Tradiciones Peruanas

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Ricardo Palma

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Ricardo Palma

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AMIGAS Y AMIGOS, ALUMNOS DEL PROGRAMA NACIONAL DE

MOVILIZACIÓN POR LA ALFABETIZACIÓN:

Sé que han terminado su curso. Los felicito y admiro por el

esfuerzo que han hecho.

Ahora son dueños del maravilloso instrumento que es la

lectura.

Si leen y aprenden más, enseñen a otros lo aprendido.

Lo hermoso del conocimiento es compartirlo con los demás.

Y lean todo lo posible. Siempre.

Mi corazón está con ustedes.

Alan García

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Contenido

La achirana del Inca

Los Incas ajedrecistas

Los mosquitos de Santa Rosa

Los ratones de Fray Martín

Comida acabada, amistad terminada

Al pie de letra

Carta canta

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LA ACHiRAnA deL inCA(A teodorico olaechea)

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En 1412 el Inca Pachacútec, acompañado de su hijo el

príncipe imperial Yupanqui y de su hermano Cápac-Yupanqui,

emprendió la conquista del valle de Ica, cuyos habitantes, si

bien de índole pacífica, no carecían de esfuerzos y elementos

para la guerra. Comprendiólo así el sagaz monarca, y antes de

recurrir a las armas, propuso a los iqueños que se sometiesen a

su paternal gobierno. Aviniéronse éstos de buen grado, y el inca

y sus cuarenta mil guerreros fueron cordial y espléndidamente

recibidos por los naturales.

Visitando Pachacútec el feraz territorio que acababa de sujetar

a su domino, detúvose una semana en el pago llamado Tate.

Propietaria del pago era una anciana a quien acompañaba

una bellísima doncella, hija suya.

El conquistador de pueblos creyó también de fácil conquista

el corazón de la joven; pero ella, que amaba a un galán

de la comarca, tuvo la energía, que sólo el verdadero amor

inspira, para resistir a los enamorados ruegos del prestigioso y

omnipotente soberano.

Al fin, Pachacútec perdió toda esperanza de ser correspondido,

y tomando entre sus manos las de la joven, la dijo, no sin ahogar

antes un suspiro:

–Quédate en paz, paloma de este valle, y que nunca la niebla

del dolor tienda su velo sobre el cielo de tu alma. Pídeme alguna

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merced que, a ti y a los tuyos, haga recordar siempre el amor

que me inspiraste.

–Señor –le contestó la joven, poniéndose de rodillas y besando

la orla del manto real–, grande eres y para ti no hay imposible.

Venciérasme con tu nobleza, de no tener ya el alma esclava

de otro dueño. Nada debo pedirte, que quien dones recibe

obligada queda; pero si te satisface la gratitud de mi pueblo,

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ruégote que des agua a esta comarca. Siembra beneficios y

tendrás cosecha de bendiciones. Reina, señor, sobre corazones

agradecidos más que sobre hombres que, tímidos, se inclinan

ante ti, deslumbrados por su esplendor.

–Discreta eres, doncella de la negra crencha, y así me cautivas

con tu palabra como con el fuego de tu mirada. ¡Adiós, y no

te olvides de tu rey!

Y el caballeroso monarca, subiendo al anda de oro que llevaban

en hombros los nobles del reino, continuó su viaje triunfal.

Durante diez días los cuarenta mil hombres del ejército se

ocuparon en abrir el cauce que empieza en los terrenos del

Molino y del Trapiche y termina en Tate, heredad o pago

donde habitaba la hermosa joven de quien se apasionara

Pachacútec.

El agua de la achirana del Inca suministra abundante riego

a las haciendas que hoy se conocen con los nombres de

Chabalina, Belén, San Jerónimo, Tacama, San Martín,

Mercedes, Santa Bárbara, Chanchajaya, Santa Elena, Vista

Alegre, Sáenz, Parcona, Tayamanca, Pongo, Pueblo Nuevo,

Sonumpe y, por fin, Tate.

Tal, según la tradición, es el origen de la achirana, voz que

significa lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso.

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LoS inCAS AJedReCiStAS(Al doctor evaristo P. duclos)

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I

ATAHUALPA

Los moros que durante siete siglos dominaron en España,

introdujeron en el país conquistado la afición al juego de ajedrez.

Terminada la expulsión de los invasores por la católica reina

doña Isabel, era de presumirse que, con ellos, desaparecerían

tambien todos sus hábitos y distracciones; pero lejos de eso,

entre los heroicos capitanes que en Granada aniquilaron el

último baluarte del islamismo, había echado hondas raices el

gusto por el tablero de las sesenta y cuatro casillas o escaques,

como en Heráldica se llaman.

Pronto dejó de ser el ajedrez el juego favorito y exclusivo de

los hombres de guerra, pues cundió entre la gente de Iglesia,

abades, obispos, canónicos y frailes de campanillas. Así,

cuando el descubrimiento y la conquista de América fueron

realidad gloriosa para España, llegó a ser como patente o

pasaporte de cultura social para todo el que al nuevo mundo

venía investido con cargo de importancia, el verlo mover

piezas en el tablero.

