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Treinta y cinco chicas llegaron aPalacio. Ahora, solo quedan seis.De las treinta y cinco chicas quellegaron a Palacio para competir enla Selección, todas menos seis hansido devueltas a sus hogares. Y solouna conseguirá casarse con elpríncipe Maxon y ser coronadaprincesa de Illéa.America todavía no está segura dehacia dónde se inclina su corazón.Cuando está con Maxon, se veenvuelta en un romance nuevo yque la deja sin aliento y ni siquierapuede imaginar estar con nadie

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más. Pero cuando ve a Aspen en losalrededores de Palacio, losrecuerdos de la vida que planeabantener juntos se agolpan en sumemoria. El grupo de chicas quellegaron a Palacio se ha vistoreducido a la Élite de seis, y cadauna de ellas va a hacer todo loposible por ganarse a Maxon. Eltiempo se acaba y America tieneque tomar una decisión.Sin embargo, cuando ya cree queha llegado a la conclusióndefinitiva, un suceso devastadorhace que se lo vuelva a planteartodo de nuevo. Y mientras lucha

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por averiguar dónde está su futuro,los rebeldes violentos que quierenderrocar la monarquía se hacencada vez más fuertes y sus planespodrían acabar con cualquieraspiración que America pudieratener de un final feliz…

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Kiera Cass

La ÉliteLa Selección - 2

ePUB v1.1theonika 11.05.13

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Título original: The eliteKiera Cass, 2013.Traducción: Jorge Rizzo

Editor original: theonika (v1.0 a v1.1)ePub base v2.1

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¡Llamen al servicio! ¡La reina estádespierta!

(para mamá)

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Capítulo 1

No soplaba el aire en Angeles, y mequedé un rato allí tendida, inmóvil,escuchando el sonido de la respiraciónde Maxon. Cada vez era más difícilpasar con él un momento realmentetranquilo y plácido. Intentabaaprovechar al máximo esos ratos, y mealegraba comprobar que cuando élparecía estar más a gusto era cuando nosencontrábamos a solas.

Desde que el número de chicas de laSelección se había reducido a seis, semostraba más ansioso que al principio,

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cuando éramos treinta y cinco. Meimaginé que pensaría que tendría mástiempo para hacer su elección. Y aunqueme sentía culpable al pensarlo, sabíaque yo era el motivo por el que deseabaese tiempo de más.

Al príncipe Maxon, heredero altrono de Illéa, le gustaba. Una semanaatrás me había confesado que, si yoadmitía que sentía lo mismo, sinreservas, acabaría con el concurso. Y aveces yo acariciaba la idea,preguntándome cómo sería estar conMaxon, sin nadie más, solo nosotrosdos.

Sin embargo, el caso era que no era

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solo mío. Había otras cinco chicas allí,chicas con las que salía y a las quesusurraba al oído, y yo no sabía cómotomarme aquello. Y además estaba elhecho de que aceptar al príncipeimplicaba asumir también una corona,idea que solía pasar por alto, aunquesolo fuera porque no estaba segura dequé podía significar para mí.

Y luego, por supuesto, estaba Aspen.Técnicamente ya no era mi novio —

había roto conmigo antes incluso de queescogieran mi nombre para laSelección—, pero cuando se presentó enel palacio como soldado de la guardia,todos los sentimientos que había

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intentado borrar invadieron de nuevo micorazón. Aspen había sido mi primeramor; cuando le miraba… era suya.

Maxon no sabía que Aspen estaba enel palacio, pero sí sabía que habíadejado atrás una historia con alguien,algo que intentaba superar, y habíaaccedido a darme tiempo para pasarpágina mientras él intentaba encontrar aotra persona con quien pudiera ser feliz,si es que yo no me decidía.

Mientras movía la cabeza, tomandoaire justo por encima de mi cabello, melo planteé: ¿cómo sería querer a Maxon,sin más?

—¿Sabes cuánto tiempo hace que no

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miraba las estrellas? —preguntó.Me acerqué un poco más sobre la

manta para protegerme del frío: la nocheera fresca.

—Ni idea.—Hace unos años un tutor me hizo

estudiar astronomía. Si te fijas, verásque las estrellas, en realidad, tienencolores diferentes.

—Espera. ¿Quieres decir que laúltima vez que miraste las estrellas fuepara estudiarlas? ¿Y por diversión?

Chasqueó la lengua.—Por diversión… Tendré que

hacerle un hueco a eso entre lasconsultas presupuestarias y las

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reuniones del Comité deInfraestructuras. Oh, y las de estrategiapara la guerra, que, por cierto, se me dafatal.

—¿Qué más se te da fatal? —pregunté, pasándole la mano por lacamisa almidonada. Animado por elcontacto, Maxon trazó círculos sobre mihombro con la mano con la que merodeaba la espalda.

—¿Por qué quieres saber eso? —respondió, fingiéndose importunado.

—Porque aún sé poquísimo de ti. Yda la impresión de que eres perfecto entodo. Resulta agradable comprobar queno es así.

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Él se apoyó en un codo y se quedómirándome.

—Tú sabes que no lo soy.—Te acercas bastante —repliqué.

Sentía los pequeños puntos de contactoentre nosotros. Rodillas, brazos, dedos.

Él sacudió la cabeza y esbozó unasonrisa.

—De acuerdo. No sé planearguerras. Se me da fatal. Y supongo quesería un cocinero terrible. Nunca heintentado cocinar, así que…

—¿Nunca?—Quizás hayas observado el montón

de gente que te atiborra de pastelillos adiario, ¿no? Pues resulta que a mí

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también me dan de comer.Se me escapó una risita tonta. En mi

casa yo ayudaba a preparar casi todaslas comidas.

—Más —exigí—. ¿Qué más se te damal?

Él me agarró y se colocó muy cerca,con un brillo en sus ojos marrones queindicaba que escondían un secreto.

—Hace poco he descubierto otracosa…

—Cuéntame.—Resulta que se me da

terriblemente mal estar lejos de ti. Es unproblema muy grave.

Sonreí.

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—¿Lo has intentado?Él fingió que se lo pensaba.—Bueno…, no. Y no esperes que

empiece a hacerlo ahora.Nos reímos sin levantar la voz,

agarrados el uno al otro. En aquellosmomentos, me resultaba facilísimoimaginarme que el resto de mi vidapodía ser así.

El ruido de pisadas sobre la hierba ylas hojas secas anunciaba que alguien seacercaba. Aunque nuestra cita era algocompletamente aceptable, me sentí algoviolenta, y erguí la espalda deinmediato, para quedarme sentada sobrela manta. Maxon también lo hizo. Un

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guardia se acercaba a nosotros rodeandoel seto.

—Alteza —dijo, con una reverencia—. Siento importunarle, señor, pero noes conveniente permanecer aquí fueratanto tiempo. Los rebeldes podrían…

—Comprendido —replicó Maxon,con un suspiro—. Entraremos ahoramismo.

El guardia nos dejó solos.Maxon se volvió hacia mí:—Otra cosa que se me da mal: estoy

perdiendo la paciencia con los rebeldes.Estoy cansado de enfrentarme a ellos.

Se puso en pie y me tendió la mano.Se la cogí y observé la frustración en

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sus ojos. Los rebeldes nos habíanatacado dos veces desde el inicio de laSelección: una vez los norteños (simplesperturbadores), y otra vez los sureños(cuyos ataques eran más letales). Y notenía mucha experiencia al respecto,pero entendía muy bien que estuvieraagotado.

Maxon estaba recogiendo la manta ysacudiéndola, descontento por que noshubieran interrumpido de aquel modo.

—Eh —dije, llamando su atención—. Ha sido divertido.

Él asintió.—No, de verdad —insistí, dando un

paso adelante. Él cogió la manta con una

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mano para tener el otro brazo libre yrodearme con él—. Deberíamosrepetirlo algún otro día. Puedescontarme de qué color es cada estrella,porque la verdad es que yo no lo veo.

—Ojalá las cosas fueran másfáciles, más normales —repuso él, conuna sonrisa triste.

Me acerqué para poder rodearlo conlos brazos. Maxon dejó caer la mantapara abrazarme.

—Siento ser yo quien desvele elsecreto, alteza, pero, incluso singuardias, no tiene usted nada de normal.

Relajó algo el gesto, pero seguíaserio.

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—Te gustaría más si lo fuera.—Sé que te resultará difícil de

creer, pero a mí me gustas tal como eres.Lo único que necesito es más…

—Tiempo. Ya sé. Y estoy dispuestoa dártelo. Lo que me gustaría saber es sial final querrás quedarte conmigo,cuando pase ese tiempo.

Aparté la mirada. Eso no podíaprometérselo. Había sopesado lo quesignificaban Maxon y Aspen para mí, decorazón, una y otra vez, pero no estabasegura… Salvo, quizá, cuando estaba asolas con uno de los dos. En esemomento, estaba tentada de prometerle aMaxon que seguiría a su lado para

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siempre.Pero no podía.—Maxon —susurré, viendo lo

desanimado que parecía al no obteneruna respuesta—. Aún no te puedo decireso. Pero lo que sí puedo decirte es quequiero estar aquí. Quiero saber sitenemos… —dije, y me quedé cortada,sin saber cómo plantearlo.

—¿Posibilidades?Sonreí, contenta al ver lo bien que

me entendía.—Sí. Quiero saber si tenemos

posibilidades de que lo nuestrofuncione.

Él me apartó un mechón de pelo y

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me lo puso detrás del hombro.—Creo que sí, que hay muchas

posibilidades —contestó, con todanaturalidad.

—Estoy de acuerdo, pero, solo…dame tiempo, ¿vale?

Asintió. Parecía más contento. Asíera como yo quería que acabara nuestranoche juntos, con cierta esperanza.Bueno, y quizás algo más. Me mordí ellabio y me acerqué a Maxon, diciéndolotodo con la mirada.

Sin dudarlo un segundo, se inclinó yme besó. Fue un beso cálido y suave.Hizo que me sintiera deseada. De hecho,quise más. Podría haberme quedado allí

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horas, pidiendo más. Sin embargo,Maxon enseguida se echó atrás.

—Vámonos —dijo, sonriente,tirando de mí en dirección al palacio—.Más vale que entremos antes de quelleguen los guardias a caballo, con laslanzas en ristre.

Cuando me dejó en las escaleras,sentí el cansancio de golpe, como si mecayera un muro encima. Prácticamenteme arrastré hasta la segunda planta,pero, al rodear la esquina para llegar ami habitación, de pronto me desperté denuevo.

—¡Oh! —exclamó Aspen,sorprendido él también al verme—.

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Debo de ser el peor guardia del mundo;todo este rato he supuesto que estaríasdentro de tu habitación.

Solté una risita. Se suponía que laschicas de la Élite teníamos que dormiral menos con una doncella en lahabitación, para que velara nuestrosueño. Pero a mí eso no me gustabanada, de modo que Maxon habíainsistido en ponerme un soldado deguardia en la puerta, por si surgía unaemergencia. El caso es que, la mayoríade las veces, el soldado de guardia eraAspen. Saber que se pasaba las nochesal otro lado de mi puerta me producíauna extraña mezcla de alegría y horror.

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El aire desenfadado de nuestracharla cambió de pronto cuando él cayóen la cuenta de lo que significaba que noestuviera acostada en mi cama. Seaclaró la garganta, incómodo.

—¿Te lo has pasado bien?—Aspen —susurré, mirando para

asegurarme de que no hubiera nadie porallí—. No te enfades. Formo parte de laSelección. Así son las cosas.

—¿Cómo voy a tener algunaposibilidad, Mer? ¿Cómo voy acompetir cuando tú solo hablas con unode los dos?

Tenía razón, pero ¿qué podíahacerle?

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—Por favor, no te enfades conmigo,Aspen. Estoy intentando aclararme.

—No, Mer —dijo, de nuevo con untono amable en la voz—. No estoyenfadado contigo. Te echo de menos —añadió. Y no se atrevió a decirlo en vozalta, pero articuló las palabras «Tequiero».

Sentí que me iba a fundir allí mismo.—Lo sé —respondí, poniéndole una

mano en el pecho, olvidando por unmomento todo lo que arriesgábamos—.Pero eso no cambia la situación en laque estamos, ni el hecho de que ahorasea de la Élite. Necesito tiempo, Aspen.

Levantó la mano para coger la mía y

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asintió.—Eso te lo puedo dar. Pero…

intenta encontrar tiempo para mítambién.

No quería ni pensar en locomplicado que sería eso, así queesbocé una mínima sonrisa y aparté lamano.

—Tengo que irme.Él se me quedó mirando mientras

entraba en la habitación y cerraba lapuerta tras de mí.

Tiempo. Últimamente no hacía másque pedirlo. Y, precisamente, esperabaque, con el tiempo suficiente, todoacabaría encajando.

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Capítulo 3

—No, no —respondió la reinaAmberly, entre risas—. Solo tuve tresdamas de honor, aunque la madre deClarkson sugirió que debería tener más.Yo solo quería a mis dos hermanas y ami mejor amiga, que, casualmente, habíaconocido durante la Selección.

Eché un vistazo a Marlee, y mealegré al ver que ella también me estabamirando. Antes de llegar al palacio,suponía que aquello sería unacompetición tan dura que no habríaocasión para trabar amistades. Sin

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embargo, ella se me abrió desde elprimer momento, y desde entonces noshabíamos apoyado mutuamente en todo.Salvo en una única ocasión, nohabíamos discutido por nada.

Unas semanas atrás, Marlee habíamencionado que le parecía que en elfondo no deseaba quedarse con Maxon.Y al presionarla para que me loexplicara, se había cerrado en banda.No estaba enfadada conmigo, yo losabía, pero aquellos días de silencio,hasta que dejamos el asunto, me habíasentido muy sola.

—Yo quiero siete damas de honor—dijo Kriss—. O sea, en el caso de que

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Maxon me escoja y pueda celebrar unagran boda.

—Pues yo no. No quiero damas dehonor —apuntó Celeste, por su parte—.No hacen más que distraer la atención.Y como la ceremonia va a sertelevisada, quiero que todas las miradasse centren en mí.

Yo estaba que echaba humo. Noteníamos muchas ocasiones de sentarnosa hablar con la reina Amberly, y ahíestaba Celeste, comportándose comouna niña malcriada y arruinando elmomento.

—A mí me gustaría incorporaralguna de las tradiciones de mi cultura

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en mi boda —añadió Elise, en voz baja—. Las chicas de Nueva Asia usanmucho el rojo en sus ceremonias, y elnovio tiene que hacer regalos a lasamigas de la novia para darles lasgracias por permitir que se case con él.

Kriss reaccionó al momento:—Cuenta conmigo para tu boda. ¡Me

encantan los regalos!—¡Y a mí también! —exclamó

Marlee.—Lady America, has estado muy

callada todo el rato —intervino la reinaAmberly—. ¿Cómo te gustaría que fueratu boda?

Me ruboricé, porque aquello me

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pilló completamente a contrapié.Solo me había imaginado un tipo de

boda, e iba a tener lugar en la OficinaProvincial de Servicios de Carolina,tras rellenar una ingente cantidad deagotador papeleo.

—Bueno, una de las cosas que hepensado es que sea mi padre quien meentregue al novio. Ya sabéis, cuando telleva del brazo y te pone la mano en lade tu futuro marido. Eso es lo único quehe deseado siempre —confesé. Y porincómodo que resultara decirlo, eracierto.

—Pero eso lo hace todo el mundo —protestó Celeste—. No es ni siquiera

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original.Aquel comentario debería haberme

molestado, pero me limité a encogermede hombros.

—Quiero estar segura de que mipadre está de acuerdo con mi decisión eldía más importante de todos.

—Eso es muy bonito —observóNatalie, dando un sorbo al té y mirandopor la ventana.

La reina Amberly soltó una risadesenfadada.

—Desde luego, yo también esperoque esté de acuerdo. Él o quienquieraque sea el padre de la novia elegida —rectificó, al darse cuenta de que podía

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parecer que era yo quien estabaeligiendo a Maxon, y no al revés.

Me pregunté si lo pensaba deverdad, si su hijo le había hablado de lonuestro.

Poco después pusimos fin a la charlasobre la boda y la reina se fue a trabajara su despacho. Celeste se situó frente algran televisor empotrado en la pared, ylas otras comenzaron a jugar a lascartas.

—Ha sido divertido —apuntóMarlee cuando nos sentamos juntas enuna de las mesas—. Diría que nuncahabía oído hablar tanto a la reina.

—Supongo que estará cada vez más

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ilusionada con la idea —repliquéaparte. No le había mencionado a nadielo que me había dicho la hermana de lareina Amberly sobre las veces que habíaintentado tener otro hijo, sinconseguirlo. Adele había predicho quesu hermana se abriría más a nosotrascuando el grupo se redujera, y teníarazón.

—Bueno, tienes que contármelo: ¿deverdad no tienes otros planes para tuboda, o es que no has querido contárseloa las demás?

—La verdad es que no. Me cuestamucho imaginarme una gran boda,¿sabes? Soy una Cinco.

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Marlee meneó la cabeza.—Eras una Cinco. Ahora eres una

Tres.—Es verdad —dije, recordando mi

nueva categoría.Yo había nacido en una familia de

Cincos —artistas y músicos,generalmente mal pagados— y, aunqueodiaba el sistema de castas, me gustabacómo me ganaba la vida. Me resultabaextraño pensar en mí misma como unaTres, plantearme dar clases o escribir.

—Tampoco le des muchas vueltas—repuso Marlee, leyendo la expresiónde mi rostro—. Aún es pronto parapreocuparse por nada de eso.

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Estaba a punto de protestar, pero nosinterrumpió un grito de Celeste.

—¡Venga ya! —gritó, golpeando elmando a distancia contra el sofá yvolviendo a enfocarlo hacia el televisor—. ¡Agh!

—¿Es una impresión mía o está cadavez peor? —le susurré a Marlee, viendocomo Celeste golpeaba el mando adistancia una y otra vez hasta que serindió y se decidió a cambiar el canalmanualmente. Me pregunté si eso seríaalgo innato en una Dos, algo quecorregir.

—Es la tensión, supongo —dijoMarlee—. ¿Has observado que Natalie

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está como, no sé…, más distante?Asentí, y nos quedamos mirando al

trío de chicas que jugaban a las cartas.Kriss sonreía mientras barajaba, peroNatalie estaba examinándose las puntasdel cabello; de vez en cuando, searrancaba alguno que no le gustaba.

Parecía distraída.—Creo que todas empezamos a

notarlo —confesé—. Cuesta másrelajarse y disfrutar del palacio ahoraque el grupo es tan pequeño.

Celeste soltó un gruñido; nosotras lamiramos un momento, pero enseguidaapartamos la mirada cuando se diocuenta.

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—Perdona un momento —dijoMarlee, levantándose—. Creo que tengoque ir al baño.

—Yo estaba pensando exactamentelo mismo. ¿Quieres que vayamos juntas?

Ella sonrió y meneó la cabeza.—Ve tú primero. Yo me acabaré el

té antes.—Vale. Vuelvo enseguida.Salí de la Sala de las Mujeres y

recorrí el espléndido pasillo tomándomemi tiempo. Aún no me hacía a la idea delo espectacular que era todo aquello.Estaba tan distraída que fui a darme debruces contra un guardia al girar laesquina.

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—¡Oh! —exclamé.—Perdóneme, señorita. Espero no

haberla asustado —se disculpó. Mecogió de los codos y me ayudó arecuperar el equilibrio.

—No —dije yo, soltando una risita—. No pasa nada. Debería haber miradopor dónde iba. Gracias por sujetarme,soldado…

—Woodwork —respondió, con unarápida reverencia.

—Yo soy America.—Lo sé.Él sonrió. Levanté la mirada al

techo; claro que lo sabía.—Bueno, espero no atropellarle la

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próxima vez que nos encontremos —bromeé.

Volvió a sonreír.—De acuerdo. Que tenga un buen

día, señorita.—Usted también.Cuando volví le conté a Marlee mi

incómodo topetazo contra el soldadoWoodwork y le advertí de que mirarapor dónde iba. Ella se rió de mí y meneóla cabeza.

Pasamos el resto de la tardesentadas junto a las ventanas, charlandosobre nuestros lugares de origen yacerca de las otras chicas mientrasdisfrutábamos del sol.

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Se me hacía triste pensar en elfuturo. Un día u otro la Selecciónacabaría, y aunque sabía que Marlee yyo seguiríamos siendo amigas, echaríade menos hablar con ella a diario. Erami primera amiga de verdad y me habríagustado tenerla a mi lado para siempre.

Intenté disfrutar del momento,mientras ella miraba por la ventana conla mente en otra parte. Me pregunté quéestaría pensando, pero el momento eratan plácido que preferí no romper elsilencio.

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Capítulo 3

Las anchas puertas de mi balcónestaban abiertas, al igual que las quedaban al pasillo, y la habitación se llenódel cálido y dulce aire procedente de losjardines. Esperaba que la suave brisame animara, ante la gran cantidad detrabajo que tenía por delante. Pero solome sirvió para distraerme y hacermedesear estar en cualquier otro sitio queno fuera allí, anclada a mi escritorio.

Suspiré y me apoyé en el respaldode la silla, dejando caer la cabeza haciaatrás.

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—Anne.—¿Sí, señorita? —respondió mi

primera doncella, desde el rincón dondeestaba cosiendo. Sin mirar, supe queMary y Lucy, mis otras dos doncellas,habían levantado la vista, esperando laocasión de poder atenderme.

—Te ordeno que me digas qué teparece que puede significar este informe—dije, señalando con desgana unlistado detallado de datos estadísticosmilitares que tenía delante. Era una tareapensada como prueba para todas laschicas de la Élite, pero yo no podíaconcentrarme.

Mis tres sirvientas se rieron,

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probablemente por lo ridículo de miorden, y por el simple hecho de queaccediera a darles órdenes por fin.Desde luego, las dotes de mando no eranuno de mis puntos fuertes.

—Lo siento, señorita, pero creo queeso se escapa a mis competencias —respondió Anne.

Aunque yo lo había dicho a modo debroma y su respuesta tenía el mismotono jocoso, pude detectar un matiz dedisculpa en su voz por no poderayudarme.

—Está bien —dije, resignada,irguiendo la espalda—. Tendré quehacerlo yo sola. Sois un puñado de

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inútiles —bromeé—. Mañana pedirénuevas sirvientas. Y esta vez va enserio.

Todas soltaron unas risitas de nuevo,y me concentré de nuevo en los números.Tenía la impresión de que era un malinforme, pero no podía estar segura.Releí párrafos y gráficas, frunciendo elceño y mordiendo el lápiz mientrasintentaba concentrarme.

Oí que Lucy se reíadisimuladamente, y levanté la cabezapara ver qué era lo que tanto le divertía.Seguí sus ojos hasta la puerta y, allí,apoyado contra el marco, estaba Maxon.

—¡Me has delatado! —se quejó,

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dirigiéndose a Lucy, que seguía con surisita traviesa.

Eché la silla atrás y me lancé a susbrazos.

—¡Me has leído la mente!—¿Ah, sí?—Por favor, dime que podemos

salir. Aunque solo sea un ratito.Él sonrió.—Tengo veinte minutos. Luego debo

volver.Tiré de él hacia el pasillo, entre el

parloteo excitado de mis doncellas.Estaba claro que los jardines se habíanconvertido en nuestro lugar de encuentropreferido. Prácticamente cada vez que

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teníamos ocasión de estar solos, íbamosallí. Era todo lo contrario a misencuentros con Aspen, escondidos en laminúscula casita del árbol de mi patiotrasero, el único lugar donde podíamosestar juntos sin que nos vieran. Depronto me pregunté si estaría por ahí,oculto entre los numerosos guardias delpalacio, observando mientras Maxon mecogía de la mano.

—¿Qué es esto? —preguntó él,acariciándome la punta de los dedos alcaminar.

—Callos. Son de presionar lascuerdas del violín durante cuatro horasal día.

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—No me había dado cuenta hastaahora.

—¿Te molestan? —de las seischicas que quedaban yo era la de lacasta más baja, y dudaba que ninguna deellas tuviera unas manos como las mías.

Maxon se detuvo y se llevó mi manoa la boca, besándome las puntas de losdedos.

—Al contrario. Me parecen hastabonitos —dijo. Sentí que me ruborizaba—. He visto el mundo (es cierto, en sumayor parte a través de un cristalantibalas, o desde la torre de algúncastillo antiguo), pero lo he visto. Ytengo acceso a las respuestas de mil

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preguntas. Pero esta manita… —memiró a los ojos—. Esta manita creasonidos que no se pueden comparar connada de lo que haya oído antes. A vecescreo que el día que tocaste el violín nofue más que un sueño; fue precioso.Estos callos son la prueba de que fue deverdad.

En ocasiones me hablaba de unmodo tan romántico, tan conmovedor,que resultaba difícil de creer. Peroaunque aquellas palabras me llegaban alcorazón, nunca estaba completamentesegura de poder confiar en ellas. ¿Cómopodía saber que no les decía esas cosastan dulces también a las otras chicas?

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Tuve que cambiar de tema.—¿De verdad tienes la respuesta a

mil preguntas?—Por supuesto. Pregúntame lo que

quieras. Si no sé la respuesta, sabrédónde encontrarla.

—¿Cualquier cosa?—Cualquier cosa.Era difícil pensar en alguna pregunta

allí mismo, y mucho más en algo que lepillara desprevenido, que era lo que yopretendía. Tardé un momento en pensaren las cosas que más curiosidad mesuscitaban cuando era niña. En cómovolaban los aviones. En cómo eraEstados Unidos. En cómo funcionaban

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los pequeños reproductores de músicaque usaban las castas más altas.

Y entonces se me ocurrió.—¿Qué es Halloween?—¿Halloween?Era evidente que nunca había oído

hablar de ello. No me sorprendía. Yosolo había visto aquella palabra en unviejo libro de historia de mis padres. Ellibro estaba desgastado hasta el punto deque tenía partes ilegibles, páginasarrancadas o destruidas. Aun así,siempre me había fascinado quemencionara una fiesta de la que nosabíamos nada.

—Ya no estás tan seguro, ¿eh, su

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«listeza real»? —le pinché.Puso una cara que dejaba claro que

su malhumor era fingido. Miró el reloj ytomó aliento.

—Ven conmigo. Tenemos quedarnos prisa —dijo, agarrándome de lamano y echando a correr.

Trastabillé un poco con mis zapatos,que eran de tacón bajo, pero conseguíseguirle. Me llevaba a la parte traseradel palacio. Sonreía con ganas. Meencantaba ver aquella versióndespreocupada de Maxon; condemasiada frecuencia se ponía muyserio.

—Caballeros —saludó, cuando

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pasamos corriendo junto a los guardiasde la puerta.

Conseguí llegar a mitad del pasillo,pero ya no podía más con aquelloszapatos.

—¡Maxon, para! —dije, jadeando—. ¡No puedo seguirte!

—Venga, venga, esto te va aencantar —insistió, tirándome del brazomientras yo bajaba el ritmo. Por fin paróél también, pero estaba claro quedeseaba ir más rápido.

Nos dirigimos hacia el pasillo norte,cerca de la zona donde se grababa elReport de cada semana, pero antes dellegar allí nos metimos en una escalera.

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Subimos y subimos. No podía contenermás mi curiosidad.

—¿Dónde vamos?Se giró y me miró, poniéndose serio

de pronto.—Tienes que jurarme que nunca

revelarás la existencia de esta salita.Solo unos cuantos miembros de lafamilia y un puñado de guardias sabenque existe.

—Por supuesto —prometí, más queintrigada.

Llegamos al final de las escaleras.Maxon me abrió la puerta. Volvió acogerme de la mano y me llevó por elpasillo. Se detuvo frente a una pared que

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estaba cubierta en su mayor parte por uncuadro imponente. Miró hacia atrás paraasegurarse de que no había nadie y luegometió la mano tras el marco, por elextremo más alejado. Oí un ruidito y lapintura giró hacia nosotros.

Me quedé sin aliento. Maxon sonrió.Tras la pintura había una puerta que

no llegaba al suelo y que tenía unpequeño teclado, como el de unteléfono. Maxon marcó unos números yse oyó un leve pitido. Giró la manilla yse volvió hacia mí.

—Déjame que te ayude. El escalónes bastante alto —dijo. Me dio la manoy me hizo pasar delante.

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Me quedé de piedra.La sala, sin ventanas, estaba cubierta

de estanterías llenas de lo que parecíanser libros antiguos. Dos de los estantescontenían libros con curiosas líneasdiagonales rojas en los lomos, y vi unenorme atlas apoyado en una pared,abierto por una página que mostraba elcontorno de un país desconocido paramí. En el centro había una mesa conunos cuantos libros que parecíanhaberse usado recientemente, y quehabían dejado allí para tenerlos más amano. Y por fin, empotrada en una delas paredes, había una gran pantalla queparecía un televisor.

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—¿Qué significan las bandasdiagonales? —pregunté, intrigada.

—Son libros prohibidos. Por lo queyo sé, deben de ser los únicosejemplares que quedan en Illéa.

Me giré hacia él, preguntando con lamirada lo que no me atrevía a decir envoz alta.

—Sí, puedes mirarlos —dijo, con untono que dejaba claro que no le gustabala idea, pero que tenía claro que se loiba a pedir.

Cogí uno de los libros con cuidado,aterrada ante la posibilidad de quepudiera destruir sin querer un tesoroúnico. Hojeé las páginas, pero acabé

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dejándolo en su sitio inmediatamente.Estaba demasiado impresionada.

Me giré y me encontré a Maxontecleando en algo que parecía unamáquina de escribir plana unida a unapantalla.

—¿Qué es eso? —pregunté—Un ordenador. ¿Nunca has visto

uno?Sacudí al cabeza. Maxon no se

mostró demasiado sorprendido.—Ya no queda mucha gente que los

tenga. Este está programadoespecíficamente para la informacióncontenida en esta sala. Si hay algo sobreHalloween, nos dirá dónde está.

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No estaba muy segura de entender loque me decía, pero no le pedíexplicaciones. Al cabo de unossegundos, su búsqueda produjo una listade tres puntos en la pantalla.

—Oh, excelente —exclamó—.Espera aquí.

Me quedé junto a la mesa, mientrasMaxon buscaba los tres libros que nosrevelarían lo que era Halloween.Esperaba que no fuera alguna estupidezy que el esfuerzo no fuera en balde.

El primer libro definía Halloweencomo una fiesta celta que marcaba elfinal del verano. Para no demorar más labúsqueda, no quise mencionar que no

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tenía ni idea de lo que significaba«celta». Decía que creían que enHalloween los espíritus entraban ysalían de este mundo, y que la gente sedisfrazaba para ahuyentar a los malos.Más tarde se convirtió en una fiestasecular, sobre todo para niños, que sedisfrazaban e iban por sus puebloscantando canciones y recibiendo dulcescomo recompensa, lo que dio pie a lafrase «truco o trato», ya que hacían untruco para conseguir el trato y llevarselos dulces.

El segundo libro lo definía comoalgo similar, solo que mencionaba lascalabazas y el cristianismo.

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—Este será el más interesante —afirmó Maxon, hojeando un libro muchomás fino que los otros y escrito a mano.

—¿Y eso? —pregunté, acercándomepara ver mejor.

—Este, Lady America, es uno de losvolúmenes de los diarios personales deGregory Illéa.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Puedotocarlo?

—Primero déjame que encuentre lapágina que estamos buscando. ¡Mira,incluso hay una foto!

Y allí, como un espejismo, vi unaimagen de un pasado desconocido quemostraba a Gregory Illéa con expresión

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seria, un traje impecable y una posturarígida. Era curioso, pero su pose merecordaba mucho al rey y a Maxon. A sulado, una mujer esbozaba una sonrisa ala cámara. Había algo en su rostro quedaba a entender que en otro tiempodebía de haber sido preciosa, pero susojos habían perdido el brillo. Parecíacansada. A los lados de la pareja habíatres personas más. La primera era unachica adolescente, guapa y llena de vida,que sonreía con ganas, con un vestidoampuloso y una corona. ¡Qué gracia! Ibadisfrazada de princesa. Y luego habíados chicos, uno algo más alto que elotro, y ambos vestidos de personajes

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que no reconocí. Parecían estar a puntode hacer alguna travesura. Bajo laimagen había un comentariosorprendente, escrito de puño y letra delpropio Gregory Illéa:

Este año los niños han celebradoHalloween con una fiesta. Supongo quees una forma de olvidar lo que pasa a sualrededor, pero a mí me parece frívolo.Somos una de las pocas familias quequedan que tienen dinero para haceralgo festivo, pero este juego de niños meparece tirar el dinero.

—¿Crees que ese es el motivo de

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que ya no lo celebremos? ¿Porque estirar el dinero? —le pregunté.

—Podría ser. Por la fecha, esto fuejusto después de que los EstadosAmericanos de China empezaran acontraatacar, justo antes de la CuartaGuerra Mundial. En aquella época, lamayoría de la gente no tenía nada.Imagínate todo un país de Sietes y unpuñado de Doses.

—Vaya —dije, intentando imaginarcómo sería un país así, destrozado porla guerra, intentando recomponerse. Eraincreíble.

—¿Cuántos diarios como ese hay?Maxon señaló en dirección a un

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estante con una serie de volúmenessimilares al que teníamos en las manos.

—Una docena, más o menos.No podía creérmelo. ¡Toda esa

historia en una sola sala!—Gracias —dije—. Es algo que

nunca habría soñado ver. No me puedocreer que exista todo esto.

Él estaba pletórico.—¿Te gustaría leer el resto? —

ofreció, indicando el diario.—¡Sí, claro! —exclamé, casi

gritando de la emoción—. Pero no mepuedo quedar; tengo que acabar derepasar ese rollo de informe. Y tú tienesque volver al trabajo.

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—Es verdad. Bueno, a ver qué teparece esto: te llevas el libro y me lodevuelves dentro de unos días.

—¿Eso se puede hacer? —pregunté,anonadada.

—No —respondió él, sonriendo.Vacilé, asustada al pensar en el

valor de lo que tenía en las manos. ¿Y silo perdía? ¿Y si lo estropeaba? Seguroque él estaba pensando lo mismo. Peronunca más tendría una oportunidad comoaquella. Podía hacer un esfuerzoespecial por ser cuidadosa. Aquello lomerecía.

—Vale. Solo un día o dos, y luego telo devuelvo.

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—Escóndelo bien.Y eso hice. Era más que un libro lo

que me jugaba; era la confianza deMaxon. Lo metí en el hueco del taburetede mi piano, bajo un montón departituras. Era un sitio donde misdoncellas no limpiaban nunca. Lasúnicas manos que lo tocarían serían lasmías.

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Capítulo 4

—¡Soy un caso perdido! —selamentó Marlee.

—No, no, lo estás haciendo muybien —mentí.

Llevaba más de una semana dándoleclases de piano a diario, y lo cierto esque daba la impresión de que lo hacíacada vez peor. ¡Por Dios, si aúnestábamos practicando escalas! Fallóuna nota más, y yo no pude evitar haceruna mueca.

—¡Pero si no hay más que verme! —exclamó—. Lo hago fatal. Lo mismo

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daría que tocara con los codos.—Deberíamos probarlo. A lo mejor

con los codos funciona mejor.—Me rindo —dijo con un suspiro

—. Lo siento, America, has tenidomucha paciencia conmigo, pero odiooírme tocar así. Suena como si el pianoestuviera enfermo.

—De hecho, suena más bien como siestuviera agonizando.

Marlee se echó a reír, y yo con ella.Cuando me había pedido que le dieraclases, poco podía imaginarme quesupondría aquella tortura para los oídos.Dolorosa, pero, eso sí, divertida.

—¿No se te dará mejor el violín? El

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violín tiene un sonido precioso —sugerí.—No lo creo. Con la suerte que

tengo, lo destrozaría —dijo. Se puso enpie y se dirigió hacia mi escritorio,donde estaban los papeles que sesuponía que teníamos que leer,apartados en un extremo. Mis doncellas,siempre tan detallistas, nos habían traídoté y galletitas.

—Bueno, tampoco pasaría nada. Eseviolín es de palacio. Podrías tirárselo aCeleste a la cabeza, si quisieras.

—No me tientes —repuso ella,sirviendo el té—. Voy a echarte demenos, America; no sé lo que harécuando no podamos vernos cada día.

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—Bueno, Maxon está muy indeciso,así que de momento no tienes quepreocuparte por eso.

—No lo sé —contestó, poniéndoseseria de pronto—. No es que lo hayadicho directamente, pero yo sé que estoyaquí porque le gusto al público. Ahoraque la mayoría de las chicas se han ido,la opinión pública no tardará mucho encambiar, y cuando tengan otra favorita,me mandará a casa.

Tenía que medir mis palabras,aunque esperaba que me explicara elmotivo de la distancia que había puestoentre ellos dos, pero no quería que secerrara de nuevo en banda.

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—¿Y tú lo llevas bien? Lo derenunciar a Maxon, quiero decir.

Ella se encogió de hombros.—No estamos hechos el uno para el

otro. No me importa quedarme fuera delconcurso, pero la verdad es que noquiero marcharme. Además, no querríaacabar con un hombre que estáenamorado de otra persona.

Me puse tensa de pronto.—¿Y de quién…?La mirada que tenía Marlee en los

ojos era de triunfo, y la sonrisa queocultaba tras su taza de té decía: «¡Tepillé!».

Y me había pillado.

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De pronto me di cuenta de que laidea de que Maxon pudiera estarenamorado de otra me ponía tan celosaque no podía soportarlo. Y al momento,al comprender que Marlee estabahablando de mí, me sentí infinitamentemás tranquila.

Había levantado un muro tras otro,burlándome de Maxon y alabando losméritos de las otras chicas, pero eraevidente que Marlee había sabido leerentre líneas.

—¿Por qué no has acabado ya conesto, America? —me preguntó, condulzura—. Sabes que te quiere.

—Eso nunca lo ha dicho —le

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aseguré, y era cierto.—Claro que no —constató, como si

fuera tan obvio—. Está intentandoconquistarte con todas sus fuerzas, ycada vez que se te acerca tú te lo quitasde encima. ¿Por qué?

¿Cómo iba a decírselo? ¿Cómo iba aconfesarle que, aunque mis sentimientospor Maxon iban volviéndose cada vezmás profundos (más de lo que yopensaba, parecía), había alguien más aquien no podía quitarme de la cabeza?

—Supongo… que no estoy segura —dije. Confiaba en Marlee; de verdad.Pero era más seguro para las dos que nolo supiera.

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Ella asintió. Daba la impresión deque se daba cuenta de que había algomás, pero no me presionó. Fue casireconfortante, esa aceptación mutua denuestros secretos.

—Encuentra el modo de decidirte.El hecho de que no esté hecho para míno quiere decir que Maxon no sea untipo estupendo. Odiaría que lo perdieraspor puro miedo.

Una vez más tenía razón. Teníamiedo. Miedo de que los sentimientosde Maxon no fueran todo lo genuinosque parecían, miedo de lo quesignificaría para mí ser princesa, miedode perder a Aspen.

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—Hablando de algo más banal —dijo Marlee por fin, dejando la taza deté en el plato—, toda esa charla de ayersobre bodas me hizo pensar en algo.

—¿Sí?—¿Querrías ser…, bueno, ya

sabes…, mi dama de honor? Quierodecir, si me caso algún día.

—Oh, Marlee, claro, me encantaría.¿Y tú serías la mía? —le pregunté,tendiéndole las manos, que ella mecogió, feliz.

—Pero tú tienes hermanas. ¿No lessentaría mal?

—Lo entenderán. ¿Lo harás? ¡Porfavor!

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—¡Claro que sí! No me perdería tuboda por nada del mundo —dijo, dandopor sentado que mi boda sería elacontecimiento del siglo.

—Prométeme que, aunque me casecon un Ocho miserable en un callejónperdido, estarás ahí.

Ella me miró con incredulidad,como si estuviera segura de que eso nopasaría nunca.

—Aunque sea así. Lo prometo.No me pidió que le hiciera una

promesa del mismo estilo, por lo que,una vez más, me pregunté si no habríaotro Cuatro esperándola en su casa. Perono quería presionarla. Estaba claro que

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las dos guardábamos secretos; peroMarlee era mi mejor amiga, y habríahecho cualquier cosa por ella.

Aquella noche esperaba pasar unrato con Maxon. Marlee había hecho queme cuestionara muchas de mis acciones.Y de mis pensamientos. Y de missentimientos.

Tras la cena, cuando nos pusimos enpie para salir del comedor, crucé unamirada con Maxon y me tiré de la oreja.Era nuestra señal secreta para indicarque queríamos vernos, y raramente nosnegábamos. Pero esa noche él respondiócon un gesto de disculpa y articuló lapalabra «trabajo». Puse mi cara de

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decepción y me despedí con un mínimomovimiento de la mano.

Quizá fuera lo mejor. La verdad eraque necesitaba pensar unas cuantascosas con respecto a él.

Cuando giré la esquina y llegué a mihabitación, Aspen estaba allí de nuevo,de guardia. Me miró de arriba abajo,admirando el ceñido vestido verde queresaltaba de un modo asombroso mispocas curvas. Sin decir palabra, pasépor delante de él. Antes de que pudieraponer la mano en el pomo de la puerta,me rozó suavemente la piel del brazo.

Fue un contacto breve, y sentíaquella necesidad, el anhelo que Aspen

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solía despertar en mí. Solo con mirarsus ojos, color esmeralda, ansiosos yprofundos, las rodillas empezaron atemblarme.

Entré en mi habitación lo más rápidoque pude, torturada por aquellasensación. Afortunadamente, apenas tuvetiempo de pensar en los sentimientos queme despertaba, porque en el momento enque se cerró la puerta aparecieron misdoncellas, dispuestas a prepararme parair a dormir. Mientras parloteaban y mecepillaban el pelo, intenté vaciar lamente de cualquier pensamiento.

Era imposible. Tenía que escoger.Aspen o Maxon.

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Pero ¡¿cómo iba a decidirme entrelas dos posibilidades?! ¿Cómo iba atomar una decisión que, en cualquiercaso, en parte me destrozaría? Meconsolé pensando que aún tenía tiempo.Aún tenía tiempo.

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Capítulo 5

—Bueno, Lady Celeste, ¿dice ustedque la tropa no basta, y que deberíaaumentarse el número dereclutamientos? —preguntó GavrilFadaye, moderador de los debates quese organizaban en el Illéa Capital Reporty la única persona que entrevistaba a lafamilia real.

Nuestros debates del Report eranpruebas, y nosotras lo sabíamos. AunqueMaxon no tenía un plazo límite, elpúblico no veía la hora de que el grupofuera reduciéndose, y yo notaba que

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también el rey, la reina y sus asesoressentían lo mismo. Si queríamosquedarnos, teníamos que cumplir connuestro papel, cuando y dondequiera quenos lo pidieran. Yo estaba encantada dehaberme quitado de encima aquelinforme tan pesado sobre la tropa.Recordaba parte de las estadísticas, asíque tenía buenas posibilidades de daruna buena impresión aquella noche.

—Exactamente, Gavril. La guerra enNueva Asia dura ya años. Creo que si enun par de reemplazos aumentáramos lacantidad de soldados reclutados,contaríamos con el número suficientepara ponerle fin.

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No soportaba a Celeste. Habíaconseguido que echaran a una de laschicas, había arruinado el cumpleañosde Kriss el mes anterior y en unaocasión me había intentado destrozar elvestido, literalmente. Como era una Dos,se consideraba superior al resto denosotras. La verdad es que yo no sabíacuántos soldados había en Illéa, peroahora que sabía qué opinaba Celeste,tenía claro que mi postura era lacontraria.

—No estoy de acuerdo —dije, conla máxima elegancia que pude.

Celeste se giró hacia mí, agitando sularga melena sobre los hombros. De

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espaldas a la cámara no tenía ningúnproblema en soltarme aquella miradadesafiante.

—Ah, Lady America, ¿cree ustedque aumentar el número de soldados esmala idea? —preguntó Gavril.

Sentí que me sonrojaba y el calor enlas mejillas.

—Los Doses se pueden permitirpagar para evitar el reclutamiento, asíque estoy segura de que Lady Celestenunca ha visto lo que supone paraalgunas familias perder a sus únicoshijos varones. Reclutar a más de esoschicos podría ser desastroso,especialmente para las castas más bajas,

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que suelen tener familias más numerosasy que, para sobrevivir, necesitan a todoslos miembros que puedan trabajar.

Marlee, a mi lado, me hizo un gestocómplice. Celeste contraatacó.

—Bueno, entonces, ¿qué vamos ahacer? No estarás sugiriendo que nossentemos a esperar mientras estasguerras se alargan interminablemente.

—No, no. Por supuesto que quieroque la guerra acabe en Illéa —respondí.Hice una pausa para ordenar las ideas ymiré a Maxon en busca de apoyo. El rey,a su lado, parecía molesto. Necesitabacambiar de argumento, así que solté loprimero que me vino a la mente—. ¿Y si

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fuera voluntario?—¿Voluntario? —preguntó Gavril.Celeste y Natalie hicieron un ruidito

despreciativo con la boca, lo queempeoró aún más las cosas. Peroentonces me lo pensé mejor. ¿Tan malaidea era?

—Sí, claro que habría que exigirciertos requisitos, pero quizá lesacaríamos más partido a un ejército dehombres que deseen realmente sersoldados que a un grupo de chicos quesolo hacen lo que pueden parasobrevivir y poder volver a la vida quehan dejado atrás.

En el estudio se hizo el silencio

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mientras la gente se planteaba lo queacababa de decir. Aparentemente no eraninguna tontería.

—Eso es buena idea —intervinoElise—. Y podríamos ir enviandonuevos soldados cada mes o cada dosmeses, según se fueran alistando. Esoanimaría a los hombres que llevansirviendo un tiempo.

—Estoy de acuerdo —añadióMarlee, que no solía extenderse muchomás en sus comentarios. Estaba claroque el debate no le resultaba cómodo.

—Bueno, ya sé que quizás estosuene un poco moderno, pero ¿y si elreclutamiento también estuviera abierto

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a las mujeres? —comentó Kriss.Celeste se rió en voz alta.—¿Quién crees que se apuntaría?

¿Querrías ir tú al campo de batalla? —replicó, con un tono que dejaba patentesu incredulidad.

Pero Kriss no se vino abajo:—No, yo no tengo madera de

militar. Pero si he aprendido algo en laSelección —prosiguió, dirigiéndose aGavril—, es que algunas chicas tienenun tremendo instinto asesino. Que losvestidos de gala no engañen a nadie —apostilló, con una sonrisa.

Ya en mi habitación, dejé que misdoncellas se quedaran conmigo un poco

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más de lo habitual para que me ayudarana quitarme aquel montón de horquillasdel pelo.

—Me gustó su idea de que elreclutamiento fuera voluntario —dijoMary, mientras sus hábiles dedostrabajaban sin parar.

—A mí también —añadió Lucy—.Recuerdo lo mal que lo pasaban misvecinos cuando se llevaban a sus hijosmayores. Y ver que había tantos que novolvían era una pesadilla —dijo, yestaba claro que los recuerdos volvían ahacérsele presentes.

Yo también tenía los míos.Miriam Carrier era una joven viuda;

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pero ella y su hijo, Aiden, se defendían,los dos juntos. Cuando los soldados sepresentaron a su puerta con una carta yuna bandera para darle un pésame queno significaba nada para ellos, la mujerse hundió. No podía seguir adelante. Yaunque hubiera podido, no tenía fuerzaspara intentarlo siquiera.

Era una Ocho, y a veces la vipidiendo limosna en la misma plazadonde yo me despedí de Carolina. Peroyo no tenía nada para darle.

—Lo sé —dije, para consolar aLucy.

—Creo que Kriss se ha pasado unpoco —comentó Anne—. A mí eso de

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enviar mujeres al frente me parece unaidea terrible.

Sonreí al ver su gesto remilgadomientras ella se concentraba en micabello.

—Según mi padre, antes lasmujeres…

Un repiqueteo en la puerta nos hizodar un respingo a las cuatro.

—Se me ha ocurrido una cosa —anunció Maxon, entrando sin esperarrespuesta. Daba la impresión de que losviernes por la noche tuviéramos una citafija, tras el Report.

—Alteza —saludaron las doncellas,todas a la vez. A Mary se le cayeron las

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horquillas, al inclinarse para hacer unareverencia.

—Déjame que te ayude —se ofrecióMaxon, acudiendo en ayuda de Mary.

—No hace falta —insistió ella, quese sonrojó y se retiró enseguida. Conmenos discreción de la que deseaba,seguramente, miró a Lucy y a Anne conlos ojos bien abiertos, indicándoles quesalieran de la habitación con ella.

—Ah, eh, buenas noches, señorita —dijo Lucy, tirando del borde deluniforme de Anne para que esta lasiguiera.

Una vez solos, Maxon y yo nosechamos a reír. Me giré hacia el espejo

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y seguí quitándome horquillas del pelo.—Son muy graciosas —comentó

Maxon.—Es que te admiran mucho.Él quitó importancia al comentario

con un gesto de modestia.—Siento haberos interrumpido —

dijo, dirigiéndose a mi reflejo en elespejo.

—No pasa nada —respondí, tirandode la última horquilla. Me pasé losdedos por la melena y me la coloquésobre los hombros—. ¿Estoy bien?

Maxon asintió, haciendo una pausaalgo más larga de lo necesario. Luegorecuperó la concentración y prosiguió:

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—Lo que te decía de esa idea…—Dime.—¿Te acuerdas de eso del

Halloween?—Sí. Oh, aún no he leído el diario.

Pero está bien escondido —prometí.—Está bien. Nadie lo echa de

menos. Lo que estaba pensando es que…Todos esos libros decían que caía enoctubre, ¿no?

—Sí —respondí, sin pensar.—Pues estamos en octubre. ¿Por qué

no celebramos una fiesta de Halloween?Yo me di media vuelta.—¿De verdad? Oh, Maxon…

¿Podríamos?

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—¿Te gustaría?—¡Me encantaría!—He pensado que podríamos

encargar que os confeccionarandisfraces a todas las chicas de laSelección. Los guardias que no estén deservicio podrían hacer de bailarines, yaque yo soy uno solo, y no sería justoteneros a todas esperando vuestro turnopara bailar. Y podríamos organizarclases de baile la próxima semana, odurante un par de semanas. Tú mismahas dicho que a veces no tenéis muchoque hacer durante el día. ¡Y golosinas!Tendremos las mejores golosinas,hechas para la ocasión e importadas.

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Cuando acabe la noche, querida mía,estarás hinchada como un pavo.Tendremos que sacarte de la pistarodando.

Estaba fascinada.—Y lo anunciaremos, le diremos a

todo el país que lo celebre. Que losniños se disfracen y vayan de puerta enpuerta pidiendo golosinas, como antes.A tu hermana eso le encantará, ¿no?

—¡Claro que sí! ¡A todo el mundo!Él se quedó pensando un momento,

frunciendo los labios.—¿Tú crees que le gustaría venir a

celebrarlo aquí, al palacio?No me lo podía creer.

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—¿Qué?—En algún momento del concurso se

supone que tengo que conocer a lospadres de las chicas de la Élite.También podría hacer que vinieran loshermanos y hermanas, coincidiendo conuna fiesta como esta, en lugar deesperar…

Aquellas palabras hicieron que melanzara a sus brazos. Estaba tan contentacon la posibilidad de ver a May y a mispadres que no podía contener mientusiasmo. Él me rodeó la cintura conlos brazos y se me quedó mirandofijamente a los ojos, entusiasmado.¿Cómo podía ser que esa persona,

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alguien que siempre había consideradoabsolutamente opuesto a mí, dierasiempre con todo lo que más ilusión mepodía hacer?

—¿Lo dices de verdad? ¿Puedenvenir?

—Claro —respondió—. Hacetiempo que tengo ganas de conocerlos, yforma parte del concurso. En cualquiercaso, creo que a todas os irá bien ver avuestras familias.

Cuando estuve segura de que no ibaa echarme a llorar, respondí:

—Gracias.—No hay de qué… Sé que los

quieres mucho.

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—Es verdad.Maxon chasqueó la lengua.—Y está claro que harías

prácticamente cualquier cosa por ellos.Al fin y al cabo, participaste en laSelección por ellos.

Di un paso atrás, para dejar unespacio entre nosotros, para verle bienlos ojos. No analizó mi reacción;parecía confundido por aquel gestoinconsciente. Yo no podía dejarlo así.Tenía que ser absolutamente clara.

—Maxon, ellos son uno de losmotivos por los que me quedé alprincipio, pero no son la razón por laque sigo aquí ahora. Eso lo sabes,

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¿verdad? Estoy aquí porque…—Porque…Me lo quedé mirando, con su

expresión esperanzada. «Díselo,America. Díselo ya».

—Porque… —insistió, esta vez conuna sonrisa traviesa en los labios, queme hizo ablandarme aún más.

Pensé en la conversación que habíatenido con Marlee y en cómo me habíasentido el otro día, cuando hablamos del a Selección. Me costaba imaginarme aMaxon como mi novio cuando estabasaliendo con otras chicas, pero era algomás que un amigo. Volvió a invadirmeaquella sensación ilusionada, aquella

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esperanza ante la posibilidad de quepudiéramos ser algo especial. Maxonpara mí era más de lo que yo mepermitía creer. Esbocé una sonrisapícara y me dirigí hacia la puerta.

—America Singer, vuelve aquí —dijo, y echó a correr hasta ponersedelante de mí, rodeándome la cinturacon el brazo, de pie, uno frente al otro—. Dímelo —susurró.

Apreté los labios en un mohín.—Bueno, pues tendré que recurrir a

otro medio de comunicación.Sin previo aviso, me besó. Me dejé

caer un poco hacia atrás sin darmecuenta, apoyando todo el peso en sus

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brazos. Coloqué las manos sobre sucuello, deseando abrazarlo… y depronto algo cambió en mi mente.

En general, cuando estábamosjuntos, todo lo demás desaparecía de mimente. Pero aquella noche pensé en laposibilidad de que pudiera haber otrapersona en mi lugar. Solo de imaginarlo,otra chica en los brazos de Maxon,haciéndole reír, casándose con él… seme rompía el corazón. No pude evitarlo:me eché a llorar.

—Cariño, ¿qué pasa?«¿Cariño?» Aquella palabra, tan

dulce y personal, me llegó al alma. Enaquel momento, todas mis resistencias

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cedieron. Quería ser su novia, su«cariño». Deseaba ser solo de Maxon.

Aquello podía significar abrir laspuertas a un futuro que nunca me habíaplanteado y decir adiós a cosas quenunca había pensado dejar, pero enaquel momento la idea de separarme deél me parecía insufrible. También eracierto que yo no era la mejor candidata ala corona, pero tampoco seríamerecedora de estar en el concurso si noera ni capaz de confesar missentimientos.

Suspiré, intentando mantener lacompostura.

—No quiero dejar todo esto.

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—Si mal no recuerdo, la primeravez que nos vimos dijiste que era comouna jaula —sonrió—. Uno se vaacostumbrando, ¿eh?

Meneé la cabeza.—A veces te pones de lo más tonto

—dije, y solté una risita ahogada.Maxon dejó que me echara atrás, lo

mínimo para que pudiera mirarle a losojos.

—No es el palacio, Maxon. No meimportan lo más mínimo los vestidos, lacama ni, aunque no te lo creas, lacomida.

Maxon se rió. No era ningún secretoque los elaborados manjares que

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preparaban en el palacio me volvíanloca.

—Eres tú —dije—. No quierodejarte a ti.

—¿A mí?Asentí.—¿Me quieres a mí?Solté una risita nerviosa al ver su

expresión de asombro.—Eso es lo que estoy diciendo.Por un momento no reaccionó.—¿Cómo…? Pero… ¿Qué es lo que

he hecho?—No lo sé —repuse, encogiéndome

de hombros—. Solo creo que podríafuncionar.

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Él sonrió gradualmente.—Funcionaría de maravilla.Maxon tiró de mí, más bruscamente

de lo que era habitual en él, y volvió abesarme.

—¿Estás segura? —me preguntó,separándome de nuevo para vermemejor y mirándome con ganas—. ¿Estássegura?

—Si tú estás seguro, yo estoysegura.

Por una fracción de segundo, algocambió en su expresión. Pero pasó tanrápido que incluso me pregunté si, fueralo que fuera, había sido real o no.

Un instante después me llevó hasta

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la cama y los dos nos sentamos en elborde, cogiéndonos de las manosmientras yo apoyaba la cabeza en suhombro. Esperaba que dijera algo. Alfin y al cabo, ¿no era eso lo que élesperaba? Pero no hubo palabras. Devez en cuando soltaba un largo suspiro,y solo con ese suspiro yo ya notaba lofeliz que era. Aquello me ayudó arelajarme un poco.

Al cabo de un rato —quizá porqueninguno de los dos sabía qué decir—levantó la cabeza y se decidió:

—Quizá debería irme. Si vamos aincluir a todas las familias en la fiesta,tendré que hacer planes.

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Me separé y sonreí, aún aturdidaante la idea de poder abrazar a mimadre, a mi padre y a May.

—Gracias otra vez.Nos pusimos en pie y nos dirigimos

a la puerta. Yo no le soltaba la mano.Por algún motivo, me asustaba dejarlemarchar. Tenía la sensación de que todaaquella situación era muy frágil, de quesi me movía demasiado bruscamentepodía romperse.

—Te veré mañana —prometió, en unsusurro, con la nariz solo a unosmilímetros de la mía. Me miró con talentrega que me sentí tonta porpreocuparme—. Eres increíble.

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Cuando se fue, cerré los ojos y mepuse a recordar cada momento denuestro breve encuentro: el modo en queme miraba, las sonrisas traviesas, losdulces besos. Pensé en todo ello una yotra vez mientras me preparaba parameterme en la cama, preguntándome siMaxon estaría haciendo lo mismo.

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Capítulo 6

—Estupendo, señorita. Sigaseñalando los diseños, y el resto deustedes intenten no mirarme —dijo elfotógrafo.

Era sábado, y todas las chicas de laÉlite habíamos sido excusadas de pasarel día en la Sala de las Mujeres. A lahora de desayunar, Maxon había hechosu anuncio sobre la fiesta de Halloween;y por la tarde nuestras doncellas habíanempezado a trabajar en el diseño de losdisfraces, y habían venido fotógrafospara documentar todo el proceso.

