Toledo Daniel - Asia y África en la historia

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Asia y África en la historia J. Daniel Toledo B. (Coordinador) UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA UNIDAD IZTAPALAPA División de Ciencias S o c i a l e s y Humanidades UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA Dr. Julio Rubio Oca Rector General Mtra. Magdalena Fresán Orozco Secretaria General UNIDAD IZTAPALAPA Dr. José Luis Gázquez Mateos Rector Dr. Antonio Aguilar Aguilar Secretario Mtro. Gregorio Vidal Bonifaz Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades Dr. José Lema Jefe del Departamento de Filosofía

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Asia y África en la historia J. Daniel Toledo B.

(Coordinador)

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA UNIDAD IZTAPALAPA División de Ciencias S o c i a l e s y Humanidades

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA

Dr. Julio Rubio Oca Rector General

Mtra. Magdalena Fresán Orozco Secretaria General

UNIDAD IZTAPALAPA

Dr. José Luis Gázquez Mateos Rector

Dr. Antonio Aguilar Aguilar Secretario

Mtro. Gregorio Vidal Bonifaz Director de la División de Ciencias Sociales y Humanidades

Dr. José Lema Jefe del Departamento de Filosofía

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ÍNDICE

© Universidad Autónoma Metropolitana Unidad Iztapalapa. División de Ciencias Sociales y Humanidades Departamento de Filosofía Área de Investigación Historia Comparada y Regional Avenida Michoacán y La Purísima s/n Colonia Vicentina. 09340, México, D. F.

Diseño de forro: A. Lucinda Torres Calderón

ISBN: 970-620-832-1 Impreso y hecho en México

Pág.

Presentación 9

Asia y África en la historia: enfoques, imágenes y estereotipos J. Daniel Toledo Beltrán 25

Egipto y Mesopotamia: cuna de Estados e imperios Linda Manzanilla 49

India, el desarrollo de una civilización Benjamín Preciado Solís 63

China premoderna: diversidad dentro de la continuidad Flora Botton Beja 79

África anterior a la colonización europea fosé Arturo Saavedra Casco 99

Las religiones de Asia Yólotl González Torres 131

América, Asia y África en el reparto del mundo Gustavo Vargas Martínez 151

Colonialismo y descolonización en Asia y África: una visión general (siglos XVI al XX)

José Carlos Castañeda Reyes 177

Colonización y descolonización en África Massimango Cangabo Kagabo 201

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PRESENTACIÓN Medio Oriente: una reflexión contemporánea David R. Nájera 219

Islam, nacionalismo y modernización Zidane Zeraoui 281

La India desde la independencia David N. Lorenzen 323

La revolución china en la historia Romer Cornejo Bustamante 335

El mito y la realidad del "milagro japonés": las bases del crecimiento económico J. Daniel Toledo 353

Corea: ¿una nación entre dos Estados? Alfredo Romero Castilla 381

Vietnam en la posguerra: continuidad y reforma Carl T. Berrisford 415

El Estado de África hoy en la globalización mundial Yarisse Zoctizoum 439

Sudáfrica en los albores del siglo XXI: la transición democrática Hilda Varela Barraza 459

La presente obra, Asia y África en la historia, es el resultado de una serie de ciclos de conferencias patrocinadas por la Asociación Latinoameri­cana de Estudios de Asia y África (ALADAA) e impartidas por especia­listas, cuya autoridad en la materia es ya ampliamente reconocida en México, en distintos tiempos e instituciones académico-culturales como la Universidad Iberoamericana, la Universidad de las Américas, el Mu­seo Nacional de las Culturas, la Universidad Autónoma Metropolitana, la Universidad Autónoma de Guerrero, etcétera, con la finalidad de contribuir al conocimiento y difusión de los temas y problemas de Asia y África.

La gran receptividad, interés y cuestionamientos que tales confe­rencias han suscitado, así como la necesidad de mayor información y demanda de fuentes más especializadas sobre tales tópicos, particular­mente en español, generó la idea de transformarlas en un texto breve, sencillo y accesible, desprovisto de un aparato erudito demasiado rigu­roso y apoyado por una bibliografía básica, con la finalidad de atender tales demandas y carencias.

De allí entonces que, el presente libro no es una obra perfecta­mente estructurada, en el sentido de responder, de una manera preci­sa, a una continuidad histórica, unidad analítica, especificidad temática y, aún, coherencia textual. No podría serlo, tratando con temporalida­des tan amplias, espacios tan diversos, culturas, civilizaciones y proce­sos históricos tan heterogéneos. Peor aún, conformada por las aportaciones de autores tan diferentes, no sólo desde la perspectiva de sus especialidades, sino también desde la perspectiva de sus enfoques teóricos y metodológicos.

No obstante lo anterior, tampoco es una compilación mecánica, accidental, improvisada. En primer lugar, exhibe una lógica temática al tratar los temas de Asia y África; privilegia cierto tipo de enfoques adscritos al campo de las ciencias sociales y humanidades; mas aún, utiliza a la historia como el gran ordenador para el tratamiento de los temas y problemas afroasiáticos, tanto del remoto pasado, como de la más cabal contemporaneidad. Pero, por sobre todo, responde a un objetivo didáctico central: servir de introducción, de puente de plata

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para acceder a un tratamiento o estudio más sistemático y más científi­co respecto de los contenidos de Asia y África en nuestro medio acadé­mico, particularmente para aquellos estudiantes de licenciatura, o aquellos que requieran de información mas específica sobre dichas materias. En definitiva, más que un tratado erudito, o una obra históri­ca perfectamente acabada y sustentada, el presente libro es una ama­ble invitación a incursionar de una manera mas certera y sistemática en el conocimiento de Asia y África.

El primer trabajo titulado Asia y África en la historia: enfoques, imágenes y estereotipos escrito por J. Daniel Toledo Beltrán, es una suerte de introducción general a la obra. Parte de la constatación de que los contenidos relativos a Asia y África, la relación y proporción que guardan dichos contenidos con respecto a otros temas en el contexto de la llamada historia universal, así como los enfoques que se emplean e imágenes que se difunden en planes y programas escolares, libros de texto y medios de comunicación y difusión en general, es ambigua, falsificada, marginal, cuando no de exclusión absoluta. El tratamiento de los contenidos aparece casi siempre subordinado a otros procesos históricos ajenos a la región, descontextualizados, sesgados, deforma­dos y subvalorados, lo que se traduce en una serie de generalizaciones, reduccionismos, ambigüedades, falsas imágenes y estereotipos, antiguos y nuevos, respecto de las sociedades asiáticas y africanas, que no guar­dan proporción con su verdadera significación histórica.

Después de algunas precisiones geohistóricas necesarias, del aná­lisis crítico de generalidades, imágenes y estereotipos más difundidos en nuestro medio académico respecto de Asia y África, de rebatir los enfoques teórico-metodológico empleados hasta ahora y de externar una crítica fundada al "eurocentrismo", en tanto ideología distorciona-dora y excluyente de las realidades históricas asiáticas y africanas, se arriba a una nueva propuesta sustentada en la "desfalsificación" de la historia y a una recuperación de las perspectivas asiáticas y africanas en la construcción de una verdadera historia mundial, y no "universal", que recupere, ahora sí, lo universal de la experiencia humana.

En el trabajo Egipto y Mesopotamia: cuna de Estados e Imperios, Linda Manzanilla, sobre la base de testimonios arqueológicos, nos in­troduce al proceso de transición de sociedades aldeanas a sociedades complejas en la historia temprana de Egipto y Mesopotamia, en tanto procesos de unificación, creación y desarrollo de una civilización. Una cuestión central a desentrañar en esta historia es cómo, en dos proce­sos históricos prácticamente contemporáneos y geográficamente no tan

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distantes el uno del otro, derivó en dos formas tan distintas de Estado y de desarrollo.

En una apretada síntesis Benjamín Preciado Solís nos entrega una retrospectiva histórica de la India, misma que se extiende desde las culturas originales y autónomas del Indo (2500 a. C. ) hasta el desmem­bramiento del imperio mogol, en 1707, y la irrupción del poderío in­glés en la India. A lo largo del trabajo India, el desarrollo de una civilización. Preciado Solís, no sólo nos identifica algunas de las múlti­ples facetas filosóficas, religiosas y lingüísticas que caracterizan la cul­tura india, sino que enfatiza la diversidad regional como una constante histórica central en la construcción de la unidad política nacional del subcontinente indio, al punto de que la historia de la India puede ser vista —en palabras del propio autor— como un proceso de unificación y disgregación constante, aún hasta el día de hoy.

Pero la historia de la India puede verse también como un proceso de unificación cultural cuya base ideológica, social y religiosa fue pues­ta por el brahmanismo e hinduismo, sobre la cual se agregó mas tarde el elemento indoario, mismo que resultó decisivo en la conformación del perfil histórico-social de la India. El surgimiento de las religiones antibrahmánicas como el budismo y el jainismo, visiones religiosas más abiertas y populares, así como la llegada del islam (s. VIII), terminaron por constituir una cultura característica de la India, configurada por múltiples y fascinantes facetas.

Flora Botton Beja, en su trabajo China premoderna: diversidad dentro de la continuidad, parte de la premisa de que lo más sobresa­liente de la historia de China no es su antigüedad, sino su continuidad. En efecto, al estudiar la historia china, advertimos que dicha continui­dad histórica —muchas veces tipificada como inmóvil, estática y petrifi­cada— ha supuesto una gran "diversidad y dinamismo, una tendencia constante a la fusión cultural y una gran capacidad de expansión que se dio dentro de un marco de continuidad ideológica y social".

Ahora bien, dentro de los pilares de la continuidad Flora Botton menciona la geografía, que ayuda a explicar algunos de los rasgos de China y también algunos de sus problemas ancestrales; destaca tam­bién, por un lado, la conformación de un sistema social estructurado en función de la familia, en tanto núcleo social básico, y, por el otro, el surgimiento y consolidación de la ideología confuciana, que dio senti­do y razón de ser al Estado. Ambos constituyeron esa amalgama básica entre familia y Estado, factor esencial en la continuidad del sistema socio-político chino.

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El hecho de que, en su tiempo, China nunca encontró cerca de sus fronteras una civilización que se le pudiera equiparar, no sólo fo­mentó en los chinos el orgullo y la autopercepción como centro del mundo, sino que facilitó su expansión e influencia incontrarrestable en toda el Asia oriental y del sur.

Otro pilar de estabilidad y continuidad lo constituyen, sin duda, la larga duración de las dinastías, empezando por la Zhou (1927-221 a. C ) , la más larga de toda la historia de China; la Han (296 a. C. -220 d. C. ) que marcó el verdadero inicio del imperio chino; la dinastía Tang (618-907), una de las de mayor esplendor en toda la larga historia chi­na; la Song (960-1297) con cambios fundamentales dentro de la tradi­ción; la Ming (1368-1644), que marcó toda una época de estabilidad y afianzamiento de las formas culturales chinas y, finalmente, la dinastía Qing, también conocida como Manchú, (1662-1911), que si bien logró establecer su hegemonía sobre China por casi tres siglos, en tanto di­nastía extranjera que era, también le cupo el nada gratificante honor de ser la última dinastía en la historia china, derrocada justamente por el proyecto de la república de Sun Yat Sen en 1911. No obstante, lo subraya Flora Botton, ésta continuidad observada a través de la dura­ción y sucesión de dinastías a lo largo de la historia china puede indu­cirnos a engaño: al interior de cada periodo dinástico, y particularmente en los periodos de transición, se advierte un gran dinamismo, acompa­ñado de reformas, ajustes y cambios profundos, y sobre todo, por la permanente lucha entre las fuerzas que impulsan la centralización y aquellas que la desafían que, de alguna manera, representan también un tipo de continuidad en la historia china.

En el trabajo África, anterior a la colonización europea, J. Arturo Saavedra Casco parte del hecho, ciertamente contradictorio, de que mientras una serie de evidencias arqueológicas reconocen y colocan al continente africano como cuna de la humanidad, tratados sobre histo­ria universal, manuales escolares y aún enciclopedias de prestigio, ig­noren, releguen, o todavía más, nieguen buena parte de su historia, particularmente la llamada época precolonial. El autor responsabiliza de esto al eurocentrismo que, por desgracia, ha permeado en Latino­américa todos nuestros conocimientos sobre África. El positivismo y su desconfianza extrema en la posibilidad de la reconstrucción histórica de las culturas ágrafas y el esquematismo ortodoxo de los materialistas históricos de la época, hicieron otro tanto. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial y del proceso de descolonización que le siguió, parti­cularmente con el surgimiento de los movimientos nacionalistas, em-

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pezaron a surgir voces reclamando y exigiendo una nueva postura y nuevos enfoques para la construcción de una historia de África más auténtica. El panafricanismo fue uno de los pioneros en todos esos esfuerzos.

