Tomás Méndez, el Poeta (Cap. 2)

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[1] Tomás Méndez, el Poeta Ruth María Ramasco Yerba Buena, 22 de febrero de 2014 Cap. 2 El Poeta se despertó agitado… ¡Tantas imágenes en sus sueños! ¡Tantas palabras que creía haber escuchado, sin poder recordar ahora cuáles eran! Pero hay algunas que jamás olvidaría, algunas semejantes a esas personas que no sabemos bien cómo, pero se quedaron alguna noche a dormir en nuestra casa; y a la mañana siguiente, aún estaban, y a la siguiente, y a la que viene también. De repente, o quizás a través de días que amanecían siempre con promesas de términos cumplidos, de retornos, de espacios que se recobraban; de repente advertimos que recorrían nuestro mundo como si les perteneciera, movían nuestros muebles, arrojaban toallas húmedas en el piso de nuestro baño y zapatillas al costado de nuestra cama. Hasta que sentimos que también nuestro cuerpo y nuestra vida eran desplazados por sus manos, como si se trataran de muebles que podían ser cambiados de lugar. Y escuchamos el paso minucioso de un plumero sobre su superficie, empeñado en apartar de ella todo lo que sus miradas ciegas y extrañas identificaran como polvo y suciedad: los recuerdos, la risa libre, los objetos largamente guardados. Hasta que, en algún momento, vimos que sus manos se habían transformado en garras que luchaban con las nuestras, con fuerza denodada, empeñadas por abrir nuestras palmas; esas mismas a las que el despojo había transformado en puños cerrados, pues las garras voraces buscaban arrancar de ellas lo que creímos que jamás podríamos perder. Sí… hay palabras intrusas, palabras que no sabemos cómo expulsar de nuestra vida. Méndez, a partir de mañana está separado de su cargo. La directora de la escuela parecía deleitarse en las palabras, saborearlas lentamente, regodearse con cada sílaba. ― ¿Separado del cargo? ― no era la primera vez que la directora lo mandaba llamar, ni la primera vez que sentía su desprecio. Una mujer menuda, con los dedos cargados de anillos, las uñas siempre pintadas del mismo color rosado. Jamás invitaba a sus maestros a sentarse cuando los solicitaba en la dirección: los mantenía de pie, mientras tomaba su té infaltable, con las galletas que llenaban de migas el escritorio. Una mujer que parecía haber perdido hacía ya demasiado tiempo todo interés en la educación. Tal vez por eso mismo, no le

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Segundo capítulo de la novela Tomás Méndez, el Poeta

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Tomás Méndez, el Poeta

Ruth María Ramasco

Yerba Buena, 22 de febrero de 2014

Cap. 2

El Poeta se despertó agitado… ¡Tantas imágenes en sus sueños! ¡Tantas palabras que

creía haber escuchado, sin poder recordar ahora cuáles eran! Pero hay algunas que

jamás olvidaría, algunas semejantes a esas personas que no sabemos bien cómo, pero

se quedaron alguna noche a dormir en nuestra casa; y a la mañana siguiente, aún

estaban, y a la siguiente, y a la que viene también. De repente, o quizás a través de

días que amanecían siempre con promesas de términos cumplidos, de retornos, de

espacios que se recobraban; de repente advertimos que recorrían nuestro mundo

como si les perteneciera, movían nuestros muebles, arrojaban toallas húmedas en el

piso de nuestro baño y zapatillas al costado de nuestra cama. Hasta que sentimos que

también nuestro cuerpo y nuestra vida eran desplazados por sus manos, como si se

trataran de muebles que podían ser cambiados de lugar. Y escuchamos el paso

minucioso de un plumero sobre su superficie, empeñado en apartar de ella todo lo que

sus miradas ciegas y extrañas identificaran como polvo y suciedad: los recuerdos, la

risa libre, los objetos largamente guardados. Hasta que, en algún momento, vimos que

sus manos se habían transformado en garras que luchaban con las nuestras, con fuerza

denodada, empeñadas por abrir nuestras palmas; esas mismas a las que el despojo

había transformado en puños cerrados, pues las garras voraces buscaban arrancar de

ellas lo que creímos que jamás podríamos perder. Sí… hay palabras intrusas, palabras

que no sabemos cómo expulsar de nuestra vida.

