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005 marzo 2015 TRAVEN crónica y no ficción

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Quinto número de TRAVEN, fanzine de crónica y no ficción.

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005marzo 2015

TRAVENcrónica y no ficción

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TRAVENFanzine de crónica y no ficción

Año II Número V

Editor Víctor Santana

Diseño Editorial Eugenio Cristo

dirección editorial Xilo Guerra

Fotografías de portada y contraportada por KORÉ.Todos los textos son responsabilidad de sus autores. TRAVEN es una publicación trimestral independiente.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Contacto: [email protected]

Marzo 2015.

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El valle de los gritosAri Volovich

PlexuspaceEmmanuel Vizcaya

Una cena de rotosImanol Martínez

La lecciónJesús Flores

ÍNDICE

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El VAllE DE los gRITos

ARI VOLOVICH

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Imagen: Ari Volovich

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Dentro de la tradición drusa existe un código de conducta inquebrantable que ha sido determinante para su supervi-vencia en el Medio Oriente. Los drusos, independientemente de cuál sea la bandera que ondee por sobre sus cabezas, se han mantenido leales y obedientes a las leyes regidas por los diferentes estados que se han impuesto en sus tierras. Los conflictos bélicos de la región lograron crear una división, no sólo del pueblo druso como entidad, sino que en algunos casos llegaron a dividir la misma integridad del núcleo familiar. Tal fue lo sucedido al término de la Guerra de los Seis Días en 1967 en los Altos del Golán. Desde hace 48 años la frontera está plantada justo en medio de un valle en cuyo lado israelí está el poblado druso de Madjal Shams, mientras que en la contraparte siria se puede observar la plataforma de control impuesta por los cascos azules sobre la cima de la colina. Hoy en día, aún con internet y la aper-tura de la intercomunicación telefónica entre Israel y los países limítrofes, los familiares que se vieron separados por las disputas territoriales e ideológicas de aquella época siguen reuniéndose en los bordes de la frontera equipados con megáfonos y binoculares para ver y conversar con sus seres queridos. Este fenómeno, tan abstracto y súbito como la existencia misma del Medio Oriente, inspiró el bautizo de santuario semejante con el nombre de El Valle de los Gritos.

La siguiente es una crónica que creí extraviada y que encontré en la cavidad de una pequeña maleta desgastada que me ha acompañado a lo largo de mis “exilios” —tanto los incitados por los ataques incomprensibles de melanco-lía como por los motivados a causa de la desazón geopolítica de mi querido y muy a menudo odiado Medio Orien-te—, entre pasaportes vencidos y demás documentos que certifican el trayecto de una historia que por momentos, en mis horas de vigilia, creo inexistente. La fecha impresa sobre la página amarillenta y escarapelada indica que la documentación que recolecté sobre la ceremonia matrimonial de Zulema, la hija menor de la familia Halabi de Madjal Shams —llevada a cabo en El Valle de los Gritos—, se celebró en marzo de 1994, tiempo en el que tanto los políticos como los ciudadanos de la región aún soñaban con una paz que se presumía posible y que, ahora más que nunca, parece tan inalcanzable como agotada.

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Zulema me lanza una breve mi-rada tímida por encima del hombro de su madre mientras que ésta ajusta los detalles de la vestimenta de su hija con una paciencia y fluidez que denota la efectividad mecánica y corporal que las tradiciones incul-can en las personas dogmáticas. Las primas de Zulema la rodean, observándola con esa admiración tan característica de aquellas niñas que nacen siendo mujeres antes de ser concebidas. Van pasando sus finas manos a lo largo del vestido con la misma lentitud y fascina-ción con la que un estudioso de una yeshivá arrastraría sus dedos sobre sus pasajes predilectos de la Torá. Tarek, Badir —su padre— y yo estamos sentados en un gran diván bebiendo café turco y mirando una transmisión de un partido de futbol. De vez en vez damos unas bocanadas a la pipa del narguile que descansa sobre la alfombra en medio de los tres. Badir aparta la taza de

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sus labios y voltea hacia Fatma. Es hora de partir, le dice, y deja caer su dedo repetidamente sobre el reloj de su muñeca. Ella, sin detenerse en el refinamiento de los detalles del vestido de su hija, voltea para infor-marle que todavía están a tiempo. Badir gira su cabeza, clava la mirada en la pantalla y acerca la taza de café a sus labios. Zulema me vuelve a mirar, aunque ahora puedo palpar un cierto aire de escepticismo en sus ojos. Puedo notarlo en el repentino estiramiento de sus párpados que acentúan de manera sutil mi condi-ción de intruso, reflejada claramente en la cavidad de sus enormes ojos negros. Ella sabe de mí desde hace cuatro años, cuando conocí a Tarek en el ejército. A partir de entonces acostumbraba visitarlos religiosa-mente cada mes, integrándome de manera gradual en el núcleo de la familia Halabi. La tensión sexual, la atracción entre ambos se dio de manera natural, alimentándose en

el transcurso de los años con la conciencia de que el contacto carnal o algo más allá de las miradas sería imposible. No ha sido la primera vez que la cultura se ha interpuesto en-tre quienes han sido potencialmente las mujeres de mi vida y yo. Puede que ese sea en gran parte el motivo de mi absoluta aberración y desa-rraigo hacia todo lo que tenga que ver con la religión y el folclor. Yo no pertenezco a su mundo, al menos no del todo. Ahora lo tengo más claro que en el pasado, observando cómo sus ojos me acusan detrás de su madre mientras que sus primas se dispersan bailando en torno suyo como alrededor de una fogata.

