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004 diciembre 2014 TRAVEN crónica y no ficción

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Cuarto número de TRAVEN fanzine de crónica y no ficción.

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004diciembre 2014

TRAVENcrónica y no ficción

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TRAVENFanzine de crónica y no ficción

Año I Número IV

Editor Víctor Santana

Diseño Editorial Eugenio Cristo

dirección editorial Xilo Guerra

Fotografías de portada y contraportada por Sergio Ivan Rebolledo.

Todos los textos son responsabilidad de sus autores. TRAVEN es una publicación trimestral independiente.

Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Contacto: [email protected]

Diciembre 2014.

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FronteraJavier López Menacho

Un turismo flagranteEdgar Yepez

La escritura sin promesaEdgar Alonso

FumigadoJ.M. Servín

HemaanoJaime He

ÍNDICE

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FRoNTERA

JAVIER LÓPEZ MENACHO

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Imagen: Javier López Menacho

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“Yo pregunto a los presentes si no se han puesto a pensar que esta tierra es de nosotros y no del que tenga más.” — Víctor Jara

Desde pequeño, he percibido la palabra frontera como algo negativo. Me sonaba a valla, a verja, a alambres de espinas, a espacio cerrado a cal y canto. Con el tiempo, me supo a arancel, a aduana, a restricciones. Las fronteras desprenden conservadurismo y temor al más allá, parecen proteger de nuestras miserias, huelen, definitivamente, a miedo. El instinto protector del ser humano respecto a sus bienes nos privó del derecho a sentir la frontera como un espacio de crecimiento y a vivir la libertad en su estado más puro. Acotamos nuestras fronteras diciendo que teníamos fronteras. Perdimos, con esa aceptación, parte de nuestra humanidad. Jose Saramago parodió el significado de las fronteras de manera soberbia en Las intermitencias de la muerte. Qué haríamos si la muerte dejara de existir y nuestros cuerpos vagaran inertes, residuos de sí mismos, sin ton ni son, por este sinsentido al que llamamos vida. Hay demasiada gente viviendo así. Se llevaría las manos a la cabeza el Premio Nobel incluso si viera cuánto de real había en sus distopías, y qué pronto se han cumplido sus alertas de forma enmascarada. La Muerte de la novela, antropomorfa y enamorada, podría llamarse hoy Ébola. El Ébola no sería más que una metáfora sobre la metáfora, que viene a constatar cuánto pavor le tenemos al pobre, y cuánto nos enrocamos sobre nosotros mismos cuando creemos que tenemos algo que perder. Nuestro miedo occidental ha costado veinte mil muertos en quince años sólo en este flujo migratorio.

En España hay nueve centros en los que se concentran a los emigrantes sin papeles que son detenidos por la policía en su intento de acceder a una vida mejor. Nueve espacios que señalan nuestra incapacidad como sociedad. La opacidad de los mismos contrasta con la claridad de la reglamentación internacional, que permite a los inmigrantes pedir asilo allá donde vayan. Ellos ni siquiera lo saben, y tampoco se lo van a decir en el interior de los muros donde habitan, los llama-dos cie (Centro de Internamiento de Emigrantes). Lo que al oído suena casi como un centro social es, en realidad, lo más parecido a una cárcel. En el caso de Barcelona, un mamotreto de insoportable estética en mitad de la Zona Franca, allí donde las empresas acumulan sus mercancías en almacenes tristes como el otoño y fríos como el invierno. Como mercan-cía, también, se trata a los inmigrantes, absolutamente apartados de la sociedad urbana y civil, condenados al ostracismo, encerrados en un contenedor humano. Dicen lenguas reivindicativas que son espacios insalubres, lleno de conflictos, que les falta hasta un váter en las celdas, que no pueden ni hacer una llamada y que, cuando alguien los visita (voluntarios de ong, abogados, personal diplomático), tienen que ir rescatando miradas del medio de la nada, allí donde se refugian los que no tienen derecho a soñar.

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A las puertas del cie, un autobús me deja junto a un grupo de amigos en la campaña protesta que se ha denominado “Tancarem el cie”1. En catalán, “Cerraremos el cie”.

He viajado al lado de un sene-galés que viene a título personal. Barcelona es capaz de hacer llegar los gritos de la calle a cualquier rin-cón insospechado, igual que es capaz de hacerse la sorda ante aquello que no le interesa. La protesta aúna más de ochenta movimientos sociales, agrupaciones políticas, ongs, mo-vimientos de barrio, entidades veci-nales, etc. Al principio me embarga cierto escepticismo, no lograremos el propósito de rodear el cie como símbolo de protesta, hay apenas cien personas que han llegado en diferen-tes autobuses y algunos ciudadanos que se acercan dando un paseo. Los mossos nos miran como acentuando nuestra ridiculez. Pero en breve la cosa se anima. Una primera avan-zadilla acude con pancartas. Luego un grupo en bicicleta y hasta tres autobuses más. Al final, algo más de quinientas personas que simboli-zan la sociedad catalana de base, de un multiétnico y multicultural que espantaría al más puritano.

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http://tancaremelcie.cat

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Nos encontramos en pleno auge del movimiento social participativo en España, del que han surgido trasvases lógicos y ramificaciones solidarias. “Nunca antes los perroflautas dieron tanto el coñazo”, había leído en el foro de un conocido diario liberal semanas atrás. Y es cierto, la desafección políti-ca en el país es tal, que los ciudadanos han ido involucrándose en aquellos movimientos que representaban, en mayor o menor medida, sus deseos, sus anhelos, de una sociedad más justa. A veces, casi cualquier agarra-dero que por allí pasara. A vuelo de pájaro, distingo a la agrupación del proceso constituyente de Cataluña por una república catalana, los Scouts catalanes (imposible imaginar a los scouts andaluces en un acto así), la batucada de los Diables de Sants, la gente de Can Vies, el movimiento Okupa de Gracia, los Stop Desahu-cios de Tarragona (en Cataluña, Stop Desnonaments), un centro social de emigrantes El Raval, Podemos de Salt (justo el día de la gran asamblea ciudadana en Madrid, que constituirá las bases de su partido), Frontera Sur y S.O.S Racisme, quizás, la organización que más rápidamente se vincularía a lo que estamos hablando, al margen de los organizadores de la propuesta.

