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Los abismos

Los abismosFelipe Trigo

A mi querido amigo D. Jos Torralba

Felipe Trigo

HYPERLINK "http://cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/867719555040628169957521/p0000001.htm" \l "3#3"

Primera parte

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-I-

Tendido en el divn, envuelto en la caricia blanda del pijama, satisfecho de sus horas de trabajo y con una felicidad en el corazn, que de tanta, de tanta, casi le dola..., esperaba y perda el pensamiento y la mirada hacia el fondo de etrea inmensidad que, cortado por las gticas torres blancas y rojas de San Pablo, el cielo abra sobre el retiro. Las nubes, las torres, las frondas, teanse a travs de las vidrieras del hall en palidsimos gualdas y rosas y amatistas.

Entr Clotilde, la doncellita de pies menudos, de alba cofia, de pelo de bano. Traa el servicio del t, y se puso en la mesita a disponerlo, avisando que ya llegaba la seora.

-Y la nia?

-Vestida, seor. Va a venir. Va a salir.

Un gorjeo de risas, inmediatamente, anunci a Inesita..., precedindola en el correr mimoso que la dej colgada al cuello de su padre. Jane, la linda institutriz, qued digna en la puerta.

Pero la nia, esplndida beldad de cinco aos, anglica coqueta a gran primor engalanada, huy pronto los besos locos con que Eliseo desordenbala los bucles, los lazos y flores de la toca.

-Tonto! Que me chafas!

-Oh! Madame!S, l, impetuoso adorador de la belleza, besando y abrazando a la divina criaturita haba pensado muchas veces que puede haber en las caricias a los nios, paralelamente con la gran voluptuosidad sexual de la pasin a las mujeres, y ennoblecindola, explicndola de antemano por todas las inocencias de la vida, una pursima y tan otra voluptuosidad de los sentidos, capaz de enajenarlos en los mismos raptos de embriaguez.

Inesina! Trasunto de su madre! Cmo iba desde chica impregnndola el amor a lo gentil!

Otro beso, an, del ngel..., en una previsora y versallesca inclinacin de minu..., y la deliciosa coquetuela dej surgir a la ingenua glotoncilla, llena de fuerza y de salud, que la hizo coger y aplicarse a devorar el ms grande pastel de la bandeja.

Sonaron pasos y sedas leves, fuera, y Eliseo compuso su actitud. Baj los pies del mueble. Exquisitamente respetuoso con su Libia, tratbala con las cortesas que una reina pudiese merecerle.

-Hola! -salud Libia, entrando y dejndole ver en la sonrisa el triunfo de glorias de su boca.

-Hola! -sonri Eliseo.

Avanz ella, con el ritmo de su larga elegancia desmayada, y se sent. Espectro ideal de una ilusin de maravilla. Al marido, al poeta, al inmensamente enamorado, causbale la impresin de que su Libia no pesaba, no pisaba en las alfombras; de que se deslizaba siempre silenciosa y ondulante, tal que las mujeres de niebla que cruzan los ensueos.

Ira a ser tan bella, podra ser, podra llegar a ser tan difanamente bella la hija de los dos?... La nia heredaba de la madre la rubia palidez; de l, la corpulencia. l, desde algn tiempo atrs, iba engrosando, ms que de ms, un poco..., y esto le inquietaba. Aunque, no, lo justo, nicamente, para proclamar la esttica euritmia de una vida satisfecha en un hombre de treinta aos!...

Inesina, embelesndolos en un cambio granuja de sonrisas, coma y tena, al fin, en cada mano un pastel.

-Qu mala es!- lanz Libia.

-Qu mala es! Qu buena es!- expuso Eliseo, con el mismo sentimiento de ternura que quitbale el valor, contradictorio a las palabras.

Hecha de todo y por todo la felicidad alrededor suyo, respirbala, condensbasele en el pecho tan intensa, tan intensa..., que casi le dola. La complacencia de su alma se extendi un momento a la correccin, a la belleza y a la honda honestidad (armnicas e indispensables en su honesto hogar de correccin y de belleza) de aquella Clotilde, que les serva el t, y de aquella inglesita Jane, de color de estopa, que aguardaba rgida en la puerta.

De pronto, Ins dej la mitad de cada pastel en la mesita.

-Hala! Adis!- se despidi -corriendo, tirando besos, volviendo la cabeza.

Tropezse con Clotilde, que iba tambin a salir, y estuvo a punto de caerse y de caerla.

Ven, loca! Loca! Qu loca!

-Ah, loca! Qu loca! -coment asimismo el padre la rebelda de la chiquilla a besarle nuevamente.

Siguironla con la mirada, cariosos, y en la frente, de su Libia, inclinndose hacia ella, solos ya, dej Eliseo el beso que no le quiso la rebelde.

La frente, las manos de Libia, quemaban. Adems, el marido, contemplndola tan cerca, crey advertirla los ojos encendidos, hmedos.

-Qu tienes?

-Nada.

-S, s..., abrasas. Has llorado?

-Yo?

-Ests ardiente.

-Bah, la reaccin del bao. Tan fra el agua! He tenido que frotarme con colonia!

Volva ella a sonreirse, refugindosele en el hombro, toda dulce, y repar Eliseo que no vena vestida: su lnguida escultura delatbase ideal de lneas en la amplitud del kimono blanco, cuyo enguatado forro de seda guinda, vuelto por las solapas y las mangas, haca ms ntidas las nieves rosa de sus brazos, suaves como lianas nobles del amor, de su garganta, larga como el cliz de una orqudea...

-Pero, mujer! As an?... Y son las cinco!

-Y qu?

-Que Astor no tardar. Te olvidas del retrato?

-Bien, mira!- le tranquiliz Libia, inclinada a doblarse un poco el vuelo de la falda-. Estoy lista. Me falta el traje solamente.

Contra la interior sedilla grana del kimono mostr la hechicera de su pie, calzado por el finsimo zapato, y el prodigio esbelto de su pierna en los calados de la media.

-Oh, lujosa! -hubo de aplaudir el marido, a la evocacin de otros ms ntimos hechizos de la fastuosa beldad, en que era todo fausto, y en tanto que ella, casta, se cubra.

Contemplaron el retrato, obra ya casi acabada del grande amigo, del gran pintor. El enorme lienzo reposaba sobre el caballete, a la plena luz del hall, y constitua la suprema ostentacin de las bellezas y elegancias de Libia. Hecho al pastel, su autor lo destinaba a la Exposicin de Bellas Artes. Toda la figura, sentada sobre la tijera de un sitial dorado y perla, de frente, con una rodilla sobre otra, con el codo encima de las dos y la mano delicadsima en la barba, se destacaba clara y vaporosa sobre un obscuro fondo de brumas color oro, color cuero.

-Bah, Guillermo! El insigne pastelista-retratista! Bien va a lucirse contigo!... Otra gran medalla de honor, que esta vez ser ms tuya..., ms ma, que no de l.

-Te da rabia?

-Casi celos. Es una... posesin de arte en ti, que fuese yo quien quisiera haberla realizado.

-T... autor! Hazlo! Ponme en un drama!- le mim Libia, doblndose a l con un beso.

Lo tom Eliseo, en la boca, y repuso dolorido:

-Ah, si pudiese! Lo he pensado tanto, tanto..., al ansia de tenerte en mi obra transfundida!... Pero, alma, ya ves t...; es verdad aquello, que dijo no s quin, de que... las mujeres honradas no tenis historia. No, no tenis historia ni dramas, las honradas!

Otro dolor, el dolor sin duda del dolor de l, y ms intenso, quiz, al reflejarlo la mujer delicadsima, que siempre compartale sutil las emociones, la hizo a ella repentinamente separarse y quedarse demudada.

Mirndola, el marido torn a su pasada duda, en inquietud:

-Qu tienes? Oh, s, s, Libia..., t has llorado!

-No! Por qu? Qu tontera!

-Se te conoce en los ojos!

-En los ojos? Ah, s..., tienes razn!... Llor..., pero de risa... oyndole las ocurrencias a ese diablito de Ins, en tanto babala Jane.

Y como, nada ms de recordarlo, rease otra vez nerviosamente la madre candorosa, puesta en pie para salir, para vestirse, porque haba sonado el timbre del portn y deba ser Guillermo... Eliseo la mir partir y qued rindose (aun sin conocer cules fueron) de las ocurrencias de la nia..., de aquella traviesa Ins de todos los ngeles diablitos, que les formaba a los dos el raudal de la alegra...

-II-

Guillermo, s!... Antes que l, en fuga, como siempre, forzada por la obligacin y el respeto, Clotilde entreabri el cortinn para anunciarle. Al pasar, el tenaz irreverente solt una risotada y le cogi a la joven la barbilla...

-Mueca!

Huy Clotilde, roja, sin decir una palabra..., y mientras el gigantesco artista se acercaba y arrojaba a una silla su chambergo, Eliseo le reproch:

-Hombre, por Dios, que no es esto una taberna!

No hizo caso el insigne pastelista. Se dej caer en la poltrona. Jadeaba. Traa unos peridicos en la mano, y psose a hacerse aire con ellos. Luego, buf:

-Uf! chico!... Noventa y siete escalones...! Acabo de contarlos!... No podas mudarte de este lindo palomar, aunque fuese a una taberna?

-Y el ascensor?

-Nunca! Jams!... me ahogo en toda jaula! Prefiero reventarme!

Se abanicaba, resoplaba, aflojbase el ya bien holgado cuello sin planchar..., y Eliseo, casi apiadado, mirbale y recordaba con envidia el vasto jardn y el bello hotel de las afueras que se poda permitir este famoso y potentado pintor con automvil. l, modesto an, lleno de las mismas esperanzas, tena que contentar su afn de luz, de aire, vecino de los cielos, en el moderno y ltimo piso de alquiler del palacio de unos duques.

Mas... sentase feliz, feliz con una gran felicidad que le dola, hecha de amor, de espritu, de arte...; hecha, sobre todo, en l, en su mujer, hasta en sus criadas, de purezas y bellezas y respetos... Y le enojaba y le admiraba no poder seriamente rechazar la irreverencia que se le infiltraba de la calle con el gran corazn y la nobilsima amistad del camarada que era al mismo tiempo un jovial y como infantil aturdido incorregible.

-Oye, Guillermo- insisti condescendiente-, s formal! Mira que a la chica no le gustan, y a Jane menos, ni a Petra, tus bromas. Capaces sern de despedirse!

-Hijo, Y a qu tener muchachas tan bonitas?... Toma! Has visto ese peridico?... Habla de ti!... Parece que van a traducir y representar en Roma tu ltima comedia... Bravo! Te vas volviendo a escape grande hombre!

Le arroj el peridico, Il Corriere della Sera. Despleg otro, alemn, ilustrado, y se enfrasc en revisarle los muecos.

Eliseo, que no hizo sino ojear por encima la noticia, porque ya la conoca, hubo de sonrer nuevamente al notar cmo su amigo tenda en abierto comps una pierna hacia el suelo y la otra encima de un silln. As le vera Libia, si llegase ahora..., harto acostumbrada, por suerte, al carcter de Guillermo; el cual, en cambio, rease de las mutuas cortesanas del matrimonio. Igual, y aunque hubiese estado ella, habrale tocado los hombros o la cara a la muchacha.