El primer libro que sobre el ajedrez se imprimiera en España,

apareció en el primer cuarto de siglo posterior a la conquista

del Perú, con el Título: Invención liberal y arte de axedrez, por

Ruy López de Segovia, clérigo de la villa de Zafra, y se imprimió

en Alcalá de Henares, en 1561. Ruy López es considerado

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como fundador de teorías, y a poco de su aparición se tradujo

el opúsculo al francés y al italiano.

El librito abundó en Lima hasta 1845 poco más o menos en

que aparecieron ejemplares del Philidor, y era de obligada

consulta allá en los días lejanísimos de mi pubertad, así como el

cecinarica para los jugadores de damas. Hoy no se encuentra

en Lima ni por un ojo de la cara, ejemplar de ninguno de los

viejísimos textos.

Que muchos de los capitanes que acompañaron a Pizarro

en la conquista, así como los gobernantes Vaca de Castro

y la Gasca, y los primeros virreyes Núñez de Vela, Marqués

de Cañete y Conde de Nieva, distrajeran sus ocios en las

peripecias de una partida no es cosa que llame la atención

desde que el primer arzobispado de Lima fue tan vicioso en

el juego de ajedrez, que hasta llegó a comprometer, por no

resistirse a tributarle culto, el prestigio de las armas reales: Según

Jiménez de la Espada, cuando la Audiencia encomendó a

uno de sus oidores y al arzobispo don fray Jerónimo de Loayza

la direccion de la campaña contra el caudillo revolucionario

Hernández Girón, la masa popular del campamento realista

zahirió la pachorra del hombre de toga y la afición del mitrado

al ajedrez con este cantarcillo, pobre en rima, pero rico en

verdades:

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El uno jugar y el otro dormir ¡oh, qué gentil!

No comer ni apercibir,¡oh, qué gentil!

Uno ronca y otro juega ¡y así va la brega!

Los soldados, entregados a la inercia en el campamento,

y desatendidos en la provisión de víveres, principiaban ya a

desmoralizarse, y acaso el éxito habría favorecido a los rebeldes,

si la Audiencia no hubiera tomado el acuerdo de separar al oidor

marmota y al arzobispo ajedrecista. (Nótese que he subrrayado

la palabra ajedrecista, porque el vocablo, por mucho que sea de

uso general, no se encuentra en el Diccionario de la Academia,

como tampoco existe en él el de ajedrista, que he leído en un

libro del egregio don Juan Valera.)

Se sabe, por tradición, que los capitanes Hernando de Soto, Juan

de Rada, Francisco de Chaves, Blas de Atienzas y el tesorero

Riquelme se congregaban todas las tardes en Cajamarca, en

el departamento que sirvió de prisión al Inca Atahualpa desde

el día 15 de noviembre de 1532, en que se efectuó la captura

del monarca, hasta la antevíspera de su injustificable sacrificio

realizado el 29 de agosto de 1533.

Alli, para los cinco nombrados y tres o cuatro más que no se

mencionan en sucintos y curiosos apuntes (que a la vista tuvimos

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consignados en rancio manuscrito que exisitió en la antigua

Biblioteca Nacional), funcionaban dos tableros, toscamente

pintados sobre la respectiva mesita de madera. Las piezas eran

hechas del mismo barro que empleaban los indígenas para la

fabricación de idolillos y demás objetos de alfarería aborigen,

que hogaño se extraen de las huacas. Hasta los primeros años

de la república, no se conocieron en el Perú otras piezas que las

de marfil, que remitían, para la venta, los comerciantes filipinos.

Honda preocupación abrumaría el espíritu del inca en los dos

o tres primeros meses de su cautiverio, pues aunque todas las

tardes tomaba asiento junto a Hernando de Soto, su amigo y

amparador, no daba señales de haberse dado cuenta de la

manera como actuaban las piezas ni de los lances y accidentes

del juego. Pero una tarde, en las jugadas finales de una partida

empeñada entre Soto y Riquelme, hizo ademán Hernando de

movilizar el caballo, y el Inca, tocándole ligeramente el brazo

le dijo en voz baja:

–No, capitán, no… ¡el castillo!

La sorpresa fue general. Hernando, después de breves

segundos de meditación, puso en juego la torre, como

le aconsejara Atahualpa y pocas jugadas después sufría

Riquelme inevitable mate.

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Después de aquella tarde, y cediéndole siempre las piezas

blancas en muestra de respetuosa cortesía, el capitán Don

Hernando de Soto invitaba al inca a jugar una sola partida, y al

cabo de un par de meses el discípulo era ya digno del maestro.

Jugaban de igual a igual.

Comentábase, en los apuntes a que me he referido, que los

otros ajedrecistas españoles, con excepción de Riquelme,

invitaron tambien al inca; pero éste se excusó siempre de

aceptar, diciéndoles por medio del intérprete Felipillo:

–Yo juego muy poquito y vuesa merced juega mucho.

La tradicion popular asegura que el inca no habría sido

condenado a muerte si hubiera permanecido ignorante en

el ajedrez. Dice el pueblo que Atahualpa pagó con la vida

el mate que, por su consejo sufriera Riquelme en memorable

tarde. En el famoso consejo de veincuatro jueces, consejo

convocado por Pizarro, se impuso a Atahualpa la pena de

muerte por trece votos contra once. Riquelme fue unos de los

trece que suscribieron la sentencia.