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De esta mezcolanza deriva el primer comentario de los portavoces, la existencia del cie es inconcebible en un nuevo modelo de país, por digni-dad, por vergüenza, por humanidad, cerraremos el cie. La multitud contesta gritando: Tancarem, tancarem, tanca-rem, les centres de internament. Es lo que tiene el lenguaje de la calle, que es cristalino, que lo podría entender hasta un perro. Los mossos y el cie tienen que escuchar a un palmo de sus narices verdades incómodas para to-dos, que aluden a su decencia, Hemos esperado 30 años un reglamento que luego ha sido papel mojado, a su honor, Son personas indignas, quienes le niegan la dignidad al otro ser humano, a su capacidad de infundir miedo no tenemos miedo al cie, ya conocemos todas sus mentiras, vamos a acabar con ellos. Está excepcionalmente bien organizado el acto, tan transparente que sólo falta asaltar el cie y liberar la libertad. La cadena humana funcio-na, los cantautores se pronuncian por Víctor Jara y Mercedes Sosa, los jóvenes raperos ponen el grito en el cielo (un cie para los monarcas), los organizadores se miran con una mezcla de rabia y orgullo, mientras los mossos siguen como estatuas huma-nas a las puertas del cie. Hay un poso

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en todo esto, una latencia que indica que se han dado pasos importantes para el cierre de estos espacios de la vergüenza. Todo va bien hasta que un portavoz dice: Estoy seguro de que allí dentro hay gente que nos escucha.

Podría ser, sí, solo que nunca lo sabremos.

No advertirán en esta crónica nada que pueda trascender a la experiencia del emigrante. De los procedentes de África allí encerrados no se sabe nada, ni qué sienten, ni qué necesitan, ni cuántos son, ni cómo se alimentan, ni qué esperan de un futuro que siempre les ha dado la espalda. Sus gritos, sus fobias, sus anhelos, sus urgencias, se ahogan en un vía crucis de 50 días que silencia sus sueños, pero también su derecho a protestar sobre esta gran farsa que Europa ha creado para sentir menos remordimiento. En el autobús de vuelta, converso con una octogena-ria que me cuenta el drama que vivió atendiendo a inmigrantes en Almería. Lo peor es que ni hablan, los pobrecitos. Supongo que habrá algunas cosas peo-res, aunque ahora no sabría decirlas, que el hecho de quedarte sin voz, alejado del teatro la vida, sepultado tras un telón de hormigón.

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UN TURISMo

FLAGRANTE

EDGAR YEPEZ

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Imagen: Edgar Yepez

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Hace ocho días aterrizamos en Roma, donde pasamos cinco días. Cantidad que, dependiendo de las inclinaciones estético-urbanas, puede ser suficiente, mezquina o un despropósito irredimi-ble. Del Leonardo da Vinci tomamos tren a la estación Roma Trastevere y de ahí tranvía hasta el departamento que conseguimos, vía Airbnb, por la Basilica di Santa Maria in Trastevere, cerca del Tíber. Cuando bajamos del tranvía, una estación antes de llegar a la Isla Tiberina, era completamente de noche. Durante varios minutos, hasta dar con el edificio, dimos vueltas en círculos, recorrimos las empedradas y estrechas calles de Roma, arrastrando maletas y cargando mochilas. Pre-guntábamos pero nadie sabía o quería hablar inglés y nos ayudaban con la dirección. Tocamos el timbre pero no había nadie que nos recibiera: me ha-bía olvidado llamar y confirmar nues-tra hora de llegada. Denise propuso buscar un teléfono público y avisar; ella cuidaría las maletas. Caminé, y caminé y caminé, sin suerte. Hasta que di con una estación de carabine-ros. En inglés.

–Buenas noches, oficial, ¿sabe dónde puedo encontrar un teléfono público por aquí?

–No. Pero ¿qué necesitas?

–Llamar y confirmar una reservación; que vengan a abrirme el lugar.

–¿Cuál es el número? –me dice mien-tras saca su celular.

Se lo digo y marca. Me lo da cuan-do alguien le contesta. En un precario inglés me preguntan si hablo italiano, o francés. Francés, poco, digo. Y me

explican que se intentaron comunicar conmigo, llamaron a México y todo; en quince minutos alguien les abre, dicen.

Colgamos.

–Grazie –le digo al carabinieri, y saco varias monedas de un euro –¿Cuánto te debo?

–No, nada, cómo crees.

–¿De verdad?

–Sí, así está bien.

–Grazie, grazie mille.

Roma es totalmente caminable. Desde Trastevere caminamos a todos los históricos lugares comunes. A la Basílica de San Pedro, el Coliseo, la Fuente de Trevi, el Arco de Constan-tino, el Castillo Sant’Angelo, Plaza España y Navona, el Foro romano, el Monumento a Víctor Manuel ii, etc. Al tercer día ya habíamos tachado la casi totalidad de nuestra lista romana y todavía nos quedaban dos días más en una ciudad en la que habíamos agotado su puñado de mo-numentos arquitectónico-históricos. Y una vez que ese capital se acaba y el provinciano asombro se evapora la ciudad, cualquier ciudad, resulta, depende de cada quien, más o menos interesante. Un par de días que, sin esa obligación sistemática que acaba siendo el turismo, se invirtieron en descansar y ver el otro costado de la ciudad. En el caso de Roma: ban-quetas sucias, bolsas de plástico en el Tíber, botes de basura rebosantes, automovilistas agresivos, motonetas imprudentes, ambulantaje. Era como estar en casa.

DANUBIOtíBerYa estamos en Viena. Venimos de

Venecia, a donde llegamos casi huyendo de Italia. Antes estuvimos en una Roma gris y una Florencia intensa. Pero así no lo planeamos, sino así: la capital, Florencia, Milán, Trieste. Esa geográfica ascensión programada la suponíamos el pró-logo justo, o ideal, para llegar ante el Adriático. Este ha sido un viaje esencialmente fluvial: queríamos ver ríos, y mares.

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ArNO

Florencia, solo queremos conocer el interior. No tomaremos fotos.

