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Un día de febrero de 1938, el aviónpilotado por Antoine de Saint-Exupéry y su amigo André Prévotdespega de Nueva York rumbo aTierra de Fuego. Cargado conexceso de combustible, el aparatose estrella al final de la pista.Superados cinco días de coma ymientras convalece del terribleaccidente, Saint-Exupéry escribe«Tierra de hombres» con laperspectiva de quien contempla elmundo desde la soledad de unacabina de avión.

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Escribe con la nostalgia de unainfancia feliz y perdida, escribe paraevocar el difícil aprendizaje del oficiode aviador, homenajear a loscompañeros Mermoz y Guillaumet,mostrar la Tierra a vista de pájaro,revivir el accidente sufrido junto aPrévot o revelar los secretos deldesierto.

Pero, lo que de verdad quieredecirnos es que vivir es aventurarsea buscar el misterio escondido trasla superficie de las cosas, laposibilidad de encontrar la verdaddentro de uno mismo y la urgenciade aprender a amar, la única

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manera de sobrevivir a este universodeshumanizado.

«Tierra de hombres» se publicó enfebrero de 1939 y en otoño de esemismo año fue galardonado con elGran Premio de la AcademiaFrancesa y con el National BookAward en Estados Unidos.

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Antoine de Saint-Exupéry

Tierra dehombres

ePub r1.0Hechadelluvia 10.12.13

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Título original: Terre des hommesAntoine de Saint-Exupéry, 1939Traducción: Rafael Dieste

Editor digital: HechadelluviaePub base r1.0

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Henri Guillaumet, mi compañero,te dedico este libro.

Antoine de Saint-Exupéry

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CITAS

La tierra nos enseña más sobre nosotrosmismos que todos los libros. Porque ellase nos resiste.El hombre se revela y se descubre a símismo cuando se mide con el obstáculo.Para enfrentarlo, sin embargo, necesitauna herramienta. Necesita un cepillo decarpintero o un arado. Así el labriego vaarrancando poco a poco algunossecretos a la naturaleza, extrayendo unaverdad que es universal. Del mismomodo, el avión, la herramienta de las

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líneas aéreas, sumerge al hombre entodos los viejos problemas.

Tengo siempre presentes las imágenesde mi primera noche de vuelo enArgentina, una noche sombría, en la quetitilaban solas, como estrellas, lasescasas luces esparcidas en la llanura.

En el océano de tinieblas cada una deellas señalaba el milagro de unaconciencia. En aquel hogar se leía, sereflexionaba, se intercambiabanconfidencias. En aquel otro, quizá, se

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intentaba sondear el espacio, alguien seesforzaba calculando sobre la nebulosade Andrómeda. En el de más allá, seamaba. De tanto en tanto, aparecían en elcampo hogueras que reclamaban sualimento. Brillaban incluso las másdiscretas: la del poeta, la del profesor,la del carpintero…Pero, entre aquellas estrellas vivas,¡cuántas ventanas cerradas, cuántasestrellas apagadas, cuántos hombresdormidos…!

Tenemos que procurar unirnos. Espreciso que intentemos comunicarnos

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con algunas de aquellas luces que ardenseparadas en el campo.

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EL AUTORANTOINE DE SAINT-

EXUPÉRY(1900-1944)

Antoine Marie de Saint-Exupéry nacióel 29 de junio del año 1900 en el senode una familia acomodada de Lyon(Francia). Su padre, ejecutivo de unacompañía de seguros, era Jean de Saint-Exupéry, y su madre, de gransensibilidad artística, se llamaba Marie

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de Fronscolombe.Tenía cuatro hermanos.Cuando Antoine solamente contaba

con cuatro años de edad falleció supadre, lo que provocó el traslado de sufamilia a Le Mans en el año 1909.Residió en el castillo de su tía, ubicadoen la localidad de Saint-Maurice-de-Remens. En esta gran casa el pequeñoniño vivió una infancia muy felizrodeado del cariño de su familia, enespecial de su adorada madre.

Más tarde se trasladó de nuevo a LeMans para estudiar con los jesuitas enVillefranche y en Suiza en un colegiomarianista de Friburgo, ciudad en la

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cual habitó durante dos años entre 1915y 1917. Posteriormente fracasó en elexamen de ingreso para la Universidad ydecidió matricularse en Arquitectura enla Escuela de Bellas Artes.

En el año 1921 cumplió el serviciomilitar y comenzó a sentirse atrapadopor la aviación, determinandofirmemente su propósito de ser piloto enla ciudad de Estrasburgo. En esteperíodo dio inicio a un noviazgo conLouise de Vilmorin. Consiguió el títulode piloto pero no ejercióprofesionalmente hasta su ruptura conLouise, quien no deseaba que Antoine sededicara a la aviación.

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Entre los años 1922 y 1926 Exupérytrabajó en diversos oficios, comoinspector de una fábrica de ladrillos orepresentante de los camiones Saurer.En 1926 comenzó su etapa como pilotocomercial trabajando para Aeropostaley volando regularmente entre Toulouse yRabat, Toulouse y Dakar o Dakar yCasablanca. Ese mismo año publicó suprimer título literario, «El aviador(L’Aviateur») (1926), un relatoaparecido en la revista «NavireD’Argent», publicación en la que trabajasu buen amigo Jean Prévost.

Su pasión por el desierto del Sáharaprocedía de su etapa como director del

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campo de aviación de Cabo Juby, en Ríode Oro, iniciada a finales del año 1928.«Correo del sur (Courrier-Sud»)(1929), su primera novela, ensalza laprofesionalidad y camaradería de lospilotos de línea postal. El año depublicación de este libro se trasladó aArgentina, siendo nombrado en BuenosAires director de la AeropostaArgentina.

En abril de 1931 se casó con laescritora y artista Consuelo Carrillo,viuda de nacionalidad salvadoreña, ypublicó «Vuelo nocturno (Vole de nuit»)(1931), novela que sacó del anonimatosu talento como escritor. Prologada por

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André Gide, consigue un enorme éxitocomercial y crítico, alcanzando elPremio Fémina.

Sus relaciones con Consuelo nofueron buenas a causa de las ausencias einfidelidades de Antoine, y elmatrimonio resultó muy tormentoso. Trasunos resultados económicosdesfavorables, la compañía aeropostalterminó prescindiendo del intrépidoAntoine, quien durante la década de los30 trabajó en diversos puestos. Fuepiloto de línea entre Casablanca yDakar, piloto de pruebas para Latécoère,intentó conseguir el récord de velocidadvolando entre París y Raigón (sufriendo

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un accidente en el desierto libio), seempleó en el servicio de propaganda deAir France y firmó artículos desdeMoscú para el «Paris Soir», llegandotambién a cubrir el conflicto de laGuerra Civil Española para«Intransigeant».

Un accidente ocurrido en el año1938 en Guatemala, cuando pretendíaviajar desde Nueva York a Tierra deFuego, le dejó postrado en cama duranteun tiempo considerable. En este períodode convalecencia escribió «Tierra dehombres (Terre des hommes») (1939),un texto nutrido, como casi todos los desu carrera como autor, por su larga

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actividad como piloto. La novelarecibió el Gran Premio de la AcademiaFrancesa y el National Book Awardestadounidense.

En la Segunda Guerra Mundial, elaventurero Saint-Exupéry se prodigó enacciones. A pesar de que sus lesiones norecomendaban su participación en elconflicto, consiguió, tras muchasinsistencias, formar parte del ejércitoactivo en la lucha contra los nazis.Cuando Alemania ocupó Francia,Antoine se marchó a los Estados Unidospara intentar encontrar ayuda contra estainvasión. En América y estimulado porel contexto bélico del momento escribió

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«Piloto de guerra (Pilote de guerre»)(1942) y «Carta a un rehén (Lettre à unotage») (1943).

En el año 1943 fue publicada suobra más famosa, «El Principito (Lepetit prince») (1943), un cuento en elcual, de manera alegórica, exponía partede su filosofía vital y su concepciónsobre el género humano. El libro fueilustrado por el propio Antoine de Saint-Exupéry.

Se unió a la Resistencia Francesa. El31 de julio de 1944, cuando estabarealizando una misión por la costa gala,su avión desapareció tras ser abatidopor la aviación alemana. Tenía 44 años

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de edad en el momento de su muerte.Póstumamente aparecieron libros como«La ciudadela (La citadelle») (1948),cuadernos de notas, o «Carta a sumadre (Lettres à sa mère») (1955).

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Capítulo 1

La Línea

Estábamos en 1926. Yo acababa deingresar como piloto en la SociedadLatécoère, que estableció, antes que laAéropostale (la actual Air France), elenlace Toulouse-Dakar. Allí aprendí eloficio. Al igual que mis compañeros,pasaba el noviciado obligado a losjóvenes antes de alcanzar el honor de

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llevar el correo. Prueba de aviones,desplazamientos entre Toulouse yPerpignan, aburridas lecciones demeteorología en el fondo de un hangarhelado. Vivíamos en el temor a lasmontañas españolas, que aún noconocíamos, y en el respeto a losveteranos.

A estos veteranos los encontrábamosen el restaurante, hoscos, un pocodistantes, concediéndonos de mala ganasus consejos. Y cuando alguno de ellosregresaba retrasado de Alicante o deCasablanca con la chaqueta de cuerochorreante de agua de lluvia, y uno denosotros le interrogaba tímidamente

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sobre su viaje, sus respuestas lacónicas,en los días de tempestad, nos construíanun mundo fabuloso, lleno de trampas, deescotillas, de acantilados surgidosbruscamente y de remolinos capaces dedesraízar cedros. Dragones negrosdefendían las entradas de los valles yhaces de relámpagos coronaban lascimas. Aquellos veteranos alimentabansabiamente nuestro respeto. Mas, detiempo en tiempo, apto ya para laeternidad, uno de ellos ya no regresaba.

Recuerdo también un retorno deBury, un viejo piloto que más tarde semató en Las Corbières.

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Acababa de sentarse entre nosotros ycomía pesadamente, sin pronunciarpalabra, con las espaldas hundidas porel esfuerzo. Era por la noche de uno deaquellos días malos en que, de unextremo a otro de la línea, el cieloaparecía putrefacto, en que las montañasdaban la sensación al piloto de rodarentre suciedad, como aquellos cañonesque, rotas las amarras, recorrían elpuente de los veleros de antaño. Yo miréa Bury, tragué saliva y me arriesgué, alfin, a preguntarle si el vuelo había sidoduro. Bury, con la frente surcada dearrugas y la mirada fija en su plato, nome oía. A bordo de los aviones

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descubiertos, cuando hacia mal tiempo,era necesario inclinarse fuera delparabrisas para ver mejor y lasbofetadas del viento silbaban despuésdurante mucho tiempo en los oídos. Porúltimo, Bury pareció oírme. Alzó lacabeza, como si recordase de pronto, yestalló en una risa clara. Aquella risame maravilló, aquella breve risa queiluminaba su cansancio, porque Buryreía poco. No dio ninguna explicaciónsobre su victoria. Bajó de nuevo lacabeza y reanudó la masticación ensilencio. Pero entre los grises delrestaurante, entre los modestosfuncionarios que reparaban allí las

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humildes fatigas de la jornada, aquelcompañero de anchas espaldas nospareció revestido de una noblezaextraña. Por debajo de su ruda corteza,se podía entrever el ángel que habíavencido al dragón.

Llegó, por fin, la tarde en que, a mivez, fui llamado al despacho deldirector. Se limitó a decirme.

—Saldrá usted mañana.Permanecí allí de pie, en espera de

que me despidiese. Sin embargo,después de una pausa, añadió:

—¿Conoce usted bien las consignas?

En aquella época, los motores no

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ofrecían la seguridad de los actuales.Con frecuencia, se paraban de repente,sin previo aviso, con un estrépito devajilla rota. Y uno volvía la vista haciala corteza rocosa de España, que ofrecíapocos refugios. «Cuando el motor seestropea allí —solíamos decir—, alavión, ¡ay! no tarda en sucederle lomismo». Ahora bien, un avión puede serremplazado. Lo más importante, antetodo, consistía en no abordar la roca aciegas. Por lo tanto, nos estabaprohibido, so pena de las sanciones másseveras, sobrevolar los mares de nubespor encima de las zonas montañosas. Elpiloto, al hundirse el averiado aparato

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en el algodón blanco, no veía los picos ychocaba contra ellos.

He aquí por qué, aquella tarde, lavoz lenta del director insistía una vezmás sobre la consigna: - Resulta muybonito navegar con brújula sobreEspaña, por encima de los mares denubes. De acuerdo en que es muyelegante, pero…

Y aún más despacio:—Pero recuérdelo: debajo de los

mares de nubes… se encuentra laeternidad.

Y, de pronto, aquel mundo tranquilo,tan unido, tan sencillo, que se descubre

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cuando se emerge de las nubes, adquiriópara mí un valor desconocido. Aquellasuavidad se había convertido en unaemboscada. Me imaginaba aquellainmensa trampa blanca, extendida allí, amis pies. Debajo no reinaba, comohubiera podido creerse, ni la agitaciónde los hombres, ni el tumulto, ni el vivoajetreo de las ciudades, sino un silenciotodavía más absoluto, una paz másdefinitiva. Aquella viscosidad blanca seconvertiría para mí en la frontera entrelo real y lo irreal, entre lo conocido y loinconocible. Y yo adivinaba ya que unespectáculo carece de sentido si no semira a través de una cultura, de una

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civilización, de un oficio. Losmontañeses conocen también los maresde nubes. Ellos, sin embargo, no puedendescorrer el fabuloso telón.

Cuando abandoné aquel despacho,sentí un orgullo pueril. A partir delamanecer yo iba a ser, a mi vez,responsable de una carga de pasajeros,responsable del correo de África. Noobstante, me embargaba también unagran humildad. Me creía pocopreparado. España presentaba pocosrefugios. Temía, frente a un paro delmotor, no saber dónde buscar la acogidade un campo de aterrizaje. Me había

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inclinado, sin descubrir las enseñanzasque necesitaba, sobre la aridez de losmapas. Por ello, y con el corazóninvadido por una mezcla de timidez y deorgullo, resolví pasar la vela de armasal lado de mi compañero Guillaumet.Guillaumet me había precedido poraquellos caminos. Guillaumet conocíalos trucos que permitían conseguir lasllaves de España.

Necesitaba ser iniciado porGuillaumet.

Entré en su habitación.—Ya sé la noticia. —Me sonrió—.

¿Estás contento?Sacó de un armario oporto y vasos y

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se acercó a mí, sin dejar de sonreír: —Vamos a remojarlo. Ya verás, todo irábien.

Aquel compañero, que despuéshabía de batir el récord en las travesíaspostales de la Cordillera de los Andes yen las del Atlántico Sur, infundíaconfianza con la misma naturalidad queuna lámpara da luz.

Aquella noche, algunos años antesde su hazaña, en mangas de camisa, conlos brazos cruzados bajo la lámpara,sonriendo con la más tranquilizadora delas sonrisas, me dijo con toda sencillez:«A veces, las tempestades, las nieblas o

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la nieve, te molestarán. Piensa entoncesen todos aquéllos que lo han conocidoantes que tú y dite simplemente: lo queotros han conseguido, también yo puedohacerlo». Pese a estas palabras,desplegué mis mapas y le pedí queaccediera a revisar conmigo el viaje. Yapoyado en el hombro del veterano,debajo de la lámpara, volví a encontrarla antigua paz del colegio.

¡Mas qué extraña lección degeografía recibí! Guillaumet no memostraba España. Por el contrario, laconvertía en una amiga. No me hablabani de hidrografía, ni de poblaciones. No

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me hablaba de Guadix, pero sí de tresnaranjos que, cerca de Guadix, bordeanun campo: «No te fíes de ellos,señálalos en tu mapa…». Y los tresnaranjos ocupaban ahora más lugar queSierra Nevada. No me hablaba deLorca, sino de una sencilla granja cercade Lorca. De una granja viva.

Y de su granjero. Y de su granjera. Yaquella pareja, perdida en el espacio amil quinientos kilómetros de nosotros,adquiría de súbito una importanciadesmesurada. Porque bien instalados enla pendiente de su montaña, semejantes aguardianes de faros, siempre se hallabandispuestos, bajo sus estrellas, a socorrer

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a los hombres.

Extraíamos así de su olvido, de suincreíble lejanía, detalles ignorados portodos los geógrafos del mundo. Porque,en efecto, el Ebro, que riega importantesciudades, interesa a los geógrafos.

Y en cambio no les importa eseriachuelo escondido bajo la hierba, aloeste de Motril, ese padre que alimentaa una treintena de flores. «Desconfía delriachuelo, estropea el campo… Señálalotambién en tu mapa». ¡Ah, no! ¡No meolvidaría de la serpiente de Motril!Parecía completamente inofensiva, comosi, con su ligero murmullo apenas si

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encantara algunas ranas.Pero dormía con un ojo abierto.

Desde aquel paraíso del campo deemergencia, tendido bajo la hierba, ados mil kilómetros de aquí, no dejaba deacecharme. A la primera ocasiónintentaría convertirme en haz dellamas…

Yo esperaba también, a pie firme, aaquellos treinta corderos de combate,colocados allí, al pie de la colina,dispuestos a cargar: «Te imaginas que elprado está libre y de pronto… ¡zas! Ahítienes a tus treinta corderos, que se temeten entre las ruedas…». Y yo

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respondía con una sonrisa maravillada auna amenaza tan pérfida.

Así, poco a poco, la España de mimapa se transformaba, bajo la luz de lalámpara, en un país de cuento de hadas.Yo jalonaba con una cruz los refugios ylas trampas. Señalaba aquel campesino,aquellos treinta corderos, aquelriachuelo. Colocaba en su lugar exacto aaquella granjera menospreciada por losgeógrafos.

Al despedirme de Guillaumet,experimenté de pronto la necesidad decaminar un poco en aquella heladanoche de invierno. Alcé el cuello de mi

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capote y, entre los transeúntes que nadasabían, paseé mi joven fervor. Me sentíaorgulloso al cruzarme con aquellosdesconocidos, llevando mi secreto en elcorazón. Ellos, aquellos bárbaros, meignoraban. Sin embargo, habrían deconfiarme, con la carga de los sacospostales, sus preocupaciones y susesfuerzos, al alzarse el día. Sería entremis manos donde depositarían susesperanzas. Así, arropado en mi capote,caminaba entre ellos con paso protector.Mas ellos nada sabían de mis cuidados.

Ellos tampoco recibían los mensajesque yo recibía de la noche. Porque

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aquella tempestad de nieve que acasoestuviera preparándose y quecomplicaría mi viaje interesaba a mimisma carne.

Las estrellas se apagaban una a una.¿Cómo iban a saberlo los transeúntes?Yo era el único en quien había sidodepositada la confidencia. Se meinformaba las posiciones del enemigoantes de la batalla…

Sin embargo, yo recibía aquellascontraseñas que me comprometían tangravemente cerca de los escaparatesiluminados, donde lucían los regalos deNavidad. Allí, aparecían expuestos, en

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la noche, todos los bienes de la tierra. Yyo saboreaba la orgullosa embriaguezdel renunciamiento.

Yo era un guerrero amenazado: ¡Quéme importaban aquellas vidrierasrelucientes destinadas a las fiestas,aquellas pantallas de lámparas, aquelloslibros! Yo me bañaba ya en la nieblaespesa.

Yo, piloto de línea, mordíaanticipadamente la pulpa amarga de lasnoches de vuelo.

Eran las tres de la mañana cuandome despertaron. Subí con un golpe secolas persianas, comprobé que llovía

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sobre la ciudad y me vestí con gravedad.

Media hora más tarde, sentado sobremi pequeña maleta, esperaba, a mi vez,en la acera brillante de lluvia a que elautobús pasara a recogerme. Antes queyo, tantos camaradas habían sufridoaquella misma espera en el día de laconsagración, con el corazón un pocooprimido. Al fin, por la esquina de lacalle, surgió el vehículo antiguo, quedifundía un ruido de chatarra. Y me fueconcedido el derecho, como a miscompañeros antes que a mí, deestrecharme en la banqueta, entre eladuanero medio dormido aun y algunos

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burócratas. Aquel autobús olía a lugarcerrado, a administración polvorienta, avieja oficina donde se va hundiendo lavida de un hombre. Cada quinientosmetros se detenía para cargar unsecretario más, un aduanero, uninspector. Los que se habían vuelto adormir respondían con un vago gruñidoal saludo del recién llegado, que seacomodaba como podía y, en seguida, sedormía a su vez. Era, sobre el pavimentodesigual de Toulouse, una especie detriste acarreo. Y el piloto de línea,mezclado con los funcionarios, apenassi, de momento, se distinguía de ellos…Pero los faroles desfilaban, la pista de

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despegue se acercaba y el viejo autobúsbamboleante no era ya sino una crisálidagris de la cual el hombre saldríatransfigurado.

Así, en una mañana parecida, cadauno de mis camaradas habrá sentido,bajo su cáscara de subalternovulnerable, sometido a la aspereza delinspector, nacer en sí mismo alresponsable del correo de España y deÁfrica, aquél que, tres horas después,afrontaría entre relámpagos al dragóndel Hospitalet…, aquél que, cuatrohoras después, tras haberlo vencido,decidiría con toda libertad, con plenos

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poderes, el rodeo por el mar o el asaltodirecto al macizo de Alcoy, aquél quetutearía a la tempestad, a la montaña y alocéano.

Así, confundido entre el equipoanónimo bajo el oscuro cielo deinvierno de Toulouse, cada uno de miscompañeros había sentido, en unamañana parecida, crecer en él alsoberano que, cinco horas después,abandonando detrás de sí las lluvias ylas nieves del Norte, repudiando elinvierno, reduciría el régimen del motory comenzaría el descenso en plenoverano, dentro del sol esplendoroso deAlicante.

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Aquel viejo autobús hadesaparecido. Pero su austeridad, suincomodidad han permanecido presentesen mi recuerdo. Simbolizaba bien lapreparación necesaria para las durasalegrías de nuestro oficio. Todo en éladquiría una sobriedad conmovedora. Yrecuerdo que fue en él donde, tres añosdespués, sin que se pronunciaran másallá de diez palabras, me enteré de lamuerte del piloto Lécrivain, uno de loscien compañeros de la línea que, ciertodía o cierta noche de niebla, habíainiciado su retiro eterno.

Eran las tres de la mañana y reinaba

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el mismo silencio de siempre cuandooímos al director, invisible en lasombra, alzar la voz para hablar con elinspector: - Lécrivain no ha aterrizadoesta noche en Casablanca.

—¿Cómo? —Respondió el inspector—. ¿Qué?

Arrancado de su sueño, hizo unesfuerzo por despertarse y demostrar suinterés. Y añadió: - ¡Ah! ¿Si? ¿Noconsiguió pasar? ¿Dio media vuelta?

A lo cual, desde el fondo delautobús, le fue respondidosencillamente: «No». Esperamos lacontinuación, pero no llegó ni unapalabra más. Y a medida que los

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segundos transcurrían, se hacia másevidente que aquella negación no seríaseguida por ninguna explicación, queaquél era un «no» inapelable, queLécrivain no sólo no había aterrizado enCasablanca, sino que nunca másaterrizaría en ninguna parte.

Así, aquella mañana, en el amanecerde mi primer día como correo, mesometía a mi vez a los ritos sagrados deloficio y sentía que me faltaba laconfianza al contemplar, a través de loscristales, el asfalto brillante en el que sereflejaban las farolas. Se veían, en loscharcos de agua, correr oleadas de

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viento. Y yo pensaba: «Para tratarse demi primer correo la verdad…, tengopoca suerte». Alcé los ojos hacia elinspector: «¿Esto significa maltiempo?», pregunté. El inspector lanzóhacia la ventanilla una mirada distraída:«Eso no significa nada», murmuró. Y yome preguntaba por qué síntomas sereconocería el mal tiempo. La vísperapor la tarde, Guillaumet había barridocon una sola sonrisa todos los presagiosfunestos con que solían abrumarnos losveteranos, pero ahora volvían a mimemoria: «Compadezco al que noconozca la línea, piedra a piedra, si seencuentra con una tempestad de nieve.

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¡Lo compadezco…!».Necesitaban salvaguardar su

prestigio y movían la cabeza mirándonoscon una compasión un poco molesta,como si la dirigieran a nuestro inocentecandor.

Y, en efecto, ¿para cuántos denosotros había servido ya de últimorefugio aquel autobús?

¿Sesenta, ochenta? Todos ellosconducidos por el mismo chofertaciturno cierta mañana lluviosa.

Yo miraba a mi alrededor. En lasombra, brillaban puntos luminosos,cigarrillos que puntuaban meditaciones.

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Humildes meditaciones de funcionariosenvejecidos. ¿Para cuántos de losnuestros estos compañeros habíanservido de último cortejo?

Sorprendían también lasconfidencias que se cambiaban en vozbaja. Se referían a enfermedades, adinero, a las tristes preocupacionesdomésticas. Mostraban los muros de laprisión deslucida en la que aquelloshombres se habían encerrado… Ybruscamente, se me apareció el rostrodel destino.

Viejo burócrata, compañero míoaquí presente, nadie te ha permitido

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evadirte y tú no eres responsable deello. Has construido tu paz a fuerza debloquear con cemento, como lo hacenlas termitas, todas las salidas hacia laluz. Te has enroscado en tu seguridadburguesa, en tus rutinas, en los ritossofocantes de tu vida provinciana. Hasalzado tu humilde muro contra losvientos y las mareas y los astros. Noquieres inquietarte por los grandesproblemas. Ya has tenido bastante conolvidar tu condición de hombre. No eresen modo alguno el habitante de unplaneta errante, no te planteas preguntassin respuesta: Eres tan sólo un pequeñoburgués de Toulouse. Nadie se preocupó

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de sacudirte por los hombros cuandoaún era tiempo. Ahora, la arcilla de queestás formado se ha secado, se haendurecido. Y nada, en adelante, serácapaz de despertar al músico dormido,al poeta o al astrónomo que quizáshabitaban en ti en un principio.

Ya no me quejo de las ráfagas delluvia. La magia del oficio me abre unmundo en el que habré de enfrentarme,antes de dos horas, a los dragonesnegros y a las cimas coronadas por unacabellera de relámpagos azules. Y allí,cuando llegue la noche, ya libre, leerémi camino en los astros.

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Así se desarrollaba nuestro bautismoprofesional y así comenzábamos aviajar. Tales viajes, la mayoría de lasveces carecían de historia.Descendíamos en paz, como nadadoresde oficio, a las profundidades de nuestrodominio. Un dominio que hoy está bienexplorado. El piloto, el mecánico y elradiotelegrafista no se embarcan ya enuna aventura. Ahora se encierran en unlaboratorio. Obedecen a un juego deagujas marcadoras y no al desarrollo delos paisajes. Afuera, las montañas estáninmersas en las tinieblas. Pero ya no sonmontañas. Son potencias invisibles, cuyadistancia es preciso calcular. El

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radiotelegrafista anota sabiamente lascifras bajo la lámpara, el mecánicopuntea el mapa y el piloto corrige la rutasi las montañas han derivado, si lascimas que él deseaba doblar a laizquierda se han desplazado frente a élcon el silencio y el secreto depreparativos militares.

En cuanto a los radiotelegrafistas deguardia en tierra, van anotando en suscuadernos, en el mismo segundo, elmismo dictado de su compañero:«Medianoche y cuarenta. Ruta en 230.Sin novedad a bordo».

Hoy, las tripulaciones viajan así. No

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tienen la sensación de estar enmovimiento. Se encuentran muy lejos,como de noche en el mar, de todo puntode referencia. Sin embargo, los motoresllenan este habitáculo iluminado con unestremecimiento que altera su sustancia.Y las horas se desgranan. Y en esoscuadrantes, en las lámparas de la radio,en las manecillas, se produce toda unaalquimia invisible. De segundo ensegundo, los gestos misteriosos, laspalabras susurradas, la continuaatención preparan el milagro. Y cuandola hora ha sonado, el piloto, conabsoluta tranquilidad, puede pegar sufrente al vidrio. De la Nada ha nacido el

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oro: que está allí, brillando en las lucesdel aeródromo.

Y, sin embargo, todos nosotroshemos conocido esos viajes en que, derepente, según un punto de vistaparticular, a dos horas de la escala,hemos experimentado nuestroalejamiento como no lo hubiéramosexperimentado en la India, unalejamiento del cual ya no esperábamosregresar.

Tal le ocurrió a Mermoz al atravesarpor primera vez el Atlántico Sur enhidroavión. Al caer la tarde se encontróen la región del Pot-au-Noir. Frente a él

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vio amontonarse de minuto en minuto lascolas de los tornados, como si seconstruyera una muralla, y, en seguida,la noche instalándose sobre aquellospreparativos disimulándolos. Y cuando,una hora después, se escurrió por debajode las nubes, desembocó en un reinofantástico.

Trombas marinas se alzaban allíacumuladas y, en apariencia, inmóviles,como los pilares negros de un templo,que soportaban, hinchados en susextremos, la bóveda oscura y baja de latempestad. Pero, a través de losdesgarrones de la bóveda, descendían

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haces de luz y la luna llena brillaba,entre las columnas, sobre las losas fríasdel mar. Mermoz prosiguió su ruta através de aquellas ruinas deshabitadas,corriendo oblicuamente de un canal deluz a otro, contorneando aquellascolumnas gigantescas donde, sin duda,rugía la ascensión del mar, avanzandodurante cuatro horas a lo largo deaquellas coladas de luna, hacia la salidadel templo. Y el espectáculo era tanabrumador que recién después que hubofranqueado el Pot-au-Noir, Mermoz sedio cuenta de que no había sentidomiedo ni por un instante.

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Recuerdo, también, una de aquellashoras en las que se atraviesan los lindesdel mundo real. Los datosradiogoniométricos comunicados por lasescalas saharianas habían resultadofalsos durante toda la noche y nos habíanengañado seriamente, a Neri, elradiotelegrafista, y a mí. De pronto, vibrillar el agua en el fondo de un claropracticado en la niebla. Virébruscamente en dirección a la costa. Nopodíamos saber cuánto tiempo hacía quenos precipitábamos hacia alta mar.

Ya no estábamos seguros de poderalcanzar la costa. Quizá no tuviéramos

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gasolina suficiente.Además, una vez alcanzada la costa,

todavía necesitábamos encontrar laescala. Ahora bien, era la hora en que nila luna llegaba a su ocaso. Sin datosangulares, además de sordos, nosíbamos volviendo poco a poco ciegos.La luna acababa de apagarse como unabrasa pálida, entre una bruma parecida aun banco de nieve. El cielo, por encimade nosotros, se cubría a su vez de nubes.En adelante, navegamos entre aquellasnubes y aquella bruma, en un mundovaciado de toda luz y de toda sustancia.

Las escalas que nos respondían

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renunciaban a proporcionarnos datossobre nosotros mismos: «No tenemosvuestra posición… Sin posición…», vaque nuestra voz les llegaba de todaspartes y de ninguna.

Al fin, bruscamente, cuando yadesesperábamos, frente a nosotros yalgo a la izquierda, se desenmascaró enel horizonte un punto brillante. Sentí unaalegría tumultuosa. Neri se inclinó haciamí… ¡y le oí cantar! Aquello no podíaser más que el aeródromo, no podía sermás que un faro, puesto que el Sahara,por las noches, se apaga por entero paraformar un gran territorio muerto. La luz,

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sin embargo, titiló un poco y después seapagó. ¡Habíamos puesto proa hacia unaestrella! Había permanecido visible tansólo por unos minutos en el horizonte,entre la capa de bruma y las nubes, en elmomento de ponerse.

Después vimos alzarse otras luces.Impulsados por una muda esperanza,dirigimos la proa hacia cada una deellas, una tras otra. Y si la luz semantenía, intentábamos la experienciavital: «Luz a la vista —ordenaba Neri ala escala de Villa Cisneros—. Apagadvuestro faro y encendedlo tres veces».Villa Cisneros apagaba y encendía su

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faro, pero la dura luz, la estrellaincorruptible que vigilábamos noguiñaba su ojo. A pesar de que lagasolina se agotaba, mordíamos losanzuelos de oro una y otra vez. Cada vezera la verdadera luz de un faro.

Cada vez era la escala y la vida. Yun momento más tarde teníamos quecambiar de estrella.

A partir de ese instante, nos vimosperdidos en el espacio interplanetario,entre cien planetas inaccesibles, enbusca del único planeta verdadero, delnuestro, del único que contenía nuestrospaisajes familiares nuestras casas

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amigas, nuestras ternuras.

Del único que contenía… Osrevelaré la escena que me representó miimaginación aunque quizás os parezcapueril. Pero, en el corazón del peligro,uno conserva las preocupacionespropias del hombre y yo sentía sed. Ytambién hambre. Si dábamos con VillaCisneros proseguiríamos el viaje,después de llenar los depósitos degasolina, y aterrizaríamos en Casablancaa la hora fresca del amanecer.¡Terminado el trabajo! Neri y yobajaríamos entonces a la ciudad. Alamanecer, ya se encuentra algún cafetín

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abierto… Nos sentaríamos ante unamesa, alejados de todo peligro, ypodríamos reírnos de la noche pasada,ante unos croissants calientes y el cafécon leche. Neri y yo recibiríamos aquelregalo matinal de la vida. Así como laanciana campesina no logra comunicarsecon su dios sino a través de una imagenpintada de una medalla ingenua, de unrosario, necesitamos que nos hablen unlenguaje sencillo para que logremosentenderlo. En aquel momento, la alegríade vivir se resumía para mí en el primersorbo perfumado y caliente, en la mezclade leche, de café y de trigo, por mediode la cual nos comunicamos con los

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pastos tranquilos las plantacionesexóticas y las cosechas, a través de lacual nos ponemos en contacto con todala tierra. Entre tantas estrellas, no existíani siquiera una que poseyera, paracolocarse a nuestro alcance, el tazónoloroso de la comida del amanecer.

Distancias infranqueables seacumulaban entre nuestro navío yaquella tierra habitada. Todas lasriquezas del mundo se alojaban en ungrano de polvo perdido entre lasconstelaciones. Y el astrólogo Neri, queprocuraba descubrirlo, seguíasuplicando a las estrellas.