A partir de tales planteamientos, Arturo Saavedra empieza por reconocer al África como cuna de la humanidad y nodriza de la civiliza­ción, para luego hacer un recuento de los reinos, imperios y culturas más representativos del continente como Egipto, Nubia, Kush, Meroe, Etiopía, Gana, Malí, Gao, y las culturas swahili y zulú. Al destacar sus procesos y aportaciones histórico-culturales, así como sus relaciones e intercambios con pueblos y reinos aledaños y de otros continentes en épocas anteriores al siglo XIX, se refuta la idea de África como un ente aislado, con sociedades estáticas y ahistóricas hasta la llegada de los europeos. En definitiva, la pasión con la que en los últimos años los afri­canos se dedican a reconstruir su pasado —según el autor— debe ser acompañada por nuestra parte de una actitud más flexible, abierta, más científica y menos prejuiciada respecto de la historia de África.

Es bien sabido que las religiones más conocidas y más extendidas en el mundo surgieron en el continente asiático. Allí están el judais­mo, el cristianismo, el islam, el budismo y el confucianismo para atesti­guarlo. En este sentido, pueblos como los indoeuropeos, semitas y sinojaponeses destacaron en la creación de sistemas religiosos que más tarde serían enriquecidos y difundidos a escala mundial. A partir de esta constatación Yólotl González Torres, en su trabajo Las religiones de Asia nos entrega una visión panorámica de las principales concep­ciones religiosas del continente, describiéndolas en sus rasgos funda­mentales. Empieza por aquellas de los pueblos indoeuropeos de Irán y de la India, que comparten algunas semejanzas en sus orígenes, como el zoroastrismo, el hinduismo, el jainismo, el budismo y el sikhismo. A continuación se abordan las expresiones religiosas de los semitas: el judaismo, el cristianismo y el islamismo, para culminar con la descripti­va de los rasgos esenciales del confucianismo, el budismo (importado por China desde la India y difundido, a su vez, desde allí al resto del Asia oriental) y del shintoísmo, en tanto concepciones y prácticas reli­giosas de chinos y japoneses.

En el trabajo América, Asia y África en el reparto del mundo, Gustavo Vargas Martínez, sustentado en abundante apoyo cartográfico y en elementos de geografía histórica, nos ubica en temporalidades y realidades menos remotas que las abordadas en la primera parte de esta obra, y nos coloca en contacto con procesos históricos cuyos alcan-

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ces y efectos llegan, incluso, hasta nuestro propio siglo XX, cuáles son los procesos derivados del reparto del mundo en distintas épocas y por hegemonías de distinto signo nacional, pero bajo una misma empresa general: la empresa del colonialismo. Pero la idea no es sólo reseñar el gradual reparto del mundo a partir de la expansión europea iniciada en el siglo XV, sino también identificar algunas secuelas y conflictos derivados de dicho proceso, como las disputas y controversias deriva­das del Tratado de Tordesillas, los efectos de la llamada europeización del mundo, el reparto de África, el inicio del proceso de descoloniza­ción, etcétera.

Con base en el contexto anterior. Vargas Martínez concede espe­cial atención a la vieja controversia de si América era ya conocida antes del inicio de la empresa colombina. Al respecto, el autor hace suya la hipótesis de que efectivamente América ya estaba representada en el mapamundi de Martellus de 1489, supuestamente conocido por Cris­tóbal Colón antes de iniciar su primer viaje, todo lo cuál, no sólo plan­tea la necesidad de una nueva historia del llamado descubrimiento de América, sino de América misma, cosa que está todavía por hacer.

El dominio imperial de territorios es práctica antigua, pero el co­lonialismo como sistema es consustancial al capitalismo. Así, grosso modo, a cada fase de evolución del modo de producción capitalista corres­ponde una modalidad de la explotación colonialista, o viceversa. Esta es la tesis central de la que parte José Carlos Castañeda en su trabajo Colonialismo y descolonización en Asia y África: una visión general (si­glo XVI al XX) para entregarnos una panorámica sobre tan extenso periodo histórico. No obstante el común denominador de la empresa colonial —la explotación de las naciones y de los pueblos débiles por medio de la fuerza— el "modelo" o estrategia colonial difirió bastante según se aplicara en América, Asia o África, en parte debido a las prio­ridades de cada metrópoli y, en parte, a la diversidad de condiciones existentes en cada colonia. Esto tendrá mucho que ver más tarde cuan­do se inicien los procesos de descolonización.

Presentar adecuadamente el proceso de expansión, consolidación y desintegración colonial europea en Asia y África a lo largo de casi cinco siglos, en unas cuantas páginas, es tarea difícil; de allí que el au­tor haya preferido la utilización de casos ejemplares para cada circuns­tancia. Así, mientras que el caso del colonialismo portugués en la India ilustra lo que fue una primera etapa de la acción colonial europea en Asia (s. XV-XVI), el tratamiento de la acción colonial en la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX, ilustra lo que Jean

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Cheneaux ha llamado el asalto final al Asia, acción que también pode­mos extender al África, sobre todo por el reparto de Berlín (1884-1885). Por cierto, las distancias y diferencias entre la primera y última etapa del colonialismo en Asia y África, no sólo está en las nuevas modalida­des de la dominación colonial, llamadas ahora neocoloniales, sino tam­bién en la aparición de nuevos y agresivos actores (Alemania, Italia y Japón) en la disputa intercolonial, que tendrán que dirimir sus dife­rencias y ambiciones a través de dos guerras mundiales. Y precisamen­te la Segunda Guerra Mundial vendrá a constituirse en el parteaguas histórico que precipitará el proceso de descolonización de los pueblos de Asia y África, que tendrán que luchar justamente contra aquéllos con los que habían ganado ambas guerras, para obtener su libertad.

En un terreno un poco más específico que el trabajo anterior, Massimango Cangabo Kagabo desarrolla el tema Colonización y des­colonización en África. Aún cuando la explotación colonial europea en África se remonta al mismo siglo XV y sigue con la trata de esclavos hasta la primera mitad del siglo XIX, el presente trabajo se inicia con la Conferencia de Berlín, celebrada entre septiembre de 1884 y fe­brero de 1885, enfatizando los aspectos que tienen que ver con el proceso de descolonización, independencia y formación de nuevos Estados nacionales.

A pesar del Acta de Berlín, que justificó, legitimó y consagró el colonialismo en África, y de las férreas modalidades y prácticas im­puestas por británicos, franceses, belgas y portugueses, etc. a sus res­pectivas administraciones, el régimen colonial terminó por objetivar sus propias contradicciones que, a la luz de las ideologías indepen-dentistas, la acción tanto de las élites como de las masas africanas, estimulados por una coyuntura internacional favorable, terminaron por precipitar, a partir de la década de los sesenta, el proceso de la descolonización y formación, no exenta de dificultades y violencias, de nuevos estados nacionales que emergen al escenario mundial mar­cados por la impronta del colonialismo y su cúmulo de secuelas, pero también bajo el imperativo de lograr la estabilidad política y acceder al bienestar económico-social.

Mosaico de contrastes, el Medio Oriente refiere tanto a una re­gión específica, como a una manera de entender y hacer política a nivel regional y mundial; refiere también a etnias y credos religiosos; a culturas, civilizaciones e imperios. Y por si esto fuera poco, refiere a una de las regiones más conflictivas del mundo, en donde la combina­ción colonialismo, racismo, petróleo, regionalismo, fundamentalismo.

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bipolarismo, hegemonismo, armamentismo, guerra, paz, etc., ha resul­tado altamente explosiva. Es en este contexto que se sitúa el trabajo Medio Oriente: una reflexión contemporánea escrito por David Náje-ra, con el objetivo expreso de aclarar un Medio Oriente confuso y es­quematizado. Para alcanzar tal meta, el autor empieza con una reflexión marco: las relaciones internacionales y el poder en el Medio Oriente contemporáneo, dirimido en este caso en torno a la Guerra del Golfo, misma que es considerada como un primer ejercicio de la nueva uni-polaridad, con un único y gran beneficiado: los Estados Unidos.

La segunda gran reflexión es en torno a las posibilidades de la paz en el Medio Oriente, proceso obstruido, retrasado y violentado como ninguno, no sólo por los actores regionales y presiones internaciona­les, sino también por el peso de los conflictos de larga duración y los intereses coyunturales, tanto regionales como mundiales. Pero, en defi­nitiva, todo pasa por la solución de lo que para muchos es ya el "con­flicto del siglo", es decir, el problema palestino-israelí. Al respecto, un Medio Oriente en paz —como dice David Nájera— se antoja todavía quimérico, pero se han dado pasos y avances que hace algunos años parecían imposibles. En cualquier caso, es todavía un mundo distante del orden, como concluye el propio autor.

Pero el trabajo no sólo se circunscribe geográfica y fácticamente al Medio Oriente, aprovecha para examinar otros actores y conflictos en el llamado mundo islámico, que no son totalmente ajenos al con­flicto original. Tal es el caso de la situación política en Argelia, los en-frentamientos entre Marruecos y la República Árabe Saharauí Democrática; la siempre controversial política de la Libia de Khadíify, las relaciones entre el islam y la nueva Comunidad de Estados Inde­pendientes; el ya ancestral problema de los kurdos y armenios, los pro­blemas y conflictos derivados del intervencionismo y faccionalismo en Afganistán, etcétera.

Finalmente, después de examinar panorámicamente los princi­pales conflictos en el mundo islámico, él autor retorna al conflicto original. Examina las contingencias que rodearon la Conferencia de Paz para el Medio Oriente, celebrada en octubre de 1991, entre pa­lestinos e israelíes que, pasando por los Acuerdos de Campo David (1978) y todo el sinnúmero de escollos que le siguió, consiguió por fin, no sólo acercar a los enemigos ancestrales a una mesa de negocia­ciones y empezar a reconocer su mutua existencia, sino también avan­zar en sus propias aspiraciones. No obstante, la Conferencia de Paz y el fin de la Guerra del Golfo, y sus respectivos impactos regionales,

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representan avances significativos, no es todavía la paz deseada por todos, o casi todos.

En el polémico artículo "El fin de la historia" Francis Fukuyama no sólo plantea el incontrarrestable triunfo de la idea liberal sobre la idea socialista, sino que también señala que, para su dominio definiti­vo, el liberalismo triunfante debe confrontar todavía otros dos obs­táculos o "contradicciones" temporales menores, cuales son el fundamentalismo y el nacionalismo, mismos que han cobrado una sor­prendente fuerza en los últimos tiempos. Pues bien, tomando como referencia dicho artículo Zidane Zeraoui, en su trabajo Islam, naciona­lismo y modernización se propone examinar aquellas dos "contradic­ciones" menores al liberalismo que, en el caso del llamado Mundo Árabe, no sólo se dan en su forma más exacerbada, sino que nacionalis­mo y fundamentalismo se mezclan y entrecruzan en la dinámica políti­ca de la región, distando mucho de ser factores secundarios en la explicación histórica de los conflictos regionales.

La respuesta del islam frente al reto nacional y el análisis de la problemática de la modernización de finales del siglo frente al funda­mentalismo, son los ejes sobre los cuales Zidane Zeraoui construye su hipótesis central de trabajo: el fundamentalismo no es un obstáculo menor, circunstancial, para el liberalismo, "al contrario, en la medida que se vincula y absorbe al nacionalismo, se convierte en una fuerza más radical y totalizadora que el nacionalismo laico. Por otra parte, el fundamentalismo se define también como una nueva propuesta frente a los procesos de modernización y no un simple proyecto de rechazo del progreso occidental para regresar al siglo VII". En congruencia con lo anterior, y después de resolver problemas conceptuales y de interre-lación entre islam, nacionalismo y fundamentalismo, tanto a nivel glo­bal, como en su expresión islámica, el autor se dedica a estudiar, entre otros, casos como los de Irán y Argelia que, paradójicamente, son dos de los países con mayor influencia occidental, pero al mismo tiem­po son dos experiencias reveladoras en cuanto al mayor rechazo de aplicación de modelos modernizadores occidentales en sus respec­tivas sociedades.

