Thiago Garibaldi, tribuno de la plebe

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Una pintada firmada por un desconocido Thiago aparece, una mañana, en una pared del bulevar de Garibaldi en París. Es más que una pintada de protesta; es un desafío a una forma monolítica de pensar,... Ciudadanos que saben exactamente a dónde quieren llegar cruzan obsesivamente un mismo paso de peatones en Madrid hasta colapsar el tráfico de la ciudad,... Las viejas enseñanzas de Sócrates vuelven a deambular a los pies de la Acrópolis construyendo una nueva república,... La música de una filarmónica universal se enreda en las copas de los tilos en el parque Cişmigiu hasta inundar la ciudad con su melodía,... Miles de guantes como mariposas blancas inundan misteriosamente la noche en Praga,... El mensaje es siempre el mismo, y siempre termina forzando las costuras del sistema. Pero a éste nunca le tiembla el pulso cuando llega la hora de defenderse…

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    Una pintada firmada por un desconocido Thiago aparece, una maana, en una pared del bulevar de Garibaldi en Pars. Es ms que una pintada de protesta; es un desafo a una forma monoltica de pensar,...

    Ciudadanos que saben exactamente a dnde quieren llegar cruzan obsesivamente un mismo paso de peatones en Madrid hasta colapsar el trfico de la ciudad,...

    Las viejas enseanzas de Scrates vuelven a deambular a los pies de la Acrpolis construyendo una nueva repblica,...

    La msica de una filarmnica universal se enreda en las copas de los tilos en el parque Cimigiu hasta inundar la ciudad con su meloda,...

    Miles de guantes como mariposas blancas inundan misteriosamente la noche en Praga,...

    El mensaje es siempre el mismo, y siempre termina forzando las costuras del sistema. Pero a ste nunca le tiembla el pulso cuando llega la hora de defenderse

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    MT. Fournet

    Thiago Garibaldi, tribuno de la plebe

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    Ttulo original: Thiago Garibaldi, tribuno de la plebe 2012, MT. Fournet. [email protected]

    Algunos derechos reservados.

    Esta obra est sujeta a la licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional de Creative Commons. Para ver una copia de esta licencia, visite http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/4.0/

    Imagen de portada: Bob Hall. Michelangelo's David (1504) facing the Palazzo della Signoria. (bajo licencia Creative Commons) Detalle. http://www.flickr.com/photos/houseofhall/5921353792/

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    A Laura E., que vino de tan lejos a buscarme.

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    Creo que se debe poner como guardianes de una cosa a los que tienen menos deseo de usurparla. Y, sin duda, observando los propsitos de los nobles y de los plebeyos, veremos en aqullos un gran deseo de dominar, y en stos tan slo el deseo de no ser dominados, y por consiguiente mayor voluntad de vivir libres, teniendo menos poder que los grandes para usurpar la libertad. De modo que, si ponemos al pueblo como guardin de la libertad, nos veremos razonablemente libres de cuidados, pues, no pudindola tomar, no permitir que otro la tome.

    Nicols Maquiavelo. Discursos sobre la primera dcada de Tito Livio

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    Las ideas surgen. Nadie sabe cmo, nadie sabe cundo, nadie sabe por qu; nadie conoce el misterioso mecanismo por el que, de donde antes nada haba, de repente, algo nuevo hay, una nueva idea surge, una idea nace; nadie conoce cul es el enigmtico proceso. Tan solo sabemos eso; que surgen, que nacen. Y eso es bien poca cosa.

    Y respuestas para intentar desentraar este misterio se han ofrecido a lo largo de los aos. Cientas. Miles. Para Thomas Hobbes, por ejemplo, todo lo que somos capaces de imaginar tiene una base real, fsica, tangible. Segn l, a travs de los sentidos, la realidad, los objetos materiales de la realidad, nos dejan una impronta en la memoria. Puede ser una imagen clara, definida, pero tambin puede ser una imagen distorsionada por el paso del tiempo, tenaz corruptor de recuerdos, por la inatencin del observador, por un defecto en la vista, miopa o astigmatismo, o por cualquier otra causa. Nada dice de la buena o mala memoria, simplemente afirma que en ella se alojan esas improntas de la realidad percibidas a travs de los sentidos. Y es de esa memoria de donde podemos rescatar las ideas, o generar nuevas combinando ideas anteriores, por as decir, de primer orden. Pone el ejemplo de la idea de centauro, mezcla de las imgenes de un hombre y de un caballo retenidas en nuestra memoria, idea, a todas luces, nueva, irreal, pero con una slida base en la realidad, una idea compuesta por diversos elementos reales, tangibles, como lo son un caballo y, en cierta medida, un hombre.

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    Seguramente, para Thomas Hobbes, la pintura surrealista no sera la afloracin del subconsciente en forma de trazo, en forma de color y pincelada; sera la combinacin, ms o menos acertada, de ideas anteriores: queso fundido y relojes, manzanas y bombines.

    De acuerdo o en desacuerdo con Hobbes, la verdad es que ninguna respuesta da cuenta completa de ese enigmtico y fascinante proceso por el que las ideas nacen. Y por eso mismo no sabemos qu decir cuando se nos pregunta cmo y por qu se le ocurri aquella solucin, y no otra, para resolver el problema de Thiago Garibaldi. No sabemos si su memoria rescat este elemento o aquel otro, no sabemos si dispuso en un determinado orden sus pensamientos o si el cerebro de esta mujer analiz diferentes argumentos simultneamente. No sabemos, as que tampoco podemos afirmar nada al respecto.

    Estaba sentada junto a una pared, una pared desnuda, pintada en un blanco ya manchado por los aos, de ese matiz que el cansancio le imprime a la pintura. El cansancio y tambin el humo de los cigarros, que, como en aquel momento, se arremolinaba en torno a las tres bombillas sin lmpara que iluminaban la habitacin, una habitacin sin ventanas, con una sola puerta de acceso siempre vigilada. En medio, una larga tabla rectangular, apoyada en cuatro caballetes sin barnizar, ocupaba casi todo el espacio. Y en torno a ella, integrantes de la operacin destinada a solucionar el problema de Thiago Garibaldi, exponan el estado de sus investigaciones. El director tomaba notas, tratando de encontrar la ansiada y esquiva solucin, reflexionando sobre las siguientes decisiones a tomar, los siguientes pasos a dar.

    Estaban all reunidos con el acuerdo de sus respectivos gobiernos. Sin papeles y sin existencia oficial, claro est. Pero, cuando hay voluntad, y un enemigo comn siempre predispone a que la haya, no existe impedimento alguno, burocrtico o administrativo, material o formal, que limite la cooperacin.

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    Se expusieron las diferentes situaciones en las que se encontraban las investigaciones, desde los hechos de Roma, que haban desencadenado la constitucin de este heterogneo grupo y que les haban puesto sobre la pista de Thiago Garibaldi, hasta el estado en que se encontraban las averiguaciones que se estaban llevando a cabo en Pars, en Budapest, en Praga, en Madrid, en Atenas, en Bucarest y en el resto de ciudades en las que Thiago Garibaldi haba ido generando el desconcierto, llevando al lmite la capacidad de las ciudades para gestionar las consecuencias de sus apariciones, manifestaciones y desafos al orden pblico que, siempre sorpresivas, siempre inauditas, ponan al lmite las costuras de los gobiernos locales. Y ninguna de las investigaciones era concluyente. Los pasos que se haban dado desde la ltima reunin eran nulos, o prcticamente nulos. Nadie saba decir quin era Thiago Garibaldi, no pareca existir un patrn de conducta con el que poder adelantarse a sus pasos, nadie se atreva a aventurar siquiera dnde actuara y dnde no y, sobre todo, cmo, la nica explicacin que encontraban era el azar, que todo sucediera por simple y llano azar. Pero no lo era. Ni lo era, ni poda serlo.

    Y, sin embargo, aunque no fuera azar, no pareca haber explicacin alguna para lo que suceda. Todas las teoras que haban intentado construir se haban ido deshaciendo una tras otra como un avin de papel en medio de una tormenta, como un copo de nieve cayendo sobre el crter de un volcn en erupcin, se haban ido desvaneciendo ante la tozudez de la realidad, ante la tozudez de unos hechos que siempre ponan en entredicho todo avance en la investigacin.

    La tensin fue creciendo entre los asistentes. El director exiga resultados, propuestas, lo que fuera, y nada de esto llegaba. No conceba cmo era posible que no pudieran dar con una persona con todos los medios que tenan a su alcance. El volumen de las voces fue subiendo. Reproches cruzados volaban por encima de la

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    mesa. Respuestas a esos reproches subidas de tono hacan el camino de vuelta. El director presionaba a sus subordinados, desvelando, sin quererlo, que l mismo estaba siendo sometido a mucha presin.

    Entre gritos y maledicencias, entre sinsentidos y disparates, su atencin empez a despegarse de lo que all se deca. Las voces de cada uno de los participantes empezaron a diluirse las unas en las otras, disfrazndose los gritos en murmullo. Haca ya cuatro horas y media que estaban all, sentados, ella ms bien callada, escuchando. Y tena la sensacin de que no se avanzaba, de que nadie daba un solo paso en direccin alguna, ni siquiera en falso, ni siquiera hacia atrs.

    Tal vez fue la lgica sintctica, propia de los fillogos, tal vez fue la sabidura popular que encuentra grandes remedios a los grandes males, tal vez no fue nada de esto, lo cierto es que, como quien resuelve un problema matemtico, como quien llega, tras analizar todas y cada una de las premisas, a una conclusin lgica, natural, obvia, inevitable, durante un silencio tenso e incmodo producido tras exabruptos y amenazas cruzados, durante un silencio producido tras increpaciones, reproches y broncas, durante un silencio que revelaba que nadie saba ya qu hacer ni por donde seguir, tom la palabra y, con parsimonia, vocalizando con claridad, concluy

    Basta con matarlo.

    Decir eso no cambi las cosas. El silencio, si cabe, se hizo ms pesado, ms pegajoso, ms espeso. Sinti cmo todo el mundo la miraba, pero eso no la intimid. Ni siquiera la penetrante, incisiva, afilada, casi venenosa mirada del director que, harto de escuchar estupideces y de no llegar a ningn puerto, mont en clera y, lleno de ira incontenible, se levant de la silla empujndola hacia atrs, tirndola, pero nadie pudo or el

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    estruendo que provoc al caer al suelo porque, en primer lugar, el puetazo que dio sobre la mesa son todava ms fuerte y, segundo, porque sus gritos eclipsaron cualquier otro sonido y, mirndola a ella pero dirigindose a todos, bram,

    Ya s que basta con matarle. Ya s que basta con matarle. El problema es a quin quiere usted que mate. Dgame a quin quiere que mate y maana se lo sirvo fro para el desayuno, con mermelada de arndanos en la cuenca de los ojos.

    Sin recoger la silla, ech a andar alrededor de la mesa. Todo el mundo se qued quieto, callado, expectante. Aadi,

    No slo yo estoy jugndome el puesto, entienden; ustedes tambin estn en el mismo barco. Y ms vale, por nuestro bien, que encontremos una solucin.

    Impasible, imperturbable, consciente de que haba dado con la clave, y mientras en su cerebro se iba dibujando, con trazo de delineante, todo el plan, mir a los ojos al director, que segua caminando arriba y abajo por la sala, y, con autoridad, le volvi a decir,

    Repito, basta con matarlo.