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De repente, su puño golpeó sobre mihombro. En el papel que aquel empellónme anunciaba, leí: «Todo va bien, herecibido un mensaje magnífico…». Yesperé, con el corazón alterado, queterminara de transcribir las cinco o seispalabras que podían salvarnos. Por fin,recibí aquel regalo del cielo.

Estaba fechado en Casablanca, dedonde habíamos partido la víspera alatardecer. Retrasado en lastransmisiones, nos llegaba de pronto, ados mil kilómetros de distancia,perdidos en el mar, entre las nubes y laniebla. El mensaje procedía del

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representante del Estado, en elaeropuerto de Casablanca. Y leí: «Señorde Saint-Exupéry, me veo en laobligación de proponer a París que seasancionado por haber virado demasiadocerca de los hangares al partir deCasablanca». Cierto que aquel hombredesempeñaba su oficio al enfadarse y yohubiera acogido aquel reproche conhumildad en un despacho del aeropuerto.Pero lo recibíamos allí donde nodebíamos recibirlo.

Desentonaba entre las demasiadoescasas estrellas, el lecho de bruma, elsabor amenazador del mar. Sosteníamosen la mano nuestros propios destinos, el

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del correo y el de nuestro navío. Noscostaba un enorme esfuerzo gobernareste último para poder sobrevivir. Yaquel hombre purgaba contra nosotros supequeño rencor. No obstante, en lugar deenfadarnos, Neri y yo sentimos unimperioso y repentino deseo de reír.Aquí éramos los amos. Él nos lo habíahecho descubrir. ¿Es que aquel cabo nohabía visto en nuestras mangas quehabíamos ascendido a capitanes? Sepermitía molestarnos en nuestro sueño,mientras nos paseábamos muy dignosentre la Osa Mayor y Sagitario, cuandoel único problema lo bastante importantepara preocuparnos era aquella traición

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de la luna…

El deber inmediato, el único deberdel planeta en el que este hombre semanifestaba, consistía enproporcionarnos cifras exactas paranuestros cálculos entre los astros. Yresulta que nos las daban falsas. Porconsiguiente, al menos provisoriamente,lo que el planeta tenía que hacer eracallar. Y Neri me escribía: «En vez dedivertirse con esas tonterías, sería mejorque ellos nos condujeran a algunaparte…». Este «ellos» resumía para éltodos los pueblos del Globo, con susparlamentos, sus senados, sus marinas,

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sus ejércitos y sus Emperadores. Y, trashaber releído el mensaje de aquelinsensato que pretendía meterse connosotros, cambiamos de rumbo ypusimos proa hacia Mercurio.

Nos salvamos gracias a unaextrañísima casualidad: llegó elmomento en que, abandonando laesperanza de llegar a Villa Cisneros,viré perpendicularmente a la direcciónde la costa y decidí mantener el rumbohasta que se terminara el combustible.Me reservaba así alguna posibilidad deno caer en el mar. Por desgracia, misengañosos faros me habían conducido

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Dios sabía adónde.Por desgracia, también, aun en el

mejor de los casos, la espesa nieblaentre la cual nos veríamos obligados aaterrizar, nos dejaba pocasprobabilidades de hacerlo sin provocaruna catástrofe. Sin embargo, meresultaba imposible escoger.

La situación era tan clara que alcémelancólicamente los hombros cuandoNeri me pasó un mensaje que, una horaantes, nos hubiera salvado: «VillaCisneros se decide, por fin, a pasarnosla posición. Villa Cisneros indica: mildoscientos dieciséis. Dudoso…». Villa

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Cisneros ya no se hallaba hundida en lastinieblas. Villa Cisneros se revelabaallí, tangible, a nuestra izquierda. Sí,pero ¿a qué distancia? Neri y yosostuvimos una breve conversación. Sinos dedicábamos a buscar VillaCisneros, se acrecentaría el peligro deno alcanzar la costa. Neri respondió almensaje: «Nos queda combustible parauna hora. Obligados a mantener proa alnoventa y tres».

Las escalas, no obstante, se ibandespertando una por una. A nuestrodiálogo, se mezclaban las voces deAgadir, de Casablanca, de Dakar. Las

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estaciones de radio de cada una de lasciudades habían pasado el aviso a losaeropuertos. Los jefes de losaeropuertos habían avisado a loscompañeros. Y poco a poco, se reuníana nuestro alrededor, como alrededor dellecho de un enfermo. Calor inútil, mas, apesar de todo, calor. ¡Consejos estériles,pero tan cariñosos!

Y bruscamente surgió Toulouse.Toulouse, cabeza de línea, perdida alláabajo, a cuatro mil kilómetros. Toulousese introdujo de pronto entre nosotros y,sin preámbulos, dijo: «El aparato quepilotan, ¿no es un F…? (He olvidado la

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matrícula).» «Sí.». «En tal caso,disponen todavía de dos horas decombustible. El depósito de ese aparatono es estándar. Tienen combustible parados horas. Pongan proa a VillaCisneros».

De este modo, las necesidades queimpone un oficio transforman yenriquecen el mundo. Ni siquiera esnecesaria una noche semejante para queel piloto de línea descubra un sentidonuevo a los viejos espectáculos. Elpaisaje monótono que aburre al pasajeroes ya otro para la tripulación.

Esa masa neblinosa que cierra el

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horizonte ha dejado de ser un decoradopara él. Por el contrario, interesará susmúsculos y le planteará problemas. Latiene en cuenta ya, la mide, un verdaderolenguaje la liga a él. He ahí un pico,lejano aún. ¿Qué aspecto tendrá? A laluz de la luna, constituirá un cómodopunto de referencia. Pero si el pilotovuela a ciegas, si corrige con dificultadsu deriva y duda en su posición, el picose tornará peligroso, llenará con suamenaza la noche entera, lo mismo queuna sola mina sumergida, que vaya alazar de las corrientes, destruye laseguridad del mar.

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Así varían también los océanos. Alos ojos de los simples viajeros, latempestad se mantiene invisible.Observadas desde lo alto, las olas noofrecen ningún relieve. Pareceninmóviles.

Solamente grandes palmas blancasse extienden a sus pies, marcadas pornervaduras y rebabas y comoaprisionadas en una especie deescarcha. Sin embargo, la tripulaciónsabe que cualquier clase de amerizajeresulta allí prohibitivo. Aquellas palmasblancas se le presentan como grandesflores venenosas.

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E incluso cuando se trata de un viajefeliz, el piloto que navega por el tramode línea correspondiente, no asiste a unmero espectáculo. No admira aquelloscolores de la tierra y del cielo, aquellashuellas del viento en el mar, aquellasnubes doradas del crepúsculo, sino quelos medita. Semejante al campesino querecorriendo su dominio prevé, aconsecuencia de cien signos, la marchade la primavera, la amenaza de lahelada, el anuncio de las lluvias, elpiloto profesional descifra también lasseñales de la nieve, las señales de lasnieblas y las señales de la nochetranquila. La máquina que, al principio,

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parecía apartarle de los grandesproblemas naturales, ahora le somete aellos con mayor rigor aún. Solo, enmedio del vasto tribunal que un cielotempestuoso le presenta, el pilotodisputa su correo a tres divinidadeselementales: la montaña, el mar y latormenta.

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Capítulo 2

Los Compañeros

Fueron algunos de mis compañeros,Mermoz entre ellos, quienes fundaron lalínea francesa de Casablanca a Dakar, através del Sáhara insumiso. Los motoresde entonces resistían muy poco y unaavería entregó a Mermoz en manos delos árabes, quienes no resolviéndose amatarlo, lo mantuvieron prisionero

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quince días, liberándolo después, acambio de un rescate. Y Mermozcontinuó transportando su correo porencima de esos mismos territorios.

Cuando se inauguró la línea deAmérica, Mermoz, siempre en lavanguardia, fue encargado de estudiar eltrayecto de Buenos Aires a Santiago. Y,del mismo modo en que había trazado unpuente sobre el Sahara, hubo de señalarla ruta por encima de los Andes. Se leconfió un avión cuya máxima elevaciónera de cinco mil doscientos metros.Como los picos de la Cordillera seelevan a siete mil, Mermoz despegó en

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busca de brechas. Así después de laarena, enfrentó la montaña. Aquellospicos que, con el viento, hacen flamearsu velo de nieve. Aquella palidez de lascosas antes de la tormenta, aquellosremolinos tan violentos que, cuando sepresentan entre dos murallas de rocas,obligan al piloto a una especie de luchaa cuchillo. Mermoz se dispuso acombatir sin conocer en absoluto aladversario, sin saber si lograría escaparcon vida de aquellos abrazos. Mermoz«ensayaba» para los demás.

Al fin, cierto día, a fuerza de«ensayar», se descubrió prisionero de

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los Andes.

Varados a cuatro mil metros dealtura, sobre una meseta de paredesverticales, él y su mecánico intentarondurante dos días evadirse de su cárcel.Habían sido apresados. Entoncesjugaron su última carta: lanzaron suavión al vacío rebotando duramentecontra el suelo desigual mientras caíanhacia el precipicio, hasta alcanzar porfin la velocidad necesaria como paraque los mandos fueran nuevamenteobedecidos. Mermoz alcanzó aenderezar la nave frente a un pico querozó y, con el agua saliéndose por todos

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los tubos reventados durante la noche acausa de la helada y, con el motorparado desde hacía siete minutos,descubrió por último la llanura chilenadebajo de él, como una tierra prometida.

Al día siguiente, volaba de nuevo.

Cuando los Andes quedaron bienexplorados y cuando la técnica de lastravesías estuvo perfectamente a punto,Mermoz confió aquel trayecto a sucompañero Guillaumet y se dispuso aexplorar la noche.

El alumbrado de nuestras escalas nose hallaba aún organizado. En los

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campos de aterrizaje, completamente denoche, Mermoz aterrizaba con la débililuminación de tres fogatas de gasolina.

Mas él se las compuso a su modo yabrió la ruta.

Y así cuando la noche estuvo bienamaestrada, Mermoz ensayó el océano.En 1931, el correo fue transportado porprimera vez en cuatro días desdeToulouse a Buenos Aires. Al regreso,Mermoz sufrió una avería en el depósitodel aceite. La cosa ocurrió en el centrodel Atlántico Sur, con una marejada muyfuerte. Un barco le salvó a él, a sucorreo y a su tripulación.

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Así Mermoz desmalezó las arenas,la montaña, la noche y el mar. Cayó másde una vez en las arenas, en la montaña,en la noche y en el mar. Sin embargo,cuando regresaba, era siempre paravolver a partir.

Finalmente, después de doce años detrabajos, mientras sobrevolaba una vezmás el Atlántico Sur, señaló, por mediode un breve mensaje, que fallaba elmotor derecho de su aparato.

Después, se hizo el silencio.

La cosa no parecía demasiadoinquietante. Sin embargo, después de

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diez minutos sin recibir nuevas noticias,todos los puestos de radio de la línea,desde París hasta Buenos Aires,comenzaron a mostrarse angustiados.Porque, si diez minutos de retraso nosignifican casi nada en la vida corriente,en la aviación postal adquieren untremendo significado. En el corazón deese tiempo muerto se halla encerrado unacontecimiento aún desconocido que,insignificante o desgraciado, ya hasucedido. El destino ha pronunciado susentencia y esa sentencia es irrevocable.Una mano de hierro ha conducido ya aun aparato hacia el amerizaje o hacia lacatástrofe, pero el veredicto no ha sido

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comunicado aún a los que esperan.

¿Quién de entre nosotros desconoceesas esperanzas que se tornan cada vezmás frágiles, ese silencio que empeorade minuto en minuto como unaenfermedad fatal? Esperamos. Pero vanpasando las horas y, poco a poco sehace tarde. Al fin tuvimos queconvencernos de que nuestroscompañeros ya no regresarían, quedescansaban para siempre en aquelAtlántico Sur, cuyo cielo habían aradotantas veces. Mermoz, decididamente, sehabía atrincherado detrás de su obra,semejante al segador que, después de

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haber sujetado bien su gavilla, seacuesta a reposar en su campo.

Cuando un compañero muere así, sumuerte se parece a un acto más deservicio y, al principio, causa quizámenos dolor que otra clase de muerte.Cierto es que se ha alejado, que hasufrido su último cambio de escala, perosu presencia no nos falta aún con tantaintensidad como podía faltarnos el pan.

Estamos, en efecto, acostumbrados aesperar durante mucho tiempo losencuentros. Porque los compañeros delínea se encuentran dispersos por elmundo, aislados como los centinelas que

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casi no se hablan. Es necesario el azarde los viajes para que, en algún lugar, sereúnan los miembros de la gran familiaprofesional. Alguna noche, alrededor deuna mesa, en Casablanca, en Dakar o enBuenos Aires, después de años desilencio, se reanudan aquellasconversaciones interrumpidas y serenuevan los viejos recuerdos. Después,se vuelve a partir. De esta forma, latierra, es, a la vez desierta y rica. Ricaen esos jardines secretos, escondidos,difíciles de alcanzar, mas a los cualesnuestro oficio nos conduce siempre, undía u otro. Acaso la vida nos aparta delos compañeros, nos impide pensar

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mucho en ellos. Sin embargo, sabemosque se encuentran en algún lugar, unlugar ignorado, más o menos silenciososy olvidados, ¡pero tan fieles! Y si noscruzamos en su camino, nos sacuden porlos hombros con demostraciones cálidasde alegría. Nos hemos acostumbrado aesperar, claro…

No obstante, poco a poco,descubrimos que no volveremos a oírnunca la risa clara de aquél,comprendemos que este jardín se nos hacerrado para siempre. Entonces,comienza nuestro verdadero dolor, queno llega a la desesperación, pero sí a la

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amargura.

En efecto, nada ni nadie podráremplazar jamás al camarada perdido.Los viejos camaradas no se crean. Nadavale tanto como el tesoro de losrecuerdos comunes, de tantas horasvividas juntos, de tantos enfados, detantas reconciliaciones, de losmovimientos del corazón. Esasamistades no se reconstruyen. Si seplanta un roble, es inútil esperarcobijarse pronto bajo sus ramas.

Así transcurre la vida. Primero nosenriquecemos, después plantamosdurante años. Pero vienen los años en

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que el tiempo deshace aquel trabajo y elbosque se aclara. Los compañeros, unoa uno, nos retiran su sombra. Y a nuestratristeza se mezcla, en adelante, el íntimopesar de envejecer.

Tal es la moral que Mermoz y otroscomo él nos enseñaron. Quizá lagrandeza de un oficio consista, más quenada, en unir a los hombres. Sólo existeun lujo verdadero, y es el de lasrelaciones humanas.

Trabajando únicamente porconseguir bienes materiales, no hacemossino construirnos nuestra propia prisión.Nos encerramos a solas con nuestra

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provisión de ceniza que no nosproporciona nada que merezca servivido.

Si busco entre mis recuerdos los queme han dejado un sabor duradero, sihago balance de las horas que hanvalido la pena, siempre me encuentrocon aquéllas que no me procuraronninguna fortuna. No se puede comprar laamistad de un Mermoz, un compañero aquien las pruebas superadas juntos hanligado a nosotros para siempre.

No se puede comprar aquella nochede vuelo con sus cien mil estrellas,aquella serenidad, aquel poder absoluto

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sentido durante unas cuantas horas.

No se puede comprar ese aspectonuevo del mundo después de una etapadifícil, esos árboles, esas flores, esasmujeres, esas sonrisas recién coloreadaspor la vida que acaba de conducimos alamanecer, ese conjunto de pequeñascosas que nos recompensan.

Ni tampoco aquella noche vividaentre rebeldes y de la que acabo deacordarme.

Al caer la tarde, tres tripulacionesde la Aeropostal nos encontramosaterrizados en la costa de Río de Oro.

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Mi compañero Riguelle había sido elprimero en descender a consecuencia deuna rotura de biela. Otro, Bourgat, habíabajado a su vez para recoger suequipaje, pero una avería sinimportancia le había dejado en tierra.Por fin llegué yo, cuando ya casi habíacaído la noche. Y decidimos esperar aque se hiciera de día y a que el avión deBourgat quedara reparado.

Un año antes, nuestros compañerosGourp y Erable, detenidos a causa deaverías, aquí mismo, habían sidoasesinados por un grupo de insurrectos.Sabíamos que, en aquel momento, una

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partida de trescientos fusiles acampabaen algún lugar cerca de Bojador, y quenuestros tres aterrizajes, visibles desdelejos, los habrían puesto sobre aviso.Así comenzábamos una velada que bienpodía ser la última.

Nos instalamos, pues, para pasar lanoche. Desembarcamos de los baúles deequipaje cinco o seis cajas demercaderías que, después de vaciadas,colocamos en círculo. En el fondo decada una de ellas, como en el hueco deuna garita, encendimos una miserablevela, apenas protegida contra el viento.Así, en pleno desierto, sobre la cáscara

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desnuda del planeta, en un aislamientocomo el de los primeros años delmundo, construimos un pueblo dehombres.

Agrupados para pasar la noche enaquella gran plaza de nuestro pueblo, enaquel retazo de arena donde nuestrascajas vertían una luz temblorosa,esperamos. Esperábamos el alba quenos salvaría, o, bien, a los árabes. Y nosé por qué había algo en aquella nocheque le daba sabor de Nochebuena.Cambiábamos recuerdos, bromeábamosy cantábamos.

Saboreábamos un ligero fervor

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idéntico al que se experimenta en mediode una fiesta bien preparada. Y, sinembargo, éramos infinitamente pobres.Viento, arena y estrellas. Un estilo duropara monjes trapenses. No obstante,encima de aquel mantel escasamenteiluminado, seis o siete hombres que noposeían ya nada en el mundo, sino susrecuerdos, compartían invisiblesriquezas.

Por fin nos habíamos encontrado.Los hombres caminamos durante muchotiempo juntos, pero encerrados ennuestro propio silencio, ointercambiando palabras que no

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transfieren nada. Mas cuando llega lahora del peligro, entonces nos ayudamosunos a otros. Comprendemos queformamos parte de la misma comunidad.Crecemos al descubrir otrasconciencias. Nos miramos y sonreímos.Nos sucede lo que a ese prisioneroliberado que se maravilla ante lainmensidad del mar.

¡Felicidad! Es inútil buscarla en otrolugar que no sea en la calidez de lasrelaciones humanas.

Nuestros sórdidos intereses sórdidosnos aprisionan dentro de sus paredes.Sólo un compañero nos puede agarrar de

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la mano y tirar de ella para liberarnos.Es indispensable crear esas relaciones.Se necesita el aprendizaje para saberdesempeñar el trabajo. El juego y elriesgo son de gran ayuda. Cuandointercambiamos apretones de manos,cuando competimos en carreras, cuandonos unimos para salvar a alguien enproblemas, cuando gritamos en busca deayuda en la hora del peligro… sóloentonces comprendemos que no estamossolos en la tierra.

Cada hombre debe mirar en suinterior para enseñarse a uno mismo elsignificado de la vida. No es algo que sedescubra: es algo moldeado. Podemos

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romper los muros de esta prisión que laedad del comercio ha creado alrededorde nosotros. Todavía podemos correrlibremente, llamar a nuestroscompañeros, y maravillarnos deescuchar una vez más, en respuesta anuestra llamada, el canto patético de lavoz humana.

Guillaumet, viejo amigo, voy a decirahora algunas palabras sobre ti. Aunqueprocuraré, para no molestarte, no insistirdemasiado al hablar de tu valentía o detu espíritu profesional.

Lo que yo desearía es otra cosa: voya relatar la más bella de tus aventuras.

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Existe una cualidad que no tienenombre. Quizá podría llamársela«seriedad», mas la palabra no mesatisface, ya que la cualidad a que merefiero viene acompañada a veces por laalegría más jovial. Se trata de esaactitud del carpintero que se instalafrente a su pieza de madera, la palpa, lamide, y que no la trata a la ligera, sinoque apela para trabajarla, a toda susabiduría.

He leído en cierta ocasión,Guillaumet, una reseña en la que seelogiaba tu aventura, y tengo una viejacuenta que ajustar con aquella

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descripción que no fue nada fiel. Se tepresentaba allí lanzando exabruptos debravucón, como si el valor consistieraen ponerse a gastar bromas de colegialen medio de los más arriesgadospeligros y a la hora de la muerte. No teconocían, Guillaumet. Tú no sientes lanecesidad de burlarte de tus adversariosantes de encararte con ellos.

Frente a una tempestad, te dicessimplemente: «He ahí una tempestad». Yla aceptas y la sopesas.

Yo traigo aquí, Guillaumet, eltestimonio de mis recuerdos.

Hacía cincuenta horas que habíasdesaparecido, en pleno invierno, durante

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una travesía de los Andes. Yo acababade regresar desde lo más lejano de laPatagonia y me reuní con el piloto Deleyen Mendoza. Uno y otro, por espacio decinco días, escudriñamos desde nuestrosaviones aquel amontonamiento demontañas, sin lograr descubrir nada.Nuestros dos aparatos no bastaban. Nosparecía que ni cien escuadrillas volandodurante cien años acabarían jamás deexplorar aquel enorme macizo, cuyospicos se elevaban hasta siete mil metros.Habíamos perdido ya toda esperanza. Nisiquiera los contrabandistas, esosbandidos que allá abajo cometen uncrimen por cinco francos, se

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aventuraban a guiar expediciones desocorro por los contrafuertes de lacordillera: «Sería tanto como jugarse lavida.-Decían. Los Andes, en invierno,no devuelven a los hombres». CuandoDeley y yo aterrizamos en Santiago,también los oficiales chilenos nosaconsejaron suspender nuestrabúsqueda. «Estamos en invierno.Aunque su compañero haya logrado salirileso de la caída, no habrá sobrevividoa la noche. Allá arriba, cuando la nochepasa sobre el hombre, lo convierte enhielo». Y cuando, de nuevo, medeslizaba entre las murallas y losgigantescos pilares de los Andes, me

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parecía que ya no estaba buscándote,sino velando en silencio tu cuerpo en elinterior de una catedral de nieve.

Por fin, al séptimo día, mientras yoalmorzaba entre dos travesías, en unrestaurante de Mendoza, un hombreempujó la puerta y gritó… ¡Oh!, pocacosa: —¡Guillaumet… vivo!

Y todos los desconocidos que ahí seencontraban se abrazaron.

Diez minutos después, yo habíadespegado, tras haber cargado a bordo ados mecánicos, Lefevbre y Abri.Transcurridos cuarenta minutos, aterricéa lo largo de una carretera, habiendo

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reconocido, no sé cómo, el vehículo quete llevaba no sé adónde, por el lado deSan Rafael. Fue un hermoso encuentro.Todos llorábamos y te estrujábamosentre nuestros brazos, vivo, resucitado,autor de tu propio milagro. Fue entoncescuando tú manifestaste, y aquélla fue tuprimera frase inteligible, el admirableorgullo de un hombre: «Lo que yo hehecho, te lo juro, ninguna bestia habríasido capaz de hacerlo».

Más tarde, nos relataste el accidente.Se debió a una tempestad que cubrió

con cinco metros de nieve, en cuarenta yocho horas, la vertiente chilena de losAndes, taponando todo el espacio. Los

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americanos de la Pan-Air habían dadomedia vuelta. Tú, sin embargo,despegaste en busca de una rendija en elcielo. Descubriste aquella trampa, unpoco más al Sur, y, a seis mil quinientosmetros de altitud, sobre las nubes que secernían a seis mil y entre las cualesemergían únicamente los altos picos dela cordillera andina, pusiste rumbo aArgentina.

Las corrientes descendentesproducen a veces en los pilotos una rarasensación de malestar. El motor vaperfectamente, pero uno se hunde. Seintenta ascender para mantener la altura,pero el avión pierde velocidad y se

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torna blando. El hundimiento continúa.Se afloja la mano temiendo haberinsistido demasiado en la subida, sedeja derivar el avión hacia la derecha ohacia la izquierda para adosarse a lacresta favorable, la que recibe losvientos como un trampolín, pero elaparato sigue hundiéndose. Es como sitodo el cielo descendiera. Como estaraprisionado en una especie de accidentecósmico. Ya no hay ningún refugio.Intentas en vano dar media vuelta, conobjeto de recuperar, detrás, las zonasdonde el aire te sostenía, sólido y llenocomo una columna.

Pero ya no hay ninguna columna.

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Todo se descompone y te deslizas por undesquiciamiento universal hacia la nubeque va subiendo blandamente, se levantahasta ti y te absorbe.

“Había estado ya a punto de chocar.—Nos contabas.— Sin embargo, aún noquería convencerme.

A veces, se encuentran corrientesdescendentes por encima de nubes queparecen estables, por la sencilla razónde que, a la misma altitud, serecomponen indefinidamente. Todo estan raro en la alta montaña…”.

«¡Y qué nubes!».En cuanto comprendí que me hallaba

atrapado, solté los mandos y me agarré

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al asiento para no ser proyectado fuera.Las sacudidas eran tan fuertes que lascorreas me lastimaban los hombros yhubieran saltado. Además, la escarchame había privado por completo de todohorizonte instrumental y me hizo rodarcomo un sombrero de los seis mil a lostres mil quinientos metros.

A tres mil quinientos, entreví unamasa negra, horizontal, que me permitióenderezar el avión. Se trataba de unestanque que reconocí: la lagunaDiamante. Sabía que estaba situada enuna especie de embudo, en uno de cuyosflancos se eleva el volcán Maipú a seismil novecientos metros.

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Aunque me había desembarazado dela nube, continuaba todavía cegado porespesos torbellinos de nieve y no podíaalejarme de mi lago sin estrellarmecontra una de las paredes del embudo.

Fui dando vueltas alrededor de lalaguna, a treinta metros de altura, hastaque se terminó el combustible. Despuésde dos horas de aquel picadero,descendí y capoté. Cuando logré salirdel avión, la tempestad me lanzó contrael suelo. Me levanté y volvió aderribarme. No me quedó más soluciónque arrastrarme debajo de la carlinga ycavar un hoyo en la nieve. Me envolvíallí en bolsas postales y, durante

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cuarenta y ocho horas, esperé. Despuésde lo cual, una vez que la tempestad seapaciguó, me puse en marcha. Caminécinco días y cuatro noches.

¿Qué quedaba de ti, Guillaumet? ¡Teencontramos, sí, pero quemado y reseco,encogido como una vieja! Aquellamisma noche, en avión, te conduje aMendoza, adonde las sábanas blancas sedeslizaron sobre ti como un bálsamo.Sin embargo, no te curaban. Teembarazaba aquel cuerpo torturado, quetú movías y removías, sin conseguiralojarlo en el sueño. Tu cuerpo noolvidaba ni las rocas ni las nieves. Ellas

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te marcaban. Yo observaba tu rostronegro, tumefacto, parecido a un frutomaduro que ha sido golpeado. Estabasmuy feo y miserable habiendo perdido eluso de tus hermosos útiles de trabajo:Tus manos seguían entumecidas ycuando, para respirar, te sentabas en elborde de la cama, tus pies heladoscolgaban como dos pesos muertos. Nisiquiera habías terminado tu viaje.Todavía jadeabas y, cuando te volvíascontra la almohada en busca dedescanso, una procesión de imágenesque no eras capaz de detener, unacomparsa que se impacientaba entrebastidores, comenzaba en seguida a

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danzar en tu cráneo. Y la procesióndesfilaba. Y tú volvías a empezar veinteveces el combate contra los enemigosque resucitaban de entre sus cenizas.

Yo te atiborraba de tisanas:—¡Bebe, hombre!—Lo que más me asombró…

¿Sabes…?

Boxeador victorioso, pero marcadopor los terribles golpes recibidos,revivías tu extraña aventura. Y te ibasliberando de ella por retazos. Y yo teveía, durante tu relato nocturno,andando, sin pico, sin cuerdas, sinvíveres, escalando gargantas de cuatro

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mil quinientos metros, o progresando alo largo de paredes verticales,sangrando de los pies, de las rodillas yde las manos, a cuarenta grados bajocero. Vaciado, poco a poco, de tusangre, de tus fuerzas y de tu razón,seguías avanzando con una terquedad dehormiga, volviendo sobre tus pasos pararodear el obstáculo, alzándote despuésde tus caídas o remontando porpendientes que sólo conducían alabismo, sin concederte el menor instantede respiro, porque sabías que nohubieras conseguido levantarte despuésde tu lecho de nieve.

En efecto, cuando resbalabas, tenías

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que ponerte de pie inmediatamente, parano convertirte en piedra. El frío tepetrificaba de segundo en segundo y, porhaberte permitido, después delaterrizaje, un minuto de descanso demás, te veías obligado, para levantarte,a poner en juego músculos muertos.Resistías a las tentaciones.

«En la nieve —me decías—, sepierde todo instinto de conservación.Después de dos, tres, cuatro días demarcha, lo único que se desea es dormir.También yo lo deseaba. Pero me decía amí mismo: Si mi mujer cree que estoyvivo, me ve caminando. Los compañerospiensan asimismo que ando. Todos ellos

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tienen confianza en mí. Y seré un cerdosi no camino».

Y tú caminabas y, con la punta de tunavaja, abrías cada día un poco más eldesgarrón de tus zapatos, para que tuspies, que se helaban y se hinchaban,pudieran resistir.

Me hiciste esta extraña confidencia:«A partir del segundo día, ¿sabes?,

mi mayor trabajo consistió en procurarno pensar. Sufría demasiado y misituación era excesivamentedesesperada. Para conservar el valor deseguir andando, era preciso no pensar enello. Por desgracia, controlaba mal mi

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cerebro, que trabajaba como una turbina.No obstante, todavía podía escogerlesus imágenes. Lo arrastraba hacia unapelícula, un libro. Y la película o ellibro desfilaban en mi imaginación atoda velocidad. Lo malo era que aquellome conducía de nuevo a mi situaciónactual. De manera irremisible. Entonceslo lanzaba hacia otros recuerdos…».

En una ocasión, si embargo, en queresbalaste y te quedaste tendido bocaabajo en la nieve, renunciaste alevantarte. Eras como el boxeador que,vaciado de repente de toda pasión, oyecómo los segundos van cayendo de uno

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en uno en un universo irreal, hasta eldécimo, que es inapelable.

«He hecho todo cuanto he podido yya no me queda ninguna esperanza, ¿paraqué obstinarme en este martirio?». Tebastaba con cerrar los ojos para que elmundo te dejara en paz. Para borrar deluniverso las rocas, los hielos y lasnieves. Apenas cerradas aquellaspupilas milagrosas, ya no habría golpes,ni caídas, ni músculos desgarrados, nihielo que quemara, ni ese peso de lavida para arrastrar cuando uno caminacomo un buey y la vida pesa más queuna carreta. Tu saboreabas ya aquel frío

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que se había convertido en un veneno yque, parecido a la morfina, te llenabaahora de bienestar. Tu vida se refugiabaalrededor de tu corazón. Algo dulce yprecioso se acurrucaba en el centro de timismo. Tu conciencia, poco a poco,abandonaba las regiones lejanas deaquel cuerpo que, animal hasta entoncesatiborrado de sufrimientos, participabaya de la indiferencia del mármol.

Incluso tus escrúpulos se calmaban.Nuestras llamadas ya no te alcanzaban o,más exactamente, se transformaban enlas llamadas de un sueño. Túrespondías, feliz, con una marcha deensueño, a zancadas fáciles que te

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abrían sin esfuerzo las delicias de lasllanuras. ¡Con qué facilidad tedeslizabas por un mundo que tanagradable se había vuelto para ti! .Turetorno, Guillaumet, decidías, conavaricia, negárnoslo.

Los remordimientos llegaron desdeel trasfondo de tu conciencia. Al sueñose mezclaron, de pronto, detallesprecisos: «Pensaba en mi mujer. Mipóliza de seguro la libraría de lapobreza. Sí, pero la póliza…».

En los casos de desaparición, lamuerte legal se retrasa durante cuatroaños. Este detalle se te apareció con

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tanta claridad que borró todas las demásimágenes. Ahora bien, tu cuerpo estabaahora tendido boca abajo, en una fuertependiente nevada. Y ese cuerpo, alllegar el verano, rodaría con aquel barrohacia una de las mil grietas de losAndes. Tú lo sabías. Pero sabías,asimismo, que una roca emergía a unoscincuenta metros delante de ti: «Pensé:si me pongo en pie, quizá puedaalcanzarla. Y si coloco mi cuerpoapoyado contra la piedra, cuando llegueel verano lo encontrarán».

Una vez en pie, caminaste durantedos noches y tres días.

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Sin embargo, no pensabas llegar muylejos.

«Muchos signos me presagiaban elfin. Por ejemplo, me veía obligado adetenerme cada dos horas, más o menos,para ensanchar un poco mi zapato,friccionar con nieve mis pies que sehinchaban o, sencillamente, paraproporcionar un descanso a mi corazón.Hacia los últimos días, perdía a ratos lamemoria. Cuando llevaba ya mucho ratoandando, me daba cuenta de que habíaolvidado algo. La primera vez fue unguante y, con aquel frío, la cosaresultaba grave… Lo había colocado

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frente a mí y me marché sin recogerlo.Después fue el reloj. Luego la navaja.Más tarde, la brújula. A cada parada, meiba empobreciendo… Lo que salva esdar un paso. Y todavía un paso. Siemprees el mismo paso el que se recomienza».

«Te juro que ninguna bestia habríasido capaz de hacer lo que yo he hecho».Esta frase, la más noble que yo conozca,esta frase que sitúa al hombre en suverdadero lugar, que lo honra, querestablece las auténticas jerarquías, nose me borraba de la memoria. Tú, porfin, te dormías. Tu conciencia quedabaabolida, pero volvería a renacer aldespertarse y dominaría de nuevo aquel

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cuerpo desmantelado, arrugado,quemado. El cuerpo, por consiguiente,no es más que un buen útil, el cuerpo noes más que un servidor. Y este orgullode poseer un buen útil, tú, Guillaumet,sabías describirlo así:

«Privado de comida, ya puedesimaginar que, al tercer día de marcha…,mi corazón no latía ya muy de prisa…¡Pues bien! Avanzaba a lo largo de unapendiente vertical, suspendido porencima del vacío, cavando agujeros paracolocar mis puños, cuando mi corazónsufrió una avería.