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Yo intentaba estar natural mientrasrepasaba los dibujos de Anne, y misotras doncellas esperaban al otro ladode la mesa con trozos de tela, cajitas dealfileres y una cantidad absurda deplumas.

El flash de la cámara nos iluminómientras intentábamos dar diferentesopiniones. Justo mientras yo posabasosteniendo un tejido dorado junto a lacara, llegó una visita.

—Buenos días, señoritas —dijoMaxon, atravesando el umbral.

No pude evitar levantar la cabeza unpoco, y sentí que una sonrisa afloraba enmi rostro. El fotógrafo captó ese

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momento justo antes de girarse haciaMaxon.

—Alteza, siempre es un honor. ¿Leimportaría posar con la señorita?

—Será un placer.Mis doncellas se echaron atrás,

Maxon cogió unos bocetos y se situódetrás de mí, con los papeles en unamano, por delante de los dos, y la otrarodeando mi cintura. Aquel contactosignificaba mucho para mí. Parecíadecir: «¿Lo ves? Muy pronto podrétocarte así delante de todo el mundo. Notienes que preocuparte por nada».

El fotógrafo tomó unas cuantas fotosy luego pasó a la siguiente chica de su

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lista. Entonces me di cuenta de que misdoncellas se habían retiradosigilosamente y ya no estaban allí.

—Tus doncellas tienen talento —observó Maxon—. Estos diseños sonestupendos.

Intenté actuar como siempre hacíacon Maxon, pero ahora las cosas erandiferentes, mejores y peores a la vez.

—Lo sé. No podría estar en mejoresmanos.

—¿Ya te has decidido por alguno?—preguntó, extendiendo los papelessobre la mesa.

—A todas nos gusta la idea delpájaro. Supongo que es una referencia a

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mi collar —dije, tocándome la finacadena de plata. El colgante en forma deruiseñor era un regalo de mi padre, y yolo prefería a las ostentosas joyas quenos ofrecían en palacio.

—Siento tener que decírtelo, perocreo que Celeste también ha escogidoalgo que tiene que ver con pájaros.Parecía muy decidida.

—No pasa nada —respondí,encogiéndome de hombros—. Lasplumas tampoco me vuelven loca —depronto la sonrisa desapareció de mirostro—. Espera. ¿Has ido a ver aCeleste?

Él asintió.

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—Sí, he pasado un momento acharlar. Y me temo que tampoco mepuedo quedar mucho rato aquí. A mipadre no le hace mucha gracia todo esto,pero entiende que mientras dure laSelección hay que organizar fiestas así,para que sea más agradable. Y ha estadode acuerdo en que será un modo muchomejor de conocer a las familias,teniendo en cuenta las circunstancias.

—¿Qué circunstancias?—Está deseando que haya alguna

eliminación más, y se supone que tendréque descartar a una de las chicasdespués de conocer a los padres detodas. Por eso a él le parece que, cuanto

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antes vengan, mejor.Hasta ese momento no había caído

en que parte del plan de la fiesta deHalloween era enviar a alguien a casa.Pensaba que simplemente era una fiesta.

Aquello me puso nerviosa, aunqueen mi interior sabía que no había motivopara estarlo. Al menos después denuestra conversación de la nocheanterior. De todos los momentos quehabía compartido con Maxon, ningunome había parecido tan auténtico comoaquel.

Sin dejar de repasar los bocetos,añadió:

—Bueno, supongo que tendré que

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acabar la ronda.—¿Ya te vas?—No te preocupes, cariño. Te veré

en la cena.«Sí, pero en la cena nos verás a

todas», pensé.—¿Va todo bien? —pregunté.—Claro —respondió, acercándose

para darme un beso rápido. En la mejilla—. Tengo que irme corriendo. Nosvemos pronto.

Y con la misma rapidez que habíaaparecido, desapareció.

El domingo, cuando apenas faltabauna semana para la fiesta de Halloween,el palacio era un torbellino de actividad.

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Las chicas de la Élite pasamos lamañana del lunes con la reina Amberly,probando platos y decidiendo el menúpara la fiesta de Halloween. Desdeluego, aquella era la tarea másagradable que había tenido que hacerhasta el momento. No obstante, despuésdel almuerzo, Celeste se ausentó unashoras de la Sala de las Mujeres. Cuandovolvió, hacia las cuatro, nos anunció atodas:

—Maxon os envía recuerdos.El martes por la tarde dimos la

bienvenida a los parientes de la familiareal que acudían a la ciudad para lasfiestas. Pero la mañana la habíamos

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pasado mirando por la ventana, mientrasMaxon le daba clases de tiro con arco aKriss en los jardines.

En las comidas había muchosinvitados que habían acudido conantelación, pero muchas veces Maxonfaltaba, al igual que Marlee y Natalie.

Me sentí cada vez más incómoda.Había cometido un error confesándolemis sentimientos. Por mucho que dijera,no podía estar tan interesado en mí si suprimer instinto era pasar el rato contodas las demás.

El viernes ya había perdido todaesperanza. Tras el Report me encontrésentada ante el piano, en mi habitación,

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deseando que Maxon apareciera.No vino.El sábado intenté no pensar en ello.

Por la mañana todas las chicas de laÉlite teníamos que salir a recibir a lasseñoras que iban llegando a palacio, yentretenerlas en la Sala de las Mujeres,y después del almuerzo teníamospráctica de baile.

Yo daba gracias de que en mifamilia nos hubiéramos dedicado a lamúsica y al arte en lugar de al baile,porque, a pesar de ser una Cinco, se medaba fatal bailar. La única que lo hacíapeor que yo en toda la sala era Natalie.Curiosamente, Celeste era un modelo de

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gracia y elegancia. Más de una vez losinstructores le habían pedido queayudara a alguna otra chica, lo que habíaprovocado que Natalie casi se torcierael tobillo, gracias a un descuidointencionado de Celeste.

Ella, taimada como una víbora,achacó los problemas de Natalie a sudescoordinación. Los profesores lacreyeron, y Natalie se lo tomó a broma.Me pareció admirable no dejarse afectarpor lo que hiciera Celeste.

Aspen había estado allí durantetodas las clases. Las primeras veces lehabía evitado, al no estar muy segura deque quisiera verme con él. Había oído

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rumores de que los guardias habíanestado cambiándose los horarios contanta premura que resultaba mareante.Algunos deseaban con desesperación ira la fiesta, mientras que otros, que teníannovias esperándolos en casa, seencontrarían en una situación muy difícilsi se los veía bailando con otras chicas,especialmente porque cinco de nosotrasvolveríamos a estar libres decompromiso muy pronto y seríamos unmuy buen partido.

Pero aquello para mí no era más queun ensayo final, así que cuando Aspen seacercó y me ofreció bailar no me negué.

—¿Estás bien? —me preguntó—.

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Últimamente parece que estás en bajaforma.

—Solo estaba cansada —mentí. Nopodía hablar con él de mis asuntos conMaxon.

—¿De verdad? —preguntó,escéptico—. Estaba convencido de queeso significaba que se avecinaban malasnoticias.

—¿Qué quieres decir? —respondí.¿Sabría él algo que yo no sabía?

Él suspiró.—Si te estás preparando para

decirme que deje de luchar por ti, esalgo de lo que no querría ni hablar.

Lo cierto es que no había pensado

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siquiera en Aspen en la última semana.Estaba tan preocupada por miscomentarios fuera de lugar y mispresuposiciones que no había tenidotiempo de pensar en nada más. Yresultaba que, mientras yo mepreocupaba de que Maxon se alejara demí, Aspen estaba preocupado porque yole hiciera lo mismo a él.

—No es eso —respondí, ambigua;me sentí culpable.

Él asintió, satisfecho de momentocon aquella respuesta.

—¡Ay!—¡Ups! —dije yo. Le había pisado

sin querer. Tenía que concentrarme un

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poco más en el baile.—Lo siento, Mer, pero esto se te da

fatal —bromeó, aunque el pisotón que lehabía dado con el tacón del zapato teníaque haberle dolido.

—Lo sé, lo sé —dije, casi sinaliento—. Hago lo que puedo, te loprometo.

Fui revoloteando por la sala comoun alce ciego, pero lo que me faltaba enelegancia lo compensaba con esfuerzo.Aspen hacía lo que podía por ayudarmea dar buena impresión, retrasándose unpoco en el paso para sincronizarseconmigo. Era algo típico en él, sepasaba la vida intentando ser mi héroe.

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Cuando acabó la última clase almenos ya conocía todos los pasos. Nopodía prometer que no le diera unaenérgica patada a algún diplomático devisita, pero había hecho todo lo quepodía. Cuando me lo imaginé, me dicuenta de que era lógico que Maxon selo pensara. Sería todo un engorro para élllevarme a otro país, y mucho másrecibir a un invitado. Sencillamente, notenía madera de princesa.

Suspiré y me fui a buscar un vaso deagua. El resto de las chicas semarcharon, pero Aspen me siguió.

—Bueno —dijo. Rastreé toda la salacon los ojos para asegurarme de que no

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había nadie mirando—. Si no estáspreocupada por mí, debo suponer queestarás preocupada por él.

Bajé la vista y me sonrojé. Meconocía muy bien.

—No es que quiera darle ánimos, ninada por el estilo, pero, si no se dacuenta de lo increíble que eres, es quees un idiota.

Sonreí, sin apartar la vista del suelo.—Y si no consigues ser la princesa,

¿qué? Eso no te hace menos increíble. Yya sabes…, ya sabes…

No conseguía decir lo que queríadecir, así que me arriesgué a mirarle ala cara.

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En los ojos de Aspen encontré milfinales diferentes para aquella frase, yen todos ellos estábamos los dos: queaún me estaba esperando; que meconocía mejor que nadie; que éramosuna sola cosa; que unos meses en aquelpalacio no podían borrar dos años.Pasara lo que pasara, Aspen siempreestaría ahí, a mi lado.

—Lo sé, Aspen. Lo sé.

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Capítulo 7

Todas las chicas estábamos en línea,en el enorme vestíbulo del palacio, y yono paraba de dar botecitos sobre laspuntas de los pies.

—Lady America —susurró Silvia, yno hizo falta más para que me dieracuenta de que mi comportamiento erainaceptable. Como tutora principal de laSelección, ella se tomaba todas nuestrasacciones muy personalmente.

Intenté controlarme. Envidiaba aSilvia y al personal de palacio, incluidoel puñado de guardias que se movían

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por aquel espacio, aunque solo fueraporque a ellos se les permitía caminar.Si hubiera podido hacerlo yo también,estaría mucho más tranquila.

A lo mejor si Maxon estuviera allí lasituación sería más soportable. O quizáme habría puesto aún más nerviosa.Seguía sin poder entender por qué;después de todo, no había podidoencontrar tiempo para pasarlo conmigoúltimamente.

—¡Aquí están! —dijo alguien al otrolado de las puertas de palacio. Yo noera la única que no podía contener mialegría.

—Muy bien, señoritas —anunció

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Silvia—, ¡quiero un comportamientoexquisito! Criados y doncellas contra lapared, por favor.

Intentábamos ser las jovencitasencantadoras y graciosas que Silviaquería que fuéramos, pero en elmomento en que entraron los padres deKriss y Marlee por la puerta, todo sevino abajo. Sabía que ambas erantodavía unas niñas, y era evidente quesus padres las echaban demasiado demenos como para mantener las formas.Entraron corriendo y gritando, y Marleeabandonó la formación sin pensárselo unmomento.

Los padres de Celeste mantenían

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mejor la compostura, aunque resultabaevidente que estaban encantados de vera su hija. Ella también rompió filas,pero de un modo mucho más civilizadoque Marlee. A los padres de Natalie yde Elise ni siquiera los vi, porque depronto apareció como un rayo una figurabajita con una melena pelirroja y miradaansiosa.

—¡May!Ella me oyó, vio que agitaba el

brazo y vino corriendo a mi encuentro,con papá y mamá tras ella. Me arrodilléen el suelo y la abracé.

—¡Ames! ¡No me lo puedo creer! —exclamó, con un tono entre la

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admiración y la envidia—. ¡Estáspreciosa!

Yo no podía ni hablar. Casi no podíani verla, por la cantidad de lágrimas queme cubrían los ojos.

Un momento más tarde sentí elabrazo firme de mi padreenvolviéndonos a las dos. Luego mamá,abandonando su habitual recato, se unióa nosotros, y nos cerramos en una piñasobre el suelo de palacio.

Oí un suspiro. Seguro que era deSilvia, pero en aquel momento no meimportaba.

—Estoy tan contenta de que hayáisvenido… —dije por fin cuando recobré

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el aliento.—Nosotros también, pequeña. No te

imaginas lo mucho que te hemos echadode menos —dijo papá, y sentí el besoque me dio en la cabeza.

Me giré para poder abrazarlo mejor.Hasta aquel momento no me había dadocuenta de lo mucho que necesitabaverlos. Abracé a mi madre. Mesorprendía que estuviera tan callada. Nome podía creer que aún no me hubierapedido un informe detallado de misprogresos con Maxon. Pero cuando lasolté, vi las lágrimas en sus ojos.

—Estás preciosa, cariño. Parecesuna princesa.

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Sonreí. Era un alivio que por unavez no me cuestionara ni me dierainstrucciones. En aquel momento,simplemente estaba contenta, y eso mellenaba de felicidad. Porque yo tambiénlo estaba.

Observé que los ojos de May seposaban en algo a mis espaldas.

—Ahí está —dijo ella, en unsusurro.

—¿Eh? —pregunté, mirándola. Megiré y vi a Maxon, que nos observabadesde detrás de la gran escalera.Sonreía, divertido, mientras se acercabaa nosotros, aún apiñados en el suelo.

Mi padre se puso en pie

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inmediatamente.—Alteza —le saludó, con un tono de

admiración en la voz.Maxon se le acercó con la mano

tendida.—Señor Singer, es un honor. He

oído hablar mucho de usted. Y de ustedtambién, señora Singer —dijo,acercándose a mi madre, que también sehabía puesto en pie y se había alisado elpelo.

—Alteza —reaccionó ella, algoazorada—. Discúlpenos por la escena—añadió, señalando al suelo, donde aúnestábamos May y yo, abrazándonos confuerza.

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Maxon chasqueó la lengua y sonrió.—No tienen que disculparse. No

esperaba menos entusiasmo, teniendo encuenta que son la familia de LadyAmerica —dijo. Yo estaba segura deque mamá me exigiría que le explicaraaquello más tarde—. Y tú debes de serMay.

May se sonrojó y le tendió la mano,esperando que él se la estrechara, peroMaxon se la besó.

—Al final no tuve ocasión de dartelas gracias por no llorar.

—¿Cómo? —preguntó mi hermana,ruborizándose aún más de vergüenza.

—¿No te lo dijeron? —respondió

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Maxon, con tono desenfadado—.Gracias a ti conseguí mi primera citacon tu encantadora hermana. Siempreestaré en deuda contigo.

May soltó una risita nerviosa.—Bueno, pues… de nada, supongo.Maxon puso las manos tras la

espalda y recuperó la compostura.—Me temo que debo dejarles para ir

a ver a los demás, pero, por favor,quédense aquí un momento. Voy a hacerun breve anuncio al grupo. Y esperotener ocasión de hablar un poco más conustedes muy pronto. Estoy encantado deque hayan venido.

—¡Es aún más guapo en persona! —

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susurró May en voz alta, y por el ligeromovimiento que hizo con la cabezaMaxon, estaba claro que lo había oído.

Él se fue a saludar a la familia deElise, que sin duda era la más refinadade todas. Sus hermanos mayores estabanrígidos como los guardias, y sus padresle hicieron una reverencia cuando lovieron acercarse. Me pregunté si Eliseles habría dicho que lo hicieran o sisimplemente eran así. Todos tenían unacomplexión fina, estaban impecables eiban vestidos perfectamente. Hasta elcabello de todos ellos, negro azabache,parecía ir conjuntado.

A su lado, Natalie y su hermana

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menor, que era guapísima, hablabanentre susurros con Kriss, mientras lospadres de ambas se saludaban. Unaenergía cálida invadía toda la estancia.

—¿Qué quiere decir con eso de queesperaba entusiasmo por nuestra parte?—me preguntó mamá en voz baja—. ¿Esporque le gritaste la primera vez que leviste? Eso no lo has vuelto a hacer,¿verdad?

Suspiré.—En realidad, mamá, discutimos

bastante a menudo.—¿Qué? —replicó, y se quedó con

la boca abierta—. ¡Bueno, pues deja dehacerlo!

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—Ah, y una vez le di un rodillazo enla entrepierna.

Tras un instante de silencio, Maysoltó una carcajada. Se tapó la boca eintentó contenerse, pero la risa se abríapaso en una serie de ruidos raros eincontenibles. Papá apretaba los labios,pero era evidente que también estaba apunto de escapársele la risa.

Mamá estaba más pálida que lanieve.

—America, dime que es una broma.Dime que no agrediste al príncipe.

No podría decir por qué, pero lapalabra «agredir» fue la gota que colmóel vaso, y May, papá y yo estallamos

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hasta quedar doblados de la risa.—Lo siento, mamá —fue todo lo que

pude decir.—Por Dios bendito… —soltó ella.

De pronto parecía que tenía muchointerés en conocer a los padres deMarlee, y yo no la detuve.

—Así que le gustan las chicas que leplantan cara —apuntó papá una vezrecuperada la calma—. Ahora me gustamás.

Pasó la mirada por la sala,observando el palacio, y yo me quedéallí, intentando asimilar todo lo quedecía. ¿Cuántas veces, en los años enque habíamos salido en secreto Aspen y

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yo, habían coincidido mi padre y él en lamisma estancia? Al menos una docena.Quizá más. Y nunca me habíapreocupado que Aspen le gustara o no.Sabía que le costaría darme suconsentimiento para que me casara conalguien de una casta inferior, perosiempre supuse que al final me daríapermiso.

Por algún motivo, esto resultaba milveces más tenso. Aunque Maxon fueraun Uno, aunque pudiera mantenernos atodos, de pronto caí en la cuenta de quecabía la posibilidad de que a mi padreno le gustara.

Papá no era un rebelde, de los que

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van por ahí quemando casas, ni nada porel estilo. Pero yo sabía que no le gustabacómo llevaban el país. ¿Y si hacíaextensiva sus objeciones políticas aMaxon? ¿Y si decidía que no era lapersona ideal para mí?

Antes de que pudiera seguir dándolevueltas a la cabeza, Maxon subió unosescalones para tenernos a todos a lavista.

—Quiero darles las gracias a todosde nuevo por haber venido. Estamosencantados de que estén en palacio, nosolo para celebrar el primer Halloweende Illéa desde hace décadas, sinotambién para que les podamos conocer a

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todos. Lamento que mis padres no hayanpodido venir a recibirles, pero losconocerán muy pronto.

»Las madres, las hermanas y lasseñoritas de la Élite están invitadas atomar el té con mi madre esta tarde en laSala de las Mujeres. Sus hijas lasllevarán hasta allí. Y los caballerospueden venir a fumarse un puro con mipadre y conmigo. Un mayordomo irá abuscarles, así que no teman; no seperderán.

»Las doncellas les acompañarán alas habitaciones que ocuparán durante suvisita, y les proporcionarán todo lo quenecesiten para su estancia, así como

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para la celebración de esta noche.Nos saludó a todos con la mano y se

fue. Casi inmediatamente apareció unadoncella a nuestro lado.

—¿Señor y señora Singer? Hevenido a acompañarles a usted y a suhija a sus aposentos.

—¡Pero yo quiero quedarme conAmerica! —protestó May.

—Cariño, estoy segura de que el reynos habrá asignado una habitación tanbonita como la de America. ¿No quieresverla? —la animó mi madre.

May se giró hacia mí.—Yo quiero vivir exactamente igual

que tú. Aunque solo sea unos días. ¿No

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me puedo quedar contigo?Suspiré. De modo que tendría que

renunciar a un poco de intimidad duranteunos días. Bueno, ¿qué le iba a hacer?Con aquella carita delante, no podíadecir que no.

—Está bien. A lo mejor así, con lasdos en la habitación, mis doncellastendrán por fin algo que hacer —accedí.

Ella me abrazó tan fuerte que almomento me alegré de haber cedido.

—¿Qué más has aprendido? —preguntó papá.

Le cogí del brazo; no meacostumbraba a verlo con traje. Si no lohubiera visto mil veces con su bata sucia

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de pintor, habría dicho que había nacidopara ser un Uno. Con aquel traje estabaguapísimo, y parecía más joven. Inclusoparecía más alto.

—Creo que ya te dije todo lo quenos enseñaron sobre nuestra historia,que el presidente Wallis fue el últimolíder de lo que era Estados Unidos, yque luego presidió los EstadosAmericanos de China. Yo no sabía nadade él. ¿Tú sí?

Papá asintió.—Tu abuelo me habló de él. Creo

que era un buen tipo, pero no pudo hacergran cosa cuando la situación se pusomal.

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Yo no había podido conocer laverdad sobre la historia de Illéa hastaque llegué al palacio. Por algún motivo,la historia del origen de nuestro país eraalgo que se transmitía oralmente. Habíaoído versiones diferentes, y ninguna eratan completa como la que me habíanexplicado en los últimos meses.

Estados Unidos fue invadido aprincipios de la Tercera GuerraMundial, después de que no pudierapagar la enorme deuda contraída conChina. Como Estados Unidos no tenía eldinero necesario, China instauró unGobierno en el país, y creó los EstadosAmericanos de China, y usó a los

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estadounidenses como mano de obra. Alfinal estos se rebelaron (no solo contraChina, sino también contra Rusia, queintentaba hacerse con la mano de obracreada por China) y se unió a Canadá,México y muchos otros paíseslatinoamericanos para formar un país.Eso dio pie a la Cuarta Guerra Mundialy, aunque sobrevivimos a ella y fue elorigen de un nuevo estado, lasconsecuencias económicas fuerondevastadoras.

—Maxon me dijo que justo antes dela Cuarta Guerra Mundial la genteprácticamente no tenía de nada.

—Así es. En parte, por eso es tan

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injusto el sistema de castas. La mayoríano tenía gran cosa que ofrecer, y esohizo que muchos acabaran en las castasmás bajas.

En realidad no quería seguirhablando de eso con papá, porque sabíaque podía acabar de muy mal humor. Noes que no tuviera razón —el sistema decastas era injusto—, pero aquella visitaera un motivo de alegría, y no queríaestropearlo hablando de cosas que nopodíamos cambiar.

—Aparte de alguna clase dehistoria, la mayoría son clases deetiqueta. Ahora nos están introduciendoun poco en la diplomacia. Creo que

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dentro de poco tendremos que aplicaresos conocimientos, por eso nos estánapretando tanto. Bueno, las chicas quese queden tendrán que hacerlo.

—¿Las que se queden?—Parece que una de nosotras se

volverá a casa con su familia. Maxontiene que eliminar a una después deconoceros a todos.

—No pareces muy contenta. ¿Creesque te mandará a casa?

Me encogí de hombros.—Venga… A estas alturas ya debes

de saber si le gustas o no. Si le gustas,no tienes que preocuparte. Si no, ¿porqué ibas a querer quedarte?

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—Supongo que tienes razón.Papá se detuvo.—¿Y cuál de las dos cosas es?Hablar de aquello con mi padre

resultaba incómodo, pero tampoco mehabría gustado hacerlo con mi madre. YMay seguro que entendía aún menos aMaxon que yo misma.

—Creo que le gusto. Eso dice.Papá se rió.—Bueno, entonces estoy seguro de

que irá bien.—Pero la última semana ha estado

un poco… distante.—America, cariño, es el príncipe.

Habrá estado ocupado aprobando leyes,

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o cosas así.No sabía cómo explicarle que me

daba la impresión de que Maxonbuscaba tiempo para estar con lasdemás. Era demasiado humillante.

—Supongo.—Y hablando de leyes, ¿ya has

aprendido todo lo que hay que saber deeso? ¿Ya sabes redactar proposicionesde ley?

Aquel tema tampoco me parecíafascinante, pero al menos no suponíahablar de chicos.

—No, aún no. Pero hemos estadoleyendo muchas. A veces me cuestaentenderlas. Silvia, la mujer de abajo, es

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una especie de guía, de tutora. Intentaexplicarnos las cosas. Y Maxon semuestra muy amable si le hagopreguntas.

—¿Ah, sí? —dijo papá,aparentemente contento de oír aquello.

—Oh, sí. Creo que para él esimportante que todas sintamos quepodemos ser personas de éxito, ¿sabes?Así que nos lo explica todo muy bien.Incluso… —me quedé pensando. Sesuponía que no tenía que hablar de lasala de los libros. Pero se trataba de mipadre—. Escucha, tienes queprometerme que no dirás nada de lo quete voy a contar.

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Él chasqueó la lengua.—La única persona con la que hablo

es con tu madre, y los dos sabemos queno sabe guardar secretos, así que teprometo que no se lo diré.

Solté una risita. Me resultabaimposible imaginarme a mi madreguardándose algo para sí misma.

—Puedes confiar en mí, pequeña —dijo, rodeándome con un brazo.

—¡Hay una habitación, una salasecreta, y está llena de libros, papá! —le confesé en voz baja, comprobandoque no hubiera nadie alrededor—. Estánlos libros prohibidos y esos mapas delmundo, los viejos, con todos los países

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como eran antes. ¡Papá, yo no sabía queantes había tantos! Y también hay unordenador. ¿Alguna vez has visto uno deverdad?

Él meneó la cabeza, impresionado.—Es asombroso. Escribes lo que

quieres, y el ordenador busca por todoslos libros de la sala y lo encuentra.

—¿Cómo?—No lo sé, pero así es como Maxon

descubrió lo que era Halloween.Incluso… —volví a levantar la mirada ya escrutar toda la sala. Estaba segura deque papá no hablaría a nadie de labiblioteca, pero me pareció que decirleque tenía uno de esos libros secretos en

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mi habitación era demasiado.—¿Incluso qué?—Una vez me dejó sacar uno, solo

para mirarlo.—¡Vaya, qué interesante! ¿Y qué

leíste? ¿Me lo puedes contar?Me mordí el labio.—Era uno de los diarios personales

de Gregory Illéa.Papá se quedó con la boca abierta y

tardó un momento en recuperarse.—America, eso es increíble. ¿Qué

decía?—Bueno, no lo he acabado. Sobre

todo me interesaba descubrir qué era lode Halloween.

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Él se quedó pensando un momentoen mis palabras y luego meneó lacabeza.

—¿Por qué estás tan preocupada,America? Es evidente que Maxon confíaen ti.

Suspiré; me sentía como una tonta.—Supongo que tienes razón.—Sorprendente —murmuró—. ¿Así

que hay una sala secreta por aquí, enalgún lugar? —dijo, mirando lasparedes de un modo completamentediferente.

—Papá, este lugar es una locura.Hay puertas y paneles por todas partes.No me extrañaría que, si giráramos ese

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jarrón, se abriera una trampilla bajonuestros pies.

—Hmmm —respondió, divertido—.Entonces iré con mucho cuidado alvolver a mi habitación.

—Pues, hablando de eso, creo queno deberías tardar. Tengo que llevarmea May para que se prepare para el té conla reina.

—Ah, sí, tú siempre con tus tés y tureina… —bromeó—. Muy bien, cariño.Te veré en la cena. Bueno…, ¿por dondetendré que ir para no acabar en algunaguarida secreta? —se preguntó en vozalta, extendiendo los brazos a modo deescudo protector mientras se alejaba.

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Cuando llegó a la escalera, tanteóprimero la barandilla—. Es paraasegurarme, ya sabes.

—Gracias, papá —dije, sacudiendola cabeza, y me volví a mi habitación.

Me costaba no ir corriendo por lospasillos. Estaba tan contenta de que mifamilia hubiera venido que casi no podíacontenerme. Si Maxon no me expulsaba,iba a ser más duro que nunca separarmede ellos.

Giré la esquina de mi habitación y vique la puerta estaba abierta.

—¿Cómo era? —oí que preguntabaMay, al acercarme.

—Muy guapo. Al menos a mí me lo

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parecía. Tenía el cabello un pocoondulado, y siempre se le descontrolaba—dijo Lucy. Las dos soltaron una risita—. Unas cuantas veces pude pasarleincluso los dedos entre su cabello. Aveces pienso en eso. Aunque ahora notanto como antes.

Me acerqué de puntillas. No queríamolestarlas.

—¿Aún le echas de menos? —preguntó May, con su habitualcuriosidad por los chicos.

—Cada vez menos —admitió Lucy,con una pequeña chispa de esperanza enla voz—. Cuando llegué aquí, pensé queme moriría del dolor. No dejaba de

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pensar en cómo huir del palacio yvolver con él, pero eso no iba a ocurrir.Yo no podía dejar a mi padre, y aunqueconsiguiera rebasar los muros, no teníamodo de encontrar el camino.

Sabía algo del pasado de Lucy, quesu familia se había ofrecido comoservicio a una familia de Treses acambio del dinero que necesitaban parapagar una operación que debían hacerlea la madre de Lucy, que acabómuriendo. Cuando la señora de la casadescubrió que su hijo estaba enamoradode Lucy, la vendió a ella y a su padre ala casa real.

Eché un vistazo por la rendija de la

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puerta y vi a May y a Lucy sobre lacama. Las puertas del balcón estabanabiertas, y el delicioso aire de Angelesentraba por ellas. Mi hermanita encajabaen el palacio a la perfección, con aquelvestido de día que le sentabaestupendamente, mientras estaba ahí,haciéndole trencitas a Lucy, que llevabala melena suelta. Era la primera vez quela veía sin su moño de siempre. Asíestaba preciosa, joven y desenfadada.

—¿Cómo es estar enamorada? —preguntó May.

Eso me dolió. ¿Por qué no me lohabía preguntado nunca a mí? Luegorecordé que nunca le había contado que

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estuviera enamorada.Lucy esbozó una sonrisa triste.—Es lo más maravilloso y lo más

terrible que te puede suceder —dijo,simplemente—. Sabes que hasencontrado algo sorprendente, y quieresque te dure toda la vida; y a partir deentonces, te pasas cada segundotemiendo el momento en que puedasllegar a perderlo.

Suspiré en silencio. Tenía toda larazón.

El amor es un miedo precioso.Yo no quería dejarme llevar y

pensar demasiado en pérdidas, así queentré.

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—¡Lucy! ¡Qué cambio!—¿Le gusta? —preguntó, tocándose

las finas trenzas.—Es estupendo. May también me

solía hacer trenzas. Se le da muy bien.—¿Qué otra cosa podía hacer? —

objetó mi hermana, encogiéndose dehombros—. No podíamos permitirnostener muñecas, así que tenía que usar aAmes.

—Bueno —dijo Lucy, girándosehacia ella—, mientras estés aquí, túserás nuestra muñequita. Anne, Mary yote vamos a poner más guapa que lareina.

May ladeó la cabeza.

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—Nadie es más guapa que la reina—replicó. Luego se giró rápidamentehacia mí—. No le digas a mamá que hedicho eso.

—No lo haré —respondí, con unarisita—. Pero ahora tenemos queprepararnos. Es casi la hora del té.

May se puso a dar palmas de laemoción y se colocó delante del espejo.Lucy se recogió el pelo en su moñohabitual, pero sin deshacer las trenzas, yse puso la cofia encima, para taparlo.Seguro que le habría gustado dejarse elpelo como estaba un ratito más.

—Oh, ha llegado una carta parausted, señorita —dijo Lucy,

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entregándome un sobre con todadelicadeza.

—Gracias —respondí, sin poderdisimular la sorpresa. Casi todas laspersonas de las que podía esperarnoticias estaban ya conmigo. Abrí elsobre y leí la breve nota, escrita con unacaligrafía que me era muy familiar.

America:Aunque tarde, me ha

llegado la noticia de quelas familias de la Élitehan sido invitadas alpalacio, y de que papá,mamá y May han ido a

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verte. Sé que Kenna estáen una fase demasiadoavanzada del embarazocomo para viajar, y queGerard es demasiadopequeño, pero no consigoentender por qué no se meha hecho extensiva lainvitación. Soy tuhermano, America.

Lo único que se meocurre es que papá hayadecidido excluirme.Desde luego, espero queno fueras tú. Tú y yopodemos conseguir

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grandes cosas. Nuestrasposiciones puedenresultarnos muy útilesmutuamente. Si alguna vezvuelven a ofrecerte algúnotro privilegio especialpara la familia, no teolvides de mí, America.Podemos ayudarnos eluno al otro. ¿No le habráshablado de mí alpríncipe? Es simplecuriosidad.

Espero tus noticias,KOTA

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Me planteé hacer una bola con lacarta y tirarla a la papelera. Pensaba queKota ya habría superado su obsesión porascender de casta y que se conformaríacon el éxito que tenía. Pero parecía queno. Metí la carta en el fondo de un cajóny decidí olvidarme de ella porcompleto. Sus celos no iban aestropearme la visita familiar.

Lucy llamó a Anne y a Mary, y todasnos lo pasamos estupendamente bien conlos preparativos. La vitalidad de Maynos ponía de buen humor, y hasta mesorprendí a mí misma cantando mientrasnos cambiábamos. Poco despuésapareció mamá para preguntarnos qué

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tal estaba.Pues estupenda, por supuesto. Era

más bajita y tenía más curvas que lareina, pero así vestida estaba igual deelegante. Cuando bajamos, May meagarró del brazo. Parecía triste.

—¿Qué te pasa? ¿No te hace ilusiónir a ver a la reina?

—Sí. Es solo que…—¿Qué?Soltó un suspiro.—¿Cómo se supone que voy a

volver a ponerme pantalones de trabajodespués de esto?

El ambiente estaba muy animado, ytodas las chicas irradiaban energía. La

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hermana de Natalie, Lacey, tenía más omenos la edad de May, y ambas sesentaron a charlar en un rincón. Laverdad es que Lacey se parecía mucho asu hermana. Físicamente, ambas erandelgadas, rubias y preciosas. Peromientras que May y yo éramos polosopuestos, Natalie y Lacey también separecían en el carácter. Aunque diríaque esta era un poquito menos volubleque su hermana, menos alocada.

La reina fue pasando ante todas,hablando con las madres, haciendopreguntas con su habitual dulzura. Comosi la vida de alguna de nosotras pudieraser tan interesante como la suya. Yo

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estaba en un grupito, escuchando comola madre de Elise hablaba de su familia,en Nueva Asia; entonces May reclamómi atención tirándome del vestido.

—¡May! —le susurré—. ¿Qué estáshaciendo? ¡No puedes hacer eso,especialmente con la reina delante!

—¡Tienes que ver esto! —insistió.Gracias a Dios, Silvia no estaba allí.

Tendría toda la razón de censurar a Mayun comportamiento como aquel, aunqueella no tenía por qué saberlo.

Me llevó hasta la ventana y señaló alexterior.

—¡Mira!Miré más allá de los arbustos y las

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fuentes, y vi dos siluetas. La primera erala de mi padre, que explicaba opreguntaba algo, moviendo las manospara expresarse mejor. La segunda erala de Maxon, que se detenía a pensarantes de responder. Caminabanlentamente, y a veces mi padre se metíalas manos en los bolsillos, o Maxon sellevaba las manos a la espalda.Hablaran de lo que hablaran, laconversación parecía importante.

Me giré. Las mujeres aún seguíanenfrascadas en su charla con la reina, yno parecía que nadie nos hubiera visto.

Maxon se detuvo, se situó frente a mipadre y le habló con decisión. No

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parecía que lo hiciera en un tonoagresivo o rabioso, pero sí decidido.Papá hizo una pausa y le tendió la mano.Maxon sonrió y se la estrechó con ganas.Un momento después ambos parecíanaliviados, y papá le dio una palmaditaen el hombro. Aquello hizo que el chicose pusiera algo rígido. No estabaacostumbrado a que le tocaran. Peroluego papá le rodeó los hombros con elbrazo, como solía hacer conmigo y conKota, con todos sus hijos. Y me dio laimpresión de que a Maxon aquello legustó mucho.

—¿De qué iba eso? —pregunté envoz alta.

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May se encogió de hombros.—No sé, pero parecía importante.—Pues sí.Esperamos a ver si Maxon mantenía

una conversación similar con el padrede alguna otra de las chicas; pero, si lohizo, no fue en los jardines.

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Capítulo 8

La fiesta de Halloween fue tanmaravillosa como había prometidoMaxon. Cuando entré en el Gran Salóncon May al lado, me quedéimpresionada ante la belleza de lo quetenía delante. Todo era dorado. Loselementos decorativos de las paredes,los brillantes cristales de las lámparasde araña, las copas, los platos y hasta lacomida. Era imponente.

Por el equipo de música sonabanmelodías populares, pero en un rincónhabía una pequeña banda esperando el

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momento de tocar las canciones con lasque bailaríamos las danzas tradicionalesque habíamos aprendido. Por toda lasala había cámaras (fotográficas y devídeo). Sin duda aquello centraría laprogramación de todos los canales deIlléa al día siguiente. Aquella fiesta notenía parangón. Por un momento mepregunté cómo sería en Navidad, si esque yo aún seguía en palacio paraentonces.

Todo el mundo llevaba unosdisfraces espléndidos. Marlee ibavestida de ángel y bailaba con elsoldado Woodwork. Incluso lucía unasalas que flotaban a su espalda; parecían

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hechas de papel iridiscente. Celestellevaba un vestido corto hecho deplumas, con un gran penacho en lacabeza que dejaba claro que era un pavoreal.

Kriss estaba junto a Natalie, yparecía que se habían puesto deacuerdo. El cuerpo del vestido deNatalie estaba cubierto de flores, y lafalda era vaporosa, de tul azul. Elvestido de Kriss era dorado, como lasala, y estaba cubierto de hojas,formando una cascada. Supuse querepresentaban la primavera y el otoño.La idea era original.

Elise había recurrido a la tradición

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asiática de su tierra. Su vestido de sedaera una versión aumentada de losmodelos que solía llevar, más sobrios.Las mangas, drapeadas, creaban unefecto muy llamativo, y me impresionólo bien que caminaba con el elaboradotocado que llevaba. Elise no solíadestacar, pero esa noche tenía unaspecto magnífico, casi regio.

Por toda la sala había familiares yamigos, también disfrazados, al igualque los guardias. Vi un jugador debéisbol, un vaquero, uno con traje y unaplaca que decía GAVRIL FADAYE , y unoque hasta se había atrevido a vestirse demujer. Unas cuantas chicas lo rodearon,

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sin poder contener la risa. Pero muchosde los guardias llevaban simplemente suuniforme de gala, que consistía en unospantalones blancos impecables y unachaqueta azul. Llevaban guantes pero nogorro, detalle que permitía distinguirlosde los guardias que estaban de servicio,y que permanecían distribuidos por todoel perímetro de la sala.

—Bueno, ¿qué te parece? —le dije aMay, pero cuando me giré vi que ya sehabía ido a explorar entre la multitud.

Me reí para mis adentros mientrasescrutaba la sala, intentando descubrirsu vaporoso vestido. Cuando me dijoque quería ir a la fiesta disfrazada de

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novia («como las que vemos en latele»), yo había pensado que sería unabroma. Pero estaba absolutamenteadorable con su velo y todo.

—Hola, Lady America —me susurróalguien al oído.

Di un respingo y me giré, y vi aAspen vestido de uniforme, a mi lado.

—¡Me has asustado! —exclamé,llevándome la mano al corazón, como siasí pudiera hacer que fuera más lento.

Aspen chasqueó la lengua.—Me gusta tu disfraz —dijo,

sonriente.—Gracias. A mí también —Anne me

había convertido en una mariposa. Mi

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vestido iba ceñido por delante, y poratrás se abría en un tejido vaporosonegro que flotaba a mi alrededor. Unantifaz en forma de alas me tapaba losojos, lo que me otorgaba un airemisterioso.

—¿Por qué no te has disfrazado? —le pregunté—. ¿No podías haberpensado en algo?

—Prefiero el uniforme —dijo él,encogiéndose de hombros.

—Oh.Me parecía un desperdicio no

aprovechar aquella ocasión tan buenapara hacer una extravagancia. Aspentenía aún menos ocasiones que yo para

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eso. ¿Por qué no sacarles partido?—Solo quería saludarte y ver cómo

estabas.—Estoy bien —me apresuré a

responder. Me sentía muy incómoda.—Ah —contestó él, aunque no

parecía satisfecho—. Pues entoncesestupendo.

Quizá tras el pequeño discurso queme había soltado el otro día esperabaotro tipo de respuesta, pero aún noestaba preparada para decir nada. Mesaludó con una reverencia y se fue juntoa otro guardia, que lo abrazó como a unhermano. Me pregunté si entre losguardias se crearían los vínculos de

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familiaridad que yo había trabado conlas chicas de la Selección.

Un momento más tarde, Marlee yElise vinieron a mi encuentro y mearrastraron hasta la pista de baile.Mientras bailaba, intentando no golpeara nadie, vi que Aspen estaba al borde dela pista, hablando con mamá y con May.Mamá le pasaba la mano sobre lamanga, como si quisiera alisársela, yMay estaba radiante. Me imaginaba quele estarían diciendo lo guapo que estabacon el uniforme, lo orgullosa que estaríasu madre si hubiera podido verle. Élsonrió; era evidente que también estabaencantado. Aspen y yo éramos una

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rareza: una Cinco y un Seis que habíanabandonado sus monótonas vidas por lavida de palacio. La Selección me habíacambiado tanto la vida que a veces seme olvidaba la suerte que tenía.

Bailé en un corro con algunas de lasotras chicas y con los guardias hasta quela música se apagó. Entonces el DJ dijo:

—¡Señoritas de la Selección,caballeros de la guardia, amigos yfamiliares de la familia real, den labienvenida al rey Clarkson, a la reinaAmberly y al príncipe Maxon Schreave!

La banda se puso a tocarenérgicamente, y todos recibimos a losreyes y al príncipe con una reverencia.

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El rey iba vestido de rey, solo que deotro país. Yo no entendía muy bien elsignificado del disfraz. La reina lucía unvestido de un azul tan profundo que casiparecía negro, cubierto con pedrería quebrillaba intensamente. Parecía un cielonocturno. Y Maxon llevaba un disfraz depirata casi cómico: jirones en lospantalones, una camisa amplia y unpañuelo atado sobre la cabeza. Paracrear un mayor efecto, no se habíaafeitado desde hacía uno o dos días, yuna sombra de vello rubio le cubría laparte inferior del rostro, como unasonrisa.

El DJ nos pidió que hiciéramos sitio

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en la pista, y el rey y la reinainauguraron el baile. Maxon se quedó aun lado, junto a Kriss y Natalie,susurrándoles algo a una y luego a laotra, y haciéndolas reír. Por fin vi querecorría la sala con la mirada. Yo nopodía saber si me buscaba con la vista ono, pero tampoco quería que me pillaramirándolo. Me coloqué bien la falda delvestido y dirigí la vista a mis padres.Parecían encantados.

Pensé en la Selección: parecía unalocura, pero desde luego su éxito eraindiscutible; el rey Clarkson y la reinaAmberly estaban hechos el uno para elotro. Él parecía enérgico, y ella lo

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compensaba con aquella personalidadsuya, tan calmada. Era de esa clase depersonas que escuchan, y daba laimpresión de que él siempre tenía algoque decir. Aunque todo aquel montajepudiera parecer arcaico y falso,funcionaba.

¿Se habrían distanciado alguna vezdurante la Selección del mismo modoque yo sentía que Maxon se estabaseparando de mí? ¿Por qué no habíahecho ni un intento de verme entre tantascitas con el resto de las chicas? Quizápor eso había estado hablando con papá,para explicarle por qué había tenido queolvidarse de mí. Maxon era una persona

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educada, así que eso sería algo muypropio de él.

Escruté con la mirada a lospresentes, buscando a Aspen. Mientrastanto, vi que papá había llegado, por fin,y que mamá y él estaban cogidos delbrazo, en el otro extremo de la sala. Mayestaba junto a Marlee, justo delante deella. Marlee le pasaba los brazos porencima del pecho desde atrás, en ungesto fraternal, y los vestidos blancos deambas brillaban a la luz de las lámparas.No me sorprendió en absoluto que lasdos hubieran congeniado tan bien en unsolo día. Suspiré. ¿Dónde estaba Aspen?

Como último recurso, miré hacia

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atrás. Ahí estaba, justo detrás de mihombro, a la espera de mi reacción,como siempre. Cuando nuestras miradasse cruzaron, me lanzó un guiño rápido, yaquello me puso de pronto de mejorhumor.

Cuando el rey y la reina acabaron subaile, todos ocupamos la pista. Losguardias se entremezclaron con laschicas y enseguida se formaron parejasde baile. Maxon aún seguía a un lado dela pista, con Kriss y Natalie. Yo aúnalbergaba la esperanza de que viniera apedirme un baile. Desde luego, yo noquería pedírselo.

Haciendo un esfuerzo por mantener

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la compostura, me alisé el vestido y meacerqué a él. Decidí que al menos ledaría la ocasión de pedírmelo. Crucé lapista para integrarme en suconversación. Cuando por fin estuve losuficientemente cerca como parahacerlo, Maxon se giró hacia Natalie.

—¿Querrías bailar conmigo? —lepreguntó.

Ella soltó una risita y se echó larubia melena hacia un lado como siaquello fuera lo más obvio del mundo, yyo pasé a su lado sin detenerme, con lamirada fija en una mesa cubierta debombones, como si aquel hubiera sidomi destino en todo momento. Me quedé

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de espaldas a la sala mientras probabael delicioso chocolate, esperando quenadie se fijara en el rojo intenso quecubría mis mejillas.

Media docena de canciones mástarde, el soldado Woodwork apareció ami lado. Al igual que Aspen, habíaoptado por vestirse de uniforme.

—Lady America —me dijo, con unareverencia—, ¿me concedería estabaile?

Tenía una voz cálida y enérgica, y suentusiasmo me pilló desprevenida. Cogísu mano casi sin pensarlo.

—Por supuesto, soldado —respondí—. Aunque debo advertirle que no se

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me da muy bien.—No pasa nada. Iremos con calma

—respondió, con una sonrisa tan sinceraque de pronto dejé de preocuparme pormi falta de destreza y le seguí a la pistaencantada.

La pieza que nos tocó era animada,en consonancia con su estado de ánimo.Él no dejó de hablar, y me costó seguirleel paso. Y eso que íbamos a tomárnoslocon calma.

—Parece que ya se ha recuperadodel susto después de que la atropellarade ese modo —bromeó.

—Lástima que el atropello no medejara ninguna lesión —le contesté—.

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Con una pierna entablillada al menos notendría que bailar.

Él se rió.—Me alegro de que sea tan

divertida como dicen. He oído quetambién es una de las favoritas delpríncipe —dijo, como si aquello fuerade dominio público.

—Eso no lo sé —me defendí. Enparte me fastidiaba que la gente dijeraesas cosas. Aunque, por otro lado,estaba deseando que fuera cierto.

Por encima del hombro del soldadoWoodwork vi que Aspen bailaba conCeleste; se me hizo un nudo en elestómago.

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—Parece que tiene buena relacióncon casi todo el mundo. Me han dichoincluso que durante el último ataque sellevó a sus doncellas al refugio de lafamilia real. ¿Es eso cierto? —parecíaatónito. En aquel momento a mí mehabía parecido absolutamente lógicoproteger a las chicas a las que tantoquería, pero los demás lo vieron comouna excentricidad, incluso como un gestoirresponsable.

—No podía abandonarlas —mejustifiqué.

Él meneó la cabeza, admirado.—Desde luego es usted una

verdadera dama, señorita.

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—Gracias —dije, ruborizándome.Al acabar la canción estaba sin

aliento, así que me senté a una de lasmuchas mesas que había repartidas porla sala. Bebí un poco de ponche denaranja y me di aire con una servilleta,mirando cómo bailaban los demás.Encontré a Maxon con Elise. Ibantrazando círculos y parecían muycontentos. Ya había bailado con Elisedos veces, y a mí aún no me habíavenido a buscar.

Tardé un rato en encontrar a Aspenen la pista, entre tantos hombres deuniforme, pero por fin lo localicé en unaesquina, hablando con Celeste, y vi

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cómo ella se despedía con un guiño yuna sonrisa pícara.

¿Quién se pensaba que era? Me puseen pie, dispuesta a pararle los pies, peroentonces me di cuenta de lo que esosignificaría para Aspen y para mí, asíque volví a sentarme y seguí dandosorbitos al ponche. No obstante, cuandoacabó aquella canción, me puse enmarcha y me situé lo bastante cerca deAspen como para que pudiera sacarme abailar.

Y lo hizo, lo cual estuvo bien,porque la verdad es que no habríapodido esperar mucho más.

—¿Y eso a qué venía? —le

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pregunté, sin levantar la voz pero con untono que dejaba claro mi enfado.

—¿A qué venía el qué?—¡Celeste te ha sobado de arriba

abajo!—Alguien está celosa… —dijo,

canturreándome al oído.—¡Venga ya! Se supone que eso no

puede hacerlo: ¡va contra las normas!Miré alrededor para asegurarme de

que nadie detectara la confianza con laque estábamos hablando, en especialmis padres. Vi a mamá sentada,charlando con la madre de Natalie. Papáhabía desaparecido.

—Tiene gracia que lo digas tú —me

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respondió, alzando la mirada al techo—.Si no estamos juntos, no puedes decirmecon quién puedo hablar y con quién no.

Hice una mueca.—Tú sabes que eso no es así.—¿Y cómo es? —susurró él—. No

sé si se supone que tengo que esperar aque te decidas o si debo dejarte —sacudió la cabeza—. Yo no quierorendirme, pero si no hay motivo para laesperanza, dímelo.

Era evidente el esfuerzo que hacíapara mantener la calma, y la tristeza quereflejaba su voz. A mí también me dolía.Hablar de poner fin a lo nuestro meprovocaba un dolor lacerante en el

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pecho.Suspiré y confesé:—Me está evitando. Sí, me saluda,

pero últimamente se dedica mucho aquedar con las otras chicas. A lo mejorni le gustaba; debo de habérmeloimaginado.

Él paró de bailar un momento,asombrado ante lo que estaba oyendo.Enseguida volvió a coger el paso y meescrutó el rostro un momento.

—No me había dado cuenta de loque estaba pasando —dijo en voz baja—. Quiero decir… que tú sabes quequiero estar contigo, pero no quiero quelo pases mal.

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—Gracias —respondí, y me encogíde hombros—. Más que nada, me sientotonta.

Aspen tiró un poco de mí,manteniendo, de todos modos, unadistancia respetuosa, aunque fueracontra su voluntad.

—Créeme, Mer, cualquier hombreque deje pasar la ocasión de estarcontigo es un estúpido.

—Tú querías dejarme —le recordé.—Por eso lo sé —respondió, con

una sonrisa. Era todo un alivio quepudiéramos bromear sobre aquello.

Miré por encima del hombro deAspen y vi a Maxon bailando con Kriss.

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Otra vez. ¿Es que no iba a sacarme abailar ni una sola vez?

—¿Sabes qué me recuerda estebaile? —dijo Aspen de pronto.

—No. Dime.—El decimosexto cumpleaños de

Fern Tally.Lo miré como si estuviera loco.

Recordaba muy bien aquel aniversariode Fern. Era una Seis, y a veces nosayudaba cuando la madre de Aspenestaba demasiado ocupada parahacernos un hueco. Aquel cumpleañosfue unos siete meses después de queAspen y yo hubiéramos empezado asalir.

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Los dos estábamos invitados, y enrealidad no fue una fiesta. Pastel y agua,con la radio encendida porque no teníadiscos, y unas luces tenues en el sótanodonde vivía precariamente. Pero loimportante es que se trataba de laprimera fiesta a la que asistía que nofuera una celebración «familiar».Éramos un grupo de chicos del barrio,metidos en una habitación, y eraemocionante. No obstante, no se podíacomparar con el esplendor del ambienteen el que nos encontrábamos en aquelmomento.

—¿En qué iba a parecerse esta fiestaa aquella? —pregunté, incrédula.

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Aspen tragó saliva y contestó:—Bailamos. ¿Te acuerdas? Yo

estaba orgullosísimo de tenerte allí,entre mis brazos, delante de otraspersonas. Aunque parecía como si tehubiera dado una parálisis —dijo, y meguiñó el ojo.

Aquellas palabras me llegaron alalma. Me acordaba de aquello. Laemoción de aquel momento me habíadurado semanas.

En un instante, mil secretosinvadieron mi mente; mil secretos queAspen y yo habíamos creado y protegidotodo aquel tiempo: los nombres quehabíamos escogido para nuestros hijos

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imaginarios, nuestra casa en el árbol,aquel punto donde solía hacerlecosquillas, en la nuca, las notas que nosescribíamos y escondíamos, misinfructuosos intentos por hacer jabóncasero, las partidas de tres en raya quejugábamos con los dedos sobre suvientre…, partidas en las que al final nonos acordábamos de nuestrosmovimientos invisibles…, partidas enlas que siempre me dejaba ganar.

—Dime que me esperarás. Si meesperas, Mer, lo demás se puedearreglar —dijo, susurrándome al oído.

La música cambió, y sonó unacanción tradicional. Un soldado que

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estaba allí cerca me pidió que bailaracon él. Y me dejé llevar, y Aspen y yonos quedamos sin respuestas.

La noche fue pasando, y no podíaevitar lanzar miradas a Aspen de vez encuando. Aunque intentaba que nopareciera algo intencionado, estabasegura de que si alguien se hubierafijado lo habría descubierto, enparticular mi padre, si es que seguía enla sala. Pero me daba la impresión deque le interesaba más visitar el palacioque bailar.

Intenté distraerme con la fiesta; esprobable que hubiera bailado ya contodo el mundo salvo con Maxon. Estaba

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sentada, dando un respiro a misagotados pies, cuando oí su voz a milado.

—¿Milady? —dijo. Yo me giré—.¿Me concede este baile?

Aquella sensación, aquellasensación indescriptible, me atravesó.Pese a sentirme abandonada, pese a lomal que lo había pasado, cuando me loofreció tuve que decir que sí.

—Claro.Me cogió de la mano y me sacó a la

pista. La banda empezaba a tocar unalenta. De pronto me sentí eufórica. Él noparecía disgustado ni incómodo. Alcontrario, Maxon me abrazó situándose

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tan cerca de mí que hasta podía oler sucolonia y sentir el roce de su barba cortacontra la mejilla.

—Ya me estaba preguntando siíbamos a bailar o no —le solté,adoptando un tono desenfadado.

—Estaba esperando esta canción —dijo Maxon, acercándose aún más a mí—. He estado dedicándome a las otraschicas para cumplir, así que ya heacabado con mis obligaciones y puedodisfrutar del resto de la velada contigo.

Me ruboricé, como cada vez que medecía algo así. A veces sus palabraseran como versos de una poesía.Después de lo que había pasado la

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semana anterior, no pensé que volviera ahablarme así. El pulso se me aceleró.

—Estás preciosa, America.Demasiado guapa para ir del brazo deun pirata desaliñado.

Solté una risita tonta.—¿Y de qué ibas a vestirte tú para

que hiciera juego con mi disfraz? ¿Deárbol?

—Por lo menos, de alguna clase dearbusto.

Volví a reírme.—¡Pagaría por verte disfrazado de

arbusto!—El año que viene —prometió.—¿El año que viene? —dije,

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mirándole a los ojos.—¿Te gustaría? ¿Que celebráramos

otra fiesta de Halloween el año queviene?

—¿Y yo estaré aquí el año queviene?

Maxon dejó de bailar.—¿Por qué no ibas a estar?Me encogí de hombros.—Llevas evitándome toda la

semana, quedando con las otras chicas.Y… te he visto hablar con mi padre.Pensé que le estarías exponiendo lasrazones por las que tendrías queexpulsar a su hija —tragué saliva. Noestaba dispuesta a llorar en medio de la

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pista.—America.—Ya lo pillo. Alguna tiene que irse,

yo soy una Cinco, y Marlee es lafavorita del público…

—America, para —dijo él, consuavidad—. He sido un idiota. No teníani idea de que te lo tomarías así. Penséque te sentías segura en tu posición.

¿Me estaba perdiendo algo? Maxonsuspiró.

—La verdad es que estabaintentando darles una oportunidad a lasotras chicas, para ser justo. Desde elprincipio solo he tenido ojos para ti, tequería a ti —afirmó. Yo me ruboricé—.

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Cuando me dijiste lo que sentías, meinvadió tal alivio que no acababa decreérmelo. Aún me cuesta aceptar quefue real. Te sorprenderías de las pocasveces que consigo lo que quiero deverdad —sus ojos ocultaban algo, unatristeza que no estaba dispuesto acompartir. Pero se la quitó de encima ysiguió explicándose, moviéndose denuevo al ritmo de la música—. Teníamiedo de haberme equivocado, de quepudieras cambiar de opinión encualquier momento. He estado buscandoalguna alternativa aceptable, pero locierto es que… —Maxon me miró a losojos, sin titubear—. Lo cierto es que

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eres la única que me interesa. A lomejor es que no estoy prestando laatención necesaria, o quizás es que noson las chicas indicadas para mí. Eso noimporta. Solo sé que te quiero a ti. Yeso me aterra. He estado esperando quetú te echaras atrás, que solicitaras dejarel concurso.

Tardé un rato en recuperar elaliento. De pronto, veía todo lo ocurridolos últimos días de otro color.Comprendía la sensación que teníaMaxon: la de que todo aquello erademasiado bueno como para ser verdad,como para poder confiar en ello. Era lamisma que tenía yo a diario con él.

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—Maxon, eso no va a suceder —lesusurré, con los labios pegados a sucuello—. En todo caso, puede ser que túte des cuenta de que no soy losuficientemente buena para ti.

Él tenía los labios pegados a mioreja.

—Cariño, eres perfecta.Con el brazo que tenía detrás de su

espalda le empujé hacia mí, y él hizo lomismo, hasta que estuvimos más cerca eluno del otro de lo que habíamos estadonunca. En el fondo me daba cuenta deque estábamos en una sala llena degente, que en algún rincón estaría mimadre, probablemente a punto de

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desmayarse ante aquella imagen, pero nome importaba. En aquel momento, mesentía como si fuéramos las dos únicaspersonas en el mundo.