    El director la mir confuso, sin dar crdito a lo que acababa de volver a or. Plantando los dos brazos sobre la mesa, en tono desafiante le pregunt,

    Me est escuchando usted. Me est escuchando usted,

    Ella le sostuvo la mirada y, con la misma autoridad de antes, incluso con prepotencia, le pregunt si haba terminado su espectculo.

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    El odo absoluto es una cualidad que, de forma natural, algunas personas poseen. Gracias a ella, son capaces de reconocer todas y cada una de las notas musicales, tomadas individualmente, sin ningn otro tipo de referencia auditiva.

    Habr quien sostenga que, siendo slo siete las notas, no parece una cualidad extraordinaria. Sin embargo, colores slo hay tres, no hay que olvidarlo, y el resto son combinaciones de stos. Y habr incluso quien defienda que muchas personas son capaces de distinguir un do de un la, porque uno es mucho ms grave que otro, o porque otro es mucho ms agudo que uno, dependiendo del sentido en el que establezcamos la comparacin. Lo maravilloso, lo incomprensible y, por eso mismo, lo fascinante del odo absoluto, es que, quien posee esta cualidad, es capaz de reconocer todas y cada una de las notas sin necesidad de recurrir a esa comparacin.

    Es como si nuestros ojos fueran capaces de detectar la combinacin exacta de cyan, magenta y amarillo que se funde en la luz de un atardecer de invierno en el jardn de Monet en Giverny y, ms tarde, pudiramos reconocerlo en uno de sus cuadros, o, por el contrario, discrepar de su representacin. O, an mejor, de reconocer, en un punto cualquiera del planeta, a miles de kilmetros de la casa de Monet, la misma exacta combinacin de cyan, magenta y amarillo, la misma inasible luz aqu y all. Seramos capaces de distinguir entre una obra de arte y su reproduccin de un solo vistazo, seramos capaces de juzgar si

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    una restauracin ha sido fidedigna o si ha sido sutilmente modificada por el desacierto o la vanidad del restaurador.

    Y gracias a esa cualidad, gracias al odo absoluto, esas personas son capaces de distinguir cmo y cunto est desafinada esa nota, ese instrumento, ese ruido, esa voz, por leve, por minscula, que sea esa desafinacin. Y por eso mismo, las ms de las veces, para quien lo posee, el odo absoluto no es una cualidad, una virtud, sino una tragedia, una condena de la que no se puede escapar.

    As como el escultor tiene las manos educadas para reconocer el latido de las piedras, su dureza, su volumen y, por eso mismo, tambin las tiene para reconocer la mediocridad de la mayora de los materiales entre los que pasamos nuestros das; as como el pintor tiene el ojo deformado para reconocer la belleza de un paisaje y, por eso mismo, tambin lo tiene para asombrarse de la fealdad de la mayora de los espacios que nos rodean; as como el filsofo tiene la capacidad de comprender ideas como Bien, Verdad, Justicia y, por eso mismo, tambin la tiene para reconocer la miseria y la bajeza en la que se revuelca, a veces gozosamente, en cuerpo y alma el gnero humano; as el odo absoluto revela a quien posee esa cualidad la desafinacin en la que anda sumido el mundo. Pero la suerte del escultor es que puede dejar de palpar y de acariciar la piedra y el barro, el granito y el cemento, el cuarzo y el mrmol, puede, antes de cruzar la frontera de la desesperacin, hundir sus manos en agua fra y deleitar sus sentidos en ella, en su textura, en su densidad, en su liviandad; la suerte del pintor es que la vista siempre se puede apartar, e incluso hasta cegar, aunque sea slo durante unos instantes, cerrando los prpados, escapando de la sordidez del mundo por el sendero de la imaginacin; la suerte del filsofo es que puede ignorar lo que le rodea, seguir con el hilo de sus pensamientos al margen de todo, cerrando los ojos l tambin, aunque de forma distinta a la del pintor, ante la realidad, refugindose en un libro, dedicando toda su capacidad intelectual a otras actividades, reflexionando

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    sobre otras cosas para no verse obligado a pensar en la mezquindad del ser humano. Pero el odo es un sentido al que no se puede engaar; siempre est alerta, siempre atento, siempre despierto. Y para desgracia de los que tienen la cualidad del odo absoluto, el mundo todo vive sumido en la ms desgarradora desafinacin. Y no slo de desafinacin acstica hablamos.

    No puede haber tanta maldad, no puede haber tanta maldad,

    exclam entre sueos la pitia,

    No puede haber tanta maldad, no puede haber tanta maldad,

    repiti. Y al repetirlo, se despert. Estaba completamente empapada en sudor, tena el pulso acelerado y la boca seca,

    No puede haber tanta maldad,

    dijo de nuevo, esta vez a media voz. Todava era de noche, una calurosa noche de verano. Se frot los ojos y la cara con las manos, recostada en su camastro. Senta todo su cuerpo temblar. Miedo, rabia, impotencia.

    Haba un hombre, un muchacho. Un muchacho en una ciudad desconocida; una ciudad imposible, inundada por las aguas. Atardeca, y la luz del sol bailaba con las olas en la superficie del agua. Atardeca, y el atardecer era de una belleza infinita, un atardecer que sera el ltimo de aquel hombre. De pronto, otro hombre, una mujer, un hombre y una mujer en mitad del bullicio, y ms personas a su alrededor. De pronto, y sin previo aviso, sin que nada pudiera predecirlo, a traicin, como un golpe de pica, como un golpe de pica lanzado por uno de los dos al muchacho, como un golpe de pica que penetra en el muslo del muchacho. Pero la pica no est, no se ve, no existe. Y el muchacho no comprende, no entiende lo que sucede. De pronto, el silencio a su

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    alrededor, el dolor en el muslo, el bullicio que se evapora, solos ya el muchacho, el hombre y la mujer, hombre y mujer que se transforman en hoplitas, una pareja de hoplitas que se acercan al ltimo soldado vivo del enemigo. Pero ese soldado no porta armas, es slo un ciudadano, un civil ms, un igual a ellos. Y, sin embargo, los hoplitas no sienten piedad alguna. Juegan a asustarle, le amenazan con volver a clavarle la pica, una pica que no ve en sus manos, que desaparece pero que siente merodeando a su alrededor, como una lengua de serpiente, que va y viene, que entra y sale, que aparece y desaparece, que se torna invisible, prodigio o hechizo ante el que ni el mismo Cronin podra hacer nada. Tan pronto como puede, tan pronto como la ms mnima escapatoria le es ofrecida, la herida del muslo sangrando, echa a correr. Y, de pronto, como por arte de magia, como por la voluntad maliciosa de un dios caprichoso, un ruido un ruido Un ruido no, mil ruidos, atronadores como una tormenta que jams ha visto la pitia, con relmpagos como nunca se han conocido en la Hlade. El hombre cae al suelo sin que pica o espada alguna le haya alcanzado. El hombre yace muerto. El hombre que haba pedido piedad, que no haba entrado en esa guerra por voluntad, sino por casualidad, el hombre que era un hombre inocente, ms o menos justo, ms o menos bueno, eso no importa, yace muerto. La pitia contempla toda esta escena y grita,

    No puede haber tanta maldad.

    Y el sueo fue el primer presagio.

    La frente sudorosa, los brazos le temblaban por la pesadilla. Decidi levantarse, incluso si todava era un poco temprano. Decidi airearse un poco, ir a beber; iniciar el da. Una ligera luminosidad de amanecer empezaba a filtrarse por los vanos de los muros.

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    El segundo presagio fue la niebla. Pero apenas repar la pitia en l, o, al menos, no repar inmediatamente en l. Primero, porque la luz del sol todava era demasiado tenue cuando se encamin hacia el manantial; segundo, porque, aunque la luz hubiera sido suficiente, otras maanas a lo largo del ao amaneca el valle de Delfos con aquellas nubes descolgadas del cielo, y, tercero, porque un gato pequeo, de apenas cuatro o cinco meses, segn empez a bajar por el camino principal, se le enred en los pies, maullando, buscando una mano que le acariciara el lomo. No pens, pues, la pitia que aquello fuera ningn presagio. Incluso si nunca antes el valle de Delfos haba amanecido con aquella espesa niebla a mediados del esto.

    Pero segn fue recorriendo la distancia que la separaba del manantial, la pitia se fue percatando de que aquel amanecer no era como un amanecer cualquiera. Los Picos Fedrades, aquel da, no brillaban. Incluso lleg a pensar fugazmente que aquella ausencia de luz era un segundo presagio que confirmaba el primero, pero, quin sabe por qu, tal vez por miedo, tal vez por consciente voluntad, se dijo a s misma que slo era una casualidad, una azarosa coincidencia. Y mientras estaba sumida en esos pensamientos, mientras segua caminando, encontr el tercer presagio. Y, al encontrarlo, o, mejor dicho, al escucharlo, lgrimas como ofrendas, lgrimas como templos, empezaron a caer por sus mejillas.

    Leve, como el sonido de un parpadeo, la tonalidad de la fuente Castalia haba cambiado, tal vez en medio tono, tal vez en un cuarto, tal vez incluso en menos. Pero la tonalidad de la fuente Castalia haba cambiado.

    Los pies de la pitia se anclaron al suelo, incapaces de dar un solo paso ms. Sin mover los labios, con las mejillas mojadas, la pitia se repiti una ltima vez,

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    No puede haber tanta maldad.

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    Operacin Klement. As haban decidido que se iba a llamar. Aunque hubiera sabido el porqu de aquel nombre si se hubiera puesto a pensar en ello ms detenidamente, la verdad es que, en aquel momento, le importaba bien poco. Slo le dijeron que el objetivo era acabar con Thiago Garibaldi, y que l era el director de la operacin. Presupuesto, el que hiciera falta; equipo, el que l escogiera. Veinticinco aos en los servicios secretos, doce de ellos dirigiendo operaciones especiales, dan ciertas prerrogativas.

    El nombre no era casual. Ricardo Klement era el nombre falso bajo el que vivi en Argentina el Teniente Coronel de las SS Adolph Eichmann, el encargado de gestionar el transporte de millones de seres humanos desde cualquier punto de Europa hasta los campos de concentracin de Auschwitz, de Sobibor, de Treblinka.

    Y se escogi el nombre de Operacin Klement porque la detencin de Eichmann, a cargo de los servicios secretos de Israel, recibi el nombre de Operacin Garibaldi.

    Detenido por soldados estadounidenses al trmino de la Segunda Guerra Mundial y confinado, junto a otros integrantes de las SS, en un campo de concentracin, Eichmann logr evitar ser reconocido e identificado. Como cuenta Hannah Arendt, con la ayuda de otros detenidos, consigui escapar de aquel campo, huyendo hacia un bosque situado en la Baja Sajonia, entre las ciudades de Hamburgo, Hanover y Bremen, donde un hermano de

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    un compaero de internamiento le ofreci trabajo como leador. Bajo el nombre de Otto Heninger pas al menos cuatro aos talando brezos, lejos de responsabilidades morales y penales, lejos de los Juicios de Nuremberg, lejos de la suerte de otros compaeros nazis. Tal vez fuera con la ayuda de la ODESSA, la Organisation der ehemaligen SS-Angehirigen, la organizacin clandestina que ayudaba a los antiguos miembros de las SS a huir de Alemania y cuya existencia se ha puesto en duda, tal vez fuera con la ayuda de otra organizacin, lo cierto es que, a principios de 1950, Eichmann consigui atravesar Austria y llegar a Italia, donde, como textualmente dice Arendt, un franciscano, plenamente conocedor de su identidad, le dio un pasaporte de refugiado, en el que constaba el nombre de Richard Klement, y le embarc con rumbo a Buenos Aires. Lleg all a mediados de julio, y obtuvo, sin dificultades, los precisos documentos de identidad y el correspondiente permiso de trabajo, a nombre de Ricardo Klement, catlico, soltero, aptrida y de treinta y siete aos de edad, siete menos de los que en realidad contaba.