Vaciló, volvió a latir. Por algún

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tiempo, anduvo a los saltos. Yo sentíaque si vacilaba un momento más, mesoltaría. Por lo tanto, permanecí inmóvily escuché en mi interior. Nunca, ¿meoyes?, nunca había estado en mi avióntan pendiente de mi motor como me sentídurante aquellos minutos en que colgabade mi corazón. Yo le decía: —¡Anda,haz un esfuerzo! Procura seguirlatiendo… ¡Por fortuna, era un corazónde buena calidad! Vacilaba, perosiempre volvía a latir… ¡Si supieras quéorgulloso me sentí de mi corazón!».

En la habitación de Mendoza dondete velaba, te dormiste, por fin, agotado.

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Y yo pensaba: Si le hablaran de suvalor, Guillaumet se limitaría aencogerse de hombros. Pero tambiénsupondría una traición ensalzar sumodestia. Él está bastante más allá detal cualidad mediocre. Si alza loshombros es por sensatez. Él sabe que,una vez metidos en la acción, loshombres ya no tienen miedo. A loshombres únicamente les asusta lodesconocido. Que para cualquiera quelo enfrenta, ya no es lo desconocido.Sobre todo cuando se observa consemejante seriedad lúcida.

El valor de Guillaumet es, ante todo,un efecto de su rectitud. Su verdadera

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cualidad no reside allí. Su grandezaconsiste en sentirse responsable.Responde de sí mismo, del correo y delos compañeros que lo esperan. Sabeque tiene en sus manos la pena o laalegría de aquéllos.

Se siente responsable de todo lonuevo que se construye allá abajo, entrelos vivos, en lo cual él debe participar.Un poco responsable también deldestino de los hombres, en la medida desu trabajo.

Él pertenece a ese tipo de hombresgenerosos que aceptan cubrir amplioshorizontes con su sangre. Ser hombresignifica, precisamente, ser responsable.

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Supone conocer la vergüenza frente auna miseria que no parecía depender deuno. Supone sentirse orgulloso de unavictoria que los compañeros hanconseguido. Supone sentir, al colocar sugrano de arena, que se contribuye aconstruir el mundo.

Se pretende equiparar a taleshombres con los toreros o losdeportistas. Se elogia el desprecio a lamuerte de éstos. Me río del desprecio ala muerte. Si no arraiga en unaresponsabilidad aceptada, no es más queun signo de pobreza o de exceso dejuventud. Conocí a un suicida joven. No

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recuerdo qué clase de mal de amores leempujó a dispararse cuidadosamente untiro en el corazón. Ignoro qué tentaciónliteraria le llevó a ponerse en las manosguantes blancos, pero recuerdo habersentido frente a aquella triste mascaradauna impresión, no de nobleza, sino demediocridad. Detrás de aquel rostroamable, bajo aquel cráneo de hombre,no había existido nada, absolutamentenada. Sólo la imagen de algunamuchachita boba, como hay tantas.

Y frente a aquel destino vacío,recordaba la auténtica muerte de unhombre.

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La de un jardinero, que me decía:«¿Sabe usted…? A veces sudaba alcavar. La pierna me dolía por culpa demi reumatismo y yo maldecía aquellaesclavitud. En cambio hoy, querríacavar, cavar sin tregua la tierra. ¡Cavarme parece ahora tan hermoso! ¡Se sienteuno tan libre cuando cava! Y, además,¿quién va a podar mis árboles cuando yofalte?». Sabía que abandonaba una tierrapor desmalezar, que dejaba un planetapor desmalezar. Estaba ligado por elamor a todas las tierras y a todos losárboles de la tierra. ¡Él era el generoso,el pródigo, el gran señor!

Era, al igual que Guillaumet, un

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hombre valiente cuando luchaba, ennombre de su Creación, contra lamuerte.

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Capítulo 3

El Avión.

Qué más da, Guillaumet, si tus días y tusnoches transcurren controlandomanómetros, equilibrándote sobregiroscopios, auscultando el jadeo de losmotores, apoyándote contra quincetoneladas de metal: los problemas quese te plantean son, después de todo,problemas humanos y, sin duda, tu

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nobleza es la misma que la delmontañero. Tú sabes, como un poeta,saborear el anuncio del alba. Cuántasveces, en lo más profundo de las nochesdifíciles, has anhelado la aparición deese pálido ramillete, de esa claridad quebrota al Este de las negras tierras.Cuántas veces, esa fuente milagrosa seha deshelado lentamente frente a ti y teha curado, justo cuando pensabas queibas a morir.

El uso de una herramienta inteligenteno te ha convertido en un aburridotécnico. Me parece que esos que tanto seespantan de nuestros progresosconfunden el fin con los medios. En

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efecto quien siembra con la únicaesperanza de lograr bienes materiales nologra nada por lo que valga la penavivir. La máquina no es un fin. El aviónno es un fin: es una herramienta. Unaherramienta como el arado.

Si creemos que la máquina echa aperder al hombre es, tal vez, porque nosfalta un poco de perspectiva para poderemitir un juicio sobre las consecuenciasde cambios tan rápidos como los quenos ha tocado vivir. ¿Qué son cien añosde historia de la máquina frente a losdoscientos mil años de historia delhombre? Acabamos de instalarnos eneste paisaje de minas y centrales

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nucleares. Acabamos de mudarnos a estanueva casa, que todavía no hemos nisiquiera terminado de edificar. A nuestroalrededor todo ha cambiado muydeprisa: relaciones humanas,condiciones de trabajo, costumbres.Hasta los fundamentos de nuestrapsicología se han visto sacudidos. Laspalabras separación, ausencia, distancia,regreso, aunque son las mismas, ya noremiten a las mismas realidades. Paraaprehender el mundo de hoy usamos unlenguaje creado para el mundo de ayer, ynos parece que la vida del pasado seadecúa mejor a nuestra naturalezaporque responde mejor a nuestro

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lenguaje.Cada progreso nos ha alejado un

poco más de unas costumbres quetodavía no habíamos tenido tiempo deadquirir, por lo que somos auténticosemigrantes que aún no han podido fundarsu patria.

Todos somos como jóvenes ingenuosque se siguen asombrando frente ajuguetes nuevos. Por eso competimoscon los aviones: éste sube más alto, ésevuela más rápido. Olvidamos el motivopor el que lo hacemos volar. La carreracobra más importancia que el destino, ysiempre ocurre lo mismo. Para el infantedel ejército colonizador que funda un

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imperio, el sentido de la vida esconquistar. El soldado desprecia alcolono, pero ¿acaso esa conquista no selleva a cabo para que el colono puedaafincarse? Del mismo modo, al exaltarnuestros progresos, nos servimos de loshombres para trazar vías férreas, paraerigir fábricas, para perforar pozos depetróleo. Casi habíamos olvidado quehacíamos esas obras para que sirvierana los hombres. Durante la conquistanuestra moral fue una moral desoldados, pero ahora tenemos quecolonizar, tenemos que llenar de vidaesta casa nueva, que todavía no tienerostro. La verdad fue, para uno, edificar;

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la verdad es, para otro, habitar.Así, poco a poco, nuestra casa se

hará más humana. Incluso la máquina,cuanto más se perfecciona, más sedifumina detrás de su función. Pareceque todo el esfuerzo industrial delhombre, todos sus cálculos, todas lasnoches en vela encima de los planos,sólo conduzcan de modo visible a lasencillez. Parece que se necesite toda laexperiencia de varias generaciones paraperfilar lentamente la curva de unacolumna, de un casco de barco, de unfuselaje de avión, para lograr la purezaprimigenia de un seno o de un hombro.Parece que el trabajo de los ingenieros,

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de los delineantes, de los analistas delcentro de estudios, consiste,aparentemente, en borrar y pulir, enaligerar aquel empalme, equilibrar estaala hasta que ya no se la note, hasta queya no sea un ala incrustada en unfuselaje, sino una sola forma que,perfectamente lograda, se hadesprendido de su ganga, una forma quesea como un conjunto misteriosamenteensamblado, espontáneo como unpoema. Parece que la perfección sealcanza no ya cuando no queda nada porañadir, sino cuando no queda nada porsuprimir. Al término de su evolución lamáquina se disimula.

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De esta forma, la perfección delinvento reside en la ausencia deinvención. Y así como en el instrumentose ha ido borrando cualquier mecánicavisible, por lo que disponemos de unobjeto tan natural como un guijarropulido por el mar, el manejo de lamáquina, admirablemente, consigue quenos olvidemos de ella.

En otro tiempo teníamos que trabajarcon un artefacto complicado.Actualmente nos olvidamos de que unmotor gira. A fin de cuentas cumple consu función, la de girar, así como uncorazón palpita y no por ello nosfijamos en el nuestro. La herramienta ya

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no absorbe nuestra atención, más allá desí misma, y gracias a ella encontramosnuestra auténtica naturaleza, la deljardinero, la del navegante o la delpoeta.

Es con el agua, con el aire, con loque entra en contacto el piloto aldespegar, cuando marchan los motores,cuando el avión ya surca el mar, con unchapoteo que resuena en el casco comoun gong, cuando el hombre puede sentiren sus riñones ese temblor. Entonces,experimenta cómo, segundo a segundo,al ir ganando velocidad, el hidroaviónse carga de poder; siente cómo, en esasquince toneladas de materia, se prepara

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la madurez que propicia el vuelo. Elpiloto aferra los mandos con las manosy, paulatinamente, recibe en el hueco delas palmas ese poder, como un don. Amedida que lo recibe, los órganosmetálicos de los mandos se transformanen mensajeros de su fuerza de modo que,cuando ésta llega a su punto, el piloto,moviendo la mano con suavidad, comosi el mando fuera una cucharilla, separael avión del agua y lo instala en el aire.

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Capítulo 4

El avión y el planeta.

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1

El avión es una máquina, no hay duda,pero ¡qué instrumento de análisis! Esteinstrumento nos ha permitido descubrirel auténtico rostro de la tierra, puesdurante siglos las carreteras nos hanengañado. Éramos como aquellasoberana que deseaba visitar a sussúbditos para saber si estaban contentosen su reino. Para engañarla, loscortesanos dispusieron unos cuantosdecorados en la carretera y pagaron a

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algunos figurantes para que danzaranallí. Ella no vio nada de su reinoexcepto ese delgado hilo conductor, y nosupo que a lo largo de los camposquienes morían de hambre la maldecían.

De igual forma nosotros nosdesplazábamos a lo largo de carreterassinuosas que evitando las tierrasestériles, las rocas, las arenas, sacianlas necesidades del hombre y lo llevande una fuente a otra. Conducen a loscampesinos desde sus granjas a loscampos de trigo; recogen en el umbraldel establo al ganado todavía dormido y,al alba, lo derraman por los campos dealfalfa. Unen este pueblo con aquél, pues

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la gente de uno se casa con la gente delotro. Y cuando alguna osa adentrarse enun desierto, no duda en dar veinterodeos para permitir disfrutar del oasis.

Así, engañados por sus inflexionescomo por tantas mentiras piadosas,después de atravesar, a lo largo denuestros viajes, tantas tierras de regadío,tantos vergeles, tantas praderas, noshemos ido formando una hermosaimagen de nuestra prisión. Nos hemoscreído que este planeta era húmedo yagradable.

Pero nuestra vista se ha aguzado yhemos progresado de modo cruel. Conel avión hemos aprendido lo que era la

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línea recta. En cuanto despegamos,abandonamos esos caminos que setuercen hacia los abrevaderos y hacialos establos, o que serpentean de ciudaden ciudad. De ahora en adelante, libresde nuestras queridas servidumbres, sintener ya necesidad de fuentes, ponemosrumbo hacia metas lejanas. Sólo ahora,desde lo alto de nuestras trayectoriasrectilíneas, descubrimos el fundamentoesencial, los cimientos de las rocas, dela arena y de la sal, en los que, algunasveces, la vida, como el musgo en losrecovecos de las ruinas, aquí y allá, seatreve a crecer.

Nos convertimos así en físicos, en

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biólogos, examinando estascivilizaciones que adornan lasprofundidades de los valles y florecenmilagrosamente como parques allídonde el clima les es favorable.Juzgamos al hombre a escala cósmica.Observándolo a través de nuestrasventanillas como a través de aparatos delaboratorio. Estamos releyendo nuestrahistoria.

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2

El piloto que se dirige al estrecho deMagallanes sobrevuela, un poco al Surde Río Gallegos, una antigua lengua delava. Esos cascotes levantan sus veintemetros de espesor sobre la planicie. Enseguida descubre una segunda corriente,y una tercera, y, a partir de ahora, cadaprotuberancia del suelo, cada montículode doscientos metros, tiene un cráter enel flanco. No son Vesubios orgullosos,sino sencillas bocas de obús emplazadas

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en la misma llanura.Actualmente duermen. Sorprende la

calma de ese paisaje abandonado en elque mil volcanes, escupiendo fuego,dialogaban entre sí con sus enormesórganos subterráneos. Sobrevolamos unatierra que, adornada por negrosglaciares, permanece muda desdeentonces.

Más adelante, volcanes más antiguosya se han vestido con unos doradosmatorrales. De vez en cuando un árbolbrota en su seno, como una flor en un avieja maceta. A la luz del ocaso,colonizada por briznas de hierba, laplanicie brinda el lujo de un parque, y

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ya casi no se arquea alrededor de lasenormes bocas. Salta una liebre, unpájaro echa a volar; la vida ha tomadoposesión de un nuevo planeta en el quela tierra por fin se ha impuesto al astro.

Finalmente, un poco antes de PuntaArenas, los últimos cráteres aparecencolmados. Una hierba uniforme abrazacon dulzura las sinuosidades de losvolcanes. Ese lino suave recubre cadafisura.

La tierra es lisa; las pendientessuaves. Nada hace pensar en susorígenes. En el flanco de las colinas lasmatas de hierba borran cualquier signosombrío.

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Ya hemos llegado a la ciudad másmeridional del mundo, a la que el azarpermitió nacer de una pizca de barro,entre lavas originarias y hielosaustrales. Cuando se está tan cerca delas negras corrientes de lava, ¡con quéfuerza sentimos el milagro del hombre!¡Extraño encuentro! No sabes ni cómo,ni por qué, en una determinada erageológica, en un día bendito entre todoslos días, un viajero visitó esos jardinessólo preparados, sólo habitables,durante un breve espacio de tiempo.

He aterrizado en la calma de lanoche. ¡Punta Arenas! Me apoyo en una

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fuente y observo a las chicas. A dospasos de su encanto siento mucho mejorel misterio humano. En un mundo en elque la vida siempre reencuentra la vida,en el que las flores, en el lecho deviento, se mezclan con las flores, en elque los cisnes conocen a todos loscisnes, sólo los hombres construyen susoledad.

¡Qué grande es el espacio que, entreellos, se reserva la parte espiritual! Elsueño de una joven la aísla de mí.¿Cómo participar en él para poderencontrarla? ¿Cómo adivinar lo queocurre en el interior de esa muchachaque vuelve a casa, con la vista baja y

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sonriendo sola, colmada por fin defantasías y de mentiras adorables? Conlos pensamientos, con la voz, con elsilencio de un amante, ha logradoformarse un Reino y, desde ahora, fuerade él, sólo hay salvajes. Me doy cuentade que, más que en otro planeta, ellaestá encerrada en su secreto, con sushábitos, con los ecos musicales de lamemoria. Nacida ayer, de los volcanes,de la hierba o de la salmuera del mar, yaes medio diosa.

¡Punta Arenas! Me apoyo en unafuente. Algunas viejas se acercan a poragua; sólo puedo adivinar su drama ensus andares de sirvienta. Un niño lora

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con la cabeza contra la pared; de él sólopermanecerá en mi recuerdo la imagende un hermoso niño al que nunca podréconsolar.

Soy un extraño. No se nada. Nopertenezco a su Imperio.

***

¡Qué pobre es el decorado en el que serepresenta el juego de odios, deamistades, de humanas alegrías! ¿Dedónde sacan los hombres ese anhelo deeternidad, inseguros como están, en una

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lava todavía tibia y con la amenaza delas arenas, con la amenaza de lasnieves? Sus civilizaciones sólo sonfrágiles adornos: un volcán, un nuevomar, un soplo de arena las borran.

Esta ciudad parece fundada enverdadero suelo, rico y profundo comouna tierra de Beauce, pero olvidamosque la vida, aquí y en todas partes, es unlujo, y que en ningún lugar hay una tierralo bastante profunda para sustentar a loshombres. Conozco, a diez kilómetros dePunta Arenas, un estanque que demuestralo que acabo de decir. Cercado porárboles raquíticos y casas bajas,humilde como la charca del corral de

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una granja, experimenta, de formainexplicable, el movimiento de lasmareas. Entre tantas realidadesapacibles, las cañas, los niños jugando,la charca se rige por otras leyes y, nochey día, prosigue con su acompasadarespiración. La energía de la luna operabajo la superficie uniforme, bajo elhielo inmóvil, bajo la barca destrozada.

Remolinos marinos moldean lasprofundidades de su negra masa. Allí,bajo la ligera capa de hierba y flores sesiguen produciendo extrañasdigestiones, desde aquellos parajeshasta el estrecho de Magallanes. En elumbral de una ciudad en la que uno se

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siente como en su propia casa, bieninstalado en la tierra de los hombres,esa charca de cien metros de anchurapalpita con el puso del mar.

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3Habitamos un planeta errante. De

vez en cuando, gracias al avión, nosmuestra sus orígenes: un estanque quemantiene relaciones con la luna nosrevela ocultos parentescos, peo hedescubierto otros signos de esa relación.

En la costa del Sáhara, entre CaboJuby y Cisneros, se sobrevuelan, detrecho en trecho, mesetas cónicas cuyaanchura oscila entre varias centenas depasos y una treintena de kilómetros. Sualtura, extrañamente uniforme, es detrescientos metros, pero además de tener

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el mismo nivel, estas mesetas tienen elmismo colorido, el mismo grano desuelo, el mismo tipo de acantilado.

Así como las columnas de untemplo, al emerger de la arena, solas,muestran todavía los vestigios de latechumbre que se derrumbó, estospilares solitarios dan testimonio de unavasta meseta que antaño los unía.

Durante los primeros años de lalínea Casablanca-Dakar, cuando elmaterial era frágil, las averías, lasbúsquedas, los salvamentos a menudonos obligaban a aterrizar en territoriorebelde.

Ahora bien, la arena es traicionera:

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uno se cree que está en el suelo firme y,de sopetón, se hunde. Por lo querespecta a las antiguas salinas, cuyasuperficie parece rígida como el asfaltoy suena a maciza cuando se la golpeacon el talón, ceden algunas veces bajo elpeso de las ruedas.

En estos casos, la blanca costra desal se quiebra sobre la hediondez de unaciénaga negra. Por ese motivo y cuandolas circunstancias nos lo permitían,escogíamos las lisas superficies deaquellas mesetas: nunca escondíanninguna trampa.

Tal garantía se debía a la presenciade una arena resistente, de granos

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compactos formados por un amasijo deconchas minúsculas. Intactos aún en lasuperficie de la meseta, se podíanapreciar, fragmentados y aglomerados,cuando se descendía por una arista. Enel depósito más antiguo, en la base delmacizo, ya sólo era pura piedra caliza.

Durante el cautiverio de Reine y deSerre, unos camaradas habían sidoapresados por los disidentes. Despuésde aterrizar en uno de esos refugios paradepositar al mensajero moro, antes dedejarlo, miramos juntos si había uncamino por el que pudiera bajar. Pero,fuera cual fuera la dirección tomada,nuestra terraza terminaba siempre en un

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acantilado que, arrugado como un retal,se desplomaba verticalmente sobre elabismo. Evadirse era imposible.

Sin embargo, antes de despegar parabuscar una pista de aterrizaje en otrolugar, me entretuve allí. Me sentíacontento, un poco como un niño, alcaminar sobre un territorio que hastaahora nadie, hombre o animal, habíahollado. Ningún moro hubiera podidoasaltar esa plaza fuerte.

Nunca ningún europeo habíaexplorado aquel territorio. Recorrí unaarena infinitamente virgen.

Yo era el primero que dejabaescurrir aquel polvo de concha,

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precioso como el oro, entre los dedos demis manos. En aquella especie detémpano polar que nunca jamás habíaalbergado una sola brizna de hierba, yoera, como grano acarreado por el viento,el primer testimonio de la vida.

Una estrella ya había comenzado abrillar; la contemplé. Pensé que durantecientos de miles de años aquella blancasuperficie sólo se había ofrecido a losastros. Mantel sin mácula, desplegadobajo el cielo puro. Así que, cuando aquince o veinte metros, encontré unguijarro negro, me emocioné como si meencontrara en el umbral de un grandescubrimiento.

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Descansaba sobre una capa deconchas de trescientos metros deespesor. Aquel enorme asiento impedíala presencia de cualquier piedra. Tal vezalgunos fragmentos de sílex dormían enlas profundidades subterráneas, fruto delas lentas digestiones del globo, pero¿acaso no hacía falta un milagro paraque una de ellas pudiera emerger hastala superficie mucho más reciente? Así,con el corazón palpitante, recogí mihallazgo: un guijarro duro, negro, grandecomo el puño, pesado como el metal yfundido en forma de lágrima.

Un mantel desplegado bajo unmanzano sólo puede recoger manzanas;

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un mantel bajo las estrellas sólo puederecibir polvo de los astros: nunca unaerolito había mostrado tan claramentesu origen.

Y; de forma natural, levanté la vistay pensé que otros frutos debían dehaberse desprendido del manzanoceleste. Los encontraría en el mismopunto donde cayeron ya que durantecientos de miles de años nada les habíapodido alterar y, además, no podían serconfundidos con piedras de otro tipo.Así que me puse a explorar enseguidapara verificar mi hipótesis.

Ésta se confirmó. Fui coleccionandomis hallazgos al ritmo aproximado de

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una piedra por hectárea. Todas tenían elmismo aspecto de pasta amasada, lamisma dureza de negro diamante.

Así fue como presencié desde lo altode mi pluviómetro, durante un breve ysobrecogedor paseo, el lento aguacerodel fuego.

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4

Pero lo auténticamente maravillosos eraque allí, erguida sobre la redondaespalda del planeta, entre el lienzomagnético y las estrellas, había unaconciencia de hombre en la que aquellalluvia podía reflejarse como en unespejo. Un sueño sobre un fondo deconchas es un milagro.

Recuerdo ahora otro sueño…Estaba esperando la llegada del

alba, perdido, una vez más, en una

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región de espesa arena.Colinas de oro ofrecían su luminosa

ladera a la luna, mientras lienzos desombra se alargaban hasta los linderosde la luz. En aquella cantera desierta, deluna y sombra, reinaba una paz detrabajo interrumpido, pero también unsilencio de emboscada en cuyo corazónyo me dormí.

Cuando desperté sólo vi la lagunadel cielo nocturno, pues estaba tumbadosobre una cresta, con los brazos en cruz,frente a aquel vivero de estrellas. Comotodavía no había comprendido aquellaprofundidad, sentí vértigo, sentí que,desligado, arrojado en un descenso

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semejante al del buceador, necesitabauna raíz a la que agarrarme, un techo,una rama de árbol que se interpusieraentre la profundidad y yo.

Pero no me caí. Me sentí clavado ala tierra, de la cabeza a los pies, y,cuando le entregué mi peso, una ciertasensación de paz se apoderó de mí.Como el amor, la gravedad se me antojósoberana.

Notaba que la tierra apuntalaba misriñones, que me sostenía, que melevantaba, que me transportaba a travésdel espacio nocturno. Me descubrípegado al astro por una fuerza semejantea la que, en las curvas, empuja contra

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los lados del coche, y saboreé aquelapoyo admirable, aquella solidez,aquella seguridad, adivinando bajo micuerpo la curva de la cubierta de minavío.

La conciencia de ser transportadoera tan clara que no me hubierasorprendido oír elevarse, desde lasentrañas de la tierra, la queja de lamateria que se fuerza y se reajusta, elgemido de los viejos veleros en buscade su morada, el largo y áspero grito delas gabarras contrariadas. Pero en elespesor de las tierras reinaba elsilencio. Me daba cuenta de que el pesosobre mis hombros era armonioso,

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uniforme, el mismo de toda la eternidad,de que yo habitaba aquella patria comolos condenados a galeras que han muertoy que, lastrados con plomo, habitan elfondo del mar.

Y medité sobre mi condición,perdido en el desierto y amenazado,desnudo entre la arena y las estrellas,alejado de los polos de mi vida pordemasiado silencio. Sabía que, si ningúnavión me encontraba, necesitaría días,semanas, meses, para hallarlos, en elcaso de que los moros no me mataran aldía siguiente. Allí yo ya no poseía nada,sólo era un mortal, perdido entre laarena y las estrellas, al que sólo le

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quedaba el consuelo de respirar.Y, sin embargo, me descubrí repleto

de sueños.Llegaron sin ruido, como agua de

fuente y, en un primer momento, no fuiconsciente de la dulzura que meinundaba. No hubo voces ni imágenes,sino el sentimiento de una presencia, deuna amistad muy próxima que yacomenzaba a adivinar. Después locomprendí y me dejé llevar, con los ojoscerrados, por el embrujo de mimemoria.

En algún lugar existía un parquerepleto de abetos negros y de tilos, asícomo una vieja y querida casa. No

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importaba que estuviera lejos o cerca,que, reducida a simple sueño, nopudiera darme calor, ni protegerme:bastaba con que existiera para que supresencia llenara mi noche. Yo ya no eraun cuerpo varado en una playa, yo ya meorientaba. Era hijo de aquella casa y mesentía colmado por el recuerdo de susolores, repleto del frescor de susvestíbulos, de las voces que laanimaban. Podía incluso oír el croar delas ranas en el estanque. Yo necesitabade esos mil puntos de referencia paraencontrarme conmigo mismo, paradescubrir las ausencias que daban sabora aquel desierto, para encontrarle un

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sentido a aquel silencio hecho de milsilencios, en el que incluso las ranascallaban.

No, ya no vivía entre la arena y lasestrellas. De aquel decorado sólorecibía un mensaje frío e, incluso, medaba cuenta del origen del sabor aeternidad que había creído recibir de él.Volvía a ver los solemnes armarios de lacasa, mostrando, entreabiertos,montones de sábanas blancas como lanieve; mostrando, entreabiertos,provisiones heladas de nieve. La viejaama de llaves se apresuraba como unratón de uno a otro, siempre revisando,desplegando, volviendo a doblar,

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contando la ropa blanca, exclamando:«Dios mío, ¡qué desastre!», corriendo, ala menor señal de deterioro que pusieraen peligro la eternidad de la casa, aquemarse la vista bajo una lámpara parazurcir la trama de los tapetes de altar,para remendar aquellas velas de barcode tres palos, para servir a no se quécosa mayor que ella, a un Dios o a unnavío.

¡Claro qué te debo una página!Cuando volvía de mis primeros viajes,Señorita, te encontraba con la aguja enla mano, sepultada entre sobrepellicesblancas hasta las rodillas, un poco másarrugada cada año, un poco más pálida,

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preparando siempre con tus manosaquellas sábanas sin arrugas paranuestros sueños, aquellos manteles sincosturas para nuestras cenas,acontecimientos de cristalería y de luz.Te visitaba en tu lavandería y mesentaba frente a ti. Te contaba los casosen los que había estado en peligro demuerte para que te emocionaras, paraabrirte los ojos al mundo, paracorromperte. Me decías que yo no habíacambiado, que ya de niño me hacíaagujeros en la camisa —¡qué chico!—,que me despellejaba las rodillas yluego, como esta noche, volvía a casapara que me curaras. ¡Ahora no,

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Señorita, esta vez no!, esta vez no veníadel parque, sino del otro lado delmundo, y conmigo traía el acre olor dela soledad, los torbellinos de los vientosde arena, el resplandor de las lunas deltrópico. Claro, me decías, los chicoscorren, se rompen los huesos y se creenque son muy fuertes. ¡Le digo que no,Señorita, que este vez he visto lo quehay más allá del parque! Si supieras lopoquita cosa que son estas enramadas,lo lejos que uno las siente cuando seencuentra entre las arenas, las losas degranito, las selvas vírgenes, lasmarismas de tierra. ¿Sabes, al menos,que existen territorios donde los

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hombres, en cuanto nos ven, nosencañonan con el rifle? ¿Sabes,Señorita, que hay desiertos donde,durante la noche, con un frío glacial,dormimos sin techo, sin cama, sinsábanas…?

¡Pillastre!, me llamabas.Yo no conseguía hacer mella en su fe

más de lo que hubiera logrado con la fede una monja. Y su destino humilde, quela volvía ciega y sorda, me apenaba…

Sin embargo, aquella noche, desnudoentre la arena y las estrellas le hicejusticia.

No sé lo que me ocurre. Estagravedad me ata al suelo, a pesar de la

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fuerza magnética de tantas estrellas. Otragravedad me atrae hacia mí mismo.¡Siento que mi peso me arrastra haciatantas cosas! Mis sueños son más realesque estas dunas, que esta luna, que estaspresencias. ¡Ah!, lo maravilloso de unacasa no estriba en que nos abrigue o enque nos proporcione calor, ni en poseersus paredes, sino en que ella,lentamente, ha ido depositando ennosotros tales provisiones de amor, haido formando, en el fondo de nuestrocorazón, ese macizo oscuro del quebrotan, como el agua de una fuente, lossueños…

¡Sáhara mío, mi Sáhara, una

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hilandera de lana te ha embrujado!

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Capítulo 5

Oasis.

Tanto os hablé del desierto que, antes deseguir hablando de él, me gustaríadescribir un oasis. La imagen que tengode él no está perdida en el fondo delSáhara. Otro milagro del avión es que tesumerge directamente en el corazón delmisterio. Eres un biólogo, estudiando,tras el tragaluz, el hormiguero humano;

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consideras, fríamente, esas ciudadesasentadas en la planicie, en el centro delos caminos que se abren en forma deestrella y las alimentan, a la manera dearterias, con el jugo de los campos. Perouna aguja ha temblado en el manómetroy esa verde espesura se ha vuelto ununiverso. Eres prisionero de un campode hierba en un parque adormecido.

No es la distancia lo que mide elalejamiento. La pared de un jardíndoméstico puede encerrar más secretosque la Muralla China, y el alma de unaniña está mejor protegida por elsilencio, que lo están los oasis

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saharianos por el espesor de las arenas.

Voy a contaros una breve escalarealizada por ahí, en alguna parte en elmundo. Tuvo lugar cerca de Concordia,en Argentina, pero hubiera podido ser encualquier otro lugar: en todos loslugares existe el misterio.

Había aterrizado en su campo y nosabía que iba a vivir un cuento de hadas.El viejo Ford en el que iba, no ofrecíanada de particular ni tampoco la familiaque me había recogido.

—Pasará usted la noche en nuestracasa.

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Detrás de un recodo del caminosurgió, a la luz de la luna, unbosquecillo y detrás de esos árboles,una casa. ¡Era tan extraña! Compacta,maciza, casi una ciudadela. Castillo deleyenda que ofrecía, al franquear elporche, un refugio tan apacible, tanseguro, tan protegido como unmonasterio.

Entonces aparecieron dosmuchachas. Me examinaron conseriedad, como dos jueces apostados enel umbral de un reino prohibido. La másjoven hizo una mueca de enojo y golpeóel suelo con una varilla de madera

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verde. Una vez presentado, ellas metendieron sus manos en silencio, con unaire de curioso desafío, ydesaparecieron.

Aquello me divertía y me encantaba.Todo era simple, silencioso y furtivocomo la primera palabra de un secreto.

—Ya lo ve. Son ariscas —dijo elpadre con naturalidad.

Y entramos.

Me atraía, en el Paraguay, esa hierbairónica que asoma la nariz entre elpavimento de la capital y que, de partede los invisibles bosques vírgenes,

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viene a ver si los hombres mantienenaún la ciudad, si no ha llegado la horade sacudir un poco todas esas piedras.Me gustaba esa forma de deterioro queno expresaba sino una riquezademasiado grande. Pero allí, de verdad,quedé maravillado.

Pues todo estaba ruinoso, y lo estabaadorablemente, a la manera de un viejoárbol cubierto de musgo al que la edadha resquebrajado un poco, a la maneradel banco de madera en el que losenamorados van a sentarse desde hacediez generaciones. Los revestimientosde madera estaban ajados, los batientes

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estaban raídos, las sillas patizambas.Pero si aquí no se reparaba nada, encambio se limpiaba con fervor. Todoestaba pulcro, encerado, brillante.

El salón adquiría un rostro deextraordinaria intensidad como el de unaanciana con arrugas. Yo admiraba todo:las grietas de las paredes, lasdesgarraduras en el techo y, por encimade todo, ese piso hundido aquí,bamboleándose allá, como una pasarela,pero siempre bruñido, barnizadolustrado. Curiosa casa que no dejaba verninguna negligencia, ningún abandono,sino un extraordinario respeto. Cada añoañadía, sin duda, algo a su encanto, a la

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complejidad de su rostro, al fervor de suatmósfera amiga, como por lo demás alos peligros del viaje que era precisoemprender para pasar de la sala alcomedor.

—¡Cuidado!Era un agujero. Se me hizo observar

que en semejante agujero me hubieseroto, fácilmente, las piernas. Nadie eraresponsable de ese agujero: era la obradel tiempo. Este menosprecio por darcualquier explicación les confería unaire de grandes señores. No decían:«Podríamos tapar todos esos agujeros,somos ricos, pero…». Tampoco decían,aunque era cierto: «Hemos alquilado

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esto a la ciudad durante treinta años, aellos les compete repararlo. Pero, sonunos cabezotas…».