Mirbale el autor dramtico desde toda la disculpa de su alma delicada, correctsima. Era el buen pintor un hrcules, un hombrote negro, feo, lleno de enmaraadas barbas y greas, pero de una fealdad fuertemente simptica, leonina, que siempre habale dado entre las mujeres gran partido, no obstante los descuidos de su traje, y era, adems, un despreocupado bohemio de alta estirpe, que lo mismo se meta con una marquesa amante en un fign, que se iba de chaqueta a un palco del Real para no importarle, en el de enfrente, su mujer, su tambin gigantesca Ernestina, hermosa, estatuaria, asimismo despreocupada y loca amante, unas veces de un torero, otras de un actor, otras, acaso, del marqus de la misma marquesa en turno del esposo. Gran filsofo hastiado por todos los posibles triunfos y desengaos de la vida, con un bondadoso corazn de nio que se revelaba inmenso en la amistad y con unos puos de boxeador que surgan, a ser preciso, formidables, pasaba por la vida, a los cuarenta aos, en afectuosa y cordial camaradera con su mujer, retratndola para todos los artsticos concursos, hacindola clebre en Madrid y en Pars y en Londres con su hermosura hebrea, no siempre velada asaz honestamente, y perdonndola a fuerza de despreocupacin y de sonrisas los mltiples trances galantescos a que la supondra expuesta con la libertad que concedala en trueque de la que ella le dejaba.

Contbase de l que, una noche, bebiendo en su estudio de Pars champaa con tres amigos escultores, y hablando de paganas beldades femeniles, de las cuales pona a la de su mujer como un arquetipo..., en un esttico fervor de iluminado, los llev a la estancia, al lecho donde ella dorma bajo una lmpara rosada; la descubri, la mostr..., y volvi a ocultarla cautamente, dejando en su profundo sueo a la hechicera...

Ingenuidad, era todo esto cnica ingenuidad de nio, cnica ingenuidad perversa, delatora de una absoluta carencia de moral sentido, o era la serensima conciencia de un hombre superior a no importase qu sociales trabas y prejuicios seculares?...

Eliseo, que estaba cierto de la infinita moralidad cordial de Astor, de la infinita y ruda nobleza insuperable en todo lo dems de su trato con las gentes, tena que inclinarse, y no sin un casi terror de admiracin, a lo segundo.

En todo caso, cmo tomarle en cuenta la en el fondo nimia despreocupacin ms de una inofensiva caricia suya a una sirviente?...

Se admiraba, s, l que sabase tan opuesto, tan contrario, encantadamente prisionero de una felicidad flotante en los difanos respetos del alma de su hogar y de su Libia...; y como sinti a su Libia, de improviso, rumorosa de sedas entre sedas, deshzosele en respeto de venturossimo cautivo la un poco envidiosa admiracin que siempre le infunda el despreocupado, capaz de pasear triunfal de tal manera su extraa y libre dicha por el mundo.

La presencia de Libia bast para acabar de imponerle al poeta su equivocacin de aquella admiracin. Resplandeca en su frente rubia la pureza de la madre -de lo que no era, de lo que no habra podido ser jams, sugirindole al marido las ideas y sentimientos de bien otro anglico universo, la estril hermosura de la un tanto bestial y pagana Ernestina del pintor.

Libia, la madre, la buena esposa..., la muy buena mujer de ensueo, no obstante..., vena radiantsima de lujo. Perlas en el pelo; perlas y brillantes en el lbulo rosado de la oreja, en la garganta; brillantes y zafiros, y palos en las manos de ideal...; y en la estatua, por todo el fino y largo cuerpo de escultura desmayada, dciles y finsimos cendales de una reina que fuese hada al mismo tiempo: sedas Liberty, malva..., tises de oro..., blancas transparencias tambin de tules plisados en trazos de piel marrn... Ah, el contraste elegantsimo del leve tul y de las pieles! La violenta y cadenciosa sinfona por todo el cuerpo aquel del malva y del oro y del marrn!...

Saludbanse Guillermo y ella. El pintor, de pie, no por cortesa, sino por ir ms pronto a la tarea del cuadro, que duraba hora y media cada tarde.

-Y Ernestina, Guillermo?

-Que viene, me dijo.

-Hoy?

-O maana. Quiere ver nuestro adelanto de estos das. Recelosa del retrato. A poco ms, ayer reimos.

-Cmo?

-Teme, Libia, verse eclipsada en la Exposicin por ti la vez primera.

-Aaah!... Y el suyo?

-Acabndose. No le gusta. Encuentra que ests t mejor vestida.

-Ir a verlo tambin.

-Bueno..., ahora... al potro!... Y a callar!

La condujo al sitial dorado y perla. Sentse ella, cruz una pierna sobre otra, apoy en la rodilla el codo y la barba en una mano, toda doblada hacia delante en la posicin que, por serle la ms tpica, la ms habitual a su comodidad, habala dejado el pintor que la eligiese..., y el pintor, con verdadero desenfado de amigo y de pintor, la alz y la arregl ms los vuelos y plegados de las sedas y las pieles hasta dejar los seis centmetros de media que deban mostrarse en el tobillo, cuyo pie tocaba el suelo.

Empez el trabajo... en un silencio religioso. Cuando pintaba, Guillermo era todo de su atencin, de su abstraccin, y contraribale que nadie hablara ni le hablase.

El retratista y la retratada estaban en el hall, ella medio de espaldas a la sala y, protegida de tanta luz con un pabelln de felpa improvisado en los cristales. Eliseo los vea a los dos desde el divn.

Mordi Eliseo un habano, lo encendi y abandonse nuevamente a la emocin de aquella paz, de aquella calma, de aquella felicidad que a su alrededor flotaba intensa, densa, de un modo podra decirse fsico y que casi le dola.

Constituyndosela al fin inconmovible, hasta los principescos lujos de su mujer, que acarreronle tiempo atrs fuertes apuros, se iban encajando en armona con los medios pecuniarios de la casa. l, por una innata repulsin a la antiartstica pobreza, amaba estos lujos ms que Libia. No poda culparla; habala animado al principio, y Libia no hizo sino excederse un poco locamente, ya puesta en la pendiente fastuosa, y siempre en el horror de ambos a los previos clculos y nmeros.

An los trimestres del autor hallbanse gravados con los descuentos de joyeros y modistas; Pero los xitos de Apolo y la discreta habilidad para dar cien vueltas a sus trajes que hubo Libia de aprender en la experiencia dolorosa, sin peligro alguno ya, permitanla este infinito agrado, orgullo de los dos, de adornarse an ms que antes.

Qu bella estaba!

-III-

Sali el pintor. Sali el marido...; y ella, que, con sonrisa mrtir, haba recibido el beso del insensatamente venturoso, vuelta en el silln dorado y perla, se qued escuchando hasta que son el portn a lo largo del pasillo. Entonces, brusca, se dobl a sus brazos sobre el brazo del sitial en una explosin de llanto.

Fue breve. Estaba harta de llorar.

Alz enseguida la cabeza. Su faz haba cambiado a lo espantoso.

Mir el retrato.

Ah, sus lujos! Cmo en el lienzo aquel, cmo en la obra del artista insigne, para eterna afrenta de no se supiese que srdida catstrofe, iban a quedar representados!

Ms que un drama, sin que el confiadsimo Eliseo pudiera sospechar que ella lo tendra y que en l iba a arrastrarle.

Alz la vista de un punto del espacio, donde habasele condensado lo cruel, y la gir en afn de liberaciones por la estancia. Sobre la chimenea vio dos muecas rubias de su hija; por las paredes, retratos suyos, de la nia, del marido; en la vitrina imperio, unas figurillas de juguete que eran de los tres, y que asimismo proclamaban la inocencia de sus almas. Cosas que la acusaban, que la abrumaban ms en esta hora de expiacin.

Se sac del pecho la carta feroz de la francesa:

Muy seora ma: Para tratar de salir definitivamente de nuestra enojosa situacin, rugola que esta tarde, a las siete, venga a verme.

Las seis. A las siete, arrastrando sus infinitos miedos, tendra que estar en casa de esta mujer que ya escribala como en conminacin fiscal. Poco despus, arrastrando la realidad de su inmensa desventura, tendra que volver a encontrarse frente a las nobles confianzas de su Ins y su Eliseo.

Se levant. Se retorci en una especie de penoso desperezo, y lenta, ingrvida, fantasma que ya no fuese de este hogar amenazado de destrozo, ni del mundo, cruz el despacho y el saln, entre el ruido de sus sedas.

Tuvo que reposarse, apoyada en un silln. El blanco lecho de Ins, al paso de la alcoba..., sus cosas, sus vestidos, seguan a gritos acusndola de la insensatez con que ella haba arrojado por siempre a la miseria a la hija de su sangre.

Otro impulso, y entr y se encerr en el tocador.

Desde el centro, se vio copiada entera en un espejo. Estaba plida, y horrible, lo mismo que una muerta.

Y... ah, sus lujos... vistos nuevamente en la viva insolencia del cristal!

El cristal, ante los ojos ttricos de Libia, cobraba las difanas profundidades de un abismo. Lo que iba a ser, tendra que ser. Resignada, se puso a quitarse aquel colorinesco y rico traje de soire, para ponerse otro... Los lujos no deberan servirla para haber llegado con ellos en cnica ostentacin hasta el borde del desastre.

Mas, oh!.. toda ella era teatral y fastuosa. Al sacarse las pieles y sedas y tules del vestido, el espejo la segua copiando en un blanco esplendor de gasas y de encajes... Las caladas medias, el traslcido y pequeo cubrecors-pantaln, ceido abajo por las mollas de las ligas y arriba por los plidos rizados del escote...

Tembl, rebelde. Crispronsele las manos a los adornos del pecho, y en un rapto de locura pareci querer desgarrarse el pecho, el corazn, aquellos fastos miserables, siquiera, que de tal modo la infamaban.

Habase clavado las uas. La sensacin de dolor, completndola fsicamente el martirio, la lanz al fatdico cajn de su secreto. Quera considerar todava y por ltima vez el problema pavoroso... con ms calma, con la terca decisin de volver a estudiarlo, y quiz resolverlo sin violencias.

Lleg a la mesita escritorio, sac el fajo de papeles, y se instal, junto al balcn, en el sof.

La seca escuetez de una cifra la hiri en el primer papel que extrajo del paquete.

36.540 pesetas.

Volva a asombrarse.

Santo Dios! Era posible?... Cmo deberle a madame Georgette semejante atrocidad?

36.540 pesetas!

Lo hallaba absurdo. Suma ratificada por ella, coincida con la de la modista...; pero, quizs, seguramente, las dos se equivocaban.

Febril, se dedic a ir revisando las facturas. Las ms antiguas tenan fecha de dos aos. Amable la francesa, su prfida amabilidad (harto vealo al fin!) pudo servirle igual para robarla. Aun poniendo a mil pesetas cada traje, resultaba inverosmil que en dos aos, qu disparate!, la hubiese hecho treinta y seis...

Un relmpago le resucit en los ojos la esperanza. Torpe para las cuentas, hasta ahora no haba encarado de este modo la cuestin. Ah, si fuese ella la que, descubrindola ladrona, pudiese llevar ante el juez a la modista!

Este razonamiento de la imposibilidad de treinta y seis trajes en dos aos tena una fuerza que poda apoyar en la menor investigacin de sus roperos...

Se levant convulsa, iluminada. Fue a los roperos. Abri las puertas. Mir los trajes. Apenas si haba once... Y cuatro abrigos... Y tres salidas de teatro... Sin embargo, no hall sencillo el cmputo, y se limit, para evitarse a s misma aquella cocotesca desnudez, a cubrirse con un obscuro vestido de paete.