Desde su nacimiento como Estado independiente, en 1947, la In­dia ha luchado denodadamente para mejorar su economía, educar y alimentar a su población —cuyo número llega hoy a los 850 millones de habitantes— preservar su unión social y política interna, y mante­ner su presencia militar en la región. En este descomunal esfuerzo —nos dice David N. Lorenzen en su trabajo La India desde la indepen-

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dencia— se han obtenido logros impresionantes, pero también se han confrontado obstáculos que han puesto en peligro la existencia misma del Estado indio. Entre los primeros se encuentran, sin duda, la crea­ción de una industria nacional más amplia y menos dependiente; el relativo éxito de la llamada "revolución verde" que, en los años setenta, logró aumentar la producción agrícola por arriba de la tasa de creci­miento de la población, y la consolidación del poderío militar regio­nal, después de tres guerras con Paquistán y una contra China, etc. Entre los obstáculos principales está la ya sempiterna tendencia a la separación y descentralización, representada por fuertes movimientos separatistas como los de Cachemira y el Punjab, y muy especialmente el separatismo sikhs. Por lo demás, a la confrontación entre centralis­mo y separatismo, no sólo hay que vincular los magnicidios de Indira y Rajib Gandhi, sino también la consecuente inestabilidad política na­cional. Otros obstáculos lo constituyen el lento e ineficiente desarrollo industrial, la carencia de energéticos, la deuda externa, las guerras re­gionales, pero sobre todo, lo que Lorenzen define como la "amenaza principal", es decir, "el paulatino derrumbamiento de las fuerzas del orden y de la democracia frente a los conflictos de clases, de castas y de comunidades religiosas".

La conjunción de dos grandes procesos, la crisis del estado impe­rial chino, que había empezado desde fines del siglo XVIII, y la inter­vención de las potencias imperialistas europeas desde mediados del siglo XIX, no sólo prepararon el derrumbe de la decadente dinastía Qing, sino que también crearon las condiciones para el surgimiento del proceso revolucionario que ha originado, a su vez, la situación ac­tual de China. De allí que, todo intento de comprensión de la sociedad china contemporánea no puede prescindir de estos largos e importan­tes procesos históricos, esto es, en toda tentativa de cabal comprensión de la historia china se requiere de un ejercicio de larga duración. Esta es —grosso modo— la tesis central con la que Romer Cornejo Bustaman­te, en su trabajo La revolución china en la historia, se propone exami­nar, de una manera sucinta claro está, los principales acontecimientos del último siglo de la de por sí larga historia china.

A partir del caos político generado por el fracaso de la República (1911), del contacto de jóvenes intelectuales chinos con ideas políticas liberales, marxistas, democráticas, anarquistas, etc.; de las guerras loca­les, de la crisis económica y de la agraviante presencia de las potencias imperialistas, particularmente de la agresiva presencia de los japoneses desde fines de la década de los veinte, etc. se nutrió tanto el movimien-

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to nacionalista (guomingdang), como el revolucionario (partido co­munista), que se aliaron y se confrontaron sucesivamente, hasta el triun­fo comunista en la guerra civil revolucionaria en 1949. Pero una cosa fue el triunfo de la revolución y otra la construcción del socialismo.

En efecto, en los primeros 27 años de gobierno del partido comu­nista en China (1949-1976) se debió superar enormes rezagos, remo­ver obstáculos, impulsar reformas y cambios estructurales, confrontar bloqueos internacionales y, por si fuera poco, afrontar luchas intesti­nas entre las facciones revolucionarias por la implantación ya de la es­trategia soviética, ya de la china, en la construcción del socialismo. La Revolución Cultural —concebida como parte de un modelo de socia­lismo maoísta según Cornejo Bustamante— representó el culmen de la revolución china bajo la égida de Mao Zedong, luego tuvo lugar un proceso de revisión crítica a la revolución cultural, misma que culminó con una serie de reformas al socialismo. Dichas reformas se definieron en 1976, año de la desaparición de Zhou Enlai y Mao Zedong, y se pusieron en práctica a partir de diciembre de 1978, una vez resuelta la lucha por el poder en la era post-Mao. Sus resultados, particularmente el impresionante crecimiento del PIB y sus reflejos en los ingresos de la población, no sólo ha obligado a redefinir la economía china como una "economía socialista de mercado", sino que también ha puesto en entredicho la ya conocida consigna de la "persistencia en el camino socialista" del régimen chino.

En el trabajo El mito y la realidad del "milagro japonés": las bases del crecimiento económico escrito por J. Daniel Toledo Beltrán se parte de la constatación de que, muy probablemente uno de los temas sobre los que más se ha escrito en la historia contemporánea del Japón, ha sido sobre el rápido crecimiento económico, particularmente el experimen­tado en el periodo de la posguerra (1955-1973), mismo que ha sido bau­tizado como el "milagro económico japonés". No obstante, y contra todo lo que se pudiera pensar, no ha sido y no es uno de los fenómenos mejor conocidos, tanto en el Japón, como en el extranjero. Ello, principalmen­te porque se ha enfatizado y/o privilegiado la visión de un Japón econó­micamente exitoso que, devastado por la guerra y las atómicas, no sólo se reconstruyó, sino que se constituyó, en uno de los más breves tiempos históricos, en la segunda potencia capitalista mundial, ignorando o sub­valorando los costos sociales que la sociedad japonesa, como un todo, ha debido pagar por tamaño éxito económico.

De allí que, partiendo del contraste entre la devastación y la opu­lencia experimentados por el Japón en el periodo de la posguerra, no

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sólo se analicen los factores y condiciones fundamentales sobre las que se construyó el llamado "milagro económico japonés", sino que tam­bién las nuevas bases sobre las cuales, una vez terminada la era del "milagro", la economía japonesa continuó su proceso de diversifica­ción, expansión e internacionalización hasta llegar a constituirse en uno de los actores más importantes en el escenario económico, indus­trial, comercial y financiero mundial, sólo detrás de los Estados Uni­dos. Pero esta vez se destacan también los altos costos sociales que este éxito ha representado para la sociedad japonesa de ayer y de hoy, parti­cularmente la brecha entre productividad y salarios, extremada en el caso de la mano de obra femenina; contaminación y deterioro ambien­tal, que han sido los más publicitados; pero sobre todo se aborda el alto costo que ha representado la llamada "educación para el éxito" y el karoshi, literalmente la muerte por exceso de trabajo.

Decidido a transitar por una vía que permita trascender la histo­ria mito y dar paso a un ejercicio de la historia como proceso, Alfredo Romero Castilla en su trabajo Corea: ¿una nación entre dos Estados? aspira a trazar una perspectiva histórica que enfatice el origen y desti­no de la nación coreana, independientemente de su fractura actual en dos Estados diferentes, antagónicos, que el autor estima como muy di­fícil de unificar a corto o mediano plazo. Sin embargo, la historia de los desencuentros y divisiones es mucho más antigua y no sólo imputa­ble al acuerdo estratégico-militar entre Estados Unidos y la Unión So­viética, con el fin de acelerar la derrota del Japón en agosto de 1945.

Para probar esta historia de encuentros y desencuentros de la na­ción coreana, Romero Castilla se remonta, incluso, a los orígenes mis­mos del primer Estado coreano, surgido como resultado de la unificación de los tres reinos primigenios por allá por el año 668, hasta el presente, con una nación coreana dividida en dos Estados. Pero lo interesante de todo esto, como ya se ha dicho, es que la división actual no responde exclusivamente a las circunstancias geopolíticas derivadas de la inmediata posguerra, sino que también tiene que ver con una historia más larga. Y esto también cuenta para las posibilidades de uni­ficación de la nación coreana en un solo Estado.

Carl T. Berrisford, en su escrito Vietnam en la posguerra: conti­nuidad y reforma parte subrayando la existencia e importancia de, al menos tres rasgos inherentes al carácter nacional del pueblo vietnami­ta que, dentro de otros factores y circunstancias, mucho tienen que ver con las reformas y continuidad en el proceso de reestructuración del régimen y en la redefinición de sus estrategias políticas, tanto internas

como externas, de fines de los ochenta y principios de los noventa. En primer lugar se refiere al ya consustancial compromiso con la guerra que por siglos ha tenido que librar el pueblo vietnamita para estable­cerse como Estado y que, en mucho, ha templado y fortalecido el ca­rácter e independencia nacional; el segundo tiene que ver con la adopción del comunismo que, aunque doctrina extranjera, ha arraiga­do de una manera que podría considerarse casi natural en algunas so­ciedades asiáticas llegando a "ocupar una parte integral de la identidad nacional y cultural de sus pueblos", como sería el caso de uña buena parte de la sociedad vietnamita, cosa que ha hecho difícil el socava-miento de sus estructuras básicas. Todo lo contrario ha ocurrido en la URSS y en Europa del Este. De allí que, China, Corea del Norte, Laos y Vietnam constituyan todavía un reducto del socialismo mundial.

Todavía mas, y este sería el tercer rasgo que privilegia Berrisford, la experiencia acumulada de las múltiples luchas por la independencia y la unificación nacional, así como su desafío para sobrevivir en un ambiente internacional hostil marcado por dos guerras frías: la clásica entre el capitalismo y el comunismo, y la nueva, librada al interior del comunismo y como resultado del enfrentamiento sino-soviético, todo lo cual ha derivado en una tendencia pragmática del socialismo vieüía-mita que hoy día se está probando, no sólo en sus reformas internas, sino sobre todo en su proceso de apertura e integración hacia la región del sureste asiático, y por extensión al resto del mundo.

En su estilo muy peculiar que, al igual que otros hemos decidido respetar en la presente obra, Yarisse Zoctizoum, en su trabajo El Esta­do de África hoy en la globalización mundial aborda la difícil tarea de brindarnos un panorama general y crítico acerca del África actual, par­ticularmente en los aspectos económicos y políticos, frente a las ten­dencias globalizadoras que caracterizan a la economía mundial.

Para acometer tal empresa, Yarisse Zoctizoum empieza por docu­mentar y analizar las dimensiones de lo que él llama la crisis de las economías africanas y los ajustes que se intentan para resolverla; de la misma manera lo hace con la crisis de las estructuras políticas, reseñan­do a continuación los esfuerzos que se hacen para encontrar el modelo político adecuado que dé solución a las demandas sociales, particular­mente aquellas relacionadas con las reivindicaciones populares. En cualquier caso, las soluciones que hoy se intentan en todos los confínes del continente son difíciles de lograr, puesto que su eficacia, no sólo depende de una adecuada comprensión de la multiplicidad y comple­jidad de factores que conforman la realidad africana actual, sino tam-

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bién de los factores históricos, que en un continente como el africano, pesan demasiado.

No es gratuito afirmar que Sudáfrica es un caso singular en el contexto africano. En efecto, por un lado ha sido el punto nodal en la determinación de las relaciones de cooperación o conflicto en el Áfri­ca austral y, por el otro, ha sido el único país africano que en los últi­mos 35 años ha mantenido una posición relevante en el escenario mundial. De allí entonces la trascendencia de los cambios operados en este país en los años recientes, pues expresan no sólo el carácter espe­cífico de Sudáfrica, tanto a nivel regional, como internacional, sino también expresan, de una manera dramática, el nuevo dinamismo po­lítico, social y económico en la parte austral del continente africano. Bajo esta tesis general, Hilda Várela Barraza, en el trabajo Sudáfrica en los albores del siglo XXI: la transición democrática, examina el proce­so de transición entre el derribamiento formal de los muros del apar-theid y la construcción de una sociedad post-apartheid, proceso que la propia autora ha calificado como una de las "revoluciones tardías" del presente siglo.

Así, del análisis de los factores que explican la crisis estructural del apartheid y de los intentos por parte del aparato oficial de detener el derrumbe introduciendo débiles, superficiales y ineficaces reformas al sistema, se pasa al estudio del proceso de democratización que, ante­cedido por la ingobernabilidad e inaplicabilidad del apartheid, empe­zaba a crear condiciones para la negociación política en pro de la paz y del aniquilamiento definitivo del régimen racista de Sudáfrica. Final­mente, este tardado, complejo, confrontado, difícil y muchas veces vio­lento proceso de transición, concluye con los acuerdos de junio de 1993, tomados en el seno del Foro de Negociación Multipartidista, que pre­paran oficialmente la etapa de transición hacia una Sudáfrica demo­crática para el año 2000, justamente cuando se instale el gobierno de mayoría en ese país.

