Tres hojas

8
Tres hojas Estimada señorita, cuyo nombre desconozco, te ruego perdones esta intromisión: ya te veo tan concentrada, dibujando en ese cuaderno que siempre traés en tu bolso desordenado, con el café y las medialunas a un costado, siempre absorta, en otro mundo, por momentos casi sonriendo para vos misma como si tu lápiz hablara secretos que sólo vos conocés, y nosotros, apenas testigos, estamos condenados a adivinar. Te pido que disculpes mi interrupción y sin embargo no soy breve, ¡qué calamidad! Ocurre que su belleza (y me pongo serio y le hablo de usted para decir esto) no conoce de brevedades tampoco. Sepa (o sabé, ya está bien con la formalidad) que te he visto ya no una ni dos, sino un puñado de veces sentada ahí, en la misma mesa, junto al ventanal que supongo mirás cuando algo en tus dibujos no va bien, y buscás inspiración en lo que anda por las calles, mirando sin mirar, mirando a través de las personas y los edificios, buscando la esencia de algo que escapa a ese trazo que no conozco.

description

www.otrocielo.com

Transcript of Tres hojas

Tres hojas

Estimada señorita, cuyo nombre desconozco,

te ruego perdones esta intromisión: ya te veo tan

concentrada, dibujando en ese cuaderno que siempre traés

en tu bolso desordenado, con el café y las medialunas a un

costado, siempre absorta, en otro mundo, por momentos

casi sonriendo para vos misma como si tu lápiz hablara

secretos que sólo vos conocés, y nosotros, apenas testigos,

estamos condenados a adivinar. Te pido que disculpes mi

interrupción y sin embargo no soy breve, ¡qué calamidad!

Ocurre que su belleza (y me pongo serio y le hablo de

usted para decir esto) no conoce de brevedades tampoco.

Sepa (o sabé, ya está bien con la formalidad) que te he visto

ya no una ni dos, sino un puñado de veces sentada ahí, en

la misma mesa, junto al ventanal que supongo mirás

cuando algo en tus dibujos no va bien, y buscás inspiración

en lo que anda por las calles, mirando sin mirar, mirando a

través de las personas y los edificios, buscando la esencia

de algo que escapa a ese trazo que no conozco.

Aún. Porque me propongo conocer todos y cada

uno de tus dibujos. Me permito ser franco para que no

queden dudas: no busco ser cortés ni seductor. No te vi

una tarde y quedé prendado de tu hermosura, que

ciertamente brilla. Esto es diferente: yo te conozco. Sé que

sos tímida, lo dice la forma en que te volcás sobre vos

misma para que el mozo no termine de ver bien lo que

dibujás. Sé que no estás de novia, porque tu celular suena

poco y cuando lo hace apenas despierta tu interés. Más

todavía, sé que el dibujo es tu mundo imaginario, pero no

lo que estudiás o lo que ejercés. Esto lo sé porque siempre

que ponés manos a la obra lo hacés con ese entusiasmo del

que logra acceder por un rato a su refugio en el mundo. Y

lo sé porque tus libros dicen cosas como “Hermenéutica”

y “Semiótica”. Sé que siempre son los martes, jueves y

viernes y que es entre las dos y las cuatro de la tarde.

¿Y quién es este extraño, este entrometido? Bueno,

soy el que en este momento te mira desde la tercera mesa a

la izquierda del pasillo que va al baño. Tengo un nombre,

Pablo, pero nombre por nombre cambiaremos luego.

Como podés ver si levantás la mirada un instante, tenemos

edades similares, o al menos eso parece (¡tendrás que

cerciorarte!). Vine a este café de casualidad hace casi tres

semanas y desde entonces vengo y ya no por casualidad.

Al mundo le entrego unas cuantas críticas de cine a cambio

del dinero suficiente como para vivir mientras hago lo que

realmente me gusta, que es escribir. Mis amigos incluso

van más allá y dicen que soy escritor, aunque mis amigos

no son de fiar, desde ya te lo aviso. Y te lo digo porque en

pocos minutos terminarás de leer esta carta que acaba de

hacerte llegar el mozo y si cuando levantás la mirada otra

vez veo que hay un reconocimiento (uno que yo ya

sospecho), iré a tu mesa a compartir ese café (no ese que

tenés a medio tomar, es un decir) y pretendo ni más ni

menos que dar el primer paso hacia el resto de nuestras

vidas. ¿Te sorprende? No te sorprendas, ¿acaso tengo que

saber más de vos para enamorarme? Incluso ya conozco tu

voz, cuando llamás al mozo y está lejos. Pero es tu mirada

solitaria, a veces nostálgica, a veces soñadora lo que no me

deja dormir cada lunes, miércoles y jueves. Y aunque ahora

te parezca una locura, tal vez, en una de esas, soy el

hombre de tu vida. Más aún, tengo buenas razones para

creer que así es. ¿Cómo? Porque lo recuerdo.