Volvi a su asiento. La revisin de cuatro o seis facturas ms, acab de consternarla. Por un abrigo largo, piel renard... 1.800 pesetas. Por un abrigo de nutria...2000... Tambin, ropas de Inesina. Justificbase la cuenta. A qu obstinarse en regatear, partida por partida, nuevas rebajas que en nada modificaran la situacin?

Apart desalentadamente los papeles, y huy de ellos, volviendo a levantarse.

Un retrato de su hija hzola llorar ms hondas amarguras. Lo besaba. Oprimaselo al corazn.

Con el retrato en la cada mano y con un codo en el testero del lecho, psose en seguida, nuevamente, a considerar lo intil de recurrir a su familia o de echarse en lgrimas a los pies de su marido confesndole el horror inevitable. ste se sabra igual cuando horas despus ella volviese de casa de Mme. Georgette, con el alma desgarrada, y cuando das despus viniesen los embargos, la miseria, el xodo de ella y de Eliseo y de la hija de los dos ocultando su vergenza de mendigos.

Senta fro.

Un fro glacial de desamparo.

Abrumada por su pesadumbre de maldita, que pesbale como un ondulante universo negro en la conciencia, dej el retrato, vag unos pasos sin sentido, y torn a caer en el sof.

Haba cerrado los ojos. Miraba ahora dentro de s misma, puesto que fuera no vea la salvacin, y hundanse sus ansias en el mnimo consuelo de buscar una disculpa. No fueron exclusivamente suyas la ceguedad y la imprudencia.

Cuando soltera viva con casi estos mismos lujos, igual que las hermanas y la madre, en su casa; el padre, no rico, alto funcionario de Estado, actualmente en Alemania, consuma el sueldo en la ostentosa y digna relacin con la buena sociedad. As hubo Elseo de conocerla, entre las glorias de un triunfo suyo, de teatro, y debi hallar indelicado el imponerle la decepcin de la pobreza de ambos al da siguiente de su boda.

Hijo Eliseo de un profesor de Instituto de Jan, y acostumbrado en su familia a la modestia, ganaba quiz bastante, pero poco, de todas suertes, para sostenerle a su mujer los hbitos de elegancia y distincin que l mismo amaba por un culto fervoroso hacia lo artstico.

La irreflexiva imprudente encontr, pues, un imprudente reflexivo que hubo de alentar su inexperiencia; un gentil apasionado que desde su humilde condicin, senta el pesar de rebajarla en rango, y un artista soador siempre lleno de esperanzas de riqueza, de triunfos plenos capaces de llevarles a la vida esplendorosa que deba esperar de sus talentos. Fcil para ella el crdito con las modistas y joyeros de sus padres, cuando no poda pagar en otras, a las primeras cuentas importantes Eliseo la disculp: S, s, bien, Libia, no te apures! T no puedes dejar las amistades de tu casa, y tienes que vestir. Mi xito de la Princesa dar para ese pago.

Efectivamente, la liquidacin del primer mes de aquel xito, sin contar con otros que aguardaban, hzoles salir del disgusto pasajero. Persuadida Libia de que las cuentas se podan pagar en ms o menos plazo, contrjolas ms grandes. l se aplic a escribir y a sus tertulias literarias; ella, a demostrar a las viejas relaciones familiares que haba hecho un excelente matrimonio. Y a las segundas cuentas presentadas, con un poco de sorpresa del marido, ste se rehizo y replic: Bueno, Libia, no te inquiete, no te import! Tomaremos un emprstito. Llegar el xito definitivo que me consagre gran autor, y fuese injusto que, entretanto, yo te redujera a las feas incomodidades de una vida que no tardar en volvrsenos esplndida.

Siempre ms rico de imaginacin que de dinero, se limit a recomendarla prudencia; y la gentileza de aquellas modistas y sombrereras y joyeros que cobraban, multiplicronle a la inexperta chiquilla, que ya era madre, sin embargo, las sendas de perdicin. A sus rumbos, sin otro objeto que hacerse en todas partes admirar como bella y elegante, se unieron la de la nia y los del ama; pas otro ao, y las cuentas nuevas alcanzaron un nivel tanto ms terrible cuanto ms mermadas hallbanse las rentas del autor por deudas y por rditos. Fue el principio del fin. Fue el primer casi disgusto de los dos. Acab de intervenir en los agobiados trimestres una especie de junta de acreedores, y entonces s, digno, comprendi Eliseo y la hizo comprender aquella veloz marcha hacia la ruina. Digna Libia, prometi una circunspeccin que los salvase.

Mas ah!... el propsito dur dos meses, tres quiz, mientras duraron tambin las galas de la dama bien surtida...; y ella, o acaso l, triste de verla triste, y feliz con otro estreno, compraron el brillante nuevo o el nuevo traje de caras sedas que retornronla a la horrenda tentacin. Se haba hecho presentar por Ernestina a Mme. Georgette, que confiada en la garanta de la presentacin y en la no regateada sencillez de los primeros pagos de Eliseo, hubo de irse luego conformando (francesa y bien funesta amabilidad, la suya!) con las sumas por Libia entregadas entre ruegos de espera y de secreto para el pago del total...; y he aqu que el total, sin saberse cmo, a los dos aos, cuando ms el marido noble y bueno encontrbase en la cndida ignorancia de aquellas cuentas, contento de ir a verse libre de atrasos para siempre, a los ojos asombrados de ella presentaba la cifra brutal, impagable, inverosmil.

Abri los ojos, los ojos asombrados, y volvi a ver la enorme cifra en el papel:

36.540 pesetas.

Cmo solventarla dada la econmica situacin de ellos y agobiado con descuentos de otras deudas por quin supiese cunto tiempo an?...

Mme. Georgette habasele manifestado ltimamente ejecutiva, inexorable. Intiles las lgrimas y splicas. Las sombras del juez, del embargo, del escndalo social, slo cedieron al confesar la ingenua y espantada Libia que ni aun reducindola a la miseria y al descrdito podra quedar la deuda medio satisfecha: no valdran la quinta parte de la suma los muebles y efectos todos de la casa puestos en subasta... Slo cedieron, s, slo apaciguronse de este modo las tercas aunque siempre bien habladas amenazas de Georgette; slo de manera tal qued conjurada la inminencia de enterar a Eliseo del conflicto que l no poda evitar...; y hoy, al fin, el rigor de la modista, reexcitado, a no dudar, por su egosmo de sacar lo que pudiese, siquiera, sin importarla ms de ajenos infortunios..., la llamara para notificarla el comienzo brutal de lo espantoso.

No la frente, ahora, sino todo el cuerpo, todo el ser de la infeliz, tronchado en llanto y convulsin, cay de bruces a lo largo de aquellos papeles que eran en sus lujos y en su vida fatdicas banderas de derrota...

-IV-

Todas las tardes, al anochecer, el bello hotel nmero 4-A de la calle Villamagna era el centro, el templo de una peregrinacin elegantsima.

Robes -Mmz. Georgette- Manteauxlease en dorada y rasgueada letra inglesa por los tres balcones de la fachada principal. Y ante la cancela, de vuelta del paseo en la Castellana, detenanse blasonados coches con magnficos caballos, y excelentes automviles que vibraban tomando turno de espera, mientras las damas cruzaban el jardn.

Un negro de gallarda figura e impecablemente vestido de frac rojo, desde la escalinata del vestbulo, exornada con las estatuas castas de una Minerva y una Hebe, y sombreada por los sauces, reciba y guiaba a las visitas, segn su pretensin. Haba seoras que deseaban probarse sus vestidos, y pasaban al despacho del taller; haba otras que iban a conferenciar solamente con madame, y pasaban a la suave intimidad azul de un gabinete; habalas tambin, en fin, cuyo objeto no era otro que cambiar impresiones entre ellas mismas, y suban hacia el saln.

Templo; o mejor dicho, club femenino que haba instituido poco a poco la costumbre. Cuatro o seis seoritas de obrador, maniques para las pruebas, rubias y morenas, blancas, para gustos diferentes en los trajes y en los tipos, finas y bonitas, todas, saban, adems, llenar a maravilla su misin de cumplimentar y entretener a las ilustres concurrentes, mostrndolas ilustraciones de modas extranjeras, hasta que las poda conceder unos momentos la duea de la casa.

Mme. Georgette, repartiendo cortesas, sin parar en parte alguna, estaba en todas. Grande, escandalosamente rubia, y un poco matrona a los cuarenta y cinco aos (que ella reducase a treinta), conservaba rastros de beldad en la cara, y en el talle, cruelmente encorsetado. Diplomtica sutil, nadie pudiera aventajarla en la oportuna adecuacin y aplicacin de su vasto protocolo de atenciones; una rgida duquesa, por ejemplo, merecala reverencias dignas y profundas; una afable condesita, saludos versallescos, y una actriz o una cupletista en auge, sonrisas histrinicas. Ante ella desfilaba el mundo ms complejo que puede imaginarse. Igual confeccionaba un regio manto de corte, que una arlequinesca falda de teatro. Haba que vivir, y sabase la gama de las veintisiete formas ms o menos expresivas de afeccin en cada adis, en cada frase.

Ah, cmo las viejas alcurniadas y fanticas que contaba en su clientela dudaran que ella fuese la misma si la viesen conversando con la actriz y con la alegre condesita! Menos productivas aqullas, ms decorativas, y garantas irreprochables de la seriedad y el buen orden de la casa, frecuentbanla, como terreno neutral, para complicar en sus proyectos de asociaciones benficas a ciertas no muy bien conceptuadas aristcratas de quienes necesitaban el concurso pecuniario y a las cuales no podan admitir decorosamente en sus salones.

Algunas, a veces, tercas catequistas, osaban encararse con la propia Mme. Georgette, aspirando moralmente a regentarla, y dndola consejos: Usted, madame, debiera confesarse e ir a misa los domingos; Usted, madame, no debiera tener en su taller muchachas tan bonitas; Usted, madame, debera poner este Sagrado Corazn en la cancela...

-Oh, seora duquesa! Oh, seora marquesa!- limitbase, madame a contestar, sin ms explicaciones, y humilde recibiendo el consejo o el Sagrado Corazn.Positivamente, Mme. Georgette tena que resignarse a mil impertinencias. Ahora estaba en la sala de modelos, y con dos seoritas de despacho se esforzaba en complacer a la baronesita de Alfn, rubilla y diminuta, a las tres grandes y no muy lindas hijas del ministro del Brasil y a otras menos conocidas visitantes.

La Alfn, que no alzaba del suelo vara y cuarta, por ridculo snobismo y a todo trance prefera las sobrefaldas de farol, propias, nada ms, de buenas mozas. Las brasileas, en cambio, amaban las flotantes gasas y los lazos, que las haca parecer ms desaforadamente gigantescas.

-S, madame, como ste! -deca la minscula rubita-. Le he visto un preciossimo traje igual a Libia Herriz. De aqu?

-Claro -respondi Mme. Georgette con orgullo-. No la viste nadie si no yo!

Pobre baronesa!... Creera que la fuese a sentar igual aquella forma, por haberla visto en mujer tan hechicera.

-A Libia!

-A Libia Herriz! -comentronse asimismo admiradas, entre ellas, las hijas del ministro y las dems.

Y el modelo de glas, azul obscuro, concentr las generales simpatas. Roderonse todas a mirarlo. Era inminente la demanda, slo porque lo llevaba Libia Herriz.