    Aquel franciscano no actuaba solo. Perteneca a una red ms amplia formada por hombres de iglesia, con base en Italia, que se dedicaba a ayudar a escapar a dirigentes nazis, a travs de las ratlines, lneas de fuga que fueron establecidas, entre otros, por el obispo Hudal.

    A travs de la Commissione Pontificia dAssitenza, estos pos hombres provean de documentos falsos a los antiguos dirigentes nazis, documentos que, en s mismos, no les permitan abandonar Italia, pero s les permita solicitar un pasaporte del CICR con el que obtener visados para poder salir de Europa. Por eso, el pasaporte de refugiado de Eichmann estaba firmado y sellado por la autoridad delegada del CICR en Italia. Y no es que esta autoridad delegada no fuera diligente ni que no tuviera la obligacin de verificar los antecedentes y los datos de los solicitantes de los pasaportes, no. Sencillamente ocurra que la

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    palabra de un sacerdote bastaba para dar crdito a la solicitud; plantear siquiera que un hombre de iglesia pudiera mentir era un dislate entonces como hoy.

    Comoquiera que sea, el caso es que Ricardo Klement se instal en la provincia de Buenos Aires y, tras encontrar trabajos de lo ms diversos, desde agente de ventas hasta empleado en una granja de conejos, y tras malvivir en diferentes lugares, consigui, hacia 1952, reunir a su mujer y a sus hijos con l en Argentina e instalar la vivienda familiar, ya a finales de 1959, en San Fernando, Buenos Aires.

    Empleado por la fbrica Mercedes-Benz de Gonzlez Catn, Adolph Eichmann consigui pasar pgina en su vida, consigui distanciarse de un pasado no tan lejano en el que era tratado con honores por dirigentes extranjeros, en el que de l dependa el desplazamiento de judos por toda Europa, encaminndolos hacia la eufemstica Solucin Final, adaptndose a la ms pedestre y humilde vida del operario que va en autobs al trabajo y cuya casa no tiene ni luz elctrica, ni agua, ni gas, en un depauperado suburbio de Buenos Aires.

    Cuando los servicios secretos de Israel, el Mossad, recibieron el primer aviso sobre el paradero de Eichmann, se mostraron reticentes a creer que fuera l de verdad. Y razones no les faltaban. Se crea por aquel entonces que los antiguos dirigentes del Tercer Reich vivan en mejores condiciones materiales, fruto, ganancia y herencia, tal vez, del saqueo y del expolio al que sometieron a los judos europeos. Pero una serie de indicios hicieron sospechar a los investigadores que Ricardo Klement poda ser, efectivamente, Adolph Eichmann. Por eso, y para que Eichmann no sospechara en ningn momento que iban tras su pista, el 24 de diciembre de 1959 se public en la prensa israel un artculo que situaba a Eichmann en Kuwait.

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    Slo cuando se tuvo la certeza de que Klement era Eichmann, el Gobierno de Ben Gurion decidi aprobar que un equipo del Mossad le secuestrara en Argentina y le trasladara a Israel para ser juzgado por los delitos cometidos. Y la certeza la tuvo cuando, en marzo de 1960, coincidiendo con el vigsimo quinto aniversario de la boda de Adolph Eichmann, Ricardo Klement cometi el error de celebrar una pequea fiesta familiar, algo extraordinariamente fuera de lo comn en aquella casa de las afueras de Buenos Aires y algo que para los espas israeles no pas desapercibido.

    La fecha del rapto fue el 11 de mayo de 1960. Los miembros del equipo del Mossad haban estudiado ya todas las rutinas de Eichmann. Al bajar del autobs que le traa de regreso a su casa, al filo de las ocho de la tarde, Eichmann fue interceptado por tres o cuatro hombres que, en apenas un minuto, consiguieron introducirle en uno de los dos coches que, aparentemente, estaban averiados en la calle, huyendo de all en direccin a una casa en Quilmes.

    Segn la fuente a la que acudamos, Eichmann se mostr ms o menos tranquilo en aquel momento. Siempre segn Hannah Arendt, al ver que los secuestradores no haban recurrido a la violencia, que no haban usado ni cuerdas ni esposas ni cualquier otra arma, se percat en seguida de que estaba en manos de profesionales, por lo que, a la pregunta de quin era, parece ser que respondi sin ningn titubeo,

    Ich bin Adolph Eichmann.

    Ricardo Klement fue retenido en la casa de Quilmes y atado a la cama durante nueve das, nueve largos das en los que los miembros del equipo del Mossad esperaban la llegada del avin que les llevara de regreso a Israel y en los que interrogaron largamente a Eichmann. Afortunadamente para el desarrollo de la

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    misin, la mujer de Eichmann denunci su desaparicin, pero no revel su verdadera identidad; dijo tan solo que Ricardo Klement haba desaparecido. De haber dicho que era Adolph Eichmann quien haba desaparecido, seguramente nunca se le hubiera podido sacar de Argentina, ya que los controles en la frontera hubieran sido mucho ms exhaustivos.

    Cmo consiguieron sacarle del pas es algo que apenas importa. Por saciar la curiosidad, diremos que, medio drogado, con la chaqueta empapada en whisky para hacerle parecer ebrio, consiguieron montarle en un avin con destino a Israel.

    Aquella operacin se llam Operacin Garibaldi porque la vivienda que Ricardo Klement haba levantado a finales de 1959 estaba ubicada en la calle Garibaldi 6067 de San Fernando, Buenos Aires.

    Quien le puso el nombre de Operacin Klement a la operacin por la que se iba a acabar con Thiago Garibaldi conoca esta historia,

    Una forma de trenzar las historias de dos indeseables,

    pens para s, felicitndose, cuando se le ocurri.

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    Cuatrocientos son los metros que, aproximadamente, separan la rue Vaugirard de Les Deux Magots, en Pars. Cuatrocientos metros que, administrativamente, se han dado en llamar rue Bonaparte, pero que tanto dara que se llamaran de otra forma. Cuatrocientos metros de adoquines, asfalto y pintura, cuatrocientos metros de portales, balcones y ventanas, cuatrocientos metros de coches, farolas y alcantarillas, cuatrocientos metros que en nada se diferencian de otros cuatrocientos metros que haya en cualquier otra ciudad del mundo.

    En nada, salvo en que estos cuatrocientos metros, y no en otros, los que aproximadamente distan entre los Jardins du Luxembourg y Les Deux Magots, solan ser el espacio vital en el que un vagabundo con aire despistado, con la mirada las ms de las veces perdida en el infinito, la boca apenas expresiva, con labios finos como una frontera, el rostro duro, la barba cerrada y sin arreglar, pasaba su vida leyendo, siempre leyendo, compulsivamente, como si no existiera otra cosa en el mundo, nadie saba ya desde haca cunto tiempo, y los que podran saberlo, tal vez por desidia, tal vez por desinters, tal vez por simple edad y por falta de memoria, lo haban olvidado ya, un vagabundo al que en el barrio algunos vecinos le llamaban Le Lecteur y otros simplemente Le Mendiant, como si no hubiera otro en kilmetros a la redonda, o al menos eso es lo que oa cuando se referan a l, lo que le dibujaba una mueca de pena en la boca. Pero no era pena por s, no, sino pena

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    por aqullos que as le llamaban. Como si l fuera ms pobre que ellos, o como si ellos no fueran ms pobres que l.

    l tampoco recordaba exactamente desde haca cunto tiempo recorra la rue Bonaparte entre Vaugirard y Saint Germain des Prs a diario, tal vez dos aos, tal vez veinte, lo ms probable es que ni lo uno ni lo otro, como tampoco recordaba su edad ni otros datos superfluos sobre s. Lo que s saba con exactitud era cules eran sus nicas pertenencias valiosas: una ushanka vieja y rada que aos atrs le regal un vecino para que soportara mejor el invierno y con el que a menudo conversaba y los dos volmenes de La decadencia de Occidente, de Spengler.

    La verdad es que aquel da era como otro cualquiera de invierno en Pars. Glido, oscuro, hmedo, desapacible. No podemos, en consecuencia, achacar a que fuera sa la razn que motiv a Le Mendiant a trasladarse de calle justo aquel da, pero lo cierto es que ese da y no otro, despus de quin sabe si dos o si veinte aos en el mismo barrio, Le Mendiant decidi trasladarse. Y seguramente no tuvo ni mejor ni peor motivo para hacerlo que el de su voluntad, su simple y llana voluntad.

    Para no pasar fro, se cal bien honda la ushanka, se cubri el cuerpo con todas y cada una de las viejas ropas que tena y, echando los dos volmenes de Spengler a su vieja mochila, ech a andar sin rumbo fijo. Le apeteci ir a ver el Sena, la vieille Seine a la que haca tiempo que no se acercaba. Pero no quiso recorrer la rue Bonaparte hasta el Quai Malaquais. En su lugar, prefiri bordear los Jardins du Luxembourg hasta el boulevard de Saint Michel y, previa salutacin a algunos e increpacin a otros con los que discrepaba de los que saba que estaban enterrados en el solemne, imponente, soberbio Panten, sobre la colina de Sainte Genevive, empez a bajar Saint Michel.

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    Pese al fro, pese a que poco a poco la tarde se iba haciendo cada vez ms oscura, las aceras empezaban a atestarse de gente segn iba acercndose a la le de la Cit. Aquello le desagrad profundamente, pero no le qued ms remedio que asumir y aceptar que el Quartier Latin, era una de las zonas ms visitadas de una de las ciudades ms visitadas del mundo.

    El horror se le dibuj en la cara cuando lleg a la altura de las grandes libreras de Saint Michel. De ellas entraba y sala gente con bolsas como si fuera un centro comercial en rebajas.

    La lecture nest pas a,

    se deca entre dientes,

    Vous pouvez acheter tous les livres que vous voulez, mais il ne suffit pas de les lire; il faut les comprendre, il faut les entendre. Et les couter, surtout, les couter. Et en parler avec eux, les rfuter, les refuser.

    Le Mendiant sigui bajando Saint Michel asqueado, mirando con pena a su alrededor, hasta que una brisa de optimismo le hizo observar que, al menos, aquella gente que le incordiaba en su paseo entrando chez Gibert, compraba libros. Y, hasta donde su memoria llegaba, aquel incordio que supona no era ni parecido con la locura del boulevard Haussmann. Pero el optimismo le dur bien poco,

    Si au moins ils lisaient un seul des livres quils achtent Combien dentre eux le font-ils ? Combien dentre eux comprennent une seule ligne ?

    Por fin lleg a la Place Saint Michel. Y perdi el hilo de sus pensamientos cuando se volvi a encontrar frente a la Fontaine, una fuente que siempre le haba parecido fuera de lugar, mal

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    proporcionada; rompa el equilibrio arquitectnico que se haba pretendido dar a Pars.