No obstante los compromisos adquiridos por las fuerzas involu­cradas —señala Hilda Varela— el proceso de democratización y el pro­yecto de reconstrucción nacional que le sigue, no estará exento de dificultades y violencias.

Como suele suceder con las publicaciones en nuestro medio aca­démico universitario, éstas tardan en aparecer; ya sea por la cantidad de las mismas, ya sea por la poca disponibilidad de recursos financie­ros, siempre escasos, destinados a estos menesteres. Esto es lo que ha acontecido con la presente obra, cuyas contingencias editoriales son ya

PRESENTACIÓN 23

bastante largas, hecho que necesariamente hace aparecer algunos de los trabajos un tanto desfasados, o con cierto aire de obsolescencia, dada la fecha en que fueron escritos. No obstante, su valor historiográ­fico se sostiene y responde a los objetivos planteados originalmente por todos los participantes en el presente volumen.

Agradecemos, finalmente, el alero protector que nos brinda la UAM-Iztapalapay su Departamento de Filosofía, quienes, haciendo honor a su lema de Casa abierta al tiempo, han dado entrada y oportunidad al pre­sente libro; a los miembros de ALADAA por la generosa contribución con sus escritos, y a Hernán Taboada, comprometido miembro de ALA­DAA, cuya diligencia y eficacia ayudó a resolver algunos de los proble­mas de redacción de los trabajos que aquí presentamos. Cabe, sin embargo, la aclaración de que los únicos responsables de las formas y contenidos de los escritos, somos sus respectivos autores.

J. DANIEL TOLEDO BELTRÁN Coordinador

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ASIA Y ÁFRICA EN LA HISTORIA: ENFOQUES, IMÁGENES Y ESTEREOTIPOS

J. Daniel Toledo Beltrán

UAM-Iztapalapa

No hace mucho tiempo, la tierra estaba poblada por dos mil millones de habitantes,

es decir, quinientos millones de hombres y mil quinientos millones de indígenas.

Los primeros disponían del verbo, los otros lo tomaban prestado. [... ] la élite euro­

pea se dedicó a fabricar una élite indígena; se seleccionaron adolescentes, se les

marcó en la frente, con hierro candente, los principios de la cultura occidental,

se les introdujeron en la boca mordazas sonoras, grandes palabras pastosas que se

adherían a los dientes; tras una breve estancia en la metrópoli se les regresaba a su

país, falsificados. Esas mentiras vivientes no tenían ya nada que decir a sus her­

manos; eran un eco, desde París, Londres, Amsterdam, nosotros lanzábamos pala­

bras: "¡Partenón! ¡Fraternidad!" y en alguna parte, en África, en Asia, otros labios

se abrían: "¡... tenón! ¡... nidad!" Era la Edad de Oro. [... ] Europa creyó en su

misión: había helenizado a los asiáticos, había creado esa especie nueva, los negros

grecolatinos.

Jean-Paul Sartre

Prefacio a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon (1961)

Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería se­

guirán glorificando al cazador.

Proverbio africano tradicional.

Algunas precisiones necesarias

Asia y África, en su conjunto, constituyen aproximadamente el 60 por ciento de las tierras emergidas del planeta; en ambos continentes vive alrededor del 70 por ciento de la población mundial, que en la última década del siglo sobrepasa ya los cinco mil millones de seres humanos. Sólo las personas que habitan China, India, Indonesia, Bangladesh, Japón y la ex Unión Soviética, que también es asiática, superan por mucho la mitad de la población de la tierra. Pero este fenómeno de alta concentración demográfica no es un fenómeno propio de nuestra

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contemporaneidad, tiene ya una larga historia tratándose de Asia y Áfri­ca. Es conocido que, por lo menos desde el tercer milenio a. C. existen ya en la Mesopotamia del Tigris y del Éufrates, en el valle del Nilo, en la gran llanura del Indo y del Ganges, del Yangtsé y del Huang-Ho, o Río Amarillo, en China, por sólo nombrar las cuencas hidrográficas más importantes, grandes concentraciones humanas que, como dice Gor­don Childe, poseían "una dotación generosa e infalible de agua y un suelo fértil, renovado cada año por las avenidas, que aseguraba un abas­tecimiento superabundante de alimentos", ' condiciones que no sólo permitieron el crecimiento de la población, sino que allanaron el ca­mino para el desarrollo de la vida material, espiritual y artística de los pueblos que allí habitaban.

Es, pues, en Asia y África donde a partir del 4000 a. C. tuvieron lugar esos procesos de transformación de sociedades aldeanas a socie­dades más complejas, con un alto nivel de organización política, social y económica que dieron forma a esos formidables centros originales de cultura localizados en Mesopotamia, Egipto, India y China, cuya gran capacidad de irradiación y expansión empezó a evidenciarse a partir del segundo milenio a. C, y cuyos alcances civilizatorios, tanto en su forma material como espiritual, han llegado hasta nuestros días. ¿Quién podría hoy, con fundadas razones, poner en duda las raíces y contribuciones asiáticas y africanas al proceso de formación de nuestra cultura occidental y cristiana? Pero no se trata sólo de aludir al pasado brillante y espectacular, ni de privilegiar el hecho de que históricamen­te Asia y África han sido la cuna de las culturas más antiguas del plane­ta, sino de destacar también que en la actualidad ambos continentes son escenarios de importantes y gravitantes procesos económicos, polí­ticos, tecnológicos, culturales, etcétera, cuyos alcances, como en el pa­sado, incumben a toda la humanidad, y es imposible ignorarlos.

Ahora bien, lo que nos interesa destacar aquí es que pese a esta gran significación e incidencia de las culturas asiáticas y africanas, y sobre todo su continuidad histórica, no corresponde, ni se refleja en el escaso y a veces estereotipado conocimiento que tenemos respecto de los pueblos, cultura y realidades asiáticas y africanas no sólo en la esfe­ra de la cultura y conocimiento popular, que hasta cierto punto sería comprensible, sino sobre todo en nuestros medios escolares y académi­cos, que para los efectos educativos es mucho más preocupante.

1 Vere Gordon Childe, Los orígenes de la civilización México, FCE, 1978, pp. 173, 174.

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El presente ensayo es un poco el resultado de una investigación en torno a los enfoques, contenidos e imágenes que respecto a Asia y África se hacía hasta hace poco, tanto en planes, programas y libros de texto, como en periódicos, revistas, historietas, e incluso otros medios de comunicación como la televisión, en México. Si bien nuestra bús­queda privilegiaba los medios de difusión más sistemáticos y escolariza-dos (programas y libros de texto), no descartó aquellos destinados a usuarios comunes, no escolarizados; la finalidad era el reforzamiento, o la inclusión si fuera el caso, de los contenidos relativos a Asia y África en los planes, programas y libros de texto de la educación básica mexica­na. Posteriormente la búsqueda se extendió a los niveles de preparatoria y licenciatura, como una forma de cubrir todo el espectro de nuestra educación formal o regular, incluida cierta especialización a nivel de la licenciatura de historia. Con estas bases, el conocimiento adicional de algunas fuentes bibliográficas a nivel de libros de texto generales y una cierta experiencia en cuanto la enseñanza de los temas de Asia y África en diferentes niveles educativos, podemos arribar a una serie de cons­tataciones importantes.

Una primera, y hasta cierto punto curiosa constatación que se pue­de señalar, es que si se tratara de un dato puramente programático — cuantitativo, sustentado en planes, programas y libros de texto gratuito, en sus ediciones 1976 y 1986, deberíamos concluir que los estudiantes de educación primaria eran los que más sabían de Asia y África en Méxi­co, puesto que sus auxiliares didácticos eran los que en términos pro­porcionales, presentaban una mayor cobertura sobre dichos temas; por el contrario, los planes de estudio de varias licenciaturas de historia de otras tantas universidades mexicanas, no alcanzaban dicha proporción. He aquí un tema para la reflexión.

El acopio informativo en cuanto a la cobertura y tratamiento que se ha dado a los contenidos de Asia y África, la relación y proporción que guardan dichos contenidos con respecto a otros temas en el con­texto de la llamada historia universal, así como la revisión crítica de los enfoques que se emplean e imágenes que se difunden nos permiten aseverar que el tratamiento de las temáticas asiáticas y africanas es mar­ginal, cuando no de exclusión absoluta; los contenidos aparecen su­bordinados a otros procesos históricos ajenos a la región y los enfoques empleados, casi siempre desde la perspectiva eurocentrista, son des­contextualizados, sesgados, deformados y subvalorados, todo lo cual se traduce en una serie de generalidades, reduccionismos, ambigüeda­des, falsas imágenes y estereotipos, antiguos y nuevos, que se han di-

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fundido y arraigado respecto de las sociedades y culturas asiáticas y africanas, que no guardan proporción con su verdadera significación histórica.

Aun cuando Asia y África comparten algunas imágenes y estereo­tipos, es necesario examinarlas por separado a fin de recuperar, por lo menos, su especificidad. Empezaremos por Asia, reducida durante mucho tiempo a "Oriente".

Del "Oriente" monolítico a la pluralidad asiática

De entrada, uno de los conceptos más profusamente utilizados, de ma­yor capacidad aglutinadora y que prohija la mayor cantidad de imágenes y estereotipos respecto de Asia es el de "Oriente". Bajo él tiene cabida todo lo asiático, que pasa a ser sinónimo de oriental, lo mismo da que se trate de los Beduinos árabes, los Thugs de la India o los Samurais japone­ses, todos son orientales; igual sucede si se trata de las formaciones cultu­rales urbanas de Mesopotamia (4000 a. C. ), de las culturas agrícolas del valle del Indo (2500 a. C ) , o la cultura China bajo la dinastía Zhou (1027-221 a. C ) . Bajo tal concepto se construyen categorías analíticas impor­tantes como "Despotismo oriental" y "Modo de producción asiático", se promueven el establecimiento de instituciones académicas y la forma­ción de grupos de investigación, reflexión y análisis que pasan a denomi­narse "Centros de Estudios Orientales", hasta la constitución de clubes de meditación y autocontrol, cuya efectividad se garantiza por la utiliza­ción de "refinadas técnicas orientales", etcétera. Hay que señalar, sin embargo, que el concepto de "Oriente" no es estático, ni monolítico a ultranza, acepta ciertos cambios y admite desagregaciones. Por lo pron­to, se utilizan con mucha frecuencia, y no sólo en el estricto sentido geo­gráfico, los conceptos de "Cercano Oriente" y "Lejano Oriente", lo que ya es ganancia en términos de especificidad. Volveremos más tarde sobre otras connotaciones del concepto de "Oriente", por ahora sólo nos inte­resa subrayar la frecuencia de su utilización y su carácter aglutinante, depositario de la esencia de lo asiático.

Otro de los conceptos-imágenes que se repiten con más frecuen­cia es el de "exotismo", que asociado con el "oriente" se transforma en "exotismo oriental", una de las adjetivaciones más frecuentes para de­signar lugares, costumbres, productos, personas provenientes de Asia. El concepto "exotismo oriental" tiene por lo menos tres aplicaciones importantes: 1) es utilizado en la descripción del paisaje físico-cultural: los jardines colgantes de Babilonia, los cultivos de amapola en Birma-

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nia (Myanmar), los templos indios, las pagodas coreanas, los jardines japoneses, etcétera, son exóticos; también lo son los productos como vestidos y perfumes chinos, tailandeses, hindúes, filipinos; 2} es aplica­do también al mosaico humano de Asia, en tanto portadores de cos­tumbres y tradiciones diferentes; así, las mujeres tailandesas, los monjes budistas, los brahmanes indios, los dignatarios árabes, los emperado­res chinos, etcétera, son exóticos; 3) por último, y hasta hace poco este concepto se hacía también extensivo a los estudiosos de las "cosas orien­tales", cuyos problemas y temas de investigación eran, por añadidura, exóticos.