Desdeñaban las explicaciones y esapachorra me encantaba. A lo más se mehizo observar: - Ya lo ve. Esto está unpoco estropeado…

Pero, con un tono tan ligero, que yosospechaba que mis amigos seentristecían poco ante el hecho. ¿Seimaginan ustedes a un equipo dealbañiles, de carpinteros, de ebanistas,de revocadores instalando, en semejantepasado, su sacrílega utilería yrehaciéndonos en ocho días, una casaque uno nunca hubiera conocido y donde

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uno se creería de visita? ¿Una casa sinmisterios, sin rincones, sin trampas bajolos pies, sin escondrijos? ¿Una especiede salón municipal?

De un modo muy natural habíandesaparecido las jóvenes en esa casa deprestidigitación. ¡Cómo debían de serlos desvanes cuando el salón contenía yalas riquezas de un granero! Se adivinabaque, de la menor alacena entreabierta,caerían paquetes de cartas amarillas,recibos del bisabuelo, más llaves quecerraduras existen en la casa y de lascuales ninguna, con seguridad,correspondería a cerradura alguna.

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Llaves maravillosamente inútiles queconfunden la razón y que hacen soñarcon subterráneos, con cofres enterrados,con luises de oro.

—¿Le parece bien que nos sentemosa la mesa?

Pasamos a la mesa. Aspiraba, de unaa otra pieza, esparcida como incienso,ese olor de vieja biblioteca que vale portodos los perfumes del mundo. Y, sobretodo, me atraía el trajín de las lámparas.Auténticas lámparas pesadas, que seacarreaban de una pieza a la otra, comoen los más profundos tiempos de miinfancia y que componían en las

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paredes, maravillosas sombras: negraspalmeras y abanicos de luz. Luego, unavez en su sitio, se movilizaban lasplayas de claridad y esas vastasreservas de noche, en derredor, dondecrujían las maderas.

Las dos jóvenes reaparecieron tanmisteriosamente, tan silenciosamentecomo se habían desvanecido. Sesentaron a la mesa con gravedad. Sinduda habían alimentado a sus perros, asus pájaros, abierto sus ventanas a lanoche clara y saboreado en el viento dela noche el olor de las plantas. Ahora, aldesplegar sus servilletas, me vigilabancon el rabillo del ojo, con prudencia,

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preguntándose si me clasificarían o noen el catálogo de sus animalesfamiliares, pues ellas poseían tambiénuna iguana, una mangosta, un zorro, unmono y abejas. Todos ellos viviendoentremezclados, entendiéndosemaravillosamente, componiendo unnuevo paraíso terrenal.

Reinaban sobre todos los animalesde la creación, encantándolos con lascaricias de sus pequeñas manos,alimentándolos, dándoles de beber ycontándoles historias que, desde lamangosta a las abejas, todosescuchaban.

Yo ya contaba con ver a las dos

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jóvenes tan vivaces poniendo en juegotodo su espíritu crítico, toda la finura deque eran capaces para formular un juiciorápido, secreto y definitivo sobre el sermasculino que las enfrentaba. En miinfancia mis hermanas atribuían, delmismo modo, notas a los invitados quepor primera vez honraban nuestra mesa.Y cuando la conversación decaía seescuchaba, repentinamente, en elsilencio, resonar un: - ¡Once!

Cuyo encanto nadie, salvo mishermanas y yo, podía saborear.

Conocer las reglas de ese juego meturbaba un poco. Me sentía más molesto

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al sentir tan despiertos a mis jueces.Jueces que saben distinguir losanimalitos que engañan de los animalesingenuos; que saben leer en los pasosdel zorro si está o no de humorabordable, que poseen un grandísimoconocimiento de los movimientosinteriores.

Amaba esos ojos tan agudos y esasalmitas tan rectas, pero cómo hubierapreferido que ellas cambiasen de juego.Sin embargo, bajamente y por miedo al«once», servilmente, yo les alcanzaba lasal, les servía vino, pero encontraba, alalzar la mirada, su dulce gravedad de

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jueces que no se venden.

Hasta la misma lisonja hubiera sidoinútil: ellas ignoraban la vanidad. Lavanidad pero no el hermoso orgullo.Ellas, sin necesidad de mi ayuda, teníanun concepto de sí mismas mucho másalto de lo que yo me hubiera atrevido aexpresar. No pensaba siquiera en extraerprestigio de mi oficio, pues es tambiénaudacia el trepar hasta las últimas ramasde un plátano y ello simplemente paracontrolar si la nidada de pájaros crecesin tropiezos o para saludar a losamigos.

Mis dos silenciosas hadas vigilaban

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tan bien mi comida, con tanta frecuenciahallaba sus miradas furtivas, que cesé dehablar. Se produjo un silencio y duranteel mismo algo silbó ligeramente sobre elpiso, murmuró bajo la mesa y luego secalló. Alcé una intrigada mirada.Entonces, sin duda, satisfecha de suexamen, utilizando su último recurso ymordiendo el pan con sus jóvenesdientes salvajes, la menor me explicósimplemente con un candor con el cualconfiaba, por lo demás, dejarestupefacto al bárbaro si acaso yo erauno de ellos:

—Son las víboras.

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Y se calló, satisfecha, como si laexplicación hubiera debido bastar acualquiera que no fuera demasiadotonto. Su hermana lanzó una rapidísimamirada para juzgar mi primermovimiento y ambas inclinaron sobresus platos los rostros más dulces eingenuos del mundo.

—¡Ah!… Son las víboras…

Naturalmente que se me escaparonesas palabras. Algo se me habíadeslizado por mis piernas, había rozadomis pantorrillas, y ese algo eran lasvíboras.

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Afortunadamente, sonreí. Y no porobligación: pues ellas lo hubiesendescubierto. Sonreí porque estabaalegre, porque esta casa me gustaba,decididamente, más a medida quepasaban los minutos, y porque yotambién experimentaba el deseo desaber algo más acerca de las víboras.

La mayor acudió en mi ayuda:—Ellas tienen su nido en un agujero

bajo la mesa.—Alrededor de las diez de la noche

vuelven. —Añadió la hermana.— Cazande día.

A mi vez, a hurtadillas, miré a las

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jóvenes. Su finura, su risa silenciosadetrás de los rostros apacibles. Admiréla majestuosidad con la que gobernabansu reino…

Ahora, me parece un sueño. Todoello queda muy lejos. ¿Qué se ha hechode esas dos jóvenes?

Sin duda se han casado. Pero,entonces, ¿han cambiado? Es muy seriopasar del estado de muchachas al demujer. ¿Qué estarán haciendo en sunueva casa? ¿Qué se ha hecho de susrelaciones con los hierbajos y lasserpientes? Ellas formaban parte de algouniversal. Pero llega un día en que la

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mujer se despierta dentro de la joven.Una sueña con otorgar, finalmente, undiecinueve. Un diecinueve pesa en elfondo del corazón. Entonces se presentaun imbécil. Por primera vez, la agudamirada se equivoca y se ilumina conbellos colores. Si el imbécil haceversos, creen que es poeta. Se cree quecomprende los pisos agujereados, secree que ama a las mangostas. Se creeque lo halaga la confianza de una víboraque cimbrea bajo la mesa entre laspiernas. Se le entrega el corazón que esun jardín salvaje, a él, que sólo ama losparques cuidados de la ciudad. Y elimbécil se lleva, como esclava, a la

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princesa.

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Capítulo 6

En el desierto.

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1

Días de asueto tan dulces como esos nosestaban prohibidos cuando sin descanso,pasábamos semanas, meses, años,prisioneros de las arenas, navegandocomo pilotos de línea en el Sáhara de unfortín a otro. El desierto no ofrecíaningún oasis parecido al anterior:¡jardines y muchachas!

¡Qué sueño! Claro que, muy lejos,mil chicas nos esperaban allí, donde unavez terminado el trabajo, podríamos

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regresar para volver a vivir; allí, entrelibros o mangostas, con paciencia, ellasestaban modelando sus almas deliciosas,se embellecían…

Yo conozco la soledad. Tres años dedesierto me han enseñado como sabe.Allí no da miedo dejarse la juventud enuna tierra mineral. Lo que pareceenvejecer, lejos de uno, es el resto delmundo. Los árboles ya han dado susfrutos, las tierras se han cubierto detrigo, las mujeres ya son hermosas. Laestación avanza, habría que darse prisaen volver… La estación avanza, perouno se encuentra retenido muy lejos… Ylos bienes de la tierra resbalan entre los

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dedos como la fina arena de las dunas.Por regla general, los hombres no se

dan cuenta de transcurso del tiempo.Viven en una paz provisional. Peronosotros, cuando hacíamos una escala,cuando nos abrumaban esos vientosalisios que nunca paran, nosotros sí quenos dábamos cuenta. Parecíamos eseviajero del tren, ensordecido por elruido de los ejes que traquetean en lanoche, que adivina, gracias a lospuñados de luz que se dilapidan tras elvidrio de la ventanilla, el fluir de loscampos, de los pueblos, de lashaciendas encantadas, de los que nopuede retener nada puesto que está

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viajando.A pesar de la calma que reinaba en

la escala, animados por una ligerafiebre, con los oídos silbando todavía acausa del ruido del vuelo, a nosotrostambién nos parecía estar viajando.

También nos descubríamos,encarando el empuje de los vientos,levados por los latidos de nuestroscorazones hacia un futuro desconocido.

Al desierto se sumaba la disidencia.Cada cuarto de hora, las noches de CaboJuby se veían interrumpidas por unasuerte de campanada de reloj: loscentinelas se daban la voz de alerta conun fuerte grito reglamentario. El fuerte

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español, perdido en territorio rebelde,se protegía así de amenazas sin rostro. Ynosotros, los pasajeros de ese ciegobajel, escuchábamos la llamada queprogresivamente crecía y describíaorbes de aves marinas sobre nosotros.

Sin embargo, nosotros amamos eldesierto.

Si al principio sólo hay vacío ysilencio, es porque no se entrega aamantes ocasionales.

Cualquier pueblo de nuestra tierratambién se nos oculta así si por él norenunciamos al resto del mundo, si nopenetramos en sus tradiciones, en suscostumbres, en sus rivalidades, lo

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ignoramos todo sobre la patria que paraalgunos representa. O más aún: a dospasos de nosotros, el hombre que se haaislado en su claustro y que vive segúnunas reglas que nos son desconocidas haalcanzado una soledad tibetana, seencuentra en una lejanía a la que nuncaningún avión podrá llegar. ¿Qué se nosha perdido en su celda? Está vacía. Elimperio del hombre es interior. De lamisma forma el desierto no está hechode arena, ni de tuaregs, ni siquiera demoros armados…

Hoy hemos tenido sed y, sólo hoy,hemos descubierto que aquel pozo delque teníamos noticia se derrama en el

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espacio. Una mujer invisible puedeembrujar del mismo modo una casa. Unpozo, como el amor, llega muy lejos.

Al principio, las arenas sondesiertos; después llega el día en quetemiendo la proximidad de un rezzou,leemos en ellas los pliegues del mantocon el que se envuelven.

Aceptamos las reglas del juego y eljuego nos forma a su imagen. Ennosotros se revela el Sáhara. Abordarlono consiste en visitar el oasis, es hacerde una fuente nuestra religión.

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2

Ya desde mi primer viaje descubrí elsabor del desierto. Riguelle, Guillaumety yo habíamos tenido una avería cercadel fortín Nouakchott. Este pequeñoemplazamiento de Mauritania estabaentonces tan aislado de cualquier serviviente como un islote perdido en elmar. Un viejo sargento vivía allí,encerrado con sus quince senegaleses.Nos recibió como a enviados del cielo:- ¡Ah! No saben lo que significa para mí

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poder hablar con ustedes… ¡Para mí esmuy importante!

Significaba mucho para él; estaballorando.

—Son ustedes los primeros desdehace seis meses. Me abastecen cada seismeses. A veces viene el teniente, aveces el capitán. La última vez fue elcapitán…

Nosotros todavía estábamosatontados. A dos horas de Dakar, dondenos están preparando el almuerzo, saltanlas bielas y nuestro destino cambia.Ahora representamos el papel de unaaparición celestial frente a un viejosargento que llora.

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—¡Beban! Para mí es un honorpoder ofrecerles vino. ¡Miren! Cuandopasó el capitán ya no me quedaba nipara él.

He narrado esta escena en un libro,pero no era una escena novelesca. Elhombre nos dijo: - La última vez nisiquiera pude brindar. Me dio tantavergüenza que pedí el relevo.

¡Brindar! ¡Beber un buen vaso con elotro, que acaba de saltar del dromedariochorreando sudor!

Durante seis meses había vividoesperando ese momento. Hacía un mesque se lustraban las armas, que seadecentaba el puesto, del sótano al

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desván, y ya, desde hacía unos días,sintiendo la cercanía del día señalado,desde lo alto e la terraza oteaban elhorizonte, incansablemente, paradescubrir el polvo en el que envolverá,cuando aparezca, el pelotón móvil deAtar…

Pero falta el vino: no se puedecelebrar la fiesta. No se puede brindar.Uno se siente deshonrado…

—Tengo prisa por que vuelva. Leespero…

—¿Dónde está sargento?Y el sargento, señalando las arenas:—No se sabe, ¡ese capitán está en

todas partes!

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También fue real la noche pasada enla terraza del fortín, hablando de lasestrellas. No había otra cosa que vigilar.Estaban allí al completo, como en elavió, pero estables.

En el avión, cuando la noche esdemasiado bella, te dejas llevar, casi nopilotas, y, poco a poco, el aparato seinclina a la izquierda. Crees que vuelashorizontal cuando bajo el ala derechadescubres un pueblo. En el desierto nohay pueblos. Otras ves, lo que descubreses una flota pesquera en el mar. Pero, enel mar del Sáhara no hay flotas de pesca.En esos casos te ríes de tu descuido y,suavemente, enderezas el avión. El

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pueblo vuelve a su sitio, se vuelve acolgar en la panoplia la constelaciónque se ha dejado caer. ¿Un pueblo? Sí,un pueblo de estrellas. Sin embargo,desde lo alto del fortín, solo se ve undesierto que parece helado, inmóvilesolas de arena, constelacionesperfectamente ordenadas, y el sargentonos habla de ella: -¡Miren! Mis rutas melas sé muy bien… Rumbo a esa estrella,¡directos a Túnez!

—¿Eres de Túnez?—No. Mi prima.El silencio se prolonga. Sin

embargo, el sargento no se atreve aescondernos nada.

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—Un día yo iré a Túnez.Claro que sí, peor no siguiendo esa

estrella, a menos que, en una expedición,un pozo seco lo entregue a la poesía deldelirio, en cuyo caso la estrella, suprima y Túnez se confundirán y,entonces, alucinado emprenderá esecamino que los profanos creen doloroso.

—Una vez le pedí al capitán unpermiso para ir a Túnez, a ver a miprima. Y me contestó…

—¿Qué te respondió?—Me dijo: «El mundo está lleno de

primas», y, como quedaba más cerca, memandó a Dakar.

—¿Era guapa, tu prima?

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—¿La de Túnez? Claro, era rubia.—No, la de Dakar.Sargento, al oír tu respuesta un poco

despechada y melancólica, te habríamosdado un beso.

—Es negra…

¿Qué era el Sáhara para ti, sargento?Era un dios caminando siempre hacia ti.Era, también, la dulzura de una primarubia detrás de cinco mil kilómetros dearena.

¿Qué era el desierto para nosotros?Era lo u nacía en nuestro interior, lo queaprendíamos sobre nosotros mismos.Aquella noche también nosotros

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estuvimos enamorados de una prima yde un capitán…

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3

Situado en la frontera con los territoriosrebeldes, Port-Étienne no es una ciudad.Allí hay un fortín, un hangar y unabarraca de madera para nuestrastripulaciones. A su alrededor el desiertoes tan absoluto que, a pesar de susdébiles recursos militares, Port-Étiennees casi inexpugnable.

Para atacarlo hay que franquear uncinturón de arena y fuego tan inmensoque los rezzous, una vez agotadas las

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provisiones de agua, sólo conseguiríanalcanzarlo al límite de sus fuerzas. Sinembargo, en un tiempo inmemorial,hubo, procedente de algún lugar delnorte, un rezzou sobre Port-Étienne.Cada vez que el gobernador generalviene a tomar una taza de té con nosotrosnos enseña su marcha sobre el mapa,como quien cuenta a leyenda de unahermosa princesa. Pero ese rezzou nuncallega, tragado por la arena como un río,y nosotros lo llamamos el rezzoufantasma.

Las granadas y los cartuchos que porla noche nos distribuye el gobiernodescansan en sus cajas, al pie de

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nuestros lechos. El silesio es el únicoenemigo contra el que tenemos queluchar, protegidos, sobre todo, pornuestra pobreza. Lucas, el jefe deaeropuerto, día y noche hace sonar elgramófono que, tan lejos de la vida, noshabla un lenguaje semiolvidado que nosprovoca una melancolía sin objeto, unamelancolía que, curiosamente, se parecemucho a la sed.

Esta noche hemos cenado en el fortíny el gobernador general nos ha enseñadocon orgullo su jardín. Se hizo traer deFrancia, en efecto, tres cajas llenas detierra auténtica que, para llegar, tuvieron

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que franquear cuatro mil kilómetros. Enellas crecen tres habas verdes queacariciamos con los dedos, como sifueran joyas. Cuando haba de ellas, elcapitán dice: «Es mi parque» y, cuandosopla el viento del desierto, que todo loseca, bajan el parque al sótano.

Nosotros vivimos a un kilómetro delfuerte y, después de la cena, regresamosa casa al a luz de la luna. Bajo la luna laarena es de color rosa. Sentimos nuestradesnudez, pero la arena es de color rosa.De repente, el grito de un centinelarestablece el patetismo. Todo el Sáharase asusta de nuestras sombras y nosinterroga porque un rezzou está en

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camino.Todas las voces del Sáhara resuenan

en el grito del centinela. El desierto yano es una casa vacía: una caravana moramagnetiza la noche.

Podríamos sentirnos seguros, perolas enfermedades, los accidentes, losrezzou, ¡cuántas amenazas se aproximan!Sobre la tierra el hombre es un blancopara tiradores secretos, y el centinelasenegalés, como un profeta, nos lorecuerda.

Respondemos: «¡Franceses!», ypasamos frente al ángel negro. Yrespiramos mejor. ¡Qué nobleza nos hadevuelto esta amenaza…! ¡Tan lejana,

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tan poco apremiante, tan amortiguadapor tanta arena! Pero el mundo ya no esel mismo. Ese desierto se ha vueltosuntuoso. Un rezzou en camino, enalguna parte, que nunca llegará, le hadevuelto la divinidad.

Ahora son las once de la noche.Lucas vuelve del puesto de radio y meanuncia la llegada del avión de Dakar amedianoche. Todo marcha a bordo. A lasdoce y diez se habrá hecho el transbordodel correo a mi avión y yo despegaréhacia el norte. Delante de un espejodesportillado me afeito con cuidado. Devez en cuando, con la toallita al cuello,me dirijo a la puerta y miro la arena

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desnuda. Hace buen tiempo, pero elviento amaina. Vuelvo al espejo y mepongo a pensar. Si el viento, que hanpronosticado que soplará durante meses,amaina puede haber problemas en elcielo. Me preparo: las linternas deemergencia en la cintura, el altímetro,los lápices. Voy a ver a Néri, que estanoche será mi operador de radio.También él se está afeitando. Le digo:«¿Va todo bien?». Por ahora todo vabien. Esta operación preliminar es lamenos difícil de todo el vuelo. Sinembargo, oigo un chisporroteo. Unalibélula se ha estrellado contra mílámpara. Sin saber por qué se me ha

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encogido el corazón.Salgo otra vez y miro: todo está

limpio. Un acantilado que bordea elcampo de aterrizaje se recorta contra elcielo como si fuera de día. En eldesierto reina un profundo silencio decasa en orden. Una mariposa verde ydos libélulas golpean mi lámpara yexperimento sentimiento de gozo, o talvez de miedo, que, oscuro todavía, sinapenas anunciarse, sube de mi interior.Desde lejos alguien me está hablando.¿Debe de ser el instinto? Salgo otra vez:el viento ha amainado del todo. Siguehaciendo fresco. He recibido un aviso.Adivino. Creo adivinar lo que me

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espera.¿Tengo razón? Ni el cielo ni la arena

me han dado ninguna señal, pero doslibélulas me han hablado, y unamariposa verde también.

Subo a una duna y me siento cara alEste. Si tengo razón, «Eso» no tardarámucho tiempo en llegar. ¿Qué estaríanbuscando esas dos libélulas a cientos dekilómetros de los oasis del interior?

Pobres despojos arrastrados hasta laplaya prueban que un ciclón se ensañaen el mar. Del mismo modo, estosinsectos me avisan de que una tormentade arena está en marcha; una tormentadel Este, que ha devastado los lejanos

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palmares y sus verdes mariposas. Suespuma ya me ha salpicado. Y solemne,porque es una prueba, solemne, porquees una sombría amenaza, solemne,porque encierra una tormenta, el vientodel Este vuelve a soplar. Es como si sudébil suspiro apenas me hubiera rozado.Sólo soy un extremo lamido por la ola.Ni una hoja si hubiera movido a veintemetros detrás de mí. Su quemadura sólome ha rozado una vez, sólo una, con unadesfallecida caricia. Pero sé muy bienque durante los próximos segundos elSáhara recobrará el aliento y lanzará susegundo suspiro; que, antes de tresminutos, nuestro hangar se estremecerá

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con la fuerza del viento; que, antes dediez minutos, la arena cubrirá el cielo, yque nosotros despegaremos enseguida,en medio de este fuego, de este regresode las llamas del desierto.

Pero no es eso lo que me conmueve.Lo que me llena de un salvaje gozo eshaber comprendido, a medias, unlenguaje secreto, haber olfateado unrastro, como un hombre primitivo aquien el futuro se le revela con apagadossusurros. Lo que me llena de gozo eshaber leído esta cólera en el aleteo deuna libélula.

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4

Allí abajo estábamos en contacto conlos moros insumisos. Surgían de lohondo de los territorios prohibidos, deaquellos territorios que nosotrosfranqueábamos durante los vuelos; seaventuraban hasta los fortines de Juby ode Cisneros para comprar pan de azúcaro té; después se sumergían de nuevo ensu misterio Durante su visitaintentábamos ganarnos a alguno de ellos.

Cuando se trataba de jefes

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influyentes, algunas veces y de acuerdocon la dirección, los subíamos a bordopara enseñarles el mundo. Pretendíamosrebajar su orgullo, ya que era pordespecho más que por odio por lo queellos asesinaban a los prisioneros.Cuando se cruzaban con nosotros, cercade los fortines, ni siquiera nosinsultaban; se apartaban y escupían.Sacaban ese orgullo de su ilusión depoder. Cuántos de ellos, habiendopuesto en pie de guerra un ejército detrescientos fusiles, me han repetido:«Los franceses tenéis suerte deencontrarnos a más de cien días decamino…».

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Así que nosotros los paseábamos, yocurrió que, de este modo, tres de ellosvisitaron esa Francia desconocida.Pertenecían a esa raza de hombres que,habiéndome acompañado una vez alSenegal, al descubrir árboles se echarona llorar.

Cuando volvía a encontrármelos ensus tiendas, estaban alabando las salasde fiestas en las que mujeres desnudasdanzan entre las flores. Eran hombresque nunca habían visto un árbol, ni unafuente, ni una rosa, que sólo por elCorán conocían la existencia de jardinesen los que fluyen arroyos, porque así esel paraíso. Un paraíso que se gana, junto

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con sus bellas cautivas, mediante lamuerte, después de treinta años demiseria, causada por el disparo delinfiel. Pero Dios les engaña, puesto quea los franceses, a quienes les sonconcedidos todos esos tesoros, no lesexige ni el rescate de la sed ni el de lamuerte. Ésta es la razón por la que,ahora, los jefes ancianos sueñan. Ésta esla razón por la que, pensando en elSáhara que, desierto, se extiendealrededor de su tienda y que, hasta sumuerte, sólo les ofrecerá unos placerestan pobres, ellos se permiten hacerconfidencias:

—¿Sabes lo que te digo? ¡Qué el

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Dios de los franceses es más generosocon los franceses que el Dios de losmoros con los moros!

Unas semanas antes les habíamospaseado por la Saboya. Su guía leshabía conducido hasta una cascada queretumbaba, caudalosa, como unacolumna trenzada, y frente a ella lesdijo: - Disfrutad del espectáculo.

Era agua dulce. ¡Agua! ¡Cuántos díasde marcha se necesitan aquí para llegaral pozo más cercano y, si se encuentra,cuántas horas para excavar la arena quelo llena y conseguir una suerte de barromezclado con orín de camello! ¡Agua!En Cabo Juby, en Cisneros, en Port-

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Étienne, los niños de los moros no pidendinero, sino que, con una lata deconservas en la mano, piden agua.

—Dame un poco de agua, dame…—Si eres bueno.El agua, que vale su peso en oro, el

agua cuya gota más pequeña hace brotaren la arena la verde chispa de una briznade hierba. Si en algún sitio llueve, ungran éxodo anima el Sáhara, las tribus seencaminan hacia esa hierba que brotaráa trescientos kilómetros de distancia…Y esa agua tan escasa de la que, desdehacía diez años, no había caído ni unasola gota en Port-Étienne, retumbaba allíabajo, como si toda la provisión del

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mundo se estuviera derramando de unacisterna resquebrajada.

—Tenemos que irnos. —Les decía elguía.

Pero ellos no se movían.—Déjanos un poco más…En silencio, serios, mudos,

presenciaban el desarrollo de unmisterio solemne. Lo que brotaba así,del vientre de la montaña, era la vida, lasangre misma de los hombres. El caudalde un segundo hubiera resucitadocaravanas enteras que, borrachas de sed,se habían hundido para siempre en elinfinito de los lagos de sal y losespejismos. Aquí Dios se manifestaba:

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no se le podía volver la espalda. Diosabría sus esclusas y mostraba su poder:los tres moros permanecían inmóviles.

—¿Qué más queréis ver?Vámonos…

—Hay que esperar.—¿Esperar qué?—El final.Querían esperar hasta el momento en

que Dios se cansara de su locura. Searrepiente pronto. Es un avaro.

—Pero ¡si esta agua lleva mil añosbrotando!

Así que, esta noche, ellos no hablande la cascada. Es mejor no hablar deciertos milagros. Es mejor no pensar

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demasiado en ellos, de lo contrario yano se comprende nada. De lo contrario,uno empieza a dudar de la existencia deDios…

—Mira, el Dios de los franceses…

Pero yo conozco bien a mis salvajesamigos. Permanecen allí, turbados en sufe, desconcertados y, desde ahora, biendispuestos a someterse. Sueñan con serabastecidos de cebada por laintendencia francesa y con que nuestrasfuerzas saharianas garanticen suseguridad. Y es verdad que, una vezsometidos, ellos habrán ganado enbienes materiales.

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Pero los tres pertenecen a la estirpede El Mammoun, emir de los Trarza(creo que me equivoco en el nombre).

Lo conocí cuando era vasallonuestro. Recibido con honores oficialespor los servicios prestados, enriquecidopor los gobernadores y respetado porlas tribus, parecía que no le faltaba denada, por lo menos en lo tocante ariquezas visibles. Pero, una noche, sinque nada lo hiciera sospechar, mató alos oficiales a los que estabaacompañando por el desierto, seapoderó de los camellos, de los fusiles,y se unió a las tribus insumisas.

Denominamos traición a estas

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súbitas revueltas, a estas huidas,heroicas y desesperadas a la vez, de unjefe, proscrito desde ahora en eldesierto, a esta breve gloria que pronto,como un cohete, se extinguirá frente a labarrera del pelotón móvil de Atar. Y nosextrañamos de esos accesos de locura.

Sin embargo, la historia de ElMammoun era la misma que la demuchos otros jefes árabes. Se estabahaciendo viejo. Y cuando uno se haceviejo, medita. Así que, una noche, se diocuenta de que había traicionado al Diosdel Islam y de que se había manchadolas manos al sellar, en manos de loscristianos, un intercambio en el que él lo

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perdía todo.Y; en efecto, ¿qué le importaban a él

la cebada y la paz? Guerrero venido amenos y convertido en pastor, recuerdahaber habitado un Sáhara en el que cadapliegue de la arena, al ocultarla, era ricaen amenazas; en el que el campamentodestacado en la noche apostaba vigíasen sus extremos; en el que las noticias,que hablaban de los movimientos de losenemigos, hacían palpitar los corazonesalrededor de las hogueras nocturnas.Recuerda un gusto de alta mar que, unavez saboreado por el hombre, ya no seolvida jamás.

Actualmente, vaga errante, sin

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gloria, por una extensión pacificada,vacía de todo prestigio.

Actualmente, el Sáhara ya sólo es undesierto.

Tal vez venera a los oficiales queasesinará, pero primero está el amor deAlá.

—Buenas noches, El Mammoun.—¡Qué Dios te proteja!Los oficiales se envuelven en sus

mantas, tumbados en la arena, como enuna balsa, frente a los astros. Todas lasestrellas están girando lentamente, todoun cielo señala la hora. La luna, que seasoma a las arenas, es devuelta otra vez

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a nada por Su sabiduría. Pronto loscristianos van a adormirse. Algunosminutos más y sólo brillarán lasestrellas. Entonces, bastará el débil gritode estos cristianos, a los que se ahogaráen su propio sueño, para restablecer elpasado esplendor de las tribusenvilecidas, para reemprender laspersecuciones, las únicas que hacenresplandecer las arenas…

Y se mata a los bellos tenientesdormidos.

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5

Hoy, en Juby, Kemal y su hermanoMouyane me han invitado. Estoybebiendo té en su tienda.

Mouyane me mira en silencio y, conel velo azul cubriéndole los labios,guarda una arisca reserva. Sólo Kemalme habla y me hace los honores.

—Mi tienda, mis camellos, mismujeres, mis esclavos, son tuyos.

Mouyane, sin quitarme en ningúnmomento los ojos de encima, se inclina

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hacia su hermano, pronuncia algunaspalabras y después vuelve a guardarsilencio.

—¿Qué dice?—Dice: «Bonnafus ha robado mil

camellos a los R’Gueïbat…».Yo no conozco a ese capitán

Bonnafus, oficial meharista de lospelotones de Atar, pero, por los moros,sé de su impresionante leyenda. Hablande él con cólera, pero como de un dios.Su presencia da valor a la arena. Hoymismo, nadie se explica cómo, hasurgido en la retaguardia de los rezzousque se dirigían al Sur, robándoles loscamellos por centenas y obligándoles,

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para salvar los tesoros que ellos creíanseguros, a revolverse contra él. Y ahora,después de salvar Atar con estaaparición de arcángel, tras levantar sucampamento en una elevada mesetacalcárea, permanece allí, en pie, comouna preciosa prenda, y su resplandor estan grande que obliga a las tribus aponerse en camino hacia su espada.

Mouyane me mira con más dureza yvuelve a hablar.

—¿Qué dice?—Dice: «Mañana saldremos de

avanzada contra Bonnafus. Trescientosfusiles».

Yo ya me había imaginado algo.

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Esos camellos que, desde hace tres días,están llevando a pozos, esasdeliberaciones, ese fervor. E da laimpresión de que están aparejando unvelero invisible y de que ya sopla elviento del mar que se o llevará. Graciasa Bonnafous cada paso hacia el Sur seconvierte en un paso rico en gloria. Y yoya no sé distinguir qué parte de odio ode amor hay en esas marchas.

Tener en el mundo tan excelenteenemigo que asesinar es un lujo. Ahídonde surge, las tribus cercanas pliegansus tiendas, recogen sus camellos yhuyen, pero las tribus más lejanas sesienten atrapadas por el mismo vértigo

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que en el amor. Se desprenden de la pazde las tiendas, de los abrazos de lasmujeres, del sueño feliz; después de dosmeses de agotadora marcha hacia el Sur,de ardiente sed, de acechos en cuclillasbajo los vientos de arena, descubren queno hay nada en el mundo que valga tantola pena como caer por sorpresa, al alba,sobre el pelotón móvil de Atar y allí, siDios lo permite, asesinar al capitánBonnafous.

—Bonnafous es fuerte. —Meconfiesa Kemal.

Ahora conozco su secreto. Comoesos hombres que desean a una mujer yen cuyos sueños ella se pasea con aire

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de indiferencia, que dan vueltas en lacama, heridos, abrasados por esosandares con que ella sigue paseando porsu sueño, a ellos los lejanos andares deBonnafous les atormentan. Al atraer losrezzous contra él, este cristiano vestidode moro, al frente de sus doscientospiratas moros, ha penetrado en territoriorebelde, allí donde hasta el último desus propios hombres, liberados de lasobligaciones francesas, podríadespertarse de su servidumbre y, contoda impunidad, sacrificarlo a su Diosen los altares de piedra, allí donde sólosu prestigio los retiene, donde incluso sudebilidad les espanta. Esta noche él

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ronda en su ronco sueño, y el sonido desus pasos llega hasta el corazón deldesierto.

Mouyane medita; sigue inmóvil alfondo de la tienda, como u bajorrelievede granito azul. Sólo brillan sus ojos yese puñal de plata que ya no es unjuguete. ¡Cómo ha cambiado desde quese ha incorporado al rezzou!Experimenta, como nunca lo habíahecho, su propia nobleza y me aplastacon su desprecio; va a subir haciaBonnafous, se marchará al alba,empujado por un odio que tiene visos deamor.

Una vez más se inclina hacia su

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hermano, habla muy bajo y me mira.—¿Qué dice?—Dice que te disparará si te

encuentra lejos del fuerte.—¿Por qué?—Dice: «Posees aviones y radio;

posees a Bonnafous, pero tú no poseesla verdad».

Mouyanne, al igual que una estatua,envuelto en los pliegues de sus velosazules, me está juzgando.