Después del injustificable sacrificio de Atahualpa se encaminó

don Francisco Pizarro al Cuzco, en 1534, y para propiciarse

el afecto de los cuzqueños, declaró que no venía a quitar

a los caciques sus señoríos y propiedades, ni a desconocer

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sus preeminencias, y que castigado ya en Cajamarca con

la muerte, al usurpador asesino del legítimo Inca Huáscar, se

proponía entregar la insignia imperial al Inca Manco, mancebo

de dieciocho años, legítimo heredero de su hermano Huáscar.

La coronación se efectuó con gran solemnidad, trasladándose

luego Pizarro al valle de Jauja, de donde siguió al del Rímac

o Pachacamac para hacer la fundación de la capital del

futuro virreinato.

No tengo para que historiar los sucesos y causas que motivaron

la ruptura de las relaciones entre el Inca y los españoles

acaudillados por Juan Pizarro, y a la muerte de éste, por su

hermano Hernando. Bástente apuntar que Manco se dio trazas

para huir de Cuzco y establecer su gobierno en las altiplanicies

de los Andes, a donde fue siempre para conquistadores

imposible vencerlo.

En la contienda entre pizarristas y almagristas, Manco prestó a

los últimos algunos servicios y consumada la ruina y victimación

de Almagro el Mozo, doce o quince de los vencidos, entre los

que se contaban los capitanes Diego Méndez y Gómez Peréz,

hallaron refugio al lado del Inca, que había fijado su corte en

Vilcapampa.

Méndez, Pérez y cuatro o cinco más de sus compañeros de

infortunio se entretenían en el juego de bolos (bochas) y en el de

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ajedrez. El Inca se aespañoló (verbo de aquel siglo, equivalente

a se españolizó) fácilmente, cobrando gran afición y aun

destreza en ambos juegos, sobresaliendo como ajedrecista.

Estaba escrito que como al Inca Atahualpa, la afición al ajedrez

habáa de serle fatal al Inca Manco.

Una tarde hallábanse empeñados en una partida el Inca Manco

y Gómez Pérez teniendo por mirones a Diego Méndez y a tres

caciques Manco hizo una jugada de enroque no consentida

por las practicas del juego, y Gómez Pérez le arguyó:

–Es tarde para ese enroque, señor fullero.

No sabemos si el Inca alcanzaría a darse cuenta de la acepción

despectiva de la palabreja castellana; pero insistió en defender

la que el creía correcta y válida jugada. Gómez Pérez volvió la

cara hacia su paisano Diego Méndez, y le dijo:

–¡Mire, capitán, con la que me sale este indio pu....erco!

Aqui cedo la palabra al cronista anónimo cuyo manuscrito,

que alcanza hasta la época del virrey Toledo, figura en el tomo

VIII de documentos inéditos del archivo de indias: “El Inca alzó

entonces la mano y dióle un bofetón al español. Éste metió

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mano a su daga y le dió dos puñaladas, de las que luego

murió. Los indios acudieron a la venganza; e hicieron pedazos

a dicho matador y a cuantos españoles en aquella provincia

de Vilcapampa estaban”.

Varios cronistas dicen que la querella tuvo lugar en el juego de

bolos pero otros afirman que el trágico suceso fue motivado

por desacuerdo en una jugada de ajedrez.

La tradición popular entre los cuzqueños, es la que yo relato,

apoyándome también en la autoridad del anónimo escritor del

siglo XVI.

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LoS MoSquitoS de SAntA RoSA

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Cruel enemigo es el zancudo o mosquito de trompetilla, cuando

le viene en antojo revolotear en torno de nuestra almohada,

haciendo imposible el sueño con su incansable musiquería.

¿Qué reposo para leer ni para escribir tendrá un cristiano si

en lo mejor de la lectura o cuando se halla absorbido por

los conceptos que del cerebro traslada al papel, se siente

interrumpido por el impertinente animalejo? No hay más que

cerrar el libro o arrojar la pluma, y coger el plumerillo o abanico

para ahuyentar al malcriado.

Creo que una nube de zancudos es capaz de acabar con la

paciencia de un santo, aunque sea más cachazudo que Job,

y hacerlo renegar como un poseído.

Por eso mi paisana Santa Rosa, tan valiente para mortificarse y

soportar dolores físicos, halló que tormento superior a sus fuerzas

morales era el de sufrir, sin refunfuño, las picadas y la orquesta

de los alados musiquines.

Y ahí va, a guisa de tradición, lo que sobre tema tal refiere uno

de los biógrafos de la santa limeña.

Sabido es que en la casa en que nació y murió la Rosa de

Lima, hubo un espacioso huerto, en el cual se edificó la santa

una ermita u oratorio destinado al recogimiento y penitencia.

Los pequeños pantanos que las aguas de regadío forman,

son criaderos de miríadas de mosquitos, y como la santa no

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podía pedir a su Divino esposo que, en obsequio de ella,

alterase las leyes de la naturaleza, optó por parlamentar con

los mosquitos. Así decía:

–Cuando me vine a habitar esta ermita, hicimos pleito homenaje

los mosquitos y yo: yo, de que no los molestaría, y ellos, de que

no me picarían ni harían ruido.

Y el pacto se cumplió por ambas partes, como no se cumplen

ni los pactos politiqueteros.

