciendo, lo rodeó con los brazos y loestrechó contra sí.

Sam se puso rígido, pero al cabo deun instante la abrazó a su vez. Ellarespiró sus aromas, el olor del sudor, elregusto a roca y a polvo, el tufillometálico de la sangre… Sam apoyó lamejilla contra la cabeza de Celaena.Ella no se acordaba –en serio, no podíarecordarlo– de la última vez que alguienla había abrazado. No, un momento;hacía un año. Ben la había abrazadocuando había llegado dos horas tarde de

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un misión, con el tobillo lastimado. Elhombre estaba preocupado y, dado lopoco que había faltado para que losguardias reales la capturasen, ella habíallegado temblando de miedo.

Sin embargo, abrazar a Sam leproducía una sensación distinta. Como siquisiera acurrucarse contra él; como si,por un momento, Celaena no tuviera quepreocuparse por nada ni por nadie.

–Sam –murmuró contra su pecho.–¿Hm?Celaena se separó de él y dio un paso

atrás para zafarse de su abrazo.–Si alguna vez le cuentas a alguien

que te he abrazado… te destripo.Sam se la quedó mirando de hito en

hito, pero enseguida echó la cabeza

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hacia atrás y prorrumpió en carcajadas.Se rio sin parar, hasta que el polvo leirritó la garganta y sufrió un ataque detos. Celaena no intentó ayudarlo; no leveía la gracia a su comentario.

Cuando recuperó el aliento, Samcarraspeó.

–Vamos, Celaena Sardothien –dijo ala vez que le pasaba un brazo por loshombros–. Si has terminado de liberaresclavos y de machacar piratas,vámonos a casa.

Celaena lo miró de reojo y sonrió.

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Sobre la autora Sarah J. Maas conquistó a miles delectores la primera vez que compartiócon el público Trono de cristal enFictionPress, cuando solo tenía 16 años.Tras recibir más de 200 críticaspositivas y contar con más de 4.000 fansen Facebook, por fin llega la novela enpapel. Un libro que, antes de salir,cuenta ya con miles de seguidores.

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Si quieres saber más sobreCelaena Sardothien,

la asesina de Endovier, note pierdas:

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El reino ha convocado a unaasesina.

Dos hombres la aman.Todo el reino la teme.

Pero solo ella puede salvarse a símisma.

El Reino de Endovier ha perdido su

esplendor sometidopor un rey que gobierna desde su trono de

cristal.La única esperanza del reino recae en una

joven asesina

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que ha sido llamada a palacio. Pero laintención de

la joven no es matar; la asesina más duradel reino

ha acudido para conquistar su libertad.

Te presentamos a CelaenaSardothien.

Bella. Letal. Destinada a lagrandeza.

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