Recuerdo cuando nos besamos por primera vez a

la salida de tu facultad, cuando te fui a buscar y te

avergonzaron las flores y no querías que todos te vieran, y

me acuerdo cuando me dijiste que no querías saberlo todo

de mí de un tirón ni que yo lo supiera todo de vos tan

rápido. Y también cuando más tarde te recibiste y nos

abrazamos en la plazoleta, vos pasadísima de sueño,

sacudiéndote el pelo de la cara y llenándome del huevo y la

harina residual. Pero lo mejor vino después. Cuando me

convenciste de dejar mi departamento feo y mudarme a un

monoambiente chiquito pero cuidado al que llenaste de

trazos por todas las esquinas, bueno, al menos por ese

primer año, hasta que yo cambié el trabajo y pudimos

mudarnos a un lugar más grande y ¡cómo lloraste por

dejar este monoambiente! Y nomás horas después ya te

abrazabas a tu casita nueva, a la que veías como un palacio.

Pero por entonces éramos jóvenes y nos faltaba mucho

camino todavía. Porque luego vino todo el vértigo de la

boda y las familias, y los primos que venían de afuera y tus

viejos, que te entregaron con menos gracia que una estatua

queriendo soltarse a la danza. Y cuando viajamos

conocimos lugares y cafés como éste, pero en otras

ciudades, y fuimos felices en hoteles que dijimos que

nunca olvidaríamos y ahora no recuerdo sus nombres. Y

peleamos y gritamos mil veces, en Buenos Aires, en

Barcelona, en Lima y en París. Es lo que hacemos para no

terminar neuróticos del todo, me dijiste con tus cejas

enarcadas luego de una reconciliación fallida, y te amé más

que nunca porque entendí en ese momento lo que nos

hacía tan el uno para el otro: vos también sabés que no hay

amor infalible, y que inevitablemente, a quien elegimos

para amar cada día, lastimamos más de una noche (¿o será

mejor al revés? Voy a preguntártelo cuando me siente allí).

Pero más allá de las sacudidas y las tormentas, siempre

fuimos dos, cómplices e inseparables, un poco locos pero

con rayes complementarios y chispa para no caer de

brazos cuando el mundo se sube a los hombros. Cuidamos

el uno del otro y cuidamos de aquel que vino de los dos,

una especie de pequeñez con manitos tiernas que nos mira

y a veces ríe, a veces llora y a veces gargajea intentos de

palabra. Y todo esto es posible porque pasó lo que pasó

esa tarde en aquel café, cuando te llegó la carta. Y lo

recuerdo ahora mismo, estando aquí, tan joven e inocente

de todo porvenir no porque haya tenido una epifanía, una

revelación mística o esté loco como una cabra. Lo sé, lo

recuerdo, porque puede recordar quienes vamos a ser si

tan sólo ahora aceptás la posibilidad de detener la máquina

de producción de realidad cotidiana y nos escapamos a ese

refugio de tu mundo imaginario, donde podemos pasear

entre tus dibujos y algunos otros mundos que también

conozco yo, donde el suelo y el viento son verbos, donde

vos y yo todavía somos palabra inmóvil que espera pronto

hacer párrafo. Y si todo esto te parece una locura

simpática, te repito lo que mi abuelo le dijo a mi abuela el

día que la conoció, casualmente, en un café: hay que estar

dispuesto a arriesgar la vida por seguir esa nube oscura que

ni siquiera un destino promete y es probable que apenas

una lluvia regale.

Justamente, te vi por primera vez en este café la

tarde en que murió mi abuelo. Volvía del hospital que está

acá a la vuelta y tenía ganas de llorar pero no tenía lágrimas

en mí. Y lo que me regaló la dulce liberación del llanto fue

verte ahí sentada, libre y ensimismada, hermosa e

inconsciente. Me juré entonces que si no estabas con nadie,

te conocería. Lo juré por el dolor de aquella tarde, te pido

encarecidamente que no me hagas traicionar mi promesa.

Y aquí estás, y aquí estoy, un hombre y una mujer,

solos, perfectos, inmensamente compatibles, con átomos

que piden encontrarse y células que se prometen recuerdos

de todo lo que aún no ha ocurrido y no ocurrirá nunca

sino me das ese pequeño gesto que dice que sí, que todo

esto no es una locura y que vos también percibís algo de

todo esto que digo.

Acabo de levantar la mirada mientras me preparaba

para doblar la carta y hacértela llegar, pero cuando iba a

llamar al mozo lo encontré junto a vos. Temí que pagaras

y te fueras, pero entonces noté que le dabas algo. Ahora,

ahí viene. Por un momento tuve miedo, pero ahora tengo

esperanza. A ver… dame un segundo. ¡Me ha dejado un

boceto tuyo! ¡Soy yo, aquí sentado, escribiendo,

ensimismado, en mi propio mundo de palabras! Es un

dibujo sencillo y sensible. Ahí te miré, señalando la hoja y

la lapicera. Ya no sé si esta carta es obsoleta, tendré que

pensarlo en los pocos metros que separan mi mesa de la

tuya. Tal vez sea mejor ir y presentarme, quizás te de esta

carta dentro de veinte años y veremos si mis recuerdos son

recuerdos propiamente dichos. Por ahora me preparo para

levantarme e ir a tu encuentro, y dejar que el silencio

envuelva de sentidos el dulce rumor de la expectativa. Y el

anhelo.

Hasta hoy, o hasta siempre,

Quien aquí suscribe.