Aun cuando penetraban por la puerta y ventanilla de la ermita,

los bullangueritos y lanceteros guardaban compostura hasta

con el alba. Al levantarse la santa, les decía:

–¡Ea, amiguitos, id a alabar a Dios!

Y empezaban un concierto de trompetillas, que sólo terminaba

cuando Rosa les decía:

–Ya está bien, amiguitos: ahora vayan a buscar su alimento.

Y los obedientes sucsorios se esparcían por el huerto.

Ya al anochecer los convocaba diciéndoles:

–Bueno será, amiguitos, alabar conmigo al señor que los ha

sustentado hoy.

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Y repetíase el matinal concierto, hasta que la bienaventurada

decía:

–A recogerse, amigos, formalitos y sin hacer bulla.

Eso se llama buena educación y no la que da mi mujer a nuestros

nenes, que se le insubordinan y forman algazara cuando los

manda a la cama.

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No obstante, parece que alguna vez se olvidó la santa de

dar orden de buen comportamiento a sus súbditos; porque

habiendo ido a visitarla en la ermita una beata llamada

Catalina, los mosquitos se cebaron en ella. La Catalina, que no

aguantaba pulgas, dio una manotada y aplastó un mosquito.

–¿Qué haces, hermana? –dijo la santa–, ¿Mis compañeros me

matas de esa manera?

–Enemigos mortales que no compañeros dijera yo –replicó la

beata –¡Mira éste cómo se había cebado en mi sangre, y gordo

que se había puesto!

–Déjalo vivir, hermana: no me mates ninguno de estos pobrecitos

que te ofrezco no volverán a picarte, sino que tendrán contigo

la misma paz y amistad que conmigo tienen.

Y ello fue que, en lo sucesivo, no hubo zancudo que se le

atreviera a Catalina.

También la santa en una ocasión supo valerse de sus amiguitos

para castigar los remilgos de Frasquita Montoya, beata de la

Orden Tercera, que se resistía a acercarse a la ermita, por miedo

de que la picasen los jenjenes.

–Pues tres te han de picar ahora –le dijo Rosa, –uno en nombre del

Padre, otro en nombre del Hijo y otro en nombre del Espíritu Santo.

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Y simultáneamente sintió la Montoya en el rostro el aguijón de

los tres mosquitos.

Y comprobado el dominio que tenía Rosa sobre los bichos y

animales domésticos; refiere el cronista Meléndez que la madre

de nuestra santa criaba con mucho mimo un gallito que, por

lo extraño y hermoso de la pluma, era la delicia de la casa.

Enfermó el animal y postróse de manera que la dueña dijo:

–Si no mejora, habrá que matarlo para comerlo guisado.

Entonces Rosa cogió el ave enferma, y acariciándola, dijo:

–Pollito mío, canta de prisa; pues si no cantas te guisa.

–Y el pollito sacudió las alas, encrespó la pluma, y muy regocijado

soltó un:

¡Quiquiriquí!(¡Qué buen escape el que di!)

¡Quiquiricuando!(Ya voy que están peinando.)

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LoS RAtoneS deFRAy MARtín

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Y comieron en un plato perro, pericote y gato

Con este pareado termina una relación de virtudes y milagros

que en hoja impresa circuló en Lima, allá por los años 1840,

con motivo de celebrarse en nuestra culta y religiosa capital las

solemnes fiestas de beatificación de fray Martín de Porres.

Nació este santo varón en Lima el 9 de diciembre de 1579,

y fue hijo natural del español D. Juan de Porres, caballero de

Alcántara, en una esclava panameña. Muy niño Martincito,

llevólo su padre a Guayaquil, donde en una escuela, cuyo

dómine hacía mucho uso de la cáscara de novillo, aprendió a

leer y escribir. Dos o tres años más tarde, su padre regresó con

él a Lima y púsolo a aprender el socorrido oficio de barbero y

sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de Malambo.

Mal se avino Martín con la navaja y la lanceta, si bien salió

diestro en su manejo, y optando por la carrera de santo, que

en esos tiempos era una profesión como otra cualquiera, vistió

a los veintiún años de edad el hábito de lego o donado en el

convento de Santo Domingo, donde murió el 3 de noviembre

de 1639 en olor de santidad.

Nuestro paisano Martín de Porres, en vida y después de muerto

hizo milagros por mayor. Hacía milagros con la facilidad con

que otros hacen versos. Uno de sus biógrafos (no recuerdo si

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es el padre Manrique o el médico Valdez) dice que el prior

de los dominicos tuvo que prohibirle que siguiera milagreando

(dispénsenme el verbo). Y para probar cuán arraigado estaba

en el siervo de Dios el espíritu de obediencia, refiere que en

momentos de pasar fray Martín frente a un andamio, cayóse

un albañil desde ocho o diez varas de altura, y que nuestro

lego lo detuvo a medio camino gritando:

–Espere un rato, hermanito. –Y el albañil se mantuvo en el aire,

hasta que regresó fray Martín con la superior licencia.

¿Buenazo el milagrito, eh? Pues donde hay bueno hay mejor.

Ordenó el prior al portentoso donado que comprase para

consumo de la enfermería un pan de azúcar. Quizá no le

dio el dinero preciso para proveerse de la blanca y refinada,

y presentósele fray Martín trayendo un pan de azúcar

moscabada.