Libia, sin que ni ella misma supiese bien este prestigio, por mucho que se hallase habituada a la vida o envidiosa expectacin que a hombres y mujeres les causaba su presencia por los teatros, por las calles, por los paseos, adonde la llevaba Ernestina en automvil, gozaba entre las ms altas damas de Madrid, y entre la distinguidsima clientela de madame Georgette, singularmente, una verdadera celebridad de excelso maniqu. Cuando ellas no lo determinaban, le bastaba a la modista citar su nombre para decidir a las dudosas. Nunca madame Georgette habra soado ms vivo y mejor reclamo que una tal beldad, as con su etiqueta de elegancias, lanzada a la veneracin sorda de las gentes.

Alzse el cortinn, y el negro dio paso a una seora que caus un movimiento de sorpresa.

Era Libia Herriz.

Las brasileas, la baronesita, todas, tornronse a admirarla.

Mme. Georgette, dejando a las dems, se apresur a ofrecerla sus cumplidos.

Muy echado el velo de un coquetn y redondo sombrerito, la recin llegada pareca suspensa de ser recibida con las mismas preeminentes cortesas que siempre le dispensaba la francesa. Traa an el rastro de una lgrima en los ojos, y por primera vez, hoy, su pensamiento y casi sus labios acerbamente renegaron de esta expectacin de reina que no importase dnde y a no importase quines produca.

-Pase, pase, doa Libia: ya est la prueba! -invitbala, con su exquisita correccin, Mme. Georgette-. Perdnenme, seoras, un momento.

Sali detrs de Libia, y las otras seoritas se encargaron del despacho.

Subieron a un principal. Pasaron a un discreto gabinete, de fondo de columnas, entre los tules y claras sedas de las cuales vease un lecho suntuoso. Segua la modista mostrando tal amabilidad en su sonrisa, en sus maneras, al cerrar la puerta, sigilosa, y al invitarla a sentarse en la preferencia de aquel confidentillo azul, que Libia acab por desorientarse enteramente.

No comprenda que para notificarla su perdicin hiciese falta el escarnio de tanta gentileza. Y menos, cuando en las ltimas entrevistas, una vez aqu encerradas, lejos de las gentes, el tono y el aspecto de madame haban sido secos, casi hostiles.

Creci el afecto de Georgette.

-Cmo le va?- pregunt.

-Bien! -contest la infortunada, breve, por salir de la compasiva frmula que haba de conducirla pronto a lo cruel.

-Y la querida nia, y la querida Ins?

-Bien.

-Tan contenta siempre? Tan bonita?

Esta vez, Libia no respondi. La invocacin cariosa a su hija, en quien poco despus ira a condenarla a la desventura irremisible, la hiri como una hipocresa bien falta de piedad. Por no entregarle la miseria de su dolor a la torpe o la cnica, contuvo el llanto en un esfuerzo.

Sin embargo, debi notarle la pena madame Georgette, que, siempre incomprensible, no cej en el propsito de afabilidad ni al abordar de lleno la cuestin.

Era singular el contraste entre la dulzura extrema de su acento y la torva significacin de sus palabras.

-Veamos, mi buena doa Libia -comenz-; he llamado a usted (y dispensar que, por la ndole del asunto, no haya sido yo quien se moleste en visitarla) para ver de salir, si es que podemos, de esta situacin enojossima. No cree usted igual, que de uno u otro modo, su trmino se impone?

-S, madame.

-Ante todo, doa Libia, quiero recordarla, para que no vea en m una intemperancia que no est en mi carcter, cmo durante cerca de tres aos he sido ms que de ms generosa y complaciente. No slo he ido accediendo a recibir a cuenta las pequeas sumas que usted pudo entregar, sino que, a pesar de ello, lejos de retirrselo, aumentbale mi crdito. Cuando usted, tmida, por reparos a su deuda, no quera hacerse nuevas ropas, yo, desprendida siempre, siempre, la animaba. No es cierto?

-Cierto- concedi Libia.

Y por primera vez haca tambin tomar gran puesto a aquellas excesivas complacencias de madama en el arqueo de su infortunio.

-Pues bien; sentado esto, creo quedar justificada, al fin, en mis apremios. Por una parte, nuestra cuenta, cuyo importe me sorprendi al ocurrrseme sumar todas las partidas, abandonada al tiempo, como estaba, seguir creciendo en terrible proporcin; en segundo lugar... oh, el falso esplendor de nuestras casas! esos ocho mil duros me son precisos, absolutamente indispensables, para cumplir a plazo fijo, y a menos de una quiebra, con mis corresponsales de Londres, de Viena, de Pars... He de girar antes de tres meses, por las modas del verano, ms de ciento cincuenta mil pesetas, doa Libia. Si lo desea, puedo hacerla ver las notas de pedidos y las letras de los Bancos.

-Oh, no, gracias! -la contuvo Libia en el impulso tenue de ir por ellas.

Hubo un silencio.

La joven abatase al implacable abrumo de la escena. La modista la estudiaba extraamente.

Luego sta, tintando de suave melancola sus amabilidades, prosigui:

-El otro da quedamos en que usted seguira pensando nuevas soluciones, en que recurrira a su padre, tal vez... Me quiere decir si le escribi y lo que haya resuelto en el asunto?

Aument la turbacin de Libia esta Indirecta acusacin de trapacera, pues harto ella saba, aun al prometerlo, que fuese intil pedirle al pobre padre auxilio alguno. Tembl, y, vctima vencida, estuvo por echarse a llorar a los pies de la francesa.

Sin embargo, se aferraba desesperadamente a sus ansias de defensa, y hubo de confesar:

-No, no le he escrito. No podra ayudarme en nada, porque slo cuenta con su sueldo. Prefiero hablarle a mi marido... o mejor, sacrificarme sola y yo misma en lo posible. Durante los pasados das he ido llevando a los joyeros mis alhajas, estos anillos, estos pendientes, las pulseras..., otras cosas ms, y su venta rendira alguna cantidad que aun subira no poco si vendiese tambin mis trajes, mis abrigos..., algn adorno del saln y algn mueble fcil de ser quitado, sin notarse, de la casa... De este modo, y contando, claro es, con la bondad de usted para...

La interrumpe Mme. Georgette:

-Cunto, hija ma, sacara usted por las alhajas?

-Quiz... seis mil pesetas.

-Por todas?

-Por todas, aunque costaron el doble. Muchas no son finas. Seis mil pesetas..., y aadiendo el valor de mis vestidos... de todos mis vestidos...

-De todos? Tambin de todos sus vestidos?... que seran pagados lo mismo que guiapos, bastante peor que las alhajas!... Bah, doa Libia, una mezquindad que nada resolviera, y un conflicto para usted, si es que piensa en ocultrselo a su casa y a las gentes. Cmo, a su marido? Cmo tampoco usted, famosa en Madrid entero, de elegancia, salir ni a la puerta de la calle sin sus sedas, sin sus lujos?

Qu importa, no saldra! Sera ello mi expiacin! Sera mi esclavitud!

Hizo un desdeoso gesto la modista:

-Perdn, seora...; s, por suerte o por desgracia, lo que una bella mujer como usted dbese a s misma y a los respetos de su posicin social, ya consagrada; me permito, pues, desechar en nombre de las dos ese proyecto. Quiere explicar el otro a que aludi?

Suspir, medio solloz Libia tres o cuatro veces, y prosigui intilmente heroica su tortura:

-El otro..., el otro, sera confesarle todo a mi marido, hacerme perdonar, y que entre ambos acordsemos y le firmsemos a usted un compromiso de entrega anual de una parte de su sueldo.

-A cunto asciende?

La ocasin de sinceridad era solemne, y Libia, un poco avergonzada, se atuvo a la verdad:

-A diez mil pesetas..., a doce mil algunos aos.

-Y no me ha dicho usted otras veces, querida doa Libia, que tienen intervenida esa renta?

-S, madame.

-En mucho?

-En... en, prximamente, la mitad.

-Oh!... Cuatro o cinco mil pesetas -despreci madama levantndose-, y reducirlas en dos mil, an, por ejemplo, ustedes que pagarn ms slo de casa, para salir ganando yo la ridcula esperanza de cobrar en veinte aos!

Se alej, dicindolo, hacia un rincn del gabinete.

Libia se sinti sin fuerzas hasta para mirar adonde fuese con su enigmtica afabilidad la irreducible.

El matemtico rigor que rala desconocido, ahora manejado por esta experta mujer, le presentaba la sorpresa y la explicacin de cmo, en realidad, nicamente a fuerza de trampas vivan y haban podido vivir una vida de relativos faustos ella y Eliseo.

Por lo dems, la amargura inmensa del egosmo de madama partala el corazn al ver que no la dejara probarse, con tal de hallar un medio sin escndalos, en cualquiera de aquellos sacrificios. Grandes, duros, como fuesen, lo sabra afrontar la abnegada madre que surgiera de la mujer loca, y que aqu slo defenda a su hija del desamparo y del escarnio!

Mas... no, no queran dejarla siquiera un hogar, una cama tibia en que la hija de su alma durmiera su inocencia!

Mme. Georgette estaba junto a una dorada consolita. Arreglaba un bcaro de rosas. Habase levantado, no por despecho, sino porque desde un momento haca, mientras hablaba, haba ido advirtiendo cmo su bho blanco, Thermidor, la rara bestezuela a quien ella, que aborreca los gatos y los perros, amaba y dejaba andar a su placer por el hotel..., saliendo de la alcoba, habase puesto en el mueble y a picar las lindas flores...

Cogi al bho, le hizo salir mimosamente por una puertecilla de escape, y volvi hacia Libia con tres rosas.

-Tenga! -la ofreci-. De mi jardn.

Aceptndolas, llena de extraeza, la joven no supo qu pensar del obsequio inesperado.

-Por si va hoy al teatro, para el centro del escote. Vuelven a llevarse. La duquesa de Arlad ama estas rosas con locura.

Se haba sentado otra vez madame Georgette.

Libia contemplaba su aire caricioso, maternal, absolutamente incomprensible, y todava menos lograba comprender que creyrala con ganas de teatro en el horror de la desdicha.

Pero la lbrega reflexin de su desdicha pareca haberse alejado, al menos, del pensamiento y del corazn de la francesa; la cual, tendindola una mano sobre el hombro, en protectora, en verdadera hermana o madre de pursimos consuelos, la habl as:

-Oh, mi querida doa Libia!... Saba de ms que con su infantil aturdimiento no podra encontrarle ninguna salvacin al apuro en que nos vemos, en que nos vemos las dos, usted por el lgico temor a su marido y al desastre, y yo por las inaplazables urgencias de mis crditos en Londres y en Pars..., y...; oh! ah, s, mi querida doa Libia!, por ambas, por las dos, yo he querido tomarme la pena de pensar en el remedio. Lo hay! Completo! Salvador!... y es, al mismo tiempo (en cierto modo), muy sencillo!

Dej que la afrontase la infeliz todos los de antemano agradecidos candores de su asombro; la sonri, torn suave a acariciarla, e interrog ms dulcemente:

-Doa Libia, est usted convencida de que los medios en que ha encerrado un poco ingenuamente su obsesin y su esperanza a nada prctico conducen?

-S, s, madame! Convencida!

-Enteramente convencida?

-Enteramente.