Tocan la puerta. Tarek se levan-ta del sofá con un durazno entre los dientes. Son los familiares de Jammal, el futuro esposo de Zulema, que esperan al borde de la entrada equipados con cestas repletas de co-mida. Badir sale a su encuentro y los saluda cordialmente para hacerlos

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pasar. Ellos —los padres y los dos hermanos de Jammal— entran en fila saludando y felicitando a Tarek, a Zulema y a Fatma quien termina por ajustar los últimos adornos del vestido. El tibio viento prima-veral se filtra detrás de la familia Ziad removiendo y dispersando el dulce humo del tabaco de manzana que emana del narguile, formando pequeños remolinos azulados que se esfuman por encima de nosotros.

—Vamos, Fatma— le dice Badir un tanto apresurado—, que el abue-lo ya ha de estar esperando.

Fatma, como si hubiera terminado de colgar un cuadro, se aleja de Zulema para apreciarla a la distancia. Las primas siguen sus pasos y se colocan a su lado.

—Mira a tu hija— le dice Fat-ma a Badir dirigiendo sus brazos estirados hacia Zulema. La mue-ca de satisfacción en el rostro de Badir se ve ofuscada por su espeso bigote negro.

—¡Vayámonos pues!— ordena Badir juntando las palmas después de un pequeño titubeo.

Los Ziad, como si acabaran de recibir la orden de un general, se estiran de manera simultánea y se dirigen hacia la salida secundados por Zulema, Fatma y las primas que van sujetando los pliegues de sus vestidos con las puntas de los dedos. Badir, agarrado de la manija de la puerta con una mano y sos-teniendo un megáfono con la otra, voltea a mirarnos.

—He dicho que ya es hora—nos reclama abriendo los ojos y acen-tuar un desafío que pretende hacer reír más que alarmar— ¿Acaso el humo del narguile les tapó los oídos? Yo, aún con la pipa en mano y motivado por la risa, empiezo a toser compulsivamente el humo que queda en mis pulmones.

—Faltan cinco minutos para que termine el partido, abuya— le contesta Tarek guiñando el ojo.

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—Está bien— responde Badir, suspirando una impaciencia corroída por la complicidad que sólo un buen aficionado al futbol puede sentir con sus semejantes—, pero más vale que lleguen a tiempo porque ya sabes cómo se va a poner tu madre si llegan tarde ¿Cómo van, Assi?— me pregunta por último antes de partir hacia el valle.

—Uno a cero a favor de Inglate-rra— le respondo entre tosidos.

—¿Qué te he estado diciendo?—le escucho decir mientras se aleja—, Dinamarca no tiene medio campo, no tiene medio campo, te digo.

El partido termina con el mis-mo resultado.

—Tenemos que llevarnos la hielera— me dice Tarek después de apagar el televisor.

Son las 5 p.m. Avanzamos colina abajo entre los pocos espacios que separan las altas casas de un ador-

mecido Madjal Shams, atrayendo la atención de algunos vecinos curiosos que salen a los balcones invocados por el sonido del crujir de los hielos que rompe con la escalofriante monoto-nía del silencio que pende estático, dividiendo y rasgando las paredes de cemento. Puedo sentir la presen-cia del valle a causa del fuerte viento perfumado que carga con las voces fragmentadas de la colina. Siento la vibración agónica de los megáfonos tocando las palmas de mis pies. Pasa-mos la última casa que traza el límite entre los escasos metros de pastizales que nos separan de la frontera siria para encontrarnos a lo lejos con los preparativos de los Halabi y los Ziad, que tienden un mantel sobre una enor-me mesa cuyas sillas están colocadas orientadas hacia el territorio sirio. Puedo ver la plataforma más allá de la frontera, recargándose sobre la punta de la colina como un peñasco desnudo

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a punto de colapsar. Dejamos la hiele-ra al lado de la mesa y nos desploma-mos agotados sobre el césped. Fatma se acerca a nosotros y nos ordena ayudar en los preparativos, dejando de lado aquella piedad maternal a la que me tenía acostumbrado.

Miro de reojo a Zulema sentada en la esquina mientras acomodo un plato sobre la mesa. Ella obser-va el horizonte sin detenerse en el movimiento de sus primas, quienes la rodean como guardaespaldas de porcelana. Con el transcurso de los minutos siento que la distancia exis-tente entre ambos se estira, creando una barrera aparentemente sutil pero al mismo tiempo tan efectiva y severa como la misma frontera que la separa de su familia siria. Paso de ser un intruso a ser tan irrelevante y anacró-nico como un fantasma.

Los invitados llegan de a puñados, filtrándose en los callejones de Mad-jal Shams hasta quedar esparcidos

sobre la colina. —¡Assi, ven aquí!— me grita Ta-

rek sentado sobre el pasto y agitando una cajetilla de cigarros en el aire. Me siento a su lado y prendo un ci-garrillo. Hablamos sobre los detalles logísticos de nuestro posible viaje al Cairo mientras vemos cómo los invi-tados se van multiplicando alrededor de la mesa. —¡Allí están!— nos interrumpe Badir a la vez que sujeta los binoculares con ambas manos. Fatma deja los cubiertos sobre la mesa y se dirige hacia Zulema para llevarla de la mano junto a su padre. Sus primas las siguen a un par de metros de distancia.