Eché la cabeza atrás para mirar aMaxon, y me di cuenta de que tendríaque limpiarme los ojos, ya que los teníacubiertos de lágrimas. Pero eran unaslágrimas que me gustaban.

Maxon me lo explicó todo:—Quiero que nos tomemos nuestro

tiempo. Cuando anuncie la expulsión,mañana, el público y mi padre sequedarán más tranquilos, pero no quieropresionarte en absoluto. Quiero que veasla suite de la princesa. De hecho, está al

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lado de la mía —dijo, bajando la voz.Por algún extraño motivo, la idea detenerlo tan cerca me hizo sentir ciertadebilidad—. Creo que deberías empezarpor decidir qué es lo que quieres meteren ella. Quiero que te sientasperfectamente cómoda. También tendrásque escoger algunas doncellas más, y siquerrás que tu familia se instale en elpalacio, o en algún sitio próximo.

De pronto, de lo más profundo de micorazón me llegó un susurro: «¿YAspen, qué?». Pero estaba tan absortapor lo que decía Maxon que apenas looí.

—Muy pronto, cuando convenga

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poner fin a la Selección, cuando teproponga matrimonio, quiero que no tesuponga ningún problema decir «sí». Teprometo que haré todo lo que esté en mimano desde hoy y hasta ese momentopara que así sea. Todo lo que necesites,todo lo que quieras… Tú solo tienes quedecirlo, y yo haré todo lo que pueda porti.

Estaba sobrecogida. Me entendíaperfectamente, lo nerviosa que me poníaaquel compromiso, lo mucho que measustaba convertirme en princesa. Iba aconcederme todo el tiempo que pudieray, mientras tanto, me iba a agasajar entodo lo posible. Otra vez no podía creer

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que aquello me estuviera sucediendojusto a mí.

—Eso no es justo, Maxon —murmuré—. ¿Y yo? ¿Qué se supone quevoy a darte a cambio?

Él sonrió.—Lo único que quiero es que me

prometas que te quedarás conmigo, queserás mía. A veces me da la impresiónde que no puedes ser de verdad.Prométeme que no me dejarás.

—Claro. Te lo prometo.Apoyé la cabeza en su hombro y

seguimos bailando, lentamente, cancióntras canción. En un momento dado, misojos se cruzaron con los de May, y daba

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la impresión de que se fuera a morir defelicidad al vernos juntos. Mamá y papáno dejaron de mirarnos. Él meneó lacabeza, como diciendo: «Y tú que tepensabas que te iba a echar…».

De pronto se me ocurrió algo.—¿Maxon? —dije, girándome hacia

él.—¿Sí, cariño?Sonreí al oír eso de «cariño».—¿Por qué estabas hablando con mi

padre?Maxon sonrió.—Le he comunicado mis

intenciones. Y deberías saber que loaprueba plenamente, siempre que tú seas

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feliz. Al parecer, esa era su únicapreocupación. Le he asegurado que harétodo lo que pueda para que lo seas, y lehe dicho que me parecía que ya erasfeliz.

—Y lo soy.Sentí que Maxon hinchaba el pecho.—Entonces, tanto tu padre como yo

tenemos todo lo que necesitamos.Desplazó la mano ligeramente y la

apoyó sobre la parte baja de mi espalda,para que no me separara. Aquel contactome hizo comprender muchas cosas.Sabía que aquello era de verdad, queestaba sucediendo, que podía creérmelo.Sabía que podía perder las amistades

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que tenía en palacio, aunque estabasegura de que a Marlee no le importaríalo más mínimo no ganar el concurso. Ysabía que tendría que dejar que el fuegoque mantenía vivo por Aspen seapagara. Sería un proceso lento, ytendría que contárselo a Maxon.

Porque ahora era suya. Lo sabía.Nunca había estado tan segura.

Por primera vez lo veía claro. Vi elpasillo, los invitados esperando, yMaxon de pie, al final. Con aquelcontacto, todo de pronto adquiríasentido.

La fiesta siguió hasta entrada lanoche, cuando Maxon nos llevó a las

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seis al balcón del palacio para queviéramos mejor los fuegos artificiales.Celeste subió los escalones de mármoltambaleándose. Natalie llevaba puestala gorra de algún pobre guardia. Elchampán corría por todas partes, yMaxon estaba celebrando nuestrocompromiso de forma prematura con unabotella que había cogido para su usopersonal.

Cuando los fuegos artificialesiluminaron el cielo, levantó su botella alaire.

—¡Un brindis!Todas levantamos nuestras copas y

esperamos, expectantes. Observé que la

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copa de Elise estaba manchada delpintalabios oscuro que llevaba, eincluso Marlee tenía una copa en lamano, aunque ella solo le daba sorbitos,sin beber apenas.

—Por todas estas bellas damas. ¡Ypor mi futura esposa! —exclamó Maxon.

Las chicas brindaron sonoramente,pensando cada una que aquel brindissería para ella, pero yo sabía que no eraasí. Cuando todas retiraron sus copas,me quedé mirando a Maxon —mi casiprometido—, y él me guiñó un ojo antesde tomar otro sorbo de champán. Laemoción y la alegría de la velada eransobrecogedoras, como si me engullera

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una llamarada feliz.No podía imaginar que hubiera nada

en el mundo que pudiera arrancarmeaquella felicidad.

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Capítulo 9

Apenas dormí. Entre que me habíaido a la cama tan tarde y toda laemoción de lo que se avecinaba, eraimposible. Me acurruqué junto a May, ysu calidez me reconfortó. La echaríamuchísimo de menos cuando se fuera,pero al menos la perspectiva de que enun futuro viniera a vivir allí, conmigo,me hacía sentir ilusionada.

Me pregunté quién se iría aquelmismo día. No me parecía de buenaeducación preguntarlo, así que no lohice, pero yo habría dicho que sería

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Natalie. Marlee y Kriss eran muypopulares entre el público —más que yo— y Celeste y Elise tenían contactos. Yocontaba con el afecto de Maxon, y esodejaba a Natalie en clara desventaja.

Me sentí mal, porque en realidad notenía nada en contra de ella. Encualquier caso, si tuviera que decidir yo,sería Celeste la expulsada. Maxon mehabía dicho que deseaba que me sintieracómoda, así que tal vez la echara,sabiendo lo poco que me gustaba.

Suspiré, pensando en todo lo quehabía dicho la noche anterior. Nunca mehabría imaginado que aquello fueraposible. ¿Cómo podía ser que yo,

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America Singer —una Cinco, una chicadel montón—, me convirtiera en lapareja de Maxon Schreave, un Uno, elUno? ¿Cómo había podido llegar a talsituación, después de dos añosresignada a vivir convertida en unaSeis?

Sentí una sacudida en el fondo de micorazón. ¿Cómo se lo explicaría aAspen? ¿Cómo le iba a decir que Maxonme había escogido y que queríaquedarme con él? ¿Me odiaría? Solo depensarlo me entraban ganas de llorar.Pasara lo que pasara, no quería perdersu amistad. No podía.

Mis doncellas no llamaron a la

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puerta para entrar, lo cual era algohabitual. Siempre intentaban quedescansara todo lo posible, y después dela fiesta lo necesitaba. Pero en lugar deponerse a arreglar mis cosas, Maryrodeó la cama, fue hacia May y ladespertó con una suave caricia en elhombro.

Me di la vuelta y vi que Anne y Lucyllevaban algo colgado de una percha,con una funda por encima. ¿Un vestidonuevo?

—Señorita May —susurró Mary—,es hora de levantarse.

May se despertó poco a poco.—¿No puedo seguir durmiendo?

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—No —respondió Mary, con tonode disculpa—. Esta mañana hay unasunto importante. Tiene que irenseguida con sus padres.

—¿Un asunto importante? —pregunté—. ¿Qué pasa?

Mary miró a Anne, y yo seguí sumirada con los ojos. Anne sacudió lacabeza, poniendo fin a la conversación.

Confusa pero esperanzada, melevanté de la cama y animé a May a quetambién se levantara. Antes de que sefuera a la habitación de papá y mamá ledi un gran abrazo.

Cuando se hubo ido, me giré haciamis doncellas.

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—¿Me lo podéis explicar, ahora quese ha ido? —le pregunté a Anne. Ellameneó la cabeza. Frustrada, solté unbufido—. ¿Y si os ordeno que me locontéis?

Ella me miró con aire solemne.—Nuestras órdenes proceden de

mucho más arriba. Tendrá que esperar.Me quedé allí de pie, junto a la

puerta del baño, observándolas mientrasse movían. A Lucy le temblaban lasmanos mientras echaba puñados depétalos de rosa en la bañera. Mary teníael ceño fruncido mientras iba colocandolas cosas para maquillarme y lashorquillas para el pelo sobre la mesa.

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Lucy a veces temblaba sin motivo, yMary solía hacer aquella mueca cuandoestaba concentrada. Fue la mirada deAnne la que me asustó.

Ella siempre mantenía lacompostura, incluso en las situacionesmás duras o temibles, pero esta vez teníala mirada perdida y los hombros caídos,como si estuviera realmente preocupada.De vez en cuando se paraba y se frotabala frente, como si así pudiera aliviar latensión de su rostro.

La miré mientras sacaba mi vestidode la bolsa. Era sobrio, sencillo… ynegro. Me quedé mirando el vestido ysupe que solo podía significar una cosa.

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Me puse a llorar antes incluso de saberpor quién era el luto.

—¿Señorita? —Mary se acercó aayudarme.

—¿Quién ha muerto? —pregunté—.¿Quién ha muerto?

Anne, inalterable como siempre, mepuso en pie y me limpió las lágrimas dedebajo de los ojos.

—No ha muerto nadie —dijo. Perosu tono de voz no era reconfortante, sinoimperioso—. Dé gracias cuando todoesto haya acabado. Hoy no ha muertonadie.

No me dio más explicaciones y meenvió directamente al baño. Lucy

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procuraba mantener el control, pero,cuando por fin se echó a llorar, Anne lepidió que se fuera a buscarme undesayuno ligero. Ella obedeció sinchistar. Ni siquiera hizo una reverenciaantes de salir.

Lucy volvió al cabo de un rato conunos cruasanes y unas rodajas demanzana. Yo quería sentarme a comercon calma, tomándome mi tiempo, peroal primer bocado me di cuenta de que nome iba a sentar bien nada que comiera.

Por fin Anne me colocó el brochecon mi nombre en el pecho; el colorplateado brillaba en contraste con elnegro de mi vestido. No me quedaba

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nada más que hacer que afrontar aqueldestino inimaginable.

Abrí la puerta, pero de pronto mequedé paralizada. Me giré hacia misdoncellas y les expuse mis temores:

—Tengo miedo.Anne me puso las manos sobre los

hombros:—Ahora es usted una dama,

señorita. Debe afrontar esto como tal.Asentí y ella me soltó, levanté la

mano del pomo de la puerta y me puseen marcha. Ojalá pudiera decir que ibacon la cabeza alta, pero lo cierto es que,por muy dama que fuera, estabaaterrada.

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Cuando llegué al vestíbulo mesorprendió enormemente encontrar alresto de las chicas esperando, todas convestidos y expresiones similares a losmíos. Aquello me alivió. No era cosamía. En cualquier caso, lo era de todas,así que al menos no tendría que afrontarlo que fuera a solas.

—Ahí está la quinta —dijo unguardia a su colega—. Sígannos,señoritas.

¿Quinta? No, aquello no estaba bien.Éramos seis. Cuando bajamos lasescaleras, escruté a las chicas con lamirada. El guardia tenía razón. Soloéramos cinco. Marlee no estaba allí.

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Lo primero que pensé era queMaxon había enviado a Marlee a casa,pero en ese caso…, ¿no habría venido adespedirse a mi habitación? Intentépensar en qué tendría que ver todo aquelsecretismo con la ausencia de Marlee,pero no se me ocurrió nada que tuvierasentido.

Al pie de las escaleras nos esperabaun grupo de guardias, junto a nuestrasfamilias. Mamá, papá y May parecíannerviosos, como todos los demás. Losmiré en busca de alguna pista, peromamá meneó la cabeza, y papá seencogió de hombros. Busqué entre losguardias, a ver si veía a Aspen. No

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estaba allí.Vi a un par de guardias escoltando a

los padres de Marlee, que se acercabanpor detrás. Su madre estaba cabizbaja,con aspecto preocupado, y se apoyabaen su marido, que mantenía unaexpresión adusta, como si hubieraenvejecido varios años en una solanoche.

Un momento. Si Marlee se había ido,¿qué hacían ellos allí?

De pronto la luz entró a raudales enel vestíbulo y me giré. Por primera vezdesde mi llegada al palacio habíanabierto las puertas principales de par enpar, y salimos todos al exterior en

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perfecta formación. Cruzamos la vía deacceso circular y nos dirigimos al granmuro que daba paso al recinto exterior.Al abrirse las puertas, el ruidoensordecedor de una multitud nos dio labienvenida.

Habían montado una gran tarima enla calle. Cientos de personas, o quizámiles, se apretujaban; algunos padresllevaban a sus hijos sobre los hombros.Había cámaras alrededor de la tarima, yoperadores corriendo por delante de lamultitud, grabando la escena. Nosllevaron a una pequeña grada, y la gentenos vitoreó a medida que íbamossaliendo. Vi como las chicas que tenía

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delante iban relajando los hombros amedida que la gente de la calle nosllamaba por nuestro nombre y nos tirabaflores.

Levanté la mano para saludar cuandooí mi nombre, y me sentí tonta porhaberme preocupado tanto. Si la genteestaba así de contenta, no podía ser quehubiera pasado nada malo. El personaldel palacio debía replantearse el modoen que trataban a la Élite. Todosaquellos nervios para nada…

May soltó una risita nerviosa,contenta de formar parte de aquellaescena tan emocionante, y para mí fue unalivio comprobar que volvía a ser ella.

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Intenté animarme con todas aquellasmuestras de cariño, pero me llamaron laatención dos estructuras extrañascolocadas sobre la plataforma. Laprimera era una especie de escalera enforma de A; la segunda era un granbloque de madera con aros en ambosextremos. Acompañada por un guardia,subí y ocupé mi asiento en el centro dela primera fila, sin saber muy bien quéestaba pasando allí.

La multitud volvió a emocionarsecuando aparecieron el rey, la reina yMaxon. Ellos también iban vestidos conropas oscuras y parecían muy serios. Yoestaba cerca de Maxon, así que me giré

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en su dirección. Fuera lo que fuera loque estaba pasando, si se giraba haciamí y me sonreía, sabría que todo ibabien. No dejaba de mirarle, a la esperade que se volviera, de que metranquilizara. Pero permanecíaimpasible.

Un momento más tarde, los vítoresde la gente se convirtieron en abucheos,y cuando me giré pude ver qué era loque les molestaba tanto.

Cuando vi aquello, el estómago medio un vuelco y el mundo se me vinoabajo.

El soldado Woodwork avanzaba,encadenado, con el labio sangrando y la

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ropa tan sucia que parecía que sehubiera pasado la noche revolcándoseen el fango. Tras él, Marlee —con subonito disfraz de ángel cubierto desuciedad y sin las alas— también estabaencadenada. Una guerrera le cubría loshombros, y fruncía los ojos paraprotegerse de la luz. Se quedó mirando ala multitud, y luego cruzamos nuestrasmiradas por una fracción de segundo,pero enseguida tiraron de ella y tuvo queseguir adelante. Seguía buscando con lamirada, y yo sabía a quién. A miizquierda, vi a sus padres, agarrados eluno al otro con fuerza. Estabandevastados, idos, como si les hubieran

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arrancado el corazón.Volví a mirar a Marlee y al soldado

Woodwork. La angustia era patente ensus miradas, pero aun así caminaban concierto orgullo. Solo una vez, cuando ellase pisó el borde del vestido y tropezó,se resquebrajó aquella pátina de orgullo,y por debajo asomó el miedo.

No. No, no, no, no, no.Les hicieron subir a la plataforma y

un hombre enmascarado se puso ahablar. La multitud fue guardandosilencio. Aparentemente, aquello —fuera lo que fuera— ya había ocurridoantes, y la gente sabía cómo responder.Pero yo no; el estómago se me revolvió

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y sentí náuseas. Gracias a Dios, no habíacomido nada.

—Marlee Tames —dijo el hombre—, miembro de la Selección, hija deIlléa, fue hallada anoche en un momentoíntimo con este hombre, CarterWoodwork, miembro de confianza de laGuardia Real.

Aquel hombre hablaba con unaprepotencia fuera de lugar, como siestuviera anunciando la cura de algunaenfermedad mortal. Al oír la acusación,la gente volvió a abuchear.

—¡La señorita Tames ha roto sujuramento de lealtad a nuestro príncipeMaxon! ¡Y el señor Woodwork ha

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robado una propiedad de la familia realal tener relaciones con la señoritaTames! ¡Estos actos suponen unatraición contra la familia real!

El voceador pronunciaba aquellasacusaciones a voz en grito, a la esperade la aprobación por parte de losasistentes, y desde luego la obtuvo. Pero¿cómo podían? ¿No se daban cuenta deque se trataba de Marlee? ¿La dulce,bella, fiel y generosa Marlee? Quizáshubiera cometido un error, pero nadaque mereciera todo aquel odio.

Un hombre enmascarado ató a Cartera la estructura en forma de A; leabrieron las piernas y le colocaron los

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brazos en una posición que se adaptabaa la estructura. Le fijaron las cadenasalrededor de la cintura, y las piernas concandados, tan fuerte que resultabaincómodo hasta mirar. A Marlee laobligaron a arrodillarse frente al granbloque negro de madera, y el hombre lequitó la guerrera que llevaba sobre loshombros de un manotazo. Le ataron lasmuñecas a los aros que había a loslados, con las palmas hacia arriba.

Estaba llorando.—¡Este delito se castiga con la

muerte! Pero el príncipe Maxon hatenido piedad y va a perdonarles la vidaa estos dos traidores. ¡Larga vida al

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príncipe Maxon!La multitud vitoreó al príncipe. De

haber tenido la cabeza clara, yo tambiénhabría gritado, o al menos se suponíaque tenía que aplaudir. Las otras chicaslo hicieron, y también nuestros padres,aunque aún parecían impresionados.Pero yo no podía prestar atención a esascosas. Lo único que veía eran losrostros de Marlee y de Carter.

Nos habían dado un asiento deprimera fila por un motivo bien claro:para que viéramos qué nos pasaría sicometíamos un error estúpido. Perodesde allí, a apenas seis metros de laplataforma, yo podía ver y oír todo lo

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que pasaba.Marlee miraba fijamente a Carter, y

él la miraba a ella, estirando el cuello.Era innegable que tenían miedo, pero enla mirada de ella también había unaexpresión que parecía querertranquilizar a Carter; dejarle claro quepese a todo no se arrepentía.

—Te quiero, Marlee —gritó él. Conel ruido de la multitud apenas se oyó,pero lo dijo—. Superaremos esto. Todose arreglará, te lo prometo.

Marlee tenía tanto miedo que nopodía hablar, pero asintió. En aquelmomento, yo solo podía pensar en loguapa que estaba. Tenía la dorada

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melena enmarañada y su vestido estabahecho un desastre, y por el camino habíaperdido los zapatos, pero desde luegoestaba radiante.

—Marlee Tames y CarterWoodwork, quedáis despojados devuestras castas. Sois lo más bajo de lomás bajo. ¡Sois Ochos!

La multitud gritó y aplaudió. Nopodía creérmelo. ¿No había entre ellosningún Ocho que se sintiera ofendidopor que se hablara así de ellos?

—Y para corresponderos con lamisma vergüenza y dolor que habéishecho pasar a su alteza real, recibiréisquince golpes de vara en público. ¡Que

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vuestras cicatrices os recuerdenvuestros pecados!

¿Vara? ¿Qué era eso de la vara?La respuesta me llegó un segundo

más tarde. Los dos hombresenmascarados que habían atado a Cartery a Marlee sacaron unos palos largos deun cubo de agua. Los agitaron variasveces, probando su flexibilidad; oícómo silbaban al cortar el aire. Lamultitud aplaudió aquel ejercicio decalentamiento con la misma pasión ydevoción que había mostrado poco antesfrente a las chicas de la Selección.

Carter recibiría unos humillantesazotes en la espalda, y las preciosas

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manos de Marlee…—¡No! —grité—. ¡No!—Creo que voy a vomitar —susurró

Natalie, mientras Elise soltaba un grititoapagado resguardándose en el hombrodel guardia que tenía al lado. Peroaquello no se detuvo.

Me puse en pie y me lancé hacia laposición de Maxon, pero caí sobre elregazo de mi padre.

—¡Maxon! ¡Maxon, para esto!—Tiene que sentarse, señorita —

dijo mi guardia, intentando hacermesentar de nuevo.

—¡Maxon, te lo ruego, por favor!—¡Señorita, puede hacerse daño,

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por favor!—¡Déjame! —le grité a mi guardia,

golpeándole con todas mis fuerzas. Peropor mucho que lo intentara, no mesoltaba.

—¡America, por favor, siéntate! —me exhortó mi madre.

—¡Uno! —gritó el hombre sobre latarima, y vi cómo la vara caía sobre lasmanos de Marlee.

Ella soltó un gemido de dolor, comoun perro que hubiera recibido unapatada. Carter no emitió sonido alguno.

—¡Maxon! ¡Maxon! —grité—.¡Para, para, por favor!

Me oyó; sabía que me había oído. Vi

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que cerraba lentamente los ojos ytragaba saliva, como si así pudieraborrar aquel sonido de sus oídos.

—¡Dos!El grito de Marlee era angustioso.

No podía ni imaginarme el dolor queestaba sufriendo, y aún quedaban trecegolpes.

—¡America, siéntate! —insistió mimadre.

May estaba entre ella y papá, con elrostro girado, y soltaba unos gritos casitan angustiosos como los de Marlee.

—¡Tres!Miré a los padres de Marlee. Su

madre tenía la cabeza hundida entre las

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manos, y su padre la rodeaba con elbrazo, como si así pudiera protegerla detodo lo que estaban perdiendo en aquelmomento.

—¡Suéltame! —le grité a mi guardia,pero en vano—. ¡¡¡Maxon!!! —grité. Laslágrimas me nublaban la vista, pero loveía con la suficiente claridad comopara saber que me había oído.

Miré a las otras chicas. ¿No íbamosa hacer nada? Algunas parecían estarllorando. Elise estaba doblada en dos,con una mano en la frente, y daba laimpresión de estar a punto dedesmayarse. Pero ninguna parecíaenfadada. ¿Es que no había motivo para

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estarlo?—¡Cinco!Estaba segura de que el sonido de

los gemidos de Marlee me perseguiría elresto de mi vida. Nunca había oído nadaigual. Por no hablar de la algarabía de lamultitud, que animaba el espectáculo,como si no fuera más que unentretenimiento. Por no hablar delsilencio de Maxon, que permitía quesucediera todo aquello. Por no hablar delos lloros de las chicas a mi lado, que loaceptaban.

Lo único que me daba algunaesperanza era Carter. Aunque estabasudando de la tensión y temblaba de

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dolor, no dejaba de animar a Marleeentre jadeos.

—Se acabará… enseguida —consiguió decir.

—¡Seis!—Te… quiero —balbució.Yo no podía soportarlo. Intenté

clavarle las uñas a mi guardia, pero lasgruesas mangas de su guerrera leprotegían. Me agarró con más fuerza yyo grité.

—¡Quite las manos de encima a mihija! —exclamó mi padre, tirando delbrazo del guardia.

Aproveché el hueco que quedó parazafarme y ponerme delante de él, y le

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solté un rodillazo con todas mis fuerzas.Él soltó un grito ahogado y cayó de

espaldas, agarrado por mi padre. Saltéla valla con dificultades; el vestido y loszapatos de tacón me impedían movermecon agilidad.

—¡Marlee! —grité, corriendo todolo rápido que pude. Casi llegué hasta losescalones, pero dos guardias salieron ami paso, y aquella era una lucha que nopodía ganar.

Desde la esquina, por detrás de latarima, vi que la espalda de Carterestaba a la vista, y que tenía la pielabierta, con trozos que caían creandouna imagen escalofriante. La sangre

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bajaba a goterones, manchándole lospantalones de gala. No podíaimaginarme cómo estarían las manos deMarlee.

Pensar en aquello hizo que seapoderara de mí una histeria aún mayor.Grité y pataleé, revolviéndome ante losguardias, pero lo único que conseguí fueperder un zapato.

Se me llevaron a rastras endirección al palacio mientras el hombreanunciaba el siguiente azote, y no sabíasi sentirme agradecida o avergonzada.Por una parte, no tendría que veraquello; por otra, era como si estuvieraabandonando a Marlee en el peor

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momento de su vida.Si hubiera sido una amiga de verdad,

¿no habría hecho algo más?—¡Marlee! —grité—. ¡Marlee, lo

siento!Pero la multitud estaba tan

enloquecida y gritaba de tal manera queno creo que me oyera.

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Capítulo 10

Me revolví y grité durante todo eltrayecto de vuelta. Los guardias tuvieronque agarrarme con tal fuerza que sabíaque quedaría cubierta de cardenales,pero no me importaba. Tenía que luchar.

—¿Dónde está su habitación? —oíque preguntaba uno, y al girarme vi unadoncella que caminaba por el pasillo.

No la reconocí, pero era evidenteque ella a mí sí. Indicó a los guardias elcamino a mi cuarto. Oí que misdoncellas protestaban todo el rato porcómo me estaban tratando.

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—Cálmese, señorita; esos no sonmodos para una dama —protestó unguardia mientras me tiraban sobre lacama.

—¡Salid de mi habitación ahoramismo! —grité.

Mis doncellas, todas ellas con losojos llenos de lágrimas, acudieroncorriendo.

Mary intentó limpiarme el vestido,que se había llenado de tierra al caerme,pero yo me la quité de encima de unmanotazo. Ellas lo sabían. Lo sabían, yno me habían advertido.

—¡Vosotras también! —les grité—.¡Quiero que salgáis de aquí! ¡Ahora

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mismo!Ellas se echaron atrás al oír aquello,

y los temblores que agitaban a Lucy dela cabeza a los pies me hicieronlamentar haber sido tan brusca. Peronecesitaba estar sola.

—Lo sentimos, señorita —dijoAnne, al tiempo que se llevaba a lasotras dos. Ellas sabían lo mucho que meimportaba Marlee.

Marlee…—Marchaos —murmuré, dándome

media vuelta y hundiendo la cara en laalmohada.

Cuando oí que se cerraba la puerta,me quité el zapato que me quedaba y me

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acomodé en la cama. Por fin teníansentido tantas y tantas cosas. De modoque aquel era el secreto que tanto lecostaba compartir conmigo. No queríaquedarse porque no estaba enamoradade Maxon, pero no quería irse y alejarsede Carter.

Todo encajaba: por qué habíadecidido situarse en determinadoslugares o por qué se quedaba mirandohacia las puertas. Era por Carter, queestaba allí. El día en que vinieron el reyy la reina de Swendway, y ella se habíanegado a apartarse del sol… Carter. Eraa Marlee a la que esperaba cuando metopé con él al salir del baño. Siempre él,

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manteniéndose cerca en silencio, quizábuscando un beso furtivo aquí y allá,esperando la ocasión de estar juntos.

¿Hasta qué punto debía de quererleella, para dejarse llevar así, paraarriesgarse tanto?

¿Cómo podía ser que pasara algoasí? Parecía imposible. Sabía que debíaser castigado, pero que le ocurriera aMarlee…, quedarme sin ella de esamanera… No podía entenderlo.

Sentí un nudo en el estómago. Podríahaberme pasado a mí. Si Aspen y yo nohubiéramos tenido cuidado, si alguienhubiera oído nuestra conversación en lapista de baile la noche anterior, aquello

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podría estar pasándonos a nosotros.¿Volvería a ver a Marlee? ¿Adónde

la enviarían? ¿Podrían seguir viéndolasus padres? No sabía de qué casta eraCarter antes de convertirse en un Dos alingresar en la guardia, pero supuse quesería un Siete. La vida de un Siete eradura, pero desde luego la de un Ochoera mucho peor.

No podía creerme que ahora Marleefuera una Ocho. Aquello no podía ser.

¿Podría volver a usar las manos?¿Cuánto tardarían en curarse lasheridas? ¿Y Carter? ¿Podría inclusovolver a caminar después de aquello?

Podría haber sido Aspen.

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Podría haber sido yo.Me sentía fatal. Por una parte, me

embargaba una cruel sensación de aliviopor no ser yo la afectada; sin embargo,por otra, aquello me hacía sentir tanculpable que me costaba respirar. Erauna persona odiosa, una amiga terrible.Estaba avergonzada.

Lo único que podía hacer era llorar.Me pasé la mañana y gran parte de

la tarde hecha un ovillo en mi cama. Misdoncellas me trajeron el almuerzo, peroyo no podía ni tocarlo. Afortunadamenteno insistieron en quedarse, y me dejaronsola con mi tristeza.

No encontraba consuelo. Cuanto más

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pensaba en lo sucedido, peor me sentía.No podía sacarme de la cabeza elsonido de los gritos de Marlee. Mepregunté si conseguiría olvidarlo algúndía.

Unos golpecitos vacilantesresonaron en la puerta. Mis doncellas noestaban para abrir, y yo no me sentía conánimo para ir hasta allí, así que tampocolo hice. No obstante, al cabo de unmomento, el visitante entró.

—¿América? —dijo Maxon en vozbaja.

No respondí.Cerró la puerta y cruzó la

habitación, situándose junto a mi cama.

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—Lo siento. No podía hacer nada.Me quedé inmóvil, qué iba a decirle.—Era o eso, o matarlos. Las

cámaras los pillaron anoche, y lafilmación circuló sin que nosotros nosenteráramos —insistió.

Se pasó un rato sin hablar, quizápensando que si se quedaba allí losuficiente, yo encontraría algo quedecirle. Al final se arrodilló a mi lado.

—¿America? Mírame, cariño.Aquella palabra hizo que se me

revolvieran las tripas. Pero le miré.—Tenía que hacerlo. Tenía que

hacerlo.—¿Y cómo te has podido quedar

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ahí, impasible? —le pregunté, con untono extraño en la voz.

—Ya te he dicho alguna vez queparte de este trabajo consiste enmantener una imagen de calma, aunqueno sea así como te sientes. Es algo quehe tenido que aprender a hacer. Tútambién lo harás.

Fruncí el ceño. ¡No seguiríapensando que yo seguía interesada!Daba la impresión de que sí. Pero pocoa poco fue interpretando mi expresión yla sorpresa se reflejó en su rostro.

—America, sé que estás disgustada,pero… ¿No pensarás…? Ya te lo dije;tú eres la única. Por favor, no me hagas

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esto.—Maxon —dije, lentamente—, lo

siento, pero no creo que pueda haceresto. Nunca podría soportar tener quever cómo le hacen daño de esa manera aalguien, sabiendo que he sido yo quienlo ha decidido. No puedo ser princesa.

Él soltó aire en un soplidoentrecortado, probablemente lo máspróximo a una sincera expresión detristeza que le había visto nunca.

—America, no decidas cómo será elresto de tu vida por lo que le ha pasadodurante apenas cinco minutos a otrapersona. Una cosa así no ocurre casinunca. No deberías hacerlo.

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Erguí la espalda, con la esperanzade poder pensar más claramente.

—Yo… ahora mismo no puedo nipensar en ello.

—Pues no lo hagas —respondió—.No tomes una decisión tan importantepara los dos ahora que estás tandisgustada.

De algún modo, tuve la sensación deque aquellas palabras eran un truco.

—Por favor —susurró, con fuerza,agarrándome las manos. Ladesesperación en su voz provocó que lemirara—. Me prometiste que no medejarías. No te rindas, no me abandonesasí. Por favor.

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Solté aire y asentí.—Gracias —dijo, aliviado.Maxon se quedó allí sentado,

agarrado a mi mano como si fuera unsalvavidas. Pero para mí la sensaciónera muy diferente a la del día anterior.

—Ya sé… —dijo—. Sé que elpuesto te hace dudar. Siempre he sabidoque sería duro. Y estoy seguro de queesto lo hace aún más duro. Pero… ¿yyo? ¿Aún estás segura de mí?

Vacilé. No sabía qué decir.—Ya te he dicho que no puedo

pensar.—Oh —parecía decepcionado—.

Está bien, te dejo sola. Pero hablaremos

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pronto.Acercó la cabeza, como si quisiera

besarme. Yo bajé la mirada, y él seaclaró la garganta.

—Adiós, America.Se fue.Y me vine abajo otra vez.Unos minutos más tarde, o quizás

unas horas, mis doncellas entraron y meencontraron llorando a gritos y dandovueltas sobre la cama. Era imposibleque no vieran la expresión de tristeza enmis ojos.

—Oh, señorita —exclamó Mary, quese acercó para abrazarme—. Vamos aprepararla para la cama.

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Lucy y Anne se pusieron adesabrocharme los botones del vestidomientras Mary me limpiaba la cara y medesenredaba el pelo.

Mis doncellas se sentaron a mialrededor, consolándome mientraslloraba. Quería explicarles que no erasolo lo de Marlee, que también eraaquel dolor insufrible por Maxon; peroresultaba embarazoso admitir lo muchoque me importaba, lo equivocada quehabía estado.

Mi dolor se multiplicó cuandopregunté por mis padres, y Anne me dijoque todas las familias se habíanmarchado enseguida. Ni siquiera había

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tenido ocasión de despedirme.Anne me cepilló el cabello,

consolándome. Mary estaba a mis pies,dándome una friega en las piernas. Lucysimplemente tenía las manos sobre elpecho, como si sufriera por mí.

—Gracias —susurré, entre suspiros—. Siento lo de antes.

Las tres se miraron.—No hay nada de que disculparse,

señorita —dijo Anne.Quería corregirla, porque desde

luego me había excedido tratándolas así,pero de pronto volvieron a llamar a lapuerta. Intenté pensar en cómo podríadecir educadamente que no me apetecía

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ver a Maxon, pero, cuando Lucy fue aabrir la puerta, al otro lado apareció elrostro de Aspen.

—Siento molestarlas, señoritas,pero he oído los lloros y queríaasegurarme de que estaban bien.

Cruzó la habitación en dirección ami cama en un movimiento arriesgado,teniendo en cuenta el día que habíamostenido todos.

—Lady America, siento mucho lo desu amiga. He oído que era especial parausted. Si necesita algo, aquí me tiene —la mirada de Aspen decía mucho: queestaba dispuesto a sacrificar cualquiercosa para ayudarme, que llegaría hasta

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donde fuera.Qué idiota había sido. Había estado

a punto de dejar de lado a la únicapersona que me conocía de verdad, queme quería de verdad. Aspen y yohabíamos planeado una vida juntos, y laSelección casi la había destruido porcompleto.

Él era como estar en casa, me hacíasentir segura.

—Gracias —respondí, en voz baja—. Este gesto significa mucho para mí.

Esbozó una sonrisa casiimperceptible. Era evidente que habríaquerido quedarse (y a mí habríaencantado), pero con mis doncellas

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dando vueltas por ahí resultabaimposible. Recordé aquel día, pocoantes, cuando había pensado que Aspensiempre estaría allí. Me gustó constatarque estaba en lo cierto.

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Capítulo 11

Hola, pequeña:Siento que no

pudiéramos despedirnos.Al parecer el rey decidióque sería más seguro quelas familias se fueran loantes posible. Intentéhablar contigo, te loprometo, pero fueimposible.

Quería que supierasque hemos llegado bien acasa. El rey dejó que nos

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quedáramos la ropa, yMay se pone sus vestidoscada vez que tiene unrato. Sospecho quealberga la esperanzainconfesable de no crecerni un centímetro más parapoder usar el vestido dela fiesta en su boda.Supongo que le pone debuen humor. Yo no estoymuy seguro de si algunavez le perdonaré a lafamilia real el que dos demis hijas hayan vistotanto lujo de primera

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mano, pero tú ya sabes lofuerte que es May. Eres túla que me preocupa.Escríbenos pronto. A lomejor esto que te voy adecir no es lo correcto,pero quiero que lo sepas:cuando saliste corriendohacia el estrado, sentí quenunca en la vida me hesentido más orgulloso deti. Siempre has sidoguapa; siempre has tenidotalento. Y ahora sé que tutalla moral está a lamisma altura, que ves

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claramente cuando algono está bien y que hacestodo lo que puedes porcombatirlo. Como padre,no puedo pedir más.

Te quiero, America.Y estoy muy muyorgulloso.

PAPÁ

No sabía cómo lo hacía, pero mipadre siempre sabía lo que tenía quedecir. Me habría gustado poder moverlas estrellas para escribir con ellasaquellas palabras en el cielo.Necesitaba verlas en grande, tenerlas

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bien visibles para poder leerlas denuevo cuando las cosas pintaran mal:«Te quiero, America. Y estoy muy muyorgulloso».

A las chicas de la Élite nos dieron laopción de desayunar en nuestro cuarto, yyo dije que sí. Aún no estaba lista paraver a Maxon. Por la tarde ya me sentímás entera y decidí bajar un rato a laSala de las Mujeres. Por lo menos habíaun televisor, y me iría bien distraerme.

Las chicas parecían sorprendidas alverme entrar, lo cual tampoco meparecía que fuera motivo de sorpresa.Solía esconderme de vez en cuando, y sihabía un momento en que estaba

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justificado que lo hiciera, era aquel.Celeste estaba echada en un sofá,ojeando una revista. En Illéa no habíaperiódicos, como en otros países.Nosotros teníamos el Report. Lasrevistas eran lo más parecido a laprensa escrita, y la gente como yo no nospodíamos permitir comprarlas. Celestesiempre encontraba el modo de tener unaen la mano y, por algún motivo, aqueldía aquello me irritó.

Kriss y Elise estaban en una mesa,bebiendo té y charlando, mientrasNatalie, algo más atrás, miraba por laventana.

—Anda, mira —dijo Celeste, sin

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dirigirse a nadie en particular—. Aquísale otro de mis anuncios.

Celeste era modelo. La idea de queestuviera mirando la revista solo paraencontrar fotos suyas me irritó aún más.

—¿Lady America? —dijo alguien.Me giré y vi a la reina, acompañada

de alguna de sus asistentes, en unaesquina. Parecía ocupada con algunalabor.

Hice una reverencia, y ella meindicó con un gesto que me acercara.Sentí un nudo en el estómago al pensaren mi comportamiento del día anterior.No había querido ofenderla, y de prontome temí que fuera aquello precisamente

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lo que había hecho. Sentí que lasmiradas de las otras chicas se posabanen mí. La reina solía hablarnos en grupo,raramente de una en una.

Me acerqué y repetí la reverencia.—Majestad.—Siéntate, por favor, America —

dijo, amablemente, señalando una sillavacía que tenía delante.

Obedecí, aún muy nerviosa.—Ayer planteaste bastante

resistencia —soltó.—Sí, majestad —repuse, tras tragar

saliva.—¿Erais muy amigas?Volví a tragar, para contener mi

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tristeza.—Sí, majestad.Ella suspiró.—Una dama no debe comportarse de

ese modo. Las cámaras estaban tanpendientes del acto que no recogieron tuconducta. Pero, aun así, eso no esaceptable.

No era la censura de una reina. Erala regañina de una madre. Aquello lohacía mil veces peor. Era como si ellase sintiera responsable de mí, y como siyo la hubiera dejado en mal lugar.

Bajé la cabeza. Por primera vez, mesentí realmente mal por haberreaccionado de aquella manera.

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Ella estiró la mano y la apoyó en mirodilla. Levanté la cara y la miré,sorprendida por aquel contacto.

—En cualquier caso, me alegro deque lo hicieras —susurró, y me sonrió.

—Era mi mejor amiga.—Eso no cambiará porque se haya

ido, querida —dijo la reina Amberly,dándome una palmadita cariñosa en lapierna.

Eso era exactamente lo quenecesitaba: cariño materno.

Las lágrimas asomaron por lascomisuras de mis ojos.

—No sé qué hacer —susurré. Estuvea punto de explicárselo todo, cómo me

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sentía, pero era consciente de que lasotras chicas tendrían los ojos puestos enmí.

—Me prometí no implicarme en esto—dijo, y suspiró—. Y aunque quisiera,no estoy segura de que haya mucho quedecir.

Tenía razón. Nada de lo quedijéramos podría cambiar lo sucedido.

La reina se me acercó y me hablócon dulzura:

—En cualquier caso, no seas duracon él.

Sabía que lo decía con buenaintención, pero yo no quería hablar de suhijo con ella. Asentí y me puse en pie.

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Ella me sonrió amablemente y me indicócon un gesto que podía irme. Me alejé yme senté con Elise y Kriss.

—¿Cómo te encuentras? —mepreguntó Elise, muy atenta.

—Estoy bien. La que me preocupaes Marlee.

—Por lo menos están juntos. Saldránadelante mientras se tengan el uno alotro —apuntó Kriss.

—¿Cómo sabes que Marlee y Carterestán juntos?

—Me lo ha dicho Maxon —respondió, como si fuera algo dedominio público.

—Oh —dije yo, decepcionada.

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—No puedo creerme que no te lohaya dicho a ti, precisamente. Marlee ytú estabais muy unidas. Y además, túeres su favorita, ¿no?

Miré a Kriss y luego a Elise. Ambasparecían preocupadas, pero tambiénaliviadas.

Celeste se rió.—Está claro que ya no lo es —

murmuró, sin molestarse en levantar lavista de la revista. Esperaba que aquellosupusiera el fin para mí.

Pero no quise hablar de aquello yvolví a Marlee:

—Aún no me puedo creer queMaxon les haya hecho pasar por eso. Es

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increíble lo impasible que se mantuvo.—Pero lo que ella hizo no estaba

bien —observó Natalie. No lo decía contono de crítica, simplemente reconocíala situación, como si siguierainstrucciones.

—Podría haber hecho que losmataran —intervino Elise—. Tenía laley de su parte. La verdad es que tuvopiedad de ellos.

—¿Piedad? —protesté—. ¿Qué tearranquen la piel a tiras en público teparece un acto de piedad?

—Sí; teniendo en cuenta la situación,sí. Estoy segura de que, si lepreguntáramos a Marlee, ella habría

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escogido los azotes antes que la muerte.—Elise tiene razón —intervino

Kriss—. Estoy de acuerdo en que fueterrible, pero yo preferiría eso a que memataran.

—Por favor —rebatí, con una rabiacada vez mayor—. Eres una Tres. Todoel mundo sabe que tu padre es unprofesor famoso, y tú has vivido toda tuvida entre bibliotecas, cómodamente.Nunca sobrevivirías a esa paliza, ymucho menos a la vida que te esperaríadespués, la de un Ocho. Estaríassuplicando que te mataran.

Kriss se me quedó mirando.—No tienes ni idea de lo que puedo

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y lo que no puedo soportar. Solo porqueeres una Cinco, ¿te crees que eres laúnica que ha sufrido?

—No, pero estoy segura de que hevivido cosas mucho peores que las quehas pasado tú —dije, aún más airada—,y no creo que pudiera soportar lo quesufrió Marlee. Y lo que digo es quedudo que tú lo llevaras mucho mejor.

—Soy más valiente de lo que tecrees, America. No tienes ni idea de lascosas que he tenido que sacrificar a lolargo de los años. Y si cometo un error,asumo las consecuencias.

—¿Y por qué tendría que haberconsecuencias? —pregunté—. Maxon no

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deja de decir lo difícil que le resulta laSelección, lo duro que es escoger, yresulta que una de nosotras se enamorade otro. ¿No debería darle las graciaspor hacerle la decisión más fácil?

Natalie, que parecía tensa con ladiscusión, intentó intervenir:

—¡Ayer oí una cosa graciosísima…!—Pero la ley… —se impuso Kriss.—Lo que dice America tiene sentido

—contraatacó Elise enseguida, y laconversación se convirtió en un caos.

Estábamos hablando todas a la vez,intentando hacer valer nuestrasopiniones, explicando por quéconsiderábamos que lo ocurrido estaba

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bien o mal. Era la primera vez queocurría, pero yo me lo esperaba desde elprimer día. Con tantas chicas juntas,compitiendo una contra otra, estabacantado que algún día acabaríamosdiscutiendo.

Entonces, mientras nosotrasdiscutíamos, como si aquello no fueracon ella y sin separar la vista de larevista, Celeste murmuró:

—Recibió su merecido. Por zorra.El silencio que se hizo de pronto era

tan tenso como nuestra discusión.Celeste levantó la vista justo a

tiempo para ver cómo me lanzaba contraella. Soltó un chillido cuando aterricé

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sobre su cuerpo. Ambas caímos sobreuna mesita. Oí algo que se rompía,probablemente una taza de té queimpactó contra el suelo.

Había cerrado los ojos a mediosalto; cuando volví a abrirlos, tenía aCeleste debajo, intentando agarrarmepor las muñecas. Eché atrás el brazoderecho y le crucé la cara de un bofetón.La sensación de ardor en la mano fuetremenda, pero me sentí recompensadaal oír el impacto contra su mejilla.

Celeste reaccionó inmediatamentecon un grito y me clavó las uñas. Porprimera vez lamenté no habérmelasdejado yo también largas, como las otras

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chicas. Me hizo unos cortes en el brazo,que solo consiguieron enfadarme aúnmás, y volví a golpearla. Esta vez leabrí el labio. Al sentir el dolor, alargóel brazo, cogió lo primero que encontró—el platillo de una taza de té— y me loestrelló contra la cabeza.

Descolocada, intenté volver aagarrarla, pero la gente ya había acudidoa separarnos. Me sentía tan obcecadaque no me había dado cuenta de quealguien había llamado a los guardias. Auno de ellos también le solté unpuñetazo. Estaba harta de que meagarraran.

—¿Habéis visto lo que me ha hecho?

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—gritó Celeste.—¡Tú cierra esa bocaza! —grité—.

¡Y no te atrevas a volver a hablar deMarlee!

—¡Está loca! ¿No la oís? ¿Habéisvisto lo que ha hecho?

—¡Soltadme! —exclamé, intentandoquitarme al guardia de encima.

—¡Estás paranoica! Voy acontárselo a Maxon ahora mismo. ¡Yapuedes despedirte del palacio! —amenazó.

—Nadie va a ver a Maxon ahoramismo —dijo la reina, muy seria. Miróa Celeste a los ojos, y luego a mí. Eraevidente que estaba decepcionada. Bajé

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la cabeza—. Las dos os vais a ir a laenfermería.

El pabellón de la enfermería era unlargo pasillo inmaculado con camascontra las paredes. Colgada de lo altodel cabezal de cada una había unacortina que se podía correr para lograruna mayor intimidad.

Como no podía ser de otro modo, aCeleste y a mí nos colocaron enextremos opuestos del pabellón, a ellacerca de la entrada y a mí al lado de unaventana en la parte más alejada. Ellacorrió un poco la cortina que rodeaba sucama, casi de inmediato, para no tenerque verme. Normal. No querría ver mi

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cara de satisfacción. Ni siquiera cuandola enfermera me tocó el punto de lacabeza donde me había golpeadoCeleste, que aún me dolía mucho, se meborró la sonrisa del rostro.

—Sostenga esta bolsa de hielo aquí,para que baje la inflamación —me dijo.

—Gracias.La enfermera echó la vista al otro

extremo del pabellón, como si quisieraasegurarse de que nadie nos oía.

—Ha tenido suerte —me susurró—.Todo el mundo sabía que antes odespués pasaría algo así.

—¿De verdad? —pregunté, bajandola voz igual que ella. Quizá no debía de

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haberme mostrado tan sonriente.—No sabe la cantidad de historias

horribles que he oído sobre esa —prosiguió, señalando con un gesto de lacabeza en dirección a la cama deCeleste.

—¿Cómo que horribles?—Bueno, fue ella quien provocó a la

chica que le pegó.—¿Anna? ¿Cómo lo sabes?—Maxon es un buen hombre —dijo,

sin más—. Se aseguró de que lainterrogaran antes de mandarla a casa.Nos dijo lo que había dicho Celestesobre sus padres. Era algo tan rastreroque no puedo ni repetirlo —añadió, y su

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cara dejaba patente su desagrado.—Pobre Anna. Sabía que tenía que

ser algo así.—Una de las chicas vino con sangre

en los pies después de que alguien lemetiera un cristal en los zapatos por lanoche. No podemos demostrar que fueraCeleste, pero ¿quién haría algo tan ruin?

—Eso no lo sabía —respondí,asombrada.

—Parecía estar aterrada ante laposibilidad de que la cosa fuera a peor.Supongo que decidió mantener la bocacerrada. Y Celeste pega a sus doncellas.No es que use otra cosa que las manos,pero, de vez en cuando, vienen aquí en

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busca de hielo.—¡No! —todas las doncellas que

había conocido eran unas personasencantadoras. Me resultaba imposibleimaginar que alguna hiciera algo paraprovocar que les pegaran, y muchomenos de forma habitual.

—Por supuesto, sus hazañas ya sonde dominio público. Por aquí se laconsidera a usted una heroína, señorita—dijo la enfermera, guiñándome un ojo.

Pero yo no me sentía así.—Espere —se me ocurrió, de pronto

—: ¿dice que Maxon se encargó de quereconocieran a Anna antes de mandarlaa casa?

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—Sí. Se preocupa mucho de quetodas ustedes reciban la máximaatención.

—¿Y Marlee? ¿Pasó por aquí?¿Cómo estaba cuando se fue?

Antes de que la enfermera pudieraresponder, oí la voz impostada deCeleste al otro lado de la sala.

—¡Maxon, cariño! —dijo, al entrarél por la puerta.

Nuestras miradas se cruzaronbrevemente antes de que él se dirigiera ala cama de Celeste. La enfermera se fue,dejándome sola y con ganas de saber sihabía visto a Marlee o no.

El sonido de la voz quejosa de

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Celeste era tan irritante que resultabainsoportable. Oí que Maxon seinteresaba por ella y la consolaba, hastaque por fin se libró y se alejó. Rodeó lacortina y se me quedó mirando. Cruzó elpabellón, aparentemente exhausto.

—Tienes suerte de que mi padreprohibió el uso de cámaras en elpalacio, o tendrías que pagar tusacciones muy caras —dijo, pasándoseuna mano por el cabello, exasperado—.¿Cómo se supone que voy a defendertede esto, America?

—¿Me vas a expulsar, entonces? —respondí, jugueteando con el borde demi vestido mientras esperaba su

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respuesta.—Por supuesto que no.—¿Y a ella? —pregunté, señalando

en dirección a la cama de Celeste con lacabeza.

—No. Todas estáis muy tensas traslo que pasó ayer, y no os lo puedoreprochar. No estoy seguro de que mipadre acepte esa excusa, pero eso es loque voy a esgrimir.

—A lo mejor deberías decirle quefue culpa mía —dije, después de unapausa—. A lo mejor deberías mandarmea casa.

—America, estás sacando las cosasde quicio.

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—Mírame, Maxon —dije. Sentía unnudo en la garganta y me costaba hablar—. Desde el principio he sabido que notengo lo que hace falta para esto, y penséque podría…, no sé…, cambiar, o algo,para que esto funcionara. Pero no mepuedo quedar. No puedo.

Maxon se acercó y se sentó al bordede mi cama.

—America, puede que odies laSelección, y seguro que estásenfadadísima con lo que le ha pasado aMarlee; pero sé que te importo losuficiente como para que no meabandones así.

Le cogí la mano.

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—También me importas lo suficientecomo para poder decirte que estáscometiendo un error.

Veía el dolor en el rostro de Maxon,que me apretaba la mano con fuerza,como si así pudiera retenerme y evitarque desapareciera ante sus ojos.Vacilante, se acercó y me susurró:

—No siempre es tan difícil. Yquiero demostrártelo, pero tienes quedarme tiempo. Puedo demostrarte que enesto hay cosas buenas, pero debes tenerpaciencia.

Cogí aire para rebatirle, pero no medejó.

—Durante semanas, America, me

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has pedido tiempo, y yo te lo he dado sincuestionarme nada, porque tenía fe en ti.Por favor, ahora soy yo quien necesitaque tengas fe.

No sabía qué podría hacer Maxonpara que cambiara de opinión, pero¿cómo no iba a darle tiempo cuando élme lo había dado a mí? Suspiré.

—De acuerdo.—Gracias —el alivio en su voz era

evidente—. Tengo que volver, perovendré a verte pronto.

Asentí. Maxon se puso en pie y semarchó, aunque antes se detuvobrevemente junto a la cama de Celestepara despedirse. Me lo quedé mirando y

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me pregunté si no era una mala ideaconfiar en él.

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Capítulo 12

Tanto las heridas de Celeste comolas mías eran de poca importancia, asíque al cabo de una hora ya estábamos devuelta en nuestras habitaciones. Nosdieron el alta con unos minutos dediferencia, para que no tuviéramos quesalir juntas, cosa que agradecíenormemente.

Cuando doblé la esquina, en lo altode las escaleras, vi que un guardia veníaen mi dirección. Aspen. Aunque ahoraestaba más fuerte y robusto, a causa delentrenamiento, reconocí su forma de

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caminar y su silueta, y otras mil cosasque llevaba muy dentro de mí.

Cuando se acercó, se detuvo parahacerme una reverencia innecesaria.

—El frasco —susurró, y en cuantovolvió a erguirse reemprendió sucamino.

Abrí la puerta y me encontré, entrela sorpresa y el alivio, con que ningunade mis tres doncellas estaba allí. Medirigí al frasco que tenía en mi mesita denoche y vi que el céntimo que habíadentro tenía compañía. Abrí la tapa ysaqué de su interior una hoja de papeldoblada. Qué inteligente por su parte.Mis doncellas probablemente no lo

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habrían visto; y si lo hubieran visto,nunca se les habría ocurrido invadir miintimidad.

Desplegué la nota y leí una lista deinstrucciones muy claras. Al parecer,aquella noche Aspen y yo teníamos unacita.

Las indicaciones eran complicadas.Di un rodeo para llegar a la primeraplanta, donde tenía que buscar unapuerta junto a un jarrón de metro ymedio de altura. Recordaba aquel jarrónde algún paseo anterior por el palacio.¿Qué flor había en el mundo que pudieranecesitar un recipiente tan grande?

Encontré la puerta y miré alrededor

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para comprobar que nadie me viera.Nunca me había encontrado tan libre dela vigilancia de los guardias. No habíanadie a la vista. Abrí la puertalentamente y me colé dentro. La lunabrillaba a través de la ventana, llenandola estancia de una suave luz. Aquello meponía un poco nerviosa.

—¿Aspen? —susurré en laoscuridad, sintiéndome tonta y asustadaa la vez.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh?—dijo su voz, aunque a él no lo veía.

—¿Dónde estás? —pregunté,achinando los ojos para intentardistinguir su silueta. Entonces, a la luz

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de la luna, la sombra de una gruesacortina se movió y él apareció tras ella—. Me has asustado —me quejé, medioen broma.

—No sería la primera vez, y no serála última —contestó, y por su voz supeque sonreía.

Me acerqué a él, tropezando contodos los obstáculos posibles.

—¡Chis! Todo el mundo se enteraráde que estamos aquí si no dejas de tirarcosas —protestó, pero estaba claro quebromeaba.

—Lo siento —dije, reprimiendo unarisita—. ¿No podemos encender unaluz?

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—No. Si alguien ve una luz pordebajo de la puerta, podríandescubrirnos. No pasan mucho por estepasillo, pero prefiero ir con cuidado.

—¿Cómo has sabido de la existenciade esta habitación? —pregunté,acercándome y estableciendo contactopor fin con los brazos de Aspen.

Él tiró de mí, abrazándome, y mellevó hacia la esquina más alejada.

—Soy guardia —dijo, simplemente—. Y se me da muy bien mi trabajo.Conozco todo el recinto del palacio, pordentro y por fuera. Hasta el últimopasaje, todos los escondrijos y hasta lamayoría de las habitaciones secretas.

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También sé los turnos de los guardiasque hay, qué zonas son las menosvigiladas y los momentos del día en quehay menos personal. Si alguna vezquieres moverte a escondidas por elpalacio con alguien, soy la personaideal.

—Increíble —murmuré.Nos sentamos tras el amplio

respaldo de un sofá, sobre una alfombrahecha de luz de luna. Por fin pude verlela cara.

—¿Estás seguro de que no corremospeligro? —a poco que dudara, estabadispuesta a salir corriendo de allí. Porel bien de ambos.

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—Confía en mí, Mer. Tendrían quepasar un número extraordinario de cosaspara que alguien nos encontrara aquí.Estamos a salvo.

Yo seguía preocupada, peronecesitaba tanto que me reconfortaranque me dejé llevar.

Él me rodeó con el brazo y mesujetó.

—¿Cómo estás?Suspiré.—Bien, supongo. He estado muy

triste, y muy enfadada. Me gustaríaretroceder dos días en el tiempo yrecuperar a Marlee. Y también a Carter;ni siquiera pude conocerlo.

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—Yo sí —dijo él, con un suspiro—.Es un tipo estupendo. He oído quedurante el tiempo que duró el castigo nodejó de decirle a Marlee que la quería,para ayudarla a soportarlo.

—Es verdad. Al menos al principio.A mí me echaron antes de que acabara.

Aspen me besó en la cabeza.—Sí, eso también lo he oído. Estoy

orgulloso de que te rebelaras de aquellamanera. Esa es mi chica.

—Mi padre también estabaorgulloso. La reina me dijo que no debíahaber actuado de ese modo, pero queestaba contenta de que lo hubiera hecho.No sé qué pensar. Es como si hubiera

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estado bien y mal a la vez, y además nosirvió para nada.

—Sí sirvió —dijo Aspen,abrazándome con más fuerza—.Significó mucho para mí.

—¿Para ti?Suspiró.—A menudo me pregunto si la

Selección te habrá cambiado. Te estáncuidando constantemente, y tienes todosesos lujos… No dejo de pensar si aúnseguirás siendo la misma America. Esome hizo ver que sí, que todo esto no teha afectado.

—Bueno, sí que me ha afectado,pero no en ese sentido. En realidad, este

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lugar me hace pensar que yo no nacípara esto.

Hundí la cabeza en el pecho deAspen, allí donde solía resguardarmecuando las cosas iban mal.

—Escucha, Mer, lo que tiene Maxones que es un gran actor. Siempre poneesa cara perfecta, como si estuviera porencima de todo. Pero no es más que unapersona, y tiene los mismos problemasque cualquiera. Sé que le aprecias,porque, si no, no seguirías aquí. Perotienes que saber que no es real.