Otra de las imágenes que se repite constantemente es la de Asia como un continente proclive a lo misterioso, a lo mágico; espacio ple-tórico de leyendas y ensueños, que dan origen a otros tantos estereoti­pos. Según esto, Asia encubre secretos profundos y misterios no resueltos, como por ejemplo los secretos y poderes de la Gran Pirámi­de que, curiosamente, se difunden en función de Asia y no de África, como debiera corresponder; la "misteriosa" existencia de la piedra Caaba, en el centro del santuario del mismo nombre, calificativo mil veces reiterado cuando se trata de los templos hinduistas, budistas, shin-toistas esparcidos desde la India hasta Japón, pasando por el sureste asiático, China, Corea, etcétera. Pero lo misterioso no es exclusivo de lugares o templos, también es propio de muchas personas y grupos del continente como los "misteriosos" thugs y los "crueles sikhs" de la In­dia, los implacables ninjas del Japón, las sociedades secretas chinas con sus emblemáticos dragones negros, rojos, verdes y, por supuesto, los sempiternos "misteriosos" lamas.

Lo "mágico" es otro de los atributos de los orientales, lo cual pue­de tener varias lecturas, por un lado puede aludir al simple arte de la prestidigitación, según la cual los magos si son orientales son buenos, pero si son chinos son mejores. No sin razón muy pocos de nuestros autóctonos magos resisten la tentación de adoptar nombres chinos. Por otro lado, y esto en un sentido más trascendente, lo mágico parece ser el puente entre lo misterioso y lo legendario, cuya concreción ha transformado al Asia en un continente atiborrado de sueños y leyen­das. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, la leyenda de Moisés salvado de las aguas, misma que se repite en Mesopotamia y hasta en el valle del Indo, aunque con personajes diferentes y en otras circunstancias, o no conoce el relato de los Reyes Magos tras la errante estrella de Belén, leyendas que hoy están en la base de una de las religiones más extendi­das de la tierra? ¿Quién ha podido sustraerse a la mágica atmósfera de

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Las mil una noches, a los fantásticos relatos de los Tesoros de Golconda o a los sueños fincados en torno a las Fuentes de la eterna juventud de Hayderabad? ¿Acaso los fantásticos relatos, muy pronto transformados en leyenda de Marco Polo acerca de los palacios chinos y japoneses recubiertos de oro y plata no crearon sueños y despertaron apetitos en los mercaderes de la Europa medieval? Y las referencias podrían seguir, el caudal es grande.

Pero Asia es también un continente que genera imágenes contra­dictorias, algunas profundamente contrastantes. Mientras por un lado se le reconoce que es la madre de los continentes, no sólo por razones geológicas, sino porque allí aparecieron las primeras civilizaciones, to­das las religiones que hoy tienen vigencia y alcances mundiales, e im­portantes escuelas de pensamiento filosófico; florecieron y se desarrollaron en él culturas y civilizaciones tan importantes como las de Mesopotamia, India y China; ¡allí están los restos arqueológicos, los templos, los castillos, las murallas, las fuentes y documentos literarios, etcétera, para atestiguar la magnitud de tal grandeza! Sin embargo, por otro lado se subraya que junto a ese "pasado brillante" se levanta un presente incierto y problemático, ilustrado profusamente por el ham­bre y la pobreza de Bangladesh o la India; el radicalismo y la violencia desatados por los fundamentalismos, nacionalismos y regionalismos ya sea en Irán, Iraq, Líbano o India; el conflicto potencial representado por el crecimiento demográfico en un continente que llega a los 3 000 millones de habitantes (más de la mitad de la población mundial) y que crece cada año a un ritmo de 55 millones de personas; el problema de los refugiados y migrantes, legales e ilegales, que genera "ghettos" y tensiones en los países receptores, etcétera; allí están también los pro­blemas para atestiguar la magnitud de las contradicciones sociales, po­líticas y económicas del Asia del presente. Nada más claro el contraste entre el "pasado brillante", que fue y ya no es, y el presente incierto, preocupante, que sí existe.

En congruencia con lo anterior, en nuestros libros de texto, revis­tas e historiografía revisados se advierte mucho más interés por el Asia del pasado que del presente y futuro, retrospectiva en la que se llega a reconocer un "aporte cultural de Oriente" al Occidente europeo, par­ticularmente en el transcurso de los siglos VII y VIII con la expansión del islam, y en los siglos XIII y XIV, posterior a las Cruzadas y previos al Renacimiento, cuando a través del "puente árabe-islámico" llegaron a Europa aportes filosóficos científicos y técnicos que algo tuvieron que ver con el renacimiento científico-humanista y con la posterior expan-

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sión europea. Pero de allí en adelante ¡nada! cinco siglos de historia en los que Asia lo ha recibido todo, no ha aportado prácticamente nada importante, ni siquiera en nuestra historia inmediata. Todo lo cual no sólo da forma a una gran pregunta, sino que refuerza la imagen enig­mática del continente: ¿cómo es posible que el gigante asiático, salvo la posible excepción del Japón, haya permanecido aletargado tantos si­glos frente al explosivo y fulgurante desarrollo científico-económico de Occidente? He aquí otro tema para reflexionar.

Por lo que respecta a los mapas y a la descriptiva geográfico-histó-rica, el continente asiático se nos presenta no pocas veces como frag­mentado, con agudos desequilibrios regionales donde todo parece haber ocurrido y aún ocurre en las llanuras de los grandes ríos, en torno a las sociedades hidráulicas como diría Wittfogel; más allá de ellas los grandes espacios vacíos donde nada existe, ni nada parece ha­ber ocurrido, como en el caso de Asia central, visión que no sólo omite la referencia a la ruta de la seda que desde tres siglos antes de la era cristiana comunicaba el corazón de China con el Mediterráneo euro­peo y africano a través de esa región en un activo comercio transconti­nental, sino que también ignora la más contemporánea existencia de sociedades, culturas, economías, distribuidas en esas vastas mesetas, montañas y cuencas fluviales interiores de Asia.

Aparte de reproducir la imagen de un escenario de nutridas cara­vanas de camellos que viajan a través de los desiertos de oasis en oasis, frecuentemente asaltados por "agresivos y crueles" nómadas de los de­siertos, o el espacio donde "bárbaros" jinetes de las estepas se despla­zan sobre pacíficas ciudades y campos de cultivo, saqueando, violando y matando a sus moradores, contra los cuales se hace necesario cons­truir barreras de protección como la Gran Muralla China, se desarrolla también la idea del aislamiento e incomunicación del continente, con lugares inaccesibles e infranqueables como la cadena de los Himalayas, los Hindukush o la meseta del Tíbet, o desiertos intransitables como el de Arabia, Gobi, Thar, Tacla-Makan, etcétera, sin advertir que, precisa­mente las grandes cadenas montañosas asiáticas han orientado las prin­cipales rutas terrestres, intensamente transitadas a lo largo de la historia, y que los desiertos han sido, más que una barrera u obstáculo, verdade­ros océanos de comunicación mucho más utilizados que cualquier otra ruta terrestre, siempre atiborradas de cargas tributarias, obstáculos y peligros de asalto.

Por otra parte, la idea de aislamiento es del todo discutible, en parte porque desde Asia, en tanto el más viejo de los mundos, han

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partido las primeras grandes migraciones humanas y se han trazado las principales rutas comerciales de la antigüedad, rutas por las cuales no sólo han transitado productos, sino también ideas, valores, técnicas, sistemas; y en parte porque si hay un continente bien comunicado con el exterior ¡ése es Asia!, puesto que en verdad forma parte de una mis­ma masa continental que Europa, que algunos denominan Eurasia, pero de la cual Europa, en términos de superficie por lo menos, vendría siendo una especie de península de Asia. Ni que decir respecto de la cercanía e intensa comunicación con África, construida e incrementa­da desde las primeras formaciones culturales en ambos continentes.

Llama la atención la ruptura de la continuidad del relato históri­co respecto de Asia. Por un lado hay un tratamiento exhaustivo de lo que hemos llamado "el pasado brillante" de las civilizaciones asiáticas, de las cuales se reconoce incluso nuestro carácter de beneficiarios; pero por otro lado, el relato se interrumpe prácticamente durante siglos para volver a aparecer en la baja Edad Media europea, pero ahora como un continente por "descubrir y conquistar", que los fantásticos relatos de Marco Polo se encargarán de incentivar. Empieza entonces la histo­ria de las "exploraciones europeas de Asia" y los "viajes de descubri­mientos" que van desde Vasco de Gama y Magallanes hasta el pintoresco "descubrimiento" del comodoro Perry, que en 1854 según una fuente "des­cubre" el Imperio del Sol Naciente, cuya existencia data por lo menos desde el siglo VI de nuestra era. En este mismo sentido, las fuentes infor­mativas, aún aquellos textos de mayor perspectiva historiográfica, no sólo refuerzan la imagen de un continente esperando "ser descubier­to", sino que prácticamente nada dicen respecto de exploraciones y viajes asiáticos hacia occidente. Hay testimonios chinos, japoneses, in­dios, que explican, más verazmente por cierto, las exploraciones y des­cubrimientos asiáticos de Europa. Allí se consigna por ejemplo que ya los Fenicios habían llegado hasta las islas británicas a través del Me­diterráneo; que los Persas ya habían impuesto su ley en territorios grie­gos mucho antes de que Alejandro Magno hiciera sus incursiones al continente asiático; que mucho antes de las Cruzadas los Hunos ha­bían llegado a París y los árabes se habían establecido en la península ibérica; que el imperio Mongol, en 1241, se extendía y ejercía su domi­nio desde el noreste de China hasta Hungría y Polonia en pleno centro de Europa. Muy escasa mención se hace a la gravitación de la ruta de la seda y a la ruta de las especias, que como ya hemos dicho empezaban en el corazón de China y llegaban, a través de caravanas y navegación de cabotaje, hasta Antioquía o Damasco, las costas africanas y de allí al

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Mediterráneo europeo. Por ningún lado se menciona —tal como lo puntualiza Joseph Needham— que mientras "Europa se ahogaba en la ignorancia, en China se realizaban descubrimientos que cambiarían al mundo, como la obtención del primer explosivo por vía química —la pólvora de cañón— el empleo del compás magnético o la invención del papel. "2 En definitiva, mercaderes, misioneros y militares europeos no fueron a descubrir ni a explorar, sino a conquistar, evangelizar y, sobre todo, a traficar en un mundo del que ya tenían importantes apor­tes materiales y espirituales y del que, por cierto, poseían abundantes noticias.

Otra proporción no despreciable de las imágenes recabadas la ocupan aquellas que asocian al continente asiático con algún tipo de peligro, real o potencial, mismo que puede tener varias lecturas o in­terpretaciones, dependiendo de la época. En el pasado más remoto se asocia a las "invasiones de los bárbaros", aunque se expresa a través de una visión contradictoria. Mientras que por un lado se destaca que di­cho continente ha sido el asiento de grandes y antiguas civilizaciones, por el otro se enfatiza que desde Asia han provenido las principales invasiones de los "bárbaros", entre ellos indoeuropeos, hunos, mongo­les, hasta "árabes-sarracenos", etcétera, que han desestabilizado el mun­do, saqueado y destruido pueblos e imperios. Por supuesto que en dichas fuentes no se subraya que en la mayoría de los casos no fueron ni tan invasiones, ni tan bárbaras, sino que —como dice G. Childe— el "cho­que de culturas provocado por las invasiones y las emigraciones, facili­tó la propagación de las nuevas ideas, quebrantando la rigidez de las sociedades establecidas".