—Dice: «Comes ensalada como lascabras y cerdo como los cerdos. Tusmujeres enseñan el rostro sin pudor: éllas ha visto. Nunca rezas». Dice: «¿Dequé te sirven los aviones, la radio, los

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Bonnafous si no posees la verdad?».Admiro a este moro que no defiende

su libertad porque en el desiertosiempre se es libre; que no defiendetesoros visibles, porque en el desiertoestá desnudo, que defiende un reinosecreto. En el silencio de las olas dearena, Bonnafous conduce a su pelotóncomo un viejo corsario y, gracias a él, elcampamento de Cabo Juby ya no es unhogar de pastores ociosos. La tempestadde Bonnafous golpea su flanco y, por esarazón, se cierran bien las tiendas por lanoche. ¡Qué angustioso es el silencio delSur! ¡es el silencio de Bonnafous! YMouyanne, viejo cazador, lo escucha

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caminar en el viento.Cuando Bonnafous vuelva a Francia,

sus enemigos, en vez de alegrarse, lollorarán como si marcha hubiera privadoal desierto de uno de sus polos, de unpoco de prestigio a su existencia.

Y ellos me dirán:—¿Por qué se va tu Bennafous?—No lo sé…Se ha jugado la vida contra la de

ellos durante años. Ha hecho suyas lasreglas de ellos. Ha dormido con lacabeza apoyada en sus piedras. Durantelas persecuciones interminables haconocido, como ellos noches de Biblia,hechas de estrellas y viento. Y ahora, al

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irse, demuestra que o jugaba un juegoesencial. Abandona la mesa condesenvoltura, y los moros, a los que dejajugando solos, dejan de confiar en unsentido de la vida que ya no comprometea los hombres hasta la médula. A pesarde todo, quieren seguir creyendo en él.

—Tu Bonnafous volverá.—No lo sé.Volverá, piensan los moros. Los

juegos de Europa ya no podránsatisfacerle, ni los Bridges deguarnición, ni el ascenso, ni las mujeres.Volverá anhelando la nobleza perdida;volverá aquí, donde cada paso hace latirel corazón como un paso hacia el amor.

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Había pensado que aquí sólo vivía unaaventura, que lo esencial lo encontraríaallí, pero, con desagrado, descubriráque es aquí, en el desierto, donde haposeído las únicas riquezas verdaderas:ese prestigio de la arena, la noche, esesilencio, esa patria de viento y estrellas.Y si Bonnafous regresa algún día, lanoticia se difundirá por todo el territoriorebelde desde la primera noche. Encualquier lugar del Sáhara, los morossabrán que él está durmiendo entre susdoscientos piratas. Entonces, ensilencio, conducirán los dromedarios alpozo. Preparará las provisiones decebada. Verificarán los cerrojos de los

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fusiles. Llevados por ese odio, o por eseamor.

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6

—Escóndeme en un avión deMarrakech…

Todas las noches, en Juby, aquelesclavo de los moros me elevaba subreve súplica y después, hecho ya todolo posible para vivir, se sentabacruzando las piernas y me preparaba elté. Se había confiado al único médicoque, a su parecer, podía curarlo, le habíarogado al único dios que podía salvarlo.Así, permanecía tranquilo durante un

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día, rumiando sobre el hervidor lassencillas imágenes de su vida, las tierrasnegras de Marrakech, sus casas de colorrosa, los elementales bienes de los quehabía sido desposeído. No me guardabarencor por mi silencio, ni por mi retrasoen darle la vida: yo no era un hombrecomo él, yo era una fuerza que había queponer en movimiento, algo así como unviento favorable, que algún día selevantaría sobre su destino.

Sin embargo, simple piloto, jefe deaeropuerto por unos meses, yo disponíade una barraca adosada al fuerteespañol. Allí, con una palangana, unajarra de agua salada y una cama

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demasiado corta como único patrimonio,me hacía menos ilusiones acerca de mipoder: —Viejo Bark, ya veremos…

Todos los esclavos se llaman Bark,así que él se llamaba Bark. A pesar decuatro años de cautiverio, todavía no sehabía resignado: recordaba que él habíasido rey.

—¿Qué hacías en Marrakech, Bark?En Marrakech, donde sin duda

todavía vivían su mujer y sus tres hijos,había ejercido un magnífico oficio:

—Era conductor de rebaños ¡y mellamaba Mohammed!

Allí los caídes le convocaban:«Tengo bueyes para vender, Mohammed;

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vete a buscarlos a la montaña».O bien:«Tengo mil corderos en el llano;

llévalos más arriba, a los pastos».Y Bark, armado con un cetro de

olivo, gobernaba su éxodo. Únicoresponsable de un pueblo de ovejas,reteniendo a las más ágiles, por loscorderillos que tenían que nacer, ysacudiendo un poco a las perezosas,marchaba apoyado en la confianza y enla obediencia de todos. Era el único queconocía las tierras prometidas hacia lasque subían, el único que sabía leer elcamino en los astros, que poseía unsaber que las ovejas no comparten. Era

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el único que, en su sabiduría, decidía lahora del descanso, la hora d e lasfuentes. Y, al llegar la noche, en pievelando el rebaño, enternecido frente aaquella debilidad ignorante, bañado enlana hasta las rodillas, Bark, médico,profeta y rey, rogaba por su pueblo.

Un día le abordaron unos árabes:—Ven con nosotros a buscar unos

animales al Sur.Le hicieron caminar durante mucho

tiempo y cuando, tres días más tarde,después de adentrarse en una cañada enlos confines de territorio rebelde, lepusieron simplemente la mano en elhombre, lo bautizaron con el nombre de

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Bark y lo vendieron.

Yo conocía a otros esclavos. Todoslos días iba a beber el té a las tiendas.Tumbado allí, con los pies descalzossobre la alfombra de lana virgen, lujodel nómada sobre el que él funda sumorada durante unas horas, yosaboreaba el viaje del día. En eldesierto, un siente el transcurso deltiempo. Se camina, bajo el ardor del sol,hacia la noche, hacia el viento frescoque bañará los miembros y lavará todoel sudor. Bajo el ardor del sol, animalesy hombres, con la misma certeza con laque se camina hacia la muerte, avanzan

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hacia ese gran abrevadero. Así que laociosidad nunca es vana. Y toda lajornada parece bella, como esoscaminos que van al mar.

Yo conocía a aquellos esclavos.Entran en la tienda cuando el jefe hasacado de su caja de tesoros el hornillo,el hervidor y los vasos; de esa cajarepleta de objetos absurdos, decandados sin llaves, de floreros sinflores, de espejos de cuatro chavos, deviejas armas, y que, vistos así, perdidosen la arena, recuerdan los restos de unnaufragio.

Entonces, el esclavo, mudo, carga elhornillo con ramitas secas, sopla sobre

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la brasa, llena el hervidor y mueve, paraunas tareas de niña pequeña, unosmúsculos capaces de arrancar de cuajoun cedro. Está sosegado. El juego lo hacautivado: hacer el té, cuidar de losdromedarios, comer.

Bajo el ardor del sol, caminar haciala noche y, bajo el hielo de las estrellasdesnudas, desear el calor del día.Bienaventurados los países del Norte,cuyas estaciones componen, en verano,una leyenda de nieve y, en invierno, unaleyenda de sol; desgraciados lostrópicos donde, en su ambiente de bañoturco, nada cambia demasiado; perobienaventurado también este Sáhara, en

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el que el día y la noche balancean a loshombres de una a otra esperanza contanta naturalidad.

Algunas veces el esclavo negro, encuclillas frente a la puerta, saborea elviento de la noche. En ese torpe cuerpocautivo ya no hay recuerdos. Apenas seacuerda de la hora del rapto, de aquellosgolpes, aquellos gritos, aquellos brazosde hombre que lo arrojaron a su nocheactual. Desde aquel momento, privado,como un ciego, de sus mansos ríos delSenegal o de sus ciudades blancas delSur de Marruecos, privado, como unsordo, de las voces familiares, se hasumergido en un sueño extraño. Este

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negro no se siente desgraciado, se sienteenfermo. Caído, un día, en el ciclo vitalde los nómadas, ligado a susmigraciones, atado de por vida a losorbes que describen en el desierto ¿quépuede ya tener en común con un pasado,con una mujer y unos niños que, para él,están tan muertos como cadáveres?

Son hombres que, después de vivirdurante mucho tiempo un gran amor ytras ser privados de él después, secansan algunas veces de su noblezasolitaria. Se acercan humildemente a lavida y, con un amor mediocre,construyen su felicidad. Les ha parecidocómodo abdicar, convertirse en siervos

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y participar de la paz de las cosas. Elorgullo de esclavo es la brasa de suseñor.

—Toma, coge. —Dice algunas vecesel amo al cautivo.

Es la hora en la que el señor esbueno con el esclavo porque todas lasfatigas, todas las quemaduras, hanremitido; porque, codo con codo, haentrado el frescor. Y le concede un vasode té. Y el cautivo, rebosante degratitud, besaría, por ese vaso de té, lasrodillas de su señor. El esclavo nuncaestá encadenado. ¡Qué poco lo necesita!¡Qué fiel es! ¡Cómo prudentementereniega en su fuero interno del rey negro

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desposeído!: ya sólo es un cautivo feliz.Sin embargo, un día lo libertarán.

Cuando sea demasiado viejo para valersu comida o su ropa, le concederán unalibertad desmesurada. Durante tres díasse ofrecerá, en vano, de tienda en tienda,cada día más débil, y, al final deltercero, prudente como siempre, setumbará en la arena. Los he visto así, enJuby, muriendo desnudos. Los morosconvivían con su larga agonía, pero sincrueldad. Los niños de los morosjugaban cerca del sombrío deshecho y,al alba de cada día, como un juego,corrían a ver si todavía se movía, perosin reírse del viejo sirviente. Todo eso

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se hacía con naturalidad. Era como si ledijeran: «Has trabajado bien, te hasganado el sueño, vete a dormir». Élseguía tumbado, padeciendo el vértigodel hambre, pero sin sufrir por lainjusticia, que es lo único que atormenta.Poco a poco, se mezclaba con la tierra.Reseco por el sol y recibido por latierra. Treinta años de trabajo y, luego,ese derecho al sueño y a la tierra.

No oí gemir al primero con el queme encontré: ahora bien, no tenía a quiengemir. Intuí que en él había una especiede lóbrego consentimiento, como el delmontañero perdido que, al límite de susfuerzas, se tumba, se arrebuja en sus

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sueños y se cubre de nieve. O que meatormentó no fue su sufrimiento, apenascreía en él, sino el hecho de que en lamuere de un hombre muere un mundodesconocido; me preguntaba cómoserían las imágenes que en su interior seiban hundiendo; que plantaciones delSenegal, qué ciudades blancas del Surde Marruecos se sumía, poco a poco, enel olvido. No podía saber si, en aquellamole negra, sólo se pagabanpreocupaciones miserables: el té quehay que preparar, los animales que hayque llevar al pozo…, si sólo era su almade esclavo la que se dormía, o si,resucitado por una escalada de

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recuerdos, el hombre moría con toda sugrandeza. Lo duros huesos de su cabezase me asemejaban a la vieja caja de lostesoros; no podía saber qué sedas decolores, qué imágenes de fiestas, quévestigios, tan fuera de lugar aquí, taninútiles en el desierto, se habían salvadodel naufragio. Ahí estaba la caja, perocerrada, y pesada. No podía saber quéparte del mundo, durante el gigantescosueño de los últimos días, se deshacíaen el hombre, en esa conciencia y en esacarne que, poco a poco, volvían a sernoche y raíz.

—Era conductor de rebaños y me

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llamaba Mohammed…De todos los que conocí, Bark,

cautivo negro, era el primero que sehabía resistido. Lo de menos era que losmoros hubieran violado su libertad, que,en un solo día, le hubieran dejado en latierra más desnudo que un recién nacido.También hay tempestades de Dios que,en una hora, arrasan las cosechas de unhombre. Pero, mientras que tantos otroscautivos hubieran dejado morir en ellasal pobre conductor de animales, Bark,¡qué tenía que afanarse durante todo elaño para poderse ganar la vida!, noquería abdicar.

Bark no se instalaba en la

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servidumbre como, cansada de esperar,se instala la gente en un mediocrebienestar. No quería alegrarse como unesclavo de la bondad del dueño de losesclavos.

Él conservaba dentro delMohammed ausente la casa que eseMohammed había abitado dentro de supecho. Esa casa, triste por vacía, peroque nadie más iba a habitar. Bark separecía al guarda encanecido que, porfidelidad, muere entre las hierbas de lasalamedas y la soledad d e la noche.

No decía: «Soy Mohammed benLhaoussine», sino: «Me llamoMohammed», soñando con el día en el

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que ese personaje resucitaría,deshaciéndose, con esa resurrección, desu apariencia de esclavo. Algunasveces, en el silencio de la noche, se lerestituían todos los recuerdos, con laplenitud de una canción de a infancia.«Durante la noche —nos contaba nuestrointérprete moro— ha hablado deMarrakech y ha llorado». En soledad,nadie se libra de semejantes retornos.Sin ninguna advertencia, el otrodespertaba en él, extendía sus propiosmiembros, buscaba a la mujer a su lado,en aquel desierto en el que nuca ningunamujer se acercó a Bark. Bark oía elcanto del agua de las fuentes, allí donde

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nunca ninguna fuente brotó. Y Bark, conlos ojos cerrados, creía habitar una casablanca, situada, cada noche, bajo amisma estrella, allí donde los hombreshabitan casas de buriel y persiguen alviento. Venía verme, cargado con susantiguos cariños, vivificadosmisteriosamente, como si su polomagnético estuviera cercano. Queríadecirme que estaba preparado, que todasu ternura estaba preparada y que, paraentregarla, sólo tenía que volver a casa;que sólo bastaba con mi señal. Entoncessonreía, me enseñaba el truco, en el queseguro que yo no había pensado:

—Mañana toca correo… Tú me

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escondes en el avión hacia Agadir…

—¡Pobre viejo Bark!¿Cómo podíamos ayudarle a huir, si

estábamos en territorio rebelde? Al díasiguiente, los moros, sabes Dios con quématanza, hubieran vengado el robo y lainjuria. Muchas veces yo había intentadocomprarlo, ayudado por los mecánicosde la escala, Laubergue, Marchal,Abgrall; pero los moros no ven todoslos días a europeos buscan a un esclavo,y se aprovechan.

—Son veinte mil francos.—¿Nos tomas el pelo?—Mira qué brazos tan fuertes

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tiene…Y así transcurrieron meses.

Por fin se rebajaron las pretensionesde los moros y, ayudado por amigosfranceses a los que había escrito, estuveen condiciones de comprar al viejoBark.

Fueron unas deliberacioneshermosas. Duraron ocho días. Nos lospasamos, quince oros y yo, sentados encírculo en la arena. Un amigo delpropietario, amigo mío también, ZinOuld Rhattari, un bandido, me ayudabaen secreto.

—Véndelo, de todas formas vas a

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perderlo. —Le decía siguiendo misconsejos—. Está enfermo.

Todavía no se ve, pero el mal va pordentro; de repente llega un día en que sehinchan. Véndelo deprisa a francés.

También había prometido unacomisión a otro bandido Raggi, si meayudaba a cerrar el trato. Y Raggitentaba al propietario:

—Con el dinero podrás comprarcamellos, fusiles y balas. Podrás salirde rezzou y guerrear contra losfranceses, y traerte de Atar tres o cuatroesclavos nuevos. Deshazte de este viejo.

Y me vendieron a Bark. Le encerrébajo llave en nuestra barraca durante

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seis días, pues si antes del paso delavión hubiera andado deambulando, losmoros lo hubieran vuelto a coger y avender más lejos.

Pero yo lo liberé de su condición deesclavo. Fue una bella ceremonia.Vinieron el morabito, el antiguopropietario e Ibrahim, el caíd de Juby.Esos tres piratas que, a veinte metrosdel fuerte, con mucho gusto le hubierancortado la cabeza sólo por el placer dehacerme una jugarreta, le abrazaronefusivamente y firmaron una escrituraoficial.

—Ahora eres nuestro hijo.También, según la ley, era el mío.

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Y Bark besó a todos sus padres.

Vivió un dulce cautiverio en nuestrabarraca hasta el día de su marcha. Veinteveces al día pedía que le contaran elcorto viaje: bajaría del avión de Agadiry, en esa escala, le sacarían un billete deautocar hasta Marrakech. Bark jugaba aser hombre libre, como un niño juega aser explorador; el camino haca la vida,el autocar, las gentes, las ciudades queiba a volver a ver…

Laubergue vino a verme en nombrede Marchal y de Abgrall; Bark no teníaque morirse de hambre al bajar delavión; me traían mil francos para él; de

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esta forma podría buscar trabajo.Me acordé de las viejas señoras que

hacen obras de misericordia que soncaritativas, que dan veinte francos yexigen gratitud. Laubergue, Marchal,Abgrall, mecánicos de aviones, dabanmil, no hacían ninguna obra demisericordia y, mucho menos, exigíangratitud. Tampoco obraban por piedad,como esas mismas viejas señoras quesueñan con la felicidad. Simplemente,contribuían a devolverle a un hombre sudignidad de hombre. Demasiado biensabían, lo mismo que yo que, pasada laembriaguez del regreso, sería la miseriala primera amiga fiel con la que Bark se

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encontraría que, antes de tres meses, enalgún lugar del ferrocarril, estaríaderrengándose, arrancando traviesas.Sería menos feliz que con nosotros en eldesierto. Pero tenía derecho a ser élmismo, entre los suyos.

Vamos, viejo Bark, vete y sé unhombre.

El avión vibraba, a punto de partir.Bark se asomaba por última vez a lainmensa desolación de Cabo Juby.Delante del avión, doscientos moros sehabían agrupado para poder ver bienqué cara pone un esclavo a las puertasde la vida. Ya lo recuperarían un pocomás lejos en caso de avería.

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Y nosotros decíamos adiós a nuestrorecién nacido de cincuenta años, unpoco turbados al permitir que seaventurara por el mundo.

—Adiós, Bark.—No.—¿Cómo que no?—No. Yo soy Mohammed ben

Lhaoussine.

La última vez que tuvimos noticiassuyas fue a través del árabe Abdallah, elque, por encargo nuestro atendió a Barken Agadir.

El autocar sólo salía por la noche,por o que Bark dispuso de toda una

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jornada. Vagabundeó durante tantotiempo, sin decir palabra, por lapequeña ciudad, que Abdallah, dándosecuenta de que algo le inquietaba, seinteresó:

—¿Qué pasa?—Nada…Bark, demasiado a sus anchas en

aquellas vacaciones repentinas, no eraconsciente todavía de su resurrección.Claro que sentía una dicha apagadapero, fuera de eso, no había apenasdiferencia entre el Bark de ayer y elBark de hoy. Sin embargo, desde ahora,compartía el sol con os otros hombres,en condiciones de igualdad, y el derecho

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a sentarse aquí, bajo el toldo de estecafé árabe. Se sentó. Pidió té paraAbdallah y par él. Era su primer gestode señor; el poder tendría que haberlotransfigurado. Pero el camarero le sirvióté sin sorprenderse, como si el gestofuera normal. No se daba cuenta de que,al servir aquel té, estaba glorificando aun hombre libre.

—Vamos a otro sitio. —Dijo Bark.Subieron a la Kabbah desde la que

se domina Agadir. Las menudasbailarinas berberiscas se lesaproximaron. Irradiaban tanta ternuraatesorada que Bark creyó que iba arevivir: ellas eran quienes, sin saberlo,

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le acogerían en la vida. Cogiéndole dela mano le ofrecieron té con gentileza,como se lo hubieran ofrecido acualquier otro. Bark quiso contarles suresurrección y ellas rieron con dulzurase alegraban por él, puesto que él estabacontento. Para deslumbrarlas, añadió:«Yo soy Mohammed ben Lhaoussine».Pero eso apenas las sorprendió. Todoslos hombres tienen un nombre y, algunos,llegan de tan lejos…

Se llevó de nuevo a Abdallah a laciudad. Rondó los tenderetes judíos,miró el mar, pensó que podía marcharsedonde y cuando quisiera, que era libre…pero esa libertad le pareció amarga: le

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descubría, sobre todo, hasta que puntocarecía de vínculos con el mundo.

Entonces, al pasar un niño, Bark leacarició la mejilla con ternura. El niñosonrió. No era un hijo de señor, al quese adula; era un niño frágil a quien Barkregalaba una caricia; y que sonreía. Yaquel niño despertó a Bark, y él sedescubrió a sí mismo un poco másimportante en la tierra, gracias a unfrágil niño que le había sonreído.Comenzó a intuir algo y, entonces, echóa andar con grandes zancadas.

—¿Qué buscas? —InquirióAbdallah.

—Nada —respondió Bark.

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Pero cuando al doblar la esquina,dio con un grupo de niños que estabanjugando, se paró. Era aquí. Loscontempló en silencio. Después se alejóhacia los tenderetes judíos y regresócargado de regalos. Abdallah se enfadó:

—¡Imbécil! ¡Guárdate el dinero!Pero Bark ya no escuchaba.

Gravemente, fue llamándoles uno a uno.Y las manitas se tendieron hacia losjuguetes, hacia las pulseras, hacia lasbabuchas ribeteadas en oro. Y cadaniño, cuando ya poseía su tesoro, huíaindómito.

Al enterarse, otros niños de Agadircorrieron hacia él: Bark les calzó

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babuchas de oro. Y, en los alrededoresde Agadir, otros niños, a quienes, a suvez, también había llegado el rumor, sepusieron en marcha y fueron gritando aver al Dios negro. Aferrados a susviejas ropas de esclavo, reclamaban suparte. Bark se estaba arruinando.

Abdallah pensó que estaba loco dealegría, pero yo creo que para Bark nose trataba de compartir un exceso dealegría.

Él, puesto que era libre, poseía losbienes esenciales, el derecho de hacersequerer, de ir al Norte o al Sur y deganarse la vida con su trabajo. Para quéaquel dinero… Lo que sentía, como se

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siente un hambre atroz, era la necesidadde ser un hombre entre los hombres,ligado a los hombres. Las bailarinas deAgadir habían sido cariñosas con elviejo Bark, pero él las había dejado sinesfuerzo, lo mismo que las habíaencontrado; ellas no lo necesitaban. Elcamarero del puesto árabe, lostranseúntes de las calles, todosrespetaban en él al hombre libre,compartían su sol con él, en condicionesde igualdad; pero tampoco ningunohabía demostrado que tuviera necesidadde él. Era libre, infinitamente, hasta elpunto de no sentir ya su peso sobre latierra. Le faltaba ese peso de las

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relaciones humanas que dificulta elcamino, esas lágrimas, esas despedidas,esos reproches, esas alegrías, todo loque un hombre acaricia o desgaja cadavez que esboza un gesto, esos milvínculos que le atan a los demás y lehacen ganar peso. Pero, sobre Bark yaplaneaban mil esperanzas…

El reino de Bark empezaba en elencanto de la puesta de sol de Agadir, enel frescor que durante tanto tiempo habíasido la única satisfacción que podíaesperar, el único refugio. Y, a medidaque se acercaba la horas de marcharse,Bark iba avanzando, bañado por lamarea de niños, como de ovejas en otro

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tiempo, trazando su primer surco en elmundo. Mañana volvería a la miseria delos suyos, será responsable de másvidas de las que, tal vez, sus viejosbrazos sabrían alimentar, pero, aquí, yahabía alcanzado su auténtico peso.Como un arcángel demasiado etéreopara vivir una vida de hombres, peroque hubiera hecho trampa y se hubieracosido plomos a la cintura, Barkcaminaba con dificultad, arrastradohacia la tierra por mil niños quenecesitaban imperiosamente unasbabuchas de oro.

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7

Así es el desierto. Un Corán, que no essino una regla de juego, transforma suarena en un Imperio. En el fondo delSáhara que podría parecer vacío, seinterpreta una obra que perturba laspasiones de los hombres. La verdaderavida del desierto no está hecha deéxodos de tribus en busca de hierba parapastar, sino del juego que, al mismotiempo, allí se crea. ¡Qué diferenciaentre la materia de la arena sometida y

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la de la otra! ¿Y acaso no ocurre lomismo con los hombres? Frente a estedesierto transfigurado recerco juegos demi niñez, un parque oscuro y dorado quehabíamos poblado de dioses, un reinosin límites que habíamos creado en unkilómetro cuadrado nunca del todoconocido, nunca del todo explorado.Formábamos una civilización cerrada,en la que los pasos tenían un sabor, en laque las cosas, que no estaban permitidasen ninguna otra civilización, tenían unsentido. Cuando, ya adulto, uno vivebajo otras leyes, ¿qué queda del parquede la infancia, henchido de sombra,mágico, helado, ardiente, del que, ahora,

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al regresar, uno recorre con ciertadesesperanza la pared baja de piedrasgrises, extrañándose de encontrar, en unrecinto tan pequeño, encerrada unaprovincia de la que uno había hecho suinfinito, y comprendiendo que ya nuncavolverá a ese infinito pues, para ello, nobasta con regresar al parque, sino quetendría que volver a participar en eljuego?

Ya no hay disidencia. Ya no haymisterio en Cabo Juby, Cisneros, PuertoCansado, Saguet-El-Hambra, Dora,Smarra. Los horizontes hacia los quehemos corrido se han ido extinguiendouno tras otro, como esos insectos que

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pierden su colorido una vez atrapadosen una trampa de manos tibias. Peroquien los perseguía no era víctima deuna ilusión. No nos equivocábamoscuando íbamos tras aquellosdescubrimientos. Tampoco el sultán de«Las mil una noches», que perseguía unamateria tan sutil que, una a una, sushermosas cautivas, al alba, se extinguíanen sus brazos, tras perder, apenasacariciadas, el oro de sus alas. Noshemos alimentado con la magia de lasarenas; otros, tal vez, perforarán suspozos de petróleo y se enriquecerán consu comercio. Pero habrán llegadodemasiado tarde. Pues los palmares

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prohibidos, el polvo virgen de lasconchas, nos han entregado a nosotros suparte más preciosa: sólo ofrecían unahora de fervor y somos nosotros quieneslas hemos vivido.

¿El desierto? Un día se me concedióabordarlo con el corazón. En eltranscurso de un raid a Indochina, en1935, me encontré en Egipto, en losconfines de Libia, atrapado en las arenascomo si fueran liga, y pensé que iba amorir. Ésta es la historia.

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Capítulo 7

En el centro del desierto.

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1

Al abordar el mediterráneo heencontrado nubes bajas. He descendidoa veinte metros. El aguacero se estrellacontra el parabrisas y el mar parecehumear. Tengo que esforzarme parapoder ver algo y no chocar contra elmástil de un navío.

Mi mecánico, André Prévot, meenciende cigarrillos.

—Café…Desaparece en la parte trasera del

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avión y vuelve con el termo. Bebo. Devez en cuando doy manotazos a lamanecilla del gas para mantener las dosmil cien revoluciones. De una ojeadarecorro las esferas de los medidores;mis súbditos son obedientes, cada agujaestá en su sitio.

Echo un vistazo al mar que, bajo lalluvia, desprende vapor, como un granbarreño de agua caliente. Si volara enhidroavión, lamentaría que estuviera tanesponjoso. Pero estoy en un avión.

Esponjoso o no, no puedo amerizary, sin saber por qué, eso me otorga unaabsurda sensación de seguridad. El marforma parte de un mundo que no es el

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mío. Aquí una avería no es de miincumbencia, ni siquiera representa unaamenaza: a mí no me han aparejado parael ar.

Después de una hora y media devuelo, la lluvia se calma. Las nubessiguen estando muy bajas, pero la luz yacomienza a atravesarlas como unasonrisa ancha. Admiro la lentapreparación del buen tiempo. Puedoadivinar la presencia de una débil capade blanco algodón sobre mi cabeza.

Giro oblicuamente para evitar unchaparrón: ya no hace falta cruzar sucorazón. Aparece la primera abertura…

La he presentido sin verla, porque a

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mí, en el mar, veo una estela color depradera, una especie de oasis de unverde luminoso y profundo parecido alos campos de cebada que, en el Sur deMarruecos, me encogían e corazóncuando regresaba de Senegal, despuésde tres mil kilómetros de arena. Tambiénaquí experimento el sentimiento deabordar una provincia habitable ysaboreo un gozo liviano. Me vuelvo aPrévot:

—¡Ya está, esto marcha!—¡Sí, todo va bien!Túnez. Mientras llenan el depósito,

firmo papeles. Pero, en el momento enque abandono la oficina, oigo una

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especie de «¡plof!», como el de unazambullida; uno de esos sonidos sordos,sin eco. Al instante recuerdo haber oídoya un ruido semejante: una explosión enun garaje. Aquel tos ronca había matadoa dos hombres. Me giro hacia el caminoque bordea la pista: una nubecilla depolvo; dos coches rápidos que hanchocado de frente se han quedadoatrapados, inmóviles de repente, comoen un espejo. Algunos hombres correnhacia ellos; otros, hacia nosotros:

—Llamen por teléfono… Unmédico… La cabeza…

Se me encoge el alma. En laapacible luz de la tarde, la fatalidad ha

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asestado un golpe: una bellezadestrozada, una inteligencia, o unavida… Los piratas han caminado así enel desierto, y nadie ha oído su pasoelástico sobre la arena. En elcampamento esto ha sido como el breverumor de una razzia. Después todo harecobrado su dorada quietud. La mismapaz, el mismo silencio… Alguien, cercade mí, habla de una fractura de cráneo.No quiero saber nada de esa frenteinerte y sangrante; doy la espalda alcamino y me voy a mi avión, aunqueconservo una sensación de amenaza enmi interior. Muy pronto volveré aidentificar ese ruido cando, a doscientos

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sesenta kilómetros por hora, arañe minegra meseta, volveré a identificar lamisma tos ronca: el mismo «¡blam!» deldestino que nos estaba aguardando en ellugar de la cita.

En ruta hacia Benghazzi.

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2

En ruta. Dos horas de luz todavía.Cuando llego a Trípoli ya me e quitadolas gafas de sol y la arena estáadquiriendo una tonalidad dorada.¡Dios! ¡Qué desierto está este planeta!Una vez más, los ríos, las sombras y loslugares donde habitan los hombres meparecen debidos a conjunciones fruto deun dichoso azar. ¡Cuánta roca y arena!

Pero todo esto me resulta extraño, yovivo en el dominio del vuelo. Siento

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acercarse la noche ahí, donde uno seencierra como dentro de un templo,practicando ritos esenciales en unameditación sin consuelo. Todo estemundo profano ya se está borrando, yava a desaparecer. Una luz doradaalimenta todavía el paisaje pero, en él,algo comienza a evaporarse y yo, yo noconozco nada, nada que valga la penatanto como este momento. Quienes hanpadecido el inefable amor por el vuelome comprenden.

Así pues, poco a poco, renuncio alsol renuncio a las grandes superficiesdoradas que, en caso de avería, mehubieran acogido… Renuncio a los

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puntos de referencia que me hubieranguiado.

Renuncio a los perfiles de lasmontañas contra el cielo que mehubieran evitado los escollos.

Entro en la noche. Navego. Ya sólome quedan las estrellas…

Esta muerte del mundo se producelentamente. La luz va faltando poco apoco. La tierra y el cielo se confundenpaulatinamente. La tierra sube y pareceque se extiende como si fuera vapor. Enuna especie de agua verde las primerasestrellas tiritan. Habrá que esperarmucho tiempo aún para que setransformen en duros diamantes. Tendré

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que esperar mucho tiempo todavía parapresenciar los silenciosos juegos de lasestrellas fugaces. En el corazón dealgunas noches he visto deslizarse tantaspavesas que he llegado a creer quehabía un vendaval de estrellas.

Prévot prueba las luces fijas y las deemergencia. Envolvemos las bombillascon papel rojo.

—Otra capa…Añade una nueva capa de papel,

enciende el contacto. La luz es todavíademasiado clara.

Velaría, como en el cuarto oscuro deun fotógrafo, la pálida imagen del mundoexterior.

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Destruiría la pulpa ligera que, yaoscurecido, algunas veces se adhiereaún a las cosas. Ya ha caído la noche.Pero no se trata todavía de la auténticanoche. Subsiste una media luna. Prévotse adentra en la parte trasera y vuelvecon un bocadillo. Yo arranco algúngrano de uvas. No tengo hambre. Notengo ni hambre ni sed. No siento ningúncansancio, me parece que podría estarpilotando así durante diez años.

La luna ha muerto.

Benghazzi se anuncia en la negranoche. Benghazzi descansa al fondo deuna oscuridad tan profunda que ningún

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halo la adorna. He visto la ciudadcuando ya estaba sobre ella. Estoybuscando el campo de aterrizaje cuandose enciende su balizaje rojo. Las lucesrecortan un falso rectángulo negro. Viro.La luz de un faro apuntando al cielo suberecta como una manguera, gira y traza unsendero de oro en el campo. Viro otravez para poder distinguir los obstáculos.El equipamiento nocturno de esta escalaes admirable. Reduzco e inicio mizambullida en esta especie de aguanegra.

Cuando aterrizo son las 23, horalocal. Ruedo hasta el faro. Oficiales ysoldados, de lo más amables, pasan de

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las sombras a la dura luz del proyector,a veces visibles, a veces invisibles.

Cogen mis papeles, comienzan allenar el depósito. En veinte minutos, miescala de tránsito habrá finalizado.

—Vire y pase encima de nosotros,de lo contrario no sabremos si eldespegue ha ido bien.

En ruta.Ruedo por la vía de oro hacia un

boquete sin obstáculos. Mi avión, tipoSimoun, despega con su sobrecargamucho antes de haber agotado el áreadisponible. El proyector me sigue y memolesta para virar. Por fin me deja, sehan dado cuenta de que me deslumbraba.

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Cuando me doy media vuelta sobre lavertical, el proyector me golpea la carade nuevo pero, en cuanto me toca, meesquiva y dirige su larga flauta doradahacia otro lugar. Adivino, en todo estetrajín, una extrema cortesía. En estemomento viro otra vez, hacia el desierto.