    Y el ro al otro lado. Si uno cierra los ojos y presta la atencin suficiente, puede llegar a or el caudal del agua. Sus pies se dejaron llevar por aquella leve meloda, como un Odiseo que escucha un nuevo canto de sirenas. Y sin pensar en nada ms, empez a acompaar al ro en su fluir. Tout passe et rien ne demeure. Sus pasos se iban sucediendo. Sus ojos apenas vean nada y el fro se haca all ms intenso, pero el correr del agua le placa. Al poco tiempo se encontr con Condorcet. Un poco ms all, al otro lado de la Seine, el Louvre. Quince minutos ms tarde ya pasaba por la Gare DOrsay y otros veinte minutos ms tarde se encontraba a la altura del Pont Alexandre III. El fro se le haba metido tan dentro que decidi no acompaar ms al ro. Se encamin hacia Les Invalides y, en cuanto pudo, se apart de la trayectoria de los caones dirigindose hacia Varenne. Cuando pas por el Muse Rodin se le encogi el corazn. Porque le traa recuerdos y porque all estaban las puertas del infierno. Por las dos cosas. Pero, principalmente, por los recuerdos, los buenos recuerdos.

    Lleg a las puertas del Dme des Invalides y, como el fro empezaba a hacerse ms intenso, la noche ms cerrada y una ligera lluvia empezaba a caer, se le ocurri que poda ir a refugiarse bajo la lnea seis del metro, que en aquella zona no iba bajo tierra sino en altura. Cogi la Avenue de Sgur y, buscando y rebuscando en un par de basuras en las que encontr un medio sndwich con el que engaar el hambre, lleg al boulevard de Garibaldi. Cruz en cuanto pudo para cubrirse de la lluvia y, buscando un hueco angosto entre dos coches para protegerse del fro, de repente sus ojos se toparon con una pintada que le llam la atencin, una sencilla frase, o, mejor dicho, dos. La ley una vez. La letra estaba en maysculas, la firma, legible, era un nombre subrayado. Dos veces. La frase le hizo sonrer

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    amargamente. Era una buena forma de expresar lo que tantas veces haba querido expresar. Tres veces. Bien saba l que era verdad.

    Le Mendiant suspir. Cunto haba cambiado su vida. Le dolan los pies y el alma despus del largo paseo por Pars. Cuntas veces haba dado paseos as de largos, sin rumbo fijo, junto a ella. Invierno, primavera, verano, otoo. Cada poca era maravillosa en s, cada rincn de la ciudad se tea de nuevos brillos en su compaa. La vida le sonrea por aquel entonces. Avocat, grand salaire, y a los cuarenta y pocos aos una leucemia da con todo al traste. La comprensin de los jefes cuando empez a necesitar tiempo para ocuparse de la enfermedad de su mujer; las caras ms largas cuando la situacin se dilataba en el tiempo. El aluvin de malas noticias que venan de boca de los mdicos, todo el dinero que haban conseguido ganar hasta entonces que no serva para nada, que no serva para parar la enfermedad, lejos, muy lejos del estereotipo de familia de cito, superficial, anodina y mediocre que basa la certeza de su felicidad en el nivel de sus ingresos.

    Ella era profesora de filosofa en un liceo. Fue ella quien le ense a leer, a discutir, a entender, a escuchar los libros. Fue ella quien le ense a Spengler y a la Escuela de Frankfurt. Fue ella la que le dio argumentos para desconfiar del pesimismo tomado como un todo, incluso si, en gros, estaba de acuerdo; fue ella quien le dio argumentos para encontrar esperanza incluso cuando la humanidad se columpia sobre un precipicio y, parece, ya no queda esperanza. Pero, sobre todo, fue ella quien invent nuevas acepciones de la palabra felicidad para l. Y eso dejaba todos los debates filosficos al margen.

    Las presiones en su trabajo crecan. Ella se iba demacrando primero por meses, luego por semanas, al poco tiempo por das. Un mircoles que nunca se le olvidar recibi una llamada suya pidindole por favor que le trajera unos bombones de chocolate de

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    una casa de la Avenue Foch. Aquello iba a tomarle al menos dos horas entre ida y vuelta, entre atascos y semforos. Cuando por fin entr en su casa ella ya no estaba all. Su cuerpo s, pero ella no. Decidi poner punto y final a su vida cundo y cmo ella quiso. Dej una nota. En ella le peda que siguiera buscando nuevas acepciones de la palabra felicidad.

    Le Mendiant, que por aquel entonces no lo era, lo dej todo. Ni siquiera se tom la molestia de vender el piso, de poner el poco o mucho dinero que le quedaba en un fondo de inversin con capital garantizado. Cerr la puerta de su casa y tir las llaves a un contenedor de basura. Hoy se encontraba en el boulevard Garibaldi tumbado entre dos coches, cubierto por unos cartones que haba recogido por los alrededores. El fro se haca ms y ms intenso y Le Mendiant se enfundaba su ushanka todo lo que poda.

    El ruido de los motores de los coches se fue haciendo cada vez ms y ms lejano. Porque se iba haciendo cada vez ms infrecuente el paso de los coches por la hora que era y porque Le Mendiant se iba durmiendo cada vez ms profundamente acompaado por el fro.

    A la maana siguiente, an sin amanecer, el dueo del coche junto al que durmi Le Mendiant se encontr con que aquel indigente no se levantaba, impidindole subir,

    Merde, pas possible!,

    grit,

    Fichez le camp. Vous mcoutez ?

    Le Mendiant no escuchaba. Ni tampoco volvera a escuchar nada ms. Se qued rumiando aquellas dos frases que haba ledo en la

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    pintada. Las dos frases y, como cada noche, como cada da, como cada hora de su vida, el nombre de su mujer, forma de evocar tantos momentos pasados, los inolvidables y los olvidables, aunque nunca olvidados.

    El conductor del coche por fin se dio cuenta de que aquel mendigo estaba muerto,

    Je vais arriver en retard, putain. Aujourdhui jai une runion que je peux pas rater.

    Pens en llamar al vigilante del parking, pens en llamar a emergencias para que se hicieran cargo del cadver. Pero temi que, si haca cualquiera de las dos, iba a perder demasiado tiempo. Al fin y al cabo, ya no poda hacer nada por aquel hombre. Decidi que lo mejor era coger un taxi. Ni siquiera se percat de que en la pared del 33 boulevard de Garibaldi haba una pintada que ayer no estaba ah.

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    La radio recomendaba que no se cogiera el coche. Recoletos, Coln, Alonso Martnez, Cibeles, Fernando VI, Todo el centro de la ciudad estaba absolutamente bloqueado. Bloqueado porque los coches ya no podan circular. Y cuando decimos bloqueado no nos referimos a un clsico atasco en el que la capacidad de una calle, avenida o carretera se ve desbordada por la afluencia ms o menos sincronizada de vehculos y por la que se circula tan lentamente que, de forma coloquial, decimos que estamos parados o bloqueados. Cuando decimos bloqueados queremos decir que ni un solo coche poda moverse. Desde haca algo ms de una hora, los coches en el centro de la ciudad no se movan ni un centmetro. Tanto era as que muchos conductores ya haban apagado los motores de sus coches y, tomndoselo con buen humor, incluso se ponan a charlar entre s, quin sabe si en alguno de esos encuentros azarosos naci alguna buena amistad o alguna relacin espordica o incluso estable, mientras que otros, tambin muchos, no se cansaban de hacer sonar el claxon. En lo que coincida la mayora era en que se preguntaba constantemente qu diablos ocurra.

    La primavera ya haba llegado a Madrid. El sol, una rejuvenecida luz del sol comparada con la luz del invierno, inundaba sus calles, sus avenidas. Los rboles resplandecan por sobre las quejas desesperadas de los conductores, por sobre las conversaciones mantenidas de coche a coche, por sobre los agudos pitidos de silbato de polica que trataban de poner orden en aquel caos. Y junto con la primavera, a raz de aquel atasco, se extendi el

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    rumor de que Thiago Garibaldi estaba tambin en Madrid. Se extendi como una deflagracin. Y al extenderse se activaron todos los protocolos de seguridad. Y todo porque un comentarista, en la radio, en tono jocoso, al escuchar la noticia de que el trfico de Madrid estaba absolutamente colapsado, junto a sus contertulios, se le ocurri la ingeniosa idea de sugerir,

    Os imaginis que tenga algo que ver con Thiago Garibaldi.

    Aquello slo prendi la mecha. Radios primero, peridicos luego, y agencias, y cadenas de televisin, empezaron a emitir la noticia, primero como rumor, luego como probabilidad, finalmente como hecho contrastado, las fuentes de las que beben algunos medios y algunos periodistas son tan inescrutables como algunos caminos, humanos o divinos.

    A pesar de que no debiera sorprendernos, sigue sorprendindonos la manera en que la realidad y la forma de nombrarla se influencian la una a la otra; sigue siendo sorprendente comprobar que una mentira repetida mil veces se termina convirtiendo en verdad.

    Porque lo cierto es que aquello no era cierto. Dicho de otro modo, lo cierto es que aquello no era verdad. O mejor, lo cierto es que aquello era una simple y burda invencin, una mentira. Thiago Garibaldi no estaba en Madrid. Pero, a fuerza de repetirlo, todos terminaron creyendo que as era, y tiempo falt para encontrar gente que afirmara haberle visto, haberle hecho una fotografa e incluso haberle pedido un autgrafo. Y al mismo tiempo hay que reconocer que, en aquella situacin, era plausible creer que Thiago Garibaldi estuviera en Madrid. Todo el mundo crea que el nico con la capacidad de convocatoria y de organizacin para poner en marcha una protesta como aqulla era l. Pero lo cierto, hay que repetirlo, es que no era cierto. Lo cierto es que todo empez, no por la presencia o la ausencia de Thiago Garibaldi en

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    Madrid, sino por donde empieza todo lo que es capaz de hacer el ser humano: por una idea; una simple y pequea idea.

    Harta de no tener qu hacer, de ver pasar los das como coches por una autopista, sin trabajo, sin dinero, aquel da de primavera decidi que tena que hacer algo; algo que se le haba ocurrido haca ya un tiempo.

    No le gustaba el mundo que le haba tocado vivir. Estudios y paro forzoso. Soledad. Egosmo. Atroz egosmo. Un mundo donde hasta las emociones se compran y se venden. Tanto vendes, tanto vales. Slo pienso, no es una respuesta vlida. Slo siento, mucho menos. Un mundo donde no comulgar es imperdonable, el peor de los errores.

    Se puso unos vaqueros, una camiseta blanca, lisa, sencilla. Cogi apenas un par de monedas para el billete de autobs. Cruz el parque de Plaza de Castilla, desde General Lpez Pozas hasta la propia plaza, detenindose para oler flores, todas las flores que pudo. Una cosa no impeda la otra; bien al contrario, oler las flores le ayudaba a encontrar el valor que necesitaba para emprender lo que ella consideraba una protesta. Despus de un buen cuarto de hora, sali por fin del parque, cruz Mateo Inurria y el Paseo de la Castellana hasta el intercambiador, se sent en la parada y esper a que el autobs nmero 27 llegara, mirando, en la espera, lo que, a su juicio, era un horroroso obelisco que se ergua en mitad de la glorieta. Dorado, mvil. Plaza de Castilla se haba convertido, gracias a aquel obelisco, en el Museo de los Desaciertos Urbansticos al aire libre ms prestigioso de Europa. Antes de su construccin an poda quedar alguna duda para la otorgacin de tan reconocido y prestigioso ttulo, pero desde que lo instalaron, todo asomo de duda se haba disipado. El viejo depsito de agua junto a dos rascacielos inclinados ya produca un efecto casi cmico,

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    Nadie pidi mi opinin,

    se lament. Al poco lleg el autobs. Encontr sitio en el lado derecho y fue mirando por la ventanilla el paisaje, Cuzco, Lima, Nuevos Ministerios, Ros Rosas, Gregorio Maran, Emilio Castelar, Coln. Se baj ah, justo frente a la Biblioteca Nacional.