Asentí. Maxon siempre sabía lo quetenía que decir, y mantenía lacompostura en todo momento. ¿Sería así

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siempre? ¿Actuaba también cuandoestaba conmigo? ¿Cómo iba a saberlo?

—Es mejor que lo sepas ahora —prosiguió Aspen—. ¿Y si te casas yluego descubres que era así?

—Tienes razón. Yo también lo heestado pensando.

Las palabras de Maxon en la pistade baile resonaban sin parar en micabeza. Parecía segurísimo de nuestrofuturo, dispuesto a darme tanto… Mehabía hecho creer que lo único quedeseaba era mi felicidad. ¿No se dabacuenta acaso de lo infeliz que era enaquellos momentos?

—Tú tienes un gran corazón, Mer.

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Sé que hay cosas que no puedescambiar, pero me gusta que aun asíquieras hacerlo. Eso es todo.

—Me siento tan tonta… —susurré.De pronto tuve ganas de echarme allorar.

—Tú no eres tonta.—Sí que lo soy.—Mer, ¿tú crees que yo soy listo?—Claro.—Eso es porque lo soy. Y soy

demasiado listo como para enamorarmede una tonta. Así que ya puedes dejar dedecir esas tonterías.

Solté una risita y dejé que Aspen meabrazara.

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—Tengo la impresión de que te hehecho mucho daño. No entiendo cómopuedes seguir enamorado de mí —confesé.

Él se encogió de hombros.—Así son las cosas. El cielo es

azul, el sol brilla y Aspen estáirremediablemente enamorado deAmerica. Así es como diseñaron elmundo. Ahora en serio, Mer: eres laúnica chica a la que he amado. Nopuedo imaginarme con ninguna otra. Heestado intentando prepararme para eso,por si acaso, y… no puedo.

Nos quedamos allí sentados unmomento, abrazándonos. Cada roce de

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sus dedos, la calidez de su aliento en micabello… era como una medicina parami corazón.

—No deberíamos quedarnos aquímucho más —dijo por fin—. Confíobastante en mis cálculos, pero noquisiera arriesgar más de lo debido.

Suspiré. Era como si acabáramos dellegar allí, pero probablemente teníarazón. Hice ademán de ponerme en pie,y Aspen se levantó de un salto paraayudarme. Tiró de mí y me dio un últimoabrazo.

—Sé que es difícil de creer, perosiento mucho que Maxon resultara sertan mal tipo. Yo quería que volvieras,

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pero no que lo pasaras mal. Y sobretodo no de este modo.

—Gracias.—Lo digo de verdad.—Lo sé —Aspen tenía sus defectos,

pero no era un mentiroso—. Pero estono ha acabado. No mientras siga aquí.

—Sí, pero te conozco. Losobrellevarás para que tu familia sigacobrando su dinero y para poder verme,pero él tendría que deshacer el pasadopara arreglar esto.

Solté un suspiro. Así era. Midesapego hacia Maxon crecía y crecía;era como si me estuviera escurriendo deentre sus manos.

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—No te preocupes, Mer. Yo cuidaréde ti.

Aspen no tenía forma de demostrareso en aquel momento, pero le creí.Haría lo que fuera por sus seresqueridos, y yo no tenía ninguna duda deque yo era la persona que él más quería.

La mañana siguiente estuve como enlas nubes, con la mente puesta en Aspendurante todos los preparativos, eldesayuno y mis horas en la Sala de lasMujeres. Estaba en mi mundo, lejos detodo, hasta que un montón de papelessobre la mesa me hicieron volver almundo real.

Levanté la vista y vi a Celeste, que

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me miraba con una mueca desatisfacción. Señaló una de las revistasde cotilleos, abierta por una páginadoble. No tardé ni un segundo enreconocer el rostro de Marlee, aunqueestaba desfigurado por el dolor de losazotes.

—Pensé que debías ver esto —dijoella, y se alejó.

No estaba muy segura de qué queríadecir, pero tenía tantas ganas de saberalgo sobre Marlee que me lancé a leer larevista:

De todas las grandes tradiciones denuestro país, quizá ninguna despierte

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tanta expectación y resulte tanemocionante como la Selección, creadaespecíficamente para traer alegría a unpaís sumido en la tristeza. Parece quetodo el mundo disfruta presenciando lagran historia de amor de un príncipe y sufutura princesa. Cuando Gregory Illéaascendió al trono, hace más de ochentaaños, y su hijo, Spencer, muriórepentinamente, todo el país se puso deluto por la pérdida de un joven tanenigmático y prometedor. Cuando sedecidió que su hijo menor, Damon,heredaría el trono, muchos sepreguntaron si, a sus dieciocho años,estaría preparado. Pero Damon sabía

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que estaba listo para entrar en la vidaadulta, y se decidió a demostrarlo con elmayor compromiso de la vida: elmatrimonio. A los pocos meses nació laSelección, y todo el país se animó antela posibilidad de que una chica delpueblo se convirtiera en la primeraprincesa de Illéa.No obstante, desde entonces, laefectividad de la competición no hacesado de sorprendernos. Aunque en elfondo se base en una idea romántica, hayquien dice que es injusto obligar a lospríncipes a casarse con mujeres de unaposición inferior, aunque nadie puedenegar las aptitudes y la belleza de

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nuestra reina actual, Amberly StationSchreave. Algunos aún recuerdan losrumores sobre Abby Tamblin Illéa, dequien se dice que envenenó a su marido,el príncipe Justin Illéa, solo unos añosdespués de casarse, para despuéscontraer matrimonio con el primo deeste, Porter Schreave, y mantener así lalínea familiar de la dinastía intacta.Aunque aquel rumor nunca se confirmó,lo que está claro es que esta vez laconducta de las mujeres en el palaciotambién ha dado lugar a escándalos.Marlee Tames, ahora convertida en unaOcho, fue sorprendida en un vestidorcon un guardia que la desnudaba, el

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lunes por la noche, tras el baile deHalloween que se había organizadocomo acto destacado de la programaciónde la Selección. El esplendor de lafiesta quedó eclipsado del todo por lairrespetuosa conducta de la señoritaTames, que sumió el palacio en el caosa la mañana siguiente.Pero aparte de las acciones inexcusablesde la señorita Tames, se dice que quizálas chicas que queden en palaciotampoco sean dignas de la corona. Unafuente sin identificar informa de quealgunas de las jóvenes de la Élite estándiscutiendo constantemente, y que nohacen casi ningún esfuerzo por cumplir

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con sus obligaciones. Todo el mundorecuerda la expulsión de Anna Farmer aprincipios de septiembre, después deatacar deliberadamente a la encantadoraCeleste Newsome, modelo de Clermont.Y nuestra fuente confirma que ese no hasido el único encontronazo físicosurgido en el seno de la Élite, lo queobliga a este reportero a cuestionar lavalía del grupo de chicas elegido para elpríncipe Maxon.Cuando preguntamos al rey Clarkson porestos rumores, el monarca se limitó adecir: «Algunas de las chicas procedende castas menos refinadas y no estánacostumbradas a la conducta que se

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espera en el palacio. Está claro que laseñorita Tames no estaba preparadapara convertirse en una Uno. Mi esposatiene unas cualidades especialmentebrillantes y es una de las rarasexcepciones a la norma de las castasbajas. Siempre se ha esmerado paraalcanzar el nivel que corresponde a unareina, y sería difícil encontrar a alguienmás apta para el trono. Pero en el casode algunas de las chicas de las castasmás bajas que quedan en la actualSelección, lo cierto es que no podemosdecir que esperemos tanto de ellas».Aunque Natalie Luca y Elise Whisks sonCuatros, siempre han estado a la altura y

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han mostrado una conducta exquisita decara al público, en particular LadyElise, que es una joven bastantesofisticada. Tenemos que suponer quenuestro rey se refiere a America Singer,la única Cinco que queda desde el iniciode la Selección. Es guapa, pero quizá nolo que espera Illéa de su nueva princesa.De vez en cuando nos divierte con susentrevistas en el Capital Report, pero loque necesitamos es una nueva líder, nouna cómica.También resulta inquietante la noticia deque la señorita Singer intentó liberar ala señorita Tames durante la ejecuciónde su castigo, lo que a la vista de este

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reportero la convierte en cómplice delos actos de traición perpetrados por suamiga, al serle infiel a nuestro príncipe.Con todo ello (y ahora que la señoritaTames ya no es la favorita del público),cabe plantearse una pregunta: ¿quiéndebería ser la nueva princesa?Una encuesta rápida entre nuestroslectores nos ha confirmado lo que yasospechábamos: felicitamos a lasseñoritas Celeste Newsome y KrissAmbers por su empate en la primeraposición de nuestra encuesta. EliseWhisks está en tercer lugar, y NatalieLuca la sigue de cerca. En quintaposición, a mucha distancia de la cuarta,

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aparece (como no podía ser de otromodo) America Singer.Creo que hablo por toda Illéa al animaral príncipe Maxon a que se tome sutiempo para encontrar una buenaprincesa para el país. Hemos evitadopor poco una opción desastrosa aldescubrir la verdadera naturaleza de laseñorita Tames antes de que tuvieraocasión de ponerse la corona.Quienquiera que sea la escogida,príncipe Maxon, asegúrese de que semerece el puesto. ¡Que también se ganeel amor del pueblo!

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Capítulo 13

Salí corriendo de la sala. Estabaclaro que Celeste no lo había hecho conbuena intención. Quería mostrarme cuálera mi lugar. ¿Por qué me molestaba enseguir con aquello? El rey esperaba quefracasara, el público no me quería y yoestaba segura de que no estaba hechapara ser princesa.

Subí las escaleras a toda prisa y ensilencio, intentando no llamar laatención. No había modo de saber cuálera la fuente anónima de la revista.

—Señorita —dijo Anne, cuando

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atravesé el umbral—, pensé que estaríaabajo hasta la hora del almuerzo.

—¿Podéis dejarme sola, por favor?—¿Perdón?Resoplé, intentando controlarme.—Necesito estar sola. Por favor.Sin decir palabra, hicieron una

reverencia y salieron. Me dirigí alpiano. Quería distraerme, dejar depensar en aquello. Toqué unas cuantascanciones que me sabía de memoria,pero aquello resultaba demasiado fácil.Necesitaba algo que requiriera miatención.

Me puse en pie y hurgué bajo labanqueta en busca de algo más difícil.

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Hojeé unas cuantas partituras hasta queapareció el borde de un libro. ¡El diariode Gregory Illéa! Me había olvidadocompletamente de que estaba allí.Aquello sería una gran distracción.

Me llevé el libro a la cama y lo abrí,pasando las viejas páginas yexaminándolas. Reparé en la página conla fotografía de Halloween, aquel retratoforzado que ya había visto antes, y volvía leer el fragmento:

Este año los niños han celebradoHalloween con una fiesta. Supongo quees una forma de olvidar lo que pasa a sualrededor, pero a mí me parece frívolo.

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Somos una de las pocas familias quequedan que tienen dinero para haceralgo festivo, pero este juego de niños meparece tirar el dinero.

Volví a mirar la foto, preguntándomepor la niña. ¿Qué edad tendría? ¿Cuálsería su ocupación? ¿Le gustaría ser lahija de Gregory Illéa? ¿La haría eso muypopular?

Pasé la página y me encontré conque no hablaba de otro tema, sino queseguía la entrada sobre Halloween.

Supongo que después de la invasiónchina pensé que nos daríamos cuenta de

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nuestros errores. Para mí era evidente lovagos que nos habíamos vuelto, sobretodo en los últimos tiempos. No es deextrañar que China pudiera invadirnostan fácilmente, ni tampoco que noscostara tanto plantear resistencia.Hemos perdido ese espíritu que hacíaque la gente se lanzara a cruzar océanosy a afrontar duros inviernos y guerrasciviles. Nos hemos vuelto vagos. Ymientras nosotros estábamos ahí, sinhacer nada, China cogió las riendas.En los últimos meses en particular, hesentido la necesidad de aportar algo másque dinero a nuestra campaña bélica.Quiero tomar el mando. Tengo ideas, y

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ya que he hecho donaciones tangenerosas, quizá sea el momento deaumentar la apuesta. Lo que necesitamoses un cambio. No puedo evitarpreguntarme si seré la única persona quepuede llevarlo a cabo.

Me estremecí. No podía evitarcomparar a Maxon con su predecesor.Gregory parecía tener una graninspiración. Estaba intentando cogeralgo roto y recomponerlo. Me preguntéqué diría de la monarquía si estuvieraahí en aquel momento.

Cuando Aspen abrió la puerta de mihabitación por la noche, estuve a punto

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de contarle lo que había leído. Perorecordé que ya le había mencionado ami padre la existencia de aquel diario, ysolo con eso ya había roto mi promesa.

—¿Cómo ha ido el día? —mepreguntó, arrodillándose junto a micama.

—Bien, supongo. Celeste me haenseñado un artículo… —sacudí alcabeza—. Ni siquiera sé si quierohablar de ello. Me tiene harta.

—Supongo que ahora que se ha idoMarlee, Maxon no enviará a nadie acasa hasta dentro de un tiempo, ¿eh?

Me encogí de hombros. Sabía que elpúblico estaba aguardando una

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eliminación, y lo sucedido con Marleeles había dado un espectáculo muysuperior al que se esperaban.

—Venga… —dijo él, arriesgándosea tocarme a la luz de la puerta, abiertade par en par—. Todo saldrá bien.

—Lo sé. Pero es que la echo demenos. Y me siento confusa.

—¿Confusa por qué?—Por todo. Sobre lo que hago aquí,

lo que soy. Pensé que lo sabía… Nisiquiera sé explicarlo —Últimamenteparecía que el problema era justo ese.Los pensamientos se me entremezclaban.No tenía las ideas claras.

—Tú sabes quién eres, Mer. No

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dejes que te cambien —parecía tansincero que por un momento me sentísegura. No porque tuviera respuestas,sino porque contaba con Aspen. Sialguna vez volvía a perder la noción demí misma, sabía que él estaría ahí paraguiarme.

—Aspen, ¿te puedo preguntar unacosa?

Asintió.—Sé que es algo raro, pero si ser

princesa no supusiera casarse conalguien, si no fuera más que un trabajopara el que pudieran seleccionarme,¿crees que sería capaz de hacerlo?

Sus ojos verdes se abrieron aún más

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por un segundo, mientras asimilaba lapregunta. Debo decir en su favor queestaba claro que se planteaba laposibilidad.

—Lo siento, Mer, pero creo que no.Tú no eres tan calculadora como ellos—dijo.

Su tono era de disculpa, pero no meofendía que pensara que no pudierahacerlo. Era su razonamiento lo que mesorprendió un poco.

—¿Calculadora? ¿Y eso?Él suspiró.—Yo estoy por todas partes, Mer.

Oigo cosas. Hay grandes altercados enel sur, en las zonas con mayor

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concentración de castas bajas. Por loque dicen los guardias más veteranos,esa gente nunca estuvo especialmente deacuerdo con los métodos de GregoryIlléa, y los altercados se suceden desdehace mucho tiempo. Según dicen, ese fueuno de los motivos por los que la reinaresultaba tan atractiva para el rey.Procedía del sur, y eso los aplacó untiempo. Aunque ahora parece que ya notanto.

Volví a plantearme hablarle deldiario, pero no lo hice.

—Eso no explica qué querías decircon lo de «calculadora».

Él dudó por un momento.

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—El otro día estaba en uno de losdespachos, antes de todo el jaleo deHalloween. Hablaban de lossimpatizantes de los rebeldes del sur.Me ordenaron que llevara unas cartas alDepartamento de Correos. Eran más detrescientas cartas, America. Trescientasfamilias a las que iban a degradar, abajarles una casta por no informar dealgo o por colaborar con alguienconsiderado una amenaza para elpalacio.

Di un respingo.—Ya. ¿Te lo puedes imaginar? ¿Y si

fueras tú, y lo único que supieras hacerfuera tocar el piano? De pronto se

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supone que tendrías que trabajar deempleada. ¿Sabrías siquiera dónde ir abuscar ese tipo de trabajo? El mensajeestá bastante claro.

Asentí.—¿Y tú…? ¿Maxon lo sabe?—Supongo. No falta tanto para que

él mismo gobierne el país.En el fondo de mi corazón no quería

creer que él hubiera podido estar deacuerdo con aquello, pero lo másprobable es que supiera lo que estabapasando. Se esperaba de él que aceptaratodas aquellas cosas. ¿Podría hacerloyo?

—No se lo digas a nadie, ¿vale? Una

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filtración podría costarme el empleo —me advirtió Aspen.

—Claro. Ya está olvidado.Me sonrió.—Echo de menos el tiempo que

pasaba contigo, lejos de todo esto.Añoro nuestros problemas de antes.

Me reí.—Sé lo que quieres decir.

Escaparme por la ventana era muchomejor que escabullirme por un palacio.

—E ir mendigando un céntimo parapoder dártelo a ti era mejor que no tenernada que darte en absoluto —dijo,dando un golpecito al frasco junto a lacama, en el que antes había cientos de

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monedas de céntimo que me había idodando por cantarle en la casa del árbolde mi casa, un pago que él considerabaque me merecía—. No tenía ni idea deque los habías ido ahorrando hasta eldía antes de que te fueras.

—¡Claro que sí! Cuando tú noestabas, eran lo único a lo que me podíaagarrar. A veces me los echaba sobre lamano, encima de la cama, solo paraagarrarlos y volver a meterlos en elfrasco. Era agradable tener algo quehabías tocado tú antes —nuestros ojosse encontraron, y al momento todo lodemás quedó muy lejos. Resultabareconfortante encontrarme de nuevo en

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aquella burbuja, en el lugar quehabíamos creado años atrás—. ¿Quéhiciste con ellos? —me enfadé tanto conél cuando me marché que se los habíadevuelto. Todos, salvo el que se habíaquedado pegado al fondo del frasco.

Él sonrió.—Están en casa, esperando.—¿El qué?Los ojos le brillaron.—Eso no lo sé.Suspiré y sonreí.—Muy bien, guárdate tus secretos. Y

no te preocupes por no poder darmenada. Estoy contenta solo con que estésaquí, que al menos tú y yo podamos

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arreglar las cosas, aunque no sea comoantes.

Pero estaba claro que para Aspenaquello no bastaba. Acercó la mano alpuño de la otra manga y se arrancó unode los botones dorados.

—No tengo nada más que darte,literalmente, pero puedes guardar esto,algo que he tocado yo, y pensar en mí encualquier momento. Y sabrás que yotambién estoy pensando en ti.

Por tonto que pareciera, me entraronganas de llorar. Era inevitable, elinstinto natural que me hacía comparar aAspen con Maxon. Incluso en aquelmismo instante, cuando la idea de tener

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que elegir entre los dos quedaba muylejos, los comparé mentalmente.

Daba la impresión de que a Maxonno le costaba nada darme cosas —recuperar una fiesta, asegurarse de quetuviera todo lo mejor— porque tenía elmundo entero a su disposición. Y, sinembargo, ahí estaba Aspen, dándome suspreciosos momentos robados y unrecuerdo minúsculo para mantener elvínculo, y daba la impresión de que eramucho más que todo lo otro.

De pronto recordé que Aspensiempre había sido así. Sacrificaba elsueño por mí, se arriesgaba a que lepillaran tras el toque de queda por mí,

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iba reuniendo céntimo tras céntimo pormí. Su generosidad era más difícil dever porque no podía hacer grandesregalos como Maxon, pero ponía muchomás corazón en lo que daba.

Reprimí las ganas de llorar.—Ahora no sé cómo hacerlo. Tengo

la sensación de que no sé hacer nadabien… Yo… no te he olvidado, ¿vale?Sigue aquí —me llevé la mano al pecho,en parte para mostrarle a Aspen lo quequería decir y en parte para aliviar laextraña nostalgia que sentía.

Él lo entendió.—Me basta con eso.

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Capítulo 14

A la mañana siguiente, a la hora deldesayuno, observé a Maxon condisimulo. Me preguntaba qué sabría dela gente que había perdido su casta en elsur. Él solo miró una vez en midirección, pero no parecía que meestuviera mirando a mí, sino a algo quetuviera cerca. Cada vez que me sentíaincómoda, bajaba la mano y tocaba elbotón de Aspen, que me había atado auna fina cinta a modo de pulsera.Aquello me ayudaría a soportar aquellasituación.

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Hacia el final de la comida, el rey sepuso en pie y todas nos giramos hacia él.

—Como ya sois tan pocas, penséque sería agradable tomar el té mañanatodos juntos, antes del Report. Dado queuna de vosotras será nuestra nuera, lareina y yo querríamos tener másocasiones de hablar con vosotras, saberlo que os interesa, y cosas así.

Aquello me puso un poco nerviosa.Tratar con la reina era una cosa, pero nosabía muy bien qué pensar del rey.

Mientras las otras chicas atendíancon ilusión, yo le di un sorbito a mizumo.

—Por favor, venid una hora antes

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del Report al salón de la planta baja. Sino lo conocéis, no os preocupéis. Laspuertas estarán abiertas, y habrá música.Nos oiréis antes de vernos —dijo, conuna risita.

Las otras chicas sonrieron.Al poco rato, todas fuimos a la Sala

de las Mujeres. Suspiré. A vecesaquella sala, por enorme que fuera, medaba claustrofobia. Normalmenteintentaba relacionarme con las demás, oaprovechaba para leer. Pero aquel sería«un día Celeste». Decidí colocarmefrente al televisor y evadirme.

Pero no fue tan fácil, pues las chicasparecían estar especialmente

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parlanchinas.—Me pregunto qué querrá saber el

rey de nosotras —dijo Kriss.—Tendremos que acordarnos de

todo lo que nos ha enseñado Silvia paramantener el porte y la elegancia —apuntó Elise.

—Espero que mis doncellas tenganpreparado un buen vestido para mañanapor la noche. No quiero pasar otra vezpor lo de Halloween. A veces estáncomo en la Luna —soltó Celeste,aparentemente molesta.

—Ojalá el rey se dejara barba —dijo Natalie, dejando volar laimaginación. Me giré y, por encima del

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hombro, la vi acariciándose una barbaimaginaria en la barbilla—. Creo que lequedaría bien.

—Sí, ya lo veo —bromeó Kriss,antes de cambiar de tema.

Meneé la cabeza e intentéconcentrarme en el ridículo espectáculoque tenía delante, pero me resultóimposible.

A la hora del almuerzo estaba hechaun manojo de nervios. ¿Qué querríadecirme a mí, la chica de la casta másbaja de todo el concurso? ¿De quéquerría hablar con alguien de quienesperaba tan poco?

El rey Clarkson tenía razón. Oí la

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suave melodía del piano mucho antes deencontrar el salón. El músico era bueno.Mejor que yo, eso estaba claro.

Vacilé antes de entrar. Decidí haceruna pausa antes de hablar, sopesar bienmis palabras. Me di cuenta de que loque quería era demostrarle que estabaerrado. Y deseaba demostrar que elreportero de la revista también seequivocaba. Aunque perdiera, no queríairme a casa como una perdedora. Mesorprendió lo mucho que significabapara mí.

Atravesé el umbral y lo primero quevi fue a Maxon de pie, junto a la paredtrasera del salón, hablando con Gavril

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Fadaye. El hombre estaba bebiendovino, no té, y de pronto se dio cuenta deque Maxon no le prestaba atención. Losojos de Maxon se plantaron en mí, yjuraría que con los labios articuló un«¡Uau!».

Volví la cabeza, me ruboricé y meaparté de allí. Corrí el riesgo de volvera mirarlo y observé que me seguía conla mirada. Me costaba pensarracionalmente cuando me miraba así.

El rey Clarkson estaba hablando conNatalie en una esquina, y la reinaAmberly departía con Celeste en otra.Elise daba sorbitos a su té, y Krissestaba paseando por la sala. Me la

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quedé mirando mientras pasaba junto aMaxon y Gavril, a quien dedicó unasonrisa. Kriss dijo algo, y ambossoltaron una risita, sin perder de vista aMaxon.

Al cabo de un rato se me acercó.—Llegas tarde —me regañó, en tono

de broma.—Estaba un poco nerviosa.—Bueno, no hay de qué

preocuparse. En realidad ha sido hastadivertido.

—¿Tú ya has acabado? —si el reyya había terminado de hablar al menoscon dos de las chicas, quería decir quetenía menos tiempo del que me pensaba

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para prepararme.—Sí. Siéntate conmigo. Podemos

tomar un poco de té mientras esperas.Kriss me llevó a una mesita, y una

doncella se nos acercó inmediatamente ynos puso el té, la leche y el azúcardelante.

—¿Qué te ha preguntado?—En realidad ha sido una

conversación informal. No creo que suintención sea obtener ningunainformación; es más bien como siquisiera hacerse una idea de nuestrapersonalidad. ¡En una ocasión le hehecho reír! —dijo, encantada—. Ha idomuy bien. Y tú eres divertida por

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naturaleza, así que háblale como lehablarías a cualquier otra persona. Teirá bien.

Asentí y levanté mi taza de té. Talcomo lo presentaba, sonaba bien. A lomejor el rey no era igual siempre. A lahora de enfrentarse a amenazas para elpaís podía ser frío y decidido, actuarcon rapidez y determinación. Pero estono era más que un té con un puñado dechicas. No necesitaba actuar igual connosotras.

La reina ya había dejado a Celeste yestaba hablando en voz baja con Natalie,cuya mirada era adorable. Durante untiempo me había llegado a molestar

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aquella expresión de soñadora inocente;pero era una persona sencilla, yresultaba reconfortante.

Le di un sorbito a mi té. El reyClarkson se acercó a Celeste, y ella lededicó una sonrisa seductora. Aquellome resultó un poco incómodo. ¿Dóndeestaban sus límites? Kriss se inclinópara tocar mi vestido.

—Este tejido es precioso. Con tucabello, recuerdas una puesta de sol.

—Gracias —respondí, parpadeando.La luz le daba en el collar, que le cubríala garganta con una explosión de plata, yel brillo me cegó por un momento—.Mis doncellas son unas artistas.

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—Desde luego. ¡Las mías me gustan,pero, si llego a ser princesa, te robo lastuyas!

Se rió, quizá para dejar claro queera una broma, aunque quizá no lo fuera.En cualquier caso, la idea de que misdoncellas le hicieran sus vestidos meincomodó. Aun así, sonreí.

—¿Qué es lo que es tan divertido?—preguntó Maxon, que se habíaacercado.

—Cosas de chicas —respondióKriss, haciéndose la interesante.Realmente tenía su tarde—. Estabaintentando tranquilizar a America. Estánerviosa por tener que hablar con tu

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padre.«Qué bien. Gracias por ponerme en

evidencia, Kriss».—No tienes que preocuparte por

nada. Sé natural. Estás fantástica —dijoMaxon, con una sonrisa franca. Estabaclaro que intentaba restablecer lacomunicación conmigo.

—¡Eso es lo que le he dicho! —exclamó Kriss.

Ambos se miraron, y dio laimpresión de que estaban en el mismoequipo. Era algo extraño.

—Bueno, os dejo con vuestras cosasde chicas. Hasta otro rato —Maxonesbozó una reverencia y se fue con su

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madre.Kriss suspiró y se lo quedó mirando

mientras se alejaba.—Es todo un personaje —dijo,

sonriéndome un instante, y luego se fue ahablar con Gavril.

Me quedé observando loselaborados movimientos de la gente porel salón, parejas que se formaban parahablar, que se separaban y buscabannuevos interlocutores. Incluso me gustóque Elise viniera a hacerme compañía alrincón, aunque no dijo gran cosa.

—Bueno, señoritas, se nos ha hechotarde —anunció el rey—. Tenemos queir bajando.

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Miré el reloj: estaba en lo cierto.Teníamos unos diez minutos para llegaral plató y prepararnos.

No parecía que importara mucho loque yo pensara de ser princesa, o cuálesfueran mis sentimientos por Maxon, o loque sintiera en general. Era evidente queel rey tenía tan claro que no era unacandidata al triunfo que ni siquiera levalía la pena molestarse en hablarconmigo. Había sido excluida, quizásincluso a propósito, y nadie se habíadado cuenta siquiera.

Aguanté el tipo a lo largo delReport. Incluso mantuve la composturahasta que mis doncellas se fueron. Pero

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en cuanto me quedé sola me vine abajo.No estaba segura de qué le diría a

Maxon cuando se presentara, pero alfinal aquello tampoco importó. No vino.Y no pude evitar preguntarme quiénestaría disfrutando de su compañía.

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Capítulo 15

Mis doncellas fueron un encanto. Nome preguntaron por mis ojos hinchadosni por las almohadas manchadas delágrimas. Simplemente me ayudaron arecomponerme. Yo me dejé mimar,agradecida por sus atenciones. Seportaron de maravilla conmigo. ¿Seríanigual de encantadoras con Kriss si alfinal ella ganaba y las incluía en suservicio?

Me las quedé mirando mientraspensaba en aquello, y me sorprendí alobservar la tensión que se respiraba

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entre ellas. Mary parecía estar más omenos bien, quizás algo preocupada.Pero daba la impresión de que Anne yLucy evitaban mirarse deliberadamentey que no hablaban, a menos que fueranecesario.

No entendía en absoluto qué era loque sucedía, y no sabía si debíapreguntar. Ellas nunca se inmiscuían enmi tristeza o mi rabia. Quizá lo correctopor mi parte fuera no meterme en suscosas.

Intenté que el silencio no me afectaramientras ellas me peinaban y me vestíanpara pasar un largo día en la Sala de lasMujeres. No veía el momento de

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ponerme uno de aquellos pantalones queMaxon me había regalado para lossábados, pero no parecía que fuera elmomento. Si aquello era mi declive,quería plantar cara como una dama. Almenos, haría un esfuerzo.

Mientras me disponía a afrontar otrodía de té y libros, vi que las otrascharlaban de la noche anterior. Bueno,todas menos Celeste, que tenía unascuantas revistas de cotilleos esperandopara leer. Me pregunté si la que teníaentre las manos decía algo de mí.

Estaba planteándome si debíacogérsela cuando Silvia entró con unosgruesos pliegos de papeles bajo los

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brazos. Genial. Más trabajo.—¡Buenos días, señoritas! —

canturreó—. Se que estánacostumbradas a recibir visitas lossábados, pero hoy la reina y yo tenemosun encargo especial que hacerles.

—Sí —dijo la reina, acercándose—.Sé que es algo precipitado, pero lasemana que viene tendremos unasvisitas. Van a hacer un recorrido por elpaís, y pasarán por el palacio paraconocerlas a todas.

—Como ya saben, la reina sueleencargarse de recibir a los invitadosimportantes. Ya vieron con quéelegancia atendió a nuestros amigos de

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Swendway —afirmó Silvia, haciendo ungesto hacia la reina, que a su vez sonriócon recato—. No obstante, los visitantesque recibiremos, de la FederaciónGermánica y de Italia, son aún másimportantes que la familia real deSwendway. Y hemos pensado que estavisita será un excelente ejercicio paratodas ustedes, ya que últimamente hemosdedicado una especial atención a ladiplomacia. Trabajarán en equipos parapreparar una recepción para losinvitados que se les asignen, incluidauna comida, algunos entretenimientos,regalos… —explicó Silvia.

Tragué saliva.

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—Es muy importante mantener lasrelaciones que ya tenemos, pero tambiénforjar nuevas alianzas con otros países.Contamos con normas de protocolo pararelacionarnos con estos invitados, asícomo guías sobre lo que se debe evitar ala hora de organizarles algunos actos.No obstante, los detalles quedan de lamano de ustedes.

—Queríamos que el ejercicio fueralo más justo posible —intervino la reina—. Y creo que lo hemos sabidocompensar. Celeste, Natalie y Eliseorganizarán una recepción. Kriss yAmerica se encargarán de la otra. Ycomo tenéis una persona menos,

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dispondréis de un día más. Nuestrosvisitantes de la Federación Germánicallegarán el miércoles, y los italianos loharán el jueves.

—¿Quiere decir que tenemos cuatrodías? —protestó Celeste.

—Sí —respondió Silvia—. Pero unareina tiene que hacer todo ese trabajosola, y a veces con menos tiempo.

Una sensación de pánico se adueñódel ambiente.

—¿Nos da la documentación, porfavor? —pidió Kriss, tendiendo lamano.

Instintivamente, yo también tendí lamía. A los pocos segundos ya estábamos

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devorando toda aquella información.—Esto va a ser duro —dijo Kriss—,

incluso con el día de más.—No te preocupes —la tranquilicé

—. Vamos a ganar.Ella soltó una risita nerviosa.—¿Cómo puedes estar tan segura?—Porque de ningún modo voy a

permitir que Celeste lo haga mejor queyo —respondí, decidida.

Tardamos dos horas en leer todoaquel tocho, y una más en asimilar loque decía. Había muchísimas cosasdiferentes que tener en cuenta,muchísimos detalles que planear. Silviadijo que estaría a nuestra disposición,

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pero yo tenía la sensación de quepedirle ayuda sería admitir que nopodíamos hacerlo solas, así que lodescartamos.

La creación del entorno adecuadoiba a ser todo un reto. No se nospermitía usar flores rojas, pues seasociaban con el secretismo. Tampocopodíamos emplear las amarillas, pues serelacionaban con la envidia. Ni tampocopodíamos utilizar las de color violeta,pues se suponía que daban mala suerte.

Tanto los vinos como la comidadebían ser cuantiosos. El lujo no seconsideraba una muestra de presunción,sino una manifestación normal del

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ambiente palaciego. Si no estaba a laaltura y no se impresionaba a losinvitados, estos podrían decidir novolver nunca más. Además de todo eso,las cosas que se suponía que teníamosque haber aprendido —es decir, lasnormas de etiqueta en la mesa y cosasasí— debían adaptarse a una cultura dela que ni Kriss ni yo teníamos ningúnconocimiento, más allá de lainformación impresa que nos habíanentregado.

Era algo increíblementeintimidatorio.

Nos pasamos el día tomando notas yponiendo ideas en común, mientras las

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otras hacían lo mismo en una mesacercana. Al ir pasando la tarde, ambosgrupos nos íbamos quejando de quiéntenía la peor situación, y al cabo de unrato resultó hasta divertido.

—Al menos vosotras dos tenéis undía más para prepararlo —dijo Elise.

—Pero Illéa y la FederaciónGermánica ya son aliados. ¡Puede que alos italianos les parezca fatal todo loque hagamos! —adujo Kriss,preocupada.

—¿Sabéis que nosotras tenemos quevestirnos con colores oscuros? —sequejó Celeste—. Va a ser una recepciónmuy… rígida.

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—Tampoco nosotras querríamos irdemasiado ostentosas —observóNatalie, agitándose un poco en la silla.Se rió de su propia broma, y yo sonreíantes de volver a lo nuestro.

—Bueno, la nuestra se supone quetiene que ser de lo más festiva. Y todastenéis que llevar vuestras mejores joyas—indiqué—. Debemos dar una primeraimpresión espléndida, y el aspecto esmuy importante.

—Menos mal que podré lucir unpoco en uno de estos dos actos tanestúpidos —suspiró Celeste, meneandola cabeza.

Estaba claro que aquello suponía un

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gran esfuerzo para todas. Después de loocurrido con Marlee y de sentirmedescartada por el rey, ver que aquellonos hacía sufrir a todas, de algún modo,me reconfortaba. Pero eso no evitó queviviera algún episodio de paranoia antesde que acabara el día: estabaconvencida de que alguna de las otraschicas —Celeste, en particular— podríaintentar sabotear nuestra recepción.

—¿Confías completamente en tusdoncellas? —le pregunté a Kriss a lahora de cenar.

—Sí. ¿Por qué?—Me pregunto si no deberíamos

guardar algunas de estas cosas en

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nuestras habitaciones en lugar dedejarlas en el salón. Ya sabes, para quelas otras no intenten robarnos las ideas—dije. Era mentira, pero no del todo.

—Me parece bien —respondió ella—. Especialmente porque nosotrasvamos detrás, y podría parecer que noshemos copiado.

—Exacto.—Qué lista eres, América. No es de

extrañar que a Maxon le gustaras tanto—dijo, y siguió comiendo.

No se me pasó por alto aquel modode usar el pasado como quien no quierela cosa. A lo mejor mientras yo mepasaba los días preocupada por ser lo

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suficientemente buena como paraconvertirme en princesa, sin saber almismo tiempo si deseaba serlo, Maxonse estaba olvidando completamente demí.

Me convencí de que no era más queun recurso de Kriss para aumentar suconfianza. Además, no habían pasadomás que unos días desde lo de Marlee.¿Qué podía saber ella?

El penetrante alarido de una sirename despertó de golpe. Aquel sonidoestaba tan fuera de lugar que no podía niprocesar lo que era. Lo único que sabíaera que el corazón me golpeaba confuerza en el pecho. Noté el subidón de

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adrenalina.Al cabo de un instante, la puerta de

mi habitación se abrió de golpe y unguardia entró a la carrera.

—Maldición, maldición, maldición—repetía.

—¿Eh? —dije yo, aún adormilada.—¡Levanta, Mer! —me apremió, y

yo obedecí—. ¿Dónde tienes loszapatos?

Zapatos. Así que iba a algún sitio.Hasta entonces no lo entendí. Maxon mehabía hablado de que se disparaba unaalarma cuando se presentaban losrebeldes, pero que en un ataque recientela habían desmantelado. Debían de

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haberla reparado.—Aquí —dije, cuando por fin los

encontré, calzándome—. Necesito labata —señalé a los pies de la cama, yAspen la agarró, intentando abrirla paraque me la pusiera.

—No te preocupes. La llevo en lamano.

—Tienes que darte prisa. No sé aqué distancia están.

Asentí y me dirigí hacia la puerta,con la mano de Aspen en la espalda.Pero antes de llegar al pasillo me hizoretroceder de un tirón, y me plantó unbeso profundo e intenso en la boca.Tenía su mano tras la cabeza, y se quedó

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pegado a mis labios un buen rato. Luego,como si de pronto hubiera olvidado elpeligro que corríamos, con la otra manome agarró de la cintura y el beso se hizomás apasionado. Hacía mucho tiempoque no me besaba así: entre misvacilaciones y el miedo a que nospillaran, no había habido motivo parahacerlo. Pero aquella noche sentía laurgencia. Quizás algo saliera mal, yaquel podía ser nuestro último beso.

Quería que fuera importante.Nos separamos, concediéndonos

apenas un segundo para mirarnos denuevo. Esta vez me pasó la manoalrededor del brazo y me empujó hacia

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la puerta.—Ve, corre.Salí corriendo en dirección al pasaje

secreto que había al final del pasillo.Antes de empujar el tabique, miré atrásy vi la espalda de Aspen, que giraba laesquina a la carrera.

No podía hacer nada más que correr,y eso es lo que hice. Bajé por laescarpada y oscura escalinata todo lorápido que pude, hasta llegar al refugioreservado para la familia real.

Maxon me había contado una vezque había dos tipos de rebeldes: losnorteños y los sureños. Los norteñoseran problemáticos, pero los sureños

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eran letales. Esperaba que,quienesquiera que fueran, estuvieranmás interesados en alterar la paz delpalacio que en matarnos.

A medida que fui bajando lasescaleras empecé a sentir el frío. Queríaponerme la bata, pero tenía miedo detropezar y caerme. Me sentí más seguracuando vi la luz de la cámara deseguridad. Salté del último escalón, y viuna figura que destacaba entre lassiluetas de los guardias. Maxon. Aunqueera tarde, iba vestido con pantalones devestir y una camisa, algo arrugada peropresentable.

—¿Soy la última? —pregunté,

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poniéndome la bata mientras meacercaba.

—No —respondió él—. Kriss aúnsigue ahí fuera. Y Elise también.

Miré tras de mí, hacia el oscuropasillo que parecía no tener fin. A loslados distinguí el perfil de tres o cuatroescaleras que ascendían hasta diferentespuertas secretas del palacio. Estabanvacías. Si Maxon no me había engañado,no sentía una devoción especial porKriss y Elise, pero la preocupación ensus ojos era innegable. Se frotó la sien yestiró el cuello, como si aquello pudieraayudarle. Ambos mirábamos a lo lejos,en dirección a las escaleras, mientras

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los guardias se acercaban a la puerta,evidentemente ansiosos por cerrarla.

De pronto suspiró y se llevó lasmanos a las caderas. Luego, sin previoaviso, me abrazó. No pude evitaragarrarlo con fuerza.

—Sé que probablemente seguirásdisgustada, y lo entiendo. Pero mealegro de que estés a salvo.

Maxon no me había tocado desdeHalloween. No había pasado ni unasemana, pero, por algún motivo, meparecía una eternidad. Quizá por todo loque había pasado aquella noche, y nosolo eso, sino por todo lo que habíaocurrido en los días previos.

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—Yo también estoy contenta de queestés a salvo.

Me agarró más fuerte. De prontosoltó un grito ahogado.

—Elise.Me giré y vi una fina silueta bajando

las escaleras. ¿Dónde estaba Kriss?—Deberíais entrar —nos apremió

Maxon—. Silvia os espera.—Luego hablamos.Me dedicó una sonrisa tenue y

esperanzada, y asintió. Entré en la sala,con Elise pegada a mis talones. Vi queestaba llorando. Le pasé un brazoalrededor del hombro, y ella hizo lomismo, reconfortada.

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—¿Dónde estabas? —le pregunté.—Creo que mi doncella está

enferma. Tardó un poco en venir aayudarme. Y luego me asusté tanto conla alarma que me confundí y norecordaba adónde tenía que ir. Apretécuatro paredes diferentes antes deencontrar la buena —dijo, sacudiendo lacabeza a modo de reproche hacia símisma.

—No te preocupes —la tranquilicé,abrazándola—. Ahora ya estás a salvo.

Ella asintió, intentando controlar larespiración. De las cinco quequedábamos, era sin duda la mássensible.

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Al avanzar hacia el interior, vi al reyy a la reina sentados uno junto al otro,ambos en bata y zapatillas. El rey teníaun montoncito de papeles sobre elregazo, como si quisiera aprovechar eltiempo allí abajo para trabajar. Unadoncella le masajeaba la mano a lareina. Ambos tenían el gesto serio.

—¿Qué? ¿Esta vez no traecompañía? —bromeó Silvia, desviandomi atención.

—No estaban conmigo —dije,preocupada de pronto por la seguridadde mis doncellas. Ella sonrióamablemente.

—Estoy segura de que estarán bien.

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Por aquí.La seguimos hasta una hilera de

camas colocadas junto a una paredirregular. La última vez que habíabajado a aquel lugar había quedadoclaro que los encargados delmantenimiento de aquella sala noestaban preparados para el caos quesuponía acoger a todas las chicas de laSelección. Desde entonces habían hechoprogresos, pero aún no estaba en estadoóptimo. Había seis camas.

Celeste estaba hecha un ovillo en lamás próxima a los reyes, aunque todaslas camas quedaban a cierta distancia deellos. Natalie se había colocado en la de

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al lado y se estaba retorciendomechones de pelo con los dedos.

—Me gustaría que durmierais.Todas tenéis una semana de muchotrabajo por delante, y no vais a poderorganizar nada si estáis agotadas —dijoSilvia, y luego se fue, probablemente enbusca de Kriss.

Elise y yo suspiramos. No podíacreer que nos hicieran pasar por todoaquel jaleo de las recepciones. ¿No eraya de por sí aquello suficientementetenso? Nos separamos y nos dirigimos anuestras camas, una junto a la otra. Eliseenseguida se metió bajo las mantas,agotada.

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—¿Elise? —dije, en voz baja. Ellase giró y me miró—. Si necesitas algodímelo, ¿vale?

—Gracias —respondió ella con unasonrisa.

—De nada.Se dio media vuelta; al cabo de unos

segundos parecía que se había quedadodormida. Y así fue, pues no se giró, peseal estruendo que llegó desde la puerta.Miré atrás y vi a Maxon, que llevaba aKriss en brazos, con Silvia a su lado. Encuanto pasaron, volvieron a cerrar lapuerta herméticamente.

—Me he caído —explicó Kriss aSilvia, que parecía muy agitada—. No

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creo que me haya roto el tobillo, perome duele mucho.

—Hay vendas atrás. Al menospodemos inmovilizarlo —propusoMaxon.

Silvia se puso en marcha enseguida,y pasó a nuestro lado en busca de lasvendas.

—¡A dormir! ¡Venga! —nos ordenó.Suspiré, y no fui la única. Natalie lo

llevaba bien, pero Celeste parecía muyirritada. Y eso me hizo examinarme a mímisma: si mi comportamiento se parecíaen algo al de aquella chica, tenía quecambiarlo. Aunque no tenía ganas, memetí en mi cama y me puse de cara a la

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pared.Procuré no pensar en Aspen,

luchando por allí arriba, ni en misdoncellas, que quizá no llegaran a surefugio a tiempo. Intenté no preocuparmepor la semana siguiente ni por laposibilidad de que los rebeldes fueransureños y que quisieran perpetrar unamatanza en el palacio mientras nosotrasdormíamos.

Pero no pude evitarlo y pensé entodo aquello. Y resultó tan agotador queal final acabé durmiéndome en aquelcatre frío y duro.

Cuando me desperté, no sabía quéhora era, pero debían de haber pasado

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horas. Me di la vuelta y vi a Elise, queseguía durmiendo tranquilamente. El reyestaba leyendo sus papeles, hojeándolostan rápidamente que parecía estarfurioso con ellos. La reina tenía lacabeza apoyada en el respaldo de susilla. Cuando dormía aún estaba másguapa.

Natalie seguía dormida, o al menoseso parecía. Pero Celeste estabadespierta, apoyada en un brazo ymirando al otro extremo de la cámara.En sus ojos había un fuego que solíareservar para mí. Seguí la dirección desu mirada y vi que estaba fija en lapared opuesta, donde vi a Kriss y a

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Maxon.Estaban sentados, el uno junto al

otro; él la rodeaba con el brazo porencima del hombro. La chica tenía laspiernas cogidas con las manos, frente alpecho, como si tuviera frío, aunquellevaba una bata. Tenía el tobilloizquierdo vendado, pero no parecía quele molestara demasiado. Los doshablaban en voz baja, con una sonrisa enel rostro.

No quería quedarme mirando, asíque me di la vuelta.

Cuando Silvia me dio un golpecitoen el hombro para despertarme, Maxonya se había ido. Y Kriss también.

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Capítulo 16

Cuando emergí de la escalera queme había conducido a la salvación lanoche anterior, se me hizo más queevidente que los sureños habían pasadopor allí. En el corto tramo de pasillo quellevaba a mi habitación había un montónde escombros por los que tuve quetrepar para llegar hasta mi puerta.

Normalmente ya habían reparado lamayor parte de los destrozos cuandosalíamos del refugio, pero esta vezparecía que eran tantos que no habíadado tiempo, y tampoco iban a tenernos

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encerrados todo el día hasta tenerlo todolimpio. Aun así, habría deseado quehubieran limpiado más. En una pared, alo lejos, vi a un grupo de doncellas quese afanaban en borrar una pintadaenorme:

YA VENIMOS

Aquella inscripción aparecíarepetidamente más allá, en algunasocasiones escrita con barro, y en otrascon pintura; una de ellas parecía hechacon sangre. Me recorrió un escalofrío.¿Qué significaba aquello?

Mientras estaba ahí, inmóvil, misdoncellas vinieron a mi encuentro a toda

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prisa.—Señorita, ¿está bien? —preguntó

Anne.Al verlas aparecer así, de golpe, me

sobresalté.—Ah, sí. Estoy bien —y volví a

mirar aquellas palabras de la pared.—Venga aquí, señorita. La

ayudaremos a vestirse —me apremióMary.

Las seguí, obediente, algo aturdidapor todo lo que había visto y demasiadoconfundida como para hacer cualquierotra cosa. Se pusieron manos a la obra,con el empeño que mostraban cuandointentaban distraerme con la rutina de

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vestirme. Había algo en la seguridad desus movimientos —incluso en los deLucy— que me tranquilizó.

Cuando estuve preparada, vino unadoncella que me acompañó al exterior,donde íbamos a trabajar aquellamañana. Los cristales rotos y lasterroríficas inscripciones resultaron másfáciles de olvidar al sol de Angeles.Incluso Maxon y el rey estaban allí, enuna mesa, con sus asesores, revisandomontones de documentos y tomandodecisiones.

Bajo una carpa, la reina repasabaunos papeles, señalando detalles a unadoncella que tenía al lado. Cerca de ella

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estaban Elise, Celeste y Natalie,sentadas en otra mesa, haciendo planespara su recepción. Estaban tanenfrascadas en aquello que daba laimpresión de que se habían olvidado porcompleto de la pasada noche.

Kriss y yo nos sentamos en el otroextremo del jardín, bajo una carpasimilar, pero nuestro trabajo avanzabamuy despacio. Me costaba mucho hablarcon ella, ya que no podía quitarme de lacabeza la imagen de Maxon y ellacharlando en el refugio. Me quedémirando mientras ella subrayaba partesde los documentos que nos había dadoSilvia y garabateaba notas al margen.

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—Creo que se me ha ocurrido cómopodemos arreglar lo de las flores —apuntó, sin levantar la cabeza.

—Ah, muy bien.Dejé vagar la mirada y acabé con

los ojos puestos en Maxon, que parecíaquerer dar la impresión de estar másatareado que nadie. Cualquiera que sefijara un poco se habría dado cuenta deque el rey fingía no oír sus comentarios.Eso no lo entendía. Si al rey lepreocupaba que su hijo pudiera llegar aser un buen líder, lo que tenía que hacerera instruirle, no apartarle de todo portemor a que cometiera un error.

Maxon hojeó unos papeles y levantó

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la mirada, que se cruzó con la mía;saludó con la mano. Cuando me disponíaa levantar la mía, vi por el rabillo delojo que Kriss respondía saludando a suvez con gran entusiasmo. Bajé la miradade nuevo y la fijé en los papeles,haciendo un esfuerzo por noruborizarme.

—Qué guapo es, ¿no? —dijo Kriss.—Sí, claro.—No dejo de pensar cómo serían

nuestros hijos, con su cabello y misojos.

—¿Cómo tienes el tobillo?—Oh —respondió, suspirando—.

Me duele un poco, pero el doctor Ashlar

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dice que estaré bien para la recepción.—Me alegro —dije, levantando por

fin la vista—. No querría que fuerascojeando por ahí cuando lleguen lositalianos —intenté que sonara como uncomentario amistoso, pero era evidenteque mi tono la hizo dudar.

Abrió la boca para decir algo, peroenseguida apartó la mirada. La seguí yvi que Maxon se dirigía a la mesa derefrescos que nos habían preparado loscriados.

—Ahora vuelvo —dijo, de pronto, ysalió corriendo hacia Maxon a unavelocidad casi imposible.

No pude evitar quedarme mirando.

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Celeste también se había acercado, y ahíestaban charlando los tres, mientras seservían agua o cogían algún sándwich.Celeste dijo algo, y Maxon se rió.Parecía que Kriss sonreía, pero eraevidente que le molestaba que la otra lehubiera quitado aquel momento deprivacidad.

Casi me sentí agradecida conCeleste. Me sacaba de quicio por milmotivos, pero también resultabaabsolutamente imposible de intimidar.En el fondo, sentí que no me importaríaser un poco así.

El rey le gritó algo a uno de susasesores y la vista se me fue en aquella

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dirección. No oí bien lo que habíadicho, pero parecía enfadado. Por unmomento vi a Aspen, que hacía su ronda.

Él me miró y me lanzó un guiñofurtivo. Sabía que era para que metranquilizara, y en parte lo consiguió.Aun así, no podía evitar preguntarmequé le habría pasado aquella noche paraque ahora cojeara ligeramente y tuvierauna herida, tapada, junto al ojo.

Mientras me debatía pensando en sihabría algún modo discreto de pedirleque viniera a verme por la noche, sonóla voz de alarma desde el interior delpalacio.

—¡Rebeldes! —gritó uno de los

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guardias—. ¡Corran!—¿Qué? —respondió otro de los

guardias, extrañado.—¡Rebeldes! ¡Dentro del palacio!

¡Vienen hacia aquí!La amenaza que había visto en la

pared resonó en mi mente: YA VENIMOS.Todo se aceleró de pronto. Las

doncellas se llevaron a la reina alextremo del palacio, algunas de ellastirándole de la mano para que fuera másrápido, mientras otras corrían tras ella,bloqueando el paso a un posible ataque.

El vestido rojo de Celeste brillabacomo una estela tras la reina, a la queseguía, convencida de que aquello era lo

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más seguro. Maxon cogió en brazos aKriss, que no podía correr, y la dejó enlos del guardia que tenía más cerca, queresultó ser Aspen.

—¡Corre! —le gritó a Aspen—.¡Corre!

Aspen, siempre leal, saliódisparado, llevándose a Kriss como sino pesara nada.

—¡Maxon, no! —gritó ella porencima del hombro de Aspen.

Oí un ruido procedente del interiorde las puertas abiertas del palacio ysolté un grito. Varios de los guardiasecharon mano de las pistolas quellevaban bajo el oscuro uniforme y

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comprendí que aquel estruendo habíasido un disparo. Se oyeron dos más. Mequedé paralizada, observando eltorbellino de cuerpos que se movían ami alrededor. Los guardias empujaban ala gente, apartándola del palacio yapremiándola para que se alejara,mientras un enjambre de personas conpantalones andrajosos y burdaschaquetas salió a la carrera, cargadoscon mochilas o zurrones llenos hasta lostopes. Se oyó otro disparo.

Tenía que ponerme en marcha, salircorriendo.

Lo más lógico era alejarse de losrebeldes. Pero eso suponía dirigirse

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hacia el bosque, perseguida por unabandada de tipos despiadados. Corrí yresbalé varias veces, y me planteéquitarme los zapatos planos que llevaba.Al final, decidí que más valía llevarunos zapatos que resbalaran que irdescalza.

—¡America! —me llamó Maxon—.¡No! ¡Vuelve!

Me giré para mirar y vi que el reyagarraba a Maxon por el cuello de suchaqueta y tiraba de él. Pude ver elhorror en sus ojos, clavados en mí. Seoyó otro disparo.

—¡Agáchate! —gritó Maxon—.¡Vais a darle a ella! ¡Alto el fuego!

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Se oyeron más disparos, y Maxonsiguió gritando órdenes hasta que estuvotan lejos que ya no las distinguí. Corrí acampo abierto y me di cuenta de queestaba sola. Maxon estaba retenido porsu padre y Aspen estaba cumpliendo consu deber. Cualquier guardia que quisieravenir en mi busca tendría que atravesarel frente de los rebeldes. Lo único quepodía hacer era correr para salvar lavida.

El miedo me dio alas, y mesorprendió la habilidad con la que acabéesquivando las ramas bajas al llegar albosque. El suelo estaba seco, parcheadopor los meses de sequía, y sólido. Sentí

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arañazos en las piernas, pero no medetuve a comprobar si eran profundos ono.

Estaba sudando; el vestido se mepegaba al pecho. Entre los árboles hacíamás fresco, y cada vez estaba másoscuro, pero yo tenía calor. En casa aveces corría por diversión, jugando conGerad o simplemente para agotarme.Pero llevaba meses en el palacio, sinhacer nada, comiendo de forma generosapor primera vez en mi vida, y ahora lonotaba. Los pulmones me ardían y sentíapesadez en las piernas.

Aun así, seguí corriendo.Cuando ya estaba suficientemente

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lejos, miré atrás para ver a qué distanciaestaban los rebeldes. No les podía oír,con la sangre latiéndome en los oídos;cuando miré, tampoco los vi. Decidí queera el mejor momento para ocultarme,antes de que localizaran mi llamativovestido en la oscuridad del bosque.

No paré hasta que vi un árbol lobastante ancho como para ocultarme. Mesitué detrás y observé que había unarama lo suficientemente baja como paratrepar. Me quité los zapatos y los tiré,con la esperanza de que no descubrieranmi posición a los rebeldes. Subí, aunqueno muy arriba, y me coloqué de espaldasal tronco, acurrucándome todo lo que

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pude.Me concentré en mi respiración,

intentando ralentizarla. Temía que elruido de mis jadeos me delatara. Ycuando lo conseguí, se hizo el silencio.Me imaginé que los habría perdido. Nome moví; quería estar segura. Unossegundos más tarde oí un fuertemurmullo de hojas.

—Deberíamos haber venido denoche —susurró alguien, una chica—.

Yo me pegué aún más al árbol,rezando para que no crujiera ningunarama.

—De noche no habrían estado fuera—respondió un hombre. Aún corrían, o

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eso intentaban, y por su respiraciónparecía que estaban agotados.

—Déjame que lo lleve yo un rato —se ofreció él. Daba la impresión de quese estaban acercando mucho.

—Ya puedo yo.Aguanté la respiración y vi que

pasaban justo por debajo de mi árbol.Justo cuando pensé que ya habría pasadoel peligro, la bolsa de la chica serompió y un montón de libros cayeronsobre el lecho del bosque. ¿Qué estabahaciendo con tantos libros?

—Maldita sea —exclamó,arrodillándose. Llevaba una chaquetavaquera con un bordado que

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representaba una flor y que se repetíauna y otra vez. Aquello debía de darleun calor tremendo.

—Ya te he dicho que me dejarasayudarte.

—¡Calla! —soltó ella, que le dio unempujón al chico en las piernas. Enaquel gesto familiar, vi que se teníanmucho afecto el uno al otro.

Alguien silbó a lo lejos.—¿Es Jeremy? —preguntó ella.—Parece que sí —Él se agachó y

recogió unos cuantos libros.—Ve a buscarle. Yo te sigo.El chico no parecía muy convencido,

pero accedió. Le dio un beso en la frente

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y salió corriendo.La chica recogió el resto de los

libros y cortó con un cuchillo la correade la bolsa, que usó para hacer unhatillo.

Cuando se puso en pie sentí un granalivio; suponía que se pondría enmarcha. Pero se apartó el flequillo delrostro y levantó la mirada al cielo.

Y me vio.Ni el silencio ni la inmovilidad me

podían ayudar en aquel momento. Sigritaba, ¿vendrían los guardias? ¿Oestaban demasiado cerca el resto de losrebeldes?

Nos quedamos mirándonos la una a

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la otra. Yo esperaba que ella llamara alos otros y que, fuera lo que fuera lo quetenían pensado hacerme, no me resultarademasiado doloroso.