Se apart ahora, recostndose atrs en su butaca, para abandonarla ms a la impresin del cuadro que iba a presentarla ante los ojos:

-Fjese bien: el problema es de contrastes: por un lado, en mi justa necesidad de no perder casi 37.000 pesetas, que as y todo perdera, la intervencin judicial para ustedes, la desesperacin de su marido, el embargo, la subasta..., el escndalo y la ruina..., la burla y el oprobio de las gentes hacia quienes tanto envidiaron, y que no pudieran levantarse, acaso, ms..., y en medio de todo ello una pobrecita nia sin casa ni abrigo, salvo el de la ajena caridad o el de cualquier guardilla miserable... Por otro lado, el bienestar, la pblica consideracin, la vida en triunfo, sin zozobras; su hija con un esplndido porvenir de placidez, seguro; su marido de usted, el brillante autor, siguiendo entre aplausos su carrera, y usted con mi entera confianza y mis agrados para seguir considerndola, an ms que antes, mi cliente preferida.

-Oh, madame! -pudo la angustia de Libia proferir, nicamente.

-Creo que no deba dudarse en la eleccin -desliz madame Georgette tras una pausa calculada; y prosigui, arrastrando sus palabras sobre un asomo de reproche: -Pues bien, esto, para una mujer de quien sera entera la culpa de la perdicin de su familia; para una mujer, por lo tanto, obligada a remediarla con no importa qu audaz resolucin, si es eficaz; para una mujer, en fin, tan bella, tan celebrada, tan codiciada por todos los hombres de Madrid, como lo es usted..., resulta muy sencillo.

-Ooooh! -rugi Libia en sbita protesta ronca de su instinto, mal entendiendo an aquella inicua cosa que la irgui crispadamente.

Y la modista, impvida, aprovech la impresin causada para otorgrsela, para decirla de una vez:

-S, eso!... A usted le es fcil elegir un rico amante entre los mil que la cortejan. l, slo l, la salvara y nos salvara!

Fue un latigazo, un yerto y crudo latigazo, como dado con una serpiente de perfidia, en la faz, en la conciencia, en la virtud de todo el ser de la honesta, de la inmensamente honrada... que habase levantado en un galvnico mpetu de asqueada indignacin.

-Oh, seora!

Apretbansele los puos, temblbale la boca, y por no morirse de ira y de bochorno, o por no lanzarse a escupir en pleno rostro a la repugnante celestina, las ltimas fuerzas convulsas de sus pies y de su alma lanzronla a la puerta.

Pero madame Georgette se haba levantado tambin, y la acompa:

-Clmese, hija ma! -la dijo antes de salir del gabinete-. Usted lo pensar, y habr de ver que... slo as puede salvarse!

El dolor de la impunidad con que en su casa esta mujer infame la injuriaba, y la vergenza, en otra convulsin arrojaron a Libia a llorar en un rincn, recogida entre sus brazos.

-Bien, s, espere! Eso es discreto! No deben verla as -dijo, abriendo y partiendo la modista-. Y no olvide, hija ma, para resolverse, que... cuenta con el misterio de este mismo saloncito y con mi ayuda! Qu ms puedo hacer?

Tir de la puerta. Cerr. Se fue a seguir atendiendo a sus clientes.

Y tras ella, un momento despus, veloz, horrorizada sali Libia asimismo y busc directa la calle, con menos temor a las gentes que al antro donde se sofocaba prisionera...

-V-

Dulce la tarde. Hermossimo el Retiro. Temblaban los lquidos fanales y abanicos de las fuentes, y cantaban los mirlos en las frondas, asaetadas de sol; las violetas y las rosas prestbanles sus triunfos de perfumes al triunfo de la vida. Por todas partes, en explosiones de luz o de chillidos, estallaba la difana alegra de los nios, de las flores y los pjaros.

El gozoso tumulto era ms grande en la sombrosa avenida que va desde el estanque al recinto de la Exposicin. Abierta sta haca tres das, y notable por los buenos cuadros y esculturas presentados, entre el mundo de los artistas y los curiosos filaban los carruajes del mundo de la elegancia y la riqueza.

En un esplndido automvil llegaron y cruzaron la cancela de la entrada dos mujeres.

-Libia!

-Libia Herriz!

-Ernestina Astor!

Sus nombres saltaban en la encantada admiracin de hombres y mujeres por las mesas del buffet y al paso del jardn.

La admiracin se acrecent cuando el magnfico automvil negro, coquetamente adornado en las tapiceras de los delanteros vidrios con un bucarillo de flores, se detuvo ante el palacio.

Se agolparon las gentes para ver bajar a las damas, y dejaron las calle los que ya suban la escalinata de mrmol.

-Libia!, Libia Herriz!

-Libia y Ernestina!

Escuchaban ellas mismas entre el rumor sordo levantado a su presencia como en un efluvio embriagador.

Ernestina, con zapato blanco, sobre fondos blancos, vesta una tnica de tules y rasos pajizos y salmn que cea maravillosa su brava belleza extica.

Libia, luciendo tambin el primer modelo de verano, vesta suntuosa y atrevidamente de blanco, de oro, de brochados damascos grosella. Igual combinacin de tonos llevaba en el sombrero enorme, cuya pluma caala como un airn de regio fausto sobre el hombro.

Entraron.

Segua en torno de las dos la expectacin vivsima. Seguan brotando sus nombres en idoltrico murmullo. Las seoras, las aristocrticas seoras que las conocan mejor y que se volvan de los cuadros para asestarlas los impertinentes, jams haban visto a Libia sobre todo tan gentil, tan lujosamente ataviada...; y Libia y Ernestina, que ya haban venido dos veces, el da de la apertura y otra tarde, a tratar de ver bien sus efigies en la obra del prodigioso pastelista, temieron, con razn, no lograr tampoco en sta sus deseos.

-Oh, bah, Libia... qu fastidio!

-Oh, bah, s, Ernestina... cunta gente!

En vez de venir a ver nada en su favor, la concurrencia forzbalas a dejarse ver, y nada ms; a ser vistas.

Las saludaban amigas y artistas y literatos compaeros de Astor y de Eliseo.

Formbaselas un corro a poco que queran ellas parar un instante la atencin en una Venus, en un retrato, en un paisaje.

Por cuanto a los suyos, a sus retratos, expuestos con predileccin honrosa en el saln segundo de la izquierda, siempre tenan delante la misma muchedumbre que ahora descubrieron al cruzar, al querer entrar y tener que desistir.

-S, mujer, habr que volver temprano, una maana.

-S, mujer, ser mejor. Qu idiotez!

Cmo, en efecto, ir a extasiarse ante sus imgenes de hechizo, cuando todo el mundo quedbase clavado insolentemente ante las propias y vivas hechiceras?

Continuaron, pues, su marcha victoriosa, al azar, sin ms limitacin que huir de aquella galera.

Las molestaba, llegaba a molestarlas la general curiosidad, ahora exacerbada por la exposicin de sus retratos. Los peridicos los reproducan y hablaban de ellos largamente. En los salones y tertulias de buen tono, servanles de actualidad al comentarlo.

-Qu fastidio! -torn Ernestina a proferir.

Un hombre, un joven, un casi nio, a quien conocan las dos, Javier Espaa, tras de haberlas saludado al entrar, segualas y las miraba tenazmente.

Sin embargo, el fastidio de Ernestina, y aun el de Libia, era un fastidio del revs -por colmo, por exageracin de complacencia. Nadie como Libia saba esto, despus de haberse visto de un modo tan serio amenazada de perder su fama, su popularidad de reina incomparable. Un poco amarga, lo pensaba as, ahora; al mismo tiempo que entregbase al, por paradoja, molesto y delicioso placer de la veneracin que despertaba.

Pero Javier, el joven, el casi nio, bien pronto advirti Ernestina que era a Libia a quien miraba, lo cual la contrari de celos ntimos..., porque, para desdearlos o no, quera disfrutar el monopolio de todos los antojos.

-Vienes muy guapa, mujer! -hubo de decirla, luego de observarla de soslayo.

-S?

-Guapsima.

-Y t!

-Quin ha hecho ese traje, madame Georgette?

-Claro!

-Es un acierto!

Una sonrisa de Javier Espaa, del imprudentsimo chiquillo, la haba alarmado y hecho bajar los ojos.

Desde haca dos meses, desde aquella bochornossima entrevista con Mme. Georgette, Libia haba cambiado mucho. Un tanto plida, estaba ms bella y ms serena su faz -pasados ya los ridos y horribles trazos agudos del tormento. Su languidez habitual habase, no obstante, acentuado como en una triste paz que baaba su expresin en teres de melanclica poesa.

Cruzronse con una cocota rubia, acompaada por un seor, y como escandalosamente desnuda en la estrechez de sus ceidas y leves sedas, que dejaban ver los calados de la media en gran parte del tobillo. Mir a Libia, y Libia la mir sin poder sentir el horror despreciativo que estas mujeres en otro tiempo la inspiraban... Una caridad y una resignacin muy triste brillaron en sus ojos... No era ya ms que una compaera suya de infortunio!

Oh, el tiempo! El tiempo! Cmo lo mudaba todo, hasta las rebeldas de una virtud y un orgullo que ella haba heredado, fieros, de sus padres!...

Crey morir de indignacin el da aquel, inolvidable, en que tan inesperadamente la modista le lanz el soez agravio en pleno rostro. S, morir!... tal lo crey de todo corazn, con todas las fuerzas de su alma, tratada igual que una vil mujer capaz de convertirse en una prostituta estafadora, cuando hubo de levantarla lvida el ultraje..., cuando hubo de escapar del maldito hotel sofocadsima...; y sin embargo, al da siguiente, rota, ms destrozada en el potro de rigor de lo implacable, tuvo que conceder que s, que la inicua Mme. Georgette tena razn; que no existiendo humanamente otro, a tal se reduca el nico medio que al lado de la catstrofe le permitira formar, siquiera, con un trmino de infame salvacin, un dilema de crueldad.

Desde entonces, en los nuevos eternos das de lucha y de martirio, la horrenda obstinacin de su bochorno redjose a elegir el posible amante entre sus amigos, entre sus conocidos de la calle, entre los rendidos por sus coqueteras intrascendentes en aquellos ts y aquellas fiestas de sus viejas relaciones de familia.

-Mira qu cuadro! -dijo, detenindose Ernestina.

Composicin de realismo crudo. Atrajo inmediatamente el dolor y la comprensin de Libia. Una bella y humilde obrera, con los rasgos de todas las hambres y todos los escarnios, oa, entre dudas y espantos, la tentacin de una vieja inmunda, que en una mano tena un billete y con la otra contenale la impaciencia bestia a un hombre que hacia el fondo velaba la roja lujuria de su faz entre cortinas.

Verti lgrimas el corazn de la infeliz espectadora. Como ante las cocotas, ella haba pasado muchas veces despectivamente ante estos dramas con que la infinitamente dolorosa compasin de los artistas quisiera mover el mundo a compasin. En vano. El mundo, y el mundo del bienestar, principalmente, habituado a la objetiva ostentacin de todas las miserias como a un simple subrayado de contraste, concedales un mohn de disgusto, sin pararse a penetrarlos en su trgico proceso...

He aqu, pues, lo que haba ganado Libia en la forzosa indignidad: la tristeza reflexiva.

Pero volva a mirarla Javier Espaa, mal oculto entre las gentes, y ella temi que la apasionada imprudencia del chiquillo desvelara su secreto. Impsole discrecin con un gesto de energa.

Ernestina pregunt:

-Oye, te hace el amor ese trasto?

-A m?... Oh, no! -repuso Libia, con la plena calma de hipocresa que iba aprendiendo-. Te sigue a ti!

Ri la otra. Hallaba gracioso, a no dudar, que quisiranla hasta los nios. Crey a la honesta Libia, acaso, firmemente.