Badir grita algo a través del megáfono apoyando su brazo sobre el hombro de su hija. Veo tres figuras difusas —dos hombres y una mujer— de pie sobre la plataforma alrededor de quien parece ser el padre de Badir. Está sentado sobre una silla de ruedas y un megáfono incrustado entre las

piernas. El hombre más cercano al abuelo se inclina para susurrarle al oído lo recién dicho por Badir. El abuelo alza el megáfono para respon-derle a su hijo. No logro entender lo que dice. Sólo puedo advertir el entusiasmo en el tono de su voz ras-pada que llega con un letargo de unas milésimas de segundo para sobrepo-nerse ante el sigilo del valle.

Badir le entrega el megáfono a Zulema. Veo cómo su mano tiembla al acercar el megáfono a sus labios.

—Voy a hablar con el abuelo—me dice Tarek y camina para unirse a su familia.

El megáfono y los binocula-res pasan de mano en mano sin que la sesión sea interrumpida por los invitados que permanecen detrás de los Halabi guardando un silencio disciplinado, mientras que yo hago un íntimo recuento de algunos de mis familiares a quienes me gustaría tener lejos y separados por alguna

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frontera. Si eso fuera posible los escucharía exorcizar a gritos su neurosis por medio de un megáfono frente al vacío del valle buscándo-me inútilmente con los binoculares mientras yo permanezco escondi-do, observándolos recostado bajo la sombra de un olivo, y sonrío aliviado al ver relucir el brillo de las amenazantes puntas de las púas.

Tarek regresa a los pocos minu-tos trayendo consigo los binoculares en mano.

—Tómalos— me dice estirando su brazo—, tienes que conocer al abuelo— añade y se sienta a mi lado.

Rastreo la frontera ascendiendo hasta localizar el punto donde se erige la plataforma. Hago un peque-ño giro hacia la izquierda y cruzo una mirada con el abuelo que me tiene justo en el centro de su campo de visión.

Sus labios murmuran algo en el aire. La mujer que está a su lado ar-quea la espalda para acercar su oído

a los labios del abuelo que continúan exhalando palabras mudas. Ella toma los binoculares y navega con ellos hasta encontrarme. Alzo la mano tímidamente en forma de saludo y la observo mascullar algo antes de que ella le entregue los binoculares a uno de los dos hombres que están a su lado. La acción se repite de manera exacta. Ambos hombres me ubican con los catalejos y hablan entre sí sobre mi persona al tiempo que el abuelo grita a través del megáfono.

—Toma esto— le digo a Ta-rek,—parece que a tu abuelo no le caen bien los asquenazíes— añado con unasonrisa descompuesta.

La carcajada de Tarek se diluye entre los gritos de Saida— la madre de Jammal—, que anuncia la llega-da de su hijo al señalar las puertas abiertas de la camioneta negra estacionada colina arriba frente a la última casa del pueblo. Badir pone al tanto al abuelo de la llegada del novio antes de seguir a Fatma, Zulema y

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a sus primas camino hacia la mesa. Los invitados se sientan respetuosa-mente ante la llegada del sacerdote. Todos miran hacia el frente como en una sala de cine cuyo techo ha sido arrancado. El sacerdote se coloca en medio de los novios. Badir aparta a Zulema para entregarle el megáfono al sacerdote, quien lo alza como una trompeta de guerra que anuncia la transmisión de la ceremonia matri-monial. Cojo los binoculares de la mesa y observo a la familia de Badir. Están tomados de las manos. Puedo distinguir claramente las lágrimas que caen sobre los pómulos del abue-lo. Su rostro da la impresión de estar recubierto de fango, a juzgar por las profundas grietas humedecidas que desdibujan una juventud olvidada, como una escultura inconclusa.

Siempre seré un intruso, medito detrás de los binoculares cuando observo el llanto mudo del abuelo y no puedo siquiera simular un senti-miento de simpatía.

Publicado originalmente en Jet Lag de Ari Volovich. Editorial Moho, 2013.

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PlEXUsPACE

EMMANUEL VIzCAYAImagen: KORÉ

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Llevaba siete días trabajando en aquel cuento y aún no lo podía terminar. El final era lo que más me costaba. Llevaba también varias semanas durmiendo poco, estresado por los últimos exámenes del primer semestre de la universidad, toman-do dos litros de café y dos litros de Coca-Cola de lunes a viernes, entre

las 9 a.m. y las 11 p.m., con escasas comidas. En ese momento, por for-tuna, ya transcurría mi sexto día de vacaciones aunque tenía cinco horas pegado al monitor, peleando con el final de ese cuento. Eran las 4am. Las apenas tres páginas de extensión que casi me sabía de memoria ya me causaban dolor de cabeza. La histo-

ria era un poco disparatada pero le tenía confianza.