― Méndez, a partir de mañana está separado de su cargo.

La directora de la escuela parecía deleitarse en las palabras, saborearlas lentamente,

regodearse con cada sílaba.

― ¿Separado del cargo? ― no era la primera vez que la directora lo mandaba llamar,

ni la primera vez que sentía su desprecio.

Una mujer menuda, con los dedos cargados de anillos, las uñas siempre pintadas del

mismo color rosado. Jamás invitaba a sus maestros a sentarse cuando los solicitaba en

la dirección: los mantenía de pie, mientras tomaba su té infaltable, con las galletas que

llenaban de migas el escritorio. Una mujer que parecía haber perdido hacía ya

demasiado tiempo todo interés en la educación. Tal vez por eso mismo, no le

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importaban demasiado ni clases, ni planificaciones, ni los actos escolares. Pero era

absolutamente inflexible si alguna conducta de sus maestros o maestras producía

algún reclamo, algún padre iracundo que llegaba a la escuela, alguna gestión que

hubiera que hacer. Como si su majestuosa pereza o su no menos altivo escepticismo

no pudieran tolerar ser distraídos por alguna molestia, de esas que le impedían leer las

revistas que guardaba en el cajón de su escritorio, o hacer sus crucigramas, o tomar su

té. Para todo lo demás, estaba Rosita Alderete, la secretaria, prolija, minuciosa,

obsecuente y servil. Pero los padres enojados siempre querían hablar con la directora y

las gestiones en el Ministerio, en algún momento, requerían de su voz en el teléfono o

su presencia. Como un animal atontado por el calor y la molicie, la directora odiaba

moverse y odiaba mucho más a los causantes de su movimiento.

No era la primera vez que Méndez producía problemas. Ninguno como éste, es verdad,

pero ya se veía venir que no iba a ser fácil de manejar. Se acordó de la primera vez que

la había molestado. Un acto de la escuela, con el salón lleno de padres. Méndez tenía

que preparar la representación de una pequeña escena del Quijote. Un alumno

delgado y alto para el hidalgo de la Mancha; un alumno petiso y más robusto para el

papel de Sancho (con un almohadón en la cintura para engrosar su abdomen). Cuando

llegó el momento de la famosa frase cervantina, “ladran, Sancho, señal que

cabalgamos”, el flaco Rojas, devenido en Quijote por el único mérito de su cuerpo

enjuto, levantó la voz y sentenció, con la fuerza de su tonada catamarqueña:

―¡Torian, Sancho, torian, señal que cabalgamos!

¿Dónde estaba el maestro, que tenía que cerrar la representación, después de esa

última frase? ¡Había salido corriendo, a reírse a las carcajadas, a disfrutar con su risa

de la frase sembrada de los perros de su mundo catamarqueño, de sus ladridos al

acercarse alguien a las casas, de los oídos acostumbrados a escuchar los ladridos y

asomarse a ver quién llega! “¡Torian, Sancho, torian!” Méndez reía con lágrimas en los

ojos, sin poderse contener; reía de Quijotes en Catamarca, de los sentidos que se

cuelan en las voces de los niños, del almohadón rosado que la madre de Sancho había

colocado bajo su camisa, porque su maestro no había querido elegir a ningún alumno

sobrado en peso para el papel del escudero (suficientemente crueles son las burlas

para aumentarle un nombre y un personaje). La directora había enviado a Rosita, la

secretaria, a que lo trajera para cerrar el acto.

― Sr. Méndez, ¡tiene que terminar el acto!

Pero lo del remedio para los piojos había sido peor. ¿A qué maestro podía ocurrírsele

lavar las caras de sus alumnos, limpiar sus narices sucias, peinarlos? ¡A nadie, salvo a

ese grandote que doblaba su cuerpo para inclinarse hacia sus caritas mojadas y

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secarlas! ¿Qué los alumnos tenían piojos? ¡Por supuesto! La escuela pertenecía a una

de las zonas más pobres del lugar, a uno de los barrios más peligrosos. ¿Cuál había sido

la idea luminosa de Méndez? Al parecer, tenía una conocida en el Ministerio de Salud;

su novia, decían sus compañeras. Le había pedido remedio para los piojos y había

enviado una nota a los padres de sus alumnos, pidiéndoles que enviaran un frasco o