–Solo pueden entrar si se quedan toda la misa.

–Está bien, nos quedamos –le dije, aunque ninguno de los dos somos ca-tólicos; ya ni siquiera culturalmente.

–Dura dos horas y media, no podrán salir antes.

–¿Es castigo?

–¿Qué, te estás burlando?

Deben sufrir demasiados turistas en Santa María del Fiore y, por el len-guaje corporal, el tono de voz, aquel guardia en particular más.

–Vámonos, esto es estúpido –me dice, Denise, en español.

El devoto cadenero lo interpreta como un insulto y quiere, el muy hijo de puta, confrontar a Denise. Le cie-rro el paso y lo detengo con el pecho. Denise me jala, dice que lo olvide y nos vayamos. Mientras nosotros nos

insultamos. En inglés. Yo, hiriente, políticamente incorrecto, degrado todo lo que es y lo que representa: su país, su lengua y su religión. Nos agarramos de la camisa y, respecti-vamente, levantamos el puño libre. Pero no pasa a más porque ya nos rodean curiosos y una patrulla de polizia. Nos retiramos del lugar; yo todavía bajo la ráfaga de adrenalina, Denise culpándose por lo sucedido. Le digo que no es su culpa, que el italiano estaba predispuesto, o que debí haberme dado la vuelta desde su primera objeción. Yo no lo sé hasta que regresamos al hotel, pero Denise ha estado recordando su última vez en Florencia; su padre, que murió hace meses, también se iba a pelear con un señor bastante grosero en una tienda. Italia nunca me gustó dice en voz baja, desde no sé dónde. Le digo que no tenemos que quedarnos, que podemos tomar el primer tren que nos saque de Italia. A dónde, me con-testa. A Viena, le propongo. Acepta. Pero no hay tren directo a la capital austriaca. Hay que tomar uno a Vene-cia que llega a las once de la mañana y ahí esperar el que sale a Viena, a las nueve de la noche de ese mismo día.

Nos recibió una Florencia oscura, lluviosa y fría. Afuera de Santa Maria Novella pedimos un taxi que nos llevara al hotel. Pero nos dijeron que quedaba cerca, a unas cuadras. Un taxista intentó, en inglés, darnos indi-caciones. Reconociéndole el esfuerzo, le dije que hablábamos español, que si hablaba despacio su idioma, quizás sería más práctico. Visiblemente más tranquilo, y entusiasmado, comenzó: strada quattro destra, en café a sinies-tra. Dejamos las maletas, nos cambia-mos la ropa mojada, salimos a comer y a visitar lo que quedara a mano para tacharlo de la lista florentina. Llegamos a Santa María del Fiore, por atrás de la catedral. Comencé a foto-grafiarla, rodeándola por uno de sus costados, hasta llegar a la puerta por la que la gente entraba. Un guardia, como en un bar de Satélite a fines de los noventa, modulaba el flujo. Lo vi antes que él a nosotros y guardé la cámara en la mochila.

Le pregunté si podíamos visitar el interior. En inglés.

–Hay misa.

–Lo sé. Estamos poco tiempo en

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Por una desmedida cantidad de eu-ros, consignamos nuestras maletas en el depósito de equipaje de la estación Santa Lucia, y me acuerdo de Pitol haciendo lo mismo. Todo el día en Venecia pienso en él, pero no se lo digo a Denise. El clima es peor que en la ciudad previa, incluso ha dejado de ser un contratiempo para convertirse en señal o recomendación: hace un aire helado, llueve y es día de carna-val en Venecia. Salimos de la estación y empezamos a caminar, cruzamos el Canal Grande y nos adentramos en la ciudad; sin mapa, sin rumbo. Es complicado caminar por las calles, cruzar los puentes, detenerse. Es día de carnaval y el clima no amedrenta ni al entusiasta ni al turista. Volve-mos a cruzar el Canal Grande, por el Rialto. Hay una señora, centroeu-ropea, quizá no centroeuropea, pero me sucede como a los que nos han

LAgUNA AL NOrte

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que caminado al noroeste en línea recta desde la plaza de San Marco se llega a la estación de Santa Lucia. Sí, sabíamos que es imposible caminar así en Venecia y sólo nos quedaba recordar, vagamente, la esquina, la tienda, el canal sobre los que había-mos pasado de ida para regresar. Cuando lo hicimos, agitados luego de correr con kilos de equipaje sobre las espaldas esquivando turistas y en-mascarados nos derrumbamos sobre el piso de la estación. Comimos algo de la dudosa lasagna sin refrigerar. Anunciaron nuestra salida y pensé en El mago de Viena. Entramos en nuestro camarote, nos quitamos los zapatos y nos acostamos a descansar. La siguiente vez que abrí los ojos, Denise dormía, estábamos en una estación cerca de Salzburgo y junto a las vías había nieve.

asumido peruanos, chilenos, para-guayos, sentada sobre los escalones pidiendo dinero. Claro que todos la ignoran. Nos dirigíamos a la Piazza San Marco. Pero como Pitol, aunque sin la necesidad de lentes, nos perdi-mos en sus calles, puentes, canales, gente con máscaras y capas. Nos dio hambre, entramos en un súper y compramos un kilo de lasagna.

Medio kilo Denise, medio yo. Ha-bremos comido la mitad de nuestra mitad cada quien, porque un kilo de pasta es un exceso. Pero nos iba a servir de cena en el tren noctur-no e incluso, forzando la validez de su estado, de desayuno en Viena. Seguimos, intuitivamente, hasta que saliendo de una callecita, la plaza de San Marco se abrió ante nosotros. Y ahí más gente, más carnaval. Había un escenario con luces equidistante a la Basílica donde cantaba un grupo. Miré a mi izquierda y vi el Florian, y en él a Pitol antes de comprar su guía turística. Seguimos hasta el puerto, donde la laguna ya es, más bien, el Adriático. Ya había oscurecido total-mente. Ahí, frente a la oscuridad del mar vimos el reloj y nuestra urgencia de volver a la estación. Ignorábamos

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LA ESCRITURA

SIN pRoMESA

erik alonso

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Imagen: Sinclair Castro

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Hay un texto pequeñísimo donde Martin Kohan escribe sobre el encuentro casual que tiene treinta y cinco años después con el mejor amigo de su infancia. Ambos se dan cuenta de que no han sabido desde hace tanto ya, nada de la vida del otro. Ambos tienen familias, trabajos, años acumulados en los cuerpos. Y sin embargo, escribe Kohan, es el mejor amigo de toda mi vida. Porque la in-fancia es la última etapa de lo definitivo, la última edad de lo absoluto.