En ella, un tipo anónimo salía de su casa para dar un paseo y antes de llegar a media calle su cuerpo se hinchaba, se volvía redondo y de la nada se convertía en un ojo gigan-tesco que despegaba a gran veloci-dad hacia el espacio exterior. Desde

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allá, el tipo, acostumbrándose a su nueva condición, disfrutaba viendo y espiando todo cuanto podía ver y espiar a través de sus superpoderes galácticos, sediento de información. Entonces, en tres o cuatro párrafos, reflexionaba sobre sus observacio-nes, y de vez en cuando se burlaba de la sociedad y de sus terrenales criaturas. Básicamente de eso se trataba. El final estaba difícil. Lo que más me desesperaba era que algunos sucesos habían cambiado varias veces para poder dirigirse a un desenlace un poco más cuaja-do pero sin éxito. Mi taza de café llevaba horas vacía aunque yo seguía haciendo el ademán de dar el último sorbo de manera automática, como un tic nervioso. En esos momentos aún vivía en casa de mis padres y su hora de dormir comenzaba minu-tos antes de la medianoche. Los ronquidos de mi padre siempre me habían molestado, y en esa situación de bloqueo creativo parecía que me contabilizaban el tiempo como un reloj atragantando sus fuelles en la habitación del fondo. No pude más. Apagué la computadora y fui a la cocina por un vaso de agua. El refri-gerador chirriaba bajo la luz amari-llenta. El agua estaba enrarecida. El ambiente estaba enrarecido. Regresé a la habitación y me metí a la cama. Cerré los ojos por trámite, pues sabía que el sueño tardaría en llegar, sobre todo si las posibilidades de una conclusión satisfactoria seguían dándome vueltas en la cabeza.

La situación comenzó a volverse insoportable. Dentro de mis ojos cerrados seguía viendo el monitor encendido; seguía viendo al tipo que se hinchaba y desgarraba su ropa para elevarse; seguía viendo al ojo supremo que nos miraba a todos desde arriba. Pasaron veinte minutos de estar revolviéndome cuando de repente algo adentro de mi pecho se rompió y derramó su

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contenido helado por todas mis entrañas. Abrí los ojos de golpe. Aquella sustancia derramada estaba congelando mis músculos con una velocidad increíble. Me levanté como pude, sudando y respirando el hielo. Fui hacia la cocina atrave-sando el pasillo giratorio. Busqué el vaso de agua que había dejado a la mitad pero el vaso ya no estaba, en su lugar había un objeto extraño que no reconocí y que no se parecía a nada que hubiese visto antes. El refrigerador tampoco hacía su pe-culiar sonido, sino que fue sustitui-do por un aparato igual de extraño que emitía vibraciones que no supe interpretar. Todos los elementos de la cocina que colgaban de las pare-des me parecieron irreconocibles y amenazantes. Los ronquidos de mi padre ya no eran de mi padre, ahora eran los ronquidos de un animal ajeno con las vías respiratorias obstruidas, luchando por llevar oxí-geno a sus células para convertirlo en bióxido de carbono. Desconocí las características humanas de mi padre. No pude comprender nada. Estaba dando vueltas y apenas po-día seguir en pie. Atravesé la sala a oscuras y me asomé por la ventana. Sentí que en cualquier momento iba a hincharme y a subir sin frenos al espacio. El miedo era horrible. Ya no quería saber el final de ese cuento, sólo me interesaba estar en la Tierra, con lo que conocía pero que se había ido.

Vi la calle vacía y me pareció diferente, angustiosa. Sentí que me estaba separando del mundo y que los pies vacilaban entre el suelo y el aire y que en cualquier momento me convertiría para siempre en algo que no era. Pero de pronto, miré una de las plantas colgantes que estaban sobre el patio y de alguna forma inexplicable eso me detuvo un poco. Me quedé viendo detenidamente su estructura, la forma de las hojas, la

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do alguien a los 20 años; nada que no pudiera detonarse a esas edades, en esta realidad. El cuento era sólo un pretexto para preguntarme, para cuestionar el futuro, para ponerme a prueba, para desear conocerlo todo, para enfrentar el vacío. Caí en cuenta que muchas veces resulta pretencioso creer que sabemos de qué manera terminarán las cosas. Incluso una historia no tiene la obligación de redondearse o girar la tuerca o noquear a su especta-dorcon sentencias y podría quedar-se así, tan abierta como empezó.

A las pocas semanas decidí volver a la computadora para sal-dar mi deuda. Después de muchos replanteos, las tres páginas a in-terlineado sencillo se convirtieron en solo media cuartilla. Un cuento breve, casi una microficción, sólo lo necesario. Sobra decir que me cuesta mucho escoger los finales y por eso tampoco sé muy bien cómo terminar este texto. Aproximar-me al final es aproximarme más a la incertidumbre de lo que viene que a la certidumbre de lo que fue. ¿Cómo empezar algo, cómo enfrentarlo? ¿Cómo terminar algo, cómo saber que llegó el momen-to? ¿Cómo saber lo que vendrá después? Las clásicas preguntas que podrían reventar la bomba de nitrógeno del pecho.

Tal vez lo mejor sea pensar en la belleza de aquella planta, en la belleza en general: el proceso de construcción de las cosas. El mismo fundamento que articula un árbol, articula un rostro, un texto.Unidad sobre unidad, partícula sobre partícula. Pensar en eso que nos aterrice para evitar lanzarnos al vacío. Como dice el poeta chile-no Raúl Zurita, en el inicio de su desgarrador Purgatorio, “La vida es hermosa, incluso ahora”.