una botellita para que él pudiera mandarles el remedio y ellos pudieran curar en su

casa a sus hijos. Al día siguiente, un griterío de madres ofendidas se hizo oír en la

puerta del establecimiento. ¿Quién se animaba a decir que sus hijos eran piojosos y

pretendía enviarles remedio? ¿Qué se creía ese maestro? A duras penas lograron

hacer entrar a Méndez a la escuela. La directora había tenido que hablar con las

madres furiosas y asegurarles que el maestro no había querido ofenderlas ni decir que

no se ocupaban de sus hijos. Era un maestro nuevo y no las conocía todavía; no sabía

que trabajaban mucho y no volvían a su casa hasta tarde. Después lo había mandado

llamar a la dirección.

― ¡No se meta en donde que no lo llaman, Méndez, Ud. no conoce la gente de este

barrio!

Luego de retarlo, Rosita le trajo su primer té. ¡El primer té de esa tarde insoportable y

ya era cerca de las cinco! ¡Maldito maestro metido!

― ¿Separado del cargo?

― Sí, Méndez, separado del cargo. Ya le había dicho que no tenía que meterse.

― Pero, ¿por qué? No entiendo.

― Por abuso sexual, Méndez. Los padres de una de sus alumnas lo han denunciado por

abusar de su hija.

Palabras, palabras que nos expulsan de nuestra vida. Palabras intrusas. El Poeta no

podía sacárselas del cuerpo, ni impedir que aparecieran en sus sueños, una y otra vez.

Palabras voraces, malditas. Se habían pegado a su vida e invadido su piel como un

montón de garrapatas, ávidas de su sangre. Intrusas que viven de nosotros, pero

mandan sobre nuestra vida. Ya no la mujer que amas, cerca de ti, hablando con los

ojos llenos de vida; ya no tu pequeña que ríe, mientras revolotea a tu alrededor; ya no

los libros que te pertenecían. Intrusas que te arrinconan en la soledad y no dejan que

nadie se te acerque. Salvo los amigos, cuyas manos arrancaron de tu piel las que

pudieron, aplastándolas con sus pies, hasta sentir que los pequeños globos, golosos de

sangre, hinchados de vida ajena, reventaban y dejaban ver lo que habían logrado

quitarte. Salvo los amigos, que no creyeron que esas intrusas fueran las dueñas de tu

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vida y tu casa. Aunque se pasearan por ellas, se acostaran en tu cama, te dijeran cómo

vestir, te mandaran callar.

Y la mujer que encendía su cuerpo y llenaba su vida de risas, ¿dónde estaba? Sólo le

quedaba de ella la ausencia. La dura ausencia que recorre el cuerpo y la memoria; la

nostalgia que grita mientras las intrusas hablan de la conveniencia de abandonar la

casa y marcharse. ¡Mañana triste la del Poeta! ¡Quién pudiera desvestirse de palabras

malditas! ¡Quién pudiera desnudarse de amores, recuerdos y nostalgias! Una sonrisa

nueva le había quitado anoche, por un rato, el alquitrán ardiente que cubría sus

manos. Por un momento, su garganta había escapado de la pena. Manos fugadas de la

tristeza, su voz fugada junto a ellas. El punteo de la guitarra, fuerte, lento, y un poema

alumbrado por unas brasas que ya creía apagadas. “Canto del rescoldo”, así se

llamaría; bajo el montículo de cenizas, unas brasitas aún no se habían apagado.

Aunque la noche, el sueño y sus voces, tiraran un baldazo impiadoso sobre ellas.

¡Quién pudiera, quién pudiera ya no recordar!

Natalia no podía evitar que su memoria volviera, una y otra vez, a los ojos brillantes de

Méndez. Aunque se enojara con ella misma y se sintiera ridícula. Esto de los ensueños

estaba bien para las adolescentes, no para una mujer. Esto de tener mil

conversaciones imaginarias con un hombre al que había visto dos veces, sin sumar más

de veinte minutos entre las dos, la hacía sentir una idiota. Nadie puede pensar todo el

día en un hombre al que no conoce. Pero la verdad es que así era, la verdad es que

todo le traía la memoria de su rostro.