Los amigos de la niñez son los amigos originales, los eternos referentes, las siluetas vacías que ningún amigo nuevo llenará nunca.

La infancia es la última etapa de lo definitivo. Envidio profundamente a las personas que logran con-

servar a sus amigos originales. Yo he ido perdiendo paulatinamente a mis amigos

fundacionales. Lo cual me fue dejando con la sensación permanente de ser el amigo temporal, el amigo nuevo al que nunca se va a extrañar.

Yo también tuve amigos originales.

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Hoy en la mañana creo haber visto a una de ellas, acaso, la mejor amiga de mi vida.

Recuerdo todavía su nombre completo. Sus dos nom-bres y sus apellidos.

Me da risa recordar su nombre completo. Podría afirmar ahora, sin hacer memoria, que de mis

amigos perdidos recuerdo su nombre completo. Pero no es así. Se me escapan sus apellidos como se nos escapan los detalles definitivos.

A ella la conocí cuando entré al segundo año de la primaria en una escuela a la que llegué luego de habernos mudado de casa. Una escuela que fue mi escuela nueva durante los próximos cinco años.

Esa escuela siempre fue una continuación imprevista. La única foto grupal que tuve de la primaria fue preci-

samente de ese año. Ahí está ella con un moño azul largo en el cuello y cara de enojada. Yo salgo con una improvi-sada sudadera azul en vez del suéter azul reglamentario del uniforme.

Soy el único que no lleva el uniforme completo. Fue en el tercer año de la primaria cuando me senta-

ron a su lado en una de las bancas compartidas. Esos asientos regían nuestros días. Con quién nos

sentarían. Con aquellos que no querías conocer o aquellos que ansiabas conocer.

Esas bancas compartidas eran la llave perfecta para llegar a los demás. Inclusive para aquellos que no querías conocer.

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A lo mejor en la vida nos siguen faltando esas bancas para dos, para darnos cuenta de que las personas nunca son como las imaginamos, que la mayor distancia siem-pre son nuestros propios prejuicios.

Me senté durante cinco años con tantos niños distin-tos y la única etapa que recuerdo es cuando me sentaron con ella.

Me gustaba que las clases fueran largas para estar con ella. Porque congeniamos a la primera, porque nos reía-mos. Odiaba el recreo porque nos separábamos.

Estar sentado junto a ella fue algo diferente a la faci-lidad del amor infantil. Fue la vaporosa sensación de no saber qué hacer, de no saber exactamente qué pasaba. Fue la primer incertidumbre.

Me acuerdo de un hermoso gesto suyo. Habrá sido, todavía en una de las primeras semanas de compartir banca, porque todavía había en nosotros una sensación de apenas conocernos. No había maestra en el salón y yo la molestaba con su nombre. La molestaba con una ligera sonrisa en el rostro. Ella se reía y se molestaba al mismo tiempo. Se reía y se desesperaba. En ese momento, con su risa, yo sabía que no quería que se detuviera nunca. Que-ría hacerla reír por siempre. Hasta que en un momento se dejó caer sobre el pupitre de nuestra banca simulando una muerte por hartazgo. Fue un gesto genial. Un acto de magia. En esa simulación de muerte se fundó nuestra amistad. En mi necesidad porque regresara a la vida. La movía de los hombros, le decía que no lo haría nunca

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más. Le pedía perdón. Fuimos felices ese año. Siempre quise sin saberlo que

repitiera ese gesto. Varias veces intenté recrear la situa-ción, pero nunca volvió a suceder.

Nunca le dije cuánto me había gustado ese gesto suyo. También me defendió un día. En una conversación

atribulada de niños conté que los fines de semana mis padres trabajaban como comerciantes. Ellos decían que era imposible que mis padres fueran profesores y co-merciantes al mismo tiempo. Un profesor, decían, nunca sería un comerciante. La horda de niños nos dirigimos hacia la maestra para dinamitar la duda. Usted gana lo suficiente como para no tener dos trabajos, verdad, maestra. Fue algo así. Una pregunta truqueada. Y la maestra nos dijo que no eran necesarias las dobles ocupaciones para un profesor. Defendí la realidad y nadie me creyó. Regresé a nuestra banca y ella me dijo que me creía.

No fue una defensa, fue un acto de confianza. Fue mi mejor amiga de toda la vida.

La amistad es una profundidad distinta del amor. En ella se trasciende la caducidad de lo físico. Es un lazo más enigmático, más duradero, pero también más lleno de pequeñas traiciones.

El cuarto y el quinto año no estuvimos en el mismo salón. A veces, cuando en el recreo nos cruzábamos por

el patio, nos lanzábamos tímidas miradas de reconoci-miento.

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Es otra de las cosas de la amistad, es menos capri-chosa que el amor, no necesita tanta procuración, tanta idiota cercanía.

Volvimos a compartir el sexto año de primaria. Ya no nos sentamos juntos. Empezamos a regresar juntos a casa. No recuerdo cómo comenzaron esas caminatas. Fue la continuación natural de nuestra amistad. Después de estar sentados durante un año, era momento de caminar. Platicábamos de cosas del escuela. De la telenovela infantil que nos gustaba mucho y donde salían Belinda y Martín Rica. Conocí a sus hermanas. Ella conoció a mi hermano. Sus papás me conocían. Mis papás la conocían. Una de sus hermanas decía que le gustaba mi hermano. Mi hermano decía que también le gustaba su hermana. Caminábamos juntos, apenas unas calles. Cuando alguno no iba a clases, o por algún motivo no regresábamos juntos, el trayecto se volvía eterno.

Esas caminatas fueron el origen de todas las sucesivas caminatas.

Me he imaginado en este año en que he vuelto a casa cómo serían estos meses si no nos hubiéramos perdido el contacto.