Desde una perspectiva más contemporánea el concepto de peli­gro se ha ido resumiendo cada vez más en la idea de "peligro amarillo" que, a su vez, admite varias lecturas. En primer lugar se ha vinculado a la llamada explosión demográfica y sus "imprevisibles consecuencias" en términos de desplazamientos humanos, tesis que no pareciera tan descabellada toda vez que se trata de un continente que hoy llega a los 3 000 millones de habitantes, de los cuales la gran mayoría son de raza amarilla, que —como se ha dicho— crece cada año en más de 55 millo­nes y que en el año 2025 albergará 4 500 millones de seres humanos. No obstante que la alta densidad demográfica de algunas regiones asiá­ticas no autoriza de manera alguna la revivencia del malthusianismo, el

2 Biblioteca Salvat de Grandes Temas, Oriente y Occidente, Barcelona, 1973, p. 11.

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peligro potencial se subraya, a veces en términos de alarma. Por otro lado, en la década de los cincuenta y sesenta, el "peligro amarillo" se tiñó de rojo al encarnar la amenaza de la expansión del comunismo chino e indochino, no sólo en la región asiática; por el contrario, en la década de los setenta y ochenta, dicha expresión se asoció a la invasión de manufacturas y capitales japoneses, coreanos, taiwaneses, etcétera, en los mercados occidentales. En este último caso, la percepción de dicho "peligro" fue tan real que muchos periódicos y revistas, especial­mente norteamericanas que circulan en nuestro medio, titulaban ¡alerta, vienen los japoneses! ¡vienen los coreanos! Imagen que sin duda algu­na se ha visto incrementada por el desplazamiento de comunidades asiáticas, algunos con el carácter de refugiados, como consecuencia de los conflictos en Indochina. Por último, y aunque esto resulte más anec­dótico, no debemos olvidar que en un tiempo el "peligro amarillo" es­tuvo dramáticamente asociado a la expansión de la "fiebre amarilla", o fiebre de Hong-Kong, que en la primera mitad de la década de los sesenta puso a temblar el mundo y mató a mucha gente, como sucede hoy con el sida, que también se ha originado fuera de "Occidente", esta vez en África. Con esta lógica, las grandes epidemias, los grandes males como el narcotráfico de hoy, siempre se generan fuera, nunca dentro de la formación europea occidental, todas vienen de Asia, Áfri­ca y América Latina, fuentes de todos los males.

El los últimos tiempos Asia nos ha entregado nuevos personajes arquetipos; por ejemplo el "terrorista" que es o palestino, fundamenta-lista islámico, o sikh; el "fanático religioso" que no pueden ser otros que los chiitas con el Ayatola Jomeini a la cabeza; el "gobernante arcai­co, autoritario y desquiciado", liderazgo que disputan enconadamente Saddam Hussein desde Iraq y Muammar al-Khaddafi desde Libia, en África; el "cruel y sádico vietcong" que durante mucho tiempo ator­mentó a los angelicales, democráticos y pacifistas infantes de marina norteamericanos; el "ninja" japonés, una especie de "superman" asiáti­co, pero sin aspiraciones democrátictis, ni redentoras de la humani­dad, etcétera. Todos estos estereotipos se vienen a unir a las geishas y samurais japoneses, a los fakires y encantadores de serpientes indios, o los magos y coolies chinos, a los inescrutables y misteriosos lamas, etcé­tera, para formar ese verdadero mosaico asiático que, por lo menos le hace alguna justicia a la pluralidad étnico-cultural del continente.

El recuento y comentario en torno a las imágenes y estereotipos podría seguir, sin embargo, lo que nos interesa subrayar por ahora es el tránsito desde aquellas visiones globales, generalizadas y ambiguas de

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Asia contenidas sobre todo en aquel concepto de "Oriente" que hemos comentado, a imágenes y visiones más reales, más específicas, que ha­gan mayor justicia a esa extraordinaria diversidad y heterogeneidad geográfica, étnica, social, cultural, etcétera, que es el continente asiáti­co. Este largo proceso ha tenido, al menos, un avance importante, cual es la superación de los enfoques "orientalistas" y "neo-orientalistas" y su remplazo por nuevas bases teóricas y nuevos enfoques metodológi­cos para abordar los temas y problemas asiáticos. Pero éste no ha sido un camino fácil, el peso de la tradición eurocentrista es aún muy gran­de y los resultados son todavía escasos y de muy reciente data.

Como se sabe, el viejo "orientalismo", profundamente arraigado en las concepciones esencialistas, se construyó sobre la idea de que "Oriente" es un todo, cuya esencia y elemento más trascendente es su aporte cultural, razón por la cual mostró siempre preferencias por el estudio del pasado brillante de las culturas asiáticas, en tanto experien­cias históricas logradas. Esta concepción determinó la metodología a seguir y los temas a investigar, que no fueron otros que la lengua, la arquitectura y el arte, la religión, las genealogías y las prácticas esotéri­cas; es decir, estructuras estáticas, descontextualizadas, carentes de toda proyección social, en una suerte de estudio del pasado por el pasado mismo. Yno podía ser de otra manera puesto que "Oriente" se estudiaba desde Europa, a través de acervos y testimonios que han sido traídos a ella, auténticas muestras en magníficos museos, pero carentes de vida propia. Con estas concepciones, métodos e instrumentos de trabajo sólo era posible construir visiones limitadas, estereotipadas, paternalis­tas y racistas de la realidad asiática.

El colonialismo incorporó el pragmatismo, surge entonces el in­terés por conocer ciertas dinámicas relacionadas con la interacción política y económica en las sociedades asiáticas, como una manera de hacer más eficientes los mecanismos de dominación y control del apa­rato colonial, cosa que obviamente colocó el énfasis en los estudios de las cuestiones más "contemporáneas", entonces el viejo orientalis­mo debe dar paso al nuevo orientalismo, mucho más funcional y prag­mático. Así, el estudio del "Oriente" empieza a desagregarse en áreas, regiones, países, sociedades, culturas específicas, etcétera, y empie­zan también a descubrirse las dificultades para acceder a un más ca­bal conocimiento de las mismas, partiendo por la lengua. Surge entonces la estrategia de reclutar "orientales" para resolver tales pro­blemas, para cuyos efectos buena parte de ellos son traídos a las me­trópolis donde serán preparados, capacitados —"falsificados" dirá

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Jean-Paul Sartre— y luego regresados a su medio natural para reali­zar la tarea académica. El problema sin embargo, subsistirá puesto que los nuevos cuadros de orientalistas han sido formados de acuer­do a los patrones-occidentales" que la mayoría de las veces poco tie­nen que ver con la realidad asiática y /o africana, según sea el caso. He aquí las grandes limitaciones del neo-orientalismo, por un lado subsiste la tendencia a aplicar enfoques y modelos estructuralistas construidos con base a conceptos, esquemas y realidades occidenta­les; y por el otro, se sigue privilegiando el estudio de aquellas áreas y problemas que tienen que ver con el control y la dominación colo­nial; inclusive, el propio desarrollo de las ciencias sociales en esa épo­ca está más en función de los servicios que prestan a las tesis de la dominación, que de su propia capacidad analítica. Los resultados eran, entonces, previsibles: aunque se gana en especificidad, las visiones siguen siendo distorsionadas, sesgadas y descontextualizadas, y la his­toria, ahora de los "orientes", continúa reconstruyéndose de acuerdo a parámetros y periodificaciones occidentales, obedeciendo a los impulsos externos y no a los propios.

"Occidente" es otra cosa, es diferente. Desde él se organiza y orde­na el mundo; él es el principio y el fin del progreso, que desde allí se despliega a todos los confines del mundo. Ésta es la filosofía de la Euro­pa decimonónica y bajo su imperativo se ordena la historia del progre­so humano. De allí resulta el concepto de "Oriente", siempre en función de "Occidente". Por eso también hablamos de "Cercano", "Medio", "Le­jano" y "Extremo Oriente", y aunque durante siglos el etnocentrismo chino ha tenido una concepción antagónica, ésta no ha trascendido a Occidente. En este sentido, la dicotomía Occidente-Oriente origi­nalmente fue geográfica, luego histórica-cultural, pero lo importan­te de subrayar es que no tiene, ni ha tenido nunca un estricto sentido de equilibrio hemisférico. Si sólo fuera por pura precisión geográfica y hacemos caso al meridiano de Greenwich, que divide a la tierra en hemisferio occidental y hemisferio oriental, resulta que la mayor parte de Europa queda comprendida dentro de la connotación "Oriental". La pregunta es obvia: ¿se consideran orientales los alemanes, los fran­ceses, los italianos, o los griegos, que son los más cercanos al Oriente histórico-cultural? Evidentemente que no.

Vistas así las cosas, el concepto de Oriente, más que orientar, des­orienta. Pero no sólo por eso es poco recomendable su uso; es también un concepto excluyente; por ejemplo, en la señalada dicotomía hemis­férica ¿dónde ubicamos al África? ¿en Occidente u Oriente? o ¿entre

Oriente y Occidente? Ninguna de nuestras fuentes resuelve, o se refie­re siquiera a tal dilema.

África: una historia en construcción

Si hay una expresión que refleja con propiedad lo que ha sido el trata­miento y difusión de la historia de los pueblos y sociedades africanas, por lo menos hasta el proceso de descolonización, ésta es la de "pue­blos sin historia". Expresión utilizada alguna vez por Hegel para expre­sar la superioridad, en ese momento en todo su apogeo, de la Europa decimonónica, pero sobre todo para legitimar el racismo eurocentris-ta del modelo colonial, según el cual pueblos como los africanos sólo pueden traspasar el umbral de la historia de la mano de la "moderni­dad" y de la acción civilizadora de la madre patria europea. Según esta tesis los estadios previos a estos "encuentros" o "descubrimientos", tan de moda en estos últimos tiempos, cuando más podrían inscribirse en una oscura y difusa prehistoria. Bajo esta hipótesis de trabajo revisa­mos nuestras fuentes. He aquí algunos de los resultados.

Una de las imágenes más difundidas presenta al África como un continente típicamente marginal, que cuando más ha servido de puen­te histórico entre Asia y Europa, una suerte de "pasadizo" o "corredor" por el cual circulan pueblos, productos e ideas, pero que por sí mismo nada ha aportado a la civilización humana. Curiosamente en este tipo de visiones se excluye, casi siempre, a la cultura egipcia, la cual se reco­noce más en función del Medio Oriente que de África. La imagen es, pues, contundente: nada notable, ni duradero, ha sido creado en Áfri­ca hasta la llegada del hombre blanco, visión mil veces reiterada por diferentes medios y diferentes niveles, no sólo en crónicas y libros de texto, sino también en historietas en donde Tarzán, el personaje de Edgar R. Burroughs, resulta ejemplar.

Abundan líis descripciones de África como un continente "inacce­sible, aislado y rodeado de mares", sin reparar en la soberana obvie­dad; pero además un continente plagado de pestes, hambrunas, de geografía agresiva y extremosa, difícil de penetrar.

Los habitantes y sociedades africanas son "tradicionales", es decir, so­ciedades estáticas, congeladas en el tiempo, atrasadas y al margen de la mo­dernidad, en perfecto estado de barbarie o salvajismo. Cuando llegan a evolucionar lo hacen muy lentamente, sólo a nivel de la autosuficiencia, visión que naturalmente se opone a la dinámica de las sociedades europeas u "occidentales" que pasan a constituirse en el "modelo".

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África es un continente con cientos de lenguas y dialectos, pero sin "escritura"; por tanto, sin historia puesto que la reconstrucción de ésta es casi imposible por la falta de fuentes escritas. Según estas con­cepciones, las tradiciones orales no son dignas de crédito y las constata­ciones etnográficas sólo permiten vagas conjeturas, y así no se hace ciencia. De tal manera que sociedades de este tipo están prácticamente al margen de la historia, son repetitivas, no tienen una real noción del tiempo histórico y no conocen el cambio en el sentido revolucionario; en consecuencia, son reliquias del pasado.

Son también reiteradas las imágenes que presentan a los africa­nos como "paganos" por excelencia, a los cuales hay que enviar "misio­nes catequizadoras" para incorporarlos, no sólo a la civilización, sino a la humanidad misma. Pero esto no es una cosa fácil, puesto que los africanos suelen ser "belicosos" y algunos "antropófagos", insensibles por tanto a los elevados propósitos de las acciones civilizadoras de los misioneros europeos.

África es un continente social y políticamente inestable, cuyos máxi­mos niveles de organización social son la horda y la tribu, a las cuales, en plena era del Estado moderno persisten en regresar. Las modernas concepciones del Estado, en cuanto organización jurídica de la nación, base sólida de los gobiernos y clara delimitación territorial, no tiene mucha cabida en África. Cuando llega a suceder, tienen corta dura­ción. Un abrupto golpe de Estado termina con la breve estabilidad, encarama al poder a líderes cuyos prototipos son los Idi Amin Dada, Bokassa I, Mobutu Sese Seko, etcétera, y se reinicia la inestabilidad, la anarquía o los regímenes nepóücos, en medio de una espiral de violen­cia y corrupción interminable.

Se dice que la "economía africana", excepto la de Sudáfrica, siempre está en el límite de la subsistencia, al borde del colapso; de allí que altera­ciones geográficcK:limáticas como la sequía por ejemplo, o conflictos étni-co-políticos como las frecuentes guerras civiles, etcétera, provocan devastadoras hambrunas que, en los últimos 30 años ha exhibido en Bia-fra, el Sahel, Etiopía y Somalia algunos de los ejemplos más dramáticos.