Y, sin embargo, la honesta Libia, en presencia del joven, del casi nio, encontrado hoy en pblico y por casualidad la primera vez, iba sufriendo entre el sedoso contacto de sus lujos la afrenta de debrselos. Riqusimo y mimado hijo de los condes de Albear, su garanta habale bastado a Mme. Georgette para la suspensin de sus apremios y la ms que nunca generosa concesin de sus favores. Recin llegado de los colegios de Blgica y recin lanzado a la vida de Madrid, le pareci a Libia que reuna, mejor que los dems, las precisas condiciones. Tmido y discreto, dentro de una vida curiosidad enorme por la vida. Conocalo de una distinguida tertulia que ella frecuentaba y haba frecuentado mucho con sus padres. Para mirarla a ella, desde muchos meses antes, esconda su infantil pasin por los rincones; y ella, coqueta, s, pero con la mnima coquetera inocente de una honrada mujer a quien todos acosaban, mirbale tambin algunas veces, compasiva.

A sus ojos habanle sobrado, pues, cuando les fue dolorosamente necesario, un poco de prfida intencin para lanzarle con el alma abrasada, voluntarioso y loco, a la merced de ella... La esper una noche; la quiso hablar; escap Libia fingiendo sin grande esfuerzo miedos y rubores; prosigui en los encuentros delante de las gentes incendiando a miraditas la sangre del muchacho y al segundo asalto, de incoherentes ruegos allanse a permitirle que dijsela sus cuitas en una carta dirigida a Mme. Georgette... Luego, y as puesto en propensa relacin con la modista, todo breve..., todo horrible..., todo vergonzossimo calvario para la vendida vil, infinitamente honrada de carne y corazn, que tuvo que afrontar en su carne aquel ultraje...

-Adis, seoras!

Otro grupo de pintores saludbalas de lejos. Poco despus, sombrero en mano, las detuvo Polo Robla, pasado o actual amante de Ernestina. Cambiados los cumplimientos, las acompa; y l se dedicaba a conversar con Ernestina y a mirar juntos los cuadros.

Libia, as aislada, y protegida en sus penosas emociones por el velo del sombrero, torn a pensar en aquel agravio de las ciegas y glotonas ansias de Javier por la boca y por los ojos de ella..., al cual, no obstante, y aunque siempre pasiva, siempre llena de angustiosa repulsin, ya se iba acostumbrando.

Por rareza inverosmil, cada entrevista de aquellas que la hollaban, que manchbanla ms, que rebajbanla en vileza, aumentaba, con su pesar de mrtir tranquilo y resignado, su ntima honradez y el cario a su hija y a Eliseo. Segua llorando mucho, a espaldas de ellos, con un llanto de alma por s propia, que intilmente la querra purificar, y desde su ignominia sola quedarse contemplndolos en una ahogadora impresin de heroico sacrificio.

Mas, oh, contradiccin, cuya clave se cerraba hermtica a su espritu inocente!... Por qu, en cambio, siempre se la desvanecan tan pronto sus ensueos imposibles de una vida retrada y modesta, consagrada a la expiacin de un puro amor entre los suyos, y volva a encontrarse bien, y aun a tratar de disculparse, cerca de Ernestina, con sus faustos, deslumbrando a las gentes en un triunfo de vanidad, que a la vez la amargaba y la placa?

Rechazaba el problema, que no era capaz de resolver, y abandonbase a la esplndida iniquidad de su destino. Mujer de lujo, desde nia, el lujo habala constituido el abismo de necesidad fatal en que al fin vease hundida sin remedio..., para siempre, para siempre...

Seguan mirndola. Segua ella bebiendo el veneno amargo y delicioso de aquella expectacin. Al lado, el feliz descoco de Ernestina con su amante y con su larga historia de amantes quisiera tambin decirla, quiz, que con la misma felicidad tranquila ella tendralos cuando hubirala pasado el bochorno del primero, del Javier, a quien no se hubo entregado sino en venta...

Incapaz de discernir si los amantes no fuesen para la vida de la mujer lujosa un simple complemento de sus lujos, sinti la ntima y nueva pena de no acertar tampoco a descifrar si ella, con sus apariencias de virtud, haba llegado a tener el suyo forzada por el conflicto de Mme. Georgette, como nia a quien se arrastra en el horror, o si ya su pasin por la elegancia y sus coqueteras de aspectos infantiles, inocentes, habranla conducido a lo mismo, al fin, de un modo voluntario...

Volvi a divisar de largo a Javier Espaa. Su vista la restituy a la nica mayor contrariedad de que estaba enteramente cierta: la de la necesidad, la de la urgencia del momento aquel de explotacin, de doble engao, ms villano, no salvado an, y ya por madame Georgette esperadsimo, en que ella, tan torpe, tuviese que jugarle al cndido muchacho la comedia cuyo xito habra de ser el pago a la modista...

-VI-

Sola, al fin.... Libia, en naufragio de indecencias, en naufragio de esperanzas, en naufragio de todo, qued de espaldas en el lecho, al aire los brazos abiertos y extendidos, en ostentacin indiferente de impdica los senos, que no eran sino dos malditas flores ms de su carne mancillada.

Hoy no haba sido el resto de pudor de desnudarse o vestirse ante Javier lo que la retuvo, como siempre, entre las ropas, que, sin embargo, solamente amparaban de ignominia su ignominia -y s haba odo ella decir que los que se sentan helarse entre los fros polares se amparaban de la nieve debajo de la nieve.

Hoy, no; era la desolacin lo que le haba espoleado el ansia de quedarse all sin accin, sobre su misma vergonzosa desventura, para siempre.

Ni el afn del bao la mova -de agua piadosa y clara que quitsela al menos las babas de traicin antes de volver entre los suyos.

Naufragio de indecencias. Naufragio de esperanzas. Naufragio de todo.

Miraba alrededor, sin girar ms que los ojos, y de un modo idiota contemplaba el orden de la estancia. Bellas cosas horribles. La lamparita blanca segua alumbrando con su paz conventual. Los policromos y cuajados vidrios del balcn traslucan un claror mgico de luna. Las sedas claras caan con su ideal ligereza de encajes por las puertas, y el ritmo versallesco y gracioso de los muebles, de los plidos dibujos de alfombras y tapices, de las orlas y guirnaldas del techo y las cornisas, no se haban turbado sobre la muda tempestad de un alma y de una vida desgarradas por todos los sucios agravios de lo ruin.

Le pareca imposible que las bellas cosas pudiranle formar tan impvido escenario de placidez a lo espantoso; que no fuera quedando en los espejos, indeleble, la vileza.

Gir la vista un poco ms. Vio clavados en los suyos los ojos amarillos de un raro bibelot. Un bho, de porcelana, grande, estaba, como una agorera aparicin sobre el respaldo de una silla. Pero el bho, al cabo de unos instantes de fijeza con un movimiento seco, volvi a otro lado la cabeza y los ojos amarillos...

Bien, s, lo record Libia. De carne y hueso. El pajarote silencioso que recorra el hotel como un smbolo siniestro. Sinti el impulso de arrojarlo. Desisti por su falta de Voluntad para moverse.

Testigo extrao de la infamia, sus ojos redondos, impasibles, habranla recogido con no se supiera qu notificacin macabra del infierno.

Torn su corazn en vuelo de desesperacin estril a su nia-ngel de su alma, a su marido..., y a travs de los bochornos infinitos, sinti ms la incomprensin de su conducta, de su osada cobarda de obediencias para el crimen. El asco siempre. La invencible repugnancia. Ni haba podido disculprselo una vibracin siquiera de sus nervios de mujer, slo prontos a vibrar emociones infinitas en la espiritual pasin noble de Eliseo, ni haba venido ltimamente a disculprselo este fracaso del horrendo sacrificio.

Todava la tribulacin yerta de su vida hzola mirar aquel estuche de pels que estaba en la mesita, junto a ella.

Pago a la artera prostituta.

Sarcasmo de burla, al mismo tiempo, a la ladrona.

No poda haber ms degradaciones que arrojar en su miseria.

Amargamente, framente, lanz de s las batistas y tules rasos de la cama, y dio al aire con su carne rosa de maldita sus sedas y batistas y encajes cocotoscos.

Iba a vestirse.

Pero un ruido de pasos la oblig otra voz a refugiarse entre las ropas.

Mme. Georgette!

La vio aparecer en el cortinn de las columnas, y oyla demandar:

-Qu?

Por vez primera inferala el nuevo agravio de sorprenderla en esta cama de la actuacin de sus bajezas.

La impaciente avaricia la haca imprudente.

Avanz, ocup una butaquilla, mirando ya con sonrisa de triunfo el estuche de pels, e insisti en la pregunta inquisitiva

-Que?

Libia senta desaparecer los desconsuelos de su bochorno enorme bajo la emocin de pnico que hoy volva a infundirla esta mujer. De la deshonrada, de la envilecida, de la tan horrorizada de s propia, nicamente quedaba la indefensa nia llena de terror, por su fracaso torpe ante la infame que a l la haba forzado.

Temblaba, temblaba Libia. El monstruo de prfida amabilidad cuyo rigor dispona de su destino, por acomodarse bien en la estrechez de la butaca haba tendido un brazo a la contigua, en donde yaca el montn de las ropas lujosas de la impura mrtir...; las medias, las figas, el cors..., el nuevo y elegante traje ms de los que iban constituyndole las primeras recompensas... Y la mrtir lleg incluso a temer que aquel brazo que pesaba en sus ropas de vendida para el robo y para el mal se las negara hoy a la torpsima ratera.

Sino que Mme. Georgette, en vista de que la sorprendida en desnudez no atrevase a contestarla, alz el brazo y lo tendi al estuche.

Lo recogi. Lo abri.

Su codicia sonriente se cuaj en exttico estupor. Un anillo, con mucha fanfarronera de granates y de palos y con bien poca substanciosa realidad de diamantitos.

Rabiando, valdra cuarenta duros.

-Oooh! -hizo, torciendo la cabeza y dejando caer a la falda la mano del estuche.

El regalo nupcial, el primer obsequio para su amante, de Javier Espaa, del hijo de unos condes millonarios. Anunciado por l desde quince das atrs, Libia, obedeciendo a costa de quin supiese qu violencias y rubores los consejos de madama, le haba inducido con la ficcin de sus rechazos mismos a mayor esplendidez.

-Ooooh! -torn a gemir la defraudada.

Considerando la sortija, recordaba otras dos alarmantsimas pruebas a que asimismo por inducciones de ella hubo de resignarse Libia a someterle, de la mezquindad o de la falta de recursos del muchacho. Una, y luego que la amante le hubo de llamar de reiterado modo la atencin acerca de la generosa hospitalidad de esta casa insubstituible, puesto que no pudieran verse sino aqu..., las cien pesetas con que l juzg bien ganada a la duea en su servicio; otra, y despus que fingindose Libia presidenta de un asilo imaginario, le interes en el socorro de los pobres y le habl de obras importantes que haba que realizar, los doce duros que dio como limosna.

Y esto era todo; esto, que ya daba la medida de lo que de l deba esperarse.

Imposible llegar a ms con nuevas maas sin clarearle el plan de explotacin.

La decepcin de la francesa se concret al fin en reproche reticente;

-Oh, doa Libia, por Dios!... Pero ese chico!

-Creo, madame -contestaron esta vez el miedo y la humildad de la infeliz-, que nos hemos engaado.

-Cmo?

-No tiene dinero!