–¿No tiene ojos hermano? –díjole el superior- ¿No había visto

que por lo prieta, más parece chancaca que azúcar?

–No se incomode su paternidad –contestó con cachaza

el enfermero–. Con lavar ahora mismo el pan de azúcar se

remedia todo.

Y sin dar tiempo a que el prior le arguyese, metió en el agua de

la pila el pan de azúcar, sacándolo blanco y seco.

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–¡Ea!, no me hagan reír, que tengo partido un labio.

Creer o reventar. Pero conste que yo no le pongo al lector puñal

al pecho para que crea. La libertad ha de ser libre, como dijo

un periodista de mi tierra.

Y aquí noto que habiéndome propuesto sólo hablar de los

ratones sujetos a la jurisdicción de fray Martín, el santo se me

estaba yendo al cielo. Punto con el introito y al grano, digo, a

los ratones.

Fray Martín de Porres tuvo especial predilección por los pericotes.

Incómodos huéspedes que nos vinieron casi junto con la

conquista, pues hasta el año 1552 no fueron esos animalejos

conocidos en el Perú. Llegaron de España en uno de los buques

que con cargamento de bacalao envió a nuestros puertos un

D. Gutierre, Obispo de Palencia. Nuestros indios bautizaron a los

ratones con el nombre de hucuchas, esto es, salidos del mar.

En los tiempos barberiles de Martín, un pericote era todavía

casi una curiosidad; pues relativamente la familia ratonesca

principiaba a multiplicar. Quizá desde entonces encariñóse por

los roedores; y viendo en ellos la obra del Señor, es de presumir

que diría, estableciendo comparación entre persona y la de

esos chiquitines seres, lo que dijo un poeta:

El mismo tiempo malgastó en mí Dios,que en hacer un ratón, o a lo más dos.

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Cuando ya nuestro lego desempeñaba en el convento las

funciones de enfermero, los ratones campeaban, como

moros sin señor, en celdas, cocina y refectorio. Los gatos, que

se conocían en el Perú desde 1537, andaban escasos en la

ciudad. Comprobada noticia histórica es la de que los primeros

gatos fueron traídos por Montenegro, soldado español, quien

vendió uno, en el Cuzco y en seiscientos pesos, a D. Diego de

Almagro, el viejo.

Aburridos los frailes con la invasión de roedores, inventaron diversas

trampas para cazarlos, lo que rarísima vez lograban. Fray Martín

puso también en la enfermería una ratonera, y un ratonzuelo

bisoño, atraído por el tufillo del queso se dejó atrapar en ella.

Libertólo el lego y colocándolo en la palma de la mano, le dijo:

–Váyase hermanito y dígale a sus compañeros que no sean

tan molestos ni nocivos en las celdas; que se vayan a vivir a la

huerta, y que yo cuidaré de llevarles alimento cada día.

El embajador cumplió con la embajada, y desde ese momento

la ratonil muchitanga abandonó claustros y se trasladó a la

huerta. Por supuesto que fray Martín los visitó todas las mañanas,

llevando un cesto de desperdicios o provisiones, y que los

pericotes acudían como llamados con campanilla.

Mantenía en su celda nuestro buen lego un perro y un gato, y había

logrado que ambos animales viviesen en fraternal concordia. Y

tanto que comían juntos en la misma escudilla o plato.

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Mirábamos una tarde comer en sana paz, cuando de pronto el

perro gruñó y encrespóse el gato. Era que un ratón, atraído por

el olorcillo de la vianda, había osado asomar el hocico fuera

de su agujero. Descubriólo fray Martín y, volviéndose hacia perro

y gato les dijo:

–Cálmense criaturas del Señor, cálmense.

Acercóse en seguida al agujero del muro, y dijo:

–Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene la

necesidad de comer; apropíncuese, que no le harán daño.

Y dirigióse a los otros dos animales, añadió:

–Vaya, hijos, denle siempre un lugarcito al convidado, que Dios

da para los tres.

Y el ratón, sin hacerse de rogar, aceptó el convite; y desde ese

día comió en amor y compañía con perro y gato.

Y… y… y… ¿pajarito sin cola? ¡Mamola!

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CoMidA ACAbAdA,AMiStAd teRMinAdA

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Tres meses antes de la batalla de Iñaquito, en que tan triste

destino cupo al primer virrey del Perú, habían los partidarios de

Gonzalo Pizarro puesto preso en la cárcel de San Miguel de

Piura al capitán Francisco Hurtado, hombre octogenario, muy

influyente y respetado, vecino de Santiago de Guayaquil y

entusiasta defensor de la causa de Blasco de Núñez.

Cuarenta días llevaba el capitán de estar cargado de hierros

y esperando de un momento a otro sentencia de muerte,

cuando llegó a Piura Francisco de Carbajal, en marcha para

abrir campaña contra Diego Centeno, que en Chuquisaca y

Potosí acababa de alzar bandera por el rey.

El alcalde de Piura, acompañado de los cabildantes, salió a

recibir a Carbajal, y por el camino lo informó, entre otras cosas,

de que tenía en chirona, y sin atinar a deshacerse de él, al

capitán Hurtado.

–¡Mil demonios! –exclamó furioso D. Francisco –¡Ah Sr. Martínez!