    Camin por el bulevar hasta Brbara de Braganza, calle por la que subi hasta Marqus de la Ensenada.

    En aquel lugar, custodiado a todas horas, como no poda ser menos, por policas, se encuentra la sede del Tribunal Supremo de Justicia. En la manzana delimitada por las calles de Marqus de la Ensenada, Brbara de Braganza, General Castaos y Orellana comparten espacio el Tribunal, la parroquia de San Juan de Dios y un parque que se extiende desde la entrada principal del Tribunal Supremo de Justicia hasta la calle Orellana y que, propiamente hablando, ocupa la que se llama plaza de la Villa de Pars. Al otro lado del parque, al otro lado de la calle Orellana, se encuentra la Audiencia Nacional, otro tribunal, y frente a uno de los laterales del Tribunal Supremo de Justicia, en la calle de Marqus de la Ensenada, el Consejo General del Poder Judicial. Como es fcil adivinar, aquel barrio se llama Justicia con propiedad, siempre y cuando lo interpretemos en su sentido institucional. Y si decidi ir hasta all fue, entre otros motivos, porque justicia, o al menos un tipo concreto de justicia, era lo que quera pedir, de algn modo, aquella mujer.

    El pulso se le aceler. Estaba de pie, parada en la acera, y ni siquiera se percat de que el polica que custodiaba aquella esquina del Tribunal Supremo de Justicia repar en ella. Tom aire. Entre un lado y otro de Marqus de la Ensenada, casi a la altura de Brbara de Braganza, se extenda un estrecho paso de peatones que una los dos lados, las dos orillas, de la calle.

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    Estaba decidida. Se decidi. No tena que demorarlo ms.

    En su fuero interno saba que iba a hacer el ridculo, pero incluso hacer el ridculo es un derecho inalienable del ser humano. Y, si no lo es, ser por flagrante error u omisin del legislador, porque, no cabe duda razonable, debera serlo.

    Con paso firme, adelant una pierna, la derecha, para no empezar con pie izquierdo y, sin mirar siquiera si vena algn coche, cruz la calle. Apenas son cuatro o cinco metros los que distan las aceras de un lado y de otro. Apenas se recorren en seis pasos. Y los recorri. Y una vez que hubo alcanzado la otra acera con los dos pies, suspir hondo. Cerr los ojos para llenar de aire sus pulmones. Los volvi a abrir cuando ya no poda inspirar ms y expuls poco a poco todo el aire que haba cogido. Volvi a inspirar y dio la vuelta sobre s misma, haciendo el camino inverso. Y cuando haba cruzado de nuevo, de nuevo se dio la vuelta, esta vez ya los msculos del cuerpo un poco ms relajados, no as el corazn, que le segua latiendo como bate las alas el colibr, y recorri una vez ms los cuatro o cinco metros que la separaban de la otra acera. Una vez all, otra vez, cuando ya haba plantado los dos pies en la acera, volvi a girar sobre sus talones y volvi a recorrer los cuatro o cinco metros que la separaban de la otra acera.

    El polica que haca guardia en aquella esquina del tribunal se sonri al ver lo que haca. Sin dejar su puesto de vigilancia, cuando lleg cerca de l, le pregunt,

    Se encuentra bien, seorita.

    Ella levant la mirada. Sonri. Sonri con franqueza y respondi,

    Absolutamente.

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    Decenas de personas pasaron junto a ella, centenas de coches pasaron por all ignorndola, esperando a que se apartara para seguir su ruta. Pero ella no dejaba de caminar. Cuando empez a cruzar de un lado a otro la calle no deban de haber dado las cuatro de la tarde. Cuando un muchacho se uni a su caminar, pasaban once minutos y medio de las cinco. Pero al unirse a ella, l no se puso a su misma altura. Dejando un espacio de dos metros o dos metros y medio de distancia entre uno y otra, o entre una y otro, empez a seguirla. O ella a seguirla a l, que pronto el efecto ptico hizo que ya no se supiera quin iba delante y quin detrs. Pero eso era lo de menos, porque en esa lucha lo importante era ser uno ms.

    A las cinco horas y doce minutos ya apareci el primer coche que se encontr con problemas para atravesar aquella humilde muralla humana hecha de peatones, todava demasiado dbil. Vena por la calle Brbara de Braganza, desde Fernando VI hacia el Paseo de Recoletos. Pero su destino estaba en la zona norte de Madrid, y para poder tomar el Paseo de Recoletos hacia el norte, le convena pasar por la calle de Marqus de la Ensenada, porque en la direccin en la que vena, desde Brbara de Braganza el giro hacia la izquierda para tomar Recoletos hacia el norte no est permitido, de modo que la solucin ms sencilla para evitar tener que bajar a Cibeles, donde ya se puede dar la vuelta para retomar el Paseo de Recoletos en esa direccin, es recorrer Marqus de la Ensenada hasta la calle de Gnova, bajar hasta Coln, y tomar el Paseo de la Castellana, en direccin al Nudo Norte.

    Al principio sonri al ver que aquellos dos transentes iban y venan sin ningn sentido de un lado a otro de la calle; al principio, s, aunque le impidieran el paso. Le pareci curioso, simptico, gracioso, incluso.

    Desde uno de los balcones de un edificio que hay justo enfrente, mientras fumaba un cigarro rubio, una mujer contemplaba la

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    escena. Sonrea, ella tambin, en silencio. Aquellos dos que cruzaban la calle sin parar le parecieron, como al conductor, simpticos,

    Hay que ver cmo est la gente,

    murmur. Al minuto de haber llegado el primer coche, lleg un segundo, ste desde el Paseo de Recoletos. Deba de tener prisa, porque apenas diez segundos despus de llegar a la esquina de Marqus de la Ensenada, empez a pitar. Quince segundos ms tarde, el primer conductor empez a impacientarse. Desembragando y embragando alternativamente, fue acercando el coche al paso de peatones, presionado, adems, por el recin llegado, cuyo claxon no dejaba de bramar.

    A ver, por favor, cuidado,

    iba diciendo en voz alta dentro del coche, aunque fuera nadie le oyera. La mujer y el muchacho que iban y venan de un lado a otro de la calle se miraron a los ojos. No se conocan, pero eso no impidi que se entendieran,

    No hay que dejarles pasar,

    No hay que dejarles pasar.

    El conductor fue ponindose cada vez ms nervioso, un nerviosismo al que, sin duda, contribua a acentuar el pitido agudo e insistente del claxon del segundo coche.

    La mujer y el muchacho estaban todava un poco descoordinados en el paso y en la distancia que deban de dejar entre uno y otro. Ella, caminaba ms rpido que l y eso haca que la distancia entre uno y otro no fuera constante. Y en el momento en que el hueco se agrand lo estrictamente necesario, imponiendo la ley

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    del ms fuerte, nica ley con validez universal, el primer conductor, despus de tres minutos y medio parado en el cruce las calles de Brbara de Braganza y Marqus de la Ensenada, en un acto de clara imprudencia, revolucionando el motor y soltando el pedal del embrague de golpe, picando rueda, consigui pasar, rozando con el retrovisor izquierdo la camiseta blanca de la mujer. Ella dio un brinco y se refugi junto al muchacho en la acera del Tribunal Supremo, con el corazn en un puo. Le increp mientras se alejaba,

    Sers malnacido.

    El segundo conductor aprovech esta circunstancia para pasar l tambin,

    Y usted no va a hacer nada,

    le pregunt la mujer al polica que contemplaba la escena clavado a martillazos junto al Tribunal Supremo,

    Yo aqu no estoy para regular el trfico,

    contest impasible. Y a ella no se le ocurri hacer la observacin de que, en ese caso, tampoco estaba, como antes haba hecho, ni para preguntarle si se encontraba bien, ni para sonrerse, entendiera o no entendiera lo que estaba sucediendo.

    La mujer que fumaba en el balcn decidi bajar en ese momento ella tambin, por un lado, indignada por el comportamiento de los conductores, por otro, llena de empata hacia aquellos dos transentes. Cuando lleg junto a ellos, todava no haban reemprendido la marcha. Pas otro coche.

    Ya somos tres,

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    dijo. Y a un intervalo de un metro y medio, empezaron de nuevo a hacer uso del paso de peatones.

    El siguiente coche que lleg se demor un poco ms. Pero esta vez los tres estaban decididos a no dejarle pasar. Pronto empez a pitar. Llevaba la ventanilla bajada y, a voz en grito, ruga amenazador,

    Os queris apartar.

    Pero los caminantes no se apartaban. Slo iban de un lado a otro de la calle, tratando de mantenerse siempre equidistante unos de otros,

    Que os apartis, coo,

    volvi a gritar. Otro coche lleg, esta vez una furgoneta de reparto,

    Y usted no controla el trfico,

    le espet al polica el primer conductor. ste ni se molest en contestar. Dos minutos ms tarde, el conductor se quit el cinturn de seguridad, ech el freno de mano, abri la puerta de su coche y, de pie junto al volante, pregunt,

    Pero, se puede saber qu cojones estis haciendo.

    La primera caminante contest, sin perder el ritmo,

    Hacer uso de nuestros derechos. O es que acaso no tenemos derecho a cruzar por un paso de peatones,

    pregunt desafiante. El conductor no supo qu contestar. Volvi a subirse al coche y trat de acercarse poco a poco como haba hecho el primer conductor.

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    Un transente que pasaba por ah y que haba visto parte de la escena decidi unirse al tro de caminantes. La furgoneta empez a tocar el claxon de forma compulsiva. Pronto, donde slo eran cuatro, fueron cinco. La furgoneta dej caer un poco el vehculo marcha atrs por Brbara de Braganza y, dando un giro de ciento ochenta grados, se fue por donde haba venido. Pero en muy poco tiempo, otros coches que venan tanto del Paseo de Recoletos como de la calle de Fernando VI empezaron a quedarse bloqueados y a colapsar las calles. Y donde eran cinco, una mujer se incorpor, y ya eran seis. El atasco iba creciendo poco a poco. El escndalo que se estaba produciendo hizo que algn funcionario del Tribunal Supremo se asomara para ver qu estaba pasando, e incluso hasta algn juez ech un vistazo. Y, de entre ellos, alguno hasta pens que, si aquello era una protesta, cosa que, al menos, pareca, era una forma astuta de hacerlo. Porque, de hecho, ninguno de los que cruzaba la calle llevaba ninguna pancarta ni ningn lema ni ninguna insignia de ningn partido poltico, sindicato o asociacin que pudiera indicar que aquello era una protesta organizada, para lo cual deberan haber informado a la Delegacin de Gobierno, cosa que, obviamente, no haban hecho. Porque, si lo hubieran hecho, policas antidisturbios deberan estar vigilando la manifestacin, y, salvo los policas propios del Tribunal Supremo de Justicia, por all no se vea otra presencia policial. De hecho, pensndolo bien, aunque pareciera una protesta, en rigor ni siquiera se poda afirmar que lo fuera. Porque quien protesta por algo, por pura lgica, dice por lo que es, con la intencin ltima de que aquello que ha provocado su disgusto se modifique. Cuando se aprueba una ley que provoca las protestas de una parte de la poblacin, el fin de la protesta no es otro que la modificacin o la derogacin de esa ley. Y aquellos caminantes no parecan pedir nada. No llevaban carteles, ni mensajes, ni cualquier otra cosa parecida. Caminaban, sin ms. Cruzaban de un lado a otro una calle.