Sólo una vez había sentido así; todas sus otras relaciones habían sido una mezcla de

atracción, salidas, algo de un mundo común, conversaciones, caricias. A veces sentía

que las relaciones eran como un par de zapatos que empezamos a usar porque no

podemos andar descalzas; algunos de esos pares son de un cuero tan duro que, con

sólo sentir su roce sobre la piel, brotan las ampollas y las heridas; otros son cómodos y

una se acostumbra a ponérselos todos los días, casi sin mirarlos, hasta que se vuelven

viejos y ya no pueden seguir usándose; otros son lindos, de colores vivos, pero sólo

combinan con pocas cosas, sólo pueden ser calzados en alguna ocasión especial, con la

ropa adecuada. Otros deslumbran en la vidriera, con sus tacos altísimos o sus

plataformas elevadas, pero, ¿quién podría estar calzada con ellos todo el día sin

morirse de dolor? Zapatos para mujeres que no trabajan, ni corren de un lugar a otro,

ni toman ómnibus repletos; zapatos para mujeres-trofeos, o para modelos, todo lo que

ella no era.

Pero nada de eso experimentaba ahora. Mejor dicho, sólo sabía que sentía la imagen

de ese hombre en su retina todo el día. Físicamente, como si sus ojos ya no tuvieran la

capacidad de ver y su irremediable distancia, sino la de tocar, como una piel que no

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admite la lejanía; como una piel urgida de presencias, hambreada de manos y

contactos. Es verdad que una vez, otra vez, había sentido el enorme impacto de un

hombre en su vida. Pero no había pasado tiempo alguno entre conocerse y empezar a

estar juntos. Sólo se habían demorado las palabras; deliberadamente retrasadas,

retardadas, aplazadas. Para disfrutar de ese momento de certezas y miradas que no

necesitan escondites; para hundirse en la alegría de los otros ojos al verte aparecer;

para conversar de mil cosas anodinas, ninguna más importante que el roce gozoso de

los cuerpos, ni el olor que se vuelve conocido, ni la risa sin motivos ni razones. Sólo una

vez; una vez lejana, perdida, como un hueco, una sombra, el timbre de una voz que

durante mucho tiempo habitó sus oídos, o se guardó en cuclillas dentro de su alma.

¡Y ahora este hombre! Natalia intentaba concentrarse en el trabajo, en las planillas

áridas, hasta en las mil historias que horadaban la superficie lisa de los escritorios.

Porque jamás faltaban allí las historias. Como la del lunes último. La mujer de Pablito

había llegado, hecha una furia. Una bandejera de un bar cercano, la que llevaba los

desayunos temprano y los cafés después de las diez, había quedado embarazada de su

marido. Se había presentado en la casa de ambos a la mañana, con un discurso que

alternaba el llanto y el grito destemplado; allí, ante los hijos recién levantados,

vestidos para la escuela. Pablito no estaba; no había vuelto a dormir. Alguna pasajera,

mitad triste, mitad aburrida, y el taxi que dejaba de circular para perderse en algún

hotel por horas. Toda la escena la había recibido su mujer y las miradas desencajadas

de sus hijos. Por eso había llegado a buscarlo en el trabajo, enloquecida de hijos

angustiados, no de amor ni de soledad de mujer, no de celos ni tristeza.

― ¡No quiero verte aparecer más en la casa! ¡No me importa si te morís, hijo de puta!

¡Ojalá te muerás hoy, mañana, lo más rápido posible!

Pablito, pálido y mudo. Algún compañero que logra calmar al animal herido que aúlla.

― ¡Ya está, Moni, ya está! No te hagás daño vos con esta escena; es el trabajo, Moni,

tus hijos necesitan que él trabaje.

El llanto incontenible y todos paralizados por los gritos, el dolor, la amargura. Hasta los

más cínicos. Porque ya no se trataba de relatos de conquistas, ni de groserías dichas al

pasar. La vida que pega bofetadas de abandono, de desprecio, de vejez, de muerte

solitaria. Sólo vidas que fracasan y se arruinan. Una mujer que creía que las paredes de

su casa podían librar a sus hijos de bandejeras, compañeras de oficina, pasajeras de

taxi. O retardar su encuentro. Olvidada del amor y sus promesas, guardada en su

guarida vulnerable. Un hombre al que un amigo visitador médico facilitaba el Viagra

para sus interminables búsquedas de mujeres; un hombre expulsado a las pensiones o

algún cuarto en la casa de alguna hermana o hermano. Hasta que consiguiera algo, o

se arreglara con alguna otra, o Moni lo recibiera de nuevo. La tristeza de la vida

perdida y truncada había entrado a ramalazos en las oficinas, como un gas

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lacrimógeno que hacía arder las miradas. Peor que eso, porque no provocaba llanto.