Solo la he visto dos veces a lo lejos. Dos veces en doce años. No he tenido el valor para hablarle.

No me ha reconocido. El tiempo nos ha roto. A lo mejor esa distancia es la forma natural en que

todos nos alejamos. En que todos nos volvemos perso-nas temporales. A lo mejor es necesaria la ausencia para romper el absoluto, para empezar a morir un poco.

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Hablamos algunas pocas veces después de la primaria. En su casa fue la fiesta de despedida de la generación. Era una casa enorme. Tengo la sensación de que jugando a la botella nos dimos un ligerísimo beso en la boca. Me acuerdo de sus zapatos, de las trenzas que a veces llevaba, de cuando regresaba bronceada de Acapulco. Me acuerdo de la última hoja de un cuaderno donde tenía su número telefónico. Un número que me sabía de memoria. Un nú-mero que olvidé. A veces paso por su casa. No la he visto en el marco de su puerta.

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FUMIGADo

J.M. SERVÍN

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Imagen: Eugenio Cristo Vivanco

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El sábado 19 de octubre de 2013 pasado el mediodía, un grupo de promotores encuestadores de los laboratorios Bayer, se presentó al domicilio de la señora Socorro Herrera de Martínez, en la unidad habitacional Infonavit Iztacalco al oriente de la Ciudad de México. El objetivo era promover las placas

antiinsectos y mediante una “sen-cillas preguntas”, encontrar lo que para Bayer sería el modelo de la mujer mexicana promedio. Como toda poderosa empresa de su tipo, a través de sus promotores trata de transmitir una amabilidad y con-fianza que pueden traicionar tal y como lo hacen nuestros gobernantes

apuntalando todo tipo de fraudes, engaños, corruptelas y fantochadas. Así, bajo el pretexto de hacer cam-pañas de “responsabilidad social”, Bayer invadió a través de un grupo de misioneros a sueldo mínimo más comisiones, la intimidad de otra familia mexicana con la única fina-lidad de drenarle los bolsillos.

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Eran tres mujeres y tres hombres jóvenes; todos llevaban cámaras de video, tomaron algunas imágenes del edificio, del departamento, de los alrededores y luego de permanecer un rato sentados en la sala de la anfitriona poniéndose de acuerdo en su itinera-rio y las rutas, cinco de ellos se despi-dieron diciendo que iban a aprovechar el tiempo visitando otros hogares.

Como millones de mujeres más en este país, la señora Herrera les podría restregar en la cara al inegi sus estadísticas que señalan que Mé-xico es un país de clase media: otra aspirina para curar con un espejismo la enfermedad crónica de la pobreza. Pese a su muy castigado presupues-to como ama de casa, a que todos los días se levanta de madrugada para hornear pays que vende entre sus conocidos para ayudar con el gasto de la casa, y a que atiende a un esposo y a un hijo exigentes hasta el absurdo, la señora Herrera no pierde su buen humor y luego de invitarlo a pasar al comedor, puso atención al evangelizador-promotor restante, que no perdió tiempo para arrojar su perorata bien ensayada:

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—Con nuestros produc-tos y servicios queremos ser útiles a la humanidad y contribuir a mejorar la calidad de vida. Al mis-mo tiempo, queremos instituir valores a tra-vés de la innovación, el crecimiento y una gran rentabilidad. Estamos comprometidos con los principios de desarrollo sostenible y como una empresa social y ética-mente responsable. Eco-nomía, ecología y res-ponsabilidad social son objetivos con un mismo rango dentro de la em-presa.

—Ajá.

—Díganos señora, ¿qué telenovelas le gustan? —preguntó a rajatabla el represen-tante de Bayer, con una sonrisa entre la estupidez y la falsa epifanía del creyente en su simple optimismo.

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En eso llegaron al domicilio de Socorrito algunas vecinas a las que alguien les avisó de la promoción y encuesta. Iban jadeantes luego de subir hasta el cuarto piso. Entronas, maliciosas de su entorno pero tan inocentes como para creer que Dios las puso en ese camino. Socorrito empezó a invitar cerveza y tequi-las de una botella nueva de a litro de “Cabrito” reposado. Su marido, encerrado en la recámara, mataba el tiempo haciendo berrinches viendo por la televisión otra derrota más del “Rebaño Sagrado”.

Sin saber cómo eludir el acoso de las señoras que lo invitaban a be-ber y no se cansaban de hacerle pre-guntas sobre insecticidas, aspirinas y demás productos Bayer, Julio, que así se llamaba el encuestador, cedió a la presión y lo que había progra-mado como una visita de máximo media hora, se prolongó por toda una tarde de lluvia torrencial a la que las bromas y risas estruendosas de las señoras, cigarros y el tequila, quitaron el ambiente opresivo que envuelve la cotidianidad de esa unidad habitacional.

Ya entrada la noche “Julito” se despidió “a medios chiles”, sin pro-mociones en su mochila ni conven-cer a nadie de las cualidades de su producto, pero con la misma sonrisa entre la estupidez y la credulidad.

—Se fue bien fumigado —dijo Socorrito al cerrar la puerta, sólo para provocar más risotadas de sus vecinas.

—Mire, a mí no me gustan las telenovelas —respondió “Socorrito” como la conocen sus amistades y familia—a mí me gusta el tequi-la, los cigarros y el fut-bol. Le vamos a Chivas.

—Pero sí le debe de gus-tar alguna, ¿no? —insistió el joven vestido con un atuendo soso, como para no llamar la atención en la calle a pesar del gafete.

—No, ni lo mande Dios. Son puras estupideces.

Sin dejar de tomar notas en su tabla con el cuestionario, la sonrisa se le desdibujó del rostro al representan-te y como no queriendo, comenzó a retirar de la mesa del comedor donde estaban sentados uno frente al otro, las plaquitas insecticidas y chácharas promocionales que iba a regalar con magnanimidad al ama de casa. Deci-dió darle otra oportunidad:

—¿Qué opinión le me-recen las placas contra insectos de Bayer?

—Nosotros usamos la crema repelente OFF!, los moscos ni se apare-cen y además huele bien rico. Oiga, ¿y no trae aspirinas?