Los partes meteorológicos de París,Túnez y Benghazzi me han anunciado unviento de cola de entre treinta y cuarentakilómetros por hora. Puedo contar, portanto, con una velocidad de crucero deunos trescientos kilómetros por hora.Pongo rumbo hacia la mitad delsegmento a la derecha, el que uneAlejandría con El Cairo. De este modo

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evitaré las zonas prohibidas de la costay, a pesar de las derivas imprevistas, mealcanzarán las luces de una u otraciudad, por la derecha o por laizquierda, o, al menos, las luces delvalle del Nilo. Si el viento no cambia,navegaré durante tres horas y veinteminutos; tres horas y cuarenta y cinco sisu fuerza disminuye. Comienzo asobrevolar los mil cincuenta kilómetrosde desierto.

Ya no hay luna, sólo un asfalto negroque se ha dilatado hasta legar a lasestrellas. No veré ninguna luz, no podréutilizar ningún punto de referencia; sinradio, o recibiré ninguna señal humana

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antes del Nilo. Ni siquiera intentoobservar otra cosa que no sean micompás y mi Sperry. Ya nada meinteresa, salvo la lenta respiración deuna estrecha línea de radio en la oscurapantalla del instrumento. Prévot cambiade sitio; corrijo con suavidad lasvariaciones del centrado. Subo hasta dosmil, allí donde, según me han indicado,los vientos son favorables. A intervaloslargos enciendo una linterna paraobservar las esferas de los motores,pues no todas son luminosas, pero lamayor parte del tiempo me encierro enla oscuridad, entre mis minúsculasconstelaciones que emanan la misma luz

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mineral que las estrellas, la misma luzinextinguible y secreta, y que hablan elmismo lenguaje. Como los astrónomos,también yo estoy leyendo un libro demecánica celeste, también yo me sientoestudioso y puro. Todo se ha apagado enel mundo exterior. Después de una arduaresistencia, Prévot se duerme y puedosaborear mejor mi soledad. Meacompañan el suave ronroneo del motory, frente a mí, en el tablero de mandos,todas estas apacibles estrellas.

Medito. No tenemos luna ycarecemos de radio. Ya ni el más tenuevínculo nos ligará al mundo hasta que

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nos topemos con el hilillo de luz delNilo. Estamos alejados de todo, sólonuestro motor no sostiene y nos permitepermanecer en este asfalto. Cruzamos elgran valle negro de los cuentos dehadas, el de la prueba. Aquí, nada deauxilio. Aquí, nada de perdón por loserrores.

Estamos a merced de la voluntad deDios.

Un haz de rayos de luz se filtradesde un punto del cuadro eléctrico.Despierto a Prévot para que lo apague.Se agita en la sombra, como un oso,estornuda, se adelanta, se suena con una

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especie de trapo mezcla de pañuelo y depapel negro. El haz de rayos de luz hadesaparecido. Era una fractura en estemundo. No era de la misma calidad quela pálida y lejana luz de la línea de mira.

Era una luz de sala nocturna y no unaluz de estrella. Pero, sobre todo, medeslumbraba, apagaba la claridad de lasdemás.

Tres horas de vuelo. Un resplandorque parece dotado de vida propia surgea mi derecha. Miro.

Un largo surco luminoso pende de laluz del extremo del ala que, hasta ahora,había permanecido invisible. Es un

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resplandor intermitente, algunas vecesconstante, otras apagado: estoy entrandoen una nube. Es ella la que refleja miluz. Cerca de mis puntos de referenciahubiera preferido un cielo puro. El alase lo mina bajo el halo, la luz se instala,se fija, se derrama, y ahí abajo se formaun ramillete de color rosa. Profundostorbellinos me balancean. Estoynavegando por las entrañas de uncúmulo cuyo espesor no conozco. Subohasta dos mil cinco, pero no emerjo.

Vuelvo a bajar a mil metros. Elramillete de flores sigue ahí, inmóvil ycada vez más resplandeciente. Bien. Deacuerdo. Peor para él. Pienso en otra

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cosa. Cuando salgamos, ya se verá. Perono me gusta esta luz de hotelucho.

Calculo: «Aquí me muevo un poco,es normal, a pesar del cielo puro y de laaltitud he tenido torbellinos a lo largo detoda la ruta. El viento no se ha calmadoy debo de sobrepasar los trescientoskilómetros por hora». Después de todono estoy seguro de nada, ya intentaréorientarme cuando salga de la nube.

Y salimos. El ramillete se hadesvanecido de repente. Su desapariciónme anuncia el acontecimiento. Mirohacia delante y veo, en la medida de lovisible, un estrecho valle de cielo y la

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pared de un cúmulo cercano. Elramillete se ha reavivado.

Ya no volveré a salir de esta masapegajosa, salvo durante algunossegundos. Después de tres horas y mediade vuelo esta materia empieza apreocuparme, puesto que si avanzocomo pienso, estoy acercándome alNilo. Con un poco de suerte podríaverlo a través de los pasillos, pero nohay demasiados. Todavía no me atrevo adescender: si, por casualidad, voy másdespacio de lo que creo, entonces estoysobrevolando aún tierras altas.

Sigo sin inquietarme, sólo me

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intranquiliza la posibilidad de perdertiempo. Sin embargo, fijo un límite a miserenidad: cuatro horas y quince minutosde vuelo. Después de ese tiempo,incluso con viento nulo, cosaimprobable, habré sobrepasado el valledel Nilo.

Cuando me aproximo a los bordesde la nube, el ramillete lanza destellosintermitentes cada vez más rápidos;después, de repente, se apaga. No megustan estos mensajes cifrados de losdemonios de la noche.

Una estrella verde emerge frente amí, deslumbrante como un faro. ¿Es una

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estrella o es un faro?Tampoco me gusta esta claridad

sobrenatural, este astro de rey mago,esta peligrosa invitación.

Prévot se ha despertado y alumbralas esferas de los motores. Los aparto, aél y a su lámpara.

Acabo de abordar una falla entre dosnubes y aprovecho para mirar debajo demí. Prévot vuelve a dormirse.

Pero no hay nada que ver.

Cuatro horas y cinco minutos devuelo. Prévot ha venido a sentarse a milado.

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—Tendríamos que llegar a ElCairo…

—Creo que sí…—¿Eso es una estrella o un faro?

He reducido un poco la velocidaddel motor, lo que, sin duda, hadespertado a Prévot; es sensible acualquier variación de los ruidos delvuelo. Inicio un lento descenso paradeslizarme bajo la masa de nubes.

Acabo de consultar el mapa. Detodas formas he abordado las cotascero: no me arriesgo a nada.

Sigo descendiendo y virodirectamente al Norte. Así recibiré las

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luces de las ciudades en mis ventanillas.Seguro que ya las he sobrepasado, demodo que las veré a mi izquierda. Ahoravuelo por debajo del cúmulo, pero a lolargo de otra nube que está más abajo, ala izquierda. Viro para no dejarmeatrapar en su red, mi rumbo es Norte-Nordeste.

Esa nube está mucho más abajo y metapa todo el horizonte. No me atrevo aperder altitud. He alcanzado la cota 400en mí altímetro, pero desconozco lapresión que hay aquí. Prévot se asoma.

Le grito: «Me voy hacia el mar,acabaré de descender en el mar, para no

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estrellarnos…».

Sin embargo, nada me demuestra queno haya derivado ya hacia el mar. Bajoesta nube la oscuridad es completamenteimpenetrable. Me acerco a la ventanilla.Intento leer debajo de mí.

Intento descubrir luces, señales. Soyun hombre que registra las cenizas. Soyun hombre que se esfuerza por encontrarlos rescoldos de la vida en el hogar.

—¡Un faro marino!

Los dos hemos visto a la vez estatrampa destellante. ¡Es cosa de brujas!¿Dónde estaba este faro fantasma, esta

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imagen nocturna? En el mismo segundoen que Prévot y yo nos asomábamospara encontrarlo, a trescientos metrosbajo nuestras alas, de repente…

—¡Ah!

Creo que es todo lo que dije. Sólonoté un crujido formidable que sacudiólos cimientos de nuestro mundo. Noshabíamos estrellado contra el suelo adoscientos setenta kilómetros por hora.

Creo que, durante la centésima desegundo siguiente, sólo esperé la granestrella púrpura de la explosión con laque íbamos a confundirnos los dos. NiPrévot ni yo experimentamos la menor

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emoción. Sólo noté una esperademasiado larga, la espera de esaestrella deslumbrante en la que teníamosque desvanecernos en un segundo. Perono hubo ninguna estrella púrpura. Hubouna especie de temblor de tierra quearrasó nuestra cabina, arrancando lasventanillas, lanzando chapas a cienmetros, clavando su rugido en nuestrasentrañas. El avión vibraba como uncuchillo que, una vez lanzado, se hahincado en la dura madera. Y esa cóleranos sacudía. Un segundo, dossegundos… El avión seguíaestremeciéndose y yo esperaba conterrible impaciencia que sus provisiones

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de energía lo hicieran estallar como unagranada. Pero las sacudidassubterráneas se sucedían sin alcanzar laerupción definitiva. No entendía nada deaquella labor invisible. No comprendíael temblor, ni la cólera, ni el retrasointerminable…

Cinco segundos, seis segundos… Y,bruscamente, experimentamos unasensación de rotación, un choque quelanzó también nuestros cigarrillos por laventanilla y que pulverizó el aladerecha; después, nada. Sólo una gélidainmovilidad. Le grité a Prévot: - ¡Saltadeprisa!

Él gritó a la vez:

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—¡Fuego!En un instante, tras deslizarnos por

el hueco de la ventanilla desgajada, nosencontramos en pie a veinte metros dedistancia. Pregunté a Prévot:

—¿Estás herido?Y él me respondió:—No.Pero se frotaba la rodilla.Le dije:—Pálpate, muévete, júrame que no

tienes nada roto…Me respondió:—No es nada, la bomba de

repuesto…Yo creía que, de repente, se iba a

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desplomar, partido por la mitad, delombligo a la cabeza; pero, con la miradafija, él me repetía:

—¡Ha sido la bomba de repuesto!Y yo pensaba: «Se ha vuelto loco, se

va a poner a bailar…».Pero, por fin, apartando la mirada

del avión que había dejado de arder, memiró y volvió a decir: - No es nada, labomba de repuesto que me ha golpeadola rodilla.

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3

Es incomprensible que estemos vivos.Con la linterna recorro las huellas delavión en el suelo. A doscientoscincuenta metros del lugar donde se hadetenido encontramos ya trozos dehierro retorcidos y chapas con los que, alo largo de su recorrido, ha idosalpicando la arena. Cuando llegue laluz, nos enteraremos de que hemoschocado tangencialmente contra unapendiente suave en la cumbre de una

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meseta desierta. En el punto de impactohay un agujero en la arena semejante alde una reja de arado. Sin volcar, elavión ha seguido su camino sobre lapanza con una cólera y con unosmovimientos de cola de reptil. Hareptado a doscientos setenta kilómetrospor hora. Seguramente les debemos lavida a esas piedras negras y redondas,que ruedan libremente en la arena y quehan formado un cojinete de bolas.

Prévot desconecta las baterías paraevitar que, a causa de un cortocircuito sereproduzca el fuego.

Me he apoyado contra el motor y

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reflexiono: ahí arriba puedo habertenido un viento de cincuenta kilómetrospor hora pues, en efecto, notaba lassacudidas. Pero, si después de lasprevisiones meteorológicas, el viento hacambiado, no tenga ni idea de ladirección. Así que me encuentro en uncuadrado de cuatrocientos kilómetros delado.

Prévot se sienta a mi lado y me dice:—Es extraordinario que estemos

vivos…

No le respondo, ni tampoco sientoninguna alegría. Una idea incipienteempieza a abrirse paso en mi cabeza y

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comienza a atormentarme.

Le pido a Prévot que encienda sulinterna como punto de referencia, y, conla mía en la mano, me voy en línea recta.Miro atentamente el suelo. Avanzolentamente; trazo un amplio semicírculo;cambio varias veces de dirección. Sigoexaminando el suelo como si estuvierabuscando un anillo perdido. Hace sóloun instante que, del mismo modo, estábuscando el rescoldo. Sigo avanzandoen la oscuridad, inclinado sobre elblanco disco de luz que me guía.

Pues sí… Pues sí… Vuelvodespacio al avión. Me siento cerca de la

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cabina y reflexiono.Buscaba una razón para la esperanza

y no la he encontrado. Buscaba unaseñal, un regalo de la vida, y la vida nome ha dado ninguna señal.

—Prévot, no he visto ni una briznade hierba.

Prévot calla. No sé si me hacomprendido. Volveremos hablar delasunto cuando se levante el telón,cuando llegue la luz. Sólo siento unenorme cansancio; pienso: «¡Acuatrocientos kilómetros, más o menos,en el desierto…!». De repente me pongoen pie, de un salto:

—¡El agua!

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Los depósitos de gasolina, losdepósitos de aceite están destrozados.Nuestras reservas de agua también. Laarena se lo ha bebido todo. Encontramosmedio litro de café en el fondo de untermo pulverizado, un cuarto de vinoblanco dentro de otro. Filtramos esoslíquidos y los mezclamos.

También quedan unas cuantas uvas yuna naranja. Calculo: «En cinco horasde marcha, bajo el sol, en el desiertoesto se acaba…».

Nos instalamos en la cabina aesperar la luz del día. Me tumbo, voy adormir. Mientras me duermo hago

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balance de nuestra aventura: loignoramos todo acerca de nuestraposición, no tenemos ni un litro delíquido. Si no nos hemos desviadomucho, tardarán, en el mejor de loscasos, ocho días en encontrarnos, y serádemasiado tarde. Si hemos derivadohacia un lado, tardarán seis meses. Nohay que contar con los aviones: nosbuscarán en un radio de tres milkilómetros.

—¡Ah! ¡Qué lástima! —Dice Prévot.—¿Por qué?—¡Todo hubiera podido acabar de

una vez…!

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Pero no hay que rendirse tan pronto.Prévot y yo nos rehacemos. No hay queperder la esperanza, por muy débil quesea, de un rescate milagroso desde elaire. Tampoco tenemos que permaneceren el mismo sitio, desaprovechando, talvez, un oasis cercano. Hoy caminaremosdurante todo el día y regresaremos anuestro aparato. Antes de partirdejaremos escrito en mayúsculas nuestroprograma la arena.

Así pues, me hago un ovillo; voy adormir hasta el alba. Me siento muy felizde poder dormirme.

La fatiga me envuelve con una

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múltiple presencia. No estoy solo en eldesierto, mi duermevela está poblado devoces, de recuerdos, de confidenciasusurradas. Todavía no tengo sed, meencuentro bien, me aventuro a dormir. Larealidad pierde terreno frente a lossueños…

¡Ah! ¡Qué diferencia cuando llegó eldía!

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4

He querido mucho al Sáhara. He pasadonoches en territorio rebelde. Hedespertado en esta extensión dorada enla que el viento deja la marca de susolas, como en el mar. Allí, durmiendobajo el ala de mi avión, he esperado aque vinieran a rescatarme; pero aquellono tiene punto de comparación con lo deahora.

Caminamos por el flanco de

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sinuosas colinas. El suelo está formadopor arena completamente cubierta poruna capa de jarros brillantes y negros.Se diría que son como escamas demetal; todas las cúpulas que nos rodeanbrillan como armaduras. Estamosencerrados en un paisaje de hierro.

Salvada la primera cresta,vislumbramos, más lejos, otra parecida,negra y brillante. Caminamosarrastrando los pies, trazando un hiloconductor para, más tarde, volverguiándonos por él.

Avanzamos con el sol de frente.Contra toda lógica he decidido ir hacia

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el Este, ya que todo me lleva a creer quehe cruzado el Nilo: la meteorología, eltiempo de vuelo… Pero, después de unbreve desvío hacia el Oeste, heexperimentado un malestar que no hepodido explicarme. Por eso lo he dejadopara mañana, y he sacrificadoprovisionalmente el Norte que, sinembargo, conduce al mar. Tres días mástarde, cuando, en un estado próximo aldelirio, decidamos abandonardefinitivamente nuestro aparato ycaminar de frente, en línea recta hastacaer rendidos, seguiremos dirigiéndonoshacia el Este, hacia el Este-Nordeste,para ser más exactos, y ello, una vez

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más, contra toda lógica y contra todaesperanza. Una vez rescatados,descubriremos que ninguna otradirección nos hubiera permitidoregresar, pues, hacia el Norte,demasiado agotados, tampocohubiéramos alcanzado el mar. Hoy, porabsurdo que parezca, pienso que, a faltade un motivo que me ayudara a elegir,escogí esa dirección por la única razónde que era la que había salvado a miamigo Guillaumet en los Andes, dondetanto le busqué. Para mí se habíaconvertido, de modo confuso, en ladirección de la vida.

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Después de cinco horas de marcha,el paisaje cambia. Un río de arenaparece fluir por un valle y nosotrosdirigimos nuestros pasos hacia el fondode este valle. Caminamos dando grandeszancadas, necesitamos llegar lo máslejos posible y, si no hemos descubiertonada, volver antes de que se haga denoche. Me paro de golpe:

—Prévot.—¿Qué?—El rastro…¿Cuánto tiempo hace que nos hemos

olvidado de dejar un surco detrás denosotros? Si no lo encontramos es la

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muerte.

Damos media vuelta, pero endiagonal hacia la derecha. Cuandoestemos bastante lejos, giraremosperpendicularmente a nuestra primeradirección, y recuperaremos nuestrashuellas, ahí donde aún las dejábamos.

Después de reanudar el hilo,volvemos a ponernos en marcha. Latemperatura sube y, con ella, aparecenlos espejismos, aunque todavía sonespejismos elementales. Grandes lagosse forman y se desvanecen conformeavanzamos. Decidimos franquear elvalle y escalar la cúpula más alta para

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observar el horizonte. Ya hace seishoras que caminamos. Con nuestraszancadas debemos de haber recorridounos treinta y cinco kilómetros. Hemosllegado a lo alto de una cima negradonde nos sentamos en silencio. Anuestros pies, el valle de arenadesemboca en un desierto de arena sinpiedras cuya deslumbrante luz blancaquema los ojos. Hasta donde alcanza lavista sólo se ve el vacío. Pero, en elhorizonte, juegos de luz componenespejismos que ya son más inquietantes.Fortalezas y minaretes, masasgeométricas de líneas verticales.Observo también una gran mancha negra

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que simula vegetación, suspendida bajola última de estas nubes que con el díase han disuelto y que de nocherenacerán; sólo es la sombra de uncúmulo.

Es inútil avanzar más, esta tentativano conduce a ninguna parte. Tenemosque volver a nuestro avión, a la balizaroja y blanca que tal vez serádescubierta por los camaradas. Aunqueno abrigo ninguna esperanza, pienso quesus rastreos son nuestra únicaposibilidad de salvación. Además, allíhemos dejado nuestras últimas gotas delíquido y ya necesitamos beberlas con

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urgencia.Tenemos que volver para vivir.

Estamos prisioneros en este círculoférreo: el de la corta autonomía denuestra sed.

¡Qué difícil es dar media vueltacuando, tal vez, se podría seguircaminando hacia la vida! Quizá, másallá de los espejismos, el horizonte esrico en verdaderas ciudades, en canalesde agua dulce y en praderas. Sé quéhago bien en dar media vuelta pero, sinembargo, tengo la impresión de estarnaufragando cuando doy el golpe detimón.

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Nos hemos acostado al lado delavión. Hemos recorrido más de sesentakilómetros. Hemos agotado nuestroslíquidos. Hacia el Este no hemosencontrado nada y ningún camarada hasobrevolado el territorio. ¿Cuántotiempo resistiremos? Tenemos ya tantased…

Hemos encendido una gran hoguera,con los restos de un ala pulverizada,gasolina y chapas de magnesio queproducen un resplandor blanco. Hemosesperado a que la noche fuera biencerrada para provocar nuestroincendio… Pero ¿dónde están los

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hombres?

La llama se eleva. Religiosamentecontemplamos cómo arde nuestro fanalen el desierto, miramos cómoresplandece en la noche nuestrosilencioso y deslumbrante mensaje.Pienso que si transmite una llamada queya es patética, también transmite muchoamor. Pedimos ayuda para beber, perotambién pedimos ayuda paracomunicarnos. ¡Qué otra hogueraalumbre la noche!

Los hombres son los únicos quedisponen de fuego. ¡Qué nos respondan!

Vuelvo a ver los ojos de mi mujer.

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Desde ahora sólo veré esos ojos.Interrogan. Vuelvo a ver los ojos detodos los que, tal vez, me aprecian.También interrogan. Toda una asambleade miradas reprocha mi silencio… ¡Yorespondo! ¡Yo respondo! Respondo contodas mis fuerzas. ¡No soy capaz deencender en la noche una hoguera quebrille más!

He hecho lo que he podido. Hemoshecho lo que hemos podido: casi sesentakilómetros sin beber. Ahora ya nobeberemos. ¿Es acaso culpa nuestra sino podemos esperar mucho tiempo más?Nos hubiera gustado ser prudentes,

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quedarnos allí, sorbiendo de nuestrascantimploras.

Pero, desde el mismo segundo enque apure el fondo del cubilete deestaño, un reloj echó a andar. Desdemismo segundo en que ingerí la últimagota, empecé a seguir una inclinación.¿Qué puedo hacer si el tiempo mearrastra como un río? Prévot llora. Ledoy unas palmaditas en el hombro. Paraconsolarlo, le digo:

—Si estamos perdidos, estamosperdidos…

Me responde:—Si crees que lloro por mí…

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¡Pues claro! Por supuesto que hedescubierto esta verdad: nada esintolerable. Mañana, y pasado mañana,aprenderé que, sin duda alguna, no haynada que sea intolerable. Sólo creo amedias en el suplicio. Ya me habíahecho esta reflexión. Un día creí que meahogaba, prisionero en una cabina, y nosufrí demasiado. Algunas veces penséque me iba a abrir la cabeza y no mepareció nada extraordinario. Aquítampoco conoceré apenas la angustia.Mañana aprenderé cosas más extrañas sicabe sobre este asunto. ¡Sabe Dios si, apesar de mi hoguera, yo no he

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renunciado a hacerme oír por loshombres!

«Si crees que es por mí…». Sí,claro que sí, esto es lo intolerable. Cadavez que vuelvo a ver esos ojos queesperan siento una quemazón, tengo unrepentino deseo de levantarme y correral frente.

¡Allí lejos están pidiendo socorro,están naufragando!

Es un extraño cambio de papeles,aunque yo siempre he pensado que eraasí. Pero me faltaba Prévot para estarcompletamente seguro. Pues bien, Prévottampoco volverá a conocer esta angustia

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frente a la muerte, esta angustia de laque tanto nos hablan. Pero hay algo queél no soporta, ni yo tampoco.

¡Bien! Acepto dormirme, dormirmedurante una noche o durante siglos. Noveo la diferencia, si me duermo. Yademás, ¡qué paz! Pero esos gritos que alo lejos se proferirán, esas enormesllamas de desesperación… No puedo niimaginármelo. ¡No puedo cruzarme debrazos frente a estos naufragios! Cadasegundo de silencio está matando unpoco a los que yo quiero, y en mí creceun intenso sentimiento de rabia. ¿Por quéestas cadenas que me impiden llegar a

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tiempo y socorrer a los que se hunden?¿Por qué nuestro incendio no lleva estegrito al otro lado del mundo?Paciencia… ¡Ya llegamos! ¡Yallegamos…! ¡Somos los socorristas!

El magnesio se ha consumido y lahoguera ya sólo es roja. Sólo es unmontón de brasas sobre el que nosinclinamos para calentarnos. Se acabónuestro deslumbrante y gran mensaje.¿Qué ha puesto en marcha en el mundo?¡Ya! Sé muy bien que no ha puesto nadaen marcha. Se trataba de una súplica queno ha podido ser escuchada.

Bueno, me dormiré.

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5

De madrugada hemos recogido deencima de las alas y con un trapo un culode vaso de rocío mezclado con pintura yaceite. Estaba asqueroso, pero nos lohemos bebido. A falta de otra cosa, almenos nos hemos mojado los labios.Después de semejante banquete, Prévotme ha dicho: —Por suerte tenemos elrevólver.

Bruscamente me siento agresivo yme vuelvo hacia él con maligna

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hostilidad. En este momento nada merespondería más que una efusiónsentimental. Siento una necesidadextrema de pensar que todo es sencillo.Que es sencillo nacer. Que es sencillocrecer. Que es sencillo morir de sed.

Por el rabillo del ojo observo aPrévot, dispuesto, si hace falta, agolpearlo para que se calle.

Pero Prévot me ha hablado concalma. Ha tratado un asunto de higiene.Ha abordado el tema como quienhubiera podido decir: «Tendríamos quelavarnos las manos». Así que estamosde acuerdo. Mirando la funda de cuero

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ya lo pensé ayer. Mis reflexiones eranrazonables, no patéticas. Sólo haypatetismo en el hecho social, en nuestraimpotencia para tranquilizar a aquéllosde los que somos responsables. Y no enel revólver.

Ya no nos buscan o, para ser másexactos, seguro que nos están buscandoen otra parte. En Arabia, probablemente.No oiremos ningún avión antes demañana, cuando ya hayamos abandonadoel nuestro. Y además, esa única pasada,tan lejana nos dejará indiferentes. Puntosnegros mezclados con mil puntos negrosen el desierto; no podemos pretenderque nos descubran. Todo lo que se diga

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de mí reflexiones sobre este suplicio noserá exacto. No sufriré ninguna tortura.Me parecerá que mis salvadores semueven en otro universo.

Se necesitan quince días debúsqueda en un radio de tres milkilómetros para encontrar en el desiertoun avión del que nada se sabe: casiseguro que nos están buscando desdeTrípoli hasta Persia. Sin embargo, aúnhoy mantengo está débil esperanza, puesno tengo otra, y, cambiando de táctica,decido salir a explorar solo. Prévotpreparará la hoguera y, en caso devisita, la encenderá; pero no habrávisitas.

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Me voy, pues, y ni siquiera sé sitendré fuerzas para volver. Me viene ala memoria lo que conozco del desiertode Libia. Mientras que en el Sáhara hayun cuarenta por ciento de humedad, aquídesciende a un dieciocho por ciento. Lavida se diluye como el vapor. Losbeduinos, los viajeros, los oficiales delejército colonial, enseñan que se puedeaguantar hasta diecinueve horas sinbeber. Después de veinte horas los ojosse inundan de luz y comienza el fin: lamarcha de la sed es relampagueante.

Aunque el viento del Nordeste, eseviento anormal que nos ha engañado,

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que, contra todo pronóstico, nos haclavado en esta meseta, sin duda, ahorano sostiene. Pero ¿qué plazo nosconcederá antes de que lleguen lasprimeras luces?

Así pues, me voy, con la impresiónde que me estoy lanzando al océanoembarcado en una canoa.

Y, no obstante, gracias a la aurora,este decorado me parece menos fúnebre.Primero camino con las manos en losbolsillos, como un merodeador. Ayernoche pusimos lazos en unasmadrigueras misteriosas; en mí sedespierta el cazador furtivo. En primer

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lugar voy a comprobar los lazos: estánvacíos.

En fin, no beberé sangre. A decirverdad no lo esperaba.

Aunque apenas me sientodecepcionado, sí que, por el contrario,estoy intrigado. ¿De qué viven losanimales en el desierto? Son, sin duda,fénechs o zorros de las arenas, animalespequeños, gruesos como conejos ytocados con largas orejas. No puedoresistirme a la tentación y sigo el rastrode uno de ellos. Me conducen a unestrecho río de arena en el que todos lospasos se marcan con claridad. Admiro

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la hermosa palma formada por tresdedos en abanico. Imagino a mi amigotrotando suavemente al alba y lamiendoel rocío de las piedras. Aquí las huellasse espacian: mi fénech ha echado acorrer. Aquí un compañero avenidaencontrase con él y los dos han tratado ala par. Con un extraño sentimiento degozo presencio este paseo matutino. Megustan estos signos de vida, y olvido porun momento que tengo sed.

Llego por fin a la despensa de miszorros. Un minúsculo arbusto seco, deltamaño de una sopera, con los talloscargados de caracolillos dorados,

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emerge aquí a ras del suelo de arena,cada cien metros. Al alba el fénech va abuscar provisiones. Y yo aquí meenfrento a un gran misterio de lanaturaleza.

Mi fénech no se para en todo losarbustos. Desprecia algunos, aunqueestén cargados de caracoles. Rodeaotros con visible circunspección.Aborda algunos, pero sin arrasarlos.Retira dos o tres caracolillos y despuéscambia de restaurante.

¿Está jugando a no saciarse de golpepara poder disfrutar más de su paseomatutino? No lo creo.

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Su juego coincide demasiado conuna táctica indispensable. Si el fénech sesaciara con los productos del primerarbusto, lo despojaría de su cargaviviente en sólo dos o tres comidas. Así,de arbusto en arbusto, aniquilaría sucriadero. Pero el fénech se cuida muchode entorpecer la siembra. No sólo, parauna colación, se dirige a un centenar deesos matojos oscuros, sino que nuncacoge dos conchas vecinas de una mismarama. Todo ocurre como si fueraconsciente del riesgo. Si se hartara sintomar precauciones ya no habríacaracoles, ya no habría fénechs.

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Las huellas me conducen a lamadriguera. El fénech está allí,oyéndome sin duda, espantado por elrumor de mis pasos. Le digo: «Zorritomío, estoy perdido, pero es curioso, esono ha impedido que me interese porti…».

Y permanezco allí, pensando, y meparece que el ser humano se adapta atodo. La alegría de un hombre no se veensombrecida por la idea de que dentrode treinta años tal vez morirá. Treintaaños, tres días… Es una cuestión deperspectiva.

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Pero hay que olvidar ciertasimágenes…

Prosigo mi camino y ahora sí, con elcansancio, algo se trasforman interior. Sino hay espejismos, yo los invento.

—¡Eh!

Al gritar he levantado los brazos,pero ese hombre que gesticulaba sóloera una roca negra. En el desierto yatodo se anima. He querido despertar albeduino que estaba durmiendo y se hatransformado en tronco de árbol negro.¿En tronco de árbol? Este hallazgo me

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sorprende y me inclino. Quiero cogeruna rama rota: ¡es de mármol! Meenderezo y miro a mi alrededor. Veootros mármoles negros. Un bosqueantediluviano tapiza el suelo con susfustes partidos. Hace cien mil años quese derrumbó bajo un huracán de génesis.Y los siglos han hecho rodar hasta míestos trozos de columnas gigantespulidos como piezas de acero,petrificados, vitrificados, de color detinta. Aún distingo el nudo de las ramas,percibo las torsiones de la vida, cuentolos anillos del tronco. Este bosque, queestuvo repleto de pájaros y lleno demúsica, ha sufrido una maldición y ha

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sido transformado en bosque de sal.Siento que el paisaje es hostil. Másnegros que la armadura de hierro de lascolinas, estos restos solemnes merechazan. ¿Qué se me ha perdido aquí,vivo, entre estos mármolesincorruptibles? A mí, ser perecedero,con mi cuerpo corruptible, ¿qué se meha perdido aquí, en la eternidad?

Ya he recorrido, desde ayer, cercade ochenta kilómetros. El vértigo es sinduda producto de la sed. O del sol.Brilla sobre los troncos, que parecenescarchados de aceite. Brilla sobre estecaparazón universal. Aquí ya no hay

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arena ni zorros. Aquí sólo hay uninmenso yunque. Y yo camino sobre él.Y en mi cabeza siento repercutir losgolpes del sol. ¡Ah!, a lo lejos…

—¡Eh! ¡Eh!

—Allí no hay nada, no te alteres, esel delirio.

Hablo conmigo mismo, puesnecesito apelar a mi razón. Me resultatan difícil rechazar lo que veo. Meresulta tan difícil no echar a correr haciaesa caravana en marcha… Ahí… ¡Mira!

—Imbécil, sabes muy bien que eres

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tú el que la inventas.

—Entonces nada en el mundo es deverdad…

Nada es verdadero salvo esa cruzsobre la colina a veinte kilómetros dedistancia. Esa cruz o ese faro.

Pero ésta no es la dirección del mar.Entonces es una cruz. He estadoestudiando el mapa durante toda lanoche. Mi trabajo era inútil, ya queignoraba mi posición. Pero me inclinabasobre todos los signos que me indicabanla presencia del hombre. Y, en algúnsitio, he descubierto un círculo coronado

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por una cruz similar. He buscado laleyenda y he leído: «Establecimientoreligioso». Al lado de la cruz he visto unpunto negro. Me he fijado otra vez en laleyenda y he leído: «Pozo permanente».Me he estremecido y he vuelto a leer envoz alta: «¡Pozo permanente! ¡Pozopermanente…! ¡Pozo permanente!». Alí-Babá y su tesoro, ¿importan algo frente aun pozo permanente? Un poco más lejosme he fijado en dos círculos blancos. Enla leyenda rezaba: «Pozo temporal». Noera tan hermoso. Luego ya no había nadaalrededor. Nada.

¡Éste es mi establecimiento

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religioso! Los monjes han levantado unagran cruz en la colina para avisar a losnáufragos. Sólo tengo que caminar haciaella. Sólo tengo que correr hacia esosdominicos…

—Pero si en Libia sólo haymonasterios coptos…

—Esos dominicos estudiosos tienenuna hermosa y fresca cocina conbaldosas rojas y, en el patio, unamaravillosa bomba oxidada. Debajo dela bomba oxidada, debajo de la bombaoxidada, ya lo habéis adivinado…Debajo de la bomba oxidada está… ¡Elpozo permanente! ¡Ah! Será una un gran

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acontecimiento cuando llegué allí yllame a la puerta, cuando tire de la grancampana…

—Imbécil, estás describiendo unacasa de Provenza donde, además, no haycampana.

—¡Cuando tire de la gran campana!El portero elevará los brazos al cielo yme gritará: «¡Sois un enviado delSeñor!», y llamará a todos los monjes. Yacudirán corriendo. Y me festejaráncomo a un niño pobre. Y me empujaránhacia la cocina. Y me dirán: «Unsegundo, un segundo hijo mío… Vamoscorriendo al pozo permanente…».

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Y yo, yo me estremeceré defelicidad…

No, no quiero llorar porque ya noesté la cruz en la colina.

Las promesas del Oeste no son másque mentiras. H virado directo al Norte.