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    Y aunque, de hecho, en lo que en Derecho se llama materialmente, aquella gente cruzando sin parar un paso de peatones provocaba un claro desorden pblico, haba que reconocer que cada individuo, cada particular, poda estar ejerciendo su derecho constitucional a circular por el territorio nacional. O es que acaso aquellos veinte metros cuadrados no eran tan territorio nacional como cualquier provincia o comunidad autnoma, como cualquier isla o enclave.

    Podra afirmarse, segua cavilando aquel juez, que el derecho a circular por el territorio nacional habra que interpretarlo en su relacin con el derecho a elegir libremente el lugar de residencia. Pero, aunque as fuera, aquello no pona en duda que aquel espacio segua siendo parte del territorio nacional. Y se dijo a s mismo que, si un pas cualquiera enviara a sus soldados para ocupar esos veinte metros cuadrados de la va pblica, evidentemente aquello sera considerado como un acto de agresin y, en consecuencia, podra legtimamente, en ltima instancia, agotada la va diplomtica, ser utilizado como casus belli.

    Adems, no se poda acusar a aquellos caminantes de estar cortando el trfico dado que ninguno de ellos permaneca ms de ocho o nueve segundos consecutivos en el paso de peatones. Y era llamativo que todos pusieran una atencin extrema en poner los dos pies en la acera una vez que haban cruzado, s, pero aquello no era constitutivo de delito. Cualquier transente tiene derecho a escoger libremente la direccin de su paseo, incluso si sta es errtica.

    Pero, al mismo tiempo, no se poda afirmar que, que seis personas siguieran esa misma va errtica, fuera tan slo azar. Ni que cruzar reiteradamente una calle no franquee la frontera entre el uso de un derecho y su abuso,

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    No me gustara que me tocara un caso as,

    concluy el juez. Y ya no eran seis, sino diez las personas que iban y venan. Los coches se acumulaban en las calles aledaas y el estruendo que provocaban sus clxones era infernal. Apartndose de la ventana, el magistrado volvi a su trabajo.

    Por fin llegaron dos policas municipales en moto. Aparcaron sobre la acera y, ponindose en medio de los paseantes, a golpe de silbato, empezaron a poner orden. Los coches empezaron a pasar y los caminantes, habiendo quedado seis del lado del Tribunal Supremo y cuatro del otro, supieron que era la hora de dispersarse. Haban pasado veintitrs minutos desde que llegara aquel primer conductor. El atasco que haban formado era ms que considerable. Pero no suficiente.

    En el grupo pequeo se encontraba la mujer que haba iniciado esta especie de cruzada. No hicieron falta las palabras para que todos los caminantes, los de un grupo y de otro, comprendieran que haba que seguir cruzando calles, que no podan parar de aquella manera, justo cuando estaban empezando a conseguir detener el trfico. Y la mejor forma para conseguirlo era separndose en grupos.

    Dirigindose hacia la calle de Gnova, el grupo de los cuatro se situ en el paso de peatones de la calle del Monte Esquinza. El grupo de los seis se dividi en dos de tres, el primero de los cuales se instal en la calle de Pelayo, esquina con Fernando VI, y el segundo en la calle de Argensola, esquina tambin calle de Gnova.

    Los dos policas municipales se quedaron en la esquina del Tribunal Supremo tratando de organizar el trfico. Hasta que, por el transmisor, desde la comisara, su jefe de unidad les pregunt que qu coo estaban haciendo,

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    Desde que os habis ido hace treinta y cinco minutos, el trfico se ha puesto como una mierda de elefante,

    se desgaitaba, encolerizado.

    Al principio no entendieron qu pasaba. Su jefe les mand inspeccionar las calles adyacentes para que dieran parte de la situacin. A los dos minutos ya estaban pidiendo refuerzos a la comisara.

    En la calle del Monte Esquinza, donde haban empezado siendo cuatro, ya eran nueve los caminantes; en Argensola, siete. En Pelayo, seis. Y el grupo de la calle de Pelayo decidi dividirse otra vez, y dos de los tres que ya haban estado en Marqus de la Ensenada volvieron all.

    A los tres cuartos de hora, todos los efectivos de la polica municipal del barrio de Justicia estaban desplegados intentando controlar el trfico, intentando convencer a los peatones de que dejaran de cruzar as las calles, pero a cada vez que disolvan un grupo de caminantes, stos se dividan en otros dos o tres grupos, volvan a buscar un nuevo paso de cebra, y volvan a empezar.

    A la hora y cuarto, se curs una solicitud urgente al resto de comisaras de la ciudad para que pusieran a disposicin de la comisara de Justicia tantos efectivos como estuvieran en disposicin de ofrecer sin comprometer la seguridad de sus respectivos barrios. Madrid se estaba convirtiendo en una ratonera para los conductores. Los clxones atronaban las calles. Pero los caminantes no se dejaban amedrentar por eso. En alguna que otra ocasin, el enfrentamiento entre conductores y peatones lleg a tensarse tanto que, aunque leve y sin consecuencias, acab en atropello. Pero de poco les sirvi a los siete conductores que se dejaron llevar por la rabia y por la impotencia. Primero, porque sa no es forma de resolver ningn conflicto y, segundo, porque, a

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    los pocos metros, sistemticamente, volvan a tropezar con otro atasco, con la desventaja aadida de que entonces ya no eran el primero de la fila, sino que estaban bloqueados por decenas de coches que les precedan.

    A las seis y media de la tarde, aquel comentarista de la radio sugiri en directo que aquello poda tener algo que ver con Thiago Garibaldi. Quince minutos ms tarde, la polica antidisturbios reciba la orden de desplegarse por la ciudad. Pero no consiguieron llegar hasta setenta minutos ms tarde, a pie, abandonadas las furgonetas en cualquier parte, mal aparcadas, porque el trfico no tena tampoco mayores deferencias ni miramientos para con ellas. Asimismo, los servicios de inteligencia mandaron a sus agentes para que se mezclaran entre aquellas personas que, de pronto, se haban puesto a cruzar las calles sin razn aparente. En sus despachos, reunida la plana mayor, conectados con otros departamentos de seguridad del Estado, trabajaban con hiptesis de lo ms variopinto, desde que efectivamente fuera obra de Thiago Garibaldi hasta que fuera una dura campaa de concienciacin de grupos ecologistas, pasando por que profesores y estudiantes universitarios, en connivencia con jvenes parados y otros sujetos ociosos de la sociedad, sospechosos habituales en este tipo de manifestaciones, estuvieran detrs de la protesta, dando tal vez a entender que se sentan bloqueados en su vida, compartiendo generosamente ese sentimiento con sus conciudadanos de una forma ilustrativa y tangible.

    El efecto que consiguieron los antidisturbios que fueron desplegados no fue mejor que el de la polica municipal. Al contrario, al ver ese gran despliegue de fuerza pblica, muchos otros ciudadanos se sintieron tentados de participar en aquella original protesta, ponindose a cruzar, a su vez, por los pasos de peatones que encontraban.

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    Los medios de comunicacin empezaron a comentar lo que suceda. Afirmaban que aquello slo poda estar organizado, o por Thiago Garibaldi, o por grupos ecologistas. Pero se inclinaban siempre por la primera hiptesis, entre otras cosas porque, como el juez que cavilaba en la sede del Tribunal Supremo de Justicia, tambin se percataron de que ningn partido poltico, de la tendencia que fuera, ningn sindicato, ninguna organizacin de ningn tipo, pareca reclamar la autora de aquella protesta colectiva surgida, aparentemente, de la nada. Ni los propios manifestantes parecan reclamar nada en concreto. Y, por lo que haba estado ocurriendo meses atrs en buena parte del mundo, todo indicaba que aquello slo poda ser obra de Thiago Garibaldi.

    La chica que empez a cruzar Marqus de la Ensenada haba desaparecido entre la multitud. A esas horas, junto a otro grupo de siete personas, cruzaba arriba y abajo la calle de Manuel Cortina, a la altura de Santa Engracia. Fue entonces cuando escuch el rumor que apuntaba a Thiago Garibaldi como autor intelectual de la protesta. Se sinti bien consigo misma. Sonri. Sonri sencilla y sinceramente. La verdad, la verdad, es que Thiago Garibaldi le haba inspirado, s. Pero ella jams haba hablado con l.

    Al da siguiente, el ttulo del editorial de un peridico sirvi para bautizar a todos aquellos caminantes: Los peripatticos de Madrid, rezaba. Y deca en su texto que, como aquella escuela filosfica, estos peripatticos obligaban a la sociedad a una reflexin detenida y profunda. Pero, cul.

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    Budapest es, al mismo tiempo, una ciudad y dos ciudades. Buda, la aristocrtica, se extiende a la orilla derecha del Danubio, sobre la montaa, una montaa coronada, en un extremo, por el Budai Vr, el palacio de Buda, donde reyes y reinas de Hungra vivieron a lo largo de los aos, y, en el otro, por el Halszbstya, el Bastin de los Pescadores, un mirador maravilloso que enmarca la Iglesia de San Matas y desde el que se tienen vistas maravillosas sobre Pest, la popular, que se extiende en la llanura, a la orilla izquierda del ro. En Pest se encuentra el maravilloso Parlamento, neogtico, cuya cpula recuerda a la de Brunelleschi en Florencia. Y tambin la avenida Andrssy, una gran avenida que nace en el centro de Pest y que desemboca en la Plaza de los Hroes. Y tambin la exquisita Iglesia de San Esteban.

    Ambas ciudades estn unidas, entre otros, por el Puente de las Cadenas, un puente que recorre los casi cuatrocientos metros que distan las dos orillas del Danubio.

    Tambin en Pest, cerca del ro, se encuentra, subido a un puente de metal, sobre un pequeo estanque de agua, la escultura, tambin de metal, de un seor de mediana estatura, con gabardina y sombrero, gafas redondas y mostacho, de gesto amable, que, con el cuello ligeramente torcido a su izquierda, mira hacia el Parlamento. Representa a Imre Nagy.

    Imre Nagy fue Primer Ministro hngaro en dos ocasiones en la dcada de los aos cincuenta del siglo XX, en la segunda de las

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    cuales, en 1956, fue nombrado para reconducir la insurreccin poltica que se haba desencadenado en Budapest a partir del 23 de octubre.

    El 28 de octubre de aquel ao se efectu su nombramiento, y Nagy form un gobierno de unidad nacional pluripartidista, tratando de impulsar la institucin de una democracia parlamentaria para Hungra, lo que no fue, sin duda, un gesto falto de arrojo ni de coraje poltico. Tres das ms tarde, el 31 de octubre, y en la misma valiente lnea, denunci su adhesin al Pacto de Varsovia y un da despus, el 1 de noviembre de 1956, Nagy, auspiciado por la ONU, declaraba Hungra pas neutral en el contexto de la Guerra Fra. Intent, sin xito, salir de la zona de influencia sovitica negociando con Mosc una mayor autonoma hngara.