Su cabello rubio, buen piojo rabudo. ¡Y qué poco meollo para

oficial de justicia tiene vuesa merced! Bien podía hacerle una

punta a la vara que lleva y tirársela a un perro. ¡Cargar de

hierros a todo un vencedor en Pavía! ¡Habrá torpeza! ¡Por vida

de mi Sr. Gonzalo, que no sé cómo no hago una alcaldada

con el alcalde de monterilla! Corra, vuesa merced, y deje libre

en la ciudad al capitán Hurtado, que es muy mi amigo y juntos

militamos en Flandes y en Italia, y no es Francisco de Carbajal

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el alma de chopo que consiente en el sonrojo de hombre que

tanto vale.

¡Voto va! ¡Por los gregüescos del Condestable!

Y ante tal tempestad de exclamaciones iracundas, el pobre

alcalde escapó como perro en juego de bolos, diciendo para

sí: “Eran lobos de una camada no haya miedo que se muerdan.

Allá se avengan, que en salvo está el que repica.”

Cuando Carbajal entró en Piura ya estaba en libertad el prisionero,

quien se encaminó a la posada de su viejo conmilitón para darle

las gracias por el servicio que le merecía. El maestre de campo

lo estrechó entre sus brazos, manifestóse muy contento de ver

tras largos años a su camarada de cuartel; hicieron alegres

reminiscencias de sus mocedades, y por fin, llegada la hora de

comer, sentáronse a la mesa en compañía del capellán, dos

oficiales y cuatro vecinos. Ni Hurtado ni Carbajal trajeron para

nada a cuento las contiendas del Perú. Bromearon y bebieron a

sus anchas, colmando el maestre de agasajos a su comensal.

Los dos viejos parecían, en sus expansivas manifestaciones de

afecto y de alegría, haberse desprendido de algunas canas.

Aquello sí era amistad, y la de Orestes y Pílades pura pampirolada.

Cuando después de dos horas de banquete y de pronunciar

la obligada frase con que nuestros abuelos ponían término a la

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tradiciones Peruanas

masticación “que aproveche, como si fuera leche” un doméstico

retiró el mantel, la fisonomía de Carbajal tomó aire pensativo

y melancólico. Al cabo, y como quien después de meditarla

mucho ha adoptado una resolución, dijo con grande aplomo:

–Sr. Francisco Hurtado, Usted ha sido siempre amigo y servidor

de vuesa merced, y como tal amigo, le mandé quitar prisiones

y sacar de la cárcel. Francisco de Carbajal ha cumplido, pues,

para con Francisco Hurtado las obligaciones de amigo y de

camarada. Ahora es menester que cumpla con lo que debo al

servicio del gobernador mi señor. ¿No encuentra vuesa merced

fundadas mis razones?

–Justas y muy justas colombroño – contestó Hurtado,

imaginándose que el maestre de campo se proponía con

este preámbulo inclinarlo a cambiar de bandera, o por lo

menos, a que fuese neutral en la civil contienda.

–Huélgome –continuó Carbajal –de oírlo de su boca, que así

desecho escrúpulos. Vuesa merced se confiese como cristiano

que es, y capellán tiene al lado; que yo, en su servicio, no puedo

hacer ya más que mandarle dar garrote.

Y Carbajal abandonó la sala, murmurando:

–Cumplí hasta el fin con el amigo, que buey viejo hace surco

derecho. Comida acababa, amistad terminada.

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AL Pie de LA LetRA

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tradiciones Peruanas

El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca

estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura

en el campo de batalla, por su disciplina cuartelera y sobre todo

por la pobreza de su meollo. Para con él las metáforas estuvieron

siempre de más y todo lo entendía ad pédem lítterae.

Era gran amigote de mi padre, y éste me contó que, cuando

yo estaba en la edad del destete, el capitán Paiva desempeñó

conmigo en ocasiones el cargo de niñera. El robusto militar

tenía pasión por acariciar mamones. Era hombre muy bueno.

Tener fama de tal, suele ser una desdicha. Cuando se dice

de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen que

ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios

la cosa, y que no inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar

muelas, ni el cri-cri. Mi abuela decía: “la oración del Padre

nuestro es muy buena, no puede ser mejor; pero no sirve para

la consagración de la misa.”

A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el

capitán Paiva, lanza en ristre, era un verdadero centauro. Valía

él solo por un escuadrón.

En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a

otras muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas,

el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo, de

quererlo y estimarlo en mucho, sus generales se resistían a

elevarlo a la categoría de jefe.

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Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles. Paiva era el

capitán eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos.

¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceador

y pródigo de su sangre!

¿Por qué no ascendía a Paiva? Por bruto, y porque de serlo se

había conquistado reputación piramidal. Vamos a comprobarlo

refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo

poco que en la memoria conservamos.

*Era en 1815 el general Salaverry jefe supremo de la nación

peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva. Cuando

Salaverry ascendió a teniente, era ya Paiva capitán. Hablábanse

tú por tu, y elevado aquél al mando de República no consintió

en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.

Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro.

Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría

matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o

de una cobardía.

Una tarde llamó Salaverry a Paiva y le dijo:

–Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a D. Fulano y

me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí,

allana su casa.

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Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:

–La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese

sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejé tan llana como la

palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No

hay pared en pie.

Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no

entendía de dibujos ni de flores lingüísticos, cumplió al pie de

la letra.

Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda

murmurando:

–¡Pedazo de bruto!