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JAIME HE

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HEMAANo

Imagen: Sergio Ivan Rebolledo

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Diego, al empezar te supon-go desbrozando una hectá-rea de algodón para recibir de ese hijo de puta la míse-ra raya semanal que envia-rás a la Jenny. Imagino que el techo de lámina se venció con el último huracán y terminó por doblarse, y que sería bueno levantar el últi-mo muro para completar el cuarto del niño.

Sergio me abre la puerta del Re-nault a las nueve en punto, a tiempo para aprovechar todo el espectro de luz natural. Sergio es buen amigo y un mejor fotógrafo. Está trabajando en otro de sus múltiples documen-tales y me invitó a acompañarlo en su visita a la Estancia del Migrante González y Martínez. ¿Qué llevas ahí?, pregunta. Libros.

¿Los vas a regalar o qué? Sí, ¿qué chingaos tiene? Sergio se carcajea y cada una de sus risotadas me obliga a avergonzarme de mi pedantería artística. Lo que ellos necesitan es agua, bolillos y sombreros, cuate, no tus libros.

Cuando el semáforo se pone en rojo, ellos se nos acercan a la venta-na del automóvil, dan dos toques de nudillo y en cuanto bajo el cristal nos sueltan su perorata con acento cen-troamericano. Le doy una moneda de diez pesos que recibe como una hostia. Mientras esperamos a que se ponga el verde, Sergio me cuenta que ya casi nadie baja el vidrio desde que salió en los noticieros que más de la mitad de los mendigos migrantes eran mendigos locales con virtudes histriónicas: mexicanos pobres que se

adueñan del discurso, imitan el toni-llo guanaco y se apañan las limosnas. Qué ojete eres, mendigo local, eso no se hace. Sé original e inventa tu propio sermón de desgracia. Algo así pero con otras palabras debe pensar la se-ñora del peinado de salón que acelera su Land Rover cuando uno de ellos intenta abordarla, en el momento exacto en el que el semáforo cambia de color. La señora del peinado de salón se perdió una ganga; por sólo diez pesos el migrante le hubiera regalado una bendición.

Luego de una hora de carrete-ra y terracería aparcamos entre la antigua estación de tren y un corral desmantelado, a pocos metros de las vías. Sergio me encamina hacia Martín, que está fumando bajo un inmenso eucalipto. Se abrazan. Antes de saludarme, Martín observa que volteo hacia lo alto y explica: Son árboles muy abusivos. Abusivos y muy pendejos. Se chupan toda el agua que encuentran y como no saben cuándo parar de crecer, una buena ventisca los tumba. Martín me saluda. Tiene la mano prieta y dura como un camo-te, de campesino que se curtió las palmas segando la milpa. Sergio me advirtió que Martín aborrece a los curiosos, a los que se presentan en la estancia en miras de hallar un es-pectáculo, a los que les fascina darse baños de pueblo. Para Martín todos somos snobs hasta que demostremos lo contrario.

Nos invita a la oficina, una construcción de tres habitaciones que abandonó la Comisión Federal de Electricidad y que ellos se adjudi-caron como sede improvisada de la Estancia del Migrante. La improvisa-ción les ha durado seis años. Adentro, su esposa y sus cinco hijas miran la televisión con un gozo autómata, sin

despegar la vista de la pantalla que, para mi sorpresa, no transmite una telenovela rica en melodrama, sino el final de misa por el canal católico. Se santiguan mecánicamente y luego voltean a vernos y nos saludan con mucho gusto. Su esposa se levanta a calentar el café de olla en una peque-ña estufa eléctrica, y el vapor que sale del pocillo se eleva hacia el techo y se condensa en el vidrio desde donde don Bergoglio, Pancho Primero, me observa, intimidante. Nota mental: no hacer chistes religiosos.

Martín es hombre de fe podero-sa. Odia al sacerdote que atiende la parroquia de su pueblo. Sabe que el odio es recíproco, pero es demasiado hipócrita para aceptarlo.

Huevones habladores. Eso son, unos sinhuevos que no hacen nada más que parlotear en la homilía. Por eso Martín dejó de ir a misa de gallo. En cambio, todos los días a las seis de la mañana recorre locales comer-ciales para acopiar las donaciones que le brindan a la estancia. Mete toda su fe en bolsas de plástico. Hace docenas de despensas con pan de bola, frijoles en lata, tortillas y chi-les. Lo que más le piden es pastel de chocolate, pero sólo puede incluirlo una vez a la semana, cuando va a la ciudad y el supervisor de bodega de Chedraui le regala seis charolas de panquecitos que sólo tienen un par de días caducos.

Antes de que la grava comience a palpitar, Martín, animal hipersen-sible, sale del cuarto y hace visera con la mano en dirección al túnel que hay a lo lejos, en la falda de un cerro vestido de nopales. Sergio y yo lo seguimos y escuchamos el rumor férreo que canturrean los raíles. Son los pasos circulares de La Bestia. La esposa de Martín nos alcanza,

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como una culebra respondiendo a las vibraciones de la tierra. Se lleva los dedos a la boca y libera un potente chiflido para que de la puerta brote la marabunta de hijas cargadas con todas las bolsas que son capaces de sostener. El gusano metálico se asoma del agujero. De primera mano el tren se aprecia vacío, una decepción. Estoy por preguntar qué pasa cuando a La Bestia le crecen decenas de brazitos humanos por entre las junturas de los vagones. Ahora es un gusano pelu-do que agita los vellos a manera de saludo. Las hijas y la esposa se alistan en posición mientras se acerca el tren que, obsequio del maquinista, ha disminuido la velocidad para que los hombres puedan recibir la comida. A sus pies, cada una de las hijas tiene un abastecimiento de despensas que van arrojando al lomo de la Bestia, donde afloran las cabezas que sonríen de gratitud. Sergio saca la cámara y captura cada uno de los lanzamien-tos mientras yo le ayudo a Martín a entregar botellas de agua.

Cuando la mitad del tren ha pasado recuerdo los libros que llevo en la mochila.