-Oh! Que... no tiene dinero?..., Porqu lo sabe, doa Libia?

-Porque s, porque he podido acabar de inferirlo de lo que me ha contado de sus cosas, de su vida. Mi sacrificio ha sido bien horrible y bien estril!

Hubo un silencio.

Sobre las dos mujeres flot negra la angustia. Libia, sin mirarla, adivinbale a madama la torva faz y la amenaza.

Y la oy exclamar:

-Oh, me lo tem! Demasiado joven! Demasiado nio!... Nada quise advertirla, puesto que, al confidenciarmelo, ya se haba comprometido; pero no encontr discreta su eleccin.

En otra pausa de silencio aument el terror de Libia hasta derramrsele en los huesos como un fro de agujas helado por su sangre. La impresin de la derrota de todos sus decoros, de todas sus decencias, de toda su secreta ruina moral, desvanecasele en la fatdica imagen del castigo, del escndalo, de la ruina material de ella y de su casa y de los suyos a que otra vez se obstinara en llevarla la desptica mujer sin corazn.

Inmensamente la extra, por lo mismo, el tornar a orla con acento carioso:

-Veamos, doa Libia..., tengamos calma. Despus de todo, que un hombre no lleve encima siempre sumas de importancia, o que no disponga de ellas en ciertas ocasiones, no puede significar que carezca de recursos. Usted es, quiz, de sobra impresionable. Yo, ms experimentada, juzgar mejor la situacin. Quiere usted decirme detalladamente lo que han hablado, lo que hoy la ha dicho don Javier, y de lo cual usted haya deducido su juicio pesimista?... Cunteme, cunteme cosa a cosa; no olvide que la estimo, que la quiero a usted como a una madre y que mi inters est en salvarla.

Quien haba ejercitado tantos derechos de horror sobre su pobre prisionera, bien poda tener el de dudar de su discrecin y el de investigar minuciosamente la mayor o menor habilidad de su conducta. Recogida en humildad, y aun sabiendo de antemano infructuosa semejante revisin, se puso Libia a complacerla.

Javier, al llegar, haba llorado de ternura, de pasin. En efecto; ella, que, a ms de elegirle por rico, le prefiri por joven y fcilmente apasionable, haba ido inspirndole un cario tan grande que daba miedo, porque casi rayaba lo insensato. A las quejas de la tmida asustada acerca de la mana del imprudente por buscarla en todas partes, l confes que s, que no era capaz de remediarlo; que la segua celoso y aun contenase difcilmente en no ponerse a dar de bastonazos a cuantos asedibanla a piropos por las calles. Esta locura de amor o de infantil capricho impulsbale al pleno afn de entregarla las sinceridades todas de su alma. As, convulso de ternura, haba querido confesarla hoy que tuvo, que quiso en efecto a otras mujeres...; pero todas mujeres pagadas, de placer, y jams una tan idealmente preciosa. Tema perderla, y, entre sus pueriles llantos y delirios, declar que haba pensado, si aceptase Libia, incluso huir con ella a Pars, al extranjero..., para emprender una vida de ilusin en el amor eterno de ellos mismos.

Imposible una mayor y ms ciega esclavitud sentimental. Entonces, Libia trat sagaz de aprovechar el momento de lirismo para penetrar en lo que del jovenla importaba descubrir.Aparentando ceder un poco a su designio, indag de qu modo viviran. Javier djola que dispondra de una suma suficiente para el viaje y para pasarlo con modestia hasta que le escribiese a sus padres demandndoles perdn. Luego, o stos querran socorrerlos con una suma suficiente cada mes, o l, que hablaba el ingls y el alemn, como profesor de idiomas, ganarala...

-Oooh! -volvi a gemir la desilusin de la francesa.

Efectivamente, la escena aquella, decisiva, era la ms a propsito para el atolondrado joven, en caso de disponer de medios pecuniarios, hubiera contado con ellos en su audacia.

Pero todava haban llegado a ms, a algo ms concreto las no tan torpes investigaciones de la amante. Inventando que habase hablado mucho en Madrid de cierta aventura de Javier con una bailarina, a la cual habrala puesto casa y automvil, se le mostr celosa, a su vez con celos retrospectivos; y el cndido Javier, por la fbula halagado donjuanescamente, pero ansioso de probarle a la adorada que todo era mentira, con sinceridad ingenua cay en la trampa de la confesin a que Libia le empujaba: no slo no haba querido jams a otra mujer alguna hasta el extremo de desear tratarla as, sino que tampoco haba podido: Creme Libia, Libia ma -fueron sus palabras-; eso de instalar a una querida con casa y automvil debe de ser cuestin, lo menos, de dos o tres mil pesetas mensuales...; y de dnde las iba yo a sacar, si mi padre no me da ms que trescientas?

Vibr madame Georgette en la butaca y, al fin, se levant, despreciativa, dejando rodar el estuche por la alfombra.

A qu apurar ms la decepcin, la realidad de aquel error, de aquel engao acerca del chiquillo?

Vag unos pasos por la alcoba.

-Trescientas! Trescientas pesetas! -dijo despus. Y se coment como a s propia, saliendo al gabinete: -Oh, bah..., dos duros diarios; lo mismo que un cochero!

A travs del amplio estor, clareado con la luz de la otra estancia, Libia, aterradsima, la vio ir a desplomarse en el sof.

Su carcelera la cortaba el paso, sin duda para reflexionar, para no dejarla salir sin volver a noticiarla su nueva decisin de los embargos y la ruina...

No se mova; apenas s respiraba siquiera la vctima infeliz -todos sus pueriles miedos puestos en la esperanza de ser olvidada por el monstruo-.

Qu nueva iniquidad pudiese estar pensando?

La angustia de Libia habra gritado en desesperadsimo clamor de algn socorro que no pudiera darle nadie de la tierra contra la infame de quien sentase prisionera en cuerpo y alma.

Se acord de Dios. Rez fervorosamente.

Slo que la quietud ahogadora de congoja hacase interminable, y determin levantarse.

Psose sus ropas aprisa, procurando no causar ruido, y sali tambin al gabinete.

La modista la detuvo con un gesto de su brazo.

-Sintese, Libia -la dijo, prescindiendo de respetos, en plena camaradera de iniquidad- igame. He pensado en el ltimo recurso.

Y sin miramientos, sin eufemismos, tan pronto vio junto a s a la alucinada, conmin:

-Si ese nio de la desdichada eleccin de usted, en condiciones normales no dispone de dinero, no cabe dudar que lo tendr, que lo buscar y hallar, puesto que sus padres son ricos, a nada que se le acose. Est locamente apasionado; y eso, al menos, basta para que no consienta en perder y causarle dao a la que adora. El sistema es ste, y el nico que nos saque de apuros de un golpe: pedrselo con un annimo, a cuenta de unas cartas de ustedes que hubiranse perdido, que hubirase encontrado Dios que sepa quin, y que, en caso de que l no las rescatase, habran de servir para descubrirle a don Eliseo las relaciones...

-A mi marido!

-El annimo lo escribira yo misma -termin madame, sin aprecio a la candorosa ofuscacin-; el dinero podra recogerlo, en la Lista de Correos, un criado de mi confianza, y que, adems, no tendra que saber lo que coga. El asunto, como usted ve, dejado en el juego y secreto impenetrable de nosotras dos, no puede ser de ms completa impunidad!

Ahora, s, Libia, plida, blanca como una muerta, comprenda; y medio levantndose rechaz con toda la aversin de los ltimos decoros de su alma:

-Oh! Un chantage! Por Dios!

-Ese es el nombre, en mi pas; pero el nombre, en mi pas y en el suyo, seora ne fait pas la chose...; y vea que, con ese nombre o con otro en el fondo, es absolutamente igual lo que intentamos... El xito, por nuestra suerte, ser lo nico que diferenciar la innovacin...; el xito, que hasta habr de permitir a usted dejar a ese muchacho, si de tal manera le aborrece y la violenta.

Nada Libia responda...; lloraba, sollozaba.

Mme. Georgette psose a calmarla y a explicarla los detalles de su plan, afablemente.

Y la infortunada vctima, fra de horror, muerta en aquel total naufragio de indecencias, en aquel tremendo naufragio del espanto, pensaba que la monstruosa mujer de impvidas sonrisas que haba ido recibiendo las cartas de ella y de Javier, guardndolas quiz, haba con ellas adquirido el fatdico poder de un arma ms para forzarla hasta el final de todos los delitos, de toda la ignominia...

A ella, ladrona, traidora, prostituta fracasada en venta..., restbala algn derecho para protestar de cualquier forma de la estafa?

-VII-

Un joven, azoradsimo, dejando en la verja su automvil, cruzaba a las once de la noche el jardn de la Jefatura Superior de Polica.

Le pregunt a un ordenanza por el jefe.

-Qu deseaba usted?

-Verle.

-Para qu?

-Para un asunto urgente.

-Alguna denuncia?

-S.

-Vea entonces al seor comisario de guardia.

-Tengo que ver al jefe!

-No es posible. Est ocupado.

-Anncieme, no obstante. Debo hablarle! A l!

El rasgo de energa y la consideracin al automvil que segua vibrando en la verja, quebrantaron la impasibilidad del ordenanza.

-Bien; lo intentar. Lo creo difcil.

Parti.

El joven, Javier Espaa, no se explicaba cmo el polizonte aquel no suba las escaleras con el mismo apremio de su pecho.

Hallbase en un corredor de paso a distintas oficinas. Sonaban timbres sin cesar y pasaban con los guardias mujeres y hombres contristados que iran en demanda de favor, igual que l, o a dar cuenta de sus crmenes, tal que el del granuja a quien l hara buscar y acaso encarcelar en esta misma noche. La vaga esperanza que le invadi, tras un da entero de infierno, al ocurrrsele encomendar su conflicto a quienes tenan la social defensa por sagrada obligacin, acrecasele ahora recordando la perfeccin minuciosa de estos centros en donde cada malhechor dejaba, con su ficha antropomtrica, el retrato y el carcter de escritura; si el autor del annimo fuese un annimo contumaz, la letra del annimo pudiese descubrirle.

Baj el portero:

-El seor jefe tiene rigurosamente prohibido que se perturbe a estas horas su trabajo.

Indignado Javier y herido en su dolor y en los orgullos de su estirpe, sac una tarjeta, inclinse a un viejo tintero que descubri en una mesita de servicio, y escribi, bajo el nombre suyo, el ttulo del padre.

-Dgale que quien desea verle es el conde de Albear.

Mgico el prestigio.

El guardia se alej esta vez con una reverencia. Sin duda no solan venir condes a esta casa.

Reapareci pronto y le condujo a un saln del principal y delante de un seor alto, vestido severamente de levita, grueso, respetable, que medio levantado de su silln del escritorio y extraado de la juventud del visitante, demand con extraeza:

-El seor conde de Albear?

-Su hijo!..., que desea participarle algo urgentsimo y muy grave.

-Ah, bien. Sintese, tenga la bondad.

Se sentaron.

En la penosa espera Javier haba aprendido la necesidad de ser breve y expedito. Sin embargo, le imponan la corpulencia del correcto personaje policaco y la dura y clara tranquilidad de su mirar.

-Seor jefe, ante todo, he de advertirle que, ms que al funcionario, y como caballero tambin, vengo a confiarme al caballero.

-Hable, joven. Por la condicin de mi cargo, el caballero y el funcionario son la misma cosa.