Hasta el momento, ese anclaje en el mundo ha funcionado.

simetría de sus tejidos y me pare-ció que eso era lo único que podía comprender en aquel momento. No sabía cuál era el mensaje, si es que hubiera alguno, pero la simple sensación de que podía comprender algo, asir algo con la mente en me-dio de tanto caos, tranquilizó poco a poco mi respiración. Pensé en la belleza, sólo en la belleza de esa planta, su geometría, su configura-ción natural, su delicada presencia. El calor volvía a mi cuerpo y mis músculos se iban descongelando. Quizás habían transcurrido unos diez minutos desde que abandoné la cama pero a mí me parecía una inmensidad de tiempo. Si dejaba de mirar la planta, el frío y la sensa-ción aérea regresaban, así que me quedé ahí un largo rato. No supe en qué momento una criatura desco-nocida, que supuse era mi madre, se levantó al baño y me encontró descalzo, hipnotizado en la ventana. Me invitó a volver a mi cama pero le dije que no. Su adormilamiento fue más profundo que sus ganas de cuestionarme y regresó al cuarto. Yo aún sentía que no podía pensar ni moverme con tanta libertad y estuve ahí hasta el amanecer. Decidí no volver a aquel cuento que casi me vuela la cabeza. Al menos no en lo que restaba de las vacaciones.

Como era de esperarse, toda la mañana y la tarde las pasé fatal por la falta de sueño y los recurren-tes episodios de angustia que me provocaba recordar la madrugada. Fueron días complicados por el temor de convertirme en el propio personaje de mi cuento que aún no sabía cómo acabaría.

El diagnóstico médico, que no se hizo esperar, concluyó que lo que me aquejaba era un trastorno de ansiedad con crisis de angustia aus-piciado, en esa ocasión, por el dolor filosófico de las grandes preguntas. Normal, nada que no hubiera senti-

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UNA CENA DE RoTos

IMANOL MARTÍNEzImagen: Dánae Kótsiras

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con su trabajo por estar pensando en la comida, en los lugares y en las personas que dejó atrás; todas ellas formas de nostalgia. Que un gol termine siéndolo por la impericia de un defensa, entonces, sirve como una metáfora de la tristeza, como el conjunto de símbolos de una en-fermedad: la dimensión sintomática del mal mexicano como la incapaci-dad para competir fuera de casa.

Imagino que los entendidos encontraran una sublimación de su existencia, de las minucias que cons-tituyen su vida, en una exposición pictórica o a la salida de una gala de ópera. El resto nos conformamos con lo ordinario que puede ser leer sim-bólicamente un partido de fútbol.

Para David Mamet, la obra per-fecta sería como un buen partido en el que nuestro equipo iniciaría ganando para después verse iguala-do o superado en el marcador por el oponente, generando tensión y desarrollando posibles resultados; para que los últimos minutos del encuentro se extiendan, langui-dezcan, y nos hagan creer que lo improbable —como no ocurre en la vida y sólo en el terreno del arte— aparece, mejora y reivindica la triste realidad. Para quienes no tienen como referencia, pongamos que a Cavafis o a Pitol, sólo nos queda interpretar nuestra cotidia-neidad a través de figuras como la del triste defensor mexicano que salió una noche a deambular por un hotel pensando en cuánto extrañaba casa, o, quizá, si nos permitimos soñar, en el prodigio de un hom-bre que cuando no rompe récords marcando goles duerme. Durante noventa minutos nos permitimos tener, como diría Caparrós, nuestro momento de salvajería feliz.

Mi mundo se dimensiona a par-tir de un cuadro de cal de noventa por cuarenta y cinco.

Vine a la Ciudad Condal porque me dijeron que acá estaba el mejor fútbol de la historia, un tal fc Bar-celona. Antes que una ciudad, para mí Barcelona era un equipo: el de la más perfecta versión del fútbol. Su emplazamiento geográfico se llamaba Camp Nou y su lema “més que un club”. Al llegar, le comenté a un amigo, ajeno al fútbol como nadie, mientras cruzábamos la Gran Vía de las Cortes Catalanas, eso que escribió Casciari: “si me pregun-taran en serio por qué sigo acá, en Barcelona, en estas épocas horri-bles y aburridas, es porque estoy a cuarenta minutos en tren del mejor fútbol de la historia”.

Habrá que pulir los lápices y la imaginación para escribir adjetivos que estén a su nivel, escribió Villoro sobre el Barça de Pep Guardiola. Como muchos, hallé en el fútbol di-señado por el de Santpedor no sólo la más bella forma del juego, sino que sin saberlo me dejé llevar em-belesado por algo que cargaba con la maldición de ser irrepetible. Todo lo que dura se estropea, escribió Marías; nos satura, se vuelve contra nosotros, nos cansa. Y pronto tuve que aceptarlo: esa versión museísti-ca del juego acabó mucho antes de que mi avión aterrizara.

1 2Es entendible que un balón no ter-mine rozando las redes. La suma de factores que contamos al acudir a un partido deviene, salvo casos excep-cionales, en un resultado de una sola cifra. ¿Cuántas veces apaga uno la televisión o sale del estadio sin ha-ber festejado un solo gol? El fútbol es, a fin de cuentas, un juego que la mayoría de las veces no es medido por el número que se suma en el marcador; su dimensión se halla, pese a lo primitivo del juego, en otro lado: en el diseño, en los pases, en lo que muchas veces imaginamos más que de lo que vemos. Basta ver, por ejemplo, las ocasiones en que bajo el título de “tiros a puerta” van a parar los goles que no fueron, relegados a los números de la nada, para saber que el fútbol es un juego injusto. De igual modo, excepcionalmen-te, un partido puede terminar con un resultado abultado y aburrido. Existen, pues, muchas razones com-prensibles para que un gol termine no siéndolo o, contrariamente, para que el resultado supere al juego y lo dimensione mal. Las hay muchas, pero difícilmente serán a causa de la tristeza de un defensa.