Me alejo unos metros para que nadie advierta, en caso de que ocurra, el rechazo de los libros. Con algo de pudor saco a Huckleberry Finn. Lo sostengo en alto, sólo unos pocos segundos, hasta que un brazo lo arre-bata y Huck y Jim cambian de manos y se alejan a quince kilómetros por hora, velocidad constante. Drácula, naturalmente, se va volando, y mi vergüenza se disipa al observar que los chicos se prensan de las escaleras laterales, estirándose al máximo para disputar los libros que reparto. Sin poder evitarlo, me pienso como una anciana esparciendo maíz a las palo-mas, un entrenador acuático agitando

un puñado de sardinas. Y me culpo por ello.

La mochila se aligera en relación inversa y proporcional a las ganas que siento de jactarme frente a Sergio. Entrego el último libro y camino de regreso al grupo de Martín y los suyos cuando siento que alguien me toca el hombro: un chavo que des-montó de La Bestia. ¿Tienes otro? Es mi cumpleaños, me dice con cara de cumpleañero. El entrenador siempre tiene una sardina de sobra. Entonces echo a correr al automóvil y de la guantera tomo el libro que aún no he terminado de leer, y al paquete de regalo le añado una cajetilla de Delicados. Martín nos apura para que el chico se trepe por el cabús. Grita mientras, con cierta dificultad, se libera de las botas que luego avienta hacia unos pies con frío. Salvado-reños, nicaragüenses, beliceños, guatemaltecos y hondureños, todos vestidos igual: Tenis Nike, sudaderas Adidas, playeras estampadas con la virgen de Guadalupe. Gorros y som-breros y cachuchas se agitan alegre-mente al despedirse. Hasta atrás, en el culo del tren, una chica embarazada se da un beso en la mano y luego la extiende, mostrando la palma hacia Martín y su esposa. Nos bendicen a su manera. Da igual, la señora del peinado de salón aún pensaría que son impostores.

Diego, continúo y te su-pongo trapeando la mayó-lica de los sanitarios vacíos en el piso catorce de un rascacielos en Chicago. Te tomará cinco años reunir la suficiente plata para inten-tar llevarte a la Jenny. Pero tal vez no aguantes y te

regreses al Salvador, donde no hay nada y a la vez está todo, porque tu todo empie-za con jota y esa jota está embarazada.

Dos hombres y una mujer se acercan. Se apearon de La Bestia para descansar por una noche. El más alto dice que se llama Diego y nos pide un cigarro. Los otros dos no se presentan. Después de comer, muchacho, condiciona Martín. Si fumas con la panza hueca se te hacen mierda las tripas. Enseguida viene la esposa con tres platos de huevos revueltos en salsa verde y una Coca Cola de dos litros. Se sientan en las raíces del eucalipto abusivo y pende-jo. El compañero de Diego se tumba con la espalda en el árbol y entre sus piernas anida a la chica. Apenas nos voltean a ver y no abren la boca más que para engullir la tortilla sopeada en el caldo verdoso.

Lo que me impresiona y a la vez me incomoda es la mueca de felicidad que Diego lleva prendida al rostro. Cuando termina de comer le ofrez-co un cigarro que se convierte en el pretexto para que nos cuente una historia horrenda. Me queda claro que una historia horrenda empeora cuando a quien la cuenta le resulta imposible dejar de sonreír.

Nos dice que tuvo un amigo llamado Ése. Que le advirtió a Ése sobre los peligros del viaje. Que a Ése le importó muy poco y se montó en La Bestia. Que Ése sólo lo hacía por la aventura, porque Ése era un chavo de buena familia, con dinero. Que Ése ni adiós les dijo a sus papás. Que a Ése lo balearon al cuarto día de viaje. Los Puercos, como le llaman a los policías, practicaban puntería desde la caja de una Pick-up. Que Ése

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se derrumbó por entre los vagones y La Bestia se tragó el cuerpo. Que el cuerpo de Ése, al ser aplastado, no hizo ningún ruido.

Diego habla sin interrupciones desde la boca en luna menguante y sus palabras saben a vocales abiertas, a sonsonete interminable. En algunas se come la erre. Mi palabra favorita es hemaano, que siempre utiliza como coletilla: Es la décima vez que hago el viaje, hemaano. Ya me lo sé de memo-ria, hemaano. La Jenny me ocupa y en el Salvador no hay nada, hemaano. Nueve veces anteriores ha intentado —y en algunas, conseguido— cruzar la frontera del norte. Cualquier ilegal sabe que al puto sueño americano lo antecede una pesadilla. Mes y medio en el lomo ardiente de La Bestia es el peaje mínimo. Le sigue la tajada para los Puercos, la cuota a las bandas de narcotraficantes y, por último, si aún no se les agotan los billetes que traen, la tarifa del Pollero cabrón que los abandonará en medio del desierto. Eso sí, de un desierto estadounidense.

Ahí no termina la cosa. La natura-leza también pone de su parte para calvarizar esas cinco semanas. El sol cuece las nucas lentamente y los insolados se desmayan por turnos. Algunos se amarran a las parrillas del tren para poder dormir un rato tran-

quilos, espantando el miedo de rodar hacia un costado cuando a La Bestia le venga en gana trazar una curva pro-nunciada. Los árboles tampoco están de su lado. Cuando menos lo esperan una rama les truena en el tórax o les astilla la cabeza. Se sienten afortuna-dos si el impacto no los lanza del tren. Pero no todo es atroz, también hay cabida para el esparcimiento. Juegan a saltar la cuerda, pero no es un mecate roído sino cables de alta tensión. Pier-de el que se queda pegado a los cables, pierde al que le cortan la pierna.

Game over. La noche se va tragando el cerro

y escupe un viento que nos entume los párpados. El aire pandea brusca-mente al eucalipto pero con Diego no puede. Parece que el eucalipto es el que se recarga en Diego. Ahí está un salón vacío, pueden pasar la noche, les dice Martín a los chicos, que balancean la cabeza en respuesta. Los migrantes prefieren dormir afuera, a la intemperie. Así es como se sienten libres, con la oportunidad siempre a la mano de pirarse al descampado en caso de redada. Entonces se levantan, dan las gracias y echan a andar por la grava junto a la vía. Buena suerte, he-maano, me grita Diego sin voltearse. Sé que lo dice sonriendo. No le veo el rostro. No hace falta.