Un gusto amargo y la vida amenazada; o un espejo que devolvía, con un cristal de

aumento, todas las íntimas fracturas, la humedad que carcomía las paredes, los

agujeros en los techos, los caños que goteaban durante años sin fin. No hay horarios

de oficina para el derrumbe de la vida.

O el viejo Gerónimo, borracho hasta los huesos. Al que los compañeros hacían dormir

en un sillón en una de las habitaciones más lejanas, para que los jefes no lo

encontraran, cuando llegaba casi sin poder mantenerse en pie. El viejo Gerónimo, que

dejó a todos mudos, opacos, grises, cuando saltó de un puente después de la muerte

de su esposa, a la que hacía años había dejado de amar. Los hombres se

estremecieron; las mujeres lloraron. Cacho, su compañero de borracheras, salió a

tomar a un bodegón del Bajo, hasta perder la conciencia, hasta amanecer tirado por

ahí, sucio, aletargado de alcohol y de muerte. Natalia no había conocido al viejo: sólo

su historia. Pero había sentido la tristeza del relato de Juan; sus ojos que rechazaban

tanto desperdicio de vida, tanto maleficio de muerte sobre los hombres hastiados y

hueros. Siempre repetía palabras parecidas.

― ¡Los hijos no consuelan a los hombres, Nati! Quizás a las mujeres. Pero a los

hombres… No, ¡a los hombres no! Cubren la soledad, pero no consuelan.

― ¡Sólo una mujer consuela a un hombre, Nati! Una mujer y su ternura, aunque no sea

el amor; aunque el amor se haya ido para siempre. Pero... ¡cuando es el amor, Nati,

cuando es el amor…! El dolor y el odio parecen apagarse con sólo ver su rostro, con

sólo oír su risa.

Natalia escuchaba, sin saber bien si estaba de acuerdo o no. Pero los ojos cálidos de

Juan al mediodía, al dirigirse hacia el auto en el que su esposa lo buscaba, hablaban de

la tibieza del amor más que todos sus libros, más fuertes y claras que todas sus

palabras. Un hombre con la placidez del amor en sus ojos y un portafolios pesado de

libros. Se acordaría de eso después, unos meses después; se acordaría de las palabras

de Juan:

― ¡Sólo una mujer consuela a un hombre, chiquita!

Las dos semanas habían pasado lentamente. Además, ¿quién decía que Méndez iba a

presentarse justo a los quince días? ¡Y Lucía dispuesta a saltarle encima! La tarde

anterior al día que creía podía considerarse cumplido el plazo, la joven sacó de su

placard casi toda su ropa. Se probó los vestidos, los pantalones, desechó remeras,

camisas, colores, formas. ¡Se sentía ridícula! Ridícula e idiota. Seguramente Méndez

vendría, preguntaría por su trámite y se retiraría de la oficina con un saludo cortés. ¡Ya

está! ¡Basta de fantasías! ¡Todavía le faltaba ver los ronroneos de Lucía y escucharla

contar, al día siguiente, si era bueno, malo o regular en el sexo! Dobló y guardó su

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ropa, no sin antes separar sus jeans y una blusa celeste que su madre le había regalado

por su título.

Pasó la mañana entera con los oídos alertas, sin casi salir de la oficina. El Poeta no

apareció. Ya era la hora de la salida. Lucía se apresuró a retirarse: ¡era viernes, por fin!

Pasos de viernes; rostros de viernes. Un fin de semana que ocuparía en ayudar a su

madre con la limpieza profunda de la casa y salir con alguna amiga. O capaz que se

quedaría a leer. Sí, no saldría nada; una novela, su perra a los pies de la cama y quizás

compraría unos sándwiches de milanesas y una cerveza, para cenar con su madre, a la

que le encantaban ambas cosas. Programa de fin de semana. ¡Y la cabeza en otra cosa!