José “el Jamaicón” Villegas tenía los pies en el pasto de Wembley pero la mente en México. Y ese fue el motivo que le pasó factura al defensor mexicano, cuyo apodo ha servido para definir esa arrebata-dora nostalgia que sienten de vez en cuando los mexicanos que están lejos de casa: El síndrome del Jamai-cón. Un resultado de ocho a cero que se midió a partir de la tristeza de quien erró en no dejar la debili-dad en el banquillo.

El fútbol sirve, entre otras cosas, para hacer de él una ventana a través de la cual nos explicamos el mundo. La tristeza del defensor mexicano es, en esa medida, el símbolo de aquel que no cumple

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El primer partido del Barça que vi en suelo catalán fue en un bar de Sitges en mitad de un festival de cine fantástico. Tiene sentido: el fc Barcelona siempre me ha parecido un equipo de ciencia ficción. Un par de semanas después acudí al Camp Nou, ahí lloré con esos arreglos a la pieza Zadok the Priest de Händel, el himno de la Champions. También vi perder

al Barça en La Masía, un bar de la calle Elisabets. “Podremos decirle a nuestros hijos que vimos jugar a Messi” me dijo entusiasmado mi primo a la salida del estadio; aunque alegres, en el fondo los dos sabíamos que acudíamos a las postrimerías de una época, y que más pronto que tarde seríamos turistas fotografiando las ruinas de un imperio.

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Antes de volver a la Ciudad Condal para entrenar al equipo filial —la antesala a esa promesa que empe-zó con un “apretaros el cinturón, que nos lo pasaremos muy bien”—, Guardiola se retiró del césped como jugador en el remoto desierto de Sonora portando la camiseta número ocho en Los Dorados. Atrás quedaba el cuatro blaugrana en Barcelona, a donde volvería para cambiar su jersey por un traje y corbatín hechos a medida. El suyo había sido un caso infrecuente hasta que hace un tiempo otro referente culé fue a parar a suelo mexicano en los que seguramente serán sus últimos destellos.

Ronaldo de Assis Moreira llegaba a jugar para el Querétaro fc, Ronaldin-ho sería un Gallo Blanco.

Antes de mudarme a Barcelona fui con La Flaca y unos amigos al Estadio Corregidora para ver el primer partido del brasileño, quien se estrenó fallando un penal en la desangelada Copa mx. Hace unos días la prensa deportiva española anunció las intenciones del club queretano por contratar a Víctor Valdés. De a poco, los Gallos Blan-cos están reuniendo al Dream Team como si de una gira de reencuentro se tratara, ese tipo de tours en que los viejos rockstars repasan su trayectoria de manera más bien triste.

Barcelona-México, México-Barcelona. Desde la Ciudad Condal vi, a través del ordenador, dos juegos que la selección mexicana disputó en los estados de Chiapas y Querétaro. El primero a las tres de la mañana, el segundo —el que se jugó en la ciudad donde nací— a las once de la noche. Apenas pude festejar los goles sin hacer demasiado ruido para no despertar a mis compañeros de piso. La nostalgia tiene extrañas formas, una de ellas es ver un estadio y sentirte cerca de casa. Los expatriados vivimos con la angustia de contar en el reloj un mapa imaginario, como el de los aviones, en el que el tiempo transcurre lento, donde el pasado es futuro para los nuestros.

43En una gira previa al Campeonato Mundial de Suecia 58, durante una cena en Lisboa, el entrenador de la selección mexicana, Ignacio Trelles, se percató de que en la cena de gala no estaba “El Jamaicón” Villegas. Al salir lo encontró sentado junto a un árbol del hotel, meditabundo bajo el cielo portugués. José, qué haces aquí afuera, le dijo, ¿ya cenaste? A lo que el defensa del Rebaño Sagrado res-pondió: “Cómo voy a cenar si tienen preparada una cena de rotos. Yo lo que quiero son mis chalupas, unos buenos sopes y no esas porquerías que ni de México son.”

Para Sealtiel Alatriste, este fue el primer indicio del episodio que años más tarde, como contara Carlos Cal-derón Cardoso en su Anecdotario del fútbol mexicano, le cobraría factura al jugador y lo inscribiría en la lista de las glorias del deporte mexicano que se vieron impedidos de triunfar lejos de casa, como el torero Silverio Pérez o el boxeador Rodolfo Casanova.

El fracaso que trajo consigo la tristeza del Jamaicón se explica en la medida en que se reconoce la prome-sa que el jugador significaba para una Selección que había marcado un solo gol en todos los mundiales disputa-dos hasta entonces. La esperanza no estaba en cuántos goles se anotaran, sino en cuántos se detuvieran. Para ello el melancólico Villegas era el apropiado. Con su club, las Chivas del Guadalajara, había ganado ocho títulos de manera casi consecutiva. El antiguo bordador y cargador de telas era considerado el mejor extremo derecho del país; tan sólo unos meses antes detuvo a Francisco Dos Santos “Garrincha” en un partido en Ciudad Universitaria. Sin embargo, terminó siendo una promesa eclipsada por la melancolía. El héroe pensó en casa, y a causa de ello la batalla se perdió aun antes de comenzar.