*Tenía Salaverry por asistente a un soldado conocido por el

apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba su barba

el general.

Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el

mismo año que D. Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado

en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.

Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer

hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca,

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empinar el codo, acarretar los dados y darse de puñaladas con

cualquierita que le disputase los favores de una pelandusca.

Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y

media. Llegaban las quejas al Presidente, y éste unas veces

enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en

cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.

–Mira, canalla –le dijo un día D. Felipe, de repente se me

acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin

misericordia.

El asistente levantaba los hombros, como quien dice: “¡Y a

mí qué me cuenta usted?”, sufría el castigo, y rebelde a toda

enmienda volvía a las andadas.

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Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron

una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a Paiva, dijo:

–Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y

fusílalo entre dos luces.

Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:

–Ya está cumplida la orden.

–¡Bien! –contestó lacónicamente el jefe supremo.

–¡Pobre muchacho! –continuó Paiva. –Lo fusilé en medio de

dos faroles.

Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significa

al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero … ¿venirle con

metaforistas a Paiva?

Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar a su

asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que

rayase la aurora, volteó la espalda para disimular una lágrima,

murmurando otra vez:

–¡Pedazo de bruto!

*Desde ese día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva

encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción

figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.

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Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase

un batallón del ejército de Salaverry acantonado en

Chacllapampa. Una compañía boliviana, desplegada en

guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; y aunque

sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba a los

salaverrinos. El general llegó con su escolta a Chacllapampa,

descubrió con auxilio del anteojo una división enemiga a

diez cuadras de los guerrilleros; y como las balas de éstos

no alcanzaban ni con mucho al campamento; resolvió dejar

que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el

caso en que el enemigo, acortando distancia, se resolviera a

formalizar combate.

–Dame unos cuantos lanceros –dijo el capitán Paiva –y te

ofrezco traerte un boliviano a la grupa de mi caballo.

–No es preciso –le contestó D. Felipe.

–Pues, hombre, van a creer esos cangrejos que nos han metido

el resuello y que les tenemos miedo.

Y sobre este tema siguió Paiva majadereando, y majadereó

tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:

–Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.

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Paiva escogió diez lanceros de la escolta, cargó reciamente

sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería;

la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el

capitán sobre su costado derecho, cogió del cuello a un oficial

enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.

Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros

habían muerto en esa heroica embestida y los restantes

volvieron heridos.

Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:

–Manda tocar la diana. ¡Viva el Perú!

Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos

en el pecho y uno en el vientre.

Salaverry le había dicho: “Anda, hazte matar”; y decir esto a

quien todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo a

muerte.

Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del

cadáver, murmuró conmovido:

–İValiente bruto!

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CARtA CAntA

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Hasta mediados del siglo XVI vemos empleada por los más

castizos prosadores o prosistas castellanos esta frase: rezan

cartas, en la aceptación de que tal o cual hecho es referido

en epístolas. Pero de repente las cartas no se conformaron con

rezar, sino que rompieron a cantar; y hoy mismo, para poner

remate a una disputa, solemos echar mano al bolsillo y sacar

una misiva diciendo: “Pues señor, carta canta”. Y leemos en

público las verdades o mentiras que ella contiene, y el campo

queda por nosotros. Lo que es la gente ultracriolla no hace rezar

ni cantar a las cartas, y se limita a decir: papelito habla.

Leyendo anoche al jesuita Acosta, que, como ustedes saben,

escribió largo y menudo sobre los sucesos de la conquista,

tropecé con una historia, y díjeme: “Ya pareció aquello –o

lo que es lo mismo, aunque no lo diga el padre Acosta–:

cata el origen de la frasecilla en cuestión, para la cual voy a

reclamar ante la Real Academia de la Lengua los honores de

peruanismo.”

Y esto dicho, basta de circunloquio y vamos a lo principal.

Creo haber contado antes de ahora, y por si lo dejé en el tintero

aquí lo estampo, que cuando los conquistadores se apoderaron

del Perú no eran en él conocidos el trigo, el arroz, la cebada,

la caña de azúcar, lechuga, rábanos, coles, espárragos, ajos,

cebollas, berenjenas, hierba buena, garbanzos, lentejas, habas,

mostaza, anís, alhucema, cominos, orégano, ajonjolí, ni otros

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productos de la tierra, que sería largo enumerar. En cuanto

al frísol o fréjol lo teníamos en casa, así como otras variadas

producciones y frutas por las que los españoles se chupaban

los dedos de gusto.

Algunas de las nuevas semillas dieron en el Perú más abundante

y mejor fruto que en España; y con gran seriedad y aplomo

cuentan varios muy respetables cronistas e historiadores que en

el valle de Azapa, jurisdicción de Arica, se produjo un rábano

tan colosal, que no alcanzaba un hombre a rodearlo con los

brazos, y que D. García Hurtado de Mendoza, que por entonces

no era aún virrey del Perú, sino gobernador de Chile, se quedó

estático y con un palmo de boca abierta mirando tal maravilla.

¡Diego, si el rabanito sería pigricia!