En definitiva, una de las mayores y más frecuentes generalizacio­nes es la concepción del África como el "continente negro", y por aña­didura oscuro y agresivo. Exceptuando la herencia de los asentamientos blancos de Sudáfrica y su culminación en el régimen del Apartheid, el resto de la vasta geografía de esta masa continental de poco más de 30 millones de kilómetros cuadrados, está habitada por tribus, pue­blos y Estados negros, cuya historia empieza recién con la llegada

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de los europeos. Su pasado precolonial prácticamente no existe en nuestros referentes bibliográficos, esa historia no tiene importan­cia, no es trascendente.

Ahora bien, no tenemos espacio, ni es nuestro objetivo discutir aquí en forma detallada cada una de estas imágenes, estereotipos y generalizaciones respecto de África, cosa que con mayor propiedad hacen algunos de los trabajos incluidos en la presente obra; sin embar­go, no podemos renunciar a la posibilidad de externar algunos comen­tarios y emitir algunos juicios respecto de ellas. En principio, hay que refutar categóricamente las ideas de que África es un continente inac­cesible, aislado, donde nada notable ha ocurrido desde la llegada de los blancos, con sociedades atrasadas, inmovilizadas e incomunicadas entre sí y con el exterior, que no evolucionan y que nada han aportado a la civilización humana.

Es verdad que durante años África ha sido para nosotros apenas un contorno geográfico en los mapas mundiales, contorno cuyos pri­meros trazos si bien empezaron a ser dibujados con mayor precisión desde las expediciones de Enrique el Navegante y de la toma de Ceuta en 1415, ocultaban la realidad de una vasta y riquísima experiencia histórica de siglos de duración. La circunnavegación portuguesa conti­nuó, Bartolomé Díaz cruzó el Cabo y Vasco de Gama llegó a la India; la ruta quedó establecida. Más tarde la surcarían holandeses, ingleses, franceses, etcétera, y África seguía allí, tan cerca de Europa, sin explo­rar ni ocupar del todo, sino hasta avanzada la segunda mitad del siglo XIX. ¿Por qué tardó tanto la maquinaria colonial europea en ocupar África? ¿No estaban acaso dentro de las prioridades de la empresa colo­nial el oro, metales preciosos, otros productos entre los cuales se en­contraban los esclavos, provenientes de ese continente? ¿O fue África la que se resistió testaruda y eficazmente a ser "descubierta" por los insignes exploradores blancos y sus respectivos aparatos militares? Por lo pronto, por ninguna parte se habla de una heroica y exitosa resisten­cia de las tribus africanas a los mejor equipados ejércitos de blancos, a pesar de que testimonios orales dan cuenta de que el hombre africano resistió, peleó, gestó sus propias estrategias militares y muchas veces triunfó ante el embate de las fuerzas colonialistas, demorando la colo­nización. He aquí una historia por contar.

La idea del inmovilismo y del atraso como situación casi generali­zada en África es insostenible. En el ámbito cultural, dando por des­contada la cultura egipcia, niega la existencia de otros centro creadores de culturas y formaciones sociales tan importantes como Etiopía, Gha-

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na, Malí, Gao, Timbuctú, etcétera, y mucho menos considera la acción religioso-cultural del islam, difundido, internalizado, arraigado y revi-talizado en una considerable área del norte de África desde mucho antes de la llegada de los colonialistas europeos. En el terreno material no sólo subvalora la economía aldeana o modo de producción de lina­je al que habían accedido una buena parte de las sociedades africanas, sino que desestima la existencia de un modo de producción africano más extendido, sustentado en una economía agraria patriarcal, una organización socioeconómica tributaria, con importantes excedentes e intercambios a larga distancia. El colonialismo detuvo ese proceso, que de ninguna manera podría calificarse como atrasado.

Si sólo fuera por comparar tendríamos que decir que, mientras Europa recién empezaba a construir los cimientos de su propia exis­tencia, en medio de disputas y guerras feudales, África producía cien­cia, filosofía, teología musulmana, literatura y astronomía de las más avanzadas, y poseía desde mucho tiempo atrás importantes acervos de la cultura, ciencia y pensamiento; que mientras Europa era asediada por epidemias, pestes y hambruna que diezmaban sus primitivas y su­cias ciudades, Ibn Batuta, ese incansable viajero y cronista, recorría las magníficas urbes de Timbuctú y Gao, y se maravillaba de los efectos producidos por los intercambios comerciales a través de transitadas rutas que unían al África Occidental con la del Norte, con el índico, con el cercano y Lejano Oriente, en un intenso y dinámico tráfico de produc­tos e ideas. Además, desde milenios los faraones egipcios habían im­puesto un intenso tráfico de oro, perfumes, especias, joyas, plumas de avestruz, esclavos con el sur del continente, en una enorme anticipa­ción al sueño inglés nunca realizado de construir la ruta del Cairo al Cabo. Por lo demás, desde por lo menos el siglo V a.C, la región del norte de África ha sido uno de los escenarios terrestres más intensa­mente transitados de la historia, ya por los propios egipcios, como por cartagineses, romanos, árabes, etcétera, todos los cuales dejaron allí su impronta cultural en una extensa región que aportó lo suyo y que siem­pre estuvo abierta al Mediterráneo, al islam, al "Cercano Oriente" y, más tarde, a las influencias de Europa mediterránea. Entonces cabe preguntarse ¿cuál atraso, cuál inmovilismo, cuál aislamiento?

Como ya se ha dicho, la intensa actividad comercial de los Esta­dos, reinos e imperios africanos precoloniales, sus intercambios a larga distancia, tanto intra como extracontinentales, hablan ya de economías y de flujos económicos importantes, de una producción agrícola, gana­dera, textil y metalúrgica capaz de superar la inmediata subsistencia y

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generar excedentes, y que mucho antes que Europa usa ya elementos monetarios en sus transacciones. En fin, una economía equilibrada y en progreso que la llegada del europeo no sólo interrumpió, sino revir­tió, transformando a buena parte de África de sociedades de producto­res a sociedades de recolectores, de precaria subsistencia. Más aún, el modelo colonial impuso los cultivos de exportación como el algo­dón, el maní, las oleaginosas, las linaceas, etcétera, en severo detri­mento de los cultivos alimentarios. En este contexto, y en plena era de la modernidad, las hambrunas provocadas por las sequías que han sido tradicionales en África, tienen hoy una magnitud y una dura­ción que jamás llegaron a tener en la época precolonial.

El concepto o imagen de "continente negro" es uno de los más controvertidos, no sólo porque encubre una serie de generalizaciones y equívocos, sino sobre todo por su carga racista. En primer lugar hay que aclarar que, aunque en el aspecto físico África presenta una estruc­tura bastante compacta, en el aspecto étnico-cultural existe una gran diversidad. En este sentido hay por lo menos una frontera bastante nítida entre África del norte, predominantemente árabe-islámica, y la llamada, ahora sí con propiedad, África Negra, que se extiende al sur del Sahara y del Alto Nilo. La primera mucho más vinculada al ám­bito de las civilizaciones mediterráneas antiguas y la segunda desa­rrollando rasgos más diferenciados e independientes que muchos estiman como "más propiamente africanos". La historia del África Negra es más desconocida, hasta el siglo XIX poco se sabía de ella ya que los exploradores y "civilizadores" europeos estaban más interesados en la geografía y en los recursos del continente, que en su pasado histórico. La segunda cuestión por discutir es aquella de que en el "continente negro" sólo existen hordas y tribus atrasadas e incomunicadas, que vi­ven en permanente confrontación y guerra, y por lo mismo, en extre­ma inestabilidad. Como ya se ha visto, la existencia de Estados, Reinos e incluso Imperios con organización económica, política y social com­pleja, refuta categóricamente tal aseveración.

Por lo que toca a las guerras, éstas siempre han existido en Áfri­ca, al igual que en otras partes, pero su carácter y dimensiones han cambiado radicalmente. Mientras que en la época precolonial mu­chas de ellas tenían el carácter de "guerras rituales", hoy en día son de franco exterminio; en parte por la polarización de intereses so­ciopoliticos y el extremo divisionismo, exacerbado desde siempre por la política colonial de "dividir para reinar", y en parte porque la propia "civilización occidental y cristiana" ha puesto en manos africanas los

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motivos y, sobre todo, las armas para aniquilarse. Está, por último, el aberrante racismo, que no ameritaría mayores consideraciones si no estuviera en la base de uno de los tráficos más infamantes realizados por el género humano en toda su historia: la trata de negros, y si no fuera uno de los factores más gravitantes en los conflictos sociocultu-rales de hoy en importantes sociedades que aunque geográficamente distantes del "continente negro", no son ajenáis al problema original. Quedaría quizás por mencionar una interesante paradoja: en térmi­nos literales las lágrimas, el sudor y la sangre de entre 15 millones a 20 millones de esclavos negros está en la base, en los cimientos, del sistema que les niega hoy su historia, su propio derecho a existir en la memoria de los tiempos.

Así como el progreso de las investigaciones científicas de arqueó­logos y paleontólogos confirman de que es en África, y no en Asia como antes se creía, donde hay que buscar el origen remoto del hom­bre, de las razas y de las culturas humanas, demuestra que la asevera­ción o creencia de que la acción civilizadora provino desde Europa y desde allí se desplegó hacia los confines de África, "que nada notable había aportado a la civilización humana" hasta ese momento, es una soberana falacia, así también lo es la afirmación de que los africanos son "pueblos sin historia" por carecer de escritura. Ésta es una falacia por partida triple: en primer lugar, las fuentes escritas tienen un alto valor testimonial, pero no son las únicas en el proceso de la recons­trucción histórica. En el caso de África la tradición oral —bajo la for­ma de cantos genealógicos y relatos de resistencia transmitidos por los griots, danzas, etcétera— tiene un valor inestimable, sobre todo si se apoyan en otras fuentes como los objetos ceremoniales y cultura­les: bastones de mando, cetros, escudos, máscaras, trenzas, los apoya cabeza, las estatuas, etcétera; en segundo lugar, no es muy válido sos­tener que no hay escritura en África puesto que existen sistemas grá­ficos bien estructurados que cumplen tales funciones, en otros casos es una escritura mestiza árabe-africana, y en cualquier caso no hay que olvidar que la escritura jeroglífica egipcia es un sistema de escri­tura africano. En tercer lugar, sí hay fuentes escritas e incluso una historiografía precolonial para África, sobre todo documentos escri­tos en lengua árabe, aunque también se encuentran en griego y por­tugués. En lengua árabe son fundamentales los escritos y testimonios recogidos por Ibn Haukal, Ibn Batuta, Al Bekri, Ibnjaldún y Al Oma-ni, entre otros. Sobre estas bases testimoniales hay pues una tarea por hacer, una historia por construir.

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De los enfoques eurocentrístas a una visión más integral y dinámica de la historía de Asia y África

¿Dónde está el origen de todas las imágenes, estereotipos y generaliza­ciones respecto de Asia y África que hemos reseñado y discutido hasta aquí? La respuesta pareciera bastante obvia. Todo se inicia con la difu­sión del enfoque histórico eurocentrista y su idea universalizadora de que la civilización se origina, se expande y termina en Europa, la cual pasa a constituirse en el centro rector, en función del cual se ordena y explica el acontecer histórico mundial. Contra lo que pudiera parecer, el arrogarse este rol no es un acto tan arbitrario, ni unilateral, es más bien el producto de todo un proceso histórico de largas raíces que cul­mina en el siglo XIX, el siglo de la plenitud europea, de la autoafirma-ción de su conciencia de superioridad por sobre el resto del mundo. En efecto, el modelo colonial, pivote fundamental del capitalismo, re­quirió de un nuevo discurso de legitimación que superara al ya anacró­nico de la evangelización, que ya había cumplido su tarea.