En los comentarios de un artículo sobre el Jamaicón, la nieta del defensa mexicano arremete contra las menti-ras que de su familiar se han escrito. El trasfondo de esas críticas es terri-ble: reprocha que a su abuelo le cuel-guen fracasos a causa de la tristeza, alegando que se trató simplemente de un mal trabajo. Parece decir que en este país es preferible el fracaso que el reconocimiento de que de pronto uno no anda fino, que puede amane-cer mal y ya está. En este país no hay lugar para los débiles.

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Un amigo en Barcelona tiene un pro-yecto ambicioso y revelador. Consiste en dibujar una línea del tiempo de la que se disparen flechas que simboli-cen a las personas que a lo largo de la vida ha conocido. Sabe que durante los primeros diez años la mayoría de ellas se quedarán en sólo líneas que acaban pronto. Dice, por ejemplo, que no estaría viviendo ilegalmente en este país si no hubiera sido por venir a ver a su novia, que a ella no la hubiera conocido si no fuera porque una amiga belga le pidió un día, en México, que saliera a pasear con unas europeas recién llegadas al país, que a su amiga no la hubiera conocido si no fuera por su primo del que no supo nada hasta después de veinte años de nacidos. Y así y así.

Me lo contó el mismo día en que uno de nosotros confesó que no había estado bien, que se encontraba triste y que le pareció buena idea juntarnos y beber en la Barcelone-ta. Allí reunidos sobrepasamos de pronto la actitud de querer simpati-zar con los recién conocidos y de a poco dejamos salir eso que pensá-bamos: que hay días en que uno de pronto descubre que no anda bien, que extraña casa, que echa de menos un abrazo en una cama conocida o el guisado de mamá o la cantina en que uno bebe con sus amigos sintiéndose en el living de su casa. Descubrimos ahí, frente al mar, que no éramos más que un grupo de latinoamerica-nos tristes que reconocían que en su mapa reciente no había más líneas que aquellas que el otro dibujaba. Ese mismo fin de semana hablé con una norteamericana que me dijo que traduciendo le había costado trabajo distinguir entre “añoranza” y “nos-talgia”, entre volver a lo que ya no existe y aquello que se extraña. Yo le dije que seguía teniendo envidia de su término: homesick. Intraducible.

Qué lejos estamos del sitio en que nacimos.

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De vez en cuando reproduzco el video de despedida de Guardiola como quien mira tímidamente la foto de la novia a la que dijo adiós al otro lado del mundo

El fútbol mexicano nunca ha sido bueno para el pase corto; refrenda-mos nuestra incapacidad con largos tiros que, buscando el contragolpe, suelen terminar siendo eso que los comentaristas deportivos han tenido a bien llamar “el pase a nadie”. La pelota termina en el área en que no hay medio que toque ni delantero que reciba, no hay ni siquiera defensa contrario que aproveche la ocasión; la pelota termina en el área muerta de un juego que debería ser diseñado a priori. Seríamos incapaces de adoptar el tiki-taka, no tenemos horizontali-dad y nuestro pase largo, en vertical, es la forma en que miramos el futuro: tiramos sin saber a dónde.

Por el contrario, somos buenos para las fabulaciones cortas, sintetiza-mos con palabras lo que con los pies no podemos. Como aquel cuento bre-vísimo de Luis Felipe Lomelí titulado El Emigrante: —¿Olvida usted algo? —Ojalá

Las alegrías que nos da el fútbol son efímeras, y sin embargo durante noventa minutos confiamos en el oxí-moron del instante eterno. Tenemos fe en un futuro nublado, y siempre pensamos que de haber sido de otro modo, la realidad nos bastaría. No era penal, nos lamentamos con una cerveza en la mano, no era penal.

El arquero Piolín Mota salió a la can-cha a calentar, previo a un partido de preparación para el Mundial de Chile 62, sabiendo cuál sería su lugar cuan-do el entrenador Trelles se acercó para decirle que ese partido lo jugaría él y no la Tota Carvajal, como había sido hasta entonces. Angustiado por jugar contra la selección inglesa, el portero halló consuelo en Villegas. Descuida, le dijo el dt, tenemos al Jamaicón, por aquí no pasa nadie. Y pasaron. Una, dos, muchas veces. Al término del partido, un periodista entrevistó a Villegas, preguntándole por su mal rendimiento.

Su respuesta, sin saberlo, habría de nombrar el mal de aquellos que van a tumbarse a un diván a kilóme-tros de casa. De manera descarnada, honesta, débil, El Jamaicón dijo que extrañaba las birras, la comida y, sobre todo, que vida no era vida si no estaba con los suyos.

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Imagen: Jesús Flores

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La Bon Ice me gritó desde una banca de la plaza, platicaba con el vendedor de elotes y con señorial autoridad me exigió lo acompañara a las jardineras para presentarme a un amigo suyo que quería conocerme.