Era D. Antonio Solar por los años de 1558 uno de los vecinos

más acomodados de esta Ciudad de los Reyes. Aunque no

estuvo entre los compañeros de Pizarro en Cajamarca, llegó a

tiempo para que en la repartición de la conquista le tocase una

buena partija. Consistió ella en un espacioso lote para fabricar

su casa en Lima, en doscientas fanegadas de feraz terreno en

los valles de Supe y Barranca, y en cincuenta mitayos o indios

para su servicio.

Para nuestros abuelos tenía valor de aforismo o de artículo

constitucional este refranejo: “Casa en la que vivas, viña de la

que bebas y tierras cuantas veas y puedas”.

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D. Antonio formó en Barranca una valiosa hacienda, y para dar

impulso al trabajo mandó traer de España dos yuntas de bueyes,

acto al que en aquellos tiempos daban los agricultores la misma

importancia que en nuestros días a las maquinarias por vapor

que hacen venir de Londres o de Nueva York. “Iban los indios

(dice un cronista) a verlos arar, asombrados de una cosa para

ellos tan monstruosa, y decían que los españoles, de haraganes,

por no trabajar, empleaban aquellos grandes animales”.

Fue D. Antonio Solar aquel rico encomendero a quien quiso

hacer ahorcar el virrey Blasco Nuñez de Vela, atribuyéndole ser

autor de un pasquín, el que aludiéndose a la misión reformadora

que Su Excelencia traía, se escribió sobre la pared del tambo

de Barranca: “Al que me echare de mi casa y hacienda, yo lo

echaré del mundo”.

Y pues he empleado la voz encomendero, no estará fuera del

lugar que consigne el origen de ella. En los títulos o documentos

en que a cada conquistador se asignaban terrenos, poníase la

siguiente cláusula: “Item, se os encomiendan (aquí el número)

indios para que los doctrinéis en las cosas de nuestra santa fe”.

Junto con las yuntas llegáronles semillas o plantas de melón,

nísperos, granadas, cidras, limones, manzanas, albaricoques,

membrillos, guindas, cerezas, almendras, nueces y otras

frutas de Castilla no conocidas por los naturales del país,

que tal hartazgo se darían con ellas, cuando a no pocos

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les ocasionaron la muerte. Más de un siglo después, bajo el

gobierno del virrey duque de la Plata, se publicó un bando que

los curas leían a sus feligreses después de la misa dominical,

prohibiendo a los indios comer pepinos, fruta llamada por sus

fatales efectos mataserranos.

Llego la época en que el melonar de Arranca diese su primera

cosecha, y aquí empieza nuestro cuento.

El mayordomo escogió diez de los melones mejores,

acondicionolos en un par de cajones, y los puso en hombros

de dos indios mitayos, dándoles una carta para el patrón.

Habían avanzado los conductores algunas leguas, y sentáronse

a descansar junto a una tapia. Como era natural, el perfume

de la fruta despertó la curiosidad en los mitayos, y se entabló

en sus ánimos ruda batalla entre el apetito y el temor.

–¿Sabes, hermano –dijo al fin uno de ellos en su dialecto indígena,

–que he dado con la manera de que podamos comer sin que

se descubra el caso? Escondamos la carta detrás de la tapia,

que no viéndonos ella comer no podrá denunciarnos.

La sencilla ignorancia de los indios atribuía a la escritura un

prestigio diabólico y maravilloso. Creían, no que la letras eran

signos convencionales, sino espíritus, que no sólo funcionaban

como mensajeros, sino también como atalayas o espías.

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La opinión debió parecer acertada al otro mitayo, pues sin decir

palabra, puso la carta tras de la tapia, colocando una piedra

encima, y hecha esta operación se echaron a devorar, que no

a comer, la incitante y agradable fruta.

Cerca ya de Lima, el segundo mitayo se dio una palmada en

la frente, diciendo:

–Hermano, vamos errados. Conviene que igualemos las

cargas; por si tú llevas cuatro y yo cinco, nacerá alguna

sospecha en el amo.

–Bien discurrido – contestó el otro mitayo.

Y nuevamente escondieron la carta tras otra tapia, para dar

cuenta de un segundo melón, esa fruta deliciosa que, como

dice el refrán, en ayunas es oro, al medio día plata y por la noche

mata; que , en verdad, no la hay más indigesta y provocadora

de cólicos cuando se tiene el poncho lleno.

Llegados a la casa de D. Antonio pusieron en sus manos la

carta, en la cual le anunciaba el mayordomo el envío de diez

melones.

D. Antonio, que había contraído compromiso con el arzobispo

y otros personajes de obsequiarles los primeros melones de su

cosecha, se dirigió muy contento a examinar la carga.

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–¡Cómo se entiende, ladronzuelos!... -exclamó bufando de

cólera-. El mayordomo me manda diez melones y aquí faltan

dos -y D. Antonio volvía a consultar la carta.

–Ocho no más, taitai -contestaron temblando los mitayos.

–La carta dice que diez y ustedes se han comido dos por

el camino... ¡Ea! Que les den una docena de palos a estos

pícaros.

Y los pobres indios, después de bien zurrados, se sentaron

mohínos en un rincón del patio, diciendo uno de ellos:

–¿Lo ves, hermano? ¡Carta canta!

Alcanzó a oírlo D. Antonio y les gritó:

-Sí, bribonazos, y cuidado con otra, que ya saben ustedes que

carta canta.

Y D. Antonio refirió el caso a sus tertulios, y la frase se generalizó

y pasó el mar.