Pero no emitió más sonido que unacarcajada contenida, divertida.

Se oyó otro silbido, algo diferente alanterior, y ambas miramos en direcciónal lugar de donde procedía, para luegovolver a mirarnos a los ojos.

Y entonces hizo lo que menos podíaimaginarme: echó una pierna atrás, bajóla cabeza y me hizo una ostentosareverencia. Me quedé mirando,absolutamente anonadada. Se levantó,sonriendo, y salió a la carrera en

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dirección al silbido. La seguí con lamirada y vi cien florecillas bordadasque desaparecían entre el sotobosque.

Cuando tuve la sensación de que yahabría pasado más de una hora, decidíque podía bajar. Me quedé a los pies delárbol. ¿Dónde había dejado los zapatos?Rodeé la base del tronco, intentandolocalizar mis manoletinas blancas, perofue en vano. Al final me rendí y decidíque lo mejor era emprender el caminode regreso al palacio.

Miré alrededor. Entonces me dicuenta de que no iba a ser tan fácil: mehabía perdido.

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Capítulo 17

Me senté contra la base del árbol,con las piernas recogidas frente alpecho, esperando. Mamá siempre decíaque eso es lo que teníamos que hacercuando nos perdiéramos. Me dio tiempoa pensar en lo sucedido. ¿Cómo habíanpodido entrar los rebeldes en el palaciodos días seguidos? ¡Dos días seguidos!¿Habían empeorado tanto las cosas en elexterior desde el inicio de la Selección?Por lo que yo había visto en mi casa, enCarolina, y por lo experimentado en elpalacio, aquello era algo sin

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precedentes.Tenía un montón de arañazos en las

piernas, y ahora que ya no tenía queesconderme por fin sentía cómo mepicaban. En el muslo tenía un pequeñocardenal que no sabía cómo me habíahecho. Estaba sedienta; y al ircalmándome sentí el agotamientoprovocado por la tensión emocional,mental y física del día. Apoyé la cabezacontra el árbol y cerré los ojos. Nopensaba dormirme. Pero lo hice.

Algo más tarde oí el ruidoinequívoco de unos pasos. Abrí los ojosde golpe; el bosque estaba más oscurode lo que yo recordaba. ¿Cuánto tiempo

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habría dormido?Mi primera reacción fue trepar de

nuevo al árbol, y corrí hacia el otrolado, pisando los restos de la bolsa dela chica rebelde. Pero entonces oí queme llamaban.

—¡Lady America! —dijo alguien—.¿Dónde está?

Y al cabo de un momento, otra vez:—¿Lady America?Pasados unos instantes, una voz

autoritaria ordenó:—Aseguraos de mirar por todas

partes. Si la han matado, pueden haberlacolgado o haber intentado enterrarla.Prestad mucha atención.

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—Sí, señor —respondió un coro devoces.

Miré desde detrás del árbol,concentrándome en aquellos ruidos,forzando la vista para intentar reconocerlas siluetas que avanzaban por entre lassombras, sin tener muy claro si deverdad estaban allí para rescatarme. Laluz del atardecer, colándose por entrelos árboles, cayó sobre el rostro deAspen. Corrí a su encuentro:

—¡Estoy aquí! —grité—. ¡Por aquí!Avancé directamente a los brazos de

Aspen, esta vez sin preocuparme dequien pudiera verme.

—Gracias a Dios —me susurró al

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oído. Luego se giró, dirigiéndose hacialos demás—. ¡La tengo! ¡Está viva!

Aspen se agachó y me cogió enbrazos.

—Estaba aterrado, pensando queencontraríamos tu cadáver en algúnsitio. ¿Estás herida?

—Solo tengo rasguños en laspiernas.

Un segundo más tarde variosguardias nos rodeaban y felicitaban aAspen.

—Lady America —dijo el queestaba al mando—. ¿Se encuentra bien?

Asentí con la cabeza.—Solo tengo unos rasguños en las

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piernas.—¿Han intentado hacerle daño?—No. No llegaron a pillarme.Parecía algo extrañado.—Ninguna de las otras chicas podría

haber escapado corriendo, supongo.Sonreí, por fin más tranquila.—Ninguna de las otras chicas es una

Cinco.Varios de los guardias se sonrieron,

incluido Aspen.—Ahí tiene razón. Volvamos a

palacio —concluyó el jefe. Se adelantóy se dirigió a los otros guardias—: Nobajéis la guardia. Aún podrían estar porla zona.

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En cuanto nos pusimos en marcha,Aspen me habló en voz baja:

—Sé que eres lista y que corresmucho, pero me has dado un susto demuerte.

—Le he mentido al oficial —lesusurré.

—¿Qué quieres decir?—Que si llegaron a alcanzarme.Aspen me miró, horrorizado.—No me hicieron nada, pero una

chica me vio. Me dedicó una reverenciay salió corriendo.

—¿Una reverencia?—A mí también me sorprendió. No

parecía enfadada ni se mostró

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amenazante. De hecho, parecía una chicanormal.

Pensé en lo que me había contadoMaxon acerca de los dos grupos derebeldes; supuse que aquella chica debíade ser del norte. No se había mostradonada agresiva; simplemente queríacumplir con su misión. Y no había dudade que el ataque de la noche anterior eraobra de los sureños. ¿Significaría algoque los ataques se hubieran producidouno tras otro, pero que fueran de gruposdiferentes? ¿Estarían observándonos losnorteños, esperando un momento dedebilidad? Pensar que podían tenerespías dentro del palacio era

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inquietante.Al mismo tiempo, los ataques

resultaban casi tontos. ¿Se limitaban apresentarse y a entrar por la puertaprincipal? ¿Cuántas horas se pasaban enel palacio, recogiendo su botín? Eso mehizo pensar en algo.

—Llevaba libros, muchos —recordé.

Aspen asintió.—Parece que eso ocurre a menudo.

No tenemos ni idea de qué hacen conellos. Tal vez los usen para hacer fuego.Supongo que donde viven pasan frío.

No supe qué responder. Se meocurrían muchos sitios mejores donde

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conseguir algo así. Además, la chicaparecía desesperada por recuperar esoslibros. Estaba segura de que había algomás.

Tardamos más de una hora,caminando lentamente, hasta llegar denuevo al palacio. Aunque estaba herido,Aspen no me soltó ni un momento. Dehecho, daba la impresión de estardisfrutando de la excursión, a pesar delesfuerzo suplementario. A mí tambiénme gustó.

—Los próximos días puede que estémuy ocupado, pero intentaré ir a vertepronto —me susurró mientrascruzábamos el gran jardín que llevaba al

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palacio.—De acuerdo —respondí en voz

baja.Él esbozó una sonrisa sin dejar de

mirar al frente, y yo le imité,contemplando el palacio, que brillaba alsol del atardecer. En todos los pisoshabía luces encendidas. Nunca lo habíavisto así. Era precioso.

Por algún motivo pensé que Maxonestaría esperándome en las puertas deatrás. No estaba. No había nadie. Aspenrecibió instrucciones de llevarme a laenfermería para que el doctor Ashlarpudiera curarme las heridas, mientrasotro guardia iba a anunciar a la familia

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real que me habían encontrado con vida.Mi vuelta a casa no fue un gran

acontecimiento. Estaba sola en una camade la enfermería, con las piernasvendadas, y así me quedé hasta que medormí.

Oí que alguien estornudaba.Abrí los ojos, confundida, hasta que

pasaron unos segundos y recordé dóndeestaba. Parpadeé y paseé la mirada porel pabellón.

—No quería despertarte —dijoMaxon, susurrando—. Deberías seguirdurmiendo.

Estaba sentado en una silla junto a lacama, tan cerca que habría podido

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apoyar la cabeza junto a mi codo sihubiera querido.

—¿Qué hora es? —me froté losojos.

—Casi las dos.—¿De la madrugada?Maxon asintió. Me miró atentamente,

y de pronto pensé en el mal aspecto quetendría. Me había lavado la cara y mehabía recogido el pelo al volver, peroestaba bastante segura de que debía detener las marcas de la almohada en lamejilla.

—¿Tú nunca duermes? —lepregunté.

—Claro que sí. Pero es que siempre

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tengo algo de lo que preocuparme.—Supongo que es algo inherente al

trabajo —erguí un poco la espalda.Él esbozó una sonrisa.—Algo así.Se produjo una larga pausa; ninguno

de los dos sabíamos qué decir.—Hoy he pensado algo, mientras

estaba en el bosque —dije, de pronto.Maxon sonrió de nuevo, al ver cómo

quitaba importancia al incidente.—¿De verdad?—Era sobre ti.Él se acercó un poco, fijando sus

ojos marrones en los míos.—Cuéntame.

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—Bueno… Estaba pensando en lopreocupado que estabas anoche, cuandoElise y Kriss no habían llegado alrefugio. Y hoy te vi intentando corrertras de mí cuando llegaron los rebeldes.

—Lo intenté. Lo siento mucho —sedisculpó, sacudiendo la cabeza,avergonzado por no haber podido hacermás.

—No estoy disgustada —meexpliqué—. De eso se trata. Cuandoestuve ahí fuera, sola, pensé en lopreocupado que debías de estar, en lopreocupado que estás por todas. Y nopuedo pretender saber lo que sientesexactamente, pero sí sé que ahora mismo

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nuestra relación no es una prioridad.Él chasqueó la lengua.—Hemos tenido días mejores.—Pero, aun así, corriste tras de mí.

Pusiste a Kriss en manos de un guardiaporque no podía correr. Intentasmantenernos a todas a salvo. Así que¿por qué ibas a querer hacernos daño aninguna?

Se quedó allí, en silencio, sin sabermuy bien adónde quería llegar.

—Ahora lo entiendo. Si te preocupatanto nuestra seguridad, es imposibleque quisieras hacerle aquello a Marlee.Estoy segura de que lo habrías impedidosi hubieras podido.

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—Sin pensarlo —contestó traslanzar un suspiro.

—Ya lo sé.Maxon alargó la mano, vacilante, y

la pasó por encima de la cama en buscade la mía. Yo dejé que me la cogiera.

—¿Recuerdas que te dije que teníaalgo que quería enseñarte?

—Sí.—No lo olvides, ¿vale? Será pronto.

Mi posición me obliga a muchas cosas,y no siempre son agradables. Pero aveces…, a veces puedes hacer cosasestupendas.

No entendí qué quería decir, peroasentí.

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—Aunque supongo que tendré queesperar hasta que acabes con eseproyecto. Vas un poco retrasada.

—¡Agh! —exclamé, retirando lamano de la de Maxon para taparme losojos. Se me había olvidadocompletamente lo de la recepción. Lemiré—. ¿Aún querrán que hagamos eso?Hemos sufrido dos ataques rebeldes, yyo me he pasado la mayor parte del díaen el bosque. Seguro que lo estropeamostodo.

Maxon me sonrió, confiado.—Tendrás que hacer un esfuerzo.—Va a ser un desastre —dije,

dejando caer la cabeza en la almohada.

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—No te preocupes —repuso, conuna risita—. Aunque no lo hagáis tanbien como las otras, no te echaré porello.

Aquello me sonó raro. Volví alevantar la cabeza.

—¿Quieres decir que si las otras lohacen peor, una de ellas podría serexpulsada?

Vaciló un momento; era evidente queno sabía qué responder.

—¿Maxon?—Esperan que elimine a otra dentro

de unas dos semanas —contestó, traslanzar otro suspiro—. Y esto se suponeque debe influir mucho en la elección.

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Kriss y tú tenéis la situación más difícil:se trata del país con el que no tenemosrelaciones, y sois una menos; y aunquetengan una cultura muy festiva, lositalianos se ofenden fácilmente. Si a esole sumamos que apenas habéis tenidotiempo de trabajar en ello… —me dio laimpresión de que cada vez estaba máspálido—. Yo no debería ayudaros, perosi necesitáis algo, dímelo. No puedoenviaros a casa a ninguna de las dos.

La primera vez que habíamosdiscutido, por una tontería relacionadacon Celeste, sentí que Maxon me habíaroto un poco el corazón. Y cuandoMarlee se había ido de pronto, volví a

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pensarlo. Estaba segura de que cada vezque surgía algún obstáculo, ibadesmigajándose algo en mi interior.Pero no era así.

En aquella cama, en la enfermeríadel palacio, Maxon Schreave me rompióel corazón por primera vez, de verdad.Y el dolor fue inimaginable. Hastaentonces había podido convencerme deque todo lo que había visto entre él yKriss eran imaginaciones mías, peroahora estaba segura.

Le gustaba Kriss. Quizá tanto comoyo.

Asentí en agradecimiento por suoferta para ayudarnos, incapaz de

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articular palabra.Me dije que debía proteger mi

corazón, que no podía ponerlo en susmanos. Maxon y yo habíamos empezadocomo amigos, y quizás eso fuera lo quedebíamos ser: buenos amigos. Peroestaba desolada.

—Tengo que irme —dijo—. Y túnecesitas dormir. Has tenido un día muylargo.

Puse los ojos en blanco. «Muylargo» era poco.

Maxon se levantó y se alisó el traje.—En realidad quería decirte muchas

más cosas. Por un momento pensé que tehabría perdido.

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Me encogí de hombros.—Estoy bien. De verdad.—Ahora ya lo veo, pero durante

varias horas pensé que ya podíaprepararme para lo peor —hizo unapausa, midiendo sus palabras—.Normalmente, de todas las chicas,contigo es con la que más fácil meresulta hablar de lo que hay entrenosotros. Pero quizás ahora no sea elmejor momento para hacerlo.

Asentí y bajé la cabeza. No podíahablar de mis sentimientos por alguienque estaba enamorado de otra persona.

—Mírame, America —me pidió, consuavidad.

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Lo hice.—No pasa nada. Puedo esperar.

Solo quería que supieras… Noencuentro palabras para expresar elalivio que siento de que estés aquí, deuna pieza. Nunca he estado tanagradecido al mundo por nada.

Me quedé muda, como siempre mepasaba cuando me tocaba la fibrasensible. Lo cierto es que erapreocupante lo fácil que me resultabaconfiar en sus palabras.

—Buenas noches, America.

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Capítulo 18

Era lunes por la noche. O martes porla mañana. Era tan tarde que era difícilde decir.

Kriss y yo habíamos trabajado todoel día buscando telas, haciendo que losmayordomos las colgaran, escogiendonuestro vestuario y las joyas, laporcelana, creando un boceto del menú yescuchando a un profesor de italiano,que nos leía frases con la esperanza deque alguna se nos quedara en la mente.Por lo menos yo tenía la ventaja de quesabía español, lo que era una ventaja; el

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italiano y el español se parecíanbastante. Por su parte, Kriss hacía lo quepodía.

Tendría que estar exhausta, pero nopodía dejar de pensar en las palabras deMaxon.

¿Qué había sucedido con Kriss?¿Por qué estaban de pronto tan próximosel uno al otro? ¿Y por qué deberíaimportarme?

Pero es que se trataba de Maxon.Y por mucho que intentara

distanciarme, aún me importaba.Todavía no estaba lista paradesentenderme del todo de él.

Debía de haber algún modo de

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aclararse. Mientras pensaba en todo loque estaba sucediendo, intentando aislarlos problemas, me pareció que todo seencuadraba en cuatro categorías: lo queyo sentía por Maxon; lo que él sentía pormí; lo que sucedía entre Aspen y yo; y loque suponía para mí la posibilidad deconvertirme en princesa.

De todas las cosas que me pasabanpor la cabeza en aquel momento, tenía lasensación de que lo de convertirme enprincesa quizá fuera lo más fácil deafrontar. En ese sentido contaba conalgo con lo que las demás chicas notenían: Gregory.

Fui hasta el taburete del piano, saqué

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su diario; esperaba que en aquellaspáginas pudiera hallar alguna respuesta.Illéa no había nacido en la realeza;habría tenido que adaptarse. Por lo quehabía dicho en aquel texto sobreHalloween, en aquel momento ya seestaba preparando para un gran cambioen el futuro.

Levanté la cubierta, que separaba laspalabras de Illéa del mundo, y mesumergí en el texto.

Quiero personificar el ideal americanoclásico. Tengo una familia estupenda ymucho dinero; y ambas cosas se ajustana esa imagen, porque no me las

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regalaron. Cualquiera que me vea ahorasabrá lo duro que he trabajado paratener lo que tengo.Pero el hecho de que haya podido haceruso de mi posición para dar tanto, adiferencia de otros que no han querido ono han podido, me ha cambiado, y hepasado de ser un millonario anónimo aun filántropo. Aun así, no me puedoconformar con eso. Necesito hacer más,ser más. El que está al mando es Wallis,no yo, y yo tengo que pensar en cómodarle a la gente lo que necesita sin quese me vea como un usurpador. Puedeque más adelante sí me llegue el tiempode gobernar, y entonces ya haré lo que

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crea más conveniente. Pero de momentotengo que seguir las reglas y hacer todolo que pueda ateniéndome a ellas.

Intenté sacar alguna conclusiónválida de sus palabras. Hablaba deaprovechar su posición. De jugarrespetando las reglas. De no tenermiedo.

Quizás eso debería ser suficiente,pero no me bastaba. No me parecía quefuera ni siquiera útil. Y ya que Gregoryme había fallado, solo quedaba unhombre con el que pudiera contar. Mefui a mi escritorio, cogí papel y pluma yle escribí una breve carta a mi padre.

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Capítulo 19

El día siguiente se me pasó volando,y de pronto Kriss y yo nos encontramosen la recepción de las otras chicas,ataviadas con unos vestidos grises muyconservadores.

—¿Cuál es el plan? —preguntó ella,mientras recorríamos el pasillo.

Me lo quedé pensando un momento.Celeste no me gustaba, y no meimportaría verla fracasar, pero no estabasegura de querer verla hundirse a logrande.

—Seamos educadas, pero no

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solícitas. Observemos a Silvia y a lareina, y sigamos su ejemplo.Absorbamos todo lo que podamos…, yluego trabajemos toda la noche parahacer que la nuestra sea mejor.

—De acuerdo —dijo ella, con unsuspiro—. Vamos.

Llegábamos puntuales, algo esencialpara los alemanes, y las chicas ya teníanproblemas. Era como si Celeste seestuviera saboteando a sí misma.Mientras Elise y Natalie iban de tonosazules oscuros, muy respetables, elvestido de Celeste era prácticamenteblanco. Solo le faltaba un velo para irde novia. Por no mencionar lo mucho

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que dejaba a la vista, sobre todo encontraste con los de cualquiera de lasalemanas. La mayoría llevaban mangashasta las muñecas, a pesar del buentiempo que hacía.

Natalie estaba al cargo de las flores,pero se le había pasado el detalle de quelos lirios se usaban tradicionalmente enlos funerales, de modo que hubo queretirar todos los arreglos florales aúltima hora.

Elise, pese a estar mucho másnerviosa de lo que era habitual en ella,era un modelo de calma. De cara anuestros invitados, seguro que pareceríala estrella.

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Era todo un desafío intentarcomunicarse con las mujeres de laFederación Germánica, que hablaban uninglés muy limitado, especialmente contodas esas frases en italiano flotándomeen la cabeza. Intenté ser amable. Dehecho, a pesar de su aspecto severo, lasseñoras, en realidad, se mostraron muyagradables.

Muy pronto quedó claro que laverdadera amenaza era Silvia y sucuaderno de notas. Mientras la reinaayudaba con la máxima naturalidad a laschicas en la recepción, ella se dedicabaa recorrer el perímetro de la sala,observándolo todo con su implacable

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mirada. Antes de que acabara larecepción, ya debía de tener páginasenteras de notas. Kriss y yo enseguidanos dimos cuenta de que nuestra únicaesperanza era que Silvia quedaraencantada con nuestro trabajo.

A la mañana siguiente, Kriss fue ami habitación con sus doncellas, y nospreparamos juntas. Queríamos procurarir lo suficientemente conjuntadas comopara que se notara que ambas estábamosal mando, pero no tanto quepareciéramos tontas. Fue hasta divertidotener a tantas chicas en mi habitación.Las doncellas se conocían entre sí, yhablaban animadamente unas con otras

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mientras trabajaban. Me recordó lavisita de May.

Solo unas horas antes de la llegadade nuestros invitados, Kriss y yo fuimosal salón para comprobarlo todo porúltima vez. A diferencia de la otrarecepción, no íbamos a usar tarjetitas enla mesa; preferíamos dejar que nuestrosinvitados se sentaran donde quisieran.Llegó la banda, que se puso a ensayar, ytuvimos la suerte de que los tejidos quehabíamos escogido crearan una acústicaestupenda.

Mientras le alisaba el lazo a Kriss,practicamos nuestras frases en italianouna última vez. Kriss había conseguido

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pronunciarlas con cierta naturalidad.—Gracias —dijo ella.—Grazie —contesté yo.—No, no —respondió, mirándome

—. Quiero decir que… gracias deverdad. Has hecho un trabajo estupendocon todo esto y… no sé. Pensé quedespués de lo de Marlee te rendirías.Temía tener que afrontar todo esto yosola, pero has trabajado durísimo. Hashecho un gran trabajo.

—Gracias. Tú también. No sé sihabría sobrevivido si hubiera tenido quehacerlo con Celeste. Contigo casi puedodecir que ha sido fácil —le aseguré, yera verdad. Kriss era incansable. Sonrió

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—. Y tienes razón: sin Marlee todo esmás duro, pero no me voy a rendir. Estova a salir estupendo.

Kriss se mordió el labio y se quedópensando un momento. De repente, comosi perdiera los nervios, reaccionó:

—¿De modo que sigues en lacompetición? ¿Aún quieres conseguir aMaxon?

Todas sabíamos muy bien lo que nosjugábamos, pero era la primera vez queuna de las chicas hablaba abiertamentede ello conmigo. Aquello me pilló acontrapié, sin saber muy bien si debíaresponder o no. Y si lo hacía, ¿qué leiba a decir?

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—¡Chicas! —dijo Silvia de pronto,con su habitual gorjeo, apareciendo porla puerta. Nunca antes había estado tancontenta de verla—. Ya es casi la hora.¿Están listas?

Detrás de ella llegó la reina, con unatranquilidad que resultaba reconfortantetras el despliegue de energía de Silvia.Estudió la estancia, admirando nuestrotrabajo. Fue un gran alivio verla sonreír.

—Ya casi estamos —respondióKriss—. Solo nos faltan unos detalles.Para uno de ellos las necesitamos austed y a la reina.

—¿Ah, sí? —dijo Silvia, intrigada.La reina se acercó, con el orgullo

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reflejado en aquellos ojos oscuros.—Está todo precioso. Y las dos

estáis impresionantes.—Gracias —respondimos a coro.Los vestidos en azul pálido con

toques dorados habían sido idea mía.Festivos y con encanto, pero noexagerados.

—Bueno, habrán observado nuestroscollares —dijo Kriss—. Pensamos que,si eran similares, eso ayudaría a losinvitados a identificarnos comoanfitrionas.

—Excelente idea —observó Silvia,apuntando algo en su cuaderno.

Kriss y yo compartimos una sonrisa

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cómplice.—Dado que la reina y usted también

son anfitrionas, pensamos que tambiéndeberían llevarlos —dije, mientrasKriss les pasaba unos estuches.

—¡No me digas! —exclamó la reina.—Para…, ¿para mí? —preguntó

Silvia.—Claro —respondió Kriss,

adoptando un tono dulce y entregándoleslas joyas.

—Las dos nos han ayudado tanto queel proyecto también es suyo —añadí.

Era evidente que la reina estabaconmovida por nuestro gesto, peroSilvia se había quedado sin habla. De

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pronto me pregunté si alguna vez habíarecibido algún tipo de atención por partede alguien en el palacio. Sí, la idea senos había ocurrido como recurso paraponer a Silvia de nuestra parte, pero mealegraba ver que servía para algo másque eso.

Aquella mujer, a veces, podíaresultar insufrible, pero lo cierto es quetodo lo que hacía era por nuestro bien.Me juré poner más de mi parte paraagradecérselo.

En ese momento, un mayordomovino a informarnos de que nuestrosinvitados estaban llegando. Kriss y yonos situamos a los lados de las puertas

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dobles para darles la bienvenida amedida que entraran. La banda empezó atocar una música suave de fondo y lasdoncellas comenzaron a circular conunos aperitivos. Estábamos listas.

Elise, Celeste y Natalie seacercaron, sorprendentemente puntuales.Cuando vieron la decoración —lasampulosas telas cubriendo las paredes,los relucientes centros de mesa en lasmesas, los enormes ramos de flores—,un destello de rabia apareció en los ojosde Elise y Celeste. Natalie, por su parte,estaba demasiado emocionada comopara molestarse.

—Huele como los jardines —

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observó, con un suspiro, entrando en elsalón como si fuera a arrancar a bailar.

—Quizás hasta demasiado —precisóCeleste, especialista en encontrardefectos en las cosas bonitas—. A lagente le va a dar dolor de cabeza.

—Intentad situaros en mesasdiferentes —sugirió Kriss mientrasentraban—. Los italianos han venido ahacer amigos.

Celeste chasqueó la lengua, como siaquello le fastidiara. Tenía ganas dedecirle que se comportara: nosotrashabíamos estado impecables en surecepción. Pero en aquel momento oí laanimada conversación de las mujeres

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italianas que se acercaban por elpasillo, y me olvidé de ella porcompleto.

Aquellas damas eran, por decirloasí, como estatuas clásicas: altas, depiel dorada y guapísimas. Y por si esofuera poco, eran de lo más agradables.Era como si llevaran el sol en el alma ylo iluminaran todo con su luz.

La monarquía italiana era aún másreciente que la de Illéa. Por el dosiersupe que habían evitado relacionarsecon nosotros durante décadas; esa era laprimera vez que nos tendían la mano.Aquella reunión era el primer pasohacia una relación más estrecha con un

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Gobierno cada vez más fuerte. Hastaaquel momento aquello me teníaasustada, pero su amabilidad hizo quetodas mis preocupaciones sedesvanecieran. Nos dieron dos besos aKriss y a mí, y saludaron con un sonoro«Salve!». Yo intenté responder con elmismo entusiasmo.

Intenté chapurrear alguna de misfrases en italiano, lo cual agradó muchoa nuestras invitadas, que se divirtieroncon mis errores, pero me ayudaron acorregirlos. Hablaban un inglésestupendo, y todas comentamos nuestrosrespectivos peinados y vestidos. Parecíaque habíamos causado buena impresión

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a primera vista, y aquello ayudó a queme relajara.

Acabé situándome junto a Orabella yNoemi, dos de las primas de la princesa,y allí me quedé la mayor parte de lafiesta.

—¡Este vino es delicioso! —exclamó Orabella, levantando su copa.

—Estamos encantadas de que leguste —respondí, preocupada deparecer demasiado tímida, dado elvolumen tan alto con el que hablabanellas.

—¡Tienes que probarlo! —insistió.Yo no había tomado nada de alcohol

desde Halloween, y tampoco es que me

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hiciera demasiada ilusión, pero noquería ser maleducada, así que cogí lacopa que me ofreció y le di un sorbo.

Fue increíble. El champán era todoburbujas, pero aquel vino tinto, rojo yprofundo, mostraba diferentes saboressuperpuestos que adquiríanprotagonismo uno tras otro.

—¡Mmmm! —suspiré.—Bueno, bueno… —dijo Noemi,

reclamando mi atención—. Este Maxones muy guapo. ¿Cómo puedo entrar en laSelección?

—Con un montón de papeleo —bromeé.

—¿Eso es todo? ¿Quién tiene un

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bolígrafo?—Yo también haré todo ese papeleo

—intervino Orabella—. Me encantaríallevarme a ese Maxon a casa.

Me reí.—Creedme, aquí todo es un poco

caótico.—Tú necesitas más vino —insistió

Noemi.—¡Desde luego! —coincidió

Orabella, y ambas llamaron a un criadopara que me llenara la copa de nuevo.

—¿Has estado en Italia alguna vez?—preguntó Noemi.

Negué con la cabeza.—Antes de la Selección, nunca

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había salido de mi provincia siquiera.—¡Tienes que venir! —exclamó

Orabella—. Puedes quedarte en mi casacuando quieras.

—Siempre monopolizas a losinvitados —se quejó Noemi—. Ella sequeda conmigo.

Sentí el calor del vino que mellenaba por dentro. Aquella alegríacontagiosa me estaba poniendo inclusodemasiado alegre.

—Así pues…, ¿besa bien? —preguntó Noemi.

Me atraganté con el vino, y tuve queapartar la copa para reírme. No queríahablar de más, pero parecía que ellas ya

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lo sabían.—¿Cómo de bien? —insistió

Orabella. Al ver que yo no respondía,agitó la mano—. ¡Bebe más vino! —exclamó.

Las señalé con un dedo acusador,consciente de lo que estaban haciendo:

—¡Vosotras dos sois un peligro!Ellas echaron la cabeza atrás,

riéndose, y no pude evitar reírme yotambién. Desde luego, charlar con otraschicas resultaba mucho más agradablecuando no eran rivales, pero no podíadejarme llevar.

Me puse en pie y me dispuse aalejarme de allí para evitar acabar

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desmayada bajo la mesa.—Es muy romántico. Cuando quiere

—dije.Ellas dieron palmas y se rieron,

complacidas con su propia picardía.Ya con algo de agua y comida en el

estómago, toqué alguna de las cancionespopulares que había aprendido al violín,y la mayoría de los presentes cantaron.Por el rabillo del ojo distinguí a Silviatomando notas y siguiendo el ritmo conel pie al mismo tiempo.

Cuando Kriss se puso en pie ypropuso un brindis por la reina y porSilvia en agradecimiento por su ayuda,todos los presentes aplaudieron. Cuando

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alcé mi copa en honor a mis invitados,respondieron con alegría, vaciaron suscopas y las tiraron contra las paredes.Kriss y yo no nos lo esperábamos, peronos encogimos de hombros e hicimos lomismo.

Las pobres criadas se apresuraron arecoger los fragmentos mientras labanda volvía a tocar y todo el mundosalió a bailar. Quizá lo más destacadofue ver a Natalie en lo alto de la mesa,interpretando algún tipo de danza en laque se movía como un pulpo.

La reina Amberly se quedó sentadaen un rincón, charlando alegremente conla reina italiana. Ver aquello me produjo

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la satisfacción del trabajo bien hecho, yestaba tan absorta que casi di un saltocuando Elise se dirigió a mí.

—La vuestra es mejor —dijo, aregañadientes pero sincera—. Entre lasdos habéis montado una recepciónincreíble.

—Gracias. No las tenía todasconmigo; empezamos muy mal.

—Lo sé. Eso hace que sea aún másimpresionante. Da la impresión de quehabéis estado trabajando durantesemanas en esto —paseó la mirada porla sala, admirando la vistosadecoración.

—Elise —dije, poniéndole una

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mano en el hombro—, tú sabes quecualquiera que haya visto lo de ayersabrá que tú has sido la que más hastrabajado de tu equipo. Estoy segura deque Silvia se asegurará de que Maxon losepa.

—¿Tú crees?—Claro que sí. Y te prometo que, si

esto es algún tipo de concurso y perdéis,le hablaré a Maxon del buen trabajo quehas hecho.

Ella entrecerró los ojos, yapequeños de por sí.

—¿Harías eso por mí?—Claro. ¿Por qué no? —dije, con

una sonrisa.

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Elise meneó la cabeza.—De verdad, te admiro por cómo

eres. Honesta, supongo. Pero tienes quedarte cuenta de que esto es unacompetición, America —repuso. Lasonrisa me desapareció de la cara—. Yono mentiría, ni diría nada malo sobre ti,pero tampoco daría un paso para decirlea Maxon nada bueno. No puedo.

—Eso no tiene por qué ser así —dije yo, bajando la voz.

—Sí, es así —respondió ella—. Nose trata de un premio. Se trata de unmarido, una corona, un futuro. Yprobablemente tú seas la que más tieneque ganar o que perder.

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Me quedé allí, de pie, petrificada.Pensaba que éramos amigas. Salvo enCeleste, confiaba de verdad en aquellaschicas. ¿Es que estaba tan ciega que nome había dado cuenta del ahínco con elque competían?

—Eso no significa que no me caigasbien —añadió—. Te tengo muchoaprecio. Pero no puedo apoyarte paraque ganes.

Asentí, aunque aún estabaasimilando sus palabras. Era evidenteque yo no estaba tan implicada. Otracosa más que me hacía dudar de queaquello fuera para mí.

Elise sonrió mirando por encima de

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mi hombro; me giré y vi a la princesaitaliana, que se acercaba.

—Perdóname —le dijo a Elise, conaquel acento encantador—. ¿Puedollevarme a la anfitriona?

Elise esbozó una reverencia y sevolvió al baile. Intenté sacarme de lacabeza la conversación que acabábamosde tener y concentrarme en la persona ala que debía impresionar.

—Princesa Nicoletta, siento que nohayamos tenido ocasión para hablardemasiado —me disculpé, insinuandotambién una reverencia.

—¡Oh, no! Has estado muy ocupada.¡Mis primas te adoran!

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Me reí.—Son muy divertidas.Nicoletta me cogió del brazo y me

llevó a un rincón.—Mi país ha dudado mucho en

estrechar lazos con Illéa. Nuestra gentees mucho… más libre que la vuestra.

—Eso ya lo veo.—No, no —dijo, muy seria—, hablo

de la libertad personal. Disfrutan más dela vida que vosotros. Aquí aún tenéiscastas, ¿verdad?

Asentí, consciente de pronto de queaquello era algo más que una charlainformal.

—Nosotros lo sabemos, por

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supuesto. Estamos al corriente de lo queocurre aquí. Los alzamientos, losrebeldes… Parece que la gente no esfeliz, ¿no?

No estaba segura de qué decir.—Alteza, no sé si soy la persona

más indicada para hablar de esto. Enrealidad no controlo nada de eso.

—Pero podrías —dijo Nicoletta,cogiéndome de las manos. Un escalofríome recorrió la espalda. ¿Estabadiciendo lo que yo pensaba?—.Sabemos lo que le pasó a esa chica. Larubita… —susurró.

—Marlee —asentí—. Era mi mejoramiga.

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—Y te hemos visto a ti. Lagrabación era corta, pero te vimoscorrer y oponer resistencia —sus ojostenían la misma mirada que los de lareina Amberly aquella misma mañana.Mostraban un brillo inconfundible deorgullo—. Nos interesa muchoestablecer relaciones con una naciónpoderosa, si esa nación puede cambiar.Entre tú y yo, si hay algo que podamoshacer para ayudarte a alcanzar lacorona, dínoslo. Tienes todo nuestroapoyo.

Me puso un papel en la mano y sealejó. En el momento en que se daba lavuelta, gritó algo en italiano, y toda la

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sala respondió con unas risas. Yo notenía bolsillos, así que me metí la notabajo el sujetador rápidamente, rezandopara que nadie se diera cuenta.

Nuestra recepción duró mucho másque la anterior; nuestros invitadosparecía que se lo estaban pasando tanbien que no querían marcharse. Aun así,todo fue como un suspiro.

Horas más tarde volví a mihabitación, exhausta. Estaba demasiadollena como para pensar siquiera encenar, y, aunque aún era pronto, la ideade irme directamente a la cama meresultaba tentadora.

No obstante, antes incluso de que

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pudiera mirar la cama, Anne se meacercó con una sorpresa. Di un respingoy enseguida le cogí la carta de la mano.Había que admitirlo: el servicio decorreos de palacio era muy rápido.

Abrí el sobre y me fui al balcón aleer las palabras de mi padre con lamisma avidez con que absorbía losúltimos rayos de sol.

Querida America:Tendrás que escribir

una carta a May en cuantopuedas. Cuando ha vistoque la última iba dirigidasolo a mí se quedó muy

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decepcionada. Tengo quedecir que me ha pilladoalgo desprevenido. No séqué me esperaba, perodesde luego no lo que mepreguntas.

En primer lugar, sí, escierto. Cuando fuimos averte hablé con Maxon, yme dejó muy claras susintenciones hacia ti. Nocreo que sea en absolutodeshonesto, y meconvenció (aún lo creo)de que siente un granafecto por ti. Creo que, si

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el proceso fuera mássimple, ya te habríaelegido. Supongo queparte de laresponsabilidad de queesto vaya tan lento estuya. ¿Me equivoco?

La respuesta directaes sí, doy mi aprobacióna Maxon y, si tú loquieres, te apoyo. Si no,también tienes mi apoyo.Te quiero, y quiero queseas feliz. A lo mejor esosignifica que tendrás quevivir en nuestra mísera

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casita en lugar de en unpalacio. A mí no meimporta.

En cuanto a la otrapregunta, a eso tambiéntengo que decir que sí.

America, sé que tú note valoras demasiado,pero tienes que empezar ahacerlo. Nos hemospasado años diciéndote eltalento que tienes, pero túno te lo creíste hasta quete salieron clientes.Recuerdo el día en queviste que tenías la agenda

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llena y supiste que erapor tu voz y por tu manerade tocar, y lo orgullosaque estabas. Era como side pronto adquirierasconciencia de todo lo quepodías hacer. Y, por loque recuerdo, nosotrossiempre te hemos dicho loguapa que eres, pero noestoy seguro de que tehayas considerado guapahasta que te escogieronpara la Selección.

Posees dotes demando, America. Tienes

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la cabeza sobre loshombros; estás dispuestaa aprender y, quizá lo másimportante, eres humana.Eso es algo que la gentede este país aprecia másde lo que tú te crees.

Si quieres la corona,America, tómala. Porquedebería ser tuya.

Y, sin embargo…, sino quieres esaresponsabilidad, nunca teculparé por ello; te daréla bienvenida a casa conlos brazos abiertos. Te

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quiero.PAPÁ

Las lágrimas iban cayendolentamente. Mi padre creía de verdadque podía hacerlo. Era el único. Bueno,él y Nicoletta.

¡Nicoletta!Había olvidado la nota por

completo. Hurgué en el interior de mivestido y la saqué. Era un número deteléfono. Ni siquiera había puesto sunombre.

No podía ni imaginarme lo muchoque estaría arriesgando al ofrecérsemede ese modo.

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Me quedé con el minúsculo papelitoy la carta de mi padre en las manos.Pensé en lo seguro que estaba Aspen deque yo no valía para ser princesa.Recordé la encuesta popular, en la queocupaba el último lugar. Pensé en lapromesa críptica de Maxon a principiosde semana…

Cerré los ojos e intenté buscar en miinterior.

¿De verdad podía hacerlo? ¿Seríacapaz de ser la futura princesa de Illéa?

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Capítulo 20

El día después de la recepción conlos italianos nos reunimos en la Sala delas Mujeres tras el desayuno. La reinano estaba, y ninguna de nosotras sabíaqué significaba aquello.

—Supongo que estará ayudando aSilvia con el informe final —apuntóElise.

—Yo no creo que ella influya muchoen la decisión —replicó Kriss.

—A lo mejor tiene resaca —sugirióNatalie, mientras se presionaba lassienes con los dedos.

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—Que la tengas tú no quiere decirque la tenga ella —le espetó Celeste.

—Puede que no se encuentre bien —dije—. Últimamente se la ve enferma amenudo.

Kriss asintió.—Me pregunto por qué será.—¿No se crio en el sur? —preguntó

Elise—. He oído que el aire y el aguaallí no están muy limpios. A lo mejor espor eso.

—Yo he oído que por debajo deSumner no hay nada bueno —apostillóCeleste.

—Lo más probable es que estédescansando, nada más —repliqué—.

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Esta noche hay Report, y simplementequerrá estar preparada. Es lista. Apenasson las diez, y a mí tampoco me iría maluna siesta.

—Sí, todas deberíamos ir a dormiruna siesta —dijo Natalie, fatigada.

Una criada entró con una bandejita yatravesó la sala en silencio, tan sigilosaque casi pasaba desapercibida.

—Esperad —dijo Kriss—. No irána hablar de lo de las recepciones en elReport, ¿no?

Celeste soltó un bufido.—Vaya prueba más tonta. America y

tú tuvisteis mucha suerte.—Estás de broma, ¿no? ¿Tienes

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idea…?Kriss se quedó a medias justo en el

momento en que la criada se situaba ami izquierda, dejando a la vista unapequeña nota doblada en dos sobre labandeja.

Sentí que los ojos de todas seclavaban en mí en el momento en querecogía la carta y la leía.

—¿Es de Maxon? —preguntó Kriss,intentando disimular la emoción.

—Sí —respondí yo sin levantar lavista.

—¿Y qué dice?—Que quiere verme un momento.Celeste soltó una carcajada.

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—Parece que tienes problemas.Suspiré y me puse en pie para seguir

a la criada.—Supongo que solo hay una manera

de saberlo.—A lo mejor por fin la echa —

murmuró Celeste, lo suficientemente altocomo para que yo pudiera oírla.

—¿Tú crees? —respondió Natalie,quizás algo más emocionada de lo queera de esperar.

Un escalofrío me recorrió laespalda. ¡¿Me iba a echar?! Si quisierahablar a solas o pasar un rato conmigo,¿no me lo habría dicho de otro modo?

Maxon esperaba en el pasillo, y yo

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me acerqué tímidamente. No parecíaenfadado, pero sí tenso. Me preparépara lo peor.

—¿Sí?—Tenemos un cuarto de hora —dijo

él, cogiéndome del brazo—. Lo que tevoy a enseñar no se lo puedes contar anadie. ¿Lo entiendes?

Asentí.—Muy bien.Subimos las escaleras a la carrera

hasta llegar al tercer piso. Con suavidadpero a toda prisa, me llevó por unpasillo hasta una doble puerta blanca.

—Quince minutos —me recordó.Sacó una llave del bolsillo y abrió

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una de las puertas, sosteniéndola paraque pudiera pasar antes que él. Laestancia era amplia y luminosa, conmontones de ventanas y puertas quedaban a un balcón. Había una cama, unarmario enorme y una mesa con sillas,pero, por lo demás, la habitación estabavacía. No había cuadros en las paredesni figuras sobre los estantes empotrados.Incluso la pintura estaba algo vieja.

—Esta es la suite de la princesa —dijo Maxon en voz baja.

Abrí los ojos como platos.—Ya sé que ahora mismo no tiene

un aspecto estupendo. Se supone que esla princesa la que escoge la decoración,

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de modo que cuando mi madre setrasladó a la suite de la reina, lahabitación quedó desnuda.

La reina Amberly había dormidoallí. Había algo mágico en aquellahabitación.

Maxon se situó a mis espaldas y fueindicándome:

—Esas puertas dan al balcón. Y ahí—dijo, señalando al otro extremo—,esas dan al estudio personal de laprincesa. Esa —indicó una puerta a laderecha— da a mi habitación. No quieroque la princesa esté demasiado lejos.

Sentí que me ruborizaba al pensar endormir allí, con Maxon tan cerca.

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Se acercó al armario.—Y esto… Tras este armario hay

una vía de escape al refugio. También sepuede llegar a otros puntos del palaciopor aquí, pero su principal objetivo esese —suspiró—. El uso que le he dadono es el que se supone que tiene, pero seme ha ocurrido que sería útil.

Maxon apoyó la mano en unapalanca oculta, y el armario y el tabiquede atrás se desplazaron hacia delante. Alver el hueco que se abría sonrió.

—Justo a tiempo.—No querría perdérmelo —dijo

otra voz.Me quedé sin aliento. No podía ser

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que aquella voz perteneciera a quien yome pensaba. Di un paso para rodearaquel mueble enorme y a Maxon, aúnsonriente. Allí detrás, vestida con ropassencillas y con el cabello recogido en unmoño, estaba Marlee.

—¿Marlee? —susurré, segura deque aquello era un sueño—. ¿Qué hacesahí?

—¡Te he echado mucho de menos!—gritó, y se me echó a los brazos.

Vi las llagas rojas que tenía en laspalmas de las manos, que aún no habíancicatrizado del todo. Desde luego queera ella.

Me envolvió en un abrazo. Ambas

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caímos al suelo. Aquello me superaba.No podía dejar de llorar y preguntar unay otra vez qué demonios hacía ella allí.

Cuando me calmé, Maxon se dirigióa mí:

—Diez minutos. Estaré esperandofuera. Marlee, tú puedes irte por dondehas venido.

Ella le dio su palabra. Maxon nosdejó solas.

—No lo entiendo —dije—. Sesuponía que tenías que irte al sur. Sesuponía que te convertías en una Ocho.¿Dónde está Carter?

Ella sonrió, comprensiva.—Hemos estado aquí todo el

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tiempo. Acabo de empezar a trabajar enlas cocinas; y Carter aún estárecuperándose, pero creo que prontoempezará a trabajar en los establos.

—¿Recuperándose? —las preguntasse me amontonaban; no estaba segura depor qué había preguntado precisamenteeso.

—Sí, camina, puede sentarse yponerse de pie, pero le cuesta haceresfuerzos. Está ayudando en las cocinasmientras se cura del todo. Pero serecuperará. Y mírame a mí —dijo,extendiendo ambas manos—. Nos hancuidado muy bien. No me han quedadobonitas, pero al menos ya no me duelen.

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Toqué con delicadeza las líneashinchadas que le recorrían las palmas delas manos; no podía ser que aquello nole doliera. Pero no hizo ni una mueca, yal momento deslicé mi mano sobre lasuya. Resultaba raro, pero al mismotiempo era algo completamente natural.Marlee estaba allí. Y yo le cogía lamano.

—¿Así que Maxon os ha dejadoquedaros en el palacio todo este tiempo?

Ella asintió.—Después de los azotes, tenía

miedo de que nos hicieran daño si nosdejaba a nuestra suerte, así que nosacogió. En nuestro lugar enviaron a unos

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hermanos que tenían familia en Panamá.Nos han cambiado el nombre, y Carterse está dejando barba, así que dentro deun tiempo pasaremos desapercibidos.Además, no hay mucha gente que sepaque estamos en el palacio, solo algunascocineras con las que trabajo, una de lasenfermeras y Maxon. No creo siquieraque lo sepan los guardias, porque ellosrinden cuentas ante el rey, y al rey no legustaría saberlo —meneó la cabezaantes de proseguir—. Nuestroapartamento es pequeño; en realidadapenas hay espacio para nuestra cama yunos cuantos estantes, pero por lo menosestá limpio. Estoy intentando coser una

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nueva colcha, pero no se me da…—Un momento. ¿«Nuestra cama»? O

sea…, ¿compartís una sola cama?Marlee sonrió.—Nos casamos hace dos días. La

mañana en que nos azotaron le dije aMaxon que quería a Carter y quedeseaba casarme con él, y me disculpépor herir sus sentimientos. A él no leimportó, por supuesto. Antes de ayervino a verme y me dijo que había unagran celebración en palacio, y que siqueríamos casarnos, era el mejormomento.

Dos días atrás habíamos celebradola visita de la Federación Germánica.

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Todo el personal del palacio estabasirviendo en la recepción opreparándose para la visita de lositalianos.

—Maxon fue quien me entregó aCarter. No sé ni si podré volver a ver amis padres. Cuanto más lejos estén,mejor.

Era evidente que le dolía deciraquello, pero la entendía. Si se tratarade mí y, de pronto, me convirtiera en unaOcho, lo mejor que podía hacer por mifamilia sería desaparecer. Llevaríatiempo, pero al final la gente seolvidaría. Con el tiempo, mis padres serecuperarían.

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Para ahuyentar pensamientosnegativos, agitó la mano izquierda y porprimera vez observé la pequeña alianzaque lucía en el dedo. Era un cordelatado con un nudo simple, pero suponíauna declaración firme: «Estoy casada».

—Creo que voy a tener que decirleque me dé uno nuevo muy pronto; este yase me está deshaciendo. Supongo que, sitrabaja en los establos, yo tambiéntendré que hacerle uno nuevo a él cadadía —bromeó, encogiéndose dehombros—. No es que me importe.

Entonces no pudo evitar hacerle otrapregunta, tal vez un poco incómoda…,pero sabía que nunca podría mantener

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ese tipo de conversación con mi madre ocon Kenna.

—¿Y ya habéis…? Ya sabes…Tardó un momento en entenderlo,

pero entonces se rió.—¡Oh, sí! Sí que lo hemos hecho —

dijo, y las dos soltamos una risita tonta.—¿Y cómo es?—¿La verdad? Al principio algo

incómodo. La segunda vez fue mejor.—Oh —no sabía qué más decir.—Sí.Se hizo una pausa.—He estado muy sola sin ti. Te echo

de menos —dije, jugando con elcordelito que le rodeaba el dedo.

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—Yo también te echo de menos. Alo mejor, cuando seas princesa, puedoescaparme y venir por aquí de vez encuando.

Resoplé.—No estoy tan segura de que eso

vaya a ocurrir.—¿Qué quieres decir? —preguntó

ella, poniéndose seria de pronto—. Aúneres su favorita, ¿no?

Me encogí de hombros.—¿Qué ha pasado? —insistió,

preocupada.Yo no quería admitir que todo había

empezado al perderla a ella. No eraculpa suya.

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—No sé…, cosas.—America, ¿qué pasa?—Después de que te azotaran, me

enfadé con Maxon. Tardé un tiempo endarme cuenta de que no habría hechoalgo así si hubiera podido evitarlo.

Marlee asintió.—Lo intentó de verdad, America. Y

cuando vio que no podía, hizo todo loque pudo por aliviar nuestra situación.No te enfades con él.

—Ya no estoy enfadada, perotampoco estoy segura de que quiera serprincesa. No sé si podría hacer lo que élhizo. Y luego está esa encuesta que hanpublicado en una revista que me enseñó

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Celeste. A la gente no le gusto, Marlee.Estoy la última. No sé si tengo lo quehace falta. Nunca fui una buena opción, yúltimamente aún menos. Y ahora…,ahora…, creo que a Maxon le gustaKriss.

—¿Kriss? ¿Cuándo ha ocurrido eso?—No tengo ni idea, y no sé qué

hacer. Por una parte, creo que es bueno.Ella será mejor princesa; y si de verdadle gusta, lo que quiero es que sea feliz.Se supone que tiene que eliminar aalguien más muy pronto. Cuando me hallamado hace un rato, he pensado quesería para enviarme a casa.

Marlee se rió.

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—Eso es ridículo. Si Maxon nosintiera nada por ti, te habría enviado acasa hace mucho tiempo. El motivo deque sigas aquí es que se niega a perderla esperanza.

De la garganta me salió una risaahogada.

—Ojalá pudiéramos seguirhablando, pero tengo que irme —dijo—.Hemos aprovechado el cambio de laguardia para esto.

—No me importa que haya sidopoco tiempo. Me alegro de saber queestás bien.

—No te rindas aún —insistió ella,tirando de mí para darme un abrazo—.

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¿De acuerdo?—No lo haré. ¿A lo mejor podrías

enviarme alguna carta o algo de vez encuando?

—Puede que sea buena idea. Yaveré si puedo —me soltó, y nosquedamos una frente a la otra—. Si mehubieran pedido mi opinión, habríavotado por ti. Siempre pensé que debíasser tú.

Me sonrojé.—Venga, va. Saluda a tu marido de

mi parte.—Lo haré —respondió, sonriendo.

Luego se dirigió al armario y encontró lapalanca.

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Por algún motivo pensaba que losazotes habrían acabado con ella, pero lahabían hecho más fuerte. Incluso secomportaba diferente. Se giró, me lanzóun beso y desapareció.

Salí de la habitación rápidamente yme encontré a Maxon esperando en elpasillo. Al oír la puerta levantó la vistade su libro, sonriendo, y yo me acerquépara sentarme a su lado.

—¿Por qué no me lo has dichoantes?

—Primero tenía que asegurarme deque no corrían peligro. Mi padre nosabe que he hecho esto; y hasta que nohe estado seguro de que no los pondría

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en peligro, he tenido que mantenerlo ensecreto. Espero poder arreglármelaspara que os veáis más veces, perollevará tiempo.

Me sentí más liviana, como si, depronto, la carga de preocupación quellevaba sobre los hombros se hubieracaído al suelo. La alegría de ver aMarlee, confirmar que Maxon era tanbuena persona como pensaba y el aliviogeneral por que no me hubiera enviado acasa me sobrecogían.

—Gracias —susurré.—De nada.No estaba segura de qué más podía

decir. Al cabo de un momento, Maxon se

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aclaró la garganta.—Sé que las partes más difíciles de

este trabajo te cuestan, pero tambiénpresenta grandes oportunidades. Creoque podrías hacer grandes cosas. Ahoramismo me ves únicamente como elpríncipe, pero las cosas cambiarían si alfinal fueras mía de verdad.

—Lo sé —dije, mirándolo a losojos.

—Ya no sé leer tus pensamientos. Alprincipio sí, cuando no te gustaba nada;y cuando las cosas entre nosotroscambiaron, me mirabas de otro modo.Ahora hay momentos en que creo que ahíhay algo, y otros en los que me da la

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impresión de que ya te has alejado.Asentí.—No te estoy pidiendo que me digas

que me quieres. No te pido que depronto decidas que quieres ser princesa.Simplemente necesito saber si quieresseguir aquí.

Esa era la cuestión, ¿no? Aún nosabía si sería capaz de afrontar el cargo,pero tampoco estaba segura de si queríaabandonar. Y aquella demostración dehumanidad por parte de Maxon hizo queme diera un vuelco el corazón. Aúnhabía mucho que pensar, pero no podíaretirarme. Ahora no.

Maxon tenía la mano apoyada sobre

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la pierna, y yo metí la mía bajo la suya.La acogió con un cálido apretón.

—Si aún quieres, me gustaríaquedarme.

Maxon soltó un suspiro de alivio.—Eso me encantaría.Volví a la Sala de las Mujeres tras

pasar brevemente por el baño. Nadiedijo nada hasta que me senté. Fue Krissquien se atrevió a preguntar.

—¿Qué ha pasado?La miré. Todas me observaban.—Preferiría retirarme.Entre los ojos hinchados y aquella

respuesta, todas debieron pensar que nohabía podido salir nada bueno de mi

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reunión con Maxon; pero si eso era loque tenía que decir para proteger aMarlee, que así fuera.

Lo que realmente me dolió fue ver aCeleste apretando los labios paraocultar su sonrisa, las cejas levantadasde Natalie mientras fingía leer unarevista que ni siquiera era suya y lamirada esperanzada entre Kriss y Elise.

La competición iba más en serio delo que había imaginado.

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Capítulo 21

Afortunadamente, en el Report nosevitaron la humillación de tener queafrontar las críticas a nuestrasrecepciones. Las visitas de nuestrosamigos extranjeros se mencionaron depasada, pero no se informó al públicocon detalle. Hasta la mañana siguienteSilvia y la reina no vinieron a evaluarnuestra actuación.

—La tarea que os asignamos eraimponente, y podría haber ido fatal. Noobstante, me alegra deciros que ambosequipos lo hicieron muy bien —anunció

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Silvia, evidentemente satisfecha.Todas suspiramos. Kriss y yo nos

cogimos de la mano. Por mucho que meconfundiera la relación que pudieratener con Maxon, sabía que no habríapodido conseguirlo sin ella.

—Si tengo que ser honesta, unarecepción fue algo mejor que la otra,pero todas deberíais estar orgullosas devuestros logros. Hemos recibido cartasde agradecimiento de nuestros viejosamigos de la Federación Germánica porla atención recibida —señaló Silvia,mirando a Celeste, Natalie y Elise—.Hubo algunos problemillas menores, yno creo que ninguna de nosotras disfrute

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con esas cosas tan serias, pero desdeluego ellos quedaron satisfechos.

»En cuanto a vosotras dos —prosiguió Silvia, girándose hacia Krissy hacia mí—, nuestras visitantesitalianas disfrutaron enormemente.Quedaron impresionadas con ladecoración y la comida, e hicieronmención especial al vino que servisteis,así que… ¡bravo! No me sorprenderíaque Illéa consiguiera un nuevo aliadogracias a esa recepción. Es de alabar.

Kriss soltó un gritito de alegría y amí se me escapó una risa nerviosa al verque todo había acabado y que, además,habíamos ganado.

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Silvia siguió hablando, diciéndonosque escribiría un informe oficial para elrey y para Maxon, pero nos dijo queninguna teníamos por qué preocuparnos.Mientras hablaba, una doncella entró enla habitación y fue corriendo haciadonde estaba la reina para susurrarlealgo al oído.

—Por supuesto, que pasen —dijo lareina, poniéndose de pie y acercándoserápidamente.

La doncella se retiró en silencio yabrió la puerta para que entraran el rey yMaxon. En teoría, los hombres nopodían acudir a aquella sala sin permisode la reina, pero resultaba cómico ver la

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escena.Cuando entraron nos pusimos en pie

en señal de respeto, pero no parecíanpreocupados por las formalidades.

—Señoritas, lamentamos laintromisión, pero tenemos noticiasurgentes —anunció el rey

—Me temo que la guerra en NuevaAsia ha entrado en una nueva fase —intervino Maxon con decisión—. Lasituación es tan complicada que mipadre y yo vamos a salir de inmediatopara ver si podemos ayudar en algo.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntóla reina, llevándose una mano al pecho.

—No hay nada de qué preocuparse,

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amor mío —dijo el rey parareconfortarla.

Pero si tan urgente era que sepusieran en marcha…

Maxon se acercó a su madre.Tuvieron una breve conversación en vozbaja y luego ella le besó en la frente. Élla abrazó y se retiró. A continuación, elrey empezó a darle una serie deinstrucciones a la reina, mientras Maxonse acercaba a despedirse de todasnosotras.

De Natalie se despidió tanrápidamente que casi ni lo vi. A ella noparecía que eso le importara, y yo nosabía qué pensar. ¿No le preocupaba la

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falta de afecto de Maxon, o es queestaba tan alterada que hacía un esfuerzopor mantener la calma?

Celeste se abrazó a Maxon y estallóen un despliegue de llanto en la peorinterpretación que había visto en mivida. Me recordó a May cuando era másniña y fingía que lloraba, pensando queasí conseguiríamos más dinero paranuestras cosas. Cuando Maxon consiguióliberarse, ella le plantó un beso en loslabios que él, manteniendo lacompostura todo lo que pudo, seapresuró a limpiarse nada más girarse.

Elise y Kriss estaban tan cerca quepude oír cómo se despedían.

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—Llama a casa y diles que nostraten bien —le dijo a Elise.