—Mira él es Carlos La Tallarina, aunque la veas jodida, flaca y amarilla es maestro de secundaria y hoy acaba de cobrar che-que. El reloj que trae pue-de ser tuyo si quieres— al terminar de decir eso la Bon Ice y su amiga se carcajearon como brujas.

—El reloj, trescientos pesos y cien del cuarto— respondí con la misma risa.

—¡Ah sí!… ¡¿y no quie-res pastel?!— la Tallarina repli-có con una carcajada más fuerte— vas a tener que ense-ñar la mercancía antes de venderla, sácate la verga para vértela.

Gracias a la altura de los botes de basura pude llevar a cabo mi demos-tración al posible cliente.

—¿Uy pero como saber si el animal me va hacer caso?...ya me ha pasado que la enseñan y a la mera hora ni se quiere parar la chingadera ¡Páratela!— Exi-gió La Tallarina.

No vi ningún problema en pro-vocarme la erección, sólo les pedí se fijaran si no había policías cerca.

—Porque luego se les antoja, ven macana y sin preguntar se arrodillan—dijo la Bon Ice con su misma carcaja-da de urraca.

Al lograr el ochenta por ciento de endurecimiento en mi miembro, les exigí a los jotos sacaran el dinero para asegurarme la paga, pero la Tallarina con voz entrecortada y ner-viosa dijo que no había ido al banco, que no traía nada, dio la media vuelta y presuroso se dirigió al baño que está bajo el kiosco.

Encabronado lo seguí hasta aden-tro, lo encerré y lo arrinconé en uno de los sanitarios, saqué mi navaja, la puse en su cuello y lo obligué a que me diera lo que traía: un paquete de chicles, un boleto de autobús ruta Valle Oriente y veintiséis pesos en monedas que parecían treinta.

La Bon Ice se disculpó a los pocos días del incidente y tiempo después elogiaría mi hazaña puesto que a partir de esa tarde La Tallarina había cambiado mucho, ya era una mejor persona.

—Ahora sólo pide verga cuando trae dinero y eso es gracias a ti.

Conocí a la Bon Ice en los baños de un centro comercial, el apodo se debe a su dificultad para caminar, un problema en la columna hace que de pequeños pasos como de pingüino, el pingüino de los bolis Bon Ice.

Plaza de Armas, 2007

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TEXTos

Ari Volovich (Jerusalén, 1974) es escritor, periodista, cronista y traductor. Ha colaborado a lo largo de trece años en un tensado abanico de medios impresos (Complot, Día Siete, Replicante —publicación en la cual funge como miembro de la mesa de redacción desde 2007—, Moho, La Crónica, Animal, Vice Magazine, Variopinto y Milenio Semanal, entre otros) con cuentos, crónicas, reportajes, ensayos, artículos, traducciones, reseñas y aforismos. Es autor de Blasfemias ilustradas (Tusquets 2011) y Jet Lag (Editorial Moho 2013).

Emmanuel Vizcaya (Ciudad de México, 1989) Ha publicado el libro de poesía NEO/GN/SYS coeditado por Proyecto Literal y Mantarraya Ediciones (2014). Trabaja como encargado de la sección de literatura de la revista digital [Radiador] Magazine (www.radiadormagazine.com). Con frecuencia imparte talleres de escritura creativa y realiza proyectos de experimentación sonora y música electrónica.

Imanol Martínez González (Querétaro, 1990) es egresado de la licenciatura de Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro, ha hecho radio y periodismo cultural. Actualmente cursa el Master en Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Becario en 2010 por la Fundación para las Letras Mexicanas. Es autor de las obras: Siete (2010), obra perteneciente a la trilogía Pájaros de fuego, Quemar las naves (2012), Poner en Pie (2012) y Nocaut (2013).

Jesús Flores (Torreón, 1978) Exposiciones individuales: Western Sun, 2014; Galery of famous Tigtrope Walkers and Escapist, Every Tourism, 2006; Habitable Emptiness, 2005; N.I., 2003; Technicolor Insomnia, 2003. Exposiciones colectivas: Pingyao International Photography Festival 2013; You, the others, LatinAmerican Queer Selections, Anonymous Gallery, Ciudad de México, Julio 2013; Manifesto: Homo Viden Ludens, Fototeca Nacional, Pachuca, Hidalgo, 2010; Mexican Contemporany Photography Slófok, Hungría, 2010; Creation in Movement (FONCA 2008-2009) Ex convento del Carmen, Guadalajara, Jalisco, 2009; XII Photography Biennale. Centro de la Imagen. Cudad de México, 2006. Es autor del proyecto multidisciplinario Calibre 45.

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ImágENEs

KORÉ, Artista Plástico y Visual enfocado principalmente en el video arte y en el short film. Ha colaborado en varios proyectos de cortometraje profesional como Director de Arte y asistente de fotografía. Actualmente colabora con el colectivo Ave de pico roto en Guadalajara, México.

Dánae Kótsiras Ralis Hernández (Guadalajara, 1985) Es licenciada en Artes Visuales con especialidad en fotografía por la Universidad de Guadalajara. Su trabajo se especializa en fotografía de espectáculos y fotografía callejera, aunque aborda varios géneros fotográficos. Su trabajo ha sido publicado en portadas de libros y revistas, así como en la Memoria Gráfica del Proceso Electoral 2012 donde fue corresponsal de Jalisco.

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TRAVENFanzine de crónica y no ficción

Año II Número Vtravenfanzine.com