    Entre el 1 y el 4 de noviembre, apoyado por la Unin Sovitica, Jnos Kdr urdi un golpe de estado. El amparo de la ONU no impidi que ese 4 de noviembre, tanques soviticos entraran en Budapest y pusieran a Kdr al frente de un nuevo gobierno.

    Refugiado en la embajada de Yugoslavia, Nagy consigui un salvoconducto del propio Kdr para salir del pas.

    El 22 de noviembre de 1956, al abandonar la embajada yugoslava, agentes del Comit de Seguridad del Estado, lase, agentes de la KGB, le detuvieron. Deportado a Rumana, fue juzgado y ejecutado en secreto en 1958. Es fama que dijo, tras esa especie de juicio que tuvo, que estaba siendo objeto de una injusticia flagrante, y que algn da, tanto el movimiento obrero internacional como el pueblo hngaro, le rehabilitaran. Y, al menos, su memoria s lo fue: en 1989, tal y como predijo, el Partido Comunista le rehabilit.

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    En Budapest se contaba que quien hizo aquella pintada cerca de la Plaza de los Mrtires, plaza donde est situada la escultura de Imre Nagy, haba pasado ms de cuarenta y ocho horas frente al viejo mandatario, sentado en uno de los bancos que hay all distribuidos. Sin duda, era una exageracin, una exageracin propia de la rumorologa, por no decir de la condicin humana. Pero lo que no admita ni exageracin ni rplica era que el estanque sobre el que se extiende el puente sobre el que est Nagy, el mismo da en que apareci la pintada, fue cubierto por flores blancas. Y todo el mundo afirmaba que quien haba hecho una cosa, indudablemente haba hecho la otra. Pero la verdad es que nadie vio a nadie hacer ni lo uno ni lo otro. Y que nadie se percatara de que una persona llevara dos das sentado en un banco, aunque llamativo, no era tan extrao. Lo que s era extremadamente sorprendente es que nadie hubiera visto que alguien estaba llenando de flores un estanque, por pequeo que ste sea, en pleno centro de la ciudad.

    Pocos fueron los que pudieron ver aquella frase escrita. Pero quienes lo hicieron juraron que nunca haban ledo nada igual. Afirmaban que el mero hecho de toparse con ella era como un recibir un golpe seco en la conciencia, una verdad escupida sin tapujos que encenda en sus lectores una llama de desobediencia, de pensamiento crtico, de rebelda, un sentimiento sbito al que costaba poner freno, alquimia, magia, hechizo slo capaz de producirlo las palabras, unas determinadas palabras, unas determinadas palabras colocadas en el orden y el ritmo exacto, evocadoras, arrebatadoras, provocadoras, afiladas; peligrosas, en suma, peligrosas, tan peligrosas como lo son todas las palabras.

    Los servicios de limpieza de la ciudad de Budapest, que desplazaron all a los operarios menos cualificados, que saban leer y escribir con dificultad, utilizando la ignorancia por impermeable, nica manera de evitar que el mensaje calara en ellos y siguiera divulgndose, se afanaron por borrar la pintada,

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    aunque en vano. Quien la hizo, la hizo con nitrato de plata, y todava hoy no se conoce producto alguno que pueda limpiarlo.

    La decisin que tom la municipalidad de Budapest, de acuerdo con el Gobierno Central, que estaba al tanto de todo, fue la de instalar justo por encima de la pintada un andamio, un andamio que tapara lo que all pona, un andamio que se quedara de forma provisional hasta que se tapara la pintada con un recubrimiento discreto que no llamara la atencin, del mismo material y color que la fachada.

    La polica tom fotos, interrog a vecinos e inici toda una investigacin que pronto se demostr intil. Se activ un plan de vigilancia exhaustiva de la zona que se extiende desde el extremo norte del Parlamento hasta el Puente de las Cadenas, desde el Danubio hasta Bajcsy Zsilinszky utca, hasta la calle Bajcsy Zsilinszky, justo detrs de la Iglesia de San Esteban. Pero, da tras da durante ms de dos semanas, invariablemente, como un insulto a las fuerzas de seguridad, en aquella zona exhaustivamente vigilada de Pest, aparecieron grandes cantidades de flores blancas, un da bajo la estrella comunista de la plaza Szabadsg, otro da detrs del edificio de la antigua Caja Postal de Ahorros, la Postatakarkpenztar, cuya cornisa parece una gran serpiente verde descansando, sin que, por supuesto, nadie viera ni quin ni cmo haban llegado hasta all. Del mismo modo que, cada hora, del da o de la noche, durante todo el tiempo en que dur la vigilancia de aquella zona de Budapest, al menos tres o cuatro personas, y nunca las mismas, llegaban con una flor blanca a la Plaza de los Mrtires, se sentaban en un banco frente a la escultura de Nagy durante un tiempo variable, algunos ms y algunos menos, depositaban la flor en el estanque, suban por el puente, siempre en el mismo sentido, siempre en direccin al Danubio y, a la altura de Nagy, colocndose a su izquierda, como quien mantiene una conversacin distendida con un amigo, cada uno con sus giros lingsticos, cada uno con su forma de

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    expresarse, le decan que con l tambin estaban cometiendo una injusticia, y que tal vez no el movimiento obrero internacional, quizs tampoco el pueblo hngaro, pero que algn da tambin a l o a ella le rehabilitaran. Despus de decir eso, bajaban del puente, y, en vez de dirigirse unos hacia la boca de metro de Kossuth Lajos, para lo que deban dirigirse hacia el oeste, otros hacia la parada de autobs de la calle Imre Klmn, para lo que deban dirigirse hacia el norte, otros hacia el parking subterrneo de la plaza Szabadsg, para lo que deban dirigirse hacia el este, y otros hacia la boca de metro de Vrsmarty, para lo que deban dirigirse hacia el sur, como hubiera sido normal en trminos estadsticos, todos, una vez bajaban del puente, iban en direccin al Danubio, cruzaban la calle de Ndor y, en vez de dirigirse unos hacia la boca del metro de Kossuth Lajos, para lo que deban encaminarse ligeramente hacia su derecha, giraban a la izquierda, hacia la calle donde haba aparecido la pintada.

    La polica, como es lgico, empez a investigarles, a algunos incluso a interrogarles, sospechando que entre ellos se encontraba el responsable de la pintada y de las flores, si es que acaso no lo eran todos ellos. Pero las averiguaciones que se hicieron permitieron demostrar que ninguno tena relacin con los dems. Si uno era estudiante de odontologa, otra era administrativa en una empresa de congelados de las afueras, si otra era abogada en Buda, otro era mecnico en un taller de un suburbio de la ciudad.

    Pero, sin embargo, todos tomaban la misma direccin despus de decirle lo mismo a la escultura de Imre Nagy. Todos dirigan sus pasos hacia la calle en la que haba aparecido la pintada, hacia Garibaldi utca.

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    El director de la Operacin Klement desvi la vista de los papeles que ya enterraban su mesa y mir por la ventana de su despacho.

    Atardeca. La noche se iba desplegando como un mantel sobre la ciudad e iba dejando la estancia sumida en una penumbra en la que leer ya se volva incmodo. Encendi la lmpara de la mesa y el haz de luz inund el escritorio, sobre el que, desplegada, estaba la carpeta de la Operacin Klement, casi tapada por completo por documentos, informaciones, anotaciones manuscritas y diferentes recortes de prensa referidos a Thiago Garibaldi.

    A su lado, en una esquina de la mesa, tena un bloc de notas en el que iba apuntando todo lo que le pareca de importancia. Pars, Budapest, Roma. Thiago Garibaldi. Un signo de interrogacin.

    Fue despus de los hechos del Aventino cuando le pusieron al frente de la Operacin Klement. Y lo nico que saba entonces era que se daba por hecho que Thiago Garibaldi estaba detrs de todo aquello. O, al menos, sas eran las conclusiones a las que la polica italiana haba llegado. Y que, por lo que se contaba en las laderas de la colina romana, Thiago Garibaldi haba venido desde Pars a Roma.

    Con esos datos, lo primero que hizo fue ordenar, por un lado, que se confeccionara una lista que recogiera los datos personales de todos los individuos que, en Italia y en Francia, se llamaran as, con informaciones de todo tipo, desde edad y estado civil hasta

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    dedicacin, profesin y estudios, y, por otro, que se confeccionara otra lista que recogiera los nombres y apellidos de todos los individuos que, en las fechas con las que trabajaban, se hubieran desplazado de Pars a Roma. La tarea fue ingente. Da y noche equipos enteros de personas se dedicaron en exclusiva a ese trabajo. No bast con comprobar las listas de pasajeros de avin ni de trenes, sino que tambin hubo que verificar el transporte de mercancas por carretera, as como los desplazamientos en vehculos particulares a travs de las grabaciones de las cmaras de vigilancia del trfico. Y luego llegaron noticias desde Budapest, y hubo que volver a hacer todo el trabajo.

    Simultneamente, envo a varios agentes a Roma para que investigaran ms sobre Thiago Garibaldi y la concentracin en el Aventino, a Pars para, en primer lugar, tener una idea clara y precisa de lo que haba pasado all y, por otro, para que se estableciera contacto con la profesora de la Sorbona que pareca haber sido la primera en divulgar noticias sobre Thiago Garibaldi, y a Budapest. Esperaba con ansia los primeros informes. Incluso a pesar de no haber sacado nada en claro ni de la lista de pasajeros ni de la lista de habitantes de Francia e Italia con ese nombre. Tena la secreta certidumbre de que en Pars se encontraba la clave.

    El director se recost sobre su silla. Tom aire profundamente. Se qued pensando unos segundos con la vista fijada en uno de los cuadros que tena en el despacho y que le haba acompaado, casi como un lema o como una inspiracin, durante todos los aos de su carrera: El enigma sin fin, de Dal. En l, sobre lo que puede parecer una mesa, se despliega un paisaje montaoso, en el que aparecen, veladas a veces, a veces claramente representadas, diferentes figuras, componindose a menudo cada una de ellas con parte o partes de las otras, de modo tal que, cada vez que se mira, nuevos horizontes, nuevos elementos, nuevos significados se dibujan a los ojos del espectador.

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    All, como si de las montaas surgiera, un hombre acodado que recuerda al pensador de Rodin y la popa de un barco, popa que sugiere, al mismo tiempo, un lad o un instrumento de cuerda similar. All, un frutero con apetitosas manzanas y el lomo de un caballo, frutero y lomo que, al mismo tiempo, dibujan un misterioso rostro. Al fondo, la silueta de un galgo se funde con el horizonte y con el lad. En medio, y con forma de roca, una mujer sentada y de perfil camuflndose en la orilla de un lago.

    Forma parte de su periodo paranoico-crtico. Lo pint en 1938, y contemplarlo siempre es, al mismo tiempo, una misma y diferente aventura: uno sabe por dnde empieza a contemplarlo, incluso si nunca empieza por el mismo sitio, pero no sabe ni cmo ni cundo acaba. El propio Dal llamaba a esta tcnica pintura de imgenes encadenadas.