Casi se me había olvidado que elprincipal motivo de que Elise siguieraallí era que tenía vínculos familiares conpersonalidades destacadas de NuevaAsia. Me pregunté si el devenir deaquella guerra le costaría su puesto en lacompetición.

De pronto me di cuenta de que notenía ni idea de qué pasaría si Illéaperdía aquella guerra.

—Si me dejáis un teléfono, hablarécon mis padres —prometió ella.

Maxon asintió y besó a Elise en lamano. Luego pasó a Kriss, que

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inmediatamente entrecruzó los dedoscon los suyos.

—¿Correrás peligro? —le preguntóen un susurro, con la voz casi quebrada.

—No lo sé. La última vez quefuimos a Nueva Asia la situación no eratan tensa. Esta vez no tengo ni idea —lodijo con tal ternura en la voz que tuve laimpresión de que era una conversaciónque debían haber tenido en privado.

Ella levantó la vista al techo ysuspiró. En ese instante, Maxon memiró, pero yo aparté la mirada.

—Por favor, ten cuidado —susurró.Una lágrima le rodó por la mejilla.

—Por supuesto, querida —

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respondió Maxon, que la saludó con ungesto tonto que arrancó una sonrisa enKriss. Luego la besó en la mejilla yacercó la boca a su oído—. Por favor,intenta tener entretenida a mi madre,para que no se preocupe tanto.

Echó atrás la cabeza para mirarla alos ojos. Kriss asintió una vez y le soltólas manos. Maxon vaciló un momento,como si fuera a abrazarla, pero luego seseparó y se acercó a mí.

Como si las palabras de Maxon dela semana anterior no fueran suficiente,ahí estaba la prueba física de surelación. Por lo que parecía, había algomuy dulce y real entre ellos. Solo con

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mirar la cara y las manos de Krissquedaba claro lo mucho que leimportaba. O eso, o era una actrizincreíble.

Cuando Maxon me miró intentécomparar su expresión con la que lehabía puesto a Kriss. ¿Era la misma?¿Menos cálida, quizá?

—Intenta no meterte en ningún líomientras yo esté fuera, ¿de acuerdo? —bromeó. Con Kriss no había bromeado.¿Significaba eso algo?

Levanté la mano derecha.—Prometo comportarme como una

señorita.Él chasqueó la lengua.

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—Excelente. Una cosa menos de laque preocuparme.

—¿Y nosotras, qué? ¿Debemospreocuparnos?

Maxon meneó la cabeza.—Espero que podamos suavizar la

situación, sea cual sea. Mi padre puedeser muy diplomático, y…

—A veces eres de lo más tonto —ledije, y él frunció el ceño—. Quierodecir por ti. ¿Deberíamos preocuparnospor ti?

Se puso muy serio, y aquello no hizomás que alimentar mis temores.

—Será ir y volver. Si podemosaterrizar, claro… —Maxon tragó saliva,

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y vi lo asustado que estaba.Me hubiera gustado preguntarle algo

más, pero no sabía qué decir.—America, antes de irme… —dijo,

después de aclararse la garganta. Lemiré a la cara y vi que a ella asomabanunas lágrimas—. Quiero que sepas quetodo…

—Maxon —espetó el rey. Su hijolevantó la cabeza y esperó lasinstrucciones de su padre—. Tenemosque irnos.

Maxon asintió.—Adiós, America —dijo en voz

baja, y me cogió la mano, acercándoselaa los labios. Al hacerlo, observó la

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pequeña pulsera que llevaba. Se laquedó mirando, aparentemente confuso,pero luego me besó la mano con ternura.

El leve roce de su beso me trajo a lamente un recuerdo que me parecíaperdido en el pasado. Así era como mehabía besado la mano la primera nochede mi estancia en el palacio, cuando legrité, cuando, de todos modos, permitióque me quedara.

Las otras chicas no separaron lamirada del rey y de Maxon cuando sefueron, pero yo me quedé mirando a lareina. Tenía un aspecto muy frágil.¿Cuántas veces tendría que ver a sumarido y a su hijo en peligro antes de

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venirse abajo?En el momento en que la puerta se

cerró tras ellos, la reina Amberlyparpadeó unas veces, aspiró hondo y,sacando fuerzas de flaqueza, levantó lacabeza.

—Perdónenme, señoritas, pero estanoticia repentina conlleva muchotrabajo. Creo que lo mejor será que meretire a mi habitación —era evidente elesfuerzo que estaba haciendo por dentro—. ¿Qué les parece si hago que sirvanaquí el almuerzo, para que puedancomer a su aire, y nos reunimos estanoche para la cena?

Nosotras asentimos.

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—Excelente —dijo ella.Se dio media vuelta y se encaminó

hacia la puerta. Sabía que era fuerte. Sehabía criado en un barrio pobre, en unaprovincia pobre, trabajando en unafábrica hasta que la eligieron para laSelección. Y luego, tras convertirse enreina, había sufrido un aborto tras otrohasta que por fin tuvo un hijo.Aguantaría el tipo hasta llegar a suhabitación, como una dama, como exigíasu cargo. Pero cuando estuviera solaseguro que se echaba a llorar.

Cuando la reina se fue, Celestetambién se marchó. Decidí que tampocohacía falta que yo me quedara. Me fui a

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mi habitación. Quería estar sola ypensar.

No dejaba de hacerme preguntassobre Kriss. ¿Cómo es que habíanconectado tan de pronto ella y Maxon?No hacía tanto tiempo, él me hacíapromesas de futuro. No podía estar taninteresado en ella si al mismo tiempo meiba diciendo cosas tan íntimas. Debía dehaber ocurrido después.

El día pasó muy rápido y, tras lacena, mientras mis doncellas meayudaban a prepararme para la cama ensilencio, una sola frase me sacó de mimundo.

—¿Sabe a quién me he encontrado

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aquí esta mañana, señorita? —dijoAnne, mientras me pasaba el cepillo porel cabello con suavidad.

—¿A quién?—Al soldado Leger.Me quedé helada, pero solo por un

instante.—¿Ah, sí? —repuse, sin apartar los

ojos del espejo.—Sí, dijo que estaba haciendo un

registro de su habitación. Algo deseguridad —añadió Lucy, algo confusa.

—Pero fue algo raro —prosiguióAnne, con la misma expresión que Lucy—. Iba vestido de calle, no de uniforme.No debería estar haciendo tareas de

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seguridad en su tiempo libre.—Debe de estar muy entregado a su

trabajo —contesté, quitándoleimportancia al asunto.

—Supongo —dijo Lucy, conadmiración—. Cada vez que lo veo porel palacio, bueno, siempre haceobservaciones. Es muy buen soldado.

—Cierto —confirmó Mary—.Algunos de los hombres que vienen poraquí no son muy aptos para el trabajo.

—Y en ropa de calle está muyguapo. La mayoría de los guardias estánhorrorosos en cuanto les quitas eluniforme —apuntó Lucy.

Mary soltó una risita nerviosa y se

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ruborizó, y hasta Anne esbozó unasonrisa. Hacía mucho tiempo que no lasveía tan relajadas. En otro momento,otro día, habría sido divertido cotillearsobre los guardias. Pero aquel día no.Lo único en lo que podía pensar era enque habría una carta de Aspen en mihabitación. Quería mirar por encima delhombro, en dirección a mi frasco, perono me atrevía.

Tardaron una eternidad en dejarmesola. Hice un esfuerzo por ser paciente yesperé unos minutos para asegurarme deque no volvían. Por fin me lancé sobrela cama y agarré mi frasco. Porsupuesto, allí había un papelito

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esperándome. Maxon se había ido. Esolo cambiaba todo.

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Capítulo 22

—¿Hola? —susurré, siguiendo lasinstrucciones que me había dejadoAspen el día anterior.

Entré con sigilo en una habitacióniluminada únicamente por la tenue luzdel atardecer, que se filtraba a través delas cortinas de gasa, pero que erasuficiente para distinguir la expresiónilusionada en el rostro de Aspen.

Cerré la puerta tras de mí, mientrasél corría a mi encuentro y me abrazaba.

—Te he echado de menos.—Yo también. He estado tan

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ocupada con esa recepción que apenashe tenido tiempo ni de respirar.

—Me alegro de que se hayaacabado. ¿Te ha costado llegar hastaaquí? —bromeó.

—En serio, Aspen —respondí, conuna risita—, hay que ver lo bien que sete da tu trabajo.

Era casi cómico lo simple que era laidea. La reina se tomaba la gestión delpalacio algo más relajadamente. Oquizás es que estaba distraída. Encualquier caso, había dejado abierta laopción de la cena: en la habitación o enel comedor. Mis doncellas me habíanpreparado para la cena, pero en lugar de

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dirigirme al comedor, yo me habíalimitado a atravesar el pasillo ymeterme en la que había sido lahabitación de Bariel. Resultaba tan fácilque parecía imposible.

Él acogió los halagos con unasonrisa y me hizo sentar en un rincónapartado de la habitación, donde habíaamontonado unos cojines.

—¿Estás cómoda?Asentí. Estaba esperando que él

también se sentara, pero no lo hizo.Empujó un gran sofá para que no se nosviera desde la puerta y luego acercó unamesa que nos rozaba la cabeza. Porúltimo cogió un paquete que había

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dejado sobre la mesa —y que olía acomida— y se sentó a mi lado.

—Casi como en casa, ¿eh? —dijo,poniéndose detrás de mí, situándomeentre sus piernas.

La posición me resultaba tanfamiliar y el espacio era tan pequeñoque efectivamente me recordaba un poconuestra casa del árbol. Era como sihubiera cogido algo que yo daba porperdido desde hacía tiempo y me lohubiera puesto en las manos.

—Es aún mejor —suspiré,apoyándome en él. Sentí el contacto desus dedos entre el cabello. Me produjoescalofríos.

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Nos quedamos allí sentados un rato,en silencio, cerré los ojos y meconcentré en el sonido de la respiraciónde Aspen. No hacía tanto tiempo habíahecho lo mismo con Maxon. Peroaquello era diferente. Podría distinguirla respiración de Aspen entre unamultitud. Lo conocía perfectamente. Y,por supuesto, él también me conocía amí. Aquel momento de paz era lo únicoque necesitaba, y Aspen lo había hechorealidad.

—¿En qué piensas, Mer?—En muchas cosas —suspiré—. En

casa, en ti, en Maxon, en la Selección,en todo.

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—¿Y qué piensas de todas esascosas?

—Sobre todo, en lo que meconfunden. Cuando me parece queempiezo a entender lo que me ocurre,algo cambia y me hace sentir de otromodo.

Aspen se quedó callado un momento.—¿Y tus sentimientos por mí

cambian mucho? —preguntó, dolido.—¡No! —dije, acercándome más

aún a él—. Tú eres la única constante, sies que hay alguna. Sé que si todo seviene abajo, tú seguirás ahí, exactamenteen el mismo sitio. De vez en cuando lascosas aquí se alteran tanto que mi amor

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por ti pasa a un segundo plano, pero séque siempre está ahí. No sé si tienesentido lo que digo…

—Sí que lo tiene. Sé que hago quetodo esto resulte aún más complicado delo que es. No obstante, me alegra saberque no estoy fuera de la competición.

Aspen me envolvió con sus brazos,como si pudiera tenerme así parasiempre.

—No me he olvidado de nosotros —le prometí.

—A veces tengo la sensación de queMaxon y yo participamos en otro tipo de«Selección». Solo él y yo. Y uno de losdos te conseguirá al final del juego. Y la

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verdad es que no sé quién lo tiene peor.Maxon, en realidad, no sabe queestamos compitiendo, así que quizá noponga toda la carne en el asador. Pero,por otra parte, yo tengo que esconderme,así que tampoco puedo darte lo que te daél. En cualquier caso, no es una luchajusta.

—No deberías planteártelo así.—No sé de qué otro modo podría

verlo, Mer.Suspiré.—No hablemos de eso.—De acuerdo. De todos modos, no

me gusta hablar de él. ¿Qué hay de lasotras cosas que te confunden? ¿Qué es lo

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que pasa?—¿A ti te gusta ser soldado? —le

pregunté, girándome hacia él.Asintió con entusiasmo, estiró el

brazo y abrió el paquete de la comida.—Me encanta, Mer. Pensé que

odiaría cada minuto, pero es fantástico—se metió un trozo de pan en la boca ysiguió hablando—. Bueno, está lobásico, que es que me dan de comerconstantemente. Quieren que estemosfuertes, así que nos dan mucha comida.Y también las inyecciones —dijo,pensándoselo mejor—, pero tampoco estan grave. Y me dan un sueldo. Aunquetengo todo lo que necesito, me pagan —

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se paró un momento, jugueteando con ungajo de naranja—. Ya sabes lo bien quete sientes cuando puedes enviar dinero acasa.

Estaba claro que pensaba en sumadre y en sus seis hermanos. Él habíasido la figura paterna en casa; mepreguntaba si eso le provocaría unanostalgia aún mayor que la mía.

Se aclaró la garganta y prosiguió:—Pero hay otras cosas que no me

esperaba. Me gusta mucho la disciplinaque entraña, y la rutina. Me encantasaber que estoy haciendo algo útil. Mesiento… satisfecho. He ido dandotumbos muchos años, haciendo

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inventarios y limpiando casas. Ahoratengo la sensación de estar haciendo loque tenía que hacer.

—O sea, ¿que sí? ¿Que te encanta?—Desde luego.—Pero no te gusta Maxon. Y sé que

no te gusta cómo gobiernan Illéa. Encasa siempre hablábamos de ello, y detodo eso de la gente del sur que perdiósu casta. Sé que eso también te molesta.

Asintió.—Creo que es una crueldad.—¿Y te parece bien proteger ese

sistema? Luchas contra los rebeldespara proteger al rey y a Maxon. Y ellosson los responsables de todo, de lo que

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no te gusta. ¿Cómo es que te encanta tutrabajo?

Se quedó pensando mientrasmasticaba.

—No sé. Supongo que no tienesentido, pero… Bueno, como te hedicho, tiene que ver con sentirserealizado. Con el desafío y elcompromiso que supone, con lacapacidad de hacer algo más con mivida. A lo mejor Illéa no es perfecta…De hecho, dista mucho de serlo. Perotengo… esperanza —dijo, sin más.

Los dos nos quedamos callados unmomento, mientras asimilábamos todoaquello.

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—Tengo la sensación de que lascosas han mejorado, aunque la verdad esque no sé lo suficiente sobre nuestrahistoria como para demostrarlo. Y creoque todo mejorará aún más en el futuro.Creo que hay posibilidades. Y quizásuene tonto, pero es mi país. Yaentiendo que está fracturado, pero esono significa que esos anarquistas puedanpresentarse por las buenas y quedárselopara ellos. Sigue siendo mío. ¿Te pareceuna locura?

Le di un bocado a mi pan y meditésobre las palabras de Aspen, que medevolvían a nuestra casa del árbol y atodas aquellas veces en que le había

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hecho preguntas sobre cualquier cosa.Aunque no opinara como él, me ayudabaa comprenderlas mejor. No estaba deltodo en desacuerdo con lo que me estabadiciendo. De hecho, me ayudó a ver loque quizá yo llevaba escondido en micorazón todo aquel tiempo.

—No me parece una locura enabsoluto. Creo que es absolutamenterazonable.

—¿Te ayuda en algo con todas esasdudas que tenías?

—Sí.—¿Y me vas a explicar alguna?—Todavía no —respondí,

sonriendo. Aunque Aspen era listo y

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podía adivinarlo. Por la miradaavispada que tenía en los ojos,probablemente ya lo habría hecho.

Apartó la vista un momento,pasándome la mano por el brazo, hastaacabar jugueteando con la pulsera delbotón que llevaba en la muñeca.

—Somos un desastre, ¿no te parece?—De los gordos.—A veces tengo la sensación de que

somos como un nudo, demasiadoenredado como para que nos puedanseparar.

—Es cierto —asentí—. Gran partede mí está ligada a ti. Si no estás cerca,me siento perdida.

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Aspen tiró de mí, me pasó una manopor la sien y la dejó caer por mi mejilla.

—Entonces tendremos quequedarnos así, enmarañados.

Me besó con suavidad, como sitemiera apretar demasiado, romperaquel momento y perderlo todo. Tal veztuviera razón. Lentamente fuetendiéndome sobre el colchón dealmohadones, abrazado a mí, trazandotrayectorias curvas con sus besos sobremi piel. Todo resultaba tan familiar, tanseguro…

Pasé los dedos por el pelo corto deAspen, recordando cuando le caía sobrela frente y me hacía cosquillas al

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besarme. Sentí sus brazos alrededor,mucho más voluminosos que antes, másfuertes. Incluso el modo que tenía deabrazarme había cambiado. Denotabauna confianza antes inexistente, algo quehabía adquirido al convertirse en unDos, en un soldado.

La hora de marcharse llegó antes delo deseado. Aspen me acompañó hastala puerta. Me dio un beso largo que hizoque se me fuera la cabeza por unmomento.

—Intentaré hacerte llegar otra notaen cuanto pueda —prometió.

—La estaré esperando —dije, aúnapoyada en él; no quería que nos

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separáramos.Luego, para no complicar más las

cosas, salí.Mis doncellas me prepararon para la

cama, y yo aceleré las cosas todo loposible. Antes tenía la sensación de quel a Selección implicaba elegir entreMaxon y Aspen. Y, aquella decisión,que parecía depender solo de micorazón, de pronto se complicaba. ¿Erauna Cinco o una Tres? Y cuando estoacabara, ¿sería una Dos o una Uno?¿Viviría mis días como la esposa de unsoldado o como la de un rey? ¿Pasaríadiscretamente a un segundo plano en elque sentirme cómoda o me vería

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obligada a enfrentarme a la tan temidaopinión pública? ¿Estaba preparadapara cualquiera de las dos cosas? ¿Noodiaría a la chica que acabara conMaxon si por fin me decidía por Aspen?¿No odiaría a la que escogiera Aspen sime quedaba con Maxon?

Mientras me metía en la cama yapagaba la luz, recordé que era yo laque había decidido estar allí. Aspen melo había pedido, y mi madre me habíapresionado, pero nadie me habíaobligado a rellenar el impreso desolicitud para la Selección.

Pasara lo que pasara, lo afrontaría.Tenía que hacerlo.

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Capítulo 23

Al entrar en el comedor hice unareverencia a la reina, pero ella no mevio.

Miré a Elise, que era la única que yahabía llegado, y ella se limitó aencogerse de hombros. Me senté en elmomento en que Natalie y Celesteentraban, y también ellas pasarondesapercibidas; por fin llegó Kriss, quese sentó a mi lado, pero sin apartar lavista de la reina Amberly. Esta parecíaperdida en su mundo, con la vista en elsuelo o mirando de vez en cuando las

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sillas de Maxon y del rey, como si algono fuera bien.

Los mayordomos comenzaron aservir la comida, y la mayoría de laschicas empezaron a comer; pero Krissno dejaba de mirar a la cabecera de lamesa.

—¿Sabes qué es lo que pasa? —lesusurré.

Kriss suspiró y se giró hacia mí.—Elise llamó a su familia para

informarse de lo que estaba ocurriendo ypara que sus parientes fueran alencuentro de Maxon y del rey en cuantollegaran a Nueva Asia. Pero la familiade Elise dice que no llegaron.

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—¿No llegaron?Kriss asintió.—Lo raro es que el rey llamó

cuando aterrizaron, y tanto él comoMaxon hablaron con la reina Amberly.Están bien, y le dijeron que ya habíanllegado a Nueva Asia; pero la familia deElise afirma que no han aparecido porallí.

Fruncí el ceño, intentandocomprender.

—¿Y todo eso qué significa?—No lo sé —confesó ella—. Dicen

que están allí, así que ¿por qué no iban aestar? No tiene sentido.

—¡Boh! —dije yo, sin saber muy

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bien qué más añadir.¿Por qué la familia de Elise no sabía

que estaban allí? Y si en realidad noestaban en Nueva Asia, ¿dónde podíanestar?

Kriss se inclinó hacia mí.—Hay algo más de lo que querría

hablar contigo —susurró—. ¿Podríamosir a dar un paseo por los jardinesdespués del desayuno?

—Claro —respondí, deseosa de oírlo que sabía.

Ambas comimos rápido. No estabasegura de qué habría descubierto, pero,si quería hablar fuera, estaba claro queera algo que había que mantener en

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secreto. La reina estaba tan distraída queapenas se dio cuenta de que salíamos.

Salir al jardín, bañado por la luz delsol, era una sensación magnífica.

—Hacía tiempo que no salía —apunté, cerrando los ojos y levantandola cara hacia el sol.

—Sueles venir con Maxon, ¿verdad?—Ajá —respondí. Pero un segundo

más tarde me pregunté cómo lo sabía.¿Sería de dominio público? Me aclaréla garganta—. Bueno, ¿de qué queríashablar?

Ella se detuvo a la sombra de unárbol y se giró hacia mí.

—Creo que tú y yo deberíamos

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hablar sobre Maxon.—¿Qué le pasa?—Bueno, yo ya me había preparado

para perder —dijo, jugueteandonerviosamente con los dedos—. Creoque todas lo habíamos hecho, exceptoCeleste, quizás. Era evidente, America.Te quería a ti. Pero entonces pasó todoaquello de Marlee, y la cosa cambió.

No sabía muy bien qué decir.—¿De modo que quieres decirme

que sientes haberme desbancado, o algoasí?

—¡No! —exclamó—. Tengo claroque aún siente algo por ti. No estoyciega. Solo digo que creo que, llegadas

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a este punto, tú y yo deberíamos ir defrente. Me gustas. Creo que eres unagran persona, y no quiero que las cosasse pongan feas, pase lo que pase.

—Entonces quieres…Kriss juntó las manos, intentando

encontrar las palabras adecuadas.—Quiero ofrecerte ser

completamente honesta acerca de mirelación con Maxon. Y espero que túhagas lo mismo.

Me crucé de brazos y le planteé lapregunta que hacía tanto tiempo queríahacerle.

—¿Cuándo os volvisteis tan íntimostú y él?

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Sus ojos brillaron al recordar algo, yse puso a retorcerse un largo mechón desu cabello, que era castaño claro.

—Supongo que justo después de loque pasó con Marlee. Probablementesuene tonto, pero le hice una tarjeta. Esoes lo que siempre hacía en casa, cuandomis amigos estaban tristes. El caso esque le encantó. Me dijo que era laprimera vez que alguien le hacía unregalo.

¿Qué? Oh. Vaya. Después de todo loque había hecho él por mí, ¿no se mehabía ocurrido nunca regalarle nada aél?

—Estaba tan contento que me pidió

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que fuera un rato a sentarme con él en suhabitación y…

—¿Has visto su habitación? —pregunté, sorprendida.

—Sí. ¿Tú no?Mi silencio hizo innecesaria la

respuesta.—Oh —dijo ella, algo incómoda—.

Bueno, en realidad no te pierdes grancosa. Es oscura, y hay un soporte conpistolas, y un montón de cuadros en lapared. No tiene nada de especial —añadió, quitándole importancia con ungesto de la mano—. El caso es que apartir de entonces empezó a visitarmeprácticamente cada vez que tenía un

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momento libre —meneó la cabeza—.Ocurrió bastante rápido.

Suspiré.—Supongo que me lo dijo —confesé

—. Hizo un comentario, como diciendoque nos necesitaba aquí a las dos.

—De modo que… —se mordió ellabio—. ¿Estás bastante segura de que legustas?

¿Es que ella no lo sospechaba ya?¿O es que necesitaba oírlo de mi boca?

—Kriss, ¿de verdad quieres oírlo?—¡Sí! Quiero saber en qué posición

me encuentro. Y yo también te contaré loque quieras saber. Nosotras no llevamoslas riendas en esto, pero eso no significa

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que tengamos que estar siemprependiente de los demás.

Di unos pasos trazando un pequeñocírculo, intentando encontrarle el sentidoa todo aquello. No estaba segura de sitendría valor de preguntarle a Maxonpor Kriss. Apenas era capaz de hablarlesinceramente sobre mí misma. Perocontinuaba sintiendo que había cosas demi posición en aquel juego que meestaba perdiendo. Quizás aquella fuerami única esperanza de sacar algo enclaro.

—Estoy bastante segura de quequiere que me quede un tiempo más.Pero creo que también quiere que te

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quedes tú.Ella asintió.—Me lo imaginaba.—¿Te ha besado? —le solté, sin

más.Ella sonrió tímidamente.—No, pero creo que lo habría hecho

si yo no le hubiera pedido que no lohiciera. En mi familia tenemos esaespecie de tradición: no nos besamoshasta que nos comprometemos. A vecesse celebra una fiesta en la que la genteanuncia la fecha de la boda, y así todo elmundo puede ver el primer beso de lapareja. A mí también me gustaría teneruna fiesta así.

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—Pero ¿lo ha intentado?—No, se lo expliqué antes de que

pudiera llegar a hacerlo. Pero me besamucho las manos, y a veces en lamejilla. Creo que es muy tierno —suspiró.

Asentí, con la mirada fija en lahierba.

—Espera —dijo ella, vacilante—.¿A ti te ha besado?

Una parte de mí quería presumir dehaber obtenido el primer beso de la vidade Maxon, decir que, cuando nosbesamos, el tiempo se paró.

—Más o menos. Es algo difícil deexplicar.

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Ella puso una cara extraña.—No, no lo es. ¿Te ha besado o no?—Es complicado.—America, si no vas a ser sincera,

esto es una pérdida de tiempo. Hevenido aquí con la voluntad de abrirmea ti. Pensaba que a las dos nos haríabien.

Me quedé allí, de pie, retorciéndomelas manos, intentando encontrar el modode explicarme.

No es que Kriss no me cayera bien.Si acababa yéndome a casa, querría queganara ella.

—Yo quiero que seamos amigas,Kriss. Pensaba que ya lo éramos.

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—Yo también —dijo, con vozamable.

—Es solo que me cuesta compartirmis cosas. Y aprecio tu sinceridad, perono estoy segura de que quiera saberlotodo. Aunque te lo haya preguntado —añadí enseguida, al ver las palabrasasomando en sus labios—. Ya sabía quesentía algo por ti, lo veía. Creo que demomento prefiero que las cosas quedenasí, indefinidas.

Kriss sonrió.—Bueno, respeto tu decisión. Pero

¿me harás un favor?—Claro, si puedo.Ella se mordió el labio y apartó la

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mirada un minuto. Cuando volvió amirar, tenía los ojos húmedos.

—Si llega el momento en que estéssegura de que no me quiere, ¿podríasavisarme? No sé qué es lo que sientestú, pero yo le quiero. Y me gustaría queme lo dijeras. Si lo sabes con certeza,claro.

Le quería. Lo había dicho en vozalta, sin miedo. Kriss quería a Maxon.

—Si alguna vez me lo confiesa, te lodiré.

Ella asintió.—Y a lo mejor podríamos hacernos

otra promesa: la de no ponernos trabasla una a la otra voluntariamente. ¿Te

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parece? Yo no quiero ganar así, y creoque tú tampoco.

—Yo no soy Celeste —dije,poniendo cara de asco, y ella se rió—.Te prometo ser justa.

—De acuerdo, pues —se secó losojos y se estiró el vestido. Meimaginaba perfectamente lo elegante queestaría con la corona en la cabeza.

—Tengo que irme —mentí—.Gracias por hablar conmigo.

—Gracias por venir. Lo siento, si hesido indiscreta.

—Está bien —dije, echando a andar—. Hasta luego.

—Hasta luego.

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Me giré todo lo rápido que pude,intentando no ser maleducada, y medirigí al palacio. Una vez dentro,aceleré el paso y subí las escaleras a lacarrera. Necesitaba esconderme de todo.

Llegué al segundo piso y me dirigí ami habitación. Observé que había untrozo de papel en el suelo, algoinhabitual en el palacio, donde todolucía siempre inmaculado. Estaba en unaesquina, junto a mi puerta, así quesupuse que sería para mí. Para estarsegura, le di la vuelta y lo leí:

Otro ataque rebelde esta mañana, estavez en Paloma. El recuento actual es de

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más de trescientos muertos, y al menoscien heridos. Una vez más, la principalexigencia parece ser acabar con laSelección y poner fin a la dinastía real.Esperamos instrucciones.

El cuerpo se me quedó helado.Rebusqué por ambos lados del papel enbusca de una fecha. ¿Otro ataque estamañana? Aunque la nota tuviera unosdías, al menos era el segundo. Y elmotivo volvía a ser la Selección. ¿Eraese el motivo de los últimos ataques?¿Estaban intentando librarse denosotras? Y de ser así, ¿era ese elobjetivo tanto de los norteños como de

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los sureños?No sabía qué hacer. No debía haber

visto aquello, así que no podía hablar deello con nadie. Pero ¿tendrían estainformación los que se suponía quetendrían que haberla recibido? Decidívolver a dejar el papel en el suelo. Conun poco de suerte, algún guardiaaparecería por allí y se lo llevaría allugar indicado.

De momento, mantendría eloptimismo, a la espera de que alguienactuara.

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Capítulo 24

Los dos días siguientes comí en lahabitación, y así conseguí evitar a Krisshasta la cena del miércoles. Pensé quepara entonces ya no me sentiría tanincómoda, pero estaba equivocada.Ambas nos sonreímos en silencio, perono pude decirle nada. Casi habríadeseado estar en el otro lado de la sala,sentada entre Celeste y Elise. Casi.

Justo antes de que sirvieran elpostre, Silvia vino todo lo rápido que lepermitían sus zapatos de tacón. Sureverencia fue especialmente breve, y

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enseguida se dirigió a la reina y lesusurró algo al oído.

La reina dio un respingo y saliócorriendo de la sala con Silvia,dejándonos solas.

Nos habían enseñado que en ningúncaso debíamos elevar la voz, pero enaquel momento no pudimos contenernos.

—¿Alguien sabe lo que pasa? —dijoCeleste, inusualmente preocupada.

—¿Creéis que los habrán herido? —preguntó Elise.

—Oh, no —exclamó Kriss, y apoyóla cabeza en la mesa.

—No pasa nada, Kriss. Toma untrocito de tarta —intervino Natalie.

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Me quedé sin habla, asustada consolo pensar en lo que podía significaraquello.

—¿Y si los han capturado? —soltóKriss, preocupada.

—No creo que los de Nueva Asiahicieran eso —respondió Elise, aunqueestaba claro que también parecíapreocupada.

No sé si su preocupación eraestrictamente por la seguridad deMaxon, o si porque cualquier agresiónpor parte de su gente podía acabar consus posibilidades.

—¿Y si el avión se ha estrellado? —soltó Celeste, en voz baja.

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Levanté la vista, y me sorprendióver una expresión de temor real en surostro. Aquello bastó para que nosquedáramos todas en silencio.

¿Y si Maxon estaba muerto?La reina Amberly volvió, y Silvia

tras ella, y nosotras nos las quedamosmirando, ansiosas.

Para nuestro alivio, estaba radiante.—Buenas noticias, señoritas. ¡El rey

y el príncipe volverán esta noche! —exclamó.

Natalie dio palmas, y Kriss y yo nosdejamos caer al mismo tiempo sobre elrespaldo de nuestras sillas. No me habíadado cuenta de lo tensa que estaba.

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—Como han tenido unos días tanintensos —intervino Silvia—, hemosdecidido evitar cualquier celebración.Dependiendo de la hora a la que salgande Nueva Asia, es posible que no losveamos hasta la noche.

—Gracias, Silvia —dijo la reina,agradecida. En realidad, ¿a quién leimportaban las celebraciones?—.Perdónenme, señoritas, pero tengotrabajo que hacer. Disfruten de su postrey que pasen una buena noche —dijo, yacto seguido se dio la vuelta y salió porla puerta como si apenas tocara el suelo.

Kriss salió unos segundos después.A lo mejor estaba preparando una tarjeta

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de bienvenida.Después de aquello, comí

rápidamente y me volví arriba. Mientrasrecorría el pasillo en dirección a mihabitación, vi un brillo rubio bajo unagorra blanca y el movimiento de la faldanegra del uniforme de una doncellacorriendo hacia las escaleras del otroextremo del pasillo. Era Lucy, y daba laimpresión de que estaba llorando.Parecía tan decidida a alejarse sin quela vieran que opté por no ir tras ella.

Al girar la esquina que daba a mihabitación, vi que mi puerta estabaabierta de par en par. Al otro ladodiscutían Anne y Mary, y sin la puerta de

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por medio sus voces llegaban al pasillo,desde donde pude escuchar lo quedecían.

—… ¿Por qué tienes que sersiempre tan dura con ella? —protestabaMary.

—¿Era mejor callar? ¿Y dejarle quese crea que puede conseguir siempre loque quiera? —replicó Anne.

—¡Sí! ¿Qué daño le iba a hacerdecirle simplemente que confiabas enella?

¿Qué es lo que pasaba? ¿Por quéparecían tan distantes las tresúltimamente?

—¡Pica demasiado alto! —exclamó

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Anne—. No está bien darle falsasesperanzas.

—¡Venga ya! —respondió Mary,sarcástica—. Sí, claro, y todo lo que lehas dicho ha sido por su bien. ¡Has sidocruel! —la acusó.

—¿Qué? —se defendió Anne.—Que has sido cruel. No puedes

soportar que ella tenga másposibilidades de conseguir lo que túdeseas —le gritó Mary—. Siempre hastratado a Lucy con condescendenciaporque no se crio en palacio tantos añoscomo tú, y siempre has tenido celos demí porque yo nací aquí. ¿Por qué nopuedes estar contenta con lo que eres en

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lugar de atacarla para sentirte mejor?—¡Eso no es verdad! —dijo Anne, y

la voz se le quebró.El llanto reprimido de Anne bastó

para silenciar a Mary. A mí también mehabría hecho callar. Que Anne lloraraparecía algo imposible.

—¿Tan malo es que desee algo másque esto? —preguntó, con la voz pastosapor efecto de las lágrimas—. Entiendoque ocupar esta posición es un honor, yestoy contenta con mi trabajo; pero noquiero hacer esto el resto de mi vida.Quiero más. Quiero un marido.Quiero… —y por fin se derrumbó.

El corazón se me rompió en

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pedazos. El único modo que tenía Annede dejar su trabajo era casarse. Y no esque por los pasillos del palacio fuera apasar un desfile de Treses o Cuatros enbusca de una doncella para tomarlacomo esposa. La verdad es que no teníamodo de cambiar de vida.

Suspiré, respiré hondo y entré en lahabitación.

—Lady America —saludó Mary,con una reverencia.

Anne hizo lo propio. Por el rabillodel ojo vi cómo se limpiaba a toda prisalas lágrimas del rostro.

Teniendo en cuenta su orgullo, no mepareció que fuera buena idea hablar de

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aquello, así que pasé de largo y medirigí al espejo.

—¿Cómo está? —me preguntó Mary.—Muy cansada. Creo que me voy a

ir a la cama enseguida —dije, mientrasme dedicaba a quitarme horquillas delpelo—. ¿Sabéis qué? ¿Por qué no vaislas dos a descansar? Yo ya me puedoarreglar sola.

—¿Está segura, señorita? —preguntó Anne, haciendo un granesfuerzo por mantener la compostura.

—Sí, claro. Ya nos veremosmañana.

Por suerte, no hizo falta queinsistiera. No quería que se ocuparan de

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mí en aquel momento, y probablementeellas tampoco tendrían muchas ganas.Cuando conseguí quitarme el vestido,me tendí en la cama un buen rato,pensando en Maxon.

No estaba segura siquiera de quépensaba de él. Todo era algo vago yborroso, pero no podía dejar de pensaren la gran felicidad que había sentido alsaber que estaba bien y que habíaemprendido el camino de regreso. Enparte, me preguntaba si habría pensadoen mí todo aquel tiempo que habíaestado fuera.

Di vueltas en la cama durante horas,muy inquieta. Hacia la una de la mañana

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pensé que, ya que no podía dormir,quizá podría leer. Encendí la lámpara ysaqué el diario de Gregory. Me salté lasanotaciones de otoño y pasé a una defebrero.

A veces casi me da por reír al pensar enlo sencillo que ha sido. Si existiera unmanual sobre cómo derrocar gobiernos,yo sería la estrella. O quizá podríaescribirlo yo mismo. No estoy seguro decuál sería el primer paso, ya que enrealidad no puedes obligar a un país aque intente invadir a otro, ni poner a unhatajo de idiotas al mando de algo queya existe, pero sin duda animaría a

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cualquier aspirante a líder a que sehiciera con enormes cantidades dedinero por cualquier medio.No obstante, la fascinación por el dinerono basta. Tienes que poseerlo y estar endisposición de imponer tu voluntadsobre los demás. Mi falta de formaciónpolítica no ha sido un problema a lahora de conseguir aliados. De hecho,diría que uno de mis principales méritoses el de haberlo evitado. Nadie confíaen los políticos. ¿Por qué iban ahacerlo? Wallis se ha pasado añoshaciendo promesas vacías con laesperanza de que alguna de ellas sehiciera realidad, y no hay ninguna

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posibilidad de que eso ocurra. Yo, pormi parte, ofrezco la idea de algo más.Sin garantías, simplemente ese atisbo deesperanza de que el cambio puedellegar. En este momento ni siquieraimporta en qué puede consistir elcambio. Están tan desesperados que noles importa. Ni siquiera se les ocurrepreguntar.Quizá la clave sea mantener la calmamientras los demás se dejan llevar porel pánico. Ahora odian tanto a Wallisque casi se podría decir que me hacedido la presidencia, y nadie se queja.Yo no digo nada, no hago nada;simplemente exhibo una sonrisa amable

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mientras todo el mundo a mi alrededorse sume en la histeria. Con una mirada aese cobarde que tengo al lado, no quedaduda de que quedo mejor en lo alto de latarima o dándole la mano a un primerministro. Y Wallis está tan desesperadopor tener a su lado a alguien que cuentecon el favor de la gente que estoy segurode que, con solo llegar a un par deacuerdos tácitos con él, tendré el controlde todo.Este país es mío. Me siento como unniño con un juego de ajedrez, jugandouna partida que sabe que ganará. Soymás listo, más rico y estoy mucho máscualificado a los ojos de un país que me

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adora por motivos que nadie parececapaz de definir. Cuando alguien se parea pensarlo, ya no importará. Puedo hacerlo que quiera, y no hay nadie que mepueda detener. Así pues, ¿ahora qué?Creo que es hora de dejar que se hundael sistema. Esta lastimosa República yase ha venido abajo y apenas funciona. Lacuestión, en el fondo, es… ¿con quiénme debo aliar? ¿Cómo puedo hacer queesto se convierta en algo que me pida elpueblo?Tengo una idea. A mi hija no le gustará,pero, en realidad, eso no me preocupa.Ya es hora de que demuestre su utilidad.

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Cerré el libro de golpe, confundida yfrustrada. ¿Me estaba perdiendo algo?¿Dejar que el sistema se hunda?¿Imponer su voluntad sobre los demás?¿Es que la estructura de nuestro país noera fruto de una necesidad, sino uncapricho?

Me planteé seguir buscando en ellibro qué era lo que le había ocurrido asu hija, pero ya estaba tan desorientadaque decidí no hacerlo. Preferí salir albalcón, con la esperanza de que el airefresco me ayudara a asimilar lo queacababa de leer.

Miré al cielo, intentando procesaraquellas palabras, pero ni siquiera sabía

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por dónde empezar. Suspiré y dejé vagarla mirada por los jardines, hasta que unbrillo blanco me llamó la atención.Maxon estaba paseando a solas. Por finestaba en casa. Llevaba la camisa porfuera, y no llevaba ni abrigo ni corbata.¿Qué hacía ahí fuera tan tarde? Vi quetenía en la mano una de sus cámaras. Éltambién debía de estar pasando una malanoche.

Dudé un momento, pero… ¿conquién más podía hablar de aquello?

—¡Chis!Él se giró de golpe, buscando el

lugar de origen del siseo. Volví ahacerlo, agitando los brazos hasta que

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me vio. De pronto apareció una sonrisaen su rostro, y me devolvió el saludo.Me tiré de la oreja, esperando quepudiera verlo. Él hizo lo mismo. Leseñalé a él, y luego a mi habitación. Élasintió, y me mostró un dedo paraindicarme que tardaría un minuto. Asentíde nuevo y volví a mi habitación, altiempo que él entraba en palacio.

Me puse una bata y me pasé losdedos por el cabello, intentandoaparentar tranquilidad. No estaba seguradel todo de cómo hablarle de aquello,porque se trataba, básicamente, depreguntarle a Maxon si su cargo sebasaba en un montaje mucho menos

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altruista de lo que se hacía creer a lagente. Cuando ya empezaba apreguntarme por qué tardaría tanto,llamó a la puerta.

Corrí a abrirla y me encontré con elobjetivo de su cámara, que hizo un clic ycaptó mi sonrisa sorprendida. Miexpresión se transformó en algo queexpresaba lo poco que me gustaba servíctima de aquellas bromitas, y éltambién capturó aquella otra imagen,divertido.

—Eres un bobo. Pasa —le ordené,agarrándole del brazo.

Él se dejó.—Lo siento, no he podido evitar la

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tentación.—Te has tomado tu tiempo —le

regañé, sentándome al borde de la cama.Tomó asiento a mi lado,

separándose un poco para quepudiéramos estar cara a cara.

—He tenido que pasar por mihabitación —dijo, dejando la cámarasobre mi mesita de noche y agitando mifrasquito con el céntimo dentro. Hizo unruidito que era casi como una risa y segiró hacia mí de nuevo, sin explicarmeel porqué del rodeo.

—Bueno. ¿Y qué tal tu viaje?—Raro —confesó—. Acabamos

yendo a las zonas rurales de Nueva

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Asia. Mi padre dijo que había algunadisputa localizada, pero cuandollegamos todo estaba bien —sacudió lacabeza—. La verdad es que no tienesentido. Pasamos unos días paseandopor viejas ciudades e intentando hablarcon los nativos. Mi padre está bastantedecepcionado con mi dominio delidioma e insiste en que estudie más.Como si no tuviera bastante que hacerestos días —dijo, con un suspiro.

—Es algo raro.—Supongo que sería algún tipo de

prueba. Últimamente me va poniendopruebas, y no siempre sé cuándo llegan.Quizá quería evaluar mis aptitudes para

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la toma de decisiones o paraenfrentarme a lo inesperado. No estoyseguro —añadió, encogiéndose dehombros—. En cualquier caso, si erauna prueba, no la he superado —jugueteó con los dedos un instante—.También quería hablarme de laSelección. Supongo que le parecería queme iría bien distanciarme, para tomarperspectiva o algo así. La verdad es queestoy algo cansado de que todo el mundodecida por mí algo que se supone quedepende de mí.

Estaba segura de que la idea deperspectiva que tenía el rey suponíahacer que Maxon se olvidara de mí.

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Había visto cómo les sonreía a las otraschicas en las comidas y cómo lassaludaba por los pasillos. Conmigonunca lo había hecho. De pronto mesentí incómoda y no supe qué decir.

Y al parecer, Maxon tampoco.Decidí que no era el momento de

preguntarle por el diario. Hablaba deaquellas cosas con tanta humildad —decómo gobernaba, del tipo de rey quequería ser— que no podía exigirle unasrespuestas que quizá ni siquiera tuviera.En el fondo no podía dejar de pensarque sabía más de lo que me contaba,pero debía averiguar más antes depreguntarle.

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Maxon se aclaró la garganta y sesacó una tira de cuentas del bolsillo.

—Como te decía, caminamos poruna serie de pueblos y ciudades, y en latienda de una anciana vi esto. Es azul —dijo, subrayando lo evidente—. Meparece que te gusta el azul.

—Me encanta el azul —susurré.Me quedé mirando la pulserita. Unos

días atrás, Maxon estaba paseando porel otro extremo del mundo, vio aquelloen una tienda… y le hizo pensar en mí.

—No encontré nada para nadie más,así que me gustaría que no se lo dijerasa nadie —dijo. Asentí—. De todosmodos, tampoco eres de las que van por

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ahí presumiendo —añadió.No podía dejar de mirar la pulsera.

Era muy sencilla, de unas piedraspulidas que, en realidad, no eran nisemipreciosas. Alargué la mano y paséun dedo por encima de una de aquellascuentas ovaladas. Maxon agitó lapulsera con la mano, para hacerme reír.

—¿Quieres que te ayude aponértela?

Asentí y le ofrecí la muñeca en laque no tenía el botón de Aspen. Maxonapoyó las frías piedras sobre mi piel yató la cinta que las mantenía unidas.

—Preciosa —dijo.Y ahí aparecía de nuevo la

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esperanza, abriéndose paso entre tantaspreocupaciones.

De pronto todo lo que me pesaba enel corazón se tornaba liviano, y volvía aecharle de menos. Quería borrarlo tododesde Halloween, volver a aquellanoche, y quedarme con aquellas dospersonas que bailaban en el salón. Y,por otra parte, al mismo tiempo, elcorazón se me venía abajo. Sivolviéramos a estar en Halloween, notendría motivos para dudar de su regalo.

Aunque me creyera que era todo loque mi padre decía que era, todo lo queAspen decía que no era…, no podíaser… Kriss era mejor.

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Estaba tan agotada, tensa yconfundida que me puse a llorar.

—¿America? —preguntó, vacilante—. ¿Qué te pasa?

—Es que no lo entiendo.—¿Qué es lo que no entiendes? —

preguntó, en voz baja, y se me ocurriópensar que había aprendido muchoúltimamente sobre cómo tratar a unachica que llora.

—A ti —confesé—. La verdad esque ahora mismo me tienes muyconfundida —me sequé una lágrima deun lado del rostro y, muy suavemente,Maxon me acercó la mano y me secó lasdel otro lado.

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De algún modo, resultaba extrañosentir su contacto de nuevo. Pero almismo tiempo era algo tan familiar quehabría sido raro que no lo hubierahecho. Cuando ya no había lágrimas quelimpiar, dejó la mano allí,envolviéndome la cara.

—America —dijo, decidido—, sialguna vez quieres saber algo sobre mí,sobre lo que me importa o lo que soy, loúnico que tienes que hacer espreguntarme.

Parecía tan sincero que a puntoestuve de preguntar, de rogarle que melo dijera todo: si se había planteado laposibilidad de estar con Kriss desde el

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principio, si sabía lo de los diarios, oqué era lo que tenía aquella pulseritapara que le hubiera hecho pensar en mí.

Pero ¿cómo podía saber que medecía la verdad? Y, ahora que me ibadando cuenta de que era la opción másfirme, ¿qué pasaba con Aspen?

—No sé si estoy preparada para eso.Tras un momento de reflexión,

Maxon me miró.—Lo entiendo. Bueno, eso creo.

Pero deberíamos hablar en serio dealgunas cosas muy pronto. Y cuandoestés lista, aquí me tienes.

No me presionó; se puso en pie yesbozó una mínima reverencia a modo

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de despedida antes de coger su cámara ydirigirse hacia la puerta. Se giró amirarme una última vez antes dedesaparecer por el pasillo. Mesorprendió lo mucho que me dolía verlemarchar.

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Capítulo 25

—¿Clases particulares? —preguntóSilvia—. ¿Quieres decir varias a lasemana?

—Claro —respondí.Por primera vez desde mi llegada,

estaba profundamente agradecida aSilvia. Sabía que no podría resistirseante la idea de tener a alguien dispuestoa escuchar todo lo que tenía que decir, ysi aquello me suponía un trabajo extra,me iría bien para estar ocupada.

Pensar en Maxon, en Aspen, en eldiario y en las chicas se me hacía

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demasiado pesado. El protocolo eraalgo que no tenía vuelta de hoja. Lospasos para presentar una proposición deley eran invariables. Ese tipo de cosassí podía llegar a aprenderlas.

Silvia me miró, aún algosorprendida, y al momento me mostróuna gran sonrisa. Me dio un abrazo yexclamó:

—Oh, esto es fantástico. Por fin unade vosotras entiende lo importante quees esto —se separó, pero siguióagarrándome con los brazos extendidos—. ¿Cuándo quieres empezar?

—¿Ahora?—Déjame ir a buscar unos libros —

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respondió, pletórica.Me impliqué de lleno en el estudio,

agradecida por cada palabra, concepto yestadística que me metía en la cabeza.Cuando no estaba con Silvia, estabaleyendo algún texto en las innumerableshoras que pasaba en la Sala de lasMujeres; cualquier cosa menos pasar elrato con las otras chicas.

Trabajé mucho, y no veía la hora deque las cinco tuviéramos una nuevaclase conjunta.

Cuando llegó, Silvia empezó porpreguntarnos qué era lo que más nosapasionaba. Yo escribí que mi familia,la música y, luego, como si fuera algo

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inevitable, la justicia.—El motivo por el que os lo

pregunto es porque la reina siempresuele presidir algún comité de algúntipo, algo en beneficio del país. La reinaAmberly, por ejemplo, impulsó unprograma para formar a las familiaspara que puedan hacerse cargo decualquier miembro discapacitado físicoo mental. Muchos acaban en la callecuando las familias no saben qué hacercon ellos, y el número de Ochos vacreciendo alarmantemente. Lasestadísticas de estos últimos diez añoshan demostrado que su programa haayudado a reducir esa cifra, lo que ha

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contribuido a la seguridad de lapoblación en general.

—¿Y nosotras tenemos que idear unprograma de ese tipo? —preguntó Elise,algo nerviosa.

—Sí, ese será vuestro nuevoproyecto —respondió Silvia—. En elCapital Report de dentro de dossemanas se os pedirá que presentéisvuestra idea y que propongáis cómopodría ponerse en marcha.

A Natalie se le escapó un grititoahogado. Celeste puso la mirada en elcielo. Kriss tenía aspecto de estarpensando ya en algo. Su entusiasmoinmediato me puso algo nerviosa.

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Recordé que Maxon había habladode una eliminación inminente. Daba laimpresión de que Kriss y yo teníamosuna ligera ventaja, pero, aun así, erapreocupante.

—¿De verdad servirá esto paraalgo? —preguntó Celeste—. La verdades que preferiría aprender algo querealmente nos fuera útil.

Era evidente que aquel tono depreocupación escondía que la idea laaburría o la intimidaba.

Silvia parecía consternada.—¡Claro que os será útil! La que se

convierta en princesa estará al cargo deun proyecto filantrópico.

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Celeste murmuró algo y se puso ajuguetear con un bolígrafo. No soportabaque deseara tanto el cargo pero ningunade sus responsabilidades.

«Yo sería mejor princesa que ella»,pensé. Y en aquel momento me di cuentade que aquello no era falso del todo. Notenía sus contactos ni el saber estar deKriss, pero al menos estaba másimplicada. ¿O es que eso no importaba?

Por primera vez en mucho tiempo,me sentía entusiasmada. Ahí tenía unproyecto que me permitiría demostrar loúnico que me distanciaba de las otras.Estaba decidida a volcarme en ello y,con un poco de suerte, crearía algo que

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valiera la pena. A lo mejor acabaríaperdiendo la competición; quizá nisiquiera me interesara ganar. Pero si nollegaba a ser princesa, al menos meacercaría todo lo posible, y haría laspaces con la Selección.

Imposible. Por mucho que lointentara, no se me ocurría ni una ideapara mi proyecto filantrópico. Pensé, leíy volví a pensar. Les pregunté a misdoncellas, pero no me dieron ningunaidea. Le habría consultado a Aspen,pero hacía días que no sabía de él.Supuse que sería especialmenteprecavido, ahora que Maxon estaba enpalacio.

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Lo peor era que parecía claro queKriss estaba ya enfrascada en supresentación. Se ausentaba mucho de laSala de las Mujeres para ir a leer; ycuando estaba presente, permanecíaabsorta en alguna lectura o tomaba notassin parar. Maldición.

Cuando llegó el viernes, sentí queme moría al darme cuenta de que solome quedaba una semana y que seguía sinperspectivas en el horizonte. Durante elReport, Gavril explicó la estructura delprograma siguiente, explicando que, trasunos anuncios breves, el resto de lanoche se dedicaría a nuestraspresentaciones.

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Un sudor frío me cubrió la frente.Pillé a Maxon mirándome. Levantó

la mano y se tiró de la oreja, y yo noestaba segura de qué hacer. No es quequisiera decirle que sí, pero tampocoquería que pensara que me lo quitaba deencima. Me tiré del lóbulo, y él parecióaliviado.

Nerviosa, esperé a que sepresentara, retorciéndome el cabelloentre los dedos y caminando por lahabitación, arriba y abajo.

Maxon llamó suavemente y luegoentró, como solía hacer. Le recibí depie, con la sensación de que necesitabaun ambiente algo más formal de lo

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habitual. Tenía claro que aquello eraridículo, pero tampoco podía evitarlo.

—¿Cómo estás? —me preguntó,cruzando la habitación.

—¿La verdad? Nerviosa.—Es por lo guapo que estoy,

¿verdad?Puso una cara simpática y me reí.—Debería apartar la mirada —dije,

siguiéndole la broma—. De hecho, esmás bien por ese proyecto filantrópico.

—Oh —soltó, sentándose en mimesa—. Si quieres puedes practicarpresentándomelo a mí primero. Kriss loha hecho.

Sentí que me deshinchaba. Claro.

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Cómo no.—Aún no tengo ni la idea —confesé,

sentándome frente a él.—Ah. Bueno, imagino que eso es lo

que te tiene tan nerviosa.Le miré, dejando claro que no tenía

ni idea de hasta qué punto.—¿Qué es lo más importante para ti?

Tiene que haber algo que realmente tetoque la fibra y que a las demás se lespase por alto —dijo Maxon,acomodándose en la silla, con una manosobre la mesa.

¿Cómo podía estar tan tranquilo?¿No veía lo nerviosa que estaba yo?

—Llevo toda la semana dándole

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vueltas y no se me ha ocurrido nada.Soltó una risita.—Pensaba que para ti sería más

fácil que para las demás. Tú te hasenfrentado a más dificultades que lasotras cuatro juntas.

—Exactamente, pero nunca hesabido cómo cambiar nada de eso. Esees el problema —me quedé con lamirada fija sobre la mesa, recordandoCarolina con toda claridad—. Lorecuerdo todo… Los Sietes que selesionan con esos trabajos por días tanduros y que de pronto son degradados aOchos porque ya no pueden trabajar. Laschicas que recorren las calles al límite

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del toque de queda, metiéndose en lascamas de tipos solitarios por cuatrochavos. Los niños que nunca tienen loque necesitan (suficiente comida,calefacción, cariño) porque sus padresse pasan la vida trabajando. Recuerdomis peores días perfectamente. Peropensar en algo para ponerle remedio…—meneé la cabeza—. ¿Qué podríadecir?

Le miré, esperando encontrar unarespuesta en sus ojos. Pero no la había.

—Está muy bien expresado —dijo, yse calló.

Pensé en todo lo que le había dichoy en su respuesta. ¿Quería decir que

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sabía más de los planes de Gregory delo que yo pensaba? ¿O que se sentíaculpable por tener tanto mientras otrostenían tan poco? Suspiró.

—En realidad no esperaba hablar deeso esta noche.

—¿Qué es lo que tenías in mente?Maxon me miró como si estuviera

loca.—Hablar de ti, por supuesto.—¿De mí? —dije, pasándome el

pelo tras la oreja—. ¿De qué,exactamente?

Cambió de posición, ladeando lasilla para que estuviéramos más cerca einclinando el cuerpo hacia delante,

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como si fuera un secreto.—Pensé que, una vez que vieras que

Marlee estaba bien, las cosascambiarían. Estaba seguro de quepodrías volver a sentir algo por mí. Perono ha ocurrido. Incluso esta noche, quehas accedido a verme, te muestras muydistante.

Así que se había dado cuenta.Pasé los dedos por la mesa, sin

mirarle a los ojos.—No es exactamente que tenga un

problema contigo. Es con la situación —me encogí de hombros—. Pensé que losabías.

—Pero después de lo de Marlee…

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Levanté la cabeza.—Después de lo de Marlee han

seguido pasando cosas. De prontoempiezo a entender lo que significaríaser princesa, y un minuto después dejode entenderlo. No soy como las otraschicas. Soy la que procede de la castamás baja; y quizá Elise fuera una Cuatro,pero su familia es muy diferente a lamayoría de los Cuatros. Tienen tantaspropiedades que me sorprende que aúnno hayan pagado para ascender. Y tú tehas criado en este entorno. Para mí es ungran cambio.

Asintió, sin perder aquella pacienciainfinita que tenía.

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—Eso lo entiendo, America. Enparte ese es el motivo por el que hequerido darte tiempo. Pero tú tambiéntienes que pensar en mí.

—Lo hago.—No, así no. No como parte de la

ecuación. Ponte en mi lugar. No mequeda mucho tiempo. El proyectofilantrópico será el detonante de otraeliminación. Supongo que eso ya te lohabrás imaginado.

Bajé la cabeza. Claro que lo habíapensado.

—¿Y qué debo hacer cuando soloquedéis cuatro? ¿Darte más tiempo?Cuando solo queden tres, se supone que

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tengo que escoger. Si solo quedáis tres ytú sigues con tus dudas sobre si quieresaceptar o no la responsabilidad, eltrabajo, si me quieres a mí… ¿Qué debohacer entonces?

Me mordí el labio.—No lo sé.Maxon meneó la cabeza.—Eso no puedo aceptarlo. Necesito

una respuesta. Porque no puedo enviar acasa a alguien que desee realmente esto,que me quiera a mí, si al final tú te vas aechar atrás.

—Entonces —respondí, tras cogeraire—, ¿tengo que darte una respuestaahora mismo? Ni siquiera sé qué es a lo

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que tengo que responder. Si digo quedeseo quedarme, ¿quiere decir eso quequiero ser la elegida? Porque eso no losé —sentí que se me tensaban losmúsculos, como si se prepararan parasalir corriendo.

—No tienes que decir nada ahora,pero cuando llegue el día del Reporttendrás que saber si quieres esto o no loquieres. No me gusta tener que darte unultimátum, pero yo tengo que jugármela,y no parece que te importe mucho —suspiró antes de proseguir—. La verdades que no quería que la conversaciónfuera por ahí. Quizá debería irme —dijo, y su tono dejaba claro que

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esperaba que le pidiera que se quedara,que todo iba a arreglarse.

—Sí, creo que será mejor —susurré.Agitó la cabeza, irritado, y se puso

en pie.—Muy bien —dijo, y atravesó la

habitación con pasos rápidos y furiosos—. Iré a ver qué hace Kriss.