El norte, al menos, está henchido decantos del mar.

¡Ah! Una vez franqueada esta cresta,se extiende el horizonte. He aquí la másbella ciudad del mundo.

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—Sabes muy bien que es unespejismo…

Sé muy bien qué es un espejismo. ¡Amí no me engaña! Pero ¿y si a mí meapetece meterme en un espejismo? ¿Si amí me apetece tener esperanza? ¿Si meapetece amar esta ciudad almenada yengalanada por el sol? Si me apetececaminar en línea recta, a paso ligero,puesto que ya no siento la fatiga, puestoque soy feliz… Prévot y su revólver.¡No me hagáis reír! Prefiero miembriaguez. Estoy ebrio. ¡Me muero desed!

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El crepúsculo me ha serenado. Mehe parado bruscamente, asustado dehaber llegado tan lejos.

Con el crepúsculo, el espejismomuere. El horizonte se ha desprendidode su pompa, de sus palacios, de susvestimentas sacerdotales. Es unhorizonte de desierto.

—¡Has avanzado mucho! Tealcanzará la noche y tendrás que esperarel día, y mañana tus huellas se habránborrado y ya no estarás en ninguna parte.

—En ese caso, tanto da seguircaminando en línea recta… ¿Para qué

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volver a dar media vuelta?

Ya no quiero dar este golpe detimón, cuando tal vez iba a abrir, cuandoabría los brazos sobre el mar…

—¿Dónde has visto el mar? Además,nunca lo alcanzarás. Puedes estar segurode que trescientos kilómetros te separande él. ¡Y Prévot permanece cerca delSimoun! Y tal vez ha sido descubiertopor una caravana…

Sí, voy a volver, pero antes voy allamar a los hombres:

—¡Eh!

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Este planeta, buen Dios, este planetaestá sin embargo habitado…

—¡Eh! ¡Hombres!

Estoy ronco. Ya no me queda voz.Me siento ridículo por gritar de estaforma… Vuelvo a gritar:

—¡Hombres!

Suena enfático y pretencioso.

Doy media vuelta.

Después de dos horas de marchavislumbro las llamas que Prévot, muy

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asustado al pensar que me habíaperdido, lanza cielo. ¡Bah! Ya me daigual…

Una hora de marcha aún… Todavíaquinientos metros. Todavía cien metros.Todavía cincuenta.

—¡Oh!

Me he parado, estupefacto. Laalegría invade mi corazón y yo procurocontrolarla. Prévot, iluminado por lahoguera, charla con dos árabesapoyados en el motor. Todavía no me havisto.

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Está demasiado ocupado con supropia alegría. ¡Ah! Si, como él, hubieraesperado… ¡Ya habría sido liberado!Grito con alegría:

—¡Eh!

Los dos beduinos se sobresaltan yme miran. Prévot los deja y llega a milado. Abro los brazos.

Prévot me coge por el codo, ¿me ibaa caer? Le digo:

—¡Por fin lo conseguimos!

—¿El qué?

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—¡Los árabes!

—¿Qué árabes?

—¡Los árabes que están ahí, contigo!Divertido, Prévot me mira, y me da

la impresión de que a regañadientes meconfía un gran secreto:

—No hay árabes.

Ahora sí que voy a llorar.

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6

Aquí se aguanta diecinueve horas sinagua, ¿y que hemos bebido desdeanoche? ¡Algunas gotas de rocío delalba! Pero el viento del Nordeste siguereinando y reduce un poco la operación.

Además, esta pantalla favorece laformación de nubes altas en el desierto.¡Ah! Si derivaran hacia nosotros. ¡Silloviera! Pero nunca llueve en eldesierto.

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—Prévot cortemos un paracaídas entriángulos. Con piedras fijaremos lostrozos de tela en el suelo y, si el vientono ha cambiado, al amanecer,estrujándolos, recogeremos el rocío enuno de los depósitos de gasolina.

Hemos alineado los seis trozos detela blanca bajo las estrellas. Prévot hadesmontado un depósito. Sólo nos quedaesperar el día.

Entre los restos, Prévot hadescubierto milagrosamente una naranja.Nos la hemos repartido. Esto meconmueve, aunque es muy poco cuando

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necesitaríamos veinte litros de agua.

Acostados cerca de nuestro fuegonocturno miro esta fruta luminosa y medigo: «Los hombres no saben lo que esuna naranja…». Y también: «Estamoscondenados, y esta certeza no ha echadoa perder mi placer. Esta media naranjaque sostengo en la mano me proporcionauna de las alegrías más grande de mivida…». Me tumbo de espaldas, chupomi fruta, cuento las estrellas fugaces.

Heme aquí, durante un minuto,infinitamente dichoso. Y me digotodavía: «Sólo se puede adivinar cómoes el mundo en que vivimos si uno se

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encierra en él». Sólo ahora comprendoel cigarrillo y el vaso de ron delcondenado. Yo no entendía que aceptaraesa miseria. Y, sin embargo, disfruta conellos. Si le vemos sonreír, pensamos quees un hombre valiente. Pero sonríeporque se bebe una copa de ron.Nosotros no sabemos que su perspectivaha cambiado y que de esta última horaha hecho toda una vida humana.

Hemos recogido una gran cantidadde agua: dos litros, tal vez. ¡Se acabó lased! ¡Estamos salvados, vamos a beber!

De mi depósito extraigo el contenidode un cubilete de estaño, pero esta agua

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tiene un hermoso color verde amarillo y,en cuanto bebo un sorbo, le noto unsabor tan espantoso que, a pesar de lased que me atormenta y antes de podertragármelo, tengo que coger aire.Beberé, sin embargo, el barro, aunque elsabor a metal envenenado es más fuerteque mi sed.

Veo a Prévot que mira al rededor delsuelo, como si estuviera buscando algocon atención. De repente se inclina yvomita sin dejar de mirar a su alrededor.Treinta segundos después me toca a mí.Tengo tantos retortijones que caigo derodillas y hundo los dedos en la arena.

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No hablamos y, durante un cuarto dehora, permanecemos así,estremeciéndonos, echando ya sólo unpoco de bilis.

Se acabó. Sólo experimento unanáusea lejana… Pero hemos perdido laúltima esperanza. Ignoro si nuestrofracaso se ha debido a alguna capa delparacaídas o al receptáculo detetracloruro de carbono que recubre eldepósito. Hubiéramos necesitado otrorecipiente u otros manteles.

Vamos, ¡démonos prisa! Es de día.¡En marcha! Huyamos de esta mesetamaldita y caminemos con brío en línea

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recta, hasta caer. Sigo el ejemplo deGuillaumet en los Andes: desde ayerpienso mucho en él. Estoy infringiendola consigna que, de forma terminante,exige permanecer junto al aviónaccidentado. Ya no nos buscarán aquí.

Descubrimos de nuevo que no somosnosotros los náufragos. ¡Los náufragosson los que esperan! Aquéllos a quienesamenaza nuestro silencio, los que estándestrozados por un error abominable.No podemos dejar de correr hacia ellos.¡También Guillaumet, al volver de losAndes, me contó que corría hacia losnáufragos! Esto es una verdad universal.

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—Si estuviera solo en el mundo, metumbaría.

Y seguimos avanzando en línearecta, hacia el Nordeste. Si hemoscruzado el Nilo, entonces, a cada paso,nos estamos hundiendo másprofundamente en el espesor deldesierto de Arabia.

De ese día ya no recuerdo nada más.Sólo la prisa. Prisa por alcanzarcualquier cosa, por derrumbarme. Meacuerdo también de caminar con la vistafija en el suelo, los espejismos mehabían descorazonado. De vez encuando rectificamos el rumbo con ayuda

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de la brújula.También algunas veces nos

tumbamos para superar el aliento. Enalgún lugar, me desprendí delchubasquero que conservaba para pasarla noche. Ya no sé nada más. Misrecuerdos sólo se reanudan a partir delmomento en que llegó el frescor de lanoche. Yo era también como la arena y,en mí, se borró todo.

Al ponerse el sol decimos acampar.Ya sé que tendríamos que seguirandando: esta noche sin agua acabarácon nosotros, pero hemos traído lostrozos de tela del paracaídas. Si el

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veneno no procede del recubrimiento,quizá, mañana por la mañana, podremosbeber. Tenemos que extender otra veznuestras trampas para el rocío.

Al Norte esta noche el cielo estávirgen de nubes. El viento ha cambiadode forma de pensar.

También ha cambiado de dirección.El cálido viento del desierto yacomienza a acariciarnos. ¡La fiera estádespertando! Noto cómo nos lame lasmanos y la cara…

Si echo a andar otra vez, no llegaréni a diez kilómetros. Después de tresdías sin beber ya he cubierto ochenta…

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Pero, en cuanto paramos:

—Te juro que es un lago. —Me dicePrévot.

—Estás loco.

—A estas horas, con el crepúsculo,¿puede ser un espejismo?

No respondo. Hace demasiadotiempo que he renunciado a creer en misojos. Quizá no sea un espejismo, en cuyocaso es una invención de nuestra locura.¿Cómo es posible que Prévot lo sigacreyendo?

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Prévot se obstina:

—Está a veinte minutos, voy a ver…

Semejante cabezonería me irrita:

—Vete a ver, vete a tomar viento…Es muy bueno para la salud. Peroentérate, tu lago, si es que existe, essalado. Salado no, es un lago deldemonio. Y, además, no existe.

Prévot, con la mirada fija, se aleja.¡Conozco bien estas soberanasatracciones! Pienso: «Del mismo modo,hay sonámbulos que se arrojan decabeza debajo de las locomotoras». Sé

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que Prévot no regresará. El vértigo delvacío lo atrapará y ya no podrá volver.Caerá un poco más lejos. Él morirá porsu lado y yo por el mío. ¡Y todo estosigue teniendo tan poca importancia!

No creo que la indiferencia que seha adueñado de mí sea un buen augurio.Cuando estaba medio ahogadoexperimenté la misma paz. Como sea,aprovecho el momento para escribir unacarta póstuma, tumbado boca abajosobre las piedras. Mi carta es muy bella,muy digna. En ella prodigo muy buenosconsejos. Releyéndola experimento elvago placer de la vanidad. Dirán: «¡Esta

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sí que es una auténtica carta póstuma!¡Qué lástima que haya muerto!».

Quisiera saber también donde meencuentro. Intento salivar. ¿Cuánto haceque no he escupido?

Ya no tengo saliva. Si mantengo laboca cerrada, una sustancia pegajosa mesella los labios. Se seca y forma alexterior un rodete duro. Sin embargo,mis esfuerzos por tragar todavía tienenéxito. Aún no se me llenan los ojos deluces. Cuando se me ofrezca tan radianteespectáculo significará que ya sólo mequedan dos horas.

Ha anochecido. Desde la última

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noche la luna ha engordado. Prévot novuelve. Me he tendido de espaldas ymaduro estas evidencias. Redescubro enmí una antigua impresión. Intentoexplicármela, definirla. Estoy…Estoy… ¡Estoy embarcado! Me dirigía aAmérica del Sur, me había tumbado delmismo modo en la cubierta superior. Lapunta del mástil, con mucha lentitud, sepaseaba a lo ancho y a lo largo entre lasestrellas. Aquí falta un mástil, perotambién estoy embarcado hacia undestino que ya no depende de miesfuerzo. Unos negreros me hanarrojado, maniatado, a un navío.

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Pienso en Prévot, que no vuelve. Nole he oído quejarse ni una sola vez. Mealegro. No hubiera podido soportar oírlegemir. Prévot es un hombre.

¡Ah! ¡Ahí está, a quinientos metrosde mí, agitando la linterna! ¡Ha perdidoel rastro! No tengo linterna pararesponderle, me levanto, grito, pero élno me oye…

Otra linterna se enciende adoscientos metros de la suya, y otra más.¡Dios mío! ¡Es una batida y me estánbuscando!

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Grito:—¡Eh!Pero no me oyen.Las tres linternas siguen haciendo

señales de aviso.Esta noche no estoy loco. Me

encuentro bien. Estoy en paz. Miro conatención. Hay tres linternas a quinientosmetros.

—¡Eh!

Pero siguen sin oírme.Una breve sensación de pánico me

sobrecoge. La única que puedoexperimentar. ¡Ah! Todavía puedocorrer: «¡Esperad…! ¡Esperad…!».

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¡Van a dar media vuelta! ¡Van a alejarse,a buscar en otra parte, y yo voy a caer!¡Voy a caerme en el umbral de la vida,cuando había brazos para acogerme…!

—¡Eh! ¡Eh!—¡Eh!

Me han oído. Me sofoco, me sofoco,pero sigo corriendo. Corro en direccióna la voz: «¡Eh!».

Veo a Prévot y me caigo.—¡Ah! ¡Cuándo he visto todas esas

linternas…!—¿Qué linternas?

Es verdad. Está solo.Esta vez no siento desesperanza,

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sólo un sordo sentimiento de cólera.

—¿Y tu lago?—Conforme avanzaba, se alejaba.

He andado tras él durante una mediahora. Después de media hora estabademasiado lejos. He regresado. Peroahora estoy completamente seguro deque se trataba de un lago…

—Estás loco, loco de atar. ¿Por quéhas hecho esto? ¿Por qué?

¿Qué ha hecho? ¿Por qué lo hahecho? Lloraría de indignación, peroignoro por qué estoy indignado. Prévotme explica con voz ahogada:

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—¡Deseaba tanto encontrar algopara beber…! ¡Tienes los labios tanblancos!

¡Ah! Mi cólera se disipa… Me pasola mano por la frente, como si meestuviera despertando, y me siento triste.Y, suavemente, le cuento:

—He visto, como te estoy viendoahora, con claridad, he visto tres luces,sin posibilidad error… ¡Te digo que lashe visto, Prévot!

En un primer momento Prévot secalla:

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—¡Claro que sí! —Reconoce porfin.— Esto no va bien.

Bajo esta atmósfera sin vapor deagua, la tierra resplandece deprisa. Yahace mucho frío. Me levanto y camino.Pero pronto tengo unos tembloresinsoportables. Mi sangre deshidratadacircula muy mal y, un frío glacial, que noes sólo frío de la noche, me penetra. Mecastañetean las mandíbulas y todo micuerpo se sobresalta. Experimento tantassacudidas en la mano que ya no puedoutilizar la linterna eléctrica. Nunca hesido un friolero y, sin embargo, voy amorir de frío. ¡Qué raros son los efectos

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de la sed!

He dejado caer mi chubasquero enalguna parte, cansado de llevarlo con elcalor. Poco a poco el viento empieza areinar. Y yo descubro que en el desiertono existe ningún refugio. El desierto esliso como un mármol. Durante el día noofrece ninguna sombra y, por la noche,me entrega al viento completamentedesnudo. Ni un árbol, ni un seto, ni unapiedra que pueda ofrecerme abrigo.Como un regimiento de caballería enterreno descubierto, el viento cargacontra mí. Giro en redondo paraesquivarlo. Me tumbo y vuelvo a

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ponerme en pie. Tumbado o en pie, estoyexpuesto a ese látigo de hielo. ¡Nopuedo correr, ya no tengo fuerzas, nopuedo huir de los asesinos, y caigo derodillas, con la cabeza entre las manos,bajo el sable!

Me doy cuenta un poco más tarde.¡Me he vuelto a levantar y, sin dejar detemblar, avanzo en línea recta! ¿Dóndeestoy? ¡Ah! Hace muy poco que camino.¡Oigo a Prévot! Han sido sus gritos losque me han despertado…

Regreso junto a él, agitándome sinparar por este temblor, por este hipo queme sacude todo el cuerpo. Me digo: «No

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es el frío. Es otra cosa. Es el fin». Ya mehe deshidratado demasiado. Hecaminado tanto, anteayer y ayer, cuandoiba solo.

Me da pena acabar por culpa delfrío. Preferiría mis espejismosinteriores. Aquella cruz, aquellosárabes, aquellas linternas. Después detodo, esto empezaba a interesarme. Nome gusta que me flagelen como a unesclavo…

Otra vez estoy de rodillas.

Hemos traído un pequeño botiquín.Cien gramos de éter puro, cien gramos

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de alcohol de noventa grados y un frascode yodo. Intento beber dos o tres sorbosde éter puro. Es como si me tragaracuchillos. Después, un poco de alcoholque me cierra la garganta.

Cabo una zanja en la arena, meacuesto dentro y me cubro con la arena.Sólo saco la cara. Prévot ha encontradounas ramitas y enciende un fuego cuyasllamas pronto se extinguirán. Se niega aenterrarse en la arena. Prefiere golpearel suelo con los pies para calentarlos.Se equivoca.

Sigo teniendo la garganta obstruida,es un mal signo y, sin embargo, me

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siento mejor. Me noto sereno. Me notosereno más allá de toda esperanza. Apesar de mis deseos me marcho deviaje, maniatado bajo las estrellas,sobre la cubierta de mi bajel denegreros. Pero tal vez mi suerte no seatan mala…

Ya no siento el frío, a no ser quemueva un músculo. Así me olvido de micuerpo dormido bajo la arena. Ya no memoveré más, y así jamás volveré asufrir. Además, la verdad, se sufre tanpoco… Detrás de todos estos tormentosse encuentra la conjunción entre la fatigay el delirio. Y todo se transforma en un

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libro de imágenes, en un cuento de hadasun poco cruel… Hace un momento elviento me acosaba y, para esquivarlo,me giraba en redondo como un animal.

Después he tenido dificultades pararespirar: una rodilla me aplastaba elpecho. Una rodilla. Y yo me debatíabajo el peso del ángel. Nunca meencontré sólo en el desierto. Ahora queya no creo en lo que me rodea, me aíslodentro de mí, cierro los ojos y nisiquiera pestañeo. Siento que todo estetorrente de imágenes me lleva hacia untranquilo sueño: los ríos se calman en elgrosor del mar.

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Adiós, aquéllos que he querido. Noes culpa mía si el cuerpo humano nopuede resistir tres días sin beber. No mecreía tan cautivo de las fuentes. Nosospechaba que mi autonomía era tanlimitada. Creemos que el hombre puedeavanzar en línea recta. Creemos que elhombre es libre… No vemos la cuerdaque nos ata el pozo, que nos une, comoun cordón umbilical, al vientre de latierra. Si damos un paso de más,morimos.

No siento nada, salvo vuestrosufrimiento. Después de todo, me hatocado la mejor parte. Si regresará,

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volvería a empezar. Necesito vivir. Enlas ciudades ya no hay vida humana.

Aquí no se trata de aviación. Elavión no es un fin, es un medio. No espor el aparato por lo que uno arriesga lavida. Tampoco es por su arado por loque el campesino labra. Pero con elavión uno abandona la ciudad y suscontables, y encuentra una verdadcampesina.

Desempeñamos trabajos de hombrey conocemos preocupaciones dehombre. Estamos en contacto con elviento, con las estrellas, con la noche,con la arena, con el mar. Hacemos

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trampas a las fuerzas de la naturaleza.Esperamos el alba como el jardineroespera la primavera.

Aguardamos la escala como unatierra prometida, y buscamos la verdaden las estrellas.

No me quejaré. Durante tres días hecaminado, he tenido sed, he seguidopistas en la arena, he depositado misesperanzas en el rocío. He buscado laforma de encontrar a mi especie, cuyoalbergue en la tierra había olvidado. Esosólo son preocupaciones de estar vivo.No puedo evitar pensar que no son másimportantes que tener que elegir una sala

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de fiestas por la noche.

Ya no comprendo el gentío de lostrenes de cercanías, esos hombres que secreen hombres y que, sin embargo, poruna presión de la que no sonconscientes, están reducidos, como lashormigas, a ser sólo usados. ¿Con quéllenan, cuando están libres, sus pobresdomingos absurdos?

En cierta ocasión, en Rusia, escuchéinterpretar a Mozart en una fábrica.Escribí sobre ello.

Recibí doscientas cartas repletas de

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injurias. No tengo nada contra los queprefieren la música de cafetucho. Noconocen otra. Yo estoy contra el gerentede cafetucho. No me gusta que a loshombres se les eche a perder.

Soy feliz con mi oficio. Me sientocampesino de las escalas. ¡Mi agonía enel tren de cercanías es tan diferente de laque siento aquí! Aquí, después de todo,¡qué lujo…!

No lamento nada. He jugado, heperdido. Son gajes del oficio. Pero, apesar de todo, yo he respirado el vientodel mar.

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Quienes lo han saboreado una vez noolvidan este alimento. ¿No es verdad,camaradas? Y no se trata de vivirpeligrosamente. Esa fórmula espretenciosa. Los toreros apenas megustan. Lo que yo amo no es el peligro,es la vida.

Me parece que el cielo va a clarear.Saco un brazo de la arena. Tengo untrozo de paracaídas al alcance de lamano, lo palpo, pero sigue seco.Esperemos. El rocío se deposita al alba.Pero el alba clarea sin mojar nuestrastelas. Entonces mi reflexiones seembrollan un poco y me oigo decir:

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«Aquí hay un corazón seco… Uncorazón seco… Un corazón seco incapazde derramar lágrimas…».

«¡En ruta Prévot! Todavía notenemos las gargantas cerradas: hay quecaminar».

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7

Está soplando este viento del Oeste queseca al hombre en diecinueve horas.Todavía no tengo el esófago cerrado,pero sí duro y dolorido. Y noto algo queraspa. Pronto comenzará la tos que mehan descrito y que estoy esperando. Lalengua me molesta. Pero lo más grave esque ya percibo manchas brillantes.Cuando se transformen en llamas, metumbaré.

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Caminamos deprisa. Aprovechamosel frescor de la madrugada. Sabemosmuy bien que con el gran sol, como lollaman, ya no andaremos. Con el gransol…

No tenemos derecho a transpirar. Nisiquiera a esperar. Este frescor sólo esun frescor de un dieciocho por ciento dehumedad. El viento que sopla viene deldesierto. Y bajo su caricia tierna yengañosa mi sangre se evapora.

El primer día comimos unas cuantasuvas. Desde hace tres días, sólo medianaranja y la mitad de una magdalena.

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¿Con qué saliva podríamos masticarahora cualquier alimento? Pero no tengonada de hambre, sólo tengo sed. Y meparece que ahora, más que la sed, lo quesiento son los efectos de la sed. Lagarganta dura, la lengua de trapo, elcarraspeo de las de la garganta y elsabor espantoso en la boca. Estassensaciones son nuevas para mí. El agualas curaría, sin duda, pero no guardorecuerdos asociados a ese remedio. Lased se va convirtiendo cada vez más enuna enfermedad y es, cada vez menos, undeseo.

Me da la impresión de que las

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imágenes de fruta y de manantiales sonmenos desgarradoras. Me olvido delesplendor de la naranja, como creo quetambién he olvidado el cariño. En unasituación como ésta, tal vez todo seolvida.

Nos hemos sentado, pero hay quereemprender la marcha. Renunciamos alas etapas largas.

Después de quinientos metros noscaemos de cansancio. Y me siento muyfeliz de poderme tumbar. Pero hay quereemprender la marcha.

El paisaje cambia. Las piedras seespacian. Ahora caminamos sobre la

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arena. A dos kilómetros delante denosotros, dunas. En ellas, algunasmanchas de vegetación menuda. Prefieroel sable a la armadura de acero. Es eldesierto dorado. Es el Sáhara. Creo quelo reconozco…

Ahora doscientos metros ya nosagotan.

—De todas maneras, vamos acaminar al menos hasta aquellosarbustos.

Es una meta extrema. Ocho díasdespués, cuando, en coche, rehagamos elcamino para buscar el Simoun,comprobaremos que esta última tentativafue de ochenta kilómetros. Ya he

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cubierto cerca de doscientos. ¿Cómovoy a proseguir?

Ayer caminaba sin esperanza. Hoyestas palabras han perdido su sentido.Hoy andamos por andar. Como seguroque lo hacen los bueyes en su labor.Ayer soñaba con paraísos de naranjos.

Hoy ya no hay paraísos para mí.Tampoco creo en la existencia de losnaranjos.

Ya no siento nada en mí, sólo unagran aridez en el corazón. Me voy a caery no estoy desesperado. Ni siquierasiento pena. Lo lamento: para mí la penasería dulce como el agua. Uno secompadece y se queja con un amigo,

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pero ya no tengo amigos en el mundo.Cuando me encuentren, con los ojos

abrasados, pensarán que he sufridomucho. Sin embargo los anhelos, laspenas, los dulces sufrimientos, siguensiendo riquezas, y yo ya no poseoninguna.

Las muchachas tiernas sienten pena ylloran en su primera noche de amor. Lapena acompaña los temblores de la vida.Y yo ya no siento pena…

El desierto soy yo. Ya no salivo,pero tampoco soy capaz de componerimágenes a las que implorar. En mí elsol ha secado la fuente de las lágrimas.

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Pero ¿qué he sentido? Un soplo deesperanza ha pasado sobre mí como unaráfaga de viento en el mar. ¿Qué señal,antes de llegar a la conciencia, ha puestomi instinto en estado de alerta? No hacambiado nada y, sin embargo, todo hacambiado. El mantel de arena, losmontículos, las débiles placas devegetación ya no componen un paisajesino una escena. Una escena vacíatodavía, pero puesta punto. Miro aPrévot. Está tan asombrado como yo,pero tampoco comprende lo que siente.

Os juro que algo ocurrirá…Os juro que el desierto se ha

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animado. Os juro que, de repente, estaausencia, este silencio, son másemocionantes que un tumulto en unaplaza pública…

¡Estamos salvados! ¡Hay huellas enla arena…!

¡Ah! Habíamos perdido la pista dela especie humana, nos habíamosalejado de la tribu, nos encontrábamossolos en el mundo, olvidados por unamigración universal y, he aquí quedescubrimos, impresos en la arena, unosmilagrosos pies de hombre.

—Prévot, dos hombres se hanseparado aquí.

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—Aquí se ha arrodillado uncamello…

—Aquí…Y, sin embargo, todavía no estamos

salvados. No basta con esperar. Enpocas horas ya no nos podrán socorrer.La progresión de la sed, una vez se hainiciado la tos, es demasiado rápida. Yademás, está la garganta…

Pero creo en esta caravana quefluctúa por algún lugar, en el desierto…

Así pues, hemos seguido andando y,de repente, he oído cantar un gallo.Guillaumet me había dicho: «Al finaloía gallos en los Andes. También oía

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trenes…».En cuanto ha cantado el gallo me he

acordado de su relato y me digo: «Alprincipio han sido los ojos los que mehan engañado. Era a consecuencia de lased, seguro. Mis oídos resistíanmejor…». Pero Prévot me ha cogido porel brazo:

—¿Has oído?—¿El qué?—¡El gallo!—Entonces… Entonces…Entonces, es seguro, imbécil, es la

vida…

Padecí una última alucinación: la de

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tres perros que me perseguían. Prévot,que también estaba mirando, no vionada. Pero somos dos los que tendemoslos brazos hacia este beduino. Somosdos los que por él nos quedamos sinaliento en los pechos. ¡Somos dos losque reímos de felicidad…!

Nuestras voces no llegan a treintametros. Nuestras cuerdas vocales yaestán secas. Entre nosotros hablábamosmuy bajito ¡y ni siquiera nos habíamosdado cuenta!

El beduino y su camello que se handejado ver detrás del montículo se estánalejando, despacio, despacio. Tal vez

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ese hombre esté solo. Un demonio cruelnos lo ha mostrado y lo aleja…

¡Y nosotros ya no podemos correr!

Otro árabe aparece de perfil sobreuna duna. Aullamos, pero bajito.Entonces agitamos los brazos, y tenemosla impresión de llenar el cielo deinmensas señales. Sin embargo elbeduino sigue mirando a la derecha…

Pero ahora, sin prisa, ha comenzadoa dar un cuarto de vuelta. En el mismoinstante en que esté de frente todo habráterminado. En el mismo instante en quenos mire habrá borrado en nosotros lased, la muerte y los espejismos. Ha

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iniciado un cuarto de vuelta que ya estácambiando el mundo. Sólo con mover elbusto, sólo con pasear la mirada, crea lavida, y a mí me parece semejante a undios…

Es un milagro… Camina hacianosotros sobre la arena, como un diossobre el mar…

El árabe, simplemente, nos hamirado. Nos ha empujado los hombroscon las manos y le hemos obedecido.Nos hemos tumbado. Aquí no hay razas,ni lenguajes, ni divisiones… Está esepobre nómada que, sobre nuestroshombros, ha depositado unas manos de

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arcángel.

Hemos esperado con la frente en laarena, y ahora, boca abajo, con lacabeza en la palangana, bebemos comoterneros. El beduino no se espanta ycontinuamente nos obliga a pararnos.Pero, en cuanto nos deja, volvemos asumergir toda la cara en el agua.

¡El agua!

Agua, tú no tienes ni sabor, ni color,ni aroma, no se te puede definir, se tesaborea sin conocerte.

No eres necesaria para la vida, eresla vida. Nos penetras con un placer quelos sentidos no pueden explicar. Por ti

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vuelven a nosotros todos los poderes alos que habíamos renunciado.

Gracias a ti renacen en nosotros losmanantiales agotados de nuestrocorazón.

Eres la riqueza más grande delmundo, y también eres la más delicada,tú, tan pura en el vientre de la tierra. Sepuede morir sobre un manantial de aguamagnesiana. Se puede morir a dos pasosde un lago de agua salada. Se puedemorir a pesar de los dos litros de rocíoque contienen algunas sales ensuspensión. Tú no aceptas mezclas, tú nosoportas ninguna alteración, tú eres una

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divinidad recelosa…

Pero, en nosotros, tú derramas unafelicidad infinitamente simple.

En cuanto a ti que no salvas, beduinode Libia, te borrarás, sin embargo, parasiempre de mi memoria. No me acordarémás de tu rostro. Tú eres el Hombre y teme apareces con el rostro de todos loshombres a la vez. No nos has vistonunca y ya nos ha reconocido. Eres elhermano bienamado. Y a mi vez, yo tereconoceré en todos los hombres.

Te me apareces bañado en nobleza ybondad, gran Señor que tienes el poder

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de dar de beber.Todos mis amigos, todos mis

enemigos en ti marchan hacia mí, y yo notengo ya un solo enemigo del mundo.

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Capítulo 8

Los Hombres.

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De nuevo he acariciado una verdad queno comprendo del todo. Me he vistoperdido, he querido tocar fondo midesesperación y, una vez aceptada larenuncia, he conocido la paz. Me pareceque es, en esos momentos, cuando uno seencuentra consigo mismo y se transformaen su propio amigo. Nada prevalece yafrente a un sentimiento de plenitud quesatisface en nosotros no sé quénecesidad esencial que no conocemos.

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Supongo que Bonnafous, que se agotabadesplazándose con el viento ha conocidoesa serenidad. La misma queGuillaumet, en su nieve. ¿Cómo podréyo mismo olvidar que, enterrado en laarena hasta la nuca, y degolladolentamente por la sed, he sentido tantocalor en el corazón bajo mi esclavina deestrellas?

¿Cómo favorecer en nosotrossemejante liberación? Es bien sabidoque todo es paradójico en el hombre.Cuando al creador se le garantizasustento, se duerme; el conquistadorvictorioso se ablanda; el generoso, si se

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enriquece, se vuelve tacaño. ¿Qué nosimportan las doctrinas políticas quepretenden lograr la plenitud de loshombres si, en primer lugar, noconocemos qué tipo de hombre quierenformar? ¿Qué nacerá? No somos ganadopara el engorde, y la aparición de unPascal pobre pesa mucho más que elnacimiento de algunos prósperosanónimos.

No podemos prever lo esencial.Cada uno de nosotros, en circunstanciasinsospechadas, ha conocido las másentrañables alegrías. Nos han dejadouna nostalgia tan grande que hasta

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llegamos a añorar nuestras desdichas sihan sido nuestras desdichas las que lashan propiciado.

Al volvemos a encontrar con loscamaradas, todos hemos saboreado elhechizo de los malos recuerdos.

¿Qué sabemos, salvo que existencondiciones desconocidas que nosfertilizan? ¿Dónde se aloja la verdad delhombre?

La verdad no es lo que se demuestra.Si en esa tierra, y no en otra, losnaranjos echan sólidas raíces y secargan de frutos, esta tierra es la verdadde los naranjos. Si esta religión, si esta

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cultura, si esta escala de valores, si estaforma de actividad, y no otras,favorecen en el nombre de la plenitud,liberan en él al gran señor cuyaexistencia se desconocía, es porque estaescala de valores, esta cultura, estaforma de actividad son la verdad delhombre. ¿La lógica? Que se las arreglepara rendir cuentas de la vida.

A lo largo de este libro he citado aalgunos de los que, al parecer,obedecieron una vocación soberana, delos que escogieron el desierto o la línea,así como otros hubieran podido escogerel monasterio; pero, si ha parecido que

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quería empujaros a admirar en primerlugar a los hombres, he traicionado miobjetivo. Lo que es en primer lugaradmirable es la tierra que los hafundado.

Las vocaciones desempeñan sinduda un papel. Unos encierran en sustiendas. Otros, decididos, echan a andaren una dirección ineludible: en lahistoria de su niñez encontramos engermen los anhelos que explicarán sudestino. Pero la Historia, leída despuésde los acontecimientos, es engañosa.Podríamos encontrar esos anhelos encasi todos nosotros. Todos hemos

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conocido tenderos que, en una noche denaufragio o de incendio, se han reveladomás grandes que ellos mismos. Ellos nose engañan acerca de la calidad de suplenitud: el incendio permanecerá comola noche de su vida, pero, a falta denuevas ocasiones, a falta de tierrafavorable, a falta de religión exigente, sehan vuelto a dormir sin haber creído ensu propia grandeza. Por supuesto que lasvocaciones ayudan al hombre aliberarse: pero también es necesarioliberar las vocaciones.

Noches aéreas, noches deldesierto… Son ocasiones singulares que

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no se ofrecen a todos los hombres. Y, sinembargo, cuando las circunstancias losestimulan, todos muestran las mismasnecesidades. No me aparto del tema sinarro una noche en España que me haenseñado mucho de esta cuestión. Hehablado demasiado de algunos y megustaría hablar de todos.