    33 boulevard de Garibaldi, Paris,

    se dijo a media voz. Nada hasta entonces pareca tener ningn tipo de lgica, nada hasta entonces pareca tener relacin entre s. Y an as confiaba en encontrar el hilo del que tirar en Pars.

    Suspirando, se levant de la silla, recogi los documentos que tena esparcidos por encima del escritorio, los guard en la carpeta y meti todo en su maletn. Mir la hora en su reloj de pulsera. Eran las siete y media de la tarde y ya haba anochecido del todo. Cerr el bloc de notas y lo guard junto a la carpeta. Se puso la chaqueta, cogi el abrigo, comprob que llevaba las llaves del coche en el bolsillo, apag la luz y sali de su despacho,

    Maana ms,

    dijo mecnicamente, en voz baja. Pero en su cabeza, insistente, una pregunta le persegua: quin es Thiago Garibaldi.

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    Su solo nombre ya encierra poesa. Pronunciarlo es una invitacin a perderse por sus estrechas calles, a bucear en el ocano de magia que lo inunda, a dejar volar a ras de suelo, sobre sus sampietrini, la imaginacin: Trastvere.

    Al otro lado del Tber, al sur de la Ciudad del Vaticano, a los pies de la octava colina de Roma, el Janculo, se despliega este maravilloso barrio medieval, donde un paso en la direccin equivocada descubre siempre al caminante nuevos, ntimos y deliciosos rincones: Trastvere.

    En el Trastvere, en una de sus calles ms anchas, viva un chico, veinticinco aos, licenciado en Historia por La Sapienza, especialidad en Historia Antigua, con su familia. Se dedicaba, sin entusiasmo alguno y sin otro mejor quehacer en el que invertir su tiempo, a ayudar a sus padres a regentar el viejo restaurante que tenan debajo de su casa.

    Haba pertenecido a su familia desde siempre. O, al menos, eso es lo que se contaba en casa. Pero el muchacho nunca demostr inters alguno por el mundo de la hostelera ni por agradar a los turistas y otros comensales que, sobre todo en determinadas pocas, se agolpaban a sus puertas. Y, si echaba una mano regularmente en esas tareas, se deba a que, por paradjico o extrao que resulte, en Roma no consegua encontrar trabajo como historiador,

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    Un giorno, la fortuna cambier,

    se deca a menudo a modo de consolacin.

    Aquel da el restaurante haba estado extraamente tranquilo, incluso teniendo en cuenta la altura a la que se encontraba el calendario. Las dos y media marcaba el reloj que estaba colgado en una de las paredes del restaurante, y el local ya estaba vaco,

    Oggi stata una giornata tranquilla, non vero,

    le pregunt su padre mientras entraba en la cocina. l asinti mientras se sentaba en una silla. Se haba preparado un latte macchiato. Sobre la mesa, el peridico del da; en la televisin, el canal de informacin continua. Cogi el azucarero y espolvore un poco sobre la espuma de leche.

    Abri el peridico buscando la seccin de deportes. La televisin vomitaba, por boca de una presentadora sonriente, forma telegnica de hacer ms dulce lo amargo, las mismas malas noticias de siempre.

    Con cuidado de no quemarse, se acerc el caf a la boca. Se deleit con el chasquido en sordina que la espuma de leche, como si de lejanos fuegos artificiales se tratara, haca en el vaso.

    El peridico se haba quedado abierto por una pgina cualquiera. Sus ojos leyeron un titular al azar: Per linteresse generale, dobbiamo essere pi competitivi, rezaba.

    La fior di latte le inundaba la boca.

    Per linteresse di chi,

    pregunt en voz alta, indignndose. Estaba harto de aquel discurso omnipresente, omnipotente, que impregnaba todas y cada una de

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    las esferas de la vida, que eclipsaba cualquier otra forma de contar el mundo que no fuera a travs de su propio filtro, de sus propias razones, de sus propios argumentos totalitarizantes que no admitan la discrepancia y que, adems, hablaba en nombre de un inters general que no era otro que el inters de unos pocos, siempre engalanado con un lenguaje sofisticado, delicado, investido de una autoridad y de una legitimidad incuestionable. Saba que sa slo era la forma de contar de los vencedores, o de los poderosos, que, al fin y al cabo, venan a ser una nica y misma cosa. Pero, como historiador, haba aprendido a dudar siempre de los discursos predominantes y mayoritarios.

    Cerr de golpe el peridico y, levantndose, se acerc a buscar el mando a distancia de la televisin para apagarla. Encendi en su lugar la radio, sintonizando una emisora de msica. Cerrar los ojos y los odos ante la realidad, ni la cambia ni la hace mejor, pero s la hace ms llevadera por momentos.

    Justo acababa de volver a sentarse en su sitio para terminar de tomarse el caf cuando su padre sali de la cocina preguntando,

    Por qu has apagado la televisin. Quera saber qu decan en las noticias,

    el muchacho no pudo controlar un acceso de mal carcter y, en tono de enfado, le espet a su padre,

    Y qu ms te da a ti lo que digan en las noticias, pap, si siempre es lo mismo, el mundo va mal. Y, adems, cunto, de lo que nos dicen, es verdad, y cunto, de lo que te dicen, entiendes de verdad,

    respondi el muchacho. Su padre no entendi que la segunda persona del singular que haba utilizado su hijo no se refera expresamente a l, no entendi que era una segunda persona del singular, de algn modo, impersonal, que lo misma daba que fuera

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    l u otra persona. Se qued estupefacto. Su hijo no acostumbraba a responder as a o ser en contadsimas ocasiones, pero tampoco era eso justificacin alguna,

    Non mi parlare in quel modo,

    Parlo come mi pare,

    se gritaron. Del fondo de la cocina lleg la voz de su madre imponindose en fuerza y volumen a la del padre y a la del hijo,

    Callaos de una vez los dos.

    Se hizo un silencio tenso. El padre del muchacho busc el mando a distancia y volvi a poner la televisin en el canal en el que estaba. Otra vez, noticias abrumadoras empezaron a llenar el local. Bebindose el caf, y despus de llevar el vaso a la cocina, dijo el muchacho,

    Vado a fare una passeggiata,

    Va bene,

    le respondi su madre.

    Sali por la puerta del restaurante y gir a la izquierda. El sol brillaba sin calentar demasiado en Roma, lo que le bast, en primera instancia, para calmarse un poco. Decidi encaminarse al Tber, mientras, para s, pensaba que ya no soportaba ms aquel mundo en el que no caba la discrepancia, en el que, como su propio nombre indicaba, el pensamiento nico era la nica forma vlida de pensar,

    Ay, Roma, la gran Roma,

    se lamentaba,

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    la Roma republicana, donde la libertad pblica todo lo abarcaba, che cosa ti hanno fatto.

    Pero l mejor que nadie saba que aquella libertad pblica fue asesinada el mismo da en que Marco Antonio mand ejecutar a Cicern y exponer la cabeza y las manos cortadas del mejor defensor de la res publica en la misma tribuna del foro desde la que tantas veces haba arengado al pueblo romano. Y aquello fue un da de diciembre del ao 43 antes de Cristo.

    Sus pasos le fueron llevando poco a poco a la orilla derecha del Tber. Dej atrs el Ponte Sisto y se encamin hacia su bienamado Foro romano por el Lungotevere Raffaello Sanzio.

    No le gustaba el mundo que le estaba tocando vivir. No es que no colmara sus expectativas, es que ni siquiera las tomaba en consideracin. Un mundo en el que, el que ms tiene, ms acapara, y en el que, el que menos tiene, ms es desposedo; un mundo en el que, al rico, se le hace mucho ms rico y, al pobre, mucho ms pobre. Pero siempre desde la ms asptica racionalidad, como si se fuera el orden natural de las cosas, con argumentos slidos, irrefutables, inapelables, que polticos de toda ralea pronunciaban y que economistas brillantes, con escuadra y cartabn, elaboraban en sus despachos, brebaje mgico a base de unas pocas ramas todava verdes de estadstica, dos colas de lagartijas matemticas en flor, un sollozo de filosofa desgastada y el aliento de una econometra clarificadora.

    Dej atrs el Ponte Garibaldi y el Ponte Cestio y, por el siguiente, el Ponte Palatino, cruz el Tber.

    Por menos, por mucho menos, en la Historia haban rodado cabezas. Revoluciones, revueltas, manifestaciones de todo tipo haban puesto, por asuntos ms banales, al poder contra las

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    cuerdas. Y, sin embargo, nada pareca cambiar en aquel mundo. Y, si cambiaba, desengamonos, siempre lo haca a peor.

    Al tiempo que caminaba, una pregunta sin respuesta le rondaba en la cabeza: qu se hace cuando el mundo en el que uno vive no le gusta. O, mejor, qu se puede hacer.

    Empez a rodear el Foro desde la va di San Teodoro, para luego, por la va di Monte Tarpeo, subir hasta la Piazza del Campidoglio y bajar por la ladera noreste del Capitolino hasta la va dei Fori Imperiali.

    Efectivamente, aquellos tiempos en los que se poda poner al poder contra las cuerdas parecan lejanos. Pareca que nunca pudieran volver. Pareca como si siempre quedara ms vvido el recuerdo de la represin de los insurrectos que el de la insurreccin en s. Y se acord, a modo de ejemplo, del asunto Matteotti.

    Matteotti fue un diputado socialista italiano, uno de los pocos que alz la voz contra los fascistas de Mussolini en el Parlamento, contra las ilegalidades que cometieron en las elecciones de 1924. Dos meses y medio ms tarde apareca su cuerpo sin vida en las afueras de Roma. Nunca discrepar fue fcil.

    Sus pasos le llevaron hasta el Coliseo. Y a medida que haba ido paseando haba ido vencindole una cada vez mayor indignacin. Vea tan claro que el mundo era cada da ms injusto que no era capaz de comprender cmo nadie reaccionaba, cmo nadie protestaba.

    Salustio contaba que Publio Escipin advirti a Jugurta de que no se poda comprar a unos pocos lo que a todos perteneca, incluso a pesar de que se supiera que en Roma todo estaba en venta. Y, quien por aquella poca deca Roma, deca el mundo.

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    Suspir. Le hubiera gustado que as fuera. Pero estaba claro que Escipin se equivocaba. En este mundo, unos pocos compraban la libertad de todos; unos pocos hipotecaban los sueos de todos. Y disponan de ellos a su antojo. Y siempre con el mismo objetivo: su propio inters personal. S, Escipin se equivocaba. S, unos pocos podan comprar con dinero lo que a todos perteneca: la dignidad, la libertad, la independencia.

    Y, de pronto, como una inspiracin, como un relmpago, una palabra le vino a los labios,

    LAventino.

    Aventino no es slo una de las siete colinas que han marcado a fuego la identidad y la historia de Roma desde la antigedad, de las cuales tres ya han sido aqu nombradas, el Janculo, el Palatino y el Capitolio. Aventino es mucho ms que una mera colina.

    En el ao 494 antes de Cristo, los plebeyos se retiraron al Aventino para protestar contra las condiciones de vida que los patricios les imponan.

    Catorce aos haban pasado del final de la monarqua de los Tarquinos. Debiendo combatir los plebeyos en las guerras exteriores para la seguridad de la ciudad, sin ocuparse de su hacienda y de su subsistencia, sin otro posible recurso, muchas familias plebeyas se endeudaron para poder sobrevivir. Pero pronto no pudieron afrontar los pagos. Y la esclavitud por deudas era la solucin habitual al impago.

    La plebe solic