― ¿Srta. Natalia? ―una voz fuerte y tímida rozó sus oídos― Discúlpeme la hora.

¿Puedo todavía molestarla?

Natalia se dio vuelta, tratando de ocultar su nerviosismo y su alegría. El mismo pelo

negro lleno de mechones blancos, el mismo color cetrino de la piel, una remera con el

color desvaído por mil soles.

― ¡Sr. Méndez! ¿Cómo está? Creía que ya no iba a venir. Pase.

El Poeta entró. Había estado toda la mañana sin decidirse a abandonar el depósito.

Total, podía ir el lunes. Le avergonzaba la ligereza con la que había vuelto a sentirse

atraído por una mujer. Porque las mujeres pueden perdonar muchas cosas. Pero,

¿quién podría confiar en él con la acusación que aún lo perseguía? “Abuso de

menores”. ¿Qué maldito derecho tenía a pensar siquiera en alguien? ¡Mucho menos a

meterse en su vida! Sin embargo, todas sus decisiones y todos sus razonamientos

cayeron por tierra cuando se dio cuenta que ya eran las doce y media. La oficina

cerraba a la una. Apenas tenía tiempo para llegar. Además, tenía que preguntar por

sus recibos. Salió apurado del hospital, enceguecido por urgencias. ¡Y llegó! Sobre la

hora, con temor de no encontrar a nadie, con latidos veloces. Más hondo, por debajo,

burbujeaba el miedo a los desdenes, a las miradas de asco y repugnancia, al odio y la

violencia. Más hondo, los ojos de Marcela teñidos de horror y sus gritos. Una lava

espesa, grumosa de odio y violencia. Pero no, no se acordaba de nada en este

momento. No se acordaba de nada. Sólo miraba un cuerpo que lo atraía, un rostro,

una boca, sus gestos. La alegría bordeaba los canales por donde corrían la humillación

y el odio, sin importar los borbotones y las salpicaduras. Avanzaba por sus flancos,

hasta penetrar más allá, más adentro.

― Lamentablemente, parece que su trámite no saldrá hasta dentro de quince días

más. Ha sido un error de mi parte pensar que podía salir antes.

― No, Srta. Natalia, nada de error. Pura buena voluntad de su parte, sabiendo que iba

a tener que perder su tiempo en recibirme.

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― Pero ha tenido que venirse hasta aquí para irse sin nada, al final.

― Nada, no. Me llevo su sonrisa, si no le molesta que se lo diga.― el Poeta de antaño;

un requiebro al oído de las mujeres, una canción que se dedicaba, si era ocasión de un

asado o una fiesta. Palabras de Poeta.

Natalia rió. No, no le molestaba, para nada. Al contrario, había esperado verlo llegar

durante dos semanas. Claro que eso no iba a decírselo.

― Vamos saliendo. Ya no debe quedar nadie.

Caminaron juntos por el largo pasillo que daba a la calle. La joven ni siquiera llegaba a

los hombros de su acompañante.

― Bueno, Sr. Méndez, espero que su trámite se agilice. Pero supongo que no saldrá

antes de otros quince días.

― Tomás, Srta. Natalia, dígame Tomás. Aunque aquí casi nadie me dice así.

― ¡Sí! Me dijeron que lo llaman Poeta. No es un mal apodo. Pero Tomás es un

hermoso nombre.

― Llámeme así. Me gustaría escuchar de nuevo mi nombre. ¡Aunque Poeta me guste!

― Tomás.

El Poeta rió. Tomás rió, de puro gozo por escuchar de nuevo su nombre, de puro gozo

de labios de mujer que lo nombraban con voz queda.

― Natalia. ¿Puedo, no es verdad?

― ¿Qué?

― Llamarla por su nombre.

― ¡Sí, por supuesto! Srta. Natalia me sonaba muy raro.

― ¿En qué dirección va?

― Sigo derecho una cuadra y después doblo. Hacia la izquierda. Ahí está la parada de

mi ómnibus.

― Te acompaño, si no te molesta. También voy por ahí.

No, no le molestaba, y el abandono del Ud. y la distancia, sus pasos pegados a los

suyos, su voz que indagaba sobre poetas y cuentos, todo él le parecía lo más intenso

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del mundo. Tomás, Poeta, Tomás… ¡Dios mío, por favor, que el ómnibus no llegue

nunca!