Diego, al final te supon-go de jornalero en Luisia-na, apretando dólares en la cartera para que la Jen-ny pueda comprar pañales y ropa y no le haga falta nada al bultito salvado-reño que, si es que nació, si es que alguna de mis suposiciones es correcta y La Bestia fue benevolente, hoy tendrá poco más de seis meses.

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TExToS

Javier López Menacho (Jerez de la Frontera, 1982) escritor y social media marketing. Ha publicado artículos culturales para medios como La Marea, Secretolivo, Perarnau Magazine o La Voz del Sur. Ha escrito el libro Yo, precario (Libros del Lince 2013) y participado en antologías de relatos como Imagina Cuántas Palabras, Nómadas, tiros Libres o Contrafabulario Ilustrado. en 2014 ha creado La guasa de la Memoria (fanzine andaluz) y La réplica.

Edgar Yepez (estado de México, 1982) Se licenció en Diseño Industrial por la Universidad Autónoma Metropolitana. tradujo poemas de russell edson en la revista Letras Libres. Ha publicado ensayos en las revistas digitales Hermano Cerdo y radiador. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas: 2011-2012, 2012-2013. ganador del premio de ensayo José Vasconcelos 2013 con el libro Paraisos Vulnerables (tierra Adentro, 2013).

Erik Alonso (Ciudad de México, 1988) estudió Psicología en la Universidad Nacional Autónoma de México. Fue becario de la Dirección general de Divulgación de la Ciencia de la misma Universidad de 2009 a 2010, así como becario de la Fundación para las Letras Mexicanas durante dos años en el área de ensayo. Ha colaborado en revistas como Luvina, tierra Adentro y este País. Publicó el cuadernillo Cómo construir una casa en el proyecto editorial ediciones transversales. ganador del premio de ensayo José Vasconcelos 2014 con el libro Los Procesos (FetA, 2014).

J.M. Servín (Ciudad de México, 1962) es autodidacta; narrador, periodista y editor de publicaciones periféricas. Publica regularmente ficción, periodismo y ensayo en suplementos, revistas y periódicos de circulación nacional y en el extranjero. Parte de su obra ha sido traducida al francés y al inglés, y forma parte de diversas antologías. ganador del Premio Nacional de testimonio 2001 y del Premio Nacional de Periodismo cultural Fernando Benítez 2004 en la categoría de reportaje escrito. Beneficiario del Programa de residencias Artísticas México-Colombia 2005. Miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2005. Ha publicado: Cuartos para gente sola (novela del año: periódico reforma, 2004), Por amor al dólar (mejor libro de testimonio: periódico reforma 2006) y Al final del vacío (novela del año: periódico reforma2007), y el libro de relatos revólver de ojos amarillos. en periodismo y ensayo ha publicado los siguientes títulos: Periodismo Charter, DF Confidencial, crónicas de delincuentes, vagos y demás gente sin futuro (mejor libro de crónicas: reforma 2010), publicado por Almadía en 2010; Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos, Cal y Arena 2012. Coordina el proyecto de periodismo narrativo Producciones el Salario del Miedo.

Jaime He (Celaya, 1985) Vive en Querétaro desde que lee. es escritor y diseñador industrial por el tecnológico de Monterrey, con un Máster en Creación Literaria por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Ha colaborado en algunas revistas nacionales como rediseno (2009), Código (2010), Viento inconstante (2012) y Prosvet (2012).

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IMáGENES

Sinclair Castro (Colima, 1979) Lic. en Ciencias de la Comunicación por el IteSO, con estudios de cinematografía en la Universidad Iberoamericana campus D.F., Máster en Investigación en Arte y Creación por la Universidad Complutense de Madrid. Apasionado de la relación de la imagen-sonido, y de la manera en que el sonido altera la materia, se encuentra en un continuo desarrollo en diversas formas de expresión; producción documental, diseño sonoro, realización musical, postproducción, medios digitales y video arte. Desde hace 10 años se ha presentado en festivales de Arte Audiovisual, galerías y museos con Asunción, un proyecto audiovisual en vivo. tiene tres discos publicados con SLZr, una banda de rock electrónico dentro del sello estadounidense Indian gold records. Su video Deriva fue seleccionado por el Festival Internacional de Video experimental Ojo de perro No. 6 de Oaxaca de Juárez, su pieza Austral / Boreal fue apoyada por la Secretaria de Cultura del estado de Jalisco y presentada en el Museo de arte de Zapopan, el Festival Proyector13 en Madrid, españa y en el Festival FONLAND en Coimbra, Portugal; fue seleccionado por WaterBodies International por el video Sin niños no hay río. Su serie Mimetizar (guadalajara, 2014), incluida en la presente edición, es un proyecto desarrollado durante la residencia artística De La torre escoto. Para esta serie Sinclair Castro habitó la casa del artista Javier de la torre usando su ropa, su perro, sus cosas, conviviendo con el entorno y simulando las acciones que de la torre realiza cotidianamente. Sergio Ivan Rebolledo (Querétaro, 1986) es fotógrafo, con estudios universitarios en Ciencias Políticas y Administración Pública en la Universidad Autónoma de Querétaro, así como en Marketing Político y Cooperación Internacional para el combate a la pobreza. Desde hace diez años se dedica al retrato, a la street photography y al documental cultural, ambiental y sociopolítico. entre otros, ha impartido talleres en el Museo de la Ciudad, la Universidad Anáhuac y la Universidad Marista, enfocados a la promoción del uso profesional de los dispositivos móviles para la creación fotográfica.

Eugenio Cristo Vivanco (Monterrey, 1981) es arquitecto y artista plástico. Autor del proyecto digital Banquetas Monterrey y de 2012 a 2014 editor de la revista residente Monterrey. Desde 2001 ha expuesto de manera individual y colectiva en México y el extranjero: Open wide, ese, Monterrey, 2010; Oh, Ciudad, Saltillo, 2012; reseña de la Plástica de Nuevo León, 2011; Festival Desigmai, Berlín, 2006.

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TRAVENFanzine de crónica y no ficción

Año I Número IVtravenfanzine.com