Acaeció en el frente de Madrid, queyo visitaba como reportero. Aquellanoche estaba cenando al fondo de unrefugio subterráneo, compartiendo mesacon un joven capitán.

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2

Estábamos hablando cuando ha sonadoel teléfono. Se ha entablado un largodiálogo: se trata de un ataque local delque el PCE comunica la orden, un ataqueabsurdo y desesperado para apoderarsede algunas casas transformadas enfortalezas de cemento en este suburbioobrero. El capitán se encoge dehombros, vuelve con nosotros y dice:«Los primeros de los nuestros quesalgan…»; después, acerca dos copas de

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coñac a un sargento que está aquí y a mí:- Sales el primero, conmigo.-Le dice alsargento.-Bebe y vete a dormir.

El sargento se ha ido a dormir.Somos una decena velando alrededor dela mesa. En un cuarto tambiéncalafateado que no se filtra ninguna luz,la claridad es tan fuerte que me obligaentornar los ojos. Hace unos cincominutos que he echado una mirada poruna tronera. He quitado el trapo quecubría la abertura y he visto, sepultadasbajo un claro de luna que derramaba unaluz abismal, ruinas de casas encantadas.Cuando he vuelto a colocar el trapo he

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tenido la impresión de estar secando elrayo de luna como si fuera un hilo deaceite. Y ahora sigo conservando laimagen de esas fortalezas blancuzcas.

Los soldados, sin duda alguna, noregresarán, pero ellos, por pudor, secallan. El asalto figura en la orden deldía. Se mete mano en una provisión dehombres. Se mete mano en un granero.Se lanza un puñado de granos para lasiembra.

Seguimos bebiendo coñac. A miderecha están jugando una partida deajedrez. A mi izquierda cuentanhistorias. ¿Dónde estoy? Entra un

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hombre medio borracho. Se acaricia unahirsuta barba y desliza sobre nosotrosuna mirada dulce. Sus ojos se dirigen alcoñac, se apartan, vuelven al coñac, segira, suplicante, al capitán. El capitánríe por lo bajo. El hombre, esperanzado,ríe también. Una leve risa contagia a losespectadores. El capitán, con suavidad,retira la botella, la mirada del hombretransluce desesperanza, y así se inicia unjuego pueril, una especie de balletsilencioso que, entre el humo espeso delos cigarrillos, la usura de la blancanoche, la imagen del próximo ataque, escomo un sueño.

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Y, aunque fuera las explosionesredoblan como golpes de mar, nosotrosseguimos jugando, al abrigo de la calaen nuestro navío.

Muy pronto, en las regias aguas de lanoche de guerra, estos hombres selimpiarán el sudor, el alcohol, la mugrede la espera. Siento que están muy cercade su purificación. Pero ellos, tan lejoscomo pueden, siguen bailando la danzadel borracho y la botella. Aunque hanpuesto en despertador en un estante. Y elrepiqueteo sonará. Y en ese momento loshombres se levantarán, se desperezarány se ajustarán el cinturón. Y en ese

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momento el capitán descolgará surevólver.

El borracho se serenará. En esemomento todos, sin apresurarse, echarána andar por el corredor, que en suavependiente sube hasta un rectángulo deazul de luna. Dirán algo sencillo como:«Maldito ataque…», o: «¡Hace frío!».Después se sumergirán en esa luz.

Cuando llegó la hora, presencié eldespertar del sargento. Dormía tumbadoen una cama de hierro entre losescombros de un sótano. Yo lo mirabadormir. Creía conocer el placer de esesueño sin angustia, de ese sueño tan

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feliz. Recordaba aquella primerajornada en Libia, durante la cual Prévoty yo, perdidos, sin agua y condenados,antes de que la sed nos abrasara,pudimos dormir una vez, una sola vez,durante dos horas. Al dormirme, tuve laimpresión de estar haciendo uso de unpoder admirable: el de rechazar elmundo presente. Dueño de un cuerpoque todavía me dejaban paz, y una vezescondido el rostro entre los brazos,nada impidió que mi noche fuera distintade una noche feliz.

Así, hecho un ovillo, sin formahumana, descansaba el sargento y,

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cuando los que vinieron a despertarloencendieron una vela y la colocaron enel gollete de una botella, no pudedistinguir en un primer momento nadaque sobresaliera del informe montón,salvo unos zapatones. Unos zapatonesenormes, claveteados, herrados,zapatones de jornalero o de descargadorde muelle.

Aquel hombre iba calzado conherramientas de trabajo y, en su cuerpo,no llevaba nada que no fueraninstrumentos: cartucheras, revólveres,correajes, cinturón. Llevaba la albarda,la collera, todos los arreos del animal

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de labranza. En Marruecos pueden verseen los subterráneos, al fondo, muelastiradas por caballos con anteojeras.Aquí, bajo la luz temblorosa y rojiza dela vela, también estaban despertando aun caballo ciego para que tirara de sumuela.

—¡Eh! ¡Sargento!

Se movió con lentitud, mediodormido todavía y chapurreando no séqué. Pero se giró otra vez cara a lapared, negándose a despertar,sumergiéndose en las profundidades delsueño como en la paz de un vientrematerno, como en aguas profundas,

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agarrándose con los puños, que abría ycerraba, a no sé qué algas negras. Fuenecesario soltarle los dedos. Nossentamos en su cama: uno de nosotros,con suavidad, le pasó un brazo pordetrás del cuello y, sonriendo, levantóaquella pesada cabeza. Era como laternura de los caballos cuando, en laentrañable calidez del establo, seacarician los cuellos. «¡Eh!¡Compañero!». En mi vida he vistonunca nada tan tierno.

El sargento hizo un último esfuerzopor regresar a sus felices sueños, porrehusar nuestro universo de dinamita, deagotamiento y de noches heladas; pero

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era demasiado tarde. Algo, desde fuera,se imponía. Lo mismo que, losdomingos, la campana de colegiodespierta lentamente al niño castigado.Él había olvidado el pupitre, la pizarra yel castigo. Soñaba con los juegos en elcampo; en vano. La campana siguesonando y le conduce, inexorable, a lainjusticia de los hombres. Igual que él,poco a poco, el sargento iba tomandoconciencia de ese cuerpo gastado por lafatiga, de ese cuerpo del que no queríasaber nada y que, en el frío deldespertar, poco después conocería eltriste dolor de las articulaciones, luego,el lastre de los arreos y, finalmente, la

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pesada carrera y la muerte. No tanto lamuerte como esa sangre pegajosa en laque uno hunde las manos para ponerseen pie, esa respiración entrecortada, esehielo alrededor; no tanto la muerte comolo incómodo de morir. Y,contemplándolo, yo seguía pensando enla desolación de mi propio despertar, enese volver a hacerse cargo de la sed, delsol, de la arena; en ese volver a hacersecargo de la vida; en ese sueño que unono ha escogido.

Pero ya está en pie, mirándonosfijamente:

—¿Es la hora?

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Es ahora cuando aparece el hombre.Es ahora cuando se escapa de lasprevisiones de la lógica: ¡el sargentosonreía! ¿Qué te está hechizando?Recuerdo una noche en París en la queMermoz y yo, tras festejar con unosamigos no sé qué aniversario, nosencontramos de madrugada en el umbralde un bar, asqueados de haber habladotanto, de haber bebido tanto, de estar taninútilmente cansados. Pero, como elcielo ya empezaba a clarear, Mermoz meagarró los brazos con brusquedad, tanfuerte que pude sentir sus uñas. «Mira. Aesta hora en Dakar…». Era la hora enque los mecánicos se frotan los ojos y

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quitan las fundas de las hélices, en laque el piloto consulta la meteorología,en la que la tierra sólo está poblada porcamaradas. Ya se iluminaba el cielo, yaestaban preparando la fiesta, peroextendían para otros el mantel de unfestín al que nosotros no seríamosinvitados. Otros correrían el riesgo…

—Qué asco aquí… —SentencióMermoz.

Y tú, sargento, ¿a qué banquete, porel que valga la pena morir, estásinvitado?

Yo ya había recibido tusconferencias. Me habías contado tu

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historia: humilde contable en algún lugarde Barcelona, en otros tiemposcuadrabas cifras, sin preocupartedemasiado por las divisiones de tu país.Pero un camarada se alistó, después,otro; luego, otro, y, con sorpresa,sufriste una extraña transformación:poco a poco tus ocupaciones teparecieron fútiles. Tus placeres, tusquebraderos de cabeza, tu sencillobienestar, todo eso pertenece a otraépoca. Ahí no residía lo importante. Porfin llegó la noticia de la muerte de unode vosotros, cerca de Málaga. Tal vezno era un amigo al que desearas vengar.En cuanto a la política, nunca te había

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preocupado. Y, sin embargo, esa noticiasopló sobre vosotros, sobre vuestrosraquíticos destinos, como un golpe deviento en el mar. Aquella mañana uncamarada te miró: - ¿Vamos?

—Vamos.Y «fuisteis».

Me vinieron a la mente algunasimágenes para explicar esa verdad queno habías sabido traducir en palabras,pero cuya certeza te había gobernado.

Cuando en época de migracionespasan los patos salvajes, provocanextrañas mareas en los territorios quesobrevuelan. Los patos domésticos,

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atraídos por el amplio vuelo triangular,intentan un torpe salto. El canto silvestreha avivado en ellos un rescoldo salvajeinefable. Y los patos de granja hantransformado durante un minuto en avesde paso. En su cabecita dura llena deimágenes de charcas, de gusanos, degallineros, aparecen las llanurascontinentales y el amor por los vientos ypor la geografía del mar. El animal nosabía que su cerebro era suficientementevasto como para contener tantasmaravillas, pero ahí está aleteando,despreciando el grano, despreciando losgusanos, queriendo llegar a ser un patosalvaje.

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Pero, sobre todo, volvía a ver misgacelas: en Juby crié gacelas. Allí todoslo hacíamos. Las encerrábamos en uncerco de cañas, al aire libe, pues lasgacelas necesitan beber en los arroyosdel viento y no hay nada tan frágil comoellas. Aunque, si son capturadasjóvenes, viven y hasta ramonean en tusmanos. Se dejan acariciar y hunden suhocico húmedo en el hueco de la palma.

Y uno se cree que las hadomesticado. Uno se cree que las haprotegido del desconocido pesar que,sigiloso, extingue las gacelas dándolesla más dulce de las muertes… Pero llegael día en que las encuentras empujando

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la valla con sus cuernecillos, para huirhacia el desierto. Están magnetizadas.Ellas no saben que están huyendo. Sesiguen dejando acariciar, hunden, conmás dulzura incluso, el hocico en tupalma… Pero, en cuanto las sueltas,descubres que, después de un trotecilloque parecía dichoso, han vuelto a seratraídas a las cañas. Y si ya no vuelvesa intervenir, permanecen allí, sin nisiquiera luchar contra la barrera,cargando simplemente contra ella, con latestuz baja, con los cuernecillos, hasta lamuerte. ¿Se trata de la época de celo osimplemente de la necesidad de correr agalope tendido hasta perder el aliento?

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Ellas no lo saben.Sus ojos todavía no se habían

abierto cuando las capturaron. Noconocen la libertad de las arenas ni elolor del macho. Pero tú, mucho másinteligente que ellas, sabes que sólo elvasto espacio les podrá dar lo quebuscan. Quieren ser gacelas, y bailar sudanza. Quieren conocer la huidarectilínea, a ciento treinta kilómetros porhora, interrumpida por bruscossurtidores, como si aquí y allá seescaparan llamas de la arena. ¡Pocoimportan los chacales si la verdad de lasgacelas es saborear el miedo, lo únicoque las impulsa superarse a sí mismas y

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ejecutarla más increíbles volteretas!¡Qué importa el león si la verdad de lasgacelas es ser desgarradas por unzarpazo bajo el sol! Las miras y piensas:están embargadas por la nostalgia. Lanostalgia es el deseo de algo que nopodemos describir… Ese objeto deldeseo existe, pero no hay palabras paradescribirlo.

¿Y a nosotros que nos falta?

¿Qué esperabas encontrar aquí,sargento, que te proporcionara elsentimiento de no volver a traicionar tudestino? ¿Tal vez este brazo fraterno quesostuvo tu cabeza dormida, tal vez esta

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dulce sonrisa que no compadecía sinoque compartía? «¡Eh! ¡Camarada…!».Compadecer es seguir siendo dos. Esseguir estando divididos. Pero existenunas relaciones profundas en las quetanto el agradecimiento como la piedadpierden su sentido. Es allí donde serespira como un prisionero liberado.

Conocimos esta unión cuando, enequipos de dos aviones, franqueábamosun Río de Oro todavía insumiso. Nuncahe oído el náufrago dar gracias a susalvador. Lo más frecuente era queincluso nos insultáramos durante elagotador transbordo de la sacas de

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correo de un avión a otro:«¡Desgraciado! ¡Por tu culpa he tenidola avería, por tu manía de volar a dosmil, con todo el viento en contra! ¡Si mehubieras seguido más bajo ya estaríamosen Port Étienne!». Y el otro, que sejugaba la vida, se sentía avergonzado deser un desgraciado. Además, ¿quéteníamos que agradecerle? Él tambiéntenía derecho sobre nuestra vida.Éramos ramas de un mismo árbol. ¡Y yoestaba orgulloso de ti, que me estabasalvando!

¿Por qué tenía que compadecertequien te estaba preparando para la

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muerte? Aceptabais el riesgo los unospor los otros. En ese preciso instanteuno descubre una unidad que no necesitalenguaje.

He comprendido tu marcha. Si enBarcelona eras pobre, si después deltrabajo tal vez te encontrabas solo, siincluso tu cuerpo carecía de un refugio,aquí sentías que te realizabas, queformabas parte del universo; aquí, tú, elparia, eras recibido por el amor.

Me importa un rábano saber si losgrandes discursos de los políticos, quequizá te hayan fertilizado, eran o nosinceros, eran o no lógicos. Si, como

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germina la simiente, han prendido en ti,es porque respondían a tus necesidades.Tú eres el único juez. Son las tierras lasque saben reconocer el trigo.

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Sólo cuando estamos unidos a nuestroshermanos por un objetivo común, ajenoa nosotros, respiramos, y la experiencianos demuestra que amar no es mirarse eluno al otro, sino mirar juntos en lamisma dirección. No hay camaradas queunidos en la misma cordada, hacia lamisma cumbre, no se encuentren en ella.De lo contrario, ¿cómo, incluso en elsiglo de las comodidades, podríamosexperimentar una alegría tal a compartir

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nuestros últimos víveres en el desierto?¿De qué valen frente a esto lospronósticos de los sociólogos? A todoslos que, entre nosotros, han conocido elprofundo gozo de los accidentes en elSáhara, después, cualquier otro placerles ha parecido fútil.

Por esta razón el mundo de hoyparece desmoronarse a nuestroalrededor. Nos exaltamos con religionesque nos prometen esta plenitud. Todos,con palabras contradictorias,expresamos los mismos anhelos. Nosdividimos por culpa de los métodos, queson fruto de nuestros razonamientos, no

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por las metas: que son las mismas.

Así que no hay nada no hay de quéextrañarse. Quien no tenía ni idea deldesconocido que dormía en su interior, ysólo una vez lo ha sentido despertar enun sótano de anarquistas en Barcelona, acausa del sacrificio, de la ayuda mutua,de una rígida imagen de la justicia, sóloese conocerá una verdad: la verdad delos anarquistas. Y quien, en algunaocasión, haya montado guardia en losmonasterios de España para protegeruna comunidad de monjitas arrodilladas,asustadas, ese morirá por la Iglesia.

Si a Mermoz, cuando se sumergía en

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la vertiente chilena de los Andes, con lavictoria en el corazón, le hubieraisechado en cara que se equivocaba, quela carta de un comerciante no merecíaarriesgar la vida, se hubiera reído devosotros. La verdad es el hombre que enél nacía cuando cruzaba los Andes.

Si queréis convencer del horror dela guerra alguien que no la rechaza, nolo llaméis salvaje: antes de juzgarlo,procurad comprenderlo.

Pensad en aquel oficial del Sur que,durante la guerra del Rif, comandaba unpuesto avanzado enclavado entre dosmontañas disidentes. Una noche había

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recibido la visita de unosparlamentarios llegados de la montañadel Oeste. Como de costumbre, estabantomando el té cuando, de pronto, estallóel tiroteo. Las tribus del macizo del Esteatacaban el puesto. Cuando el capitánles rogó que se marcharan porque teníaque combatir, los parlamentariosenemigos le respondieron: «Hoy somostus huéspedes. No nos permita Diosabandonarte…». Y de esta forma seunieron a sus hombres, salvaron elpuesto y después volvieron a trepar a sunido de águila.

Ahora bien, la víspera del día en el

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que ellos, a su vez, se preparan paraatacarlo, mandan embajadores alcapitán:

—La otra noche te ayudamos…—Es verdad…—Por ti gastamos trescientos

cartuchos…—Lo justo sería que nos los

devolvieras.Y el capitán, todo un señor, no puede

aprovecharse de la ventaja que lanobleza de sus enemigos le proporciona.Les entrega los cartuchos que utilizaráncontra él.

La verdad, para un hombre, es lo que

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hace de él un hombre. Cuando quien haconocido la dignidad de la relaciones, lalealtad en el juego, el mutuo don de unaestima que compromete la vida,compara la altura de miras que le hasido concedida con la mediocreramplonería del demagogo, que hubieraexpresado su fraternidad a esos mismosárabes con fuertes palmadas en laespalda, que los hubiera adulado yhumillado de la vez, éste, si pretendéishacerle entrar en razón, sólo sentirá porvosotros una piedad algo desdeñosa. Yserá él quien tenga razón.

Aunque vosotros, al odiar la guerra,también tendréis razón.

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Para comprender al hombre y susnecesidades, para conocerlo en lo quede esencial hay en él, no hay queconfrontar, una con otra, la certeza devuestras verdades. Sí, vosotros tenéisrazón.

Todos vosotros tenéis razón. Lalógica lo demuestra todo. Incluso el queculpa de las desgracias del mundojorobados tiene razón. Desde luego, losjorobados también cometen crímenes.

Para intentar desentrañar lo esencial,hay que olvidar por un instante lasdivisiones que, una vez aceptadas,producen todo un Corán de verdades

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inconmovibles y el fanatismo que deellas se desprende. Los hombres nopueden ser clasificados, de formaindiscutible, en hombres de derecha y enhombres de izquierda, en jorobados y enno jorobados, en fascistas y endemócratas. La verdad, y vosotrosdeberíais saberlo, es lo que hace que elmundo sea sencillo y no lo que crea elcaos. La verdad es el lenguaje medianteel cual se alcanza lo universal. Newtonno descubrió una ley que llevaba muchotiempo escondida, como un jeroglífico.Newton llevó a cabo una accióncreadora. Fundó un lenguaje de hombreque, a la vez, pudiera explicar la caída

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de la manzana en el prado o la ascensióndel sol. La verdad no es lo que sedemuestra, es lo que simplifica.

¿Para qué discutir de ideologías? Sibien todas pueden ser demostradas,también todas se oponen entre sí, y soneste tipo de discusiones las que hacendesesperar de la salvación del hombre,cuando el hombre, a nuestro alrededor,en todas partes, presenta las mismasnecesidades.

Queremos ser liberados. El que estápicando quiere encontrar un sentido algolpe de su pico. Y el golpe delpresidiario, que humilla al forzado, no

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es el mismo del minero prospector quelo engrandece. El campo de trabajosforzados no se encuentra allí donde seestá picando. Lo horroroso no reside enlo material. El presidio reside allídonde se están dando golpes sin sentido,golpes que no vinculan a quien los dacon la comunidad de los hombres.

Y nosotros queremos evadirnos delpresidio.

En Europa hay doscientos millonesde hombres cuyas vida no tienen sentidoy que querrían nacer. La industria los haarrancado de sus linajes campesinos ylos ha encerrado en estos enormes

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guetos que parecen apeaderos deapartado de reses, atestados de ramalesformados por negros vagones. Desde lohondo de sus ciudades obreras clamanpor ser despertados.

Hay otros que, atrapados en eseengranaje que les obliga a trabajar en loque salga, se ven privados de la alegríadel pionero, de la alegría de la religión,de la alegría del sabio. Se pensaba quepara hacerlos crecer bastaba convestirlos, alimentarlos, satisfacer todassus necesidades. Y, poco a poco, enellos se ha instalado el pequeño burguésde Courteline, el político pueblerino, el

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técnico cerrado a cualquier vidainterior. Si se los instruye bien ya no selos cultiva. Quien crea que la cultura sebasa en recordar fórmulas tiene unaopinión muy triste de ella. Un malalumno de cursos especiales sabe mássobre la naturaleza y sobre sus leyes queDescartes y Pascal.

Ahora bien, ¿es capaz de llevar acabo los mismos recorridosespirituales?

Todos, de forma más o menosconfusa, experimentan la necesidad denacer. Hay soluciones engañosas. Esverdad que se puede estimular a los

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hombres vistiéndolos con uniformes.Entonarán sus cánticos de guerra y

compartirán el pan con sus camaradas.Encontrarán lo que buscan, el sabor delo universal. Pero morirán por culpa deese pan que se les da.

Se pueden desenterrar los ídolos demadera y resucitar los viejos mitos que,mal que bien, ya han sido probados, sepuede resucitar a los místicos delpangermanismo o a los del ImperioRomano.

Se puede enajenar a los alemanescon la embriaguez de ser teutones ycompatriotas de Beethoven. Con eso se

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puede llegar a emborrachar hasta alpañolero. Es, en verdad, más fácil deconseguir obtener un Beethoven delpañolero.

Esta suerte de ídolos son carnívoros.Quien muere por el progreso delconocimiento o por la curación de lasenfermedades, al morir, sirve a la vida.Tal vez sea hermoso eso de morir poruna expansión territorial, pero la guerraactual destruye lo que dice favorecer. Yano se trata hoy de sacrificar un poco desangre para vivificar toda una raza. Unaguerra, desde que se hace con avión, yasólo es una cirugía sangrante. Nos

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instalamos al abrigo de un muro decemento, lanzamos, a falta de otra cosamejor que hacer, noche tras noche,escuadrillas que torpedean al otro en lasentrañas, que hacen saltar sus centrosvitales, que paralizan su producción ysus intercambios. La victoria será paraquien se pudra el último. Y los dosadversarios se pudren a la vez.

En un mundo que se habíaconvertido en un desierto, nosotrosteníamos sed de encontrar camaradas: elsabor del pan compartido entrecamaradas nos hizo aceptar los valoresde la guerra. Pero nosotros no

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necesitamos la guerra para encontrar elcalor de los hombros vecinos en unacarrera hacia la misma meta. La guerranos engaña. El odio en nada ayuda aléxtasis de la carrera.

¿Por qué odiarnos? Somossolidarios, llevados por el mismoplaneta, tripulación de un mismo navío.Y si es bueno que haya civilizacionesque se confronten para promover nuevasíntesis, es monstruoso que se devorenentre sí.

Puesto que para liberarnos basta conque nos ayudemos a tener conciencia deuna meta que nos vincule unos a otros,

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busquémosla en lo que a todos nos une.El cirujano que hace su ronda de visitasno escucha las quejas del que estáauscultando: lo que busca es curar alhombre en él. El cirujano habla unlenguaje universal. Lo mismo acontececon el físico cuando medita susecuaciones casi divinas que le permitencaptar el átomo y la nebulosa a la vez. Yasí es, hasta llegar al sencillo pastor,pues quien, bajo las estrellas, vela elsueño de algunos corderos, si esconsciente de su papel, descubre que esmás que un servidor. Es un centinela. Ycada centinela es responsable de todo elimperio.

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¿Acaso creéis que el pastor no deseatener conciencia? En el frente de Madridvisité una escuela erigida en una colina,a quinientos metros de las trincheras,detrás de una pared de piedra. Allí uncabo enseñaba botánica. Desmontandocon sus frágiles manos los órganos deuna amapola, atraía a barbudosperegrinos que, desprendiéndose de subarro, esparciéndolo por todas partes,subían, a despecho de los obuses, averle en romería. Una vez dispuestosalrededor del cabo, que estaba sentadocomo un cantero labrando piedras, leescuchaban con la barbilla apoyada enlas manos.

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Frunciendo las cejas, apretaban losdientes, no entendían muchas cosas de lalección, pero les habían dicho: «¡Soisunos brutos, acabáis de salir delagujero, os tenéis que incorporar a lahumanidad!». Y ellos, con su paso lento,se apresuraban por alcanzarla.

Sólo seremos felices cuandotengamos conciencia de nuestro papel,incluso del más discreto.

Sólo entonces podremos vivir en pazy morir en paz, pues lo que da un sentidoa la vida da sentido a la muerte.

Es tan dulce cuando está situadadentro del orden de las cosas, cuando el

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viejo campesino de Provenza, al términode su reinado, entrega en depósito a sushijos su lote de cabras y de olivos paraque ellos, a su vez, lo transmitan a loshijos de sus hijos. En una dinastíacampesina sólo se muere a medias.Cuando le toca el turno, cada existenciase abre como una vaina y ofrece susgranos.

En cierta ocasión acompañé a trescampesinos frente al lecho de muerte dela madre; era, en verdad, doloroso. Elcordón umbilical se rompía por segundavez. Por segunda vez, el nudo que liga auna generación con otra se deshacía. Los

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tres hijos, de repente, se veían solos,con todo por aprender, privados de unamesa familiar en la que poder reunirselos días de fiesta, privados del poloimantado en el que reencontrase. Pero,en aquella ruptura, descubrí también quela vida puede ser entregada por segundavez. También aquellos hijos, a su vez, seconvertirían en jefes de fila, puntos dereunión y patriarcas, hasta que lesllegara la hora de entregar el mando a lacamada de pequeñajos que jugaban en elpatio.

Yo miraba a la madre, una viejacampesina de rostro sereno y austero,

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labios prietos, rostro transformado enmáscara de piedra. En él podía ver elrostro de sus hijos. Aquella máscara sehabía utilizado para moldear la suya.Aquel cuerpo había servido paramoldear estos hermosos prototipos dehombre. Ahora descansaba, rota, comouna preciosa cáscara a la que acaban dequitarle el fruto. A su vez, los hijos ehijas de su carne moldearían a suspequeños. En la granja no se moría. Lamadre ha muerto, ¡viva la madre!

Esa imagen del linaje es dolorosa,sí, dolorosa pero muy sencilla,abandonando uno a uno sus bellos

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despojos de blancos cabellos a la veradel camino, avanzando, a través de susmetamorfosis, hacia una verdad.

Por esta razón, aquella misma noche,el sonido de la campana del pueblecitotocando a muerto en el campo no mepareció colmado de desesperanza, sinode una alegría discreta y tierna. Ella,que con la misma voz celebraba losentierros y los bautizos, anunciaba, unavez más, el paso de una a otrageneración. Y, al escuchar el canto quefestejaba los esponsales de una pobrevieja y la tierra, una dulce paz se adueñóde mí.

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Lo que, de generación en generación,se trasmitía así, como el crecimientopaulatino de un árbol, era, además de lavida, la conciencia. ¡Qué ascensión tanmisteriosa! Surgidos de una lava enfusión, de una pasta de estrella, de unacélula viva milagrosamente fecundada,poco a poco nos hemos elevado hastallegar a escribir cantatas y a calcular elpeso de las vías lácteas.

La madre no sólo había transmitidola vida: había enseñado un lenguaje sushijos; les había confiado el caudal que,muy lentamente, se había idoacumulando a lo largo de los siglos; el

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patrimonio espiritual que también ellahabía recibido en depósito: un pequeñolote de tradiciones, de conceptos y demitos que constituye la única diferenciaentre Newton o Shakespeare y el brutode las cavernas.

Lo que sentimos al tener hambre, esasuerte de hambre que impulsaba a lossoldados de España asistir, bajo elfuego, a su clase de botánica, la quelanzó a Mermoz al Atlántico Sur, la queguía a otro hacia su poema, es que lagénesis no ha finalizado todavía y quedebemos tener conciencia de nosotrosmismos y del universo. Debemos tender

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puentes en la noche. Sólo ignoran estoquienes piensan que la auténticasabiduría estriba en una egoístaindiferencia; sin embargo, ¡tododesmiente esa sabiduría! Camaradas,amigos camaradas, yo os emplaza comotestigos: ¿cuándo hemos sido felices?

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Me acuerdo ahora, en esta última páginade mi libro, de aquellos burócratasavejentados que fueron nuestro cortejo,al alba de mi primer correo, cuando, altener la suerte de ser designados, nosestábamos preparando para la muda,para transformarnos en hombres. Erancomo nosotros, pero no sabían quetenían hambre. Hay demasiados a losque se les deja durmiendo.

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Hace algunos años, durante un largoviaje en ferrocarril, quise visitar aquellapatria errante en la que me habíaencerrado durante tres días, en la quedurante tres días me encontrabaprisionero de un rumor de guijarrosarrastrados por el mar, así que me puseen pie. Hacia la una de la madrugadacrucé todo el tren. Los coches camaestaban vacíos. Los coches de primeraclase estaban vacíos.

Pero los vagones de terceraabrigaban a cientos de obreros polacosque, expulsados de Francia, volvían a sutierra. Caminé por los pasillos, saltando

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por encima de los cuerpos. Me detuvepara mirar. En pie bajo las lamparillaspuede contemplar en aquel vagón sincompartimentos, semejante a undormitorio de tropa, que olía a cuartel oa comisaría, a toda una poblaciónconfusa y sacudida por los movimientosmenos del rápido, a todo un pueblo que,hundido en pesadillas, retornaba a sumiseria. Gruesas cabezas rapadasresbalaban sobre la madera de lasbanquetas. Hombres, mujeres, niños,todos giraban de derecha a izquierdacomo si, abandonados, se vieranatacados por aquello ruidos,amenazados por las sacudidas. No

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disfrutaban de la hospitalidad de unbuen sueño.

Me daba la impresión de que habíanperdido a medias la calidad humana,bamboleados por las corrienteseconómicas de uno a otro extremo deEuropa, arrancados de la casita delNorte, del minúsculo jardín, de las tresmacetas de geranios que, en otrostiempos, yo había visto en la ventana delos mineros polacos. Sólo habíanrecogido los útiles de cocina, las mantasy las cortinas, componiendo paquetesmal atados, agrietados, herniados.Habían tenido que sacrificar todo lo

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que, en cuatro o cinco años de estanciaen Francia, habían acariciado odisfrutado, todo lo que habíanconseguido domesticar, el gato, el perro,el geranio; sólo se llevan las baterías decocina.

Un niño tomaba el pecho de unamadre tan cansada que parecía dormida.En el absurdo y el desorden de aquelviaje, la vida se seguía trasmitiendo.Miré al padre. Una cabeza pesada ydesnuda como una piedra. Un cuerporeplegado en su incómodo sueño,apresado en la ropa de faena, hecho dehuecos y jorobas. El hombre parecía un

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montón de arcilla. Como esosdesperdicios que, carentes de forma,reposan durante la noche en los bancosde los mercados. Y pensé: el problemano reside en esta miseria, en estasociedad, en esta fealdad. Este mismohombre y está misma mujer seconocieron un día, y seguro que elhombre sonrió la mujer; seguro quedespués del trabajo, le llevó flores.Inexperto y tímido, tal vez temblaba demiedo por verse rechazado. Pero a lamujer, por innata coquetería, a la mujer,segura de su encanto, le gustabainquietarlo. Y el otro, que ahora sólo esuna máquina de picar o de clavar,

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experimentaba así una deliciosa angustiaen el corazón. El misterio reside en quese hayan convertido en estos paquetes dearcilla. ¿En qué molde los han colocado,qué molde, como máquina de hacerembutidos, los ha transformado así?¿Por qué esta bella arcilla humana se haechado a perder?

Y proseguí mi viaje en medio de estepueblo cuyo sueño era turbio como unlugar de pesadilla.

Flotaba un vago ruido de roncosronquidos, de oscuras quejas, del rasparde los zapatones de quienes, cansadosde dormir sobre un costado, lo

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intentaban sobre el otro. Y sin parar,siempre en sordina, aquel inagotableacompañamiento de guijarrosarrastrados por el mar.

Me senté frente a una pareja. Entreel hombre y la mujer, el niño, mal quebien, se había hecho un hueco y dormía.Durante el sueño se dio la vuelta y, bajola lamparilla, pude ver su rostro.

¡Ah! ¡Qué carita tan adorable! Habíanacido de esa pareja una suerte de frutodorado. De los pesados harapos habíanacido un logro de encanto y de gracia.Me incliné sobre esa frente lisa, sobre eltierno mohín de los labios y me dije: he

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aquí un rostro de músico, he aquí aMozart niño, he aquí una hermosapromesa de vida. Los principitos de lasleyendas no eran diferentes a él:protegido, atendido, cultivado. ¡Qué nollegaría a ser! Cuando por mutaciónnace en los jardines una nueva rosa,todos los jardineros se conmueven. Se laaísla, se la cultiva, se la mima. Pero, nohay jardinero para los hombres. Mozartniño también será transformado comolos otros en la máquina de troquelar. Loslogros más grandes que Mozartalcanzará serán los de una músicadeleznable en la fetidez de loscafetuchos. Mozart está condenado.

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Y regresé a mi vagón. Me dije: esagente apenas sufre por su suerte. No esla caridad lo que me inquieta. No setrata de enternecerse frente a una heridaque siempre vuelve a abrirse. Quienes lasufren no la sienten. Es más bien a laespecie humana y no al individuo aquien se hiere aquí, a quien se perjudica.Apenas creo en la piedad. Lo que meangustia es el punto de vista deljardinero. Lo que me atormenta no esesta miseria en la que, después de todo,uno se instala tan bien como en lapereza. Generaciones de orientalesviven en la mugre y se complacen enella. Lo que me angustia no lo curan los

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comedores de beneficencia. Lo que meatormenta no son estos huecos, ni estasjorobas, ni esta fealdad. Es Mozart, unpoco asesinado en cada uno de estoshombres.

Sólo el espíritu, si sopla sobre laarcilla, puede crear al Hombre.

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