-Gracias. En lo que le tengo que manifestar jugase el honor de una dignsima familia. Si usted me lo permite, callar cuantas circunstancias a ella se refieren. Se trata de un chantage, con motivo de unas cartas que podran comprometer a cierta dama conocidsima en Madrid, y se me pide en rescate de las cartas una suma que no tengo. He aqu el annimo que me envan... y disclpeme si yo he borrado en l el nombre de la dama.

Lo entreg. El jefe de Polica psose a leerlo.

Deca as:

La casualidad ha trado a mi poder cartas de usted a doa..., que, entregadas al marido de ella, les comprometeran enormemente. O en todo el da de maana enva usted a la Lista de Correos, dcimo de la Lotera Nacional nm. 12.506, la cantidad de 50.000 pesetas, o las cartas irn a manos del marido.

Acabada la lectura, volvi el jefe a leer y a meditar lnea por lnea.

La impresin suya, fuese la que fuese, no se delataba ni en la ms leve inmutacin de su semblante. El joven, ante aquella frialdad fiscal, inconmovible, temi haber cometido la imprudencia de delatarle en forma, y nada menos que al ms alto magistrado policaco, un delito de adulterio cuyos trmites de culpa hubiesen inmediatamente de empezar para l y para Libia...

Aument su palidez, su casi terror, al escucharle:

-De qu ndole son las cartas?

-Qu cartas?

-Las cartas perdidas. Las de usted a esta seora. De amor?

-S.

-Es la amante de usted, por consecuencia.

-S.

-Y puede sospechar algo acerca de quin sea el autor del annimo?

-No, seor jefe?

-Nada? Absolutamente nada?

-Absolutamente nada.

-Cualquier criada..., cualquiera confidente...

-Imposible. Es de entera confianza la nica persona, la nica que media entre nosotros. Perdidas esas cartas, ha debido de encontrarlas algn desalmado por la calle.

Medit el jefe, con la frente sobre el puo, y luego dijo:

-Bien. La cosa, en lo que cabe, es muy sencilla. Aparte de que no pueda usted entregar este dinero, sera intil: no le devolveran las cartas y le pediran ms, siempre ms..., subsistiendo, eternos, el peligro y el saqueo.

Doblndose al bufete, escribi notas tomadas del annimo.

-Esta misma noche -aconsej despus, devolvindole el papel- ponga un sobre con la direccin que le indican, introduzca en l recortes de peridicos que hagan la apariencia de billetes, y chelo al correo. Maana, yo har vigilar las oficinas de la Lista por dos agentes, que prendern a quien vaya a recogerlo.

En seguida, levantndose, codicioso de su tiempo, toc un timbre con la mano izquierda a la vez que le alargaba la otra en despedida.

-Gracias! Gracias, seor jefe! Le ruego todo su inters en el asunto.

-Descuide. Maana, hacia el anochecer, vuelva usted para saber el resultado.

Sali Javier.

El automvil le condujo al primer caf encontrado al paso. Pidi coac. Pidi recado de escribir. Apercibiendo el sobre que haba de servir de cebo al canalla estafador, sonrea y seguale la sorpresa de aquellas dos cosas admirables: la impavidez con que los hombres de justicia procedan ante lo horrendo, y la facilidad con que resolvan y remediaban conflictos espantosos, como ste que le haba sumido en un ciego tormento todo el da.

-Oh, s! La cuestin -segn el jefe de Polica manifest- no poda ser ms simple, ms elemental: dos agentes destacados al Correo, y el granuja bonitamente encarcelado.

Renaca. Se haba quitado de encima un peso enorme.

Su Libia! Su Libia recobrada!

Tom un pliego y escribi:

Queridsima Libia ma de vida y de mi alma...

Detvose a encender un cigarro y a beber un sorbo de la copa.

Luego, veloz, deplorando no poder verla y decirla a besos su alegra, resignado a enviarla esta carta por Georgette, como siempre, pas a informarla de todo lo acaecido: del riesgo en que encontrronse los dos con el annimo; del calvario que l sufri tratando intilmente de saber, loco y muerto, dnde hallase la suma que pedan (oh, s, s! pens, y a ser posible lo hubiese realizado, en el robo de su casa, de sus padres!); de la idea de salvacin, por fin, que se le ocurri a ltima hora y que acababa de poner en prctica con tanta discrecin como esperanzas de buen xito.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Y al da siguiente, no al anochecer, sino a mitad de la maana, volvi a ser sorprendido con la tarjeta del joven el jefe de Polica.

Esto le contrari. De ms lleno de ocupaciones, no era caso de poner su tiempo a la merced de las impaciencias de un chiquillo. Ocurrirale alguna tontera, alguna nimiedad. La experiencia le haba instruido acerca de la cndida obsesin de todo el que se ve en un riesgo para acaparar para l solo la accin de la justicia e ilustrarla con intiles advertencias y consejos.

Tuvo el impulso de negrsele; pero... tratbase de un hijo del conde de Albear, su amigo, hombre prestigioso y poderoso, y redjole al mnimo rigor de la espera, en tanto terminaba el examen de otro asunto.

Ah, el cargo de jefe superior!... Como el de alcalde, como el de gobernador, como el de ministro, como el de todos los preeminentes puestos pblicos, exiga una resistencia fsica y moral a prueba de fatigas. As, l en las ltimas veinticuatro horas, y aparte sus tareas habituales, asisti a una motn de cigarreras, al entierro de un general, a una manifestacin republicana amenazada de disturbios, a la partida de la Real familia hacia San Sebastin, y ltimamente, durante casi la noche entera, al fuego de una fbrica.

Durmi cuatro horas, y estaba aqu desde las siete, comunicando rdenes telegrficas y telefnicas, y estudiando el vasto complot anarquista que amenazaba la vida de cien egregios personajes.

Esclavo de sus deberes, y enamorado de su oficio, por suerte segua hojeando notas y legajos con igual fruicin que sigue por un bosque un cazador la pista de la caza.

Completas, al fin, dos carpetas con dactilogramas y fotografas, y redactados los partes para Londres y Pars, pas de la biblioteca al despacho e hizo entrar al joven.

ste apareci lvido.

-Qu, seor jefe -inquiri inmediatamente, prescindiendo de saludos-, se sabe algo?

Cmo! Por Dios!... A estas horas! -sonri el que ya se presupona cualquier sandez, e invitndole a sentarse.

Javier, obedecindole, sac una carta y expres:

-Pues yo, s! Vea lo que me escriben nuevamente!

La carta, tambin annima, de letra igual que la del da anterior, pas de mano a mano.

T y el seor jefe superior de Polica sois dos imbciles. El marido de tu amante lo sabr todo si no entregas las 50.000 pesetas.

Para ello, entre las diez y diez y cuarto de esta noche, y yendo solo, te acercars y las depositars en el ltimo banco de la izquierda de la Castellana, el ms prximo al Hipdromo.

Nada temas por ti, mas no vuelvas a mezclar en el negocio a gente extraa, y sabe que ste habr de ser el ltimo aviso que recibes.

El jefe de Polica frunci el ceo y se qued fijo en Javier.

-A quin le ha contado usted nuestra entrevista? -A nadie, seor jefe.

-Imposible!

-A nadie! -insisti el joven; y rectific:- Es decir, solamente a una persona tan interesada en el secreto como yo.

-A quin?

-A... a la dama.

-A su amante?

-S, seor.

Hubo una pausa.

Hizo el jefe de Polica trepidar los muelles del sof al levantarse con reflexiva lentitud.

El asunto cobraba visos de sutileza y de misterio. Le llamaban imbcil adems. Un reto en el insulto. Empezaba a interesarle.

Fue al hueco de un balcn, se afirm los lentes, y medio oculto en las cortinas rojas, se dedic a releer y meditar el escrito aquel con toda calma...

Pas un rato.

Miraba alternativamente el annimo y el cielo del jardn.

Como no hablaba, Javier, quieto en su sitio, no atrevase a interrumpirle; contemplaba y nada ms, a aquel seor pausado y formidable y el austero adorno del despacho.

Vio que mudo siempre, siempre grave, el prcer policaco cruz, sin mirarle siquiera, por delante de l, y desapareci por la mampara del fondo.

Su consternacin aumentaba. El mismo desfallecimiento de l ganaba indudablemente al jefe supremo de este centro, en donde nada poda hacerse contra una banda perfectamente organizada de ladrones.

Mir de nuevo los muebles, las cosas.

Un retrato del Rey lucase bajo rico dosel en el testero.

Sobre la mesa, y en cuatro armarios, haba legajos de papeles que le parecan ahora el colmo de la balda tenacidad oficinesca. Gana de escribir. Cada uno encerrara el expediente de un delito fracasado en su previsin y su castigo -tal que el que sobre Libia y l pesaba por las sombras.

Senta angustia y habra querido verse al aire libre cuanto antes sin la menor ilusin ya de evitar lo inevitable.

Adems vino sabiendo que su marcha por las calles sera espiada paso a paso. Tal presentimiento le aterraba como una inerme y sorda entrega en una lucha con fantasmas. En su automvil, hoy, y con una browning en el bolsillo, cruz Madrid mirando las personas y los coches, y sin poder adivinar cul de ellos le segua. De qu servirle la pistola contra unos enemigos invisibles?

Ah, la vasta asociacin de estafadores, de bandidos... mejor organizados, a no dudar, que la madrilea Polica, con su lujo de jefe aparatoso y su ejrcito de hombres!

Y de que le siguieron, de que le espiaron aquellos ttricos espectros del pillaje; de que no le perdan de vista un punto a partir de la hora en que environle el primer annimo, era el segundo para Javier prueba inconcusa. Si ayer no hubiesen venido tras de su coche, y en otro coche o en una nube del infierno, hoy no habran podido aparecer tan exactamente informados del convenio para hacerlos aprehender...

T y el seor jefe superior de Polica sois dos imbciles!...

Era la verdad. Dos imbciles.

Pero el insulto le hera con una cruel impiedad enorme en su gran tribulacin.

Se abri la mampara y reapareci el jefe superior de Polica, que vino a sentarse junto a l.

-Amigo mo, es preciso que entremos en detalles. Quiere usted referirme la historia de su relacin con esa dama?

-Ah, seor jefe!

-Es indispensable, absolutamente indispensable, si hemos de intentar su salvacin; y por cuanto a lo que pudiese haber en ello de indiscreto, de imprudente, acurdese de que usted me requiri como caballero, ante todo. Hablemos, pues, de caballero a caballero.

El joven tuvo que rendirse. Psose a contar la intimidad de su pasin, evitando nombres solamente, y con la gua y el acicate de la habilidad del magistrado fue informndole de muchas cosas raras de inters.

Llevaban un mes de relaciones; veanse en el hotel de una clebre modista, mimada por el buen tono de Madrid, e indicada para ello, as como para recibirles la correspondencia, no por Javier, que no la conoca, sino por la dama. Supo el magistrado que sta, bellsima y de una elegancia insuperable que admiraba todo el mundo, no era, sin embargo, una aristcrata, ni siquiera una rica burguesa, y s la mujer de un escritor cuyos no grandes ingresos pregonaba con harta claridad y con sobrada incongruencia en relacin a los faustos de la esposa, el modesto piso en que vivan. Y supo, en fin, que, como todas, tambin la carta en que Javier le notici la conferencia de anoche a la amante, a la extraa amante, que entregbase a un chiquillo con su lujo y hermosura prodigiosos, haba sido remitida a la modista, a la singularsima modista que prestbale el misterio de su hotel esplndido a una pobre mujer que no podra pagarla ni haberla sobornado con medios propios de f