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Capítulo 26

Bajé a desayunar más bien tarde. Noquería arriesgarme a encontrar a Maxonni a ninguna de las chicas a solas. Peroantes de que llegara a las escaleras,Aspen se acercó por el pasillo. Resopléde nervios, y él miró alrededor antes deaproximarse.

—¿Dónde has estado? —le pregunté,en voz baja.

—Trabajando, Mer. Soy soldado.No puedo controlar cuándo me tocaservicio. Ya no me ponen de guardia entu habitación.

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Quise preguntarle por qué, pero noera el momento.

—Necesito hablar contigo.Se quedó pensando un momento.—A las dos, ve hasta el final del

pasillo de la planta baja, más allá delpabellón de la enfermería. Puedo ir averte allí, pero no mucho rato.

Asentí. Él me hizo una rápidareverencia y siguió su camino antes deque alguien pudiera vernos hablar. Bajélas escaleras, pero no me sentía nadasatisfecha.

Quería gritar. El sábado tocabapasarse todo el día en la Sala de lasMujeres: una sentencia, una completa

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injusticia. Cuando llegaban visitas,querían ver a la reina, no a nosotras.Cuando una de nosotras se convirtieraen princesa, probablemente aquellocambiaría, pero de momento yo estabaallí, sin poder hacer nada, viendo cómoKriss repasaba su presentación. Lasotras también estaban leyendo cosas,notas o informes, y me estaba poniendoenferma, hasta el punto de la náusea.Necesitaba una idea, y rápido. Estabasegura de que Aspen me ayudaría aencontrarla y tenía que empezar aquellamisma noche, fuera como fuera.

Como si leyera mis pensamientos,Silvia, que había estado recibiendo

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visitas con la reina, pasó a verme.—¿Cómo está mi alumna estrella?

—me preguntó, bajando la voz losuficiente para que las otras no laoyeran.

—Genial.—¿Cómo va tu proyecto? ¿Necesitas

ayuda para perfilar algún detalle?¿Perfilar? ¿Cómo iba a perfilar algo

inexistente?—Va estupendo. Le va a encantar,

estoy segura —mentí.Ella ladeó la cabeza.—Lo llevas un poco en secreto, ¿no?—Un poco —sonreí.—Está bien. Últimamente has

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trabajado de una forma sensacional.Estoy segura de que será fantástico —dijo, dándome una palmadita en elhombro antes de abandonar la sala.

Tenía un problema. Y grande.Los minutos pasaban tan despacio

que era como una tortura. Poco antes delas dos me excusé y recorrí el pasillo.En el extremo había un sofá tapizadobajo un enorme ventanal. Me senté aesperar. No vi ningún reloj, pero eltiempo no parecía avanzar. Por fin, poruna esquina, apareció Aspen.

—Ya era hora —suspiré.—¿Qué pasa? —preguntó él, que se

situó junto al sofá, adoptando una pose

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formal.«Mucho. Muchas cosas de las que no

te puedo hablar».—Nos han asignado una tarea, y no

sé qué hacer. No se me ocurre nada,estoy nerviosísima y no puedo dormir —dije, a la carrera.

Él chasqueó la lengua.—¿De qué va la tarea? ¿Diseño de

tiaras?—No —repuse, lanzándole una

mirada de frustración—. Tenemos quepensar en un proyecto, algo bueno parael país. Como el trabajo de la reinaAmberly con los discapacitados.

—¿Es eso lo que tan nerviosa te

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tiene? —preguntó, sacudiendo la cabeza—. ¿Qué tiene eso de estresante? Parecedivertido.

—Yo también pensaba que lo sería.Pero no se me ocurre nada. ¿Tú quéharías?

Aspen se quedó pensando unmomento.

—¡Ya lo sé! Haría un programa deintercambio de castas —dijo, con unbrillo de emoción en los ojos.

—¿Un qué?—Un programa de intercambio de

castas. La gente de las castas altasintercambian su sitio con los de lascastas bajas, para que sepan lo que es.

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—No creo que eso funcione, Aspen,por lo menos no para este proyecto.

—Es una gran idea —insistió—. ¿Teimaginas a alguien como Celesterompiéndose las uñas al hacer uninventario en un almacén? Le iría muybien.

—¿Y a ti ahora qué te pasa? ¿No hayDoses de origen entre los guardias? ¿Noson tus amigos?

—A mí no me pasa nada —replicó,a la defensiva—. Soy el mismo desiempre. Eres tú la que se ha olvidadode lo que es vivir en una casa sincalefacción.

—No se me ha olvidado —le

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contesté, levantando la cabeza—. Estoyintentando pensar en un proyecto quesirva para evitar cosas así. Aunque meechen, puede que al final alguien pongaen práctica mi idea, así que necesito quesea buena. Quiero ayudar a la gente.

—No te olvides, Mer —me imploróAspen, con un brillo de vehemencia enlos ojos—. Este Gobierno no hizo nadacuando no teníais nada para comer.Dejaron que azotaran a mi hermano en laplaza. Toda la palabrería del mundo nopodrá deshacer lo que somos. Nosdejaron en un rincón para que nuncapudiéramos salir por nosotros mismos, yno tienen ninguna prisa en sacarnos de

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allí. No les interesa, Mer.Resoplé y me quedé callada.—¿Adónde vas ahora?—Me vuelvo a la Sala de las

Mujeres —respondí, poniéndome enmarcha.

Aspen me siguió.—¿De verdad estamos discutiendo

por una tontería de proyecto?—No —dije, girándome hacia él—.

Estamos discutiendo porque tú tampocolo pillas. Ahora yo soy una Tres. Y túeres un Dos. En lugar de amargarnos lavida con lo que nos han dado, ¿por quéno ves la ocasión que tienes? Puedescambiar la vida de tu familia.

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Probablemente podrías cambiar muchasvidas. Y lo único que quieres es dejarclaro tu enfado. Eso no va a llevarnos aningún sitio.

Aspen no dijo nada, y yo me fui.Intenté no enfadarme con él por ponerpasión en lo que quería. En cualquiercaso, ¿no era esa una cualidadadmirable? Pero me hizo pensar tanto enla inamovilidad de las castas que lasituación empezó a ponerme furiosa.

No había nada que pudiera cambiaraquello. Así pues, ¿por qué molestarse?

Toqué el violín. Me di un baño.Intenté dormir una siesta. Me pasé partede la tarde sentada en la habitación, en

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silencio. Me senté en el balcón.Nada de todo aquello tenía

importancia. Estaba acercándosepeligrosamente la fecha de exposicióndel proyecto, y aún no tenía nadapreparado.

Me pasé horas tendida en la cama,intentando dormir, aunque no lo logré.No dejaba de recordar las palabras derabia de Aspen, su enfrentamientoconstante con lo que le había tocadovivir. Pensé en Maxon y en su ultimátum,en su lucha constante con la vida que lehabía tocado llevar. Y entonces mepregunté si todo aquello tenía algunaimportancia, puesto que estaba claro que

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me iría a casa enseguida, en cuanto mepresentara el viernes sin ningúnproyecto que proponer.

Suspiré y eché atrás las mantas.Había estado evitando leer el diario deGregory otra vez; me preocupaba queme aportara más preguntas querespuestas. Pero también podía ser queencontrara en él algo que me orientara,algo de lo que pudiera hablar en elReport.

Además, aunque pudiera evitarleerlo, tenía que saber qué era lo que lehabía sucedido a su hija. Estaba bastantesegura de que se llamaba Katherine, asíque hojeé el libro en busca de cualquier

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mención, pasando por alto todo lodemás, hasta que encontré una fotografíade una chica junto a un hombre queparecía mucho mayor. A lo mejor eranimaginaciones mías, pero daba laimpresión de haber llorado.

Por fin, hoy, Katherine se ha casado conEmil de Monpezat de Swendway. Halloriqueado durante todo el camino hastala iglesia, hasta que le he dejado claroque, si no se recomponía para laceremonia, tendría que vérselas conmigodespués. Su madre no está contenta, ysupongo que Spencer está disgustadoahora que se da cuenta de lo poco que le

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apetecía a su hermana pasar por esto.Pero Spencer es listo. Creo que entraráen razón enseguida, en cuanto vea lasposibilidades que le he abierto. YDamon siempre apoya cualquiera de misdecisiones; ojalá pudiera extraer lo quesea que lleva dentro e inyectárselo alresto de la población. Desde luego, losjóvenes tienen mérito. Es precisamentela generación de Spencer y de Damon laque más me ha ayudado a llegar hastaaquí. Su entusiasmo es inquebrantable, ya la gente le gusta mucho másescucharlos a ellos que a algún ancianovetusto que insiste en que nos hemosmetido por el mal camino. No dejo de

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preguntarme si no habrá un medio parasilenciarlos para siempre sin empañarmi nombre.En cualquier caso, la coronación estáprevista para mañana. Ahora queSwendway ha conseguido como aliada ala poderosa Unión Norteamericana,podré tener lo que deseo: una corona.Creo que es un trato justo. ¿Por quéconformarme con ser el presidente Illéacuando puedo ser el rey Illéa? Pormedio de mi hija he adquirido categoríade realeza.Todo está en su sitio. Pasado mañana nohabrá vuelta atrás.

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La vendió. El muy cerdo vendió a suhija a un hombre al que ella aborrecía,solo para conseguir todo lo que quería.

Me venían ganas de cerrar el librode nuevo, de acabar con aquello. Perohice un esfuerzo por seguir hojeándolo,leyendo pasajes al azar. En un punto setrazaba un esquema del sistema decastas, originalmente pensado para quetuviera seis niveles en lugar de ocho. Enotra página hacía planes para cambiar elapellido a la gente y distanciarlos así desu pasado. En un párrafo dejaba claroque tenía pensado castigar a susenemigos situándolos en lo más bajo dela escala, y premiar a los leales

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colocándolos arriba.Me pregunté si mis antepasados

sencillamente no tendrían nada queofrecer, o si habían opuesto resistencia.Esperaba que fuera lo segundo.

¿Cuál sería mi apellido real? ¿Losabría papá?

Toda la vida me habían hecho creerque Gregory Illéa era un héroe, lapersona que había salvado el paíscuando estábamos al borde del olvido.Estaba claro que no era más que unmonstruo sediento de poder. ¿Cómodebía de ser, para manipular a la gentesin pensárselo lo más mínimo? ¿Quétipo de hombre sería, si sacrificó a su

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hija en su propio beneficio?Miré las anotaciones anteriores con

una nueva perspectiva. En ninguna decíaque quisiera ser un gran hombre defamilia; solo afirmaba que queríaparecerlo. De momento, le seguiría eljuego a Wallis. Estaba usando a loscoetáneos de su hijo para ganar apoyos.Estaba haciéndose su montaje desde elprincipio.

Me sentí asqueada. Me puse en pie yempecé a caminar arriba y abajo,intentando asimilar todo aquello.

¿Cómo habían conseguido queaquella historia quedara olvidada?¿Cómo es que nadie hablaba de los

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antiguos países? ¿Dónde estaba toda esainformación? ¿Por qué no la conocíanadie?

Abrí los ojos y levanté la mirada altecho. Me parecía imposible. Seguroque habría gente a quien no le parecierabien, y ellos les habrían contado laverdad a sus hijos. Y a lo mejor sí quese la habían contado. A menudo mepreguntaba por qué papá nunca medejaba hablar del viejo libro de historiaque tenía oculto en su habitación, porqué la historia que sí conocía sobre Illéano aparecía impresa en ningún lado.Quizá fuera porque, si se hubiera puestopor escrito que Illéa había sido un

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héroe, la gente se hubiera rebelado. Perosi siempre había sido una cuestión dedebate, en el que uno pensaba que lascosas eran de un modo y otro las negaba,¿cómo iba a saber nunca nadie laverdad?

Me pregunté si Maxon conocía todoaquello.

De pronto me vino un recuerdo a lamente. No hacía tanto tiempo, Maxon yyo nos habíamos dado nuestro primerbeso. Había sido tan inesperado que yome había echado atrás, lo cual le hizosentirse incómodo. Cuando me di cuentade que quería que me besara, le sugeríque simplemente borráramos aquel

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recuerdo e introdujéramos uno nuevo.«America, no creo que podamos

cambiar la historia», me había dicho. Alo que yo respondí: «Claro quepodemos. Además, ¿quién más va asaberlo, aparte de ti y de mí?».

Lo había dicho a modo de broma.Por supuesto, si hubiéramos acabadojuntos, nos acordaríamos de lo que habíaocurrido realmente, sin importarnos lotonto que era. En realidad, nuncallegamos a reemplazar aquel recuerdocon una historia que sonara mejor.

Pero todo aquello de la Selecciónera un espectáculo. Si a Maxon y a mínos preguntaran algún día por nuestro

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primer beso, ¿le diríamos la verdad aalguien? ¿O nos guardaríamos aquelpequeño detalle, aquel secreto entre losdos? Cuando muriéramos, nadie seenteraría, y aquel breve momento tanimportante en nuestras vidasdesaparecería con nosotros. ¿Podía sertan simple? ¿Se trataba simplemente decontar una historia a una generación yrepetirla hasta que la aceptaran comohecho probado? ¿Cuántas veces le habíapreguntado yo a alguien mayor quemamá o papá sobre lo que sabían o loque habían visto sus padres? ¿Quésabían los mayores? Había sidoarrogante por mi parte no pensar

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siquiera en lo que pudieran explicar. Mesentí una tonta.

Pero lo importante no era cómo mesintiera yo. Lo importante era decidirqué iba a hacer al respecto.

Había pasado toda mi vida atrapadaen un agujero creado en nuestrasociedad; y como me encantaba lamúsica, nunca me había quejado. Peroquería estar con Aspen, y como él era unSeis, las cosas se complicaban mucho.Si años atrás Gregory Illéa no hubieradiseñado con tanta frialdad las leyes denuestro país, cómodamente sentado en suescritorio, Aspen y yo no habríamosdiscutido, y yo nunca habría pensado en

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Maxon. Maxon no sería ni siquierapríncipe. Marlee tendría las manosintactas, y ella y Carter no vivirían enuna habitación en la que apenas cabía sucama. Gerad, mi encantador hermanitopequeño, podría estudiar ciencias, si esoera lo que le gustaba, en lugar de verseabocado a dedicarse al mundo del arte,que no le apasionaba en absoluto.

Para conseguir una vida cómoda enuna casa bonita, Gregory Illéa le habíarobado a la mayor parte del país lacapacidad de siquiera intentar conseguiraquello mismo. Maxon decía que, siquería saber quién era, solo tenía quepreguntarle. Antes me asustaba

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enfrentarme a la posibilidad de que éltambién fuera así, pero tenía quesaberlo. Si esperaba que tomara ladecisión de si quería seguir en laSelección o volverme a casa, necesitabasaber de qué pasta estaba hecho.

Me puse las zapatillas y la bata, ysalí de la habitación, dejando atrás a unguardia anónimo.

—¿Está bien, señorita? —preguntó.—Sí. Volveré enseguida.Daba la impresión de que quería

decir algo más, pero me fui demasiadorápido como para darle opción. Subí lasescaleras hasta el tercer piso. Adiferencia de otras plantas, había

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guardias en el rellano que me impedíanllegar siquiera a la puerta de Maxon.

—Necesito hablar con el príncipe—dije, intentando mostrarme decidida.

—Es muy tarde, señorita —repusoel guardia de la izquierda.

—A Maxon no le importará —leaseguré.

El de la derecha se sonrióligeramente.

—No creo que desee recibir ningunavisita ahora mismo, señorita.

Arrugué la frente, pensativa,mientras intentaba intuir a qué se refería.

Estaba con otra chica.Era de suponer que sería Kriss,

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sentada en su habitación, hablando,riendo o quizás olvidando su norma deno besar.

Una doncella dobló la esquina conuna bandeja en las manos y pasó a milado para bajar por las escaleras. Meeché a un lado, intentando decidir sidebía dar un empujón a los guardiaspara abrirme paso o abandonar. En elmomento en que iba a abrir la boca denuevo, el guardia se me adelantó:

—Debe volver a la cama, señorita.Habría querido gritarles o hacer

algo, porque me sentía impotente. Peroeso no serviría de nada, así que me fui.Oí que uno de los guardias —el que

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hacía muecas— murmuraba algo cuandome alejé, y eso no hizo más queempeorar mi estado de ánimo. ¿Seestaba riendo de mí? ¿Le daba pena? Nonecesitaba su compasión. Ya me sentíasuficientemente mal.

Cuando llegué de nuevo al segundopiso, me sorprendió ver allí a ladoncella que había pasado a mi lado,arrodillada como si estuvieraponiéndose bien el zapato, aunque eraevidente que no era eso ni nadaparecido. Cuando me acerqué levantó lacabeza, recogió la bandeja y se meacercó.

—No está en su habitación —

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susurró.—¿Quién? ¿Maxon?Asintió.—Pruebe abajo.Sonreí, y meneé la cabeza en un

gesto de sorpresa.—Gracias.La doncella se encogió de hombros.—No está en ningún sitio donde no

pudiera encontrarle si le busca. Además—dijo, con una mirada de admiración—, a nosotros nos gusta usted.

Se alejó, dirigiéndose enseguidahacia el primer piso. Me pregunté a quése refería exactamente con ese«nosotros», pero de momento me

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bastaba con aquella sencillademostración de amabilidad. Me quedéallí un momento, dejando un espacioentre las dos, y luego me dirigí abajo.

El Gran Salón estaba abierto perovacío, al igual que el comedor. Miré enla Sala de las Mujeres, pensando quesería un lugar extraño para una cita, perotampoco estaban allí. Les pregunté a losguardias de la puerta, y estos measeguraron que Maxon no había salido alos jardines, así que miré en algunas delas bibliotecas y salones hasta que porfin supuse que Kriss y él debían dehaberse separado ya, o que habríanvuelto a la habitación de él.

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Resignada, giré una esquina y medirigí a la escalera de atrás, que estabamás cerca que la principal. No vi nada,pero al acercarme oí claramente unsusurro. Me aproximé más poco a poco;no quería molestar, y tampoco estaba deltodo segura de dónde procedía aquelsonido.

Otro susurro.Una risita traviesa.Un cálido suspiro.Los sonidos se hicieron más claros,

y por fin no tuve dudas respecto dedónde procedían. Di un paso másadelante, miré a la derecha y vi a unapareja abrazándose entre las sombras.

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Cuando por fin los ojos se me adaptarona la luz y conseguí distinguir lo que veía,me quedé impresionada.

El cabello rubio de Maxon erainconfundible, incluso en la oscuridad.¿Cuántas veces lo había visto así en lapenumbra de los jardines? Pero lo queno había visto antes, ni había podidoimaginarme, era el aspecto de aquelcabello entre los largos dedos deCeleste, con las uñas pintadas de rojo.

Maxon estaba aprisionado entre lapared y el cuerpo de Celeste. Ella teníala mano contra el pecho de él, y con lapierna lo rodeaba; la raja de su vestidola dejaba bien a la vista, teñida de un

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tono azul en la oscuridad del pasillo.Ella se echó atrás un poco, para caer

de nuevo lentamente sobre su cuerpo,jugando con él.

Me quedé esperando a que él ledijera que se apartara, que ella no era loque él quería. Pero no lo hizo. Alcontrario, la besó. Ella se regodeó en elbeso y volvió a soltar una risita. Maxonle susurró algo al oído, y Celeste se leacercó y volvió a besarle, con másfuerza, más profundamente que antes. Sele cayó el tirante del vestido, dejándoleal descubierto el hombro y un trozoenorme de la piel de su espalda.Ninguno de los dos se molestó en

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recolocarlo en su sitio.Yo estaba helada. Habría querido

gritar, pero tenía un nudo en la garganta.De todas las chicas…, ¿por qué teníaque ser ella?

Los labios de Celeste se deslizarondesde la boca de Maxon hasta su cuello.Soltó otra risita repugnante y le besóotra vez. Maxon cerró los ojos y sonrió.Ahora que Celeste ya no lo tapaba, loveía perfectamente. Quería salircorriendo de allí. Quería desaparecer,evaporarme, pero me quedé allíplantada.

Así que cuando Maxon abrió losojos, me vio.

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Mientras Celeste trazaba dibujos consus besos en su cuello, él y yo nosquedamos mirándonos. Su sonrisa habíadesaparecido, de pronto se habíaquedado petrificado. Aquella mirada deasombro me hizo por fin coger fuerzaspara moverme. Celeste no se había dadocuenta, así que retrocedí en silencio, sinrespirar siquiera.

Cuando ya no podían oírme, eché acorrer, pasando a toda velocidad junto atodos los guardias y mayordomos quetrabajaban hasta tarde. Las lágrimasempezaron a asomar antes de quepudiera llegar a la escalera principal.

Subí a toda prisa y me dirigí a mi

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habitación. Dejé atrás al guardia, queparecía preocupado, y entré. Me sentéen la cama, de cara al balcón. En elsilencio de mi habitación, sentí el doloren mi interior. Qué tonta, America, quétonta.

Me iría a casa. Olvidaría que todoaquello había ocurrido. Y me casaríacon Aspen.

Aspen era el único con el que podíacontar.

No pasó mucho rato hasta quellamaron a mi puerta. Maxon entró sinesperar respuesta. Cruzó la estanciacomo una exhalación, aparentemente tanfurioso como yo.

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Antes de que pudiera decirme unapalabra, ataqué.

—Me has mentido.—¿Qué? ¿Cuándo?—¿Cuándo no? ¿Cómo puede ser

que la misma persona que hablaba deproponerme matrimonio se ponga ahacer esas cosas en un pasillo conalguien como ella?

—Lo que yo haga con ella no tieneabsolutamente nada que ver con lo quesiento por ti.

—Estás de broma, ¿no? ¿O es que,al ser un futuro rey, tengo que suponerque es aceptable que te dejes sobar poralguna chica semidesnuda cada vez que

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te apetezca?Maxon parecía herido.—No, eso no es así.—¿Y por qué ella? —pregunté,

levantando la vista al techo—. ¿Por qué,de todas las mujeres del planeta, ibas aquererla a ella?

Cuando le miré en busca de unarespuesta, él meneó la cabeza y paseó lamirada por la habitación.

—Maxon, Celeste es una actriz, unfraude. Deberías ver que debajo de todoese maquillaje y de ese sujetador derealce que lleva no hay más que unachica que quiere manipularte paraconseguir todo lo que desea.

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Maxon reprimió una risa.—De hecho, lo veo perfectamente.Verlo tan tranquilo me sorprendió.—Entonces, ¿por qué…?Pero ya tenía mi respuesta.Lo sabía. Claro que lo sabía. Había

crecido en aquel ambiente.Probablemente los diarios de Gregory leservían de lectura de cabecera. Habíasido una tonta por esperar otra cosa.¡Qué simple había sido! Yo, pensandotodo el tiempo que si había alguien quese adaptara mejor al papel de princesa,sería Kriss. Era encantadora y paciente,y un millón de cosas que yo no era. Perola veía junto a un Maxon diferente. Para

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el hombre que él tendría que ser siquería seguir las huellas de GregoryIlléa, la única chica posible era Celeste.Nadie más disfrutaría tanto pisoteando atodo un país.

—Bueno, pues ya está —dije,haciendo borrón y cuenta nueva con unmovimiento de las manos—. Queríasque tomara una decisión, y aquí latienes: ya no puedo más. Dejo laSelección, dejo todas estas mentiras, ysobre todo te dejo a ti. Dios, no puedocreerme lo tonta que he sido.

—Tú no dejas nada, America —seapresuró a contradecirme, con unamirada que decía más que sus palabras

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—. Lo dejarás cuando yo diga que lodejas. Ahora mismo estás contrariada,pero no lo dejas.

Me llevé las manos al cabello,sintiendo que, en cualquier momento,podía arrancármelo de raíz.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Es que no loquieres ver? ¿Qué te hace pensar que seme olvidará lo que acabo de ver? Odioa esa chica. Y tú la estabas besando. Noquiero saber nada de ti.

—¡Por Dios, nunca me dejas decir niuna palabra!

—¿Qué podrías decir para explicaralgo así? Envíame a casa. No quieroseguir aquí.

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Nuestra conversación había ido tanrápida que su silencio de pronto resultóincómodo.

—No.Estaba furiosa. ¿No era eso

exactamente lo que quería de mí?—Maxon Schreave, no eres más que

un crío que tiene entre manos un jugueteque no quiere pero que no puedesoportar ceder a otro niño.

Maxon respondió en voz baja:—Entiendo que estés enfadada,

pero…Le di un empujón.—¡Estoy más que enfadada!Maxon mantuvo la calma.

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—America, no me llames crío. Y nome empujes.

Volví a empujarle.—¿Ah, no? ¿Y qué vas a hacer para

evitarlo?Maxon me agarró de las muñecas,

torciéndome el brazo detrás de laespalda, y vi la rabia en sus ojos, lo cualme alegró. Quería que me provocara.Quería tener un motivo para hacerledaño. En aquel momento habría podidohacerle pedazos con mis propias manos.

Pero no estaba enfadado. En lugardel enfado, sentí aquella cálida corrientede electricidad que echaba tanto demenos. Su cara estaba a unos

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centímetros de la mía, y sus ojosbuscaban los míos, quizá preguntándosecómo lo recibiría, o quizá sin importarlelo más mínimo. Aunque todo aquello erauna locura, lo deseaba igualmente. Mislabios se abrieron antes de darme cuentasiquiera de lo que estaba sucediendo.

Agité la cabeza, confusa, y di unpaso atrás en dirección al balcón. Él nohizo ningún esfuerzo para retenerme.Respiré hondo un par de veces y luegome giré hacia él.

—¿Me vas a enviar a casa? —lepregunté, en voz baja.

Maxon negó con la cabeza, sin podero sin querer decir palabra.

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Me arranqué su pulsera de lamuñeca y la tiré al suelo.

—Entonces vete —murmuré.Me giré hacia el balcón y esperé

unos momentos hasta oír el clic de lapuerta al cerrarse. En cuanto Maxon sehubo ido, me dejé caer al suelo y meeché a llorar.

Celeste y él se parecían mucho.Toda su vida era una ficción. Y yo sabíaque Maxon se pasaría el resto de la vidaengatusando a la opinión pública paraque pensaran que era maravilloso, altiempo que los tenía a todos atados depies y manos. Igual que Gregory.

Me quedé sentada en el suelo, con

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las piernas cruzadas bajo la bata. Estabamuy disgustada con Maxon, pero másaún conmigo misma. Tendría que haberluchado más duro. Debía haber hechomás. No debería estar ahí, sentada,derrotada.

Me sequé las lágrimas y analicé lasituación. Había acabado con Maxon,pero seguía allí. Había acabado con lacompetición, pero, aun así, tenía quehacer una presentación. Quizás Aspenpensara que no era lo suficientementefuerte como para ser princesa —y estabaen lo cierto—, pero tenía fe en mí. Esolo sabía. Y también mi padre. YNicoletta.

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Ya no me interesaba ganar. Así pues,¿qué podía hacer para salir de allí conun buen golpe de efecto?

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Capítulo 27

Cuando Silvia me preguntó quénecesitaría para mi presentación, le dijeque quería una mesita para poner unoslibros y un caballete para un póster queestaba dibujando. Le hizo especialilusión saber lo del póster. Era la únicaque tenía experiencia en trabajos de artey diseño.

Me pasé horas escribiendo mipresentación en fichas, para que no seme olvidara nada, y puse puntos enalgunos libros para sacar citas. Además,ensayé frente al espejo para aprenderme

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bien las partes que me preocupaban.Intenté no pensar demasiado en lo queestaba haciendo, pues entonces todo elcuerpo me empezaba a temblar.

Le pedí a Anne que meconfeccionara un vestido que me dieraaspecto inocente, lo cual le hizo levantarlas cejas.

—Lo dice como si hasta ahora lehubiera hecho salir por ahí en lenceríafina —bromeó.

Chasqueé la lengua.—No, no quiero decir eso. Ya sabes

que todos los vestidos que me habéishecho me han encantado. Solo quierodar una imagen… angelical.

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Ella sonrió.—Supongo que ya se nos ocurrirá

algo.Debieron de trabajar como locas,

porque el día del Report no vi ni aAnne, ni a Mary, ni a Lucy hasta unahora antes del inicio del programa,cuando llegaron a toda prisa con elvestido. Era blanco, vaporoso y ligero, yestaba decorado con una larga tira verdey un adorno de tul azul a la derecha. Laparte inferior caía de tal modo queparecía una nube, y la cintura imperio ledaba un toque de elegancia yformalidad. Me venía perfecto. Era, conmucho, el que más me gustó de todos los

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que me habían diseñado, y estabaencantada de lucirlo aquel díaprecisamente. Quizá sería el último desus vestidos que tendría ocasión deponerme.

Me había costado mantener mi planen secreto, pero lo había conseguido.Cuando las chicas me preguntaron quéestaba haciendo, simplemente les dijeque era una sorpresa. Eso me valió másde una mirada escéptica, pero no meimportó. Les pedí a mis doncellas queno tocaran las cosas de mi escritorio, nisiquiera para limpiar, y obedecieron,dejando mis notas boca abajo.

Nadie lo sabía.

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La persona a la que más ganas teníade contárselo era a Aspen, pero mecontuve. Por una parte tenía miedo deque me convenciera de no hacerlo; porotra, me temía que se mostrarademasiado entusiasta.

Mientras mis doncellas seesmeraban para ponerme guapa, me miréal espejo y supe que aquello era algoque tenía que hacer sola. Y mejor así.No quería que nadie —ni mis doncellas,ni las otras chicas, ni Aspen, sobre todo— se metieran en problemas por miculpa.

Lo único que quedaba por hacer eraponer las cosas en orden.

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—Anne, Mary, ¿podríais ir aprepararme un té?

Ellas se miraron.—¿Las dos? —preguntó Mary.—Sí, por favor.No parecían convencidas, pero

hicieron una reverencia y se fueron. Encuanto salieron, me giré hacia Lucy.

—Siéntate conmigo —le pedí,llevándola al banquito acolchado en elque estaba sentada yo. Ella obedeció, yyo le pregunté, simplemente—: ¿Eresfeliz?

—¿Señorita…?—Últimamente pareces triste. Me

preguntaba si te encuentras bien.

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Ella bajó la cabeza.—¿Tan obvio es? —un poquito —

admití, pasándole el brazo por loshombros y acercándola a mí.

Ella suspiró y me apoyó la cabeza enel hombro. Me alegré muchísimo de queolvidara por un momento las barrerasinvisibles que había entre las dos.

—¿Alguna vez ha deseado algo queno pudiera conseguir?

Solté una risita sarcástica.—Lucy, antes de llegar aquí era una

Cinco. Hay tantas cosas que no podíatener que si hiciera una lista sería tanlarga…

Una lágrima solitaria le rodó por la

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mejilla. Resultaba raro; normalmente melo habría ocultado.

—No sé qué hacer. Estoy atrapada.Erguí el cuerpo e hice que me mirara

a la cara.—Lucy, quiero que sepas que estoy

segura de que puedes hacer lo quequieras, ser lo que seas. Creo que eresuna chica asombrosa.

Ella sonrió tímidamente.—Gracias, señorita.Sabía que no teníamos mucho

tiempo.—Escucha, necesito que hagas algo

por mí. No estaba segura de si podíacontar con las otras, pero confío en ti.

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Aunque parecía confusa, cuandorespondió supe que lo decía de verdad:

—Lo que sea.Fui a uno de los cajones y saqué una

carta.—¿Le podrías dar esto al soldado

Leger?—¿Al soldado Leger?—Me gustaría darle las gracias por

lo amable que ha sido, y he pensado queresultaría inapropiado darle una cartapersonalmente, ya sabes —era unaexcusa muy pobre, pero era el únicomodo de explicarle a Aspen el porquéde lo que iba a hacer y de despedirmede él. Suponía que no me quedaría

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mucho tiempo en el palacio tras aquellanoche.

—Me encargaré de que le llegueantes de una hora —dijo, decidida.

—Gracias —respondí.Las lágrimas amenazaban con

aparecer, pero las contuve. Estabaasustada, pero había demasiadosmotivos para actuar como tenía previsto.

Todos nos merecíamos algo mejor.Mi familia, Marlee y Carter, Aspen,incluso mis doncellas; todos estábamosatrapados en nuestras vidas debido a losplanes de Gregory Illéa. Pensaría enellos.

Cuando entré en el plató del Report,

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tenía bajo el brazo un montón de librosmarcados y una carpeta con mi póster.La estructura era la misma de siempre—los asientos del rey, la reina y Maxona la derecha, cerca de la puerta, y los delas chicas de la Selección a la izquierda—, pero, en el centro, en el lugar en elque solía haber una tarima donde sesubía a hablar el rey o unas sillas paralas entrevistas, habían dejado un espaciopara las presentaciones. Vi una mesita ymi caballete, pero también una pantallaen la que supuse que alguna haría unpase de diapositivas. Era impresionante.Me pregunté quién sería la que habíalogrado los recursos necesarios para

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montar todo aquello.Me fui hasta la última silla —junto a

la de Celeste, por desgracia— y coloquémi carpeta al lado. Apoyé los librossobre las rodillas. Natalie también traíaunos libros; y Elise estaba releyendo susnotas una y otra vez. Kriss miraba altecho y parecía estar recitando supresentación mentalmente. Celesteestaba comprobando su maquillaje.

Silvia estaba allí, como solía ocurrircuando teníamos que hablar de algo quenos hubiera encargado ella, y aquel díaestaba con los nervios a flor de piel.Probablemente aquella fuera nuestratarea más complicada, y el resultado

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diría mucho de ella.Respiré hondo. No había pensado en

Silvia. Pero ahora ya era demasiadotarde.

—¡Están preciosas, señoritas,fantástico! —dijo, al acercarse—.Ahora que están todas aquí, quieroexplicarles unas cuantas cosas. Enprimer lugar, el rey se pondrá en pie yhará unos cuantos anuncios; luego Gavrildesarrollará el tema de la noche: lapresentación de sus proyectosfilantrópicos.

Silvia, que era como una máquinainalterable y nunca perdía la calma,estaba agitada. De hecho, daba botecitos

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mientras hablaba.—Bueno, ya sé que han estado

practicando. Tienen ocho minutos; y sialguien les hace alguna preguntadespués, Gavril les dará paso.Recuerden mantener la compostura. ¡Elpaís las está mirando! Si se pierden,respiren hondo y sigan adelante. Van aestar estupendas. Ah, y saldrán en elorden en que están sentadas, así que,Lady Natalie, usted es la primera; yLady America será la última. ¡Buenasuerte, chicas!

Silvia se alejó para hacer lasúltimas comprobaciones. Intentécalmarme. La última. Seguramente sería

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mejor así. Natalie debía de estar másnerviosa al ser la primera. La miré y vique estaba sudando. Intentarconcentrarse con aquella presión seríauna tortura. No pude evitarlo y mirétambién a Celeste. Ella no sabía si lahabía visto con Maxon, y no dejaba depreguntarme por qué no se lo habíacontado nunca a nadie. El hecho de quelo guardara en secreto me hacía pensarque no era la primera vez.

Aquello lo hacía aún peor.—¿Nerviosa? —le pregunté,

mientras ella se quitaba algo que se lehabía quedado pegado en una uña.

—No. Esto es una estupidez, y en

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realidad no le importa a nadie. No veola hora de que acabe. Y yo soy modelo—dijo, mirándome por fin—. Se me dabien ponerme delante de las cámaras.

—Desde luego parece que eres unaexperta en posar —murmuré.

Era evidente que aquello le hizopensar, intentando decidir si era uninsulto o no. Acabó levantando la vista ygirándose hacia el otro lado.

Justo en aquel momento entró el rey,con la reina al lado. Hablaban entresusurros, y parecía que se trataba dealgo muy importante. Un momento mástarde entró Maxon, ajustándose lospuños de la camisa mientras se dirigía a

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su sitio. Vestido con aquel traje tenía unaspecto inocente y limpio; tuve querecordarme a mí misma lo que sabía deél.

Me miró. No iba a dejarmeintimidar, así que le mantuve la mirada.Entonces, con timidez, Maxon levantó lamano y se tiró de la oreja. Neguélentamente con la cabeza, con unaexpresión que dejaba claro que, sidependía de mí, nunca más volveríamosa hablar.

Cuando empezaron laspresentaciones, un sudor frío merecorrió todo el cuerpo. La propuesta deNatalie fue corta, y no estaba muy bien

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documentada.Afirmaba que todo lo que hacían los

rebeldes era deleznable y que habría queacabar con ellos para mantener laseguridad en las provincias de Illéa.Cuando acabó, todas la miramos sindecir nada. ¿Cómo es posible que nosupiera que todo lo que hacían losrebeldes ya se consideraba ilegal?

La reina, en particular, puso una caraterriblemente triste cuando Natalie sesentó.

Elise propuso un programa pararelacionar a los miembros de las castasmás altas con gente de Nueva Asia,mediante una especie de intercambio de

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cartas. Sugería que aquello ayudaría areforzar los vínculos entre los países yque ayudaría a poner fin a la guerra. Yono tenía claro que aquello sirviera dealgo, pero al menos servía para recordarpor qué ella aún seguía en la Selección.La reina le preguntó si conocía a alguienen Nueva Asia que pudiera estardispuesto a participar en el programa, yElise le aseguró que sí.

La presentación de Kriss fueespectacular. Quería reformar el sistemade educación pública. Aquella era unaidea que les gustaba tanto a Maxon comoa la reina. Como esta era hija de unmaestro, habría pensado en ello toda la

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vida. Usó la pantalla para mostrarimágenes del colegio de su provincia alque la habían enviado sus padres. En losrostros de los profesores se reflejaba elagotamiento, y en una fotografía se veíaun aula en la que cuatro niños estabansentados en el suelo, puesto que nohabía suficientes sillas. La reina hizodecenas de preguntas, y Kriss lasrespondió enseguida. Recurriendo acopias de viejos informes económicosque habíamos leído, incluso habíaencontrado una fuente a la que recurrirpara pedir prestado el dinero necesariopara poner el proyecto en marcha, yaportó ideas para la posterior

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financiación del sistema.Cuando se sentó, vi que Maxon le

sonreía y asentía. Ella respondióruborizándose y se quedó mirando elencaje de su vestido. Me parecía unacrueldad que jugara así con ella,teniendo en cuenta su relación íntimacon Celeste. Pero ya no era asunto mío.Que hiciera lo que le diera la gana.

La presentación de Celeste fueinteresante, aunque algo tendenciosa.Sugirió que se estableciera un salariomínimo para algunas de las castas másbajas. Sería en una escala progresiva, deacuerdo con la formación. No obstante,para obtener esa formación, los Cincos,

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Seises y Sietes tendrían que cursarestudios…, que tendrían que pagar…, loque beneficiaría sobre todo a los Treses,que eran los únicos autorizados para darclases. Como Celeste era una Dos, notenía ni idea de lo que tendríamos quetrabajar para conseguir pagar aquello.Nadie dispondría de tiempo suficientepara lograr los diplomas necesarios, conlo que nunca obtendrían esa prestación.A primera vista parecía una buena idea,pero era imposible que funcionara.

Celeste regresó a su sitio, y yo meeché a temblar al ponerme en pie. Por unmomento me planteé fingir que medesmayaba. Pero tenía que hacerlo. Lo

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malo es que no quería afrontar lo quevendría después.

Coloqué mi póster —un diagrama delas castas— en el caballete, y puse mislibros en orden sobre la mesa. Cogí airey agarré mis fichas con fuerza, aunque,una vez lanzada, observé con sorpresaque ni siquiera me hacían falta.

—Buenas noches, Illéa. Hoy mepresento ante ustedes no como parte del a Élite, no como Tres ni como Cinco,sino como ciudadana, como una igual.Según la casta a la que cada cualpertenezca, la visión de cómo funcionanuestro país puede ser diferente. Desdeluego, a mí me ha pasado. Pero hasta

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hace poco no he comprendido hastadónde llegaba mi amor por Illéa.

»A pesar de haber crecido en unhogar en el que a veces faltaba lacomida o la electricidad, a pesar de verque a gente a la que yo amaba laforzaban a vivir en una situación quehabían adquirido al nacer, con muypocas esperanzas de que aquellocambiara, a pesar de ver la distanciaque me separaba de otras personasdebido a un simple número, aunque nofuéramos tan diferentes —miré a laschicas—, sigo queriendo a nuestro país.

Sabía que ahí venía el cambio deficha, y lo hice automáticamente, sin

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mirarlas.—Lo que propongo no sería

sencillo. Podría ser incluso doloroso,pero de verdad creo que beneficiaría atodo nuestro reino —cogí aire—. Creoque deberíamos eliminar las castas.

Oí más de una respiraciónentrecortada. Decidí no hacer caso.

—Sé que hubo una época, cuandonuestro país acababa de nacer, en que laasignación de estos números ayudó aorganizar algo que estaba a punto dedesaparecer. Pero ya no somos ese país.Ahora somos mucho más. Permitir quepersonas sin talento tengan privilegiosdesmesurados y poner cortapisas a las

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que podrían ser algunas de las mentesmás brillantes del mundo simplementepor mantener un sistema de organizaciónarcaico es cruel, y lo único que hace esimpedirnos sacar lo mejor de nosotrosmismos.

Hice referencia a una encuesta deuna de las viejas revistas de Celeste,que había consultado después de quehubiéramos hablado de crear un ejércitode voluntarios, en la que el sesenta ycinco por ciento de la gente pensaba queera buena idea. ¿Por qué eliminar laposibilidad de algunos de labrarse unfuturo? También cité un viejo informeque habíamos estudiado sobre la

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estandarización de exámenes en lasescuelas públicas. El artículo eratendencioso, y afirmaba que solo el trespor ciento de Seises y Sietes reflejabancoeficientes de inteligencia altos; y altratarse de un porcentaje tan bajo, estabaclaro que habían decidido dejarlosdonde estaban. Defendí que deberíadarnos vergüenza que esas personasestuvieran obligadas a pasarse la vidacavando zanjas cuando podían estarhaciendo operaciones de corazón.

Por fin llegó el final de aquella duraprueba:

—Quizá nuestro país tenga suriqueza mal repartida, pero no podemos

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negar su potencial. Lo que me da miedoes que, si no cambiamos algo, esepotencial se quede estancado. Y quierodemasiado a mi país como para permitirque eso ocurra. Tengo demasiadasesperanzas puestas en él como parapermitir que suceda —tragué saliva,aliviada al menos de haber llegado alfinal—. Gracias por su tiempo—añadí,y me giré ligeramente hacia la familiareal.

La cosa iba mal. La expresión deMaxon volvía a ser pétrea, como el díaen que habían azotado a Marlee. Lareina apartó la vista, evidentementedecepcionada. El rey, en cambio, se me

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quedó mirando.Sin parpadear siquiera, se dirigió a

mí:—¿Y cómo sugieres que eliminemos

las castas? —me desafió—. ¿Así, depronto, las quitamos y ya está?

—Oh…, no sé.—¿Y no crees que eso provocaría

altercados? ¿Un caos total? ¿Quepermitiría que los rebeldes seaprovecharan de la confusión de lagente?

Aquello no lo había pensado afondo. Lo único que tenía claro era loinjusto que era el sistema.

—Creo que la creación de las castas

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ya creó una confusión considerable, yaun así lo superamos. De hecho —dije,recurriendo a mi montón de libros—,aquí tengo una descripción.

Hojeé el diario de Gregory en buscade la página indicada.

—¿Ya hemos cortado? —rugió.—Sí, majestad —respondió alguien.Levanté la vista y vi que las luces

que solían indicar el funcionamiento delas cámaras se habían apagado. Conalgún gesto que me había pasado poralto, el rey había puesto punto final alReport. Se puso en pie.

—Poned las cámaras apuntando alsuelo —ordenó, y los técnicos

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obedecieron. Se lanzó hacia mí y mearrancó el diario de las manos—. ¿Dedónde has sacado esto? —me gritó.

—¡Padre, padre! —exclamó Maxon,agitado, mientras se acercaba.

—¿De dónde ha sacado esto?¡Respóndeme!

—Se lo di yo —confesó Maxon—.Estábamos consultando lo que era esode Halloween. Salía en los diarios deGregory Illéa, y pensé que le gustaríaleer algo más.

—Idiota —le espetó el rey—. Sabíaque tenía que haberte hecho leer estoantes. Estás perdido. ¡No tienes ni ideade lo que te espera!

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Oh, no. Oh, no, no, no.—Ella se va esta noche —ordenó el

rey Clarkson—. Ya la he aguantadobastante.

Intenté echarme atrás, distanciarmetodo lo que pudiera del rey sin que sediera cuenta. Incluso procuré no hacerdemasiado ruido al respirar. Me giréhacia las chicas y, por algún motivo,miré a Celeste. Esperaba encontrarmecon su sonrisa, pero estaba nerviosa.Nunca habíamos visto al rey tanalterado.

—No puedes enviarla a casa. Eso lodecido yo, y yo digo que se queda —respondió Maxon sin alterarse.

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—Maxon Calix Schreave, yo soy elrey de Illéa, y yo digo…

—¿No podrías dejar de ser reyaunque solo sea cinco minutos, y sersimplemente mi padre? —gritó Maxon—. Eso me corresponde a mí. Tú tienesque tomar tus decisiones, y yo quierotomar las mías. ¡De aquí no se vaninguna chica si yo no lo digo!

Vi que Natalie se agarraba a Elise.Ambas parecían estar temblando.

—Amberly, llévate esto ydevuélvelo a su sitio —dijo el rey,poniéndole el libro en las manos a lareina. Ella se quedó allí, asintió, pero nose movió—. Maxon, quiero verte en mi

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despacho.Miré a Maxon; y quizá solo me lo

imaginara, pero me dio la impresión dever una sombra de pánico en el fondo desus ojos.

—O… —propuso el rey— podríahablar directamente con ella.

—No —protestó Maxon, levantandouna mano—. Eso no será necesario.Señoritas —añadió, girándose hacianosotras—, ¿por qué no van todasarriba? Hoy les enviaremos la cena asus habitaciones —hizo una pausa—.America, a lo mejor deberías preparartey recoger tus cosas. Por si acaso.

El rey sonrió, y su sonrisa adquirió

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un aire siniestro, tras aquella explosiónde rabia.

—Excelente idea. Tú primero, hijo.Miré a Maxon, que parecía

derrotado. Me sentí avergonzada. Élabrió la boca para decir algo, pero alfinal meneó la cabeza y emprendió lamarcha.

Kriss se retorcía las manos de losnervios, mirando a Maxon. No podíaculparla. Había algo amenazador entodo aquello.

—¿Clarkson? —dijo la reinaAmberly, sin levantar la voz—. ¿Quéhay de lo otro?

—¿El qué? —preguntó él, irritado.

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—La noticia —le recordó ella.—Ah, sí —dijo él, y retrocedió

hacia nosotras. Estaba tan cerca quedecidí retirarme a mi silla, por miedo aquedarme sola en medio otra vez. El reyClarkson habló con voz firme y tranquila—: Natalie, no hemos querido decírteloantes del Report, pero hemos recibidomalas noticias.

—¿Malas noticias? —preguntó,agarrándose nerviosa el collar.

El rey se acercó.—Sí, siento mucho tu pérdida, pero

parece que los rebeldes se han llevado atu hermana esta mañana.

—¿Qué? —dijo ella, en un susurro.

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—Han encontrado sus restos estatarde. Lo sentimos —añadió, y tuve queadmitir que en su voz se detectaba algopróximo a la empatía, aunque más queuna emoción genuina sonaba a unaentonación bien ensayada.

Enseguida volvió junto a Maxon,apremiándolo a salir por la puertamientras Natalie estallaba en un gritodesesperado. La reina fue corriendo a sulado, acariciándole el cabello eintentando calmarla. Celeste, que nuncahabía sido demasiado cariñosa,abandonó el estudio en silencio, y Elisela siguió, anonadada. Kriss se quedó eintentó consolar a Natalie, pero en

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cuanto quedó claro que no podía hacergran cosa, también se fue. La reina ledijo a Natalie que les habían puestoprotección a sus padres, por lo quepudiera pasar, y que podría ir al funeralsi quería, y no se separó de ella enningún momento.

Todo se había quedado a oscuras tanrápido que me sentí paralizada en misilla.

Cuando apareció aquella manofrente a mi cara, me sobresalté tanto queeché la cabeza atrás.

—No te haré daño. Solo quieroayudarte —dijo Gavril, y el broche desu solapa brilló, reflejando la luz.

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Le di la mano, sorprendida de lo queme temblaban las piernas.

—Debe de quererte mucho —observó Gavril, en cuanto me puse enpie.

No podía mirarle a la cara.—¿Qué te hace pensar eso?Gavril suspiró.—Conozco a Maxon desde que era

un niño. Nunca le había plantado cara asu padre de ese modo.

Gavril se alejó para decirle alequipo de rodaje que no dijeran unapalabra de todo lo que habían oídoaquella noche.

Me acerqué a Natalie. No es que la

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conociera tanto, pero estaba segura deque amaba a su hermana como yo queríaa May; y no podía imaginarme el dolorque estaría sintiendo.

—Natalie, lo siento muchísimo —susurré.

Ella asintió. Era lo máximo quepodía hacer.

La reina me miró con simpatía, sinsaber muy bien cómo expresar toda sutristeza.

—Y… perdóneme usted también,majestad. No quería… Yo solo…

—Lo sé, querida.Con lo que estaba pasando Natalie,

no podía esperar más despedidas, así

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que le hice una última reverencia a lareina y abandoné el estudio lentamente,intentando asimilar el desastre del queyo misma era la responsable.

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Capítulo 28

Lo último que me esperaba cuandoatravesé el umbral de mi puerta eran losaplausos de mis doncellas.

Me quedé allí un momento,conmovida por su apoyo y reconfortadapor las expresiones de orgullo de susrostros. Cuando ya no podían hacermesonrojar más, Anne me cogió de lasmanos.

—Bien dicho, señorita —dijo ella,apretándomelas suavemente, y en susojos vi tanta alegría que por un momentono me sentí tan mal.

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—¡No me puedo creer que hayahecho eso! ¡Nunca hay nadie que nosdefienda! —añadió Mary.

—¡Maxon tiene que escogerla! —gritó Lucy—. Es la única que me daesperanza.

Esperanza.Necesitaba pensar, y el único lugar

donde podía hacerlo a gusto eran losjardines. Aunque mis doncellas insistíanen que me quedara, salí dando un rodeo,por una escalera trasera en el otroextremo del pasillo. Aparte de algúnguardia, la planta baja estaba desierta ytranquila. Yo esperaba que el palacioestuviera bullendo de actividad,

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teniendo en cuenta todo lo que habíaocurrido en la última media hora.

Cuando pasé por el pabellón de laenfermería, la puerta se abrió de golpe yfui a chocar contra Maxon, que dejó caeruna caja de metal cerrada. Murmuróalgo tras nuestro choque, aunque nohabía sido tan fuerte.

—¿Qué estás haciendo fuera de tuhabitación? —preguntó, mientras seagachaba lentamente a recoger la caja.Observé que llevaba su nombre en unlado. Me pregunté qué guardaría en laenfermería.

—Iba a los jardines. Estoyintentando decidir si he hecho una

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estupidez o no.A Maxon parecía que le costaba

mantenerse en pie.—Oh, ya te puedo asegurar yo que

sí; ha sido una estupidez.—¿Necesitas ayuda?—No —se apresuró a responder,

evitando mirarme a los ojos—. Me voya mi habitación. Y te sugiero que túhagas lo mismo.

—Maxon —dije, con un tono desúplica que hizo que se viera obligado amirarme—. Lo siento mucho. Estabaenfadadísima, y quería… Ya ni siquieralo sé. Y tú eras el que decías que ser unUno tenía sus privilegios, que podías

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cambiar las cosas.Él puso la mirada en el cielo.—Tú no eres una Uno —dijo, y se

hizo el silencio—. Y aunque lo fueras,¿acaso no te das cuenta de cómo hago yolas cosas? Poco a poco y en silencio.Así es como tiene que ser de momento.No puedes plantarte en la televisiónquejándote de cómo funcionan las cosasy esperar tener el apoyo de mi padre, niel de nadie.

—¡Lo siento! —dije, llorando—. Losiento mucho.

Él se quedó en silencio un momento.—No estoy seguro de que…Oímos los gritos al mismo tiempo.

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Maxon se giró y dio unos pasos, y yo leseguí, intentando entender de qué setrataba. ¿Alguien que se peleaba?Cuando llegamos más cerca de laintersección con el pasillo principal ylas puertas que daban a los jardines,vimos a un grupo de guardias quellegaban a la carrera.

—¡Den la alarma! —gritó alguien—.¡Han atravesado las puertas!

—¡Preparen armas! —exclamó otroguardia, imponiéndose al ruido general.

—¡Avisen al rey!Y entonces, como un enjambre de

abejas, una nube de algo rápido ypequeño atravesó el pasillo. Un guardia

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fue alcanzado y cayó de espaldas, y alcaer contra el mármol la cabeza le hizoun ruido muy desagradable. La sangreque le manaba del pecho me hizo soltarun chillido.

Maxon me apartó instintivamente,pero no demasiado rápido. Quizás éltambién estuviera en estado de shock.

—¡Alteza! —le gritó un guardia quellegó corriendo a nuestra altura—.¡Tiene que bajar inmediatamente!

Cogió a Maxon con decisión, le diola vuelta y lo sacó de allí a empujones.Él gritó y dejó caer la caja metálica otravez. Miré hacia la mano del guardia y,por el grito que había emitido Maxon,

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pensé que encontraría en ella un cuchilloy que se lo habría clavado en la espalda.Pero lo único que vi fue un grueso anillode peltre alrededor de su dedo pulgar.Recogí la caja por el asa que tenía a unlado, esperando no estropear lo quehubiera dentro, y corrí hacia el guardiaque intentaba sacarnos de allí.

—No lo conseguiré —dijo Maxon.Me giré y vi que estaba sudando. Le

pasaba algo grave.—Sí, señor —dijo el guardia, muy

serio—. Por aquí.Tiró de Maxon y rodeó una esquina

que parecía llevar a un rincón sin salida.Me preguntaba si iba a dejarnos allí,

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pero entonces accionó algún mecanismoinvisible en la pared, y se abrió otra delas misteriosas puertas del palacio. Allídentro estaba tan oscuro que yo no veíaadónde daba; pero Maxon entró,agachándose, sin pensarlo.

—Dígale a mi madre que America yyo estamos a salvo. Haga eso antes queninguna otra cosa —ordenó.

—Por supuesto, señor. Volveré abuscarle yo mismo cuando todo estoacabe.

Sonó la sirena. Me pregunté sillegaría a tiempo para que se salvaratodo el mundo.

Maxon asintió y la puerta se cerró,

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sumiéndonos en la más completaoscuridad. El refugio era tan herméticoque ni siquiera se oía la sirena de laalarma. Oí que Maxon frotaba la paredcon la mano, hasta que dio con uninterruptor que encendió una luz tenue.Miré alrededor y examiné aquelespacio.

Había unos estantes con un montónde paquetes de plástico oscuro y otroestante con unas cuantas mantas finas. Enel centro del minúsculo espacio había unbanco de madera en el que quizá podríansentarse cuatro personas, y en la esquinacontraria un pequeño lavabo y lo queparecía un váter muy espartano. En una

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pared había unos ganchos, pero no habíanada colgado en ellos; y toda la salitaolía al metal del que parecían estarhechas las paredes.

—Al menos este es uno de losbuenos —dijo Maxon, tambaleándosehasta sentarse en el banco.

—¿Qué te pasa?—Nada —dijo en voz baja, y apoyó

la cabeza sobre sus brazos.Me senté a su lado, dejando la caja

de metal en el banco y paseando denuevo la mirada por el refugio.

—Supongo que son rebeldessureños, ¿no?

Maxon asintió. Intenté respirar más

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despacio y borrar de mi mente lo queacababa de ver. ¿Sobreviviría aquelguardia? ¿Podía sobrevivir alguien aalgo así?

Me pregunté hasta dónde habríanpodido penetrar los rebeldes en eltiempo que habíamos tardado enocultarnos. ¿Habría sonado la alarma losuficientemente rápido?

—¿Estamos seguros aquí?—Sí. Este es uno de los refugios

para los criados. Si un ataque los pillaen la cocina o en el almacén, allí estánbastante seguros. Pero los que están porahí haciendo sus tareas a veces no tienentiempo de llegar hasta allí. Esto no es

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tan seguro como el gran refugio de lafamilia real, donde hay provisiones paravivir un tiempo, pero las de aquítambién valen para un apuro.

—¿Y los rebeldes lo saben?—Es posible —dijo, haciendo una

mueca al erguir un poco el cuerpo—.Pero no pueden entrar en estos refugiosuna vez que están ocupados. Solo haytres modos de salir: o alguien que tengallave abre desde fuera, o se usa la llavedesde dentro —Maxon se llevó la manoal bolsillo, dejando claro que podríasacarnos de allí en caso necesario—, ohay que esperar dos días. A las cuarentay ocho horas las puertas se abren

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automáticamente. Los guardiascomprueban todos los refugios una vezque ha pasado el peligro, pero siemprees posible que se dejen uno, y sin estemecanismo de apertura retardadaalguien podría quedar atrapado aquídentro para siempre.

Tardó un rato en decir todo aquello.Era evidente que algo le dolía, peroparecía que intentaba distraerse con laspalabras. Se inclinó hacia delante yluego soltó un soplido de dolor.

—¿Maxon?—Ya no…, ya no puedo aguantarlo

más. America, ¿me ayudas con elabrigo?

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Extendió el brazo, y yo le ayudé aquitarse el abrigo por una manga. Lodejó caer tras él y se puso a abrirse losbotones. Quise ayudarle, pero medetuvo, cogiéndome las manos con lassuyas.

—Por ahora has demostrado que sete da fatal guardar secretos. Pero este esuno que tienes que llevarte a la tumba. Yyo a la mía. ¿Lo entiendes?

Asentí, aunque no estaba muy segurade qué quería decir. Maxon me soltó lamano y, muy despacio, le desabroché lacamisa. Me pregunté si alguna vez sehabría imaginado que yo pudiera estarhaciendo algo así. No tenía problema en

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admitir que yo sí. La noche deHalloween me había echado en la camay había soñado con un momento así. Melo había imaginado muy diferente, pero,aun así, sentí un escalofrío.