Se trataba ahora de forjar una especie de "conciencia nacional" de la Europa expansionista, liberal y burguesa, y de justificar jurídica e históricamente sus aspiraciones ecuménicas y las modalidades de la do­minación colonial. Con esta claridad de propósitos y teniendo como plataforma teórica el racionalismo y positivismo, se construye un nue­vo referente teórico-metodológico centrado en la idea de un "Occi­dente" esencial encarnado por Europa, heredero legítimo de una tradición civilizadora adjudicada al clasicismo grecorromano, que trans­fiere a "Europa" el rol de vanguardia en el desarrollo de la ciencia, la técnica, el progreso y la cultura cuyo "destino manifiesto" es unlversali­zar tales valores y prácticas, controlar directa o indirectamente la direc­ción del mundo y hacer sentir su influencia política y económica en todos los continentes. En esta perspectiva, Europa encarna la máxima realización del progreso y de la civilización humana, que desde allí se despliegan a todos los confines del planeta. Inclusive, desde Europa se ordena y hasta anticipa el curso de la historia del resto del mundo, de la ahora sí llamada historia universal. En su apogeo, la fuerza del eurocentrismo fue tal que ni siquiera grandes pensadores e historia­dores como Hegel, Marx, Engels, Toynbee, etcétera, pudieron abs­traerse de sus concepciones; es más, algunos de ellos fueron sus entusiastas voceros.

El siguiente párrafo-testimonio de Henri Moniot ilustra perfecta­mente la concepción eurocentrista:

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Érase Europa y ahí se acaba toda la historia. Muy lejos de allí en el espacio y el tiempo, había algunas 'grandes civilizaciones', que sus textos, sus ruinas, alguna vez lazos de parentesco, de intercambio o de herencia con la antigüedad clásica, nuestra madre, o la ampli­tud de las masas humanas que opusieron a los poderes y a la mira­da europeas, hacían que fuesen admitidas al margen del imperio de Clío, bajo los cuidados de un orientalismo enamorado de filolo­gía y de arqueología monumental, y consagrado, a menudo, a la ostentación de las 'invariantes' espirituales. El resto: pueblos sin historia, como admitían el hombre de la calle, los manuales y la universidad. [...] la exclusión de tantos pueblos obedecía a dictá­menes diversos. Ante todo, una idea recibida: nada habían hecho de notable, nada habían producido de duradero, antes de la llega­da de los blancos y de la civilización.''

Pero el eurocentr ismo puede llegar a la subvaloración extrema, y lo hace con frecuencia cuando se refiere al m u n d o extraeuropeo, como es el caso de la cita de Margoliouth respecto de la visión de Alleyne Ireland en to rno a los pueblos árabes, que resulta ejemplar:

Durante los últimos 500 años [...] la población de esta zona nada ha podido añadir al progreso humano. Los naturcdes de los trópi­cos y subtrópicos que no han estado bajo una influencia europea, no han aportado durante este dempo ni una sola contribución de cierta importancia al arte, a la literatura, a la ciencia, a la industria, o a la inventiva humana; no han producido ni un ingeniero, ni un químico, ni un biólogo, ni un historiador, ni un pintor, ni un músi­co eminente.''

De esta manera la Europa decimonónica, con su incontrarresta­ble e indesmentible poder, nos impuso sin más una concepción de la historia que postuló y transformó en n o r m a los determinismos geográ­ficos, la superioridad del hombre blanco y las visiones unilaterales. Al amparo de esta ideología dominante , que triunfaba e imponía la cultu­ra eu ropea en el m u n d o , se construyó u n a metodología para el estudio de las cuestiones asiáticas y africanas que privilegiaba el estudio de las

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lenguas, de una historia política, diplomática y militar anclada en el esplendor de las dinastías, de las artes, de los esoterismos, en el saber filosófico y en el peso de las grandes religiones, etcétera. Permitió tam­bién la construcción de grandes museos de muestras asiáticas y africa­nas en Europa, muestras genuinas, elementos o frutos culturales importantes, pero descontextualizados, nunca formando parte de pro­cesos, de sociedades vi\'as, dinámicas, cambiantes.

Otro de los aspectos más arraigados de los enfoques eurocentris-tas, cuyos presupuestos e instrumentos de análisis han dominado tan­to las tareas de investigación como de docencia en nuestro medio, ha sido la desnaturalización y subordinación de la historia asiática y afri­cana a los parámetros europeos u occidentales, acción que queda de manifiesto por el siguiente tipo de procedimientos metodológicos: en primer lugar por la tendencia a definir la cultura ajena por la au­sencia de uno o de algunos elementos específicos de la cultura del observador, es decir, de la europea. Esta modalidad consiste en califi­car al "otro" por lo que no es, antes de precisar lo que es; por ejem­plo, el calificar a los pueblos asiáticos y africanos como "no-blancos" —nos dicen Perrot y Preiswerk— equivale a llamar a las rosas y a los crisantemos como "no-tulipanes", es decir, no dar ninguna indicación o caracterización específica sobre ellos, sobre su propia naturaleza y desde su propia perspectiva.^ En segundo lugar por la tendencia a co­locar a la cultura propia como el parámetro absoluto para evaluar a la "otra", a fin de determinar dónde se sitúa ésta respecto de aquélla. Estas comparaciones no sólo se hacen utilizando conceptos, valores e instituciones ajenas a la cultura evaluada, sino que estableciendo cuál debería ser su evolución histórica, que no podría ser otra que el curso de la cultura propia, es decir, el de la europea. Según este axioma, la cultura ajena no tiene derecho a permanecer como tal o a ser simple­mente otra, toda diferencia es un atraso, un anacronismo, una curio­sidad exótica, o también una manifestación subversiva, de resistencia, justificadora de la represión y el etnocidio. Este tipo de enfoques ha quedado plasmado en una gran cantidad de trabajos realizados por exploradores, militares, misioneros, diplomáticos, mercaderes, etcé­tera, en el transcurso del siglo XIX y en algunos estudios de etnogra­fía y antropología aplicada realizados ya en el presente siglo, todos

3 Henri Moniot, "La historia de los pueblos sin historia", en Hacer la historia, Barcelona, Laia, vol. I, 1978, p. 117.

4 D. S. Margoliouth, Islamismo, Barcelona, Labor, 1935, pp. 12, 13. 5 Véase Dominique Perrot y Roy Preiswerk, Etnocentrismn e historia, México, Nueva Imagen, 1979, pp. 92-93.

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los cuales prestaron un precioso servicio a la cultura de la domina­ción colonial.

El eurocentrismo está también en la base de ciertos enfoques que han dado por resultado una serie de dicotomías clásicas: civilizado-bár­baro, cristiano-pagano, fiel-infiel, blanco-negro, superior-inferior, mo­noteísmo-poli teísmo. Estado-tribu, sedentar ismo-nomadismo, adelantado-atrasado, desarrollado-subdesarrollado, etcétera, que hoy día forman parte de nuestro vocabulario cotidiano.

Otro de los objetivos centrales del eurocentrismo que se cumplió a cabalidad fue el haber reforzado la convicción de que toda acción colo­nialista conlleva una misión civilizadora y una justificación de la relación conquistador-conquistado, que equivale a la de explotador-explotado. El paso siguiente fue la legitimación de la sumisión de asiáticos, africanos, latinoamericanos, etcétera, a las potencias coloniales, y por extensión a las neocoloniales, en donde la dominación es ejercida en virtud de un mandato histórico, pues las "razas" superiores deben tomar en sus manos la suerte de las razas inferiores para "corregir" sus defectos que son: la infe­rioridad congénita, la barbarie, el salvajismo, el paganismo, el atraso y el "tribalismo". También las costumbres extrañas y los hábitos exóticos que pasan a ser propias de asiáticos y africanos.

El resultado de todos estos enfoques y concepciones no podía ser otro que manuales, planes y programas, medios de comunicación, et­cétera, centrados en gran parte en la historia de Europa, de "Occiden­te", y en donde las menciones y espacios destinados a otras culturas no se hace sino en la medida y en el momento en que entran en contacto con ella, o adquieran un interés especial para Europa. Así, las historias de África o Asia no pasan de ser una prolongación, una extensión o ramificación de la historia de occidente, o historia universal per se. Has­ta hace muy poco las historias "locales" de Asia y África no tenían vida propia, sólo empezaban a existir cuando se topaban con la de Europa y Occidente. Generaciones de historiadores, no sólo de Europa, sino de todo el mundo "occidental y cristiano" y sus esferas de influencia, han sido formados (o deformados) bajo esa versión de la historia universal que es, en realidad, historia unilateral.

Todo lo anterior plantea un cambio de enfoques y metodologías para abordar los estudios asiáticos y africanos, mismo que debe empe­zar por su necesaria descolonización. En este terreno, como en otros, la tarea de la destrucción del marco teórico-conceptual del colonialis­mo no es tarea fácil, ni rápida. Tampoco se resuelve por la simple susti­tución de la historia de los gobernantes coloniales por la de los jefes

ASIA YÁTRICA EN LA HISTORIA: ENFOQUES, IMÁGENES Y ESTEREOTIPOS 47

locales, en un ejercicio de exaltación nacionalista y revanchista. Supo­ne, al menos, cubrir una serie de etapas y realizar otras tantas acciones, entre las cuales no deberían descartarse las siguientes: en primer lugar, pasar de las visiones estáticas, tradicionales, sesgadas, ambiguas, distor­sionadas, estereotipadas, maniqueas, unilaterales, etcétera, a un enfo­que más integral y dinámico de las sociedades asiáticas y africanas, recreadas en su propio medio y con sus propias perspectivas espacio-temporales. Por este camino metodológico no sólo se trataría de pasar de la idea de la "unicidad" y "esencialidad" del "Oriente" o de África, a la idea de la pluralidad de los "orientes" y de las "áfricíis", sino que aban­donar también los parámetros históricos impuestos por "Occidente", como por ejemplo el conocido cuadripartismo histórico, y transitar hacia una flexibilización y diversificación de los tiempos y los espacios que rescate la perspectiva y la dinámica histórica de cada pueblo y de cada cultura, como ya se ha subrayado.

Es también fundamental abandonar la idea de la compartimen-tali-zación continental y regional, de los aislamientos e ínsulas geográficas, para trabajar en torno a la idea de una geografía y una historia en movi­miento, proclives a las conexiones, comunicaciones e intercambios, que son el verdadero nutriente de la historia de las civilizaciones. Desde esta perspectiva hay que considerar que las rutas comerciales son también rutas de ideas; que las migraciones humanas, en muchos casos bajo la forma de invasiones, implican la circulación de técnicas y la aclimata­ción de bienes; en fin, que los espacios y las acciones militares, comer­ciales, políticas, culturales, etcétera, se expanden, contraen o superponen, según sea el lugar y la época histórica, y eso es lo que ha ocurrido entre AsiayÁfrica, entre el "Oriente"y el "Occidente" durante mucho tiempo, construyendo una historia que es más intercambio que confrontación. En ese contexto no tienen lugar líis dicotomías Oriente-Occidente, ni mucho menos aquellas imágenes de un "Oriente" o una África como de algo superado, arcaico, agresivo, inferior. Otro paso fundamental consis­te en recobrar y reconstruir las fuentes testimoniales de cada pueblo y cultura, única manera de desentrañar las raíces de la identidad, recons­truir la memoria colectiva y definir el destino racional. En este sentido, desfalsificar la historia supone establecer una auténtica relación con el pasado, en tanto la visión y memoria que tiene de él el pueblo porque, como alguien ha dicho, la historia es antes que nada esa relación dialéc­tica de la nación con su pasado.

El postular por la sustitución de los enfoques eurocentristas, y so­bre todo por su concepto de historia universal en tanto historia unila-

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teral, no significa desechar la historia europea por otra. Hay que distin­guir claramente entre la historia europea, es decir la que se hace en Europa, de la historia eurocentrista, es decir, la que se hace para Euro­pa. Por otro lado, el eurocentrismo no debe ser reemplazado mecáni­camente por n ingún otro "ismo", llámese "asiocentr ismo" o "africanismo", etcétera. En las nuevas opciones y perspectivas de la in­vestigación y difusión de la historia de Asia y África entre nosotros no debe haber inversión mecánica, automática, de los enfoques y análisis hechos hasta ahora. No se trata, pues, de destruir un mito y reempla­zarlo por otro. Es mucho más que eso.

Por lo pronto, postulamos por una historia mundial, más que uni­versal, que incluya a todas las culturas, respetando su diversidad y tem­poralidad; postura que necesariamente nos exige una perspectiva histórica más global y flexible, que posibilite aprehender la identidad cultural y la peculiaridad histórica de los pueblos africanos y asiáticos en toda su diferencia y originalidad, pero también en sus interaccio­nes, intercambios y complementaridades. Ahora sí, una historia mun­dial que recupere lo universal de la experiencia humana.

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