Había estudiado música desdepequeña, y además había vivido rodeadade artistas. Una vez había visto unaescultura que tenía siglos de antigüedady que mostraba a un atleta lanzando undisco. En aquel tiempo pensé que soloun artista podría haber hecho que elcuerpo de un hombre resultara tanbonito. El pecho de Maxon era tanescultural como cualquier obra de arteque hubiera visto antes.

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Pero todo cambió cuando le quisequitar la camisa por la espalda. Se lequedó pegada, y se oyó un sonidopringoso y resbaladizo cuando intentéapartarla.

—Despacio —dijo.Asentí, y me puse detrás de él para

intentarlo desde allí.La parte trasera de la camisa de

Maxon estaba empapada de sangre.Me sobresalté, y me quedé inmóvil

un momento. Pero entonces, conscientede que si me quedaba mirando sería aúnpeor, seguí adelante. Cuando conseguíquitarle la camisa, la colgué de uno delos ganchos, concediéndome un

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momento para recobrar la compostura.Me giré y eché un vistazo a la

espalda de Maxon. Tenía un cortesangrante en el hombro que seguía hastala cintura, y se cruzaba con otro quetambién sangraba, y que a su vez secruzaba con otro ya cerrado; debajo deeste había otro convertido en una antiguacicatriz. Parecía que tenía al menos seiscortes recientes en la espalda, porencima de otros demasiado numerososcomo para contarlos.

¿Cómo podía haber ocurrido algoasí? Maxon era el príncipe. Eramiembro de la familia real; estaba porencima de todos los demás, a veces

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incluso de la ley. ¿Cómo podía ser quehubiera acabado lleno de cicatrices?

Entonces recordé la mirada del reyaquella noche. Y el esfuerzo de Maxonpor ocultar su miedo. ¿Cómo podíahacerle un hombre algo así a su hijo?

Volví a girarme, buscando hasta queencontré un trapito. Me fui al lavabo yme alegré al ver que el grifo funcionaba,aunque el agua estaba helada.

Me recompuse y me acerqué,intentando mantener la calma por él.

—Esto puede que te escueza un poco—le advertí.

—No pasa nada —murmuró—.Estoy acostumbrado.

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Cogí el trapito mojado y fuilimpiándole la herida desde el hombro,de arriba abajo. Él se encogió un poco,pero aguantó en silencio. Cuando pasé ala segunda herida, Maxon empezó ahablar.

—Llevo años preparándome paraesta noche, ¿sabes? Esperando el día enque tuviera la fuerza necesaria paraplantarle cara.

Maxon calló un momento, y algunascosas adquirieron por fin sentido: porqué alguien que trabajaba sentado a unamesa tenía aquellos músculos, por quésiempre parecía estar vestido y listopara ponerse en marcha, por qué le

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enfurecía que una chica le llamara niñoy le diera empujones.

Me aclaré la garganta.—¿Y por qué no lo has hecho?Hizo una pausa.—Tenía miedo de que, si me

resistía, fuera a por ti.Tuve que parar un momento; estaba

demasiado sobrecogida como parahablar siquiera. Las lágrimasamenazaban con asomar, pero intentémantener el tipo. Estaba segura de quellorando solo empeoraría las cosas.

—¿Lo sabe alguien?—No.—¿Ni el médico? ¿O tu madre?

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—El médico lo sabe, pero no puededecir nada. Y yo nunca se lo diría a mimadre, ni le daría motivo para quesospechara. Sabe que mi padre essevero conmigo, pero no quiero que sepreocupe. Y puedo soportarlo.

Seguí limpiándole las heridas.—Con ella no es así —precisó

enseguida—. Supongo que con mi madrese porta mal de otro modo, pero no así.

—Hmm —repliqué, no muy segurade qué decir.

Seguí limpiando, y Maxon reprimióun lamento.

—Vaya, eso pica.Aparté el trapito un momento y él

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recuperó la respiración normal. Al cabode un momento hizo un gesto con lacabeza, y volví a la tarea.

—Entiendo a Carter y a Marlee másde lo que te crees —dijo, intentandoquitarle hierro al asunto—. Estas cosastardan mucho en curarse, especialmentesi has decidido ocuparte tú solo deellas.

Me quedé inmóvil un momento,sorprendida. A Marlee la habíanazotado quince veces seguidas. Penséque, de tener que escoger, preferiría esoa los azotes que había recibido Maxon,recibidos por sorpresa.

—¿Y los otros por qué te los dio?

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—pregunté, y al momento me mordí lalengua—. No me hagas caso. Soy unamaleducada.

Él encogió el hombro sano.—Por cosas que hice o que dije. Por

cosas que sé.—Cosas que yo sé —añadí—.

Maxon, lo siento… —me quedé sinrespiración, y sentí que estaba al bordedel llanto. Era como si le hubieraazotado yo misma.

No se giró, pero echó la mano atrásy me cogió la rodilla.

—¿Cómo vas a acabar de curarme site pones a llorar?

Solté una risita débil entre lágrimas

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y me limpié la cara. Acabé de limpiarle,intentando hacerle el mínimo dañoposible.

—¿Crees que habrá vendas por ahí?—pregunté, paseando la mirada por lahabitación.

—En la caja.Mientras él se reponía, abrí los

cierres de la caja y observé laabundancia de material.

—¿Por qué no tienes las vendas entu habitación?

—Por puro orgullo. Estaba decididoa no necesitarlas nunca más.

Suspiré en silencio. Leí las etiquetasy encontré una solución desinfectante,

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algo que parecía un analgésico y vendas.Me coloqué a sus espaldas y me

preparé para aplicárselas.—Puede que esto te duela.Asintió. Cuando el medicamento

entró en contacto con su piel, soltó ungruñido y luego calló de nuevo. Intentéir lo más rápidamente posible, para quele resultara lo menos incómodo posible.

Le apliqué el ungüento en lasheridas, y estaba claro que le fue bien.La tensión de los hombros fuereduciéndose a medida que ibaavanzando. Yo también me sentí mejor;de algún modo, era como si estuvierareparando, en parte, todo el mal que le

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había causado.Soltó una breve risita socarrona.—Sabía que al final se descubriría

mi secreto. Llevo años intentandobuscarme una buena excusa. Esperabaencontrar algo creíble antes de la boda,porque sabía que mi esposa las vería,pero aún no sé qué podría decir.¿Alguna idea?

Me quedé pensando un momento.—La verdad siempre funciona.Asintió.—No es mi opción preferida. Al

menos no para esto.—Creo que ya estoy.Maxon se giró y arqueó la espalda

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un poco, y luego se giró hacia mí, conexpresión de agradecimiento.

—Está perfecto, America. Mejorque todas las veces que me lo he hechoyo.

—Me alegro.Se me quedó mirando un momento y

se hizo el silencio. ¿Qué podíamosdecirnos?

Los ojos se me iban a su pecho, ytenía que dejar de mirarle.

—Voy a lavarte la camisa —decidí.Me fui al rincón y me puse a frotarle

la camisa; el agua se fue poniendo rojaantes de escaparse por el desagüe. Sabíaque no saldría toda, pero al menos así

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tenía algo que hacer.Cuando acabé, la escurrí y la colgué

de nuevo en un gancho. Me giré, y vi queMaxon me miraba.

—¿Por qué nunca me haces laspreguntas que te quiero responder?

No pensé que pudiera tomar asientoa su lado en el banco sin sentir latentación de tocarle. Así que me senté enel suelo, frente a él.

—No sabía que fuera así.—Así es.—Bueno, ¿qué es lo que no te estoy

preguntando y que quieres responderme?Soltó un suspiro y se inclinó hacia

delante, apoyando los codos sobre las

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rodillas.—¿No quieres que te explique lo de

Kriss y lo de Celeste? ¿No crees que telo mereces?

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Capítulo 29

Me crucé de brazos.—He oído la versión de Kriss sobre

lo ocurrido, y no creo que exagere ennada. En cuanto a Celeste, preferiría novolver a hablar de ella nunca más.

Se rió.—Qué tozuda. Eso lo echaré de

menos.Me quedé callada un minuto.—Así pues, ¿ya está? ¿Estoy fuera?Maxon se quedó pensando.—Ahora ya no estoy seguro de que

pueda pararlo. ¿No es eso lo que

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querías?—Estaba furiosa —dije, en un

susurro, meneando la cabeza—. Estabaenfadadísima.

Aparté la mirada; no quería llorar.Aparentemente Maxon había decididoque debía escuchar lo que tenía quedecirme, quisiera o no. Por fin me teníaatrapada, y tendría que oír todo lo quequería contarme.

—Pensé que eras mía —dijo.Levanté los ojos y me encontré con queél tenía la vista puesta en el techo—. Sihubiera podido proponerte matrimonioen la fiesta de Halloween, lo habríahecho. Se supone que tengo que hacerlo

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en una ceremonia oficial, con mispadres, invitados y cámaras, pero pedípermiso para preguntártelo en privadocuando estuviéramos preparados, ycelebrar una recepción después. Esonunca te lo conté, ¿verdad?

Maxon me miró, y yo sacudí lacabeza muy levemente. Él esbozó unasonrisa amarga al recordarlo.

—Tenía mi discurso preparado,todas las promesas que quería hacerte.Probablemente se me habría olvidadotodo y habría quedado como un idiota.Aunque… aún me acuerdo —suspiró—.Te lo ahorraré —hizo una breve pausa—. Cuando me rechazaste a empujones,

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me entró el pánico. Pensaba que estalocura de concurso ya se había acabado,y de pronto me encontré como siestuviera de nuevo en el primer día de laSelección, solo que esta vez misopciones eran más limitadas. Y solo unasemana antes había estado viendo atodas esas chicas, buscando a alguna quete superara, que pudiera gustarme más, yno lo había conseguido. Estabadesesperado.

»Entonces apareció Kriss, tanhumilde, cuyo único deseo era hacermefeliz, y me pregunté cómo es que se mehabía pasado eso por alto. Sabía que eraagradable, y desde luego es muy

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atractiva; pero además tenía otrasvirtudes de las que no me había dadocuenta. Supongo que, sencillamente, nole había prestado atención. ¿Qué motivotenía para hacerlo, si ya te tenía a ti?

Me rodeé el cuerpo con los brazos,como si intentara esconderme. Me tenía,pero ya no. Yo solita lo habíaestropeado todo.

—¿La quieres? —le pregunté,tímidamente. No quería verle la cara,pero el largo silencio me hizocomprender que había algo profundoentre los dos.

—Es diferente a lo que teníamos tú yyo. Es más tranquil…, más estable.

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Puedo ponerme en sus manos, y no tengodudas de su entrega. Como puedes ver,en mi mundo hay muy pocas certezas.Por eso es agradable encontrar a alguiencomo ella.

Asentí, evitando el contacto visual.Lo único en que podía pensar era quehablaba de él y de mí en pasado, y queno tenía más que elogios para Kriss.Ojalá tuviera algo malo que decir deella, algo que la hiciera perder puntos;pero no lo tenía. Kriss era una dama.Desde el principio lo había hecho todobien, y me sorprendía que, aun así, él sehubiera decantado por mí. Kriss era lacandidata perfecta.

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—Y entonces, ¿por qué Celeste? —pregunté, mirándolo por fin—. Si Krisses tan maravillosa…

Maxon asintió, aparentementeavergonzado. Había sido él quien habíaquerido hablar de aquello, así que yadebía de tener algo pensado. Se puso enpie, estirando la espalda con timidez, yempezó a recorrer el pequeño espacioque nos separaba.

—Como sabes, mi vida está llena detensiones que prefiero no compartir.Vivo en un estado de estrés constante.Estoy siendo observado y juzgadoconstantemente. Mis padres, nuestrosasesores…; siempre estoy en el punto de

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mira, y ahora estáis vosotras aquí —dijo, señalándome—. Estoy seguro deque alguna vez te habrás sentidoatrapada por culpa de tu casta, peroimagínate cómo me siento yo. He vistomuchas cosas, America, y sé muchascosas; y no creo que sea capaz decambiarlas.

»Estoy seguro de que sabes que sesupone que mi padre debe retirarsedentro de unos años, cuando vea queestoy preparado para gobernar, pero¿crees que alguna vez dejará de moverlos hilos? Eso no va a ocurrir mientrasviva. Y sé que es un hombre terrible,pero no quiero que muera… Es mi

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padre.Asentí.—Y hablando de eso, ha metido

mano en la Selección desde el principio.Si te fijas en quién ha quedado, está muyclaro —empezó a pasar lista a laschicas con los dedos—. Natalie esextremadamente maleable, y eso laconvierte en la favorita de mi padre, yaque piensa que yo tengo demasiadocarácter. El hecho de que le guste tantohace incluso que me cueste noaborrecerla.

»Elise tiene contactos en NuevaAsia, pero no estoy muy seguro de queeso sirva de nada. Esa guerra… —se

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quedó pensando y sacudió la cabeza.Había algo sobre aquella guerra que noquería compartir conmigo—. Y es tan…Ni siquiera sé cómo definirlo. Desde elprincipio sabía que no quería una chicaque dijera que sí a todo, o que selimitara a mostrarme su adoración.Intento contradecirla, y ella me da larazón. ¡Siempre! Es exasperante. Escomo si no tuviera sangre en las venas.

Respiró hondo. No me había dadocuenta de todo lo que suponía aquellopara él. Siempre se había mostrado muypaciente con nosotras. Por fin me miró amí.

—Tú eras la que yo quería. La única

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que quería. A mí padre no leemocionaba la idea; pero, en aquelmomento, aún no habías hecho nada paradisgustarle. Mientras estuviste callada,no le importó que siguieras aquí. Dehecho, no le habría importado que teeligiera, si mostrabas buenos modales.Pero ahora ha usado tus últimasacciones para dejar claro que no tengocriterio, e insiste en tomar la decisiónfinal personalmente —meneó la cabeza—. Pero eso es otro asunto. Las otras(Marlee, Kriss y Celeste) las escogieronlos asesores. Marlee era una de lasfavoritas, al igual que Kriss —suspiró—. Kriss sería una buena opción. Ojalá

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me hubiera dejado acercarme más a ella,aunque solo sea porque aún no sé sihay… química entre nosotros. Megustaría hacerme una idea al menos. YCeleste. Tiene muchas influencias y esfamosa. Queda bien en pantalla. Pareceque queda bien que la elegida seaalguien de un nivel parecido al mío. Megusta, aunque solo sea por su tenacidad.Al menos tiene carácter. Pero ya sé quees una manipuladora y que estáintentando sacar el máximo partido aesta situación. Sé que, cuando meabraza, es la corona en lo que estápensando —cerró los ojos, como siestuviera a punto de decir lo peor de

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todo—. Ella me utiliza, así que no mesiento culpable utilizándola. No mesorprendería que la hubieran animado aque se lanzara a mis brazos. Puedoentender las reservas de Kriss. Y desdeluego preferiría estar entre tus brazos,pero apenas me hablas siquiera…

»¿Tan terrible es que desee disfrutarde un momento, de quince minutos devida, sin que eso importe? ¿Sentirmebien? ¿Fingir por un rato que alguien mequiere? Puedes juzgarme si quieres,pero no me puedo disculpar por desearun poco de normalidad en mi vida.

Me miró profundamente a los ojos,aguardando mis reproches, pero

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esperando al mismo tiempo que nollegaran.

—Lo entiendo.Pensé en Aspen, abrazándome fuerte

y haciéndome promesas. ¿No habíahecho yo exactamente lo mismo? Vi queMaxon le daba vueltas a la cabeza,preguntándose hasta qué punto loentendía. Pero no podía compartir con élmi secreto. Aunque todo hubieraacabado para mí, no podía permitir queme viera con otros ojos.

—¿La escogerías? A Celeste, quierodecir.

Se sentó a mi lado, acercándoselentamente. No podía imaginarme lo

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mucho que le dolería la espalda.—Si tuviera que hacerlo, la

preferiría a ella antes que a Elise o aNatalie. Pero eso no ocurrirá a menosque Kriss decida que quiere marcharse.

Asentí.—Kriss es una buena elección. Será

mucho mejor princesa de lo que podríaserlo yo.

Maxon chasqueó la lengua.—Es menos peligrosa. Dios sabe

qué podría pasarle al país contigo almando.

Me reí, porque tenía razón.—Probablemente lo llevaría a la

ruina.

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Maxon prosiguió, sin dejar desonreír.

—Aunque quizá necesite que lolleven a la ruina.

Nos quedamos allí sentados, ensilencio, un rato. Me pregunté cómosería nuestro mundo en ruinas. Nopodríamos liberarnos de la familia real—¿cómo íbamos a hacer nuestratransición?—, pero quizá pudiéramoscambiar la manera de gestionar algunascosas. Los cargos podrían ser porelección, no heredados. Y las castas…La verdad es que me gustaría que noslibráramos de ellas.

—¿Me darás un capricho?

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—¿Qué quieres decir?—Bueno, esta noche yo he

compartido contigo muchas cosas queme cuestan mucho admitir. Mepreguntaba si querrías responderme unapregunta.

Su expresión era tan sincera que nopodía negarme. Esperaba no lamentarlo,pero se había mostrado más sinceroconmigo de lo que me merecía.

—Claro. Lo que sea.Tragó saliva.—¿Alguna vez me has querido?Maxon me miró a los ojos, y me

pregunté si podía leer en mi mirada.Todas las emociones que había

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reprimido por no estar segura de ellas,todos los sentimientos a los que nuncahabía querido poner nombre. Bajé lacabeza.

—Sé que cuando pensé que erasresponsable de lo que le hicieron aMarlee, me quedé destrozada. Noporque hubiera ocurrido, sino porque noquería pensar que tú eras de ese tipo depersonas. Sé que cuando hablas de Krisso cuando pienso en cómo besabas aCeleste… me pongo tan celosa queapenas puedo respirar. Y sé que cuandohablamos en Halloween, pensaba ennuestro futuro juntos. Y era feliz. Sé que,si me lo hubieras pedido, te habría dicho

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que sí —aquellas últimas palabrasfueron solo un susurro, casi me costabapronunciarlas—. También sé que nuncahe sabido cómo te sentías al quedar conotras chicas, o por ser príncipe. Inclusocon todo lo que me has contado estanoche, creo que hay partes de ti quesiempre te guardarás…

—Pero, con todo eso…Asentí. No podía decirlo en voz alta.

Si lo hacía, ¿cómo iba a poder irme deallí?

—Gracias —susurró—. Al menosahora puedo estar seguro de que, por unbreve momento del tiempo que pasamosjuntos, sentimos lo mismo.

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Noté los ojos irritados, queamenazaban con llenarse de lágrimas.En realidad nunca me había dicho queme quería, ni tampoco lo estabadiciendo ahora. Pero aquellas palabrasse acercaban mucho.

—He sido una tonta —dije,recuperando el aliento. Me habíaresistido mucho a llorar, pero ahora yano podía—. He dejado que la corona measustara y no me permitiera quererte. Medecía a mí misma que, en realidad, nome importabas. No dejaba de pensar queme habías mentido o que me habíasengañado, que no confiabas en mí ni teimportaba lo suficiente. Quise creer que

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no era importante para ti.Me quedé mirando su atractivo

rostro.—Solo con mirarte la espalda queda

claro que harías cualquier cosa por mí.Y yo lo he echado a perder. Lo heechado todo a perder…

Me abrió los brazos, y me dejé caerentre ellos. Maxon me abrazó ensilencio, pasándome las manos por elcabello. Deseé poder borrar todo lodemás y aferrarme a aquel momento, aaquel breve instante en que él y yosabíamos lo mucho que significábamosel uno para el otro.

—Por favor, no llores, querida. Si

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pudiera, haría lo que fuera para que nolloraras nunca más.

—No volveré a verte nunca —dije,respirando a trompicones—. Es todoculpa mía.

Me agarró con más fuerza.—No, yo debería haber sido más

abierto.—Y yo más paciente.—Yo debería haberte propuesto

matrimonio aquella noche, en tuhabitación.

—Y yo debería haberte dejado quelo hicieras.

Chasqueó la lengua. Levanté lamirada, sin saber muy bien cuántas

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sonrisas más me podría dedicar. Maxonme limpió las lágrimas de las mejillascon los dedos, y se quedó ahí,mirándome a los ojos. Yo hice lomismo; deseaba recordar aquelmomento.

—America… No sé cuánto tiemponos queda juntos, pero no quieropasármelo lamentando las cosas que nohicimos.

—Yo tampoco —dije, y me giréhacia la palma de su mano y se la besé.Luego le besé las puntas de cada uno desus dedos.

Él coló la mano por entre mi pelo yacercó sus labios a los míos.

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Echaba de menos aquellos besos, tanserenos, tan seguros. Sabía que, en todami vida, si me casaba con Aspen o concualquier otro, nadie me haría sentir así.No es que yo hiciera que su mundo fueramejor. Es que yo era su mundo. No erauna explosión; eran fuegos artificiales.Era una llamarada, ardiendo lentamentede dentro afuera.

Nos fuimos dejando caer, hasta queacabé en el suelo, con Maxon encima demí. Me fue rozando con la nariz por elborde de la mandíbula, el cuello, elhombro, y recorrió el camino de vueltacubriéndolo de besos hasta llegar otravez a mis labios. Yo no dejaba de

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pasarle los dedos por entre el cabello.Era tan suave que casi me hacíacosquillas en las palmas de las manos.

Al cabo de un rato sacamos lasmantas y nos hicimos una camaimprovisada. Él me abrazóprolongadamente, mirándome a los ojos.Podríamos habernos pasado años así; almenos yo.

Cuando la camisa de Maxon estuvoseca, se la puso, tapándose las manchascon el abrigo, y volvió a acurrucarse ami lado. Cuando los dos nos cansamos,nos pusimos a hablar. No quería perderni un minuto durmiendo, y tenía laimpresión de que él tampoco.

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—¿Crees que volverás con él? ¿Contu ex?

No quería hablar de Aspen en aquelmomento, pero me lo pensé.

—Es una buena elección. Listo,valiente, y quizá la única persona delplaneta más tozuda que yo.

Maxon soltó una risita. Yo tenía losojos cerrados, pero seguí hablando.

—No obstante, pasará un tiempoantes de que pueda pensar en eso.

—Mmm.El silencio se prolongó. Maxon frotó

el pulgar contra mi mano.—¿Podré escribirte? —preguntó.Me lo quedé pensando.

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—A lo mejor deberías esperar unosmeses. Quizá ni me eches de menos.

Él reprimió una risa.—Si me escribes…, tendrás que

contárselo a Kriss.—Tienes razón.No dejó claro si con eso quería

decir que se lo diría o que simplementeno me escribiría, pero la verdad era queen aquel momento no quería saberlo.

No podía creerme que todo aquelloestuviera pasando por culpa de un libro.

De pronto me sobresalté y abrí losojos de golpe. ¡Un libro!

—Maxon, ¿y si los rebeldesnorteños están buscando los diarios?

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Él cambió de posición, aúnadormilado.

—¿Qué quieres decir?—Aquel día en que hui del palacio y

los vi pasar. A una chica se le cayó unabolsa llena de libros. El tipo que iba conella también llevaba muchos. Estánrobando libros. ¿Y si andan buscandouno en particular?

Maxon abrió los ojos y frunció elceño.

—America…, ¿qué había en esediario?

—Muchas cosas. Explicababásicamente cómo Gregory Illéa estafóal país, cómo impuso las castas a la

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gente. Era terrible, Maxon.—Pero la emisión del Report se

cortó —dijo él—. Aunque fuera eso loque buscan, es imposible que sepan loque había o lo que hay en el diario.Créeme, después de tu numerito, mipadre se asegurará de que esas cosasestén aún más protegidas.

—Ya está —dije, tapándome la caray reprimiendo un bostezo—. Ya lo sé…

—No —respondió él—. No le desmás vueltas. Por lo que sabemos,simplemente les gusta mucho mucho lalectura.

Hice una mueca ante aquel intento dechiste.

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—Estaba convencida de que nopodía empeorar aún más las cosas.

—Chis —dijo él, acercándose aúnmás y cogiéndome con sus fuertes brazos—. Ahora no te preocupes de eso.Deberías dormir.

—Pero no quiero —murmuré,aunque al mismo tiempo me pegué unpoco más a él.

Maxon volvió a cerrar los ojos, sinsoltarme.

—Yo tampoco. Incluso en los díasbuenos, dormir me pone nervioso.

Aquello me dolía. No podíaimaginarme su estado de constantepreocupación, especialmente teniendo

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en cuenta que la persona que leprovocaba aquella tensión era su propiopadre.

Me soltó la mano y metió la suya enel bolsillo. Entreabrí los ojos, pero élseguía teniéndolos cerrados. Los dosestábamos a punto de dormirnos. Volvióa encontrar mi mano y me puso algo enla muñeca. Reconocí el tacto de lapulsera que me había comprado enNueva Asia.

—La llevo todo el rato en elbolsillo. Es de un romanticismopatético, ¿verdad? Iba a quedármela,pero quiero que conserves algo mío.

Me colocó la pulsera sobre la de

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Aspen, y sentí que el cierre mepresionaba contra la piel.

—Gracias. Me hace muy feliz.—Entonces yo también soy feliz.No dijimos nada más.

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Capítulo 30

El crujido de la puerta me despertó.La luz que entró del exterior era tanintensa que tuve que taparme los ojos.

—¿Alteza? —preguntó alguien—.¡Oh, Dios mío, le he encontrado! —gritó—. ¡Está vivo!

Se creó un alboroto a nuestroalrededor, y empezaron a llegar guardiasy criados.

—¿No pudo llegar al refugio deabajo, alteza? —preguntó uno de losguardias. Le miré la placa con elnombre. Markson. No estaba segura,

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pero parecía uno de los oficiales de laguardia.

—No. Un soldado dijo que avisaríaa mis padres. Le ordené que lo hicieraenseguida —repuso Maxon, peinándosecon la mano. Por un momento en surostro se reflejó el dolor que le causabaaquel simple movimiento.

—¿Qué soldado?Maxon suspiró.—No me dijo su nombre —dijo, y

me miró, buscando confirmación.—A mí tampoco. Pero llevaba un

anillo en el pulgar. Era gris, como depeltre, o algo así.

El soldado Markson asintió.

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—Ese era Tanner. No hasobrevivido. Hemos perdido aveinticinco guardias y a doce personasdel servicio.

—¿Qué? —exclamé, tapándome laboca.

Aspen.Recé por que estuviera a salvo. La

noche anterior estaba tan nerviosa queno se me había ocurrido siquierapreocuparme por él.

—¿Y mis padres? ¿Y el resto de laÉlite?

—Todos están bien, señor. Aunquesu madre ha estado muy nerviosa.

—¿Ya ha salido? —nos dispusimos

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a marcharnos del refugio, con Maxondelante de mí.

—Todos han salido. Nos hemosdejado alguno de los refugiossecundarios y estábamos haciendo unrepaso; esperábamos encontrarles, austed y a Lady America.

—Oh, Dios —exclamó Maxon—. Iréa verla enseguida —dijo, pero de prontose quedó paralizado.

Seguí la trayectoria de su mirada yvi el panorama de destrucción. En lapared habían garabateado otra vez elmismo mensaje:

YA VENIMOS

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Habían cubierto las paredes de lospasillos con aquella amenaza, una y otravez, con todos los medios que habíanpodido encontrar. Aparte de eso, habíandestrozado muchas cosas. Hastaentonces nunca había visto el efecto delos ataques sobre la planta baja; solo lohabía podido comprobar en los pasillospróximos a mi habitación. Unas manchasenormes en las alfombras marcaban loslugares donde había muerto alguien,quizás alguna doncella indefensa, o unaguerrido guardia. Las ventanas estabanrotas, y en su lugar quedaban unosafilados dientes de cristal. Muchaslámparas estaban rotas, y otras

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parpadeaban, negándose a rendirse. Enlas paredes había enormes agujeros, yeso hizo que me preguntara si habríanvisto a gente huyendo a los refugios, sihabían ido de caza tras ellos. ¿Hasta quépunto habíamos estado cerca de lamuerte Maxon y yo la noche anterior?

—¿Señorita? —dijo un guardia,devolviéndome a la realidad—. Noshemos tomado la libertad de contactarcon todas las familias. Parece que elataque contra la familia de Lady Natalieha sido un intento de poner fin a laSelección. Están atentando contra losfamiliares para obligarlas a abandonar.

—No —exclamé, llevándome las

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manos a la boca.—Ya hemos enviado guardias de

palacio para protegerlos. El rey haordenado explícitamente que ninguna delas chicas abandone el palacio.

—¿Y si quieren hacerlo? —lerebatió Maxon—. No podemosretenerlas aquí contra su voluntad.

—Por supuesto, señor. Tendrá quehablar con el rey —el guardia parecíaincómodo; no sabía cómo gestionaraquella diferencia de opiniones.

—No tendrán que proteger a mifamilia mucho tiempo —dije yo,intentando reducir la tensión—.Háganles saber que volveré a casa muy

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pronto.—Sí, señorita —repuso el guardia,

con una reverencia.—¿Mi madre está en su habitación?

—preguntó Maxon.—Sí, señor.—Dígale que voy a verla. Y puede

retirarse.Volvimos a quedarnos solos.Maxon me cogió la mano.—No te vayas enseguida. Despídete

de tus doncellas y de las chicas, siquieres. Y come algo. Sé lo mucho quete gusta la comida de aquí.

—Lo haré —dije, sonriendo.Maxon se humedeció los labios, casi

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sin saber qué hacer. Ya estaba. Aquelloera una despedida.

—Me has cambiado para siempre. Ynunca te olvidaré.

Le pasé la mano por el pecho,alisándole el abrigo.

—No te tires de la oreja con ningunaotra. Eso es mío —respondí, con unasonrisa tensa.

—Hay un montón de cosas que sontuyas, America.

Tragué saliva.—Tengo que irme.Asintió.Maxon me dio un beso rápido en los

labios y se fue a toda prisa por el

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pasillo. Me quedé mirando hasta quedesapareció de mi vista. Luego me volvía mi habitación.

Cada paso de la escalera principalera una tortura, tanto por lo que habíadejado atrás como por lo que me temíaencontrarme. ¿Y si tocaba el timbre yLucy no se presentaba? ¿O Mary? ¿OAnne? ¿Y si miraba a la cara a cadasoldado y no encontraba ninguna quefuera la de Aspen?

Llegué al segundo piso, dejandoatrás el rastro de la destrucción. Aún erareconocible; el lugar más bonito quehabía visto nunca, incluso en ruinas. Nopodía imaginarme el tiempo y el dinero

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que costaría reparar aquello. Losrebeldes eran muy contundentes en susacciones. Al acercarme a mi habitación,reconocí el sonido de un llanto. Lucy.

Suspiré, contenta de saber queestaba viva, pero aterrada al pensar encuál podía ser la causa de su llanto.Respiré hondo y giré la esquina,entrando en mi habitación.

Con el rostro enrojecido y los ojoshinchados, Mary y Anne estabanrecogiendo los fragmentos de cristal delas puertas balconeras. Vi a Mary, quecontenía el llanto, intentando respirarhondo y calmarse. En un rincón, Lucylloraba sobre el pecho de Aspen.

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—Chis —decía él, consolándola—.La encontrarán, lo sé.

Estaba tan aliviada que me eché allorar.

—Estáis bien. Estáis todos bien —exclamé.

Aspen soltó un enorme suspiro yrelajó los tensos hombros.

—¿Señorita? —dijo Lucy. Unsegundo más tarde estaba corriendohacia mí y, tras ella, Mary y Anne, queme envolvieron en abrazos.

—Oh, esto es absolutamenteincorrecto —dijo Anne, sin soltarme.

—Por Dios bendito, deja eso ahora—replicó Mary.

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Estábamos tan contentas de estarsanas y salvas, que nos dio la risa.

Tras ellas, Aspen se puso en pie ynos observó en silencio con una sonrisaen los labios, evidentemente aliviado deverme allí.

—¿Dónde estaba? Han buscado portodas partes —dijo Mary, llevándomehasta la cama para que me sentara,aunque estaba hecha un lío, con eledredón hecho jirones, las almohadasrajadas y las plumas cayendo por todaspartes.

—En uno de los refugiossecundarios que habían pasado por alto.Maxon también está bien.

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—Gracias a Dios —dijo Anne.—Me ha salvado la vida. Yo iba de

camino a los jardines cuando llegaron.Si hubiera estado fuera…

—Oh, señorita —exclamó Mary.—No se preocupe por nada —

intervino Anne—. Arreglaremos lahabitación en un abrir y cerrar de ojos, ytenemos un fantástico vestido nuevo paracuando esté lista. Y podemos…

—Eso no será necesario. Me voy acasa hoy. Me pondré algo sencillo y meiré dentro de unas horas.

—¿Qué? —respondió Mary, sinaliento—. Pero ¿por qué?

Me encogí de hombros.

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—No ha ido bien —miré a Aspen,pero no supe leer en la expresión de surostro. Lo único que podía ver en él erael alivio que sentía al verme con vida.

—La verdad es que yo pensaba queganaría usted —soltó Lucy—. Desde elprincipio. Y después de todo lo que dijoanoche… No puedo creerme que se vayaa casa.

—Te lo agradezco mucho, pero nopasa nada. A partir de ahora, haced loque podáis para ayudar a Kriss. Porfavor, hacedlo por mí.

—Claro —dijo Anne.—Lo que usted diga —la secundó

Mary.

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Aspen se aclaró la garganta.—Señoritas, si me conceden un

momento… Si Lady America se va hoy,necesito repasar algunas medidas deseguridad. Ya que hemos llegado hastaaquí, hay que cerciorarse de que no lesucede nada hasta su marcha. Anne,quizá podría ir a buscarle toallaslimpias y otras cosas. Debería irse acasa como una dama. Mary, ¿algo decomida? —ambas asintieron—. Y Lucy,¿necesita descansar?

—¡No! —protestó ella, muy tiesa—.Puedo trabajar.

Aspen sonrió.—Muy bien.

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—Lucy, ve al taller y acaba esevestido. Nosotras vendremos enseguidaa ayudarte —ordenó Anne—. No meimporta lo que diga la gente, LadyAmerica. Se va a ir de aquí con estilo.

—Sí, señora —respondí.Se fueron, y cerraron la puerta tras

de sí.Aspen se acercó. Me giré hacia él.—Pensé que estarías muerta. Creí

que te había perdido.—Hoy no —dije, sonriendo

tímidamente. Ahora que sabía el alcancede todo aquello, el único modo demantener la calma era bromear sobre eltema.

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—Me llegó tu carta. No me puedocreer que no me contaras lo del diario.

—No podía.Cubrió el espacio que nos separaba

y me pasó la mano por el cabello.—Mer, si no me lo podías enseñar a

mí, no deberías haber intentandoenseñárselo a todo el país. Y esahistoria de las castas… Estás loca,¿sabes?

—Oh, sí, lo sé —respondí. Bajé lamirada al suelo, pensando en la locurade las últimas veinticuatro horas.

—¿Así que Maxon te ha echado poreso?

Suspiré.

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—No exactamente. Es el rey el queme manda a casa. Aunque Maxon se medeclarara en este mismo momento, nocambiaría nada. El rey dice que no, asíque me voy.

—Vaya. Va a ser raro estar aquí sinti.

—Ya —dije, resignada.—Te escribiré —prometió—. Y te

puedo enviar dinero si quieres. Tengomucho. Podemos casarnos cuandovuelva a casa. Sé que pasará untiempo…

—Aspen —dije, interrumpiéndole.No sabía cómo explicar que meacababan de romper el corazón—.

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Cuando me vaya, quiero un poco de paz,¿vale? Necesito recuperarme de todoesto.

Él dio un paso atrás, ofendido.—Entonces… ¿No quieres que te

escriba o te llame?—Quizá no enseguida —respondí,

intentando que no sonara tan grave—.Solo quiero pasar un tiempo con mifamilia y recuperar la normalidad.Después de todo lo que he vivido aquí,no puedo…

—Espera —me interrumpió,levantando una mano. Guardó silencioun momento, leyéndome la cara—. Aúnte gusta —dedujo—. Después de todo lo

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que ha hecho, lo de Marlee, e inclusoahora que no hay esperanza ninguna,sigues pensando en él.

—Él no hizo nada, Aspen. Ojalápudiera explicarte lo de Marlee, pero dimi palabra. No estoy resentida conMaxon. Y sé que ha acabado. Es lomismo que sentía cuando tú rompisteconmigo.

Resopló, incrédulo, echando lacabeza atrás como si no pudiera creerselo que estaba oyendo.

—Lo digo en serio. Cuando medejaste, la Selección se convirtió en misalvavidas, porque sabía que al menosme daría un tiempo para superar lo que

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sentía por ti. Y entonces te presentasteaquí, y todo cambió. Fuiste tú el quecambiaste las cosas cuando me dejasteen la casa del árbol; y seguías pensandoque, si querías, podías conseguir que lascosas volvieran a como estaban antes.No funciona así. Dame la oportunidadde ser yo quien te escoja.

A medida que las palabras ibansaliéndome por la boca, supe queaquello explicaba en parte por qué lascosas estaban tan mal. Había querido aAspen tanto tiempo que estábamosdando por supuestas muchas cosas. Peroahora todo era diferente. No era comocuando aún éramos dos don nadie de

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Carolina. Habíamos visto demasiadascosas como para fingir que volveríamosa ser los de antes, sin más.

—¿Por qué no ibas a escogerme,Mer? ¿No soy tu único candidato? —preguntó, con un tono de voz cada vezmás triste.

—Sí. ¿Eso no te molesta? No quieroser la chica con la que acabas soloporque la única otra opción ya no estádisponible y porque tú nunca hasconsiderado a ninguna otra. ¿De verdadquieres que sea tuya solo por descarte?

—No me importa cómo sea, Mer —replicó, convencido.

De pronto se me echó encima y me

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cogió la cara con las manos. Me besócon pasión, intentando hacerme recordarlo que era para mí.

Pero yo no pude devolverle el beso.Cuando por fin se rindió, me echó la

cabeza atrás, intentando escrutar mirostro para averiguar qué es lo quesucedía.

—¿Qué está pasando, America?—¡Que tengo el corazón roto! ¡Eso

es lo que pasa! ¿Cómo crees que mesiento? Ahora mismo estoy muyconfundida, y tú eres lo único que mequeda, y no me quieres lo suficientecomo para dejarme respirar.

Me eché a llorar. Él pareció

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calmarse.—Lo siento, Mer —murmuró—. Es

que no paro de pensar que te he perdidopor un motivo u otro, y el instinto medice que luche por ti. Es lo único que séhacer.

Miré al suelo, intentandorecomponerme.

—Puedo esperar —decidió—.Cuando estés lista, escríbeme. Sí que tequiero lo suficiente como para dejarterespirar. Después de lo de anoche, meconformo con eso. Por favor, respira.

Me acerqué a él y dejé que meabrazara, pero la sensación fuediferente. Yo siempre había pensado que

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Aspen estaría presente en mi vida entodo momento, y por primera vez mepregunté si de verdad sería así.

—Gracias —susurré—. Tencuidado, Aspen. No te hagas el héroe.Cuídate mucho.

Él dio un paso atrás, asintiendo,pero no dijo nada. Me besó en la frentey se dirigió a la puerta.

Me quedé allí un buen rato, sin sabermuy bien qué hacer, esperando que misdoncellas, una vez más, vinieran adarme el empujón que necesitaba.

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Capítulo 31

Cogí el vestido y lo levanté por elextremo.

—¿No es demasiado formal para laocasión?

—¡En absoluto! —exclamó Mary.Era media tarde, pero me habían

hecho un vestido de noche. Era moradoy muy elegante. Las mangas me llegabanhasta los codos, ya que en Carolinahacía más frío; y sobre el brazo mepusieron una capa con capucha paracuando aterrizara. El cuello alto meprotegería del viento, y me habían

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recogido el pelo con tanta gracia…Nunca me había sentido tan guapa. Mehabría gustado ver a la reina Amberly;estaba segura de que a ella también lehabría impresionado.

—No quiero alargar las cosas —dije—. Ya es suficientemente duro así.Solo quiero que sepáis que estoy muyagradecida por todo lo que habéis hechopor mí. No solo por ayudarme aacicalarme, a vestirme, sino por pasartiempo conmigo y preocuparos por mí.Nunca os olvidaré.

—Nosotras tampoco, señorita —prometió Anne.

Asentí y empecé a darme aire con la

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mano.—Bueno, ya hemos llorado bastante

por hoy. ¿Podéis decirle al conductorque bajo enseguida? Voy a tomarme unmomento.

—Por supuesto, señorita.—¿Sigue siendo improcedente

darnos un abrazo? —preguntó Mary,mirándome a mí y luego a Anne.

—¿A quién le importa? —dijo esta,y las tres me rodearon con sus brazosuna vez más.

—Cuidaos.—Usted también, señorita —

respondió Mary.—Siempre fue una dama —añadió

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Anne.Se apartaron, pero Lucy no me soltó.—Gracias —susurró, y observé que

estaba llorando—. La echaré de menos.—Yo también a ti.Me soltó, y las tres se fueron a la

puerta, donde se quedaron una junto a laotra. Me hicieron una última reverenciay se despidieron con la mano.

Tantas veces había deseado poderirme durante las últimas semanas… Yahora que estaba ahí, a unos segundos demi partida, tenía miedo de que llegara elmomento. Me dirigí al balcón. Miréhacia los jardines, el banco, el lugardonde Maxon y yo nos habíamos

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encontrado. No sabía por qué, perosospeché que estaría allí.

No estaba. Tenía cosas másimportantes que hacer que quedarsesentado pensando en mí. Toqué lapulsera que llevaba en la muñeca. Encualquier caso, él pensaría en mí de vezen cuando, y eso me reconfortaba.Pasara lo que pasara.

Retrocedí, cerré las puertas delbalcón y me dirigí al pasillo. Ibadespacio, admirando la belleza delpalacio por última vez, aunque estabaligeramente alterada, con algún espejoroto aquí, con algún marco astilladoallá.

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Recordaba cuando había bajado porla gran escalera el primer día,confundida y agradecida al mismotiempo. Entonces éramos muchísimaschicas.

Cuando llegué a la puerta principal,me detuve un momento. Me habíaacostumbrado tanto a vivir tras aquellasenormes hojas de madera que casi meparecía raro atravesarlas.

Respiré hondo y cogí la manilla.—¿America?Me giré. Maxon estaba en el otro

extremo del pasillo.—Eh —dije, con la voz apagada. No

pensaba que fuera a verle otra vez.

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Él se acercó enseguida.—Estás absolutamente

impresionante.—Gracias —dije, tocando la tela de

mi último vestido.Se hizo un breve silencio y nos

quedamos allí, mirándonos el uno alotro. Quizá fuera aquello nada más: unaúltima ocasión para vernos.

De pronto se aclaró la voz,recordando lo que había venido adecirme.

—He hablado con mi padre.—¿Ah, sí?—Sí. Estaba bastante contento al ver

que no me habían matado anoche. Como

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puedes imaginar, la sucesión de la líneadinástica es muy importante para él. Leexpliqué que estuve a punto de morir porsu arranque de furia, y le dije que habíaencontrado un refugio gracias a ti.

—Pero yo no…—Ya lo sé. Pero no hace falta que él

lo sepa.Sonreí.—Entonces le conté que te dejé las

cosas claras en cuanto a algunosaspectos de conducta. Tampoco hacefalta que sepa que eso no es cierto; peropodrías actuar como si así fuera, siquisieras.

No sabía por qué debía actuar de

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ningún modo en particular, ahora que ibaa estar en el otro extremo del país, peroasentí.

—Teniendo en cuenta que, por loque él sabe, te debo la vida, ahoraconsidera que, de algún modo, mi deseode tenerte aquí puede estar justificado,siempre que muestres una conductairreprochable y aprendas a estar en tusitio.

Me lo quedé mirando. No estabamuy segura de estar entendiendo bien loque decía.

—En realidad, lo justo es dejar queNatalie se vaya. Ella no está hecha paraesto; y ahora que su familia está de

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duelo, el mejor sitio donde puede estares en su casa. Ya hemos hablado.

Seguía sin creerme lo que estabaoyendo.

—¿Puedo explicártelo?—Por favor.Maxon me cogió la mano.—Te quedarías como miembro de la

Selección y seguirías en la competición,pero las cosas serían diferentes.Probablemente mi padre se muestre durocontigo y haga todo lo que pueda paraque falles. Creo que hay formas decontrarrestar eso, pero llevará tiempo.Ya sabes lo implacable que es. Tienesque prepararte.

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Asentí.—Creo que puedo hacerlo.—Hay más —Maxon miró a la

alfombra, intentando ordenar supensamientos—. America, no hay dudade que te has ganado mi corazón desdeel principio. A estas alturas tienes quesaberlo.

Cuando levantó la vista y me miró,pude ver en su interior, donde me vireflejada.

—Lo sé.—Pero lo que ahora mismo no tienes

es mi confianza.—¿Qué? —dije, sorprendida.—Te he mostrado muchos de mis

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secretos, te he defendido todo lo que hepodido. Pero cuando no estás contentaconmigo, actúas con rabia. Me cierras lapuerta, me culpas o intentas cambiartodo el país, nada menos.

Vaya. Eso era duro de oír.—Necesito saber que me puedo fiar

de ti. Necesito saber que puedesguardarme los secretos, confiar en misdecisiones y no esconderme cosas.Necesito que seas completamentesincera conmigo y que dejes decuestionar cada decisión que tomo.Necesito que tengas fe en mí, America.

Me dolió oír todo aquello, perotenía razón. ¿Qué había hecho yo para

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demostrarle que podía confiar en mí?Todo el mundo a su alrededor lepresionaba para que hiciera cosas. ¿Nopodía darle mi apoyo, sin más?

Me cogí una mano con la otra, algoincómoda.

—Tengo fe en ti. Y espero que veasque quiero seguir contigo. Pero tútambién podrías haber sido más honestoconmigo.

Él asintió.—Quizás. Y hay cosas que quiero

decirte, pero muchas de las cosas que séson de tal importancia que no puedocompartirlas, si es que hay la mínimaposibilidad de que las hagas públicas.

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Necesito saber que puedes hacerlo. Ynecesito que te muestres completamenteabierta conmigo.

Cogí aire para responder, pero larespuesta no salió de mi boca.

—Maxon, ahí estás —exclamóKriss, apareciendo tras una esquina—.Antes no he podido preguntarte si seguíaen pie lo de la cena de esta noche.

Maxon no apartó la vista de mí.—Claro. Cenaremos en tu

habitación.—¡Estupendo!Eso me dolió.—¿America? ¿De verdad te vas? —

preguntó ella, acercándose. Distinguí un

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brillo de esperanza en sus ojos.Miré a Maxon, que parecía decir con

su cara: «A esto es a lo que me refiero.Necesito que aceptes las consecuenciasde tus acciones, o que confíes en misdecisiones».

—No, Kriss, hoy no.—Qué bien —dijo ella, con un

suspiro, y vino a darme un abrazo.Me pregunté hasta qué punto ese

abrazo me lo daba por estar Maxondelante; pero, en realidad, no importaba.Kriss era mi rival más dura, perotambién era la mejor amiga que tenía allídentro.

—Anoche me preocupé muchísimo

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por ti. Me alegro de que estés bien.—Gracias, tuve suerte… —estuve a

punto de añadir «porque Maxon me hizocompañía», pero presumir de algo asíprobablemente habría arruinado la pocaconfianza que me había ganado en losúltimos diez segundos. Me aclaré lagarganta—. Tuve suerte de que losguardias llegaran tan rápido.

—Gracias a Dios. Bueno, te verémás tarde —se giró hacia Maxon—. Y ati te veré esta noche.

La chica se fue por el pasillo, máscontenta de lo que la había visto nunca.Supongo que si yo viera al hombre alque amaba poniéndome por delante de

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su antigua favorita, estaría igual decontenta.

—Sé que no te gusta, pero lanecesito. Si tú me dejas tirado, ella esmi mejor opción.

—No importa —respondí,encogiéndome de hombros—. No tedejaré tirado.

Le di un beso rápido en la mejilla ysubí las escaleras sin mirar atrás. Unashoras antes pensaba que había perdido aMaxon definitivamente, pero, ahora quesabía lo que significaba para mí, iba aluchar por él. Las otras chicas sequedarían con un palmo de narices.

Mientras subía la gran escalera, me

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sentí más animada. Probablementetendría que preocuparme algo más por eldesafío que se me presentaba, pero loúnico en lo que podía pensar era encómo lo superaría.

Quizás el rey detectara mi alegría, oquizá simplemente estuvieraesperándome, pero lo cierto es que, encuanto llegué a la segunda planta, me loencontré en el rellano.

Se me acercó con parsimonia,haciendo alarde de su autoridad. Cuandolo tuve delante, le hice una reverencia.

—Majestad —saludé.—Lady America. Parece que sigues

con nosotros.

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—Eso parece.Un grupo de guardias pasó a nuestro

lado, y saludaron sin pararse.—Hablemos de negocios —dijo,

con expresión severa—. ¿Qué te parecemi esposa?

Fruncí la frente, sorprendida delrumbo que tomaba la conversación. Aunasí, respondí sinceramente:

—Creo que la reina es admirable.No tengo palabras para decir lomaravillosa que es.

Asintió.—Es una mujer única. Bella,

evidentemente, pero también humilde.Tímida, pero no hasta el punto de la

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cobardía. Obediente, afable y una granconversadora. Da la impresión de que,aunque nació en la pobreza, estabadestinada a ser reina —hizo una pausa yme miró, observando mi expresión deadmiración—. No se puede decir lomismo de ti.

Intenté mantener la calma.—No eres más guapa que la

mayoría. Pelirroja, algo pálida ysupongo que no tienes mal tipo; perodesde luego nada que ver con Celeste.En cuanto a tu carácter… —cogió aire—. Eres maleducada, tosca; y la únicavez que se te ocurre hacer algo en serio,atacas la esencia de nuestro país.

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Absolutamente irresponsable. Y eso porno hablar de tu porte descuidado. Krisses mucho más encantadora y agradable.

Apreté los labios, decidida a nollorar. Me recordé a mí misma que todoeso ya lo sabía.

—Y, por supuesto, tenerte en lafamilia no supone ningún beneficiopolítico. No eres de una casta tan bajaque inspire admiración, ni tampocotienes contactos. Elise, en cambio,resultó muy útil para nuestro viaje aNueva Asia.

Me pregunté hasta dónde seríaverdad eso, si en realidad no llegaron acontactar con su familia. Quizás había

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algo más que yo no sabía. O tal vez todoaquello fuera una exageración parahacerme sentir poca cosa. Si ese habíasido su objetivo, había hecho un grantrabajo.

Sus ojos se plantaron en los míos.—¿Qué estás haciendo aquí?Tragué saliva.—Supongo que tendría que

preguntárselo a Maxon.—Te lo pregunto a ti.—Él quiere que me quede —dije,

con decisión—. Y yo quiero quedarme.Mientras coincidan esas dos cosas, mequedo.

El rey hizo una mueca.

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—¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?¿Diecisiete?

—Diecisiete.—Supongo que no sabes mucho

sobre hombres; de hecho no deberías, siestás aquí. Déjame que te diga quepueden ser muy inconstantes. No querrásponer en él todo tu afecto, cuando, encualquier momento, puede pasar algoque lo aparte de ti para siempre.

Hice una mueca de extrañeza; noestaba muy segura de qué quería decir.

—Yo tengo ojos por todo el palacio.Sé que hay chicas que le ofrecen muchomás de lo que te puedes imaginar.¿Crees que alguien tan vulgar como tú

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tiene alguna oportunidad, comparadacon ellas?

¿Chicas? ¿En plural? ¿Quería decirque había pasado algo más que lo que yohabía visto en el pasillo entre Maxon yCeleste? ¿Tan inocentes eran nuestrosbesos de la noche anterior, comparadoscon las otras experiencias que estabateniendo?

Maxon me había dicho que queríaser honesto conmigo. ¿Acaso meocultaba algo?

Tenía que confiar en él.—Si eso es cierto, Maxon dejará

que me vaya cuando llegue el momento,y, en ese caso, usted no tiene nada de

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que preocuparse.—¡Claro que me preocupo! —rugió,

y luego bajó la voz—. Si en un arranquede estupidez Maxon acaba escogiéndotea ti, tus tonterías nos pueden costar muycaras. ¡Décadas, generaciones detrabajo perdidas solo porque se teocurrió hacerte la heroína!

Acercó su rostro al mío hasta talpunto que tuve que dar un paso atrás,pero él se volvió a aproximar, dejandomuy poco espacio entre nosotros.Hablaba en voz baja pero con dureza, ydaba aún más miedo que cuando gritaba.

—Vas a tener que aprender acontrolar esa lengua. Si no, tú y yo

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seremos enemigos. Y créeme: no teconviene tenerme como enemigo.

Con un dedo cargado de rabia meseñalaba la mejilla. Sería capaz dehacerme trizas en aquel mismo momento.Y aunque hubiera alguien cerca, ¿quéiban a hacer? Nadie se atrevería aprotegerme del rey.

—Lo entiendo —respondí,intentando mantener un tono sereno.

—Excelente —dijo. De pronto,adoptó una voz alegre—. Entonces tedejaré para que te vuelvas a instalar.Buenas tardes.

Me quedé allí, y hasta que se alejóno me di cuenta de que estaba

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temblando. Cuando me decía quemantuviera la boca cerrada, supuse quese refería incluso a no mencionarle esaconversación a Maxon. Así que demomento no lo haría. Estaba segura deque aquello era una prueba para saberhasta dónde podía presionarme, y decidímostrarme inquebrantable.

Mientras le daba vueltas en lacabeza, algo cambió en mi interior.Estaba nerviosa, sí, pero tambiénfuriosa.

¿Quién era ese hombre para darmeórdenes? Sí, era el rey; pero, enrealidad, no era más que un tirano. Dealgún modo se había convencido de que,

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manteniendo a todo el mundo a sualrededor oprimido y silenciado, noshacía un favor a todos. ¿Qué podía tenerde bueno verse obligado a vivir en unrincón de la sociedad? ¿Qué podía tenerde bueno que todo el mundo en Illéatuviera límites, todos menos él?

Pensé en Maxon, escondiendo aMarlee en las profundidades de lascocinas. Aunque yo no durara muchomás tiempo allí, sabía que él haríamucho mejor papel que su padre. Almenos era capaz de sentir compasión.

Seguí respirando lentamente y,cuando recuperé la compostura, me pusede nuevo en marcha.

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Llegué a mi habitación y meapresuré a apretar el botón de llamadade mis doncellas. Antes de lo que meimaginaba, Anne, Mary y Lucy sepresentaron a la carrera, casi sin aliento.

—¿Señorita? —preguntó Anne—.¿Pasa algo malo?

—No —dije, sonriendo—, a menosque consideres que es malo que mequede.

Lucy soltó un chillido de alegría.—¿De verdad?—De verdad.—Pero ¿cómo? —preguntó Anne—.

Pensé que había dicho…—Lo sé, lo sé. Es difícil de

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explicar. Lo único que puedo deciros esque me han dado una segundaoportunidad. Maxon me importa, y voy aluchar por él.

—¡Qué romántico! —exclamó Mary.Lucy se puso a dar palmas.—¡Chis! —exclamó Anne, para

hacer que se callaran.Había esperado que se alegrara por

la noticia, así que no entendía aquellamirada tan seria.

—Si queremos que gane,necesitamos un plan —dijo, con unasonrisa diabólica, y yo la imité.

Nunca había conocido a nadie tanorganizado como aquellas chicas. Con

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ellas de mi lado, sentí que perder eraalgo imposible.

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Agradecimientos

¡Ei, lector o lectora! ¡Gracias por leermi libro! Espero que te haya provocadounas sensaciones incontenibles que telleven a quedarte enviando tuiteos hastalas 3.00. Eso es lo que me ocurre a mí,así que…

A Callaway, el marido másencantador que puede llegar a tener unachica. Gracias por tu apoyo y por loorgulloso que estás de mí. Contigo esaún mejor. Te quiero.

A Guyden y Zuzu, ¡mamá os quiereun montón! Me encantan las historias

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que escribo, pero vosotros siempreseréis mi mejor obra.

A mamá, papá y Jody, gracias porser la familia más rara posible, y porquererme tal como soy.

A Mimi, Papa y Chris, gracias porvuestro cariño y vuestro apoyo, y pormostrarme tanta ilusión a cada paso delproceso.

Al resto de mi familia —sondemasiados nombres para pensarsiquiera en nombrarlos a todos—,¡gracias! Sé que, allá donde estéis,siempre vais presumiendo de vuestrasobrina/nieta/prima que escribe libros, ysignifica mucho para mí teneros ahí en

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todo momento.A Elana, gracias prácticamente por

todo. Esto no habría sido posible sin ti.*abrazo incómodo*

A Erica, gracias por dejarmellamarte chorrocientas mil veces y porvivir esto con tanta ilusión como yo y,básicamente, por ser alucinante, engeneral.

A Kathleen, ¡gracias por hacerposible que estos libros también se leanen Brasil, China, Indonesia o donde sea!Aún no me lo puedo creer.

A la gente de HarperTeen: chicos,sois la bomba, y os adoro.

A los de FTW… *celebración con

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lanzamiento de jamón incluido*A Northstar, gracias por acoger a la

familia Cass.A Athena, Rebeca y la pandilla de la

Christiansburg Panera por hacerme unoschocolates calientes estupendos y por irmetiendo baza por detrás mientras hacíaentrevistas por teléfono. ¡Gracias!

A Jessica y Monica… básicamenteporque una promesa es una promesa, yporque siempre me hacéis reír.

A vosotros, por seguir a America (ypor seguirme a mí) durante todo estetiempo. Me alegráis la vida.

A Dios, por el regalo que esescribir. Sin él estaría perdida.

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A mi camita… que es donde voyahora. Y a los dulces, porque sí.

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KIERA CASS, es una escritoraamericana, concretamente de Carolinadel Sur. Se graduó en la Universidad deRadford y actualmente vive enBlacksburg, Virginia, con su familia.Ella es autora de de un best-seller enThe New York Time, La Selección y lanovela de fantasía que auto-publicó The

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Siren.En su tiempo libre a Kiera le gusta

leer, bailar, hacer videos y comergrandes cantidades de pastel.